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IMAGEN-HOLOCAUSTO

Aproximación desde la teoría y análisis de la imagen. Aplicación a un caso


de estudio referente al cine contemporáneo.

El planteamiento o hipótesis de partida es: la imagen incorpora y manifiesta


un modo de entender el mundo en todos sus niveles: teológico, pero
también económico, social, político… Es más: voy más lejos: coopera en
configurarlo.

Tres cuestiones en juego:


La utilización de la imagen por el poder.
Utilización de la imagen como subversión al poder.
La discusión sobre el poder de la imagen para decir.

Aplicación a un caso de estudio reciente. Cine documental sobre el


Holocausto:
Asunción poder: Leni Riefenstahl. El triunfo de la voluntad 1935
Subversión poder: Alain Resnais. Noche y niebla 1955
Poder palabra (iconofobia): Claude Lanzmann. Shoah 1985
Poder imagen (iconofilia): Jean-Luc Godard. Histoire(s) du cinéma 1989…
Reconsideración desde el presente : Nicolas Klotz. La cuestión humana
´2007

Polémica: 2001 París. Exposición fotográfica “Memoria de los campos”. Texto


para el catálogo del filósofo Georges Didi-Huberman que levanta la
discusión sobre la imagen y su poder para tocar lo real.
En agosto de 1944, el comando de detenidos obligado a ocuparse de las
cámaras de gas y de los crematorios de Auschwitz tomó clandestinamente
cuatro fotografías para dejar ante el mundo testimonio de lo que allí estaba
ocurriendo. Esas imágenes sirven al pensador francés Georges Didi-
Huberman para criticar la continua invocación a lo inimaginable. Recordaba
la naturaleza incompleta de toda imagen -que nunca será "toda la verdad"-
a la vez que defendía la importancia de algunas imágenes para conocer el
pasado, por traumático que haya sido. Rebate las críticas que su tesis
recibió de parte de pensadores afines a Claude Lanzmann, autor del
documental Shoah y beligerante defensor de la idea de que el Holocausto es
inimaginable y, por tanto, irrepresentable, hasta el punto de que cualquier
aproximación visual es para él una suerte de fetichismo revisionista.
Penetrante ensayo sobre la representación visual, el montaje
cinematográfico, el archivo, la memoria y la verdad. Partiendo de la idea de
Jean-Luc Godard, en los antípodas de Lanzmann, de que "incluso
completamente rayado un simple rectángulo de treinta y cinco milímetros
salva el honor de todo lo real", Didi-Huberman defiende, con Hannah Arendt,
que si Auschwitz sobrepasa toda noción de justicia y humanidad hay que
repensar el derecho y las ciencias humanas, que allí donde "fracasa el

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pensamiento" y surge la tentación de lo impensable es donde debemos
perseverar en el pensamiento. El artículo de Didi-Huberman provocó la
reacción de los historiadores Gérard Wajcman y Elisabeth Pagnoux, cercanos
al espíritu de Claude Lanzman, quienes consideraban que el texto
fomentaba el voyeurismo y un cierto goce del horror porque partía de un
fetichismo hacia el valor de unas imágenes que al no poder mostrar la
realidad global de los campos no hacían más que petrificar el poder de
sugestión de una imaginación forzada al límite. La polémica que ha surgido
en torno a estas imágenes arrancadas a una realidad extrema ha sido
recogida y amplificada con el debate Godard/Lanzmann por Georges Didi-
Huberman en su excelente libro Imágenes pese a todo. Memoria visual del
holocausto (Paidós, 2004).

Caso de estudio: gran planteamiento de fondo en el cine documental sobre


el poder de la imagen y las formas de construcción para la representación
de un hecho histórico (memoria personal y social). La imagen como vía para
el pensamiento. Imagen como sustento para la reflexión en ella, en su
construcción y también en las lecturas de su recepción. Luz sobre qué es la
imagen. Su poder. Su vinculación con la realidad. Su vinculación con lo
trascendente.
El Holocausto. Representación frente al ejercicio de poder sobre el hombre y
contra el hombre de la forma más radical en la historia. Caso clave. Después
de Auschwitz: necesidad de replantearse la imagen (y la sociedad y la
antropología y la poesía…). A finales de los cuarenta, Theodor W. Adorno no
se podía escribir poesía después de Auschwitz. Hoy, pensamiento de la
cultura visual debate poniendo como caso extremo la representación de los
campos de exterminio: mostrar o no mostrar, lo visible y lo invisible. Cómo
confiar en la verdad de las imágenes cuando nos encontramos frente a lo
irrepresentable.

La vía Godard: iconofilia. Cristianismo. Pecado del cine: no haber sabido


capturar una imagen de los campos de exterminio. El cine faltó totalmente a
su deber. Desde ese momento todas la imágenes de nuestra cultura visual
no hacen más que remitirnos a ese hecho y se preguntan sobre el porqué de
su fracaso.
La vía Lanzmann: iconofobia. Judaísmo. Los campos fueron sobre todo el
territorio de lo irrepresentable; la mostración de cualquier imagen no hace
más que atentar contra una realidad extrema de la que la imagen
cinematográfica y fotográfica nunca puede dar cuenta de su verdadera
dimensión. Lanzmann se propuso superar el valor metonímico de las
imágenes y articuló una serie de rigurosas opciones de puesta en escena
que privilegiaban el testimonio oral, el recuerdo transformado en relato
vivido y la mostración de los espacios. Si se descubriesen imágenes rodadas
por los miembros de las SS desde el interior de la cámara de gas, las
destruiría

La imagen como un modo problemático pero con gran poder para re-
presentar lo trascendente, lo indecible, lo irrepresentable. El referente que
supera a la imagen pero la imagen como vía para alcanzar ese referente.

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Platón, iconoclastias, posturas de las religiones, etc. Debate desde siempre.
Debate en el que hay que entrar desde nuestro análisis concreto de las
imágenes. Tenerlo en cuenta como marco. En el caso de la imagen del
Holocausto: judíos, cristianos, pronazis, etc. Pedirle todo, pedirle algo a la
imagen.
Asunción y subversión del poder: presente esa relación con el poder en su
construcción. Es en el análisis de esas imágenes en toda su dimensión,
como veremos la forma plena en que se está diciendo el poder y el poder
con que se está diciendo.
Noción de subversión como base de la creación para Javier del Prado.
Noción básica de la modernidad. Eso no está presente en la Edad Media,
sino al revés. Positivo / negativo. Es progresivamente desde el Humanismo
renacentista desde donde se va a ir intensificando el apoyo en el “yo” de
todo el proceso creador. Se llevará a su culminación con los simbolistas y las
vanguardias. Deleuze: “Todo acto de creación es un acto de resistencia”.
Kracauer: “La necesidad de redimir mediante las imágenes la realidad
física”.
El poder de la imagen. Como base para entender la apropiación de la
imagen por los poderes y por los subversivos frente al poder. POR TANTO:
Necesidad de replantearse la representación: cómo en la imagen está y no
está lo real. Y ¿qué realidad está en la imagen? ¿Cómo la imagen nos remite
a lo real?

