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Ensayo de la evolución - Bernardo Lira

Primera parte: sobre el ensayo

Trataré este tema como a mí me gusta: en primera persona, dirigiéndome al lector como si le
conociera, aunque no sea así. Y además voy a tomar ventaja del hecho que soy el único que habla
aquí; sin embargo, y por más que parezca un monólogo, cosa que es cierta, de todas formas haré
el intento de no aprovechar demasiado esta dulce prerrogativa. El caso, eso sí, es que como voy a
recorrer dificultosos caminos, en donde hurgaré zonas sensibles para muchas personas, tendré a
bien dejar establecidos mis principios o axiomas para esta lectura.

El primero es el afán por ser desapasionado. Admito que no es tarea fácil cuando se tocan temas
que penetran en las convicciones profundas de las personas, y que, como será discutido también,
nada de lo que yo diga puede ser presentado como una verdad por sí sola exclusivamente porque
está en blanco y negro, uno suele entusiasmarse y desviar la atención desde lo objetivo hacia las
apreciaciones y los paradigmas. Me anticipo a declarar que por más que intente no involucrar mis
propias emociones, es sumamente posible que no lo consiga, igual que quien lea este ensayo
sentirá una cariñosa afinidad o un irritante desconsuelo porque ha leído lo que concibe como
verdadero o a la inversa, según sea el caso. De cualquier forma, si hablara sobre técnicas para
regadío quizá no despertaría mucho interés, excepto para quienes las técnicas de regadío son un
tema relevante, y no conozco mucha gente asidua a tal tema. Sin embargo, voy a tratar temas
duros para muchos.

Segundo axioma: aunque he investigado, debo decir que el contenido de este ensayo es
principalmente material personal que incluye conclusiones que aplican exclusivamente a mi propia
visión del tema. Puede que autores versados hayan obtenido los mismos resultados, o muy
divergentes, pero seré honesto desde el principio; en función de mi aprendizaje, mis experiencias
y mi propio análisis es que llegué a los desenlaces que pronto dejaré impresos -al final de cuentas,
plantear el tema así refuerza esa visión que tengo del tema; esto lo discutiremos también- y confío
que cualquier sutil o evidente variación respecto de las obras de autores reconocidos sea un apoyo
en el sentido que no es imprescindible un profundo conocimiento de la materia para poder
formarse una opinión, aun si se trata de alguien de la ignorancia del autor. Tal vez, y sólo tal vez,
mi iniciativa tiente a otros humanos más o menos conocedores del tema a decidirse a redactar sus
propias interpretaciones respecto del tema, y se produzca un fresco y ennoblecedor debate en
torno a un tema tan peliagudo. Al final del día, mi propósito es acercar, con terminología simple y
coloquial, el debate acerca de uno de los asuntos que ha traído de cabeza a los pensadores desde
que Darwin nos anunciara su flagrante teoría de la evolución de las especies.

Podría rellenar de principios esta obra, pero creo que hasta aquí nos basta: mi ensayo es el texto
de una persona que no es versada en las materias que trata aunque sí ha hecho su buena parte de
investigación, es un documento hecho para comprender cómo una mente “normal” que no se ha
sometido a un intenso entrenamiento -en ninguna de las direcciones que toma el debate-, como la

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de cualquier persona escogida al azar en cualquier lugar del mundo civilizado. Mi ensayo intentará
abordar el tema sin menoscabar las posiciones o los intereses, aunque es difícil porque desde
ciertos ángulos las posturas contrapuestas son excluyentes y para que una triunfe la otra debe ser
destruida.

Usando estos axiomas como punto de partida, me siento emocionado por empezar a sumergirme
en uno de los temas más entretenidos de la historia del conocimiento de nuestra atribulada
humanidad. Daré el puntapié inicial, pues, a mi ensayo sobre la evolución.

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Segunda parte: el origen de la evolución

Dudo que exista gente que no cree en la evolución, siempre y cuando no le pongamos apellido al
término. Me refiero al hecho que las cosas cambian y se ajustan, para mejor o para peor, según
sean las circunstancias. A lo largo de nuestra vida, nuestros cuerpos cambian, la apreciación que
tenemos acerca de los demás -y de nosotros mismos- va variando sutil o significativamente.
Nuestras comunidades se trasladan en varios planos, como el físico, el social o el ético, entre otros
movimientos en apariencia caóticos. Indudablemente, se producen cambios, pequeños o grandes,
a lo largo del tiempo, en la escala en la que miremos.

La palabra misma “evolución” es en sí un término correcto, usable y muy adecuado para montones
de circunstancias. Las huellas de sociedades anteriores a las actuales nos muestran un mundo
humano primigenio burdo e ignorante, carente de muchos de los aditamentos que hoy
consideramos esenciales para el desarrollo de nuestra civilización. Hallazgos arqueológicos nos
enseñan que alguna vez nuestra especie fue cavernaria e ignoraba los principios y las técnicas para
la construcción. De común decimos que la humanidad pasó por distintas eras, las primeras de las
cuales giraron en torno de la piedra como material principal para la fabricación de herramientas, e
incluso hemos comprendido que antes de ser maestros en adaptar y bruñir la piedra fuimos harto
bastos, y por ello a las primeras muestras de entendimiento del uso de la piedra para moldear
herramientas le llamamos “paleolítico” para referirnos a un uso antiguo, en verdad simplote y
tosco, de la piedra.

Yo preguntaría ¿Qué ha ocurrido desde el paleolítico hasta nuestros días, en que construimos
máquinas que mandamos al espacio exterior? La respuesta usual sería que hemos progresado o
que hemos evolucionado. No es desfachatado usar el término evolución, porque se refiere a
“cambio”.

Cuando Charles Darwin promovió la idea de la evolución de las especies, tuvo por primer impulso
seguir la lógica de estos “cambios” pero a un nivel nunca antes imaginado. No se refería a
sociedades que mejoran -o empeoran, si se prefiere una mirada más pesimista- o a herramientas
que se construyen con más habilidad, mejor técnica o materiales más adecuados. Estaba hablando
de “cambios” en la biología de los individuos, “cambios” que, según su idea, podían haber
moldeado la fabulosa variedad de vida que hierve sobre la corteza de nuestro planeta. Demos a
Darwin el crédito de haber imaginado una idea audaz y comedida, y digamos que habría sido
absurdo que, una vez nacida, no se hubiera puesto sobre la palestra. Independiente de si estaba o
no en lo correcto, homenajeo a Darwin porque fue cándido y muy atrevido, y porque tomó la
acción correcta una vez que hizo un descubrimiento a partir de una noción vaga, basada
exclusivamente en la observación.

La historia nos cuenta que Darwin hizo su famosa inferencia a partir de, entre otros
acontecimientos, un viaje a las islas Galápagos. Según sabemos, en ese sitio habitan especies
animales que no se encuentran en otro lugar y, avispado, Darwin pensó que la misma naturaleza
había moldeado a esos curiosos animales, como iguanas nadadoras, cormoranes de patas azules y
las afamadas tortugas gigantes, entre otros. Semejante variedad de vida silvestre nunca antes vista

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en otro lugar le dio a Darwin la idea que las condiciones de ese ambiente habían propiciado el
surgimiento de vida distinta a la que se encuentra en otros lugares del mundo. La consabida
relación de causa y efecto llevó al pensador a imaginar que existía una correlación entre dos
factores que nunca se habían asociado: las condiciones del entorno y la habilidad de un individuo
para subsistir bajo esas condiciones. He aquí la grandiosidad de su hallazgo. Darwin creó la
relación entre la naturaleza y las especies.

Pero fue más allá. Nos dejó como legado la idea que las especies debían adaptarse para sobrevivir
donde habitaban, y creó para ello el término “Selección Natural” para referirse a esa fuerza
invisible que provoca que ciertas especies desaparezcan mientras otras cambian porque desean
ser “seleccionadas”.

Pero el origen de la evolución no explica la evolución misma. Y me detendré para intentar explicar,
según mi comprensión, de qué se trata esta fuerza que, según los evolucionistas, ha moldeado la
vida en nuestra Tierra.

La Evolución -he usado el término en mayúscula para indicar que me estoy refiriendo a la teoría de
la evolución de las especies- puede explicarse con dos grandes ideas y la relación que une esas dos
ideas.

La primera idea es la de la mutación genética. Y antes de hablar de la mutación, sería bueno


dedicarle unas pocas palabras a la “genética”.

Un gen es una secuencia de ácido que va dentro de una célula y que aporta en la transmisión de
caracteres hereditarios, que a su vez son los rasgos que nos describen, tanto física como
psicológicamente, e incluso -según se sabe- arrastran la definición de muchas de las enfermedades
que nos aquejan. Podemos ver el conjunto de genes como un plano de construcción de un ser
vivo, de ese ser vivo en particular.

Y la Genética, como ciencia que aborda este tema, es reciente. En 1866, Gregor Mendel, un monje
austriaco, publicó unos trabajos que hizo con unos guisantes y que le dieron la idea de que en el
cruce de esas plantas actuaba algo parecido a leyes que establecían ciertas relaciones entre los
padres y sus hijos. Las “leyes de Mendel” no fueron muy apreciadas sino hasta 1900, y a partir de
ahí hubo científicos que se tomaron en serio la noción de la evidente relación entre padres e hijos,
disparando la Genética en un cohete hacia un nuevo nivel de aprendizaje. Desde Mendel hasta
nuestros días, los científicos han estudiado y comprendido muchísimo.

Esta noción, que cualquiera puede comprobar porque es prácticamente intuitiva, dice -en
términos fáciles- que los hijos se parecen a los padres porque éstos aportan su material genético a
aquéllos.

Pero los hijos no son exactamente una combinación de los genes de sus padres, sino algo más, y es
aquí donde entra la mutación genética. Ésta anuncia más o menos que un individuo particular de
una especie dada nace con, digamos, tres proveedores de su propio material genético: el material
genético del padre, el material genético de la madre, y ciertas alteraciones a la combinación de los

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materiales genéticos de los padres. Ello explica que el hijo no es igual a ninguno de sus
progenitores, aunque se parezca a uno de ellos o a ambos, y al fin de cuentas se trata de un
individuo peculiar y único.

(Es interesante notar que una de las características evolutivas más interesantes estriba en el hecho
que el surgimiento de individuos se produzca por el aporte genético de dos partes, padre y madre.
Según los científicos, los hijos recogerían -en su mayoría- las mejores componentes del padre y la
madre y por eso la sexualidad es tan abundante en el universo de los seres vivos. Más adelante,
dispondré de unas líneas para hablar de esto.)

Así, un individuo nace con cambios en su estructura porque se aplicaron ciertos matices a los
planos de construcción del individuo, planos que como ya dijimos descansan en el material
genético del mismo.

La mutación genética tiene algunas características que enunciaremos.

La primera es que es continua: siempre un individuo incorporará mutaciones respecto de sus


progenitores. A lo largo de la historia del planeta, siempre la descendencia ha sido diferente de los
padres, causando, en buena medida, el efecto bien visible de que, contando el tiempo, tengamos
semejante variedad de individuos en todas las especies. Con otras palabras, la mutación no se
detiene.

La segunda característica relevante es que ocurre al azar. Los cambios en los genes de un individuo
en gestación no siguen un patrón dado ni buscan cumplir algún objetivo, sino que son totalmente
aleatorios y algunas veces provocan alteraciones en el individuo que no son en absoluto deseables
o útiles. Es muy importante internalizar este concepto, porque cuando vemos especies con
características muy particulares, podemos caer en la tentación de creer que la mutación ocurrió
para potenciar ciertos rasgos útiles y que son notables, como el cuello de la jirafa o los excelentes
camuflajes de ciertos insectos. En realidad la mutación genética no persigue lograr algo con el
individuo, y simplemente provoca cambios en su composición genética. El ejercicio de admitir que
la mutación genética es aleatoria y no determinista es un ejercicio duro pero imperioso para
entender la Evolución.

La tercera es que no se circunscribe a un cierto aspecto y, al contrario, puede afectar a cualquier


característica del individuo que sufre la mutación. Si pudiéramos dibujar la mutación, en vez de
verla como una línea recta de cambios la veríamos más bien como un arbusto que se ramifica en
infinidad de variedades conforme la especie va produciendo más y más generaciones de
individuos.

Hay un factor que ya insinué y quisiera desarrollar un poquito más, y es el factor sexual. Sabemos
con certeza que existen especies que se reproducen sin sexo y otras que requieren la participación
de machos y hembras para producir descendencia. Los seres asexuados se reproducen a sí mismos
y, por tanto, transfieren sus genes sin incluir más novedades que el azar de la mutación genética.

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Los seres sexuados añadimos a las mutaciones genéticas los genes de nuestros padres. ¿Por qué
parece más beneficioso que la especie deba reproducirse mediante el sexo?

Pues porque una mutación genética obra de mejor manera en los seres sexuados.

En primer lugar, porque las mutaciones beneficiosas se transmiten más rápido en los seres
sexuados. Digamos que tenemos dos mutaciones genéticas beneficiosas. Las poblaciones sexuadas
podrán incorporar individuos con las dos mutaciones más rápido que en las asexuadas -en tanto
estas últimas requerirán del azar solamente para lograr incluir las dos mutaciones en un solo
individuo.

Y en segundo lugar, porque las mutaciones dañinas pueden eliminarse más rápido en especies
sexuadas. Para las especies asexuadas, una mutación dañina puede destruir a la especie con
mucha mayor probabilidad.

(En último término, y casi como dato anecdótico, el sexo es bien antiguo. Según los investigadores,
la sexualidad comenzó hace unos 850 millones de años. Lo feo de la historia es que el sexo
comenzó por la falta de oxígeno en el planeta, carencia que llevó a ciertas células a comerse a
otras de la misma especie, en un proceso cuyo nombre técnico es “fagocitar” pero que también
puede describirse como un comportamiento decididamente caníbal. Un origen poco digno para
una actividad tan llamativa, sobre todo para nuestra especie. En algún momento la célula caníbal
debió suponer que en lugar de absorberse toda la célula fagocitada, resultaba más beneficiosa la
fusión -meiosis, técnicamente hablando-, éxito que resonó en innumerables especies en el futuro.)

