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Imagen de portada: Coffee in the morning, licencia Creative Commons para reutilización no
comercial. Extraída de: https://www.flickr.com/photos/chichacha/2471138966
Introducción ................................................................................................................................. 1
1. La colisión ................................................................................................................................ 6
Cinco jóvenes compuestas y sin novio ...................................................................................... 6
Envidiar es un modo de estar con los demás ............................................................................ 8
La envidia como acicate .......................................................................................................... 11
La envidia como defensa ......................................................................................................... 14
2. La herida ................................................................................................................................ 18
Tensiones entre rejas .............................................................................................................. 18
Pasiones envidiosas ................................................................................................................. 19
3. La lucha .................................................................................................................................. 23
La tempestad ........................................................................................................................... 23
Por qué lucha la envidia .......................................................................................................... 24
Equidad y justicia..................................................................................................................... 26
Los escenarios de la envidia .................................................................................................... 28
El rol del envidiado .................................................................................................................. 33
4. Vivir mejor con la envidia ..................................................................................................... 36
Cómo nos las arreglamos con la envidia ................................................................................. 37
Cambiar el modo de percibirla ................................................................................................ 38
Reprimirla ................................................................................................................................ 41
Transformarla .......................................................................................................................... 43
Actuar ...................................................................................................................................... 44
Una última consideración ética ............................................................................................... 47
5. Conclusiones .......................................................................................................................... 49
Bibliografía ................................................................................................................................. 53
Obras literarias ........................................................................................................................... 54
Introducción
El silencio del envidioso está lleno de ruidos. Kahlil Gibran.
1
Recogí las conclusiones en Conspiradores íntimos, y las expuse de modo más resumido y riguroso en el
artículo La envidia que nos une. Luego le cuento a qué viene una tercera obra que vuelve a explicar más
o menos lo mismo.
2
nomía la ha tenido en cuenta (con el propósito de reducir los costos de los
envidiosos productores y maximizar los beneficios de los envidiosos con-
sumidores). Con sus investigaciones y sus teorías nos han mostrado que,
en efecto, la envidia no parece estar ahí solo para molestar, sino que cum-
ple ciertas funciones, y además, en general, bastante bien.
Los antropólogos han identificado en casi todas las culturas numero-
sos ejemplos de comportamientos relacionados con la envidia, sea para
canalizarla, sea para protegerse de su daño. Una de las creencias mágicas
más extendidas, por poner un ejemplo, es la del mal de ojo, según la cual el
envidioso, solo con el poder que le confiere su mala intención, puede pro-
vocar perjuicios reales en la salud, en las posesiones y hasta en la convi-
vencia de los cónyuges. Las sociedades ancestrales viven en un constante
desvelo por culpa de la envidia, aunque esa tensión, como veremos, cum-
ple un papel fundamental en su supervivencia. Pero no hace falta ir tan
lejos: nuestra sociedad urbana occidental también está plagada de compor-
tamientos alusivos a la envidia; a su expresión y a su prevención. Piense,
sin ir más lejos, en la propina o la limosna.
La sociología y la psicología social se han interesado por lo que la
envidia tiene de interacción, de modo de relacionarse entre las personas y
los grupos. Ellas nos han desvelado que la envidia es un tipo de conflicto,
un pulso entre rivales que luchan por mejorar o preservar su estatus. El
envidioso está esforzándose por no quedarse atrás. Visto así, no parece tan
malo, ¿verdad?
Pero los que más se han devanado los sesos diseccionando la envidia
han sido los psicólogos, que han centrado la mayor parte de su atención
en la experiencia interior del envidioso: qué piensa, qué siente, cómo se
comporta, y qué pautas subyacentes hacen que todo eso sea como es. Los
primeros en prestarle atención fueron los psicoanalistas, con el abuelo
Freud a la cabeza. Su diagnóstico, como de costumbre, no era muy hala-
güeño, y se hacía eco de la visión religiosa y moralista tradicional: el envi-
dioso es un ser desgarrado, que, incapaz de integrar lo bueno en sí mismo,
lo odia cuando lo ve fuera. Hubo que esperar a la segunda mitad del siglo
XX para que la psicología empezara a concebir la envidia como algo fun-
cional; una herramienta más que un defecto. Y se descubrieron cosas tan
interesantes como que la envidia pudo ayudar a medrar a nuestros tatara-
buelos, que está relacionada con la tendencia innata a compararnos con
los demás, que solemos envidiar más a los iguales que a los que nos pare-
cen distintos a nosotros, que la gente alivia su malestar envidioso de ma-
neras muy astutas…
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Confieso que la aventura de indagación sobre la envidia en la que me
enfrasqué me ha resultado apasionante. Tanto, que quizás haya abusado
un poco de ella, y corra el peligro de quedar atrapado en esa fascinación.
Sé que el tema es inagotable, sé que lo descubierto es solo una ínfima par-
te de lo que me queda por descubrir, pero precisamente por eso temo no
ser capaz de pensar en otra cosa. Por eso había llegado la hora de pasar
página. Al menos de momento.
Pero cuando me disponía a hacerlo he sentido que aún me quedaba
una deuda pendiente ―¿será un modo de resistirme?―. Me faltaba sentar-
me tranquilamente, con una grata compañía, a tomar un café (o dos), y
charlar con los demás, de un modo más relajado, compartiendo y deba-
tiendo lo que a cada cual le sugiere el tema. Eso era lo que hacían Epicuro
y sus discípulos en su Jardín a las afueras de Atenas, allá por el 300 antes
de Cristo: paseaban y departían sobre cualquier cosa que les inspirara, con
la intención de hacer la vida más serena y luminosa.
Le invito a ese café, o a ese paseo, como prefiera. Ya que no pode-
mos hacerlo en persona, le ofrezco mis conclusiones como invitaciones
para la reflexión. Imaginaré que está usted ahí para sopesarlas y discutir-
las. No daré nada por definitivo, y cuento con que usted extraiga sus pro-
pias conclusiones, que tal vez sean muy distintas de las mías. He aquí lo
que yo puedo aportar, y juzgue el lector si le parece valioso.
Pensaremos en lo que la envidia es más allá de lo que nos contaron;
en lo que nos quita pero también en lo que nos da. Investigaremos sus
causas y sus escaramuzas. La miraremos con lupa y procuraremos extraer
conclusiones que nos puedan servir para encararla sin demasiado daño.
Porque nuestra intención no es erudita, sino práctica: nos gustaría ser un
poco más felices. Como Montaigne, que dedicó varios años de ensayos,
encerrado en su torre de Aquitania, a buscar orientaciones para el ―bien
vivir y bien morir‖. ¿Hay otra sabiduría que nos importe más? Como dice
A. Comte-Sponville: ―Si la filosofía no nos ayuda a ser felices, o a ser me-
nos desgraciados, ¿para qué la filosofía?‖2
Puesto que siempre se hace más fácil pensar sobre ejemplos, y no es
cuestión de que usted o yo aventemos demasiado nuestras vergüenzas,
echaremos mano del extenso acervo de casos que nos ofrecen los estudios
realizados. También nos servirá ese vivaz muestrario de historias que nos
brindan los mitos y la literatura. Con estas deberemos ser cautos, ya que,
2
Comte-Sponville, André (2001). La felicidad, desesperadamente. Barcelona: Paidós. P. 14.