Recensión:
Georges Didi-Huberman. Imágenes pese a todo. (Memoria visual del
Holocausto). Barcelona, Paidós, 2004.
Begoña González Cuesta
¿Puede la imagen alcanzar lo real y comunicarlo? ¿Cómo representar
aquello que sobrepasa lo imaginable? ¿Es legítimo difundir imágenes del
máximo horror que podamos concebir?
La reciente publicación de las reflexiones del pensador Didi-Huberman se
enmarca en un debate sobre la imagen con profundas resonancias e
implicaciones, un debate que aborda la crucial cuestión de la representación
de lo real y la posibilidad de mostrarlo con verdad, la construcción de
imágenes como una creación de sentido sobre el mundo y la historia. Están
en juego las consideraciones más profundas de orden ontológico,
epistemológico y ético sobre la imagen.
El alcance de lo tratado aumenta debido al caso concreto al que se aplica la
reflexión propuesta aquí: el Holocausto y las imágenes de los campos de
exterminio. Estamos ante un caso extremo de representación: la imagen
enfrentándose de una forma subversiva al ejercicio de poder del hombre
contra el hombre en una de las formas más abyectas y radicales vividas a lo
largo de la historia. A finales de los cuarenta, Theodor W. Adorno decía que
no se podía escribir poesía después de Auschwitz: tras aquello era necesario
replantearse la cultura y el modo en que entendemos la humanidad a todos
los niveles: antropología, poesía, filosofía, sociedad, imagen... Pensadores
como Hannah Arendt, Bataille o Antelme señalan la necesidad de repensar
al hombre, puesto que Auschwitz es inherente a nosotros; sin confundir a
víctimas y verdugos, hemos de pensar que no sólo somos las víctimas
posibles de los verdugos, sino que los verdugos son nuestros semejantes.
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Yendo más lejos, podríamos decir que es nuevamente necesaria esta
reflexión hoy, ya que se han añadido otros problemas a la cultura de la
imagen: hemos de replantear el pensamiento sobre lo visual, entrando en el
debate postmoderno y, como propuso recientemente Susan Sontag,
rompiendo las actitudes escépticas sobre la imposibilidad de la imagen para
llevarnos más allá de sí misma, debido al tratamiento que los medios de
comunicación hacen de ella. Estaríamos para esos nuevos iconófobos en la
esfera de la imagen entendida como mero espectáculo o simulacro, fuego
de artificio que no nos lleva a las cosas sino que nos aparta de ellas. Pero el
asunto tratado en esta obra, pone ante nuestros ojos un caso de tal
magnitud que nos aleja necesariamente de toda banalidad postmoderna;
cuando tratamos de la representación de los campos de exterminio cobran
fuerza, densidad y urgencia cuestiones como mostrar o no mostrar, qué es
visible y qué invisible, cómo confiar en la verdad de las imágenes cuando
nos encontramos frente a lo irrepresentable. Didi-Huberman apuesta por el
poder de la imagen para hacerlo, pese a todo.
El texto concretamente se enmarca en una fuerte polémica suscitada en el
año 2001: se celebró en París la exposición Memoria de los campos, que
mostraba fotografías de los campos nazis de concentración y exterminio. En
los textos del catálogo el filósofo Georges Didi-Huberman planteaba la
discusión sobre la imagen y su poder para tocar lo real. Ponía de manifiesto
el carácter imcompleto de la imagen que no puede manifestar toda la
verdad, pero también defendía la capacidad de algunas imágenes para
alcanzar lo real, incluso el más doloroso de los pasados. Este es el caso de
las cuatro fotografías que en agosto de 1944 tomaron clandestinamente los
miembros de un comando de detenidos obligado en Auschwitz a ocuparse
de las cámaras de gas y de los crematorios. Fotografías que aparecen en el
impresionante film documental del año 1955 realizado por Alain Resnais,
Noche y niebla. A comentar esas fotografías se dedica la primera parte de
esta obra. En la segunda, rebate las críticas que su tesis recibió de algunos
pensadores e historiadores como Gérard Wajcman y Elizabeth Pagnoux.
Cierra la obra con un interesante acercamiento a esta cuestión enfrentando
los modos de hacer cine documental sobre el Holocausto por parte de
Resnais y Godard, frente a Lanzmann.
Quizá sean las secciones inicial y final las más interesantes. En cambio la
parte central, en la que se dedica a entrar al detalle en la polémica con
Wajcman y Pagnoux resulta menos iluminadora. Aquí estaría el mayor
problema que me parece encontrar en esta obra: al ir demasiado pegado a
las discusiones y las alegaciones que algunos autores hicieron a su
planteamiento, la obra pierde algo de la enorme fuerza que tiene la cuestión
que está en juego. A veces se pierde en los meandros de las réplicas y
contrarréplicas a sus detractores, restando el valor universal que
indudablemente tiene el tema abordado. Sin embargo, me parece de
enorme valor el rescate de la reflexión sobre la representación de lo
extremo en la imagen.
Estamos una vez más en el debate entre las iconoclastias y las iconofilias. Y
así se plantea en la parte final de esta obra cuando se refiere al
enfrentamiento entre dos formas de entender el papel de la imagen en la
obra fílmica de no ficción:
Una forma sería la vía elegida por Jean-Luc Godard, en el ámbito de la
iconofilia y en una tradición de raíces cristianas. Para él, el pecado del cine,
su gran herida, radica en no haber sabido capturar imágenes significativas
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de los campos de exterminio construyendo con ellas obras fílmicas que
denunciasen, con las poderes y las potencialidades del lenguaje del cine, el
extremo de abyección al que se llegó en ese siglo XX, ese siglo del cine. Por
ello en su obra Histoire(s) du cinema desarrolla una elegía al cine puesto
que faltó a su deber y a su lugar en la Historia. Desde entonces toda imagen
creada, toda imagen fílmica, nos remite a ese fracaso y nos habla de él.
La otra es la vía de Claude Lanzmann, vinculada a la iconofobia propia del
judaísmo. Para él lo sucedido en los campos pertenece al espacio de lo
irrepresentable, de forma que cualquier imagen no haría más que atentar
casi sacrílegamente contra una realidad, contra unos hechos en los que lo
humano alcanza tal abyección que el cine o la fotografía no pueden tocar en
su auténtica y profunda dimensión. Lanzmann se propuso en su obra Shoah
mostrar lo sucedido poniendo el acento en el valor de la palabra y del relato
testimonial de lo vivido, apoyando el desarrollo de esta extensísima película
en las entrevistas y en la mostración de los espacios de los campos desde el
presente. En la polémica desarrollada sobre este tema llegó al extremo de
plantearse que si se descubriesen imágenes rodadas por los miembros de
las SS desde el interior de la cámara de gas, habría que destruirlas.
En este contexto, Didi-Huberman reivindica el valor heurístico de la imagen:
“Ante las cuatro fotografías de Auschwitz, simplemente he tratado de ver
para saber mejor.” (p. 90). Reclama el deber moral que tenemos de no
dejarnos vencer por la falsa sacralización de lo sucedido y aceptar que
estamos ante lo impensable o ante lo irrepresentable. Pese a todo, pese a
que la imagen no nos lo dice todo, debemos por muchos motivos
profundizar en ese algo que nos dice. Motivos tan fuertes como responder al
hecho de que unas personas se jugaron sus vidas para recoger unos
testimonios visuales que dejaran constancia a los de fuera y a los del futuro
de ese horror. Responder e impugnar el deseo expresado por Goebbels de
que no se pronunciase el Kadish, que se asesinase sin dejar rastro ni
memoria.
Didi-Huberman enfatiza el valor de la imagen a lo largo de la historia en la
lucha del hombre por construir representaciones icónicas que forzaran a la
imagen a ir más allá de sí misma, en un esfuerzo por representar lo
irrepresentable: “[…] la noción misma de imagen –tanto en su historia como
en su antropología- se confunde precisamente con la tentativa incesante de
mostrar lo que no puede ser visto. No se puede “ver el deseo” como tal,
pero los pintores han sabido jugar a encarnarlo para mostrarlo; no se puede
“ver la muerte”, pero los escultores han sabido modelar el espacio como la
entrada a una tumba que “nos mira”; no se puede “ver la palabra”, pero los
artistas han sabido construir sus figuras como otros tantos dispositivos
enunciativos; no se puede “ver el tiempo”, pero las imágenes crean el
anacronismo que nos lo muestra en acción; no se puede “ver el lugar”, pero
las fábulas tópicas inventadas por los artistas nos muestran –por medios a
la vez sensibles e inteligibles- la potencia “vaciadora” de éstas. De este
modo, toda la historia de las imágenes puede explicarse como un esfuerzo
por rebasar visualmente las oposiciones triviales entre lo visible y lo
invisible.” (pp. 197-198).
Esta publicación, por tanto, puede contribuir a la profundización en algunas
cuestiones básicas en el orden de la cultura audiovisual. Y, desde mi punto
de vista, ahí radica su interés. Se pone de manifiesto en esta obra el gran
planteamiento de fondo presente en el cine y la representación documental:
el poder de la imagen para encarnar un hecho histórico, sea esa memoria
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personal o social; la posibilidad de que la imagen sea una vía para el
pensamiento; la vinculación de la representación audiovisual con lo real; el
poder de esas imágenes para recoger, construir e influir en la realidad.
El libro se cierra con unas sugerentes referencias al mito de la Medusa,
sobre el que otros autores como Kracauer reflexionaron con el fin de poner
de manifiesto la capacidad de la imagen para hacernos ver y capacitarnos
para el enfrentamiento a los horrores de lo real, en un compromiso activo y
reforzado. Perseo, desafiando la posibilidad de quedar petrificado por la
mirada de la Gorgona, recurre a su imagen reflejada en el escudo para
poder acabar con ella. La pantalla del cine vendría a ser el escudo de
Atenea, en el que nos podemos acercar a los horrores reales y afrontarlos.
“Lo que Gérard Wajcman no ha comprendido, hasta en su mención a la
Medusa, es que en este mito el escudo no es un instrumento para huir de lo
real. Para Wajcman toda imagen no es un “escudo”, sino un velo, una
“protección”, algo así como el “recuerdo-pantalla” tras el cual nos
replegamos, a falta de algo mejor. La fábula y el comentario que Kracauer
hace de ella dicen exactamente lo contrario: Perseo no huye de la Medusa,
se enfrenta a ella pese a todo, pese a que un cara a cara no hubiese
significado ni la mirada, ni el saber, ni la victoria, sino simplemente la
muerte. Perseo afronta pese a todo la Gorgona, y este pese a todo –esta
posibilidad de hecho en detrimento de una imposibilidad de derecho- se
llama imagen: el escudo, el reflejo, no son solamente su protección, sino su
arma, su ardid, su medio técnico para decapitar al monstruo. La impotente
fatalidad del principio (“no hay mirada sobre la Medusa”) se sustituye por la
respuesta ética (“pues bien, me enfrentaré de todos modos a la Medusa,
mirándola de otro modo”).” (p. 260).
Está en juego la noción profunda del compromiso de la representación visual
(fotográfica o fílmica) con la realidad. Y como base de ello, el entendimiento
de la imagen como un modo problemático pero con gran poder para
representar lo irrepresentable, lo indecible, lo trascendente. El referente que
supera a la imagen pero la imagen como vía para alcanzar ese referente. Y,
yo añadiría llevando más lejos las capacidades de la representación, para
luchar por construir unas obras que descubran y doten de sentido a ese
referente. El valor hermenéutico de la creación, también de la creación
fílmica. Y el valor de la imagen como una vía para afrontar la realidad y
transformarla.

DIDI-HUBERMAN, Georges. Imágenes pese a todo. Memoria visual del


holocausto. Barcelona, Paidós, 2004.
“Para saber hay que imaginarse. Debemos tratar de imaginar lo que fue el
infierno de Auschwitz en el verano del 1944. No invoquemos lo
inimaginable. No nos protejamos diciendo que imaginar eso, de todos
modos –puesto que es verdad-, no podemos hacerlo, que no podremos
hacerlo hasta el final. Pero ese imaginable tan duro, se lo debemos. A modo
de respuesta, de deuda contraída con las palabras y las imágenes que
algunos deportados arrebataron para nosotros a la realidad horrible de su
experiencia. Así pues, no invoquemos lo inimaginable. Era mucho más
difícil, para los prisioneros, sustraer del campo esos pocos fragmentos de los
que actualmente somos depositarios, con el agravante de soportarlos con
una sola mirada. Estos fragmentos son para nosotros más preciosos y
menos sosegadores que todas las obras de arte posibles, arrebatados como

