Professional Documents
Culture Documents
Ensayos de Elia
Sobre Charles Lamb y esta edición
No tengo oído.
No me interpretes mal, lector, ni tampoco imagines que por
naturaleza estoy privado de esos apéndices exteriores
gemelos, los ornamentos colgantes y (hablando
arquitectónicamente) hermosas volutas de la columna humana.
Si así fuera, mejor mi madre no me hubiera parido. Estoy,
pienso, más delicada que copiosamente provisto de estos
conductos, y no siento ninguna inclinación a envidiar a las
mulas por la abundancia de sus laberínticos canales, ni a los
topos por la exactitud de esas indispensables inteligencias
laterales.
Tampoco he sufrido, ni he hecho nada por sufrir, como Defoe,
esa horrible desfiguración que lo obligó a asegurar que se
sentía «absolutamente imperturbado» y tranquilo por carecer
de este sentido. Nunca he estado, y agradezco mis astros, en
el cepo; tampoco, si los interpreto bien, pertenece al compás
de mi destino llegar ahí jamás.
Cuando digo que no tengo oído entenderán que significa para
la música. Decir que este corazón nunca se ha derretido en la
armonía de sonidos dulces sería una autoacusación injusta.
«Agua que viene del mar» nunca deja de moverlo
extrañamente. Lo mismo que «En la infancia». Pero estas
canciones eran tocadas en el clavicordio (el anticuado
instrumento en boga aquellos días) por una dama —la más
fina, seguro, que jamás mereció tal apelativo—, la más dulce;
no dudaría en nombrar a la Señora S., una vez la floreciente
Fanny Weatheral, del Temple, quien tenía el poder de
estremecer el alma de Elia —entonces un travieso diablillo—
incluso cuando vestía sus pantalones largos; lograba inflamarlo,
hacerlo temblar y ruborizarse con una pasión que no indicaba
ni remotamente el absorbente sentimiento, provocado por Alice
W—n, que más tarde abrumaría y subyugaría su naturaleza.
Incluso pienso que estoy sentimentalmente inclinado hacia la
armonía. Sin embargo, orgánicamente soy incapaz hasta de
tararear. Toda mi vida he practicado «God save the King»
silbando y canturreando para mí mismo en rincones solitarios,
y ni siquiera he llegado, me dicen, a muchos de sus pasajes.
Pero nunca se podrá acusar a Elia de falta de lealtad.
No se me escapa la sospecha de que tengo una facultad
para la música sin desarrollar. El otro día toqué, a mi salvaje
manera, el piano de mi amigo A., mientras él estaba en la sala
contigua, y al entrar en la habitación dijo encantado «¡que
suponía que no era la sirvienta quien tocaba!». En su sorpresa
al escuchar las claves ejecutadas de una manera entre airosa
y magistral, sin imaginar que era yo, sospechó de Jenny. Pero
la gracia, arrebatada a un refinamiento superior, pronto lo
convenció de que era otro ser —quizá técnicamente deficiente,
pero más altamente formado según un principio común a
todas las bellas artes— el que pulsaba las teclas con un
temple que Jenny, con todo su entusiasmo (menos cultivado),
nunca hubiera obtenido. Menciono esto como una prueba de la
perspicacia de mi amigo y sin ninguna intención de rebajar a
Jenny.
Nunca he sido capaz de entender científicamente (e incluso
me he arriesgado a varios dolores de cabeza) lo que es una
nota musical. Mucho menos puedo distinguir las voces de un
soprano y un tenor. Solo algunas veces acierto a descubrir al
bajo, por ser supremamente áspero y desagradable. Tiemblo,
en todo caso, por mi desaplicación ante las simples
definiciones de eso que desconozco. Mientras profeso mi
ignorancia, apenas sé decir sobre qué soy ignorante. Quizá
detesto mis equivocaciones. Sostenuto y adagio se mantienen
para mí en la misma relación oscura, y Sol, Fa, Mi, Re, son tan
misteriosos como Baralipton.
