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En la Patagonia argentina, ese mágico lugar en donde uno se pregunta si allí termina o
comienza el mundo, me encontré durante dos días con un grupo de 30 periodistas.
Algunos de ellos habían viajado hasta catorce horas por aquel territorio desértico en
donde las distancias se extienden, interminables, bajo una constante de desmesura.
Todavía bajo unos regímenes sociales y políticos de colonia primitiva, estos periodistas
planteaban en el taller los dilemas éticos que les representaba la constante presión de
políticos y gobernantes para convertirlos en sus relacionistas públicos, o en sus agentes
de publicidad, o en los protectores de su imagen pública. Es una región en donde aún se
mantiene sin solución la vieja pugna entre terratenientes, señores poderosos dispuestos a
defender sus tierras y ganados con todas las formas de lucha contra sindicatos, de
extenso y batallador historial. En ese campo de batalla el periodista tiene que optar o
por el patrocinio, ventajas y privilegios de defender al gran propietario, al gobernante
poderoso o al político influyente, o por el contrario, asumir el riesgo de hacer causa
común con los sindicalistas, o escoger la soledad e incomprensión que le sobrevendrían
de mantenerse imparcial para servir a todos.
Gran parte de nuestras discusiones éticas giraron alrededor del tema de la identidad
profesional y de su función en la sociedad.. Una encuesta de la Konrad Adenauer y la
Universidad Javeriana inquirió entre periodistas sobre esa conciencia de identidad al
plantearles: “para qué es usted periodista.” De cien, treinta no lo sabían.
Es común encontrar casos como el del mejicano mencionado por Julio Scherer en su
último libro: la terca memoria, que admite que cuando le va mal como periodista alterna
con el oficio de publicista; otros no esperan a que les vaya mal porque sus medios son
agencias de relaciones públicas de algún gobierno, institución, partido o personaje, con
puerta giratoria hacia lo periodístico. En un nivel más modesto, otros a título personal
operan como periodistas encargados de velar por la imagen de alguien.,
Son actividades a menudo incompatibles con la del periodista, que se ejercen por una
lealtad ideológica, o lo que es más común, para sortear el escollo de los malos sueldos,
o en casi todos los casos, porque esa indefinición se inició en la universidad.
Cualquiera sea la razón, lo que me interesa destacar es la relación que existe entre los
dilemas éticos del periodista y su débil identidad profesional. Mal se puede pensar y
aceptar un deber ser como profesional – que eso es la ética, el deber ser- si no se tiene
claro en qué consiste el ser de la profesión.
De hecho, la mayoría de los dilemas éticos que recibo en el consultorio de la Fundación
Nuevo Periodismo, tienen como fondo una incompleta o errónea respuesta a las
preguntas sobre el ser del periodista, o sobre el amo del periodista. Y es explicable.
La primera experiencia profesional del periodista suele dejar una marca de
sobreviviente sobre su piel; me refiero a esa experiencia del novato que en un medio
adverso y ante el permanente riesgo de ser despedido, acoge cualquiera clase de
recursos con tal de sobrevivir. Ese periodista, dispuesto a todo con tal de tener éxito,
pierde el perfil profesional, que luce demasiado fino en la lucha feral de todos contra
todos y de cada uno para sí mismo, que suele predominar en algunas redacciones.
Fue necesario que apareciera Internet y que se lo percibiera como una competencia para
los medios tradicionales, para que el tema de la identidad se planteara con la misma
crudeza de un asunto de vida o muerte. Si cualquiera puede relatar en su blog lo que
está sucediendo, si un celular con cámara puede registrar imágenes de todo lo que
ocurre, cualquiera puede ser periodista. Ante el drástico planteamiento fue evidente que,
o el periodista es una especie en vía de extinción porque cualquiera puede hacer lo que
él venía haciendo, o es un profesional irreemplazable porque cumple unas tareas
específicas que requieren una preparación y una identidad que lo definen.
