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1955: Cesan los homenajes fúnebres. Mientras el gobierno vacila, el cadáver embalsamado
desaparece
"Ustedes están locos, señores! -vociferó el profesor Pedro Ara sin salir de su indignación-.
¿Cómo pretenden que acepte desde ahora el encargo de embalsamarla? La señora todavía
camina, respira. Es inaudito querer contratarme estando ella viva. Vengan a verme cuando
haya dejado de existir". Ara despidió a los emisarios de Perón, encolerizado. Habían pretendido
asegurarse anticipadamente sus servicios para embalsamar a la esposa del presidente de la
Nación cuando muriese. Estaba ante el caso más inusitado de su larga carrera. Debía
comprometerse a convertir en estatua para la inmortalidad a Eva Perón, cuya larga agonía
había comenzado.
No tardó, sin embargo, el profesor Ara en medir las posibles consecuencias de su desaire. Sin
demora preparó sus maletas y precipitadamente salió del país. Mientras el científico español
viajaba por Europa, Eva Perón, devorada por un cáncer generalizado, se negaba a ser operada
en Buenos Aires. "No me van a tocar -clamaba, hostigada por el dolor y la desesperación- ¡los
doctores son instrumento de una oligarquía que me quiere eliminar!"
El primer día de mayo de 1952, destrozada por el mal, una Eva Perón consumida se asomó a
los balcones de la Casa Rosada para gritar su último discurso. El general Perón la sostenía por
la cintura. Y mientras ella lanzaba sus postreros denuestos contra la oligarquía, el presidente,
compungido, lloroso, le instaba al oído ser breve. Notaba que su mujer tenía los miembros
endurecidos, la boca crispada, y todo su cuerpo febril, tembloroso, se desplomaba. Su médico
de cabecera, el doctor Ricardo Finochietto, le había administrado previamente tres inyecciones
para que se pudiera mantener en pie. Pero era inútil: ya no le quedaban fuerzas, Juana Larrauri
recuerda que al abandonar el balcón tenía cuarenta grados de fiebre.
Una sombra de tragedia recorrió la ciudad cuando poco más tarde Eva Perón 'entró en la
inmortalidad' -al decir de la prensa oficialista-. Era el 26 de julio de 1952. Media hora después
del fallecimiento, junto al peluquero Julio Alcaraz, trabajaba sobre el cadáver de Eva Perón un
personaje activo y nervioso: Pedro Ara, que había finalmente aceptado acometer la empresa
más importante de su carrera de embalsamador científico.
"Evita me había pedido -recuerda Julio Alcaraz- que yo la peinara aún después de muerta. al
principio no podía teñirle las raíces del pelo, que era naturalmente negro. Tuve que ponerle
tintura con amoníaco, porque no tomaba."
Ara instaló dos baños y varias enormes tinajas en el segundo piso de Azopardo e
Independencia. Durante varias semanas el proceso se redujo a la inmersión del cuerpo en
distintas substancias a temperaturas especiales, que lo fueron deshidratando. El sistema de ara
es tan moderno que le permite embalsamar cualquier figura anatómica sin siquiera tocarla. El
científico se limitó, para aplicar su método, a hacer
dos cortes: uno en la oreja derecha, otro en el pie izquierdo.
La entonces senadora Juanita Larrauri, presidenta de la comisión Pro-Monumento a Eva Perón,
lo citaba para irle abonando mes a mes las cuotas de los cien mil dólares de honorarios. "La
última cuota -memora Juanita- se la pagué en septiembre de 1955, cuando estalló la
revolución. Yo quería dejar las cuentas claras.
Una fría tarde de octubre, Perón visitó al doctor Ara. vio el cuerpo de quien fuera su mujer
colgando del techo con los brazos en cruz, y estuvo a punto de desmayarse. No regresó hasta
meses después, ocasión en que tampoco pudo -al parecer- tolerar la visión del cadáver. No
volvió jamás.
