You are on page 1of 59

A Alonso,

para que charlemos de todo esto algún día.

Imagen de portada: Coffee in the morning, licencia Creative Commons para reutilización no
comercial. Extraída de: https://www.flickr.com/photos/chichacha/2471138966

Autor del texto: José Antonio López López (2016).

This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International


License.
Para contactar con el autor: alfanui@hotmail.com
Índice

Introducción ................................................................................................................................. 1
1. La colisión ................................................................................................................................ 6
Cinco jóvenes compuestas y sin novio ...................................................................................... 6
Envidiar es un modo de estar con los demás ............................................................................ 8
La envidia como acicate .......................................................................................................... 11
La envidia como defensa ......................................................................................................... 14
2. La herida ................................................................................................................................ 18
Tensiones entre rejas .............................................................................................................. 18
Pasiones envidiosas ................................................................................................................. 19
3. La lucha .................................................................................................................................. 23
La tempestad ........................................................................................................................... 23
Por qué lucha la envidia .......................................................................................................... 24
Equidad y justicia..................................................................................................................... 26
Los escenarios de la envidia .................................................................................................... 28
El rol del envidiado .................................................................................................................. 33
4. Vivir mejor con la envidia ..................................................................................................... 36
Cómo nos las arreglamos con la envidia ................................................................................. 37
Cambiar el modo de percibirla ................................................................................................ 38
Reprimirla ................................................................................................................................ 41
Transformarla .......................................................................................................................... 43
Actuar ...................................................................................................................................... 44
Una última consideración ética ............................................................................................... 47
5. Conclusiones .......................................................................................................................... 49
Bibliografía ................................................................................................................................. 53
Obras literarias ........................................................................................................................... 54
Introducción
El silencio del envidioso está lleno de ruidos. Kahlil Gibran.

Estimado lector: ¿suele sentir envidia? Si su respuesta es que no,


quizá no le convenga seguir leyendo: podría acabar pensando lo contrario.
En las próximas páginas vamos a echar un vistazo a ese fenómeno inquie-
tante, embarazoso, siempre impactante que es la envidia, con la intención
de entenderlo (hasta donde nos sea posible) y juzgar cómo podemos sobre-
llevarlo mejor. Para ello tendremos que mirarnos de cara en el espejo, y
no hay ninguna garantía de que nos guste lo que encontremos.
Pero es probable que usted, como yo, sea un veterano envidioso; o, si
lo prefiere, un consumado principiante. Casi todos conocemos bien la ex-
periencia de la envidia; la mayoría, en realidad, la frecuentamos a menu-
do, como a una tía latosa pero ineludible. Por suerte, no siempre la senti-
mos conscientemente, y pocas veces nos afecta más allá de una leve inco-
modidad que la vida se lleva en su vorágine de sucesos y reclamos. Pero
ahí está, asomando su rostro verde cada vez que alguien nos eclipsa en
algo que nos importa; aunque a menudo damos importancia a las cosas,
precisamente, porque las envidiamos.
Bien mirada, la envidia se antoja asombrosa. Se diría que ha sido
puesta ahí solo para fastidiarnos. Nadie elige envidiar, es algo que nos po-
see sin contar con nuestra opinión; si pudiéramos, casi siempre, preferí-
ríamos quitarnos esa desazón de encima. Y no es de extrañar, porque nos
hace experimentar miedo, tristeza, rabia, rencor y algunas otras cosas,
ninguna de ellas agradable (excepto, como ya señalaba Platón, la alegría
malsana al contemplar el perjuicio ajeno, pero reconozcamos que en ella
alienta siempre un dejo de amargura).
Por si fuera poco con nuestra propia inquietud, el entorno censura y
condena a los envidiosos, así que no podemos envidiar sin algo de ver-
güenza o culpa, o al menos de temor a que nos descubran. Pocas expe-
riencias humanas han tenido una mala fama más insistente y unánime.
Nadie la quiere para sí, y nadie la aprecia en los demás. Las religiones la
consideran un pecado, los maestros de la virtud la atribuyen a la ignoran-
1
cia o a la debilidad, casi todos los códigos sociales la valoran como ame-
nazante y reprobable.
Y, sin embargo, ahí la tenemos, una y otra vez, complicándonos la
vida desde el origen de los tiempos. ¿Por qué? ¿Será una pura maldad del
mundo, como las moscas en verano a la hora de la siesta? ¿O resultará que
nos sirve para algo, y además algo importante? Dicho de otro modo: ¿te-
nemos razón al pensar que nuestra vida sería mejor sin envidia, o más
bien lo que tendríamos que hacer es aprender a convivir con ella?

Con la esperanza de encontrar alguna respuesta a estas preguntas, he


dedicado varios años a indagar lo que se ha escrito sobre nuestra dama
verde1. Mi primera sorpresa fue descubrir que se le ha dedicado una con-
siderable atención. Los filósofos llevan hablando sobre ella desde que em-
pezaron su tarea, allá en la antigua Grecia. Pero incluso antes, los mitos y
los relatos bíblicos ya la tenían presente, y en primera fila. Completada la
creación del mundo, el Génesis introduce a los humanos con dos sobreco-
gedoras historias de envidia: la de Adán y Eva comiéndose la manzana
para ―ser como dioses‖ y la de Caín matando a Abel porque era el favorito
de Dios. Con tales ancestros, ¿qué cabría esperar de sus descendientes?
¿Sigue usted seguro de haber envidiado poco?
La literatura incluye a una generosa nómina de envidiosos, sabedora
de que sin ellos no podría trazarse un retrato convincente del drama
humano. Parece que los envidiosos, como los criminales, resultan más
interesantes que los ―buenos‖, a los que someten a toda clase de desventu-
ras… para acabar sucumbiendo con ellos. Esto los diferencia del delin-
cuente, a quien hay que perseguir y castigar: el que envidia ―lleva consigo
el suplicio‖, como dice Luis Vives, y se lanza por sí mismo a la pira de su
pasión. ―El envidioso es más desdichado que malo‖, dice Fernando Sava-
ter. Véase, por ejemplo, el caso de los criados cómplices de la Celestina,
que la asesinan por envidia y como consecuencia acaban en la horca; o el
general Casio de Shakespeare, impulsando la conspiración contra Julio
César y cayendo luego en el campo de batalla, cubierto de ignominia. Ya
le hablaré de otros envidiosos célebres.
Las ciencias humanas, sobre todo en el último siglo, han prestado
una creciente atención a la envidia, y se encuentran cada vez más estudios
sobre ella en la psicología, la sociología, la antropología… Incluso la eco-

1
Recogí las conclusiones en Conspiradores íntimos, y las expuse de modo más resumido y riguroso en el
artículo La envidia que nos une. Luego le cuento a qué viene una tercera obra que vuelve a explicar más
o menos lo mismo.

2
nomía la ha tenido en cuenta (con el propósito de reducir los costos de los
envidiosos productores y maximizar los beneficios de los envidiosos con-
sumidores). Con sus investigaciones y sus teorías nos han mostrado que,
en efecto, la envidia no parece estar ahí solo para molestar, sino que cum-
ple ciertas funciones, y además, en general, bastante bien.
Los antropólogos han identificado en casi todas las culturas numero-
sos ejemplos de comportamientos relacionados con la envidia, sea para
canalizarla, sea para protegerse de su daño. Una de las creencias mágicas
más extendidas, por poner un ejemplo, es la del mal de ojo, según la cual el
envidioso, solo con el poder que le confiere su mala intención, puede pro-
vocar perjuicios reales en la salud, en las posesiones y hasta en la convi-
vencia de los cónyuges. Las sociedades ancestrales viven en un constante
desvelo por culpa de la envidia, aunque esa tensión, como veremos, cum-
ple un papel fundamental en su supervivencia. Pero no hace falta ir tan
lejos: nuestra sociedad urbana occidental también está plagada de compor-
tamientos alusivos a la envidia; a su expresión y a su prevención. Piense,
sin ir más lejos, en la propina o la limosna.
La sociología y la psicología social se han interesado por lo que la
envidia tiene de interacción, de modo de relacionarse entre las personas y
los grupos. Ellas nos han desvelado que la envidia es un tipo de conflicto,
un pulso entre rivales que luchan por mejorar o preservar su estatus. El
envidioso está esforzándose por no quedarse atrás. Visto así, no parece tan
malo, ¿verdad?
Pero los que más se han devanado los sesos diseccionando la envidia
han sido los psicólogos, que han centrado la mayor parte de su atención
en la experiencia interior del envidioso: qué piensa, qué siente, cómo se
comporta, y qué pautas subyacentes hacen que todo eso sea como es. Los
primeros en prestarle atención fueron los psicoanalistas, con el abuelo
Freud a la cabeza. Su diagnóstico, como de costumbre, no era muy hala-
güeño, y se hacía eco de la visión religiosa y moralista tradicional: el envi-
dioso es un ser desgarrado, que, incapaz de integrar lo bueno en sí mismo,
lo odia cuando lo ve fuera. Hubo que esperar a la segunda mitad del siglo
XX para que la psicología empezara a concebir la envidia como algo fun-
cional; una herramienta más que un defecto. Y se descubrieron cosas tan
interesantes como que la envidia pudo ayudar a medrar a nuestros tatara-
buelos, que está relacionada con la tendencia innata a compararnos con
los demás, que solemos envidiar más a los iguales que a los que nos pare-
cen distintos a nosotros, que la gente alivia su malestar envidioso de ma-
neras muy astutas…
3
Confieso que la aventura de indagación sobre la envidia en la que me
enfrasqué me ha resultado apasionante. Tanto, que quizás haya abusado
un poco de ella, y corra el peligro de quedar atrapado en esa fascinación.
Sé que el tema es inagotable, sé que lo descubierto es solo una ínfima par-
te de lo que me queda por descubrir, pero precisamente por eso temo no
ser capaz de pensar en otra cosa. Por eso había llegado la hora de pasar
página. Al menos de momento.
Pero cuando me disponía a hacerlo he sentido que aún me quedaba
una deuda pendiente ―¿será un modo de resistirme?―. Me faltaba sentar-
me tranquilamente, con una grata compañía, a tomar un café (o dos), y
charlar con los demás, de un modo más relajado, compartiendo y deba-
tiendo lo que a cada cual le sugiere el tema. Eso era lo que hacían Epicuro
y sus discípulos en su Jardín a las afueras de Atenas, allá por el 300 antes
de Cristo: paseaban y departían sobre cualquier cosa que les inspirara, con
la intención de hacer la vida más serena y luminosa.
Le invito a ese café, o a ese paseo, como prefiera. Ya que no pode-
mos hacerlo en persona, le ofrezco mis conclusiones como invitaciones
para la reflexión. Imaginaré que está usted ahí para sopesarlas y discutir-
las. No daré nada por definitivo, y cuento con que usted extraiga sus pro-
pias conclusiones, que tal vez sean muy distintas de las mías. He aquí lo
que yo puedo aportar, y juzgue el lector si le parece valioso.
Pensaremos en lo que la envidia es más allá de lo que nos contaron;
en lo que nos quita pero también en lo que nos da. Investigaremos sus
causas y sus escaramuzas. La miraremos con lupa y procuraremos extraer
conclusiones que nos puedan servir para encararla sin demasiado daño.
Porque nuestra intención no es erudita, sino práctica: nos gustaría ser un
poco más felices. Como Montaigne, que dedicó varios años de ensayos,
encerrado en su torre de Aquitania, a buscar orientaciones para el ―bien
vivir y bien morir‖. ¿Hay otra sabiduría que nos importe más? Como dice
A. Comte-Sponville: ―Si la filosofía no nos ayuda a ser felices, o a ser me-
nos desgraciados, ¿para qué la filosofía?‖2
Puesto que siempre se hace más fácil pensar sobre ejemplos, y no es
cuestión de que usted o yo aventemos demasiado nuestras vergüenzas,
echaremos mano del extenso acervo de casos que nos ofrecen los estudios
realizados. También nos servirá ese vivaz muestrario de historias que nos
brindan los mitos y la literatura. Con estas deberemos ser cautos, ya que,

2
Comte-Sponville, André (2001). La felicidad, desesperadamente. Barcelona: Paidós. P. 14.

4
al buscar más conmover que comprender, las situaciones y personajes que
nos presentan suelen excederse hasta lo grotesco. Nuestras vidas no son
dramas cósmicos como el Paraíso perdido de Milton, ni tragedias desmedi-
das como la del Mozart y Salieri de Pushkin o el Billy Budd, marinero, de
Herman Melville. Ni siquiera, por fortuna, solemos llegar a los extremos
de La casa de Bernarda Alba de García Lorca o el Abel Sánchez de Unamuno.
Todos ellos nos sirven como símbolos, arquetipos de nuestras modestas
envidias; pero mucho en nosotros se les parece, y su aspecto imponente
ayuda a pensar.
Precisamente, para no irnos demasiado por las ramas, había pensado
en seguir de cerca, a lo largo de nuestra plática, la evolución de alguna de
estas historias. No es una elección fácil. En mis trabajos anteriores opté
por la tragedia corta Mozart y Salieri, aderezada con elementos de su avatar
posterior Amadeus, de Peter Shaffer (que Milos Forman convirtió en una
célebre película); la hacían óptima su brevedad y su profundidad psicoló-
gica. Si hay un modelo universal de envidioso es el personaje de Salieri,
un músico que existió realmente y que ha sido víctima de una leyenda ne-
gra alentada en vida por el propio Mozart. Si no lo ha leído, se lo reco-
miendo para entrar en materia; le aseguro que le impactará.
Sin embargo, creo que ya he exprimido bastante al sufrido Salieri:
descanse en paz. También he hablado mucho del pobre Joaquín Monegro,
enemigo y sombra de Abel Sánchez durante toda su vida (tampoco deje de
leerla). Los mencionaré ocasionalmente, pero aquí se me ha ocurrido que
nos dejemos guiar por las angustiadas hermanas que se debaten en la cau-
tividad de La casa de Bernarda Alba. Con ellas podremos seguir los pasos de
lo que se ha llamado un ―episodio envidioso‖ completo: su surgimiento,
su desarrollo y su ―en este caso― fatal desenlace. Ya añadiremos alusio-
nes a otras obras cuando haga falta.
Como ve, le pongo bastantes deberes de lectura (si no los había
hecho ya por su cuenta); no se arrepentirá de ninguno. Y si quiere otros
más eruditos, creo que todas las obras reseñadas en la bibliografía le inte-
resarán. Al final, antes de despedirnos, le haré algunas consideraciones
sobre ellas, por si se anima a investigarlas por su cuenta.
¿Preparado para empezar? ¿Insiste en que usted no ha envidiado
nunca? A ver qué me dice al final de nuestra charla.

5
1. La colisión

La envidia es el adversario de los más afortunados. Epicteto.

La envidia comienza en un encuentro con otro. Hay muchas maneras de


encontrarse, y todos preferimos las que nos resultan mutuamente gratas.
Usted y yo estamos más a gusto con quien nos cae bien. Pero en nuestra
vida no podemos evitar cruzarnos con mucha gente, y no siempre pode-
mos elegir. Además, hasta en las relaciones más felices hay momentos de
roce, porque nunca nos complace todo en el otro. Y si a eso añadimos que
las personas evolucionamos paralelamente a nuestras circunstancias, va-
mos a dar en ese escandaloso laberinto que son las relaciones humanas.
A veces, un encuentro nos resulta frustrante porque descubrimos en
el otro una ventaja incómoda. Si esa decepción nos afecta mucho, si se
nos queda pegada en el ánimo como una lapa, el encuentro se transforma
en colisión, y es probable que notemos la comezón de la envidia. Veamos
cómo sucede en La casa de Bernarda Alba.

