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ETAPA ADULTA JUVENTUD MADUREZ

Nuestra sociedad no tiene ritos ni ceremonias para enarcar el paso de la adolescencia a la etapa adulta. No existe una
única edad en la que las personas llegan á la madure. Así fue definiremos arbitrariamente juventud desde los 18 a los 40
años, utilizando el final de en el instituto como referencia conveniente para entrar en la etapa adulta. Un dicho popular
dice que ala vida empieza a los 40, y a esa edad es donde situaremos el comienzo de la mediana edad Una referencia
común para marcar el final de la misma es empezar a cobrar la jubilación Aceptamos esa fecha y consideramos que la
mediana edad se extiende hasta los porque las personas de poco más de 60 tienen más en común con los de 50 que
con las más mayores que ellos. Estos capítulos comienzan can la historia de los jóvenes que e por, conseguir su
intimidad y un puesto de trabajo. Continúa con la historia de la “generación del ando» los adultos de mediana edad cuya
amplitud de responsabilidades les sitúa como “gente de sociedad”.

JUVENTUD: LA SELECCIÓN DE OPCIONES

CAMBIO SOCIAL
CARACTERÍSTICAS FÍSICAS
TEORÍAS Y TEMAS DE LA JUVENTUD
La teoría psicosocial de Erikson
Las etapas de Levinson
Las transformaciones de Gould
El imperativo de la paternidad de Gutmann
Temas de los primeros años de juventud

EL CONCEPTO DEL YO Y LA AUTOESTIMA


Los hombres y la autoestima
Las mujeres y la autoestima
Los roles de género y la autoestima

TRABAJO
La importancia del trabajo
Elegir una ocupación
Las diferencias de género en el mundo laboral

MATRIMONIO
Elegir una pareja
Hacer que el matrimonio funcione
Cohabitar
Quedarse soltero

TENER HIJOS
Embarazo
Ajuste a la paternidad
El momento de ser padres
¿Sin hijos o libres de ellos?
Madres solteras

DIVORCIARSE
VOLVER A CASARSE

Patty Wilson, de 30 años, tiene dos trabajos a tiempo parcial, uno como bombera y otro en un centro de
emergencias 911, encargada de enviar ambulancias, bomberos y policía a toda la región de Pensilvania. Su esposo Phil,
de 31 años, es fotógrafo para un periódico local. Los Wilson se casaron hace nueve años y tienen una hija de un año.
Cuando se conocieron ninguno de los dos tenía planes para casarse. Phil no había pensado demasiado en el tema y la
idea de Patty era ser una gran reportera del New York Times. Se casaron al cabo de dos años, cuando Patty tenía 21
años y Phil 22. Patty trabajó de reportera durante siete años para el mismo periódico que Phil. Ahorraron dinero y se
compraron una casa. Luego Patty se quedó embarazada. Trabajó hasta un mes antes de dar a luz. Cuando Meredith, su
hija, cumplió 5 meses, Patty volvió a su trabajo de ocho horas como reportera, trabajando mañana y tarde. Meredith
pasaba las mañanas con la madre de Phil, que era la cuidadora principal, y por las tardes era Phil quien cuidaba de ella.
Cuando Meredith tenía unos 9 meses, Patty se dio cuenta de que un empleo de 50 horas semanales le estaba robando
una relación importante con su hija. Cambió de un trabajo a tiempo completo a otro a tiempo parcial, pero espera volver a
su carrera al cabo de unos pocos años.
Ser padres ha supuesto un cambio para ambos. Cuando Patty intenta transmitir lo que Meredith ha aportado a su
vida, se vuelve muy elocuente: «Siento como si hubiera encontrado algo que ya tenía antes pero que no había forma de
alcanzar. Es como tener una nueva habitación en casa. Pasas por delante de la puerta pero nunca te molestas en entrar.
Pues bien, la abrí y resultó ser la mejor de la casa» (Kotre y Hall, 1990, pág. 83). Para Phil el panorama de su propia vida
también ha sufrido un cambio profundo: «Ahora que tengo una hija, todo ha cambiado. Mis expectativas en la vida se
han centrado en lo que puedo hacer por ella. No es únicamente que haya dejado de ser una persona centrada en mí
misma, sino que cuando hago planes, realmente los estoy haciendo para ella» (Seasons of Life, 1990).

Para Patty y Phil la década de los veinte no fue los jóvenes adultos que pasan parte de esa década una etapa de
exploración, sino que entraron de lleno en los avatares de la vida: en la universidad, las decisiones respecto al
matrimonio, las responsabilidades y los hijos -el trabajo, el matrimonio y la carrera todavía están muy lejos. Durante un
tiempo están libres de las responsabilidades de adulto y escasamente han alcanzado el punto medio de su progreso
respecto a la verdadera etapa adulta.

En este capítulo veremos de qué modo los cambios en la sociedad han provocado cambios en la juventud desde
que los padres de Patty y Phil tenían 20 años. Las situaciones a las que se han de enfrentar los jóvenes y las decisiones
que deberán tomar desde los 18 a los 39 años se verán claramente a medida que vayamos trazando el curso del
desarrollo en los jóvenes adultos. Tras observar los recientes cambios sociales, consideraremos brevemente el desarrollo
físico en los años de la juventud. Luego examinaremos varias explicaciones de los cambios que acontecen entre los 18 y
los 40 años. Con esa base estamos preparados para abordar los aspectos principales de la vida en la juventud,
comenzando con el modo en que la madurez y el género afectan al concepto de yo y la autoestima. Después
investigaremos el trabajo como parte de nuestras vidas, puesto que es tan importante que la mayoría trabajaríamos
incluso cuando no tuviéramos necesidad de hacerlo para sobrevivir. Una vez considerada la institución del matrimonio y
sus alternativas, veremos el ser padres y sus efectos en nosotros como parejas e individuos y examinaremos el nuevo
ciclo de muchas familias en el siglo xx: casarse y divorciarse.

CAMBIO SOCIAL

Los cambios en la sociedad influyen en las actitudes y conducta de todos sus miembros. Los hombres y las
mujeres tienen “relojes sociales” en la cabeza que les ayudan a juzgar su propia conducta y la de los demás en términos
de pronto, tarde o a tiempo (Neugarten y Neugarten, 1986). La época adecuada para un acontecimiento particular en el
desarrollo puede cambiar de una generación a la otra. En 1960, por ejemplo, casi el 90 por 100 de los adultos de
Chicago estaban de acuerdo en que las mujeres debían casarse entre los 19 y los 24 años; en 1980, sólo el 40 por 100
creía que las mujeres debían casarse tan jóvenes (Neugarten y Neugarten, 1986). La fuerza de los relojes sociales se ha
ido debilitando desde 1980. Las normas y expectativas tradicionales han variado y la edad adecuada para
acontecimientos como el matrimonio, la carrera y la paternidad/maternidad se están desvinculando cada vez más de la
edad cronológica. A veces parece que estemos presenciando el desarrollo de lo que Bernice Neugarten (1979) denominó
sociedad en la que la edad es irrelevante, en la que no existe una sola edad apropiada para adoptar el rol de
padre/madre, estudiante, trabajador, abuelo/a, etc. En una sociedad de este tipo, las tareas del desarrollo siguen siendo
las mismas, pero los adultos no sienten que sus relojes sociales estén especialmente adelantados o atrasados cuando
posponen o adelantan los roles de la etapa adulta.

Un número cada vez mayor de adultos retrasa el matrimonio. En 1956, la mitad de todos los hombres
americanos se habían casado antes de los 23; en 1991, los hombres habían cumplido 26,3 años antes de que la mitad
de ellos se hubieran casado. Las mujeres también esperan más tiempo para casarse, con una edad media en el primer
matrimonio que saltó desde los 20 años en 1956 a los 24,1 en 1991 (Barringer, 1992). Entre las mujeres de clase media
todavía se pospone más, principalmente porque un mayor número completa sus estudios universitarios, va a escuelas
universitarias o de formación profesional y luego entra en el mundo laboral. Las familias también están cambiando. Las
mujeres una vez casadas también esperan más tiempo a tener hijos. La mayoría utiliza algún medio anticonceptivo,
siendo la píldora el más popular entre las mujeres que desean retrasar el embarazo (Oficina del Censo de Estados
Unidos, 1990ª).
En unión con la planificación familiar, las familias han ido reduciendo su tamaño. La mayoría de las parejas tienen
o sólo quieren tener dos hijos, y la proporción de mujeres que dijeron querer tener un solo hijo aumentó en la década de
los ochenta. Entre las que terminaron los estudios en el instituto había más que querían tener un solo hijo que entre las
universitarias, aunque entre estas últimas eran más las que preferían no tener ninguno (Oficina del Censo de Estados
Unidos, 1990ª). No obstante, el índice de nacimientos es mayor que en 1976, cuando el índice de fertilidad nacional era
de 1,74 hijos por mujer; en 1990 llegó a 2,1 por mujer, todavía muy por debajo de los 3,77 nacimientos por mujer que se
habían registrado a principios de los sesenta en plena cumbre del baby-boom (Barringer, 1991). La mayor parte del
aumento de la natalidad procede de mujeres por encima de los 30: en 1975, sólo el 34 por 100 de mujeres de poco más
de 30 dijeron que esperaban tener un hijo (u otro más) algún día, pero en 1988 el 54 por 100 manifestó que todavía
esperaba tener un hijo (Berke, 1989). El que tengan otro hijo puede depender de factores económicos; en la primera
mitad de 1991, en plena recesión en Estados Unidos, los índices de natalidad descendieron por primera vez en la década
(Barringer, 1991).

A pesar del aumento en la fertilidad, el matrimonio es menos popular que hace algunos años. Quizá debido a que
hay más parejas que viven juntas sin casarse, el índice de matrimonios ha descendido, dándose el índice más bajo de
mujeres libres y en edad de casarse desde que se estableció esta marca en 1940 (Oficina del Censo de Estados Unidos,
1990b). Tras aumentar durante dos décadas, el índice de divorcios se estabilizó en los ochenta, pero se espera que entre
las parejas que acaban de contraer su primer matrimonio, más de la mitad se divorcien (Bumpass y Castro-Martín, 1989).

En el aspecto físico de los jóvenes americanos también ha tenido lugar otro cambio. La buena nutrición, la
higiene y la medicina preventiva se han combinado para hacer que hombres y mujeres en las últimas etapas de la
juventud parezcan más jóvenes y atractivos que sus padres y abuelos a su misma edad. La persona de 35 años de las
décadas treinta y cuarenta estaba más avejentada que la de los noventa.

CARACTERÍSTICAS FÍSICAS

La mayor parte de las personas durante la juventud se encuentran en la cima de la agilidad, rapidez y fortaleza
física Los hombres suelen estar orgullosos de sus cuerpos, no así las mujeres. Cuando se preguntó a 300 hombres y
mujeres universitarios sobre cómo evaluarían sus cuerpos, las mujeres (sin importar lo delgadas que estaban) se veían
algo más gordas que el ideal masculino y bastante más que su propio ideal de cuerpo femenino (Fallon y Rozin, 1985).
Los hombres (incluso los que pesaban más de la cuenta) veían que encajaban tanto en el ideal femenino como en el
propio. Ninguno de los dos sexos acertó en su idea de atractivo sexual para el sexo opuesto. La mujer ideal para los
hombres era más rellenita de lo que éstas creían, y el ideal masculino para las féminas era más delgado de lo que éstos
pensaban.
Aunque los adultos alcanzan su máximo poder físico durante la juventud, muchas de las marcas de
envejecimiento también empiezan en esta época. Hacia los 20 años empiezan a tener lugar lentos y continuos cambios
que afectan al funcionamiento del cuerpo humano (A. Spence, 1989). El tono muscular y la fuerza, que por lo general
alcanzan la cima entre los 20 y los 30 años, empiezan a descender después de esa edad. La agudeza visual y auditiva
comienzan a disminuir a los 20. Aparecen las pequeñas arrugas alrededor de los ojos y la piel envejece, especialmente
entre los aficionados a broncearse. Los rayos ultravioleta del sol interfieren en la producción de ADN y la síntesis de
proteínas en la piel. Como respuesta, las células de la piel se regeneran más despacio, ésta se vuelve más fina y se
arruga (Perlmutter y Hall, 1992).
Los cambios también tienen lugar dentro del cuerpo. Incluso si el peso no cambia, hacia finales de la juventud la
proporción de tejido adiposo en los músculos empieza a aumentar. Además, la cantidad de aire que pueden absorber los
pulmones en una sola respiración empieza a descender entre los 20 y 30 años, disminuyendo un 1 por 100 por año, del
mismo modo que lo hace el índice en que los riñones filtran la sangre (Vestal y Dawson, 1985). Las arterias también
empiezan a envejecer, apareciendo placas de grasa, duras y amarillas en sus paredes, especialmente en las personas
propensas a la aterosclerosis. Una dieta deficiente y la falta de ejercicio han empezado a contribuir al desarrollo de
enfermedades crónicas que no se manifestarán hasta la mitad o a finales de la etapa adulta.
Pocos jóvenes se preocupan de estos cambios, aunque algunas personas de 30 empiezan ya a quitarse
cuidadosamente alguna cana. Quizá la falta de preocupación se deba en parte a que se encuentran en la cumbre del
rendimiento físico y el estar en forma. Los tiempos de reacción se encuentran generalmente en su apogeo hasta los 26
años, y los jóvenes destacan en los deportes que exigen reacciones rápidas, fortaleza y velocidad, como el baloncesto, el
boxeo, el tenis, el esquí y el béisbol (Schulz y Curnow, 1988). La lentificación de los tiempos de reacción es uno de los
síntomas “de la edad” que la mayor parte de los atletas profesionales empiezan a sentir cuando llegan a los 30 años.
TEORÍAS Y TEMAS DE LA JUVENTUD

A medida que las personas van llegando a la etapa adulta, van enfocando sus energías y motivaciones en
diferentes tareas del desarrollo. Entre ellas, las principales que han de afrontar son las de terminar sus estudios, entrar
en el mundo laboral, casarse y ser padres. Todas las personas se enfrentan a ellas, puesto que incluso la decisión de no
casarse o tener hijos es una forma de tratar este aspecto del desarrollo. Las distintas teorías del desarrollo en el adulto
tratan de explicar los patrones generales decrecimiento y cambio e identificar los temas dominantes que caracterizan la
vida del mismo. Algunos teóricos creen que el curso del desarrollo que han trazado puede aplicarse a personas de
cualquier sociedad; otros son más cautelosos y consideran que sus teorías sólo hacen referencia a los adultos de
sociedades tecnológicas occidentales. Cuando las teorías chocan entre sí, los desacuerdos apuntan a temas importantes
en el desarrollo del adulto que aún no se han resuelto en las investigaciones.

