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DE
PEROS
Despertando a Cenicienta
…no fui el primero en estamparte contra las ventanas y
paredes de mi habitación; recorté y pegué tu figura donde no
había pintura o donde el tamaño de tu portada alcanzaba a
cubrir un ligero hueco. De tanto mirarte acostado desde algún
rincón del cuarto, empecé a preguntarme desde hace cuánto no
veía tus ojos en vivo. Fuera, un tenue sol parecía invitarme a
sacar mis sandalias.
Recordar tu voz consuela tu desaparición, y niega tu
posibilidad de ser un fantasma afónico, pues descubro tus
susurros cuando me pierdo, y no sé si avanzar más rápido o
sentarme a esperar cualquier bus. Tus cuchicheos también
llegan a mí mientras espero en alguna cola; saco las manos frías
de los bolsillos y empiezo a señalar.
Por escucharte sé dónde no te encuentras: ningún
cementerio te ha albergado, pese a los interminables hombres
que tras terminar su desayuno desempolvan sus mochilas y sus
botas, arrojan el periódico y se rasuran por última vez, antes de
ir en tu rescate, sin siquiera llevarte algún espejo.
Para decidirse les basta tu fotografía – ausente ya bastante
tiempo de cualquier portada- y las breves referencias a tu
paradero: abandonado, torre húmeda… se recomienda llevar
escalera propia.
Pero tales hombres no van en búsqueda de tu belleza, sino
de tu futuro. Ellos, en medio de los paisajes donde puedes
encontrarte o no, en su vasta variedad senderos, mientras
marchan solos –no se les ha ocurrido intentar un rescate en
conjunto- sin dejar de mirar de reojo a una flora y fauna
desconocidas, dejan cierto rastro, con la esperanza de ser
rescatados también…
Cenicienta, ¿estabas despierta? ¡Mira!, ¡llaves nuevas!,
¿vamos esta noche?
UN NOMBRE PARA LORENA
XXX,
Esta no será la primera de una serie de cartas, así que
puede leerla en una o más horas, sin recurrir a alguna
privacidad: yo no formo parte de su vida, nadie le preguntará
por mi nombre. A continuación expongo el momento más
cercano junto a usted, mientras la observo conversar en la
cafetería. Escribo sin su aprobación o fastidio, o indiferencia,
desde la rama de este árbol.
Pido disculpas por haberla tratado de aquel modo.
Usualmente no soy grosero: lo de ayer fue un accidente. Sin
darnos cuenta, nos habíamos sentado en la misma banca.
Usted estaba agotada; no lo digo por el aspecto que tenía,
ni por esas extrañas marcas sobre sus manos, sino porque dejó
caer su cabeza y mi primera reacción fue retirar mi hombro. No
fue algo desagradable, ni tampoco algo que presumiría.
Entonces pensé cómo sería tutearla, ¿reduciría la extrañeza
entre sus ojos y los míos? A su lado me sentí un ser humano
furtivo.
ojos
mujeres al frente que no nos miran
asombro maniquí
.
¿C?,
mestoy
muriendo
Estábamos sentados, respirando tiempo, lamentando el
desperdicio del aire. Sin cruces de miradas, apenas
visiones de pared. Silla versus silla, ignorados como
basureros callejeros.
Fue simultáneo: nuestros corazones explotaron en letras
y dibujos que interpretamos independientemente.
Algunas frases perforaron nuestros ojos hasta las
lágrimas.
Rodamos por el suelo, ciegos, víctimas de la felicidad;
nuestros dedos se acariciaron cual hueso y colmillo.
Lo que las paredes dijeron ya no tenía importancia:
morí siendo la persona más feliz del mundo.
La mañana siguiente se encontraron vidrios rotos,
grafitis de sangre, periódicos mordisqueados…
Ni una huella de mi padre.
La última revolución
La seguíamos en silencio, gritando canciones
ininteligibles, entre bofetadas de viento y arena, empujando
nuestros para no caer.
Llegamos al amanecer. Apenas se sentó, aterrizamos sobre
nuestros traseros. Ella tragó la primera cucharada de tierra.
Semanas después, los sobrevivientes contemplaban
nuestro entierro desde su hogar, revolucionarios de corazón,
amenazando a nadie con el control remoto.
Al otro lado del cuchillo
En estos gallineros se sobrevive como en una ratonera:
asfixia causada por plumas perdidas en increíbles peleas
territoriales (picotazos a ras del suelo).
De polluela, estas rejas se veían un poco más grandes.
Entonces podía utilizar mis patas para aterrizar fugaces aleteos.
Hoy, estas deprimentes patas apenas logran arrastrarnos a
milímetros por hora.
Damos lástima cuando pasamos por verdugas: llevamos
cientos de intentos de avicidios acumulados. ( Si yo matara a
mi vecina, ella se pudriría a mi lado, contagiándome quién sabe
qué porquerías). Asesinar es una forma peligrosa de suicidarse.