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fueron a un mundo que los deseaba imposibles. Así pues, pese a todo,
imágenes: pese al infierno de Auschwitz, pese a los riesgos corridos. A
cambio, debemos contemplarlas, asumirlas, tratar de contarlas. Pese a todo,
imágenes: pese a nuestra propia incapacidad para saber mirarlas tal y como
se merecerían, pese a nuestro propio mundo atiborrado, casi asfixiado, de
mercancía imaginaria.” P. 17.
“Hay una perfecta coherencia entre el discurso de Goebbels, analizado en
1942 por Hannah Arendt según su tema central “No se pronunciará el
Kadish” –es decir: os asesinaremos sin restos y sin memoria- y la
eliminación sistemática de los archivos de la destrucción por los propios SS
al final de la guerra. En efecto, “el olvido del exterminio forma parte del
exterminio” [J.-L. Godard, Histoire(s) du cinema, op cit. I., pág. 109]. Los
nazis creyeron, sin duda, que habían vuelto invisibles a los judíos, e invisible
también su propia destrucción. Se preocuparon tanto de conseguirlo que
muchas de entre sus víctimas también lo creyeron, y por eso muchos,
actualmente, todavía lo creen. Pero la “razón en la historia” todavía sufrió la
refutación –por muy minoritaria, dispersa, inconsciente o muy desesperada
que sea- de algunos hechos singulares que son, entonces, lo más precioso
que hay para la memoria: su posible imaginable. Los archivos de la Shoah
definen sin duda alguna un territorio incompleto, de supervivencia,
fragmentario; pero este territorio, desde luego, existe.” P. 43.
“Se ha dicho de Auschwitz que era impensable. Pero Hannah Arendt nos ha
demostrado que allí donde fracasa el pensamiento es donde debemos
perseverar en el pensamiento, o más bien darle un nuevo giro. ¿Auschwitz
sobrepasa todo pensamiento jurídico existente, toda noción de falta y de
justicia? Es necesario, pues, pensar de nuevo por completo la ciencia
política y el derecho. ¿Auschwitz sobrepasa todo pensamiento político
existente, incluso toda antropología? Es necesario, pues, pensar de nuevo
hasta los fundamentos de las ciencias humanas como tales.” P. 47.
“Comprometer aquí la imagen del hombre, es hacer de Auschwitz, desde
ahora, un problema fundamental para la antropología. Como dice Bataille,
Auschwitz es un hecho inherente a nosotros. No se trata, por supuesto, de
confundir a las víctimas con sus verdugos. Pero esta evidencia debe contar
con el hecho antropológico –ese hecho de la especie humana, como escribía
Robert Antelme en el mismo año- de un semejante que inflige a su
semejante la tortura, la desfiguración y la muerte: “[…] no sólo somos las
víctimas posibles de los verdugos: los verdugos son nuestros semejantes”. Y
Bataille –pensador por excelencia de lo imposible- habrá comprendido que
había que hablar de los campos como de lo posible en sí mismo, lo “posible
de Auschwitz”, como escribe exactamente. Decir tal cosa no es banalizar el
horror. […]
Si el pensamiento de Bataille se aproxima al máximo a esta terrible
posibilidad humana, es porque ha sabido enunciar, desde el comienzo, la
relación indisoluble de la imagen (la producción del semejante) y de la
agresividad (la destrucción del semejante). En un relato escrito en plena
guerra, Bataille imaginó un mundo cruel en el que, decía, “la muerte misma
era una fiesta”. A través de los relatos de los supervivientes de Auschwitz,
accedemos a la realidad de una crueldad infinitamente peor: aquella, diría
yo, en la que era posible que la fiesta misma fuera la muerte.” P. 53.
“¿Por qué existe esta dificultad? Porque a menudo se le pide demasiado o
demasiado poco a la imagen. Si le pedimos demasiado –es decir, “toda la
verdad”- sufriremos una decepción: las imágenes no son más que
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fragmentos arrancados, restos de películas. Son, pues, inadecuadas: lo que
vemos (cuatro imágenes fijas y silenciosas, un número limitado de
cadáveres, miembros del Sonderkommando, mujeres condenadas a muerte)
es todavía demasiado poco en comparación con lo que sabemos (muertos a
millares, el ruido de los hornos, el calor de los braseros, las víctimas “en la
desdicha extrema”). […]
O quizás es que pedimos demasiado poco a las imágenes: al relegarlas de
entrada a la esfera del simulacro –cosa difícil, ciertamente, en el caso que
nos ocupa-, las excluimos del campo histórico como tal. Al relegarlas de
entrada a la esfera del documento –cosa más fácil y más usual-, las
separamos de su fenomenología, de su especificidad, de su sustancia
misma. En cualquiera de esos casos, el resultado será idéntico: el
historiador tendrá la sensación de que “el sistema concentracionario no se
puede ilustrar”; de que “las imágenes, sea cual sea su naturaleza, no
pueden explicar lo que ocurrió”. Y finalmente, el universo concentracionario
simplemente no se puede “mostrar”, puesto que “no existe ninguna verdad
de la imagen” como tampoco de la imagen fotográfica, fílmica, ni de la
pintada o esculpida”. Y así es como el historicismo se fabrica su propio
inimaginable.” Pp. 59-60.
“Ante las cuatro fotografías de Auschwitz, simplemente he tratado de ver
para saber mejor.” P. 90.
“Para resumirlo drásticamente –puesto que este no es el lugar de elaborar
su historia-, este debate trata todo pensamiento que busca superar o
dialectizar la idea platónica de la imagen-velo. Wajcman desea ignorar este
pensamiento, así pues, se resiste a ir más lejos del tópico de la ilusión
mimética, del “sustituto atrayente” que “cubre la ausencia” o la esencia,
incapaz, pues, en este caso, de alcanzar lo real del horror de los campos. Mi
propio trabajo se ha orientado desde el principio en sentido inverso: es
decir, en sentido de la imagen-jirón. No se trataba en modo alguno de
hipostasiar una nueva definición de las imágenes tomadas como un todo,
sino de observar en ellas la plasticidad dialéctica, lo que he llamado el doble
régimen de su funcionamiento: visible y visual, detalle y “panorámica”,
semejanza y desemejanza, antropomorfismo y abstracción, forma e informe,
venustidad y atrocidad… Como los signos del lenguaje, las imágenes saben,
a su manera –todo el problema radica aquí-, provocar un efecto con su
negación. Son a veces el fetiche y otras el hecho, el vehículo de la belleza y
el lugar de lo insostenible, la consolación y lo inconsolable. No son ni la
ilusión pura, ni toda la verdad, sino ese latido dialéctico que agita al mismo
tiempo el velo y su jirón.” Pp. 122-123.
“Serge Daney entendió seguramente que este travelling estaba en los
antípodas del “travelling de Kapo”, al que Jacques Rivette vapuleó tan
violentamente en 1961. Daney vio en Nuit et brouillard la “obligación de no
huir” ante nuestra historia, al “antiespectáculo” por excelencia, la
conminación a comprender “que la condición humana y la carnicería
industrial no eran incompatibles, y que lo peor acababa justo de tener
lugar”; vio en él una “sismografía” más que una iconografía histórica y,
finalmente, una verdadera “escritura del desastre”, como decía Maurice
Blanchot. Daney tenía razón: toda la apuesta de Nuit et brouillard residía en
sacudir la memoria nacida de una contradicción entre documentos
inevitables de la historia marcas repetidas del presente. Los documentos de
la historia son estas famosas imágenes de archivo –en blanco y negro- que
dejaron mudos de pavor a los espectadores de entonces, y que hoy en día
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Lanzmann pretende refutar por su ausencia de rigor histórico. Las marcas
del presente proceden de la “mirada sin tema” planteada por Resnais sobre
los paisajes vacíos de los campos, filmados en color. Pero proceden también
de una voluntad de ofrecer todo el espacio sonoro del filme a dos
supervivientes de las persecuciones nazis: no a unos testimonios en el
sentido estricto, sino a unas escrituras deliberadamente distanciadas. El
comentario de Jean Cayrol no explica su experiencia personal de los
campos, y la música de Hanns Eisler mantiene a raya toda paráfrasis
patética de las imágenes.” Pp. 193-194.
“Lo que Wacjman ignora, en este caso, es que la noción misma de imagen –
tanto en su historia como en su antropología- se confunde precisamente con
la tentativa incesante de mostrar lo que no puede ser visto. No se puede
“ver el deseo” como tal, pero los pintores han sabido jugar a encarnarlo
para mostrarlo; no se puede “ver la muerte”, pero los escultores han sabido
modelar el espacio como la entrada a una tumba que “nos mira”; no se
puede “ver la palabra”, pero los artistas han sabido construir sus figuras
como otros tantos dispositivos enunciativos; no se puede “ver el tiempo”,
pero las imágenes crean el anacronismo que nos lo muestra en acción; no
se puede “ver el lugar”, pero las fábulas tópicas inventadas por los artistas
nos muestran –por medios a la vez sensibles e inteligibles- la potencia
“vaciadora” de éstas. De este modo, toda la historia de las imágenes puede
explicarse como un esfuerzo por rebasar visualmente las oposiciones
triviales entre los visible y lo invisible.” Pp. 197-198.
“En la escuela hemos aprendido la historia de la Medusa, cuya cara, con sus
enormes dientes y su larga lengua, era tan horrible que su sola visión
convertía a los hombres y las bestias en piedra. Cuando Atenea instó a
Perseo para que matara al monstruo, le advirtió que en ningún momento
mirara su cara, sino sólo su reflejo en el reluciente escudo que le había
dado. Siguiendo su consejo, Perseo cortó la cabeza de la Medusa con la hoz
que Hermes le había proporcionado.
La moraleja del mito es, desde luego, que no vemos, ni podemos ver, los
horrores reales porque nos paralizan con un terror cegador; y que sólo
sabremos cómo son mirando imágenes que reproduzcan su verdadera
apariencia. La pantalla cinematográfica es el reluciente escudo de Atenea.
Esto no es todo, sin embargo. El mito sugiere que las imágenes del escudo o
de la pantalla son un medio para alcanzar un fin; están allí para permitir –o,
por extensión, inducir- al espectador a decapitar al horror que reflejan. […]
Instan al espectador a aceptarlas y así incorporar a su memoria el
verdadero rostro de las cosas, demasiado horribles como para ser
contempladas en la realidad. Al ver las hileras de cabezas decapitadas o los
montones de cuerpos humanos torturados de los films realizados en campos
de concentración nazis, rescatamos al horror de su invisibilidad de los velos
del pánico y la imaginación. Y esta apariencia es liberadora en tanto
destruye un tabú sumamente poderoso. Quizás el mayor logro de Perseo no
fuera cortar la cabeza de la Medusa, sino superar sus miedos y mirar su
reflejo en el escudo. ¿Y no fue precisamente esa proeza lo que le permitió
decapitar al monstruo?” [Kracauer, Teoría del cine, pp. 373-374]” pp. 256-
257.
“Lo que Gérard Wajcman no ha comprendido, hasta en su mención a la
Medusa, es que en este mito el escudo no es un instrumento para huir de lo
real. Para Wajcman toda imagen no es un “escudo”, sino un velo, una
“protección”, algo así como el “recuerdo-pantalla” tras el cual nos
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replegamos, a falta de algo mejor. La fábula y el comentario que Kracauer
hace de ella dicen exactamente lo contrario: Perseo no huye de la Medusa,
se enfrenta a ella pese a todo, pese a que un cara a cara no hubiese
significado ni la mirada, ni el saber, ni la victoria, sino simplemente la
muerte. Perseo afronta pese a todo la Gorgona, y este pese a todo –esta
posibilidad de hecho en detrimento de una imposibilidad de derecho- se
llama imagen: el escudo, el reflejo, no son solamente su protección, sino su
arma, su ardid, su medio técnico para decapitar al monstruo. La impotente
fatalidad del principio (“no hay mirada sobre la Medusa”) se sustituye por la
respuesta ética (“pues bien, me enfrentaré de todos modos a la Medusa,
mirándola de otro modo”).” P. 260.
“La cuestión de las imágenes está en el centro de esta gran confusión del
tiempo, nuestro “malestar en la cultura”. Habría que saber mirar en las
imágenes a lo que han sobrevivido. Para que la historia, liberada del puro
pasado (este absoluto, esta abstracción), nos ayude a abrir el presente a los
tiempos.” P. 264.

