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Helena no vive sola
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Rafael Martín

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HELENA NO VIVE SOLA

De no haber sido por la repentina muerte de su padre a los cincuenta y pocos años y
la delicada salud de su madre aquejada de osteoporosis y con una fractura de cadera tras
de sí Helena posiblemente hubiera podido acabar sus incipientes estudios en la escuela
de hostelería. Sin apenas recursos para sostener la economía en casa, más que la
insignificante y endeble paga que su madre percibía por su viudez, tuvo que decidir
abandonar los libros y buscar algún trabajo que ayudara en llenar algo más la anémica
despensa.
Como cualquier joven sin poder acreditar experiencia laboral tuvo que ir aceptando
multitud de trabajos eventuales que, en la mayoría de los casos, no llegaban a durar más
de un mes a lo máximo. Fue así como, tras hacer de reponedora en un hipermercado
para la campaña de navidad, de comercial en una compañía de teléfonos celulares
ofreciendo una atractiva oferta de alta lanzada para compensar el bajón de nuevos
clientes tras las fiesta navideñas y de reyes, se dedicaba a planchar en una lavandería
pilas y pilas de sábanas, fundas de almohadas, cubrecamas y toallas de todos los
tamaños para unos hoteles cercanos.
Una tarde de regreso a casa vio un anuncio en la puerta de una cafetería donde se
buscaba camarero. Aunque ella no tenía experiencia laboral en ningún tipo de
establecimiento hotelero si la animó a presentarse a esa vacante sus largas y sofocantes
horas que pasaba delante de la plancha y, porque no decirlo, sus aún no completos
conocimientos adquiridos en sus interrumpidos estudios pero b ien aplicados mientras
duraron.
El dueño del establecimiento resultó ser una señora de mediana edad y aunque en un
principio a Doña Virginia no pareció convencerle la condición de mujer del candidato a
su anuncio, si parece que tenía urgencia por cubrir el vacío de aquel puesto en su local,
deficiencia que la obligaba a estar de mañana hasta la noche al cuidado del que era la
fuente de su sustento desde hacía ya varios días y que la tenía algo fatigada, además,
algo vio en aquella muchacha decidida y despierta que hizo darle una oportunidad
aunque no sin alguna duda y recelo en su repentina decisión.
Al día siguiente Helena, tras percibir la remuneración en la lavandería por sus
servicios prestados, despedirse de sus compañeras de fatiga y tras una última mirada a
los interminables fardos de sábanas y toallas que esperaban ser alis ados al calor de los
pesados hierros cerró por última vez la puerta del que había sido su centro de trabajo en
las últimas dos semanas y se encaminó alegre e ilusionada a su casa con la paga bien
guardada en lo más profundo de su gastado bolso. Tras entregarle el dinero íntegro a su
achacosa madre fue a ver a Doña Virginia para recibir algunas instrucciones de lo que
en un futuro sería sus nuevas obligaciones. Aunque ya habían quedado de acuerdo que
Helena cubriría el turno de tarde y la propia doña Virginia abriría por las mañanas,
pensó que sería oportuno sacrificar ese día algo de su tiempo libre para así comenzar
con buen pie en su nuevo empleo. De esa forma paso un buen rato de la mañana en
compañía de la que sería su patrona en un futuro; mientras esta le enseñaba los
diferentes rincones del negocio para que así supiera donde se encontraba cada cosa y en
qué lugar, le adiestró en el uso de la máquina del café, el surtidor de cerveza, la plancha
para los sándwiches y bocadillos calientes y le dio instruc ciones para que las cámaras
frigoríficas no quedaran vacías de género , ya fuese de cervezas y soda como de
botellines de agua natural o gasificada, por lo que había que cargarlas sin falta cada
noche antes del cierre que procedía tras haber barrido y fregado el suelo de esquina a
esquina y de pared a pared con las sillas levantadas y montadas sobre las mesas.
Tras un par de horas de arduo adiestramiento teórico Doña Virginia la despidió hasta
la tarde, no sin antes indicarle una dirección donde habría de ir a recoger unas prendas
de vestir para su reglamentaria uniformidad como camarera de snack y cafetería.
Así que Helena ya con su lección aprendida y su uniforme inmaculado se presentó no
muchas horas después en su nueva aventura laboral a cuenta de la siempre perspicaz
Doña Virginia.