Corría diciembre cuanto ara descubrió que los baños químicos habían alterado sus
graduaciones. El cuerpo estuvo a punto de descomponerse. Ara buscó desesperadamente la
causa del desperfecto: un clip se había filtrado entre los cabellos de evita y ese cuerpo extraño
en el fondo de una cuba casi malogró el proceso.
Cuando se cumplía un largo año de trabajo, el embalsamamiento entró en su etapa final: el
cuerpo, deshidratado, fue impregnado de éteres, para hacerlo retomar volumen. Quedó
depositado en la CGT, transformado en una muñeca del tamaño de una niña de doce años, ya
que tanto la enfermedad de Eva, antes de su muerte, como los baños posteriores, habían
encogido todo el cuerpo. La policía interna de la Central Obrera la custodiaba.
LA BATALLA SECRETA
Aunque el embalsamamiento propiamente dicho terminó en 1953, Ara siguió concurriendo
periódicamente a la CGT: en su afán de perfección, nunca veía la obra terminada. Cada dos o
tres meses le hacía un retoque para prever el más mínimo deterioro. Así hasta septiembre de
1955 cuando, una tarde, Ara escuchó por radio, reunido con diplomáticos españoles, la noticia
de la caída de Perón.
Ante la mirada curiosa de sus amigos, Ara tembló y se encerró en un mutismo extraño. Lo
corroía una preocupación intolerable: ¿Qué sería ahora de su obra maestra, de esa muñeca
rubia y blanca, tendida sobre un catafalco de terciopelo azul en el segundo piso de la CGT?
"Ese cuerpo debe recibir cristiana sepultura", dijo el católico presidente Eduardo Lonardi, que
no veía otro peligro que el de la idolatría pagana en la adoración que los peronistas profesaban
a Eva Perón.
Perón, exiliado precipitadamente, no tardó en hacerse cargo del valor político del cuerpo de
Evita; despachó un telegrama vía All American Cables al diario El Líder, de buenos Aires, en el
que autorizaba a Elsa Chamorro, presidenta de la Comisión Pro-Recuperación de los restos de
Eva Perón, a hacerse cargo de todos los derechos sobre el cadáver de Evita.
- En tiempos de Lonardi -recuerda el capitán Francisco Manrique, secretario general de la
presidencia, bajo el gobierno de Aramburu- se llegó a un acuerdo de gabinete para sepultar a
Eva Perón. Una comisión integrada por Nerio Rojas, Mario Amadeo, el general médico Torger y
Francisco Elizalde determinó que el cuero era efectivamente el de Evita, cosa que yo, por aquel
entonces no podía creer. Posteriormente renunció Lonardi, y el cuerpo seguía en la CGT. Yo la
vi, acompañado del embalsamador, y cumpliendo órdenes del gobierno. Estaba tendida sobre
un catafalco tapizado en terciopelo azul. Apenas cubierta por una sábana de trabajo. Todo me
parecía impúdico; estaba maquillada irreverentemente. Parecía un maniquí.
Manrique, impactado por el episodio, informó al gobierno que el cuerpo se hallaba en la CGT
con suficiente custodia como para que nadie pudiera retirarlo sin autorización.
Varios grupos peronistas proponían, mientras tanto, tomar por asalto el edificio de la CGT y
llevarse el ataúd. Las pujas internas se intensificaban dentro del gobierno de la Revolución
Libertadora. La Marina y los Comandos Civiles, en una posición intransigentemente
antíperonista, trataban de desplazar a Lonardi, Amadeo y el grupo nacionalista que quería
congeniar con la CGT. El coronel Manuel Raimundes, subsecretario de Trabajo, aseguraba que
"Mi problema no son los obreros. Mi problema es eso que hay en el segundo piso. Me quita el
sueño". El capitán de navío Alberto Patrón Laplacette, nombrado interventor de la CGT,
introdujo la voz de la Marina; Carlos Eugenio Moore-Koenig, un teniente coronel con ideas
originales, custodiaba oficialmente el cuerpo.