Cinco jóvenes compuestas y sin novio

El ―drama de mujeres en los pueblos de España‖, de Federico García Lor-


ca, empieza perfilando todos los elementos que intervendrán en la histo-
ria. Le pido la paciencia de verlos con detalle, ya que constituyen el caldo
de cultivo en el que se desarrollarán los acontecimientos posteriores, y to-
dos juegan un papel importante en la gestación del conflicto.
La historia transcurre en la casa de las protagonistas. Bernarda Alba,
la madre, rige la mansión, los campos y las personas con mano de hierro.
Todo le pertenece, y en especial las vidas de sus hijas. Están celebrando el
funeral del padre.
Sabemos por las criadas que Bernarda es una déspota; le guardan
rencor por el trato humillante y porque la pobreza las obliga a servirla.
―Ella, la más aseada; ella, la más decente; ella, la más alta‖, se burla Pon-

6
cia, la sirviente de la casa, que no obstante, por su puesto de confianza,
está mejor situada que su ayudante. Esta última trabaja sin parar y espera
para llevarse las sobras: ―Suelos barnizados de aceite, alacenas, pedestales,
camas de acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas
de tierra con un plato y una cuchara‖. Cuando entra con su séquito de
duelo, la dueña corrobora la inferioridad de esta segunda criada, echándo-
la: ―Vete. No es este tu lugar. Los pobres son como los animales. Parece
como si estuvieran hechos de otras sustancias.‖
Bernarda sabe hacerse odiosa; cumple con el deber funerario de con-
vite a los vecinos (las mujeres dentro, los hombres fuera), pero en el fondo
los desprecia; sabe que la envidian y que se limitan a representar ante ella
una complicidad hipócrita. ―Este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos,
donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada‖. Pe-
ro sigue al pie de la letra las rígidas normas que decretan las costumbres,
los requerimientos de lo que se supone un comportamiento digno, pues
sabe que se castigará con críticas y desprecios a quien no cumpla su papel
en el guion.
Las cinco hijas son poco atractivas y sin grandes posibles, excepto la
mayor, Angustias, fruto y heredera de un matrimonio anterior. Este rasgo
es clave, ya que consagra desde el principio una distancia con respecto a
las otras. Quédese con los nombres de todas, porque hablaremos bastante
de ellas.
Angustias tiene casi 40 años; para la época, es ya una solterona vieja.
Su madre, sin embargo, confía en casarla pronto con Pepe el Romano, un
joven que la ronda desde que se ha enterado que dispondrá de una buena
dote; eso sí, controlándola muy de cerca y sin permitirle la menor licencia
que provoque habladurías.
Magdalena es la segunda, y no está en una edad mucho más favora-
ble, pues ya ha cumplido los 30. Algo parecido le sucede a Amelia, que
tiene 27 años. Para el tiempo en el que viven, rozan ya la condición de
solteronas.
Martirio, con 24, y Adela, con 20, son las hijas menores. La primera
sobrelleva con amargura su poco atractivo, unido a una constitución en-
fermiza y a un talante agrio, aunque mantiene vagas ilusiones, y es sumisa
con la madre, a diferencia de Adela, que se comporta de un modo rebelde
y un tanto casquivano.
Todas ellas han sido condenadas por Bernarda al riguroso luto que se
mantenía en los pueblos españoles de comienzos de siglo. Las mujeres
tenían que permanecer durante años (en este caso ocho) metidas en casa,
7
vestidas de negro y casi sin posibilidades de noviazgo. En esa sociedad las
mujeres solo podían salir de la casa paterna mediante el matrimonio.
―Hacemos cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas‖,
decreta Bernarda, y añade el sarcasmo de que dedicarán esos años a ―bor-
dar el ajuar‖. Con un cálculo rápido, podrá usted ver que para Magdalena
y para Amelia eso equivale a una condena que les robará todas las espe-
ranzas de escapar de esa casa; se entiende que sean las que más lloran al
padre. Pero para Martirio y Adela el drama no es menor, ya que esos años
les robarán la juventud. Es comprensible que todas tengan la impresión de
haber entrado en una larga cautividad que amenaza con prorrogarse toda
la vida. Esta circunstancia elevará la tensión dentro de ese ambiente as-
fixiante, y avivará las disputas.
Magdalena, la segunda, asume su destino con una amargura sarcásti-
ca. ―Nos pudrimos por el qué dirán‖, se lamenta. Mira con melancólica
simpatía los juegos de la menor, Adela, por escapar del cautiverio. ―¡Po-
brecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. Daría algo por verla
feliz‖. Dar algo quizá no sea mucho, pero suponemos que es más de lo
que daría por sus otras hermanas, a quienes no profesa mucha simpatía.
De hecho, se burla sin piedad de las ilusiones de Angustias con respecto a
Pepe el Romano. Cuando Amelia y Martirio dicen que se alegran del po-
sible noviazgo, Magdalena les espeta: ―Ninguna de las dos os alegráis‖. Y
justifica: ―Viene por el dinero… [Angustias] está vieja, enfermiza, y siem-
pre ha sido la que ha tenido menos méritos de todas nosotras‖.
Adela expresa su desesperación a sus hermanas: ―Yo no puedo estar
encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras; no
quiero perder mi blancura en estas habitaciones; mañana me pondré mi
vestido verde y me echaré a pasear por la calle‖. Amelia le ataja con una
enigmática sentencia: ―Lo que sea de una será de todas‖. En ese momento
la criada anuncia que Pepe el Romano está pasando por la calle y, en efec-
to, todas salen corriendo a verlo.

Envidiar es un modo de estar con los demás

Como ve, en el planteamiento de esta historia se superponen al menos dos


planos de envidia: las criadas y, en general, la gente del pueblo envidian a
Bernarda y, por extensión, a toda esa familia que, aunque no sea rica, des-
taca en un contexto más bien humilde; esta es una envidia que ocupa un
segundo plano, importante por su crítica social a la desigualdad y la dis-
8
criminación de la mujer, pero que en la obra sirve de fondo al conflicto
central: las cuatro hermanas menores envidian a la mayor porque es la
única que parece tener la oportunidad, por el momento, de casarse y esca-
par de la asfixiante trampa en que se ha convertido esa familia.
Tradicionalmente, la envidia ha sido considerada un sentimiento, y
así es como ha sido analizada por la mayoría de los estudiosos. En reali-
dad, como veremos más adelante, incluye una red de sentimientos, pero
de momento hemos de enfatizar que lo emocional no es más que una par-
te del fenómeno envidioso. La envidia se entiende mejor si la concebimos
como un modo de situarnos con respecto a otra persona, como una inter-
acción. El envidioso nunca está solo: tiene delante a su rival y alrededor a
un público. ―La envidia implica siempre una forma de relación interper-
sonal, remite al vínculo con los demás, pero es un vínculo en el que no
deseamos relacionarnos, al contrario del amor, de la amistad o del enojo‖,
escribe el psicólogo Bénédicte Vidaillet.
Si no fuésemos seres sociales, nuestra situación con respecto a otros
nos traería sin cuidado. No estaríamos comparándonos continuamente.
Cada cual tiraría por su lado y procuraría conseguir lo que necesita; tal
vez disputándoselo a otros, pero no habría criadas que maldicen las casas
de sus amas al compararlas con sus chozas de piedra, ni hermanas que se
odian entre sí porque una tiene posibilidades de casarse y las otras no. En
uno y otro caso, hay quien está sufriendo un malestar por el hecho de que
alguien lo supere, porque le importa aquello en lo que se percibe inferior.
La realidad es que todo lo que somos, lo somos con respecto a otro, y eso
es lo que hace que tengamos que llenar de gente nuestra historia personal.
Y como avisaba Sartre, la gente nos trae un montón de alegrías… y de
problemas.
Por esa atención que presta a los demás, la envidia parece residir en
la mirada. Una mirada tan fogosa que desde antiguo se le ha atribuido una
naturaleza casi material, capaz de hacer daño por sí misma (de ahí la
creencia en el mal de ojo). A ello alude el propio término con que la desig-
namos: la palabra envidia procede del latín invidia, derivado a su vez de
invidere, que significaba ―mirar con malos ojos‖.
Pero, ¿por qué esa tendencia a compararnos? El psicólogo Leon Fes-
tinger opinaba que lo hacemos para comprobar hasta qué punto estamos
bien adaptados a nuestro entorno. Como no tenemos puntos de referencia
objetivos para evaluar si estamos haciendo las cosas bien, lo único que nos
queda es asegurarnos de que, al menos, las estemos haciendo tan bien
como los demás. Al fin y al cabo, es con los que nos rodean con quienes
9
nos estamos jugando el triunfo o el fracaso, la adaptación o la inadapta-
ción; es con ellos con quienes hemos de competir, si es el caso. Así que
nos sometemos unos a otros a un constante escrutinio. Nos tranquiliza
comprobar que nos parecemos; eso explica nuestra tendencia al confor-
mismo y al rebaño, en los que encontramos una especie de compromiso
de equidad. El psicólogo Solomon Asch demostró que la gente puede lle-
gar a afirmar que dos líneas con varios centímetros de diferencia son igua-
les, solo porque así lo dicen los demás: la verdad siempre puede esperar.
En general, pues, nos incomoda la diferencia, pero sobre todo nos resulta
preocupante creer que los demás nos superan.
La envidia surge de ese impacto entre lo que esperamos y la realidad.
La clave está en aquella afirmación de Amelia: ―Lo que sea de una será de
todas‖. Angustias falta a ese principio, y no se le perdonará la traición.
Ahí están todas las hermanas, sufriendo la cárcel de tristeza y aislamiento
en que las tiene recluidas la despótica madre, una prisión que va a estre-
charse aún más debido a la norma comunitaria del luto. Hay un alivio en
saber que el mal las aqueja a todas. ¿Cómo se atreve una de ellas, Angus-
tias, que además es mayor y poco agraciada, a romper el pacto de sufri-
miento común? Esa diferencia se traduce en la mayor ofensa para las de-
más. Y así es la envidia: no le inquietan los males mientras sean de todos,
le molesta que otro esté comparativamente mejor que uno. Le perturba, en
definitiva, la ventaja.
La envidia se rebela contra esa ventaja, convirtiendo al envidioso en
rival del otro: hasta aquí hemos llegado. En esa competencia, la envidia se
revela claramente como un vínculo, algo que nos une definitivamente al
rival. El envidioso perseguirá, simbólica o literalmente, al envidiado, por-
que tiene algo que podía haber sido suyo, y no se resigna a que no se lo
devuelva. Esto no significa que plante cara abiertamente; demasiado
arriesgado: lo más habitual es que la insurrección sea clandestina, simbóli-
ca, una rabia contenida que, si acaso, se expresa a espaldas del rival, como
hacen las criadas de Bernarda.
Esa colisión, que por fortuna no suele pasar de una molestia agria,
puede resultar a veces, en cambio, muy dolorosa. En la obra de Pushkin,
Salieri ocupaba los puestos más destacados como músico de la corte, y de
pronto descubre en Mozart a un músico muy superior a él; su mundo se
viene abajo y ya nunca será el mismo. En el Ricardo III de Shakespeare,
Ricardo de Glóster vuelve de la guerra y, dado su físico poco agraciado,
sabe que no se le dispensarán los goces del amor. Tanto uno como otro,
abrumados de resentimiento, deciden conjurarse contra ese mundo que
10
repentinamente les da la espalda. ―Y así, pues ser amado no es posible…
determinado tengo ser infame‖, declara este último con despecho. Y lo
cumple, para mal de todos y de sí mismo.
Seguramente le parecerá natural que las hijas de Bernarda, mucha-
chas casaderas, reclamen para sí lo que a su hermana le permite soñar con
liberarse de la tiranía materna y fundar su propia familia: algo de dinero y
la atención de un hombre. Lo que sobresalta es que Magdalena, por ejem-
plo, se dedique a hostigar a Angustias, y que llegue a echarle el jarro de
agua fría de que a lo mejor no se cumplen sus esperanzas. ¿Por qué la en-
vidia se empeña en quitarle al otro lo que de todos modos no tendrá para
sí? Ese ensañamiento, que perjudica ―sin mira alguna de nuestras utilida-
des‖, como escribía Luis Vives, es uno de los reproches que hacen valorar
la envidia como una mezquindad, como una maldad gratuita. Sin embar-
go, ¿y si resultara que sí gana algo?
Recuerde la divisa: ―Lo que sea de una será de todas‖. Uno tiene la
sensación de que Amelia quiere decir, en realidad: lo que no sea de todas
no será de ninguna. Volvemos a que lo esencial es no rezagarse. Al esta-
blecerse por comparación, el valor que se nos atribuye socialmente fun-
ciona como un bien de suma cero: cuanto más tienen unos, menos tienen
otros. Puesto que la envidia es la gran igualadora, cuando no puede (o no
sabe, o no quiere) igualar prosperando, lo hace hostigando. ¿Le parece
arbitrario o injusto? No olvide que estamos hablando de no salir compara-
tivamente malparado: si no se puede ganar, tal vez se pueda no perder, es
decir, evitar que otros nos ganen. Tiene sentido, ¿no?

La envidia como acicate

Es probable que, sobre todo por lo que concierne a las envidias ajenas, le
siga pareciendo que no es para tanto, que la posible pérdida (o falta de ga-
nancia) del envidioso no justifica de ninguna manera un sufrimiento tan
agudo ni una necesidad tan perentoria de restablecer la igualdad, y menos
dañando al otro. Estoy de acuerdo en que, vistos desde fuera, los envidio-
sos suelen parecernos exagerados, y sus complots desmesurados. La dis-
tancia más corta es la línea recta; para la realización de los deseos, el ca-
mino más corto se diría que es ponerse manos a la obra para conquistar-
los, en lugar de enzarzarse en retorcidas conspiraciones contra la suerte de
los demás.

11
Sin embargo, lo cierto es que las circunstancias humanas suelen ser
de una geometría mucho más compleja. Para empezar, a veces los obstá-
culos que se interponen en el camino de nuestros deseos nos parecen in-
salvables, y a menudo lo son. Para una mujer sin propiedades ni familia,
en la época de las hijas de Bernarda Alba, salir al mundo por su cuenta era
perder la dignidad y quizá incluso jugarse la supervivencia. En una socie-
dad marcada por la carencia y por la relegación de la mujer a la casa, esta
no tenía muchas opciones para valerse por sí misma. Muerto el padre, las
pobres muchachas dependen en exclusiva de la madre, quien con sus prin-
cipios rígidos y su obsesión por el qué dirán les impide la única salida po-
sible: el matrimonio.
En la novela Abel Sánchez de Unamuno, Joaquín Monegro pugna de-
liberadamente por alcanzar una notoriedad que supere a su rival, y en
cierto modo lo consigue: se convierte en un médico de renombre, escribe
un libro... Pero nunca es suficiente, porque su envidia lo abarca todo, ne-
cesitaría convertirse en Abel mismo: está preso de una fascinación malsa-
na, y sobre todo un resentimiento obsesivo rayano en la locura, pues sabe
que jamás alcanzará lo que anhela. Algo parecido le sucede a Salieri con
respecto a Mozart: si acaba por destruirlo es porque sabe que jamás podrá
ni siquiera emularlo, y no se resigna a vivir a su sombra. ¿Y qué decir de
los ángeles caídos de Milton? Satán, poseído por una especie de complejo
de Edipo celestial, es incapaz de imaginarse a sí mismo como otra cosa
que un permanente aspirante a lo único que jamás podrá ser: Dios; lo pru-
dente sería que se contentara con sus poderes de ángel, que no están nada
mal, pero solo puede verlos como migajas ante lo ilimitado del ser supre-
mo, y eso le resulta tan angustioso que opta por convocar a todos los de-
monios a una rebelión cósmica: ―Un coraje que jamás se rinde o cede: ¿Y
qué otra cosa es no estar vencido?‖
En el camino hacia la realización de nuestros deseos, también puede
ser que nos coarten nuestros propios prejuicios. No estamos dispuestos a
pagar el precio, o bien tenemos deseos contradictorios y no sabemos ele-
gir. Es un poco lo que le sucede a Diana con Teodoro en El perro del horte-
lano de Lope de Vega: lo rechaza por más selectos pretendientes, como
conviene a su rango, pero luego no soporta que el muchacho se vaya con
su criada Marcela; afortunadamente, en este caso la historia acaba bien
para todos y el amor triunfa sobre las clases. Todo lo contrario de lo que
ocurre en Billy Budd, marinero: el capataz del barco, Claggart, le toma oje-
riza a Billy, suponemos que por ser, a diferencia de él, atractivo, afable y

12
apreciado por la tripulación; el capataz se dedicará entonces a hostigar al
muchacho hasta un punto insoportable, y lo pagará caro.