La teoría psicosocial de Erikson


La visión de Erik Erikson (1982) sobre el desarrollo del adulto deriva de su teoría de las ocho etapas del ciclo de
la vida. Como vimos en el Capítulo 2, Erikson propuso que el desarrollo consiste en la resolución progresiva e inevitable
de los conflictos entre las necesidades y las exigencias sociales. En cada una de las ocho etapas, la persona ha de
resolver al menos parcialmente el principal conflicto de desarrollo que se plantee en la misma antes de que pueda
empezar a trabajar con eficiencia en los problemas de la siguiente.
La principal tarea que afrontan los adultos es el incremento de la intimidad, avance que presupone el temprano
desarrollo de la identidad en la adolescencia (véase Capítulo 13). La alternativa a la intimidad es el aislamiento. Cuando
los adultos resuelven con éxito el conflicto, son capaces de comprometerse en una relación que exija sacrificio y
compromiso. Son capaces de amar a otra persona de modo más o menos desinteresado. Si el aislamiento domina la
intimidad, sus relaciones emocionales son frías y poco espontáneas y no existe un verdadero intercambio emocional.
Una persona puede entablar relaciones sexuales sin desarrollar la intimidad, especialmente si él o ella temen la fusión
emocional que supone una relación comprometida. Cuando este patrón de relaciones sexuales sin afecto caracteriza la
vida de una persona, él o ella pueden sentirse aislados (Erikson y Hall, 1987).
La teoría psicosocial de Erikson está pensada para ser universal, que pueda aplicarse a ambos géneros y a
todas las sociedades, pero éste asume que las diferencias culturales influyen en el modo en que se llevan a cabo las
tareas del desarrollo en cada etapa. Los investigadores que han realizado estudios longitudinales sobre el desarrollo del
adulto creen, sin embargo, que el retrato de Erikson del desarrollo de una personalidad sana sólo puede aplicarse a
culturas en las que se tiene el concepto de individualidad en gran estima y los roles de los individuos no están
estrechamente controlados por la sociedad (Vaillant y Milofsky, 1980).
Carol Gilligan (1982) cree que las tareas del desarrollo también son muy diferentes para el hombre y la mujer,
debido a las distintas prácticas de socialización. Las mujeres a lo largo de la infancia cumplen estas tareas dentro de un
contexto de relaciones, por lo que conseguir la intimidad no representa un gran distanciamiento respecto a su desarrollo
anterior. Muchas mujeres trabajan en la identidad e intimidad simultáneamente. Según Gilligan, no sucede del mismo
modo en los hombres, puesto que durante su primer desarrollo no se enfatizaron las relaciones. La intimidad exige a los
hombres que cambien su identidad de adolescentes.

Las etapas de Levinson


Daniel Levinson formuló otra teoría de etapas sobre el desarrollo del adulto (Levinson et al., 1978), que según
parece retrata «las estaciones de la vida de un hombre». Construye su teoría basándose en la psicosocial de Erikson. La
teoría de Levinson describe el desarrollo del varón desde aproximadamente los 17 años hasta la madurez, poniendo de
relieve una secuencia ordenada que alterna entre fases estables y transitorias. Durante las fases estables, los hombres
persiguen sus metas con mayor o menor tranquilidad, puesto que las tareas pertinentes de desarrollo se han resuelto.
Las fases de transición pueden conducir a grandes cambios en la estructura de la vida de un hombre, porque en esos
momentos se cuestionan el patrón de su vida y exploran nuevas posibilidades. Levinson basó su teoría en una serie de
entrevistas realizadas en profundidad a cuarenta hombres (afroamericanos y blancos; de clase obrera y media).
Levinson ve los años desde los 17 a los 22 como un período de transición a la juventud. Los hombres, siguiendo
un desarrollo similar al del logro de la identidad de Erikson, trabajan para independizarse psicológicamente de sus
padres. A eso de los 22 años se vuelven autónomos y pasan a una fase estable, mientras intentan hacerse un lugar en el
mundo de los adultos. A1 mismo tiempo, aprenden a relacionarse con las mujeres y forman un hogar y una familia
-desarrollan la intimidad, en términos de Erikson-. Al cabo de seis años, cuando tienen unos 28, pasan a otra fase
transitoria. Entonces ven los puntos débiles de los patrones de sus vidas y toman nuevas decisiones. Cuando tienen 33
ya están preparados para sentar la cabeza. La consolidación de la carrera se convierte en la meta principal y se
concentran en desarrollar sus habilidades y profundizar las bases de la experiencia. También se esfuerzan por conseguir
metas más altas que se han propuesto, tanto si ello supone convertirse en un ejecutivo o comprarse un camión. Pero
junto a este afán de ordenar sus vidas y conseguir objetivos, existe el de ser libres y no tener ataduras.
En los intentos de aplicar la teoría de Levinson a las mujeres jóvenes se han hallado algunas similitudes. Varios
estudios indican que las mujeres pasan a través de las mismas etapas que los hombres durante la juventud, casi al
mismo tiempo pero con algunas diferencias (Kogan, 1990). La transición de las mujeres a la etapa de los 30 adopta la
forma de una revaluación, mientras intentan cambiar su enfoque de la profesión a la familia (o viceversa). Las mujeres,
en lugar de «asentarse», pasan esta década tratando de integrar nuevos compromisos en la estructura de su vida (P.
Roberts y Newton, 1987).

Las transformaciones de Gould


La teoría de Roger L. Gould (1975, 1978) del desarrollo del adulto puede aplicarse a ambos sexos, pero los 524
hombres y mujeres cuyas experiencias son la base de la misma eran blancos de clase media. De las respuestas a un
exhaustivo cuestionario, Gould dedujo que el desarrollo del adulto progresa a través de una serie de transformaciones.
En cada una de ellas, la gente reformula los conceptos que tienen sobre sí mismos, se enfrentan a sus ilusiones
infantiles y resuelven conflictos.
En la teoría de Gould, los jóvenes adultos pasan por cuatro fases. La primera empieza a finales de la
adolescencia y dura hasta los 22 años, las personas están forjando una identidad y se están separando del mundo de
sus padres. Una vez que han establecido su autonomía, pasan a la segunda, en la que se proponen alcanzar sus metas.
Entre los 28 y los 34 años pasan una etapa transitoria, en la que se cuestionan algunas de sus metas anteriores y
evalúan de nuevo su matrimonio. Alrededor de los 35 años su descontento se hace más profundo y se agudiza al darse
cuenta de que se aproximan a la mediana edad. La vida puede parecer dolorosa, difícil e incierta. Durante este inestable
período; que dura hasta aproximadamente los 43 años, algunos parecen romper con el entramado de sus vidas y volver
a recomponerlos de nuevo de otra forma. Un soltero puede casarse; una persona casada divorciarse; una madre volver a
estudiar o a trabajar; una pareja sin hijos puede decidir tener alguno. La teoría de Gould es paralela a las estaciones de
la vida de Levinson, pero pone igual énfasis en las mujeres. Ambas se desarrollaron casi al mismo tiempo—en la década
de los setenta-, cuando Levinson estudio a los hombres del noroeste de Estados Unidos y Gould a personas de ambos
sexos en California.

El imperativo de la paternidad de Gutmann


En los últimos años, varios psicólogos de este campo hato formulado teorías sobre el desarrollo del adulto
basadas en una conexión entre los patrones humanos de cortejo y crianza y la biología evolucionista (Buss et al., 1900).
La mayor parte de este trabajo se enfoca en la idea de que, debido a que la supervivencia de las especies depende de la
reproducción de sus miembros y el cuidado de sus crías hasta una edad reproductiva, el desarrollo humano ha de reflejar
este imperativo. En la teoría elaborada por David Gutmann (1987), el desarrollo de la personalidad del adulto gira en
torno al imperativo de la paternidad. Cree que las especies han evolucionado para producir hombres y mujeres con
características que aseguren la seguridad fisica y emocional de los bebés y los niños. En las sociedades humanas
primitivas, el padre tenía que ausentarse durante largo tiempo para cazar, siendo la agresividad del padre, la autonomía,
la competencia y el control los que protegían a los hijos de los depredadores. La crianza, la compasión, la dulzura y la
comprensión mantienen a la madre cerca del hijo y ofrecen seguridad emocional.
Según Gutmann, la evolución sólo proporciona el potencial para ejercer estos roles. A lo largo de años de
socialización, los hombres y las mujeres se han sentido cómodos con los rasgos prescritos y les ha gustado ejercerlos.
Cuando se convierten en padres, el hombre se vuelve tradicionalmente más masculino: su preocupación es la seguridad
(física y económica) de su familia. Puesto que ser un padre pasivo, dependiente y comprensivo puede interferir en la
capacidad de llevar al hogar los recursos necesarios o defender a su hijo, los hombres suprimen cualquier impulso de ser
de ese modo. Las nuevas madres se vuelven también más femeninas: se preocupan por el cuidado y la crianza del hijo.
Puesto que una madre agresiva y poco sensible podría dañar al bebé o alejar a su compañero, las mujeres suprimen
cualquier impulso de ser autoritarias y agresivas. Ninguno es libre para expresar esos aspectos del yo que han sido
apagados por las responsabilidades de ser padres hasta que los hijos abandonan el hogar.
Aunque la teoría de Gutmann está pensada para aplicarse a todas las sociedades de todos los períodos
históricos, los roles de crianza muy restringidos no parecen ser tan importantes en una sociedad tecnológica moderna.
Cuando las madres y padres comparten el proporcionar apoyo económico, cuidados y seguridad emocional, la crianza
puede exigir menos cambios intensos en los roles y la personalidad de lo que sugería Gutmann.
Temas de los primeros años de juventud
Algunas teorías del desarrollo de los adultos dan gran importancia a las transiciones en el ciclo de la vida. Las
transiciones son cambios en los que reestructuramos nuestras vidas o reorganizamos nuestras metas como respuesta a
nuestras experiencias cambiantes. Casarse, tener un trabajo, tener hijos, ser despedido, comprar una casa, trasladarse a
otra ciudad, son el tipo de acontecimientos que estimulan las transiciones evolutivas.

La naturaleza de las transiciones


¿Hasta qué punto suponen estrés estos cambios? Los investigadores no se ponen de acuerdo en si las
transiciones de la vida son momentos de dificultades físicas y angustia psicológica. Levinson (Levinson et al., 1978)
sostiene que las transiciones producen mucho estrés. Entre los cuarenta hombres que empleó en su investigación,
veinticinco (62 por 100) pasaron crisis moderadas o serias en la «transición de los 30 años». Sólo siete (18 por 100)
dijeron que ese período estuvo exento de presión psicológica. Neugarten (1979) no está de acuerdo; ella descubrió que
las transiciones son muy angustiantes sólo cuando no son esperadas. Cuando se prevé un acontecimiento y se
considera parte normal del curso de la vida, éste provoca menos estrés. Pero si el acontecimiento no forma parte de ese
transcurso normal, si algo que se esperaba que ocurriera no tiene lugar, o si el hecho entra en conflicto con el reloj social
de la persona, viniendo demasiado pronto o demasiado tarde, éste puede causar mucho estrés y precipitar una crisis
emocional. Un estudio de tres años de mujeres blancas de clase obrera y clase media apoyaba la perspectiva de
Neugarten (Baruch, Barnett y Rivers, 1983). Cuando se les preguntó sobre las crisis en sus vidas, raramente
mencionaron los acontecimientos evolutivos esperados (como el matrimonio o el nacimiento de sus hijos). En su lugar
comentaron los incidentes que afectaron al curso de su vida (divorcio, un accidente de coche, un traslado en el trabajo) o
de acontecimientos que habían modificado sus relojes sociales (la muerte prematura de un pariente).
El conflicto entre Levinson y Neugarten puede surgir de distintos puntos de vista del origen de la transición.
Neugarten ve en el acontecimiento físico o social la causa de la transición. Levinson estaría de acuerdo en que el hecho
(como un divorcio) puede desencadenar una transición, pero argumentaría que el proceso se habría estado forjando en
el interior de la persona a medida que las antiguas tareas del desarrollo pierden importancia y aparecen otras nuevas.
Según su visión, el divorcio es el resultado de un proceso interno y no la causa. El debate continúa, y en el Capítulo 18,
cuando consideremos la transición de la mediana edad, lo veremos de nuevo.