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al buscar más conmover que comprender, las situaciones y personajes que
nos presentan suelen excederse hasta lo grotesco. Nuestras vidas no son
dramas cósmicos como el Paraíso perdido de Milton, ni tragedias desmedi-
das como la del Mozart y Salieri de Pushkin o el Billy Budd, marinero, de
Herman Melville. Ni siquiera, por fortuna, solemos llegar a los extremos
de La casa de Bernarda Alba de García Lorca o el Abel Sánchez de Unamuno.
Todos ellos nos sirven como símbolos, arquetipos de nuestras modestas
envidias; pero mucho en nosotros se les parece, y su aspecto imponente
ayuda a pensar.
Precisamente, para no irnos demasiado por las ramas, había pensado
en seguir de cerca, a lo largo de nuestra plática, la evolución de alguna de
estas historias. No es una elección fácil. En mis trabajos anteriores opté
por la tragedia corta Mozart y Salieri, aderezada con elementos de su avatar
posterior Amadeus, de Peter Shaffer (que Milos Forman convirtió en una
célebre película); la hacían óptima su brevedad y su profundidad psicoló-
gica. Si hay un modelo universal de envidioso es el personaje de Salieri,
un músico que existió realmente y que ha sido víctima de una leyenda ne-
gra alentada en vida por el propio Mozart. Si no lo ha leído, se lo reco-
miendo para entrar en materia; le aseguro que le impactará.
Sin embargo, creo que ya he exprimido bastante al sufrido Salieri:
descanse en paz. También he hablado mucho del pobre Joaquín Monegro,
enemigo y sombra de Abel Sánchez durante toda su vida (tampoco deje de
leerla). Los mencionaré ocasionalmente, pero aquí se me ha ocurrido que
nos dejemos guiar por las angustiadas hermanas que se debaten en la cau-
tividad de La casa de Bernarda Alba. Con ellas podremos seguir los pasos de
lo que se ha llamado un ―episodio envidioso‖ completo: su surgimiento,
su desarrollo y su ―en este caso― fatal desenlace. Ya añadiremos alusio-
nes a otras obras cuando haga falta.
Como ve, le pongo bastantes deberes de lectura (si no los había
hecho ya por su cuenta); no se arrepentirá de ninguno. Y si quiere otros
más eruditos, creo que todas las obras reseñadas en la bibliografía le inte-
resarán. Al final, antes de despedirnos, le haré algunas consideraciones
sobre ellas, por si se anima a investigarlas por su cuenta.
¿Preparado para empezar? ¿Insiste en que usted no ha envidiado
nunca? A ver qué me dice al final de nuestra charla.
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1. La colisión
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cia, la sirviente de la casa, que no obstante, por su puesto de confianza,
está mejor situada que su ayudante. Esta última trabaja sin parar y espera
para llevarse las sobras: ―Suelos barnizados de aceite, alacenas, pedestales,
camas de acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas
de tierra con un plato y una cuchara‖. Cuando entra con su séquito de
duelo, la dueña corrobora la inferioridad de esta segunda criada, echándo-
la: ―Vete. No es este tu lugar. Los pobres son como los animales. Parece
como si estuvieran hechos de otras sustancias.‖
Bernarda sabe hacerse odiosa; cumple con el deber funerario de con-
vite a los vecinos (las mujeres dentro, los hombres fuera), pero en el fondo
los desprecia; sabe que la envidian y que se limitan a representar ante ella
una complicidad hipócrita. ―Este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos,
donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada‖. Pe-
ro sigue al pie de la letra las rígidas normas que decretan las costumbres,
los requerimientos de lo que se supone un comportamiento digno, pues
sabe que se castigará con críticas y desprecios a quien no cumpla su papel
en el guion.
Las cinco hijas son poco atractivas y sin grandes posibles, excepto la
mayor, Angustias, fruto y heredera de un matrimonio anterior. Este rasgo
es clave, ya que consagra desde el principio una distancia con respecto a
las otras. Quédese con los nombres de todas, porque hablaremos bastante
de ellas.
Angustias tiene casi 40 años; para la época, es ya una solterona vieja.
Su madre, sin embargo, confía en casarla pronto con Pepe el Romano, un
joven que la ronda desde que se ha enterado que dispondrá de una buena
dote; eso sí, controlándola muy de cerca y sin permitirle la menor licencia
que provoque habladurías.
Magdalena es la segunda, y no está en una edad mucho más favora-
ble, pues ya ha cumplido los 30. Algo parecido le sucede a Amelia, que
tiene 27 años. Para el tiempo en el que viven, rozan ya la condición de
solteronas.
Martirio, con 24, y Adela, con 20, son las hijas menores. La primera
sobrelleva con amargura su poco atractivo, unido a una constitución en-
fermiza y a un talante agrio, aunque mantiene vagas ilusiones, y es sumisa
con la madre, a diferencia de Adela, que se comporta de un modo rebelde
y un tanto casquivano.
Todas ellas han sido condenadas por Bernarda al riguroso luto que se
mantenía en los pueblos españoles de comienzos de siglo. Las mujeres
tenían que permanecer durante años (en este caso ocho) metidas en casa,
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vestidas de negro y casi sin posibilidades de noviazgo. En esa sociedad las
mujeres solo podían salir de la casa paterna mediante el matrimonio.
―Hacemos cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas‖,
decreta Bernarda, y añade el sarcasmo de que dedicarán esos años a ―bor-
dar el ajuar‖. Con un cálculo rápido, podrá usted ver que para Magdalena
y para Amelia eso equivale a una condena que les robará todas las espe-
ranzas de escapar de esa casa; se entiende que sean las que más lloran al
padre. Pero para Martirio y Adela el drama no es menor, ya que esos años
les robarán la juventud. Es comprensible que todas tengan la impresión de
haber entrado en una larga cautividad que amenaza con prorrogarse toda
la vida. Esta circunstancia elevará la tensión dentro de ese ambiente as-
fixiante, y avivará las disputas.
Magdalena, la segunda, asume su destino con una amargura sarcásti-
ca. ―Nos pudrimos por el qué dirán‖, se lamenta. Mira con melancólica
simpatía los juegos de la menor, Adela, por escapar del cautiverio. ―¡Po-
brecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. Daría algo por verla
feliz‖. Dar algo quizá no sea mucho, pero suponemos que es más de lo
que daría por sus otras hermanas, a quienes no profesa mucha simpatía.
De hecho, se burla sin piedad de las ilusiones de Angustias con respecto a
Pepe el Romano. Cuando Amelia y Martirio dicen que se alegran del po-
sible noviazgo, Magdalena les espeta: ―Ninguna de las dos os alegráis‖. Y
justifica: ―Viene por el dinero… [Angustias] está vieja, enfermiza, y siem-
pre ha sido la que ha tenido menos méritos de todas nosotras‖.