Cuando la envidia nos lanza en pos de nuestros deseos muestra su


faceta constructiva, su capacidad para motivarnos y hacernos progresar.
Aristóteles aprobaba esta fuerza creadora que, tomando al otro como mo-
delo, nos impulsa a su emulación. Pero, ¿hasta qué punto, muchas veces,
no es precisamente el ver algo en otro lo que nos lo hace deseable? Eso es
lo que opina el pensador francés René Girard, quien afirma que no tene-
mos deseos propios, sino que todos se nos despiertan por mimesis, es decir,
por imitación. Hasta aquí no habría de qué preocuparse: viviríamos
imitándonos unos a otros, y eso nos mantendría entretenidos sin mayor
repercusión.
Pero Girard saca de su principio una conclusión nada tranquilizado-
ra: la misma persona que, sirviéndonos de modelo, nos despierta el deseo,
también se convierte en un obstáculo, puesto que es él quien posee eso que
ahora deseamos; casi siempre los bienes son escasos y tenemos que com-
petir por ellos: nuestro modelo es nuestro rival. Sea o no acertado este ra-
zonamiento, hemos de admitir que la frontera entre lo positivo y lo des-
tructivo es a veces muy difusa. De ahí que siga sin estar clara la diferencia
que popularmente admitimos entre una ―envidia buena‖ y una ―envidia
maliciosa‖ y hostil.
Esta distinción entre dos tipos de envidia sigue llevando de cabeza a
los estudiosos. Cuando decimos: ―Te envidio en el buen sentido‖, parece
que estemos transmitiendo una humilde admiración, muy diferente de la
envidia frustrada y rabiosa. Muchos consideran, como ya lo hacían
Aristóteles y Kant, que solo esta última es envidia genuina. A mí me pare-
ce que los sentimientos son demasiado volubles y entremezclados para
hacer distinciones tan nítidas. A menudo, bajo una declaración más o
menos sincera de buenas intenciones puede estar incubándose la frustra-
ción; basta con que ésta cobre forma y se vuelva más dolorosa para que
germine la rivalidad. Una diferencia aparentemente cualitativa podría ser,
en realidad, una cuestión más bien cuantitativa. Muchas envidias ―mali-
ciosas‖ pueden estar incubándose en envidias ―buenas‖ si contienen un
cierto malestar. Cuando Amelia y Martirio dicen que se alegran de que
Angustias se case, tal vez lo digan sinceramente… en parte. Magdalena les
pasa por la cara la ambivalencia de sus buenos deseos aparentes: ―Ningu-
na de las dos os alegráis‖.

13
La envidia como defensa

Con todo, si la envidia respondiera directamente a nuestros deseos, sería


mucho más fácil encararla. Bastaría con dedicarles el esfuerzo que valiera
la pena, y, más allá, aprender a renunciar. ¿Qué sentido tendría llevarla
hasta extremos autodestructivos? Ese carácter dramático y a veces obsesi-
vo de la envidia hace sospechar que debe estar defendiéndonos de algún
peligro, previniéndonos ante una amenaza sustancial. Y parece que esa
defensa está relacionada con nuestro pánico a quedarnos atrás.
Dado que vivimos en sociedad, nuestro lugar en ella es de la mayor
importancia. Nos preocupa el prestigio y la valía que se nos atribuyen: es
reconfortante sentirse estimado, e inquietante ser despreciado. Lo que se
juega en ello va mucho más allá del mero orgullo o la satisfacción de que
se nos aprecie; en el fondo de ese valor social que se nos confiere, reside la
diferencia entre hallarnos integrados en nuestro entorno o excluidos de él.
Y la exclusión implica una inseguridad que sin duda afecta a nuestra cali-
dad de vida.
Así era, literalmente, en el caso de nuestros antepasados, y tal vez
por eso llevemos grabado a fuego el terror a la exclusión. En las hordas
primitivas, la inadaptación podía significar la muerte. Pero sin llegar tan
lejos, lo innegable es que, cuanto mejor el lugar ocupado en la jerarquía
del grupo, más posibilidades de acceso al alimento y a la reproducción.
Nuestros antepasados cromañones tenían que estar demostrando conti-
nuamente que eran fuertes y que estaban sanos, y que eran capaces de
apartar a otros de su camino hacia las hembras. Si ocupaban un lugar des-
tacado en la jerarquía, tenían que poner en su sitio continuamente a la le-
gión de aspirantes, hasta que una herida o la vejez les obligaba a ceder;
por su parte, los aspirantes se afanaban en aprovechar oportunidades para
plantar cara al superior, al tiempo que peleaban continuamente con los
iguales para evitar que les pasaran por delante.
Todos los animales sociales se enzarzan en estas disputas permanen-
tes (a la vez que desarrollan métodos de apaciguamiento para que no los
aplasten los vencedores), y también en ellos se han descubierto conductas
equivalentes a la envidia. Chimpancés, monos capuchinos y perros se han
mostrado sensibles a situaciones ventajosas de otros: no solo pelean entre
sí, también rechazan recompensas cuando son peores que las que han vis-
to suministrar a otros. Seguro que nuestros ancestros aprendieron pronto
que perjudicar a un rival es un modo de reducir su ventaja. Así pues, lle-
14
vamos la envidia en la sangre; el entorno modelará su expresión, pero
como tendencia parece innata. Se ha comprobado que los niños, a partir
de los tres años, ya entienden la tristeza de alguien que desea una cosa que
otro posee, y la alegría que le produce ver que el otro la pierde o que se le
rompe.
En la actualidad puede haberse atenuado el carácter perentorio del
lugar entre los otros, puesto que rara vez nos jugamos en ello la supervi-
vencia, pero un buen estatus siempre favorece la colaboración de los de-
más, y por tanto nos confiere un valioso poder. Mire lo que sucede en los
grupos: la mayoría procuramos que se nos preste atención, que se tenga en
cuenta nuestras opiniones y preferencias, que se cuente con nosotros a la
hora de decidir. En general se respeta el compromiso común de admitir el
papel central de los líderes, que suelen ser los más atractivos, los más di-
vertidos o los que muestran más iniciativa (a veces son también los más
temidos), pero si un igual empieza a hacernos sombra procuramos erosio-
nar su ventaja desprestigiándolo o pergeñando complicidades contra él.

Existe otro valor, estrechamente vinculado al que se nos concede so-


cialmente: el que nos otorgamos a nosotros mismos, la autoestima. Un au-
toconcepto positivo no nos resulta menos necesario que un estatus bien
valorado por parte del entorno. En la autoestima ciframos la seguridad en
nosotros mismos, la dignidad que nos atribuimos y la entereza con que
nos desempeñamos en el mundo. Esto la gente lo nota, y una persona con
autoestima alta transmite seguridad y entereza; a la gente le atrae quien se
quiere a sí mismo, y, en cambio, el que se muestra inseguro genera más
bien incomodidad.
El psicólogo Abraham Tesser demostró un efecto de la autoestima
que nos viene muy a cuento. Partió de que todos basamos nuestro amor
propio en determinados campos en los que nos sentimos competentes:
uno se siente un diestro deportista, otra se considera brillante en los estu-
dios… Pues bien: uno puede alegrarse de la ventaja del otro siempre que
no afecte a un aspecto que le resulte definitorio. Al deportista le molestará
el compañero que corre más rápido, pero es probable que le traiga sin cui-
dado que le superen en las calificaciones de un examen, cosa que, en
cambio, incomodará a nuestra estudiante. Para las pobres hijas de Bernar-
da Alba, lo único definitorio es poder casarse y librarse de su madre; saber
que Magdalena borda de maravilla, probablemente, no les quitará el sue-
ño a las demás; en cambio, que Angustias tenga dinero, o que Adela sea
joven y guapa, las pone a estas inmediatamente en el punto de mira. Por-
15
que, si la ventaja corresponde a un ―dominio‖ esencial para nuestra auto-
estima, adivine qué es lo que probablemente sentiremos.
Seguro que irá viendo el papel que juega la envidia en estos comple-
jos trasiegos de estatus, poder y autoestima. Tanto entre nuestros ances-
tros como en la actualidad, la envidia ha sido la guardiana de nuestro va-
lor social. Funciona como señal de alerta de que existe una amenaza de
pérdida, y nos moviliza para evitarla y promover así un valor social supe-
rior. Como el valor social es relativo, es decir, se establece en relación con
el valor que atribuimos a los demás (y por eso estamos constantemente
comparándonos), lo que importa no es tanto disponer de un gran valor: la
competitividad irá dirigida a asegurarnos de que el nuestro equivale al
menos al de nuestros semejantes (emulándolos o minando su suprema-
cía), o mejor si lo aventaja ligeramente. Hay que subrayar lo de ―ligera-
mente‖: tampoco nos convienen grandes ventajas, porque cuanto más des-
taquemos más competidores tendremos. No hay que olvidar que, si cuan-
do envidiamos nos emplazamos en posición de rivalidad, ser envidiados
es una garantía de que contaremos con más enemigos. Por eso en muchas
pequeñas comunidades se dedican grandes esfuerzos a amortiguar la en-
vidia.

―La envidia muerde y no come‖, le reprochaba Quevedo. Y es ver-


dad, pero porque no le dejan. La envidia es un hambre de valor, y proba-
blemente debido a esa avidez se la ha representado tradicionalmente ro-
deada de culebras y perros escuálidos. Es un intento desesperado de con-
vertir la impotencia en potencia, la anulación en ser; el último reducto an-
te una vida que no nos ha elegido, del mismo modo en que las plegarias
de Caín no fueron elegidas por Dios: la envidia fue para él una vía para
salir al paso al humillante menosprecio. Frente a la desesperación y la de-
presión, la envidia recupera para nosotros el deseo y el ímpetu. Usted me
dirá que hay otros caminos más dignos y deseables para rescatarnos, y
tendrá razón. Pero si la envidia existe debe ser porque esos caminos a ve-
ces nos dan con la puerta en las narices.
Si le parece exagerado que me refiera a la envidia como ―hambre‖, le
mencionaré un curioso hallazgo. En Japón descubrieron, mediante técni-
cas de resonancia magnética, que la envidia estimulaba los mismos circui-
tos cerebrales que el dolor físico. Parece que a Caín le dolió ser desprecia-
do tanto como un puñetazo en la mandíbula. Pero no solo eso: la alegría
ante el infortunio de aquel al que envidiamos (hablaremos de ella en el
próximo capítulo) resulta que activa los mismos circuitos que el placer. Y
16
es que, como ironizó La Rochefoucauld, ―Todos poseemos la fuerza sufi-
ciente para soportar los males ajenos‖.
Ya tenemos una cierta idea de lo que nos jugamos en el fondo del
conflicto envidioso. Cinco hermanas jóvenes, en una mazmorra cuya úni-
ca salida está cerrada por la rigidez de las costumbres. A una de ellas se le
ofrece un resquicio entreabierto. ¿No es comprensible que se peleen por
salir? Y con lo que sabemos ahora, ¿no es de esperar que, al menos, le
pongan la zancadilla a la afortunada? Veamos adónde van a dar.

17
2. La herida

Porque el envidioso enclava unos ojos tristazos y encapotados.


Sebastián de Covarrubias.

Tensiones entre rejas

Las bases para el drama están puestas. Frustración general que llega a la
desesperación. Alguien que rompe el pacto de agonía y deja atrás al resto.
La envidia se ha despertado y va incendiando corazones.
En el acto segundo, un largo diálogo entre las hermanas nos pone al
día de sus sentimientos. Todas, incluso la criada, están atentas a los suce-
sos que se desarrollan en las ventanas enrejadas, de madrugada. Angustias
habla con Pepe hasta la una: eso es sabido. Pero ni los calores de fuera ni
los de dentro dejan dormir a las otras, y más de una oye los cascos de su
jaca a las cuatro. Si no está con Angustias, ¿con quién está?
La Poncia, la criada, tiene la sabiduría de las viejas y, ella que puede
mirar en perspectiva, se siente obligada a prevenir el drama. Cuando se
queda a solas con Adela, le avisa del disparate de su aventura. Pepe el
Romano es de su hermana. ―¿Quién te dice que no te puedes casar con él?
Tu hermana Angustias es una enferma… Alimenta esa esperanza, olvída-
lo, lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios‖. ―Es inútil tu con-
sejo ―le replica Adela, altiva―. Ya es tarde… Por encima de mi madre
saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y bo-
ca‖.
A Poncia, no obstante, se le ha escapado otro horizonte que incuba
borrasca. Angustias clama que le han quitado el retrato de Pepe. La criada
lo cree en la habitación de Adela, pero, para su asombro, aparece entre las
sábanas de la cama de Martirio; la enamoradiza, la que repite los cantos
de los segadores que pasan por la calle, la que perdió el novio porque a
Bernarda no le pareció digno. Adela no se sorprende: ―Ha sido otra cosa
que te reventaba en el pecho por querer salir. Dilo ya claramente‖. ―¡Calla
y no me hagas hablar, que si hablo se van a juntar las paredes unas con
otras de vergüenza!‖
18
Vemos aquí que se gesta otra guerra, menos aparente, más sibilina,
sin duda más terrible. Es el pulso entre las dos hermanas menores, que
pasa a primer plano y deja a Angustias convertida en sombra. La contien-
da por Pepe es ahora asunto entre ellas: Adela no se resigna y va a por él
directamente; Martirio, que sabe que no puede competir, la vigila y la
amenaza: ―Yo romperé tus abrazos‖.
Entretanto, Poncia intenta advertir a Bernarda: ―Aquí pasa una cosa
muy grande‖. Bernarda no quiere saber: ―No quiero entenderte, porque si
llegara al alcance de todo lo que dices te tendría que arañar‖. La criada
insiste: ―¿A ti no te parece que Pepe estaría mejor casado con Martirio o…
¡sí!, con Adela?‖ ―Las cosas no son nunca a gusto nuestro‖.
De fondo, por las calles del pueblo, la gente persigue a una muchacha
soltera que ocultó y mató al hijo de su vergüenza. Todas proclaman que
hay que matarla. Todas menos Adela. ―¡Que pague lo que debe!‖, excla-
ma Martirio mirando a su hermana. Ella pide clemencia como si lo hicie-
ra para sí, abrazándose el vientre.

Pasiones envidiosas

La envidia no es un sentimiento de una pieza. En realidad, es un cúmulo


de emociones3, que se superponen, se suceden, van y vienen, impregnán-
dose mutuamente. Si cobran, en conjunto, el significado de envidia es
porque se desatan en una tormenta de frustración y rivalidad. Una vez
más, es la escena la que dota de sentido. La envidia, debo insistir en ello,
es un escenario, una situación, una interacción, y se construye en ese pun-
to de encuentro entre las personas. Cada cual siente lo suyo, pero condi-
cionado por un guion colectivo que asigna los papeles y prescribe los ar-
gumentos. Cuando uno, como Salieri, se reconoce envidioso, está de-
clarándose inmerso en ese drama que le precede.
Aunque no suela reconocerse, en el origen, la envidia tiene miedo. Es
la inquietud, decíamos, de quien teme quedar atrás; de quien ve sus deseos
realizados en otro y se siente fracasado; de quien tiembla ante la amenaza
de verse relegado, reducido hasta la transparencia, como dice B. Vidaillet.

3
Muchos científicos sociales, en su comprensible afán de rigor, diferencian emociones y sentimientos.
Consideran las emociones como reacciones automáticas del organismo ante determinados estímulos;
los sentimientos serían más subjetivos: nuestro modo de entender y encarar las emociones. Esta distin-
ción está justificada, pero también resulta algo arbitraria, y en cualquier caso el lenguaje no se hace eco
de ella. Aquí usaremos ambos términos como sinónimos.