El momento de hacerse adulto


Otro tema que no tiene una respuesta simple es el momento de hacerse adulto. ¿Cuándo madura una persona?
La edad cronológica no sirve de mucha ayuda, puesto que una persona parece madura a los 20 y otra todavía se la ve
irremediablemente inmadura a los 40. Algunos elementos de la madurez son comunes a todas las teorías del desarrollo
del adulto. Todos los teóricos consideran la capacidad de intimar, aceptar y dar amor, ser afectuosos y responder
sexualmente como algo necesario para alcanzar la madurez. Todos enfatizan la capacidad de ser sociables, tener
amigos, entregarse a los demás y cultivar las relaciones. Están de acuerdo en que los individuos maduros son
conscientes de sus habilidades y metas, tienen interés en realizar un trabajo productivo y la capacidad para hacerlo.
Una forma de contemplar la madurez es pensar en términos de capacidad de hacer frente con éxito a los
acontecimientos y decisiones que la mayor parte de las personas afrontan en momentos específicos de sus vidas. En
términos de la teoría de Erikson, la madurez en la juventud incluiría una resolución satisfactoria de las tareas del
desarrollo en la niñez y la adolescencia, la capacidad para comprometerse en una relación estrecha con otra persona
(intimidad), la preocupación de guiar a la próxima generación y el realizar un trabajo productivo (generatividad)
(Whitbourne y Waterman, 1979).
Otra forma de contemplar la madurez es en términos de las propias percepciones de la gente. ¿Qué hace sentir
a una persona que ha crecido? Los investigadores preguntaron a más de 2.000 hombres y mujeres casados qué
acontecimiento en su vida había sido más importante para hacerles sentir que realmente eran adultos (L. Hoffman y
Manis, 1979). Convertirse en padre/madre y mantenerse a sí mismos eran los signos más importantes de la madurez,
pero, como indica la Tabla 16.1, la pertenencia a un género y a un grupo étnico afectaba a las percepciones de la gente.
Independientemente de cómo definamos la etapa adulta, es algo acumulativo y cambiante. La madurez supone
un ajuste continuo a expectativas y responsabilidades constantemente cambiantes. Aunque las personas puedan ser
maduras sin estar casadas, tener hijos o trabajar duro en una profesión, los adultos saben quiénes son, a dónde quieren
ir y trabajan para conseguir sus metas. La frase «estoy tratando de hacerlo todo bien» resume con precisión el esfuerzo
de los jóvenes adultos para alcanzar la madurez.

EL CONCEPTO DEL YO Y LA AUTOESTIMA


A medida que las personas pasan de la adolescencia a la etapa adulta, raramente experimentan una fuerte
discontinuidad entre sus yoes de adolescentes y adultos. Sin embargo, esperamos algún tipo de cambio en el concepto
de yo, que es el patrón organizado, coherente e integrado de las percepciones relacionadas con el yo. Este concepto
está por encima de la visión presente del mismo en una persona y abarca una variedad de posibles yoes -conceptos
deseados o temidos del yo en el que uno puede convertirse-. El 65 por 100 de los jóvenes adultos universitarios dijeron
que pensaban mucho tiempo en sus yoes venideros, y son mucho más propensos a centrarse en sus futuras
personalidades deseadas (sexy, seguro de sí, poderoso) que en las no deseadas (deprimido, indigente, irrelevante)
(Markus y Nurius, 1986) (véase Tabla 16.2). Los posibles yoes son importantes porque afectan la motivación y guían la
conducta del momento presente, influyendo en que una persona evite o realice acciones específicas.
El aspecto físico, los roles sociales y las habilidades están íntimamente relacionadas con el concepto de yo, y
todas ellas cambian durante la juventud adulta. Los estudios longitudinales indican tanto la continuidad como el cambio
en la personalidad durante la juventud; algunos investigadores han observado giros pronunciados en la personalidad a
medida que las personas abandonan la adolescencia y entran en la juventud (Haan, Millsap y Hartka, 1986). Una vez han
salido de la adolescencia, ambos sexos dan muestras de una menor impulsividad centrada en sí mismos y de una mayor
habilidad para afrontar los problemas (Block, 1971). Cuando los hombres y mujeres jóvenes evalúan su personalidad,
ambos tienen niveles similares de autoestima y se valoran más que cuando eran adolescentes (Frieze et al., 1978).
Algunos psicólogos del desarrollo creen que la personalidad puede entenderse mejor en términos de la teoría contextual,
que asume que varios roles (trabajador, cónyuge, estudiante, paternidad/maternidad) interactúan con las influencias
históricas generales (depresión, guerra), afectando al concepto de yo y la personalidad (Kogan, 1990).
Cualquier examen del concepto de yo que no considere a ambos sexos por separado puede ser equívoco.
Hombres y mujeres contemplan sus vidas bajo estándares tan radicalmente distintos que los diferentes factores
probablemente influyen en sus conceptos de yo (Hagestad y Neugarten, 1985). Las ideas que unos y otras tienen sobre
sí reflejan el impacto de los estereotipos de roles de género y su propio esquema sobre el mismo. Como hemos visto, las
chicas han sido tradicionalmente socializadas para ser dependientes, pasivas, expresivas emocionalmente y afectuosas,
mientras que los chicos aprenden a ser autoritarios e independientes. Al ser educadas de este modo, las mujeres jóvenes
tienden menos a sentir que tienen control sobre sus vidas, éxitos y fracasos. Los hombres jóvenes creen en su poder
para controlar su destino, pero las mujeres piensan que son los poderes externos los que lo controlan.

Los hombres y la autoestima


La autoestima en los hombres jóvenes suele aparecer tras finalizar el instituto, pero no existe un cambio
pronunciado cuando pasan del mismo a la universidad o de esta última al mundo laboral. Entre los 1.600 hombres que
fueron observados durante cinco años tras terminar los estudios en el instituto, el aumento gradual de la autoestima
parecía reflejar la mejora en el status, oportunidades y privilegios que conlleva el ir madurando (Bachman, O’Malley y
Johnston, 1978). Cuando estos hombres eran adolescentes, sus antecedentes familiares, su propia capacidad intelectual
y su rendimiento académico contribuyeron en gran medida en su autoestima. Cuando los hombres empezaron sus
carreras, estos factores decrecieron en importancia y su status laboral fue más importante. Los trabajos con un status
elevado conducían a una mayor autoestima. Los largos períodos de desempleo estaban asociados con una disminución
en la autoestima, que se acentuaba en los que habían abandonado los estudios.
En un grupo de varones que habían ido a la universidad, el concepto de yo había permanecido en general
estable durante catorce años, pero los elementos de las percepciones de su yo mostraban algunos cambios (Mortimer,
Finch y Kumka, 1982). Los sentimientos de competencia declinaron en la etapa universitaria, para volver a brotar sólo en
el momento de la graduación, mientras que las percepciones del yo no convencional disminuyeron a medida que los
hombres se establecían en el mundo de los negocios. Una vez más, la autoestima sufría durante esos períodos de
desempleo o entre los que estaban forzados a aceptar trabajos por debajo de sus posibilidades.

Las mujeres y la autoestima


Los hombres suelen expresar sus necesidades de autocontrol y dominio de su trabajo, pero las mujeres que
tienen una gran necesidad de alcanzar metas puede que no siempre expresen directamente esas necesidades. Algunas
lo hacen, estudian carreras o se introducen en la política o trabajos sociales. Otras cubrían sus necesidades de logros de
una manera indirecta y su satisfacción provenía de los éxitos de su marido e hijos.
Hacia finales de la juventud, a veces, la autoestima baja en las mujeres que tienen metas altas y se dedican a
sus familias. Judith Birnbaum (1975) comparó a mujeres muy inteligentes que se dedicaban únicamente a ser amas de
casa (todas licenciadas con honores) con mujeres en el mundo profesional casadas (todas eran madres) y con mujeres
profesionales solteras. Encontró que las amas de casa eran las que tenían la autoestima más baja y el peor sentido de
competencia, incluso en las áreas sociales y del cuidado de los hijos. Solían sentirse solas y les faltaba el sentido de reto
y creatividad. Según parece, a medida que sus hijos empezaban la escuela, ya no necesitaban tantos cuidados y se
encontraban con que el rol de esposa y madre era inadecuado para expresar su necesidad de conseguir logros.

Los roles de género y la autoestima


Quizá como resultado del Movimiento de Liberación de la mujer en los últimos veinticinco años, los conceptos de
masculinidad y feminidad de hombres y mujeres estén cambiando. Entre muchos adultos jóvenes se están rompiendo los
estereotipos de rol de género, y los que tienen una personalidad que no encaja en los estereotipos tradicionales para
ninguno de ellos, son los que muestran mayor autoestima y el desarrollo psicosocial más avanzado (Hyde, Krajnik y
SkuldtNiedeberger, 1991). Estas mujeres y hombres reciben el nombre de andróginos; poseen un alto índice de
cualidades consideradas masculinas (confían en sí mismos, son independientes y autoritarios) y femeninas (son
afectivos, compasivos y comprensivos). Entre los estudiantes universitarios observados por Janet Spence (1979) hace
más de una década, los que tenían características bajas tanto en aspectos masculinos como femeninos también tenían
poca autoestima. Los estudiantes varones que encajaban en el estereotipo tradicional de rol de género (con un alto nivel
en sus propios rasgos de género y bajo en los del contrario) solían tener más autoestima que las mujeres que se
encontraban en su rol de género tradicional. Parece ser que las mujeres que no son independientes, no confían en sí
mismas y no son autoritarias tienen poca autoestima. Este aspecto de rol de género tradicional puede explicar el porqué
muchas mujeres se consideran menos competentes que los hombres. Estudios más recientes han descubierto un
aumento en la proporción de estudiantes andróginos, siendo ahora las mujeres doblemente más propensas a tener
personalidades de este tipo (Hyde, Krajnik y Skuldt-Niederberger, 1991).
La mayoría de los hombres y mujeres jóvenes parecen sentirse cómodos con su androginia. En un grupo de
jóvenes, los hombres no tenían reparos en expresar sus cualidades «femeninas», así como las mujeres en expresar su
lado «masculino» (Reedy, 1977). Ambos géneros deseaban verse a sí mismos como personas con seguridad,
inteligentes, independientes, amorosos y comprensivos. Este modo de pensar sobre la masculinidad y la feminidad
amplía las posibilidades para ambos sexos.

TRABAJO

El trabajo ocupa una considerable porción de la vida de un adulto y su influencia abarca casi todos los aspectos
de la misma. Define nuestra posición en la sociedad, y si tenemos suerte, da significado y proporciona una actividad
satisfactoria, un medio de expresión de la creatividad y una fuente de estímulo social (Perlmutter y Hall, 1992). El
concepto de yo está tan vinculado al trabajo que la mayor parte de las personas se definen a sí mismas según la labor
que desempeñan. «Trabajo en IBM», «soy profesor» o soy «ama de casa» -una respuesta autopeyorativa muy común
entre la mayoría de las mujeres que pertenecen al mundo laboral-. Cuando presentamos un amigo a otra persona
solemos incluir su ocupación: “Quiero que conozcas a Jerry. Tiene una tienda de calzados en la ciudad”. En algún nivel,
aparentemente nos damos cuenta de la importancia del trabajo, tal como hizo Freud al resumir los requisitos para llevar
una vida sana en Beben und arbeiten (amar y trabajar). La cultura, la clase social y el género poseen efectos de mucho
alcance en esta parte vital de nuestra existencia; influyen en el tipo de trabajo que realizamos, dónde y cuándo lo
hacemos. En las sociedades tecnológicas, por ejemplo, la proporción de mujeres en el mundo laboral ha crecido
rápidamente desde 1970 (Oficina de Estadística Laboral de Estados Unidos, 1991). Sin embargo, en Italia sólo un 30 por
100 de las mujeres trabajan fuera de casa (véase Gráfico 16.1).