Los primeros días en la cafetería todo era nuevo para Helena, cuando le pedían una
Coca Cola, un agua natural o un café con leche la cosa se entendía a la primera pero
también había pedidos que le sonaban más extraño, un carajillo de Amazonas, un sol y
sombra, una leche manchada. Ni que decir de lo esplendida que resultó ser cuando
escanciaba de la botella de licores que hasta la mayoría de clientes tenían que rogarle
que parara en más de una ocasión. Ella esa inexperiencia intentaba suplirla con buena
dosis de simpatía y como la mayoría de clientes solían ser habituales conocían su
condición de recién incorporada al gremio, esto sumado a su juventud y buen ver resultó
ser un incentivo excelente para aumentar la frecuencia a la hora de percibir algún
dinerillo para el bote de las propinas.
Mas con el tiempo se fue habituando a los diferentes nombres de los licores de igual
forma que fue conociendo los nombres de mayoría de clientes habituales y sus gustos,
preferencias y manías. Al que le gustaba el café con leche con la leche fría y al que con
la leche hirviendo. El que no tomaba azúcar y otros que preferían sacarina. El que
siempre venía con prisas y se ponía nervioso y de mal humor si no se le servía o
cobraba con prontitud o aquellos a los que le gustaba le sirvieran sin tomar pedido
siquiera haciendo gala de ser cliente asiduo “¿ Lo de siempre Don Antonio ?
¡Enseguida le traigo su cortadito señora, ya está en marcha!”
Por lo general las primeras horas de la tarde solían ser más bien flojas de clientes,
algún que otro café para los comerciantes de los negocios vecinos y poca cosa más, la
mayoría del tiempo de la sobremesa el local permanecía vacio hasta bien entrada la
tarde cuando paulatinamente los vecinos volvían de sus diferentes ocupaciones. Era
entonces cuando había más ambiente y trabajo hasta que a la par que se acercaba la hora
de la cena en sus diferentes hogares iban desapareciendo y las mesas y sillas iban
quedando de nuevo desocupadas.
Al final de la jornada Helena volvía a quedarse prácticamente sola sino del todo. Era
cuando recargaba las cámaras frigoríficas, barría el local y fregaba baldosa a baldosa
como Doña Virginia le había indicado en su primer d ía. Una vez se marchaba el último
cliente cerraba con llave por dentro no fuera a entrar algún borracho de los que
deambulaban por la noche buscando algún bar abierto para tomar la última copa.
Terminada la limpieza del local sacaba el dinero de la caja lo introducía en un pequeño
cofre metálico de la que su patrona le había dado una llave y lo escondía en un lugar que
solo ella y Doña Virginia sabían de su existencia. Apagaba las últimas luces aún
prendidas y tras enfundarse en su abrigo salía al frescor de la noche para encaminarse a
su hogar donde su madre la esperaría aun sentada en el sillón delante del televisor
seguramente semidormida.

