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Presentación

Autores y editores nos sentimos siempre tentados, cuando tenemos delante un libro de
carácter general, de señalar al lector su relación con los problemas inmediatos y prácticos. Esta
es a veces tarea fácil, pero otras exige verdaderas filigranas. El libro que el lector tiene ahora en
sus manos se sitúa en el primer caso, tanto por su contenido como por su génesis.
Su gestación fue el producto de una coincidencia no casual. Cuando el actual equipo del
Ministerio de Educación llevaba poco tiempo ocupando sus asientos, sintió la necesidad de
recabar informes sobre diversos temas educativos y se dirigió para ello a distintos expertos con
una panoplia de propuestas: una de ellas se refería a la enseñanza secundaria en los países
industrializados, sin duda por las necesidades de información y opiniones planteada por la
entonces reciente puesta en marcha de la experimentación de la reforma de las enseñanzas
medias. Por otra parte, yo dirigía ya por aquellas fechas una investigación independiente sobre
ese mismo proceso de experimentación, por el cual había llegado a interesarme a partir de
algunos debates orales y escritos en torno al proyecto inicial del anterior gobierno ucedista, y
sentía también la necesidad de conocer en detalle los procesos de reforma de otros países con
sistemas sociales comparables al nuestro. El C.I.D.E., que era el organismo encargado de
canalizar las propuestas, no puso otras condiciones que las de un proyecto inicial viable y
suficiente y un plazo prudente para realizarlo; por mi parte, además de la consabida condición de
independencia no puse más que la de poder disponer libremente de los resultados. Si señalo esto
es, aparte de por agradecer a este organismo los medios que puso a mi disposición, para subrayar
que, tanto como por lo que afecta al autor como en lo que concierne al patrocinador, este trabajo
fue proyectado y realizado pensando en la reforma de la enseñanza secundaria española, por más
que a ésta no se le dedique una línea en él (entre otras cosas porque ya lo hemos hecho en
numerosos artículos y lo haremos en el informe final de otra investigación a que se ha aludido, y
no es cosa de repetirse).
En cuanto a su contenido, los capítulos I, II, III y V tratan de sistemas escolares que
representan, por así decirlo, el futuro, unos, y el pasado, otros, del nuestro. En líneas generales,
la reforma que ahora se aborda aquí ya ha sido realizada en algunos de ellos, si bien otros
marchan a la zaga. Todo esto nos ofrece una doble fuente, casi inagotable, de ideas y
experiencias: por un lado, la comparación de sistemas escolares abre nuestros ojos, mostrando
cómo cosas que aquí consideramos eternas o inviables son en otros países recuerdos del pasado
o lugares comunes, respectivamente; por otro, debería permitirnos no caer en errores cuyas
consecuencias ha costado a otros mucho tiempo superar. Se trata, por así decirlo, de un viaje por
el tiempo y el espacio, aunque el medio de locomoción sea la letra impresa, que debe servir para
ponernos en mejores condiciones de interpretar y transformar lo que tenemos delante aquí y
ahora. El primer capítulo describe algunas de las reformas más importantes; el segundo aborda el
papel antiigualitario de los sistemas escolares segregados y otros motivos de su rechazo; el
tercero critica las insuficiencias en materia de igualdad de los sistemas integrados y discute sus
efectos sobre la organización de la enseñanza y su calidad; el quinto, en fin, está dedicado al
contenido y la forma del aprendizaje en el ciclo secundario.
Los capítulos VI y VII versan sobre la conexión o desconexión de la escuela con el
mundo del trabajo y su lugar en -y efecto sobre- la vida de los jóvenes. Se trata de realidades
vivas, pero también de temas casi vírgenes en este país, de manera que sería en todo caso
obligado apoyarse en datos y análisis de más allá de nuestras fronteras.
El capítulo IV, que presentamos el último a propósito, es el ejemplo perfecto de la
relevancia para nosotros de temas aparentemente ajenos. En él se discuten tres formas de
división dentro de una escuela y un ciclo aparentemente únicos: programas de distinta
orientación, sistemas de opciones y agrupamiento de los alumnos por capacidades. Como es
sabido, ninguna de estas tres cosas forma parte del proyecto del actual Ministerio de Educación
y Ciencia. Sin embargo, quienes hayan leído el libro verde del anterior ministerio ucedista,
recordarán que su proyecto, afortunadamente modificado por los socialistas en este aspecto,
comprendía la oferta de "cuadros de enseñanza variado", o sea programas distintos; los lectores
catalanes, por su parte, saben que su comunidad autónoma propicia un proyecto distinto basado
en un sistema de opciones; y los lectores vascos, por último, saben también que, en la suya, una
buena parte al menos de los centros experimentales separa a los alumnos en distintos grupos
según su capacidad.
Finalmente, el capítulo VIII, que ha sido añadido para la publicación de este trabajo
como libro, presenta, a partir de la experiencia de otros sistemas escolares, una serie de
propuestas que considero enteramente pertinentes para la reforma actualmente en curso en
nuestro país.
Introducción

Un trabajo sobre la enseñanza secundaria en los países industrializados debe empezar


necesariamente por definir su objeto. Lejos de existir una terminología común, el término
"secundaria" -que, además, es intercambiable con el de "media"- designa ciclos escolares muy
distintos en los diferentes países. Así, mientras en la U.R.S.S. la "secundaria incompleta" - el primer
ciclo- da comienzo con el cuarto año de escolaridad obligatoria, y en la República Federal Alemana
con el quinto, en Hungría o en España no se habla de "secundaria" hasta llegar al noveno. Sin
embargo, los sistemas educativos se parecen entre sí mucho más que las terminologías nacionales
que se les aplican, al menos en este punto. Por consiguiente, debemos dejar de lado la terminología
oficial y establecer criterios estructurales que nos permitan definir con claridad el tramo de la
escolaridad que vamos a estudiar.
Igual que los economistas evitan discusiones engorrosas sobre qué es la economía diciendo
que consiste, precisamente, en lo que ellos hacen, aquí podríamos definir la secundaria como la que
se encuentra entre la primaria y la superior, pero entonces nos encontraríamos con dos nuevos
problemas. El primero, que la misma confusión existe en torno a qué sea la enseñanza primaria; el
segundo, que, tal como se refleja en la ya bien conocida expresión: "estudios postsecundarios",
existen estudios posteriores a las enseñanzas medias a los que no siempre se reconoce el estatuto de
superiores. Por fortuna, la cosa no es tan grave y podemos especificar criterios nominalistas para
delimitar el campo de la enseñanza secundaria.
Aunque las edades reales y escolares varían de un país a otro, hacia el quinto año de
escolaridad, como término medio o, al menos, modal, se produce una serie de cambios en la
organización de la enseñanza que reciben los alumnos. De tener un solo enseñante a cargo de cada
grupo, pasan a tener diferentes enseñantes para las distintas materias. No se trata simplemente de una
diferente distribución de las tareas entre el mismo profesorado, sino de un tipo de enseñantes
distintos. Los de la escuela primaria reciben una formación más corta, especializada en pedagogía
pero no en materias concretas del currículo, mientras que los de la enseñanza secundaria reciben una
formación especializada en materias a las que se añade poca o ninguna formación pedagógica. Los
primeros cursan estudios raramente superiores a los tres años, a los que con frecuencia no se
reconoce rango universitario y a los que en algunos países se puede acceder con un nivel de
educación formal inferior al requerido para el ingreso en la Universidad, mientras que los segundos
cursan todos ellos estudios universitarios, generalmente de una duración de cinco años. No obstante,
esto sólo es cierto en general y de momento, pues, por una parte, la extensión de la obligatoriedad
más allá de la escuela primaria, hasta incluir el primer ciclo de la secundaria, ha creado situaciones
diversas en las que o bien uno y otro tipo de profesorado imparte indistintamente este primer ciclo, o
bien imparten ramas dentro del mismo; por otra parte, los mismos enseñantes de nivel primario
presionan invariablemente en favor de la consideración y/o la conversión en estudios de nivel
universitario, como una forma de reforzar su estatus y su capacidad reivindicativa y negociadora,
aunque este movimiento igualador se ve relativamente contrarrestado en ocasiones por la
ampliación, en algunos países, de los años de estudio de los enseñantes de secundaria en la forma de
cursos de formación docente ulteriores a la obtención del título universitario. En muchos países
existe una terminología dual para distinguir a los enseñantes de ambos niveles: maestros y
profesores, teachers y professors, instituteurs y professeurs, etc., e incluso llegan a distinguirse
tantos tipos de profesores como tipos de escuela: Lehrer für Grund -und Hauptshulen,
Realschullehrer, Lehrer an Gymnasien, etc., denominaciones alemanas que se refieren a los
profesores mismos, no a una ubicación laboral ocasional, y que tienen detrás procesos de formación
y títulos diferentes. Asimismo, unos y otros profesores suelen formar parte de organizaciones y
protagonizar prácticas sindicales y profesionales distintas.
Obviamente, la existencia de profesores especializados para las diferentes materias se debe,
generalmente, a la organización del currículo por asignaturas. Si bien la enseñanza primaria está
organizada de manera tal que los profesores disponen de una amplia discrecionalidad en cuanto a la
utilización de las horas disponibles, en la secundaria existe un horario regulado con un tiempo
especificado para cada asignatura. En la primaria, al menos en la medida en que las pedagogías
"centradas en el niño" han desplazado a las más tradicionales basadas en la vara, el enfoque suele ser
relativamente interdisciplinar, salvo en lo que se refiere a las enseñanzas puramente instrumentales;
en la secundaria, por el contrario, se atiende a las presuntas estructura propia y lógica interna de las
diversas disciplinas. En la primaria, la evaluación es con frecuencia global, de manera que no es
requisito obtener determinado nivel de rendimiento en todas y cada una de las materias enseñadas;
en la secundaria, empero, la evaluación es específica por materias o, al menos, por áreas -es decir,
por grupos de materias-. También en esto hay excepciones.
Pero hay una diferencia todavía más importante. Por regla general, la escuela primaria no
contiene ningún mecanismo formal de selectividad, salvo la asignación, a su término, y en su caso,
de los alumnos a diferentes tipos de escuelas secundarias, que pertenece en principio al tránsito
mismo entre los dos niveles, pero no al primero de ellos -aunque ahí se prepare de hecho la
selección-. En todo caso, el currículo es siempre único para todos los alumnos. En la secundaria, por
contra, las cosas son muy distintas. En los sistemas segregados (como el de la República Federal
Alemana, el de Gran Bretaña antes de la introducción de las comprehensive schools y aún después,
el francés antes de la reforma de 1963, el holandés, etc.), los alumnos siguen desde el curso
inmediatamente posterior a la enseñanza primaria currículos diferentes con salidas desiguales y en
centros distintos. Entre lo que comúnmente se llama sistemas integrados, hay diversas variantes. Se
pueden seguir currículos distintos pero en los mismos centros, a los que cuadra mejor, entonces, el
título de multilaterales: es el caso de Francia entre 1963 y la reforma Haby de 1975, el de los centro
belgas tras 1948 -y todavía, muchos, después de la reforma de 1069-, el de la additive o kooperative
Gesamtschule germano-occidental o el de las antiguas multilateral schools británicas. La siguiente
variante, en orden de mayor a menor apariencia de segregación, consiste en la existencia de materias
opcionales. Si bien éstas suelen presentarse como una gama de posibilidades cuya elección por los
alumnos conduciría en conjunto a un resultado global de suma cero, el hecho es que entorno a estas
opciones, que el propio profesorado contribuye a componer de una manera coherente, vienen a
constituirse de hecho canales diferenciados. Las variantes menos aparentes, en fin, son la agrupación
de los alumnos por niveles o velocidades de aprendizaje -el tracking norteamericano o australiano, el
streaming británico- bajo la cual los alumnos dan en la práctica programas distintos bajo epígrafes
únicos, y las clases de profundización para los "más dotados" (los "círculos escolares" en la Unión
Soviética o las activités d'approfondisement francesas). Ninguna de estas variantes excluye a las
otras, de manera que pueden darse combinadas: en los restos del sistema tripartito británico, por
ejemplo, desde el primer ciclo de la secundaria es frecuente encontrar tanto la existencia de una gran
proporción de asignaturas optativas como diversas formas de agrupación de capacidades (streaming,
setting, banding). Incluso cuando el programa es forzosamente único, no hay optativas y no se
práctica ninguna forma de organización de alumnos, siempre hay alguna forma de selección: así, por
ejemplo, en la hoy segunda etapa de la Educación General Básica española, con la posibilidad de
repetir y/o de obtener al final un título o un simple certificado.
A todo esto hay que añadir que el paso de la enseñanza primaria a la secundaria conlleva para
los alumnos, por lo común, un cambio de centro, si bien esto es más cierto si nos atenemos a los
criterios oficiales de definición de una y otra que si nos fijamos en los aquí propuestos. Sea como
sea, los criterios anteriores, referidos todos a la organización interna del sistema escolar y a las
enseñanzas en él impartidas, nos llevan directamente a un criterio general de orden distinto, referido
a sus funciones. En general, la enseñanza secundaria suele organizarse en dos ciclos (básica y
superior, incompleta y completa, primero y segundo ciclos, etc.) que, en la mayoría de los casos,
tienen o han tenido hasta no hace mucho su frontera intermedia en el final de la escolaridad
obligatoria. El segundo ciclo, sea en centro distintos pertenecientes a distintas ramas del sistema
escolar -como bachillerato y la formación profesional en Francia y España-, en canales en principio
cerrados dentro de los mismos centros -como las "líneas" de la secundaria superior sueca- o en
canales en principio abiertos -como los curriculum tracks norteamericanos-, conduce diferenciada y
explícitamente a los estudiantes hacia los estudios superiores, el mercado de trabajo o, en su caso,
opciones intermedias, para lo cual les otorgan títulos distintos. En el primer ciclo, y bajo diversas
formas -segregación institucional en centros separados o comunes, materias optativas, agrupación de
capacidades, profundización selectiva, repetición, etc.-, sienta las bases para la diferenciación del
colectivo de alumnos de cara a sus distribución ulterior. (Todos estos mecanismos constituyen, en
buena parte el objeto de este trabajo.)
Los tramos de escolaridad en los distintos países que agruparemos aquí bajo el nombre de
enseñanza secundaria cumplen varios de los criterios apuntados, normalmente la mayor parte de
ellos, raramente todos y jamás ninguno. Esto quiere decir que no consideraremos objeto de estudio
solamente lo que las autoridades de los distintos países han bautizado como la escuela secundaria,
sino también, por ejemplo -no vamos a hacer aquí una enumeración exhaustiva-, los cinco últimos
años de la escuela común soviética -de 4.º a 8.º, lo que ellos mismos denominan también "secundaria
incompleta"-, la scuola media italiana -11 a 14 años-, el tercer nivel de la grundskola sueca -de 7.º a
9.º-, etc. Si hubiéramos de analizar el sistema educativo español -lo que no es el caso-, incluiríamos,
de acuerdo con estos criterios, y aún con todas las matizaciones necesarias, la actual segunda etapa
de la E.G.B..
El que pueda hacerse esto no es debido a una simple coincidencia ni a una curiosa
unanimidad en los criterios organizadores de distintos ministerios de la educación. Los sistemas
escolares piramidales -en los que todo el mundo entra por una base común y se va descolgando
progresivamente a lo largo de los años- son un producto relativamente reciente en la historia de los
países occidentales. No hay una escuela con una historia única, cuyo ámbito se haya ido
extendiendo, a lo largo de generaciones, en el tiempo- mediante la ampliación de los períodos de
escolarización de la mayoría y la minoría- y en el espacio -hasta la escolarización universal en la
base-. La escuela actual no tiene una docena de pasados, como la madre de Lady Windermere, pero
sí al menos dos. Antes del surgimiento de la llamada escuela de masas coexistieron durante decenios
y siglos una escuela elitista y minoritaria y otra popular -lo que no quiere decir universal-. La
primera estaba constituida por los Gymnasien, los lycees, las public school, los licei, las primeras
high schools y los primeros institutos, y, lejos de reclutar su público en las escuelas primarias
populares, lo atendía por sí misma, ampliando cursos hacia abajo y evitándoles así la promiscuidad
social -por eso los franceses, tan apegados a las tradiciones, siguen contando los cursos hacía atrás,
desde el liceo hasta la escuela primaria, y no tienen rubor en decir que se encuentran en sexto a
alumnos que nunca llegarán a tercero-. La segunda estaba formada por las escuelas primarias, las
petites écoles, las Volkschulen, las parochial o common schools, etc., y se agotaban en sí mismas, sin
ofrecer el acceso a los grados superiores. En general, puede decirse que el segundo ciclo secundario
de hoy, en su rama literia o académica -las otras son novedades históricas con otras raíces- es el
heredero de las antiguas escuelas elitistas; la enseñanza primaria es la legataria de las antiguas
escuelas populares; y el primer ciclo de la secundaria es, a la vez, el resultado ya universal de la
reivindicación popular de extender la enseñanza para todos y el mecanismo institucional donde se
produce el filtro hacia los estudios preparatorios para la Universidad, es decir, el producto necesario
de la fusión de las dos escuelas antes separadas.
Capítulo 1

La tendencia
hacia la integración
de la enseñanza secundaria
Si tuviéramos que elaborar una tipología de los sistemas escolares, el primer criterio en orden
de importancia y el más obvio sería el grado de integración o segregación de la enseñanza
secundaria. Todos los sistemas educativos ofrecen una enseñanza primaria común para todos los
alumnos y una enseñanza superior y post-secundaria diferenciada, pero sus ofertas de enseñanza
secundaria son muy distintas. En un primer intento, se podrían dividir en dos grandes grupos: de un
lado, los sistemas integrados, que ofrecen una enseñanza secundaria en principio común bajo
distintos nombres -"politécnica", "polivalente", "comprehensiva", "única", etc.-; de otro, los sistemas
segregados, que a la salida de la enseñanza primaria ofrecen distintas versiones de la secundaria -
normalmente una que prepara para la universidad, otra que conduce a la incorporación temprana al
trabajo y una tercera de tipo general o intermedio-. A continuación, se podría proceder a hacer dis-
tinciones dentro del grupo de los sistemas integrados según su grado de integración, es decir, según
se ofrezcan simplemente enseñanzas enteramente diversas bajo un mismo techo o se ofrezca una
enseñanza única, con todos los posibles grados intermedios, y, dentro de los sistemas segregados,
según la distancia que separa los contenidos de las distintas ramas y el grado de movilidad entre
ellas. Además, sería importante tener en cuenta si la selección es más o menos temprana, si tiene
lugar en un solo momento o gradualmente, etc., en el caso de los sistemas segregados, y hasta dónde
llega el tronco común -si incluye o no la secundaria superior-, si da acceso a un título único o a
títulos diversificados, si abre para todos todas las vías, etc., en el caso de los integrados. En cualquier
momento en que se produzca una selección, habríamos de ver también a qué mecanismos
institucionales corresponde -decisión de los enseñantes, opción de los padres, calificaciones
escolares, pruebas normalizadas, cuotas para distintos grupos sociales o diversas combinaciones
posibles-. Y, en fin, deberíamos tratar de analizar qué factores reales -origen social, expectativas
escolares, motivaciones, capacidad intelectual, etc.- subyacen a esos mecanismos formales.
El resultado, no obstante, sería una casuística en vez de una clasificación o tipología, pues,
entrando en ese género de detalles, a cada sistema nacional -e incluso regional o local, en muchos
casos- correspondería un lugar específico y distinto de los otros. En un trabajo que tiene como objeto
los problemas generales de la enseñanza secundaria en los países industrializados, ésta sería una
forma de que los árboles no nos dejaran ver el bosque. Por consiguiente, y aunque en su momento
entraremos en detalles tantas veces como sea necesario, nos resultará más útil atenernos de momento
a los dos grandes grupos al principio señalados. También dejaremos para otro momento otros
criterios clasificatorios distintos del grado de integración o segregación.
Por otra parte, una tipología sincrónica de los sistemas escolares de acuerdo al criterio citado
-y, probablamente, de acuerdo a cualquier otro- resultaría notablemente engañosa. Ofrecería una
imagen estática de los sistemas que no se corresponde con la realidad. Si hubiéramos hecho esa
tipología hace diez años, sistemas escolares que hoy caen en el grupo de los integrados, como el
francés o el belga, tendrían que haber sido clasificados como segregados. Y, si la hiciéramos dentro
de un decenio, es probable que sistemas hoy segregados, como el austriaco o el holandés, debieran
ya ser clasificados como integrados. En una clasificación fechada hoy habría que explicar las
pervivencias del antiguo sistema tripartito en un sistema altamente integrado como el de Inglaterra y
Gales o la ya notable presencia de escuelas integradas en un sistema altamente segregado como el de
la República Federal Alemana.
En realidad, estaremos más cerca de comprender las diferencias actuales si partimos de la
constatación de que existe una tendencia generalizada, en todos los sistemas nacionales, hacia la
integración de la oferta de enseñanza secundaria. Ello no significa que no existan también
contratendencias conducentes hacia la diferenciación, pero una y otra se desenvuelven por líneas
diferentes. La tendencia a la integración se manifiesta en la unificación formal de ramas de la
enseñanza anteriormente separadas, la atención a todos los alumnos en centros similares y la
unificación general de los títulos. Las contratendencias diferenciadoras se manifiestan dentro de las
nuevas ramas únicas -por mecanismos que posteriormente analizaremos-, en el nuevo impulso hacia
la privatización de la enseñanza y en los niveles de enseñanza que siguen al tronco común.
Desde este punto de vista, son muy pocos los sistemas que se distinguen por su carácter
integrado desde antiguo, y, de entre ellos, nos detendremos en los de los Estados Unidos y la Unión
Soviética. Entre los sometidos al proceso de reforma desde la segregación a la integración, podemos
distinguir tres grupos: en el primero incluiremos aquellos que han ido más lejos en tal proceso,
llegando al establecimiento de una escuela integrada tanto en el primero como en el segundo ciclo de
la secundaria; en el segundo, los que han establecido una enseñanza integrada en el primer ciclo pero
no han hecho ni intentan hacerlo en el segundo; en el tercero, los que se muestran particularmente
resistentes a cualquier intento de integración. Una vez más, hay que decir que las fronteras que
acabamos de establecer distan mucho de estar claramente definidas, pero estamos seguros de que
esta tipología ayudará a comprender las distintas problemáticas que hoy presentan los sistemas
escolares. Como ejemplo de sistemas casi enteramente integrados tomaremos los de Suecia e
Ingleterra y Gales; como ejemplo de resistencia a la integración, el de la República Federal de
Alemania. Estos son además los sistemas más estudiados y mejor conocidos, de manera que resulta
necesario un cierto conocimiento de los mismos para poder ubicar correctamente toda la información
sociológica a la que posteriormente acudiremos para desbrozar los problemas de la enseñanza secun-
daria en general.

Los Estados Unidos

Si bien la enseñanza secundaria estadounidense se identifica normalmente con el término


High School, el hecho es que, a falta de una regularización federal con carácter general, existen
fórmulas bastante diversas. El sistema más antiguo, todavía vigente en parte, suponía ocho cursos de
enseñanza primaria (elementary) a los que seguían otros cuatro de secundaria (la High School en
sentido estricto). Dentro de ese mismo sistema, se distingue a veces la segunda mitad de la
enseñanza primaria como escuela media (middle school). Sin embargo, la fórmula de 8-4 años va
dejando paso a la de 6-6 ó 3-3, es decir, seis años de enseñanza primaria y seis de secundaria,
divididos estos últimos por lo general en dos ciclos (junior y senior High School). Ambos ciclos
pueden coincidir o no en un mismo centro, al igual que ocurre con la escuela media y los cuatro
primeros años de elemental cuando existe aquélla, pero nada de esto afecta a lo esencial.(Véase
Figura 1.)
FIGURA 1
La enseñanza secundaria en los Estados Unidos

17 Senior Junior
16 High high and
15 school school senior
14 Junior high
13 high school
12 Middle
Middle school
11 school
school (8-4) (6-3-3) (6-6)
10
9
8
7 Elementary school
6
5
4 Kindergarten
(Tomado de Cobo, 1979)

Según un reciente informe de la Fundación Carnegie, algo más de la mitad -números de


centros, no de alumnos- de las escuelas secundarias norteamericanas son instituciones de cuatro años
que cubren del noveno al doceavo cursos (en total, casi 8.200 centros); más de una cuarta parte (unas
4.400) son de tres años, del décimo al doceavo cursos; cerca de otra cuarta parte (unas 3.200) cubren
seis años, del séptimo al doceavo cursos; una pequeña minoría (unas 200), finalmente, ofrecen otras
combinaciones. En cualquier caso, todas ellas son escuelas integradas salvo un ínfimo cuatro por
ciento de escuelas secundarias especializadas (Boyer, 1983:20).
En la junior High School, o en los cursos equivalentes de otras variantes, suele practicarse la
agrupación de los alumnos por capacidades (tracking) en todas o, lo que es más común, en algunas
de las asignaturas (las más frecuentes son matemáticas y lengua inglesa). En el segundo ciclo
(senior), con la excepción normalmente del primer año (sophomore year) se ofrecen tres programas
distintos (curricula o curriculum placements): uno que prepara para los estudios superiores (college
preparatory), otro que prepara para la incorporación temprana al trabajo o para estudios
profesionales cortos (vocational) y un tercero que no es ni carne ni pescado (general), si bien es con
frecuencia el más numeroso.
En este sistema integrado coexisten la formación académica y la profesional, pero sin una
delimitación formal entre ambas. El estudiante norteamericano de secundaria puede elegir entre una
amplia gama de asignaturas optativas, con sólo pequeñas restricciones formales, de manera que no
existen dos programas de estudios alternativos sino una amplísima gama de posibilidades. No
obstante, los cursos (materias) de formación profesional propiamente dicha, a pesar de algunas leyes
federales que les han acordado fondos para estimular su desarrollo, tienen poco lugar en las escuelas
secundarias y, en todo caso, son mucho menos atendidos por estudiantes y profesores que por los
académicos. La formación profesional en sentido estricto tiende a concentrarse más bien en
instituciones post-secundarias como los junior o community colleges, de dos años, que cada vez
tienden más a constituir una red separada de la de los colleges universitarios (Hurn, 1983; Karabel,
1972).
El título otorgado por la High School es único, y teóricamente da acceso a cualquier tipo de
estudios post-secundarios, pero, precisamente porque detrás de este título único coexisten una
enorme diversidad de currículos reales -debido al enorme peso de las optativas-, las universidades,
los colleges de artes liberales y los institutos técnicos imponen cada uno una serie de requisitos sobre
el contenido mínimo de los estudios secundarios en ciertas materias, para poder acceder a ellos.
Estos requisitos no solamente no son comunes para todos los centros, sino ni siquiera para cada
especialidad, dependiendo de cada centro en particular, decreciendo por lo general de las profesiones
y los centros de mayor prestigio a los de menos. Normalmente, a los candidatos que no poseen las
certificaciones formales requeridas se les ofrece la opción alternativa de someterse a pruebas
objetivas.

La Unión Soviética

En la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la obligatoriedad escolar abarca diez años,


de los que los ocho primeros constituyen la escuela general o tronco común. Hasta 1970 los siete
primeros se consideraban enseñanza primaria y el resto secundaria, pero en este año la enseñanza
primaria fue reducida a los tres primeros cursos (nadial naya shkola). Los cinco siguientes, de 4.º a
8.º, constituyen lo que se denomina "secundaria incompleta" (nopolnaya srednyaya shkola), que con
dos años más 9º y 10º, se convierte en "completa" (polnaya srednyaya shkola) y suma lo que en
general se llama la "escuela de diez años" (desyatiletnyaya shkola). Aunque existen todavía escuelas
rurales elementales que cubren los tres -o a veces los cuatro- primeros años de la escolaridad
obligatoria, lo común es que todas las escuelas cubran ocho o diez. Hasta el octavo curso incluido, la
enseñanza es común para todos, pero después los alumnos pueden seguir la enseñanza académica de
tipo general (la "secundaria completa") u otras variantes. Los dos grandes tipos de estas otras varian-
tes son las escuelas secundarias especializadas (srednie spetsial'nye uchebnye zavedeniya) y las
escuelas profesionales técnicas (professional'no-tekhnicheskie uchilischa). En las primeras se
forman trabajadores industriales o administrativos altamente cualificados, una especie de "peritos" -
en los tekhnikumie- y miembros de las semiprofesiones- en las uchilischa-. Las segundas son mucho
más especializadas, aprendiéndose en ellas oficios particulares durante períodos que pueden ir de
seis meses a tres años. Además, existe la posibilidad de seguir la secundaria general o especializada
a tiempo parcial, en escuelas vespertinas o por turnos (vechernie i smennye srednie
obscheobrazovatel'nye shkoly). (Véase Figura 2.)
La escuela general -los ocho primeros años- es llamada también escuela "politécnica", de
acuerdo con la vieja propuesta marxiana y los ideales de los primeros años de la revolución, que
ponían énfasis en una educación basada en la combinación de trabajo productivo y enseñanza
general politécnica. Sin embargo, los componentes "politécnicos" de la educación coexisten de
hecho con un programa fuertemente academicista (Lauglo, 1983). Bajo el impulso de Jruschev se
introdujo en 1958 una reforma por la cual los alumnos de la secundaria superior debían estudiar y
trabajar a tiempo parcial, alargándose el ciclo en un año para compensar la pérdida de tiempo
académico; sin embargo, esta reforma fue abolida bajo Bresniev, en los años 1964-1966, por
considerarse que representaba un coste económico demasiado alto, si bien quedó como un objetivo a
alcanzar (Jahn, 1975; Grant, 1979; Matthews, 1982). Durante todo el período de la enseñanza
general, está formalmente prohibida la discriminación entre los alumnos por razones de capacidad o
velocidad de aprendizaje, si bien se puede producir cierta discriminación por la vía de la enseñanza
individualizada, las asignaturas optativas (Dobson, 1977), las escuelas especiales -de idiomas,
matemáticas y ciencias- y los "seminarios escolares" (Markiewicz-Lagneau, 1967).
El diploma de enseñanza secundaria superior general faculta directamente para solicitar el
ingreso en la universidad, pero no garantiza en modo alguno el conseguirlo. En general, accede un
alumno de cada tres o dos de cada cinco, si bien las cifras varían mucho entre las distintas
especialidades e instituciones, pues unas gozan de más prestigio y son más selectivas que otras. Para
seleccionar a sus estudiantes, todas ellas recurren a exámenes de acceso. Las otras vías de la
secundaria también permiten formalmente el acceso a la enseñanza superior, pero los aspirantes que
siguen este recorrido tienen mayores dificultades para conseguirlo, inclinándose en consecuencia por
los estudios a distancia y con frecuencia sólo pueden aspirar a algunas especialidades técnicas, no a
las literarias ni a las científicas.

En su momento daremos cuenta de las formas citadas de diferenciación y otras. Por otra
parte, se tendría una pobre impresión de la educación soviética si se considerara que se agota en el
sistema escolar descrito. Las escuelas mismas son, por así decirlo, mucho más absorbentes que las
occidentales, reteniendo con frecuencia a los alumnos durante ocho o diez horas diarias -lo que se
llama jornada u horario prolongado (Khripkova, 1983)-, están estrechamente vinculadas a los
centros de producción (Rozov, 1980) y son sólo una de las formas de encuadramiento de la juventud
no trabajadora, en concurrencia con las organizaciones juveniles e infantiles propiciadas por el
PCUS, muy masivas a pesar de ser estrictamente voluntarias (Grant, 1979).