Es la mutación genética la fuerza que mueve el cambio. Y es una fuerza inexorable, pero -y ésta
puede ser una cuarta característica aunque no aplique siempre- es extraordinariamente lenta.
Podemos aducir que nuestros hijos siguen naciendo con dos manos, dos piernas, una sola cabeza,
etcétera, y que de hecho lo que sabemos del hallazgo arqueológico del Hombre de Cromañón (de
Cro-Magnon para ser más puristas aunque ya no se usa esta denominación y simplemente se le
llama Homo sapiens), tenemos que nuestra especie permanece inalterada por alrededor de ¡40
milenios! Eso es mucho, pero mucho tiempo: la civilización humana entera parece sumar no más
de 10.000 años. ¿Cómo es posible que la mutación genética como fuerza evolutiva sea aceptada si
en tanto tiempo no ha pasado nada?

En efecto, 40 mil años es mucho tiempo, pero es poco en la escala evolutiva, que en realidad -para
especies grandes como la nuestra- requiere de contar el tiempo en términos de millones de años.
Eso sí que es mucho tiempo; la ciencia ha teorizado que el universo no tiene más de 7.500
millones de años, que nuestro planeta Tierra tiene una edad aproximada de 4.500 millones de
años, y la primera aparición de vida se cree que ocurrió hace 3.700 millones de años. Para ayudar
en la lucha por la comprensión de tan groseros números, prefiero escribirlos con todos sus ceros,
porque así pueden dar la idea del tamaño. Dije que los científicos -que aún debaten estos
números- han estimado que el primer organismo vivo surgió en el planeta hace 3.700.000.000 de
años. El más añejo cromañón descubierto parece haber muerto hace míseros 40.000 añitos… y

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nuestra humanidad civilizada pudo existir hace unos 10.000. Y dicho en milenios la cosa empeora:
la vida, 3.100.000 milenios; el cromañón, 40. La diferencia es de 3.099.960 milenios.

Con estos antecedentes, el hecho que no hayamos visto cambios evidentes en nuestra especie no
es nada extraño, porque haría falta muchísimo más tiempo y registro como para que nuestros
descendientes -miles de generaciones adelante, si es que aún existimos como especie- nos vean
como criaturas extintas.

Es imperioso abrir la mente y comprender que nuestra cortísima existencia personal -80 años en
buenos casos- nos factura con una ilusión óptica que nos hace creer que nada en el plano
biológico cambia. Pero el que las cosas ocurran lentamente no significa que no ocurran.

Incluso en la lentitud pasmosa de la mutación genética que afecta a la especie del Homo sapiens
podemos identificar algunas mutaciones interesantes y muy bien que se ven en la perspectiva del
tiempo. Es de conocimiento común en las esferas científicas que los primeros humanos surgieron
en el continente que llamamos África, y que el color de la piel de esos primeros humanos era
decididamente negra (por ciertas razones técnicas relacionadas con los rayos UV, que no voy a
mencionar, la piel negra resultaba muy útil en esas zonas tropicales), pero el color fue variando al
blanco cuando los humanos migraron al norte y al sur de esas regiones (por otras razones técnicas
relacionadas también con los rayos UV, el cambio de color de piel también resultó provechoso).

Otras especies tienen historias más conocidas. Descienden del mamut los elefantes, y fijémonos
en este detalle: hubo un tiempo en el que no existían elefantes pero sí mamuts, y otro -el actual-
en el que existen elefantes pero no mamuts. ¿Es posible que el elefante haya reemplazado al
mamut? Sí, muy posiblemente así fue. Lo mismo pasa con el tigre dientes de sable: hay una
cadena histórica que muestra que ese felino redujo sus colmillos, de manera que podemos dibujar
la línea de tiempo que prueba que el dientes de sable se “transformó” en (o bien, evolucionó
hacia) el tigre moderno.

O sea, ahí tenemos: la mutación genética existe. Pero, ¿cómo es que hay ciertas especies, y no
están todas? Ciertas especies existieron, no lo dudamos, pero dejaron de existir, mientras en
nuestra época actual vemos que hay otras especies, y es sensato preguntarse por qué algunas
especies no continuaron pero otras sí. Para resolver el puzle de la extinción de las especies, viene
en auxilio la segunda idea que aporta en la Evolución -la que en fin le da sentido-, la selección
natural.

Cojamos un oso polar y pongámoslo en un desierto. La pobre bestia no duraría mucho tiempo: su
gruesa capa de pelo y grasa, su metabolismo particular y sus hábitos de alimentación relacionados
con un entorno helado le harían morir en un ambiente tan brutalmente hostil para él, como lo
sería un desierto. El mismo resultado ocurriría si llevamos un hipopótamo africano al polo norte.

Es del todo evidente que las especies, en general, dependen de su entorno para subsistir, pero esa
dependencia no se halla sólo en el plano de los hábitos, sino también si se la mira desde el punto
de vista de la biología del individuo. Los peces necesitan vivir bajo el agua y si se les saca mueren

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asfixiados. Las ballenas, aunque respiran aire y son mamíferos, dependen tanto del entorno que si
se las saca a tierra firme morirían asfixiadas, pero porque su estremecedor peso corporal les
aplastaría los pulmones. Y meter bajo el agua a animales que respiran aire los mata en breve (a
unos más rápidamente que a otros, desde luego).

Obviamente, la naturaleza no es tan abrumadoramente ridícula como para hacer nacer un oso
polar en el desierto, pero actúa más o menos así, en unas formas increíblemente más sutiles.
Aceptaríamos de buen grado que un oso polar con la piel más delgada tendería a morir de frío,
mientras otro oso polar con una capa de grasa demasiado gruesa también moriría, tal vez porque
sería incapaz de moverse con agilidad para cazar. Cierto umbral en el grosor de la piel del oso
polar hace que éste sobreviva en el frío ambiente del extremo norte del hemisferio norte, y si
algún oso polar nace con un grosor de piel fuera del umbral, éste tenderá a morir. Así es cómo
opera la selección natural: cualquier mutación genética transmitida mediante la herencia -es decir,
el aporte de los padres- que resulte útil continuará existiendo en los genes, mientras las
mutaciones negativas provocarán que quienes las tengan no puedan aparearse y por tanto esas
mutaciones tenderán a desaparecer de la especie.

En una forma sutil -aunque más evidente ante nuestros ojos-, la selección natural opera en las
luchas por el apareamiento o la elección de pareja en el reino animal. Por ejemplo, entre los
ciervos destacan los machos con las cornamentas más intrincadas y poderosas, y merced a las
luchas en que se enfrascan los machos tiende a ganar el ciervo con los cuernos más robustos. Éste
será quien se aparee, y sus genes, que llevan la orden de producir cornamentas espectaculares, se
mezclarán con el de las hembras, por lo que es lógico creer que la descendencia tendrá “planos de
construcción” que incluyan un acápite que exija buenos cuernos.

Los ejemplos abundan. El pavo real con la cola más estrambótica se aparea y el que tiene la cola
más discreta no lo hace. ¿El resultado? Pavos reales cada vez más ridículamente ataviados. En
muchos mamíferos es la fuerza física la que determina al semental; en algunas aves lo es la
habilidad para construir nidos; entre otras especies las razones son más sutiles -pero ello no
implica que no haya motivaciones-, e incluso entre ciertas especies la lucha por el poder genético
es tan brutal que, por ejemplo, para los leones una toma de poder de un macho sobre una
manada implica el asesinato de todas las crías, acto desgarrador que asegura al nuevo rey que será
su descendencia, y no otra, la que sobreviva -además porque, sin crías, las leonas se ponen
inmediatamente fértiles.

La selección natural opera en varios planos notorios, comenzando por las características
anatómicas y fisiológicas del individuo: la forma, consistencia y ubicación de las extremidades, el
color y el grosor del pelaje, el peso o volumen del individuo completo, etcétera, y en general todos
los rasgos del individuo determinan qué tan preparado está para resistir. Los hábitos son un
segundo plano visible en el que opera la selección natural. Mientras ciertos animales taciturnos y
alelados tendrán menos posibilidades de aparearse -igual que uno menos robusto-, los que
muestren más determinación o habilidades tendrá mejores posibilidades. Otro plano es el social,
que puede impactar mucho en especies donde sólo la pareja alfa de la manada-la pareja que

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componen los líderes del grupo- tiene derecho de aparearse. Los individuos más abajo en la
jerarquía social tienen pocas o nulas chances de proseguir su caldo genético. Y claro, la suerte
también viene al caso. Cogerse una enfermedad mortal o sufrir un accidente fatal no están en los
planes de nadie, pero esas cosas ocurren (sin embargo, vale decir que los eventos fortuitos tienen
una menor incidencia en tanto afectan a individuos particulares pero no están en la tendencia.
Recordemos que estos procesos son sumamente lentos y sólo tienen efecto en grandes números).
En todo caso, la suerte también jugó un papel preponderante en la historia evolutiva: pensemos
en el supuesto asteroide que extinguió a los dinosaurios.

Así que tenemos las mutaciones genéticas y la selección natural, ambas fuerzas que describen la
Evolución. Ahora toca decir cómo se relacionan estas dos fuerzas.

Recordemos que la mutación genética es continua, aleatoria y masiva. Esta fuerza actúa como una
especie de laboratorio, donde se operan ciertos cambios -más o menos absurdos- sobre ciertos
individuos de la siguiente generación. Esos cambios, de los que ya hemos hablado, son
tremendamente sutiles y serán transmitidos a la siguiente generación, de modo que las
mutaciones exitosas tenderán a ser más ostensibles, en la medida que esas mutaciones aporten
en la continuación de la especie. De otro lado, las mutaciones que no den buenos resultados no
proseguirán.

Pero, ¿cómo se transmite una mutación genética? Simplemente, a través de la herencia. Un


individuo que no puede transmitir sus propias y particulares mutaciones no dejará la huella de su
innovación como obsequio a la especie. Si por el contrario la mutación aporta, entonces muy
probablemente -aunque no con total certeza- ella será transmitida a la siguiente generación, que a
su vez hará lo propio durante muchas generaciones. Podemos decir que la mutación es el objeto
que queremos comprobar, y la selección natural es la manera cómo comprobamos el objeto.

Parece simple, pero es muy complicado. Como son tantas variables, tenemos muchísimas
posibilidades, tanto en el plano de las mutaciones genéticas como en el de la selección natural.
Individuos muy peculiares pueden ser exitosos aunque a simple vista no lo parezca; mutaciones no
exitosas pudieran transmitirse en individuos exitosos; violentos cambios climáticos pueden llevar a
exitosas especies a la extinción. Singulares adaptaciones -provocadas por la mutación genética-
pueden causar una revolución en una especie, cambiándola por completo; y tenemos un
larguísimo etcétera que nos lleva a descubrir que, después de todo, esta combinación de lentas e
inexorables fuerzas, la mutación genética y la selección natural, sí hayan sido capaces de producir
la profusa variedad de vida en el mundo.

En resumen: todo individuo nace con unos planos de construcción -su material genético- que
definen todas las características de ese individuo. El material genético en cuestión es resultado de
tres ingredientes, el material genético del padre, el de la madre, y una serie de mutaciones en ese
material resultante -tales mutaciones pueden ser muy pequeñas y en todo caso son al azar-, que
en la cocción resulta único y describe al individuo casi del todo, mientras otros cambios vendrán
de la interacción del individuo con el medio.

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Ese individuo, con sus particularidades derivadas del exclusivo material genético que posee,
interactuará con el entorno de manera que se comprueben sus aptitudes para subsistir, o dicho de
otra forma, será sometido a la selección natural. Los individuos más aptos podrán transmitir su
material genético -herencia- a las generaciones siguientes, repitiendo la transferencia al individuo
que nace, otra vez, con unos planos genéticos que le definen.

El proceso es horrorosamente lento pero continuo, y tras innumerables pruebas conducidas por la
aleatoria mutación genética y la selección natural, tenemos las especies que cohabitan en nuestro
planeta. Todas.

Sin embargo, esta teoría no es roca sólida, y tiene, por el contrario, muchísimas zonas grises y de
ninguna manera, así descrita, lo explica todo. En primer lugar porque, como su nombre lo indica,
es una teoría y las teorías son susceptibles de ser corregidas e incluso anuladas si el conocimiento
nos enseña otra cosa.

Sólo enunciar una teoría, por linda, coherente o lógica que parezca, no la convierte en una
realidad. Como estamos hablando de toda la vida en el planeta, es ciertamente muy difícil poner a
prueba todos los parámetros de la Evolución y, por ello, aún no se confirma del todo. Es lo mejor
que tenemos, pero eso tampoco transforma a la Evolución en la elucidación.

Entonces, ¿qué opciones tenemos para describir la inmensa variedad de especies en el planeta?
En rigor, no hay mucho. A la apreciación continua de la Evolución (o “síntesis evolutiva moderna”,
para incorporar todas las adecuaciones que ha sufrido desde que se enunció por vez primera) se
opone una que cree que las especies cambian a saltos, de manera que entre una especie y la
siguiente hay un punto notorio de reemplazo. Es una sutileza o complemento de la teoría
moderna, y no la contradice aunque la idea de cambios radicales en lugar de continuos es una idea
que no tiene mucho asidero en la comunidad científica. También se ha propuesto que la selección
natural es menos importante y el azar lo es todo -o sea, las especies no existen por adaptación,
sino porque han aparecido aleatoriamente.

Con otras palabras, la teoría sintética de la Evolución ha sido corroborada por el conocimiento
científico, aunque ciertas teorías complementan o corrigen ciertos aspectos de la principal. Si
eliminamos la idea que la adquisición del conocimiento es la descripción de la realidad en lugar de
la representación mental -del autor- respecto de esa realidad, entonces en este plano no queda
más que la Evolución, con sus pequeños matices o sabores. Al final, la alternativa está fuera de la
ciencia.

La primera consideración que debe hacerse en el contexto de esta discusión es que las teorías
dogmáticas no pueden discutirse, puesto que son, precisamente, dogmáticas. La segunda es que,
mientras sigamos aceptando que la de la Evolución no es más que una teoría, puede estar errada
en su forma, en detalles o por completo. Finalmente, no profundizaré en las variadas controversias
científicas -ya mencionadas- alrededor de la Evolución misma pero que no la desacreditan sino
que la enriquecen. Quiero en cambio llegar al fondo del asunto.