Fue una tarde de finales de Marzo cuando Helena le vio entrar por primera vez. Ella
estaba detrás de la barra limpiando y ordenando los cubiertos y casi no se percató de su
presencia. El entró sigiloso y tras echar una ojeada se decidió por una mesa junto al gran
ventanal que no era alcanzada por el sol que entraba a raudales y se mantenía en
penumbra. El local se encontraba vació como era costumbre y si no fuera por el ruido de
la silla al ser arrastrada sobre las baldosas Helena hubiera seguido impertérrita en su
labor. El joven se sentó mirando hacia el exterior y de espalda a Helena, esta decidió
acercarse para preguntar que deseaba:
—Buenas tardes, ¿quiere tomar algo?
—Si, me gustaría comer algo si fuese posible.
—Bueno... solo tenemos sándwiches y bocadillos, si quiere le traigo la carta y así
elige el que más le apetezca.
—No hace falta, gracias, me va bien con un sándwich de jamón y queso.
— ¿Y para beber ?
—Un agua natural si no hay inconveniente.
—Claro que no, enseguida se lo traigo.
Helena regresó tras sus pasos y fue a buscar un mantel individual y servilleta de papel
así como unos cubiertos para el nuevo cliente, una vez extendidos estos sobre la mesa se
volvió de nuevo, hurgó en la cámara frigorífica teniéndose que encorvar casi por
completo para sacar el envase del fondo y ya con éste en la mano cogió un vaso, sacó
dos piedras de hielo de la cubitera y los introdujo en él; se encaminó de nuevo a la
esquina opuesta donde se encontraba el joven, depositó el vaso con el hielo sobre la
mesa, abrió la botella de agua con el abridor vertiendo parte de su contenido sobre el
hielo del vaso y dejó la botella al lado de éste.
—Le traigo su sándwich en un minuto.
—Gracias, muy amable— contestó el joven dibujando una leve sonrisa en sus labios
y mirando a Helena de soslayo.
Había sido una mirada corta pero Helena sintió que en unos pocos segundos la había
radiografiada con aquellas pupilas oscuras y se había apropiado de parte de su identidad.
Mas ya estaba acostumbrada a que los clientes masculinos la siguieran con su mirada
mientras ella trajinaba en sus menesteres.
Al cabo de un rato le llevó el plato con el sándwich de jamón y queso a la mesa. El
joven había sacado un bloc del tamaño de una billetera con cubierta de piel oscura, un
bolígrafo metálico y los había colocado junto a sus gafas de sol de pasta negra al otro
extremo sobre el blanco mármol sin que le ocupara sitio sobre el también blanco mantel
de papel.
—Su sándwich caballero. ¡Q ue le aproveche!
—Gracias.,¿Le importa traerme otra agua por favor? — Sugirió este indicándole el
frasco ya vacío junto al vaso.
—Para nada, ahora mismo se la traigo. ¿Quiere otra vaso con mas hielo ?
—No importa me basta con el que aún queda.
Estuvo mirándole mientras terminaba de limpiar y ordenar los últimos cubiertos
aprovechando que este le daba la espalda. Era un joven de aproximadamente un metro
setenta, de cabello oscuro rizado y cortado no hacía mucho tiempo como delataba la
claridad de la piel que mostraba su nuca. Vestía pulcramente con prendas de sport,
pantalón beige de pinzas con cinturón de piel marrón oscuro, zapatos mocasines
igualmente marrones y meticulosamente lustrados, calcetines de hilo color marfil y una
blusa color amarillo pastel con rayas blancas verticales muy finas y de mangas largas
abotonadas en sus muñecas. Su cazadora de piel reposaba colgado del respaldar de la
silla era igualmente de un ocre tostado que armonizaba con el resto de la vestimenta.
Comía pausadamente su sándwich mientras miraba al exterior por el amplio ventanal.
Aunque apenas pasaban viandantes y el panorama se limitaba a la fachada del edificio
de apartamentos de enfrente de la que solo se veían algunas ventanas de los piso bajos y
la vidriera de la caja de ahorros donde Doña Virginia ingresaba la recaudación cada
mediodía después de que Helena se incorporara al trabajo tras haber almorzado con su
madre en casa. No dejaba de mirar hacia fuera como si esperara pasar alguien en
cualquier momento y no quisiera perderse ese momento por nada del mundo.
Después de comer su sándwich con toda parsimonia y tranquilidad pidió un café solo
y la cuenta. Helena le trajo primero el café, que tomó con igual calma como había hecho
anteriormente con el emparedado, y algo más tarde la cuenta por si decidía pedir algún
licor tras el café como tenían por costumbre algunos clientes frecuentemente.
Aún tardó un rato en marcharse. Se levantó, vistió su cazadora de piel e introdujo el
bloc, el bolígrafo plateado en el bolsillo interior de esta y colgó sus gafas negras en la
abertura de la camisa del pecho; acercándose a helena con el ticket de la cuenta en la
mano y un billete azul de 20 euros, le dijo:
—¿Le importaría cobrarse ?
Helena cogió el dinero, cobró el importe que indicaba el ticket, devolvió la vuelta en
un pequeño plato de madera y dio las gracias a su cliente.
—Gracias a ti— contestó el joven mientras recogía su dinero dejando algunas
monedas como propina.
—Adiós, buenas tardes — dijo antes de dar media vuelta para encaminarse hacia la
salida.
—Buenas tardes y... ¡Gracias por su visita! — Exclamó Helena ya casi cuando él
estaba abriendo la puerta y se disponía a salir. Le siguió con la mirada por el mismo
ventanal que antes le había permitido a él mirar hacia el exterior. Vio como tras unos
cuantos pasos frente al local despareció por la esquina donde se encontraba la entrada a
la caja de ahorros. Helena cogió el pequeño plato de madera vertió las monedas dentro
del bote de las propinas y continuó con sus faenas en espera de que algún otro cliente
rompiera de nuevo la tranquilidad de la tarde.
—Que bien que ya estés aquí, me voy enseguida a ingresar el dinero antes de que me llame
mi hija, que dijo que me llamaría hoy para cuando llegara a casa en la sobremesa—. Exclamó