Suecia

Suecia en sin duda un caso paradigmático de reforma integradora largamente planificada y


experimentada y de amplias consecuencias. La reforma hoy todavía en curso tiene su origen en el
trabajo de una comisión parlamentaria nacida en 1946, inmediatamente después de la Segunda
Guerra Mundial. Esta comisión propuso la puesta en pie de una escuela comprehensiva de nueve
años, en el último de los cuales existirían opciones profesionales. Se calculó entonces que la mayoría
de los alumnos elegirían éstas en el último año, pero la realidad resultó ser la inversa. La reforma
comenzó a experimentarse en 1950, y la escuela comprehensiva de nueve años (Grundskola) quedó
constituida en 1962 con vigencia para todos. En el noveno curso existían nueve opciones
propedéuticas para los distintos grupos de especialidades ofrecidas por la secundaria superior
(Bellaby, 1977; Nilsson, 1983). En el décimo curso, y fuera ya del período de escolaridad obligato-
ria, los jóvenes podían acceder a tres posibles ramas de la enseñanza secundaria superior. la
académica (gymnasium), la general o "de continuación" (fackskola), tras cuyo primer año se podían
acceder al gimnasio sin pérdida de curso, y la profesional (yrkeskola). La primera duraba tres años
en las secciones académicas tradicionales y cuatro en la técnica, siendo el primer año común a todas
y diferenciándose a partir del segundo; la fackskola duraba dos años, y la yrkeskola entre uno y
cuatro, según las especialidades, aunque lo más común era dos o tres. (Véase Figura 3).
Pero, tan pronto como estuvo puesta en pie la escuela básica comprehensiva (1962), una
nueva comisión abordó la reforma de la secundaria superior, constituyéndose en 1963 y haciendo
públicas sus propuestas en 1966-67. Estas propuestas fueron llevadas a la práctica en 1971, y, a los
efectos generales que aquí no ocupan, consistieron en la creación de una escuela secundaria superior
unificada gymnasieskola o simplemente, gymnasium, que reúne las tres ramas anteriores, con 21
"líneas" (linje) de estudio - a su vez divididas en 70 especialidades- que llegarían a ser 26 en 1982,
más una serie de enseñanzas especiales de duración variable para el acceso directo a una profesión
(Marklund, 1981; Mowat, 1971; Franch y Todeschini, 1977). La figura 4 representa las sucesivas
reformas de la enseñanza en 1945-1971.
La orientación inicial se produce todavía de hecho en la tercera etapa de la grundskola,
donde los alumnos pueden elegir diversas combinaciones de materias optativas que les abrirán o
cerrarán el paso a las distintas líneas de la enseñanza secundaria superior (por ejemplo, para seguir
las ramas académicas más tradicionales del gimnasio, hay que haber realizado cursos avanzados de
matemáticas e inglés). No obstante, existe el proyecto de eliminar definitivamente estas formas de
selección o autoselección para 1986 (Holms, 1983; Boucher, 1981). Durante los años setenta
abundaron las propuestas en el sentido de que todos los alumnos, incluidos los de las ramas
académicas, pasarán en la secundaria superior por algún tipo de formación profesional práctica
(Lauglo, 1983; Nilsson, 1983).
Aunque en la gymnasieskola se mantienen poco modificadas las líneas diferentes de las tres
ramas anteriores, existen diversos mecanismos encaminados a propiciar la movilidad entre ellas,
como que los alumnos dispongan de horas libres (hasta las doce) para acudir a cursos de otra línea
en el mismo o en otro centro (Franchi y Todeschini, 1977). Por otra parte, existen también múltiples
posibilidades de acceder a ciclos educativos posteriores al período de obligatoriedad aun cuando se
hayan interrumpido los estudios para incorporarse al empleo. Aproximadamente un quince por
ciento del grupo de edad accede a la gymnasieskola después de un año de trabajo (Boucher, 1981).
En cuanto a la educación superior, existen vías relevantes de acceso no sólo para los que han seguido
el segundo ciclo académico de la secundaria, sino también para los que acudido a universidades
populares y los mayores de 25 años con cuatro de experiencia laboral -incluido, por ejemplo, el
cuidado de los propios niños- (Ibíd.); a esto hay que añadir que, a partir del trabajo y las
recomendaciones del comité conocido como "U 68", en la actualidad se está estudiando y
experimentando la reforma de la enseñanza superior en una tónica similar a la de la secundaria
(Neave, 1979).

Inglaterra y Gales

El sistema educativo en Inglaterra y Gales -distinto del de Escocia e Irlanda del Norte-
resulta extremadamente complejo. En realidad, es el resultado de la mezcla de dos sistemas distintos,
el tripartito de la ley de 1944 y el integrado (comprehensive) que viene extendiéndose desde los años
sesenta, pero sin haber llegado a acoger a todo el grupo de edad potencialmente afectado. La ley de
1944, al mismo tiempo que generalizaba el primer ciclo de la enseñanza secundaria, establecía la
existencia de tres tipos de escuelas en el sector público (aplastantemente mayoritario). Los alumnos
"más capacitados" deberían asistir a las grammar schools, de orientación académica y literaria, o a
las technical schools, de orientación técnica y científica. Los demás -la mayoría- deberían hacerlo a
las secondary modern schools, "escuelas secundarias modernas", de orientación general, en realidad
una prolongación de la enseñanza primaria para aquellos que no estaban llamados a acceder a los
estudios superiores. La selección de los alumnos se realizaba con base a un examen que tenía lugar a
los once años de edad (eleven-plus) y marcaba la frontera entre la enseñanza primaria y el primer
ciclo de la secundaria. Junto al sector público propiamente dicho existían las escuelas privadas
(independent o public schools, un término engañoso), estrictamente de élite, en muchas ocasiones
con un régimen de internado, y por las que hace unos decenios pasaba la mayor parte de los futuros
estudiantes de Oxford y Cambridge. Estas escuelas, grosso modo secundarias, no se ajustaban
necesariamente a la norma de ingreso a los once años, sino que ofrecían -y ofrecen- diversas
combinaciones de edades en concordancia con las escuelas primarias igualmente de élite (las
llamadas preparatory schools, por las que pasaban sus alevines, a diferencia de las primary schools,
por las que pasaba el resto). Además, había un pequeño sector de escuelas secundarias literarias
públicas (es decir, grammar schools) sostenidas en buena parte por fondos públicos gubernamentales
y en las que algunos alumnos pagaban la enseñanza entera o parcialmente mientras otros eran
becados por las autoridades educativas locales (Local Education Athorities:LEAs): se trataba de las
llamadas escuelas de subvención directa o direc-grant schools. En 1975, el gobierno laborista, su
principal fuente de fondos, decidió retirárselos, forzándolas a pasar al sector privado o al
estrictamente público (entonces tenían 122.000 alumnos) (Bellaby, 1977: 15; Brock, 1981: 154). La
distribución de las sucesivas cohortes de alumnos entre los distintos tipos de escuelas públicas o
semi-públicas variaba enormente de un distrito a otro, según la composición y la disposición política
de cada LEA. No obstante, en general, un alumno de cada cinco accedía en los años cincuenta a una
grammar school, siendo los de las technical una ínfima minoría (Rubinstein y Simon, 1973), de
modo que el sistema era más bien "bipartito".
Los experimentos hacia la integración escolar comenzaron ya hacia la inmediata posguerra,
pero sólo se generalizaron en la segunda mitad de los sesenta y los setenta. Esta lentitud, así como la
diversidad de fórmulas que veremos a continuación, se debe a la peculiar organización
administrativa del sistema escolar británico. Las autoridades locales de los condados (counties) y
burgocondados (county-boroughs, las grandes ciudades) lo son también en materia de educación:
construyen los centros, nombran y pagan al profesorado, suministran material y equipo, etc.. Todo
esto les da un poder en materia de educación, y explica que se hayan sometido a la política de
integración del primer ciclo secundario, no sólo a un ritmo distinto, sino también mediante diferentes
fórmulas, a veces por delante y a veces por detrás de los deseos del gobierno.
Las primeras experiencias de integración consistieron simplemente en la agrupación bajo un
mismo techo de los distintos tipos de enseñanza (multirateral schools), pero pronto dieron paso a un
currículo en principio común. Con la supresión del examen selectivo a los once años, se dio vía libre
a la integración, y a la mitad de los sesenta, con la circular 10/65, el ministerio estableció qué tipos
de escuelas integradas o comprehensivas (comprehensive schools) se consideraban aceptables. El
ministerio apoyaba abiertamente dos fórmulas: escuelas comunes desde los 11 a los 18 años (all-
through), y escuelas partidas en dos niveles, los dos primeros años de secundaria (11-13: junior) y
los cinco siguientes (13-18:senior), siempre que los alumnos pasaran de una a otra sin ningún tipo de
selección ni derivación hacia los centros todavía existentes del antiguo sistema tripartito (éstas son
las llamadas two-tier schools, literalmente "escuelas de dos pisos"). Declaraba insuficientes dos
fórmulas intermedias, ambas incluyendo el paso de todos los alumnos al ciclo junior comprehensivo,
pero pasando sólo algunos al ciclo senior (y el resto de las antiguas escuelas tripartitas) o
dividiéndose en él en dos grupos, los que pretendían seguir más allá del período obligatorio (más
allá de los 14 años hasta los 16 ó los 18) y los que no, por considerar que una y otra no hacían más
que retrasar la selección un par de años. Expresaba sus dudas, en fin, por estimarlas todavía no
probadas, sobre otras dos fórmulas: acceso de todos los alumnos a la comprehensive y permanencia
en ella hasta los 16 años, y acceso si lo deseaban a otra escuela común para el grupo de los 16-18
años (sixth-form college), por un lado, o bien fusión de los dos primeros cursos de la secundaria
(junior) con los dos últimos de la primaria en una sola escuela para el grupo de 9 a 13 años (las
middle schools) y paso de todos, posteriormente, a la escuela de 14 a 18 (upper school), siendo
ambas comprehensivas (Bellaby, 1977; Lodge y Blackstone, 1982). Las fórmulas que han
sobrevivido son las dos primeras y las dos últimas. La diversidad de propuestas no fue simplemente
el resultado de distintas ocurrencias, sino en parte de la dificultad de materializar la nueva
orientación con los viejos edificios disponibles -que raramente podían albergar escuelas del tipo all-
through- y en parte de la resistencia a la integración, pues partir la secuencia 11-18 en dos puede ser
una forma de dar a algunos sectores de alumnos la ocasión de abandonar.
A la organización de las escuelas hay que añadir el sistema de exámenes públicos. A los 16
años, por regla general, los estudiantes de secundaria pueden presentarse a exámenes por materias
administrados por organismos extraescolares regionales fuertemente dominados por las
universidades. Obtienen entonces lo que se llama certificado general de educación de nivel ordinario
(General Certificate of Education, Ordinary level: GCE-'O'), varios "pases" del cual (es decir,
aprobados en varias materias) daban acceso a los cursos sexto y séptimo (sixth-form) en las grammar
schools. Después, generalmente a los 18 años, pueden presentarse a otros exámenes equivalentes de
nivel "avanzado" (General Certificate of Education Advanced level, o GCE-'A'), también por
materias, y en cuyos resultados se basan las universidades y los institutos politécnicos superiores
para seleccionar a los aspirantes. Estos dos tipos de exámenes estaban y están pensados para el
veinte por ciento de los alumnos con mejor rendimiento académico, de manera que son duros,
fuertemente academicistas y muy selectivos. Desde 1964-65, no obstante, existe otro examen a los
16 años, el Certificado de Educación Secundaria (Certificate of Secondary Education, CSE) con
diversas variantes, pensado para el cuarenta por ciento siguiente en capacidad, menos académico y
con materias examinables más actuales, más vinculado a las peculiaridades locales y en el que los
profesores gozan de un mayor grado de control. Este examen ofrece diversos modelos o modos
(modes) y, por supuesto, otorga distintas notas (grades), de manera que las mejores notas en el
modelo más académico tienen un valor de mercado que se solapa con el del GCE (Wright, 1979), lo
que hace que muchos alumnos se presenten a ambos para las mismas materias o a otras
combinaciones posibles. Diversas propuestas de unificar el GCE-'O' y el CSE o de crear exámenes
menos selectivos a los 18 años (como alternativa o como complemento al GCE-'A') no han cuajado
de momento (véase Hargreaves, 1982; Marsden, 1979; Consejo de Europa, 1970).
Tras el cuarto o el quinto curso de la escuela integrada (comprehensive) o de la antigua pero
todavía existente secundaria no académica (secondary modern), los jóvenes pueden pasar a escuelas
secundarias profesionales (further education, literalmente educación "ulterior" o complementaria) de
dos o tres años (según a qué edad tenga lugar el tránsito, pero en todo caso hasta los 18), al cabo de
los cuales les espera toda una gama de exámenes públicos de índole profesional, general -pero de
poco valor- o mixta: Certificado de Educación Ampliada (Certificate of Extended Education, CEE),
del City and Guilds Institute, del Business Education Council, etc. (Edwards, 1983).
Este complejo sistema escolar está esquemáticamente representado en la Figura 5. Añadamos
simplemente que la integración de la enseñanza secundaria no es en modo alguno completa. Como
ya se sabe, la comprehensive school coexiste con escuelas del viejo sistema tripartito (secondary
modern, grammar, technical y bilateral, siendo éstas una reunión de las dos últimas), además de con
un sector privado que tiene una gran libertad de acción. Lo más importante, sin embargo, es que en
las mismas comprehensive se pueden seguir programas muy diferentes. Para empezar, parte de los
alumnos no accede a los cursos de sexto y séptimo (sixth-form). Cuando acceden, ello no quiere
decir que lo Hagan para preparar exámenes del GCE-'A', sino que también pueden seguir cursos de
formación profesional o conducentes a exámenes de tipo GCE-'O' y el CSE, que los más aventajados
ya habrán dejado atrás. Cuando se acerca la edad de presentarse al GCE-'O' y el CSE, los centros
suelen organizar cursos distintos según que los alumnos vayan a presentarse a uno, a otro o a
ninguno.

Esto hace que desde el principio de la secundaria existan diversas formas de diferenciación dentro de
la escuela, siendo la más importante la agrupación de los alumnos por separado para formar grupos
de capacidad o velocidad de aprendizaje homogéneas. Esto es lo que se llama streaming (de stream:
arroyo o corriente -digamos "canalización"-), consistente en agrupar a los alumnos en varios
colectivos según sus capacidades y para todas las asignaturas, en atención sobre todo a los
"especialmente dotados" (specially gifted) y a los de "aprendizaje lento" (slow learners); banding
(de band: banda, brazalete - o sea, etiqueta que se lleva en el brazo-, etc.), que es lo mismo pero con
base en una división en grandes grupos con una gama de capacidades no demasiado estrecha; o
setting (de set: colocar, digamos "colocación" o "distribución") que vuelve a ser lo mismo pero ahora
los grupos no se forman indistintamente para todas las materias, sino para materias específicas, no
necesariamente todas y pudiendo variar su composición de una a otra.
Francia

El sistema escolar francés ha seguido una larga y trabajosa marcha, de la posguerra a hoy,
desde una estructura interna fuertemente segregada hasta la organización cuasi-integrada del primer
ciclo de la enseñanza secundaria. Antes de 1959, los alumnos seguían cinco años de enseñanza
primaria común y eran drásticamente divididos de inmediato: unos seguían en la enseñanza general,
debiendo pasar otras estaciones de selección a lo largo del primer ciclo de la secundaria para llegar
al segundo; otros, si lograban pasar un examen extraaordinario, podían matricularse en unos "cursos
complementarios" para obtener algún título de formación profesional con posterioridad; otros, en fin,
eran almacenados en las llamadas con desparpajo "clases de fin de estudios" hasta superar la edad de
la escolarización obligatoria (Prost, 1970; Seage et al., 1976). (Véase Figura 6).

La reforma de 1959, pretendidamente inspirada en el Plan Langevin-Wallon, estableció un


"ciclo de observación" de dos años, los primeros de la secundaria inferior. Al acceder a sexto (en
Francia se cuentan los cursos al revés, de manera que la primaria comienza en onceavo, el primer
ciclo de secundaria en sexto y la secundaria superior en segundo, si bien como ahora tiene tres años
finaliza en "terminal": se trata de la herencia -o síntoma- de una administración educativa que sólo
pensaba -o piensa- en los bachilleres y sus liceos), los alumnos, que ya habían sido objeto de una
primera "orientación", seguían un trimestre en común y se separaban después en tres secciones:
"Lenguas Clásicas", "Lenguas Modernas I" (en los liceos) y "Lenguas Modernas II" (en los Collèges
d'enseignement génerale, CEG), como resultado de una segunda "orientación". Decimos segunda
porque, en una primera, antes del acceso a ese curso, y a pesar de tratarse del "ciclo de observación",
una parte importante del alumnado ya había sido separada hacia el "sexto de transición".
Teóricamente, los alumnos podían ser cambiados de sección en el segundo trimestre de sexto curso,
al cabo de éste o al cabo de quinto, pero esto ocurría con muy poca frecuencia. (Figura 7).
En 1963 se amplió la supuesta moratoria durante dos años más, constituyéndose los cursos
cuarto y tercero en "ciclo de orientación": Estos dos cursos se dividen también en tres secciones:
Clásicas (latín y griego), Modernas I (dos lenguas vivas) y Modernas II (una lengua viva), y el
equivalente del sexto y quinto de transición son ahora el cuarto y tercero "terminales prácticos"
(Figura 8). Tanto la reforma de 1959 como la de 1963, por lo demás, mantuvieron las "clases de fin
de estudios": entre lo alumnos que estaban en el último curso de primaria en 1966-67, por ejemplo,
uno de cada cuatro abandonó sin ingresar en sexto ni en ningún otro tipo de enseñanza a tiempo
completo o ingresó en las clases de "fin de estudios", fundamentalmente esto (Baudelot y Establet,
1976: 63). Esta distinción entre secciones implicaba mientras estuvo vigente la asistencia a centros
escolares distintos, profesores distintos, textos en ocasiones distintos para las mismas asignaturas,
organizaciones horarias distintas y, por supuesto, pedagogías y expectativas profesionales distintas.
En realidad, se trataba de redes de enseñanza enteramente diferentes y cerradas entre sí bajo el
epígrafe común de la école unique.
En 1975, la reforma Haby (véase Figura 9) estableció un primer ciclo de la enseñanza
secundaria casi único para todos los alumnos. Las antiguas secciones fueron suprimidas, y los dos
primeros años (sexto y quinto) son casi rigurosamente comunes, salvo por la posibilidad de cursos
de profundización (classes d'approfondissement) para los alumnos más aventajados. En cuarto y
tercero, se mantienen las materias del tronco común de los dos años anteriores pero hay también una
optativa obligatoria y otra facultativa, con lo cual los programas se diversifican. No obstante, los
alumnos pueden también optar, voluntaria o forzosamente, por abandonar la enseñanza general
después de quinto y pasar a la formación vocacional (para obtener un CAP) o, si tienen 16 años, al
aprendizaje, y uno de cada cuatro, al igual que antes, lo hace (Legrand, 1983).
La reforma Haby supuso también una unificación, al menos formal, de los centros. Los
antiguos collèges d'enseignement gèneral (que albergaban la enseñanza general corta, es decir, la
sección de Modernas II), collèges d'enseignement secondaire (que albergaban varias secciones o
filières) y los cursos inferiores o preparatorios de los liceos clásicos (que impartían el primer ciclo
secundario a su público in pectore) han desaparecido casi enteramente para dar lugar a los collèges
uniques.
Los jóvenes que acceden al segundo ciclo de la enseñanza secundaria tienen ante sí una gama
de posibilidades que ha cambiado muy poco a través de las sucesivas reformas. Aquí es donde tiene
ahora su manifestación más visible la selección (Pautler, 1981; Bigard y Rattier, 1984). Existen, en
primer lugar, ramas "largas" de tres años: el bachillerato general, el bachillerato técnico, ambos
preparatorios, y la diplomatura técnica (brevet de techinicien) terminal. A su vez, en cada una de
estas ramas existe una enorme diversidad. En el llamado "segundo diferenciado" o "de
determinación" (según la numeración francesa, pues en realidad es el primer curso de bachillerato),
la oferta se diversifica por la existencia de materias opcionales que pueden cerrar o abrir puertas a
las secciones de los cursos siguientes, además de que todavía sobrevive un pequeño resto de
"segundos específicos" que conducen exclusivamente al brevet. En primero (segundo, si se contara
como es debido) existen cuatro secciones (letras, economía, ciencias y matemáticas-técnica: A, B, S
y E) la primera de las cuales se subdivide a su turno en tres, lo que suma seis. A esto se añade la
existencia de materias optativas obligatorias (seis, de las cuales los estudiantes deben elegir
forzosamente una, dos si están en la sección A2) y complementarias (once, si bien los centros
programan las que pueden, según sus posibilidades de plantilla). En terminal (tercer y último curso
del ciclo) existen siete secciones, división a la que añade el mismo régimen de opciones obligatorias
y voluntarias (de éstas hay catorce). En el bachillerato técnico hay dieciséis secciones, que se van
desenvolviendo a lo largo de los tres cursos (Bert, 1983). El brevet de technicien ofrece medio
centenar de especialidades.
Por otro lado, están las enseñanzas "cortas", de dos años de duración si los alumnos han
cubierto el primer ciclo general o de tres si se han visto desviados antes hacia la formación
profesional. Se trata de los BEP (Brevet d'études professionelles) y CAP (Certificat d'aptitude
professionelle). Los primeros son de tipo más general, mientras los segundos significan una
especialización más estrecha, y las variantes de unos y otros son innumerables. Se puede también
seguir un solo año de profesional corta y conformarse con el CEP (Certificat d'études
professionelles).
Italia
Antes de 1939-40, los escolares italianos asistían a una escuela común (scuola elementare)
de cinco años (6-11). Después podían asistir al gimnasio inferiore, el instituto, es decir, las clases
preparatorias de las escuelas secundarias selectivas, a las escuelas secundarias cortas de formación
profesional (avviamento) o a nada, que es lo que hacía la mayoría. La reforma Bottai, en el curso
citado, unificó en la llamada escuela media (scuola media) los ciclos iniciales de todas las escuelas
selectivas, pero este ciclo secundario inicial no se generalizó a toda la población. En 1963 la scuola
media se generalizó para todos, incluyendo a los alumnos de las clases de avviamento y a los no
escolarizados (Neri, 1981).
Desde entonces, el sistema escolar italiano ha mantenido básicamente las mismas líneas
generales. A los cinco años de escuela elemental siguen tres de scuola media, básicamente comunes,
si bien los alumnos comienzan a diferenciarse por la existencia de una asignatura optativa cada año.
La scuola media comprende tres años, de los once a los catorce. Después, hasta 1982, los alumnos
podrían ir a cinco tipos distintos de enseñanza secundaria superior: la enseñanza literaria clásica
(liceo classico o liceo ginnasio), de cinco años de duración; la enseñanza artística (liceo artístico),
de cuatro años; la enseñanza científica (liceo artístico), de cuatro años; la enseñanza técnica (istituto
professionale), de dos o tres años (véase Figura 10). Para las enseñanzas largas era y es preciso
haber obtenido el título de la escuela media (Licenza di Scuola Media), pero para la corta -
profesional- no, bastando con haber cubierto el cubierto el período de escolaridad obligatoria. Los
liceos clásicos y científicos son especialmente selectivos. El acceso a la universidad podía y puede
tener lugar con los Diploma di Maturità Classica, Scientifica o Tecnica, obtenidos tras el último
curso de los liceos clásicos y científicos y los institutos técnicos. Los liceos artísticos ofrecían el
Diploma di Maturità Artistica, los institutos profesionales ofrecían el Diploma di Qualifica
Professionale, pero ninguno de ellos daba acceso a los estudios superiores largos. Desde 1969, sin
embargo, todas las escuelas dan acceso a ellos siempre que se siga el número correspondiente de
cursos complementarios: uno en el liceo artístico o instituto técnico y dos o uno en el instituto
profesional (con los que se obtiene el Diploma di Maturità Professionale) (Bonani, 1976).
Italia es un ejemplo casi dramático de reforma constantemente anunciada que nunca tiene
lugar. En 1970, la Conferencia de Frascati, patrocinada conjuntamente por el gobierno italiano y la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (O.C.D.E.), propuso las líneas
generales de una reforma que debería ir hacia la unificación de los dos primeros años de la
enseñanza secundaria superior (el llamado bienio, o biennium), para una posterior especialización en
los tres siguientes (trienio o triennium) (O.C.D.E.-CERI, 1971). En 1971, la Comisión Biasini
propuso un modelo de enseñanza integrado de los 14 a los 19 años, que se tradujo en forma
degradada en una ley presentada pero no aprobada en 1973 (Bonani, 1976). Desde entonces se han
sucedido diversas propuestas de ley relativas a la reorganización de la secundaria superior -con
versiones más o menos rebajadas de las propuestas de frascati- y a la modificación del período
obligatorio (Merrit y Leonardi, 1981). La derecha propuso un nuevo esquema por el que la scuola
media pasaría a durar cuatro años y la secundaria superior otros cuatro, manteniéndose la vieja
división y prolongándose un año la escolaridad obligatoria (Malfatti, 1977; Zappa, 1977). La
izquierda comunista propuso la unificación del bienio, la prolongación en dos años de escolaridad
obligatoria y su comienzo un año antes (a los cinco), de manera que el final del bienio coincidiera
con la mayoría de edad (Reicich, 1977a, 1977b).
No obstante, las cosas han seguido como estaban, salvo algunas reformas de alcance medio.
En primer lugar, la ya citada que permite el acceso a la universidad desde todos los tipos de escuelas
-supuesto que se sigan los cursos complementarios, en caso de que los obligatorios no lleguen a
cinco-; en segundo lugar, la obligatoriedad de que en todos los distritos escolares se ofrezcan todas
las ramas de la secundaria superior, y al menos dos en cada centro; en tercer lugar, el
establecimiento de un programa común en un ochenta por ciento del bienio, lo que no significa
enseñanza en común ni centros comunes; por último, la supresión del "ciclo breve" (dos años) de los
institutos profesionales, medida que ha despertado mucha oposición por someter a este grupo de
alumnos a un programa más academicista (Giannarelli, 1982; Pescia, 1982).

República Federal de Alemania

El alemán federal es quizá el sistema más selectivo del occidente industrializado, sin que las
sucesivas propuestas y experimentaciones de reforma, que no han faltado, hayan logrado calar
sustancialmente. Además, debido a la estructura federal del país, integrado por once Länder, el
sistema registra numerosas variaciones a lo largo y ancho del territorio. No obstante, trataremos de
exponer las líneas más comunes (véase Figura 11), si bien señalando algunas excepciones.
Los niños acceden con seis años a la escuela elemental (Grunschule), en la que pasarán
cuatro cursos, los únicos en común. En algunos casos acceden a los siete, cuando provienen de
jardines de infancia que integran el primer año elemental (Schulkindergarten). A los diez años se
incorporan al primer ciclo secundario, que dura cinco o seis años, según veremos a continuación. La
escolaridad obligatoria comprende hasta los quince años, si bien son obligatorios -aunque no
estrictamente- otros tres de aprendizaje. En el primer ciclo secundario (Sekundartufe I) hay tres tipos
de escuelas: la Hauptschule, hasta los quince años, que no es más que una prolongación de la escuela
primaria, , en conjunción con la cual formaba hasta no hace mucho la certeramente llamada "escuela
del pueblo" (Volksschule), denominación hoy ya abandonada en la mayoría de los sitios; la
Realschule, o escuela intermedia, hasta los dieciséis, que conduce por sí misma a través de otros
estudios cortos ulteriores a trabajos de empleado o de técnico medio; y el Gymnasium, o escuela
académica, hasta los diecinueve, que conduce a los estudios superiores y las profesiones de élite.
Excepcionalmente, en las ciudades-estado de Berlín y Bremen la enseñanza primaria dura seis años
(hasta los doce), de manera que la transferencia al primer ciclo secundario tiene lugar al comenzar el
séptimo año de escolaridad.
En la década de los setenta se fue introduciendo lentamente en un estado tras otro el llamado
"ciclo de observación" o "de orientación" (Förderstufe u Orientierungsstufe), que comprende los dos
primeros cursos del primer ciclo secundario. Esta es justamente la finalidad por la que se prolonga
dos años más la primaria en Berlín y Bremen. En otros estados se cubre en una escuela separada
(Baja Sajonia), en una escuela multilateral en la que coexisten los tres tipos de secundaria o en
escuelas secundarias separadas, que es lo más común. En general, no obstante, los casos de cambio
posterior a la primera orientación, durante el ciclo de observación, son muy frecuentes.
La Hauptschule ofrece al cabo del noveno curso un título (Hauptschulabschlusszeugnis) que
permite el acceso al aprendizaje, la prosecución de un décimo curso complementario, la
transferencia a los cursos de la Realschule o el paso a la formación profesional a tiempo completo.
Las salidas más comunes son la primera y la última. Uno de cada cinco alumnos no logra este título
y debe conformarse con un mero certificado de haber cubierto el período obligatorio (el
Hauptschulabschlusszeugnis). Casi dos tercios de los alumnos acuden a este tipo de secundaria,
mientras el tercio restante se reparte por mitades entre el gimnasio y la escuela técnica.
Teóricamente, los alumnos no sólo pueden ser "reorientados" durante los dos primeros años, sino
también pasar a la escuela técnica (Realschule) después del tercer o el cuarto cursos, entrando en el
llamado "ciclo de capacitación" (Aufbauzüge o Aufbaurealschule) donde se acogería a los
descubrimientos tardíos reforzando su enseñanza en materias básicas. Sin embargo, los que logran
esto son una ínfima minoría, y el sistema se muestra enormemente estanco una vez producida la
primera orientación.

