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Sábado, once pe-eme.

Es una noche indudablemente extraña. Llueve desaprensivamente sobre los


hombros de la ciudad. En medio de la aplatanada penumbra, patitas de araña
surcan mi rostro. Algún día cuando sea grande, seré una niña hermosa/ pero
por hoy soy un chico. Camino lentamente por la Plaza de Armas. Llueve en
mi estéreo For today I am a boy, de Antony & the Johnsons. Mis amigos,
entusiasmados por la generosa provisión de fantasías que no se ven tan fá-
cilmente en otros lares, se han ido perdiendo en medio de las cordilleras de
bustos locales e, ineluctablemente, me han dejado solo. El río Amazonas se
descubre negruzco-mortecino. En medio de una sábana de mosquitos adictos a
los faroles estilo FONCODES que pueblan el lugar, el Boulevard se atasca en
su hora punta. (Déjà vu)

Click.

Una cámara digital de 5.5 mega píxeles dispara su cañón plateado, destru-
yendo la oscuridad con ametrallados haces de luz. Una turista (escandinava,
blanquísima, dientes perfectos y hombros masculinos, polo “I Love NY”) sonríe
despreocupada a un trejo y cetrino vendedor de chucherías. Le dice cosas en
masticado español, desea mentalmente aquel cuerpo ambulante y altamente
trajinado, altamente brichero. Sin que medie más recato, los veo perderse hacia
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un hospedaje: él tomándole solapadamente de la cintura; ella contemplando


esos brownies pectorales que quiere dar vuelta desde el principio de su travesía
(sign of the times).

No existen muchos transeúntes en circulación. Me acerco a esta imitación de bar


de marinos, repleto de cuadros de potrancas �uviales multicolores. “Agua Loca,
por favor, Yoli”. Mi ajada billetera de aspirante a cronista de altas expectativas
marca diez soles. Rebelde sin pausa, harto del stablishment juerguero, busco un
planeta diferente.

(No tengo a nadie) (Sobrevivo)

Todo sucede en cuestión de minutos.

¡Ñañitooooo...!

Andrógino, estirado sociólogo que vive al costado de mi casa, se anuncia sin


causa justa, en el lenguaje local de la amistad. Su esencia de buena familia y
formación académica contrasta claramente con su joven aspecto de cazador
de circunstancias. Su rostro blanquecino, casi albino resalta la camisa roja
ceñida con mangas entubadas y coquetos �ecos, el jean Diesel focalizado, las
zapatillas urbanas Timberland con que se presenta a mi encuentro, emociona-
do y cagón.

-No sé por qué, pero el tío Bush también ha probado el asunto.

-¿Tú crees?

-Sí, pero parece que no le gustó.

-¿Por qué?

-Porque, si no, ya estaría persiguiendo a Leo Di Caprio.

30 minutos acribillándome con lo más insulso de la actualidad, haciendo un


repaso por lo último de la discografía de Madonna, �nalmente mi visitante me-
propone/me-invita, con un acento extrañamente ibérico y a�autado, a disfrutar
la “marcha charapa”. ¿Qué? La condición que me impone, claro está, es que
vayamos a “su” refugio, algún lugar de la avenida del Ejército, allende el campo
santo (donde reposan los muertos tradicionales de la época del caucho) zona de
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guerra dominada por las amarraditas y el cortejo cómplice de la oscuridad. Bird


girls can �y, ñañito...

-¿Adónde vamos?

-Adonis vamos...