El 13 de noviembre cae Lonardi y con él Raimundes; Aramburu y Rojas asumen el poder y
Moore-Koenig pasa a ser jefe del Servicio de Informaciones del Ejército, conservando su
antiguo, siniestro, incómodo cargo.
La situación se hace difícil: grupos de marinos proponen hacer desaparecer el cadáver. El
gobierno ha girado y comienza la persecución del peronismo, reciamente acorralado: se agita
la resistencia obrera y la temperatura sube violentamente. "El cuerpo podía ser profanado o
utilizado como bandera de una guerra civil -dice nervioso Moore-Koenig- y por eso llegué a la
conclusión: había que sacarlo de la CGT, que estaba en manos de la Marina, y muy rápido".
OPERACIÓN COMANDO
Comienza la odisea: un misterioso itinerario de dos años oculta el paradero de los restos de
Eva Perón
Hay un juego mágico que proviene de los bufones orientales del Medioevo: se practica con
cuatro medias cáscaras de nuez y un garbanzo. Mientras el mago juega con las cáscaras con
increíble habilidad manual, el espectador trata de adivinar bajo cuál cáscara de nuez está el
garbanzo, que en realidad permanece oculto en la mano del prestidigitador durante buena parte
del tiempo. El espectador puede encontrarse, en determinado momento, absolutamente
convencido de que el garbanzo se encuentra bajo una de las cáscaras. Tiene la certeza de
haberlo visto, y sin embargo, se equivoca. Es víctima del escamoteo del ilusionista.
Algo semejante sucede a medida que se investiga el caso de la desaparición del cuerpo de Eva
Perón.
Circula una multitud de teorías y testimonios. Numerosas personas aseguran haber sido
testigos de escenas significativas, o incluso están dispuestos a documentar, aquí, allá y más
allá su participación en el entierro del misterioso cadáver.
"Yo participé en el entierro de Evita", es una frase que los investigadores de PANORAMA
escucharon repetidas veces. Otros, en cambio, tratan de borrar o atenuar su participación en el
drama; no escasean tampoco las coartadas y desmentidas.
Es necesario, para arribar a la sorprendente revelación final, examinar cuidadosamente todas
las pistas, seguirlas hasta sus últimas consecuencias. Y a veces, desandar lo andado y volver a
empezar.
EN EUROPA
El subjefe del Servicio de Informaciones del Ejército, coronel Gustavo Ortiz, y el mayor
Hamilton. Díaz, viajaron a Europa en 1957, en "misión reservada". PANORAMA pudo saber
que los oficiales de información tenían en su poder tres sobres lacrados cuyo contenido era de
vital importancia. Se trataba, en efecto, de gestionar en Bélgica, Alemania o Italia el ingreso del
ataúd que supuestamente contenía los restos mortales de la esposa de Perón. En Buenos
Aires se pudo constatar que, durante las gestiones, hubo permanente contacto en clave entre
el jefe del SIE, general Hector Cabanillas, homónimo del nombrado anteriormente, y el coronel
Ortiz.
En Europa, investigadores de PANORAMA registraron fichas y consultaron en medios
diplomáticos hasta obtener ciertos datos que permiten completar la historia. El entonces
embajador argentino en Alemania Occidental, Raúl de Labougle, despachó hacia Buenos Aires
un mensaje donde decía: "No obedecerá las instrucciones que se me imparten. No participaré
en este siniestro procedimiento mientras no me lo indique mi Cancillería". En Bélgica, también
por esa fecha, se produjo un incidente que algunos diplomáticos recuerdan: el embajador
argentino coronel Quaranta, y el coronel Bernardino Labayru -agregado militar- recibieron a
militares argentinos y se negaron a colaborar en ciertas tratativas que aquellos oficiales
pugnaban por llevar a cabo, por orden de las autoridades de Buenos Aires. Finalmente, se
sabe que el Ortiz también realizó con el mismo propósito, gestiones diplomáticas en Italia, pero
su visita no ofreció obstáculos ni provocó la alarma de los casos anteriores. Estas maniobras,
pues, están ampliamente documentadas: sin lugar a dudas, los enviados del Servicio de
Informaciones del Ejército trataron de posibilitar el ingreso del cadáver de Eva Perón a tres
países de Europa.