19
Adela teme ―perder su blancura en esas habitaciones‖. Martirio teme que
la juventud pase y la deje seca de esperanzas.
Ante la frustración, el envidioso también siente tristeza. Al fin y al ca-
bo, la ventaja del otro supone una pérdida para él. Hay algo profunda-
mente melancólico en que Martirio escondiera el retrato de Pepe entre sus
sábanas. Ya que su cuerpo le es negado, se acuesta con su imagen. Tam-
bién nos apena enterarnos de que la madre, en secreto, alejó al único pre-
tendiente que se le había ofrecido. Martirio cree que simplemente la
plantó. Es quizá la más triste de las hermanas, y por eso podemos prever
que será la más cruel.
Porque la tristeza, si no se queda en sí misma y no se resigna, si se da
la vuelta para plantar cara, nos conduce a la ira. Adela siente hacia Angus-
tias la misma rabia difusa que todas, pero apenas piensa en ella; tiene sufi-
ciente con llevarle la contraria a los hechos y seguir su instinto. Su herma-
na mayor se diluye tras una niebla lejana de edad y languidez, entre otras
cosas porque sabe que ni siquiera es rival para ella, que es quien tiene la
salud, el atractivo y la mocedad. Las mustias citas de la mayor a través de
las rejas no significan nada frente a los encuentros ardientes que Adela le
reserva a Pepe de madrugada; unas citas en las que pasan muchas más
cosas que una conversación aburrida.
Sin embargo, frente a Adela, Martirio es la perdedora directa. Sobre
todo porque aquella tiene la osadía de escenificar lo que esta desearía y no
se atreve. Además, es la que le queda más cerca: en edad y en apasiona-
miento. Pero la aventaja en temeridad. Por eso, Martirio no puede perdo-
narla. La reconcome saber que de madrugada está viviendo las delicias
que anhelaría para ella, porque de ese modo, ya lo hemos visto, se las roba
de un modo simbólico, hace que tenga que enfrentarse crudamente a su
inseguridad y a su frustración. Hay una teoría psicológica que conecta la
frustración con las conductas agresivas.
Así es como, en Martirio, la desventaja se traduce en odio, en resen-
timiento, en mala voluntad. No ceja ni siquiera cuando su hermana le su-
plica que la deje en paz: mientras se apropie de lo que codiciaría para sí
misma, seguirá siendo su enemiga imperdonable. Está dispuesta a sacrifi-
carla en el mismo altar de las buenas costumbres en el que el pueblo ente-
ro inmolará a esa pobre muchacha de la que sabemos al final del acto.
―¡Que pague lo que debe!‖, exclama, apuntando a ese otro sentimiento
asociado a la envidia que es la alegría del mal ajeno, que los especialistas
llaman con la palabra alemana schadenfreude. Aristóteles ya las concebía
como dos maneras complementarias de manifestarse la envidia: tristeza
20
por el bien ajeno y alegría por su mal. Se entiende su sentido: si lo que nos
atormenta es la ventaja del otro, ver reducida esa ventaja, o sometida a
consecuencias penosas, equilibra la balanza y proporciona un alivio.
Para el pensador Max Scheler, el resentimiento surge de una rabia que,
al ser reprimida, no ha podido expresarse. Al no salir fuera, se nos queda
dentro y nos intoxica. Parece acertado, pero se queda corto: hay aversio-
nes contenidas que simplemente descartamos u olvidamos; y hay resenti-
mientos pertinaces que se prolongan por mucho que los expresemos, se
realimentan una y otra vez, como un Fénix de odio, mientras el otro siga
ahí y no le perdonemos. La cuestión es si lo que despierta esa rabia se
mantiene vivo: en el caso de la envidia, si permanecemos encajados en la
rivalidad y nos reconocemos en el papel de envidioso. A veces nos libra-
mos de la envidia quitándole importancia o aceptando, con la cola entre
las piernas, la ventaja del otro; pero si nos empeñamos en insistir, si no
estamos dispuestos a renunciar, si quedamos atrapados en el rol de envi-
diosos como Martirio, el malestar seguirá hinchándose como un globo.
Es posible que usted esté pensando que, más que envidia, lo que
están sintiendo todas las hermanas, y sobre todo Martirio, son celos. Nues-
tro lenguaje es confuso a la hora de distinguir ambos sentimientos, y las
investigaciones tampoco han encontrado diferencias determinantes. De un
modo puramente conceptual, los especialistas han propuesto que los celos
intentan conservar algo frente a un aspirante, mientras que en la envidia el
aspirante es el envidioso. Se ha dicho que la envidia comienza ―con las
manos vacías‖, mientras que los celos lo hacen ―con las manos llenas‖.
Pues bien, desde este punto de vista, lo que se dirime en la casa de Ber-
narda Alba es claramente envidia: las únicas que tienen las manos llenas
son Angustias (de dinero y oportunidad reconocida) y Adela (de atención
por parte de Pepe el Romano).
Tal vez sea esa impresión de que el envidioso ―ataca‖ y el celoso ―de-
fiende‖ la que nos haga reservar a este la comprensión y a aquel el despre-
cio. Pero ya hemos visto que el aspirante está desesperado no solo por lo
que desea, sino ―tal vez incluso más― por lo que pierde de sí mismo si no
se hace valer. Recuerde que están en juego, como mínimo, el prestigio y el
amor propio. Por otra parte, el celoso lo está porque alguna cualidad del
otro le supone una amenaza. Otelo no habría tenido tantos celos de su lu-
garteniente Casio si este no hubiera sido más joven y más atractivo que él.
Así que envidia y celos parecen difíciles de destrenzar.

21
Hay otros dos sentimientos habitualmente vinculados con la envidia:
la vergüenza y la culpa. Están relacionados con lo que envidiar tiene de
transgresión de las normas sociales. La envidia está mal vista, en el fondo,
porque puede romper la estabilidad de la convivencia, al desafiar sus códi-
gos. El gran pecado de Adela es reclamar para ella lo que Bernarda ha de-
cretado que será solo para Angustias; Martirio le recuerda que debería
sentirse avergonzada, y es una de las razones con que justifica declararle
la guerra. Tanto Adela como Martirio se sienten completamente legitima-
das para actuar según sus impulsos; un poco de vergüenza o de culpa tal
vez les habrían ayudado a moderarlos, buscando otras maneras más apro-
piadas de satisfacer sus deseos que no les condujeran al abismo.
Como ve, hablar de la envidia como una emoción aislada puede
hacer que nos pase desapercibido el intrincado tapiz afectivo que la inte-
gra. El envidioso siente muchas cosas, a veces una tras otra, a veces varias
a la vez. Quizá las emociones se nos presenten enlazadas en un hato, y
cuando creemos distinguirlas solo estemos poniendo nombre a una deter-
minada combinación, o a un punto de vista. Sería algo parecido a lo que
sucede con los colores: todos están en la luz, aunque los veamos sucederse
en las distintas caras de un cristal. Esto explicaría la curiosa sensación de
que las emociones se transforman unas en otras.
Así es, más o menos, como pensaba el gran filósofo Baruch Spinoza,
quien por cierto, hace más de trescientos años, vivía de pulir cristales para
lentes. Para Spinoza solo había dos grandes ―afecciones‖, como él las lla-
maba: la alegría, entendida como aquello que nos hace sentir que aumenta
nuestra energía; y la tristeza, que equivaldría a lo contrario. Todos los sen-
timientos serían versiones de esos dos estados del ánimo, que se irían su-
cediendo en una continua oscilación energética: ahora nos sentimos me-
jor, al rato nos sentimos peor, y así sucesivamente. No hace falta que le
insista en que Bernarda Alba, tan briosa, tiene la virtud de sembrar tristeza
a su alrededor. Bajo su manto, Angustias intenta abrir algo de paso a la
alegría, pero su proyecto de boda siempre nos deja un sabor triste de cosa
forzada e improbable. Solo Adela funda una verdadera alegría ―la de la
libertad, la del amor―, pero para conseguirlo tiene que enfrentarse a su
madre y a su entorno, que no dejarán de tirar de ella hasta hacerla sucum-
bir.

22
3. La lucha

La envidia es más irreconciliable que el odio. La Rochefoucauld.

La tempestad

El tercer acto empieza con aire sereno: el clan de mujeres cena, se habla
de naderías; la noche es cerrada, miran las estrellas; la presencia de una
vecina que ha venido a ver el ajuar de Angustias parece una reconfortante
brisa del mundo exterior en el sofoco de aquella casa atrancada. Pepe le
ha dicho a Angustias que hoy no vendrá, que tiene quehaceres. A la orden
de Bernarda, todas se van a dormir. Pero es la calma que precede a la
tempestad.
La matrona está satisfecha de su imperio. ―Mi vigilancia lo puede to-
do‖, le sermonea a la Poncia, que se mantiene prudente. Cuando la dueña
se retira, las criadas hablan. ―¿Tú ves ese silencio? ―dice la Poncia―. Pues
hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a to-
dos‖. ―¡Es que son malas!‖, reniega la otra criada. ―Son mujeres sin hom-
bre, nada más. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre‖.
Se oyen ladridos. Baja Adela en enaguas, diciendo que tiene sed. Se
retiran las criadas. La joven desaparece por la puerta del corral. Al poco
irrumpe Martirio y la llama. Ella vuelve despeinada. ―¿Por qué me bus-
cas?‖ ―¡Deja a ese hombre!... No es ese el sitio de una mujer honrada‖.
―¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!‖
Martirio se muestra decidida a revelar el secreto de su hermana; esta
no se inmuta. Se sabe triunfante, y eso la hace resuelta con las palabras:
―No te importa que abrace a la que no quiere… Pero que me abrace a mí
se te hace terrible, porque tú lo quieres también‖. Martirio, desesperada,
lo admite. Adela la abraza en un gesto comprensivo: ―Yo no tengo la cul-
pa‖. Pero Martirio la rechaza: ―Aunque quisiera verte como hermana, no
te miro ya más que como mujer… Tengo el corazón lleno de una fuerza
tan mala, que, sin quererlo yo, a mí misma me ahoga‖.

23
Pepe silba desde el otro lado. Adela intenta volver con él. Martirio se
interpone y pelean; llama a voces a la madre. Aparece esta, y con ella el
resto de la casa. Adela, desafiante, proclama la verdad, ante el pasmo ge-
neral. Bernarda busca la escopeta y sale a la calle a perseguir al traidor,
seguida de Martirio. Suena un disparo. ―Atrévete a buscarlo ahora‖, sen-
tencia al volver a entrar. ―Se acabó Pepe el Romano‖, completa Martirio
tras ella.
En realidad, no lo han matado: huyó con su caballo. Pero Adela lo
ha creído muerto y, presa de desesperación, se ha encerrado en un cuarto.
La llaman en vano. Acaban entrando y la descubren ahorcada. Bernarda,
tirando de las riendas de todas como un auriga romano, apaga los llantos
a gritos: ―¡Mi hija ha muerto virgen!... ¡Silencio!‖
Así cae el telón, o más bien se desploma, y nosotros nos quedamos
desolados, sintiendo que ante nuestros ojos ha tenido lugar un sacrificio
donde cada cual es víctima de lo suyo, pero una ha pagado por todas.
¿Quién ha perdido más? Sin duda, Adela, que lo ha perdido todo.
Ella, tal vez porque era la más vulnerable, ha acabado siendo el chivo ex-
piatorio de las frustraciones colectivas. Sin embargo, no las ha redimido:
antes bien, las ha sumido en una mazmorra más profunda. ―Nos hundi-
remos todas en un mar de luto‖, decreta Bernarda, mientras lanza a dies-
tro y siniestro hachazos de silencio. Ni siquiera ahora se puede llorar: hay
que seguir callando, callar si cabe aún más que antes. Rotos ya los cora-
zones, la fachada de dignidad permanecerá intacta.
Pero todas han perdido. Para Angustias, se ha cerrado definitivamen-
te aquella puerta de esperanza que parecía a punto de traspasar. Martirio
envidiará hasta el final, y ya sin disimulo: ―Dichosa ella mil veces que lo
pudo tener‖, reza ante el cadáver de su hermana, sabiéndose más muerta
que ella. Ninguna soñará ya con Pepe el Romano; pero, montada en el
caballo del mozo, también la envidia se retira.

Por qué lucha la envidia

De toda la escena, que es magnífica como la obra entera, me gustaría que


nos detuviéramos en el enfrentamiento entre las dos hermanas, allá donde
las cartas se ponen al fin encima de la mesa y se habla sin tapujos, quizá
porque ya no hay vuelta atrás y no se puede perder más cuando todo está
perdido. Nos inspirará para reflexionar un poco más a fondo sobre lo que
la envidia tiene de lucha.
24
Habíamos quedado en que la envidia es un vínculo, una relación
(apasionadamente estrecha) marcada por la diferencia y la rivalidad. Es
sabido que odiar y amar son a menudo dos caras de la misma moneda:
ambas responden a un mismo impulso de involucrar al otro en nuestra
historia, de conferirle un papel destacado; muchas veces odiamos porque
no sabemos amar, o porque no tenemos otra manera de amar. Lo mismo
sucede con la envidia, que en definitiva es un tipo de odio. ―Muy frecuen-
temente, bajo el amor intentamos ahogar la envidia‖, sentencia el Zara-
thustra de Nietzsche. Igual podríamos esperar que, inversamente, detrás de
la enemistad envidiosa se agazapara un cierto tipo de amor.
En la novela El duelo, de Joseph Conrad, un incidente insignificante
provoca el enfrentamiento de dos soldados de Napoleón; se supone que es
un asunto de honor, pero, ante lo desmesurado de su reacción, nos da la
impresión de atisbar cierta envidia en el retador. El duelo acaba más o
menos en tablas, y al cabo de los años, cuando vuelven a encontrarse, se
enzarzan en una nueva disputa. Así seguirán, a lo largo de las campañas
napoleónicas, buscándose para nuevos episodios de su guerra paralela.
Hay algo épico en ese antagonismo pertinaz, cargado de una enemistad
tan íntima. ―¡Sé cuando menos mi enemigo! —continúa Zarathustra—.
Así habla el auténtico respeto, cuando no se atreve a solicitar amistad‖.
Ya sabe usted aquello de que nadie más fiel que un enemigo. Definitiva-
mente, la envidia es algo que nos une.
¿Se ha fijado en cuánto tienen en común la envidia y el enamora-
miento? Ambos son vínculos ceñidos y de gran intensidad. En ambos hay
otro que nos fascina, que nos deslumbra hasta la obsesión. Necesitamos
seguirlo de cerca y apropiarnos de lo suyo, como un modo de adueñarnos
de él, de integrarlo en nosotros devorándolo, como creían hacer los caní-
bales de algunas tribus al comerse al guerrero enemigo al que admiraban.
Observamos con atención lo que hace y lo que es, puesto que nos resulta
esencial para lo que somos y hacemos, incluso para el modo en que nos
vemos a nosotros mismos. El otro nos sirve de referencia y de espejo.
En la metáfora del espejo sí descubrimos una divergencia entre ena-
moramiento y envidia. El enamorado, al reflejarse en la otra persona, vis-
lumbra lo mejor de sí mismo, se descubre completo, magnífico. En cam-
bio, al envidioso, el otro solo le devuelve la imagen de lo que le falta, es
un triste compendio de sus carencias, de lo que quisiera ser y no es. Esta
imagen recuerda la de la bruja mirándose al espejo en Blancanieves, y pre-
guntándole cada día, de manera obsesiva, si ella era la más guapa del
mundo. Como ve, tras el afán que la envidia proyecta en otra persona,
25
parece alentar más bien una ofuscación por uno mismo, un narcisismo
herido, que dirían los psicoanalistas, al comprobar que no somos los me-
jores. María Zambrano habla de esta ―avidez de lo otro‖ como una ambi-
ción encubierta de lo que nos falta: ―en lo más íntimo de su vida algo su-
cede que le mantiene ligado a eso otro, extraño, y más yo que su propio
yo. ¿No será que el envidioso se ve a sí mismo vivir en él?‖
Pero la verdadera diferencia entre enamoramiento y envidia, natu-
ralmente, además de los sentimientos implicados, reside en la arquitectura
de la relación: el enamoramiento es un vínculo positivo, un intercambio
de cohesión; por el contrario, la envidia es un vínculo conflictivo, una co-
lisión, una relación de rivalidad.
A estas alturas de la historia, la rivalidad inicial entre Adela y Angus-
tias se ha desvanecido. La novia oficial ya no tiene el menor significado
para la amante, que se siente poderosa y desprecia la vacuidad de los for-
malismos sociales: ―Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra
mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen
que son decentes, y me pondré la corona de espinas que tienen las que son
queridas de algún hombre casado‖. Sabe que para Pepe ella es la primera
y prácticamente la única, hasta el punto de declararse dispuesta a vivir pa-
ra siempre en la clandestinidad, que asimila a lo libre y auténtico: ―Vamos
a dejar que se case con Angustias, ya no me importa, pero yo me iré a una
casita sola donde él me verá cuando quiera‖.
En cambio, es ese mismo poder del sentimiento auténtico el que
atormenta a Martirio, que no soporta escucharla: ―No levantes esa voz
que me irrita‖, le pide. Poco antes rechazaba su abrazo fraterno, su invita-
ción a la complicidad, y era porque, tal como la propia Adela le señala y
ella admite, se le hace insoportable no ser ella la elegida. Y por eso se in-
terpone en la puerta cuando Adela se dispone a regresar junto a Pepe, for-
cejea con ella como una centinela y despierta a toda la casa con sus gritos.