La Realschule ofrece al cabo del décimo año un título de "madurez media" (Mittlere Reife)
que permite el acceso a la formación profesional a tiempo parcial o completo, al segundo ciclo
secundario "complementario" o "de capacitación" de tipo gimnasio (Aufbaugymnasium, similar,
mutatis mutandi, a la Aufbaurealschule) o a ciertos estudios superiores vía gimnasios especializados.
Teóricamente, después del tercer año en esta escuela (al comenzar octavo) también es posible la
transferencia a los cursos del Aufbaugymnasium, además de la oportunidad de cambiar de rama -para
bien o para mal- durante el ciclo de observación.
El gimnasio, finalmente, comprende desde el quinto (séptimo en Berlín y Bremen) hasta el
treceavo curso, o sea de los diez a los dieciocho años. Los tres últimos cursos quedaban dentro del
segundo ciclo de la enseñanza secundaria (Sekundarstufe II). Existen diversos tipos de gimnasio,
según su especialización: fundamentalmente el clásico (alt-sprachliches Gymnsium), el de lenguas
modernas (neue sprachliches Gymnasium) y el científico (matematisch-naturwissenschftliches
Gymnasium), además de otros especializados en ciencias económicas, ciencias económicas y
sociales, estudios técnicos o música, y de gimnasios especiales para mujeres. Los tipos principales
dan acceso generalizado a cualquier tipo de estudios universitarios, los otros sólo a algunas carreras,
las concordantes con su especialidad. Desde 1972 tiene lugar un lento proceso de reforma de los tres
últimos cursos, en los que las ramas anteriores están siendo fusionadas en lo que se llama "ciclo
superior gimnasial reformado" (reformierte gymnasiale Obertufe). El primer ciclo del gimnasio se
cierra con el título de "madurez media" (Mittlere Reife), homólogo del otorgado por la Realschule
(en realidad, en ésta se trata de un término importado para designar lo que propiamente se denomina
Realschulabschlusszeugnis).
En el primer ciclo, dentro de cada gimnasio existen otras formas de diferenciación,
particularmente la agrupación por capacidades y/o para asignaturas concretas y la existencia de
asignaturas optativas. En el ciclo superior, tras la reforma, los estudiantes, en vez de presentarse a un
examen (Abitur) gigantesco al cabo del treceavo curso (examen que comprenda una docena de
materias), se presentan a exámenes en cuatro materias y pasan el resto mediante un sistema de
"créditos" acumulables durante los tres años, sistema similar al norteamericano pero mucho más
exigente y academicista (Gellert, 1981). Este procedimiento de acumulación de créditos se basa en
una amplia gama de materias optativas durante este ciclo.
En la actualidad existen también, aunque muy minoritariamente, "escuelas conjuntas"
(Gesamtschule) que agrupan a sustituyen a las tres ramas. Las hay de dos tipos: simplemente
multilaterales, que reúnen bajo un mismo techo las tres ramas tal cual eran cuando estaban en
centros separados (additive o kooperative Gesamtschule), e integradas, que ofrecen un programa
común (integrierte Gesamtschule). Las escuelas integradas practican la diversificación de los
alumnos mediante el agrupamiento por capacidades para todas las asignaturas conjuntamente y/o
específicamente para algunas, y ofrecen una amplia gama de optativas, lo que hace que se
constituyan en ellas grupos más o menos equivalentes a las tres ramas normales. Esto en el primer
ciclo, pues generalmente llegan hasta noveno o décimo (quince o dieciséis años), pero cuando
cubren el ciclo superior (hasta treceavo, diecinueve años) lo que ofrecen es un programa idéntico al
del gimnasio para los estudiantes que quedan. En Berlín, que es donde más abundan, estas escuelas
acogen a un alumno de cada cuatro en el primer ciclo (Heinermann, 1984).
Para los alumnos de la Realschule y la Hauptschule, las posibilidades en el segundo ciclo
secundario se reducen prácticamente a la formación profesional o nada. la mayor parte -la práctica
totalidad de los procedentes de la Hauptschule y parte de los de la Realschule- acuden a la formación
profesional a tiempo parcial, la Berufschule, que combina el aprendizaje en las empresas -o el
trabajo sin aprendizaje- con cursos escolares de formación teórica y práctica para un oficio y
generales. Esta escuela dura tres años y culmina en un examen administrado por las Cámaras de
comercio e industria locales. Esto es lo que se denomina "sistema dual", y por él pasan la mayor
parte de los trabajadores (sesenta y dos por ciento de los empleados en 1971, nacidos en 1918 o
después) (Lutz, 1981).
En paralelo, pero de dimensiones mucho más reducidas, se encuentra la formación
profesional especializada a tiempo completo (Berufsfachschule), para acceder a la cual es requisito
haber pasado con éxito la Hauptschule o la Realschule. Los cursos duran casi siempre un año, a
veces dos, y sólo existen para algunas especialidades como puericultura, comercio y escasos estudios
técnicos de bajo nivel.
Después del primer curso o terminada la Berufschule se puede acceder a la
Berufaufbauschule, de tres años de duración (pero para cada alumno depende de en qué años de la
Berufschule se produzca el tránsito), que ofrece cursos profesionales de nivel más elevado y
proporciona un equivalente profesional del Mittlere Reife. Se trata también de una enseñanza a
tiempo parcial. También se reduce a pocas especialidades: comercial-industrial, industrial-técnica,
economía doméstica y puericultura, asistencia social y agricultura.
Finalmente, la Fachoberschule (escuela técnica superior), restringida a los que han obtenido
el título de la Realschule, proporciona una especialización técnica a tiempo completo durante dos
cursos (en ocasiones, el primero a tiempo parcial), y la obtención del título (Fachhochschulreife)
permite el acceso a la enseñanza técnica superior corta (Fachhochschule).

Con esto nos basta. No obstante, para quienes deseen conocer las características generales de
otros sistemas o duden de la representatividad de los hasta aquí expuestos, incluimos al final un
apéndice con descripciones muy someras de los organigramas escolares de algo más de una veintena
de países. En todo caso, su lectura no resulta necesaria para seguir los próximos capítulos.
Capítulo 2

El caso
contra la enseñanza segregada
En el origen de la enseñanza secundaria, nada parecía más natural que la existencia de dos
escuelas separadas e inconexas. Una, la secundaria y sus clases preparatorias, debía albergar y
formar a las futuras élites de la nación. Otra, la primaria, no tenía otro objeto que alfabetizar a las
masas, enseñarles las cuatro reglas, transmitirles algunos conocimientos para andar por casa y
moralizarlas, es decir, someterlas ideológicamente. Este modelo dual no era más que la traducción
escolar de un modelo social más general según el cual la comunidad estaba y debía estar dividida en
clases con niveles de riqueza distintos y, probablemente, derechos políticos distintos -por ejemplo, el
sufragio censitario-. Pero este modelo social, basado ideológicamente en un discurso liberal centrado
entorno a los derechos de la propiedad, tenía el inconveniente de exponer demasiado claramente las
fisuras sociales y las líneas de enfrentamiento de las clases. Entorno a la Primera Guerra Mundial, el
movimiento obrero de los distintos países capitalistas consiguió el pleno acceso a la ciudadanía a
cambio de la renuncia explícita o implícita a una política autónoma de clase. El eje del nuevo
consenso fue la aceptación de la economía capitalista, el estado democrático parlamentario y el
discurso liberal, ahora más inclinado hacia los derechos de la persona pero siempre firmemente
anclado en la defensa de los derechos de la propiedad (Gintis, 1980; Bowles, 1982 y 1984). La
ciudadanía conseguida por el movimiento obrero podría descomponerse en el reconocimiento
definitivo, más o menos pleno y estable de los derechos sindicales, el sufragio universal y, lo que
nos interesa más aquí, la universalización de la enseñanza y su organización pretendidamente
meritocrática.
Por otra parte, con la destrucción de la vieja industria familiar y artesanal, primero, y la
pérdida por los trabajadores del control sobre el proceso de aprendizaje en la industria capitalista,
después, la tarea de cualificar la fuerza de trabajo -que en todo caso representa un gasto que las
empresas están poco dispuestas a sufragar directamente- pasó casi íntegramente a la escuela. Nada
más lógico, entonces, como que la escuela se bifurcara tras la enseñanza elemental desviando a la
mayoría de los alumnos hacia el trabajo cualificado, vía la formación profesional, o hacia el trabajo
no cualificado, vía la incorporación directa al empleo desde la enseñanza primaria. Fuera como
fuera, la ampliación progresiva del período de escolaridad obligatoria, o la ampliación de hecho de la
permanencia en la escuela más allá del período obligatorio, vino acompañada de una diferenciación
interna del sistema escolar, generalmente hacia el quinto año.
La primera mitad de este siglo fue también escenario del convencimiento de que existía algo
llamado inteligencia susceptible de ser medido, para lo cual se elaboró una notable parafernalia
estadística. Desde edades tempranas, pues, se podría saber quiénes eran los mejores dotados por la
naturaleza y prepararles futuros escolares -y por ende sociales- distintos y en consonancia con su
capacidad. En realidad, esta creencia venía de lejos y todavía tiene defensores científicos hoy
(Galton, 1883; Binet, 1903; Binet y Simon, 1901; Terman, 1923; Spearman, 1927; Burt, 1958;
Jensen, 1969). El hecho de que los más "inteligentes" resultaran ser normalmente los vástagos de las
clases altas no quitaba el sueño a los partidarios de la medición de la inteligencia, que consideraban
a ésta fundamentalmente heredada genéticamente. La naturaleza y la sociedad, y dentro de ésta la
escuela, parecían estar en armonía, y los gobiernos no tenían que preocuparse demasiado por el
hecho de que la mayoría, principalmente los hijos de los trabajadores, no lograban pasar de la
primaria o la formación profesional temprana.
Pero el consenso en torno a la escuela como mecanismo meritocrático no es tan fácil de
mantener y tiene, en cualquier caso, su precio. Si se legitiman las diferencias sociales en función de
los distintos niveles de educación, o de distintas capacidades producto al menos en parte de la
educación, es lógico que todo el mundo quiera en principio pasar más años en la escuela o que los
pasen sus descendientes. Por otro lado, la educación no es solamente un instrumento -presuntamente
eficaz- para lograr prestigio, ingresos, una posición, etc., sino también un fin en sí, no es sólo una
"inversión" sino igualmente un "bien de consumo" deseable y muchas veces deseado, luego todos
tienen derecho a una mejor educación. La educación queda dentro del grupo de derechos sociales
que, como la sanidad, la asistencia social, el subsidio de desempleo u otros, debe garantizar el
Estado a todos los ciudadanos con independencia de su capacidad económica individual. En fin, una
escuela dividida en la que a partir del cuarto, quinto o sexto año los alumnos se bifurcan para recibir
enseñanzas con un valor muy distinto parecía y parece injusta a todas luces. Los argumentos en
contra de la segregación temprana -por ejemplo, contra la antigua división entre bachillerato
elemental y prolongación de la primaria en España- han sido tantas veces repetidos que atenta al
pudor la sola idea de volverlo a hacer aquí, de manera que no lo haremos. Nos limitaremos a ofrecer
algunos datos sobre la magnitud del problema y sus dimensiones de clase.
Antes, no obstante, debemos decir que la ofensiva contra la escuela segregada sólo fue
posible a partir del descrédito de las tesis hereditarias en materia de inteligencia. La idea de que la
inteligencia sea algo parecido a una facultad única y medible ha sufrido ataques decididos y
solventes, pero que no han hecho demasiada mella en ella, sobre todo desde la teorías de Piaget y la
psicología estructural desarrollada en la Unión Soviética. Los tests de inteligencia siguen siendo
ampliamente aceptados porque predicen los resultados escolares, o sea los resultados de los
exámenes, y hacen esto porque son básicamente exámenes, vale decir porque la pescadilla se muerde
tautológicamente la cola. Lo que ya no goza de tanto crédito es la idea de que la inteligencia se
herede. Sucesivos ataques contra las tesis hereditaristas han partido de la crítica de su metodología -
cuando no de la acusación de pura y simple delincuencia científica, como en el lamentable caso de
sir Cyril Burt, un profesional de la falsificación-, de investigaciones longitudinales y del empleo de
métodos de estudio distintos para abrir paso progresivamente al reconocimiento de la influencia del
ambiente en la "inteligencia medida" (Gillie, 1976; Salvat, 1976; Kamin, 1983; Taylor, 1983; Rose y
Rose, 1979; Tort, 1977). Si esto es cierto, la escuela, que forma parte del "ambiente", sería la
principal responsable del desarrollo intelectual individual o, al menos, tendría mucho que hacer en la
compensación de las diferencias "innatas". No sería justo, por consiguiente, proceder a la separación
de los escolares cuando aún no se han desarrollado adecuadamente sus potencialidades.
No es preciso -y sería reiterativo y aburrido- examinar uno por uno los sistemas educativos
del mundo industrializado. Por otra parte, no sería posible, pues no todos los países se han
preocupado por igual de examinar la selección escolar y sus raíces y son muy pocos los que han
producido estudios sistemáticos al respecto. En el Cuadro 1 se recogen los porcentajes de alumnos
que permanecen en la enseñanza general o son desviados hacia la profesional o el empleo en un
número importante de países. Fuera de esto, nos dedicaremos más en detalle a algunos estudios de
los casos francés e inglés -antes de la reforma comprehensiva- que pueden considerarse
representativos del conjunto de los sistemas segregados, lo mismo en el espacio que en el tiempo.
En el capítulo anterior hemos visto cómo era el sistema escolar francés antes de la reforma
Haby, que creó el colegio único para el grupo de 11 a 15 años. A la entrada en el sexto año de la
escolaridad obligatoria (primero de la secundaria básica), los alumnos eran segregados en distintas
ramas: "Lenguas Clásicas" y "Lenguas Modernas I" (unidas durante este curso y el siguiente),
"Lenguas Modernas II" y "clases de fin de estudios". Por desgracia, los datos estadísticos no siempre
se prestan a ser manejados de acuerdo con las categorías previamente elegidas, pero al menos
proporcionan indicadores indirectos.

CUADRO 1

Cifras absolutas y porcentajes de alumnos en secundaria, y parte de los mismos que se encuentra en la rama general.

PAÍS %bruto es- Grupo Total matricu- Total en ra-


col. sec.* %neto* Año de edad lados 2.º nivel ma general % año
CANADÁ 93,92,93 85,84,85 81 14-19 2.589.862 1.636.913 63 75/70
USA ---------- ---------- 81 ------- 14.556.000 ------------- --- 80
ISRAEL 72,67,78 ---------- 81 14-17 210.047 124.588 59 81
JAPÓN 92,92,93 92,92,93 81 12-17 10.011.340 8.532.317 85 81
AUSTRIA 73,71,75 ---------- 81 10-17 713.106 565.276 79 81
BÉLGICA 90,90,91 83,82,85 81 12-17 835.177 ------------- --- 81
BULGARIA 83,83,83 70,70,70 81 15-17 306.240 99.229 32 81
CHECOSLOVAQUIA 46,34,58 ---------- 81 15-18 393.343 149.210 38 81
DINAMARCA 105,106,105 ---------- 81 12-17 498.944 372.948 75 80
FINLANDIA 98,93,104 ---------- 81 13-18 441.232 336.605 76 81
FRANCIA 85,77,93 79,--,-- 80 11-17 5.050.028 3.936.241 78 81
R.F.A. 89,92,87 ---------- 81 16-17 4.300.740 3.690.340 86 80
R.D.A. ---------- ---------- --- ------- 506.412 46.927 9 80
GRECIA 81,86,76 74,79,70 79 12-17 725.263 618.688 85 79
HUNGRÍA 40,33,47 ---------- 80 14-17 218.188 93.104 43 81
ISLANDIA 85,90,80 ---------- 80 13-19 26.643 19.091 72 80
IRLANDA 93,88,98 80,78,83 80 12-16 300.601 286.619 95 80
ITALIA 73,74,71 ---------- 79 11-18 5.299.462 3.461.415 65 81
LUXEMBURGO 67,65,68 60,57,63 80 12-18 24.171 16.974 70 80
HOLANDA 93,95,91 82,81,83 80 12-17 1.412.714 828.731 59 81
NORUEGA 94,92,95 ---------- 80 14-19 370.597 279.591 75 80
POLONIA 77,75,79 70,67,73 81 15-18 1.608.017 336.511 21 81
PORTUGAL 55,54,56 30,29,31 77 12-16 499.557 409.045 82 77
RUMANIA 68,68,68 ---------- 81 14-17 1.168.829 135.376 12 81
ESPAÑA 87,85,89 74,74,74 80 11-17 4.039.580 3.120.490 77 81
SUECIA 85,81,90 ---------- 81 13-18 606.833 443.355 73 80
SUIZA ---------- ---------- --- ------ 455.975 420.273 92 81
REINO UNIDO 83,81,84 78,77,80 80 11-17 5.341.849 5.087.036 95 80
YUGOSLAVIA 83,86,80 ---------- 80 11-18 2.412.814 1.798.375 75 81
AUSTRALIA 86,85,88 79,78,80 80 12-16 1.095.610 1.095.610 100 80
NUEVA ZELANDA 81,80,82 79,79,80 79 11-17 350.895 348.823 98 81
URSS 96,--,-- ---------- 81 12-16 19.899.900 16.937.700 85 81

(*): Ambos sexos, varones, mujeres.


Fuente: UNESCO, 1983.
(Estas cifras se ofrecen como información adicional, pero debe advertirse que no son utilizables, ni mucho menos
comparables, sin un conocimiento mínimo del sistema escolar de cada país. Los porcentajes brutos de escolarización en
secundaria pueden ser superiores a 100, y en todo caso superiores a los netos, porque se obtienen a partir del número total
de alumnos de secundaria respecto del grupo de edad indicado en la cuarta columna, incluidos los alumnos que todavía o
ya no forman parte de él. Los porcentajes netos son el resultado de deflactar estas cifras por diversos procedimientos.
“Rama general” es, para la UNESCO, cualquier estudio secundario “cuya finalidad no consiste directamente en preparar
a los alumnos para un oficio o profesión determinada”. Esto debe tenerse muy en cuenta, pues hace que queden incluidos
desde el Gymnasium a la Hauptschule germano occidentales, por ejemplo, así como la enseñanza comprehensiva. No se
incluyen, en cambio, la F.P. española o las líneas correspondientes a la antigua Yrkeskola sueca dentro de la actual
secundaria comprehensiva. Por consiguiente, los porcentajes de la “rama general” no son en modo alguno un índice de
“comprehensivilización”. Todas las cifras lo son de escuelas públicas y privadas, y algunas son sólo estimaciones.

Girad y Bastide (1969) estudiaron la selección en el ingreso a sexto y encontraron que el


reparto era el siguiente: de cada 100 alumnos, 3 pasaban a trabajar o a un CET, a seguir cursos de
formación profesional corta; 42 entraban a las clases de fin de estudios; 28 accedían a las clases de
sexto en los collèges y 27 a las correspondientes preparatorias del lycée. Esto es muy grave en sí,
pues casi la mitad de los alumnos son excluidos de los estudios que conducen a la secundaria larga,
pero no lo habría sido tanto, visto con una mentalidad meritocrática -que no igualitaria- si esas
primeras orientaciones hubiesen sido rectificables. Pero no lo son: cinco años más tarde, nueve de
cada diez alumnos que no habían entrado en sexto en el CEG o el liceo no tienen ninguna
probabilidad de estar en la secundaria larga, mientras seis de cada diez alumnos del CEG y ocho de
cada diez del liceo están en ella. Dicho en otras palabras, el que no esté bien situado a la edad del
ingreso en sexto (once años habitualmente) no volverá a estarlo nunca, pues la reorientaciones que
se producen, en un sentido o en otro, son mínimas. Esto se expresa con más detalle en el Cuadro 2,
tomado también de Girad y Bastide, , en el que se compara la ubicación de los alumnos con cinco
años de diferencia. Por columnas vemos dónde fueron orientados al terminar la primaria, y por filas
dónde se encuentran cinco años después. Si en vez de controlar la misma cohorte con cinco años de
diferencia se hubiera hecho con cuatro, las probabilidades de los alumnos del CEG y el liceo de estar
ya en la secundaria superior -o sea, de estar en el tiempo normal, pues el primer ciclo dura cuatro
años- se habrían reducido aproximadamente a la mitad, mientras para las clases de fin de estudios
serían verdaderamente ínfimas.

CUADRO 2

Destino (filas) y origen (columnas) de los alumnos con cinco años de diferencia.

ENTRE LOS QUE ESTABAN


CINCO AÑOS ANTES
Trabajo y
Conjunto fin 6.º C.E.G. 6.º Liceo
% de estudios % %
Trabajo.................................................................................... 33 60 15 6
....
Enseñanza profesional 22 28 23 11
corta.........................................................
Enseñanza secundaria, (primer 27 11 35 47
ciclo)..........................................
Enseñanza secundaria, (clase de 18 1 27 36
segundo)................................... _____ ____ ____ ____
TOTAL...................................................... 100 100 100 100

La segunda parte del problema es quién va a qué rama de la escuela, o cuál es el efecto de la
pertenencia de clase y otros factores sociales sobre las oportunidades de acceder a una u otra rama.
Como las dimensiones de las clases o los grupos sociales son distintas, no basta con ver cuántos
hijos de profesionales liberales o de obreros hay aquí o allá, pues hay que relacionar estas cifras con
el número de candidatos posibles. Un modo de hacerlo es lo que suele llamarse "orden de
probabilidades", que permite reducir la presencia de cada grupo a índices conmensurables. Una
manera sencilla de obtenerlo es dividir por el número de jóvenes de una categoría social -clase,
estrato social, categoría ocupacional, etc.- para una cohorte de edad dada el número de ellos que se
encuentra en la rama escolar cuyo sesgo de clase pretendemos analizar. A continuación se hace lo
mismo con las demás categorías sociales y se comparan los índices entre sí, lo que proporciona una
idea aproximada del grado de clasismo o democratización de un sistema. Si el sistema fuera
enteramente democrático en lo que concierne al origen social, todas las categorías sociales estarían
representadas en las mismas proporciones y diríamos entonces que las probabilidades de acceso son
las mismas para cada una de ellas. Girard y Bastide, haciendo estos cálculos y tomando como base
las probabilidades del grupo social más desfavorecido, obtuvieron los siguientes resultados: del
grupo menos favorecido al más, las probabilidades de acceso a sexto variaban de 1 a 3.5, y las de
acceso a un sexto de liceo de 1 a 7.
La selección no se detenía ahí, sino que continuaba a lo largo del primer ciclo. Como el
período de escolaridad obligatoria llegaba entonces en Francia hasta los catorce años, y el primer
ciclo -sin repeticiones- terminaba a los quince, los alumnos tenían la posibilidad de abandonar la
escuela de buen o mal grado antes de terminarlo. Al llegar la cohorte estudiada al final del primer
ciclo, habían abandonado ya antes la escuela el 56 por ciento de los asalariados agrícolas, el 40 por
ciento de los agricultores y el 43 por ciento de los obreros, pero sólo el 1 por ciento de llos
profesionales liberales y técnicos superiores (es decir, de sus hijos).
Baudelot y Establet (1976) analizaron más sistemáticamente la procedencia social de los
alumnos de los distintos tipos de curso cuarto ("clásicas", "modernas I" y "práctico"), de su
equivalente en la formación profesional (el Centre d'Enseignement Technique, CET) y de los que en
esa cohorte de edad estaban fuera del sistema, por haberse incorporado al mercado de trabajo. Los
resultados se reproducen en el Cuadro 3. Los valores consignados no pueden tomarse en sentido
estricto, sino solamente en relación unos con otros. Los datos estadísticos no permitieron a los
autores un cálculo más exacto por varias razones: básicamente porque sólo disponían de los datos
del sector público, si bien la enseñanza privada es muy minoritaria en Francia; y porque no contaban
con las cifras de matriculados en cada rama de cuarto desagregadas por edades, lo que habría
permitido eliminar a los repetidores, por un lado, e incorporar a los retrasados que se encontraban
todavía en cursos más bajos a pesar de pertenecer a la misma cohorte. Por consiguiente, se trata
solamente de probabilidades aproximadas, si bien puede suponerse con buen criterio que el orden
relativo de las mismas se mantendría similar en caso de poder llevarse as cabo un cálculo exacto.

CUADRO 3

Probabilidades de una escolarización del nivel 4.º según la categoría socioprofesional

Red SS Red
PP
4.º clásico + 4.º M1

Práctico + CET
4.º clásico

4.º práctico

1.er año del


Total: SS

Total PP

+ Fuera
4.º M1

4.º M2

Fuera
CET

Profesiones liberales. Cuadros


Superiores y Medios 0.312 0.231 0.543 0.199 0.051 0.097 0.000 0.148
Empleados 0.150 0.182 0.332 0.287 0.054 0.203 0.014 0.271
Patronos de la industria y el
comercio 0.131 0.146 0.277 0.257 0.040 0.145 0.171 0.356
Obreros 0.050 0.090 0.140 0.202 0.079 0.257 0.212 0.548
Agricultores 0.049 0.064 0.113 0.199 0.032 0.103 0.443 0.578
Obreros agrícolas 0.037 0.061 0.098 0.251 0.087 0.193 0.261 0.541

Dada la categorización socio-profesional que se ofrece, de las cinco entradas solamente


pueden emplearse sin temor a error las que corresponden a "profesionales liberales, cuadros
superiores y cuadros medios", "obreros" y "asalariados agrícolas". Las categorías "patrones de la
industria y el comercio" y "agricultores" necesitarían de una nueva desagregación que separara
grandes y pequeños empresarios, etc. La categoría "empleados" es bastante más homogénea, pero sin
alcanzar el grado de nitidez de las tres aludidas en primer lugar. Por consiguiente, y según el orden
en que aparecen en el cuadro, las categorías que pueden y deben ser comparadas son: primera,
segunda, cuarta y sexta. El cuadro se lee entonces así: si las probabilidades de acceder a un cuarto
clásico son de 0.312 para los profesionales liberales y cuadros superiores y medios, 0.150 para los
empleados, 0.050 para los obreros y 0.037 para los asalariados (columna primera), ello quiere decir
que el hijo de un profesional liberal o cuadro superior o medio tiene aproximadamente dos veces las
posibilidades del hijo del empleado, seis veces las oportunidades del hijo de un obrero y ocho y
media veces las oportunidades las oportunidades del hijo de un asalariado agrícola. Por el contrario,
si las probabilidades respectivas de los hijos de estas cuatro categorías citadas de encontrarse fuera
de la escuela son de 0.000, 0.014, 0.212 y 0.261 (columna séptima), ello quiere decir que el hijo de
un asalariado agrícola tiene aproximadamente un 20 por ciento más de posibilidades de abandonar
que el de un obrero, dieciocho veces y media las del hijo de un empleado e infinitas veces las del
hijo de un profesional liberal o cuadro superior o medio, que no tiene ninguna. (Las filas no pueden
sumar 1.0 debido a no haber contado con las escuelas privadas y a las inexactitudes derivadas de la
mezcla de edades en los matriculados).
La columna tercera del cuadro ofrece las probabilidades totales para las secciones "clásicas"
y "modernas I"; la columna octava suma las probabilidades de acceder a cuarto "práctico terminal",
al CET y al mercado de trabajo (lo que normalmente supone haber abandonado en quinto o sexto de
transición o en las de clases de fin de estudios). Baudelot y Establet sostienen que la escuela
francesa, a pesar de sus complejas divisiones y subdivisiones, está constituida por dos redes
escolares distintas a las que denominan "secundaria-superior" (SS) y "primaria-profesional" (PP). La
primera se alimenta sobre todo de hijos de trabajadores y conduce al trabajo manual y subordinado,
la segunda recluta a los hijos de la burguesía y conduce al trabajo intelectual y los puestos de
autoridad, y ambas clases se encuentran en posiciones simétricas -probabilidades de acceso- respecto
de sus respectivas redes. La sección de "modernas II" no sería una tercera red, sino simplemente el
lugar en el que se acumulan los todavía no seleccionados para ninguna de las dos redes, que luego lo
serán en proporciones similares de acuerdo con su origen de clase. Argumentar esto, no obstante,
exige a Baudelot y Establet examinar el acceso a segundo -es decir, a la secundaria superior-, por lo
que nosotros, que no debemos traspasar de momento el primer ciclo, nos detendremos aquí.
Examinemos ahora el caso de Inglaterra y Gales. Aquí, como se recordará, no se trataba de
una escuela dividida internamente en secciones sino de diferentes tipos de escuelas. Por un lado, las
de élite (privadas o independent o public, pseudo-privadas subvencionadas directamente por el
gobierno o direct-grant, literarias o grammar, científicas o technical y literario-científicas o
bilateral), por otro lado las de masas (secondary modern). Como la reforma hacia la escuela
integrada se ha desarrollado desigualmente en el tiempo y en el espacio, ésta (comprehensive)
aparece gradualmente al lado de las antiguas. El Cuadro 4 recoge las proporciones de alumnos en
uno y otro tipo de escuela (Benn y Simon, 1970; Rubinstein y Simon, 1973), en porcentajes:
En los años a los que corresponden los datos del cuadro, las comprehensive schools
existentes eran fundamentalmente secondary modern transformadas, como puede inferirse de la
fuerte disminución de la proporción de alumnos en éstas durante el período, sin parangón en la
disminución de las grammar. Considerando las escuelas privadas y públicas en conjunto, las
primeras representan el sector de élite (incluidas las direct-grant schools), mientras las segundas
incluyen un sector de masas o popular, las secondary modern y las comprehensive, y un sector
intermedio, las grammar, technical y bilateral. El propósito de las comprehensive no era ser escuelas
populares, sino escuelas de todos, pero esto no se logra cuando deben coexistir en una misma zona
con las grammar y las independent, que siguen entonces recogiendo a los que desean una enseñanza
de nivel más alto (sobre este asunto volveremos en un capítulo posterior).

CUADRO 4

1961 1970
Secondary 53.8 36.9
modern...................................................................................................................
Comprehensive.............................................................................................................. 4.5 29.2
......
Grammar........................................................................................................................ 22.1 18.3
.......
Technical........................................................................................................................ 3.1 1.2
......
Otras (bilateral, 6.2 5.9
etc.)................................................................................................................
Independent, direct-grant y alumnos becados en privadas 10.4 8.5
(assisted).....................................

En el sistema educativo de Inglaterra y Gales no se completa un ciclo educativo obteniendo


unos estándares determinados para luego pasar a otro. Ciertamente se pasa de un ciclo a otro, pero a
qué rama es algo que depende -al menos como posibilidad- de la concurrencia a y el éxito en
exámenes que son administrados por organismos la mayoría de las veces independientes de las
escuelas. De manera que, para conocer los efectos de un tipo de escuela u otro, lo más procedente es
analizar, para cada uno de ellos, qué exámenes toman los que abandonan la escuela y con qué notas
y a qué tipo de estudios post-secundarios acceden.
En el Cuadro 5 (Brock, 1981) tenemos, para el curso 1978-79, qué tipos de exámenes y
resultados obtuvieron los que abandonaban las escuelas secundarias. Las escuelas se clasifican en
comprehensive, grammar y otras secundarias por lo que hace al sector público, más las direct-grant
y las independent, o sea las subvencionadas que funcionan como privadas y las propiamente
privadas. Las "otras secundarias" son casi en su totalidad secondary modern, pues apenas quedan ya
technical. Para entender el cuadro se precisa todavía una cierta explicación sobre el sistema de
exámenes. A los 16 años, como media, los estudiantes suelen tomar, como vimos en el capítulo
anterior, exámenes por materias para el General Certificate of Education o el Certificate of
Secondary Education. Como cada alumno puede examinarse en las materias que desee elegir, la
única forma de establecer comparaciones sin complicaciones excesivas es limitarnos al número de
exámenes sin tener en cuenta en qué materia tienen lugar -por lo demás, el grado de dificultad es
equiparable, para un mismo tipo de examen, cualquiera que sea la materia-. Para esta edad, se
consideran de valor equivalente al GCE, cuando se ha obtenido una puntuación "A", "B" o "C", y el
CSE cuando se ha obtenido la puntuación 1 (Wright, 1979; Fry, 1974). A los 18 años. los alumnos
pueden presentarse a nuevos exámenes de nivel avanzado del General Certificate of Education ("A"-
level, a diferencia de los de nivel ordinario, "O"-level, que son los que se toman a los 16), aparte de a
otros exámenes que corresponden a la enseñanza de tipo profesional. En el cuadro se distingue, pues,
entre los que han aprobado uno o más exámenes de nivel avanzado y los que no, que a su vez se
subdividen según hayan logrado cinco o más GCE-"O" con nota "A", "B" o "C" o CSE con nota 1,
uno o cuatro exámenes de cualquiera de estos dos tipos y con las mismas notas, uno o más exámenes
del mismo tipo con notas inferiores o ningún examen. Del número de exámenes GCE-"O" o su
equivalente CSE depende de la admisión en el sixth-form (cursos sexto y séptimo de secundaria, que
constituyen la secundaria superior de tipo general) de las escuelas o en los de los colleges of further
education, si bien las exigencias, que no siempre las hay, son muy variables y concurren con el
dictamen de los profesores del centro. Del número de exámenes GCE-"A" aprobados depende el
acceso a la universidad, y a qué universidad, y a qué universidad, y a algunos otros estudios
superiores.

CUADRO 5

Cualificaciones de los egresados por tipo de escuela. Inglaterra 1978-79.