Adela expresa su desesperación a sus hermanas: ―Yo no puedo estar
encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras; no
quiero perder mi blancura en estas habitaciones; mañana me pondré mi
vestido verde y me echaré a pasear por la calle‖. Amelia le ataja con una
enigmática sentencia: ―Lo que sea de una será de todas‖. En ese momento
la criada anuncia que Pepe el Romano está pasando por la calle y, en efec-
to, todas salen corriendo a verlo.
Es probable que, sobre todo por lo que concierne a las envidias ajenas, le
siga pareciendo que no es para tanto, que la posible pérdida (o falta de ga-
nancia) del envidioso no justifica de ninguna manera un sufrimiento tan
agudo ni una necesidad tan perentoria de restablecer la igualdad, y menos
dañando al otro. Estoy de acuerdo en que, vistos desde fuera, los envidio-
sos suelen parecernos exagerados, y sus complots desmesurados. La dis-
tancia más corta es la línea recta; para la realización de los deseos, el ca-
mino más corto se diría que es ponerse manos a la obra para conquistar-
los, en lugar de enzarzarse en retorcidas conspiraciones contra la suerte de
los demás.
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Sin embargo, lo cierto es que las circunstancias humanas suelen ser
de una geometría mucho más compleja. Para empezar, a veces los obstá-
culos que se interponen en el camino de nuestros deseos nos parecen in-
salvables, y a menudo lo son. Para una mujer sin propiedades ni familia,
en la época de las hijas de Bernarda Alba, salir al mundo por su cuenta era
perder la dignidad y quizá incluso jugarse la supervivencia. En una socie-
dad marcada por la carencia y por la relegación de la mujer a la casa, esta
no tenía muchas opciones para valerse por sí misma. Muerto el padre, las
pobres muchachas dependen en exclusiva de la madre, quien con sus prin-
cipios rígidos y su obsesión por el qué dirán les impide la única salida po-
sible: el matrimonio.
En la novela Abel Sánchez de Unamuno, Joaquín Monegro pugna de-
liberadamente por alcanzar una notoriedad que supere a su rival, y en
cierto modo lo consigue: se convierte en un médico de renombre, escribe
un libro... Pero nunca es suficiente, porque su envidia lo abarca todo, ne-
cesitaría convertirse en Abel mismo: está preso de una fascinación malsa-
na, y sobre todo un resentimiento obsesivo rayano en la locura, pues sabe
que jamás alcanzará lo que anhela. Algo parecido le sucede a Salieri con
respecto a Mozart: si acaba por destruirlo es porque sabe que jamás podrá
ni siquiera emularlo, y no se resigna a vivir a su sombra. ¿Y qué decir de
los ángeles caídos de Milton? Satán, poseído por una especie de complejo
de Edipo celestial, es incapaz de imaginarse a sí mismo como otra cosa
que un permanente aspirante a lo único que jamás podrá ser: Dios; lo pru-
dente sería que se contentara con sus poderes de ángel, que no están nada
mal, pero solo puede verlos como migajas ante lo ilimitado del ser supre-
mo, y eso le resulta tan angustioso que opta por convocar a todos los de-
monios a una rebelión cósmica: ―Un coraje que jamás se rinde o cede: ¿Y
qué otra cosa es no estar vencido?‖
En el camino hacia la realización de nuestros deseos, también puede
ser que nos coarten nuestros propios prejuicios. No estamos dispuestos a
pagar el precio, o bien tenemos deseos contradictorios y no sabemos ele-
gir. Es un poco lo que le sucede a Diana con Teodoro en El perro del horte-
lano de Lope de Vega: lo rechaza por más selectos pretendientes, como
conviene a su rango, pero luego no soporta que el muchacho se vaya con
su criada Marcela; afortunadamente, en este caso la historia acaba bien
para todos y el amor triunfa sobre las clases. Todo lo contrario de lo que
ocurre en Billy Budd, marinero: el capataz del barco, Claggart, le toma oje-
riza a Billy, suponemos que por ser, a diferencia de él, atractivo, afable y
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apreciado por la tripulación; el capataz se dedicará entonces a hostigar al
muchacho hasta un punto insoportable, y lo pagará caro.
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La envidia como defensa
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2. La herida
Las bases para el drama están puestas. Frustración general que llega a la
desesperación. Alguien que rompe el pacto de agonía y deja atrás al resto.
La envidia se ha despertado y va incendiando corazones.
En el acto segundo, un largo diálogo entre las hermanas nos pone al
día de sus sentimientos. Todas, incluso la criada, están atentas a los suce-
sos que se desarrollan en las ventanas enrejadas, de madrugada. Angustias
habla con Pepe hasta la una: eso es sabido. Pero ni los calores de fuera ni
los de dentro dejan dormir a las otras, y más de una oye los cascos de su
jaca a las cuatro. Si no está con Angustias, ¿con quién está?
La Poncia, la criada, tiene la sabiduría de las viejas y, ella que puede
mirar en perspectiva, se siente obligada a prevenir el drama. Cuando se
queda a solas con Adela, le avisa del disparate de su aventura. Pepe el
Romano es de su hermana. ―¿Quién te dice que no te puedes casar con él?
Tu hermana Angustias es una enferma… Alimenta esa esperanza, olvída-
lo, lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios‖. ―Es inútil tu con-
sejo ―le replica Adela, altiva―. Ya es tarde… Por encima de mi madre
saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y bo-
ca‖.
A Poncia, no obstante, se le ha escapado otro horizonte que incuba
borrasca. Angustias clama que le han quitado el retrato de Pepe. La criada
lo cree en la habitación de Adela, pero, para su asombro, aparece entre las
sábanas de la cama de Martirio; la enamoradiza, la que repite los cantos
de los segadores que pasan por la calle, la que perdió el novio porque a
Bernarda no le pareció digno. Adela no se sorprende: ―Ha sido otra cosa
que te reventaba en el pecho por querer salir. Dilo ya claramente‖. ―¡Calla
y no me hagas hablar, que si hablo se van a juntar las paredes unas con
otras de vergüenza!‖
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Vemos aquí que se gesta otra guerra, menos aparente, más sibilina,
sin duda más terrible. Es el pulso entre las dos hermanas menores, que
pasa a primer plano y deja a Angustias convertida en sombra. La contien-
da por Pepe es ahora asunto entre ellas: Adela no se resigna y va a por él
directamente; Martirio, que sabe que no puede competir, la vigila y la
amenaza: ―Yo romperé tus abrazos‖.
Entretanto, Poncia intenta advertir a Bernarda: ―Aquí pasa una cosa
muy grande‖. Bernarda no quiere saber: ―No quiero entenderte, porque si
llegara al alcance de todo lo que dices te tendría que arañar‖. La criada
insiste: ―¿A ti no te parece que Pepe estaría mejor casado con Martirio o…
¡sí!, con Adela?‖ ―Las cosas no son nunca a gusto nuestro‖.
De fondo, por las calles del pueblo, la gente persigue a una muchacha
soltera que ocultó y mató al hijo de su vergüenza. Todas proclaman que
hay que matarla. Todas menos Adela. ―¡Que pague lo que debe!‖, excla-
ma Martirio mirando a su hermana. Ella pide clemencia como si lo hicie-
ra para sí, abrazándose el vientre.