Doña Virginia al ver entrar a Helena por la puerta y no tardó mucho en desaparecer tras haber
guardado la recaudación de la noche anterior y de la mañana en su bolso bien aferrado y
haber dado algunas instrucciones a Helena de las tareas que tenía pendiente para esa tarde.
Por lo general la comunicación entre Helena y su patrona eran escuetas y cortas y se limitaban
a las indicaciones que esta última le daba antes de encaminarse a la caja de ahorros de
enfrente. Mas por los retazos de conversaciones de algunos clientes que hacían referencia a su
persona se había ido formando una leve idea de cómo había sido la vida de su jefa. Sabía que
el negocio había sido antes de sus padres y ella lo había heredado al fallecer éstos, después de
haber ayudado durante años en su gestión. Estuvo casada durante más de diez años y de este
matrimonio tuvo una hija, Elisa, que se suponía estaba en Barcelona estudiando no se sabe
exactamente que, algo relacionado con la moda y el diseño, aunque las malas lenguas decían
que se dedicaba a pases de modelos de lencería y ropa interior sino a otras actividades menos
decorosas. A partir de tener su hija el turno de tarde comenzó a cubrirlo su esposo para que
ella pudiera cuidar a la pequeña, pero parece ser quela recaudación fue menguando
paulatinamente sin explicación convincente hasta que un día se enteró que este montaba
algunas timbas de partidas de cartas por las tardes en su local, de las cuales había contraído
serias deudas. Este fue el detonante de la ruptura de un matrimonio que hacía aguas desde
pocos años después de haberse contraído. Tras un largo tira y afloja llegaron a un acuerdo, ella
pago las deudas del juego y este desapareció de sus vidas sin ninguna otra reclamación, ni
monetaria ni afectiva por parte de su hija. Desde entonces se hizo cargo del negocio y de su
hija, dedicando la mañana al primero y el resto del día a la que era la niña de sus ojos.
Aunque en verdad a Helena la vida de los demás le traía sin cuidado, aunque fuera la de Doña
Virginia, todas estas habladurías le vinieron a su mente al oir mencionar que su hija habría de
llamarla hoy. Nunca antes había hecho mención de su hija y si algo sabía de su existencia era
por los chismorreos de la clientela.
Estaba Helena en estas elucubraciones cuando entró el joven, tan reservado y discreto como
era costumbre y rutina en todas las tardes que había estado viniendo desde el primer día que
apareció. Se sentaba como era habitual en la mesa del rincón que quedaba en penumbra,
pedía su agua y algún bocadillo o sándwich, sacaba su bloc de piel y su bolígrafo plateado y
mientras degustaba su pedido miraba al exterior y tomaba muy de vez en cuando alguna nota
como si alguna musa le dictara algún verso en intervalos infinitos.
—Hola, buenas tardes ¿qué tal está?
— Hola Helena, buenas tardes.
— ¿Tomará lo de siempre?
—Si, por favor,...agua y media baguette con queso. ¿Podrías ponerle tomate y aceite?
—Si, claro... ¿quiere que le caliente el pan un poco?
—No hace falta, gracias, me va bien si es del día. Pero si podrías traerme el agua antes que
con este calor vengo algo sediento.
—Claro,... si es verdad que está apretando el calor y a esta hora de la tarde es cuando más
se hace sentir.
—Ni que lo digas, aunque tu aquí estas resguardada y con los ventiladores en marcha no
podrás quejarte,... ¿siempre trabajas de tarde?
—Si, mi jefa hace el turno de mañana y yo el de cierre, al menos no he de madrugar, alguna
ventaja habría de tener este turno.
—Pues si, supongo que así será. ¿Y vives lejos de aquí?
—No,... no mucho,...unos veinte minutos andando, un paseo.
—Ya,... ¿y regresas sola o te vienen a buscar?
—Vivo con mi madre y ella apenas sale, regreso sola,...qué remedio.
—Entiendo, aunque regresar sola de noche no es muy prudente, deberías buscarte alguien
que te acompañe ¿No tienes novio que te venga a buscar ?
— No, no tengo mucho tiempo para esas distracciones aunque no se puede decir que usted
venga acompañado muy a menudo tampoco.
—Si, es verdad, es que yo no soy de aquí, estoy de paso por motivos de trabajo y no conozco
mucha gente en esta ciudad. Quizás algún día que no trabajes te apetezca dar una vuelta
juntos y así me enseñas algún rincón bonito. ¿Qué te parece?
—No creo que pueda, en verdad trabajo cada día, este local no cierra ni siquiera los
domingos, el único día que no trabajo es el próximo jueves y porque he de acompañar a mi
madre a consulta médica. Le pedí el día libre a mi jefa y me lo concedió a regañadientes.
- Lastima, hubiera sido una buena ocasión para dar un paseo y poder charlar tranquilamente
tomándonos algo junto. Creo que me quedaré con las ganas de conocer la ciudad en compañía
de una agradable guía.
—Muy amable, pero no crea, que yo como guía no creo que diera mucho resultado, salgo
tan pocas veces que creo que los forasteros conocen más rincones que yo misma... bien, le
traeré su agua que no quisiera que se deshidrate con tanta cháchara
de mi parte.
— No te preocupes mujer, es agradable hablar con alguien de vez en cuando. De todas
formas gracias por tus atenciones...
Helena pensó que hubiera sido ameno poder dar un bonito paseo alguna tarde con aquel
joven. En esos días de mediados de Abril las tardes eran templadas y el fragante aire
primaveral invitaba al paseo y diálogo en algunas de las animadas terrazas de la ciudad. Hacía
tiempo que no podía permitirse ese tipo de esparcimiento y la única tarde libre de que
dispusiera habría de acompañar a su madre a una atestada sala de enfermos dolientes e
indispuestos, matando los minutos en una tediosa y larga espera. " —Que le vamos a hacer, ya
habrá más días y ocasiones " se dijo para sí misma mientras preparaba la baguette de queso
con tomate y aceite para aquel respetuoso y educado joven de ojos negros y tez morena que
minutos antes le había hecho una tentadora invitación.