Escuelas Públicas

“Comprehen- Otras “Direct Todas


sive” “Grammar” Secundarias Total grant” Privada las
s escuelas
Todos los egresados (en 592.1 27.4 74.3 693.8 12.3 31.2 737.4
miles)
Egresados con:
1 o más aprobados GCE nivel
“A” 70.8 14.2 2.1 87.1 9.3 17.0 113.5
Ningún aprobado nivel “A”:
5 o más notas altas(1) GCE
nivel “O” o CSE 51.2 6.2 5.7 63.0 1.4 5.3 69.7
1 a 4 notas altas1 id. 165.2 6.1 21.6 192.8 1.4 7.2 201.4
1 o más exámenes sin nota
alta(2) 222.9 0.8 32.9 256.7 0.2 1.4 258.3
Ningún examen 82.0 0.3 12.0 94.2 0.1 0.5 94.6
Porcentaje de egresados con:
1 o más aprobados GCE nivel
“A” 12 52 3 13 76 54 15
Ningún aprobado nivel “A”:
5 o más notas altas(1) GCE
nivel “O” o CSE 9 23 8 9 11 17 9
1 a 4 notas altas1 id. 28 22 29 28 11 23 27
1 o más exámenes sin nota
alta(2) 38 3 44 37 2 4 35
Ningún examen 14 1 16 14 1 2 13

(1) Notas A a C en GCE nivel “O” o 1 en CSE.


(2) Notas D y E en GCE nivel “O” y 2-5 en CSE.

En el Cuadro 6 (Brock, 1981) tenemos, para el mismo año y con la misma clasificación por
tipos de escuela, el destino posterior de los alumnos según accedieran a estudios universitarios
(degree courses), de magisterio (teacher training courses), otros post-secundarios (other further
education courses) o al trabajo. En ambos cuadros se ofrecen cifras absolutas -en miles- y relativas -
en porcentajes-.
Leyendo la séptima fila del Cuadro 5 pueden verse los distintos rendimiento, en términos de
exámenes, de los diferentes tipos de escuelas. En las direct-grant schools, 76 de cada cien alumnos
consiguen aprobar uno o más exámenes GCE-"A", en las independent 54 y en las grammar 52. Por
contra, las cifras de las comprehensive y secondary modern ("otras secundarias") son 12 y 3
respectivamente. A partir de aquí, las comparaciones ya no pueden hacerse fila por fila, puesto que
entre los que obtienen cinco o más GCE-"O" o CSE (con notas A o B o C y 1, respectivamente) no
figuran ya los que, además de ello, han obtenido algún GCE-"A". Lo que sí se puede comparar es el
porcentaje acumulado de estas dos filas o los porcentajes separados de las dos últimas, los que
obtienen notas consideradas insuficientes y los que no se presentan a exámenes.

CUADRO 6

Destinos de los egresados por tipo de escuela, Inglaterra, 1978-79.

Escuelas públicas
“Comprehen- Otras “Direct Todas
sive” “Grammar” Secundarias Total grant” Privadas las
escuelas
Todos los egresados (en
miles)
Egresados que acuden a: 31.9 7.2 0.7 39.8 5.8 8.7 54.3
Estudios de nivel universitario
Formación del profesorado 2.7 0.6 0.1 3.4 0.2 0.3 3.9
Otros estudios 70.4 5.8 11.9 88.1 2.1 9.2 99.4
post-obligatorios
Empleo 487.2 13.9 61.6 562.7 4.1 13.0 579.8
Porcentaje de egresados que
acuden a:
Estudios de nivel universitario 5 26 1 6 47 28 7
Formación del profesorado 0 2 0 0 2 1 1
Otros estudios 12 21 16 13 17 29 13
post-obligatorios
Empleo 82 51 83 81 33 42 79

El Cuadro 6 es de interpretación más fácil. Leyendo la fila sexta, por ejemplo, encontramos
que acuden a cursar estudios superiores en sentido estricto 47 de cada 100 alumnos en las escuelas
direct-grant, 28 en las independent y 26 en las grammar, frente a 5 en las comprehensive y 1 en las
secondary modern ("otras secundarias"). El orden es el inverso cuando se trata del acceso directo al
empleo. Sólo resta decir que las escuelas de tipo direct-grant no sacarían tanta ventaja a las
independent si en éstas se hubiera ofrecido una desagregación entre las propiamente de élite (public,
o las de la Headmasters Conference, HMC, "Conferencia de Directores") y otras que no lo son, la
mayoría confesionales, sobre todo católicas (voluntary, fuera de la HMC).
Hasta aquí tenemos un sistema fuertemente selectivo y dividido que, a partir de la primera
división, a los once años, ofrece oportunidades muy desiguales a los jóvenes, reflejándose esta
desigualdad en su distinta posición ante los exámenes públicos y los estudios post-secundarios. Si
esta división no tuviera mucho que ver con la clase de origen, el sistema podría ser todavía, no
obstante, meritocrático. El siguiente paso, por tanto, es ver quién acude a cada tipo de escuela. Para
ello nos basaremos en el trabajo de Halsey, Heath y Ridge (1980; véase también Heath, 1982).
Los británicos se distinguen por ser especialmente confusos en la elaboración de las
categorías sociales. En este caso se distingue entre la "clase de servicio" (service class), la media o
intermedia (intermediate: el término middle, en inglés, suele incluir a la clase "alta") y la obrera
(working), según el criterio de Goldrhorpe (Goldthorpe y Llewellym, 1977). La primera incluye
funcionarios del gobierno central y local, profesionales, administradores, directivos de las empresas
y grandes propietarios, pero, lamentablemente, también maestros y asistentes sociales, por ejemplo.
La segunda la forman los empleados de administración y ventas y otros similares sin
responsabilidades a su cargo, los pequeños propietarios y trabajadores autónomos y los capataces.
La tercera, en fin, comprende a los trabajadores manuales de la industria, los asalariados agrícolas y
arrendatarios y similares. Por consiguiente, se trata de una clasificación no homogénea con las más
comunes de clases sociales o status ocupacionales, pero, no obstante, con valor indicativo.
El Cuadro 7 representa la distribución de estas tres "clases sociales" entre los diferentes tipos
de escuela secundaria. las cantidades ofrecidas en porcentajes corresponden a una muestra
representativa formada por diez mil adultos -de veinte a cincuenta y nueve años- y recogida en 1972.
Los más jóvenes, por consiguiente, habían recibido su educación en los sesenta, y la mayoría, en
general, en el antiguo sistema tripartito. Los tipos de escuela que se distinguen ya deben resultarnos
conocidos, a la distinción entre las escuelas privadas que pertenecen a la Headmasters Conference y
las que no acabamos de aludir hace muy poco. Dado que en el intervalo de tiempo de tiempo
considerado las escuelas de tipo integrado (comprehensive) representaban una ínfima minoría, lo
más ilustrativo es comparar el reparto de los efectivos de cada clase entre las secondary modern, de
un lado, y las grammar, direct-grant e independent, de otro; o bien leer el cuadro por columnas,
teniendo en cuenta que los porcentajes se refieren a cada categoría social, no a cada tipo de escuela.
Así, por ejemplo, por la columna primera vemos que asistieron a la escuela secundaria "moderna"
(no selectiva) uno de cada cuatro miembros de la clase de servicio, dos de cada cuatro de la
intermedia y tres de cada cuatro de la obrera. Si comparamos los porcentajes acumulados de las
cuatro últimas que comprenden todas las escuelas privadas o pseudo-privadas y las grammar, la
asistencia de las clases de servicio, intermedia y obrera se aproxima, respectivamente, a seis, tres y
uno de cada diez. Y, si nos quedamos con sólo el sector más elitista (las privadas encuadradas en la
HMC, última columna), las cifras cantan por sí solas: la frecuencia relativa de la clase de servicio es
más de cinco veces la de la clase intermedia y casi cuarenta la de la clase obrera.
Pero, ¿podrían deberse estas diferencias entre las clases en el acceso a distintos tipos de
escuela a la ta traída y llevada heredabilidad genética de la inteligencia?. Ya hemos dicho que, en
general, la tesis hereditaria está hoy, por decir lo más, muy desprestigiada, o, por decir menos, bajo
un intenso fuego. No obstante, éste no es el lugar para dar cuenta de esa polémica. Sin embargo,
contamos con una información de importancia a este respecto, la del llamado Crowther Report
(Central Advisory Council, 1959). En este informe se recogen los resultados de los test
administrados a los reclutas de las fuerzas armadas, de edades entre los dieciocho y los veintiún
años. La muestra sometida al test fue dividida en seis "grupos de capacidad" y mostró que las
capacidades individuales estaban frecuentemente por encima de las que habían sido supuestas
cuando estos reclutas fueron seleccionados y distribuidos entre los distintos tipos de escuelas
secundarias, así como que las oportunidades escolares, a capacidad igual, no eran las mismas para
las distintas clases sociales. Así, por ejemplo, en el segundo grupo por orden de capacidad, el 58.6
por ciento de los reclutas cuyos padres eran profesionales liberales o directivos habían acudido a
escuelas grammar (literarias) o independent (privadas), frente a un 22 por ciento de los hijos de
trabajadores manuales cualificados y un 14 por ciento de los trabajadores no cualificados.
En realidad no era la primera vez que se ponían en duda la justicia y el acierto de la selección
a los once años. Antes del Informe Crowther, un estudio de la National Foundation for Education
Research ya había puesto de relieve que 122 de cada mil alumnos eran evaluados incorrectamente a
los once años (Vernon, 1957), y Douglas (1964) había mostrado ya antes, irrecusablemente, que la
selección para distintos tipos de escuelas secundarias discriminaba a los niños de clase obrera.

CUADRO 7

Asistencia a los distintos tipos de escuela secundaria según clase social

Clase Secondary Compre- Indep. Grammar Direct Indep.


Social modern hensive Technical No HMC Grammar -grant H.M.C.
Servicio
(N=1072) 26.5 1.5 10.2 8.8 35.1 6.2 11.8
Intermedia
(N=2469) 59.1 1.3 12.9 3.3 19.6 1.8 2.1
Trabajadora
(N=4470) 74.7 1.6 11.4 0.5 11.1 0.5 0.3
Todas
(N=8011) 63.5 1.5 11.7 2.5 16.9 1.6 2.4

(Fuente Halsey, Health y Ridge, 1980: 4.4)

Lo ya visto sobre los sistemas escolares francés e inglés parece suficiente para afirmar, sin el
menor temor a equivocarnos por el hecho de generalizar, que los sistemas escolares segregados -es
decir, los que separan a los alumnos al comienzo mismo de la secundaria, ya desde su primer ciclo-
son clasistas en su reclutamiento. Decimos en su reclutamiento, porque, aunque no lo fueran ahí,
podrían seguir siéndolo en su función. Podemos afirmar que un sistema escolar es clasista cuando
prepara a la gente para integrarse en clases sociales diferentes, en las existentes en una sociedad
clasista. Ahora bien, si todos los nacidos en una sociedad, no importa en qué clase de origen,
tuvieran las mismas oportunidades de ir a parar a cualquiera de las clases de destino, tendríamos ante
nosotros un sistema meritocrático, clasista en su función pero no en su reclutamiento. Un sistema
meritocrático no es un sistema no clasista, sino un sistema clasista en el que la pertenencia de clase,
en vez de heredarse, se adquiere. Y, en la medida en que se adquiere, esto puede ocurrir gracias al
éxito en los negocios, a la educación, a un atraco perfecto, a la lotería o a otras muchas causas. Si la
educación fuera meritocrática, sería, como mucho, uno de los factores que conducen a un destino de
clase u otro. Esto es algo tan elemental que produce sonrojo tener que recordarlo, pero no está de
más dado lo extendido de la ingenua creencia en que la educación es el mecanismo fundamental en
la distribución de las personas por las distintas clases sociales.
Esta creencia está en la base de las actitudes de la opinión pública -o, si se prefiere, de las
reivindicaciones populares- en torno a la escuela y constituye el centro universal del discurso oficial
sobre la educación. Toda sociedad organizada y dividida que no quiera vivir en permanente guerra
civil necesita alguna forma de consenso o legitimación. En las sociedades industrializadas -y aquí,
por suerte o por desgracia, se incluyen tanto las capitalistas como las llamadas socialistas- este
consenso es fundamentalmente de tipo, digamos, tecno-meritocrático. Así como otros sistemas
sociales anteriores buscaron su legitimación en la religión o en las diferencias de nacimiento, la parte
del mundo en que vivimos la busca y al encuentra en buena medida en el supuesto de que cada cual
puede llegar lejos y sólo tan lejos como lleguen sus méritos. Los méritos, por descontado, son algo
muy difícil de medir, y para hacerlo hay que recurrir a procedimientos indirectos. En la época dorada
del capitalismo de libre empresa se suponía que la demostración de los propios méritos estaba
precisamente en el éxito económico. Puesto que el mercado estaba abierto a todos, cada cual podía
acudir a él con su trabajo o su producto y sería retribuido de acuerdo con el valor de éste. En el
capitalismo de hoy resulta más difícil creer en el mercado como un mecanismo justo de distribución
de recompensas, de modo que hay que buscar auxilio fuera del mismo. Entonces se vuelve la vista
hacia el Estado y, en particular, hacia la educación. Ante el Estado y ante la escuela se borran
teóricamente las diferencias marcadas por la propiedad y todos los ciudadanos son puestos en una
misma línea de salida, a partir de la cual cada uno deberá arreglárselas como pueda. Con
oportunidades educativas iguales, cada uno podrá desarrollar al máximo sus capacidades y
potencialidades, y la sociedad llamará a los más capaces al desempeño de las tareas más difíciles,
asignándoles, en correspondencia, recompensas mayores. En los países de economía capitalista, la
escuela va desplazando firmemente al mercado como foco del consenso meritocrático (Habermas,
1975). En los países llamados socialistas ya lo ha hecho por completo (Markiewicz-Lagneau, 1971;
Connor, 1979).
No es difícil intuir las consideraciones que llevaron a los sectores sociales excluidos de la
enseñanza académica a pedir su inclusión, o sea un sistema escolar unitario. La evidencia de todos
los días es que la posición social va asociada a la educación -si bien lo que la evidencia cotidiana no
nos dice es si la segunda es la causa de la primera o ambas tienen una tercera causa-. En el peor de
los casos, lo que en manera alguna podría ser una solución para una clase entera sí puede serlo para
algunos de sus miembros -a condición, precisamente, de que sean sólo algunos-. La educación es la
esfera donde los trabajadores que no encuentran soluciones como clase pueden buscarlas
individualmente, si no para sí mismos al menos para sus descendientes. Por otra parte, hay una larga
tradición liberal y socialista o anarquista que vincula la lucha por la libertad y por las mejoras
materiales al acceso a la educación. En el discurso dominante no caben otras tradiciones del
movimiento obrero, pero sí ésta, sobre todo si supone la aceptación total o parcial del consenso
meritocrático. Desde este punto de vista, las reformas educativas pueden ser un buen sustituto de
reformas sociales que tendrían un precio económico y político más elevado.
La posguerra fue un período dominado por una ideología relativamente igualitaria. Haber
compartido la carga bélica daba un derecho suplementario a participar adecuadamente en el reparto
de la riqueza. En la misma dirección apuntaban el peso de las tradiciones del movimiento obrero de
entreguerras y el entonces todavía considerable atractivo de los logros sociales de la Unión
Soviética, todavía no definitivamente empañados por la propaganda de la guerra fría y la realidad de
Berlín, Hungría, Checoslovaquia, etc. Por otro lado, sin embargo, la posguerra fue también un
período de crecimiento económico acelerado que insufló nueva vida al capitalismo e hizo olvidar la
época de la Gran Depresión, así como el escenario del surgimiento y desarrollo del Estado del
Bienestar. En esta constelación de circunstancias, si se nos perdona hacer de profetas después de los
hechos, no resulta demasiado sorprendente que se extendiera una cierta ideología igualitaria,
concretamente la que sustituye la idea de la igualdad misma, la igualdad social, por su versión
bastarda, la igualdad de oportunidades.
¿Y qué mejor instrumento para la igualdad de oportunidades que la escuela? Mucho antes de
que la mayoría de los gobiernos pensara siquiera en una escuela integrada, ésta ya era exigida de un
modo u otro por los partidos de izquierda y las organizaciones sindicales, que encontraron en ello
una reivindicación aparentemente radical pero plenamente aceptable en el marco de un consenso
democrático-liberal. Allí donde la específica organización del sistema escolar lo permitía, los
enseñantes progresistas, haciéndose portavoces de una reivindicación creciente, pusieron en pie
formas de escuela integrada mucho antes de que se insinuara siquiera en los documentos
ministeriales. En Inglaterra y Gales, por ejemplo, numerosas escuelas de tipo secondary modern
hicieron las veces de comprehensive antes de tener la oportunidad de serlo legalmente. A pesar de
que sus alumnos no habían pasado la barrera de los once años (el examen llamado eleven-plus), y
por eso habían ido a parar por ahí, las secondary modern schools les ofrecían la posibilidad de seguir
cursos preparatorios para la presentación a los exámenes selectivos correspondientes a los dieciséis
años, los del GCE-"O" level, además de tratar de retenerlos en todo caso más allá de los quince años,
entonces término de la escolaridad obligatoria (Taylor, 1963; Maddock, 1983). Algo similar ocurrió
en la década de los sesenta en el sur de Australia. En este país la mayoría de las escuelas secundarias
(high schools) eran de tipo general, pero había una considerable proporción de escuelas secundarias
técnicas (technical high schools). Si bien el acceso a unas u otras respondía formalmente a la opción
paterna, de hecho las escuelas técnicas se encontraban normalmente en zonas urbanas de clase
obrera y tenían un publico obrero. Se suponía que los alumnos no debían presentarse a exámenes
públicos, como en el caso de las secondary modern en Inglaterra, pero también aquí tomaron por sí
mismas la iniciativa de contravenir esta costumbre, mucho antes de que también en Australia
meridional cobrase cuerpo la reforma comprehensiva (Toomey, 1968). En ambos casos -en otros no
estaba al alcance de las escuelas tomar este género de iniciativas, al ser preceptiva la exclusión de
ciertos exámenes o ciertos estudios- nos encontramos ante la iniciativa popular de escuela integrada,
ante una reforma comprehensiva desde abajo.
¿Y desde arriba? Desde arriba también había muchas razones para la reforma de la enseñanza
secundaria, y no todas ellas estribaban en el puro ideal meritocrático. Desde luego, la implantación
de un primer ciclo secundario integrado ayuda a generar consenso, y generar consenso puede ser un
fin en sí mismo además de un resultado indirecto derivado de una reforma sincera. El hecho, no
obstante, es que cuando la reforma comprehensiva estaba en pañales en muchos países ya se contaba
con un considerable caudal de investigaciones mostrando que tampoco las escuelas integradas
contribuyen excesivamente a la igualdad social. Evidentemente, esto podría haberse inferido ya de la
larga tradición comprehensiva del sistema escolar norteamericano, o de la persistencia de
desigualdades en la URSS. No obstante, en la década de los sesenta y en los primeros setenta vieron
la luz importantes investigaciones que indicaban que las tasas de movilidad social no parecían
depender del tipo de sistema escolar (Bendix y Lipset, 1959; Lipset y Bendix, 1972) ni los resultados
académicos de las diferencias entre escuelas (Coleman, 1966: Jencks, 1972a). Ello, sin embargo, no
hizo que los gobiernos pasaran a anticipar posteriores reformas escolares o extraescolares, sino que
todo siguió y sigue como si se buscara agotar la buena fe en los efectos prometidos por la
integración del primer ciclo secundario.
De hecho, el resorte funciona y lo hace bien. Con independencia de que la igualdad escolar
no haya contribuido a la igualdad social -salvo, claro está, en la medida en que la educación misma
es un bien del que la mayoría de la población dispone cada vez en mayor cuantía, sean cuales sean
sus virtudes como "inversión"-, sí que parece hacer cambiar la visión que las personas tienen de la
sociedad. Diversos estudios realizados en Inglaterra muestran que mientras los alumnos de la
secondary modern veían la sociedad como algo divido, con dos clases sociales enfrentadas, una
visión que es precondición de su toma de conciencia como miembros de la clase obrera, los alumnos
de las grammar la percibían como una pirámide regular y continua que cualquiera puede escalar,
legitimando así su posición de clase como presunto resultado de sus méritos individuales
(Himmelweit et al., 1952). Posteriormente se ha podido comprobar que estas diferencias se reducen
en la comprehensive, al coexistir ambas clases en una misma escuela (Miller, 1961). La reforma
comprehensiva inglesa tendría entonces entre sus finalidades inculcar a todos una visión armónica de
la sociedad propia de la clase media (Bellaby, 1977). Por ello se ha sugerido que la comprehensive
school inglesa no es el producto del radicalismo desde el que se había abogado por ella can
anterioridad a la segunda guerra mundial, sino de la guerra fría, que exigía una nación reconciliada
frente al comunismo (Centre for Contemporary Cultural Studies, 1981).
Cabe preguntarse, igualmente, hasta dónde la escuela integrada es una reivindicación de la
clase trabajadora o de la clase media. Quizá por haberse convertido en el principal mecanismo de
legitimación meritocrática, la educación, que no parece muy eficaz a la hora de rescatar de su
condición a los jóvenes de las clases sociales más desfavorecidas -siempre que nos atengamos a los
grandes números-, podría haber llegado a ser, en cambio, un elemento indispensable para que los
privilegiados o semi-privilegiados se mantengan donde están (Thurow, 1984; Boudon, 1984;
Collins, 1984). Volviendo al caso inglés -que es el más estudiado, precisamente por lo prolongado y
polémico que ha sido el proceso de reforma-, es un hecho que el fracaso en el eleven -plus (la
selección a los once años) afectaba a sectores no mayoritarios pero sí importantes de la clase media.
Esto parecen que era especialmente cierto en algunos distritos escolares con escuelas primarias no
demasiado bien dotadas (Lodge y Blackstone, 1982; Heath, 1982). Ello ni significa que el interés en
la reforma fuera exclusivo de esta clase, pero levanta sospechas de que hubiera de esperar para
convertirse en una política practicable a tener otra base social que la de los solos trabajadores
manuales.
Semejante hipótesis cuadraría muy bien con otra, distinta pero complementaria. Dejando de
lado a la particularmente ilustrada derecha francesa, la reforma comprehensiva parece ser en general
en general un asunto de la socialdemocracia. En general, desde la frontera del siglo veinte los
partidos socialdemócratas se decantaron por el acceso al gobierno por la vía electoral y
parlamentaria. Entonces podía parecer realista -por ejemplo para Kautsky- la perspectiva de un
crecimiento imparable del proletariado industrial que terminaría por dar la victoria a su partido
gracias al sufragio universal, pero pronto dejo de serlo. En el período de entreguerras, el crecimiento
numérico de la clase obrera tradicional se estancó sin llegar a lograr apenas en ningún país la
mayoría absoluta de la población activa (con la excepción de Bélgica, donde llegó a ser el 50.1 por
ciento para declinar a continuación). En estas circunstancias, si la socialdemocracia quería ganar las
elecciones no tenía otro remedio que dirigirse al conjunto de la nación por encima de las diferencias
de clase (Przeworsky, 1980), al menos mientras no se le ocurriera otro concepto más imaginativo de
clase obrera, cosa que nunca ocurrió. De ahí al paso siguiente no hacía falta un gran esfuerzo.
Después de la segunda guerra mundial, la clase obrera tradicional declina en cifras y en "conciencia
de clase" mientras asciende y crece sin cesar la "nueva clase media". Las condiciones están entonces
dadas para que la socialdemocracia pase de ser un partido de clase obrera que se dirige también a las
clases intermedias a ser un partido de clase media que también se dirige a los obreros tradicionales.
Este es el paso que al parecer decidió dar el partido laborista británico después de la gran derrota
electoral (por tercera vez consecutiva) de 1959. Decidió que si quería volver a ganar las elecciones
tendría que cambiar su política para conseguir el apoyo de la boyante clase media y de una nueva
clase obrera "respetable" que habría abandonado las prácticas sectarias anteriores. Y encontró el
tema por excelencia para una política de clase media en la reforma comprehensiva de la escuela, un
presunto instrumento de igualdad social que levantaba muchas menos ampollas que la anterior
política de nacionalizaciones (Halsey, 1968; Whiteside, 1978). La reforma educativa pasó a ser uno
de los cinco temas principales en el documento de la fracción parlamentaria Signpots for the Sixties
("Indicadores para los sesenta") (Parkinson, 1970; Bellaby, 1977; Centre for Contemporary Cultural
Studies, 1981).
Por otra parte, la época de la gestación y entrada en vigor de la reforma de la enseñanza
secundaria hacia un modelo integrado fue testigo del furor desatado en torno a la teoría del "capital
humano", la "modernización", la educación "como inversión", la "planificación de mano de obra",
etc. La teoría del capital humano, en particular, además de ofrecer una formulación aparentemente
científica de la ideología meritocrática y su proyección sobre la escuela, afirmaba que, desde le
punto de vista de una nación, la educación era la base y la mejor palanca de desarrollo económico
(Schultz, 1984; Blaug, 1971; Papagiannis, Klees y Bickel, 1982). Era también la época de la
"revolución científico-técnica", la "transformación de la ciencia en fuerza productiva directa", la
"sociedad post-industrial", etc. (Richta, 1973; Bell, 1976). Nada más grave y perjudicial para una
nación, en consecuencia, que despilfarrar parte de sus talentos por haberlos sometido a una selección
demasiado temprana. Y nada más gratificante para un padre de clase media cuyo vástago de talento
estaba bajo la espada de Damocles del "fracaso escolar" que ver a ésta retrasarse unos cuantos años.
En la crítica tecnocrática de la selección temprana abundan términos como "desarrollo tardío" (late
bloomers), "reserva de capacidad" (pool of ability) y otros destinados a señalar que las naciones no
podían despilfarrar sus recursos humanos.
Finalmente, no hay que olvidar una contradicción interna a los sistemas segregados. Puesto
que la diferenciación de la enseñanza es, a la vez, descalificación para unos y promesa de futuro para
otros, es lógico que la mayoría quiera acceder a las ramas de tipo académico. Por añadidura,
precisamente por su academicismo, estas ramas (bachillerato, baccalaureat, licei, gymnasien...) no
tienen otra salida rentable que el acceso a los estudios superiores. Abandonar los estudios después de
seguir la secundaria académica puede ser una mala inversión, o al menos poco rentable. Dentro de
esta lógica, a la población le resulta difícil acceder a los estudios largos, pero para los gobiernos lo
es todavía más sacarla de ellos. Parece, pues, una condena de los sistemas segregados el
ensanchamiento de la rama académica más allá de las proporciones previstas, y ésta parece que era
la situación en países como Alemania y Francia ya al final de la década de los sesenta (Neave, 1981;
Vincens, 1981), así como también en España en la segunda mitad de los setenta (Fernández Enguita;
1982, 1983a). Estaría entonces en la lógica de la reproducción de la división social del trabajo al
sustiruir un sistema escolar estruendosamente divisor por otro que, al serlo menos, desestimulara la
fuga hacia la rama académica ofreciendo alternativas menos descalificadoras y no tan
desprestigiadas (Ibíd.).
Sobre estas piedras se edificó la reforma de la enseñanza secundaria. De ello no debe
deducirse que haya de ser juzgada solamente por su valor instrumental, es decir por su capacidad o
incapacidad para fomentar la igualdad, favorecer el desarrollo económico, etcétera. En todo caso,
supuso y supone una permanencia más larga en la escuela para una gran cantidad de alumnos,
particularmente los de medios sociales más "desfavorecidos", y cambios en los métodos de
enseñanza. Sobre algo de ésta versa el capítulo siguiente.
Capítulo 3