Las "evidencias" no acaban ahí. Hacia fines de 1957, un buque de guerra estuvo amarrado en
la zona sur del puerto, a pocos metros de la calle Brasil. Los estibadores se extrañaron al ver
cargar en la nave tres cajones de madera d un metro y medio de largo por cuarenta
centímetros de ancho, del tipo embalaje. El episodio está ampliamente probado, y solo resulta
extraño el número de cajones que fueron cargados. ¿Por qué tres?. Un oficial de marina que
cree poseer la verdad, brindó un dato esclarecedor. "Se enviaron tres ataúdes a Europa -dijo
-para despistar. Solo uno de ellos contiene el cadáver de Eva Perón. Uno fue enterrado en
Italia, otro en Bélgica y el tercero en Alemania. Al seguir esta pista -agrega- los investigadores
se confundieron y no llegaron a saber dónde estaba el auténtico cajón".
A lo largo de 1956, el Corriere della Sera -como muchas publicaciones europeas y
norteamericanas- ha insistido en investigar ese caso. La última información, que data de
octubre de 1965, asegura que Eva Fournier, enviada especial de France Soir, conoce el destino
final del cuerpo de Eva Perón. Su versión indica que fue enterrada en la campiña romana -¿un
cementerio, un convento?- por un diplomático, luego de permanecer meses en Martín García.
Hasta este punto, parece probado que Eva Perón fue sepultada en Italia. Las evidencias son
múltiples y las piezas del rompecabezas ensamblan a la perfección. Solo quedan algunos
puntos débiles: la duda de los dos ataúdes falsos que servirían de cortina de humo o vías
muertas. Indudablemente, existió la intención notoria de impedir que pudiera descubrirse el
destino de los restos: investigadores internacionales han seguido cada una de las pistas hasta
llegar a una confusión enmarañada y siniestra. PANORAMA hizo lo propio: en cierta etapa, el
desaliento cundió en el equipo destinado a la investigación. En principio, la tesis del entierro en
Europa resultaba casi probada; solo restaba confirmar que el ataúd llevado a Italia era el
verdadero, pero surgieron nuevas pistas. Desconcertantes testimonios aseguraban que el
cuerpo de Eva Perón había sido enterrado muy cerca de Buenos Aires. Otros hablaban de que
el cadáver estaba en Chile. Y no faltó la teoría de que descansaba en Uruguay.
MARTÍN GARCÍA
Diego Luis Molinari, que fue ministro peronista, entrevistó tiempo atrás al
extinto Juan XXIII. Le preguntó si había conocido a Perón. Con una sonrisa, el
Papa le respondió: "A lui no, ma lei si". De inmediato se interesó por el destino
final de los restos de la esposa del dictador. cuando Molinari explicó que no
sabía dónde estaba el cuerpo de Evita, intervino Santiago Copello: "¡Cómo!
-exclamó- ¿No la enterraron en Martín García? ¡El Santo Padre se ha ocupado
de averiguarlo, y siempre obtiene ese resultado!".
En efecto, no solo Juan XXIII tenía por cierta esta versión de la historia. Blanca
Duarte, hermana de Eva Perón, asegura a sus íntimos que Arturo Frondizi le
confesó el lugar donde habían enterrado el cuerpo: la isla de Martín García.
Cuando el equipo de PANORAMA reunió la documentación de esta segunda
etapa de la pesquisa, pudo observarse que un amplio grupo de testimonios y
evidencias podría probar que el cuerpo, efectivamente, se trasladó a la isla: si
bien no había evidencia en sentido contrario, había serias dudas sobre la
veracidad de esta tesis. Por lo menos, tan serias como las que hacían
tambalear la hipótesis del entierro en Europa.