Es difícil permanecer solo en una época como esta (que de
verdad considero mejor constituida que ninguna, desde que
Jubal tropezó con la escala musical, para la rápida y crítica
percepción de todas las combinaciones armoniosas),
mantenerse individualmente inconmovible ante los mágicos
influjos de un arte que, se dice, tiene un efecto tan único para
apaciguar, elevar y refinar las pasiones. Pero en vez de romper
el cándido curso de mis confesiones, debo advertirles que
gracias a esta tan cacareada facultad he recibido mucho más
dolor que placer.
Soy susceptible a los ruidos por complexión. El martillar de
un carpintero, en un caluroso mediodía de verano, me hará
caer en una locura veraniega. Pero esos sonidos inconexos e
imprecisos no son nada comparados con la mesurada malicia
de la música. Ante esos golpes singulares el oído permanece
quieto, esperando soportar sus heridas mientras no tenga
alguna tarea en contra. Pero no puede ser pasivo frente a la
música. Se esforzará —el mío al menos—, a pesar de su
ineptitud, por salir del laberinto, como un ojo ignorante
arduamente concentrado en descifrar un jeroglífico. Una vez
estuve en la ópera italiana, hasta que el absoluto malestar,
junto a una inexplicable angustia, me hizo escapar hacia los
lugares más ruidosos, a las calles más concurridas, y ahí me
solacé con sus sonidos, que no estaba obligado a seguir, y me
libré del tormento enloquecedor de esa atención interminable,
infructuosa y estéril. Mi refugio fueron las composiciones sin
pretensión que forman los honestos sonidos de la vida común,
y así el purgatorio del Músico Furioso se convirtió en mi
paraíso.
Asistí a un Oratorio (esa profanación de propósito de una
alegre casa de juegos) y me dediqué a observar los rostros
del público que llenaba la bóveda (¡qué contraste con las
audiencias hilarantes de Hogarth!), inmóviles, o aparentando
alguna emoción seria. Hasta que imaginé (algunos dicen que
nuestras ocupaciones en el otro mundo serán una sombra de
las que nos deleitan en éste) estar en algún frío teatro del
Hades, donde algunas de las formas terrestres se mantenían
cautivas, sin ningún goce,
La Naturaleza a él le dio
Todas las cosas para domarlas con su juicio;
Y su juicio como la luna celeste se mostró
Templando el poderoso mar en su dominio.
Y no los separe
Para sufrir la HÚMEDA CONDENA.
Sí, es cierto, pero (me parece oír las objeciones de alguien) si
la sobriedad es esa cosa pura que quieres que comprendamos,
si las comodidades de un cerebro templado son preferibles a
la ardorosa excitación que describes y deploras, ¿qué te
impide volver a esos hábitos de los que convences a los
demás no desviarse jamás? Si vale la pena preservar la
bendición, ¿por qué no recobrarla?
¡Recobrarla! Si pudiera transportarme a esos días de juventud,
cuando un trago de la clara primavera podía extinguir
cualquier ardor que el calor del verano y los ejercicios
juveniles tuvieran el poder de inflamar, ¡qué feliz volvería a
ellos!, a ese vino puro, la bebida de los niños, de los santos
ermitaños que son como niños. A veces en mis sueños puedo
imaginar su frío refresco corriendo por mi lengua ardiente.
Pero mi estómago despierto lo rechaza. Lo que refresca la
inocencia sólo me hace enfermar y desfallecer.
¿Pero no existe un camino en medio de la total abstinencia y
el exceso que te aniquila? Por tu bien, lector, y para que
nunca llegues a mi experiencia, con dolor debo revelar la
horrible verdad: que no hay ninguno, ninguno que yo pueda
encontrar. En mi etapa de hábito (no hablo de hábitos menos
consolidados, para algunos de ellos creo en el consejo de ser
lo más prudente posible), en esta etapa a la que he llegado,
detenerse en lo que es suficiente para producir la torpeza o el
sueño, el sobresaltado y apopléjico sueño del borracho, es lo
mismo que no haber bebido nada. El dolor de la abnegación
es el mismo. Eso significa que prefiero que el lector dé crédito
a lo que digo antes de que lo sepa por su propio juicio. Si es
que llega a este estado lo reconocerá cada vez que, aunque
parezca paradójico, la razón sólo esté con él gracias a la
intoxicación. Esa es la terrible verdad: sus facultades
intelectuales alcanzarán su regular esfera de acción, sus
instrumentos de día claro, sólo tras repetidos actos de
intemperancia, hasta que al fin dependan, en la desfalleciente
manifestación de sus últimas energías, de los períodos de la
fatal locura que ha causado su devastación. El bebedor nunca
es menos parecido a sí mismo que en los intervalos de
sobriedad. El mal es al fin su bien.