Según la mitología griega que se cuenta por acá, Adonis era un atractivo mu-
chacho que tan pronto le llegó la edad fértil, se convirtió en amante de la diosa
Perséfone, quien vio harto futuro en el mancebo desde que fue abandonado en
una cesta y encontrado por la madame. No obstante, la diosa Afrodita también
deseaba su compañía (se había enamorado al verlo dormir desnudo). Dueña de
unas caderas que no mentían, la muy pendenciera, imploró al gran Dios Zeus
para que le ayudase a poseer eternamente el codiciado objeto de sus húmedos
sueños. Y así fue. Todos felices, todos contentos, en principio. Pero, no obstante
sus enormes dotes amatorias, Adonis no la pasaba tan bien. Era un ser urgido de
afecto. Un tipo duro al que se le ama precisamente porque es incapaz de amar
en retorno. Tras una vida disipada y excesiva, llena de vacíos y retornos, entre
fuegos cruzados que mezclaban eterna juventud, ausencia, obsesión y violencia,
Adonis �nalmente fue asesinado horriblemente - tajo facial y desviación de ta-
bique incluida - por Ares, quien de ese modo se convirtió instantáneamente en el
nuevo favorito del Olimpo femenino.

-Puras habladurías, ñañito, puras habladurías. Adonis siempre fue el papi-


rriqui de las diosas pechugonas, así como los �lósofos; incluso en la otra
vida. Poor thing...

Llegamos en menos de 10 minutos al terreno aspirado. Desde por lo menos


cuadra y media de distancia se distingue una respetable hilera de autos, moto-
cicletas y motocarros que montan guardia frente a un improvisado estaciona-
miento de tierra. Un barullo incesante, acompasado, creciente se adhiere a mis
oídos. Kylie Minogue ejecuta Can’t get you out of my head. Un par de chibolos
lustra-tabas venden por lo bajo jebes jebes jebes. Al lado, un pub de mala muerte
circunda además a un hospedaje de peor gusto. Despierta el fulgor descarado de
una extravagante factoría que celebra el ritmo, la erotomanía y la ambigüedad.
Estamos a punto de recorrer la discoteca de ambiente más ruidosa y popular
de la jungla.

Welcome to hell.
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El In�erno, en todo caso, también puede ser un buen lugar. El Adonis (ADN,
como lo conocen en el mundillo simpatizante) es heredero de una tradición de
apertura hacia manifestaciones de su género que remecieron en su debida opor-
tunidad esta aún pacata y cuchicheante aldea, donde las peluquerías unisex se
multiplican por decenas y los colectivos LGBT han encontrado espacio insospe-
chado (sino, pregúntenle al MHOI, las CHER, las JHACS y demás congéneres).
Pero, aunque en apariencia parecemos muy friendly con las opciones sexuales
minoritarias, a pesar de que es muy común observar a amiguitos de la vida di-
ferente rodeados de una turba de gente que celebra y aplaude sus monerías, a
pesar que es mucho más común comerse una bolsita de rosquitas de almidón con
el peinador de tu barrio que con la doña cucufata de los rosarios de huairuro, sin
embargo, existen rezagos de subdesarrollo mental, sobre todo en los miembros
de la Cofradía del Zombie Decente. Debido a la imposibilidad de que algunos
dejen de entrometerse en asuntos que no les incumben, fue estrictamente impe-
rativo que se propagaran ghettos de diversa esencia, algunos no tan edi�cantes,
pero representativos de la corriente apaga-la-luz-y-disfruta.

Aquella estirpe pionera tenía el liderazgo de un inmundo y destartalado lugar-


cito alguna vez llamado La Jarra, ubicado enfrente de la villa policial, famosa
por sus �estas salvajes y la promiscuidad de sus servicios higiénicos. La Jarra
era pequeñita, alborotada de bombillas rojas (complejo Corazón de Jesús que
tanto aloca a los charapas, ensaya como tesis sociológica el Andrógino), donde
se escuchaban sentidas cumbias o canciones de Alaska y Dinarama, se chu-
paba aguardiente puro, se permitía el sexo oral bajo el manto protector de la
oscuridad y se jugaba al póquer con chicos duros de sensibilidad alborotada.
En La Jarra aterrizaron frecuentemente jóvenes intelectuales y faranduleros
encantados por su marginalidad kitsch. Finalmente, tuvo que colgar los tacones,
aquejada por su desprestigiada reputación y su achorada pinta, amén de la ira
de las buenas gentes que jamás le perdonaron tantas suelas de tacones gastadas
en emocionante trajín.