Equidad y justicia

Eso es, claramente, la envidia: un interponerse, un impedir a toda costa


―incluso a costa del propio perjuicio― que sea para otro lo que no es para
uno. Porque, como ya comentamos, la verdadera pérdida no es la carencia
en sí, sino quedarse solo con ella. Los jíbaros de Ecuador y Perú, después
de atravesar un río con muchas dificultades debido a la lluvia, practicaban
magia negra para que la lluvia continuase y perjudicase del mismo modo a
26
todos los que quisieran cruzar después. Muchos pueblos, como los bantús,
procuran atenuar mediante rituales la envidia de los primogénitos a sus
hermanos recién nacidos. Algunos antropólogos interpretan también los
rituales de iniciación, a veces realmente feroces, como una muestra de en-
vidia a las nuevas generaciones. Se teme incluso la envidia de los muertos,
que lo han perdido todo, y de los viejos, que están a punto de hacerlo.
El envidioso pide a gritos que la vida no le deje atrás, que no le igno-
re en el reparto de sus dones. Hay en ello una demanda de equidad, que es
el principio de una convivencia estable: ―Asegúrate de que en sociedad
obtienes al menos lo mismo que los otros‖. Desde una perspectiva evolu-
tiva, tal actitud cobra un innegable sentido. Lo que marca la diferencia
entre los que prosperan y los que se extinguen es la distancia relativa entre
ambos. Puedo tolerar salir perjudicado siempre que el otro también sufra
ese efecto; de ese modo, al competir, estaremos en igualdad de condicio-
nes.
―La envidia es una pasión cara, pero una buena inversión si el costo
de los daños es menor que el grado de daño causado‖, argumentan los
biólogos Garay y Móri. El economista Antonio Cabrales plantea este
principio con un ejemplo muy ilustrativo. Un mono come un plátano fren-
te a otro mono que come dos. Aunque el primero esté saciado, ―¿y si am-
bos intentan emparejarse y el más gordito y de pelo más reluciente se lle-
va la hembra?... Pues el primero preferirá que ninguno de los dos coma
nada y llegar a la segunda etapa en las mismas condiciones‖. Ahí tiene ese
―muerde y no come‖ que atribuía a la envidia nuestro ingenioso Quevedo.
Una pérdida relativamente menor puede significar, en la práctica, la ma-
nera de prevenir pérdidas mayores. Así lo demuestran experimentos sobre
intercambio en el marco de lo que los economistas llaman teoría de juegos.
Por ejemplo, en el juego del ultimátum, una persona ofrece a otra un
determinado reparto, pongamos de un total de dinero disponible. Si el
otro acepta, cada cual se queda lo estipulado; en caso contrario, nadie se
queda con nada. Convendremos en que lo más lógico, de entrada, sería
que aceptáramos cualquier reparto, puesto que algo siempre es mejor que
nada. Pues bien, no es así como nos comportamos la mayoría de las per-
sonas. A partir de una cierta relación de desventaja, como le sucede a
Martirio con Adela, preferimos perderlo todo con tal de que también lo
pierda el otro. Algo parecido se revela en otro juego, llamado dilema del
prisionero: la mayoría de la gente solo colabora si el otro se muestra dis-
puesto a colaborar; en caso contrario, le responde con la misma moneda,

27
aunque eso implique una pérdida también para sí mismo. Es el principio
de ―donde las dan las toman‖ (en inglés: tit for tat).
¿Pura maldad? Si mira con atención, lo verá lleno de sentido. Al res-
ponder perjudicando ante un perjuicio del otro, estamos empujándolo a
colaborar. Si usted me hace entender que no aceptará una oferta abusiva,
sabré que no tengo más remedio que hacerle ofertas más equilibradas. El
intercambio más estable, en igualdad de condiciones, es el que promueve
la equidad.

Es probable que la idea de justicia proceda de ese principio de equi-


dad. Sin embargo, en la envidia hay injusticia solo desde el punto de vista
del envidioso. La vida no tiene nada que ver con la justicia, esta es una
invención moral estrictamente humana. Desde el punto de vista de uno,
ya lo han señalado algunos autores, para que algo nos parezca justo basta
con desearlo. ¿Es justa la situación opresiva en la que viven todas las hijas
de Bernarda Alba? Para la madre, educada en la disciplina, la tradición y
la buena imagen, sin duda; para las hijas, que desearían otra cosa, en ab-
soluto. ¿Es justo que se le ofrezca la redención a una de ellas, solo porque
dispone de más dote, mientras se condena a las demás? Por supuesto que
no, pero no porque Angustias cuente con una herencia exclusiva, sino
porque todas ellas, incluso la madre, son víctimas de una sociedad clasis-
ta, rígida, machista y de recursos escasos.
Estas no parecen razones que avalen la envidia ni ningún otro senti-
miento; son argumentos de tipo moral que nos podrían persuadir colecti-
vamente para reivindicar un cambio político y social, objetivo que sin du-
da perseguía el autor con esta obra. La envidia, en contra de lo que han
pretendido algunos, no tiene nada que ver con la aspiración de justicia
igualitaria, y sorprende que un autor de la talla de Fernando Savater lle-
gue a calificarla, no sin cierto cinismo, de ―virtud democrática por exce-
lencia‖. Seguro que la democracia tiene mejores virtudes a las que apelar.

Los escenarios de la envidia

Hemos elegido para nuestro análisis una obra de teatro, y precisamente el


teatro es una buena metáfora de la vida social. Nos relacionamos con los
otros en determinados escenarios, donde representamos papeles que en
líneas generales nos vienen dados por la cultura en la que estamos inmer-
sos. El sociólogo Erving Goffman tuvo el mérito de utilizar la metáfora
28
escenográfica para dar cuenta de muchos de nuestros comportamientos en
sociedad.
Bernarda Alba es un ejemplo de actriz impecable. Juega el papel de
matrona dominante en su casa, porque así fue educada y eso es lo que se
espera de ella. Se atiene escrupulosamente a la segregación social, y a los
comportamientos que se esperan de la ―gente con posibles‖, y no desapro-
vecha ninguna oportunidad para remarcar esas jerarquías. Apuntala con
rigor la fachada que considera que forma parte de su identidad, sacrifican-
do sin pestañear la felicidad de sus hijas. La obra empieza y termina con
un decreto de luto que suena a condena: primero, por la muerte del padre;
al final, con su hija aún colgada de la cuerda, afianzando la imagen de
dignidad que habrá que mantener ante la gente: ―Mi hija ha muerto vir-
gen… Nos hundiremos en un mar de luto‖.
Toda la tensión de la obra emana de la rebelión de la libertad y la
dignidad personales contra esos convencionalismos que constriñen a las
protagonistas dentro del rol que les reserva su anticuada sociedad. De
hecho, decíamos, la obra es sin duda un alegato contra esa opresión de la
tradición y la ignorancia sobre la vida. Pero no vamos a extendernos más
en este aspecto, por apasionante que resulte. Regresemos a nuestro territo-
rio de la envidia y veamos qué puede aclararnos la metáfora escenográfica
sobre sus entresijos.

Existen escenarios que favorecen la envidia. Al basarse esta en la com-


paración y la rivalidad, podemos predecir que será más probable en con-
textos competitivos, pero también en los contrarios: donde la imposibili-
dad de competir por medios aprobados socialmente obstruya la impugna-
ción de que alguien destaque. A la primera circunstancia correspondería el
caso de Salieri, que habita en una Viena donde los cargos de músicos del
emperador conllevan un enorme prestigio. La casa de Bernarda Alba per-
tenecería al otro tipo: allí, donde todo el mundo debería ser igual (recuer-
de: ―Lo que sea de una será de todas‖), no se perdona la diferencia.
Las sociedades tribales muestran costumbres destinadas a paliar la
envidia desde ambos extremos. Los grupos más primitivos, donde la su-
pervivencia se basa en la paridad y la reciprocidad, suelen poner buen cui-
dado en evitar que el individuo se desmarque. ―Cuando un hombre joven
sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se
imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos‖, afirma
un guerrero africano según el antropólogo Marvin Harris. El pueblo ifaluk
cuenta con el song, una especie de indignación colectiva dirigida contra el
29
que muestra conductas antisociales (por ejemplo, apropiándose más de lo
debido). Un medio para canalizar el antagonismo envidioso es la celebra-
ción de competiciones y duelos ritualizados, en los que la disputa se ex-
presa por cauces más o menos simbólicos. ¿Le gusta el fútbol? A mí no,
pero supongo que debe tener algo de eso.
No obstante, cuando los grupos son más grandes y aparecen diferen-
cias sociales, estas tienden a remarcarse mediante la separación estricta de
las clases o castas (lo que el antropólogo Richard Foster llama ―encapsu-
lación‖). La reciprocidad es sustituida por la redistribución, en forma de
grandes festines anuales que cumplen un doble papel: consagrar el poder
del ―gran hombre‖ y ganar la complicidad de los menos favorecidos. Un
ejemplo bien documentado de estas fiestas es el potlatch de los kwakiutl de
Vancouver. Su discurso inaugural era explícito en la intención de humillar
a los rivales: ―Soy el gran jefe que avergüenza a la gente… Llevo la envi-
dia a sus miradas‖. Salvando las distancias, llama la atención cómo Ber-
narda presume ante la vecina que la visita del dinero que se ha gastado en
los muebles y el ajuar para la boda de su hija. Hablan también de la cría
de caballos. ¿No parece que le esté recalcando una fachada propia de fami-
lia ―de posibles‖?
Pero, a la vez que se nos muestra la relativa superioridad económica
de la familia, el aire de la casa de Bernarda Alba aparece marcado por la
carencia, y ese es otro ingrediente de la envidia. La única hermana que
tiene permiso y posibilidades económicas para casarse es la mayor: las
demás están relegadas al luto y a una escasa dote. Falta, pues, dinero; falta
oportunidad; y falta tiempo, porque con el luto de ocho años todas aca-
barán en la edad de quedarse para vestir santos. La ausencia de expectati-
vas hace más amarga la carencia, y más apremiante la competición; en
definitiva: un escenario ideal para la envidia, que en seguida empieza a
levantar sus reclamos de justicia, preguntando, como dicen Richard Smith
y otros psicólogos: ―¿Por qué no yo?‖. Magdalena protesta contra esa si-
tuación que le parece inmerecida, argumentando que Angustias está vieja
y enferma y no es precisamente atractiva: ―Porque si con veinte años pa-
recía un palo vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta!‖ Para disimular
su propia frustración, lo plantea como injusticia a sus hermanas: ―Lo na-
tural sería que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra Adela, que tiene
veinte años, pero no que venga a buscar lo más oscuro de esta casa‖. La
envidia se propaga así: buscando cómplices; como dice el sociólogo Fran-
cesco Alberoni, es proselitista.

30
Luego viene el trabajo de zapa: vigilar de cerca al envidiado, ponerle
trabas, ir erosionando la tierra bajo sus pies. A medida que avanza la obra,
el foco de la envidia se desplaza de Angustias a Adela, sobre todo por par-
te de Martirio. Para esta, la aventura de Adela resulta especialmente pun-
zante, porque es la que la enfrenta más dramáticamente a su propio fraca-
so; lo que no le perdona no es la transgresión, sino el hecho de que ponga
en evidencia su propia incapacidad para transgredir. Mientras Adela pasa
las madrugadas en brazos de Pepe el Romano, Martirio solo se atreve al
patético gesto de dormir con su retrato robado.

Otros compañeros de viaje

La proximidad y la semejanza estimulan la envidia, así lo comproba-


mos en todos los casos: Salieri contra Mozart, ambos músicos destacados;
los soldados franceses D’Hubert y Feraud, que irán ascendiendo parale-
lamente en el escalafón militar; Joaquín Monegro contra Abel Sánchez,
amigos desde la infancia; Casio contra Julio César, compañeros de cam-
pañas. Aristóteles ya señalaba la importancia de la proximidad: ―Envi-
diamos a los que nos son próximos en el tiempo, en el espacio, la edad y
el prestigio‖. También aludió a ―los que están en condiciones semejantes a
las nuestras‖, haciéndose eco de la célebre máxima de Hesíodo: ―El alfa-
rero envidia al alfarero‖. El etólogo Konrad Lorenz informa de que los
conflictos competitivos predominan entre animales del mismo rango, o de
rango inmediato.
Festinger nos apuntaba la razón: los próximos y los que se nos pare-
cen son nuestro punto de referencia a la hora de compararnos, y por lo
mismo nuestros rivales directos. Según Richard Smith, el parecido nos
crea la expectativa de que nosotros también podríamos acceder a aquello
de lo que disfruta el otro: al no realizarse esa expectativa se desencadena
la frustración. Para algunos autores, nos afecta más el contraste con los
semejantes porque hace más probable que tengamos que buscar la causa
en nosotros: si todos hemos recibido las mismas clases, la incompetencia
de los profesores no puede ser la razón de mi suspenso; aumenta la proba-
bilidad de que se trate de algo que falla en mí: en mi capacidad, en mi es-
fuerzo, en mi valía. No es casual que la que más envidia a Adela sea su
hermana inmediata en edad.
Los efectos de proximidad y semejanza resultan inquietantes. ¿Signi-
fican que podemos esperar envidia incluso de los seres cercanos, como
31
nuestra familia o nuestros amigos? Ya ve que sí: ahí están las hijas de Ber-
narda Alba para confirmárselo. Recuerde al envidioso más célebre de la
historia, Caín. Freud aún iba más lejos, afirmaba que la envidia se apren-
de precisamente en la convivencia familiar, ineludible en nuestra especie
debido a una larga infancia. Y en cuanto a los amigos, como dice el
refrán, ―Más te debes guardar de la envidia de un amigo, que de la embos-
cada de un enemigo‖. No me tome por un cínico: la amistad, como el
amor, es un don y un tesoro, como dice el refrán, pero también se cons-
truye con la materia de nuestras sombras.
Hay otras circunstancias personales que suelen favorecer la aparición
de la envidia. Se le ha achacado la estrechez de miras, el apocamiento;
Nietzsche y José Ingenieros, entre otros, han hablado directamente de
mediocridad. Ese rechazo despectivo me parece injusto con los esfuerzos
del envidioso por mantenerse a flote en la marejada de la vida, pero po-
dríamos intentar leerlo en sentido contrario: la grandeza de miras, el ce-
ñirse a lo realmente importante y despreciar lo secundario, nos hacen me-
nos propensos a la envidia.
Claro que para ello hace falta quererse y respetarse a uno mismo. Los
psicólogos han demostrado la relación entre la baja autoestima y la propen-
sión a la envidia. No nos sorprende: ya vimos que la defensa de la autoes-
tima era una de las motivaciones clave para envidiar. Quien no se siente
satisfecho con lo que es, o no se cree capaz de conseguir lo que quiere,
está más expuesto a frustrarse al descubrirlo en los demás. Y como escri-
bía Francis Bacon: ―El que no logre reparar su propia suerte, hará lo que
pueda para perjudicar la de otro‖.
Otro factor remarcable que favorece la envidia es lo que los psicólo-
gos llaman baja capacidad de control. Cuando uno está sobrecargado o fati-
gado se siente más vulnerable y se siente menos capaz de dar respuesta a
los desafíos de la vida. En tal caso, no solo la envidia, sino cualquier con-
tratiempo nos afecta más. Hay días en que lo mejor que podemos hacer
ante nuestros problemas es irnos pronto a la cama.
El ―trabajo de envidia‖, como lo llama Alberoni, se caracteriza por la
ocultación. Ovidio imaginaba la morada de la Envidia en ―una casa oculta
al fondo de un valle, una casa donde nunca da el sol ni sopla el viento, en
la que siempre falta el fuego y abunda la niebla espesa‖. La envidia tiene
que mantenerse agazapada, porque de lo contrario pondría en peligro al
envidioso: revelaría ante los otros su debilidad, lo denunciaría como un
transgresor despreciable y le ganaría la enemistad de su rival. Este disimu-
lo, como señalan los psicólogos Silver y Sabini, tendrá que ser mayor
32
cuando las circunstancias nos hacen candidatos probables a la envidia,
pues la gente rastreará más atenta sus posibles indicios. Al principio, Ade-
la le exige a Martirio que deje de seguirla y de vigilarla; eso hace a esta
más cauta: se dedica a espiar en las noches de insomnio, a lanzarle pullas
sobre lo que sabe y calla, a reprocharle su comportamiento vergonzoso
(ocultando tras justificaciones su implicación personal); hasta que no pue-
de aguantar más y se enfrenta abiertamente con su hermana, decidida a
cerrarle el paso, a denunciarla, a destruirla.