La mañana del jueves, como cada día, Helena se levanto temprano, aun amodorrada se
encaminó al cuarto de baño en silencio para no interrumpir el sueño de su madre y tras
cumplir con los requisitos de higiene matutina se dispuso a preparar el desayuno para ambas.
Una tímida luz solar se colaba por las rendijas de las persianas a aquellas tempranas horas
augurando un esplendido día primaveral. El aire era tibio y fragante, mezcla de tierra húmeda
y vegetación reciente y germinante. Apenas pasaban transeúntes por las calles y solo el
esporádico sonido del motor de algún renqueante automóvil acallaba el imperecedero trinar
de los inquietos gorriones en las arboledas del paseo.
Tras dejar la cafetera sobre el fuego decidió despertar a su madre y ayudarla a incorporarse
de la cama para así desayunar juntas como cada mañana. Acto seguido vestiría las ya aireadas
camas y, tras hacer algunas compras por los tenderos de la vecindad, volvería de nuevo a la
cocina para seguir con los preparativos del almuerzo.
Aquella tarde habrían de ir a la consulta concertada por su madre con el doctor en la clínica
para el pertinente y rutinario chequeo desde que padeciera aquella rotura de caderas. Tras
almorzar y dejar la cocina recogida y limpia descansaría una media hora antes de decidirse
arreglarse para la partida hacia el centro hospitalario. En poco más de de una hora se
encaminarían a la parada del autobús y este les dejaría cerca de la estación del tren que les
llevaría al lugar de la cita médica.
En la intimidad de su cuarto y mientras delante del espejo se vestía no pudo dejar de
recordar la propuesta de aquel joven que desde hacía apenas dos semanas solía visitarla con
regularidad a primeras horas de su turno laboral. Pensaba que hubiera sido agradable no tener
que hacer ninguna espera ni en estaciones de buses ni de trenes, hubiera preferido la dulce e
impaciente emoción de que llamaran a su puerta a una hora acordada, presagio de una amena
y entretenida tarde en compañía de un educado joven. Las largas espera en la antesala de la
consulta médica las hubiera cambiado sin ningún atisbo de duda por una placentera charla en
una terraza delante de una burbujeante bebida mientras en el cielo cambia sin prisa pero sin
tregua sus tonos carmesíes el crepúsculo. Tras escoger unos zapatos acordes con su
vestimenta recogió su bolso que descansaba sobre la cama, examinó las revistas apiladas sobre
su cómoda y se decidió por algunas últimas que aún no tenía del todo leídas para así poder
paliar la monotonía en el tren y la sala de espera. Antes de salir de su cuarto no pudo evitar un
último encuentro con su imagen reflejada en el espejo. Se miro de frente, luego, virándose de
un lado y mirando de reojo, volvió a escudriñar su presencia por si hubiera alguna costura que
hiciera algún feo, girándose del otro lado examinó su figura nuevamente de entrecejo . Se
sentía satisfecha con su imagen joven y aseada. Le hubiera gustado que alguien la estuviera
esperando en aquel momento y que a su encuentro viera como sus ojos se agrandaban de
admiración y deseo al ver acercarse su persona.
— ¡Mamá, estoy lista! ¡Cuando quieras nos marchamos!