La Jarra produjo hijos ilegítimos de toda laya. Uno de aquellos espacios fue el
tristemente célebre Jaula de las Locas (cerrado por desuso y convertido después
en un night club llamado Botella Borracha) donde lo más divertido del momento
estribaba en las peleas de callejón que protagonizaban airadas criaturas afec-
tadas en su feminidad. Posteriormente, el LGY, pretencioso y decidido a toda
costa por convertirse en la mejor discoteca gay, resaltó unas espectaculares
drag queen que des�laban por su pasarela, invitando a los transeúntes a unirse
a la �esta. Su aspecto de casa blanca e inmaculada parecía negado a dislates
hedonistas, pero sí para relaciones públicas en sectores in�uyentes, que se des-
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plazaban casi �otando por el lugar. Su buena música, intersección de efectivos


downloads y éxitos de moda, lo asemejaba a la legendaria cabina de Internet
Coconanet, diseñada y decorada bajo la exacta escenografía tropical, único lu-
gar de la Selva donde se podía gozar la armónica convivencia, entre “heteros” y
“homos”. Ambos tuvieron que bajar el telón el año 2004 y pronto se difumina-
ron en la espesa niebla de la nostalgia.

El Spectrum, sobreviviente del caos, tenía peor fama. Ubicado en Las Colinas,
en el populoso distrito de San Juan, ir hacia su espectral encuentro constituía
una tarea de machos. Rodeado de un penetrante olor a orines empozados, su
ausencia de luz exterior le daba un aura de posada extraviada en la vegetación,
solo cortada por un camino de tierra al que la proverbial incontinencia climática
podía convertir en fangal en un abrir y cerrar de ojos. Eso sí, cuidado con lo que
iban a ver dentro. No habían allí estilizados representantes del transformismo,
sino maricones que provocarían el espanto generalizado de cualquier alma pura
y santa: peludos, desdentados, patichuecos, Thalías o Paulinas Rubio - de quinta
categoría - ensimismadas en la dimensión desconocida, rodeados de una gama
de esporádicos amantes con intenciones comerciales – los maperos -, soldaditos
del Fuerte Alfredo Vargas Guerra en día de franco, con todas las ganas y olores
posibles, combinados con maleantes manos largas; revueltos entre tanta voz de
pito que se disfrazaba de grito testosterónico cuando les despertaba el otorongo
que llevamos dentro. No era aconsejable ir en moto y era mejor entrar en man-
cha, porque a la salida podías encontrarte en medio de una guerra de pandillas,
Mashacuris vs. Berracos, dispuestos a no dar tregua a ningún curioso, chivos de
mierda que no han aprendido aún lo que es ser hombre (o al menos parecerlo.)

Otros nombrecillos aparecerían con el paso del tiempo, menos ortodoxos, más
ambiguos, como el Copacabana y el Alaska, bares open donde al llegar la noche
todos los gatos se convertían en absolutamente pardos. Además de hoteles al
paso, videos porno, el mundo alternativo no había sido muy abierto con la socie-
dad, en general. Hasta que llegó el ADN.