La importancia del trabajo


El trabajo influye en la personalidad, la vida familiar, las relaciones sociales y las actitudes. Decir que el trabajo
afecta a la personalidad puede sonar extraño, pero cuando consideramos que el entorno laboral es un estímulo que está
presente durante un largo período de tiempo, podemos ver que una prolongada exposición puede tener un efecto
acumulativo en la personalidad (Garfinkel, 1982). Cuando se observó a algunos trabajadores durante diez años, la mayor
influencia parece provenir de la complejidad del trabajo (Kohn y Schooler, 1983). El grado en que el trabajo de una
persona requiere pensar y tener iniciativa influye en muchos aspectos de su personalidad. La complejidad de un puesto
laboral conduce a una mayor flexibilidad, que a su vez afecta a los valores, al concepto de yo y las actitudes respecto a la
sociedad. En otro estudio, los trabajadores de una planta de manufacturación que participaban en la resolución de
problemas y la toma de decisiones relacionadas con su trabajo mostraban más habilidades interpersonales, de
comunicación y de escuchar a los demás (Crouter, 1984).
El tono emocional de la situación laboral también afecta a la vida diaria del trabajador. Las investigaciones
indican que el estrés del trabajo influye en el tono de interacción entre los compañeros y entre padres e hijos (Repetti,
1989, 1991). Las relaciones sociales de los empleados en la empresa también se relacionan con la autoestima, los
niveles de angustia y las tendencias a la depresión (Repetti, 1985).
El trabajo puede ser una fuente de estrés, especialmente cuando una persona se involucra demasiado y le
dedica demasiadas horas (L. Hoffman, 1986). Hay muchos aspectos del mismo que pueden producirlo: el desempleo,
ganar poco dinero, tener una categoría baja, tareas laborales poco agradables, conflictos entre los valores profesionales
y los personales, falta de control y autonomía, y las intrusiones del empleo en otras áreas de la vida de una persona. El
involucrarse demasiado puede conducir a un estrés intolerable, incluso teniendo. mucho éxito.
El estrés relacionado con el trabajo puede conducir a la depresión, pero es más fácil que les suceda a personas que
desempeñan pocos roles sociales. Rena Repetti y Faye Crosby (1984) estudiaron a más de 400 mujeres y hombres
cuyos trabajos abarcaban desde camarero y conductor de camiones a médico o abogado. Descubrieron que las
personas solteras (cuyo papel principal es el de trabajador) tenían mayor tendencia a deprimirse por sus trabajos, sin
embargo, los que tenían hijos (cuyo rol social principal incluía pertenecer al mundo laboral, ser esposo/a y padre/madre)
se deprimían menos. Dentro de cada grupo, los que ocupaban puestos de menos prestigio daban más muestras de
depresión que los que ostentaban grandes puestos.
El trabajo puede ser una fuente de gran satisfacción, especialmente cuando ofrece un sentido de creatividad,
productividad o logro (Garfinkel, 1982). Los trabajadores de todos los niveles encuentran sus puestos muy gratificantes
cuando éstos suponen un reto y están bien remunerados, cuando se les dan los recursos que necesitan para hacerlo
bien y sus condiciones laborales son buenas (Seashore y Barnowe, 1972).

Elegir una ocupación


A menudo, la personalidad, los intereses y los valores son la base para la elección de una ocupación, pero
muchas personas se encuentran en el trabajo de su vida por casualidad. Estos factores aparentemente irrelevantes,
como el tomar decisiones en alguna área de la vida, el emplazamiento del hogar, la suerte y el género, pueden
determinar la carrera o el trabajo que aguarda a una persona.
Algunas de las decisiones que determinan el número que a uno le toca en la gran lotería de las ocupaciones se
toman en el instituto, como vimos en los Capítulos 13 y 14. Entre los aspectos que influyen notablemente se encuentra el
lugar de residencia, que ayuda a elegir entre las opciones profesionales de dos modos. Primero el tipo de industrias
locales determina el tipo de trabajo que hay disponible, especialmente para los adultos de clase obrera. Segundo, los
adultos de la comunidad proporcionan los modelos de rol que conducen a los jóvenes a diversos trabajos y carreras.
Según la teoría de John L. Hollands (1985) sobre la elección del trabajo y la carrera, las diferencias en la
personalidad son cruciales; en ella los seis problemas básicos de la misma están correlacionados con las opciones
ocupacionales. La gente que muestra los temas básicos (realista, investigador, artístico, social, convencional y de
empresa) se ven atraídos por ocupaciones que son compatibles con estos temas. Un granjero, por ejemplo, es realista
(fuerte y práctico) y convencional (prefiere actividades estructuradas). Cuando la ocupación y la personalidad encajan, la
persona suele estar satisfecha, sigue con su trabajo y asciende en su carrera.
A medida que la estructura de la economía ha ido cambiando, el futuro ocupacional de la mayoría de los jóvenes
adultos no universitarios o sin una formación vocacional es menos prometedor que hace veinte años. Tanto si la meta
consiste en conseguir un trabajo cualificado o no cualificado, es fácil que los jóvenes encuentren que no pueden
establecerse en ocupaciones que les permitan emprender el camino por sí solos, comprar un coche y una casa e irse de
vacaciones como hacían sus padres. Los estudios del Instituto de Política Económica indican que durante la década de
los ochenta los ingresos de los padres de familia más jóvenes de 25 años descendieron un 19 por 100 en términos reales
(véase Gráfico 16.2). Los ingresos de los adultos entre 25 y 34 bajaron un 5 por 100 (Kilborn, 1990). En 1991 el salario
medio por hora de los trabajadores no cualificados supuso un 6,8 por 100 menos en bienes y servicios que en los diez
años anteriores (Kilborn, 1991).
La situación de muchos jóvenes afroamericanos es especialmente problemática. Estos jóvenes suelen entrar en
el mercado laboral más pronto que sus homólogos blancos y es más fácil que se sientan frustrados por una educación
inadecuada, atraviesen largos períodos de desempleo y experimenten mayores desengaños en su búsqueda de trabajo
(Bowman, 1990). En un estudio de hombres y mujeres afroamericanos que vivían en familias con tres generaciones, el
41 por 100 no tenían empleo y la mayoría (independientemente del género) llevaba más de dos meses buscando trabajo.
Casi un tercio había estado sin trabajo más de seis meses. Phillip Bowman (1990), que dirigió este estudio, sugiere que
el estar sin empleo durante bastante tiempo y la decepción de buscarlo puede socavar la capacidad de los jóvenes de
esta raza para afrontar las tareas del desarrollo en el ciclo de la vida, incluyendo la identidad, la intimidad y la
generatividad. Los fuertes vínculos de las familias extensas afroamericanas, los patrones étnicos de cooperación y la
religión ayudarán a algunos de ellos a afrontarlas con efectividad, pero muchos puede que desarrollen identidades
confusas o fracasen en las tareas de crear vínculos íntimos con una pareja y ser los que mantienen la familia.
Las diferencias de género en el mundo laboral
El género es un accidente del nacimiento que tiene efectos de largo alcance en la posibilidad de poder acceder a
trabajos y carreras, en los patrones de trabajo individuales y en el modo en que se eligen las profesiones. Sin embargo, a
medida que han ido cambiando los roles de la mujer, el patrón de su participación en el mundo laboral se ha ido
pareciendo al del hombre (véase Gráfico 16.3).

Las diferencias de género en los patrones de trabajo


Los primeros años laborales son bastante similares para ambos sexos, pero en el momento en que un hombre
joven de clase media cambia de un trabajo cónico a uno que exige compromisos y su carrera se empieza a estabilizar,
los caminos de los hombres y de la mayor parte de las mujeres se paran. Muchos hombres y mujeres que permanecen
solteros suelen tener vidas laborales ordenas, aunque los estudios longitudinales indican que la mayoría de los hombres
cambian de profesión (no sólo de trabajo) al menos una vez en su vida laboral (J. Jacobs, 1983). Cuando los solteros
sus estudios universitarios, aceptan puestos que les sirven de trampolín. Tras algunos cambios en la búsqueda
del puesto correcto, se establecen en el campo elegido. Entre los 25 y los 35 años es cuando se van asentando
envestigadores creen que en la teoría de Erikson debería insertarse una etapa de consolidación de carrera entre la de
la intimidad y la de generatividad (Vaillant y Milofsky, 1980).
Hasta la década de los ochenta, las mujeres casadas generalmente seguían un camino distinto. La mayoría
abandonaba el mercado laboral para iniciar una familia justo cuando los solteros de ambos sexos se estaban
estableciendo. Tanto si volvían al trabajo como si no, lo hacían cuando sus hijos tenían 3, 6 0 18 años, la interrupción era
casi siempre negativa en sus carreras (L. Hoffman y Nye, 1974). Muchas mujeres actualmente han eliminado o acortado
esta ruptura en su patrón laboral. Menos del 40 por 100 de las mujeres que tuvieron su primer hijo en la década de los
sesenta volvieron al trabajo en cinco años, pero a principios de los ochenta, el 40 por 100 volvió al cabo de cinco meses,
y más del 50 por 100 al cabo de un año (O’Connell, 1989). Las interrupciones en el empleo hacen que la mujer pierda su
curso en la profesión y en parte son la causa de que las mujeres que trabajan a tiempo completo ganen sólo 700 dólares
por cada 1.000 dólares ganados por los hombres (A. Cowen, 1989) Otro factor que contribuye a la diferencia de los
ingresos es la conformidad de las mujeres a aceptar puestos mal pagados que encajan fácilmente con otros aspectos de
su vida. Sin embargo, incluso hoy en día, las diferencias de género en los salarios a menudo reflejan prácticas
discriminatorias.

Las madres con empleo y su moral


Las madres que tienen trabajo fuera de casa generalmente cargan con la mayor responsabilidad de las tareas
del hogar y el cuidado de los hijos. ¿Produce esta doble carga de trabajo tanto estrés que perjudica la moral de una
madre? Generalmente no; al contrario, la mayor parte de las madres trabajadoras tienen una moral relativamente alta.
Dan menos muestras de depresión, menos síntomas psicológicos y signos de estrés que las madres amas de casa (L.
Hoffman, 1989). La depresión se ensaña más entre las que están en casa cuando en realidad preferirían estar trabajando
(Hock y DeMeis, 1990). El empleo proporciona autoestima, dándoles un sentido de estar haciendo algo útil, un estímulo
para superar retos y la oportunidad de estar en compañía de otros adultos (L. Hoffman, 1984). Las mujeres de clase
media con carreras profesionales generalmente tienen una alta autoestima, pocas veces se sienten solas y se
consideran competentes.
A pesar de los beneficios de tener un empleo, muchas madres se preocupan por no «tener bastante tiempo», por
temor a que sus hijos sientan que no pueden prestarles la suficiente atención y por encontrar a alguien que les pueda
cuidar adecuadamente. No obstante, entre las mujeres que se quejaron de tener conflicto de roles y demasiadas
responsabilidades, sólo las que no trabajaban fuera de casa tenían síntomas de angustia (Barnett y Baruch, 1987). Las
madres trabajadoras son las más propensas al estrés cuando no tienen otra ayuda social, cuando el hijo es disminuido o
padece una enfermedad crónica o cuando tienen varios hijos preescolares (L. Hoffman, 1989). En algunos casos, pasar a
un empleo a tiempo parcial puede ayudar a reducir el estrés.
¿De qué modo afecta el empleo de una mujer en la calidad de vida de su matrimonio? Los investigadores no han
descubierto ningún efecto claro sobre las repercusiones del empleo de la mujer en las relaciones conyugales (L.
Hoffman, 1989). Algunos matrimonios parecen mejorar, especialmente en los casos en que la mujer desea trabajar, el
marido no se opone a ello o la familia es de clase media. Otros, sin embargo, parecen deteriorarse, especialmente
cuando ella preferiría estar en casa, su esposo se opone a que trabaje o pertenecen a la clase obrera. Aunque el índice
de divorcios es alto entre las familias con mujeres que trabajan, la mayoría de los investigadores creen que el hecho de
que la madre trabaje no conduce a esa situación. En su lugar, el empleo, al hacer posible que pueda financiarse el
divorcio, supone un medio para salir de un matrimonio que ha fracasado.
MATRIMONIO

La mayor parte de las personas se casan al menos una vez a lo largo de su vida; actualmente suelen ser más
mayores, pero no por ello más sabios, cuando realizan el compromiso legal que hace veinticinco. En 1960, casi el 72 por
100 de las mujeres y el 47 por 100 de los hombres entre los 20 y los 24 años estaban casados. Hoy en día, sólo el 34,6
por 100 de las mujeres y el 21,4 por 100 de los hombres de esas edades lo están (Oficina del Censo de Estados Unidos,
1990b). Estas cifras indican que estamos volviendo a los patrones de matrimonio del siglo pasado, cuando las mujeres
se casaban casi a la misma edad que ahora. Esta tendencia a retrasar el matrimonio varía en intensidad según el grupo
étnico (véase Gráfico 16.4).
La tendencia a posponer el matrimonio refleja en parte una mayor asistencia a la universidad. Las personas que
cursan estudios universitarios suelen demorar el matrimonio hasta haber completado su educación y las mujeres jóvenes
que se están asentando en una carrera son las que más lo retrasan. El retraso también se realza debido a otros cambios
en la sociedad: una mayor tolerancia respecto a las parejas que viven juntas sin estar casadas, la nueva aceptación del
status de soltero o una forma adecuada de vivir y quizá la duda casarse debido a los altos índices de divorcios.
parejas de clase obrera, en línea con su pronta asunción de responsabilidades de adulto, tienen mayor tendencia que las
parejas de clase media a seguir el patrón de los años sesenta de casarse pronto. Una de las razones por las que las
primeras parecen ser reacias a retrasar el matrimonio es que ese papel les ayuda a ser independientes. Los adultos de
clase media suelen abandonar el hogar a ir a la universidad; los adultos de clase obrera lo hacen para casarse.