El rol del envidiado

Hasta aquí el rol del envidioso, pero, ¿qué pasa con el papel del envidia-
do? ¿Se limita a ser esa inocente víctima que nos pintan las viejas historias
maniqueas? ¿Pudo haber alguna perversa satisfacción en el privilegiado
Abel, un ensañamiento disimulado en el petulante genio de Mozart? ¿No
será el envidioso, casi siempre, la verdadera víctima?
Reconozca que ser envidiado es señal de ventaja, y por eso todos lo
buscamos un poco. Nuestras bisabuelas de las cavernas ya se acicalaban, y
a nuestros tatarabuelos les gustaba lucir pinturas y chismes prendidos por
el cuerpo. Para los griegos no había prestigio que valiera la pena sin envi-
dia, y los artistas del Siglo de Oro se jactaban de ser muy envidiados como
señal de distinción. La publicidad sabe sacar partido de la envidia que
puede despertar una marca de coche o de ropa. ―Tanto hace por tu fama
quien te envidia como quien te alaba‖, dice el refrán popular, y Voltaire,
que se sabía objeto de numerosos rencores, aconsejaba sarcástico: ―Cau-
semos envidia hasta donde nos sea posible‖.
Sin embargo, el lugar del envidiado no resulta cómodo, puesto que
tendrá que soportar la presión del resentimiento de los otros, y hacer fren-
te a sus conspiraciones. En el trabajo, un campo muy estudiado por sus
obvias implicaciones económicas, ser objeto de envidias puede causarnos
aislamiento y falta de colaboración, lo que reduce la eficacia de los equi-
pos y amarga la vida de muchos profesionales; no es extraño que la gente
se esfuerce por no destacar (lo han llamado el ―síndrome de la amapola
alta‖). Pero donde la envidia puede resultar devastadora es en las peque-
ñas comunidades de bienes escasos: en ellas el envidiado se juega la su-
pervivencia misma. De ahí que exista un sinfín de prácticas para salir al
paso de la envidia ajena. Foster hace un repaso exhaustivo, y las resume
en cuatro grandes tipologías.
33
Para empezar, quien se teme objeto de envidia procura ocultar de
algún modo su suerte: intenta que se note lo menos posible, habla poco de
ella, y si es posible la mantiene lejos de las miradas de los otros. En algu-
nas tribus, el que ha tenido buena caza come aparte. Nuestra Angustias
evita hablar con las hermanas de sus conversaciones tras la reja con Pepe,
y lo hace con reticencia cuando le preguntan. Adela, lógicamente, lleva en
secreto sus citas de pasión.
Si resulta difícil esconderse, uno puede quitarle importancia al benefi-
cio obtenido. En las pequeñas comunidades agrícolas, se menosprecia
públicamente al hijo nacido o la cosecha lograda. La adulación es recibida
con desconfianza, ya que revela a posibles envidiosos: ―¿Contra quién va
ese elogio?‖, pregunta cínicamente un personaje en Abel Sánchez. Se cuen-
ta la anécdota de un jefe de tribu en Ghana que, asediado siempre por fa-
miliares por el hecho de ser más pudiente, hizo construir una casa y la
dejó deliberadamente a medias para convencerles de que estaba comple-
tamente arruinado. En nuestra sociedad urbana también hacemos cosas
parecidas: ¿usted no ha achacado a la suerte un mérito por el que se le fe-
licita, o ha respondido al halago devolviendo otro mayor? Una actitud
modesta es una buena apaciguadora de envidias.
Una tercera estrategia consiste en compensar de algún modo al espec-
tador de nuestra fortuna, practicando una generosidad pacificadora. Un
recurso habitual es celebrar un banquete o invitar a algo, cosas que segui-
mos haciendo en las bodas, después del nacimiento de un hijo, incluso en
nuestro cumpleaños. No digo que lo hagamos solo para calmar posibles
envidias, pero algo de eso queda, y si no, imagine las reacciones si no lo
hace.
En caso de que todo esto no baste, siempre nos queda la posibilidad
de compartir nuestro beneficio. En algunas comunidades el cazador o pes-
cador con éxito comparte lo obtenido hasta el punto de quedarse prácti-
camente sin nada. Una de las raíces de la hospitalidad puede ser esta miti-
gación de la envidia del visitante.
Y, en fin, cuando la envidia se considera inevitable, nos queda inten-
tar defendernos de ella. En las comunidades de recursos escasos, los males
son a menudo atribuidos a la envidia. No solo perjuicios directos como
estropear la bomba de agua o negar ayuda ante una necesidad. Cualquier
desgracia puede ser consecuencia del influjo mágico de la envidia. Nues-
tras abuelas aún creían en el mal de ojo, y nos protegían de él rezando y
dibujando cruces con aceite en nuestra frente. Esta práctica viene de lejos,
porque sabemos que los griegos también defendían a sus hijos del mal de
34
ojo trazando señales con barro en la frente (el aceite es más limpio, pero la
simbología del barro proclama vigorosamente el hecho de no ser digno de
envidia). El recurso de los romanos era más llamativo: llenaban la casa de
amuletos fálicos, como lanzas en ristre contra los envidiosos. Además de
estos recursos caseros, uno siempre ha podido acudir al servicio profesio-
nal de curanderos o chamanes.
El envidiado, en definitiva, tiene buenas razones para temer a los
demás. Hacerlo es una muestra de prudencia, que a veces no sabemos te-
ner por la presunción que también nos inspira el sabernos envidiados.
Adela se siente orgullosa de haberse desmarcado de las otras, se considera
legitimada por su propio coraje y por un amor que le parece que la hace
invencible. ―Me quiere a mí… Seré lo que él quiera que sea. Todo el pue-
blo contra mí‖. Es lo que los griegos llamaban hibris, la soberbia arrogan-
te, que solía concitar el castigo de Némesis, la dispensadora de desgracias.
Es obvio que Adela no calcula bien sus fuerzas, y más le habría valido
ponderar mejor lo peligroso de su familia.

35
4. Vivir mejor con la envidia

La acción libra del mal sentimiento, y es el mal sentimiento


el que envenena el alma. Unamuno.

Ni a usted ni a mí nos gusta la envidia, y con razón. A todos nos resulta


más grato desenvolvernos entre nuestros semejantes en un ambiente cor-
dial, afable, de mutua confianza y colaboración, eso que los hebreos lla-
man firgun. Pero lo cierto es que nuestra convivencia también está hecha
de conflictos, y competir de vez en cuando parece inevitable, como lo es
que nuestros intereses choquen y nos enfrenten. Todo ello forma parte de
nosotros tanto como el altruismo o la buena voluntad, del mismo modo
que el malestar juega su papel en la economía de nuestra existencia.
Para el sociólogo Georg Simmel, la lucha es una forma de socializa-
ción, un antagonismo que persigue la unidad. En toda competencia hay
un enorme poder socializador: ―obliga al competidor a salir al encuentro
del tercero, a satisfacer sus gustos, a ligarse a él, a estudiar sus puntos fuer-
tes y débiles para adaptarse a ellos, a buscar o construir todos los puentes
que pueden vincular su propio ser y obra con el otro… La concentración
de la inteligencia en el querer, sentir y pensar del prójimo‖. Por otra parte,
el antagonismo conlleva sus propias satisfacciones: ―Provoca en nosotros
el sentimiento de no estar completamente oprimidos; nos permite adquirir
conciencia de nuestra fuerza y proporciona así vivacidad a ciertas relacio-
nes que, sin esta compensación, en modo alguno soportaríamos‖.
El hecho de que la envidia cumpla una función y resulte un vínculo
natural no implica, sin embargo, que nos pongamos a su favor. Al menos,
no siempre ni de cualquier manera. La envidia, al fin y al cabo, es un su-
frimiento, y no estamos de parte del sufrimiento. Agrieta el amor por no-
sotros mismos, conspira y se disfraza, enturbia las aguas limpias de la vi-
da, pone veneno en las relaciones y carcome la cordialidad. Quizá su peor
dolor resida en despertar el deseo para luego abandonarnos a la carencia.
Es lógico intentar librarse de ella.

36
Lo mejor que podríamos hacer con la envidia, evidentemente, es pre-
venirla. Lo recomienda Bertrand Russell: hacer que nuestra vida nos resul-
te satisfactoria y plena. Disfrutar, descansar, rodearnos de amor. Tener
expectativas razonables y planear proyectos alcanzables. Como punto de
partida, no creo que usted no lo suscriba. Lástima que la vida sea dema-
siado sinuosa, imprevisible y corta. Vivir es difícil. Si no lo fuera, seguro
que ni siquiera tendríamos envidias.
Siempre habrá alguien que posea más, siempre encontraremos a
quien nos lleve ventaja, y eso muchas veces se nos presentará como una
contrariedad. Me temo, pues, que para la mayoría de nosotros la envidia
es inevitable. Lo razonable, entonces, sería aprender a sobrellevar nuestras
envidias de la manera más constructiva y menos dolorosa posible. Aspi-
ramos también a situarnos ante ella desde una ética. ¿Cómo hacerlo?

Cómo nos las arreglamos con la envidia

La mayoría de nuestras envidias cotidianas, por fortuna, no pasan de leves


molestias y suelen desaparecer en cuanto la vida nos trae otros quebrade-
ros de cabeza. Pero a veces la envidia muerde con más fuerza y la herida
se infecta.
Nada más lejos de mi pretensión que proponer aquí una lista de re-
medios infalibles contra la envidia, al modo de los recetarios de autoayu-
da. Está claro, además, que lo que la gente hace o deja de hacer se halla
muy influido por la cultura a la que pertenece: cuáles son los comporta-
mientos habituales, qué se considera correcto (o no)… Más bien me gus-
taría examinar junto a usted algunas de las estrategias con que la gente
suele encararla, aderezadas con las reflexiones que sobre ellas han vertido
los pensadores. Si de todo esto sacamos algunas conclusiones que puedan
ayudarnos a hacer mejores nuestras vidas, habrá valido la pena.
Nuestra sociedad, aunque rechaza a los envidiosos (más por perde-
dores que por censurables, aunque no lo reconozca), en realidad alienta la
envidia. Lo hace al fomentar la visión del triunfo competitivo, según el
cual solo alcanzan la cima los mejores, y además a costa de los otros. Y lo
hace también estimulando el consumismo, equiparando el valor social con
la posesión de objetos y suculentos fondos en el banco. Al promover un
nutrido ejército de envidiosos, el capitalismo se asegura el ansia por ad-

37
quirir, siempre más y siempre mejor que el vecino4; de resultas fomenta, a
su vez, una mayoría frustrada.
Dado que partimos de que la envidia es una rivalidad provocada por
una desventaja, lo más inmediato sería cambiar esa relación y trabajar pa-
ra reducir la diferencia. Sin embargo, como argumentábamos, no siempre
estamos en condiciones de hacerlo. A veces la desventaja nos aplasta y no
tenemos más remedio que apechugar con la envidia que nos enciende.
Según el filósofo Jon Elster, podemos hacer básicamente tres cosas: su-
primirla, reprimirla o procurar convertirla en otra emoción (aquí preferí-
ríamos entender más bien ―transformar el tipo de vínculo‖). Veamos con
más detalle cada una de esas posibilidades.

Cambiar el modo de percibirla

La mayoría de los mortales no podemos suprimir directamente la envidia;


sucede por sí misma y no tenemos mucho margen de maniobra al respec-
to. Es ocasiones tal vez lleguemos a encajar la ventaja ajena sin demasiado
coste emocional, sobre todo si se trata de aspectos que no nos afectan muy
a fondo. Pero si el dominio es significativo, lo más probable es que no po-
damos evitar su resquemor. Lo que sí podemos hacer es cambiar el modo
en que la percibimos, reducir hasta cierto punto la importancia que le atri-
buimos, darle un significado menos punzante. Transformar nuestras ideas,
tal como postula la psicología cognitiva, y ya recomendaba Epicteto hace
dos mil años: no nos afectan las cosas, sino la visión que nos hacemos de
ellas.
Para ello, podemos empezar por reforzar nuestra autoestima, para
que no se vea tan fácilmente amenazada. Querámonos un poco más, no
seamos tan pretenciosos. No caigamos en el error de Salieri de hacer de-
pender nuestra valía de una sola cualidad: que cuente con muchos puntos
de apoyo. Y demos a las cosas su justa medida, o incluso menos: ninguna
vale nuestra serenidad.
Cambiemos puntos de vista. Frente a lo que nos parece un deterioro
de nuestra imagen, hagamos inventario de nuestros méritos: si sus chistes
no suelen hacer gracia, tal vez merezca aprecio su amena conversación.

4
Un estudio mostró que, para ser feliz, la gente no necesita grandes fortunas: le basta con vivir mejor
que su vecino. Incluso parece que la mayoría estaríamos dispuestos a ganar menos, siempre que nues-
tro sueldo fuese mayor que el de los que nos rodean. Confirmamos otra vez que la envidia toma como
referencia a los iguales y a los próximos.

38
También podemos reducir nuestra responsabilidad reconociendo trabas
exteriores que nos lo están poniendo difícil: es verdad que no acabé la ca-
rrera como hizo aquel, pero él no tenía que trabajar. Animémonos re-
cordándonos que, si nos los propusiéramos en firme, sin duda lo haríamos
mejor: es cierto que bailo como un pato, pero tampoco me propuse nunca
aprender en serio; un día de estos me apunto a una academia de baile.
Resulta muy útil quitarle significación a eso que nos inquieta. A esta
estrategia se le ha llamado efecto de las uvas agrias, en alusión a la fábula de
la zorra y las uvas. Ya sabe, una zorra rondaba unas apetitosas uvas, pero
no tenía manera de alcanzarlas; al final se marchó, despreciándolas por no
estar maduras. ¿Siente envidia ante el coche nuevo del vecino? Bah, quién
se compraría un coche de esa marca; además, el suyo está en perfecto es-
tado. Es posible que a veces incluso acertemos, porque nuestras envidias
tienden a engrandecer más de la cuenta el bien de los demás: ―No tenga-
mos envidia de los que están encaramados, porque lo que nos parece altu-
ra es despeñadero‖, aconsejaba Séneca.

Otros truquillos requieren un mayor esfuerzo de autoconvencimien-


to, y quizá no jueguen muy limpio con la verdad, por lo que son critica-
bles desde el punto de vista ético. Sartre, que insistía en que tenemos que
mantenernos siempre consecuentes con nuestra responsabilidad, llamaba
mala fe a esas excusas un tanto cicateras que nos ponemos para justificar-
nos. Pero bueno, a veces quizá una excusa un tanto tomada por los pelos
nos evite una amargura innecesaria. Lo importante es no perder la noción
de la realidad. Si echa mano de estos remedios, no abuse. Y sobre todo
procure no buscar cómplices que le den la razón. Sé que ayuda, pero no
está bien.
Una manera de quitarnos culpa ante la ventaja del otro es llevar al
extremo esa exageración de su superioridad, hasta que nos parezca inal-
canzable. Es lo que se ha llamado el efecto genio. Lo que consideramos de-
finitivamente fuera de nuestras posibilidades no nos perturba, y tendemos
a olvidarlo, como si perteneciera a un universo que no nos incumbe.
¿Cómo voy a llegar a tocar el piano tan bien como aquel, si ya se ve que lo
lleva en la sangre?
Más bien mezquino, aunque eficaz, es deslegitimar al otro, considerar
que hay algo de injusto o de inmerecido en su ventaja. Es lo que hacen,
por ejemplo, Magdalena al hablar de Angustias (―Siempre ha sido la que
ha tenido menos méritos de todas nosotras‖), o Martirio cuando califica
de vergonzoso lo que está haciendo Adela. Salieri también estaba conven-
39
cido de ser mucho más merecedor que Mozart del triunfo en la música.
Tenga cuidado con estos laberintos de la justicia y el merecimiento, tene-
mos una gran facilidad para darnos la razón a nosotros mismos y ya sabe
que eso de la justicia es muy relativo. Además, menospreciar al otro no le
ayudará a convivir con él.

Todas estas estrategias persiguen reparar la autoestima y el estatus


social dañado, por eso lo mejor sería evitar el daño desde el principio. Al-
gunos psicólogos (Salovey y Rodin, Smith y Kim) recomiendan que, ante
una desventaja, nos centremos más en el estímulo en lugar de hacerlo en
el propio valor, es decir, que procuremos dejar nuestro valor al margen de
esas comparaciones, limitándonos a constatar características de los otros
como si estuviéramos hablando del color de sus zapatos. Ante ese gran
orador, intente pensar: ―¡Qué bien habla!‖, evitando continuar con ―¡Qué
pena que yo no hable tan bien!‖ Deje ese tema para otro día, céntrese en el
hecho de que está disfrutando de una conferencia estupenda, lo cual es
una suerte, porque está aprovechando muy bien su valioso tiempo. Y si
decide, como ya recomendaba Aristóteles, tomar a ese conferenciante
como modelo y trabajar para emularlo, tanto mejor.
Por otra parte, el psicólogo Bernard Weiner nos dio una interesante
referencia con su teoría de la atribución causal. Las cosas afectan más a nues-
tra autoestima cuando nos parecen internas y estables: eso significa que no-
sotros somos los responsables y que es muy difícil que las cambiemos. Po-
demos sentirnos mucho mejor si procuramos verlas como no tan internas
(nuestra responsabilidad, a pesar de Sartre, nunca es completa: ahí están la
educación y el entorno) ni desde luego necesariamente estables (no pode-
mos cambiarlo todo, pero sí bastante, si nos lo proponemos; ¡en eso se ba-
sa toda la industria de la superación personal!).
La teoría de Weiner nos remite a un asunto clave: las creencias y las
actitudes. Las creencias sobre nosotros mismos y sobre el mundo, unidas a
las actitudes que generan, influyen directamente en el modo como nos
tomamos las cosas que nos suceden, cómo nos situamos ante ellas y las
encaramos. Hablábamos, por ejemplo, del efecto de creer que un rasgo es
estable o inestable, y si nosotros podemos hacer algo al respecto o no. Pa-
ra la envidia, esta cuestión es central. Las personas que creen en la predes-
tinación, por ejemplo, serán probablemente menos propensas a la envidia,
porque están convencidas de que lo que les sucede es inevitable, y por tan-
to no pueden cambiarlo. Quien dice predestinación puede decir, por poner
otro ejemplo, providencia o voluntad de Dios. Personalmente, aquí le doy
40
la razón a Nietzsche y Sartre, y opino que estas creencias sirven de excu-
sa, son conservadoras y favorecen el conformismo. Pero reconozco que
suministran un refugio a quienes las mantienen.
Otras creencias me merecen más respeto. Por ejemplo, me gusta el
budismo cuando parte de la base de que todo el mundo sufre y hace lo que
puede con ese sufrimiento, y que por tanto todos, en general, merecemos
ser mirados con comprensión y compasión. Y esa grandeza de miras que
los antiguos llamaban magnanimidad, que menosprecia lo secundario y
reserva las fuerzas para lo esencial, es un estupendo antídoto contra la en-
vidia. Los estoicos también optaban por una lucidez estricta: atenernos a
lo que hay, con firmeza y realismo, en lugar de alimentar vanas esperan-
zas ni protestar por aquello que no nos ha sido otorgado, es otra actitud
que puede darnos entereza para afrontar las cosas tal como son, con un
espíritu constructivo, quitándole importancia a la comparación con los
otros. Procurando, en definitiva, tomarnos las cosas un poco menos a pe-
cho; reconociendo que, en el fondo, muchos de los asuntos que nos in-
quietan son menos graves de lo que tendemos a pensar, inmersos como
estamos en nosotros mismos. Como decía Epicuro: ―Todo lo que la natu-
raleza reclama es fácil de obtener, y difícil lo que representa un capricho‖.
Y, por cierto, hablando de creencias, ¿no seguirá usted creyéndose
aquello que nos inculcan de que tiene que ser el mejor, que le tiene que
querer todo el mundo o cosas así? Porque si hay una trampa segura para
la felicidad son esos absurdos sueños de omnipotencia. Por buenos que
seamos en cualquier cosa, siempre habrá alguien mejor. En cuanto a ser
universalmente querido, ¿quién lo merece realmente? ¿Acaso a usted le
cae bien todo el mundo? Finalmente: ¿cree usted en la justicia cósmica, en
esa supuesta ley del karma que se supone nos retribuye según nuestros
merecimientos? Se lo digo porque es una vía casi directa a la frustración.
La vida nunca nos debe nada.