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Veámoslo, entonces, desde otra mirada, la mirada de la historia del conocimiento en esta
disciplina y las distintas alternativas que nos ofrece el mercado de las ideas.

Durante milenios la pregunta del origen de la humanidad ha sido respondida a través de los
distintos dogmas -religiones, para ser preciso- que, leyendas mediante, nos han explicado que el
hombre proviene de la sangre o el semen de algún dios, o que fue creado a partir del barro, o
tallado en madera, o bien fabricado con algún material singular. Según mi apreciación, diría que
estas explicaciones iban muy bien con los tiempos que corrían en cada caso. El ser humano daba
sus primeros pasos como ser consciente y su falta de conocimiento era supina. Es evidente que
hace, digamos, 3.000 años, ignorábamos muchas cosas que ahora conocemos, como los
fenómenos naturales que ahora no nos sorprenden salvo por su belleza o la impresionante
capacidad destructiva. Volcanes, inundaciones, plagas de langostas, la electricidad, etc., son
fenómenos para los que tenemos buenas explicaciones pero que antes no teníamos. Lógicamente,
antes sabíamos menos que ahora. Y de hecho, hubo un tiempo en que sabíamos realmente muy
poco, y como una de nuestras fortalezas como especie es la curiosidad, siempre quisimos -y
seguimos queriendo- saberlo todo. A falta de una respuesta razonable, cabía muy bien una sólida
explicación dogmática que despejaba el tema y nos dejaba tranquilos. Somos hijos de los dioses, o
sus obras o caprichos. Después de todo, necesitamos dignificar nuestra existencia y darle algún
sentido, satisfaciendo de paso otra inveterada condición humana, la necesidad de propósito. Para
algunos más excitables también podría decir que tales explicaciones han servido de mucha ayuda
a los grupos de poder de las distintas sociedades humanas y, a falta de alguien que haya podido
dar una respuesta satisfactoria, tales grupos poderosos prefirieron ser ellos los propietarios de la
verdad y con eso, de paso, mantenían un poco más de control sobre sus pueblos. No puedo decir
con certeza que esto es verdad, pero tengo mis sospechas de ello.

En fin, el caso es que desde tiempos inmemoriales sentimos la curiosidad por saber de dónde
venimos y como no teníamos respuesta, nos hizo muy bien creer que éramos parte de una
Creación.

Cuando el método científico se asentó en la sociedad universal, todas las cuestiones relacionadas
con el saber fueron sometidas a su rigor, y descubrimos que nuestras nociones preconcebidas
eran erradas o, más fuerte aún, simplemente unas asombrosas estupideces. Los griegos creían que
el Universo era un conjunto de esferas concéntricas -en cuyo centro estaba la “perfecta esfera
terrestre”- adheridas a las cuales brillaban las estrellas. Esta explicación bien resolvía los
movimientos estelares, pero cuando pudimos mirar de cerca el espacio exterior, descubrimos que
las esferas concéntricas eran una idea irreal (no es que sepamos ahora exactamente qué es el
Universo, pero sí podemos decir con certeza que no es un conjunto de esferas concéntricas). Los
mismos griegos decían que toda la materia estaba compuesta por cuatro elementos (los nórdicos,
vikingos y sus descendientes, añadían un quinto elemento, el hielo) y que todo lo que existía era
producto de la combinación de esos elementos. En realidad, heredamos el término pero no su
definición, y gracias a Mendeleiev y una pléyade de científicos sabemos que los elementos son
más de ciento veinte, y tal vez sigamos descubriendo que el número es mayor.

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Más de los griegos. La Vía Láctea era leche derramada y lo que podíamos ver eran las gotas del
líquido. Como en el caso anterior, también copiamos el nombre pero ahora sabemos que la Vía
Láctea es una galaxia, y que no es leche.

Podría abrumarlos con ejemplos, pero prefiero quedarme aquí, aunque antes debo decir que los
descubrimientos e invenciones que la ciencia nos ha legado nos permite tener certeza de
fenómenos que antes nos parecían obra de dioses enamorados, enojados o inspirados.

A partir de este comentario se sobreviene a mi cabeza una pregunta muy interesante: si ahora
nadie cree en los dioses antiguos y sus milagros, entonces ¿por qué habríamos de creer que el ser
humano es obra de esos dioses ya desacreditados? O bien, si ya hemos aceptado que las erradas
interpretaciones del pasado en términos de la explicación de fenómenos no tienen cabida como
conceptos que puedan tomarse en serio, ¿por qué habríamos de creer que las explicaciones
hechas por esas mismas personas en relación con el origen del hombre son menos inverosímiles?
¿Qué sentido tiene aceptar una historia extraña contada por alguien que nos contó otras historias
tan o más carentes de base para explicar cosas que ya sabemos cómo son?

Pero me estoy adelantando. Desde Darwin y su obra “El Origen de las Especies” de 1859, se ha
abierto un debate que nunca antes vimos, propiciado inicialmente por cuestiones que nada tenían
que ver con el mentado documento. De esto ya hablaremos, también.

El punto es que como la discusión se acaloró, surgieron nuevas teorías más o menos científicas (la
mayoría harto menos científicas) creadas para rebatir a Darwin. La más importante es el
Creacionismo, con el Diseño Inteligente, como su gran hijo.

El Creacionismo no es en sí una teoría, sino más bien el compendio de razonamientos religiosos


que llevan a discurrir -con base en el dogma de la fe- que el hombre, en lugar de haber
evolucionado desde especies anteriores, ha sido creado por un ente superior, un dios. Los motivos
para esta explicación son tres, en esencia: el primero permite dar cabida a la existencia del alma
humana (salvo que aceptemos que todo ser vivo tiene alma, incluyendo bacterias, amebas, plantas
y canguros) en tanto ella se creó junto con el hombre. La segunda da cuenta de la enorme
complejidad biológica, psicológica y espiritual de nuestra especie; la última consiste en incluir a la
deidad correspondiente en el proceso (si fuéramos obra de la evolución, no habría mucho sentido
en seguir preceptos morales o sentirnos espiritualmente vinculados con los dioses). El
Creacionismo es a fin de cuentas un conjunto de creencias que no sólo nos dice que todo ha sido
creado por una deidad, sino que además le asigna a esa creación un propósito o meta; además,
propone que la Evolución es aberrante, e incluso sugiere -o exige- que cese la enseñanza de la
teoría evolutiva.

El problema con Darwin para el Creacionismo es que echa leña al materialismo filosófico -para qué
un dios-, lo cual es sinónimo de blandir un puñal que apunta directo al corazón de la fe. Cosa que
los creacionistas hallan infame.

12
Pero la presión de la teoría abrió una brecha entre los creacionistas, dividiéndolos en dos grupos,
el primero concentrado en los dogmas -un sector “bíblico” o cristiano que negaba cualquier
explicación diferente de la que cuenta la biblia-, y el segundo intentando combinar la noción
darwinista con la creacionista. A los adherentes al grupo uno se les llama partidarios del
Creacionismo Clásico, puesto que rechazan alterar lo indicado por el dogma. El Creacionismo
cristiano considera absolutamente adecuada la explicación descrita en el Antiguo Testamento -el
Génesis- en relación con el origen de la Tierra, las especies y, en particular, el ser humano.

Antes de referirme al segundo grupo de creacionistas, quisiera detenerme para analizar el


Creacionismo Clásico.

Dios habría concebido la idea de inventar el planeta y llenarlo de animales y plantas, pero luego
pensó qué bien vendría poner en ese sitio un animal especial, conectado por medio de un alma,
capaz de poseer conciencia, y en ese plan ideó al hombre, particularmente diseñado “a su imagen
y semejanza”, o bien, parecido a Él. Según nos indica esta doctrina, la mujer habría surgido a partir
de una costilla del primer hombre -quien, a su vez, fue moldeado con barro-; el resto fue poblar el
mundo a punta de hijos entre esa pareja prístina.

Es difícil debatir con base en evidencias ante un dogma porque en sí mismo el dogma exige que no
haya debate, aunque es interesante notar, por ejemplo, que aunque es cierto que los registros
fósiles con que contamos nos muestran que antes de existir el hombre -la especie- existieron los
animales, el tiempo que separa ambos grupos -al de los hombres del de los animales- es más largo
que una semana, y en realidad ese tiempo debemos contarlo en términos de miles de millones de
años. Incluso si descartamos las teorías que hablan de tantos eones, deberíamos aceptar que, por
ejemplo, fósiles de dinosaurios prueban que durante su existencia -que en promedio ocurrió hace
más de sesenta millones de años- no había hombres y que éstos aparecieron, según los mismos
registros, hace cien mil años, a lo sumo, por lo que hay una ventana de, digamos, sesenta millones
de años entre el último dinosaurio y el primer humano. Eso es más que el par de días que defiende
el Creacionismo Clásico.

(El mismo Génesis está lleno de alegorías y frases poéticas que poco tienen que ver con la
realidad. Para ceñirse a ese texto, por ejemplo, habría que rechazar el que las estrellas hayan
existido después que la Tierra, o que el día y la noche en nuestro planeta sea anterior a la
existencia del sol.)

El Creacionismo Moderno -el segundo grupo, el de los creacionistas escindidos- intenta mezclar
creacionismo y evolución. El resultado es una pseudociencia que poco tiene para aportar, porque
para que calcen los dogmas con las explicaciones científicas, se hace necesario “editar” o
francamente tergiversar las teorías científicas a fin de tener una historia más o menos consistente.
La comunidad científica no acepta desde ningún punto de vista el Creacionismo Moderno en tanto
de ciencia no tiene absolutamente nada.

Así, el asunto está en el fondo. La ciencia, y la rama de la que estamos hablando aquí como todas
las demás, tiene por definición una visión autocrítica y emplea dentro de su propia estructura un

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conjunto de herramientas para rebatirse a sí misma. Cada pensador es libre de proponer la teoría
que le plazca en tanto disponga de evidencia que le apoye, y que el resto de la comunidad
científica, hechas las consiguientes evaluaciones poniendo a prueba la teoría en cuestión, y con
base en las evidencias, acuerde que lo propuesto hace sentido y es comprobable. Es usual que las
nuevas invenciones en determinadas áreas -por ejemplo, instrumentos de medición- incidan en el
conocimiento actualmente aceptado, y se sometan las teorías a esos nuevos métodos cuyo fin es
elucidar cualquier interrogante. Sabemos que los griegos usaban el método del paralaje para
medir grandes distancias (un método que puede comprobarse de manera muy sencilla: si pone
usted un lápiz frente a sus ojos, a unos 20 centímetros y, usando un punto de referencia en el
fondo, puede ver el paralaje si cierra un ojo y luego abre éste, cerrando el otro. El lápiz parecerá
haberse movido respecto del punto de referencia). Este método sirvió a los griegos, entre otras
cosas, para verificar que la Luna está más cerca que las estrellas. Naturalmente, el paralaje es
eficiente pero no infalible e inútil para distancias muy grandes. Mucho más adelante en el tiempo,
se usaron otros métodos más sofisticados -como las ondas de luz- para medir distancias, de modo
que todo lo que antes se había medido por la vía del paralaje se midió nuevamente con los nuevos
métodos. El aumento de precisión permitió afinar muchísimos resultados y, en particular,
desechar viejas teorías. Muy posiblemente, nuevos métodos reemplazarán en el futuro a los
actuales -que consideraremos obsoletos pero muy cándidos-, y tendremos algunas teorías
rechazadas producto de las nuevas técnicas.

La ciencia provee los medios para criticarse a sí misma, corregir sus postulados y mejorar la
precisión o la realidad de nuestros conocimientos. El método científico no sólo sirve para saber
más, sino también para descubrir si lo que creíamos saber es o no correcto. Esta característica
cardinal de la ciencia -su falta de pasión, su objetividad- no existe en las doctrinas no-científicas
que, por el contrario, operan con base en la pasión y la falta de objetividad, o dicho con otras
palabras, no podría existir si no hubiera fogosidad en la defensa de sus postulados, precisamente
porque la búsqueda de evidencia no se realiza de una manera desapasionada. Los dogmas
requieren ser indestructibles e irrefutables, y estas dos características son condición sine qua non
para el desarrollo del conocimiento religioso. Pues bien, ¿cómo podemos ser objetivos si debemos
partir de la base de eventos o definiciones que no pueden discutirse? La alternativa a la
objetividad es la obcecación y, de ello desprendemos la pasión, que en ciertos extremos se parece
o iguala con la irracionalidad. Es importante recordar que el que ignoremos algo no significa, de
manera alguna, que su explicación se encuentre en un mito y, de hecho, es así como adquirimos
las primeras nociones poco objetivas en relación con muchos fenómenos, como los que ya
describí. A falta de entendimiento sobre los ciclos del clima terrestre muchas culturas antiguas
pedían a ciertas deidades que les regalaran con una buena lluvia en tiempo de sequía, acto que en
nuestra época actual parecería ridícula. En su lugar, acudimos a la meteorología para anticipar
esos períodos de escases de lluvias y -si es posible- tomar acciones para paliar sus efectos.

En realidad, la ciencia derriba mitos pero no es su objetivo. Podría decir que arrastra al mito en su
búsqueda. Un buen analista científico debe (¡debe!) suprimir todo prejuicio antes de trabajar una
teoría. Las concepciones previas no son más que espacios donde es ilegítimo buscar, y es un error

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cardinal en el método evadir áreas ilegítimas. De esto se desprende otra virtud de la ciencia: su
amplitud de criterio, la capacidad que tiene para desechar visiones preconcebidas y buscar a partir
de su mismo método respuestas a preguntas corrientes o trascendentes, sin percatarse del juego
ético detrás de las preguntas -y menos de las respuestas-. Si una conclusión trasgrede algún
dogma, no se descarta por ese hecho y, aunque los científicos también son personas cargadas de
creencias y prejuicios, en general ella misma dispone de resortes con los que se combaten esos
paradigmas. Abundan en el anecdotario histórico científico las ocasiones en que ciertas teorías
rebatían por completo otras teorías, científicas también, que parecían del todo comprobadas.

De hecho, la ciencia misma nació como consecuencia de las creencias y prejuicios de las personas,
conceptos que chocaban con las observaciones de los más escépticos y con los resultados de esas
observaciones.