Elegir una pareja


Elegir una pareja no es simplemente una cuestión de amor. Algunos de los mismos factores sociales que
determinan la amistad también influyen en la elección de una pareja. Antes de que dos personas puedan casarse, han de
conocerse, por lo que el lugar donde viva una persona o donde vaya a la escuela limitará el cupo de posibles
compañeros. Puesto que la gente que vive en una misma zona y posee experiencias educacionales similares suelen
profesar una misma religión, pertenecer a la misma raza, etnia y status socioeconómico, las parejas casadas también
son semejantes en estos aspectos. Aunque actualmente existe un mayor índice de matrimonios interraciales, entre
grupos étnicos y religiosos que antaño (Murstein, 1985). Incluso las parejas que se enamoran en su primer encuentro es
poco probable que desarrollen una relación íntima duradera, a menos que también tengan un pasado en común,
intereses y metas afines (Wong, 1981).
Un primer encuentro rara vez conduce a una convicción inmediata de que la pareja será duradera. No obstante,
se producen una serie de encuentros, ya sean citas o contactos informales a través de amigos comunes, clases en la
escuela o intereses conjuntos. Las influencias externas suelen afectar la predisposición al matrimonio. A veces, un adulto
de clase obrera puede estar más interesado en huir de un hogar conflictivo que en compartir la vida con una pareja. Las
normas de clase o étnicas referentes a la edad “correcta” para casarse, tener ingresos, seguridad laboral y las propias
inclinaciones del individuo respecto al matrimonio pueden combinarse bien para mantener alejada a una persona de la
idea de formar un hogar o conducirla a percibir a la mayor parte de los miembros del sexo opuesto como posibles
candidatos (Ankarloo, 1978). Cuando una persona se encuentra en este último estado, la elección de un compañero
probablemente esté más al alcance de la mano y las relaciones pueden iniciarse de forma más deliberada y menos como
un juego.
Una vez los candidatos llegan a una relación de compromiso, entonces suelen darse las relaciones sexuales.
Entre las mujeres solteras de poco más de 20 años, casi el 75 por 100 han tenido relaciones sexuales (Forrest y Singh,
1990). Las relaciones sexuales informales parecen estar descendiendo en este país, aunque no lo han hecho del todo. El
miedo al SIDA está haciendo cambiar el modo en que la gente contempla el sexo informal. El SIDA, en un principio
concentrado entre los homosexuales o transmitido en transfusiones o por compartir jeringuillas, ha trascendido a la
población heterosexual a través de las drogas y el sexo. Los bares de solteros ya no son tan populares y muchas
personas se han vuelto recelosas respecto a las relaciones sexuales sin tener una pareja estable. Tal como expuso una
mujer, «el problema puede que no sea la persona que conoces, sino la que conoce esa persona» (M. Clark, Gosnell y
Hagar, 1986). En las encuestas nacionales, el 52 por 100 de los adultos solteros entre 18 y 44 años dijeron que el miedo
al SIDA había cambiado su conducta sexual, haciéndoles usar preservativos o limitar el número de parejas (Kagay,
1991). Este cambio probablemente se deba a que el 21 por 100 de los adultos americanos conocen a alguien que tiene
esa enfermedad o ya ha muerto de ella -casi un 2 por 100 en 1985.
Una vez que las parejas han alcanzado el estado de compromiso, sus amigos y familiares empiezan a verles
como una unidad. No se invita a una fiesta sólo a uno de ellos. Paulatinamente, ambos empiezan a pensar en términos
de nosotros y son conscientes de que dependen el uno del otro. Si se han declarado abiertamente la intención de
contraer matrimonio, uno o ambos puede que atraviesen un período de angustia, preguntándose si han tomado la
decisión adecuada.
Hacer que el matrimonio funcione
El matrimonio establece la familia como sistema social y cada cónyuge ha de adaptarse a los roles conectados
con dicha institución. Antes de finalizar el primer año, las parejas han llegado a una división de poderes. Esta división es
crucial para asentar los roles conyugales y tradicionalmente era el hombre el que dominaba la relación. Tras estudiar más
de 3.500 matrimonios en tres ciudades, los investigadores llegaron a la conclusión de que existen varios factores que
afectan al equilibrio del poder: 1) los ingresos que aporta cada uno, tendiendo el poder de la mujer a igualar el del
esposo; 2) el grado en que los cónyuges se adaptan a la visión tradicional de que es el varón el que mantiene la familia,
siendo el hombre el que domina claramente cuando ambos mantienen esta perspectiva; 3) el grado en que un cónyuge
«ama menos» que otro, porque el que más ama trabajará y sufrirá más para conservar el matrimonio (Blumstein y
Schwartz, 1983).
A medida que las parejas forjan sus matrimonios y tratan con los temas de poder, autoridad y control, la mayoría
atraviesa tres fases previsibles: armonizarse, crianza y mantenerse (Kurdek y Schmitt, 1986). Durante la fase de
armonizarse, que generalmente se extiende a lo largo del primer año, el hombre y la mujer aprenden a vivir juntos y a
pensar sobre sí mismos como una pareja interdependiente, en las que las acciones de uno tienen consecuencias en el
otro. Durante la fase de crianza, que transcurre a partir del segundo o tercer año, exploran los límites de su
compatibilidad. Los conflictos resultantes pueden causar que ambos se sientan simultáneamente atraídos hacia el
matrimonio y repelidos por el mismo. En la fase de mantenimiento, que suele empezar a partir del cuarto año, las
tradiciones familiares ya se han establecido y reaparece la individualidad de cada uno. Los conflictos del período de
crianza generalmente están resueltos y mejora la calidad de la mayoría de las relaciones.
La satisfacción a raíz del matrimonio varía ampliamente en las parejas jóvenes. Entre los recién casados blancos
y afroamericanos, lo que más influía en su satisfacción era el poder comunicar las emociones (Veroff, Douvan y Hatchett,
en imprenta). Cada cónyuge de un matrimonio feliz sentía que el otro hacía que su vida fuera interesante y excitante, se
preocupaba mucho por el otro y apoyaba su individualidad. Gran parte de esta comunicación se daba de forma indirecta
a través del modo en que resolvían los conflictos o experimentaban su vida sexual. Los factores en contra de la
gratificación conyugal eran un exceso en la frecuencia de conflictos y poca voluntad para aceptar las interacciones del
otro, como cuando uno de los dos habla con una tercera persona respecto a sus problemas. Además, algunos
investigadores han propuesto que las diferencias individuales de la personalidad, actitud y valores actúan como filtros, a
través de los cuales procesan la información sobre la relación (Bradbury y Fincham, 1988). Por tanto, las situaciones que
una persona puede encontrar satisfactorias pueden resultar neutra o evocar el sentimiento contrario en el otro. roles de
género gobiernan las interacciones matrimoniales o evocar el sentimiento contrario en el otro. Los roles de género
gobiernan las interacciones matrimoniales, pero sólo parecen afectarla calidad de las mismas cuando los cónyuges
difieren en sus puntos de vista (Went, 1990). Cuando la mujer es menos tradicional que el hombre, el matrimonio suele
ser infeliz, pero cuando es a la inversa, suele ser al contrario. El contexto social también afecta en la satisfacción
conyugal, ayudando a la misma el apoyo de la familia y los amigos (Veroff, Douvan y Hatchett, en imprenta). Entre los
factores que predicen la infelicidad se encuentran un bajo nivel de estudios y el no saber hacer un fondo común (Kurdek,
1991b). El bajo nivel educativo puede estar relacionado con altas expectativas poco realistas y con la falta de capacidad
para desarrollar las habilidades para resolver conflictos, mientras que el fracaso de unir los ingresos puede relacionarse
con una falta de confianza en el otro. El recuadro siguiente, «El contexto social y el matrimonio», muestra de qué modo
los contextos sociales propician las diferencias étnicas en la interacción conyugal.

Cohabitar
Actualmente, las parejas solteras que viven juntas son casi cinco veces más que en 1970; el número de éstas de
todas las edades ha pasado de 5,23 millones a 25,88 millones (Oficina del Censo de Estados Unidos, 1990x). Vivir juntos
o cohabitar se hizo popular en las ciudades universitarias hacia finales de los sesenta. En 1988, más de un tercio de las
mujeres americanas entre 15 y 44 años habían vivido con un novio o pareja sin estar casadas con él (London, 1991). Tal
como nos recordaba la serie de televisión Tres en casa, cohabitar no ha de implicar necesariamente el sexo (o incluso la
amistad), pero a menudo suele ser así.
El compromiso de la relación abarca desde leve (en el que las partes contemplan el arreglo como un acuerdo de
conveniencia temporal y se sienten con libertad para tener relaciones íntimas con otras personas) hasta intenso (en el
que ambos lo contemplan como un camino hacia el matrimonio o una situación permanente sustituta de éste) (E.
Macklin, 1988). La mayor parte de los que cohabitan, o bien se casan o bien rompen al cabo de un año más o menos,
por lo que el acuerdo parece ser un nuevo paso del proceso de cortejo. La cohabitación puede ser una especie de
prueba para comprobar si la relación tiene una base sólida para el matrimonio.
Las personas que viven juntas que finalmente se casan tienden a unir sus ingresos, mantener visiones
relativamente tradicionales sobre los roles de género y pasar la mayor parte de su tiempo juntos (Blumstein y Schwartz,
1983). Una vez casados, son difíciles de distinguir de las parejas que nunca han cohabitado antes del matrimonio. Sin
embargo, son más propensas al divorcio que las otras.
La definición oficial de cohabitación se limita a las parejas heterosexuales, pero muchos homosexuales viven
juntos de una forma similar. De hecho, tanto parejas heterosexuales que cohabitan como las homosexuales (ya sean
gays o lesbianas) pasan por las mismas fases de armonización, crianza y mantenimiento que las parejas casadas
(Kurdek y Schmitt, 1986).
La mayoría de los estudios de varones homosexuales se han quedado obsoletos por los recientes
acontecimientos. Un amplio estudio anterior, que ahora tiene quince años, mostraba que sólo el 10 por 100 de los gays
vivían en una estrecha relación de pareja que se pareciera a los matrimonios convencionales y otro 18 por 100 vivía una
relación sexual estable que se asemejaba a la de los matrimonios abiertos, en la que ambos tenían libertad para tener
relaciones sexuales con otros (A. Bell y Weinberg, 1978). El resto se parecía a los fluctuantes solteros, no tenían parejas
o no podían clasificarse.
Después de que el SIDA empezara a causar estragos en la comunidad gay a principios de los ochenta, muchos
de ellos entablaron relaciones estrechas, confinaron sus parejas sexuales a grupos reducidos o practicaron el «sexo
seguro», especialmente en las zonas urbanas (Stall, Coates y Hoff, 1988). El resultado entre amplios grupos de gays que
se han venido observando durante unos cuantos años ha sido que la proporción de los que han contraído el SIDA cada
año (pero que aún no han desarrollado la enfermedad) ha bajado de un 7,5 por 100 a un 1 o 2 por 100 (Cowley, 1990).
Aunque el miedo al SIDA ha acelerado la continuidad de las relaciones comprometidas entre los gay, estudios anteriores
indican que las relaciones tipo matrimonial ya estaban en auge antes de que empezara la epidemia (E. Macklin, 1980).
Las lesbianas parecen tender más a una relación estable que los hombres. El mismo estudio que mostró sólo un 10 por
100 de gays con una relación estable, señalaba que el 28 por 100 de las lesbianas mantenían una relación de este tipo y
otro 17 por 100 tenía relaciones pero con libertad sexual (A. Bell y Weinberg, 1978). En estudios más recientes, las
parejas gays eran dos veces más propensas que las lesbianas a permitirse tener relaciones sexuales con otros (Kurdek,
1991ª). La diferencia entre lesbianas y gays ha sido atribuida a los diferentes patrones de socialización en la niñez. En
una relación entre gays, ambos miembros han sido socializados para ser independientes; mientras que en una relación
entre lesbianas, ambas han sido socializadas para ser protectoras, interesarse en el amor y el afecto. Las lesbianas y los
gays pueden encontrarse ante conflictos inesperados en sus relaciones, porque no pueden emplear los roles de género
como guía para tomar decisiones (Blumstein y Schwartz, 1983). Puesto que no pueden casarse legalmente, y por tanto
no tienen barreras constitucionales para abandonar una relación insatisfactoria, gays y lesbianas tienen mayor tendencia
a separarse que los heterosexuales, cuando encuentran alternativas deseables para su relación (Kurdek, 1991ª).