Pasiones envidiosas
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Muchos científicos sociales, en su comprensible afán de rigor, diferencian emociones y sentimientos.
Consideran las emociones como reacciones automáticas del organismo ante determinados estímulos;
los sentimientos serían más subjetivos: nuestro modo de entender y encarar las emociones. Esta distin-
ción está justificada, pero también resulta algo arbitraria, y en cualquier caso el lenguaje no se hace eco
de ella. Aquí usaremos ambos términos como sinónimos.
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Adela teme ―perder su blancura en esas habitaciones‖. Martirio teme que
la juventud pase y la deje seca de esperanzas.
Ante la frustración, el envidioso también siente tristeza. Al fin y al ca-
bo, la ventaja del otro supone una pérdida para él. Hay algo profunda-
mente melancólico en que Martirio escondiera el retrato de Pepe entre sus
sábanas. Ya que su cuerpo le es negado, se acuesta con su imagen. Tam-
bién nos apena enterarnos de que la madre, en secreto, alejó al único pre-
tendiente que se le había ofrecido. Martirio cree que simplemente la
plantó. Es quizá la más triste de las hermanas, y por eso podemos prever
que será la más cruel.
Porque la tristeza, si no se queda en sí misma y no se resigna, si se da
la vuelta para plantar cara, nos conduce a la ira. Adela siente hacia Angus-
tias la misma rabia difusa que todas, pero apenas piensa en ella; tiene sufi-
ciente con llevarle la contraria a los hechos y seguir su instinto. Su herma-
na mayor se diluye tras una niebla lejana de edad y languidez, entre otras
cosas porque sabe que ni siquiera es rival para ella, que es quien tiene la
salud, el atractivo y la mocedad. Las mustias citas de la mayor a través de
las rejas no significan nada frente a los encuentros ardientes que Adela le
reserva a Pepe de madrugada; unas citas en las que pasan muchas más
cosas que una conversación aburrida.
Sin embargo, frente a Adela, Martirio es la perdedora directa. Sobre
todo porque aquella tiene la osadía de escenificar lo que esta desearía y no
se atreve. Además, es la que le queda más cerca: en edad y en apasiona-
miento. Pero la aventaja en temeridad. Por eso, Martirio no puede perdo-
narla. La reconcome saber que de madrugada está viviendo las delicias
que anhelaría para ella, porque de ese modo, ya lo hemos visto, se las roba
de un modo simbólico, hace que tenga que enfrentarse crudamente a su
inseguridad y a su frustración. Hay una teoría psicológica que conecta la
frustración con las conductas agresivas.
Así es como, en Martirio, la desventaja se traduce en odio, en resen-
timiento, en mala voluntad. No ceja ni siquiera cuando su hermana le su-
plica que la deje en paz: mientras se apropie de lo que codiciaría para sí
misma, seguirá siendo su enemiga imperdonable. Está dispuesta a sacrifi-
carla en el mismo altar de las buenas costumbres en el que el pueblo ente-
ro inmolará a esa pobre muchacha de la que sabemos al final del acto.
―¡Que pague lo que debe!‖, exclama, apuntando a ese otro sentimiento
asociado a la envidia que es la alegría del mal ajeno, que los especialistas
llaman con la palabra alemana schadenfreude. Aristóteles ya las concebía
como dos maneras complementarias de manifestarse la envidia: tristeza
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por el bien ajeno y alegría por su mal. Se entiende su sentido: si lo que nos
atormenta es la ventaja del otro, ver reducida esa ventaja, o sometida a
consecuencias penosas, equilibra la balanza y proporciona un alivio.
Para el pensador Max Scheler, el resentimiento surge de una rabia que,
al ser reprimida, no ha podido expresarse. Al no salir fuera, se nos queda
dentro y nos intoxica. Parece acertado, pero se queda corto: hay aversio-
nes contenidas que simplemente descartamos u olvidamos; y hay resenti-
mientos pertinaces que se prolongan por mucho que los expresemos, se
realimentan una y otra vez, como un Fénix de odio, mientras el otro siga
ahí y no le perdonemos. La cuestión es si lo que despierta esa rabia se
mantiene vivo: en el caso de la envidia, si permanecemos encajados en la
rivalidad y nos reconocemos en el papel de envidioso. A veces nos libra-
mos de la envidia quitándole importancia o aceptando, con la cola entre
las piernas, la ventaja del otro; pero si nos empeñamos en insistir, si no
estamos dispuestos a renunciar, si quedamos atrapados en el rol de envi-
diosos como Martirio, el malestar seguirá hinchándose como un globo.
Es posible que usted esté pensando que, más que envidia, lo que
están sintiendo todas las hermanas, y sobre todo Martirio, son celos. Nues-
tro lenguaje es confuso a la hora de distinguir ambos sentimientos, y las
investigaciones tampoco han encontrado diferencias determinantes. De un
modo puramente conceptual, los especialistas han propuesto que los celos
intentan conservar algo frente a un aspirante, mientras que en la envidia el
aspirante es el envidioso. Se ha dicho que la envidia comienza ―con las
manos vacías‖, mientras que los celos lo hacen ―con las manos llenas‖.
Pues bien, desde este punto de vista, lo que se dirime en la casa de Ber-
narda Alba es claramente envidia: las únicas que tienen las manos llenas
son Angustias (de dinero y oportunidad reconocida) y Adela (de atención
por parte de Pepe el Romano).
Tal vez sea esa impresión de que el envidioso ―ataca‖ y el celoso ―de-
fiende‖ la que nos haga reservar a este la comprensión y a aquel el despre-
cio. Pero ya hemos visto que el aspirante está desesperado no solo por lo
que desea, sino ―tal vez incluso más― por lo que pierde de sí mismo si no
se hace valer. Recuerde que están en juego, como mínimo, el prestigio y el
amor propio. Por otra parte, el celoso lo está porque alguna cualidad del
otro le supone una amenaza. Otelo no habría tenido tantos celos de su lu-
garteniente Casio si este no hubiera sido más joven y más atractivo que él.
Así que envidia y celos parecen difíciles de destrenzar.
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Hay otros dos sentimientos habitualmente vinculados con la envidia:
la vergüenza y la culpa. Están relacionados con lo que envidiar tiene de
transgresión de las normas sociales. La envidia está mal vista, en el fondo,
porque puede romper la estabilidad de la convivencia, al desafiar sus códi-
gos. El gran pecado de Adela es reclamar para ella lo que Bernarda ha de-
cretado que será solo para Angustias; Martirio le recuerda que debería
sentirse avergonzada, y es una de las razones con que justifica declararle
la guerra. Tanto Adela como Martirio se sienten completamente legitima-
das para actuar según sus impulsos; un poco de vergüenza o de culpa tal
vez les habrían ayudado a moderarlos, buscando otras maneras más apro-
piadas de satisfacer sus deseos que no les condujeran al abismo.
Como ve, hablar de la envidia como una emoción aislada puede
hacer que nos pase desapercibido el intrincado tapiz afectivo que la inte-
gra. El envidioso siente muchas cosas, a veces una tras otra, a veces varias
a la vez. Quizá las emociones se nos presenten enlazadas en un hato, y
cuando creemos distinguirlas solo estemos poniendo nombre a una deter-
minada combinación, o a un punto de vista. Sería algo parecido a lo que
sucede con los colores: todos están en la luz, aunque los veamos sucederse
en las distintas caras de un cristal. Esto explicaría la curiosa sensación de
que las emociones se transforman unas en otras.