Al día siguiente, tras despedirse de su madre con un rutinario beso en la mejilla, Helena se
encaminó a cumplir con su horario laboral. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia. Los
transeúntes con los que se cruzaba por la calle marchaban apresurados como si no quisieran
ser sorprendidos si las nubes decidieran librarse de su carga liquida sobre sus cabezas.
Se sentía algo cansada y poco animosa para el trabajo aquella tarde. La noche anterior
apenas pudo conciliar el sueño y se sentó junto a la ventana en silencio mientras la brisa
nocturna entraba por la ventana entreabierta y rozaba su piel con frescas y continuas caricias.
Estuvo recordando algunos hechos de su corta vida, de como en tan pocos años tantas
ilusiones y proyectos que había embargado se habían desvanecidos hasta desaparecer por
completo de su mente. No es que culpara a nadie de ello, las cosas fueron sacudiéndose una
tras otra y no hubo otra alternativa. Tuvo que dejar sus estudios y sus ansias de amores para
tiempos mejores. El cuidado de su madre y la necesidad de trabajar la habían dejado sin
tiempo para aspiraciones propias de su edad. Sin apenas darse cuenta se había ido
acostumbrando a su nueva vida con resignación pero la proposición de aquel joven la otra
tarde le había despertado nuevamente algunos anhelos ya casi olvidados en el fondo de su
corazón. Quizás no se les hubiera acabados del todo las oportunidades y esos tiempos mejores
no estuvieran tan lejanos como ella imaginaba.
— ¡Buenas tardes ! - Dijo con tono anunciador para hacerse notar a Doña Virginia al entrar
en su local.
— ¡Ah! ¡Eres tú Helena! — Exclamó ésta levantando sus ojos del trajín que le ocupaba — No
sabes lo que me alegro que ya estés aquí, que ayer con tanto ajetreo en la calle me quedaron
mil y una cosa por hacer. ¡Que de buena te libraste ayer monada! Anda bonita, cámbiate que
he de irme enseguida a hacer el ingreso del dinero.
Helena se fue al pequeño cuarto donde solía cambiarse de ropas y en pocos minutos volvió a
donde se encontraba su jefa tras la barra.
—Pues menuda fue la que se lió ayer con tanto coche de Policía y tanta sirena en la calle -
siguió relatándole para estupor de Helena que no sabía muy bien aún de que le hablaba - Pues
si hija, con lo tranquilita que andaba yo aquí a esas horas y van y se le ocurren robar en la caja
de ahorros de enfrente. Claro cómo puedes imaginar al rato se llena todo esto de policías en
pocos minutos.
—No me digas. ¿Robaron aquí enfrente?
—Pues si hija, que te libraste de una buena.
— ¿Y cómo fue?
—La verdad es que nadie vio nada, ya sabes, a estas horas suele estar todo muy tranquilo, y
menos mal que no me pilló a mi haciendo mi ingreso de cada día, me hubiera muerto del
susto, que el ladrón parece esperó hasta poco antes del cierre para entrar y cometer sus
fechorías.
— ¿Y se llevó mucho dinero?
—Nadie sabe realmente nada de nada, como ya te digo aquí nadie nos enteramos de lo que
ocurría hasta que llegaron los coches de policías y vimos que algo pasaba. A ver si ahora me
entero de algo cuando hable con los empleados. Lo único que se sabe por lo que se comenta
es que aprovechó que faltaban pocos minutos para el cierre del establecimiento bancario para
entrar y con el pretexto de querer solicitar un préstamo hipotecario o alguna consulta de ese
tipo le hicieron pasar a hablar con el director, y claro como esos temas son engorrosos pues se
demoraron dentro del despacho y cuando llegó la hora de cierre el cajero cerró por dentro
para que no entrara ningún otro cliente y fue entonces cuando aprovechó para mostrar sus
intenciones y amenazó al director con un arma exigiéndole le entrega del dinero.
A Helena aun todo le sonaba como salido de algún film de gánster neoyorquinos. No se hacía
aun a la idea que a pocos metros de donde se encontraba en ese momento hubiera podido
desarrollarse semejante acto delictivo.
—Claro—, prosiguió platicando Doña Virginia— como hubiera imaginado el pobre director
que aquel apuesto joven alto y moreno, vestido como un señor respetable iba a ser un
atracador.
Aquellas palabras dejaron a Helena paralizadas. En pocos segundos todo encajó en su mente
a la perfección. Las visitas al local a la misma hora, las notas en el bloc de piel, el ser un
desconocido en el vecindario sino incluso en toda la ciudad, todo comenzaba a tener sentido
para ella en aquel momento.
—Bueno chica, me voy a ingresar el dinero. Ya te contaré mañana los detalles que me den
los de la caja de ahorros. Me marcho que tengo prisa. ¡Adiós!
Helena reaccionó — ¡Hasta mañana!
En aquel momento miró a su patrona y pensó que había perdido desde ayer un cliente
habitual de su local que nunca llegó a conocer.