Quedarse soltero
La soltería va en aumento en Estados Unidos, en parte porque los adultos retrasan su matrimonio (véase Tabla
16.3). Hay tantas personas que se casan tan tarde que los demógrafos no se ponen de acuerdo con la cifra final de la
población soltera. No todos los adultos solteros viven solos, algunos cohabitan, otros viven con algún amigo o pariente y
otros no se van nunca de casa.
Antaño, las personas que no se casaban tenían que afrontar la desaprobación de la sociedad. En 1975, el 80 por
100 de los americanos creían que las mujeres que elegían quedarse solteras debían estar «enfermas», «neuróticas» o
ser «inmorales» (Yankelovich, 1981). No se decía lo mismo de los hombres solteros, aunque los primeros colonos
tampoco los consideraban favorablemente. Los gobiernos colonialistas intentaron conducir a los solteros al matrimonio
poniendo impuestos de soltería y recogiendo el dinero cada semana (Scanzoni y Scanzoni, 1981). En 1980, la sociedad
había llegado a aceptar este estado y el 75 por 100 de los americanos describieron a las mujeres solteras como
personas sanas que habían decidido seguir un camino distinto en la vida (Yankelovich, 1981).
Los microondas, las comidas congeladas, los vestidos que no necesitan plancha, la mejora en las
comunicaciones y otros servicios de los que hacen uso los solteros, han hecho que vivir solo sea más fácil que hace
treinta años. La televisión hace que uno no se sienta tan solo. Aunque quizá debido al problema económico, cada vez
menos hombres solteros abandonan el hogar de sus padres. Entre los adultos de 25 a 34 años, el 32 por 100 de los
hombres solteros viven con sus padres (Gross, 1991). Entre las mujeres de la misma edad y estado, el 20 por 100
todavía está en casa. Antiguamente, las mujeres se casaban para tener seguridad. Actualmente son económicamente
independientes, pueden casarse para tener una compañía. La libertad económica las ha hecho más selectivas a la hora
de elegir a un compañero.
Las personas que prefieren no casarse dicen que tienen más ventajas: libertad personal, oportunidades
profesionales, libertad y variedad sexual y la posibilidad de mejorar. En un estudio, los individuos solteros estaban física y
emocionalmente tan sanos como los casados (C. Rubinstein, Shaver y Peplau, 1979). De algún modo, las mujeres
solteras se desenvuelven mejor que los hombres en la misma situación. Las que no se han casado nunca tienen más
estudios, mayores ingresos y mejor salud mental que los hombres solteros (E. Macklin, 1980).
TENER HIJOS

Los americanos están teniendo menos hijos y a una edad más avanzada, pero la mayoría acaban siendo padres.
Gran parte de lo que implica la paternidad sigue siendo igual que siempre, pero los cambios en la sociedad han alterado
la experiencia de modo que tiene efectos radicales en sus vidas. Los anticonceptivos baratos y efectivos han traído
algunos de esos cambios. Han conducido a la reducción del tamaño de la familia, lo que implica que hombres y mujeres
pasan menos años involucrados activamente en la crianza de los hijos. En los tiempos de nuestros bisabuelos, no era tan
raro que una mujer volviera a dar a luz casi al mismo tiempo que su hija mayor se convertía en madre. Los
anticonceptivos también han facilitado el retrasar el primer nacimiento, permitiendo a las mujeres que se establezcan en
sus carreras y que la pareja consiga alguna seguridad monetaria antes de embarcarse en ser padres. Este control del
tiempo hace que los hijos sean mejor recibidos.
Debido a los cambios tecnológicos, tener hijos no es tan pesado en la actualidad. Todas las innovaciones que
hacen la vida más sencilla, junto con artículos como los pañales desechables, aligeran la carga de las tareas de ser
padres. Hacen posible que las madres entren (o permanezcan) en el mercado laboral. Aunque los altos índices de
divorcio y el aumento de madres solteras implica que hay más adultos que experimentan al menos una parte de la
maternidad sin el apoyo de una pareja.

Embarazo
Ser padres empieza con el embarazo. Tan pronto como los cónyuges son conscientes de que van a tener un hijo,
su relación empieza a cambiar. Para algunas parejas es un momento de mucho estrés; para otras es un tiempo de
crecimiento personal. El transcurso emocional del embarazo puede estabilizar o romper el matrimonio (Osofsky y
Osofsky, 1984). Algunos de los sentimientos de la mujer respecto a su embarazo son positivos: puede sentirse especial,
fértil, femenina, excitada e impaciente. Otros son negativos: puede tener miedo, estar exhausta, preocupada sobre el
bebé y su habilidad para sobrellevar la maternidad (Grossman, Eichler y Winickoff, 1980). Puesto que se siente
vulnerable, las reacciones de su compañero tienen una gran influencia en el modo en que sentirá su embarazo. Tal como
escribió una mujer embarazada: «no soy la mujer autosuficiente que él conoce y ama. Al salir del trabajo necesito a
alguien que me cuide» (Kates, 1986).
Los hombres generalmente se sienten orgullosos y están excitados ante la perspectiva de ser padre, pero los
sentimientos negativos también son frecuentes. Un marido puede preocuparse por el modo en que el nacimiento del
bebé cambiará su relación matrimonial, la envidia de la capacidad de su mujer de llevar al hijo dentro, celos del bebé,
experimentar una sobrecarga de responsabilidad, o sentirse excluido del misterio y la intimidad del proceso del embarazo
(Osofsky y Osofsky, 1984).
La calidad de la relación matrimonial afecta al curso del embarazo. Entre 100 parejas tradicionales de clase
media que estaban esperando su primer o segundo hijo, las mujeres cuya relación era buena y que compartían la toma
de decisiones, experimentaban pocos problemas fisicos y emocionales (Grossman, Eichler y Winickoff, 1980). Cuando el
bebé había sido deseado en el momento de la concepción, el estrés y las complicaciones durante el embarazo
disminuían, hallazgos que han podido probarse gracias a los últimos estudios (Heim, 1992).
La mayoría de las parejas se embarcan en su primer embarazo con poco conocimiento de lo que ello supone. No
obstante, cuanto más saben los futuros padres, mejor parecen adaptarse a los cambios en sus vidas. En un estudio
longitudinal de parejas jóvenes de clase obrera y media que iban a tener su primer hijo, las que sabían lo que les
esperaba durante el embarazo, el nacimiento y el primer año del bebé afrontaron mejor todos los aspectos del proceso
(Entwisle y Doering, 1981). Entre las parejas de una amplia gama de procedencias socioeconómicas y étnicas (anglo,
afroamericanos, asiático-americanos e hispanos), los que participaron en grupos de parejas y se encontraban
semanalmente durante el embarazo también hicieron una transición hacia el nuevo estado más suave que las parejas
que no lo hicieron (P. Cowan y Cowan, 1988).

Ajuste a la paternidad
El nacimiento del primer hijo causa un gran revuelo en la vida de la pareja. Cambia los roles sociales de las
personas, sus patrones de amistades, personalidad, valores y participación en la comunidad. Muchas mujeres dicen que
el mayor cambio en su vida no tuvo lugar cuando se casaron, sino con el nacimiento del primer hijo. Anteriormente vimos
que las personas ven el convertirse en padres como un indicador de convertirse en adultos. Conlleva una nueva forma de
responsabilidad para ambos. Ahora han de proteger y cuidar otra vida, un ser que llega al mundo indefenso.
Durante la primera semana tras el nacimiento del bebé, muchas mujeres atraviesan un breve período de
«depresión posparto», en el que lloran, maldicen al bebé y están confusas. Casi un 20 por 100 pasa este proceso (véase
Capítulo 5), que incluye pesadillas, sentimiento de impotencia y tristeza, miedo o preocupación por el bebé. Sólo el 8 por
100 padece depresiones lo bastante graves como para necesitar tratamiento psiquiátrico (Fedele et al., 1988).
La experiencia de ser padres afecta en la personalidad, pero la naturaleza del cambio depende de las características de
la persona, el bebé, la relación matrimonial y el nivel de apoyo social. Los conceptos de yo se modifican a medida que se
van viendo como padres, además de compañeros y amantes. En la mayor parte de los casos, la autoestima o permanece
estable o aumenta, los padres suelen sentirse más valiosos y su confianza en sí mismos suele crecer (Antonucci y Mikus,
1988). Como veremos en el recuadro El ser padres intensifica los roles de género-, ser padres inclina a ensalzar los roles
tradicionales en muchos adultos.
La calidad de la relación conyugal afecta en el modo en que los padres tratarán a su bebé. Entre las parejas
blancas de clase media, las madres con relaciones estrechas y seguras eran especialmente afectuosas y sensibles con
sus bebés, quizá porque esos matrimonios cumplían las necesidades emocionales de las mismas (Cox et al., 1989). (Los
padres de estos matrimonios solían tener actitudes positivas hacia sus bebés y su rol paterno.) En el Capítulo 8 vimos
que la sensibilidad y el afecto de una madre estaba asociado con la seguridad del apego de su bebé.
las exigencias y responsabilidades de ser padres también pueden afectar la relación. La mayoría de los estudios
indican pequeños pero significativos declives en la satisfacción conyugal tras el nacimiento del niño/a. De todos modos,
algunos nuevos padres dijeron que sus matrimonios eran más gratificantes desde la llegada de su primer hijo (P. Cowan
y Cowan, 1988). Tanto si la satisfacción aumenta o desciende, las parejas tienden a permanecer en el mismo lugar que
cuando se les clasificó por orden de satisfacción, con correlaciones desde 0,52 a 0,79 entre los principios del embarazo y
nueve meses después del nacimiento del bebé (Belsky, Spanier y Rovine, 1983). La continuidad que aparece
consistentemente en los estudios indica que los bebés ni crean malestar donde no existía, ni unen a parejas que tenían
problemas (P. Cowan y Cowan, 1988). De todos modos, los sentimientos positivos de las esposas respecto a sus
maridos generalmente descienden tras el nacimiento del niño (véase Gráfico 16.5). Estos sentimientos afloran cuando el
bebé tiene 3 meses, para volver a establecerse cuando el pequeño cumple los 16 meses y ser tan afectuosas con sus
maridos como antes (Fleming et al., 1990).
Muchas parejas encontraron que se comunicaban menos tras el nacimiento de su hijo; la espontaneidad que
caracterizaba su vida social y sexual se reducía en gran medida. Comentaron tener más tensiones y angustias, más
desacuerdos y menos entendimiento mutuo durante los primeros años de paternidad que en ningún otro momento.
Puede que todo este estrés no se deba a este estado; las parejas sin hijos dan muestras de un estrés similar durante el
segundo o tercer año de matrimonio -casi cuando la mayoría tienen su primer hijo (Kurdek y Schmitt, 1986).
Cuando las parejas se sienten separadas por los hijos, esta situación parece surgir a raíz del poco tiempo que pueden
estar juntos, los desacuerdos sobre la educación del hijo, o los sentimientos del marido de que la mujer está tan absorta
en los hijos que se olvida de él (L. Hoffman y Manis, 1978). Según parece, la paternidad intensifica los placeres y las
insatisfacciones, y la situación en la que se encuentra una pareja determina en qué sentido se subirán o bajarán los
peldaños.
Con el nacimiento del primer hijo, independientemente de lo igualitario que sea el acuerdo de la pareja, los
cónyuges pasan a una división más tradicional de las tareas domésticas (P. Cowan y Cowan, 1988). El modo como se
dividan las tareas no afecta en la satisfacción matrimonial, pero la satisfacción de ambos con tal división tendrá una gran
repercusión. Cuando el bebé ya ha cumplido 6 meses, la mayor parte de los hombres ayudan menos en las tareas del
hogar pero pasan más tiempo cuidando del hijo que en los primeros meses. Es también muy importante que estén de
acuerdo en el modo en que han de educar a los hijos. En un estudio, las diferencias en las actitudes de los padres sobre
la educación de su hijo de 3 años predecía un divorcio cuando éste cumpliera los 11 (G. Roberts, Block y Block, 1984).
A pesar del estrés, el ser padres parece ser una experiencia gratificante. Cuando los investigadores preguntaron a los
padres de bebés de 18 meses «¿Cuál ha supuesto la mejor parte de formar una familia para cada uno de ustedes?»,
casi todos, hombres y mujeres, respondieron que tener a su hijo (P. Cowan y Cowan, 1988). Hablaban de la expectación
de observar el desarrollo del niño, de redescubrir el mundo bajo la perspectiva del pequeño, de aprender a resolver los
problemas con mayor eficacia, de conexiones más positivas con sus propios padres, de un renovado sentido de
propósito en su trabajo e implicación en la comunidad, de sentimientos de orgullo y cercanía. Estos sentimientos parecen
ser duraderos. Entre los padres de preescolares de una amplia muestra nacional, del 95 al 98 por 100 de los padres y
madres -independientemente de su nivel cultural- dijeron que habían encontrado una gran satisfacción al convertirse en
padres (L. Hoffman y Manis, 1978).

El momento de ser padres


El último baby-boom se ha concentrado entre las mujeres de 30 años, y la experiencia de ser padres por primera vez a
los 35 es claramente distinta a la de serlo a los 25 (W. Goldberg, 1988). Los factores materiales y psicológicos afectan la
naturaleza de dicha experiencia.
Cuando una pareja se encuentra a comienzos de los 20 años, el nacimiento de un hijo puede resultar especialmente
angustiante. Uno de ellos o ambos puede tener que interrumpir sus estudios. Todavía no se han establecido
profesionalmente. Pocas parejas a esa edad poseen su propia casa y la mayoría están pagando los muebles y los
coches. En gran parte de los casos no tienen ahorros y van estirando sus salarios para cubrir todos los gastos. Estas
parejas tan jóvenes todavía se están acostumbrando a la idea de estar casados.
A menudo ambos todavía «tienen que crecer» y puede que no estén psicológicamente preparados para ser
padres (W. Goldberg, 1988). Entre las parejas de un estudio que examinaba el momento de ser padres, las mujeres que
dieron a luz antes de llegar a los 20 o a principios de esta edad se encontraron teniendo que hacer de madres de sus
hijos y sus maridos (Damels y Weingarten, 1982). Sin embargo, también existen ventajas de ser padres a tan temprana
edad. Los padres jóvenes tienen suficiente energía para seguir el ritmo de la aparentemente incesante actividad de sus
hijos, Veinte o veinticinco años más tarde, cuando los hijos empiezan a ir por su cuenta, los padres todavía son
relativamente jóvenes. Su tiempo libre les llega a la mediana edad, criando los padres que han esperado para empezar a
tener familia todavía se están esforzando con sus hijos adolescentes.
Cuando las parejas retrasan el tener hijos hasta los 30 o los 40, su energía física puede verse disminuida, pero
sienten menos presión y la relación conyugal no sufre tanto estrés. En esa época, los padres suelen tener unos ahorros o
poseer su propia casa. Estar uno o ambos establecidos profesionalmente, sus ingresos ser más altos y poderse permitir
algunos lujos. También es probable que ambos sean más maduros. Es más fácil que tengan la autoconfianza y el
conocimiento de sí mismos que conlleva la edad y el haber cumplido objetivos (W. Goldberg, 1988). En un estudio sobre
el momento de ser padres de familias de este tipo, los padres solían cuidar y estar pendientes de las necesidades
emocionales de la madre (Daniels y Weingarten, 1982). A diferencia de muchos padres jóvenes, éstos solían asumir
parte de las labores del hogar y de los cuidados del bebé. Cuando se observa en el laboratorio a las madres primerizas,
las más mayores parecen ser más receptivas a las necesidades del bebé y el tono emocional de la relación madre-hijo es
más positivo (Ragozin et al., 1982). Sin embargo, independientemente de la edad a la que se dé a luz, la mayor parte de
las madres primerizas están satisfechas con ello (R. Mercer, 1986).