Así es, más o menos, como pensaba el gran filósofo Baruch Spinoza,
quien por cierto, hace más de trescientos años, vivía de pulir cristales para
lentes. Para Spinoza solo había dos grandes ―afecciones‖, como él las lla-
maba: la alegría, entendida como aquello que nos hace sentir que aumenta
nuestra energía; y la tristeza, que equivaldría a lo contrario. Todos los sen-
timientos serían versiones de esos dos estados del ánimo, que se irían su-
cediendo en una continua oscilación energética: ahora nos sentimos me-
jor, al rato nos sentimos peor, y así sucesivamente. No hace falta que le
insista en que Bernarda Alba, tan briosa, tiene la virtud de sembrar tristeza
a su alrededor. Bajo su manto, Angustias intenta abrir algo de paso a la
alegría, pero su proyecto de boda siempre nos deja un sabor triste de cosa
forzada e improbable. Solo Adela funda una verdadera alegría ―la de la
libertad, la del amor―, pero para conseguirlo tiene que enfrentarse a su
madre y a su entorno, que no dejarán de tirar de ella hasta hacerla sucum-
bir.
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3. La lucha
La tempestad
El tercer acto empieza con aire sereno: el clan de mujeres cena, se habla
de naderías; la noche es cerrada, miran las estrellas; la presencia de una
vecina que ha venido a ver el ajuar de Angustias parece una reconfortante
brisa del mundo exterior en el sofoco de aquella casa atrancada. Pepe le
ha dicho a Angustias que hoy no vendrá, que tiene quehaceres. A la orden
de Bernarda, todas se van a dormir. Pero es la calma que precede a la
tempestad.
La matrona está satisfecha de su imperio. ―Mi vigilancia lo puede to-
do‖, le sermonea a la Poncia, que se mantiene prudente. Cuando la dueña
se retira, las criadas hablan. ―¿Tú ves ese silencio? ―dice la Poncia―. Pues
hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a to-
dos‖. ―¡Es que son malas!‖, reniega la otra criada. ―Son mujeres sin hom-
bre, nada más. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre‖.
Se oyen ladridos. Baja Adela en enaguas, diciendo que tiene sed. Se
retiran las criadas. La joven desaparece por la puerta del corral. Al poco
irrumpe Martirio y la llama. Ella vuelve despeinada. ―¿Por qué me bus-
cas?‖ ―¡Deja a ese hombre!... No es ese el sitio de una mujer honrada‖.
―¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!‖
Martirio se muestra decidida a revelar el secreto de su hermana; esta
no se inmuta. Se sabe triunfante, y eso la hace resuelta con las palabras:
―No te importa que abrace a la que no quiere… Pero que me abrace a mí
se te hace terrible, porque tú lo quieres también‖. Martirio, desesperada,
lo admite. Adela la abraza en un gesto comprensivo: ―Yo no tengo la cul-
pa‖. Pero Martirio la rechaza: ―Aunque quisiera verte como hermana, no
te miro ya más que como mujer… Tengo el corazón lleno de una fuerza
tan mala, que, sin quererlo yo, a mí misma me ahoga‖.
23
Pepe silba desde el otro lado. Adela intenta volver con él. Martirio se
interpone y pelean; llama a voces a la madre. Aparece esta, y con ella el
resto de la casa. Adela, desafiante, proclama la verdad, ante el pasmo ge-
neral. Bernarda busca la escopeta y sale a la calle a perseguir al traidor,
seguida de Martirio. Suena un disparo. ―Atrévete a buscarlo ahora‖, sen-
tencia al volver a entrar. ―Se acabó Pepe el Romano‖, completa Martirio
tras ella.
En realidad, no lo han matado: huyó con su caballo. Pero Adela lo
ha creído muerto y, presa de desesperación, se ha encerrado en un cuarto.
La llaman en vano. Acaban entrando y la descubren ahorcada. Bernarda,
tirando de las riendas de todas como un auriga romano, apaga los llantos
a gritos: ―¡Mi hija ha muerto virgen!... ¡Silencio!‖
Así cae el telón, o más bien se desploma, y nosotros nos quedamos
desolados, sintiendo que ante nuestros ojos ha tenido lugar un sacrificio
donde cada cual es víctima de lo suyo, pero una ha pagado por todas.
¿Quién ha perdido más? Sin duda, Adela, que lo ha perdido todo.
Ella, tal vez porque era la más vulnerable, ha acabado siendo el chivo ex-
piatorio de las frustraciones colectivas. Sin embargo, no las ha redimido:
antes bien, las ha sumido en una mazmorra más profunda. ―Nos hundi-
remos todas en un mar de luto‖, decreta Bernarda, mientras lanza a dies-
tro y siniestro hachazos de silencio. Ni siquiera ahora se puede llorar: hay
que seguir callando, callar si cabe aún más que antes. Rotos ya los cora-
zones, la fachada de dignidad permanecerá intacta.
Pero todas han perdido. Para Angustias, se ha cerrado definitivamen-
te aquella puerta de esperanza que parecía a punto de traspasar. Martirio
envidiará hasta el final, y ya sin disimulo: ―Dichosa ella mil veces que lo
pudo tener‖, reza ante el cadáver de su hermana, sabiéndose más muerta
que ella. Ninguna soñará ya con Pepe el Romano; pero, montada en el
caballo del mozo, también la envidia se retira.
Equidad y justicia
27
aunque eso implique una pérdida también para sí mismo. Es el principio
de ―donde las dan las toman‖ (en inglés: tit for tat).
¿Pura maldad? Si mira con atención, lo verá lleno de sentido. Al res-
ponder perjudicando ante un perjuicio del otro, estamos empujándolo a
colaborar. Si usted me hace entender que no aceptará una oferta abusiva,
sabré que no tengo más remedio que hacerle ofertas más equilibradas. El
intercambio más estable, en igualdad de condiciones, es el que promueve
la equidad.
30
Luego viene el trabajo de zapa: vigilar de cerca al envidiado, ponerle
trabas, ir erosionando la tierra bajo sus pies. A medida que avanza la obra,
el foco de la envidia se desplaza de Angustias a Adela, sobre todo por par-
te de Martirio. Para esta, la aventura de Adela resulta especialmente pun-
zante, porque es la que la enfrenta más dramáticamente a su propio fraca-
so; lo que no le perdona no es la transgresión, sino el hecho de que ponga
en evidencia su propia incapacidad para transgredir. Mientras Adela pasa
las madrugadas en brazos de Pepe el Romano, Martirio solo se atreve al
patético gesto de dormir con su retrato robado.
Hasta aquí el rol del envidioso, pero, ¿qué pasa con el papel del envidia-
do? ¿Se limita a ser esa inocente víctima que nos pintan las viejas historias
maniqueas? ¿Pudo haber alguna perversa satisfacción en el privilegiado
Abel, un ensañamiento disimulado en el petulante genio de Mozart? ¿No
será el envidioso, casi siempre, la verdadera víctima?