METRÓPOLI

Con últimos estertores el vendaval nocturno se alejaba a modo de apestado por las
colinas aun en sombras, como estampa chinesca. Comerciantes somnolientos y legañosos
enfundados en gruesos abrigos oscuros abrían sus tenduchos en extraña e improvisada
sincronía, armando no ruido sino una apertura rocambolesca de instrumentos de
percusión imprecisos y armonía defectuosa. Procedentes de las alcantarillas un penetrante
hedor se mezclaba con el tufo agrio provenientes de los tugurios y garitos donde siluetas
melancólicas y ásperas se aferraban a sus copas junto a botella semivacías de ginebra
barata.
La señorita Lisa Mandeville tenía por costumbre pararse a tomar su buena taza de café y
sus tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesa color burdeos en la cantina que
quedaba justo frente de su puerta cuando la mañana estaba bien entrada. El encargado le
guardaba cada día el diario y era ella la primera que abría sus páginas, si alguien se lo
pedía contestaba que el repartidor se había retrasado y aun no le había entregado aquel
compendio de codiciadas noticias.
Tenía la señorita Lisa Mandeville ciertas extravagancias y manías que difícilmente
dejaba de lado. Por costumbre iba vestida totalmente conjuntada, mas sin ninguna duda el
cinturón que ceñía su cintura, sus zapatos de medio tacón y su sombrero tenían colores
parejos, normalmente colores discretos nunca llamativos, con mucho atrevimiento algún
tono verde turquesa , azul cobalto o rojo cereza. Más eran los ocres y grises los que más
acostumbraba a elegir en su vestimenta intercalada con los tonos pasteles que dejaba para
los días soleados de primavera y verano.
— ¡Buenos días! ¿Qué tal la mañana?
— ¡Buenos días señorita! Espléndida promete ser, gracias. ¿Tomará lo de siempre?
— Si. Por favor. ¿Trajeron ya la prensa?
— Justo acaba de marcharse el repartidor. Enseguida se la traigo—. Mintió el encargado
Henry Koestler una vez más aquella mañana acribillado por siniestras miradas de un
cliente de sombrero negro que debiera ser alguna talla más grande de lo adecuado y le caía
encasquetado casi hasta las cejas acrecentando su aspecto infausto y poco amigable.
Lisa Mandeville debía rondar la cuarentena, trabajaba en las oficinas del telégrafo donde
comenzó muy joven como operadora y con los años había conseguido un puesto con mesa
propia y máquina de escribir, trabajo este que le permitía vivir holgadamente en un
diminuto apartamento que heredara a la muerte de su octogenaria madre. Nunca se le
había conocido relación ninguna con varón aunque se dice que en alguna tarde se le vio
regresar de las oficinas donde bregaba con largos listados y correspondencia acompañada
de un hombre alto, de aspecto pulcro y sin ninguna duda bastantes años mayor que ella.
Pero aquella compañía masculina solo pudo vérsele en muy escasas ocasiones y un día
dejaron de ocurrir y aquel apuesto caballero nunca más se le volvió a ver por aquellas
calles de humo y hollín junto a la estación del ferrocarril que todos utilizaban para sus
trayectos diarios.
La suerte de Henry Koestler tenía otros tintes, de padres judíos de origen germano tenía
que madrugar cuando la noche aun se batía entre pesadas brumas y desoladas esquinas.
Abría el local apenas despuntaba la mañana fría y húmeda. El si había tenido esposa
durante una larga época, años que fueron una bendición en su azarosa vida repleta de
sacrificios y carencias. Una larga enfermedad le arrebató una tarde en una inhóspita
habitación la que había sido su ángel durante tantos años, por la que abandonó padres,
hermanos, amigos y lejanas tierras.
—Espero que hoy el diario traiga buenas noticias, señorita.
—Esperemos que así sea que ya cansa leer tanta desgracia y crónicas de guerras.
—Este mundo anda patas arribas y no tiene solución.
—La culpa la tienen esos políticos ambiciosos que no ven más allá de sus confortables
despachos sentados en su mullido sillón.
—A trabajar en las minas los mandaría yo a todos.
—Ni media jornada aguantarían.
—Por cierto, ¿irá usted a las fiestas anunciadas para el próximo fin de semana?
— ¿Qué fiestas? No estoy enterada que las hubiera.
—Las que organiza el candidato a alcalde en su campaña.
—Parece honrado y promete… No creo que asista, no me gusta meterme en tumultos yo
sola.
—Sería un honor si me acompañara, yo justo acabo mi turno poco antes que comiencen.
—No es que no me apetezca, pero… no se… no creo que vaya, lo dudo.
— ¡Anímese señorita! Le vendrá bien salir un poco y rodearse de gente.-
—Sin duda, pero…-
—No se hable más, si no quiere ni le apetece…
—No es eso, es que no tengo costumbre.
—Tampoco yo la tengo pero no todo es el trabajo y quedar en casa encerrados, digo yo.
—Si razón tiene, mas…
— ¿Le parece bien que la venga a buscar? Sin compromiso señorita.
—Mejor yo le espero en mi puerta cuando usted cierre.
—Me parece bien señorita…
—Mandeville… Lisa Mandeville es mi nombre.
—Lindo nombre para heroína de Poe.
— ¿Lee a Poe? Me quedo sorprendida.
—A Poe y muchos otros pero mejor dejar esos temas de conversaciones para el fin de
semana. Le traigo su desayuno que debe usted tener prisa señorita Mandeville.
—Como quiera señor…
—Henry, llámeme Henry por favor.
—Bien,… Henry...es usted muy afable, me place su invitación, creo que definitivamente
acepto agradecida.-
— No sabe cuánto me alegro.
Tímidos rayos de sol se adentran por las persianas abatidas. El tráfico rodante suena
lejano pero con ritmo creciente. Las noticias en los diarios relatan sucesos de muerte.
Muchachos imberbes pegan carteles con prisa. Oscuro, pesado tren sacia su cuerpo vacío
con desconocidas almas. Tras las colinas no hay señales de la ventisca que azotaba en la
noche. Un nuevo día se avecina.