En primer lugar está la honesta falta de conocimiento. Los primeros registros históricos
conservados desde civilizaciones antiquísimas -y de otras no tan antiguas- dan muestra de la falta
total de interpretación de los fenómenos naturales. Por el contrario, aquellas civilizaciones
pretéritas, en lugar de buscar una explicación, se proveyeron de una motivación para esos
fenómenos. No se preguntaban la causa de la fermentación de la uva pero sí dijeron para qué
fermentaba la uva, qué motivación había para ese fenómeno. Lo asociaron a un dios parrandero
sin descubrir que el proceso consiste en la transformación del azúcar en alcohol.

De otro lado, los charlatanes, abundantes en toda la historia de la humanidad, han podido
subsistir gracias a la falta de rigurosidad en el análisis de los incautos que aceptan mentiras como
si fueran verdades. Muchas ideas preconcebidas del mundo han sido influidas por las certezas
presentadas por carismáticos líderes que falsearon la realidad con descaro, y si no hubiera un
criterio común para desechar las falsedades de lo que es considerado como correcto, la
charlatanería haría nata.

También los inocentes que han creído que sus propias observaciones son correctas cometen
errores que la ciencia siempre ha pretendido enmendar. Quizás el ejemplo más conocido es el de
la teoría de la generación espontánea, muy difundida -una verdad incontrovertible en su época-,
se basaba en la simple observación para inferir que la vida podía surgir de la nada, puesto que
resultaba muy evidente que ciertos alimentos en putrefacción causaban el nacimiento espontáneo
de moscas. En 1668 un médico italiano (Francesco Redi) hizo un sencillo experimento que probaba
que la abiogénesis -nombre con el que suele denominarse la generación espontánea- no era
cierta, pero le llovieron los detractores, al punto que hizo falta aún que Luis Pasteur, a mediados
del siglo XIX, confirmara la falsedad de la abiogénesis, desterrándola del conocimiento científico.
Sin embargo, todavía pasarían años antes que desapareciera del todo.

Me imagino si alguien me dijera que tiene una teoría respecto de cualquier tema. Mi primer
impulso sería cotejar la teoría con mis conocimientos, paradigmas y creencias. Cuanto dijera mi
interlocutor pasaría por una serie de cedazos que incluyen el sentido común, las creencias,
experiencias pasadas, conocimientos adquiridos y certezas personales, y en último término
adoptaría una posición en relación con ella, indicando al final que la creo, o que no la creo. En

15
último término, uno suele reducir las explicaciones o teorías a un sí o un no, en función de si
calzan o no con nuestro punto de vista.

Eso es un error, ha sido un error toda la vida, pero sin un método que permita explicar y entender
el mundo y sus fenómenos, es muy difícil llegar a un acuerdo, particularmente porque todos
tenemos conocimientos, creencias y una peculiar intuición -el sentido común- que son muy
individuales. Entonces, se hace necesaria una manera -un método- a través de la que obtengamos
certezas sin necesidad de basar las explicaciones en la confianza que tenemos en nuestro saber o
en nuestro interlocutor.

Ese método es el científico: ya está dicho, es desapasionado, objetivo, provee sus propias barreras
y se cuestiona permanentemente, y nos regala un idioma común junto a una forma -el método
mismo- con la que podemos asegurar que lo que ella dice tenga base.

(Les daré un ejemplo personal. Digamos que yo le pregunto ¿hay vida inteligente en otros mundos
en el universo? Tal vez su respuesta varíe entre un «sí, porque el universo es tan grande que sería
extraño que no hubiera condiciones similares en algún otro lugar de semejante vastedad», y un
«de ninguna manera, sólo hemos visto vida inteligente en la Tierra y, como no hemos hallado nada
más, entonces lo descarto». Desde mi punto de vista, o desde lo que yo diría que es el punto de
vista científico, la respuesta correcta sería «lo ignoro, porque no tengo ninguna evidencia que me
pruebe que la hay, o que no la hay». Una cosa es lo que queremos creer, y otra muy distinta es lo
que podemos decir con base en lo que sabemos. La discusión puede crecer mucho, si
consideramos el tamaño del universo, la falta de conocimiento que tenemos de él, o si admitimos
que las condiciones para la vida en la Tierra son tan particulares y quizá muy difíciles de repetir en
otro sitio, o bien que lo que nosotros conocemos como vida inteligente, e incluso lo que
entendemos por vida, pueden ser conceptos muy estrechos y tal vez ya nos hemos topado con
seres inteligentes de otros mundos pero no lo hemos notado porque desconocemos esas formas
de inteligencia.)

La ciencia es la manera cómo los humanos organizamos nuestra curiosidad en preguntas,


respuestas, descripciones y explicaciones que damos a esos fenómenos que despiertan esa
curiosidad que nos hace tan singulares. A través de su método -el método científico- podemos
volcar ordenadamente toda nuestra curiosidad, especialmente si queremos dar respuesta a una
pregunta. Por regla general, el método sigue unos pasos bien conocidos, descritos por Francis
Bacon alrededor del siglo XVII, que comienzan con la observación e inducción, siguen con la
formulación de una hipótesis -la respuesta preliminar que se desea confirmar-, y concluyen con la
experimentación, demostración, refutación y teoría -o conclusión-. Dicho parece fácil, pero
claramente no lo es. El método pretende corregir los vicios de la adquisición del conocimiento en
tanto su objetivo es validar el conocimiento obtenido. Gracias al método hoy podemos confiar en
la ciencia.

Darwin es uno de los más relevantes representantes de esa nueva forma de ver el mundo y de
intentar explicar sus fenómenos, y su teoría de la evolución fue sometida, como todas las teorías

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científicas, al rigor de la ciencia, pero además, debido a su cariz iconoclasta, al rigor de una
sociedad profundamente religiosa y que miró con horror los postulados de dicha teoría.

Muchos años después de enunciada, luego de múltiples befas, ataques, cuestionamientos y


correcciones, tanto conocimiento esparcido y nuevas disciplinas del saber creadas luego de su
nacimiento, la teoría de la evolución moderna ha demostrado ser la explicación más apropiada
para aglutinar el entendimiento de la biología de nuestro planeta. La teoría se sometió a su
antítesis, a la comprobación, a nuevas observaciones, al enriquecimiento de la evidencia gracias a
la genética y otras ramas científicas, y finalmente tenemos un cuerpo más o menos organizado de
conocimiento que explica por qué los seres humanos estamos aquí, y cómo es que llegamos a ser
lo que somos.

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Tercera parte: La historia completa

Ignoramos cómo fue que pasó todo, pero si nos basamos en el molde ofrecido por la Evolución,
entonces podemos hacernos una buena idea de qué ocurrió. Como los números no son exactos ni
mucho menos, y tampoco están probados a fuego y están permanentemente ajustándose, usaré
los que yo recuerdo o conozco.

En primer lugar, debemos decir que la Tierra tiene una edad aproximada de 4.570 millones de
años. A partir de aquí podemos dividir la historia del planeta en 4 eones (un eón es un período
muy largo y de hecho los cuatro eones suman esos 4.570 millones de años de historia). Los cuatro
eones se llaman Hadeico, Arcaico, Proterozoico y Fanerozoico, en ese orden desde el más antiguo.

En el eón Hadeico (4.570.000.000 - 3.850.000.000) la corteza terrestre se enfrió, surgiendo el


planeta mismo. No aburriré describiendo las cuatro eras en que se divide el eón Hadeico (ni las
explicaré). Se supone el fin del eón junto con el término de su última era, cuando concluye cierto
bombardeo de meteoritos que azotó a la Tierra y, muy posiblemente también, a la Luna. Desde
luego, en ese tiempo no cabe ni imaginar que habría vida, aunque su estudio puede describir los
ingredientes primordiales para su surgimiento.

Luego viene el eón Arcaico (3.850.000.000 - 2.500.000.000), con cuatro eras también, comienza
más o menos con las primeras señales de vida en el mundo, descubiertas en la forma de
estromatolitos -una fea palabra que significa “cama de piedra” porque las células primordiales
aparecen petrificadas como grupos que forman láminas o camas-. En este eón se manifiesta la vida
y también cierta forma de fotosíntesis, además de hallarse una glaciación y la aparición del valioso
oxígeno en el planeta.

El tercer eón es el Proterozoico (2.500.000.000 - 600.000.000) e incluye tres eras (Paleo, Meso y
Neoproterozoico; hay que tener paciencia para leer los nombres). El proterozoico marca el inicio
de la oxigenación del planeta, y su fin se mide aproximadamente con el surgimiento de criaturas
pluricelulares, puesto que durante todo el eón anterior la única clase de seres vivos que habitaba
el planeta era unicelular -sólo una célula.

El eón actual se llama Fanerozoico (600.000.000 - hoy), tiene tres eras -Paleozoico, Mesozoico y
Cenozoico- y prácticamente toda la teoría de la evolución se desarrolla en él. Algunos eventos
interesantes del eón Fanerozoico incluyen la aparición de plantas, peces y seres terrestres. Varias
extinciones masivas y cambios climáticos de importancia cardinal moldearon la vida, junto con las
fuerzas que describe la Evolución. De estos grandísimos factores aparecieron -y salieron de
escena- criaturas tan emblemáticas como los trilobites, los helechos gigantes y los dinosaurios, los
pequeños mamíferos; más tarde, los primates y, en fin, nosotros.

Un dato anecdótico: la subdivisión temporal considera el eón (ya dijimos que son cuatro), que a su
vez se separa en eras, las cuales se dividen en períodos y estos últimos en épocas. Nuestros días,
según la ciencia, son del eón Fanerozoico, era Cenozoica, período Cuaternario y época Holoceno.
Por si un día le preguntan.

18
(Algunos científicos quieren dar por concluido el Holoceno y dar paso a la época del Antropoceno -
“la época del Hombre”-, especialmente por el efecto del desarrollo de las sociedades humanas en
el medio ambiente.)

Se entiende que la era Cenozoica cuenta la historia a partir de la extinción de los dinosaurios -la
teoría menos alocada que explica la desaparición de esos animales acusa a un asteroide que chocó
con el planeta-. La nuestra es la era de los mamíferos, de los cuales somos parte integrante.

En relación con el asteroide, o meteorito si queremos ser más precisos, cabe decir que en México
existen unos curiosos accidentes geográficos llamados cenotes, que son galerías de cavernas
sumergidas, que en una escala de kilómetros de diámetro, describen una circunferencia casi
perfecta, señal que ahí pasó algo serio. Comparado, el accidente es increíblemente parecido a
otros producidos por caídas de meteoritos, a excepción de que éste es significativamente más
grande. Se ha estimado la época en la que cayó el meteorito de México, y coincide con la era en la
que desaparecieron los dinosaurios. En fin, los antecedentes -o la evidencia, para usar
terminología más adecuada- parecen apuntar al meteorito como causantes de semejante
extinción masiva.

Antes de seguir, quisiera hacer un paréntesis para hablar de la vida, al menos indicando una
definición que sea satisfactoria o comprensible para todos. Es fácil ver la vida en términos del
tiempo que transcurre entre el nacimiento y la muerte, y con eso bastaría para explicarla si nos
detenemos para mirar aquellos seres que sí podemos ver. Decimos que un ser está vivo cuando se
encuentra en algún momento entre su nacimiento y su muerte. Sin embargo, para efectos de un
análisis más completo de la Evolución, debemos hilar un poco más fino. La vida puede entenderse
como la virtud de ciertas combinaciones de moléculas -una molécula es un grupo de átomos- con
la cual dicha estructura interactúa con el entorno para vencer a su destrucción, o mantener lo que
los científicos llaman un intercambio de energía homeostática -o que mantenga condiciones
estables-. Las características que definen algo vivo suelen ser seis: organización, reproducción,
crecimiento, homeostasis, movimiento y evolución. Cualquier cosa que cumple esas seis
características, que puede hacer esas seis cosas, es considerada un ser vivo, y a ese ser vivo le
llamamos organismo.

Hay decenas de definiciones de vida, que van desde la filosófica hasta la genética, pasando por la
química y metabólica. La más completa definición de vida la podemos encontrar desde el prisma
de la termodinámica -la parte de la física que se dedica al estudio del calor-, que dice que los
sistemas vivos son regiones localizadas donde hay incremento de orden -aumento de cantidad- sin
intervención externa. Esta definición trae implícita la lucha contra la entropía. La entropía es la
tendencia a perder el orden, y se supone que en el universo entero la entropía es la regla, puesto
que si nos dejamos estar, lo lógico sería que al cabo de un tiempo se imponga el caos. La vida,
según la definición anterior, es cualquier sistema que tiene medios para combatir la entropía.

He dicho mucho, y voy a resumir. El universo está moviéndose en la dirección de su


autodestrucción -podemos decir que hay entropía en el universo-, ciertos sistemas que existen en
el universo han descubierto la forma cómo romper la tendencia entrópica, y esos sistemas están

19
vivos; a cada sistema vivo le llamamos organismo y hasta donde podemos saber, (a) hemos
hallado vida sólo en nuestro planeta, y (b) esa vida apareció hace 3.700 millones de años.

La vida en la Tierra aparece en el eón Arcaico, después que el planeta se enfrió y la corteza se
endureció. Se sabe que en esos tiempos el cielo terrestre no tenía oxígeno, pero había una fuente
de calor -el Sol- y un conjunto de elementos útiles para la formación de sistemas capaces de
romper la tendencia impuesta por la entropía universal. Esos sistemas empezaron por obtener
energía a partir de la radiación solar para usarla en su propio beneficio -a esta forma de
intercambio energético la llamamos fotosíntesis-, especialmente para reproducirse -“incrementar
el orden”- y, así, no desaparecer.

Tomó a la Tierra alrededor de mil millones de años -una cifra espantosa- hacer que sus
condiciones permitieran el surgimiento de la vida. Desde ahí, y durante tres mil setecientos
millones de años, esa vida ha ido cambiando de manera vertiginosa para formar todo cuanto está
vivo en nuestro planeta hoy, incluyendo modelos extintos y aún existentes.