Reconozca que ser envidiado es señal de ventaja, y por eso todos lo
buscamos un poco. Nuestras bisabuelas de las cavernas ya se acicalaban, y
a nuestros tatarabuelos les gustaba lucir pinturas y chismes prendidos por
el cuerpo. Para los griegos no había prestigio que valiera la pena sin envi-
dia, y los artistas del Siglo de Oro se jactaban de ser muy envidiados como
señal de distinción. La publicidad sabe sacar partido de la envidia que
puede despertar una marca de coche o de ropa. ―Tanto hace por tu fama
quien te envidia como quien te alaba‖, dice el refrán popular, y Voltaire,
que se sabía objeto de numerosos rencores, aconsejaba sarcástico: ―Cau-
semos envidia hasta donde nos sea posible‖.
Sin embargo, el lugar del envidiado no resulta cómodo, puesto que
tendrá que soportar la presión del resentimiento de los otros, y hacer fren-
te a sus conspiraciones. En el trabajo, un campo muy estudiado por sus
obvias implicaciones económicas, ser objeto de envidias puede causarnos
aislamiento y falta de colaboración, lo que reduce la eficacia de los equi-
pos y amarga la vida de muchos profesionales; no es extraño que la gente
se esfuerce por no destacar (lo han llamado el ―síndrome de la amapola
alta‖). Pero donde la envidia puede resultar devastadora es en las peque-
ñas comunidades de bienes escasos: en ellas el envidiado se juega la su-
pervivencia misma. De ahí que exista un sinfín de prácticas para salir al
paso de la envidia ajena. Foster hace un repaso exhaustivo, y las resume
en cuatro grandes tipologías.
33
Para empezar, quien se teme objeto de envidia procura ocultar de
algún modo su suerte: intenta que se note lo menos posible, habla poco de
ella, y si es posible la mantiene lejos de las miradas de los otros. En algu-
nas tribus, el que ha tenido buena caza come aparte. Nuestra Angustias
evita hablar con las hermanas de sus conversaciones tras la reja con Pepe,
y lo hace con reticencia cuando le preguntan. Adela, lógicamente, lleva en
secreto sus citas de pasión.
Si resulta difícil esconderse, uno puede quitarle importancia al benefi-
cio obtenido. En las pequeñas comunidades agrícolas, se menosprecia
públicamente al hijo nacido o la cosecha lograda. La adulación es recibida
con desconfianza, ya que revela a posibles envidiosos: ―¿Contra quién va
ese elogio?‖, pregunta cínicamente un personaje en Abel Sánchez. Se cuen-
ta la anécdota de un jefe de tribu en Ghana que, asediado siempre por fa-
miliares por el hecho de ser más pudiente, hizo construir una casa y la
dejó deliberadamente a medias para convencerles de que estaba comple-
tamente arruinado. En nuestra sociedad urbana también hacemos cosas
parecidas: ¿usted no ha achacado a la suerte un mérito por el que se le fe-
licita, o ha respondido al halago devolviendo otro mayor? Una actitud
modesta es una buena apaciguadora de envidias.
Una tercera estrategia consiste en compensar de algún modo al espec-
tador de nuestra fortuna, practicando una generosidad pacificadora. Un
recurso habitual es celebrar un banquete o invitar a algo, cosas que segui-
mos haciendo en las bodas, después del nacimiento de un hijo, incluso en
nuestro cumpleaños. No digo que lo hagamos solo para calmar posibles
envidias, pero algo de eso queda, y si no, imagine las reacciones si no lo
hace.
En caso de que todo esto no baste, siempre nos queda la posibilidad
de compartir nuestro beneficio. En algunas comunidades el cazador o pes-
cador con éxito comparte lo obtenido hasta el punto de quedarse prácti-
camente sin nada. Una de las raíces de la hospitalidad puede ser esta miti-
gación de la envidia del visitante.
Y, en fin, cuando la envidia se considera inevitable, nos queda inten-
tar defendernos de ella. En las comunidades de recursos escasos, los males
son a menudo atribuidos a la envidia. No solo perjuicios directos como
estropear la bomba de agua o negar ayuda ante una necesidad. Cualquier
desgracia puede ser consecuencia del influjo mágico de la envidia. Nues-
tras abuelas aún creían en el mal de ojo, y nos protegían de él rezando y
dibujando cruces con aceite en nuestra frente. Esta práctica viene de lejos,
porque sabemos que los griegos también defendían a sus hijos del mal de
34
ojo trazando señales con barro en la frente (el aceite es más limpio, pero la
simbología del barro proclama vigorosamente el hecho de no ser digno de
envidia). El recurso de los romanos era más llamativo: llenaban la casa de
amuletos fálicos, como lanzas en ristre contra los envidiosos. Además de
estos recursos caseros, uno siempre ha podido acudir al servicio profesio-
nal de curanderos o chamanes.
El envidiado, en definitiva, tiene buenas razones para temer a los
demás. Hacerlo es una muestra de prudencia, que a veces no sabemos te-
ner por la presunción que también nos inspira el sabernos envidiados.
Adela se siente orgullosa de haberse desmarcado de las otras, se considera
legitimada por su propio coraje y por un amor que le parece que la hace
invencible. ―Me quiere a mí… Seré lo que él quiera que sea. Todo el pue-
blo contra mí‖. Es lo que los griegos llamaban hibris, la soberbia arrogan-
te, que solía concitar el castigo de Némesis, la dispensadora de desgracias.
Es obvio que Adela no calcula bien sus fuerzas, y más le habría valido
ponderar mejor lo peligroso de su familia.
35
4. Vivir mejor con la envidia
36
Lo mejor que podríamos hacer con la envidia, evidentemente, es pre-
venirla. Lo recomienda Bertrand Russell: hacer que nuestra vida nos resul-
te satisfactoria y plena. Disfrutar, descansar, rodearnos de amor. Tener
expectativas razonables y planear proyectos alcanzables. Como punto de
partida, no creo que usted no lo suscriba. Lástima que la vida sea dema-
siado sinuosa, imprevisible y corta. Vivir es difícil. Si no lo fuera, seguro
que ni siquiera tendríamos envidias.
Siempre habrá alguien que posea más, siempre encontraremos a
quien nos lleve ventaja, y eso muchas veces se nos presentará como una
contrariedad. Me temo, pues, que para la mayoría de nosotros la envidia
es inevitable. Lo razonable, entonces, sería aprender a sobrellevar nuestras
envidias de la manera más constructiva y menos dolorosa posible. Aspi-
ramos también a situarnos ante ella desde una ética. ¿Cómo hacerlo?
37
quirir, siempre más y siempre mejor que el vecino4; de resultas fomenta, a
su vez, una mayoría frustrada.
Dado que partimos de que la envidia es una rivalidad provocada por
una desventaja, lo más inmediato sería cambiar esa relación y trabajar pa-
ra reducir la diferencia. Sin embargo, como argumentábamos, no siempre
estamos en condiciones de hacerlo. A veces la desventaja nos aplasta y no
tenemos más remedio que apechugar con la envidia que nos enciende.