La polémica
sobre los efectos generales
de la reforma
Desde sus inicios, la reforma comprehensiva ha desatado las más acerbas polémicas en torno
a sus resultados y a la comparación del nuevo sistema con el sistema segregado precedente. Sería
imposible dar cuenta del conjunto de argumentos y contraargumentos que se han empleado a favor o
en contra de la escuela integrada en los últimos decenios. Lejos de ser una cuestión sentada, el
debate apenas comienza a ofrecer resultados fiables. Ello se debe a varias razones: la primera es que
el surgimiento de una polémica exige previamente una cierta maduración de las condiciones, de
manera que los problemas de la escuela integrada sólo han podido ser percibidos cuando ya se
contaba con cierta experiencia al respecto; la segunda es que las investigaciones en ciencias sociales,
especialmente cuando el objeto a investigar tiene una dimensión temporal -por ejemplo, los cinco a
ocho años reformados en la escuela inglesa, los cuatro de la francesa o los tres de la italiana-
requieren largos intervalos para su realización; la tercera es la esencia de la investigación y el debate
intelectual mismos, consiste en que los resultados de investigaciones anteriores son reiteradamente
refutados por otras más recientes, mostrándose así que no hay verdades primeras, sino tan sólo
errores primeros.
Aquí vamos a limitarnos a algunos aspectos importantes de la polémica. Primero trataremos
el problema de la evolución de las oportunidades ofrecidas a los alumnos, particularmente los de las
clases trabajadoras, si bien este punto será tratado con mayor extensión en el capítulo siguiente.
Después abordaremos los efectos de la reforma sobre la organización y los métodos de enseñanza, si
bien dejamos para otro capítulo posterior el estudio más detallado de los currículos. A continuación
abordaremos el tema más discutido de todos, a saber: si el "nivel" ha aumentado o descendido. Tras
esto, atenderemos sucesivamente a dos efectos inducidos más allá o tangencialmente al espacio de la
reforma, concretamente la traslación de las desigualdades hacia el tramo siguiente del sistema
escolar y el nuevo impulso de la enseñanza privada.
Legalmente, la instauración de una enseñanza integrada que abarca el primer ciclo
secundario amplía de manera obvia, en todo caso en términos formales pero también en términos
reales, la gama de alternativas que se ofrecen ante los alumnos, al menos hasta los que hasta
entonces estaban excluidos. En general, los alumnos ingleses, franceses, italianos, belgas, etc., no
son ya segregados a los once años de edad. Ahora son mantenidos durante más tiempo en un
programa de tipo general, lo cual tal vez no aumente demasiado sus oportunidades reales de seguir
programas académicos en la secundaria superior y el nivel universitario, pero levanta restricciones
que antes eran insalvables. Los defensores de la escuela segregada argumentan que ésta ofrecía
puentes que permitían a los alumnos rectificar el rumbo asignado si mostraban tardíamente -es decir,
después de la primera selección- la capacidad o las disposiciones adecuadas. Todos los sistemas
escolares segregados, efectivamente, ofrecen algún tipo de segunda oportunidad a los que han sido
separados del tronco general. Sin embargo, estudio tras estudio se ha mostrado que estos puentes son
más bien estrechas pasarelas muy poco frecuentadas que representan muy poco en el conjunto del
sistema escolar y que tienen más bien la función de satisfacer a una galería con cierta mala
conciencia (Robinson y Thomas, 1980; Baudelot y Establet, 1976). Parece más bien que esta
movilidad entre ramas existe de manera significativa sólo en sentido descendente.
La razón de esta impermeabilidad entre las ramas, más allá de los obstáculos formales,
estriba en el hecho de que en ellas se impartan programas distintos. El alumno que es enviado a la
formación profesional o los cursos que conducen a ella recibe una enseñanza que lo separa cada vez
más de los requerimientos de la rama general o académica, de modo que el efecto de la primera
división es acumulativo y, por ello, prácticamente irreversible. Aquí reside la otra ganancia de los
alumnos incluidos en escuelas integradas, al menos si eran candidatos potenciales a la formación
vocacional -eufemismo de la profesional-. De entrada, el programa que siguen incluye por lo común
un componente mayor de estudios de tipo general o académico (Holmes, 1983; Cowen y McLean,
1984). Si bien veremos más adelante que la existencia de secciones al aproximarse el segundo ciclo
secundario, la agrupación por capacidades o el sistema de materias optativas pueden hacer que se
configuren de hecho programas diferentes, hay que admitir que la presencia de los distintos
programas en un mismo centro, no habiendo trabas institucionales para el cambio, es también una
ventaja que puede facilitar rectificaciones.
Más importante, probablemente, es el efecto de la posibilidad de una mezcla de clases
sociales en las aulas. Ningún sistema comprehensivo occidental ha conseguido ni pretendido mezclar
a la élites sociales con la base, pero sí es un propósito comúnmente aceptado el de hacer convivir a
la clase media y a la clase obrera. En su momento veremos por qué razón no se logra esto en la
medida oficialmente deseada, pero está fuera de duda que en la escuela integrada se produce un
mayor contacto entre las clases sociales distintas que en los sistemas segregados. Simplificando
mucho, podemos partir de la hipótesis de que las expectativas sociales, el horizonte cultural y la
actitud ante la escuela de los alumnos dependen de su familia, de sus amigos -el "grupo de iguales"-
y de la institución escolar misma (Parsons, 1976; Parsons y Bates, 1955; Kahl, 1961). En un sistema
escolar segregado, lo normal es que un niño de clase obrera además de , por su puesto, una familia
de clase obrera, tenga amiguitos de clase obrera y profesores que no ponen demasiadas esperanzas
en sus pupilos, con lo que el efecto del origen social se hará sentir por todos los caminos. En una
escuela integrada, la familia del niño será la misma pero es posible que entre sus amigos haya
miembros de otras clases sociales y es probable que sus profesores alberguen mejores perspectivas
para el conjunto de sus pupilos. Con independencia del problema de las ilusiones y desilusiones
meritocráticas y de las actitudes frente a la propia clase que conlleven, es probable que todo esto
contribuya a un clima social y académico en la escuela más estimulante de cara al estudio.
En sus copiosas investigaciones sobre los factores del rendimiento escolar, Coleman y Jencks
(analizando la escuela norteamericana, de tipo integrado) llegaron a la conclusión de que la mezcla
de clases sociales tenía un notable efecto positivo sobre el rendimiento académico de grupos que, en
otras circunstancias, arrojaban resultados muy bajos. Coleman (1966) y su equipo encontraron que el
nivel socio-económico (esto es, la composición social medida por la posición socio-económica de
los padres de los alumnos) tenía sobre el logro educacional de los alumnos el efecto más importante
después del origen social, siendo en todo caso mayor que el de los restantes factores medibles.
Jencks (1972a) llegó a la conclusión de que una mezcla social adecuada podría reducir la
desigualdad de logros educativos entre un diez y un veinte por ciento -la posibilidad de reducción
más importante de las detectadas por Jencks, si descontamos las diferencias genéticas y las de clase
social, es decir, las que son ajenas a la escuela y quedan fuera de su alcance-. Otros numerosos
estudios han confirmado de un modo u otro la misma hipótesis (U.S. Commission on Civil Rights,
1967; Hanushek, 1968; McPartland, 1968; Cohen, Pettigrew y Riley, 1972; Jencks, 1972b, 1972c,
1972d; Smith, 1972; Crain, 1968). Otros autores, empleando test basados en currículo impartido en
las escuelas -en vez de tests estandarizados como los de Coleman, Jencks y otros estudios basados en
el banco de datos de la Equality of Educational Opportunity Survey (EEOS)-, han encontrado un
efecto todavía mayor del "clima" de la escuela (Madaus et al., 1979; Rutter et al., 1979). Brookover
y sus colegas (1979), midiendo el "efecto" de cuatro variables, la composición social de la escuela -
según el estatus socioocupacional y la raza-, el "clima educativo" -las expectativas medias del
director y los profesores-, la organización interna de la escuela y las características de los profesores,
sobre el logro, el autoconcepto académico y la confianza en sí de los alumnos, encontraron que las
variables con mayor capacidad explicativa eran las dos primeras. Si se tiene en cuenta que la
segunda -las expectativas del profesorado- es bastante probable que dependa fuertemente de la
primera -la composición social del estudiando-, todo ello refuerza la idea de la importancia de ésta
en general y de los beneficios académicos que, por tal vía, supone la escuela integrada para los
alumnos de origen social bajo.
En general, podría decirse que los alumnos forman amistades sobre dos bases distintas: su
clase social de origen, o sea su origen social, y su supuesta clase social de destino, o sea sus
aspiraciones educativas (Ford, 1969; Bellaby, 1977; Newbold, 1977; Eggleston, 1974a). Si es así, no
cabe duda de que la mezcla de adolescentes de diferentes orígenes sociales en las aulas, posibilitada
-si bien en modo alguno asegurada- por las escuelas integradas, tendrá un efecto positivo, sea mayor
o menor y afecte a una cantidad menor a mayor de ellos, sobre los de origen social desfavorecido.
En segundo lugar, la unificación del primer ciclo secundario ha tenido efectos notables sobre
la pedagogía tanto del primer ciclo mismo como de la escuela primaria. La cercanía de un punto
donde se practicará una selección y distribución más o menos definitiva tiene el efecto inevitable de
forzar una pedagogía de tipo más academicista y restrictivo, penalizando, al menos aparentemente,
cualquier alejamiento de este patrón con el riesgo de fracaso de los alumnos. El alejamiento del
punto de selección, por el contrario, permite una mayor flexibilidad en el contenido y los métodos de
enseñanza y, por consiguiente, una pedagogía y unos programas más adaptados a los intereses y las
peculiaridades tanto del grupo de edad colectivamente considerado como individualmente de cada
alumno. Uno de los principales argumentos de los profesores en favor de la escuela integrada es
precisamente éste. La supresión de la selección en el acceso al primer ciclo secundario, donde ha
tenido lugar, ha dejado a los profesores de primaria las manos libres para emplear métodos
pedagógicos más diversos y abiertos, y ha posibilitado la experimentación sin riesgo. En cuanto al
ciclo secundario inicial mismo, el efecto ha sido doble. Por una parte, la reunión bajo un mismo
techo, y a veces en un mismo aula, de alumnos de capacidades e intereses divergentes, ha levantado
la problemática de la motivación y forzado a los profesores y a las autoridades educativas a
respuestas más imaginativas a la pregunta de enseñar y cómo emplear el tiempo en las escuelas, así
como diversificar la oferta allá donde la legislación lo permite, mediante una amplia gama de
optativas. Sin embargo, por otra parte, ha producido de manera difusa el efecto contrario, pues si en
el antiguo sistema segregado los que ya habían sido desplazados de la rama académica y no se
habían integrado todavía en la formación profesional en sentido estricto podían llevar una vida más o
menos plácida en las aulas, al mantenerse todavía en el horizonte -al haber sido retrasado- el
momento de la selección se ven sometidos a unos programas y métodos más academicistas
(Broadfoot, 1979; Consultative Committe to the Board of Education, 1938; Secondary Schools
Examination Council, 1943; Chitty, 1979; Benn, 1979; Holly, 1976; Secretary of State, 1977).
Ninguna discusión tan intensa, sin embargo, como la que arrastra la pregunta de si el "nivel"
de los estudiantes aumenta o desciende con la unificación de la enseñanza durante el período
obligatorio. El terror a que la mezcla y la promiscuidad sociales hagan descender las cualidades
medias de la élite es tan viejo como la sociedad, y no es más que el corolario afectado de la creencia
ideológica, sincera o interesada, en que los que están arriba lo están porque lo merecen desde que
nacieron y viceversa. Las castas se protegían a sí mismas impidiendo los matrimonios cruzados, la
nobleza asegurando vínculos de sangre y la burguesía procurando no transgredir en sus relaciones
amorosas el ámbito de las "buenas familias". En 1912, Goldard y sus colaboradores pretendieron dar
una base científica a esta creencia estudiando la presunta doble descendencia del soldado Martín
Kallikak, hombre de buena familia, con una digna cuáquera y con una taberna deficiente mental
(Delval, 1982). Ninguna ley hasta la fecha ha obligado en ningún país del mundo a la gente de una
clase social a establecer lazos familiares o sociales con la de otra... hasta la llegada de la escuela
integrada. Y, desde entonces, no se interrumpe la discusión sobre si semejante contacto no
perjudicará a los de arriba.
Naturalmente, nadie discute en estos términos sino que se eligen otros más presentables. En
la versión más discreta se discute si el "nivel general" aumenta o desciende. Los reproches se dirigen
siempre de arriba hacia abajo: los examinadores espetan a los profesores que los resultados
descienden, la universidad reprocha a la enseñanza media que los estudiantes que llegan no son ya
como los de antes y la prensa y los empleadores critican a la universidad y la enseñanza secundaria
que sus títulos ya no indican mucho.
Clamores por el descenso general de nivel de la enseñanza, particularmente de la enseñanza
secundaria, hay para dar y regalar. Según la Fundación Carnegie, por ejemplo, el nivel de aptitud
verbal y matemática de los estudiantes norteamericanos de secundaria no ha dejado de descender
entre 1952 y 1982 (Boyer, 1983; National Assessment of Educational progress, 1980, 1983, 1978;
véase también College Entrance Examination Board Advising Panel, 1978). El problema de este
estudio y de otros similares es que no tienen en cuenta lo elemental: que la tasa de asistencia a la
enseñanza secundaria ha aumentado sin parar a lo largo del tiempo, lo que supone una
diversificación del público escolar, incluyendo crecientemente alumnos menos motivados
académicamente, y por tanto, necesariamente, un descenso de la media.
Antes de entrar en mediciones más precisas, sin embargo, debemos dejar constancia de otras
conclusiones procedentes de otras fuentes. El Inspectorado de Su Majestad Británica, por ejemplo,
que no se caracteriza por su benevolencia hacia las escuelas, ha dejado constancia recientemente del
ascenso del nivel en los conocimientos básicos (Her Majesty Inspectorate, 1978a). Como quien dice
ayer, el informe Prost (1983) afirmaba que los liceos franceses se había elevado masivamente el
nivel en matemáticas, economía y lenguas vivas, manteniéndose en historia y geografía y
decreciendo en francés -y esta elevación global en el segundo ciclo secundario sería harto difícil si la
tónica en el primero fuera el declive-. En los mismos Estados Unidos no faltan estudios -
patrocinados a veces por los mismos organismos que los que sostienen lo contrario- que contradicen
la hipótesis del descenso antes reflejada, aplicándose incluso a casi todo lo que va de siglo y sin
correcciones para compensar el aumento de las tasas de matrícula (Finch, 1946; Berdie et al.,1962;
Taubman y Wales, 1972). En la República Federal de Alemania, mientras tanto, tenemos testimonios
contradictorios (Meinberg, 1978; Finkenstaedt, 1980).
En la variante combativa lo que se sostiene es que la escuela integrada perjudica a los
alumnos más dotados, que se ven sometidos al lento ritmo de aprendizaje de los otros. En un sistema
segregado, se argumenta, los profesores deben atender a grupos de clase más o menos homogéneos,
de manera que nadie se encuentra muy lejos de la velocidad media de aprendizaje o de la capacidad
de promedio. Los alumnos más dotados se benefician del hecho de ser reunidos con sus semejantes y
poder emplear al máximo sus capacidades. Los menos dotados también salen beneficiados, pues no
están sometidos a la tensión que produce el compartir el ambiente el ambiente de estudio con otros
muchos más capacitados que ellos. Los profesores, por su parte, no se ven obligados a plegarse al
ritmo y los intereses de un hipotético e inexistente alumno medio.
Antes de entrar en la respuesta, no obstante, hay algo que decir sobre la pregunta. Suponer
que la escuela debe empeñarse en depositar el máximo de conocimientos académicos en los
alumnos, tal como éstos se administran y miden normalmente, es dar por sentado algo que debería
ser previamente argumentado. Suponer que ésta debe ser, además, la finalidad de la escuela
integrada es probable que sea ir demasiado lejos. Con argumentos tan respetables o más se podría
afirmar que el objetivo de las escuelas debería ser proporcionar un período de felicidad a los
alumnos, facilitar la relación entre grupos sociales distintos, ofrecer una preparación para la vida
menos sesgada y árida que la académica y un largo etcétera.
Sin embargo, la acusación contra la escuela integrada de que impide a los alumnos más
dotados desarrollar a fondo sus capacidades es persistente y estruendosa, tanto en países con una
larga tradición comprehensiva, como los Estados Unidos (Coleman et al., 1947), cuando en otros
que han pasado y están pasando por un largo proceso de reforma, como el Reino Unido (Cox y
Dyson, 1969b, 1970, 1975, 1977). En general, la tesis del nivel en descenso no se sostiene según la
mayoría de las investigaciones (véase Wright, 1979; Woodring, 1957), pero es sistemáticamente
mucho más publicitada que la contraria.
El caso británico es ilustrativo a este respecto. Un estudio de Bennet (1976), por ejemplo,
que acusaba a los métodos progresivos de enseñanza de producir resultados netamente inferiores a
los de los tradicionales fue ampliamente difundido por la prensa. El estudio en cuestión no tenía en
cuenta el origen social de los alumnos, las condiciones locales, el grado de experiencia de los
profesores, ignoraba el hecho de que los alumnos sometidos a métodos "informales" tenían una
experiencia mucho menor en contestar tests que los sometidos a métodos "formales", empleaba
métodos estadísticos altamente discutibles y contenía errores de bulto en los resultados (véase
Wright, 1977). En general, el primer defecto de los estudios de este tipo es su empeño en medir la
eficacia de las escuelas por los resultados de los alumnos en tests de matemáticas, lectura y escritura
(Gray, 1978): efectivamente, los métodos tradicionales arrojan con frecuencia resultados ligeramente
mejores -pero no siempre- en estos objetivos tradicionales, pero lo que caracteriza a la innovación
pedagógica no es solamente el cambio de métodos, sino también y sobre todo el cambio de
objetivos.
Casos como éstos evidencian los vicios de fondo del debate, pero se refieren en general a la
enseñanza primaria y no nos dicen nada sobre la secundaria, o sea sobre el efecto del paso de una
escuela segregante a una escuela integrada. A este respecto no se cuenta todavía con estudios
sistemáticos de detalle que puedan discutidos y ofrecer una panorámica general, pero sí con una
evidencia indirecta a partir de los datos obtenidos por la Asociación Internacional para la Evaluación
de los Resultados Educativos (International Association for the Evaluation of Educational
Achievement: IEA). La IEA analizó los resultados en tests normalizados de los estudiantes de una
docena de países en distintos niveles de la escuela y diferentes materias. Los métodos de análisis de
este proyecto han sido sometidos a diversas críticas, pero ninguna de ellas afecta seriamente a las
conclusiones generales que aquí mostraremos (Harnqvist, 1974; Inkeles, 1979; Anderson, 1979;
Freudenthal, 1975; Downing y Dalrymple-Alford, 1974; Husén, 1979). Al comparar sistemas
educativos muy diversos, el estudio de la IEA permite contrastar los resultados obtenidos por los
alumnos en escuelas segregadas e integradas. El objetivo del estudio no era ése, y por tanto no se
aquilataron los métodos de investigación para obtener conclusiones fiables al respecto, pero, si los
resultados fueran sistemáticamente mejores en los sistemas escolares segregados, podríamos
suponer, casi sin lugar a dudas, que la integración de la enseñanza secundaria tiene efectos negativos
sobre el "nivel".
A primera vista, los resultados parecen confirmar esta hipótesis, pues los países con sistemas
comprehensivos se sitúan en los lugares más bajos. Sin embargo, semejante apreciación no tiene en
cuenta que la proporción de la cohorte correspondiente de edad que llega al nivel escolar en que se
miden los resultados varía mucho entre los distintos países. En otras palabras, no podemos esperar
que arrojen medias comparables en la enseñanza secundaria superior en un país en el que alcanza
este nivel el cinco por ciento de la población y otro en el que lo alcanza el setenta y cinco. Una
manera de corregir este sesgo es comparar los resultados de las fracciones superiores en rendimiento,
por ejemplo el uno, el cuatro, el cinco, el nueve por ciento de estudiantes con mejores resultados en
cada país. De este guisa, si los adversarios de la escuela integrada tuvieran razón, los países con
sistemas segregados tendrían que seguir arrojando resultados superiores a los de los países con
sistemas unitarios, pues, en estos últimos, los alumnos "más capacitados" se habrían visto
perjudicados por su coexistencia con los menos capaces a lo largo de toda la secundaria, o al menos,
de su primer ciclo. La Figura 12 muestra los resultados medios en el test de matemáticas para todos
los alumnos de cada país (línea discontinua) y para el cuatro por ciento superior (línea continua)
(Husén, 1967). Se trata de alumnos de la misma cohorte que se encuentran en el curso terminal de la
secundaria, antes de entrar en la universidad, y se ha elegido la cifra del cuatro por ciento porque esa
proporción estaba ahí incluida en todos los países, comprendidos los de sistemas escolares más
selectivos. Si se observa el caso de Suecia, por ejemplo, que ha conocido una de las reformas
comprehensivas más completas del mundo, se verá que su lugar en la clasificación varía mucho
según se considere el total de los alumnos o el cuatro por ciento superior. En general, puede decirse
que, una vez hecha esta corrección, los sistemas escolares integrados arrojan resultados similares a
los segregados.

La Figura 13 (Ibíd.) indica más. Las barras representan el porcentaje del grupo de edad que
alcanza en cada país el nivel del diez por ciento superior según los resultados del conjunto de la
muestra mundial. Como puede verse, países que en esa época contaban ya con una secundaria
integrada, como Suecia y Estados Unidos, o empezaban a hacerlo, como Inglaterra, están muy por
delante de otros con sistemas escolares que practicaban una selección muy temprana, como
Alemania Federal u Holanda.

De los datos de la Figura 12 se desprende que los sistemas con una secundaria integrada no
tratan peor a los alumnos "mejor dotados" que los otros. De los de la Figura 13 surge una conclusión
nueva: que permiten llegar a los resultados más altos a una proporción muy superior del grupo de
edad.
CUADRO 8

Medias y desviaciones típicas de las puntuaciones en pruebas de ciencias para la muestra total y para
proporciones equivalentes de un grupo de edad.

% en Muestra completa 1% superior 5% superior 9% superior


escuela N Media Desv. Media Desv. Media Desv. Media Desv.
Nueva Zelanda 13 1.676 30.8 12.6 52.8 2.8 435. 5.9 36.8 9.0
Inglaterra 20 2.181 24.4 12.4 51.6 3.2 41.6 6.5 35.5 8.5
Australia 29 4.194 26.1 11.5 51.5 3.2 44.0 4.7 39.9 5.9
Escocia 17 1.321 24.4 12.9 50.7 3.8 40.6 6.4 34.4 8.7
Suecia 45 2.754 20.1 10.9 49.5 3.4 41.2 5.3 37.0 6.2
Hungría 28 2.828 24.0 9.6 48.0 3.8 39.0 5.4 35.0 6.1
Holanda 13 1.138 24.4 12.0 47.1 3.6 37.2 6.5 30.3 9.4
Finlandia 21 1.725 20.8 10.5 46.0 4.1 35.7 6.4 30.7 7.4
Estados Unidos 75 2.514 14.2 9.9 45.8 3.5 36.8 5.5 33.1 5.9
RFA 9 1.989 28.4 9.6 45.0 4.1 35.3 6.2 28.4 9.6
Francia 29 3.523 19.1 9.1 40.5 3.5 33.3 4.4 29.9 5.1
Bélgica (FL.) 47 467 18.1 8.5 39.8 3.7 33.0 4.0 30.5 4.2
Italia 16 15.719 16.5 9.2 38.2 4.7 27.4 6.5 22.7 7.3
Bélgica (Fr.) 47 941 16.0 8.3 36.2 2.0 30.9 3.1 28.4 3.7
Media 22.0 45.9 37.1 32.3
Rango 16.6 16.6 16.6 17.2
A mayor abundamiento, el Cuadro 8 (Comber y Keeves, 1973) muestra las medias (y las
desviaciones estándar) en lso tests de ciencias para toda la muestra y para cada uno, el cinco y el
nueve por ciento superior, así como las proporciones del grupo de edad escolarizadas por países. La
Figura 14 ofrece las mismas medias en forma gráfica. El comentario, que omitimos, sería el mismo
que para los datos relativos a las pruebas de matemáticas. Husén (1977:282) se expresaba así: "La
conclusión general de las comparaciones es que el sistema comprehensivo, por su apertura, su
ausencia de exámenes selectivos durante el período primario y secundario inicial y su alta tasa de
retención, resulta una estrategia más efectiva para cuidar de todo el talento de una nación". Esta
conclusión, empero, no debe extrapolarse más allá de lo que estrictamente dice. Los datos muestran
que con la reforma comprehensiva es mayor el número de personas que alcanzan los niveles de
rendimiento más altos, pero en modo alguno que los resultados escolares dejen de depender del
origen social. Estudios que han intentado verificar si así era han llegado a la conclusión de que no
(Noonan, 1976). Sin embargo, hay que matizar el matiz y añadir que los países con un primer ciclo
secundario integrado presentan una relación entre gasto escolar y origen social de los alumnos más
débil, lo que quiere decir una mejor distribución de los recursos por encima -pero sólo muy
limitadamente- de las diferencias de clase (Ibíd.)
Esto nos permite enlazar con otros efectos de la reforma comprehensiva relativos a la
distribución de recursos. El que los sistemas integrados presenten un reparto del gasto por alumno
más equitativo en términos de clases sociales que los otros, no significa que los nuevos incorporados
se hayan beneficiado del mismo tipo de enseñanza secundaria que disfrutaban antes los
privilegiados. Los presupuestos son siempre menos visibles ante la opinión pública y más
difícilmente interpretables que las leyes sobre organización del sistema educativo, y la reforma
comprehensiva ha cobrado cuerpo en Europa occidental en un período que era ya o iba a ser de
inmediato el de la prolongada crisis económica actual. En general, las clases medias y superiores
cuentan siempre con mejores instrumentos para defender sus intereses y privilegios, particularmente
en los ámbitos que todavía no son o han dejado de ser materia de discursión pública abierta, ejemplo
de lo cual son, probablemente, las decisiones presupuestarias. En este país tuvimos un brillante
ejemplo de esto cuando hace casi quince años se aprobó la Ley General de Educación, que ampliaba
en cuatro años el tronco común, sin hacer lo mismo con el presupuesto anexo que debía permitir
ponerla en práctica en condiciones adecuadas. En otros países, como Inglaterra, mientras la reforma
comprehensiva encontraba enormes dificultades económicas -que obligaron a buscar fórmulas
intermedias como las escuelas two-tier o los sixth-form colleges, en lugar de las escuelas all-
thorough, por constricciones de la infraestructura existente, y que han conducido a la coexistencia de
comprehensives muy desigualmente dotadas-, se dirigía un enorme flujo de recursos hacia la
educación post-secundaria y superior. Varios estudios han mostrado efectivamente, una desviación
presupuestaria hacia los que permanecen en la escuela más allá del período obligatorio. Pero,
mientras la concentración de recursos en la escuela comprehensiva habría beneficiado a todos y,
especialmente, a los alumnos de la clase trabajadora, su desvío hacia la post-secundaria y superior
beneficia al conjunto de las clases media y alta y muy poco a la clase trabajadora (Lodge y
Blackstone, 1982; Centre for Contemporany Cultural Studies, 1981; Vaizey y Sheehan, 1968;
Corbett, 1972).
Por otra parte, la unificación de la enseñanza secundaria, al menos del primer ciclo, y la
permanencia más larga de un número más elevado de alumnos en el sistema han elevado las
aspiraciones educativas totales de los estudiantes y facilitado el acceso de nuevos sectores sociales a
la post-secundaria y los estudios superiores, aunque fuera limitadamente. Además, algunos de los
mismos países que han emprendido reformas comprehensivas también han abierto nuevas vías de
acceso al ciclo universitario (veteranos de guerra, mayores de 25 años, acceso a través de la
experiencia de trabajo, validez similar de todos los títulos secundarios superiores, cuotas limitadas
para la selección por expediente, etc.). Esto ha generado, por un lado, lo que se ha dado en llamar la
"traslación hacia arriba de las desigualdades" (Bourdieu y Passeron, 1977; Passeron, 1983; Amiot y
Frickey, 1978). El mismo género de desigualdades personales y sociales que antes se concentraban
en el primer ciclo secundario parecen hacerlo ahora en el segundo y tal vez lo hagan mañana
fundamentalmente en la educación superior (Brockington y White, 1983). Se diría que se produce un
efecto de "sucesión de clases" (Sussman, 1967; Neelsen, 1975), por el cual cada clase sólo accede a
un nivel de enseñanza cuando la inmediata superior ya se ha saturado del mismo y lo hace al
siguiente. De esta manera, donde antes la educación secundaria era un instrumento para escapar de la
condición obrera, ahora sólo lo es la superior o al menos la post-secundaria. Y la mayor demanda de
educación superior, si bien fuerza cierta expansión de ésta, se enfrenta a nuevas medidas selectivas
(pruebas generales de selectividad, pruebas específicas para ciertos estudios, numerus clausus,
diferenciación más rígida de la enseñanza superior en ciclos) (Boudon, Cibois y Lagneau, 1975; ,
Cibois y Lagneau, 1975).
Junto a esta nueva diferenciación vertical, se produce por otro lado una nueva -o se refuerza
una vieja- diferenciación horizontal por la cual algunos estudios superiores mantienen su carácter
elitista mientras otros se convierten en carreras de aluvión (Millot, 1983; Baudelot, Benoliel,
Cucrowicz y Establet, 1981). Esto se produce en ciertos sectores de la enseñanza superior por el
simple procedimiento de una dilución de los recursos, es decir, por el procedimiento de permitir el
aumento masivo del número de estudiantes en carreras largas o cortas, no elitistas, cuya
infraestructura, equipamiento y plantilla no aumentan en consonancia o no aumentan en absoluto
(Levy-Garboua, 1975; Levin, 1978; OCDE, 1973; Lumsdem y Ritchie, 1975).
Una respuesta más contundente a la integración es el recurso a la enseñanza privada. Este
último decenio ha sido testigo de un fuerte crecimiento relativo de ésta, incluso en países con una
larga tradición de escuela pública aplastadamente mayoritaria (Boyer, 1983; Goube y Magnaval,
1984; Comas, 1984; Ballion, 1980). En sus manifestaciones públicas, la redoblada defensa de las
escuelas privadas no se hace en nombre de las diferencias sociales o la enseñanza elitista, sino de la
"libertad de elegir" o la "calidad". Con estos banderines de enganche se trata de movilizar una
demanda a la que, por lo demás, espera una oferta bien pertrechada en una época en la que la
enseñanza privada resulta una salida fácil para la valorización del capital de barbecho.
Efectivamente, nada más cómodo para el capital que la privatización de servicios públicos que,
como la enseñanza o la sanidad, cuentan ya con un mercado asegurado, sobre todo si por otro lado se
consigue que el presupuesto público financie el negocio por el lado de la demanda (Mandel, 1976;
O'Connor, 1981; Gough, 1982, Fernández Enguita, 1984a).
Los defensores de la enseñanza privada han levantado la bandera del derecho de los padres a
hacer oír su voz en la educación de sus hijos. Este llamamiento tiene cierto atractivo por razones
diversas, en primer lugar la defensa de la autoridad patriarcal y las diferencias religiosas, pero
también otras menos ancestrales. Los servicios públicos del Estado, que han producido una
redistribución horizontal de la renta y han cubierto necesidades mínimas de los sectores más
desfavorecidos, lo cual es loable, también han supuesto formas de control y etiquetamiento a veces
atentatorias contra la dignidad misma, lo que contribuye a explicar la actual disposición de sectores
importantes de la población a presenciar tranquilamente cómo son desmontados y sustituidos por la
empresa privada, sectores incluso que no podrían obtener esos servicios en el mercado (Willis,
1984). En el caso de la enseñanza, y particularmente. En el caso de la enseñanza, y particularmente
de la enseñanza pública, los enseñantes han ido consolidando durante decenios su posición como
profesión -o semiprofesión, tanto da- reservándose parcelas crecientes en las que no es aceptada la
interferencia de otros sectores. Los gobiernos, por su parte, que son quienes detentan el poder directo
en la educación, han sabido con frecuencia desviar el descontento de las familias por su escaso peso
en la educación hacia un enfrentamiento de los padres con los enseñantes (Dale, 1984, 1980). Así,
propuestas como la de los "bonos escolares" han sido sostenidas sobre la base de que reducirían la
dependencia de los padres respecto de los profesores y las autoridades o los empresarios de la
educación, al permitirles cambiar libremente el colegio. Y, ya que hemos dicho esto, diremos
también que donde se ha experimentado este sistema, como en Alum Rock, California, ha ocurrido
justamente lo contrario (Cohen y Farrar, 1977; Cohen, 1978), lo que no debería sorprender a nadie si
se tiene en cuenta que la esencia de la propuesta consiste en someter la enseñanza -y a sus
consumidores- a las fuerzas del mercado, que suelen ser bastante más desconsideradas incluso que la
burocracia estatal y los profesionales de la enseñanza.
Otra línea de ataque es la supuesta mejor calidad de las escuelas privadas. Que las mejores
escuelas suelen ser privadas es una constatación francamente banal: se trata simplemente de una
cuestión de recursos. Que las escuelas privadas sean en general mejores es justamente lo que debería
mostrar, y lo que nadie ha mostrado hasta la fecha. Abundan relativamente, sin embargo, estudios
que pretenden hacerlo con una metodología lamentable, pero que no obstante reciben la más extensa
publicidad. Un ejemplo, no diremos lamentable, pero sí enteramente inadecuado, es el bastante
reciente trabajo de Coleman, Hoffer y Kilgore (1982). Cuando aún no era más que un borrador, este
trabajo ya suscitó una amplia atención en la prensa especializada y de información general. Su tesis
principal es que, si se comparan las escuelas privadas y las públicas -secundarias-, los alumnos de
las primeras asisten más regularmente, presentan menos problemas de conducta, obtienen mejores
resultados en los tests y tienen aspiraciones educativas superiores. Los problemas fundamentales de
la enseñanza secundaria hoy -absentismo, conducta, rendimiento y motivación- serían mejor
resueltos por el sector privado. La conclusión espontánea, naturalmente, consiste en que los
gobiernos deberían propiciar la enseñanza privada y subvencionarla directa o indirectamente. En
realidad, antes de llegar a esta conclusión habría que asegurarse de que no sería más barato mejorar
las escuelas públicas, de que la gente querría ir a las privadas, de que éstas mantendrían su nivel de
calidad si crecieran, etc., pero éstas son sutilezas de las que raramente puede ocuparse una polémica
en los medios de comunicación de masas.
A pesar del enorme prestigio de James Coleman, que ya había dirigido can anterioridad otros
informes voluminosos, relevantes y, ciertamente, con mayor aceptación entre los especialistas
(Coleman, 1966, 1974), sus conclusiones sobre las escuelas públicas y privadas han desatado un
aluvión de críticas francamente demoledoras (Bryk, 1981; Braddock, 1981; Murnene, 1981; Guthrie
y Zusman, 1981; Heyns, 1981). Sin embargo, probablemente sea ya y durante mucho tiempo el
mejor estudio al respecto, por lo que merece la pena detenerse brevemente en las críticas que se le
han hecho. Algunas conciernen a los datos mismos y a los instrumentos de investigación, como por
ejemplo el que se haya empleado una muestra, denominada High School and beyond (National
Opinion Research Center, 1980), que estaba pensada para ser representativa de los estudiantes de
secundaria en su conjunto pero deja de serlo cuando se desagrega por grupos étnicos o tipos de
escuelas; o la insuficiencia de los métodos de ajuste estadístico para controlar el efecto del origen
social, especialmente cuando se emplea como método el análisis de regresión.
Otras, que nos interesan más, se refieren a la validez de las hipótesis contrastadas y señalan
errores que difícilmente dejarán de repetirse en investigaciones similares. Una primera parte de este
segundo subgrupo de críticas se refieren a la autoselección que supone el hecho mismo de asistir a
una escuela privada. Para empezar, se pone en duda que las diferencias sociales que se encuentran
tras una autoselección puedan ser adecuadamente controladas en el análisis estadístico por las
variables que reflejan diferencias observables en el origen familiar. En general, es seguro que los
padres que eligen escuelas privadas aportan a sus hijos un clima hogareño bastante más estimulante
para el esfuerzo académico, hecho que no puede ser adecuadamente registrado por las diferenicas de
estatus socio-ocupacional (Levine, Lachowicz, Oxman y Tangeman, 1972). A la autoselección de
los alumnos acompaña la autoselección de los profesores: las escuelas privadas, que tienen la
facultad de elegir a su público –vedada a las escuelas públicas- pueden evitar alumnos problemáticos
y, jnto con salarios más altos, atraer a profesores mejores (Becker, 1952; Greenberg y McCall,
1974).
Una segunda parte de las críticas se refiere más específicamente a la distinta orientación de
los alumnos: mientras la mayoría de los de las escuelas privadas (setenta por ciento) se encuentran
en el programa (track) que prepara para el acceso a la universidad, en las escuelas públicas sólo lo
está una minoría (treinta y cuatro por ciento). Para hacer justicia a ambas, se deberían gaber
comparado los estudiantes que, en los dos tipos de escuela, se encuentran en un mismo programa.
(En estudios centrados en otros sistemas escolares podría hacerse la misma corrección, o parecida,
controlando el horizonte educativo de los alumnos).
Una tercera parte se refiere a la distinta relación de las escuelas con su público. Mientras las
escuelas privadas forman en cierto sentido una comunidad, a la cual los alumnos o los padres han
elegido pertenecer, las escuelas públicas tienen que servir a comunidades asignadas, distintas entre sí
y con objetivos educativos diferentes, lo que hace que deban basarse en un compromiso entre estos
distintos objetivos –en su mínimo común denominador, probablemente- y, en cualquier caso, resta
autoridad a profesores y directores.
Una cuarta parte, en fin, se dirige al hecho de que el estudio no valore desprejuiciadamente
los distintos grupos de programas. Evaluar cuantitativamente las aspiraciones educativas de los
estudiantes, de más a menos, según vayan de acceder a la universidad a conseguir una formación
profesional implica una escala de valores según la cual las escuelas son mejores cuantos más
estudiantes envíen a la universidad, y un sistema escolar sólo sería bueno si todos los estudiantes lo
hicieran. Al juzgarlas por este rasero, las escuelas públicas, que tienden a más de la cuarta parte de
sus estudiantes en programas “vocacionales” (una especie de formación profesional inicial) y a casi
la mitad en el “general” (ni académico ni vocacional), deben quedar necesariamente en desventaja.
Sin embargo, con este criterio se pone en solfa el supuesto básico de la meritocracia escolar –a
saber: que sólo algunos deben acceder a la enseñanza superior- y se niega la posibilidad de que las
escuelas públicas estén ofreciendo, entre otras, una buena formación vocacional a las personas
indicadas.
El tercer grupo de críticas, finalmente, atiende al hecho de que el estudio no sea longitudinal,
pues con ello se puede atribuir a las escuelas privadas virtudes que no son las suyas. Coleman y sus
colaboradores argumentan, por ejemplo, que un catorce por ciento más de los estudiantes en el nivel
senior de las escuelas privadas quiere ir al college, en comparación con los de las públicas. Pero,
reanalizando la muestra, Bryk (1981) muestra que también lo quiere un trece por ciento más en el
nivel sophomore (noveno), lo que quiere decir que esa diferencia de aspiraciones viene de antes, sea
de la escuela primaria o del ambiente social, y no puede ser puesta en el activo de la escuela
secundaria privada. Por otra parte, la mejor forma de comparar la eficacia de las escuelas públicas y
privadas sería, no contrastar transversalmente sus resultados, entre una y otra, sino
longitudinalmente para cada una; dicho de otro modo, no se deberían comparar las posiciones sino
las ganancias relativas. Coleman et al. intentan un sucedáneo de esto comparando, para cada tipo de
escuela, los resultados, etc., de los alumnos sophomore y senior, y lo que surge entonces es una
ventaja ínfima para las privadas en cuanto a los test de logro y una elevación mayor de las
aspiraciones en las públicas.
Lo peor de este tipo de investigaciones es que, si científicamente no demuestran nada,
políticamente suelen ser aureadas con la mayor tranquilidad. El estudio de Coleman, Hoffer y
Kigore es casi ejemplar en su intento de controlar variables extrañas al tema de discusión, y aún así
queda muy por debajo de lo imprescindible. Otros, como algunos que se han realizado en Francia y
en España, se conforman con los resultados brutos sin hacer el más mínimo esfuerzo por acercarse a
las causas reales (por ejemplo, Ballion y Amar, 1984; Mora Mérida, 1984).
Pero no es la supuesta calidad superior de la enseñanza privada, ni tampoco las diferencias
religiosas ni otras de tipo cultural, ni mucho menos el deseo de ejercer la “libertad de elegir” lo que
lleva a un crecimiento de la presión en favor de la enseñanza privada. La causa está en la escuela
integrada misma, En los Estado Unidos, la creciente demanda de escuelas privadas tiene su origen en
la incorporación de las minorías étnicas a la enseñanza secundaria y la política integracionista
(busing, sentencias judiciales y leyes antisegregacionistas, etc.); en Inglaterra, lo tiene en la
expansión de la comprehensive school, con la consiguiente escasez de grammar schools; en Francia,
en la reforma de Haby (Ballion, 1980). Porque, aunque no se diga, lo que cuenta en el mercado de
trabajo, lo mismo que en el de los valores simbólicos, no es tener una buena educación sino tener
una educación mejor; no su valor absoluto, sino su valor relativo. Aunque la reforma comprehensiva
igualara la educación de todos al alza –lo que no es el caso, como veremos en el capítulo siguiente-,
perjudicaría a los antes privilegiados en su posición relativa. Una forma de defenderse de este acceso
de los demás a los mismos niveles de educación es llegar más lejos: se trata de la traslación de las
desigualdades hacia arriba a la que antes nos referimos. Otra, a la que también hemos aludido, es la
diferenciación creciente, horizontalmente, de la enseñanza postsecundaria –y, en la medida de lo
posible, también del segundo ciclo secundario-. Ahora bien, si el acceso a estos otros niveles
superiores ha de estar formalmente abierto a todos para que el sistema escolar –y social- conserve su
legitimidad meritocrática, y si la elevación de las aspiraciones educativas generales va a hacer más
dura la competencia, es justamente en los niveles preparatorios, formalmente comunes, donde debe
sentarse la diferencia. Esto significa que las diferencias reales entre escuelas formalmente iguales –
es decir, del mismo ciclo- deben reforzarse más que nunca, en la medida en que la educación cuente
algo de cara al futuro social de los alumnos. Como el Estado se presenta a sí mismo como el garante
de la igualdad entre todos los ciudadanos, y éstos exigen que así sea, resulta altamente costoso,
cuando no simplemente imposible, mantener una diferenciación institucional del tipo de la del
antiguo sistema tripartito inglés o el primer ciclo secundario francés antes de la reforma Haby. Lo
que ya no puede ofrecer el Estado viene entonces a ofrecerlo la enseñanza privada.
Esto no significa, sin embrago, que el Estado pase a ser el adalid de la igualdad –ni siquiera
en el periodo obligatorio- frente a la vocación de desigualdad de la enseñanza privada. Simplemente
hay cosas que no puede hacer, pero también hay otras que sí. De hecho, no sólo son numerosos los
gobiernos y los parlamentos que no hacen lo posible por fomentar la igualdad educativa, sino que
tampoco faltan los que tratan de favorecer directa o indirectamente a la enseñanza privada en
detrimento de la pública, incluso por delante de cualquier demanda privada. En los Estados Unidos,
la administración tiene vetada la posibilidad de apoyar directamente a la enseñanza privada por
causa de una constitución que, en una sociedad pluriconfesional como la norteamericana, tuvo
mucho cuidado de cerrar cualquier vía para la vinculación del Estado a cualquiera de las iglesias,
pero constantemente las cámaras son sometidas a un bombardeo de propuestas legislativas a favor de
los bonos escolares (vouchers) o de exenciones fiscales (tax tuition credits) )Instituto Belga de
Ciencias Políticas, 1969; Heyns, 1981). En Gran Bretaña, el gobierno Thacher ha puesto en pie un
“Plan de plazas subvencionadas” (Assisted Places Scheme) por el cual los niños más brillantes
reciben becas completas o parciales para asistir a las escuelas privadas elitistas si sus medios no les
permiten hacerlo por sí mismos (Edwards, 1983). En sí, la cosa no tiene mucha importancia, pues se
trata de un número muy reducido de plazas para las que el primer año ni siquiera hubo peticiones
suficientes. Pero lo que importa aquí es e mensaje ideológico: con esta medida, el gobierno está
diciendo a los padres que la enseñanza privada es mejor que la pública y que no va a hacer nada por
que deje de ser así, mensaje que cobra una credibilidad redoblada cuando se congela el presupuesto
del Departamento de Educación al mismo tiempo que se dispara el presupuesto de defensa o, más
cerca de casa, el de la Manpower Services Comission (Comisión de Servicios de Mano de Obra,
encargada de la formación ocupacional fuera de la enseñanza reglada) (Whitty, 1984; Gleeson, 1983;
Cantor y Roberts, 1983, Farley, 1983).
Capítulo 4