En algún momento, el laboratorio descubrió que había más beneficio para esos sistemas vivos si se
unían entre ellos para formar sistemas más complejos. Al término del eón Arcaico aparecieron los
primeros sistemas pluricelulares -sistemas compuestos por varias células, cada una especializada
en alguna tarea particular, como algunas células dedicadas a intercambiar energía mientras otras
usaban esa energía para el movimiento, en la forma de colas o flagelos, o la reproducción-. Un
elemento que coadyuvó fue la masiva extinción de la generación anterior de sistemas vivos,
también al final del Arcaico, que provocó la ascensión de oxígeno a la atmósfera. Es decir, más o
menos hace 2.500 millones de años la Evolución aprovechó dos ventajas cardinales: el oxígeno y la
especialización de las células. Aproximadamente en esos tiempos teníamos ya todas las
condiciones para la vorágine de la Evolución.

(Se entiende, también, que la agrupación de células para su especialización forma parte del mismo
proceso evolutivo, puesto que alguna vez una asociación de células dio resultado y prosiguió con
la transferencia genética a las siguientes generaciones.)

De los organismos pluricelulares a las plantas y los peces hubo que esperar hasta “apenas” dos mil
millones de años en que ocurrieron cambios extremadamente significativos pero excesivamente
técnicos, que no voy a describir, para que aparecieran los anfibios, insectos y reptiles. Podemos
decir con cierto nivel de certeza que los primeros animales salieron del agua hace 570 millones de
años.

Las siguientes eras se distinguen por el clima, el movimiento tectónico -de las placas que
componen la corteza terrestre- y la forma como esas placas formaron diversos continentes que se
fundieron y se separaron, y también por las especies de organismos más populares.

Algunas eras también se destacan por grandes catástrofes planetarias. Las extinciones masivas
parecen haber ocurrido algunas veces, seis de hecho, y cambiaron las especies preponderantes. El
antecedente científico más notable de estos fenómenos nos señala que alrededor del 99 por

20
ciento de todas las especies que alguna vez existieron en el planeta está extinto. La flora y fauna
actuales representan, así, apenas el 1% de todo el esfuerzo evolutivo en la historia del planeta.
¿Qué tiene esto de importante? Pues que el experimento evolutivo parece tener una base sólida
en este antecedente. La Evolución es un proceso que puede mirarse como un ejercicio de prueba y
error -no es que la Evolución consista en prueba y error porque no hay voluntad en ella, pero es
posible identificar un patrón parecido-, donde cada mutación genética es, digamos, puesta a
prueba en el entorno y, si el individuo no es apto, entonces desaparece del todo. Casi todos los
ejercicios evolutivos llegaron a callejones sin salida que enviaron a las especies a su inapelable
extinción, y este efecto es esperable en un proceso continuo, masivo y aleatorio. Igual que cazar a
escopetazos con los ojos vendados, es posible que demos en el blanco algunas veces aunque la
inmensa mayoría de los perdigones de cada balazo se perderá inexorablemente sin acertar
ninguna presa.

Lo diré de otro modo. El que 99 por ciento de las especies haya desaparecido es una prueba que,
como quiera que se llame, el proceso que las crea no puede seguir un patrón previamente
definido; además, tiene que ser continuo y masivo, para poder provocar la evolución de tantas
especies (ejercitemos las matemáticas: hoy día se conoce un número aproximado de dos millones
de especies -número que aumenta a una tasa de 10 mil o más por año-, entre animales, plantas,
hongos y otros, y si consideramos que ese número es el 1% de todas las especies existentes,
entonces podemos decir que la historia de la Tierra ha visto pasar doscientas millones de especies
exclusivas).

El Diseño Inteligente es la corriente de pensamiento que plantea que el origen y la evolución del
universo -incluidos el origen y la evolución de la Tierra- son resultado de acciones deliberadas
hechas por seres inteligentes (Dios). Esta corriente fue levantada a fines del siglo XX esencialmente
por religiosos evangélicos con miras a demostrar que toda la evolución tiene un director de
orquesta y una meta clara. Mi pregunta sería ¿es 99% de fracaso la obra de un ser inteligente que
sabe lo que hace y tiene una meta preconcebida? Y mi respuesta es, obviamente, no. Ya
seguiremos sobre el Diseño Inteligente, de tanto en tanto.

Volvamos a la historia. Luego de la última de las seis extinciones masivas registradas en la historia
planetaria -la que nos interesa-, el cetro pasó de los dinosaurios a los mamíferos, como los
animales preponderantes, la voz cantante de la era. La extinción de los dinosaurios da término a
toda una era del eón Fanerozoico, la era del Mesozoico, para dar paso a la nueva era llamada del
Cenozoico -la era actual-, en la que, entre otras cosas, los continentes siguieron derivando hasta
llegar a la posición que conocemos hoy en día.

Cenozoico significa más o menos “animales nuevos”, y también se la conoció en algún tiempo
como la Era Terciaria. Recordemos que eso pasó hace unos 65 millones de años. He dicho que esta
extinción, o este cambio de era, nos interesa particularmente, porque gracias a la desaparición de
los dinosaurios fue que se produjo el auge de la clase de los mamíferos -a falta de una clase más
apropiada-. Si es cierto que un meteorito extinguió a los dinosaurios, entonces deberíamos
venerar al asteroide por su espectacular aporte al origen de nuestra propia especie.

21
De los mamíferos sabemos mucho, quizá más que de cualquier otra clase animal en todo el
mundo, tal vez porque como pertenecemos a esta clase, nuestra egolatría nos ha llevado a
estudiarlos más que al resto. La zoología, diríamos, debería así llamarse mamiferología o algo
parecido. El nombre científico de la clase de los mamíferos es, dicho sea de paso, Mammalia.

En especial, sabemos que los mamíferos tienen características comunes entre ellos, y que además
son características exclusivas de los mamíferos que no se encuentran en ninguna otra clase de
animales del reino: todos los mamíferos tienen pelo -al menos en estado embrionario-, todos los
mamíferos tienen leche -al menos las hembras, gracias a glándulas sebáceas modificadas con las
que se alimenta a las crías, y todos los mamíferos tienen tres huesos en el oído medio -salvo,
quizá, el equidna-. Entiendo que la placenta también es exclusiva de esta clase, pero no estoy del
todo seguro.

Las distinciones de los mamíferos, que parecen irrelevantes, en realidad no lo son. Los mamíferos
no son ni con mucho animales excepcionales, que destaquen por alguna razón particular, excepto
en ciertos planos. Si comparamos a los mamíferos con otras clases, no son ni más rápidos ni más
fuertes. Me atrevería a creer que el famoso asteroide hizo, al fin de cuentas, toda la diferencia.
Pero no lo creo del todo porque hay muchos elementos que ayudaron a los mamíferos.

(Entre los mamíferos, eso sí, está el ser vivo más grande que jamás haya existido en toda la
historia de la Tierra, la ballena azul. Y ciertamente, encontramos entre los mamíferos al más
excepcional de todos los animales que jamás ha poblado el planeta, el ser humano.)

El origen de los mamíferos parece remontarse al período Pérmico de la era Paleozoica, hace unos
280 millones de años, aunque “apenas” 80 millones de años después recién aparecerían los
primeros mamíferos verdaderos, ya en el período Triásico -el primero de la era Mesozoica-. Esos
primeros mamíferos, que cohabitaron alrededor de 130 millones de años durante la dominación
sauria, permanecieron relegados a un segundo plano muy inferior. Las especies de esta clase que
se conocen contemporáneas de los monumentales dinosaurios son por lo general pequeñas y
miserables, obligadas a competir en ambientes donde los grandes saurios no llegaban: de noche y
en sitios fríos, ambas exigencias que los mamíferos pudieron suplir gracias a la capacidad
homeotérmica -habilidad para mantener una temperatura corporal estable pese a los cambios de
temperatura ambientales-, capacidad hallada sólo en mamíferos y aves, y excepcionalmente en
algunos tiburones, que son, como sabemos, peces. El frío les llevó a producir pelo y la noche a
desarrollar una visión apta, ambas características que los dinosaurios no tenían, por lo que los
mamíferos pudieron progresar en entornos no conquistados por aquéllos.

El tiempo añadiría otras mejoras en la estructura de los mamíferos, como cráneos y esqueletos
más livianos, pero el principal avance de los mamíferos fue la gestación interna y la producción de
leche, logros que permitieron dar a las crías mejores posibilidades de subsistencia. Mientras los
ovíparos echan la vida del embrión a suertes, los mamíferos mantienen al embrión protegido por
una madre que ya lucha por sobrevivir; y mientras los animales que no tienen leche deben salir a
buscar la comida para sus crías -al menos para las especies que buscan alimento para sus crías-, los

22
mamíferos pueden prescindir de esa búsqueda en las primeras etapas de la infancia de la
progenie.

Y quedaba más. El avance significativo en la mayor eficiencia de los organismos de los mamíferos
en sus esqueletos, sentidos, músculos y sistemas internos -circulatorio, digestivo y respiratorio-
trajo aparejado el desarrollo de uno de los sistemas más relevantes para mi análisis, el del sistema
nervioso. Éste es, tal vez, el más notable de todos y uno de los diferenciadores más relevantes que
hacen que los mamíferos destaquen por sobre el resto de las clases animales.

Ante la pregunta del éxito evolutivo es difícil dar una respuesta acertada o categórica,
especialmente porque, según parece, la Evolución no busca nada en particular. Por eso, creo, la
definición del éxito dependerá más o menos de las preferencias de quien pregunte. Alguien puede
creer que las especies exitosas son aquellas que cuentan con el mayor número de individuos vivos
-podríamos llamar a esta medida el “aporte a la biomasa”-; otro podría decir que el éxito se mide
por el tiempo que la especie ha pervivido en el planeta -edad de la especie-, o bien por el grado de
especialización. Y en último término, por la complejidad del individuo. No podemos decir con
certeza, por ejemplo, que los cocodrilos son más exitosos que los ñus, o que los perros son más
exitosos que las pulgas. ¿Cómo mido yo el éxito? Pues de ninguna forma, porque el término éxito
trae implícito un juicio de valor, pero si me apurasen podría decir que una especie es exitosa
cuando no se extingue, o bien se extingue, pero a causa de la especie siguiente que evoluciona de
ella misma. Dicho de otro modo, todas las especies que actualmente existen en el planeta -ese 1%-
son exitosas.

Pero claramente se puede ver que los mamíferos -la clase Mammalia- produjeron especies muy
peculiares. Y esas especies surgieron a partir de los desafíos del entorno y el continuo proceso
evolutivo, reforzado por una excelente transmisión hereditaria beneficiada por la gestación
interna y la disponibilidad de leche. Los mamíferos aprovecharon su oportunidad cuando se
extinguieron los dinosaurios y en 65 millones de años lograron copar virtualmente todos los
ambientes del planeta -salvo la Antártica-, algo que ninguna otra clase ha podido hacer. Se pueden
ver mamíferos en las mayores profundidades del océano y hasta los 6.500 metros de altitud, en
zonas tan heladas como el polo norte y las costas antárticas, e incluso bajo tierra y sobre los
árboles. Es cierto que hay especies de otras clases que habitan lugares muy hostiles, pero como
clase, los mamíferos produjeron una variedad tan grande que se extiende a más hábitats que
ninguna otra clase.

Entre los mamíferos, un orden -subdivisión de la clase- en particular es de nuestro interés. Es el


orden de los Primates. Aún se debate si el origen de los primates puede encontrarse en el
Cretáceo -140 millones de años atrás-, cuando aparece un animal llamado Purgatorius ceratops. Lo
que sí está claro es que, provenientes de ese animal o no, los primeros primates con certeza
aparecen en escena en el Eoceno, hace 55 millones de años. En general, los primeros primates
eran muy parecidos a los actuales lémures. El primer mono apareció hace 42 millones de años.

(Cuidado: solemos decir que el hombre desciende del mono, lo cual es decididamente incorrecto,
y por cierto entraña uno de los más poderosos rechazos hacia la teoría de la Evolución. Lo correcto

23
sería decir que los hombres y los monos descienden de alguna especie común como la del
Purgatorius ceratops, algo que es muy distinto.)

En el Mioceno -hace 23 millones de años- surge el primer homínido, específicamente en la actual


África, al que conocemos con el peculiar nombre de Procónsul. En particular, el homínido es un
mono sin cola y el procónsul parece haber sido aún cuadrúpedo. La Evolución nos indica que el
camino del procónsul prosigue con el Afropiteco, el Kenyapiteco y el Moropiteco, todos
encontrados en África. Se descubrió luego que estos homínidos y sus descendientes circularon
hacia la actual Europa y luego Asia.

En la época del Plioceno, hace 5,3 millones de años, aparecieron con claridad los primeros
homínidos bípedos y, en especial, uno que mucha gente conoce, el Australopiteco, bípedo y con
un cerebro tan grande como el de los actuales grandes simios -gorilas, orangutanes, chimpancés-.
El australopiteco viene a ser el padre del género Homo, del cual surgirían todas las especies de
homínidos que evolucionaron hasta nuestra propia especie.

El Homo habilis -la especie más antigua del género Homo-, fue hallado junto a herramientas de
piedra labradas por él mismo, hecho corroborado por el estudio de las manos de este animal. El H
habilis además aumentó el tamaño de su cerebro, y se cree que debió ser de unos 600 centímetros
cúbicos. El Homo rudolfensis anda por las mismas y aún se debate si es de la misma especie del H
habilis o se trata de una especie distinta. En todo caso, le sigue el Homo erectus, de quien se dice
que aparentemente fue contemporáneo del H habilis y que lo habría extinguido en una guerra
competitiva. Entre los más famosos H erectus están el Hombre de Java, al que se llama Homo
erectus erectus, y el Hombre de Pekín (Homo erectus pekinensis), del que se hallaron decenas de
restos acompañados de miles -sí, miles- de herramientas de piedra, incluyendo tajadores,
cuchillos, martillos y puntas, además de instrumentos de hueso. Otro hallazgo notable es que el
Hombre de Pekín cocinaba con fuego -aunque ello no significa que hubiera sabido hacer fuego.

En realidad, se supone que los hombres de Java y Pekín son una variedad de Homo erectus
asiáticos que luego se extinguieron, pero los H erectus africanos continuaron evolucionando.

Entremedio del Homo habilis y el Homo erectus aparece el Homo georgicus -se descubrió una
familia completa de 5 en la actual república de Georgia, que parece haber muerto asfixiada tras
una erupción volcánica-. El H georgicus era cazador y usaba también herramientas.