En una ocasión, uno de los cronistas entregados a esta tarea estuvo a punto de
desertar. "¡Esto es un juego de brujas! -explotó- ¡Parece que hubiera una
confabulación para confundirnos! Lo peor es que mucha gente jura y perjura,
de buena fe, que ha enterrado a Eva Perón. O que sabe dónde está el cadáver.
Y todo indica que se equivocan. Alguien los ha engañado, sin duda... Pero
¿quién? ¿cómo?
INCINERACIÓN
EL JUEGO DE LA NUEZ
Habían sido agotadas todas las instancias. Cada pista había sido sopesada, y
analizada cuidadosamente. Los investigadores de PANORAMA llegaron hasta
el fin.
Toda la documentación se encarpetó. Con una gran coherencia, tres grandes
posibilidades predominaban: entierro en Europa, en Martín García o la
incineración.
Las pruebas se acumulaban por igual en estas tres pistas. A la vez, un cuarto
grupo clasificaba evidencias aisladas, versiones que sugerían desenlaces
totalmente distintos. Un grupo de dirigentes de la juventud peronista, por
ejemplo, afirma haber entrevistado a Arturo Frondizi para preguntarle dónde
estaba el cadáver de Evita. "Lo quemaron con ácido -habría respondido el ex
presidente- y los huesos fueron sepultados en Europa". Un diplomático chileno,
en cambio, estaba dispuesto a probar que Eva Perón había sido sepultada en
Chile. Para ciertos sectores del Ejército, presuntamente bien informados, el
cuerpo está enterrado en la estancia La Primavera, de los Duarte, en Monte, al
borde del camino principal, sobre la vera oeste de un gran aromo. No faltan, en
los medios responsables, quienes juran que Eva Perón fue sepultada en
Campo de Mayo, o en Monte Grande, o incluso en la Recoleta, en el panteón
de los Duarte, donde ha sido ubicado un misterioso ataúd cuyo tamaño
correspondería al cuerpo de una mujer menuda.
El equipo de PANORAMA, como todos los investigadores anteriores, se
debatía en este punto entre las tres hipótesis "mayores" y las teorías aisladas,
investigadas todas minuciosamente. Con respecto a los responsables de la
desaparición del cadáver, existía una confusión parecida. Testigos autorizados
aseveran que el general Hector Cabanillas -por aquel entonces jefe del SIE-
tendría en su poder una carpeta oficial con toda la documentación sobre el
caso. En esa carpeta estaría fotocopiado un recibo que el coronel Moore-
Koenig extendió a Alberto Patrón Laplacette, interventor de la CGT, después de
retirar el cuerpo de la central obrera. También constarían los sobres lacrados
que Ortiz y Díaz -los ya citados oficiales del SIE- llevaron a Europa para
gestionar el entierro.
Otras fuentes no reparan en el papel cumplido por el huidizo general Cabanillas
-se niega a ser reporteado- en el proceso, y prefieren dirigir su mirada hacia el
capitán Francisco Manrique. Porque dicen recordar con precisión que, a fines
de 1956, fue el temperamental marino quien había recibido de Aramburu la
orden de resolver el problema de los restos mortales de Eva Perón.
Con la documentación enviada por los corresponsales en París, Roma y Nueva
York y las pruebas recogidas por los enviados especiales en Chile y Uruguay,
PANORAMA contaba, pues, con todo el material posible. Fue entonces que se
dedujo, a partir de las evidencias, la estremecedora verdad: aquella montaña
de documentos no era sino la prueba de una gigantesca maniobra, un magistral
juego de la nuez y el garbanzo, que engañó al mundo durante diez años de
intriga.