Rápidamente, me interno en la madre de todas las invasiones de la piel. Los


imprevistos acordes de un merengue me desarman. Un guachimán con facha de
famélico 911 me retiene. El Andrógino lo mira �jamente a los ojos. Pago los
dos soles que me solicitan – estelar sabatino - como único derecho de entrada;
no incluye trago, amiguito. El ingenio de los diseñadores me permite cruzar un
túnel de concreto, pintado e iluminado con tonalidades violáceas. Un lento crujir
electrónico, golpea mi cerebro y mi corazón con afán monocorde. Tum, tum, tum,
tum. Se abre la puerta principal. La imagen empaña mi visión (y mis anteojos.)
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Los �ashes y luces/ las cortadoras/ las esferas retro re�ejan platino en cada res-
quicio del local. Un chiquillo de unos dieciséis años menea su cuerpo como una
batidora al compás de un techno desmedido. Asistentes: fácilmente superan los
350 (quizás más). El aire es viciado, espeso, caliente. Las prendas rápidamente
se adhieren al cuerpo, el profuso sudor de los invasores que se mueven a tu cos-
tado te retiene. Britney Spears canta I’m a slave for you. Hay un solo de jadeos
y sofocos implacables, ah, ah, ah.

Alguien ha dejado correr el rumor que el show principal será sexo en vivo.
Hardcore. Pero los administradores, conscientes de que acá viene mucha gente
(no necesariamente de la más urgida ni solamente homosexual) deciden que esta
noche se deje de lado tan audaz gancho marketero. Mientras tanto, en el segun-
do piso, a través de una pantalla gigante, imágenes de una caótica presentación
multimedia se suceden, invocando por igual publicidades varias, animaciones ex-
travagantes, cuerpos desnudos, consejos de protección contra el SIDA y las ETS,
historietas con doble sentido. El Andrógino baila un mix de toadas.

Hay fauna para todos los gustos: mariconcitos afeminados, travestis glamorosas,
tracas peluqueras feísimas, lesbianas bien machonas, chicas solas con muchas
ganas de atinar, gays de closet que se esfuerzan por parecer rígidos, maperitos en
busca de calidez y algo de plata extra, patas “bien varones choche” que andan
en plan chonguero, intelectuales y músicos subterráneos, viejos verdes en busca
de compañía, parejas chica-chico en pleno agarre, gringas con harta sazón, bo-
rrachos perdidos en medio del distorsionado paisaje. Un grupo de turistas atilda-
ditos y educados que han llegado en el “crucero gay del Amazonas” (organizado
por Rainbow Tours, 4 días/3noches, todo incluido, 650 dólares por persona) se
divierte de lo lindo con un free pass especial. Dos patas agarrados, “de familia
decente”, se miran, se miden, se desean, se abrazan y se besan bajo el sediento
soundtrack de una canción del dúo lésbico ruso T.A.T.U. En la pantalla gigante
se muestran las “bondades” de la nueva drag favorita del local, Francesca, gla-
morosa, llena de fuego en los ojos, mostrándose dignísima, soberana absoluta
con sus zapatos-prótesis y sus mallas ceñidas (que aprisionan aquello que la
naturaleza le dio de más), con ese maquillaje que combina con su peluca estilo
burbujita-de-Yola-Polastri, queriendo ser por un día hermosa mariposa, grácil
heredera de Naamín Timoyco (la más famosa transformista de origen amazó-
nico). Hola, mi nombre es Shiquiña-Sabrina-Fernanda-De-Almeida-Meneghel y
soy representante de la tierra de la samba, Brasiiiillll…

En los baños siempre hay un sapo que mira de más, pero no se atreve a hacer
nada si uno no se lo permite. Sin embargo, de vez en cuando puede pasar algún
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“accidente”. También es posible que te encuentres en medio de una bronca de


proporciones grotescas, ante lo cual es mejor ponerte a salvo. Si te cae combo
y eres inocente ante el reclamo de algún marido celoso, borracho o embrutecido
por la PBC, la casa te regala una jarra de cerveza heladita. Suena Paquita la
del Barrio, sensación de mujeres despechadas, cantando su éxito dedicado a los
hombres que mal pagan: rata de dos patas/ te estoy hablando a ti/ porque un
bicho rastrero/ aún siendo el más maldito/ comparado contigo se queda muy
chiquito. El respetable lanza maullidos histéricos de aprobación.