Hay en Europa también algunos restos que algunos científicos separan para distinguirlos, y a esos
restos le han llamado el Homo antecessor, aunque puede que este homínido, muy parecido al
hombre moderno, sea un estadio avanzado de Homo erectus u Homo ergaster. En Italia apareció
un Homo cepranensis, muy particular porque su cerebro tenía un volumen de 1.200 cm 3, bastante
más grande que el de los más grandes de entre los Homo erectus. El otro increíble hallazgo
europeo corresponde al Homo heidelbergensis (hallado en Heidelberg, desde luego), que se
supone antepasado del Homo neanderthalensis, más conocido como Hombre de Neandertal (del
valle -thal- de Neander).

24
Del Neandertal se sabe mucho. Su cerebro alcanzaba los 1.500 cm3, eran robustos y bajos, vivían
en clanes de a 30 y tenían gran adaptación al frío de las regiones donde habitaron. Ahora está
prácticamente demostrado -aunque quedan debates- que el Neandertal y nosotros no tenemos
relación alguna salvo un ancestro común hace 400.000 años. El Neandertal apareció hace 230 mil
años y subsistió hasta hace 29 mil años, aunque lo hizo en Europa, mientras que nosotros
comenzamos nuestra existencia en África.

Finalmente, hace unos 40 mil años surgió el más pródigo de todos los hijos de los primates, de los
simios y de los homínidos, el Homo sapiens, el ser humano (sapiens obviamente significa sabio).

Ninguna otra especie de homínidos subsiste hoy, y en particular respecto de la única que existió
en paralelo -los neandertales-, de entre todas las causas que pudieron provocar su extinción, la
más cruel de todas es la más probable: el Neandertal fue arrasado hasta su desaparición por el
Hombre. ¿Parece historia conocida?

(El Homo floresiensis de Indonesia también parece haber existido hasta hace unos 12 mil años,
pero sólo se ha encontrado una población tan paupérrima que el debate de si son una especie
distinta aún continúa.)

Resumiendo, la historia de la vida en la Tierra tiene unos 3.700 millones de años y apenas hace 40
mil que llegamos. Aunque es cierto que todos provenimos de ese primer hálito de vida, también
tenemos que racionalizar y admitir que sólo gracias a los dinosaurios y su extinción es que la clase
de los mamíferos pudo -merced a las fuerzas del medio- hallar un camino evolutivo exitoso, que
produjo a los lémures, los homínidos, monos, simios -todos primates- y finalmente al ser humano.

25
Cuarta parte: la evolución del hombre

Aunque ya cité algunos pasajes de la evolución supuesta del Hombre (pongo en mayúscula la
palabra para referirme a la especie, al Homo sapiens), es obvio que su sola mención no explica en
modo alguno cómo hemos evolucionado, particularmente porque, como es notorio, nuestra
especie es realmente muy distinta de las demás especies que conocemos.

Podría analizar este capítulo en ambas direcciones. Es decir, podría ver los ancestros más antiguos
e ir verificando los cambios descubiertos en cada especie para encontrar las particularidades de
nuestra especie; o bien, podría preguntarme cuáles son las características que nos diferencian y, a
partir de ahí, retroceder en el tiempo para buscar el origen de esas características.

La forma de analizar es irrelevante o, al menos, puedo hacer ambas cosas a la vez. Pero sí es
interesante y muy entretenido revisar qué nos hace tan distintos a los demás animales del mundo.

Si miramos las características por su efecto, podemos decir que el ser humano es el único ser vivo
conocido que ha logrado poner un individuo en la Luna mientras puso a otro individuo en la mayor
profundidad del océano. Somos la especie que ha volado más alto, que ha cavado más profundo,
que ha ascendido a la mayor altitud terrestre y que ha viajado más rápido. También hemos creado
las sociedades más complejas del planeta, somos los únicos que mantenemos un registro no
cerebral de nuestra historia, ninguna especie ha construido tanto con tantos diversos materiales,
ninguna crea y usa tantas herramientas como nosotros, somos la única especie que domestica
otras especies en un régimen no simbiótico; ningún otro animal puede darse el lujo de decidir no
depredar tanto, de decidir proteger a otras especies, y tampoco hay por ahí especies capaces de
destruir la vida del planeta.

Pero también somos los únicos con un sistema de lenguaje abstracto, porque somos los únicos
que podemos usar la abstracción, y por ello ninguna especie más puede crear arte, literatura,
filosofía ni ciencia. Somos, así, los únicos seres racionales que además podemos gastar
voluntariamente nuestro tiempo en actividades inútiles o incluso dañinas.

Además, nuestra especie es exclusiva en la interacción, la creación de medios de producción, el


acuerdo en el uso de la moneda y el comercio, pertenecemos a la única especie que estudia a
otras especies y que tiene laboratorios, zoológicos e invernaderos. Sólo nosotros hemos llevado la
crianza al punto de tener escuelas, universidades y academias. Ninguna otra especie hace deporte
-ni caza por deporte-, y nuestra capacidad de planificación, organización y ejecución de proyectos
es inigualable e incomparable.

Hasta donde sabemos, no hay animal alguno salvo el hombre que tenga creencias, fe y una noción
de la existencia de la vida y la muerte, y que busque respuestas sobre la vida y la muerte. No
encontraremos animal alguno distinto a nosotros que pueda escribir este texto, y tampoco leerlo.

Es difícil identificar qué hace al hombre una criatura tan singular, aunque haya muchas
características que parecen obvias: lenguaje, inteligencia, capacidad de abstracción, conciencia de
ser son todas virtudes que no encontramos -o encontramos en muy miserables cantidades- en

26
otras especies. Según me parece, nuestras dos características más desarrolladas son una
curiosidad fuera de todo límite, y la inteligencia necesaria para satisfacer esa curiosidad. Incluso, al
combinar ambas logramos eso que muy adecuadamente se denomina “conciencia del ser”, la
asombrosa capacidad de saber que existimos, puesto que -parafraseando a Descartes- pienso,
luego existo, o bien, debido a que pensamos es que existimos.

Desde mi punto de vista, la especie humana siempre fue inteligente y curiosa. Antes bien, nuestros
ancestros también lo fueron aunque en escalas menores, de modo que podríamos hacer una
relación entre el tiempo transcurrido y la cantidad de inteligencia y curiosidad del homínido.

La curiosidad, para empezar, no es privativa de nuestra especie, y está presente en muchas otras,
aunque en menor medida. Sospecho que la curiosidad es una cualidad que se desarrolla en
especies más adelantadas, y me atrevo a decir que podemos medir el adelanto de la especie en
función de su curiosidad: entre más curiosa la especie, más adelantada es. Esta relación, creo, se
produce precisamente porque la curiosidad es una característica que sólo puede desarrollarse en
la medida en que las necesidades previas, más básicas, están satisfechas. Mientras haya carencias,
se soslayan los bienes suntuarios y la curiosidad, desde el punto de vista de la supervivencia, es
decididamente suntuaria. Pero lo es sólo en el corto plazo. Aparentemente, las especies inferiores
son incapaces de notar cuánto beneficio les aportaría ser un poquito más curiosas. En un plano de
supervivencia pura, el reflejo y los sentidos aguzados resuelven los problemas asociados con la
depredación y la muerte de una forma muy eficaz en lo inmediato. Muchos animales que
conocemos son destacados por sus increíbles habilidades físicas, que incluyen músculos bien
tonificados, sensibles sentidos del oído, la vista o el olfato, o una distribución anatómica ideal para
brincar y huir con extraordinaria rapidez.

Estos excelentes aditamentos, sin embargo, parecen meter a las especies que los poseen en un
callejón sin salida evolutivo. Pondré un ejemplo.

La gacela de Thomson es un pequeño antílope africano que sobresale por su notable agilidad y su
tremenda velocidad. Representa la cumbre del bovino en términos de rapidez, tanto en respecto a
sus reflejos como a su velocidad máxima. Quizá toda su anatomía esté concebida para este fin. Su
depredador más notorio es el guepardo (chita), el mamífero terrestre más rápido del planeta, un
felino absolutamente diseñado para correr.

Este singular binomio depredador-presa está atrapado. Mientras siga habiendo gacelas de
Thomson que depredar, los guepardos seguirán existiendo, y las mutaciones genéticas que no
tiendan a mejorar la velocidad de ambos terminarán extinguiéndose. Si alguna mutación genética
aumenta el peso, estropea el diseño aerodinámico o reduce la potencia física, entonces la gacela
morirá cazada por el guepardo. La selección natural preferirá, entonces, gacelas más y más rápidas
en desmedro de gacelas con alguna característica distinta. Un guepardo incapaz de correr a la
velocidad requerida para cazar una gacela tampoco podrá sobrevivir, y la selección natural se
inclinará indefectiblemente por los guepardos más rápidos. Esta carrera armamentista guepardo-
gacela ha cerrado toda posibilidad a ambas especies, y a partir de esa relación es que es bien
improbable que nos encontremos con una gacela especialmente curiosa, si como es de imaginar

27
tienen que pasar prácticamente toda su vida huyendo o preparadas para huir. Dicho de otro
modo, ¿qué espacio queda para la curiosidad, si para sobrevivir hace falta exclusivamente ser
sumamente veloz? Esta pregunta calza también para la chita y por eso también es razonable
pensar que no nos toparemos con una chita particularmente curiosa.

La Evolución tiende sus trampas -involuntarias, desde luego- a cientos, o miles, de especies en
todo el mundo, y ellas lo ignoran porque están sometidas a una tensión permanente que les
impide cambiar el estado de las cosas. Podemos creer que géneros animales, o familias enteras,
están contenidas en un conjunto cerrado de posibilidades y esa contención les hará imposible
mejorar aspectos distintos a los estrictamente necesarios, que componen el conjunto cerrado que
antes dije. Los ancestros del guepardo, casi con toda certeza, eran menos veloces, y su
descendencia fue haciéndose cada generación más rápida que la anterior. Cabría suponer -aunque
no es necesariamente así- que los descendientes seguirán mejorando sus cronos. Sólo una debacle
para la especie, una especie de revolución o shock, podría revertir la tendencia en una especie.

El mismo análisis sobre la curiosidad resulta para la inteligencia. Así como la curiosidad es menos
deseable para un guepardo o una gacela -puesto que reducirían el promedio de velocidad y la
capacidad de reacción-, también la inteligencia lo es. Tanto husmear desinteresadamente como
detenerse a reflexionar son estados físicos claramente incompatibles con los requeridos para
sobrevivir al ataque de un guepardo, o para cazar una gacela, y por otro lado la inteligencia exige
invertir muchísima energía en el cerebro. Obviamente, los animales rápidos quisieran invertir su
energía en los músculos en lugar del cerebro.

Las especies más avanzadas han despejado ciertos aspectos de su existencia, tales que hacen que
la vida deje de ser una lucha por sobrevivir, y se transforme en algo más complejo y profundo. Las
amebas y bacterias, parece, sólo tienen por propósito reproducirse -a sí mismas- para seguir
existiendo como especies. Algo similar ocurre con casi todos los artrópodos, moluscos, peces, aves
y reptiles, y con muchos mamíferos. El afán por subsistir es tan grande que se pierde el foco en lo
que es realmente importante -o al menos lo que parece más importante-: evolucionar.

Apenas si algunas especies de mamíferos, quizá ciertas aves y muy pocos peces han logrado
resolver su problema de sobrevivencia, y ahora pueden prestar más atención a otros aspectos de
la existencia. Un ejemplo claro de esta manifestación se da en los animales domesticados. Cuando
se despeja el desafío de proveerse de alimento, los animales en cautiverio suelen perder cierto
interés en aquello que en otras circunstancias habría sido el casi exclusivo fin de la vida, y en su
reemplazo aparecen la curiosidad y la habilidad de aprender algo nuevo. Creo que los animales
que podemos domesticar son los que representan a las especies que no han entrado en un
callejón evolutivo que no tiene escapatoria: perros, focas, delfines, etc., son los animales que
tienen cierto margen para mover sus anhelos evolutivos desde una perspectiva de supervivencia a
otra de vida misma. Creo por otro lado que las especies vivíparas están mejor adaptadas para
asumir el desafío de obtener características suntuarias como la curiosidad o la inteligencia, puesto
que ofrecen a sus crías la posibilidad de, efectivamente, explorar nuevas mutaciones genéticas.

28
Los primeros homínidos, nuestros abuelos evolutivos, muy posiblemente hallaron un hábitat
seguro en el que pudieron desatar su curiosidad. Como pertenecieron a una familia (familia es un
término usado en Biología para hacer referencia a una cierta agrupación mayor de especies)
intrínsecamente inteligente, combinaron esa propiedad natural con la circunstancia ambiental -un
entorno seguro para curiosear- para liberar la carrera evolutiva más espectacular que el planeta
haya visto.

Es moneda común en el mundo científico decir que los primeros homínidos, o sus antepasados
directos, eran criaturas arborícolas herbívoras. Ciertos cambios en la vegetación -el surgimiento de
las sabanas- permitieron a los homínidos bajarse de los árboles y conocer “mundos” nuevos, que
trajeron también una dieta revolucionaria: la carne. La adquisición de proteínas permitió el
desarrollo del cerebro de esos ya astutos animales, que fueron progresivamente deshaciéndose de
atributos físicos antes imprescindibles para sobrevivir, como la vista aguda, la velocidad, las garras,
etc. La inteligencia deterioró las virtudes anatómicas y morfológicas del homínido, que ya no
necesitaba ser ni tan poderoso ni tan rápido. Su inteligencia pudo suplir en gran medida las
carencias físicas que le habrían hecho sumamente vulnerable en un entorno de cazadores bien
pertrechados.

La selección natural probó que el ensayo de desarrollar el cerebro, en lugar de las patas o el
sistema respiratorio, daba muy buenos resultados. La carrera armamentista arrojó sobre la mesa
el nuevo aditamento a mejorar: la capacidad cerebral.