Consta que Arturo Frondizi dio tres versiones diferentes de este enigma. Las
tres de buena fe. Porque, en realidad, ni Frondizi, ni Aramburu, ni ningún otro
presidente argentino han sido informados del destino del cadáver de Eva
Perón. Solo se les dijo que había sido sepultado cristianamente. En el
Congreso circuló la idea de interpelar al Poder Ejecutivo sobre la cuestión, al
incorporarse la bancada peronista. Porque tampoco los legisladores lo saben.
Ni siquiera el propio Perón tiene una noción exacta del lugar donde reposan los
restos de su segunda esposa.
Llanto por Evita. Colas interminables serpentearon las aceras para ver a Evita
La cureña fúnebre avanza escoltada por las tropas
"No importa dónde hayan escondido el cadáver. Mi trabajo fue perfecto, y ese
cuerpo solo puede ser destruido por el fuego. Es imputrescible. Aún bajo el
agua se conservará indemne. Si la rescatan dentro de un siglo, la encontrarán
como el día que murió". Estas palabras del profesor Pero Ara son, quizás, el
prólogo más conveniente para abordar el meollo de este informe secreto.
CONCLUSIÓN
Revista Panorama
Enero 1966
En enero de 1957, mientras una ola de calor agobiante se abatía sobre la ciudad, el presidente
provisional de la Nación, Pedro Eugenio Aramburu, citaba a cuatro hombres seleccionados
entre la oficialidad revolucionaria. Dos de ellos eran militares en ejercicio; un tercero oficial de
la Marina. Cerraba el cuarteto un sacerdote católico. El grupo escuchó, alelado, las
instrucciones del general Aramburu: "Ustedes cuatro -les dijo- deberán resolver el destino final
de los restos de Eva Perón. El gobierno desea solucionar de una vez por todas este problema y
acabar con una tensión que perjudica nuestra estabilidad política. Existen dos requisitos
importantes: que esa mujer reciba sepultura cristiana, porque así lo exige su familia, y nos
hemos comprometido a satisfacerla, y que absolutamente nadie sepa el lugar donde
descansarán los restos. Ustedes deben encargarse de mantener el secreto más riguroso y
evitar que queden huellas para que nadie pueda averiguar la ubicación del cuerpo de Eva
Perón. No me lo dirán siquiera a mí".
Los cuatro revolucionarios no tuvieron otra salida que acatar la orden. Se procedió
rápidamente. Alquilaron un departamento en Las Heras y Pueyrredón para poder reunirse en
secreto y encontrar una solución. A fines de febrero, después de cuatro noches de intensos
conciliábulos, comenzó a surgir una determinación. Se descartó la proposición de uno de los
conjurados: llevar el ataúd a Monte Grande, donde podría ser enterrado en la bóveda familiar
del militar, bajo nombre supuesto. Por fin, quedaban en pie dos posibilidades. La primera era
rechazada de plano por el sacerdote: incinerar los restos de Eva Perón. La segunda parecía
peligrosa: arrojar el ataúd al mar. Fue entonces cuando concibieron la idea que dominaría todo
el plan: la misteriosa "Operación Nuez". fueron confeccionados veinticinco ataúdes de un metro
y veinticinco centímetros de largo; mientras, en el más absoluto secreto, veinticinco figuras
políticas de distintas tendencias pero de intachable honorabilidad eran citadas por separado. A
cada una se le encargaba la misión de enterrar los supuestos restos mortales de la esposa de
Perón, en forma reservadísima, sin dejar rastros y por sus propios medios. Ninguno de estos
veinticinco convocados sospechaba que existían los otro veinticuatro, angustiados por una
responsabilidad que los marcaría por el resto de sus vidas. Entre febrero y marzo de 1957 Eva
Perón fue "enterrada" 25 veces por hombres que -a pesar de haber jurado secreto por Dios y
por la Patria- fueron dejando inevitables pistas, indicios que luego motivarían la confusión de
los investigadores y ocultarían la verdad.