Reprimirla

Pasemos ahora a la segunda estrategia de Elster: la represión. No abunda-


remos demasiado sobre ella. De entrada, un margen de represión es im-
prescindible: como ya señaló Freud, sin ella no podríamos vivir en socie-
dad; quizá no podríamos vivir en absoluto. Dejarnos llevar por todo lo
que sentimos y pensamos, tal como nos viene, resultaría dañino y peligro-
so. Nuestros impulsos tienen que ser regulados: haga una revisión periódi-
41
ca de los mandos, como con el gas. Mire lo que le pasó a Sade por dejarse
llevar por lo primero que le venía a la cabeza.
La represión, qué duda cabe, nos facilita desembarazarnos de las pe-
queñas envidias cotidianas sin mayores consecuencias. Es probable que
sintamos envidia mucho más a menudo de lo que creemos. Por fortuna,
eso suele suceder de una manera casi inconsciente y automática, como
tantos otros pequeños disgustos que nos reservan los trabajos y los días. Si
nos detuviéramos cada vez que nos hallamos ante una desigualdad in-
cómoda, no podríamos pensar en otra cosa. La casa de la vecina ―que
siempre es más grande, está más limpia y tiene mejores muebles que la
nuestra―, el hecho de que un amigo que gana menos esté siempre viajan-
do, los elogios a un compañero de trabajo que no tienen en cuenta lo que
nosotros hemos aportado, o cualquier otra circunstancia en la que alguien
nos aventaje, la inmensa mayoría de esas pequeñas envidias no pasan de
ser leves molestias que se disipan en cuanto son sustituidas por otra cosa.
En todos esos casos, la represión nos ayuda a pasar de largo sin secuelas
para los demás ni para nosotros.
Pero cuando experimentamos una envidia más intensa, que se nos
impone y nos hace sufrir, la represión no nos es de mucha ayuda, al me-
nos por lo que respecta al sufrimiento. Tal vez nos permita contener los
impulsos iniciales, que podrían ponernos en la incómoda situación de
quedar en evidencia o comportarnos de una forma reprobable; eso está
bien. Pero esa contención, si no lleva a otra cosa ―sea a actuar, sea a re-
nunciar definitivamente―, no es recomendable. Cuando la envidia se em-
pantana en sí misma puede hincharse y conducir a esa intoxicación de la
que tan gráficamente hablaba Max Scheler. Nos convertimos en resenti-
dos y, muchas veces, volvemos nuestro rencor hacia nosotros mismos en
formas autodestructivas que, aunque puedan proporcionar ―ganancias se-
cundarias‖ (castigar simbólicamente a figuras críticas interiorizadas, re-
clamar atenciones o cuidados, evitar el afrontamiento de desafíos que cau-
san temor…), en última instancia limitan y perjudican. En parte, eso es lo
que le sucede a Martirio con respecto a Adela, y a Monegro hacia Abel
Sánchez: el dolor va creciendo en el interior al no encontrar una manera
de expresarse, y acaba estallando de la peor manera.
Por consiguiente, la represión puede ser un recurso transitorio, pero
nunca una solución definitiva. La función de la envidia es motivarnos pa-
ra una transformación, y si no somos capaces de realizarla o renunciar a
ella, nuestra única alternativa es aprender a verla de un modo nuevo.

42
Transformarla

¿Se pueden transformar unos sentimientos en otros? Parece ser que sí. Pe-
ro no directamente: lo que sentimos, lo sentimos. La incidencia en las
emociones es necesariamente indirecta, y, con un poco de destreza, quizá
podamos lograrla a través de las creencias y los hábitos. Es el mismo me-
canismo que mencionábamos para cambiar el modo en que la percibimos.
Es importante que estemos prevenidos ante un riesgo fácil, del que ya
nos alertó Freud: hablamos de cambiar realmente nuestro sentimiento, no
de enterrarlo bajo otro. A veces creemos haber superado un miedo solo
porque nos hemos repetido que no lo tenemos; sin embargo, el miedo
puede seguir ahí, y el hecho de que no seamos conscientes de él lo vuelve
más destructivo. Si se trata de odio, sepultarlo en el inconsciente es aún
más peligroso.
Tampoco es conveniente disfrazar nuestros sentimientos con raciona-
lizaciones que los disculpen. Si estamos en lucha o si resolvemos compe-
tir, admitámoslo, no lo rodeemos de excusas. El Casio de Shakespeare
está convencido de que desea eliminar a César porque este se ha converti-
do en un tirano; Salieri llega a creer que está haciendo un bien a la huma-
nidad al eliminar a Mozart; Martirio, en lugar de reconocer su envidia,
afirma estar defendiendo la dignidad de su familia. Es probable que todos
ellos se crean esas coartadas, puesto que las personas tenemos mucha faci-
lidad para convencernos de lo que nos conviene. Pero todos los fanatis-
mos se apoyan en tales justificaciones. El problema de engañarnos es que
a menudo acabamos por creer nuestras propias farsas.
Cuando sienta que la envidia le roe, respire hondo y, como reco-
mienda Séneca, practique la dilación: cuente hasta diez, procure dejarla en
suspenso durante un tiempo, no se inmiscuya en ella, no le escuche y no le
responda. Tal vez al cabo de un rato compruebe que se ha desvaído, o que
al menos no le escuece tan fuerte. Evite, si puede, el espectáculo que le
humilla, mire hacia otro lado: quizás eso le ayude a olvidarlo, ya sabe,
―ojos que no ven…‖. Si continúa importunándole, intente, como reco-
mienda José Antonio Marina siguiendo los pasos de Aristóteles, convertir-
la en emulación. ―La admiración es feliz entrega, la envidia es infeliz re-
afirmación‖, pontificaba Kierkegaard. Dicen que nuestros enemigos son
maestros de algo que nos queda por aprender: tal vez aquellos a los que
envidiamos sean modelos que podríamos imitar; y si tuviéramos suficiente
43
humildad y paciencia para hacerlo, convertiríamos la envidia en una opor-
tunidad.
Creo que lo más inteligente sería poner las bases ―en forma de ideas,
actitudes y formas de vida― que favorezcan otros sentimientos, que equi-
vale a decir otros tipos de vínculos. Poner la afabilidad, la buena convi-
vencia y el disfrute de todos por encima de los deseos personales podría
ayudar a que nuestra envidia se deslice hacia la compasión o la solidari-
dad, y se diluya en ellas. Centrarnos en la gratitud, reconociendo cuánto
tenemos que agradecer a la vida y a los otros, también puede pacificar
nuestras indignaciones envidiosas (pero no vale caer en el conformismo,
ni en comulgar con ruedas de molino). Una escala de valores que no hicie-
ra depender la felicidad de la posesión de determinados objetos o atribu-
tos, también nos ayudaría a relativizar la importancia de nuestros deseos,
y atenernos a lo que es realmente importante. Los budistas practican el
desapego como un modo de liberarse de los deseos. Epicuro y los estoicos
hacían algo parecido, convirtiendo en máximo valor la serenidad del áni-
mo: ningún anhelo vale la pena si nos hace perderla. ―Es feliz el que está
contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran... Obedecer
a la Vida es libertad‖, recomienda Séneca. ―Envíame un pedazo de queso,
para que pueda darme un festín cuando me apetezca‖, le escribe Epicuro a
un amigo. Una persona así difícilmente sufrirá por envidia.

Actuar

Lo ideal para nuestra tranquilidad sería envidiar lo menos posible, pero ya


hemos visto que la envidia está ahí para cumplir una función, y que suele
hacerlo sensatamente bien, siempre que se mantenga dentro de lo razona-
ble. Nos hace reflexionar sobre nuestros verdaderos deseos, nos advierte
importantes amenazas y, si es necesario, nos impulsa a rebelarnos para
hacernos valer. Puede ser una poderosa fuente de motivación; como dice
un refrán hebreo: ―Si no fuera por la envidia el mundo no existiría, el
hombre no se casaría con una mujer, no construiría una casa y no planta-
ría un árbol‖. Convierte en rabia un abatimiento que podría devastarnos;
restaura la esperanza. También nos protege al evitar el enfrentamiento di-
recto, tan arriesgado y tan expuesto, trasladando el conflicto a la memoria
y manteniendo viva la llama en espera de mejores oportunidades, como
hacen los urogallos rojos.

44
¿Conoce la historia de los urogallos rojos? A mí no deja de impresio-
narme. Los machos de esta especie, como los de tantas, se ganan las hem-
bras peleando. Los vencedores también se quedan como premio una par-
cela de territorio para la futura familia. ¿Qué diría que hacen los perdedo-
res? Podrían seguir desafiando a los otros, una y otra vez; al menos eso les
daría más oportunidades de aparearse. Pero no: se retiran ―civilizadamen-
te‖ a los márgenes que nadie elige y dejan a los otros hacer su vida. Lle-
van en ese exilio una existencia solitaria, pero vigilante. Porque un día un
rival muere. Entonces vuelven a enfrentarse a quien haga falta para inten-
tar ocupar su sitio. ¿Puede pedirse un ahorro de sangre más elegante? ¿No
podríamos enseñarles a nuestras envidias la lección de los urogallos rojos?
Quizá la verdadera ―inteligencia emocional‖ –aunque a mí me gusta
más llamarla sabiduría— consista no tanto en echar mano de una serie de
fórmulas que nos hagan más ―felices‖, sino en poder atravesar lo conflicti-
vo y lo ingrato de la vida con un enfoque constructivo, vislumbrando lo
que esos recodos amargos tienen de oportunidad. Si la envidia se presenta,
hagámonos cargo de ella, aunque nos incomode; escuchemos su mensaje,
permitamos que nos cuestione, valoremos su propuesta de superación; tal
vez el esfuerzo que nos plantea nos parezca excesivo, o prefiramos dedi-
carlo a otras cosas: tengamos entonces la valentía de renunciar, aunque
sea a regañadientes.
No nos apresuremos a la hora de enfrentarnos a otros. Seamos exi-
gentes, pensando que, a menudo, las guerras se llevan por delante más de
lo que conquistan. Seamos incluso un poco perezosos: la envidia es un
trabajo muy cansado. Y si al final no hay más remedio, mantengamos la
prudencia. La envidia solo se convierte en destructiva cuando pierde la
medida, cuando da golpes a ciegas y, a fuerza de hacer daño, se lleva lo
valioso ―lo ajeno y lo propio― por delante. Eso es lo que les sucede a Sa-
lieri, a Monegro, a Ricardo de Glóster, a la triste Martirio: todos ellos son
perdedores porque se dejan arrastrar en un torbellino de odio que les engu-
lle. Tal vez si hubieran sabido amar más, no habrían tenido que hacer ―y
hacerse― tanto daño. Amar es la principal fuente de seguridad: probable-
mente, el que ama y es amado envidia menos o no envidia en absoluto.
En última instancia, ¿por qué están clamando las hijas de Bernarda Alba,
sino por una oportunidad para el amor? Pero si nos falta amor, que no nos
falte, al menos, esa prudencia o phrónesis que recomendaba Aristóteles,
fruto del sentido común y la mesura. La desesperación es diestra en susti-
tuir las trampas por otras peores.

45
Para Spinoza, la envidia era una tristeza porque nos aboca al odio y
limita nuestras alegrías al mal ajeno. La envidia que nace de la impotencia
es, en efecto, una tristeza inapelable, y Nietzsche tenía razón en despre-
ciarla. Pero plantar cara al contrincante, cuando así debe ser, no es una
impotencia, sino justo lo contrario, una aspiración, y en ese caso la envi-
dia, como propone P. Salovey entre otros, nos indica la dirección de nues-
tros deseos.
Si hemos de luchar, eso sí, hagámoslo desde la ética. No destruya-
mos al otro: siempre será merecedor de respeto, y probablemente de com-
pasión; y, en cualquier caso, es preferible no incrementar la nómina de
nuestros enemigos. Como pedía Kant, tratémoslo como persona y no co-
mo medio. Defendamos lo nuestro desde una intención de equidad que
nos dé la razón. Compitamos sin ensañarnos, reconociendo siempre la
valía del otro, como hacen los luchadores de artes marciales, que se dedi-
can una reverencia antes de iniciar el duelo y al concluirlo. La dignidad
del antagonista nos dignifica. Ganémonos la confianza ajena, y la autoes-
tima, demostrando que no jugamos sucio, que no apuñalamos por la es-
palda, que ni siquiera al luchar perdemos de vista la empatía y la compa-
sión. Desmarquémonos de ese ―trabajo de envidia‖ que, actuando desde
las sombras, va urdiendo el acoso, conspiraciones, sabotajes, vacío so-
cial… No hay nada más devastador para una persona.
Y, llegado el momento, sepamos perder. Aceptar es la magnífica tarea
de la ética frente a los deseos inalcanzables, una actitud que fundamenta
toda la filosofía estoica: ningún anhelo merece nuestra perturbación, por
eso hay que aprender a ―contenerse y abstenerse‖. Renunciar tiene mucho
de alivio, es como volver a casa después de una guerra inútil. Perpetuar la
batalla, siendo infructuosa, puede acabar por arrasarnos, y por eso la en-
vidia obcecada es devastadora. En algún momento hay que ceder, y debe-
ríamos ser inteligentes para no esperar a que la guerra nos haya destroza-
do sin remedio.
Podemos aflojar cambiando un deseo por otro: si no puedo con la ca-
rrera de medicina, tal vez pueda con enfermería; o podemos renunciar por
completo, liberándonos, dejando marchar el deseo con todo su poder so-
bre nosotros. ―Desesperar‖, en el sentido de ―dejar de esperar‖, tal como
utiliza el término André Comte-Sponville. Una renuncia inteligente es la
salida de la impotencia envidiosa que mejor nos preserva. Hay en ella una
cierta tristeza inevitable, o más bien una melancolía, un sabor de fracaso;
pero todo ello se irá con la arroyada de la vida que se escapa y que no hay
más remedio que dejar marchar. El tiempo nos enseña cuántas veces toca
46
perder. Cuando se consuma el deseo, tampoco quedará nada externo que
nos posea. ―Si quieres hacer rico a Pitocles ―aconseja Epicuro en una de
sus cartas―, no aumentes sus riquezas, sino haz menguar su ansia‖.