GUBERN, Roman. Patologías de la imagen. Madrid, Anagrama, 2004


“Pero la influencia de la iconoclastia hebrea, apoyada por la doctrina de
algunos padres de la Iglesia, como Orígenes o San Agustín, se tradujo en
una resistencia a la veneración de imágenes sagradas, ya que era percibida
por muchos como una forma de idolatría que perpetuaba la tradición del
culto a las imágenes imperiales de la tradición pagana. Teólogos y
predicadores desarrollaron una prolija casuística en contra de las imágenes.
Así, Eusebio de Cesarea envió una carta (c. 320) a Constancia, hermana del
emperador Constantino, en la que argumentaba que la unión de lo divino y
humano que existe en Jesucristo convierte en inadecuado todo intento de
representación y es imposible traducir su cualidad sobrenatural con colores
materiales. Pero el canon 73 del Concilio de Quinosexto (complemento
disciplinario del año 692 de los Concilios ecuménicos quinto y sexto
celebrados en Constantinopla), si bien prohibió trazar cruces en el suelo, por
el riesgo inaceptable de que fuesen pisadas, pidió en cambio que los
símbolos del arte paleocristiano, como el pez y el cordero, se sustituyeran
por el rostro humano de Dios. […] Por fin, el emperador bizantino León III el
Isáurico zanjó la controversia y dictó en 730 la prohibición de imágenes
sagradas, a las que incluso reprochaba que no fueran capaces de hablar,
iniciando así una durísima persecución iconoclasta. Pero las disquisiciones
sobre este tema no se acallaron. Su hijo, Constantino V Coprónimo, admitió
la imagen de la cruz como mero símbolo, distinto de la pretendida (y
prohibida) imitación de las figuras de personas sagradas. El Concilio
celebrado en el palacio de Hiera en 754 sostuvo que el único icono posible
de Cristo es la Eucaristía, afirmación a la que los teólogos iconodulos
replicaron que la hostia consagrada no era la imagen de Cristo, sino el
propio Cristo.
La resistencia a las imágenes acabó por ser derrotada por el neoplatonismo
cristianizado, que legitimó la visibilidad de lo inmaterial en forma de imagen
perceptible. Pero, puesto que Dios era invisible, los artistas se encontraron
ante un enorme reto conceptual, ya que tenían que abandonar la
representación para buscar la significación. De las querellas teológicas de la
iconoclastia cristiana en Bizancio derivó la distinción fundamental entre

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reproducir y representar, utilizando un sistema de convenciones. Algunas de
las soluciones que finalmente se adoptaron, como el crucifijo sin la figura de
Cristo y más tarde el trono vacío para representar la divinidad (que procedía
de la visión narrada por Isaías), trataron de sortear el dilema En la querella
de las imágenes latía un conflicto sobre el estatuto de la imagen, que podía
ser concebida como representación (de alguien ausente), o bien como
presentificación, o puesta en escena de una existencia real (propia de la
idolatría y de las artes mágicas), inadmisible para la ortodoxia.
Finalmente acabó por imponerse en la controversia el razonamiento de San
Juan Damasceno, consejero en la corte del califa de Damasco influido por el
neoplatonismo, quien al alegar que si el Dios invisible quiso hacerse visible
a los hombres a través del cuerpo de Jesucristo, su representación visible
para los fieles resultaba legítima. ¿No se leía en el Evangelio (Juan 14:8-9)
“Quien me ha visto ha visto al Padre”? Por eso el Damasceno pudo escribir:
“No hago una imagen de la divinidad invisible, sino de la carne de Dios que
ha sido vista.” En la Iglesia oriental, cuna de la controversia, quedaría claro
que el icono no es consustancial a su modelo y, en palabras de Máximo el
Confesor, el rostro pintado de Cristo es “símbolo de sí mismo”.
Fue el II Concilio de Nicea, en el año 787, el que confirmó la licitud de la
veneración de imágenes, legitimada por la Encarnación, al escribir que “el
honor rendido al icono alcanza al prototipo y aquel que se postra ante el
icono se postra ante la hipóstasis de aquel que se inscribe en ella”. Éste es
el meollo de la doctrina de la translatio ad prototypum, que tiene una matriz
platónica, pues la imagen es concebida como mero reflejo de una realidad
sobrenatural y suprasensible, pero que también encontró apoyo en la teoría
aristotélica del signo, pues la distinción entre el simulacro icónico (la
imagen) y el prototipo (el sujeto representado) era congruente con la
distinción aristotélica entre la materialidad del signo (lo que hoy llamamos
significante) y aquello que designa (su referente). La doctrina de la
translatio ad prototypum aclaraba además, la distinción entre la adoración
de la imagen (propia de la idolatría) y la adoración ante la imagen (del ser
representado en ella), que suele simplificarse distinguiendo entre adoración
y veneración. No obstante, si en Nicea se justificó la veneración de las
“santas imágenes”, se prohibió representar al Padre, fuente de la divinidad y
no encarnado.
La veneración cristiana de imágenes sagradas, legitimada doctrinalmente
por la Encarnación que hizo a Dios visible para los hombres, las convertía a
partir de Nicea en intermediarias o en trampolines para venerar al sujeto o
modelo original (el prototipo) representado en madera o en piedra. Pero
cuando la belleza de la representación, o su rara atipicidad estética, hace
que la atención del fiel se detenga y concentre en el objeto material, la
translatio ad prototypum queda bloqueada. De modo que la imaginería
católica ortodoxa nació condenada al academicismo normativo, para evitar
que su excesiva belleza o su gran originalidad pudieran impedir la translatio
deseada. Pues cuando el objeto material es el destinatario final de la
veneración se cae en la superstición, la idolatría o el mero goce estético.”
Pp. 86-89.

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"Aún un paisaje tranquilo, aún el
vuelo de los cuervos, una cosecha,
un verdeo. Aún una ruta por donde
transitan autos, transeúntes,
parejas. Aún un paisaje de
vacaciones con un campanario y una
feria pueden transformarse en un
campo de concentración. Auschwitz,
Foreningburg, Belsen, Ravensbruck,
Dachau, fueron nombres sin
importancia sobre un mapa
marcado. Los sonidos acallados y las
voces enmudecidas. Los
establecimientos son visitados por
las cámaras de filmación. Una hierba extraña ha crecido y ha recubierto la
tierra pisada por los prisioneros. La corriente ya no pasa por los hilos
eléctricos; no se escuchan más pasos.
"1933. La maquinaria se pone en marcha. Es necesaria una Nación sin
errores. Sin huelgas, se ponen a trabajar. Un campo de concentración se
construye como un estadio o un gran hotel, con inversores, competencia,
sin lugar a dudas un gran negocio. No tienen un estilo preconcebido, quedan
librados a la imaginación: estilo alpino, estilo japonés, estilo garaje, sin
estilo. Los arquitectos inventan diferentes ingresos destinados a ser
cruzados sólo una vez. Mientras tanto, Berger, obrero alemán; Stern,
estudiante judío de Ámsterdam; Schmursky, comerciante de Cracovia;
Annette, estudiante secundaria de Bordeaux, transcurren su vida
normalmente, sin saber que, a mil kilómetros de su lugar de residencia, ya
tienen un lugar asignado. Y llega el día en que sus moradas ya están
terminadas y faltan nada más que ellos. Arrastrados de Varsovia,
deportados de Lobtsch, Praga, Bruselas, Odessa, Zagreb o Roma. Internados
de Pitivie, arreados de Belgier, partisanos de Compieu. La muchedumbre
arrastrada en el lugar por error, al azar, se pone en marcha hacia los
campos. Trenes repletos, atestados de deportados. De a cientos por vagón.
Ni día ni noche, sed o hambre. La asfixia, la locura. De vez en cuando, pasan
algún mensaje. La muerte es la primera elección. De inmediato se pasa a la
noche y a la niebla.
"Hoy en día, sobre estas mismas vías,
hay sol y día. Las recorremos en busca
de un tendal de Cadáveres que
escapaban de los trenes o de los
primeros caídos por los golpes y los
maltratos en las puertas de los campos,
entre los ladridos de los perros, los
reflectores y el fogonazo del crematorio;
escenas nocturnas tan gratas a los
nazis.
"Primer vistazo al campo. Es estar en
otro planeta. So pretexto de higiene, la
desnudez del hombre es el primer signo
de humillación. Rapado, tatuado, numerado, sometido a una jerarquía
todavía incomprensible. Vestido con un uniforme azul rayado. Rotulado, a
veces, bajo la sigla Nacht und Nebel, Noche y Niebla. Marcados con el
triángulo rojo, los deportados políticos tienen que enfrentarse primero al
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triángulo verde que significa 'jefe de los desdichados'. Por encima del jefe,
se mantienen los derechos comunes a todos. A continuación, los SS que son
los intocables. Omnipotentes, por encima de los demás. En la cima, el jefe
que preside el ritual y otorga un aire ceremonial al campo. Ignorando lo que,
por otra parte, no ignora. Esta realidad de los campos es repudiada por
aquellos que los construyen, insoportable para quienes la sufren. Parte de la
historia que iremos develando. Estas barracas de madera. Las cuchetas
donde se dormía de a tres. Estos escondites donde se comía a hurtadillas,
donde inclusive el sueño era una amenaza. Ninguna imagen, ningún sonido
pueden devolver su dimensión real: la del terror ininterrumpido. La lucha era
por sobrevivir, por una frazada, por un mendrugo de pan. Los soplones, las
acusaciones. Órdenes que pasaban de boca en boca, transmitidas en todos
los idiomas. Las irrupciones inesperadas de los SS cuando hacían
inspecciones. De estas cárceles de ladrillos, de este sueño terrorífico, lo
único que les podemos mostrar son los acontecimientos y su curso.
"Aquí tienen los edificios, edificios enormes que
podrían ser establos, ateliers, separados por un
terreno plano. Con un cielo de otoño he aquí lo que
nos queda para poder imaginar esa noche,
seccionada por los llamados, con control de piojos;
una noche para hacer batir las mandíbulas. Hay que
dormir rápido, con sobresaltos, buscando las
pertenencias que les son robadas. A las cinco de la
madrugada hay que formarse en el patio, Es
necesario contar y ver cuáles fueron los muertos que
hubo durante la noche. Una orquesta judía con
música de opereta toca la marcha para encaminarse
hacia las usinas. Trabajos en la nieve, que pronto se
transforma en lodo helado. Trabajos al rayo del sol,
que terminan en sed y disentería. Tres mil españoles
murieron en la construcción de esta escalinata.
Trabajos subterráneos; de a poco se introducen, se esconden y matan. Y les
ponen nombre de mujer a sus obras: Dora, Lora, etc. Pero esos extraños
trabajadores de menos de treinta kilos ya conocen la verdad. Los SS los
hostigan, los vigilan, los hacen agrupar y los controlan antes de regresar a
los campos. Los carteles de estilo rústico marcan hacia donde debe dirigirse
cada uno. El jefe sólo tiene que contar cuáles fueron sus víctimas del día.
Los deportados ven como sus vidas y sus sueños terminan en una comida;
cada cucharada tiene un valor incalculable. Una cucharada de menos es un
día menos de vida. Se truecan dos o tres cigarrillos por una sopa. Los más
débiles no pueden defender su ración de las embestidas y los ladrones. Para
ellos sólo quedan la nieve, el lodo, los rezos. Todo agoniza y cada uno lleva
consigo la propia agonía. Las letrinas los absorben. Esqueletos con vientres
de bebé van siete u ocho veces por noche, la sopa es diurética. Desgraciado
aquél que se topaba con un jefe a la luz de la luna. Se observaban con
temor. Deponer con sangre era un aviso de muerte. Clandestinamente ellos
caminaban, se visitaban, comerciaban, se transmitían las noticias
verdaderas y falsas. se organizaban los grupos de resistencia.
"Iba formándose una sociedad, esculpida en el terror, aunque menos
enloquecedora que la de los SS, cuyos preceptos indicaban que la propiedad
era la salud y el trabajo era la libertad, a cada cual lo suyo. Un pordiosero
era un muerto, pero un SS no. Cada uno se reservaba una sorpresa: una
orquesta sinfónica, un zoológico, viveros donde cuidaban plantas delicadas.