Considérenme entonces, en el robusto periodo de la vida,
reducido a la imbecilidad y la decadencia. Escuchen cómo
cuento mis ganancias y las ventajas que he sacado de la copa
de medianoche.
Doce años atrás yo estaba poseído por un ánimo saludable
de cuerpo y mente. Nunca fui fuerte, pero pienso que mi
complexión (para ser débil) felizmente estaba lo más lejos
posible de tender hacia la enfermedad. Difícilmente sabía cuál
iba a ser mi aflicción. Ahora, excepto cuando me pierdo a mí
mismo en un mar de alcohol, nunca estoy libre de esa
incómoda sensación en la cabeza y el estómago que es
mucho peor que soportar cualquier dolor o malestar definido.
En ese entonces rara vez me quedaba en cama después de
las seis de la mañana, en verano e invierno. Me despertaba
fresco, rara vez sin algún pensamiento feliz en mi cabeza, o
sin alguna canción para recibir el nuevo día. Ahora el primer
sentimiento que me agobia, después de dilatar las horas de
postración lo más posible, es la previsión del tedioso día que
me espera, con un secreto deseo de poder quedarme
acostado, o no despertar nunca.
La vida misma, mi vida al despertar, tiene mucho de la
confusión, la perturbación y la sombría perplejidad de una
pesadilla. En el día tropiezo con montañas oscuras.
Los negocios, si bien nunca se adaptaron particularmente a
mi naturaleza, siempre han sido una necesidad y por eso es
mejor tomarlos con buen humor. Yo solía encararlos con algún
grado de alegría; ahora me confunden, agotan y aterran. Me
imagino toda clase de desalientos, y he estado a punto de
abandonar una ocupación que me proporciona el pan debido
al fatigado convencimiento de mi incapacidad. El más pequeño
encargo hecho por un amigo, o cualquier tarea menor que
deba cumplir por mí mismo (hacer el pedido a un comerciante,
etcétera) me persiguen como si fueran labores irrealizables.
Tan rotas están mis posibilidades de acción.
La misma cobardía me asiste en todas mis relaciones con la
humanidad. No me atrevería a prometer que el honor de un
amigo, o su causa, estarían a salvo bajo mi custodia si se me
exigiera alguna resolución viril en su defensa. Tan muertas
dentro de mí están las potencialidades de la acción moral.
Las ocupaciones que antes eran mis predilectas ya dejaron
de entretenerme. No puedo hacer nada con buen ánimo. Me
derrumba dedicarme a las tareas más sencillas. Este pobre
resumen de mi condición fue escrito en largos intervalos, con
apenas algún esfuerzo por conectar los pensamientos, algo
que ahora me resulta difícil.
El noble pasaje de historia o ficción poética que antes me
deleitaba ahora sólo dibuja unas débiles lágrimas, unidas a
algún delirio. Mi naturaleza quebrada y sin aliento parece
hundirse ante cualquier cosa grande y admirable.
Constantemente me sorprendo a mi mismo llorando, por
cualquier causa o ninguna. Es indecible cómo este mal ayuda
a crear un sentimiento de vergüenza y una sensación general
de deterioro.
Estos son algunos de los ejemplos, de lo que puedo decir con
verdad, sobre lo que no siempre me ha ocurrido.
¿Debo levantar aún más el velo de mi debilidad, o son
suficientes estas revelaciones?
Soy un pobre egótico sin nombre, sin vanidad para examinar
estas Confesiones. No sé si seré tomado a risa o si se me
escuchará seriamente. Así como son, recomiendo la atención
del lector si siente su caso aludido de alguna manera. Le he
contado en lo que me he convertido. Pueda él detenerse a
tiempo.
Apéndice