La única alegría -si es verosímil tal palabra en mi pico- es
la que traen consigo esos falsos granjeros al momento de
estrangular gallinas minusválidas: la muerte de una gallina
significa segundos para creer que estiramos las patas; alegría
triste: en seguida, cinco gallinas reemplazan a dos.
Aquí entre gallinas, aun hay algo peor que perder los
huevos: buscar con todo el cuerpo, la cabeza que ha caído al
otro lado del cuchillo.
Mi perro está de visita
¡Mi perro de la infancia regresa! Limpio y ordeno mi casa
cuanto antes. Decoro ventanas y paredes con serpentinas y
afiches de árboles; sé que no es suficiente para él, debería
alquilar una fuente y algunos árboles pequeños.
Ha pasado el mediodía. Salgo presuroso a comprar la
comida canina de mejor calidad que se vende por aquí; ni
siquiera se me ocurre cocinarle aquellos deliciosos platos en los
que hundía el hocico.
Aullidos en la puerta. Él sin duda, y yo sin haberme
cambiado.
Abro. No miro sus ojos, extiendo un brazo indicándole un
camino que conoce de memoria. Una sonrisa tiembla en mis
labios, y me abstengo a pedir su pata, por resultar grosero.
Lo sigo en silencio hasta mi cuarto. Jamás su cola me
pareció tan quieta. Salgo angustiado a traer su comida.
Luego me arriesgo a rozar su cabeza, su hocico. Su cola
permanece quieta y sus orejas rígidas. No come.
Ya no es como antes, pienso en voz alta.
No, responde subiéndose a la cama, ¿dónde está el baño?
Desastre paquidérmico
Un elefante diminuto temblaba sobre la tela de una araña,
víctima de la cocina gourmet: carne de elefante a cincuenta
centavos el gramo. También tenía vértigo, y el piso se acercaba
alejándose a cada paso.
***
***
Ese cuento lo hice hace un par de años. Al contrario de lo que
dicen mis vecinos, sé que mis personajes no están muertos en
cualquier tumba. Los busco para pedirles perdón y… y… y…
¿y si hubiésemos hecho un trío?
“P” o A punto de jubilarse
Estoy cansado de sentarme al borde las oraciones y dejar
mis planes a la imaginación de una coma. Si hay un especio en
blanco quiero que sea llenado con algo más que tinta: trozos
de azúcar, un hueco…
La soltería me parece abandono. Mis momentos íntimos
no los dedico más que a tribularme por el estado de mi
superficie. En todas direcciones vislumbro destinos borrosos.
Bajo mí hay tantos abismos como puentes.
Surgí como un error, es cierto; mera mancha rupestre,
apenas retocada en los últimos milenios.
(Ya) Es hora de expirar.
Espero mi reciclaje sin temor: mis átomos permitirán a
mi sucesor concluir sin gastar más tinta, o P
En eclipse
Mis visitas con aquella mujer pequeña terminaron cuando dejé
de recorrer solo sus senderos. Esa tarde llevaba una visera y
otras prendas no habituales con la esperanza de ser
irreconocible (A última hora deseché la idea de pasar por
cojo). Por medio de un mecanismo tosco, mi muñeca iba
encadenada a la de mi acompañante. Lo único que olvidé
cubrir fue mis ojos, quería dedicarle una mirada nueva. Con
todo tuve miedo y sed; caminé con demasiada calma entre los
árboles pese a mis incómodas sandalias retardando así, el
mirar por primera vez a alguien cuyo rostro me era muchísimo
más familiar que mi nombre. Mientras avanzaba, sentí una
creciente tranquilidad que sacudía mis extremidades. Empecé
a utilizar un bastón y silbé en silencio hasta levantar el rostro.
Apenas encontré su mirada corrí con dificultad, dada la
paralización de mi compañero. De repente su peso
desapareció. Apenas su brazo colgaba de la cadena. Lo liberé
y empecé a engullirlo con voracidad, convenciéndome de la
exquisitez de la carne cruda. No la miré hasta empezar a roer
los huesos. Tenía unos mechones rojos. Dio media vuelta.
Mientras se alejaba, no supe si seguirla o no. Sentí que mi
cuello era halado hacia adelante. Entonces avancé, aullando,
guiado por sus refrescantes mechones rojos.
El mundo no es un problema para las rodillas;
generalmente ellas pasan varios centímetros sobre el
suelo antes de encontrarse en el piso por última vez.
(Llevan consigo millones de paisajes entrecortados con
una que otra cola de nube y una canica por si acaso).
Desde su cosmovisión hedonista, no han mostrado
interés por el encierro de los pies, ni se han planteado
rescatarlos o colaborar en su tortura.
Pero en realidad esperan gatear nuevamente.
Habían decidido esa distancia contra los pies, advertidas
de la fragilidad de los sueños, olvidados a cada paso.