A partir de este “hallazgo”, la Evolución fijó un nuevo curso, sin callejones sin salida. Costó poco al
homínido entender que era posible intervenir la naturaleza para crear herramientas que
extendieran las capacidades físicas del animal. ¿Para qué garras si se puede tener un buen cuchillo
de piedra? ¿Quién querría ser más rápido si arrojando una lanza se podía cazar lo mismo? ¿Para
qué desarrollar un agudo sentido del oído, si con fuego era posible mantener a las bestias a raya?
No parece extraño, así, que el proceso evolutivo del hombre moderno haya sido tan vertiginoso y
haya dado tantas especies nuevas en tan poco tiempo. Al fin de cuentas, la selección natural
consiste en dejar pasar a quienes son más aptos.

El homínido primitivo fue herbívoro, pero pronto comenzó incluir carne en su dieta,
alimentándose de carroña. Por siglos, los homínidos vivieron a la saga de los grandes predadores
mundiales. El Homo habilis es el primero del género Homo y no le quedaba otra que ser
oportunista, puesto que era pequeño -130 centímetros- y no tenía posibilidades ante los
mamíferos cazadores de su tiempo, entre los que cuentan el león de las cavernas -el felino más
grande que haya existido- o el oso de hocico corto, entre otras imponentes especies. De hecho, el
habilis debió carroñar y especialmente recolectar. El nombre de este homínido significa “hombre
hábil”, obviamente, porque tenía la destreza para fabricar herramientas, particularmente de
piedra. De hecho, los arqueólogos llaman a su época el Paleolítico, la época de la piedra antigua,
en referencia a que surgieron con el habilis las primeras -o más antiguas- herramientas de piedra.
Durante el Paleolítico inferior se han descubierto fósiles de homínidos hábiles solamente en África,
hace unos dos y medio millones de años.

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La primera especie del género Homo debía haber sido ya inteligente, al menos con la clase de
inteligencia que conocemos. Su cerebro pequeño -entre 600 y 800 centímetros cúbicos- de todas
formas le regaló muchísimas nociones antes inexistentes en el reino animal. Hasta ahora los
científicos no han encontrado ninguna otra especie anterior que haya manipulado su entorno de la
manera que el hábil lo hizo. La intervención de ciertos elementos para transformarlos en objetos
útiles para desarrollar otras actividades representa un cambio o avance sumamente trascendental.
El hábil fue el primer animal que deseó transformar su entorno para sacarle provecho, y parece
lógico que ese primer hombre tuviera ya la inteligencia necesaria no sólo para sobrevivir, sino
particularmente para ser exitoso en su territorio.

Al habilis le sucedió el erectus, que caminaba erguido -de ahí su nombre-. Este homínido es el más
extendido entre nuestros antepasados y se cree que con él se inauguró la era de los
descubrimientos, que no se detendría ya nunca más. El Homo erectus fue el primer ser vivo capaz
de manipular el fuego, una herramienta y un arma tan eficaz que, diríamos, moldeó en definitiva
nuestra existencia y, por extensión, la del mundo.

El erecto era un homínido muy grande, 180 centímetros de estatura, con un cerebro también muy
grande, cuyo volumen aumentó significativamente a lo largo de su dilatada existencia, cerebro que
claramente supo usar. Hay un debate científico que agrupa a algunos del lado de la teoría de la
extinción del habilis a manos del erectus, especialmente debido a la pelea por los recursos,
mientras que del otro bando están quienes aducen un proceso evolutivo natural, o bien que el
habilis se convirtió en erectus.

Independiente de la razón, el nuevo homínido se expandió por Europa, Medio Oriente y Asia. El
“hombre de Pekín” fue encontrado en China y pertenece a esta misma especie. Junto al
conocimiento del fuego, este diestro animal elaboró incluso herramientas para fabricar
herramientas, como yunques, y otros utensilios harto modernos, como palas para cavar o cuencos
para contener líquidos. Experimentó también con otros materiales como la madera, el asta y el
hueso, aunque se han hallado menos vestigios de estos últimos, obviamente debido a la
descomposición.

La variante africana del erecto se conoce como Homo ergaster, aunque todavía se debate si éste
es una especie distinta o no. Sea como fuere, el caso es que el ergaster es el más adelantado de
los homínidos y muy probablemente haya sido ya un humano, particularmente porque desarrolló
el lenguaje articulado, quizá la herramienta más poderosa con la que un ser vivo puede contar
para evolucionar hacia estadios superiores. Con el lenguaje oral, el hombre ya pudo comunicarse a
un nivel antes inimaginable, logró constituir una sociedad muchísimo más compleja y crear
interacciones avanzadas entre miembros de esa sociedad. Nace la transmisión oral de las
experiencias y tradiciones sociales. La humanidad como la conocemos hoy hace su aparición en el
planeta, gracias a la curiosidad, la inteligencia, el manejo de herramientas y el fuego, y el lenguaje.

De hecho, podemos suponer con buen grado de certeza que el lenguaje -y por tanto la
abstracción- produjo el nacimiento de primitivas formas de religión. Claramente, un animal
inteligente y con esa capacidad para abstraerse, puede hacerse preguntas más allá de lo

30
estrictamente pragmático. Es cierto que probó distintos materiales para crear herramientas, pero
también cuestionó ciertos aspectos de la existencia -la muerte, por ejemplo-, y para ello creó
sistemas de creencias que sirvieran para explicar los fenómenos naturales, según su propia
experiencia. Pronto las transmisiones orales de la historia se transformaron en mitos, luego
leyendas y finalmente certezas, creencias relatadas a través de narraciones singulares que
describen causas de formas peculiares usualmente basadas en el mal llamado “sentido común”.

Creo que no es muy importante buscar al primer humano moderno (Homo sapiens) porque ya en
el ergaster tenemos los ingredientes suficientes con los que se construyó la civilización como la
conocemos. Sin embargo, haremos el ejercicio. Las distintas especies son temporales, pero
también geográficas, y además presentaré una simplificación para no profundizar el análisis,
aunque explorar nuestros ancestros sea una experiencia sabrosa.

Hace 2 millones de años, en África, existió el Homo ergaster, que parece haber desaparecido más
o menos hace 1,4 millones, o evolucionó hacia dos especies distintas, paralelas en tiempo pero
diferenciadas por región. En África y Europa prosperó el Homo antecessor, cuyas principales
variaciones son, en Europa el Homo neanderthalensis, y en África el Homo rhodesiensis. Del Homo
ergaster surge en Asia el Homo erectus, que se extingue hace menos de 200 mil años.

El H. antecessor de Europa se transformó, hace 230 mil años, en el H. neanderthalensis, extinguido


hace apenas 29 mil años; el H. rhodesiensis de África se convirtió, en fin, en el humano moderno.
Se supone que el humano moderno, también llamado Homo sapiens, convivió exclusivamente con
el H. neanderthalensis o al menos ambas especies se toparon en las regiones meridionales de
Europa y, producto de esa coexistencia, estos últimos fueron exterminados por los humanos.

En fin, el caso es que nuestros ancestros -los que hayan sido- ya traían todas las componentes
necesarias para nuestra sociedad, y nosotros somos los herederos modernos de esas importantes
componentes. Sea que nos mezclamos con, o exterminamos a, los neandertales, en concreto
nuestra aparición en el planeta, hace unos 40 mil años como especie exclusiva -no existe hoy
ninguna otra especie del género Homo- traía ya el germen del éxito que disfrutamos en nuestra
época. El humano moderno ya era una especie absolutamente singular cuando apareció. Desde
hace cuarenta milenos que somos el mismo animal.

Las religiones se saltan todo este intrincado análisis para dar al origen del ser humano un cariz
particular. Algunas historias nos hacen nacer de una planta, de la unión sexual de dioses, de
árboles, barro, maíz, etcétera, y que en realidad no provenimos de un proceso evolutivo
propiamente dicho.

La más popular de estas historias en Occidente la cuenta el Antiguo Testamento, que se refiere a
Jehová creando al hombre a partir del barro, y a la mujer con la costilla del hombre. Estos nuevos
habitantes del mundo surgieron provistos de un alma con la que se conectaban con Dios, y desde
esta pareja primigenia se pobló el mundo entero. El dolor del parto, el trabajo y, en rigor, todos los
males de la humanidad fueron causados por ese primer delito -el pecado original- debido al deseo

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del hombre y la mujer de morder la fruta del conocimiento, pecado que mandó a la pareja fuera
del Paraíso.

En verdad, el relato bíblico del Génesis no carece de sentido en varias facetas de su contenido.
Recrea a través de su discurso aspectos de la naturaleza animal y humana. Yo diría que cierra
algunos círculos y deja bien explicadas las razones para ciertas circunstancias, y eso está muy bien
porque hace falta saber muchas cosas, y este relato las explicita de forma coherente con los
dictados dogmáticos de la fe.

Por ejemplo, establece que la vida en el planeta fue inoculada desde una deidad. Ha sido una
confusión científica histórica el determinar cómo es posible que se desarrollen formas materiales
dispuestas a luchar contra la entropía. Como somos incapaces de crear vida a partir de la materia
inerte, no es insensato pensar que esa enorme tarea recayó en las manos de alguien que sabe
mucho más que nosotros.

También explica otro inmenso desafío científico, que es entender cómo puede ser que, aun si
pudiéramos despejar el origen de la vida, se haya producido el origen de una especie tan singular
como la nuestra. Mientras no podamos establecer cómos y porqués de muchas cuestiones
esotéricas o misteriosas, es sensato creer que el camino correcto está, también, en la aceptación
de un dios interviniendo el asunto para resolver esas materias y, en particular, la del origen de la
humanidad.

En último término, sensibiliza a la sociedad al otorgarle preceptos morales, en la medida que la


conexión del alma humana con la deidad nos somete a un escrutinio permanente cuyo término
implica un juicio, el que nos debiera predisponer a obrar de ciertas formas y evitar acciones que
arriesgan ensuciar nuestra hoja de vida.

Como en todas las concepciones religiosas relacionadas con cualquier cosa, para cualquier religión
o secta, el tema no es cómo, sino por qué, aquí descansa todo el problema. Alguna vez dije o
escribí algo que me dejó muy satisfecho respecto de la religión. Sabemos que en las épocas en que
se transcribieron las leyendas más antiguas de la humanidad se cumplían algunas condiciones muy
duras para enjuiciar esos relatos en el presente.

En primer lugar, las leyendas primigenias de las nacientes sociedades fueron transmitidas por
individuos que carecían totalmente de habilidades o conocimientos para realizar observaciones
serias. Algunos investigadores creen que en las primeras etapas de la sociedad aún se ignoraba el
mecanismo asociado a la concepción humana, y que como es natural se pensaba que el embarazo
resultaba de una acción deliberada de espíritus o divinidades, o de inoculaciones totémicas,
siendo muy difícil para el humano súper antiguo encontrar la relación causa-efecto entre el coito y
el embarazo. Quienquiera que haya leído las mitologías sumeria o egipcia encontrará que los
relatos son extraordinariamente inverosímiles para explicar muchas cosas, como el día y la noche -
una pelea sempiterna entre un dios que representa al sol y un demonio que representa a la
oscuridad-, las crecidas de los ríos o los truenos. No quiero aburrir con la infinidad de temas que
abordaron las antiguas tradiciones de civilizaciones extintas y que ya están descartadas, al punto

32
que si se me ocurriera preguntar, es posible que un porcentaje abrumador de personas asegurara
que no cree una sílaba de lo que está escrito en esas tradiciones. Y no les discutiría, porque ahora
sabemos que la Tierra da vueltas sobre su eje y que esa rotación hace que se produzcan la noche y
el día, o que por la inclinación de ese eje es que se producen estaciones, y que en ciertas
estaciones las aguas se congelan pero en la siguiente se derriten, y bajan por las montañas
anegando los suelos más bajos a través del cauce de ciertos ríos. Y también sabemos que las nubes
del cielo tienen cargas eléctricas que en ocasiones producen rayos y que parte de la energía de ese
golpe eléctrico se gasta en un atronador ruido.

Gran parte de esas tradiciones primitivas se transformaron en relatos más consistentes y


universales, y fueron aceptados por más y más gente. Nuestra inconmensurable curiosidad
encontraba satisfacción cuando se revelaba un secreto mediante una explicación plausible. Aún
hoy sigue siendo así, y nos fascinamos -bueno, yo me fascino- cuando encontramos una buena
explicación para tal o cual fenómeno. En esos tiempos antiguos de los que hablo, las explicaciones
no tenían ninguna base científica y nacían como efecto de ciertas observaciones erradas, o bien
producto de algunas mentes “preclaras” muy carismáticas a quienes poco se les discutía porque
habían demostrado ya un gran saber en otras disciplinas. Como resultado de ese caldo de ideas es
que se originaron los mitos, y todos, absolutamente todos los conocimientos religiosos que
poseemos hoy día provienen de esos mitos.

De otro lado, la magnífica ignorancia de quienes se inventaron esos relatos entró en los cerebros
de otros magníficos ignorantes. A falta de una explicación razonable, más valía tragarse el cuento
de un acreditado orador. Pues es tan fácil engañar a un ignorante -me refiero, desde luego, al
ignorante que ignora porque no sabe.

En último término, esos mismos cuentos se repiten a lo largo de todos los dogmas de fe, sea cual
fuere la religión que elijamos para analizar. Algunos antiguos decían que la especie humana nació
de unos árboles sagrados; entonces, ¿qué de diferente tiene que nos parezca del todo ridículo que
la especie humana naciera del barro? Y más aún, una vez que hemos desacreditado las sonsas
historias del origen de la humanidad, ¿podemos tragarnos los cuentos que siguen? Si ya nos
mintieron una vez -por trampa o error-, el que aceptemos la siguiente mentira sólo nos deja dos
opciones: o somos tontos, o realmente necesitamos creer.

Y aquí es donde cierro el análisis sobre el relato bíblico del Génesis: da igual si es sensato o no
tragarse todas las historias que escribe -casi cada cosa que se puede leer ahí está científicamente
desacreditada-, lo importante es que responde a un “por qué” en lugar de a un “cómo”, y ese “por
qué” es relevante en tanto establece las reglas que debemos seguir como sociedad. No se trata de
decir que es ridículo que el hombre haya surgido de tierra mojada, sino que el hombre surgió
producto de un dios que controla o al menos evalúa su existencia, y es imperioso vivir según las
normas determinadas por ese dios, quizá porque rechazarlas implicaría una degradación moral
cuyo efecto sería el caos social.