Según el filósofo Jon Elster, podemos hacer básicamente tres cosas: su-
primirla, reprimirla o procurar convertirla en otra emoción (aquí preferí-
ríamos entender más bien ―transformar el tipo de vínculo‖). Veamos con
más detalle cada una de esas posibilidades.
4
Un estudio mostró que, para ser feliz, la gente no necesita grandes fortunas: le basta con vivir mejor
que su vecino. Incluso parece que la mayoría estaríamos dispuestos a ganar menos, siempre que nues-
tro sueldo fuese mayor que el de los que nos rodean. Confirmamos otra vez que la envidia toma como
referencia a los iguales y a los próximos.
38
También podemos reducir nuestra responsabilidad reconociendo trabas
exteriores que nos lo están poniendo difícil: es verdad que no acabé la ca-
rrera como hizo aquel, pero él no tenía que trabajar. Animémonos re-
cordándonos que, si nos los propusiéramos en firme, sin duda lo haríamos
mejor: es cierto que bailo como un pato, pero tampoco me propuse nunca
aprender en serio; un día de estos me apunto a una academia de baile.
Resulta muy útil quitarle significación a eso que nos inquieta. A esta
estrategia se le ha llamado efecto de las uvas agrias, en alusión a la fábula de
la zorra y las uvas. Ya sabe, una zorra rondaba unas apetitosas uvas, pero
no tenía manera de alcanzarlas; al final se marchó, despreciándolas por no
estar maduras. ¿Siente envidia ante el coche nuevo del vecino? Bah, quién
se compraría un coche de esa marca; además, el suyo está en perfecto es-
tado. Es posible que a veces incluso acertemos, porque nuestras envidias
tienden a engrandecer más de la cuenta el bien de los demás: ―No tenga-
mos envidia de los que están encaramados, porque lo que nos parece altu-
ra es despeñadero‖, aconsejaba Séneca.
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42
Transformarla
¿Se pueden transformar unos sentimientos en otros? Parece ser que sí. Pe-
ro no directamente: lo que sentimos, lo sentimos. La incidencia en las
emociones es necesariamente indirecta, y, con un poco de destreza, quizá
podamos lograrla a través de las creencias y los hábitos. Es el mismo me-
canismo que mencionábamos para cambiar el modo en que la percibimos.
Es importante que estemos prevenidos ante un riesgo fácil, del que ya
nos alertó Freud: hablamos de cambiar realmente nuestro sentimiento, no
de enterrarlo bajo otro. A veces creemos haber superado un miedo solo
porque nos hemos repetido que no lo tenemos; sin embargo, el miedo
puede seguir ahí, y el hecho de que no seamos conscientes de él lo vuelve
más destructivo. Si se trata de odio, sepultarlo en el inconsciente es aún
más peligroso.
Tampoco es conveniente disfrazar nuestros sentimientos con raciona-
lizaciones que los disculpen. Si estamos en lucha o si resolvemos compe-
tir, admitámoslo, no lo rodeemos de excusas. El Casio de Shakespeare
está convencido de que desea eliminar a César porque este se ha converti-
do en un tirano; Salieri llega a creer que está haciendo un bien a la huma-
nidad al eliminar a Mozart; Martirio, en lugar de reconocer su envidia,
afirma estar defendiendo la dignidad de su familia. Es probable que todos
ellos se crean esas coartadas, puesto que las personas tenemos mucha faci-
lidad para convencernos de lo que nos conviene. Pero todos los fanatis-
mos se apoyan en tales justificaciones. El problema de engañarnos es que
a menudo acabamos por creer nuestras propias farsas.
Cuando sienta que la envidia le roe, respire hondo y, como reco-
mienda Séneca, practique la dilación: cuente hasta diez, procure dejarla en
suspenso durante un tiempo, no se inmiscuya en ella, no le escuche y no le
responda. Tal vez al cabo de un rato compruebe que se ha desvaído, o que
al menos no le escuece tan fuerte. Evite, si puede, el espectáculo que le
humilla, mire hacia otro lado: quizás eso le ayude a olvidarlo, ya sabe,
―ojos que no ven…‖. Si continúa importunándole, intente, como reco-
mienda José Antonio Marina siguiendo los pasos de Aristóteles, convertir-
la en emulación. ―La admiración es feliz entrega, la envidia es infeliz re-
afirmación‖, pontificaba Kierkegaard. Dicen que nuestros enemigos son
maestros de algo que nos queda por aprender: tal vez aquellos a los que
envidiamos sean modelos que podríamos imitar; y si tuviéramos suficiente
43
humildad y paciencia para hacerlo, convertiríamos la envidia en una opor-
tunidad.
Creo que lo más inteligente sería poner las bases ―en forma de ideas,
actitudes y formas de vida― que favorezcan otros sentimientos, que equi-
vale a decir otros tipos de vínculos. Poner la afabilidad, la buena convi-
vencia y el disfrute de todos por encima de los deseos personales podría
ayudar a que nuestra envidia se deslice hacia la compasión o la solidari-
dad, y se diluya en ellas. Centrarnos en la gratitud, reconociendo cuánto
tenemos que agradecer a la vida y a los otros, también puede pacificar
nuestras indignaciones envidiosas (pero no vale caer en el conformismo,
ni en comulgar con ruedas de molino). Una escala de valores que no hicie-
ra depender la felicidad de la posesión de determinados objetos o atribu-
tos, también nos ayudaría a relativizar la importancia de nuestros deseos,
y atenernos a lo que es realmente importante. Los budistas practican el
desapego como un modo de liberarse de los deseos. Epicuro y los estoicos
hacían algo parecido, convirtiendo en máximo valor la serenidad del áni-
mo: ningún anhelo vale la pena si nos hace perderla. ―Es feliz el que está
contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran... Obedecer
a la Vida es libertad‖, recomienda Séneca. ―Envíame un pedazo de queso,
para que pueda darme un festín cuando me apetezca‖, le escribe Epicuro a
un amigo. Una persona así difícilmente sufrirá por envidia.
Actuar
44
¿Conoce la historia de los urogallos rojos? A mí no deja de impresio-
narme. Los machos de esta especie, como los de tantas, se ganan las hem-
bras peleando. Los vencedores también se quedan como premio una par-
cela de territorio para la futura familia. ¿Qué diría que hacen los perdedo-
res? Podrían seguir desafiando a los otros, una y otra vez; al menos eso les
daría más oportunidades de aparearse. Pero no: se retiran ―civilizadamen-
te‖ a los márgenes que nadie elige y dejan a los otros hacer su vida. Lle-
van en ese exilio una existencia solitaria, pero vigilante. Porque un día un
rival muere. Entonces vuelven a enfrentarse a quien haga falta para inten-
tar ocupar su sitio. ¿Puede pedirse un ahorro de sangre más elegante? ¿No
podríamos enseñarles a nuestras envidias la lección de los urogallos rojos?