Diferenciación y división social


en la escuela integrada
La escuela secundaria integrada no ha logrado –si es que lo ha intentado-
eliminar las diferencias en la educación recibida por los alumnos ni los condicionantes
sociales situados tras estas diferencias. Naturalmente, esta afirmación, válida en general,
se concreta de forma distinta y en grados diferentes dentro de cada sistema escolar.
Sobrepasaría nuestros propósitos y las posibilidades del autor tratar de dar cuenta
detallada de todas o cada una de las formas de diferenciación en todos y cada uno de los
sistemas escolares de los países industrializados, de manera que no lo intentaremos
siquiera. Lo que vamos a hacer es analizar las formas más comunes en que se produce.
Esquemáticamente, pueden dividirse en dos grupos: diferencias entre escuelas y
diferencias dentro de las escuelas. Dentro de las primeras quedan incluidas la
coexistencia de escuelas integradas con otras que no lo son –privadas o públicas- y los
efectos de lo que podríamos llamar la ecología de las clases sociales. Entre las segundas,
la oferta de programas distintos y separados, su configuración difusa en base a la
existencia de materias optativas y la agrupación de los alumnos por capacidades.
Las fronteras entre estas formas de diferenciación no están necesariamente
claras. La persistencia de escuelas segregadas en un sistema mayoritariamente
integrado, por ejemplo, puede deberse a la existencia del sector privado; las opciones en
un momento de la carrera escolar pueden constituirse en condiciones para el acceso a un
programa u otro con posterioridad; la agrupación por capacidades puede traducirse en el
seguimiento de programas distintos de hecho. No obstante, y en aras de una mayor
claridad expositiva, las trataremos de manera independiente y sucesiva.
Con la excepción de Suecia y algunos países del Este, no existe prácticamente
ningún sistema comprehensivo que lo sea en su integridad. La cuestión no es ya si se
encuentran, excepcionalmente, escuelas para niños “superdotados”, con talento artístico,
etc., sino la existencia de un sector minoritario pero significativo que recoja a la futura
élite social, o al menos a una parte significativa de ella. Esto es lo que en la literatura
anglosajona se denomina creaming-off, algo así como poner la nata en el café irlandés.
Un pequeño número de escuelas separadas para los alumnos de mayor capacidad o
vocación académicas –o, simplemente, para los hijos de los ricos- puede desnaturalizar
el carácter integrado del subsistema secundario, sobre todo si su finalidad específica es
la de ofrecer un programa distintivamente académico.
Este es un problema al que se ha prestado particular atención en el caso inglés,
pero que comparten otros países. Las escuelas comprehensivas inglesas, que han llegado
a ser enormemente mayoritarias se encuentran doblemente coronadas por el sector
privado y por un reducido pero molesto número de grammar schools pertenecientes al
sector público. El sector privado cuenta con un público autoseleccionado por los altos
costes de la matrícula que desea invariablemente un currículo académico y acceder a los
estudios superiores. El problema se agrava por la política gubernamental, abandonada
en su momento por los laboristas pero resucitada por el gobierno Thatcher, de becar a
una minoría de alumnos sin medios suficientes para que puedan asistir a estas escuelas
(el llamado Assisted Places Scheme, al que nos referimos ya en el capítulo anterior).
Más importante, sin embargo, es la persistencia de escuelas de tipo grammar en el
sector público. Cuatro escuelas comprehensive y una grammar, en una pequeña ciudad
o en una zona de una gran ciudad, no son un sistema integrado al ochenta por cien, sino
un sistema dividido en el que cada cinco alumnos uno acude a una escuela selectiva. Las
escuelas comprehensive pasan simplemente a ocupar el lugar de la jerarquía que antes
llenaban las secondary modern. Esta situación, creada en Gran Bretaña al amparo de la
descentralización administrativa que deja una gran autonomía a las autoridades
municipales en materia de educación, posibilita a un gobierno conservador –o a una
municipalidad conservadora- desnaturalizar la reforma con un esfuerzo mínimo. Tanto
cuando ocupó el Departamento de Educación y Ciencia en el anterior gabinete
conservador como desde su acceso a la jefatura del gobierno, la señora Thatcher ha
podido impedir la existencia de un sistema secundario integrado sin necesidad de atacar
escuelas comprehensivas ya existentes. De hecho, cuando algunas autoridades locales
conservadoras excesivamente celosas han intentado restablecer las grammar schools
donde ya habían desaparecido, han sido invariablemente vencidas por la resistencia
general (Benn, 1984). Pero, para conseguir que el sistema en su conjunto no llegue a ser
comprehensivo, al gobierno le basta con no autorizar la creación de nuevas
comprehensive schools en los lugares en que pondrían en peligro la existencia de alguna
grammar. Al final de la década de los setenta, cuando, antes de la victoria electoral
conservadora, la integración de la secundaria había alcanzado su máxima expansión, la
mitad de las escuelas comprehensive coexistían en las mismas aéreas con otras de tipo
grammar, de manera que el sistema resultaba ser un sistema integrado para menos de la
mitad de los alumnos, lo que llegó a ser y sigue siendo el mayor problema de la reforma
(Rubinstein y Simon, 1973; Benn y Simon, 1970; Bellaby, 1977; Benn, 1979).
Un fenómeno similar tiende a producirse, en general, en cualquier país en el que
las escuelas privadas no estén obligadas a someterse a disposiciones comunes sobre los
programas o donde la descentralización administrativa permite que lo mismo ocurra al
amparo de las autoridades locales en las escuelas públicas. En Bélgica, por ejemplo,
sólo las escuelas secundarias públicas están obligadas a ofrecer una enseñanza integrada
para todos (la renové, o tipo I), mientras que las privadas pueden optar por hacerlo así o
mantener la enseñanza tradicional (tipo II), que diferencia a los alumnos desde el
séptimo año de escolaridad en dos ramas y desde el noveno en cuatro (Pirson-De Clerq,
1980; Instituto Belga de Ciencias Políticas, 1969). No hay ni que dudar que los centros
privados, en buena parte, optarán por ofrecer una enseñanza selectiva y académica (la
llamada “general”) a los alumnos más capaces, de clase media y alta, etc..., y una
enseñanza integrada, renové, al resto.
Más aún, incluso los sistemas escolares más resistentes a la diversificación,
como los de países del Este, ofrecen con frecuencia un panorama comprehensivo
coronado y desnaturalizado por la existencia de una minoría de escuelas selectivas y de
orientación especialmente académica o científica digna de ser tenida en cuenta. Es el
caso, sin lugar a dudas, de la Unión Soviética (Matthews, 1972 y 1982; Dobson, 1977) y
la República Democrática Alemana (Schmitt, 1975; Siebert, 1970). En estos países
existen diversos tipos de escuelas especiales para los niños mejor dotados que les
ofrecen programas que alcanzan un mayor grado de profundización en las materias,
especialmente ciencias experimentales, matemáticas y lenguas extranjeras.
A esta incompletud en la aplicación del criterio comprehensivo hay que añadir la
diversidad inter-escuelas generada por la distribución desigual de las clases sociales en
el espacio urbano y rural. No es ningún secreto que hay zonas rurales escasamente
desarrolladas y relativamente desconectadas de la “modernización” urbana, ciudades
ricas y ciudades pobres, barrios obreros, de clase media o alta o simplemente lumpen.
En un sistema en el que la descentralización administrativa, el peso relativo de las
actividades escolares extraoficiales –no obligatorias- de pago o de asimilación sólo
parcial de un importante sector privado a la regulación pública lo permitan, la primera
consecuencia de esto será la discapacidad pura y simple de recursos escolares. Las
escuelas de barrios acomodados, en comparación con las de barrios de menor nivel de
renta, tendrán mejores edificios, mejor equipamiento, mejores profesores,
probablemente una gama más amplia de materias de estudio oficiales –optativas- o
extraoficiales, etc. Lamentablemente, sabemos muy poco sobre el efecto de las
diferencias de recursos. No se necesita hacer ninguna investigación para saber que las
goteras, una calefacción insuficiente, una biblioteca magra o un microscopio en mal
estado no son precisamente un acicate para el estudio. En todo caso podemos estar
seguros de que los alumnos están mejor en edificios nuevos y sólidos que en
prefabricados, con laboratorios de ciencias o de idiomas que sin ellos, con bibliotecas
bien dotadas que dependiendo enteramente de los libros de texto, y así sucesivamente.
Sin embargo, no hace mucho que dos importantes investigaciones, las dirigidas
por James S. Coleman y Christopher Jencks, llegaban a la conclusión de que las
diferencias de recursos entre las escuelas explicaban en muy pequeña medida las
diferencias de resultados escolares, medidos éstos en años de educación por individuo o
según los resultados obtenidos en los test. Coleman (1966) concluyó que las
características materiales de las escuelas secundarias, el ambiente o el clima escolar y el
tipo de profesorado influían muy poco sobre los resultados. Jencks (1972a, 1979) llegó
a resultados similares: los beneficios asociados a recursos superiores eran mínimos
(cifrables en magnitudes del orden de dos a cuatro meses más de educación o dos a
cuatro puntos más de coeficiente intelectual para los que habían tenido la suerte de pasar
por las mejores escuelas secundarias). Además, ningún factor medible mostraba una
relación consistente con el logro educativo o el nivel cognoscitivo, pues sus efectos
parecían variar de una investigación a otra, de una escuela a otra, de un individuo o
grupo de individuos a otro y, en fin, según qué método de investigación se empleara.
Otros numerosos estudios sobre las diferencias de recursos habían mostrado también
estos resultados erráticos (Burkhead, Fox y Holland, 1967; Kiesling, 1967; Guthrie et
al, 1971, Warburton, 1964; Armor, 1972). Jencks (1972) concluyó que si se igualaran
los recursos las diferencias en niveles cognoscitivos se reducirían en un uno por ciento o
menos, y que gastos adicionales generales no reducirían en absoluto la desigualdad.
Estas conclusiones, acompañadas de un formidable aparato estadístico, venían a
confirmar la impresión ya surgida del fracaso relativo de los grandes programas de
educación compensatoria (Cicirellie, 1969; Hawkridge, 1968; Halsey, 1972).
Otras investigaciones posteriores, generalmente basadas en estudios más
detallados de universos más pequeños, han llegado a la conclusión contraria: las
diferencias entre las escuelas sí cuentan, y considerablemente, en los resultados
educativos de los individuos (Heyns, 1978; Brookover et al., 1979; Hodges Persell,
1977; Dougherty, 1981). Hoy en día, contamos ya con críticas y reanálisis suficientes
para saber que las dos importantes investigaciones citadas se basaban en una
metodología inadecuada para la evaluación de los efectos de las diferencias de recursos
escolares, así como para fundamentar la ulterior conclusión de que las diferencias de
educación no cuentan apenas en la generación de posteriores diferencias sociales, y ello
tanto en el caso de Coleman (Murnane, 1975) como en el de Jencks (Michelson, 1973;
Pettigrew, 1973; Litt, 1980). Globalmente considerados, los trabajos de estos dos
autores tuvieron la virtud de llamar la atención sobre el hecho de que el origen de la
desigualdad no estaba en las escuelas, lo que no fue poco en una época dominada por la
creencia de que la reforma educativa era la llave que traería remedios a todos los males.
Pero, en contrapartida, subestimaron la importancia de terminar con las diferencias entre
las escuelas y sus posibles efectos, ofreciendo una coartada a quienes ya pensaban que
se estaba gastando una proporción demasiado elevada de los fondos públicos en igualar
al alza las condiciones generales de escolarización. Por añadidura, tuvieron un efecto
disuasorio sobre potenciales investigaciones ulteriores en este terreno.
Con independencia del tema de los recursos, el propósito de las escuelas
integradas de constituir una especie de microcosmos social puede verse también
frustrado por la distribución espacial de las clases sociales –y, en su caso, de los grupos
étnicos-. En el capítulo anterior nos referimos al efecto positivo que, desde el punto de
vista de las aspiraciones educativas y la motivación para aprender, podía tener la
coexistencia de alumnos de medios sociales distintos sobre los de origen más pobre.
Ahora bien, esta mezcla, relativamente probable en pequeñas ciudades, no lo es tanto en
las grandes. Permaneciendo el resto de las cosas iguales, los padres tienden a enviar a
sus hijos a escuelas próximas al domicilio familiar. No obstante, los padres de clase
media y alta suelen estar más dispuestos, si es preciso, a que sus vástagos de ambos
sexos lleven a cabo diariamente un largo peregrinaje en autobús u otro medio de
transporte para llegar a la escuela adecuada. Además, puesto que valoran altamente la
educación, también lo estarán a trasladarse de zona residencial en caso de que haga
falta. En efecto cobra así una dinámica en espiral: los mejores barrios tienen los
colegios de composición social más elevada, lo cual atrae a profesores que huyen de
zonas obreras –posiblemente porque no encuentran la respuesta deseada a su vocación
académica- y a alumnos de clase media residentes en zonas que no lo son, pero cuyos
progenitores prefieren gastar tiempo y dinero en el transporte e incluso cambiar de
residencia (Lodge Y Blackstone, 1982). Con ello las escuelas tienden a diferenciarse
acumulativa y crecientemente entre sí y el sistema fracasa en sus propósitos de educar
juntos a jóvenes de diferentes capacidades (Bellaby, 1977) y medios sociales (Rogoff-
Ramsoy, 1967).
Otro efecto del mismo proceso es la diferenciación curricular, en la medida en
que el ordenamiento general lo permita o aun al margen de ello. Justamente porque la
escuela integrada trata de acoger en su seno, dentro de un tronco formalmente común, a
una enorme diversidad de intereses, capacidades, etc., la mayor parte de los sistemas
comprehensivos dan cierta flexibilidad para que los programas se adapten a estos
intereses y capacidades individuales, a las características locales de la comunidad en
que cada escuela está enclavada, etc. Esta flexibilidad puede concretarse en dejar en
manos de los directores de los centros la elaboración de los programas, en la existencia
de grupos alternativos de materias junto a un tronco común, en la oferta de optativas a
elegir una por una o en diversas combinaciones de estas variantes generales. En
cualquier caso, la presencia en las escuelas de públicos distintos hacia los que gravitan
profesores y directores distintos conduce tendencialmente a la configuración de ofertas
curriculares distintas. Así, es probable que dentro de un mismo sistema comprehensivo
las escuelas de los barrios pobres ofrezcan menos oportunidades de aprender una tercera
–e incluso una segunda- lengua o de seguir un curso avanzado de matemáticas que su
contraparte en un barrio acomodado (Fitton et al., 1974; King, 1982; 1983; Eggleston,
1974ª, 1974b, 1977). Incluso si la oferta no se diversifica formalmente –es decir, si se
ofrecen materias o asignaturas con los mismos títulos-, es más que probable que lo haga
en términos reales, de manera que cada profesor imparte de su materia lo que le parece
“adecuado” para el público que le escucha.
Pasemos ahora a analizar los modos de diferenciación y división en el interior
mismo de las escuelas. La más obvia, claro está, es la que se produce cuando se asigna a
los alumnos a programas distintos en un mismo año escolar. Esto puede producirse de
hecho cuando lo que existe es simplemente una amplia gama de optativas, pues los
horarios escolares suelen construirse de tal manera que los alumnos sólo pueden optar
por grupos relativamente predeterminados de ellas, los profesores y consejeros escolares
ejercen una fuerte influencia y entre las opciones puede figurar, incluso, la posibilidad
de estudiar una misma materia en distintos grados de profundidad; pero de esto ya nos
ocuparemos algo más adelante. De momento, lo que nos interesa son los casos en que
existe una oferta formalmente diferenciada. El caso más claro es, sin lugar a dudas, el de
la enseñanza secundaria norteamericana. En el nivel senior –los tres últimos años- de la
High School –a veces también antes-, los estudiantes pueden seguir tres tipos de
programa a los que ya hemos aludido anteriormente: uno que prepara para el acceso a
los estudios superiores –college preparatory o academic-; otro que lo hace para la
pronta incorporación al mercado de trabajo –vocational-; un tercero, en fin, que ocupa
un lugar intermedio, prepara para estudios post-secundarios cortos –community o junior
colleges- o capacita informalmente para empleos de cuello blanco –el llamado general-.
Cada uno de estos programas –curricula, curriculum placements o curriculum tracks, a
veces también llamados simplemente tracks, si bien este término suele reservarse para
los grupos formados según capacidades- ofrece a los estudiantes materias distintas –
aunque, por supuesto, no en su totalidad- y les plantea diferentes niveles de exigencia.
Teóricamente, la asignación a uno u otro de estos programas no tiene lugar hasta
la segunda etapa de la enseñanza secundaria (senior High School), depende sobre todo
de la decisión de los propios estudiantes y no existen obstáculos a la movilidad de un
programa a otro. Sin embargo, investigando más en detalle el proceso de asignación se
encuentra que empieza ya en el séptimo curso (primero de la secundaria básica, o junior
High School), y que los grupos, una vez formados, son rígidos. Los que son asignados
desde un principio a programas preuniversitarios permanecen casi invariablemente en
ellos, y lo mismo en los demás. El poco movimiento que hay es casi siempre
descendente (Rosenbaum, 1976). En cuanto a que la decisión provenga de los
estudiantes mismos, si bien la mayoría de éstos afirma estar en el programa que deseaba
no hay manera de saber si se trata verdaderamente de un deseo hecho realidad o de una
necesidad convertida en virtud, es decir, de una justificación de lo que no parece tener
remedio (Jencks, 1972ª; Rosenbaum, 1976). Además, hay que tener en cuenta los
múltiples y sutiles caminos por los que la escuela y los profesores pueden ir “enfriando”
paulatinamente las aspiraciones de los estudiantes cuando no responden a las
expectativas institucionales sobre ellos (Clark, 1960; Cicourel y Kitsuse, 1963).
No está claro en qué grado depende la asignación a un programa u otro de la
“inteligencia” medida, o sea de los resultados en los test. Las correlaciones obtenidas
estadísticamente entre los resultados en test y la asignación, que no son más que un
indicador muy imperfecto y discutible, nunca superan, en el mejor de los casos, la cota
de 0.50 (lo que significa una relación positiva y una capacidad de “explicación” o mejor
de predicción, en la mitad justa entre todo y nada (Jencks, 1972a; Heyns, 1971), y son
en ocasiones notablemente inferiores, particularmente para las mujeres (Rosenbaum
obtiene para ellas un 27 por ciento de explicación de la varianza). Por lo demás, queda
siempre por ver, en estudios que son en su inmensa mayoría transversales, si el efecto
no se convierte a su vez en causa de su presunta causa.
En cualquier caso, de lo que se puede estar seguro es de que la distribución de
los estudiantes entre los distintos programas guarda una fuerte relación con su origen de
clase. El Cuadro 9 (Rumberger, 1982) recoge la distribución de la población
estadounidense entre catorce y veintiún años matriculada en los cursos de noveno a
doceavo (High School en sentido estricto o el nivel senior –superior- más el último
curso del junior –básico-), en porcentajes sobre un universo de más de quince millones
de personas civiles. Los datos se ofrecen desagregados, primero, según sexo y etnia;
segundo, según que el hogar al que pertenecen los estudiantes se encuentre por encima o
por debajo del nivel oficial de pobreza; tercero, según el nivel de estudios de los padres.
La información corresponde al año 1979. La columna del programa profesional incluye
los llamados vocational y commercial; preparatorio es el preuniversitario, o college
preparatory; general –general en lengua original- es el programa de tipo intermedio, sin
una proyección laboral definida y con una gama de capacidades más o menos
equivalente a la del profesional.

CUADRO 9

Distribución por programas en la escuela secundaria estadounidense según raza, sexo, status de
pobreza y educación de los padres, en porcentajes.

Total
Absol.
Características Profesional Preparatorio General Porcentual (miles)
Sexo y raza
Mujeres 14 32 54 100 7.229
Negras 16 31 53 100 1.086
Hispánicas 13 31 56 100 453
Blancas 14 33 53 100 5.690
Varones 15 34 51 100 7.863
Negros 16 29 55 100 1.147
Hispánicos 15 30 55 100 513
Blancos 15 35 50 100 6.203
Status respecto
Nivel de pobreza
Por debajo 16 22 62 100 1.977
Por encima 14 34 52 100 13.115
Educación paterna*
Elemental 18 23 59 100 2.490
Secundaria
1 a 3 años 19 21 60 100 2.505
4 años 16 32 52 100 5.524
Universitaria
1 a 3 años 11 39 50 100 1.856
4 años 9 50 41 100 1.630
5 años o más 3 59 38 100 1.087
Total 15 33 52 100 15.092

*Recuérdese que la secundaria completa son 4 años. En cuanto a la universitaria, 4 años equivalen al
grado de licenciado (master), más a estudios post-graduados y menos a estudios incompletos o a los
community o colleges de dos años (MFE).