Al examinar los desafíos del periodismo real, en el seminario convocado por el
periódico Clarín, de Buenos Aires, el año pasado, Dominique Wolton, autoridad en
ciencias de la comunicación, destacó, entre otras, una propuesta de solución a la crisis
actual del periodismo: admitir y decir públicamente las dificultades y contradicciones
del periodismo, es decir, encarar la realidad de su identidad. Tomaba como ejemplo la
posición sumisa de la prensa de Estados Unidos frente al gobierno después del 11 de
septiembre y con motivo de los operativos de guerra en Irak. Se imponía recuperar la
identidad libre de la prensa y del periodista frente al poder, reconocer que la pérdida de
ese talante equivaldría a quedar sin rostro, es decir, sin identidad. Ese proceso de
recuperación de su rostro, suponía, según Wolton, aceptar la crítica, posición ética
relacionada con el compromiso con la verdad, y un replanteo de las relaciones de la
prensa con el poder hasta situarlas dentro del marco de la identidad del periodista. En
conclusión, decía Wolton “no habrá victoria de la información si no se refuerza el rol de
los periodistas.” Un asunto de identidad profesional, sin duda.
Se puede intentar una profundización aún mayor de este asunto de la pérdida o
debilitamiento de la identidad profesional si examinamos la dinámica de la ética en
cuanto esta imprime un movimiento incesante hacia la excelencia profesional. Es un
impulso con una dirección precisa, que desaparece cuando no hay esa dirección, una
meta, un objetivo. No saber hacia dónde se va – que a eso equivale el debilitamiento de
la identidad- es entrar en una parálisis ética que solo puede superarse con una clara y
entusiasta identificación de metas, de objetivos, o sea con la recuperación y
fortalecimiento de la identidad profesional.
Un curioso dato hallado en unas investigaciones adelantadas después de la primera
guerra mundial, confirman estas ideas. De las encuestas hechas con excombatientes
resultaba que para ellos la vida nunca había tenido mayor plenitud que cuando
combatían contra lo alemanes. Al asumir una identidad con una causa grande, que los
excedía, desaparecían las pequeñeces y las mezquindades, las dudas y los miedos.
Esa debilidades y miedos, las pequeñeces y mezquindades no habían desaparecido
radicalmente, desde luego, pero no eran hombres absortos ni enajenados por el menos
de sus vidas, sino por el más; por el potencial que descubrían en ellos a la luz de un gran
propósito, de una estimulante identidad profesional.
La infelicidad ha sido descrita como la percepción del desequilibrio entre nuestro ser
potencial y nuestro ser real. La felicidad, en cambio, ese vivir inteligente, de Aristóteles,
o esa conciencia de libertad creadora de Sartre,, tiene que ver con el descubrimiento de
lo que el hombre puede llegar a ser, que es el ofrecimiento que hacen las profesiones: un
desarrollo del potencial humano.
Los griegos lo decían a su manera provocadora: el supremo valor no es la vida, sino la
vida posible, esa que se manifiesta deslumbrante, aunque ardua, cuando el hombre
abandona el ser de todos los días para alcanzar su deber ser.
En el seminario de Clarín, a que he aludido, llamó la atención la expresión de Ethan
Brown, editor internacional del New York Times, al hablar de periodistas del pasado:
“eran dioses” dijo, y agregó: pero eso ya no es así. Algo parecido le había oido decir a
Ryszard Kapuscinski. Hablaba de una reunión de jefes de estado en Addis Abeba en
1963 adonde llegaron periodistas del mundo y me parece, decía, “que fue la última gran
reunión de los reporteros del mundo, el cierre de una época.” Y explicaba que entonces
el periodismo era una misión, no una ocupación más, el valor de la información estaba
asociado a procesos como la búsqueda de la verdad.” Cuando esa perspectiva se perdió,
la identidad profesional entró en quiebra.
Hoy se está dando una movilización ética como las que mencioné de Argentina, Brasil y
Colombia, que es una forma de recuperar la identidad profesional, porque si el gran
desafío ético de América Latina es fortalecer la identidad profesional, la respuesta no
puede ser otra que la ética como alma de esa identidad.
4.- Conclusión.