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El campo se construyó alrededor de este roble, sin tirarlo abajo. Un orfanato
efímero que era constantemente renovado, un campamento de inválidos.
Entonces, el mundo verdadero y apacible aparece no tan lejos...
"Y para ellos era sólo una visión. Los deportados pertenecían sólo a ese
universo estrecho, limitado, cerrado por los miradores, donde los soldados
se preocupaban por mantener en buenas condiciones los campos y donde
los deportados eran matados en la construcción de sus obras. So cualquier
pretexto eran sometidos al castigo, a la humillación... Son castigados como
las bestias a golpes de bastón. Hay que pasar inadvertido, no hay que hace
gestos. Ellos tienen sus verdugos, lugares especialmente preparados. Por
ejemplo, el pabellón 11, expropiado a los guardias, donde habían instalado
un pabellón de fusilamiento con paredes preparadas para que no rebotaran
las municiones. O el castillo de Artéme, con vidrios oscuros que ocultaban
los pasadizos de los cuales nunca se regresaba. O el 'transporte negro', que
salía de noche, cuyo destino era desconocido.
"Pero el ser humano es increíblemente resistente. Con el cuerpo lleno de
cansancio, el espíritu aún trabaja. Las manos llagadas aún trabajan y
fabrican cucharas, títeres hábilmente disimulados, monstruos, cajas. Logran
escribir, ejercitar la memoria, desterrar sus recuerdos. Se puede pensar en
Dios, hasta lograr organizarse políticamente, a manejar el orden interno de
los campos. Se ocupan de los más débiles, les dan su ración, se los ayuda a
regresar. En última instancia llevan a los desahuciados al hospital. Al surcar
esta puerta, tienen la ilusión de haber podido contraer una verdadera
enfermedad, de poder descansar en una cama; es también el riesgo de caer
muertos allí. Los medicamentos son absurdos, los vendajes son de papel, la
misma pomada sirve para todas las enfermedades y plagas. A veces, el
enfermo hambriento se come los vendajes. Al fin, todos los deportados se
asemejan a un prototipo sin edad, con los ojos desorbitados al morir.
"Había un pabellón de cirugía. Al
principio se podía pensar que era una
verdadera clínica. Doctor SS,
enfermera sospechosa y luego
operaciones inútiles, amputaciones
experimentales. Los jefes SS tienen
piedra libre para operar. Las grandes
firmas de productos químicos envían a
los campos las muestras de los
productos tóxicos o compran una
partida de deportados para sus
experimentos. De estos cobayos
algunos sobrevivirán: castrados,
quemados. Habrá algunos que
quedarán marcados de por vida, a pesar de su regreso como vivos. De estos
hombres y mujeres, las oficinas guardarán sus documentos que fueron
depositados al ingresar. Los nombres fueron archivados. Nombres de
veintidós países llenaban centenares de registros, millares de fichas. Un
trazo rojo indican que han muerto. Los deportados llevan su contabilidad,
que siempre es errónea, bajo la atenta mirada de los jefes y de los SS. Estos
son los 'sobrevivientes' del campo.
"El jefe tiene su propia habitación donde puede guardar sus pertenencias y
por la noche recibir a su joven favorita. Muy cerca del campo el Comandante
tiene su residencia donde lo aguarda su esposa, quien contribuye a crear
ese ambiente de familia, y, de vez en cuando, mundano; relacionándose con
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los otros campamentos. Tal vez... si se reunieran un poco más... pero la
guerra no quiere terminar. Los jefes más afortunados tenían un burdel
provisto de prisioneras bien alimentadas, no como las otras entregadas a la
muerte. De vez en cuando, las afortunadas dejaban caer un pedazo de pan
para algún camarada. De esta manera los SS habían logrado construir una
verdadera ciudad, con hospitales, barrios comunes, residenciales,
reservados.
"Es inútil describir lo que sucedía en estas
covachas. Esta jaulas, construidas para que fuera
imposible mantenerse en posición alguna,
cobijaron a hombres y mujeres que fueron
atormentados a conciencia durante días. Las
bocas de aireación no podían contener los gritos.
"1942. Himmler llega al lugar. Dejarán el
problema de la productividad a sus técnicos, se
puntualiza la atención en el aniquilamiento. Se
estudian los planos, las maquetas y se llevan a
cabo. Los mismos deportados ejecutan los
trabajos. Un crematorio podía ser la fachada de
una postal. Actualmente los turistas se hacen
fotografiar frente a ellos. La deportación ahora
incluye a toda Europa. Los convoys salen , se
paran, vuelven a salir y llegan. Para algunos, la selección ya ha sido hecha.
Para los otros, es clara: los de la izquierda trabajarán; los de la derecha, en
cambio... Estas imágenes fueron tomadas instantes previos a una
exterminación. Matar uno por uno lleva tiempo, por eso se encarga el gas
letal. La cámara de gas no se diferencia en nada de los otros galpones. En el
interior, un falso salón de duchas acoge a los recién llegados. Cierran las
puertas, observaban... El único indicio (hay que saberlo) es el techo, el
concreto se deshace. Cuando los crematorios ya no alcanzan, los tiran a los
fosos. Los nuevos hornos se nutren con millones de cuerpos...
"Todo se ha recuperado. He aquí el tesoro de la guerra, el granero. Nada
más que cabellos de mujeres. A quince peniques por kilo se fabrican
géneros. Con los huesos se harán fertilizantes... Al menos prueban. Con los
cuerpos... Ya nada queda por decir... Con los cuerpos se fabrica jabón, en
vez con la piel...
"1945. Los campos se extienden, son llanos, son ciudades de cien mil
habitantes. La industria pesada se interesa por esta mano de obra
increíblemente provechosa. Las fábricas tienen personal que ni los SS
pueden tocar. Hermann Goering, Hambel Heinkel, Steiger, Hulm, Siemens,
proveen a este mercado. Los nazis pueden ganar la guerra. Estas nuevas
ciudades forman parte de su economía. Pero la pierden, falta el carbón para
sus crematorios, el pan para sus hombres, los cadáveres entorpecen la
circulación en las rutas, el tifus. Cuando los aliados abren las puertas...
"Todas las puertas. Los deportados miran sin comprender. ¿Serán liberados?
¿La vida cotidiana los aceptará? 'Yo no soy responsable', dice el subalterno.
'Yo no soy responsable', dice el oficial. 'Yo no soy responsable'. ¿Entonces
quién es responsable?
"Mientras les hablo el agua fría de las mareas cubre las ruinas, así como un
agua fría y opaca lo hace con nuestra mala memoria. La guerra es un
suspiro, un ojo siempre abierto. El pasto, siempre fiel, ha regresado sobre
los patios de armas, alrededor de los galpones. Un poblado abandonado
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pero aún lleno de amenazas. Los crematorios están
fuera de uso, los trucos nazis son ya anticuados.
Fueron nueve millones de muertos los que
quedaron en estas tierras. ¿Quién, de entre
nosotros, va a avisarnos desde este extraño
observatorio la llegada de las nuevas
instituciones? ¿Realmente difieren de nosotros? En
alguna parte, entre nosotros, quedan aún
sargentos, jefes recuperados, soplones, delatores
anónimos, y también aquellos que no creían en
esto, o sólo de vez en cuando. Y los vencedores
que, sinceramente, miran como si el viejo
monstruo de la concentración hubiera muerto bajo
los escombros. Y que al ver como se alejan estas
imágenes recuperan la esperanza, como si fueran
convalecientes de esta peste de concentración. Al contemplar estas ruinas,
nosotros creemos sinceramente que en ellas yace enterrada para siempre la
locura racial, nosotros que vemos desvanecerse esta imagen y hacemos
como si alentáramos nuevas esperanzas, como si de verdad creyéramos
que todo esto perteneciese sólo a una época y a un país, nosotros que
pasamos por alto las cosas que nos rodean y que no oímos el grito que no
calla".