Una última consideración ética

Tal vez la anterior cita de Epicuro le suene a moralina: ¿qué tiene de


malo aumentar las riquezas? Nada, por supuesto; envidiar, en sí, tampoco
es malo. Lo que sin duda no vale la pena y es contrario al buen vivir, es
que algo, por valioso que resulte y aunque nos corresponda, se convierta
en nuestro tirano y nos robe la libertad. Lo malo, lo que nunca debemos
permitir ―y esto es lo que quiere decir Epicuro―, es el ansia.
Para quitar hierro a lo que nos perturba, a mí me resulta muy útil
echar mano de ese viejo amigo que es el sentido del humor. Reírse de los
demás y, sobre todo, de nosotros mismos, nos permite relativizar los dis-
gustos, retornar a la simpleza básica de esta aventura, tan loca y tan ab-
surda, que es la vida. El humor nos salva de la rigidez que nos haría que-
bradizos, y, como se ha dicho, extiende sobre el mundo una pátina de
compasión que lo hace más ligero y nos predispone a reconciliarnos con
sus fastidios.
El fanático ha perdido el sentido del humor y la capacidad de elegir;
el obsesivo también. Salieri, Monegro, Ricardo, Martirio, son seres inca-
paces de pensar por sí mismos, hundidos en otro porque están anegados
de su propio yo. Por eso, fanatismo y obsesión son malos, en cuanto que se
oponen a la dignidad básica de la persona, la vacían de lo esencialmente
humano y la transforman en autómata. Un autómata sufriente y muchas
veces peligroso. Este es, en última instancia, el criterio de la ética, lo que
separa lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, lo vivo de lo
muerto. Nuestra libertad será tan limitada y condicionada como se quiera,
pero al final hay que poder elegir.
La envidia que nos permite elegir, que nos permite vivir, forma parte
de la vida y hay que hacerle un sitio, aunque sea para acabar expulsándola
de él cuando se haga pesada; pero cuando es la envidia la que toma el con-
trol y nos expulsa, la que lo inunda todo hasta dejarnos sin aire, la que
convierte en infiernos nuestras jornadas, la que nos impide la amistad y el
amor y nos empantana en la amargura, entonces esa envidia es un veneno
y hay que declararla enemiga. Envidiar puede ser un gesto de rebeldía;
pero ni siquiera la rebeldía debe convertirse en un fin en sí mismo. El fin,
siempre, es el ser humano. Usted, yo y todos los demás.
47
¿Habrá aprendido algo de todo esto nuestra atormentada Martirio?

48
5. Conclusiones

Esa pasión que se pinta tan poderosa y avasalladora, nunca ejerció, Dios sea
loado, influencia alguna sobre mí. Montaigne.

Ya casi hemos completado la singladura de nuestra charla. Nos ha


ayudado a no perdernos la brújula de esa gran obra que es La casa de Ber-
narda Alba. Se la debemos al genio de nuestro Federico García Lorca, una
deuda que no podremos pagarle más que con nuestra admiración, since-
ramente exenta de envidia, pero no de indignación por su cruel asesinato.
Era obligado rendirle este homenaje.

Hemos empezado intentando presentar la envidia en su complejidad,


defendiendo un concepto que fuese más allá de la mera emoción y la ca-
racterizase más bien como un modo de relacionarnos, una interacción so-
cial. Si he insistido en esta tesis es porque creo que solo así se entiende
bien lo que es la envidia, cómo actúa y por qué. Cada vez se admite más
este carácter interactivo de fenómenos que tendían a considerarse exclusi-
vamente individuales. Todas las facetas de nuestra vida transcurren en ese
permanente intercambio con los demás, en esa continua reciprocidad.
He llamado ―colisión‖ a la interacción envidiosa por lo que tiene de
conflicto, de ―impacto‖ que nos despierta, nos mueve y nos predispone a
la conquista o la defensa. Tradicionalmente se le ha reprochado al envi-
dioso el error de considerar que el bien del otro le perjudicaba a él. La
comparación social nos ha hecho ver que el envidioso tiene buenas razo-
nes para sentir la ventaja del otro como una pérdida propia. Quisiera pre-
cisarle que yo soy de los que entienden la envidia como

Un vínculo de rivalidad desencadenado por la ventaja de otro, acompañado


de un conjunto variable de sentimientos entre los que destacan la fascinación, la
frustración, la tristeza y la hostilidad.

49
En efecto, desde el punto de vista emocional, la envidia no es un sen-
timiento de una pieza, sino una constelación de sentimientos. Da la im-
presión de que todos se hallan presentes en ella en cierto grado, y que de-
pende de su predominio relativo el que unos nos resulten más aparentes
que otros.
A continuación hemos analizado más a fondo ese carácter de lucha
que define a la envidia. Hemos visto que la envidia cumple unas funciones
que le dan sentido, y que responden tanto al deseo como a la defensa fren-
te a una posible pérdida. Espero haber aclarado que comparto la opinión
de los que piensan que

La envidia tiene como principal función proteger o fomentar el valor social


(estatus) y personal (autoconcepto) del individuo, ambos de un modo relativo con
respecto a modelos significativos del entorno.

La envidia responde a las necesidades de las personas. Las más pe-


rentorias son las que están relacionadas con la supervivencia y la repro-
ducción: el alimento, la pareja sexual, los hijos… Sin embargo, la mayoría
de nuestras envidias afectan a necesidades (no menos importantes) de tipo
más bien social y simbólico, relacionadas con el valor y la autoestima.
También parece implicado el disponer de una cierta garantía de reciproci-
dad. Y, en fin, lo que es importante para uno lo decide uno mismo: para
eso tenemos los deseos. Por eso, prácticamente cualquier cosa puede ser
objeto de envidia, ya que

La envidia se interesa por las diferencias de valor social. La posesión por parte
de otro de cualquier objeto o cualidad que le confiera una ventaja a ojos del envidio-
so, puede actuar como motivo de envidia.

Los contextos culturales establecen los guiones en los que se desen-


vuelve en episodio de envidia. Esta naturaleza social y simbólica de la en-
vidia como vínculo, basada en la comparación, afecta también a las cir-
cunstancias que la hacen más probable. Hemos destacado tres, que espero
hayan quedado suficientemente argumentadas:

La relevancia de aquello en lo que nos comparamos:

50
La envidia será tanto más probable cuanto más vinculado esté su objeto a
dominios relevantes para el estatus o la autoestima del sujeto.

La proximidad de aquel con quien nos comparamos:

La envidia será tanto más probable cuantas más ocasiones tenga el sujeto de
interaccionar con otro, ya que eso hace al otro más significativo y aumenta la pro-
babilidad de que en algún momento la interacción implique una desventaja.

Y la semejanza, el hecho de que tengamos bastante en común:

La envidia será más probable cuando el rival es percibido como semejante en


valor social, puesto que es justamente esa expectativa de semejanza la que se ve con-
travenida por la constatación de la superioridad del otro.

Ya hemos visto que hay otros factores, relacionados sobre todo con
los rasgos que caracterizan a la persona que envidia; por ejemplo, su grado
de autoestima o incluso la sobrecarga y la fatiga. Pero estos tres son los
más obvios y también los más destacados y demostrados por los investi-
gadores.
Finalmente, y una vez esbozadas las características del fenómeno,
hemos pasado a valorar cuáles son nuestras opciones a la hora de afrontar-
lo, y nos hemos atrevido a hacer algunas propuestas éticas, entendiendo la
ética como los principios que pueden hacer mejor nuestra vida y la de los
demás. Si todo en esta obra es discutible ―faltaría más―, confío en que el
lector haya encontrado en estos apuntes finales material para la reflexión y
la discrepancia. Y si eso le ha servido para hacerse una idea más clara so-
bre su propio punto de vista, me daré por más que satisfecho, y esta charla
nos habrá servido tanto a usted como a mí para aprender un poco más,
también de nosotros mismos.

Como le prometí, adjunto una selección de bibliografía, por si se


siente tan atrapado por el tema como yo. Le pido disculpas por la osadía
de incluir mis propios trabajos, no porque estén a la altura de los demás (a
los que dedico mi más cordial envidia), sino porque en ellos hallará una
información más detallada (y algún fragmento transcrito aquí) y sobre to-
do una bibliografía más completa.
Entre los filósofos, me permito destacarle, como no podría ser me-
nos, al gigantesco Aristóteles, quien en su Retórica ofrece intuitivas obser-
51
vaciones psicológicas que siguen vigentes. No se pierda las reflexiones de
los ilustrados Francis Bacon y Luis Vives. Más cerca de nosotros, y aun-
que de manera más fragmentaria, son imprescindibles las aportaciones de
Kant, Nietzsche, Max Scheler y John Rawls. Jon Elster, Justin D’Arms y
José A. Marina han estudiado a fondo los aspectos conceptuales y éticos
de las emociones.
En cuanto a los científicos, hay dos libros de psicología bastante re-
cientes donde diversos autores le pondrán al día de la teoría y la investiga-
ción reciente sobre la envidia: el que coordina Peter Salovey y, sobre todo,
el que edita Richard Smith, especialistas indiscutibles en el tema. También
encontrará muchos artículos destacables, que revelan diversas facetas de la
envidia e investigaciones para aproximarse a ella. Desde la antropología,
el más exhaustivo es el ya clásico de Robert Foster. Me parece esencial el
capítulo que el sociólogo Georg Simmel dedica a la lucha en sus Formas de
socialización, y muy orientadoras las propuestas de T. Kemper desde el
construccionismo social. La lista es interminable, y prefiero no continuar
para no incurrir en agravios comparativos.

Confío en que, además de interesarle, nuestra charla le haya hecho


disfrutar. Y solo me queda desear que algún día, estimado lector, tenga-
mos oportunidad de tomar un par de cafés en persona y ahondar juntos en
cualquier interés compartido, como hacían Epicuro y sus amigos en su
Jardín. Tal vez entonces pueda decirme si sigue pensando, como Mon-
taigne, que nunca ha envidiado.
Quién sabe. Le deseo suerte y felicidad. Y si envidia, que sea leve.

José Antonio López


Olesa de Montserrat, abril de 2016

52
Bibliografía
Alberoni, F. (2006). Los envidiosos: ¿qué y a quién envidiamos? Barcelona: Gedisa.
Aristóteles. (2002). Retórica. Madrid: Alianza Editorial.
Bacon, F. (1908). Essays. New York: Charles Scribner's Sons.
Ben Ze'ev, A. (2001). The Subtlety of Emotions. Cambridge: MIT Press.
Brigham, N., Kelso, K., Jackson, M., & Smith, R. (1997). The Roles of Invidious Comparisons and
Deservingness in Sympathy and Schadenfreude. Basic and Applied Social Psychology,
19(3), 363-380.
Caparrós, N. (Ed.). (2000). Más allá de la envidia. Madrid: Biblioteca Nueva.
Castilla del Pino, C. (2009). Teoría de los sentimientos. Barcelona: Tusquets.
Clanton, G. (2007). Jealousy and Envy. En J. Stets, & J. Turner, Handbook of the Sociology of
Emotions (págs. 410-442). Springer.
Contreras, U. (2001). El conflicto social como generador de padecimiento: litigios por tierra e
ilvajinel. Alteridades, 11(21), 53-64.
Crusius, J., & Mussweiler, T. (2012). When People Want What Others Have: The Impulsive Side
of Envious Desire. Emotion (APA), 12(1), 142-153.
D'Arms, J., & Jacobson, D. (Julio de 2000). The Moralistic Fallacy: On the 'Appropriateness' of
Emotions. Philosophy and Phenomenological Research, 61(1), 65-90.
Delton, A., Krasnow, M., Cosmides, L., & Tooby, J. (27 de May de 2011). Evolution of direct
reciprocity under uncertainty can explain human generosity in one-shot encounters.
Recuperado el Abril de 2014, de PNAS:
http://www.pnas.org/content/early/2011/07/20/1102131108.full.pdf+html
Duffy, M., & Shaw, J. (2000). The Salieri Syndrome : Consequences of Envy in Groups.
Recuperado el Abril de 2014, de Sage: http://sgr.sagepub.com/content/31/1/3
Festinger, L. (1954). A Theory of Social Comparison Processes. Human Relations(7), 117-140.
Foster, G. M. (Apr. de 1972). The Anatomy of Envy: A Study in Symbolic Behavior. Current
Anthropology, 13(2), 165-202.
Garay, J., & Móri, T. F. (2011). Is envy one of the possible evolutionary roots of charity?
BioSystems(106), 28-35.
Girard, R. (1985). Mentira romántica y verdad novelesca. Barcelona: Anagrama.
Goffman, E. (1989). La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires:
Amorrortu editores.
Gómez-Jacinto, L. (Septiembre de 2005). Comparación social y autoevaluación desde un
enfoque evolucionista. Escritos de Psicología(7), 2-14.
Habimana, E., & Massé, L. (2000). Envy manifestations and personality disorders. Eur
Psychiatry(15 Suppl 1), 15-21.
Harris, M. (2011). Nuestra especie. Madrid: Alianza editorial.
Klein, M. (1975). Envidia y gratitud. En Obras completas (Vol. 3, págs. 1-140). Buenos Aires:
Paidós.
Konrad, K. A. (2002). Altruism and envy in contests: an evolutionarily stable symbiosis. Cesifo
Working Paper(825).
Lahno, B. (2000). In Defense of Moderate Envy. Analyse & Kritik(22), 98-113.
López, J. A. (2015). Conspiradores íntimos. La envidia como vínculo. Obtenido de
https://es.scribd.com/doc/292700699/Lopez-Conspiradores-intimos-La-envidia-como-
vinculo
López, J. A. (Marzo de 2016). La envidia que nos une. Obtenido de Scribd:
https://es.scribd.com/doc/305480376/Lopez-La-envidia-que-nos-une
Marina, J. A. (2011). Pequeño tratado de los grandes vicios. Barcelona: Anagrama.
Miceli, M., & Castelfranchi, C. (2007). The envious mind. Cognition and Emotion, 21(3), 449-
479.

53
Rawls, J. (2006). Teoría de la justicia. México: Fondo de cultura económica.
Rojas, F. d. (1976). La Celestina. Madrid: Espasa-Calpe.
Salovey, P. (Ed.). (1991). The Psychology of Jealousy and Envy. New York: Guilford Press.
Savater, F. (2012). Los siete pecados capitales. Buenos Aires: Debolsillo.
Scheler, M. (1972). El resentimiento en la moral. Madrid: Caparrós Editores.
Schoeck, H. (1987). Envy. A theory of Social Behaviour. Indianapolis: Liberty Fund.
Silver, M., & Sabini, J. (1978). The Social Construction of Envy. Journal for the Theory of Social
Behaviour, 8(3), 313-332.
Simmel, G. (1927). Sociología. Estudio sobre las formas de socialización (Vol. III). Madrid:
Revista de Occidente.
Smith, R. (2004). Envy and its transmutations. En L. Tiedens, & C. Leach, The Social Life of
Emotions (págs. 43-63). Cambridge: Cambridge University Press.
Smith, R. (Ed.). (2008). Envy: Theory and Research. Oxford: Oxford University Press.
Smith, R., & Kim, S. H. (2007). Comprehending Envy. Psychological Bulletin (American
Psychological Association), 133(1), 46-64.
Spinoza, B. (2011). Ética. Madrid: Globus comunicación.
Tesser, A. (1988). Toward a self-evaluation maintenance model of social behavior. En L.
Berkowitz, Advances in Experimental Social Psychology (Vol. 21, págs. 181-227). New
York: Academic Press.
Van de Ven, N. (2009). The Bright Side of a Deadly Sin. The Psychology of Envy. Tilburg:
Ridderprint BV.
Vedantam, S. (3 de marzo de 2008). Intimate Rivalries: A Mixture of Pride and Envy.
Recuperado el Abril de 2014, de The Washington Post:
http://www.washingtonpost.com/wp-
dyn/content/article/2008/03/02/AR2008030201674.html
Vidaillet, B. (2006). Les ravages de l’envie au travail. Identifier et déjouer les comportements
envieux. París: Éditions de l'organisation.
Vives, L. (2003). Tratado del alma. Recuperado el Abril de 2014, de Biblioteca virtual universal:
http://www.biblioteca.org.ar/libros/89802.pdf
Zambrano, M. (Abril de 1996). Avidez de lo otro. Debate feminista, 13, 88-94.

Obras literarias
Conrad, J. (1983). El duelo. Barcelona: Bruguera.
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe.
Lope de Vega, F. (1997). El perro del hortelano. Recuperado de Espacio Ebook:
http://www.espacioebook.com/barroco/lopedevega/Lope_ElPerrodelHortelano.pdf.
Melville, H. (2005). Billy Budd, marinero. Barcelona: Juventud.
Milton, J. (2005). Paraíso perdido. Barcelona: Círculo de lectores.
Rojas, F. d. (1976). La Celestina. Madrid: Espasa-Calpe.
Samaniego, F. (2009). La zorra y las uvas. Recuperado el Abril de 2014, de Wikisource:
http://es.wikisource.org/wiki/La_zorra_y_las_uvas_(Samaniego)
Shakespeare, W. (1883). Julio César. Barcelona: E. Domenech.
Shakespeare, W. (1995). Teatro I: Otelo, el moro de Venecia . Barcelona: Olympia Ediciones.
Shakespeare, W. (1997). Ricardo III. Madrid: Edaf.
Unamuno, M. (2010). Abel Sánchez. Madrid: Cátedra.

54

You might also like