Una niñita me mira con mucho detenimiento y llama mi atención. Tendrá unos
dieciséis/diecisiete años y es morenita, bajita, potoncita, coqueta. Me ilusiona la
idea de que se �je en mí, sobre todo en este lugar donde el que viene, cualquiera
sean sus gustos íntimos, siempre está bajo sospecha de mariconería. Sin em-
bargo, en lo más interesante de su visita, detrás de ella, alguien que podría ser
mucho menor que yo le hace una señal con el chasquido de los dedos, como seña-
lando el momento de la archiconocida señal crematística. Ca�cho, me imagino.
Lola, me resigno. Luego del Caliente, caliente de la diva Rafaella Carrá, suena
una pegajosa cumbia, sacude el billete, sacude el billete…

Desengañado, por decir lo menos, me refugio en la contemplación del respetable.


Veo a una tía y un tío gordazos, maduros ya, acompañando a sus hijos o cele-
brando la presentación en sociedad del más re�nado de sus vástagos. Chupan
cerveza de a pico y hacen el ademán de botar la espuma al suelo con asombrosa
maestría. Alguna rubia que vanamente trata de parecerse a Paris Hilton me
pregunta si deseo un trago; otro pata pirañón me indica al oído si nos aunamos
a la chanchita para una jarra de algarrobina (que aquí se sirve en envase pyrex
de plástico y sin sorbete), mientras suavemente, con toda la técnica que es ca-
paz de mover el deseo, pasa fugazmente alguno de sus dedos por de mi espalda.
Todo aquello es simplemente un juego, un divertimento, un tanteo ilusorio que no
va más allá. Una travesti, enfundada en un enterizo negro, gloriosa-portada-de-
libro, mira directamente a los ojos de una chica de emoción inmarchitable y se
enfrascan en la única discusión posible que hermana a los espíritus dolientes.

- Tú ¿Lo amas?

- Sí

- Y él ¿te ama?

- No sé, pero ya no me importa. Solo siento…


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Como si fuera su casa (en realidad lo es), el showman Karlos Vela va y viene,
sabiéndose poderoso y, en cierto sentido, deseado. Tiene la facultad de hacer reír,
de manejar la pantalla de proyección, de reunir a los más distinguidos represen-
tantes de la comunidad del anillo, de dar la bienvenida y expulsar gente de la
disco. Su in�uencia es tal que, aunque no sea el administrador ni el dueño, dicta
las reglas en este antro y lo hace con soltura, picardía y, obviamente, respeto.
Mientras las luces cambian su con�guración de vida, ensayo un discurso desde
mí. El Andrógino coquetea con un chiquillo de tintes pajizos; intuyo que esta no-
che no dormirá solo en la pensión. Yo me encuentro en medio de la nada, con una
creciente sensación de autismo espontáneo. Tengo cientos de miles de estrellas
alrededor de mí. Ninguna tiene un rostro �jo.

-Te llamo, ñañito. Y recuerda; siempre hay un puñado de amor y afecto para
todos. Sí, sí, nos vemos, chaucito/alaucito.

4.10 a.m. Me quieren sacar el número de teléfono. Cortés, como siempre me


enseñó mi madre, lo entrego. Antes de despedirme, al descubrir que escribo con
la mano izquierda, Karlos Vela me dice, con mohín disforzado, que éste no es
un mundo para un zurdo como yo. Quizá tenga razón, pero ¿para quién lo es?
Viendo a todos aquellos que cantan en coro Eternamente Bella de Alejandra
Guzmán, despreocupados, libres, gente gay o straight, comunes o especiales, sim-
ples mortales, sabiendo lo que se habla y dice fuera de estas paredes inundadas
de verde fosforescente, sabiendo que en el principio todo fue technicolor y luego
se tuvo que elegir (para bien o para mal), intuyo que a nadie le pertenece este
mundo. Todos somos extraños en nuestra propia y también extraña tierra.

Click.

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