¿Sin hijos o libres de ellos?


En comparación con el índice de las parejas de los años sesenta, actualmente el número de las que tienen hijos
es bajo. Sin embargo, no podemos decir que el no tener descendencia voluntariamente se esté convirtiendo en una
tendencia social (L. Hofl’man, 1982). Puesto que los índices de nacimiento están aumentando entre las mujeres de 30
años, lo que parece ser un descenso de natalidad no es más que un retraso en la edad para tenerlos.
Aunque muchas personas sientan lástima de los que no tienen hijos porque así lo han decidido, tal decisión no les
condena a ser infelices, desgraciados y solitarios. Las parejas sin hijos no parecen diferenciarse de las otras a nivel de
autoestima, satisfacción en la vida o madurez (Silka y Kiesler, 1977). Muchas parejas jóvenes sin hijos, especialmente los
maridos, dan muestras de mayor satisfacción que las parejas de su misma edad con hijos. Sin la responsabilidad de los
hijos, no se sienten atadas, tienen dinero para comprarse artículos de lujo y aparatos que ayuden a ahorrar tiempo,
además tienen más oportunidades de dedicarse el uno al otro.
¿Se arrepentirán algún día las personas que han decidido no tener hijos? En la teoría de Erikson del desarrollo
del adulto, los seres humanos sienten la necesidad de la generatividad (Erikson y Hall, 1987), y el imperativo de los
padres de Gutmann (1987) se centra en la protección y crianza de los hijos. No obstante, Erikson señala que lo que él
denomina “el impulso de procrear” puede expresarse efectivamente cuidando de los hijos de los demás -ya sea como
profesores, en el campo de la salud o como puericultores-. En la teoría de Gutmann el imperativo no empieza a operar
hasta que se desencadena con el nacimiento de un hijo.

Madres solteras
Una profesora de enseñanza secundaria, soltera, de 33 años, es inseminada artificialmente y da a luz un hijo.
Una ejecutiva del mundo de la informática, soltera, de 38 años, adopta un bebé mejicano. Una psicóloga escolar, soltera,
de 35 años, pide a un amigo de la universidad que sea el padre de su hijo (Kantrowitz, 1985). En todo el país están
naciendo un número cada vez mayor de niños de madres solteras de 20 a 30 años que tienen buenos trabajos y futuros
asegurados económicamente. Han retrasado el matrimonio, sienten que la biología no les permite esperar más o son
mujeres que saben que quieren tener hijos pero no maridos. Estos casos que han recibido tanta publicidad entre la clase
media oscurecen la situación de la mayoría de las madres solteras que tienen hijos. Gran parte de estas madres no
tienen las posibilidades económicas de la «nueva madre soltera». Estas mujeres tienen menos cultura, menos recursos
financieros, menos cuidados prenatales y es más fácil que tengan bebés de bajo peso que sus homólogas casadas
(Ventura, 1985). Muchas de ellas se enfrentan diariamente con graves dificultades económicas (McLoyd, Ceballo y
Mangelsdorf, 1993).
Aunque la proporción de nacimientos entre madres solteras también ha subido en muchos países, tal como se ve
en el Gráfico 16.6, tales nacimientos no indican automáticamente que la mujer esté criando al hijo ella sola. En muchos
países, una gran parte de estos nacimientos se producen entre parejas que cohabitan. Los estudios indican que el 45 por
100 de las madres australianas solteras y primerizas viven con el padre de su hijo, al igual que la mayoría de la suecas
en la misma situación (Burns, 1992). Algunas de estas parejas se casan más tarde, pero la cohabitación es un acuerdo
frágil, tal como ya hemos visto.
Cuando las parejas que cohabitan se separan, la ruptura conlleva padres solitarios; otros padres en esta misma
situación han llegado a ella a consecuencia de un divorcio o muerte. Un número cada vez mayor de padres se
encuentran cuidando a sus hijos en soledad. Entre 1970 y 1989, la proporción de familias en la que los hijos vivían
únicamente con su madre aumentó del 9,9 al 20,2 por 100, y la de niños que vivían solamente con su padre pasó del 1,2
al 3,3 por 100 (Oficina del Censo de Estados Unidos, 1991). Muchas de estas familias uniparentales tienen más de un
hijo. Aunque la mayor parte de la información que tenemos de familias de este tipo provienen de estudios en los que el
cabeza de familia es la madre, la información que se tiene sobre los casos en que es el padre el responsable indican que
muchos de los problemas son similares, independientemente del género del que esté al cuidado.
El principal problema, como vimos en el Capítulo 9, es que una persona está sobrecargada con las
responsabilidades que comparten las familias intactas. Comparando a las madres casadas del mismo nivel
socioeconómico, las madres solteras de niños preescolares padecen un mayor estrés, trabajan más horas y reciben
mucho menos apoyo de su red social (Weinraub y Wolf, 1986). La mayor parte de los padres solteros dicen que esta
sobrecarga en cl rol es el aspecto más angustioso de su situación.
A pesar del esfuerzo, muchos padres solteros se sienten orgullosos y felices de sus logros. Se encuentran
desarrollando nuevos aspectos de sus personalidades. Las mujeres que viven por su cuenta son más seguras de sí
mismas; los hombres que se ven forzados a asumir el rol maternal se vuelven más protectores (Weiss, 1979ª).
El papel de padres solteros también afecta al modo en que un hombre o una mujer realiza su trabajo. Los padres
dicen que el cuidado del hijo les limita su movilidad laboral, interfiere en sus horas laborales y ganancias, cambia las
prioridades de su trabajo y dificulta el ser transferido a otro lugar (Keshet y Rosenthal, 1978ª). También limita su
conducta en el trabajo y restringe el tipo de labor que desempeñan, sus promociones y relaciones con los otros
trabajadores y supervisores. Las madres con empleo también sufren similares restricciones.

DIVORCIARSE

Las parejas casadas tienen menos probabilidades que hace años de continuar juntos si su relación no es muy
buena. En Estados Unidos, casi uno de cada dos matrimonios termina en divorcio (Bumpass 3, Castro-Martin, 1989) y
otras parejas se separan pero no se divorcian. En una encuesta nacional, el 8 por 100 de las mujeres blancas y un 33 por
100 de las afroamericanas estaban separadas sin estar divorciadas (London, 1991).
Los cambios sociales pueden ser responsables de los altos índices de disolución de matrimonios. Los mismos
avances que han llevado a un aumento en la soltería, también han hecho que las personas se aferren menos a un
matrimonio insatisfactorio. Las mujeres ya no confían en los hombres para su seguridad económica. Los cambios
tecnológicos han hecho que el adulto solitario (o el adulto solitario con hijos) pueda arreglárselas en el hogar. La
sociedad ha eliminado el estigma social que una vez acompañó a estar divorciado.
Junto con la eliminación de estas barreras del divorcio vino la exigencia de que el matrimonio había de alcanzar
un nivel de felicidad que antes nunca se hubiera esperado, creando una carga quizá demasiado pesada para sobrellevar.
En otra época, nuestra definición de matrimonio feliz era aquel en que los cónyuges convivían cómodamente a diario,
sintiendo que las cosas estaban “bien”. Sólo una situación muy desagradable les conducía a romper los lazos. Hoy en
día esperamos que el matrimonio ofrezca un amor romántico, crecimiento personal y autorrealización para ambos
miembros. Si no es así es probable que deseemos terminarlo pronto.
Algunas relaciones parecen ser duraderas, a pesar de todo; otras se rompen fácilmente. La mayor parte de los
divorcios entre los jóvenes adultos tienen lugar en los primeros cuatro años y casi el 40 por 100 de todos los divorcios
suceden en los que la mujer es menor de 30 años (Centro Nacional de Estadísticas Sanitarias, 1990). ¿Qué sitúa a un
matrimonio en una posición de alto riesgo? Hay varios factores que contribuyen al divorcio: casarse cuando ya se ha
concebido el primer hijo; contraer matrimonio antes de los 20 años; ser menor de 30; no ir o ir esporádicamente a
servicios religiosos; ser afroamericano. (Ser hispano reduce las posibilidades de divorcio.) Ser pobre o no acabar los
estudios incrementa el riesgo; en la mujer, el tener una buena educación y una carrera con éxito, que la haga
independiente, también aumenta el riesgo de divorcio (Glenn y Supanic, 1984).
Cuando se preguntó a las parejas divorciadas por qué había fracasado su matrimonio, las mujeres lo achacaban
a problemas de comunicación, infelicidad, incompatibilidad, abuso emocional y problemas financieros (Cleek y Pearson,
1985). Otras, en casos menos frecuentes, alegaban alcoholismo, infidelidad o malos tratos físicos por parte de su marido.
Los hombres también hablaban de los problemas de comunicación, infelicidad, incompatibilidad, problemas sexuales y
financieros, y unos pocos dijeron tener problemas de infidelidad y alcoholismo por parte de sus esposas.
Al intentar explicar el porqué se rompen los matrimonios aparentemente felices, Graham Spanier y Roben Lewis (1980)
sugieren que las fuerzas externas pueden jugar un papel importante. Contemplan la estabilidad matrimonial bajo el
equilibrio de los esfuerzos y recompensas que ponen y reciben cada uno de los cónyuges. Estar satisfecho con un estilo
de vida, las recompensas de la interacción con el cónyuge y los recursos sociales y personales del matrimonio pueden
igualarse a las insatisfacciones que estén experimentando en el presente. En esa situación, si aparece otra alternativa,
como otro posible compañero o una decisión crucial en tema profesional, puede desestabilizar el equilibrio e irse a
«pique» el matrimonio.
Una vez ha empezado el proceso de divorcio, éste tarda mucho tiempo en completarse. El divorcio parece
atravesar tres etapas: separación, adaptación al divorcio y reconstrucción (Golan, 1981). La primera fase empieza
cuando los cónyuges no pueden resolver un conflicto básico y los lazos emocionales empiezan a desgastarse. Los
sentimientos desagradables -ira, culpabilidad, amargura, inadecuación, soledad- van unidos a sus interacciones.
Finalmente, se separan. Sin embargo, sus ataduras permanecen aún mucho después de que han dejado de amarse. Al
estar alejado del compañero, cada uno sufre un estrés emocional bastante similar a la angustia de la separación que
desarrollan los bebés y los niños pequeños (véase Capítulo 8). Aunque todavía enfadados y desconfiando de su anterior
cónyuge, cada uno se preocupa del otro y a menudo tienen celos (Hetherington y Camara, 1984). Siempre están
esperando tener noticias del otro. ¿Está con alguien? ¿Fue a la fiesta de los Gutiérrez? No todos los que se divorcian
pasan estos períodos de ansiedad, pero incluso los que han pedido el divorcio para casarse con otra persona suelen
pasar estas fases de profundo dolor. Una vez queda claro que la reconciliación es imposible, cada uno de los cónyuges
puede sentirse invadido por la soledad.
Cuando ya se ha concedido el divorcio, pasan a la segunda fase, en la que se adaptan realmente al divorcio.
Generalmente es un período infeliz. Puede que rechacen su nueva libertad, algunos pronto encuentran que sus
expectativas sobre la vida de divorciados no eran realistas. Pueden sentir que van a la deriva, desenraizados y
angustiados. Han perdido su rol principal (esposa, esposo) y han asumido uno nuevo (adulto divorciado) en una sociedad
en la que no se han desarrollado reglas y tiene pocas expectativas para el mismo. La mayoría se encuentran aislados de
sus anteriores actividades sociales, que se centraban en torno a parejas casadas. Muchos de ellos, básicamente
mujeres, han de afrontar serios problemas financieros. Otros se deprimen.
No obstante, algunas personas atraviesan el divorcio con un exaltado sentimiento de bienestar y dan muestras
de crecimiento personal (Wallerstein y Blakeslee, 1989). Entre las mujeres de la clase obrera que estaban en proceso de
divorciarse, las que tenían actitudes menos tradicionales hacia los roles de género eran las que mejor lo llevaban (P.
Brown, 1976). Otras características que predecían el crecimiento personal a partir de dicha experiencia incluían el tener
una vida social activa, hacer nuevos amigos, tener poca relación con el anterior cónyuge, alcanzar un status en la
separación coherente con sus metas, tener altos ingresos, no haberse divorciado antes y tener una afiliación religiosa.
Hacia finales del segundo año, la mayor parte de los adultos divorciados empiezan a entrar en la tercera fase, en
la que reconstruyen sus vidas. Su situación financiera ha mejorado, se han asentado en sus nuevos hogares y su nueva
vida social está en marcha. Los que estaban demasiado apegados a sus anteriores cónyuges puede que hayan roto sus
vínculos a través de una nueva relación íntima (Hetherington y Camara, 1984). Habiendo puesto en funcionamiento el
proceso de reconstrucción, muchos de ellos pueden estar preparados para volver a casarse y esperan tener éxito en el
próximo intento.