Pero, ¿qué pasaría si fuera cierto que el hombre no fue moldeado en barro? ¿Preferimos vivir una
mentira, o es mejor encontrar la verdad? Sinceramente, me quedo con la verdad, y claramente,

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por la evidencia desvelada a partir del origen de las creencias religiosas, la verdad no está en el
libro del Génesis, por más que queramos que sea cierto que tenemos una conexión divina con
algún dios.

En fin, dejemos la discusión sobre fe y regresemos al asunto que nos toca.

Según mi parecer, la Evolución humana no tiene nada de extraordinario o divino, y las pistas que
nos han dejado nuestros antecesores evolutivos -sea que los hayamos exterminado o hayan
desaparecido como efecto de su menor habilidad de adaptación- son suficientes para hacernos
una idea de cómo es que llegamos al punto en el que estamos hoy.

Me refiero, claro, al “misterio” de la aparición en el planeta de tan singular especie. A muchos les
parecería realmente notable que al cabo de 4.700 millones de años solamente una especie de este
mundo haya sido capaz de los prodigios que la nuestra ha conseguido. Pero a no confundirse, mi
opinión también es que somos una especie notable, pero no me parece tan extraño que, en
primer lugar, seamos los únicos y, en segundo, que la evolución haya tardado tanto para
producirnos.

A causa de un sinfín de razones biológicas muy complejas, y como es evidente en cualquier


progresión cuyo resultado es de suyo complicado, el mayor tiempo ha sido dedicado a desarrollar
mejoras muy difíciles de percibir y que, a fin de cuentas, representan los cimientos para el
resultado final.

Lo diré de otro modo: prácticamente toda la historia de la vida en la Tierra ha girado en torno a
detalles muy menores, pero significativos, que han implicado avances gigantescos sin los cuales no
habría la extraordinaria diversidad que conocemos hoy día. Es decir, los bloques de construcción
de la vida y sus especificaciones más simples significaron procesos increíblemente largos en
términos del tiempo. Tan largos que son virtualmente todo el tiempo que existe la vida en la
Tierra, y los avances más notorios -para nosotros- fueron bien recientes y muy sucintos.

Brevemente, diría lo siguiente: el primer tiempo, uno muy largo y costoso, fue dedicado a la
formación de los elementos necesarios para la presencia de vida, y también para la creación de las
formas celulares capaces de progresar, las células eucariotas. Este solo elemento, muy simple
como puede parecer, es esencial para crear diversidad.

El segundo tiempo, también extenso, se pasó entre el aprendizaje de la combinación y


especialización de células, aprendizaje necesario para crear organismos multicelulares, y el
aprendizaje del uso del oxígeno como combustible. A partir de este punto, en que hemos
recorrido, tal vez, un 85 por ciento de la historia de la vida en el planeta, tenemos todos,
absolutamente todos los ingredientes necesarios para producir seres humanos, a excepción de la
suerte, de la que ya hablaremos.

Hay un tercer tiempo, que copa prácticamente el resto de la historia, en el que la Naturaleza, o
digamos más precisamente la Evolución, hizo sus experimentos. Plantas acuáticas, hongos, seres
acuáticos (trilobites, moluscos), peces, anfibios, reptiles, artrópodos, plantas terrestres, aves y

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mamíferos -entre otros-, fueron los distintos caminos escogidos por la Evolución para hacer
pruebas de campo y desechar especies inhábiles y confirmar especies aptas. En todo este tiempo
se desarrollaron cada una de las características biológicas que son la base de nuestra propia
naturaleza humana.

En este tiempo, se crearon y mejoraron los sistemas de locomoción, respiración, la musculatura,


los envoltorios, las estrategias reproductivas y desde luego el sistema nervioso, por mencionar
algunos. Los mamíferos, que evolucionaron en este tercer tiempo, lograron un camino
particularmente exitoso debido a sus exigencias -subsistir en entornos difíciles a la sombra de los
grandes dinosaurios-, camino que incluía entregar a las crías mejores posibilidades para sobrevivir
y un progreso significativo de todos los sistemas componentes de sus organismos.

El último tiempo, el más miserable en términos de duración, un 0,00085% del total, es el más
exquisito y explosivo de todos. No se circunscribe a la Evolución del género Homo, pero
claramente la aparición de ese género es lo más sabroso de este último tiempo.

(Para tener una idea de lo poco que llevamos en este mundo, podemos hacer una analogía.
Digamos que toda la historia del planeta se puede comprimir en un día. Nosotros apareceríamos
en las últimas siete décimas del último segundo del día.)

Hasta la aparición de nuestro género en el planeta, prácticamente todos los demás sistemas se
desarrollaron en niveles supremos, y prueba de ello es el bello asombro que nos causa ver a las
especies que llegaron a esos niveles: fortaleza física, velocidad, agilidad, sentidos desarrollados a
una altura superlativa e incluso conductas sociales. Curiosamente, ninguna de estas especies tan
notables -hasta nuestro género- logró desarrollar de forma superlativa el órgano más poderoso de
todos, el cerebro.

Me atrevo a decir que la paradoja de la que ya hablé, que se refiere a la íntima relación entre
presa y depredador -también podemos establecer una relación especie-medio-, es que se produjo
una trampa evolutiva de la que el género Homo tuvo la fortuna de escapar.

Si, como creo, el cerebro es tan importante, entonces no es insensato creer que una especie que
pudo sobrevivir a punta de desarrollar su capacidad cerebral haya tenido una evolución
vertiginosa. Llegamos en tan poco tiempo desde el primer Homo hasta el ser humano porque el
camino de la evolución del cerebro tenía que ser exitosa, sí o sí.

Es como trabajar con la herramienta equivocada. Gastaremos mucho tiempo y esfuerzo en


conseguir nuestro objetivo, y cuando damos con la herramienta correcta, mejoramos nuestro
rendimiento de manera dramática. Esto mismo ocurrió con la Naturaleza y la Evolución cuando
encontró la herramienta correcta: hacer evolucionar el cerebro, considerándolo algo más que un
sistema de gestión automática, para almacenar memoria y controlar el instinto.

Diré también que el género no produjo la maravilla desde el comienzo. Los primeros primates
fueron exitosos -subsistieron, y evolucionaron- porque acompañaron su fantástico desarrollo
cerebral con buenas componentes físicas adicionales de las que nosotros carecemos -como

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colmillos y garras-. En la medida que los individuos de las especies de primates prosperaban con
extrema facilidad, fueron progresivamente deshaciéndose de esos innecesarios aditamentos
físicos a cambio de la capacidad para suplirlos mediante su inteligencia superior. De ahí en
adelante, en la medida que de forma acelerada se desarrollaba el cerebro, podemos
cómodamente admitir que una de esas especies tendría entre sus características una inteligencia
que estuviera a la altura de su curiosidad.

Y eso es todo lo que se requiere para tener un ser humano. Nada más. Los vestigios de nuestro
origen y paso por el mundo desde tiempos pretéritos olvidados por los sedimentos nos entregan la
explicación que nos falta, y comprendo que los vacíos aún existen porque no disponíamos de
medios para registrar esa historia, y porque el tiempo y la erosión han hecho desaparecer muchas
señales que podrían haber sido sumamente útiles.

Pero somos inteligentes y podemos rellenar los espacios a través de una de nuestras habilidades,
la abstracción, que nos permite por ejemplo leer palabras sin tener necesariamente que leer letra
por letra. Así mismo es posible construir la historia de la humanidad desde el punto de vista
biológico: el primer cerebro poderoso generó una especie exitosa, que, a causa de los factores de
la Evolución -la mutación genética y la selección natural-, avanzó sin contrapeso en el crecimiento
de su volumen cerebral hasta que aparecieron características que solamente podemos encontrar
en quienes tienen un volumen cerebral súper desarrollado: curiosidad factible de satisfacer,
capacidad de abstracción, conciencia de ser y lenguaje.

Las creencias surgen de la combinación de estos mismos cuatro elementos. Una creencia aparece
porque necesitamos saciar el hambre de saber y entender cosas que ignoramos, pero también
podemos asociar, gracias a la capacidad de abstracción, metáforas o señales que no son
literalmente el significado, por lo que podemos interpretar las realidades a través de esas
abstracciones -con las cuales podemos hacer deducciones e inferencias imposibles para otras
especies-. Además, el desarrollo de la conciencia de ser -saber que existimos y, por tanto,
entender que también dejaremos de existir al menos en la forma que nuestros sentidos entienden
esa existencia- nos obliga a empujar nuestra curiosidad hacia fronteras tan particulares como el
deseo de saber qué hay antes que nacemos e indagar si existe algo después que morimos. Y en
último término, las creencias se nutren de la transmisión, de la que se encarga el lenguaje que,
como sabemos, es muchísimo más rico y complejo que las imágenes, y por tanto resulta mucho
más útil si lo que queremos transmitir es una noción complicada como una creencia.

Sabemos que el Neandertal enterraba a sus muertos, y sospechamos que lo hacía porque con ese
acto cumplía una creencia particular. Puesto que enterrar a un muerto es una labor ardua y que
rinde pocos beneficios prácticos, sería bien absurdo que hayan hecho esto para cumplir objetivos
pedestres, como evitar la aparición de carroñeros o alejar enfermedades y malos olores (en
general, es más barato deshacerse del cuerpo arrojándolo lejos). Los neandertales muy
posiblemente respetaban a sus muertos, y a ellos les obsequiaban con un ritual de enterramiento,
en el que incluían ropas y herramientas en la tumba, de seguro porque esperaban que ese cuerpo
fuera útil para el occiso en cierto otro mundo.

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Esta anécdota -que los neandertales enterraran a sus muertos- nos enseña que en un estadio
evolutivo anterior y diferente al humano ya se puede desarrollar la noción de una creencia, y que
por lo tanto no es necesario ser humano para ser creyente. Esta conclusión es muy importante
para reafirmar la idea de que todo lo que sabemos es suficiente para entender de dónde venimos:
si especies anteriores a la nuestra -y que incluso pueden no estar emparentadas con nosotros-
creían como creemos nosotros, entonces el que nosotros tengamos creencias no nos hace tan
particulares, y ciertamente no necesitamos que una divinidad nos haya inyectado alguna
característica especial para ser lo que somos. Es decir, ya en especies anteriores a la nuestra
existían todas las características que nos hacen tan peculiares como especie.

El conocimiento y la formalización del conocimiento son aplicaciones prácticas de las creencias. Así
como se transmiten las creencias -que a fin de cuentas explican qué somos, dónde vamos y cuál es
nuestra misión-, también hemos disfrutado de la transferencia de otros aprendizajes menos
espirituales.

Igual que las células eucariotas o los mamíferos, nuestra civilización ha debido gastarse muchísimo
tiempo en aprender de los cimientos sobre los cuales la hemos construido en nuestros días. El
descubrimiento del aprovechamiento del fuego, el trabajo con la piedra y después con los metales,
la invención de la rueda, la navegación, la agricultura y la construcción fueron aprendizajes lentos
y tortuosos, pero imprescindibles y, a fin de cuentas, determinantes para el desarrollo de nuestras
sociedades. De ahí en adelante todo avanzó como sobre un tobogán, a una velocidad
impresionante y con un ritmo inexorable. Era inevitable que llegáramos a este punto, si partimos
en aquél, en que por primera vez un animal prefirió desarrollar su cerebro.

Nuestra civilización, estas sociedades que tenemos, los paquetes de creencias, sus religiones y
también la superchería, el avance del conocimiento, la ciencia, las guerras y las relaciones, todo
cuanto somos y el potencial que atesoramos y seguimos descubriendo, todo aquello proviene de
ese primer impulso evolutivo que escogió robustecer un órgano considerado de segundo orden en
todo el reino animal. Al final del día, me arriesgo, nuestra mera existencia y todo nuestro éxito gira
en torno a ese evento prístino del primer humanoide, el procónsul, que tuvo la fortuna de que su
mutación genética correspondiente le regalara un cerebro poderoso.

Lo demás, según mi modo de entenderlo, es música. El origen de la humanidad tiene caracteres


divinos para las creencias porque cuando nacieron esas creencias no éramos capaces de ver con
tal claridad todas las evidencias que hoy tenemos, y como las creencias se hicieron para explicar
cosas que no entendíamos, tenía que ser un personaje divino el causante de una especie que es
exclusiva de su género (no hay más Homo en el mundo que nosotros). Obviamente, si no teníamos
idea de esto, era lógico que se nos ocurriera creer -no saber, sólo creer- que nuestro origen era
divino, además porque somos un poquitín demasiado ególatras.

Tuvimos suerte. El asteroide que parece haber extinguido a los dinosaurios, y las mutaciones
genéticas que guiaron a los homínidos a desarrollar sus cerebros luego de eliminada esa brutal
competencia -los dinosaurios-, son dos elementos fortuitos cardinales que dieron origen a nuestra
especie. Nuestros logros actuales son dignos de encomio, me resultan impresionantes y si hago el

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ejercicio de mirar las primeras civilizaciones humanas y compararlas con la actual, todavía sigo
sintiendo un inmodesto orgullo por pertenecer a la especie. Admiro al ser humano porque logra lo
que nadie más logra, aunque algo de tristeza me invade porque no tengo otra especie a la cual
decirle lo buenos que somos, porque ninguna de las que existe hoy en nuestro planeta me
entendería lo que quisiera decirle. El ser humano es notable y hermoso, es realmente un animal
aventajado y potencialmente tiene tanto más por conseguir. Quizá ninguna otra especie es capaz
de ser más de lo que ya es, pero nosotros no sólo podemos más, sino que además sabemos que
podemos más. Tuvimos suerte, pero eso no significa mucho, porque lo importante era que
pudiéramos aprovechar la ventaja, y ciertamente la aprovechamos. Somos, en definitiva, una
especie extraordinaria, la más extraordinaria, por muy lejos, de todas las más de doscientas
millones de especies que jamás hayan existido en nuestro mundo, y eso por sí solo es motivo de
plena satisfacción.

La Evolución no sólo es una teoría que pinta para acertada, sino que también, por las revelaciones
que nos obsequia, cumple con un propósito menos importante pero muy notorio para mí. Gracias
a la Evolución también podemos descubrir cuán extraordinarios somos nosotros, los seres
humanos.

Santiago de Chile, octubre de 2008.

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