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El resultado es que los niños son cada vez más precoces pero
más inmaduros, es decir, capaces de asumir riesgos más grandes
pero con menos sensatez para afrontar sus consecuencias. Y lo
peor es que en esta forma estamos cayendo en el error de
contribuir a acabar con el mejor aspecto de la niñez: vivir para
descubrir el mundo con ojos desprevenidos, creyendo en las
hadas, los duendes y la bondad de los demás, ajenos a los
conflictos y recelos comunes entre los mayores.
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