http://www.miradas.net/2008/n80/actualidad/klotz/index.html
Miradas de cine. nº 80. Noviembre 2008
La cuestión humana REPORTAJE ESPECIAL
Por José Francisco Montero La pesadilla eterna
Investigaciones
El desarrollo de una determinada investigación, el proceso que lleva a un
personaje a la resolución de un misterio, es, sin duda, uno de los armazones
más recurrentes en la historia de las artes narrativas, incluida en la del cine,
por supuesto, en donde resulta fundamental en géneros como el cine negro,
evidentemente, pero también de otros como diversas variantes del cine
fantástico, el cine de espías o en otros muchos subgéneros. La fertilidad de
semejante estructura proviene en muy buena medida de los paralelismos
entre la actividad del espectador y la de ese interlocutor privilegiado de este
último en que se constituye el susodicho investigador —cuya más adecuada
figura, pero no la única, es la del detective privado—. El trayecto que
recorre éste en el interior del relato a la búsqueda de la aclaración del
misterio no es muy diferente, pues, del que efectúa el espectador desde
fuera del relato, a la busca también de la solución del misterio que cualquier
relato, de una forma u otra, contiene.
Una de las múltiples rupturas que inicia la película germinal por
antonomasia, Ciudadano Kane (Citizen Kane. 1941), es la que afecta a estos
procesos paralelos, el del relato y el de nuestro representante en su interior.
En Ciudadano Kane un periodista inicia una exhaustiva indagación cuyo
objetivo es saber quién era realmente Charles Foster Kane, pesquisa para la
que parte de una clave que, se presupone, encierra el secreto de su
existencia. Esta investigación resultará finalmente estéril, aunque esa otra
que efectúa, en paralelo, el propio relato sí nos proporcionará el sentido de
la misteriosa palabra que pronuncia, antes de morir, el magnate.
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La cuestión humana también está guiada por una investigación, la que
emprende Simon Kessel, psicólogo de Recursos Humanos en una gran
empresa con sucursal en París, para esclarecer los motivos del extraño
comportamiento que en los últimos tiempos está manifestando uno de sus
más antiguos directivos, Mathias Jüst, y aquélla acaba conduciendo, como
en la obra de Welles, a la infancia: Jüst, ya en su vejez, es martirizado hasta
la locura por los recuerdos de infancia, relacionados con la participación de
su padre en los campos de concentración. Si en Ciudadano Kane la infancia
simboliza, en último término, el Paraíso Perdido, en La cuestión humana
representa todo lo contrario, el infierno reencontrado, el pavoroso hallazgo
con la Bestia que creíamos muerta. Como la película de Welles, la de Nicolas
Klotz se acoge a la arquitectura narrativa del cine negro, pero en esta
ocasión para acabar en una película de terror: el relato se desliza
progresivamente hacia un ominoso paisaje de pesadilla, hacia un tono
imparablemente alucinado, el filme va oscureciéndose y enturbiándose
progresivamente, y visualmente se acoge en muchos momentos a la
recreación de cierta atmósfera gótica —un momento muy revelador, en este
sentido, es aquél en que Simon lee a la luz de su mechero una de las cartas
que le conducen irremediablemente al encuentro con el mayor de los
horrores—. La cuestión humana, pues, efectúa un fructífero maridaje entre
el cine negro y uno de los rasgos más frecuentes del mejor cine fantástico,
aquél que desvela los horrores que se esconden bajo la más apacible
cotidianeidad —el carácter de zombis, de muertos en vida, que asumen
todos los personajes de La cuestión humana, no es ajeno a este furtivo tono
fantástico que, con discreción, se apropia de la película—. Así, una de las
diferencias más significativas entre La cuestión humana y el ilustre
precedente —que es sólo uno de los muchos que se podrían señalar— que
constituye la película de Orson Welles, afecta a la muy distinta naturaleza
de este esquema narrativo: si en Ciudadano Kane es una simple excusa con
que organizar un relato poliédrico, no interesando realmente a Welles el
encargado de dicha investigación, uno de los aspectos más productivos de
La cuestión humana se deriva —en connivencia con obras como El corazón
de las tinieblas, o su adaptación al cine por parte de Francis Ford Coppola—
de uno de los elementos más fascinantes del mejor cine negro —o
previamente de la literatura policíaca—, la de cómo la inmersión en los
substratos más oscuros de la realidad modificará irreversiblemente al propio
investigador, la final identificación entre perseguidor y perseguido. Tanto en
este aspecto como en el descenso a los infiernos que conlleva el relato, en
el progresivo tono onírico del mismo, La cuestión humana me ha hecho
recordar, insospechadamente, El corazón del ángel (Alan Parker. 1987). Lo
que separa a ambos films, sin embargo, y no es poco, es lo que distancia a
una película honesta, incluso en sus errores, de un artefacto esencialmente
tramposo, incluso en sus aciertos.
Auschwitz era una fábrica [1]
La proposición más evidente de la película, pero también probablemente la
menos interesante, es la que hermana los mecanismos de funcionamiento
interno de una gran empresa y los propios del nazismo, y en concreto de lo
que se llamó obscenamente “la Solución Final”, la que sugiere que entre el
Holocausto y la selección de personal en una gran empresa las diferencias
son sólo de grado —el procedimiento es el inverso, para llegar a un mismo
fin, que el de, por ejemplo, una película como Garaje Olimpo (Marco Bechis.
1999), que ya mostraba los más terribles actos de tortura y muerte durante
la dictadura militar argentina como las rutinas propias de cualquier

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empresa, como una burocracia más—: La cuestión humana certifica que,
remitiéndonos al título de este epígrafe, Una fábrica es Auschwitz—. Que los
grandes Fascismos del siglo pasado se sustentan en una multitud de
pequeños fascismos cotidianos —lo que en una conocida expresión Hannah
Arendt llamó “la banalidad del mal”—, que estos permanecen en la
actualidad igual de vigentes que entonces, constituyen los fundamentos
ideológicos de la película, escasamente originales y que casi nadie discute
ya. En la penúltima secuencia de la película, cuando Simon por fin habla con
Arie Newman, el personaje que le ha estado mandando una serie de cartas
anónimas, se verbaliza más explícitamente este mensaje, en la que es
probablemente la escena más cuestionable del filme, por excesivamente
discursiva. Lo cierto es que La cuestión humana no es, a pesar de su gran
interés, un film perfecto, pero pocas veces esta imperfección ha resultado
más coherente, pues precisamente la película se constituye en una
contundente diatriba de la inhumana búsqueda de la perfección. En un
momento de la película un personaje afirma que “el perfeccionismo
esconde un terrible miedo al vacío” y Klotz parece asumir las implicaciones
de este aserto en un filme que se ubica en el quicio mismo del vacío.
Mascaradas
No es extraño, pues, que La cuestión humana concluya con una pantalla en
negro, ante la constatación de que lo que es innombrable es también
irrepresentable, que una experiencia como ésta, irreducible a las palabras,
también lo es a las imágenes. Es el resultado lógico de la denuncia de los
usos falsarios del lenguaje que ha realizado la película, de la identificación
que ha puesto de manifiesto entre el lenguaje de las SS usado para describir
sus macabras actividades de exterminio y las de la política interna de una
multinacional. Pero la reflexión podemos llevarla más allá. Un episodio tan
abrumador como el del Exterminio en realidad nos plantea un asunto
epistemológico de mayor calado: en qué medida el lenguaje, cualquier
lenguaje, es una traición de la terrible experiencia de la Shoah. ¿Cómo
expresar con la racionalidad del lenguaje la apoteosis de la irracionalidad?
Pues de ninguna manera, parecen decir Klotz y Elisabeth Perceval, su
habitual guionista. Para ellos, la única opción es la de despojar al lenguaje
de sus componentes discursivos para reducirlo a su función meramente
nominativa: sobre la pantalla en negro final escuchamos, sencillamente, los
nombres de algunas de las víctimas de aquel horrible momento de la
Historia.
El lenguaje es en La cuestión humana, pues, tan sólo la culminación de un
enmascaramiento generalizado, que afecta a todos y a todo. El recorrido
que va a realizar Simon en su investigación es el de un progresivo y múltiple
desenmascaramiento. El psicólogo inicia el viaje en un mundo dominado por
una sistemática mascarada, como ya vaticinan las numerosas máscaras que
decoran el despacho de Karl Rose, el hombre que le encomienda a Simon la
misión que acabará transformándolo irreversiblemente. Y progresivamente
este viaje al averno le va a llevar a escarbar en las superficies para desvelar
todos los horrores que esconden, a sacar a la luz todo lo sórdido que habita
bajo la impoluta fachada de su empresa y de sus superiores —otra imagen
parece anunciarlo: en los primeros minutos de la cinta, Klotz muestra a
varios de los trabajadores de la empresa, incluido el propio Simon,
elegantemente vestidos, orinando en los urinarios—. Si en diversas
ocasiones el tormento irreprimible de Jüst es descrito como el de una
Odisea, el trayecto de Simon adquiere unas indudables resonancias órficas:
el encargo que recibe lo va a encaminar al mismo infierno —no falta,
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incluso, mediado su viaje, una alusión a la barca de Caronte, surcando la
noche—, para descubrir finalmente, espantado, que ya vivía en él.
La música juega un papel trascendental en la película [2]. Más allá de que
ésta cumpla la obvia función de definir a cada uno de los personajes a
través de la música que escucha, más profundamente su rol es esencial
para expresar una idea más subterránea que recorre todo el film: la honda
soledad que hay detrás de las relaciones humanas, la imposibilidad del
contacto real con el otro. Si la excusa de la investigación de Simon es un
cuarteto musical disuelto, incapaz de encontrar la armonía entre sus
heterogéneos miembros, una unidad musical, el tiempo libre lo ocupa Simon
en unas raves que parecen un oscuro ritual organizado por un grupo de
sonámbulos con el fin de celebrar la apoteosis del autismo, y en las que por
fin es posible, amparados en este autismo generalizado, despojarse por
unos momentos de las máscaras; incluso una de las cartas que lee Simon en
que se describen los métodos nazis está escrita sobre una partitura musical,
como si las palabras de la barbarie hubieran apagado las de la música.
Un tiempo, todos los tiempos
“No es fácil narrarlo cronológicamente”, dice al principio de la cinta la voz
en off de un Simon que apenas ha comenzado a zambullirse en la siniestra
tarea que se le ha confiado. Y es comprensible esta dificultad: La cuestión
humana, de forma sutil pero insidiosa, lleva a cierta disolución de un
concepto tan difuso como el del tiempo, funcionando con frecuencia la
película como si todos los tiempos estuvieran simultáneamente en uno,
como si el pasado y el presente fueran la misma cosa, al modo de la corteza
de los árboles que contienen el registro de todas las fases de su existencia.
O al menos a relativizarlo, a impugnar una teleología ingenua, en la medida
en que algunos acontecimientos permanecen indelebles a lo largo de la
historia, sus huellas jamás son borradas, sobreviven aunque sea mudando
de rostro. La evolución histórica, en todo caso, lo único que lleva a cabo son
enmascaramientos diferentes de la absoluta abyección que la atraviesa
desde siempre. Como hace Claude Lanzmann en la imprescindible Shoah
(1985), La cuestión humana reniega de una posible reconstrucción de la
Historia, de la falacia de pretender representar el Pasado.Ya constató Jorge
Luis Borges que “el tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es
una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su
aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desintegrarlo”. No otro
es el propósito que subyace en las turbadoras imágenes de La cuestión
humana, una película cuya huella, a buen seguro, tampoco se borrará
fácilmente.
[1] Ver Vicente Sánchez-Biosca, “HIER IST KEIN WARUM. A propósito de la
memoria y la imagen de los campos de la muerte”, en La memoria de los
campos, Arturo Lozano Aguilar (Coord), Ediciones de la Mirada, Valencia,
1999; pág. 18, n. 9.
[2] Lo que no resulta nada extraño: Nicolas Klotz dirigió en los inicios de su
carrera una serie de documentales sobre varios músicos.