Si nos fijamos en la columna del programa preuniversitario veremos que las


mujeres tienen menos oportunidades de estar en éste que los hombres, los negros e
hispánicos menos que los blancos, los que están por debajo del nivel de pobreza menos
que los que se encuentran por encima, y aquellos cuyos padres tienen un nivel de
educación menor menos que aquellos cuyos padres lo tienen mayor. Las diferencias más
espectaculares son las que se refieren a la situación en relación al nivel de pobreza y las
que se refieren a la educación paterna, sobre todo estas últimas. Esto puede interpretarse
en el sentido de que el nivel educativo y cultural del hogar es, dentro del origen social,
el componente con mayor peso sobre las oportunidades de educación de los hijos, o bien
en el sentido de que resulta un indicador de las diferencias de origen mejor que los otros
aportados. En cualquier caso, hay que decir que el color de la piel es solamente un
indicador muy vago de la posición social. Las diferencias crecerían sin duda
considerablemente si, en vez de todos los hispánicos tomáramos aisladamente a los
chicanos y, lo que es más importante, en vez de en todos los “blancos” nos fijáramos en
los de origen anglo-sajón o, simplemente, en los WAPS (White Anglo-Saxon
Protestant). A ello hay que añadir la particular diversidad de la enseñanza superior
norteamericana que libera a la enseñanza secundaria de buena parte de la
responsabilidad en la selección educacional y social. Estar en el college preparatory
track no significa que uno vaya a ser médico. Significa que puede ir a un college de dos
o cuatro años, pero lo que los primeros ofrecen es más formación profesional que
educación universitaria; en cuanto a los segundos, los hay con medios y niveles de
prestigio muy desiguales y albergan estudios de diferente valor.
Precisamente aquí es donde parece residir el efecto principal de la asignación a
programas distintos. Permaneciendo el resto de las condiciones igual, los estudiantes
que se encuentran en el college preparatory track (cuando aún les quedan, teóricamente,
cuatro años para “cambiar de opinión”), tienen muchas más posibilidades de hacerlo
que el resto (los de los programas general, vocational y, en su caso, commercial). En
ello coinciden Rosenbaum y Jencks, habiendo encontrado este último que acceden al
college (sin mayores especificaciones), aproximadamente el 60 por ciento de los
alumnos del programa secundario preuniversitario, frente a un 18 por ciento del resto. Si
lo que se compara es estudiantes de uno y otro programa con capacidades a la altura de
la “norma nacional”, las cifras respectivamente son 44 y 32 por ciento (Jencks, 1972a).
En general, la opinión crecientemente común, con posterioridad a los grandes
estudios de Coleman y Jencks, es que, al margen de otras variables, la asignación a un
programa u otro contribuye considerablemente en las oportunidades de los estudiantes
de seguir una educación superior (Alexander, Cook y McDill, 1978; Kolstad, 1979), lo
que significaría que introduce nuevas diferencias donde antes no las había aún. Esto
podría ocurrir más a través de los efectos inducidos de segregación social que de la
creación de diferencias cognoscitivas (Heyns, 1971; Jencks, 1972a).
Finalmente, la distribución de los estudiantes en distintos programas crea un
caldo de cultivo adecuado para el llamado “efecto Pigmalión”. Muy burdamente se
podría describir así: los estudiantes terminan por conformarse a las expectativas que los
profesores tienen sobre ellos. Para mal o para bien, los estudios centrados en fenómenos
de este género se adscriben a un enfoque que opta por la observación directa y
minuciosa de contextos pequeños antes que por la generación y análisis de grandes
agregados de datos. Su verosimilitud, por consiguiente, no descansa ya sobre la
regularidad de los hechos observados –aunque ya se cuenta con un cierto acopio de
información- sino sobre la capacidad de este enfoque para desentrañar y explicar
procesos complejos en el nivel microsociológico. Ello no quiere decir que la hipótesis
no sea susceptible de una contrastación masiva: simplemente, no se ha hecho en la
medida adecuada para considerarla concluyente, salvo de manera muy provisional. No
obstante, como afecta tanto al modo de división que acabamos de tratar, la agrupación
de los estudiantes en programas distintos y divergentes, como a otro que trataremos en
breve, su agrupación por capacidades de aprendizaje o por niveles de logro académico,
nos detendremos un momento en ella.
La teoría del etiquetado (labelling theory) sostiene que las personas se adaptan,
al menos en ocasiones, a la imagen que de ellas tienen o construyen las instituciones
más importantes a las que pertenecen, los “otros significativos” (es decir, otras personas
que gozan de autoridad o predicamento ante ellas), etc. Esta teoría ha sido utilizada
sobre todo en el análisis de la “desviación” o “anomía” (o sea, la no conformidad del
comportamiento con las normas sociales) y particularmente la delincuencia, e irrumpió
en la educación de la mano de un importante trabajo de Rosenthal y Jacobson (1968).
Para resumirlo rápidamente, éstos engañaron a un grupo de maestros de escuela
primaria administrando un test a sus alumnos y haciendo creer a los primeros, al
comienzo del curso siguiente, que un pequeño número de los segundos -arbitrariamente
seleccionados- se encontraba entre el veinte por ciento de capacidad superior. Al
someter de nuevo a los niños a un test al final del curso, los elegidos arrojaron mejores
resultados que los que no lo habían sido.
La explicación más pausible es que los profesores, bajo la influencia de los
resultados del primer test, pretendidamente científicos, construyeron expectativas
respecto de sus alumnos en concordancia con ellos. Estas expectativas se tradujeron en
actitudes diferentes hacia ellos, beneficiándose los supuestamente “más capaces”. De
esta guisa se habría producido una profecía “autosatisfecha”: una definición falsa de la
realidad produce una conducta nueva que termina por convertirla en cierta (Merton,
1968). Los profesores conforman sus primeras expectativas respecto de sus alumnos en
función de criterios tan dispares como su origen de clase (Deutsch, 1963; Leacock,
1969; Rist, 1973), su atractivo f´sico (Clifford y Walster, 1973), sus resultados en los
test (Goaldman, 1971; Mehan, 1971), su raza (Jackson, y Cosca, 1974), el atuendo y la
limpieza (Douglas, 1964) y otras. Nada más lógico, pues, que pensar que también las
basarán, con independencia de las diferencias reales existentes o inexistentes en
capacidades y aspiraciones, en una división en grupos que expresamente se refiere a su
presunta capacidad académica y a su futuro educativo (Hodges Persell, 1977; Schafer y
Olexa, 1971).
Bastante más sutil que la existencia explícita de programas diferentes es la oferta
de materias optativas cuando representan un porcentaje considerable o cuando se trata
de materias clave para los distintos estudios posteriores. El objetivo buscado con las
materias optativas es ofrecer al alumno, dentro de una escuela unificada, la posibilidad
de seguir un programa relativamente ajustado a sus particulares inclinaciones, intereses,
aptitudes, etc. A la vez, permite a las escuelas combinar los requerimientos generales de
la educación formal con la atención a las peculiaridades locales, sociales, culturales y
demás. Generalmente, las optativas comienzan a aparecer al principio de la enseñanza
secundaria tal como la hemos definido al principio de este trabajo –lo que incluye, a
veces, el final de la enseñanza oficialmente básica-. En Inglaterra aparecen en el tercer
curso de secundaria, a los trece años de edad aproximadamente, cuando los alumnos
deben elegir qué materias cursarán y a qué nivel (para el General Certificate of
Education- ‘O’ level, para el Certificate of Secondary Education o para no presentarse a
examen alguno); en Suecia, en los cursos séptimo a noveno de la Grundskola; en los
Estados Unidos, prácticamente en toda la High School pero particularmente en el nivel
senior; en la Unión Soviética, a partir del séptimo curso de la escuela de diez años
(desyatiletnyaya shkola); en la República Federal de Alemania, en el ciclo secundario
superior académico reformado –reformierte Oberstufe-, etcétera.
Aún suponiendo que la elección de optativas fuera enteramente libre en el plano
formal para los alumnos, tras sus decisiones se esconde todo un mundo de
determinaciones. Para empezar, el asunto se presenta ante ellos como algo de poca
trascendencia, muy lejos de la significación que estamos dispuestos a otorgarle los
adultos o, simplemente, los investigadores. En la medida en que ellos también se la
otorgan, los alumnos se orientan con dificultad en el entramado de las optativas, sin una
conciencia clara, la mayoría de las veces, de las consecuencias futuras de sus decisiones
presentes y con criterios dispares según cual sea su actividad básica ante la escuela. Los
alumnos de orientación más académica tienden a juzgar las materias a opción de
acuerdo con dicotomías tanto si se relacionan o no con su presunto futuro empleo, si
exigen o no una capacidad elevada, si serán o no una buena ocasión de aprender, si
prometen o no ser interesante, etc. Por el contrario, los alumnos de orientación más anti-
escuela se guían por dicotomías como las que enfrentan lo fácil al trabajo duro, lo
divertido a lo cargante, lo interesante a lo aburrido, la libertad al control, el grupo en el
que se encuentran los amigos a aquel en el que no... Los primeros emplean criterios
instrumentales; los segundos, criterios sociales y antiinstitucionales (Woods, 1976).
Los profesores juegan aquí un papel importante. Para ofrecer un número
considerable de optativas, una escuela secundaria necesita una plantilla adecuada y un
número importante de alumnos. Esto supone fácilmente centros de dos mil, tres mil o
más matriculados. La oferta de optativas y los horarios se complican entonces
considerablemente. La dirección del centro o los departamentos organizan los horarios
de manera que los alumnos puedan elegir conjuntos de optativas coherentemente
enfocados hacia los estudios literarios, la ciencia, el trabajo manual, etc. Los alumnos se
ven así obligados a elegir, más que materia por materia, un programa especializado de
hecho (Woods, 1979). Como la orientación en una organigrama complejo resulta difícil,
y como optar por una materia es siempre dejar de lado otra impartida a la misma hora,
los profesores pasan a desempeñar un papel esencial, mediante la tutoría directa o los
consejos a los padres, en la elección a los alumnos. Ahí se abre de nuevo una puerta
para que los prejuicios de los enseñantes hagan sentir su peso en las carreras de los
estudiantes. Cicourel y Kitsuse (1963) observaron, por ejemplo, cómo en una High
School norteamericana los consejeros se basaban inicialmente en el deseo expresado o
no por los alumnos de acceder al college para indicarles las asignaturas a elegir, pero
proponían opciones más ambiciosas –a igualdad de capacidad- a los alumnos de clase
media y se abstenían de aconsejar opciones académicas a aquéllos cuyas fichas
indicaban que vivían en las zonas pobres de la ciudad y, por consiguiente, su familia,
probablemente, no podría sufragar el coste de la enseñanza superior. Al principio puede
ocurrir que los alumnos expresen aspiraciones divergentes de las de sus profesores y las
impongan, si ningún mecanismo institucional se lo impide formalmente, pero con el
transcurso del tiempo terminan por ajustarse a lo que sus maestros consideran una
visión “realista” de su propia capacidad y posibilidades (Clark, 1960; Woods, 1979;
Ball, 1980). Algunos estudios han mostrado la existencia de una relación consistente
entre el origen social y las materias escogidas en un régimen de optativas (Kahl, 1953).
Esto no es privativo de los países del área capitalista, sino que sucede también en los
llamados socialistas: en la Unión Soviética, por ejemplo, los hijos de padre de profesión
intelectual suelen elegir con más frecuencia materias optativas que les aproximan a los
estudios universitarios (Zajada, 1980).
Las consecuencias de las opciones dependen, naturalmente, de la organización
del sistema escolar, pero nunca son intrascendentes. En Inglaterra, por ejemplo, la
división fundamental entre los alumnos tiene lugar en torno a ellas hacia los trece años,
creándose a partir de ahí grupos más o menos cerrados que se dirigen hacia el examen
GCE-‘O’, el CSE o ninguno (Hargreaves, 1982; King, 1983), división que ha repuesto
de hecho la que antes tenía lugar abiertamente a los once años y que puede llegar a
asemejarse, por otra parte, a la de los curriculum tracks norteamericanos. En otros casos
no llegan a configurarse programas de hecho distintos, pero se cierran o abren caminos
futuros quizá no demasiado claramente percibidos por los alumnos en el momento de
optar. En Suecia, por ejemplo, las ramas académicas de la secundaria superior exigen a
sus aspirantes haber optado por cursos avanzados en matemáticas o inglés en el tramo
de los trece a los dieciséis años (Boucher, 1981). Cuando esto es así, es fácil que se
cierren caminos a los alumnos sin experiencia suficiente o consejo adecuado para elegir
(Kogan, 1979), y la habilidad propia o ajena para hacerlo se convierte en la práctica en
un requisito oculto para una buena trayectoria escolar (Kutzsbach, 1980; Gellert, 1981).
No obstante, si lo que hemos afirmado sobre el sistema de materias optativas
apunta en general en el sentido de que tienden a reproducirse las divisiones creadas por
la oferta de programas separados ello no significa que los resultados sean idénticos. El
sistema de opciones es sin duda más flexible y deja abierta, en todo caso, la posibilidad
de que los alumnos rompan los clichés establecidos sobre ellos por los profesores,
aunque esto ocurra raramente (Maddock, 1978). Ahora bien, el juicio más razonable
sobre el sistema de opciones es que conduce a una división globalmente muy similar a
la de la oferta de diversos programas cuando aquéllas ocupan una parte importante del
calendario escolar (en Inglaterra, por ejemplo, entre le veinte y el setenta por ciento).
Sus virtudes residen en otra parte que en la evitación de la división: sirve para motivar a
los alumnos, les permite seguir materias estrechamente vinculadas a su presunto trabajo
futuro y refuerza la imagen meritocrática de la escuela.
Vayamos ahora con la última forma básica de la división interna de la escuela
integrada, la agrupación de los alumnos por capacidades o por resultados (Bellaby,
1977; King, 1979). La agrupación por resultados (notas u otros) mantiene un programa
igual para todos los alumnos y permite una mayor movilidad, si bien en todo caso
escasa y predominantemente descendente. La imagen típica es la de un goteo constante
de alumnos desde los primeros a los últimos grupos, a través de los cursos, que termina
por llevarlos al abandono (Dale y Griffiths, 1965). La agrupación por capacidades se
basa generalmente en una prueba práctica al principio (king, 1973) y se traduce por lo
común en diferencias en los programas y los métodos de trabajo: los alumnos de los
grupos superiores cursan con mayor frecuencia e intensidad lenguas extranjeras, siguen
programas más avanzados o propedéuticos de matemáticas o ciencias, se llevan más
trabajo para casa, etc. La movilidad es menor, siendo la asignación primera casi
irreversible.
La agrupación, sea por capacidades o por resultados, puede tomar también
distintas formas según el detalle con el que se practique y el campo al que afecte. Los
grupos pueden formarse en número tan grande como lo permitan las dimensiones de la
escuela, empezando por un primer grupo que reúne a los de más capacidad o mejores
resultados para formar sucesivos grupos hasta llegar a los últimos. Esto es lo que en el
área anglosajona se denomina streaming, propiamente hablando, y es común encontrar
de seis a nueve grupos para cada año escolar. Una segunda variante es la agrupación
según grandes tramos de capacidades y resultados, con un cierto síndrome de campana
de Gauss que se traduce en situar aproximadamente una cuarta parte de los alumnos en
el grupo superior –sudividido a su vez, si la cifra lo exige, en nueve subgrupos, pero
esta vez sin relación alguna con las diferencias entre los alumnos, sino simplemente a
efectos de lograr colectivos manejables y cumplir las normas en cuanto a número de
alumnos por profesor-, otra cuarta parte en el inferior y la mitad en el medio. Esto es lo
que propiamente se denomina banding, si bien, por imprecisión y analogía, los grupos
formados son aludidos frecuentemente como streams. Por último, la agrupación, sea por
resultados o por capacidades, puede llevarse a cabo materia por materia, en todas o en
alguna de ellas. Esto es lo que en países anglosajones se denomina setting. En los
Estado Unidos, Australia y Nueva Zelanda se emplea de manera generalizada el término
tracking para todas las variantes señaladas.
Lo más común es encontrar diversas combinaciones de estas disposiciones más
el régimen de materias optativas. Una escuela inglesa puede, por ejemplo, -un ejemplo
muy común-, practicar la agrupación en grandes tramos (banding) en cuarto curso de
secundaria basándose en las optativas en tercero y la agrupación por asignaturas
(setting) en segundo (Haywood y Leece, 1980).
La agrupación por capacidades es muy habitual en los países anglosajones, los
mismos que tienen una larga tradición de escuela integrada –si bien no son los únicos-,
y está enteramente prohibida en los países socialistas (Grant, 1979; Skinner, 1973),
mientras se practica parcialmente en otros sistemas como el alemán (en la escuela
integrada, o Gesamtschule, por resultados y asignatura por asignatura y en los
gimnasios por capacidad) (Heinermann, 1984). De su frecuencia podemos tener una
idea aproximada por algunos estudios norteamericanos y británicos. Según la National
Education Association (1968a) se practicaba el tracking en el ochenta y cinco por ciento
de los distritos de enseñanza secundaria, lo que significa, dado que en los grandes
distritos era más frecuente y más fácil el llevarlo a cabo, que el porcentaje de alumnos
afectados era aún mayor.
El Cuadro 10 contiene los resultados obtenidos por Benn y Simon (1970) al
estudiar el setenta y seis por ciento de las escuelas comprehensivas existentes en 1968 y
una muestra representativa de las mismas tres años más tarde, en el conjunto de Gran
Bretaña. Como puede verse, el sistema más común –y su frecuencia aumentó durante
esos tres años- era el de agrupar a los alumnos en grandes tramos (banding) (fila 2). La
agrupación exhaustiva, asignatura por asignatura o para todas ellas (filas 1,3 y 4)
disminuyó notablemente, mientras la formación de grupos heterogéneos (fila 7)
aumentó ligeramente. La formación de grupos heterogéneos –o sea, la no agrupación-
aumentó en mayor cuantía si incluimos los casos en que sólo se agrupaba a los alumnos
de educación especial (remedial: fila 6) o no se hacía en más de dos asignaturas (fila 5).
(Hay que decir que cuando se practica el setting en un número reducido de asignaturas
éstas son invariablemente las académicamente fundamentales.) Estudios posteriores
confirman que la agrupación por niveles pierde terreno en las escuelas comprehensivas
británicas (King, 1981), particularmente en la primera etapa de la secundaria Boydell,
1980).
Esta forma de división interna cuenta mayoritariamente con el apoyo de los
profesores (National Education Association, 1968b; reid, Clunies-Ross, Goacher y Vile,
1981; Upton, 1981), si bien hay entre ellos un apoyo creciente a la formación de grupos
heterogéneos. Los profesores tienden más a favorecer la división cuanto más tradicional
es su método de enseñanza, es decir, cuanto más consideran que ésta debe estar centrada
en el profesor. Por el contrario, los partidarios de una enseñanza más activa y centrada
en el alumno favorecen en mayor medida los grupos heterogéneos. Los profesores con
mayor experiencia favorecen a su vez el agrupamiento más que los que no la tienen.
Esto puede interpretarse en el sentido de que la experiencia les ha conducido al
realismo, pero también, de manera más prosaica, como resultado de la pura y simple
acomodación y, sobre todo, como la otra cara de que los primeros suelen monopolizar
los cargos de autoridad en los departamentos y pueden reservarse los grupos de
capacidad o resultados superiores, lo que resulta más gratificante y, probablemente, más
cómodo.
CUADRO 10

Formas de agrupamiento en primer año según tipos de escuela. Gran Bretaña, 1968-1971.
(Sólo se incluyen las escuelas que acogen a los alumnos a partir de los 11 o los 12 años de edad).

Porcentaje de escuelas (cifras absolutas entre paréntesis)


Muestreo
11/12- Núm. % de 1971
Forma de 11/12-18 18 11/12- total de en % de
agrupamiento (1) (11) 16 11/12-13 11/12-14/15 escuelas 1968 escuelas
1 General y exhaustivo (stream 17.5 13 20.5 34 23 130 19.5 4.5
2 General en grandes tramos
(bands) 34.5 32 27 21 26 210 31 45
3 Por asignaturas (sets) 4 8 7 10 36 5.5 3.5
4 Combinación: (streams, sets) 12 16 18 14 17 96 14.5 5.5
5 Grupos heterogéneos con
agrupamiento en no más de
dos asignaturas 5 10 8 14 1 42 6 10
6 Grupos heterogéneos
salvo educación especial 14 13 9.5 10 7 80 12 18
7 Grupos heterogéneos,
todas las asignaturas y
todos los alumnos 5 2 6 29 4 6.5
8 Otros métodos 7 10 6 6 43 6.5 7
No se sabe 1 1 4 7 1
Núm. total
de escuelas 100(389) 100(31) 100(154) 100(29) 100(70) 673 100.0 100.0(111)

El argumento principal en defensa de cualquiera de estas formas de agrupación,


como antes en la defensa de la escuela segregada, estriba en que favorecen a los
alumnos más capaces, que de otro modo se verían sometidos al ritmo mas lento, el
interés menor y las aspiraciones e inquietudes más chatas de los menos capacitados. Las
escuelas comprehensivas británicas empezaron a practicarlo desde un principio
precisamente por creer que así era y que resultaría la única manera posible de competir
eficazmente con las grammar schools en el terreno de los exámenes públicos (Chitty,
1979). Los estudios sobre el problema arrojan resultados contrapuestos: unos, que la
formación de grupos heterogéneos perjudica a los alumnos más brillantes (Bennet,
1976, y, por supuesto, toda la parafernalia que ha venido acompañando a los Black
Papers); otros consideran que ni les beneficia ni les perjudica (Her Majesty
Inspectorate, 1978); los más numerosos, en fin, concluyen que no les perjudica
(Postlethwaite y Denton, 1978; Chitty, 1979; Holt, 1976, 1978).
Más importante es el problema del efecto sobre el conjunto de los alumnos. La
agrupación de los alumnos por niveles suele practicarse más a medida que se avanza de
curso, por la presión creciente producida por el acercamiento de los exámenes públicos
o la transferencia a instituciones distintas en la secundaria superior a la post-secundaria,
y antes en las asignaturas “duras” como matemáticas y lengua extranjera que en las
“blandas” como humanidades o ciencias sociales (King, 1983; Reid, Clunies-Ross,
Goacher, y Vile, 1981). Las consecuencias más aparatosas consisten en que los
profesores con mayor experiencia se concentran en los grupos de nivel superior (Lacey,
1970; Ross, Burton, Evison y Robertson, 1972) y que los programas tienden a
diferenciarse (Hodges Persell, 1977; King, 1983).
¿Influye esto sobre las oportunidades de los alumnos? Jencks (1972a) llegó en su
macroestudio a la conclusión de que no influía mucho sobre los resultados
cognoscitivos obtenidos por éstos, según los registran los test. Julienne Ford (1969), en
su estudio pionero sobre la escuela comprehensiva británica, dedujo que la asignación a
un grupo u otro influía fuertemente sobre las aspiraciones educativas de los alumnos,
midiendo éstas por el curso en que se declaraban dispuestos a abandonar la escuela. El
cuadro 11 recoge los porcentajes de alumnos que se disponen a abandonar en cada año
escolar por clases sociales y según que se encuentren en una grammar school, en una
secondary modern o en los grupos “A” o “B”, “C” y “D” de una comprehensive. Cuarto
y quinto años son, recuérdese, los últimos del primer ciclo de enseñanza secundaria –14
a 16 años-, mientras los siguientes son los que exceden de la edad escolar obligatoria –
sin pérdida de curso, dos de ellos bastan para llegar al GCE –‘A’-. Ford argumenta que
la similitud en las intenciones de abandono de los alumnos de los grupos inferiores de la
escuela comprehensiva y los de la secundaria moderna indican que la formación de
grupos según niveles tiene un efecto negativo sobre los alumnos asignados a los más
bajos.
La polémica resulta difícil, pues los estudios arrojan resultados contrapuestos y
las revisiones de los mismos así lo confirman (Yates, 1968; Bellaby, 1977). Aparte de
las ya aludidas, existen más y mejores razones para creer que la asignación a grupos de
nivel debe tener una influencia importante sobre los alumnos, positiva para los
seleccionados para los grupos superiores y negativa para el resto. No hace falta recordar
aquí los efectos del etiquetado ya explicados al tratar de la asignación explícita a
programas de estudios distintos (más arriba en este mismo capítulo). Los alumnos
parecen aceptar y hacer propia, en general, esta distribución de etiquetas (king), 1969;
Hargreaves, 1967; Lacey, 1970; Ball, 1980). Los que son enviados a los grupos
inferiores se consideran a sí mismos como ineligibles e inadecuados para el éxito en la
escuela (Schwartz, 1981).
La ausencia de efectos diferenciales de la agrupación por niveles en muchos
estudios podría deberse, no a que no existan, sino a que también existen en los grupos
heterogéneos no diferenciados. Efectivamente, el viejo experimento de Rosenthal y
Jacobson (1968) no se refería a los efectos de la división en grupos –que se pueden dar
por descontados si el experimento es válido-, sino a los efectos de la división dentro del
grupo. La diferenciación de los alumnos por niveles, sea según la capacidad o según los
resultados, es algo que los enseñantes practican habitualmente dentro del aula. Esto
puede ocurrir de manera obvia, como cuando se ordena a los alumnos en los pupitres en
una secuencia que va del “mejor” al “peor” o se les proponen planes de trabajo
diferentes; o no tan obvia, como cuando se reduce a pautas sistemáticas de interacción
diferencial entre el profesor y cada subgrupo oculto de alumnos. Algunos estudios
indican que son muy pocos los profesores de grupos heterogéneos (non-streamed) a los
que pueda considerarse como igualitarios (non-streamers) en el tratamiento de los
alumnos (Barker-Lunn, 1970; Whiteside, 1978; Rist, 1970). A pesar de que no exista
una separación formal, en los grupos de nivel heterogéneo tienden a formarse
estereotipos que son aplicados a distintos subgrupos de alumnos tanto por los profesores
como por los alumnos mismos.

CUADRO 11

Intenciones de abandono por escuela, grupo en la comprehensiva y clase social.

%que se % que se % que se


propone propone propone
abandonar abandonar abandonar N=
Escuela/grupo Clase social en 4.º en 5.º en 6.º - 8.º (100%)
Grammar Media 0 10 90 68
Obrera 0 28 72 29
Comprehensive Media 0 50 50 16
grupo “A” Obrera 0 87 13 23
Comprehensive Media 20 60 20 15
grupos “B”-“D” Obrera 40 56 4 98
Secondary Media 32 47 21 19
Modern Obrera 40 52 8 52

Resta saber si este sistema divisivo es, al menos, meritocrático en su


reclutamiento, y no parece que lo sea en modo alguno. Un estudio tras otro confirma
que los alumnos cuyos padres desempeñan trabajos no manuales o pertenecen a las
clases “media” y “alta” están sistemáticamente sobrerepresentados en los grupos de
nivel más elevado, no importa el procedimiento por el que se constituyan (Holly, 1965;
Ford, 1969; Welton, 1969; Lacey, 1970; Ball, 1980). En Cuadro 12 (Ford, 1969) refleja
los porcentajes de alumos de cada grupo de nivel según clase social y la inteligencia
para escuelas de tipo grammar, comprehensive y secondary modern. La variable clase

CUADRO 12

Clase social y composición porcentual, según el C.I., de los grupos en tres tipos de escuelas.
Clase media Clase Obrera
C.I. C.I. C.I. C.I. N=
Escuela Grupo alto bajo Alto bajo (100%)
Grammar “A” 84 7 7 3 30
“B” 60 20 20 0 25
“C” 41 26 22 11 27
“D” 20 0 47 33 15
Comprehensive “A”s 33 8 59 0 39
“B”s 4 9 56 31 46
“C”s 8 6 29 56 48
“D” 0 10 10 79 19
Secondary “A” 31 7 52 12 29
Modern “B” 11 22 44 22 18
“C” 0 8 25 67 24

social ha sido dicotomizada en clase media y clase obrera, según que los padres de los
estudiantes ejercieran trabajos no manuales o manuales. El coeficiente intelectual (C.I.)
se considera alto cuando alcanza o excede los 100 puntos en el caso de los alumnos de
escuelas comprehensive y secondary modern, y cuando alcanza o excede los 120 –la
mediana- en el caso de los de escuelas grammar. Comparando las cifras puede
observarse que ambas variables, clase social e inteligencia, son de importancia en la
determinación del grupo en que se encontrará el alumno. El Cuadro 13 (Ford, 1969)
comprende los porcentajes en los que cada clase social es incluida en el grupo de nivel
superior manteniendo constante el nivel de inteligencia. Los porcentajes se refieren
ahora al total de alumnos de esa clase social y con ese nivel (en el cuadro anterior se
referían al total de alumnos en cada grupo de nivel). Como puede verse, a los alumnos
de clase obrera se les exige un nivel de inteligencia media superior que a los de clase
media para situarlos en los grupos privilegiados. También puede observarse que esta
situación no varía en las escuelas selectivas, sean de élite o de aluvión (grammar y
secondary modern), a pesar de que los alumnos ya han sufrido una selección previa,
igualmente clasista, al ser enviados a un tipo u otro de escuela. Esto último significa
que, si bien la escuela comprehensiva no es capaz de superar el sesgo de clase del
sistema tripartido –las escuelas segregadas-, en realidad no nos encontramos ante dos
mecanismos de selección meramente alternativos, sino indistintamente alternativos –
para los que entran en la escuela comprehensiva- o acumulativos –para los que lo sufren
además y después de haber entrado en una escuela segregada.

CUADRO 13

Proporción del grupo de C.I. alto de cada clase social asignada al grupo “A”, por tipos de escuela.

% Clase media % Clase obrera


Escuela en el grupo en el grupo p=
Grammar 46 10 .01
Comprehensive 68 35 .01
Secondary modern 82 52 n.s.