Durante esos primeros meses de 1957, los cuatro revolucionarios esparcieron planificadamente
una ola de rumores por todo el país. Los hombres de prensa vigilaban barcos, cavaban en
Chile o Campo de Mayo, perseguían a influyentes personajes militares para arrancarles una
sola palabra que sirviera de indicio. A veces lograban detectar el rastro de alguno de los
veinticinco presuntos enterradores, internándose en vías muertas que sumían en el
desconcierto a los investigadores.
La confusa cortina de humo estaba creada: al finalizar marzo de 1957, el cuarteto de
conjurados comenzó a actuar. Un solo pensamiento los dominaba: hacerlo rápido y bien.
Una madrugada sofocante, pesada, fue el escenario del operativo final. Una camioneta de color
celeste tomó rumbo al Tigre, por el camino del Alto. En ella viajaban los cuatro revolucionarios
y un pequeño ataúd que contenía -realmente- el cuerpo de Eva Perón: el que embalsamó
Pedro Ara, el mismo que fue exhibido en la CGT, el que periodistas, investigadores privados y
comandos militares buscaron en vano durante años.
Iba oculto bajo una lona, sobre la que se acumulaban aparejos de pesca.
Al entrar en Martinez, donde la Avenida Libertador se cruza con Alvear, un patrullero detuvo a
la camioneta dispuesto a castigar severamente le exceso de velocidad. Aterrorizados por la
posibilidad de que el funcionario de tránsito revisara el vehículo, los cuatro conjurados
mostraron sus credenciales y siguieron su viaje. El agente quedó como único testigo del primer
capítulo de la "operación nuez".
El Club Náutico de San Isidro esta desierto a las cuatro de la mañana. El silencioso cuarteto
llevó sus aparejos de pesca a un yate amarrado cerca del cuerpo central del Club. El marino lo
había pedido prestado a un amigo para "una excursión pesquera". Como el sereno persistía en
contemplar el traslado de los pertrechos a la embarcación, los conjurados iniciaron un
larguísimo transporte de cajones de vino, redes, carpas: esperando que el empleado se
aburriera del monótono espectáculo.
Por fin, el hombre dejó de observarlos enfrascándose en la lectura de un periódico y el grupo
pudo embarcar el ataúd, cubierto por una lona.
Cuando partieron, todavía la oscuridad cubría el Club Náutico, pero ya algunos reflejos
mostraban el horizonte plano del río, calmo y desierto. No había testigos en el muelle. Los
motores roncaron serenamente, y se inició la etapa crucial del "operativo nuez".
La sensacional revelación que encierran las siguientes líneas obliga, por razones obvias, a un
silencio juramentado sobre el secreto nombre de los informantes. La documentación que
prueba este relato se encuentra -como el resto de los informes que sirvieron para redactar esta
nota- depositada en un lugar perfectamente seguro.
Cuando el fuerte sol se alzó sobre la superficie del río, iluminó, como un punto blanco, el yate
de elegantes líneas, con una gran banda roja que recorría el casco de proa a popa. En
cubierta, tres hombres rígidamente enfilados aguardaban en posición de firmes.
Después de unos minutos emergió, por la escalera que daba a los camarotes, la figura del
sacerdote, impuesto ya con hábitos. Apoyado contra la plancha de deslizamiento. En medio de
un silencio tenso, el sacerdote ofició la ceremonia. El responso se alzó, lúgubre, seco; sobre la
cubierta de la embarcación. La cadencia de las palabras rituales pareció sedante; los hombres
bajaron la cabeza y escucharon el amén final.
Después, reducido a su pequeñez material, el ataúd se deslizó por la borda, golpeó el agua con
un chasquido, flotó unos instantes y se hundió lentamente.
El marino no pudo menos que asomarse a contemplar ese remolino tan simple, tan definitivo; la
sonda indicaba en ese punto 25 metros de profundidad. En los alrededores de ese lugar,
conocido como "zona de nadie", meses después se produciría un recordado naufragio.
El general Aramburu conserva seguramente, un mensaje lacónico, en un papel sin membrete
fechado en abril de 1957: "Hemos cumplido con nuestro deber".