La cuestión humana REPORTAJE ESPECIAL


Por Sergio Vargas
Van a por nosotros (or Pardon me, but your Teeth are in my Neck)
Trabajo basura
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Cuando empecé a trabajar en una consultora multinacional pensaba que no
me ocurriría a mí. «Empezamos a tragar y lo que no es normal / se ha ido
convirtiendo en algo natural», como dice una canción de La Habitación Roja.
No, a mí no me pasará, pensaba, mientras firmaba varios papeles entre los
que ponía entre otras cosas que yo asumía que la empresa no contaba con
representante legal de los trabajadores o que iba a comenzar cobrando 694
euros mensuales por trabajar 43 horas semanales, en el mejor de los casos,
pues, y esto ya no lo ponía en los papeles del contrato aunque se podía leer
entre líneas, podrían llegar a ser 70 u 80 (en función de las necesidades del
proyecto, cabrá la posibilidad de extender la jornada, o algo similar era lo
que rezaba la cachonda frase). A mí no me pasará, pensaba, mientras en el
metro, de camino al nuevo trabajo, leía La madre,de Gorki, para
concienciarme de que a mí no debía pasarme y de que lo dejaría antes que
tolerar algo así. Corporativismo, lo llaman. Hijoputismo, lo llamo. Pues
aunque de momento no me ha pasado, conozco a unos cuantos a los que sí,
y por supuesto, llega el instante en el que revientan (las bajas por depresión
o estrés no son infrecuentes, menos aún los abandonos), pero mientras
tanto los hijoputas (llamaré a las cosas por su nombre por importantes
razones que luego aclararé), sacan todo el jugo que pueden. No mentía
Nicolas Klotz cuando decía al presentarla en el festival de Gijón de 2007 que
su película habla sobre vampiros. Estos vampiros modernos con mucha
menos clase que Christopher Lee o Bela Lugosi no chupan sangre, sino
tiempo y energía, y vida, que viene a ser lo mismo, o bastante más.
Y tenía razón Klotz, porque La cuestión humana habla de una empresa como
la que me chupa la vida a mí, una empresa de esas en que el uniforme es
obligado, aunque sea un traje y una corbata que bajo la irrisoria excusa de
dar buena imagen (y es que para todo tienen respuesta por ridícula que
esta sea) lo único que pretenden es ecualizar a las personas, personas a las
que la propia cuestión humana hace diferentes, una empresa de esas, que
no son pocas y cuyo número crece día a día, en las que el ascenso es
obligado y donde el que no sirve, se descarta, así que los que van quedando
al final tal vez sí sean todos iguales, o muy parecidos, y donde lo diferente
no es plato de buen gusto. ¿Política nazi? Puede, aunque no envían a nadie
al crematorio, se congela el sueldo de los no válidos hasta que deciden
marcharse, o se les echa a la calle escudándose en argumentos no muy
diferentes de las distinciones de pureza de razas, y a la vez suficientes para
no caer en la improcedencia del despido. Pero decir que la película habla
únicamente del vampirismo de las grandes empresas sería quedarse corto,
porque también nos habla de la forma en que toleramos este vampirismo
sin poderlo remediar y lo que es peor, muchas veces sin intentarlo,
ocultando los hechos, tapándonos con una venda que nos permite convivir,
por llamarlo de alguna manera, a los muertos en vida con los vampiros,
hasta que caemos definitivamente al abismo o nos convertimos en uno de
ellos.
La cuestión humana
La película de Klotz es un extraño, turbio, atmosférico, film noir, que a
través de la voz en off de Simon Kessler (Mathieu Amalric), uno de esos
tipos de recursos humanos (con el tiempo he llegado a asimilar el término,
tras escuchar más de una vez frases del tipo «el lunes se incorpora un
nuevo recurso al proyecto») que se encarga de la selección del personal de
la empresa y de organizar seminarios para “fomentar la motivación,
aumentar la productividad y convertir a los trabajadores en soldados del
mundo de los negocios” (sic), y con una puesta en escena fríamente
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calculada en la que priman los planos generales porque la película quiere
hablar de algo general, nos va situando en este contexto hijoputesco donde
los hechos se van exponiendo, dejándose caer, pero de momento (y ese de
momento es extenso) sin conectar nada de forma concreta. Se van trazando
las líneas, tanto de investigación (que Simon va recorriendo adelante y
atrás, mientras las dudas le van cercando en un escenario que termina por
convertirse en pesadillesco, particularmente desde la genial secuencia del
confrontamiento con Karl Rose —Jean-Pierre Kalfon—, cuya semejanza física
con el Dracula de Lugosi resulta bastante afortunada) como pictóricas, y
que solo al final de la película completarán el dibujo que Klotz quiere
hacernos mirar bien de frente. Y eso podría representar un problema para
un espectador no alertado, pues a pesar del interés que puede despertar la
realización, con atractivas soluciones escénicas (la secuencia en que se
contempla al matrimonio Jüst por un lado y a Simon con la secretaria de
Mathieu por otro como si estuvieran en un mismo espacio; el inicio
mostrando la rutina de la empresa y de sus empleados a través de los
ascensores, los urinarios, las comidas), y en general un tratamiento visual
sugerente que me atrevería a decir que apela a nuestro subconsciente pues
sus imágenes desprenden algo que no puedo definir pero que me atrae de
una forma poco usual, puede no ser del agrado de una mayoría del público
que no se vea representada en los personajes (grave error), o que no tenga
la suficiente paciencia para esperar dos horas y cuarto y finalmente darse
cuenta de lo que nos quiere contar Klotz, que es algo que ya sabemos, pero
que en realidad es necesario recordar porque tratamos de olvidarlo de
forma voluntaria, obviamos la diferencia existente entre llamar a las cosas
por su nombre y enmascararlas tras aparatosos términos que nos dejan con
una sensación de tranquilidad ante cosas que nos deberían impedir el
sueño. Corporativismo por hijoputismo y recursos humanos por
reclutamiento son solo algunos ejemplos, pero hay muchos más:
Productividad para decir que “la maquinaria del dinero se engrasa con la
sangre de los trabajadores” (en este caso, casi es recomendable la
sustitución por economía narrativa, pero hay que reconocer que la
verdadera expresión es mucho más clarificadora), motivación en lugar de
lavado de cerebro, rotación por insumisión, overtime por esclavitud,
etcétera, etcétera, etcétera.
Mi lucha (o ese extraño vínculo de sangre)
Como ocurre en la película, en la que hasta ese esperado desenlace en la
conversación con el viejo-niño Arie Neumann, crípticamente reveladora,
porque a pesar de exponer sus conclusiones no lo hace abiertamente, sino
con una sutilidad extrañamente hipnótica (como lo son esas “raves” que
quedan en el camino; secuencias también para la galería), no nos damos
cuenta de lo que está ocurriendo, con el paso del tiempo, cuando ya se ha
recorrido una buena parte del camino y se han recibido las primeras
mordeduras, las que se encargan de ir reforzando el “vínculo”, uno va
comprendiendo cómo operan estos vampiros. Carrera profesional, lo llaman.
Vivir para trabajar, lo llamo; Aprendamos algo de la película de Klotz,
aprendamos a hablar bien. Yo no me convertiré en uno de ellos, pienso, pero
pasan los días y me veo obligado a proponer quien debe subir dos equis al
año y quien solo equis, y yo puedo pensar que ambos merecen dos equis
(amparándome en los criterios nazis de los que hablaba al principio, que esa
es otra), pero me obligan a discriminar, y lo que es peor, a justificar (lo
injustificable), por si acaso hay “recortes”. Al final se consiguen dos equis
para ambos (tendría cojones en una empresa que factura miles de millones