Quizá la verdadera ―inteligencia emocional‖ –aunque a mí me gusta
más llamarla sabiduría— consista no tanto en echar mano de una serie de
fórmulas que nos hagan más ―felices‖, sino en poder atravesar lo conflicti-
vo y lo ingrato de la vida con un enfoque constructivo, vislumbrando lo
que esos recodos amargos tienen de oportunidad. Si la envidia se presenta,
hagámonos cargo de ella, aunque nos incomode; escuchemos su mensaje,
permitamos que nos cuestione, valoremos su propuesta de superación; tal
vez el esfuerzo que nos plantea nos parezca excesivo, o prefiramos dedi-
carlo a otras cosas: tengamos entonces la valentía de renunciar, aunque
sea a regañadientes.
No nos apresuremos a la hora de enfrentarnos a otros. Seamos exi-
gentes, pensando que, a menudo, las guerras se llevan por delante más de
lo que conquistan. Seamos incluso un poco perezosos: la envidia es un
trabajo muy cansado. Y si al final no hay más remedio, mantengamos la
prudencia. La envidia solo se convierte en destructiva cuando pierde la
medida, cuando da golpes a ciegas y, a fuerza de hacer daño, se lleva lo
valioso ―lo ajeno y lo propio― por delante. Eso es lo que les sucede a Sa-
lieri, a Monegro, a Ricardo de Glóster, a la triste Martirio: todos ellos son
perdedores porque se dejan arrastrar en un torbellino de odio que les engu-
lle. Tal vez si hubieran sabido amar más, no habrían tenido que hacer ―y
hacerse― tanto daño. Amar es la principal fuente de seguridad: probable-
mente, el que ama y es amado envidia menos o no envidia en absoluto.
En última instancia, ¿por qué están clamando las hijas de Bernarda Alba,
sino por una oportunidad para el amor? Pero si nos falta amor, que no nos
falte, al menos, esa prudencia o phrónesis que recomendaba Aristóteles,
fruto del sentido común y la mesura. La desesperación es diestra en susti-
tuir las trampas por otras peores.
45
Para Spinoza, la envidia era una tristeza porque nos aboca al odio y
limita nuestras alegrías al mal ajeno. La envidia que nace de la impotencia
es, en efecto, una tristeza inapelable, y Nietzsche tenía razón en despre-
ciarla. Pero plantar cara al contrincante, cuando así debe ser, no es una
impotencia, sino justo lo contrario, una aspiración, y en ese caso la envi-
dia, como propone P. Salovey entre otros, nos indica la dirección de nues-
tros deseos.
Si hemos de luchar, eso sí, hagámoslo desde la ética. No destruya-
mos al otro: siempre será merecedor de respeto, y probablemente de com-
pasión; y, en cualquier caso, es preferible no incrementar la nómina de
nuestros enemigos. Como pedía Kant, tratémoslo como persona y no co-
mo medio. Defendamos lo nuestro desde una intención de equidad que
nos dé la razón. Compitamos sin ensañarnos, reconociendo siempre la
valía del otro, como hacen los luchadores de artes marciales, que se dedi-
can una reverencia antes de iniciar el duelo y al concluirlo. La dignidad
del antagonista nos dignifica. Ganémonos la confianza ajena, y la autoes-
tima, demostrando que no jugamos sucio, que no apuñalamos por la es-
palda, que ni siquiera al luchar perdemos de vista la empatía y la compa-
sión. Desmarquémonos de ese ―trabajo de envidia‖ que, actuando desde
las sombras, va urdiendo el acoso, conspiraciones, sabotajes, vacío so-
cial… No hay nada más devastador para una persona.
Y, llegado el momento, sepamos perder. Aceptar es la magnífica tarea
de la ética frente a los deseos inalcanzables, una actitud que fundamenta
toda la filosofía estoica: ningún anhelo merece nuestra perturbación, por
eso hay que aprender a ―contenerse y abstenerse‖. Renunciar tiene mucho
de alivio, es como volver a casa después de una guerra inútil. Perpetuar la
batalla, siendo infructuosa, puede acabar por arrasarnos, y por eso la en-
vidia obcecada es devastadora. En algún momento hay que ceder, y debe-
ríamos ser inteligentes para no esperar a que la guerra nos haya destroza-
do sin remedio.
Podemos aflojar cambiando un deseo por otro: si no puedo con la ca-
rrera de medicina, tal vez pueda con enfermería; o podemos renunciar por
completo, liberándonos, dejando marchar el deseo con todo su poder so-
bre nosotros. ―Desesperar‖, en el sentido de ―dejar de esperar‖, tal como
utiliza el término André Comte-Sponville. Una renuncia inteligente es la
salida de la impotencia envidiosa que mejor nos preserva. Hay en ella una
cierta tristeza inevitable, o más bien una melancolía, un sabor de fracaso;
pero todo ello se irá con la arroyada de la vida que se escapa y que no hay
más remedio que dejar marchar. El tiempo nos enseña cuántas veces toca
46
perder. Cuando se consuma el deseo, tampoco quedará nada externo que
nos posea. ―Si quieres hacer rico a Pitocles ―aconseja Epicuro en una de
sus cartas―, no aumentes sus riquezas, sino haz menguar su ansia‖.
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5. Conclusiones
Esa pasión que se pinta tan poderosa y avasalladora, nunca ejerció, Dios sea
loado, influencia alguna sobre mí. Montaigne.
49
En efecto, desde el punto de vista emocional, la envidia no es un sen-
timiento de una pieza, sino una constelación de sentimientos. Da la im-
presión de que todos se hallan presentes en ella en cierto grado, y que de-
pende de su predominio relativo el que unos nos resulten más aparentes
que otros.
A continuación hemos analizado más a fondo ese carácter de lucha
que define a la envidia. Hemos visto que la envidia cumple unas funciones
que le dan sentido, y que responden tanto al deseo como a la defensa fren-
te a una posible pérdida. Espero haber aclarado que comparto la opinión
de los que piensan que
La envidia se interesa por las diferencias de valor social. La posesión por parte
de otro de cualquier objeto o cualidad que le confiera una ventaja a ojos del envidio-
so, puede actuar como motivo de envidia.
50
La envidia será tanto más probable cuanto más vinculado esté su objeto a
dominios relevantes para el estatus o la autoestima del sujeto.
La envidia será tanto más probable cuantas más ocasiones tenga el sujeto de
interaccionar con otro, ya que eso hace al otro más significativo y aumenta la pro-
babilidad de que en algún momento la interacción implique una desventaja.
Ya hemos visto que hay otros factores, relacionados sobre todo con
los rasgos que caracterizan a la persona que envidia; por ejemplo, su grado
de autoestima o incluso la sobrecarga y la fatiga. Pero estos tres son los
más obvios y también los más destacados y demostrados por los investi-
gadores.
Finalmente, y una vez esbozadas las características del fenómeno,
hemos pasado a valorar cuáles son nuestras opciones a la hora de afrontar-
lo, y nos hemos atrevido a hacer algunas propuestas éticas, entendiendo la
ética como los principios que pueden hacer mejor nuestra vida y la de los
demás. Si todo en esta obra es discutible ―faltaría más―, confío en que el
lector haya encontrado en estos apuntes finales material para la reflexión y
la discrepancia. Y si eso le ha servido para hacerse una idea más clara so-
bre su propio punto de vista, me daré por más que satisfecho, y esta charla
nos habrá servido tanto a usted como a mí para aprender un poco más,
también de nosotros mismos.
52
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