Mis labios no quedaron resecos ni agrietados, era mi lengua ignorada hasta entonces la
que buscaba incesante el paladar incierto hasta saber de tu figura. Las calles aunque
conocidas se bañaban con tesón en osadía inminente. Caudal de épocas quedan
desparramadas en dientes de máquina del tiempo odiada. Grises palomas suplicantes
acompañaban el acento de mi desesperanza. La luz guiñaba sin mucha convicción.
— ¡Es usted muy puntual!, ¿Le hice esperar?

Blanca, resplandeciente puede ser la mañana. Quedo ciego y sin palabras ensayadas.

—En absoluto. Llegaba reciente a su puerta.-

La mentira es oscura. Una sonrisa puede ser un Universo.


—Apenas le reconozco. Confieso que quedo sorprendida.
Tres escalones dista el cielo de los planos de mi mundo delimitado.
—Agradezco su confianza. Permítame que le ayude.
Encajes impolutos trazan nubes perezosas bajo el firmamento celeste. Un ave sin
nombre dibuja línea invisible para los mortales. Queda congelado el tiempo de manera
inexplicable.
—Está usted radiante señorita. Hasta el sol brilla con más fuerza cuando apareció usted
por su puerta.
—Que hermoso cumplido. No le pensaba yo tan galante.
Con pasos parsimoniosos dejaron atrás la puerta del encuentro como hacen los fieles al
retornar del altar donde fueron limpiadas sus culpas punzantes, reconocidas con ojos
entornados y dedos recogidos en puño significativo de lucha sin sangre.
La tarde se deslizaba sin prisa aquel sábado de primavera por las calles y avenidas de la
gran metrópoli. A la sombra de indulgentes arboles en el parque un bullicio multicolor y
heterogéneo escuchaba las palabras diseñadas para tal ocasión por el candidato a alcalde.
Tras una última promesa escueta pero de letal efecto en las conciencias sucedió el
dispersar de tantas almas convencidas. La luz se tintaba de reflejos bermellones. Cristales
antes protectores dejaban a la vista de los viandantes sus secretos e intimidades que
celosos habían guardado con reflejos hasta esa hora cuando lámparas y reflectores
acribillaban en el ocaso con haces de luces artificiales.
—Comienza a notarse ya el calor. ¿Le apetece un helado?

—Sí, es una buena idea y así nos sentamos que comienzo a sentirme algo cansada de tan
larga charla de pié en el parque.
—Conozco un lugar no muy lejos donde hacen unos exquisitos, artesanos, autentico
helado italiano. No tardaremos mucho en llegar, son solo dos calles más y probará usted el
mejor helado de la ciudad.
—Tentadora propuesta. Creo que me dejaré llevar.
Simiente de largos gemidos zarandean voluntades quebradizas. La noche abraza, atrapa,
lastima los corazones y deja marcada la piel con racimos de esperanzas y lascivia.

Se sucedieron los encuentros a la par que el día se iba alargando. Cómplices de


resplandores y destellos que no eran caprichos del rey de astros sin querer, o no tanto,
fueron dejando las esquinas soleadas para buscar sombras más protectoras donde sus
miradas se confundieran en lazos no de serpentinas de frágil papel coloreado. Quedaron
atrás terrazas y parques, museos y restaurantes. El verano se acercaba con templanza y
reserva. Las aristas en penumbras comenzaban a escasear antes de la despedida alargada
y temida. No bastaba el cálido halito del aire que expiaba amores conocidos de antaño.

—Gracias de nuevo por tu compañía que tanto me place, Henry, un día inolvidable.
—Fue lindo porque estabas, ya sabes, mas… inolvidable, tus ojos que miran y exprimen mi
sangre espesa si no estoy a tu lado…
—Lo estoy, ¿no me ves?
—Verte no me basta. No son mis cinco sentidos tan solo los que te esperan.
— ¿Cuál más me tiene en hambre o sed y aguarda?-
—Son tantos, no cinco, que si tuviera que enumerar quedaría perdido. Son mis brazos y
dedos los más rápidos. Mis labios los resentidos, mis...
—Entonces deja mi cintura abatida entre tus manos entrelazadas con fuerza y acerca tus
palabras a mi cuello. ¿A qué esperas?

La noche se debatía entre el sueño y la algarabía de sábanas caídas al suelo. Fue un instante
tan solo. Rodeas el talle tanto tiempo deseado que los besos y abrazos se multiplican en las
esquinas. Amor tiene nombre corto, pasión se multiplica hasta fundir miembros, suspiros y
gemidos, lenguas con susurros, miradas y mordiscos. Amor son cuatro letras. Pasión es pozo
sin fondo donde te dejas caer tan solo. Metrópoli queda centrada en un punto justo de tu
cama.

Marzo 2009

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