21
de euros al año) pero yo tengo que tomar la decisión. O a decidir que como
algo tiene que estar terminado al día siguiente (porque lo dice el cliente,
que es un banco, otra panda de chupasangres) hay que quedarse un rato
más (horas que no se pagan; y que nadie se queje, que no hay
representante legal), y al final me doy cuenta de que me voy
transformando, como les pasaba a Mina Harker y a Lucy Westenra. Como no
soy Van Helsing, dejo que mi fuerza de voluntad, a falta de ajos, me impulse
a no afeitarme con demasiada frecuencia (hay gente que se afeita en el
propio lugar de trabajo, yo lo he visto, y doy fe de que el que lo hace en la
película no es una exageración con fines dramáticos) y a ponerme camisas y
corbatas de vivos colores (y en verano de manga corta, claro está), que no
chillones, ojo, en contraposición a los rostros imberberizados artificialmente
y a los rancios azul claro, rosa pálido y/o blanco de la mayoría del rebaño en
un mínimo intento por desestabilizar la ecualización dando una nota fuera
de tono, y como con estos no funcionan los crucifijos ni el agua bendita,
pues hago preguntas corporativamente incorrectas en las reuniones que
tenemos con los gerentes y socios delante de las víctimas más recientes, y
mientras pienso en que todavía no existe la estaca que les clave al ataúd de
una vez por todas, porque la crisis le resbala a la mayoría de estas
empresas, sigo pensando en que tengo que estar continuamente, cada día
que pasa más, pendiente de quitarme los colmillos del cuello, y cada vez
que me distraigo un poco se me han clavado un centímetro más, y en que
me quiero retirar a tiempo, e ideas no me faltan, pero de momento no
puedo, y mientras tanto ellos siguen chupando. Hitler escribió en “su” lucha:
«La posteridad olvida a los hombres que laboraron únicamente en provecho
propio y glorifica a los héroes que renunciaron a la felicidad personal», una
cita que parece hecha a la medida de toda esta lacra que gracias a
nosotros, no se nos olvide, domina a nuestros gobiernos y por ende, a
nosotros mismos. Yo nunca he querido ser un héroe (los héroes son los
insumisos, los que lo dejan, los que no toleran el abuso; insumisión, no
rotación, aprendamos a hablar bien), y tampoco creo que haya que
sacrificar la felicidad personal para hacer el bien a la colectividad (y menos
cuando nos referimos a determinadas colectividades), aunque no dudo de
que hay que hacerlo, pero hay formas y formas, así que prefiero seguir
pensando, y mucho, porque no pasa un día en que no me acuerde, en
aquello que cantaban los Smiths: «In my life / why do I give valuable time /
To people who don’t care if I / live or die» o ¿por qué regalo mi valioso
tiempo a alguien a quien le importa una mierda que viva o muera? Y así, me
pregunto lo propio cada mañana mientras me anudo la corbata enfrente del
espejo, inmerso en mi propia lucha, pensando en cuanto tiempo pasará
hasta que deje de verme reflejado en él.
De la delación a la auto-delación: el perfeccionismo de una
sociedad de masas
La cuestión humana hace un paralelismo entre los mecanismos que utilizó el
nazismo para “limpiar el mundo” de judíos y los mecanismos que
implementa nuestra economía liberal para eliminar lo que no sirve ni es
funcional a la producción. Pero más que un paralelismo se rastrean las
huellas de una continuidad: la de la sociedad tecnificada. Una sociedad
estandarizada, limpia, previsible, desinfectada, hoy nuestra sociedad de
empresas regulada por la lógica del mercado, mercado y psicología. O
“cómo funcionalizar la economía”.
Los directores generales de la fábrica de La cuestión humana fueron hijos de
ejecutantes de las ss; hijos de asesinos. Pero las marcas van mucho más
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allá, porque estas filiaciones con el mal no están planteadas para
estigmatizarlo y así otra vez quedarnos con la conciencia en paz. Más bien
son puestas sobre la mesa como huellas inextirpables que toda sociedad
que se proclama democrática debería poder asumir. Aunque no nos guste
de donde venimos nuestra procedencia siempre nos termina delatando. De
aquí se desprenden dos puntas que son dos pasajes o tránsitos de una
época a otra: si en el período de las guerras mundiales la delación era una
práctica corriente que servía para señalar al enemigo: el impuro; hoy hemos
reciclado el dolor del holocausto aprendiendo a delatarnos por nosotros
mismos. Nuestras conductas nos ayudan, nuestros gestos, nuestros gustos,
nuestra formación o deformación, nuestro color y nuestros dientes. Se
oculta lo que se puede, se muestra lo que se quiere y en varias ocasiones,
se reza por pertenecer, porque el ultimo dictamen, el que desnivela la
balanza del deber ser, hoy lo da la ciencia demiurgo encargada de la
desinfección: psicología.
Con una amable palmadita en la espalda, un telegrama de despido y una
indemnización si toca, muchas empresas se deshacen de lo que no suma,
de lo que entorpece, de lo que molesta: de un hombre. ¿Cómo relaciona el
proceso de reestructuración con el factor “humano”? le pregunta el director
general al psicólogo colaborador de la reducción de personal. No hay
respuesta. El factor humano es una variable económica, una más, y como
en otras épocas que creímos superadas: de la delación a la auto-delación.
Se perfeccionaron y sofisticaron con el transcurso del tiempo las técnicas y
modos de señalar al otro. Nadie nos señala, ahora ser, implica delatarse.
¿Quién es ahora que no está Hitler, el monstruo macabro diseminador del
horror sistematizado? ¿Quién es hoy capaz de erigirse en representante de
una raza superior? ¿El sistema neoliberal?
De allí que el juego de La cuestión humana no este dado por el lúcido
reconocimiento y señalamiento de la repetición histórica sino más bien por
lo que dicha repetición tiene de condición humana más que de contingencia
histórico ideológica (aunque ambas sean inherentes al hombre). El sistema
somos todos, por eso hay que estar alertas, cuidar el orden y la pureza,
desinfectar la zona, la empresa, la frontera, mi barrio, mi casa, la escuela,
hay que desinfectarlo todo de posibles gérmenes infiltrados…

La cuestión humana REPORTAJE ESPECIAL


Por Ángel Santos Touza
Una cuestión de fe
En las sociedades capitalistas, allá dónde las máquinas todavía no han
podido reemplazar por completo al ser humano, se requiere de éste que se
conduzca con la eficiencia, gélida y mecánica, de aquéllas, y lo que es más
preocupante, con su misma capacidad de opinión o voluntad propia. La
victoria de este sistema se encuentra en la casi absoluta, inmediata y dócil
aceptación de estos fundamentos y especialmente en el no-cuestionamiento
de sus métodos, sostenidos por un desmedido y egoísta culto al dinero y el
ciego respeto por cualquier tipo de poder, llámese este: patrón, empresa,
país o dios, y que revierten únicamente en su propio beneficio. Simon
(Mathieu Almaric), psicólogo de una importante empresa petro-química
franco-alemana, es el perfecto brazo ejecutor y planificador de éste sistema.
Es eficaz, frío e inteligente. Una pieza más de ese invisible engranaje.
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Gracias a su labor, años atrás, la empresa pudo reconducir su viabilidad al
reducir en casi la mitad las ‘unidades’ de trabajadores, eliminando las
‘piezas’ inservibles para sus objetivos. Parte del acierto de la propuesta de
Klotz/Perceval/Emmanuel reside en que el desafío a éste sistema —
recordemos, ni único, ni inamovible— su cuestionamiento, no procede
directamente de su protagonista. Alguien como Simon nunca llegaría, por sí
mismo, a equiparar o poner en relación sus propios métodos y prácticas de
selección y control de personal, con los establecidos por el exterminio nazi,
tan sólo, sesenta años atrás. La puesta en cuestión sólo puede llegar desde
la disidencia de éste sistema —las cartas remitidas por Arie Neumann, el
personaje que incorpora con exquisita sobriedad Lou Castel— o a través de
la 'enfermedad': el hundimiento personal del responsable máximo de la
empresa, Mathias Jüst (Michael Lonsdale), del que, al comportarse
imprevisiblemente, algo inaceptable dentro de la lógica capitalista, se pone
en duda su ‘capacidad sentimental’. Simon es, aún a su pesar, quien hace
avanzar la trama. Sus descubrimientos, como los de un Sam Spade o un
Philip Marlowe postmodernos, siempre a remolque de los acontecimientos,
le afectan en lo más profundo de su organismo.
En la exposición realizada por el film de Nicolas Klotz, la banalización de los
métodos de exterminio —a través de la aceptación inconsciente de su
terminología altamente tecnificada, desprovista de humanidad—, no se
reduce a los estrechos límites del mundo empresarial, sino que atraviesa
sus fronteras hasta penetrar en el interior de cada individuo. Todos, en
alguna medida, somos herederos y responsables de esa infamia, de la
Historia —de nuevo, Dostoievski: “Todos somos culpables de todo, ante
todos...”—. En el interior de Simon conviven dos seres; acarrea el ‘drama’ a
su cotidianeidad: su amante apenas puede reconocerlo de un instante al
siguiente, en sus propias palabras, Simon se vuelve entonces “oscuro como
una prisión”.
Pero, aún, dentro de la excesiva rigurosidad del sistema en la que no cabe
espacio para desarrollar la verdadera naturaleza (sensual) del hombre, el
film propone una vía de escape; aquella que conecta al ser humano con lo
irracional, lo inexplicable y, por consiguiente, lo emotivo. Ésta se expresa a
través de la relación que los personajes establecen con la música (o
puntualmente, con el sueño y la magia). Así, las estrictas composiciones
que marcan la descripción de los ritmos de la empresa: esa planificación
atravesada de figuras en gris que reemplazan a otras figuras en gris… —que
deben tanto a los ritmos creados por Jacques Tati como a la analítica de
Harun Farocki—, tienen su correspondencia más visceral en los momentos
en los que los personajes asisten a conciertos o escuchan música. De hecho,
no faltaríamos a la verdad, si dijésemos que en el germen de La cuestión
humana, se esconde un gran musical, o un extraño ballet del siglo XXI. La
línea que el film establece desde la pureza primitiva del cante de Miguel
Poveda —la voz humana como único instrumento, capaz de expresar lo
inexpresable—, pasando por la inmovilidad de la tradición del fado
portugués y la emotividad de un cuarteto de Schubert, hasta llegar a los
ritmos electrónicos de una rave, nos habla, pese a la dificultad de sortear el
aislamiento y la incomunicación, del intento del ser humano de 'trascender',
de conectar con otras personas, con uno mismo y con lo inexplicable a un
tiempo. De qué otra manera, sino, interpretar el modo en el que la amante
de Simon cierra sus ojos al escuchar un fado, o la desesperación infantil del
Sr. Jüst al escuchar su imperfecta grabación del cuarteto de Schubert, o el

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modo en que los cuerpos en la rave se dislocan olvidando por unos
instantes su uniformada rigidez.
La cuestión humana pone en escena estas y otras muchas 'cuestiones' e
intuiciones, y efectivamente, entre ellas —como ya casi todo el mundo
sabrá a estas alturas— se atreve a equiparar los métodos del capitalismo
con los del nazismo. Aunque quizá tan sólo se trate de devolver a algunas
palabras su significado preciso. De 'llamar a las cosas por su nombre':
pretensión recurrente de toda una generación de cineastas europeos, con
Godard a la cabeza. Pero de nuevo pienso en Farocki y en su capacidad para
analizar la labor de los mecanismos de control, aparentemente inofensivos,
presentes en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Lo más interesante de
la propuesta de Klotz y Perceval es que, aún distanciándola de la
'objetividad' del cineasta alemán, estas impresiones surgen más bien como
una respuesta visceral, como un malestar físico que, incubado en el interior
de Simon, contagia a cada uno de los espectadores, provocando el mareo,
la náusea, el vómito, la desesperación y la indefensión; un estado en el que,
como el propio Simon, no se puede hacer otra cosa que tumbarse en el
suelo, en plena calle, e intentar descansar.

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