VOLVER A CASARSE

Casi un 40 por 100 de todos los matrimonios se dan entre personas que ya han estado casadas antes. La mayor
parte de estos segundos matrimonios tienen lugar unos tres años después del divorcio y son los jóvenes adultos los que
más tendencia tienen a hacerlo (Gliek y Lin, 1986). Entre las mujeres jóvenes de una encuesta nacional que se habían
divorciado o se habían quedado viudas, el 53 por 100 de las mujeres blancas, el 25 por 100 de las afroamericanas y el
30 por 100 de las hispanas se casaron de nuevo en un plazo de cinco años (London, 1991). Los segundos matrimonios
parecen ser menos estables que los primeros, con casi un 60 por 100 de fracasos (Kantrowitz y Wingert, 1990). Algunos
investigadores han sugerido que esta mayor predisposición al divorcio puede que no se deba al hecho de que los
segundos matrimonios sean innecesariamente poco satisfactorios. Las personas que se han vuelto a casar ya han
demostrado su voluntad de finalizar una relación conyugal difícil, y su experiencia anterior les ha proporcionado el
conocimiento suficiente para saber hacerlo (Glick, 1980).
Los segundos matrimonios difieren de los primeros de varios modos, según Frank Furstenberg (1982). Primero,
las personas que se casan por segunda vez pueden desarrollar conscientemente un nuevo estilo de interacción con el
segundo cónyuge. Juzgan su nuevo matrimonio respecto al primero y recuerdan lo que fue mal la primera vez; entonces
alteran su conducta para evitar los mismos fracasos. Segundo, el estar en contacto con el cónyuge anterior a menudo
afecta al nuevo matrimonio, especialmente si hubo hijos en el primero. Las relaciones se complican y los vínculos
económicos del anterior matrimonio (pensión para los hijos, propiedades, pólizas de seguros, testamentos) pueden
afectar la situación económica del segundo enlace.
Tercero, las personas que vuelven a casarse son más mayores y experimentadas, quizás han alcanzado un
status social más alto desde que iniciaron su primera relación matrimonial. Una persona de 32 años que está establecida
en su profesión no enfoca el matrimonio de la misma manera que otra de 23 años, que quizás acaba de salir de la
escuela. La diferencia de edad en los segundos matrimonios también suele ser mayor. En estos casos, generalmente el
hombre es seis años mayor que la mujer; en los primeros matrimonios la diferencia suele ser de unos dos o tres años. Un
hombre divorciado se suele casar con alguien más joven que su primera mujer, y una mujer en la misma situación se
casa con alguien más mayor que su primer marido (Glick, 1980). Por último, los patrones sociales puede que hayan
cambiado desde la primera unión. Los cambios en las normas culturales pueden alterar las expectativas y
responsabilidades en áreas como es el uso de anticonceptivos, los roles de género, las expectativas económicas, el
empleo de la mujer y el cuidado de los hijos.
Los segundos matrimonios también se parecen a los primeros de otras formas. Una vez transcurrido el período
de luna de miel, los niveles de satisfacción y conflictos conyugales, así como los estilos de interacción de la pareja,
parecen ser casi iguales que entre las que se encuentran en su primer enlace. Las parejas de un estudio longitudinal que
se habían vuelto a casar eran tan positivas, se comunicaban tan bien con su compañero y demostraban una conducta
con el mismo nivel de coacción que las parejas no divorciadas en su primer matrimonio (Hetherington et al., 1992). El
aura menos romántica del segundo matrimonio puede ayudar a explicar el porqué las personas que se han vuelto a casar
dicen que han cambiado sus problemas conyugales. En lugar de preocuparse por la inmadurez de su pareja, los
problemas sexuales y su propia falta de preparación para el matrimonio, se preocupan por el dinero y los hijos
(Messenger, 1976). Cuando hay niños de por medio, las principales diferencias entre el primero y el segundo matrimonio
puede ser que en el segundo, al menos durante los primeros años, la relación conyugal no sea tan fuerte como el vínculo
madre-hijo que se desarrolla en la primera familia y que se refuerza en el período de uniparentalidad (Hetherington et al.,
1992).
Tal como indica nuestra encuesta con jóvenes adultos, la sociedad norteamericana ha desarrollado una
diversidad de estilos de vida. El nivel socioeconómico, la educación, el género y los grupos étnicos influyen en cada
aspecto del desarrollo, así como la naturaleza de la sociedad. En el próximo capítulo veremos que muchos de estos
mismos factores también afectan al desarrollo cognitivo desde los 20 a los 65 años.

SUMARIO
CAMBIO SOCIAL
Los momentos adecuados para acontecimientos como el matrimonio, la carrera y el ser padres ya no están tan ligados a
la edad, especialmente en la clase media, haciendo de Estados Unidos una sociedad en la que la edad es irrelevante.
Los jóvenes adultos se casan más tarde, retrasan el nacimiento de sus hijos y tienen familias más reducidas.
CARACTERÍSTICAS FÍSICAS
Durante la juventud, los hombres y las mujeres se encuentran en la cumbre de la agilidad, fortaleza y rapidez física. No
obstante, internamente sus órganos empiezan a envejecer, y hacia los 30 los reflejos han disminuido.
TEORÍAS Y TEMAS DE LA JUVENTUD
En la teoría de las etapas psicosociales de Erikson, los jóvenes adultos se enfrentan a la tarea de desarrollar la intimidad.
Esta tarea universal es distinta en las mujeres y los hombres, debido a su socialización anterior. En la teoría de las
etapas de Levinson, los hombres atraviesan una secuencia ordenada que alterna entre fases tranquilas y estables y otras
de transición, durante las cuales se cuestionan los patrones de su vida y exploran nuevas posibilidades. En la juventud
desarrollan la autonomía e intimidad y consolidan sus carreras. En la teoría de Gould, los jóvenes atraviesan cuatro
fases; en cada una de ellas se vuelven a formular sus conceptos de yo, enfrentarse a las ilusiones y resolver conflictos.
En la teoría de Gutmann, el desarrollo de la personalidad está muy influenciado por el imperativo de la paternidad.
Uno de los temas que conciernen al desarrollo del adulto es la naturaleza de las transiciones. Algunos investigadores
mantienen que éstas provocan mucho estrés; otros creen que sólo lo crean cuando no se prevén y no forman parte del
curso normal de la vida. Otro tema es el del momento de la etapa adulta: ¿Cuándo madura una persona?
EL CONCEPTO DEL YO Y LA AUTOESTIMA
El concepto de yo muestra continuidad y cambio durante la juventud. En los hombres la autoestima parece aumentar a
lo largo de la juventud, aunque generalmente desciende entre los que no tienen trabajo. A pesar de que las mujeres
suelen sentir menos control sobre sus vidas, su autoestima generalmente es alta. Cuando las mujeres muy competentes
se convierten en amas de casa, su autoestima puede deteriorarse. Un número cada vez mayor de jóvenes adultos son
andróginos.
TRABAJO
El trabajo afecta a la personalidad, la vida familiar, las relaciones sociales, las actitudes y valores. La complejidad del
trabajo parece ser uno de los principales factores en la personalidad. El trabajo puede ser una fuente de estrés o de
satisfacción y su potencial para influir en la moral puede ser mayor en aquellos que desempeñan pocos roles sociales. La
mayoría de los hombres y mujeres solteras suelen tener historiales profesionales ordenados, pero otras mujeres puede
que estén entrando y saliendo del mundo laboral. Las madres trabajadoras parecen tener una moral más alta y no tienen
tantos síntomas de estrés como las que están en casa.
MATRIMONIO
Los adultos se casan más tarde que hace unas décadas. Las parejas es fácil que profesen la misma religión, sean de la
misma raza, procedencia étnica y nivel socioeconómico. El matrimonio establece la familia como un sistema social,
viéndose afectados los roles conyugales por el modo en que se realice la división de poder. El equilibrio del poder se
puede ver afectado por los ingresos de cada uno, su visión del hombre como el que ha de mantener el hogar, y el grado
en que uno de ellos ama menos que el otro. La satisfacción en el matrimonio parece depender básicamente en la
habilidad que tengan sus miembros para transmitir emociones positivas, junto a otros factores importantes que también
afecten en este proceso.
La cohabitación varía en el compromiso que va desde leve a intenso y puede que se haya convertido en un nuevo paso
en el proceso de cortejo. Las parejas que cohabitan y las casadas parecen tener mucho en común y obtienen la misma
satisfacción de sus relaciones. Los gays y lesbianas que cohabitan son muy similares a las parejas heterosexuales en la
misma situación y atraviesan los mismos procesos para establecer una relación. Un número cada vez mayor de hombres
y mujeres se quedan solteros, en parte debido a que la vida es más fácil que hace tiempo y a que las mujeres ya no son
dependientes económicamente de los hombres.
TENER HIJOS
El ser padres empieza con el embarazo y la calidad de la relación conyugal afecta al curso del mismo. Cuando una
persona se convierte en padre cambian sus roles sociales, los patrones de amistad, las relaciones familiares, la
personalidad y su implicación en la comunidad. Poco después del nacimiento de un hijo, algunas mujeres pueden tener
una depresión posparto. Algunos estudios indican un declive en la satisfacción conyugal, la satisfacción antes del
nacimiento de un hijo está correlacionada con la que tendrá posteriormente. Las parejas que deciden no tener hijos se
parecen en su autoestima, madurez y satisfacción en la vida a las que los tienen. Los padres solteros encuentran que la
sobrecarga de roles es agotadora pero gratificante.
DIVORCIARSE
El índice de divorcios ha aumentado, en parte debido a que las parejas rompen a menos que la relación conyugal
proporcione un amor romántico, crecimiento personal y autorrealización. La mayoría ocurre durante los primeros cuatro
años y cuando los cónyuges perciben más esfuerzos que recompensas en su relación. El divorcio atraviesa tres etapas:
1) realización del conflicto básico y separación inicial; 2) divorcio y adaptación a su realidad, y 3) reconstrucción de la
vida como persona sola.
VOLVER A CASARSE
Los segundos matrimonios difieren de los primeros en que el cónyuge que se ha vuelto a casar puede desarrollar un
nuevo estilo de interacción; el cónyuge anterior puede complicar la relación; el cónyuge es más mayor y experimentado y
las expectativas sociales y responsabilidades en áreas que afectan al matrimonio pueden cambiar. La satisfacción
conyugal en los segundos matrimonios es casi la misma que en los primeros, aunque el divorcio es casi más probable.
andrógino
concepto de yo
sociedad en la que la edad es irrelevante
cohabitación
imperativo de la paternidad
transición

Tener hijos 40,2 34,8 33,3 11,1 14,3 31,6 11,5 5,3
Casarse 19,8 21,7 21,2 19,9 35,7 15,0 3,8 13,7
Autofinanciarse 13,9 14,1 15,2 34,8 21,4 24,7 46,2 47,4
Conseguir un 8,1 3,3 6,1 9,1 14,3 9,1 7,7 6,3
trabajo
Acabar los estudios 5,8 8,7 18,2 7,3 0,0 5,6 3,8 5,3
Salir del hogar de 5,1 10,9 3,0 9,8 7,1 7,8 23,1 7,4
los
padres
Otros 7,1 6,5 3,0 8,0 7,1 6,2 3,8 14,8
Número 1113 92 33 287 14 320 26 95

• Cuando se les preguntó qué acontecimiento fue (o podría ser) el más importante en hacerles sentirse adultos, la
mayoría de las madres y padres blancos respondieron el ser padres. La respuesta más común entre los hombres y
mujeres blancos que no tenían hijos fue «autofinanciarse»; la mayoría de las afroamericanas consideraban el
matrimonio como el acontecimiento más crucial.

Fuente: G. Hoffman y Manís, 1979, pág. 589.


Tabla 16.2. Encuesta de los posibles yoes en estudiantes universitarios *

0-1
51-
z .m .. mote _x
Personalidad:
Feliz 88,0 100,0
Seguro de sí mismo 83,8 100,0
Deprimido 40,2 49,6
Perezoso 36,2 48,3
Estilo de vida:
Viajar mucho 43,6 94,0
Tener muchos amigos 74,6 91,2
Ser un indigente 4,5 19,6
Sufrir depresiones ner-
viosas 11,1 42,7
Físico:
Sexy 51,7 73,5
En buena forma 66,7 96,5
Tener arrugas 12,0 41,0
Paralítico 9,4 17,9
Habilidades generales:
Hablar bien en público 59,0 80,3
Tomar tus propias de-
cisiones 93,2 99,1
Manipular a las perso-
nas 53,5 56,6
Hacer trampas a la
hora
de pagar impuestos 9,4 17,9
Otros sentimientos
respec-
to a usted:
Poderoso 33,3 75,2
De confianza 95,7 99,1
Irrelevante 12,8 24,8
Ofensivo 24,8 32,5
Ocupación:
Famoso de los medios
de
comunicación 2,2 56,1
Propietario de un 1,4 80,3
negocio
Conserje 2,6 6,8
Guarda de prisiones 0,0 4,3
• Temas de muestra de un cuestionario que describía 150 yoes posibles (f/j positivo, ‘/j neutral y ‘/j negativo). El radio
de yoes de positivos u negativos considerados por los estudiantes universitarios fue casi de cuatro a uno.

Fuente: Markus y Nurius, 1986, pág. 959.

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