Las conclusiones se imponen. Las escuelas integradas no garantizan en absoluto


la igualdad educativa ni social –en la medida en que la igualdad educativa es parte de la
igualdad social y al margen cualquier ilusión sobre su eficacia como instrumento para
igualar las oportunidades de empleo, los ingresos, etc.- si, a pesar de ser formalmente
iguales, no cubren todo el espectro educativo, se diferencian entre sí o se dividen
internamente por cualquier procedimiento que sea. Incluso si no lo hicieran, si todas las
escuelas fueran iguales y no conocieran formas de diferenciación interna, ello no
significaría que se había logrado ya un tratamiento igualitario de los alumnos. Un
profesor puede producir tantas diferencias dentro del aula como todo el aparato
educativo fuera de ella. Pero el hecho de que existan barreras nuevas, o apenas
descubiertas no debe llevar a nadie a olvidar las viejas.
Capítulo 5

Algunas consideraciones
en torno al currículo

Tratar en detalle los problemas del currículo de la enseñanza secundaria, tanto


más cuando se pretende dar una visión generalizada de ésta en los países
industrializados, no solamente excedería el horizonte de este trabajo. Dada la diversidad
de casos, sería además una tarea a medias digna de Hércules o de un enjambre de
hormigas, pues el problema no se reduce a la desigualdad formal de los currículos –si
aquí se refuerza el aprendizaje de las matemáticas o allá el de la ciencia-, sino que se
prolonga en una desigualdad real mucho mayor de la supuesta. La literatura
administrativa de los distintos países y organizaciones internacionales permite
solamente hacerse una vaga idea de lo que se enseña en cada sistema escolar en base a
los títulos de las materias impartidas en las distintas ramas y cursos, pero, más allá de
eso, se abre todo un mundo de diferencias, matices, concreciones, etc. Una clase de
matemáticas puede consistir en sutiles razonamientos por los que se buscan soluciones a
problemas complejos para los que no existen de manera predeterminada o en meros
ejercicios mecánicos de cálculo; puede centrarse en lo que hoy se llama “matemática
moderna” o en la aritmética más tradicional; puede tratar su objeto como un simple
conjunto de reglas puras y duras al margen de cualquier realidad terrenal o apoyarse en
la búsqueda de motivaciones para los alumnos vinculándolos a esa realidad; puede
buscar sus ejemplos en el reparto de una tarta, el préstamo a interés y otras
transacciones comerciales, como lo hacen la mayoría de los profesores y los libros de
texto, o en la extracción del plusvalor, como lo hacía Ferrer y Guardia o lo hacen hoy
algunos maestros radicales. Una clase de “lengua” puede serlo en realidad de gramática,
de sintaxis, de ortografía, de literatura o de varias de esas cosas; puede considerar la
lengua como un objeto de estudio en sí, que no necesita ser justificado y cuya
importancia deben dar por sentada los enseñados, o como un instrumento de
comunicación cuya relevancia para ellos derivará de lo que permita comunicar. Una
clase me música puede centrarse en la interpretación por los propios estudiantes, en la
audición o en la simple memorización de autores y obras, y ocuparse de la música
considerada culta o de la que hace a los alumnos de secundaria mover el esqueleto los
fines de semana. Una clase de “estudios sociales”, “educación cívica”, o “convivencia”
puede consistir en una asignatura sobre la constitución, en la lectura y comentario de las
páginas locales de la prensa o en el tratamiento de –y la intervención sobre- los
problemas de la comunidad en la que la escuela está enclavada.
Podríamos seguir haciendo la lista de asignaturas o completar el abanico de
variantes sobre las cuatro que hemos tomado como ejemplo, pero parece innecesario. La
cuestión es que, para conocer en términos reales el currículo de la enseñanza secundaria
–o el de cualquier nivel de enseñanza-, sería imprescindible ir más allá de los epígrafes
que señalan la inclusión de una u otra materia en el programa de tal o cual país. Esta
tarea, sea hercúlea u hormiguil, se encuentra más allá de los propósitos y las
posibilidades del autor de este trabajo.
Una segunda limitación surge de la amplitud de la enseñanza secundaria. La
tendencia general en todos los países, con más o menos voluntad y resistencia o
lentitud, conduce a que ésta esté formada por un primer ciclo común, que termina en
torno al límite legal de la escolaridad obligatoria, y un segundo ciclo especializado.
Como es lógico, este segundo ciclo presenta currículos distintos para cada especialidad.
Las especialidades suelen incluir una o unas pocas materias de índole académica, tal vez
una o unas pocas de índole intermedia, y una multitud de ellas de tipo profesional. Un
análisis detallado exigiría estudiar el problema país por país, rama por rama, curso por
curso y asignatura por asignatura, sin contar con las variantes que en torno al contenido
básico de las distintas ramas pueden establecerse donde existen materias optativas.
Como es obvio, ello requeriría elaborar una enciclopedia. Además, sin contar con un
pequeño ejército de investigadores que nos permitiera llegar al máximo detalle, nos
encontraríamos con descubrimientos tan poco interesantes como que quienes se
especializan en una rama de metal aprenden corte de chapa o, quienes siguen
electrónica, semiconductores.
Con lo dicho no se pretende poner en duda ni la posibilidad ni la utilidad de
macroinvestigaciones de este género o, volando más raso, investigaciones limitadas que
comparasen la enseñanza de un oficio o de una familia de oficios, o simplemente de una
asignatura de la rama académica, por poner un par de ejemplos, en los distintos países.
Lo que se pretende es, únicamente, justificar, a contrario, el hecho de que en este
capítulo sólo vamos a detenernos en las discusiones más generales sobre las
características del currículo y sus efectos.
Antes, sin embargo, dedicaremos un breve paréntesis a constatar lo obvio. Vistos
superficialmente, los currículos del tronco común en los distintos países se parecen
entre sí casi como un huevo a otro huevo. En todos los casos encontraremos
invariablemente materias como la lengua propia (la oficial del Estado), una lengua
extranjera (sea cual sea), educación cívica (o “convivencia”, “estudios sociales”,
“estudios de la comunidad”, etc.), matemáticas, física, química, biología animal y
vegetal, historia y geografía y educación física. Casi siempre figuran también la
educación religiosa (o “ética”, generalmente el denominador común de las religiones
presentes) y la lengua nacional o materna, cuando es distinta de la oficial del Estado.
Música, arte y dibujo son también materias muy comunes, pero no siempre obligatorias
en la secundaria. Todavía no tan frecuente, pero con una presencia creciente, son o están
la economía o el trabajo doméstico (generalmente para mujeres) y los trabajos con
madera o metal (generalmente para hombres), la electricidad, la informática, los
estudios locales, la economía, los temas de salud e higiene. En algunos casos –pocos ya-
perdura la presencia del latín, mientras en otros se abre paso a una segunda lengua
extranjera viva. Además, van introduciéndose el los programas de diversos sistemas
escolares temas de enseñanza estrechamente vinculados a las características ecosociales
de la industrialización y que, si bien hoy suelen ser objeto de tratamiento informal, no
sancionado mediante evaluaciones ni títulos, probablemente serán mañana materias
obligatorias o parte de ellas: educación médica, contabilidad, alcohol-drogas-tabaco,
alimentación, consumo, primeros auxilios, relaciones sexuales, protección del medio
ambiente, etc. Por añadidura, en numerosos países se ha incorporado o se piensa
incorporar al contenido de la escolaridad obligatoria una serie de actividades y
experiencias que no caben en el marco tradicional de las “asignaturas”: participación de
los alumnos en la gestión de los centros, participación en actividades comunitarias
extramurales, trabajo productivo, protección civil y otras.
Es posible discutir la oportunidad de la presencia de estas materias, una por una,
en los programas, pero lo que hoy centra la atención no es tanto eso como el equilibrio
general de los mismos. Apriorísticamente no sería difícil dividirlos en grandes grupos y
postular la necesaria integración de todos ellos, o discutir sus virtudes y carencias
relativas. Sin embargo, sea porque no es posible llegar a conclusiones definitivas en
términos de valores absolutos, sea porque no estamos todavía realmente en condiciones
de valorar alternativamente las distintas formas de desarrollo cognoscitivo, afectivo,
estético, convivial, etc., cualquier discusión de este tipo se muestra siempre
tremendamente escurridiza. Por ello, quizá mejor que en términos de objetivos o fines,
debamos discutir el desarrollo del currículo y sus efectos en términos de causas.
Cuando la escuela secundaria era, sin lugar a dudas, la preparación para la
enseñanza superior, nadie discutía que su contenido tenía que estar teleológicamente
determinado por ésta. Hoy, sin embargo, para la mayoría de los alumnos es un ciclo no
propedéutico, sino terminal, si bien es posible que no tarde mucho en volver a ser
propedéutico, en la medida en que dé el acceso a la enseñanza superior o a alguna otra
forma de enseñanza post-secundaria (Trow, 1961). Este carácter propedéutico no sólo
significaba una finalidad inequívoca, sino también un público relativamente
homogéneo: alumnos de clase “media” que compartían el ethos de la escuela, la
disposición a posponer las gratificaciones, la vocación académica, la cultura de clase
media, el lenguaje formal, etc. El problema surge cuando, con la universalización de la
enseñanza secundaria –total en su primer ciclo y en vías de serlo en el segundo-, se
incorpora a ella un público diverso que no comparte las características del anterior,
salvo la edad. La escuela no puede contar ya con una finalidad garantizada por parte de
su público y debe afrontar una enorme diversidad de intereses, capacidades, vocaciones
y destinos.
Este es todavía un problema irresuelto. La sola rigidez de los sistemas escolares
se basta para hacer muy lento y difícil el cambio. Una enseñanza que sigue centrada en
el profesorado sólo es capaz de cambiar muy parsimoniosamente, y ello es así al menos
por cuatro razones: en primer lugar, los profesores de enseñanza secundaria son más o
menos invariablemente productos universitarios, y la universidad, cuyo público sigue
siendo aún restringido, cambia todavía más lentamente que el resto de la enseñanza; en
segundo lugar, la vida activa de este profesorado va siempre mucho más allá de la
vigencia de ideas e incluso de las especialidades en que fue formado; en tercer lugar, los
profesores suelen ser un grupo conservador y poco dado a los cambios, incluidos los
cambios pedagógicos; y, en cuarto lugar, se trata de unos profesionales cuya profesión
parece consistir en no entrar en contacto con otra parcela de la vida que no sea la
escuela misma (Barbagli y Dei, 1969; Gusdorf, 1977). Pero sería injusto cargar a los
profesores con toda la culpa. Buena parte de ésta recae sobre la propia administración
del sistema escolar o, lo que resulta más interesante, sobre el sistema mismo incluidos
sus diversos agentes, cuyas respuestas a los requerimientos de aquél pueden constituirse
en un obstáculo más al cambio.
La enfermedad más grave de la enseñanza secundaria ha sido y sigue siendo, sin
lugar a dudas, el academicismo. Por tal entendemos la primacía dada a las materias
preparatorias para el ingreso en la universidad o estudios superiores asimilables y el
sometimiento a ellas de todos los alumnos. El academicismo permea la escuela por
múltiples conductos, pero el más obvio, aparte de la propia formación y deformación
del profesorado, es la competición supuestamente meritocrática que en ella se establece
por el acceso a la universidad. La universidad suele dominar el contenido de la
enseñanza secundaria, no sólo por haber formado a sus profesores, sino también por su
fuerte peso directo e indirecto a la hora de establecer el currículo (Pirson-DeClerq,
1980).
Allá donde existe una secundaria diferenciada, las otras ramas se miden a sí
mismas con relación a la rama preuniversitaria y tratan de evitar la postergación de su
público emulándola. En Holanda, donde existen cuatro ramas de la enseñanza
secundaria desde el primer ciclo, la más selectiva y propedéutica (la VWO) domina el
contenido de la educación en las restantes, que, en vez de organizarse autónomamente
en torno a finalidades distintas, lo hacen como minusvariantes de lo que se considera
una “buena educación”, la que ellas no dan (Karstanje, 1981). En Inglaterra y Gales,
donde las secondary modern schools se suponía estaban llamadas a ofrecer una
enseñanza distinta a un público distinto, fueron ellas mismas quienes se empeñaron en
competir con las grammar en la carrera por los académicos General Certificates of
Education de nivel ordinario (16 años), embarcando a su vez a los alumnos en una
carrera por ser incluidos en los grupos (streams) que preparan para presentarse a ellos,
generalmente sólo los primeros (Maddock, 1983); y lo mismo sucedería más tarde con
las comprehensive schools (Chitty, 1979).
Allá donde se combina un primer ciclo comprehensivo con un segundo ciclo
altamente diferenciado y fuertemente selectivo, la rama académica de éste domina los
estudios de aquél, imponiéndose sus criterios por el mismo procedimiento, una
competencia omnipresente para acceder a él, como sucede en el caso francés (Prost,
1983).
Allá donde ambos ciclos secundarios son comprehensivos, pero la universidad
sigue siendo fuertemente selectiva, como ocurre en el caso inglés, sucede en última
instancia lo mismo. En Gran Bretaña el control de la universidad sobre la enseñanza
secundaria discurre a través del sistema de exámenes públicos, debido a que éstos son
los únicos que tienen valor certificador. Determinados en su contenido por cuerpos
examinadores en los que tiene un enorme peso la universidad, los programas de las
distintas materias en el General Certificate of Education son como una losa de la que
las escuelas secundarias no pueden zarfarse y que les obliga a impartir una enseñanza de
tipo predominantemente académico (Moon, 1984; Cowper y Pickard, 1981; Neave,
1981; Brock, 1981; Her Majesty Inspectorate, 1980; Broadfoot, 1979; Reid, 1979,
1982). La Introducción del Certificate of Secondary Education (CSE), cuyo propósito
era en principio ofrecer un examen alternativo tras el cual pudiera parapetarse una
enseñanza alternativa, no en la línea académica de la conducente al GCE-‘O’, no
solucionó nada a la larga. Aunque son numerosos los alumnos que se presentan a aquél
y no a éste, los cursos preparatorios para el primero han terminado por conformarse a
imagen y semejanza de los que preparan para el segundo, volviéndose así de nuevo al
punto de partida (Reid, 1982), de manera que uno y otros alumnos son sometidos a
programas similares pero se diferencian entre sí por la categoría del examen en que
validan su aprendizaje o por las calificaciones obtenidas.
Este y no otro, el academicismo aplastante de la enseñanza secundaria, es el
estado general de la cuestión. No obstante, en los últimos tiempos se levantan voces que
apuntan en el sentido opuesto y claman por una vuelta a los fundamentos. En los
sistemas escolares integrados, la forma más fácil y obvia de responder a la diversidad
del público reclutado tanto en términos de su origen y destino social como en términos
de sus preferencias, capacidades o inclinaciones personales es ofrecer, junto a un
programa común más o menos amplio o reducido, una gama considerable de materias
optativas. La más materias optativas existen ya, prácticamente, en todos los sistemas
escolares a la altura de la enseñanza secundaria, pero el problema de conjugarlas con el
tronco común sólo se plantea allá donde constituyen una parte importante del programa.
No hay manera de establecer a partir de qué punto comienza a ser así, pero es claro que
no resulta lo mismo de la existencia de una o dos opciones frente a tres cuartos o cuatro
quintos de materias obligatorias que cuando aquéllas llegan a comprender un tercio, la
mitad o hasta dos tercios del total.
Para una mejor comprensión del problema, permítasenos acudir a ejemplos de
los sistemas escolares británico y norteamericano, donde la discusión es hoy más aguda.
Ambos sistemas, como es bien sabido, están altamente descentralizados. En la
enseñanza británica, los directores de los centros tienen casi carta blanca para elegir las
materias que se imparten en éstos, y la única –pero poderosa- limitación viene del
sistema de exámenes públicos. Las escuelas secundarias norteamericanas, por su parte,
están sometidas a un régimen plural de autoridad que se reparte en proporciones
distintas, según los casos, entre los directores, los consejos escolares de distrito y los
estados, a los que se añade la influencia directa de la administración federal a través de
leyes marco y de la presión que acompaña a la concesión de ayudas presupuestarias.
Una escuela comprehensiva inglesa típica puede ofrecer en cuarto curso (14 a 15
años) el siguiente programa (Reid, 1979):
Materias comunes, obligatorias para todos: matemáticas, inglés, educación física
y deportes e instrucción religiosa.
Opción 1: (cada alumno/a debe elegir una de las materias de la lista, y lo mismo
para las siguientes opciones): comercio, francés, historia, música, instrucción religiosa o
estadística.
Opción 2: astronomía, comercio, literatura inglesa, geografía o lengua alemana.
Opción 3: comercio, diseño, geografía, costura (needlework), física o dibujo
técnico.
Opción 4: arte, biología, química, trabajo doméstico (domestic science), historia,
metal (metalwork) o madera (woodwork).
Opción 5: arte, biología humana, química, trabajo doméstico, costura, dibujo
técnico o madera.
A la vista de este elenco se entenderá mejor el problema. Si la obsesión del
alumno es llegar a ser ingeniero, y sólo eso, podría, por ejemplo, construirse el siguiente
currículo (aparte de las obligatorias): estadística, astronomía, física, química y dibujo
técnico. Si, por el contrario, desea ser un erudito humanista, podría elegir así
(suponiendo que su lengua extranjera obligatoria fuera la alemana): francés, literatura
inglesa, geografía, historia y arte. Si, con mejor criterio, o simplemente pensando en su
propio desarrollo personal, eligiera aquellas materias que no podría estudiar fuera de la
escuela por el sencillo procedimiento de comprar cualquier manual adecuado, tal vez
elegiría el siguiente currículo: música o estadística, astronomía, diseño, madera y arte.
Ni que decirse tiene que este último estudiante difícilmente haría carrera.
Menos de dos años después de elegir su programa, los estudiantes tendrán que
presentarse a los exámenes públicos (GCE-‘O’ o CSE) si desean obtener algún tipo de
certificación que les abra la puerta a proseguir estudios no inmediatamente abocados al
empleo. Desde este punto de vista, sólo tienen sentido las opciones más académicas, no
importa que apunten hacia las ciencias o hacia las letras. Puesto que el régimen de
opciones impera en varios cursos consecutivos, el alumno puede tratar de compaginar
intereses distintos lo mejor que pueda teniendo a la vista el equilibrio general de todos
sus estudios secundarios de primer ciclo, no importa que sus opciones en tal o cual
curso parezcan desequilibradas en un sentido o en otro, pero, en cualquier caso, es
evidente que existe una fuerte tensión, a no ser que se confunda la vida con la academia,
entre intereses personales y opciones escolarmente rentables, entre el aprendizaje como
actividad expresiva y como actividad instrumental. Si la escuela no fuera un proceso de
selección constante, probablemente la mejor elección sería la de nuestro tercer alumno
hipotético: para aprender las demás cosas ya están las librerías y bibliotecas y el estudio
personal, si es que se desea. Pero, puesto que la escuela es un proceso de selección en el
que, además, invierte la variable tiempo, probablemente las opciones más sensatas sean
las de los primeros: a aprender bricolaje o música pueden dedicarse los veranos, o
pueden esperarse a haber ganado la carrera, mientras que la negligencia actual en cuanto
a las opciones académicas puede resultar más tarde irreversible. Además de optar “bien”
o “mal” existe, en fin, la posibilidad de querer abarcarlo todo y no conseguir nada.
Al llegar al quinto curso, es decir, al curso en que deberán los alumnos
presentarse a los exámenes públicos, la situación no es esencialmente distinta. Un
distrito pequeño, con nueve escuelas comprehensivas y con zonas urbanas, residenciales
y rurales –pero sin casco viejo pobre (inner city), que es, en las grandes ciudades, donde
se presentan los problemas más graves en términos de pobreza general y escolar en un
país como Gran Bretaña-, puede ofrecer el siguiente panorama curriular (Edwards,
1980):
Escuela A: Matemáticas, inglés, lengua extranjera, ciencias (currículo
obligatorio) y tres opciones.
Escuela B: Matemáticas, inglés, francés (optativo en caso que los alumnos sigan
una mezcla de cursos para el GCE-‘O’ y el CSE, en vez de sólo para el primero), una
materia práctica y cuatro o cinco opciones.
Escuela C: Matemáticas, inglés, educación religiosa, una materia práctica y
cuatro opciones.
Escuela D: Matemáticas, inglés, ciencias, una materia práctica y tres o cuatro
opciones (lengua extranjera, de hecho, obligatoria para las chicas, pues a la misma hora
dibujo técnico es sólo sustitutoria para ellas).
Escuela E: Matemáticas, inglés, ciencias y cuatro o cinco opciones.
Escuela F: Matemáticas, inglés, una materia práctica y cinco opciones.
Escuela G, H y J: Matemáticas, inglés y cinco opciones.
Un estudio de la National Foundation for Educational Research, un organismo
independiente de gran peso en la educación, realizado en 1974-75 sobre cerca de un
millar de escuelas, mostró que la casi totalidad de ellas ofrecían un cierto número de
materias obligatorias (lo que en Gran Bretaña se llama core curriculum, núcleo
curricular o programa básico) combinadas con otras optativas (Reid, 1979, 1982). El
Cuadro 14 indica las proporciones de tiempo asignadas al programa común obligado y
el número y porcentaje de escuelas –comprehensivas- que caían en cada una de esas
proporciones.

CUADRO 14

Proporción del tiempo asignado al programa obligatorio en una muestra de escuelas


comprehensivas, 1974-75.

Porcentaje del programa


<20 21-30 31-40 41-50 51-60 61-70 71-80 >80 Todas
Escuelas n 28 126 375 302 52 28 13 4 928
% 3 14 42 31 6 2 1 .2 100

A grandes rasgos, el cuadro indica que dos quintos de las escuelas asignan a las
materias comunes más del cuarenta por ciento del horario, y cuatro quintos más del
treinta por ciento. La muestra era de 939 escuelas, y las once que faltan en el cuadro son
las que no incluían materia obligatoria alguna en el programa. Investigaciones
posteriores realizadas por la Real Inspección en 1975-78 y por la N.F.E.R. en 1979
ofrecen resultados similares (Reid, 1982; Her Majesty Inspectorate, 1979). En general,
inglés y matemáticas –y educación física- son las materias obligatorias más frecuentes.
La mayoría de las escuelas ofrecen materias optativas desde tercer curso, o sea
en tercero, cuarto y quinto. Un horario típico de cualquier escuela del país podría ser el
del Cuadro 15 (Moon, 1984), incluso en su configuración física.
Todo alumno debe de seguir uno de los cursos que figuran en cada opción. Los
profesores probablemente intervendrán en las elección de los alumnos, teóricamente
ayudándoles a elegir un programa equilibrado pero en la práctica, sin duda, orientarlo a
“los más capaces” hacia las materias académicas y a “los menos capaces” hacia las de
índole práctica. La propia disposición de las materias en el horario indica la
consideración de las mismas por la plantilla docente. El recuadro superior (añadido)
incluye las primeras materias de cada opción, que juntas constituyen lo que era el
programa de las grammar schools, las viejas escuelas académicas selectivas del sistema
tripartito británico. El recuadro inferior (igualmente añadido), que comprende los cursos
presentados en último lugar, refleja el tipo de estudios que se ofrece al sector de
alumnos que se encuentra en la escuela por la prolongación de la escolaridad obligatoria
y por su aplicación forzosa (los llamados Newsom Kids –los “chicos del Informe
Newsom”- y Roslaites –de ROSLA, Rising of school leaving age: prolongación de la
escolaridad obligatoria). Nada más fácil para los alumnos que dividirse por sí solos
como en el anterior sistema tripartito.
Esto es lo que la Real Inspección británica ha calificado repetidamente como
“variedad inaceptable”, “programa hecho a retales”, etc. Otros autores, particularmente
los de los Black Papers dirigidos contra la escuela comprehensiva y la enseñanza activa,
se han sumado a esta acusación (p.ej., Boyson, 1975). Sin embargo, las propuestas que
de ello se derivan son distintas. Mientras los conservadores proponen en general la
supresión o la disminución al mínimo de las opciones y, en todo caso, la vuelta al
énfasis en las “3 Rs”, vale decir en las materias tradicionales, la Real Inspección
propone que se elabore un programa común no en términos de asignaturas, sino de
“áreas de experiencia”, concretamente las siguientes: estética y creativa, ética,
lingüística, matemática, física, científica, sociopolítica y espiritual (Her Majesty
Inspectorate, 1977). Esta propuesta se corresponde bastante con la idea de Hirts,
bastante extendida en Gran Bretaña, de que la escuela debe ayudar al alumno a
desarrollar diversas formas de pensamiento (Hirts, 1969).

CUADRO 15

Horario típico de una escuela comprehensiva.

Metarias obligatorias: Inglés, Matemáticas, Religión y Ed. Física.


Opción A Opción B Opción C Opción D Opción E Opción F
Latín
Historia Geografía Francés Biología Química Física
Geografía Historia Arte Química Biología Biología
Ests. Sles. Ests. Sles. Informática Geografía Química
Música Dib. Téc. Técs. Contr. Alemán Ocia. Gral. Econ. Domes.
Puericult. Econ. Domes. Costura Prác. Ofic. E.A.T.P. Metal
Alemán Arte
Madera Ests. Mov. Familia Ests. Europ. Mecanografía Automoción
Ocia. Gral. Medio Amb.

La enseñanza secundaria (high school) norteamericana ofrece un panorama


similar. Par obtener la graduación es necesario conseguir un número determinado de
créditos (credits), o certificaciones de que se ha cubierto un período de 120 horas en una
materia. El número total de créditos y las materias en que deben ser obtenidos varían de
escuela a escuela y de estado a estado. El Cuadro 16 indica la cantidad de estados que
exigían la presencia de algunas materias en el programa común y el número de créditos
en cada una de ellas que se requería –el valor medio de todos los estados- en 1972 y
1980 (Boyer, 1983).

CUADRO 16

Número de estados que exigen la presencia de algunas materias en el programa de la escuela


secundaria y número de períodos académicos que exigen en cada una de ellas (media), 1972 y 1980.

Núm estados que Núm medio de


Exigen obligator. Períodos exigidos
Materias obligatorias 1972 1980 Var. 1972 1980 Var.
Estudios Sociales 44 42 -2 2.14 2.05 -.09
Inglés 42 39 -3 3.48 3.53 +.05
Ciencias 34 37 +3 1.22 1.24 +.02
Matemáticas 36 34 -2 1.22 1.28 +.06
Ed. física/salud 32 32 ±0 1.31 1.38 +.07
Varias, más optativas ———— ———— ———— 7.34 8.02 +.68

(Fuentes: National Education Association Research Service, State Graduation Requirements, 1972;
National Association of Secondary School Principals, State Mandated Graduation Requirements, 1980).

El término “escuela secundaria” designa aquí la high school propiamente dicha,


es decir la escuela de cuatro años, del curso noveno al doceavo. Como puede observarse
en el cuadro, el número de estados que exige la presencia de las materias –
fundamentalmente académicas- consideradas ha disminuido en los ocho años
transcurridos entre los dos informes de los que se han extraído los datos, pero el número
de períodos exigidos para cada materia y en total, en general, ha aumentado.
Dentro de estas limitaciones, cada escuela puede elaborar su propio programa y
determinar qué materias son obligatorias y cuáles optativas. Un programa típico puede
ser, por ejemplo, el siguiente: (Boyer, 1983: 71):

Total de períodos requeridos: 21.


Materias obligatorias: 11 ½ períodos.
- comunicación (inglés, literatura y expresión oral), 3 períodos;
- estudios sociales (historia de los EE.UU. u mundial), 2 períodos;
- matemáticas, 1 período;
- ciencias, 1 período;
- bellas artes, 1 período;
- educación física, 1 período;
- estudios prácticos (economía doméstica o taller), 1 período; y
- mecanografía, ½ período.

Cuando se trata de escuelas secundarias de grandes dimensiones, los programas


pueden llegar a ofrecer a los estudiantes toda suerte de materias imaginables. Un
reciente informe de la Fundación Carnegie para el Progreso de la Enseñanza recogía
para probarlo tres ejemplos seleccionados de bibliografías escolares de graduados
(Boyer, 1983: 81-83). Para cada graduado se indican las materias seguidas en cada
curso de la high school:

Graduado A:
9º curso: inglés, álgebra I, ciencias físicas, artes industriales, oficina (general),
educación física.
10º curso: mitos y folklore, álgebra II, ciencias físicas II, estudios urbanos,
ciencia ficción, educación vial.
11º curso: autores norteamericanos, geometría, biología I, historia de los
EE.UU., tecnología del metal, mecanografía I.
12º curso: matemática avanzada I, química I, biología II, sociología, contabilidad
I, dibujo técnico I, máquinas-herramienta I.

Graduado B:
9º curso: comunicación básica (lenguaje), historia de los EE.UU., pre-álgebra,
ciencias físicas, decoración profesional, mecanografía I, orfeón mixto, educación física,
introducción a la empresa.
10º curso: análisis del lenguaje, historia mundial, álgebra básica, comunicación
creativa, desarrollo infantil, archivos, cerámica I, orfeón, educación vial.
11º curso: tipos de literatura, psicología I, economía del consumidor,
contabilidad, coro, educación física, ayuda al profesor.
12º curso: relaciones familiares, alimentación I, coro de concierto, profesor
aspirante.

Graduado C:
9º curso: inglés, historia mundial, psicología, horticultura, fotografía, taller de
madera, educación vial.
10º curso: inglés, matemáticas, ciencia elemental, salud, tutoría, deportes de
equipo, prácticas de conducción.
11º curso: literatura norteamericana, redacción, historia de los EE.UU., mecánica
del automóvil I, metal I, deportes de equipo, salud, artes gráficas, diseño arquitectónico,
servicio.
12º curso: redacción, inglés, literatura norteamericana, valores, deportes de
equipo, fútbol, guitarra I.

Como puede verse, el problema detectado en el régimen de optativas británico se


agudiza en el caso norteamericano, pues aquí no se trata ya de elegir entre diversas
combinaciones de materias mayoritariamente académicas y, en algún caso, de
formación profesional o pre-profesional, sino en el marco de una diversidad mucho
mayor. Posteriormente daremos nuestra propia opinión respecto de este problema, que
no puede tratarse al margen de los ya señalados en capítulos anteriores. Mientras tanto,
nos limitaremos a hacer constar la existencia de dos propuestas especialmente
autorizadas o, por decirlo más exactamente, con especiales probabilidades de éxito.
Un informe muy airado de la Comisión Nacional sobre la Excelencia en la
Educación, A Nation at Risk (¡Una nación en peligro!), sumándose a la campaña
ultraconservadora por el retorno a las materias supuestamente fundamentales (back to
the basics), propone un programa obligatorio para los cuatro años de high school
compuesto por cuatro períodos de inglés, tres de matemáticas, tres de ciencias, tres de
estudios sociales y medio de ordenadores (véanse al respecto The National Commission
on Excellence in Education, 1983; una crítica penetrante: The National Coalition of
Advocantes for Students, 1983).
En un tono relativamente más liberal –pero no mucho-, la Fundación Carnegie
ha hecho también pública su propuesta: Lengua, cinco períodos (1 de inglés básico
escrito, ½ de conversación, 1 de literatura, 2 de lengua extranjera, ½ de arte); historia, 2
½ períodos (1 de historia de los EE.UU., 1 de civilización occidental, ½ de estudios no
occidentales); educación cívica, 1 período; ciencias, 2 períodos; tecnología, ½ período,
salud, ½ período; un seminario sobre el trabajo, ½ período; un proyecto independiente
en el último curso –una especie de disertación-, ½ período (Boyer, 1983: 94-117).
Si se comparan estas dos propuestas, que suman 13 ½ y 14 ½ períodos
respectivamente, con las cifras de la columna quinta del Cuadro 15 se comprenderá
mejor la dimensión del cambio propuesto. La media de períodos exigida por los estados
para estudios sociales, inglés, ciencias, matemáticas y educación física y salud, en total,
era de 9.48 (a los que en algunos estados habría que añadir pequeñas exigencias
respecto de materias no incluidas en esos cinco grandes grupos). Las propuestas
reseñadas implican aumentar la parte obligatoria del programa de la escuela secundaria
en un cincuenta pro ciento aproximadamente.
Estos movimientos de tipo esencialista o fundamentalista no son un fenómeno
nuevo, sino algo recurrente en la historia de la educación (Spring, 1972; Conant, 1959).
Lógicamente, tienen más fuerza allí donde el currículo es más flexible, cuanto menos
selectivo es el acceso a la enseñanza superior u otros estudios post-secundarios y donde
más descentralizada es la organización del sistema escolar. El sistema de materias
optativas es un mecanismo adecuado en principio para responder a los intereses
personales de los alumnos y a las características peculiares de su medio. No obstante, si
la enseñanza superior continúa siendo fuertemente selectiva, como sucede en el caso
británico, las opciones giran reiteradamente en torno a las materias académicas
tradicionales. Ello resultará doblemente cierto si, además, los certificados de validez
pública son administrados por cuerpos examinadores restringidos a su vez dominados
por la universidad. Por el contrario, donde la enseñanza superior sea enormemente
plural, como en el caso de los Estados Unidos, país en el que el valor de los estudios
superiores y los criterios para el acceso a los mismos son tremendamente desiguales,
están dadas las condiciones para que la diversidad de los programas se dispare.
Si hoy estamos en presencia de un fuerte movimiento esencialista que trata de
volver a una enseñanza centrada en las materias académicas tradicionales –aunque se les
añada la informática- no es porque se haya mostrado ni creído mostrar que éstas tienen
un mayor valor pedagógico, sino fundamentalmente por razones menos confesables.
Parte de este movimiento quizá se deba a que la enseñanza secundaria vuelve a tener un
papel preparatorio. En los Estados Unidos, más de la mitad de los estudiantes de
secundaria acceden a alguna forma de enseñanza superior. En tales circunstancias, los
resultados de la secundaria vuelven a ser medidos con criterios emanados de arriba. Ya
no se trata por más tiempo de preparar “para el trabajo” o “para la vida”, sino de
preparar para la universidad, aún a sabiendas de que la mitad de la población escolar
debe quedarse en el camino y la mayor parte de la otra mitad dispersarse en un desorden
más o menos calculado por las distintas ramas, niveles e instituciones de nivel
universitario.
Por otra parte, casi todas las quejas sobre los programas de la enseñanza
secundaria, como las concernientes al “nivel”, se centran sobre todo en la constatación o
presunción de que los egresados no dominan lo bastante bien el lenguaje y el cálculo
numérico. Sin duda el énfasis en las matemáticas y las ciencias no sólo tiene que ver
con su eventual valor propedéutico, sino también con la necesidad que de ellas tiene la
industria y con la carrera armamentista. No se olvide que el gran impulso a la reforma
de la enseñanza norteamericana tras la segunda guerra mundial vino de la mano del
lanzamiento del Sputnik por la Unión Soviética, ni que la nueva y febril búsqueda de la
“excelencia” llega de la mano armamentista Reagan, aunque se trate, por otra parte, de
dos formas distintas de interpretar los problemas de la enseñanza. Lo mismo ocurre con
las quejas en torno al insuficiente dominio del lenguaje: quienes más decididamente las
formulan son los empresarios, que son quienes dan instrucciones escritas u orales a los
trabajadores (Center for Public Resources, 1983; House, 1975; Moran; 1983). El estado,
por su lado, está tan interesado como las empresas en un reforzamiento del contenido
ideológico de la enseñanza y en terminar con las veleidades libertarias y los excesos
democráticos que amenazan con conducir a los países a eso que se llama la “crisis de
gobernabilidad” (Dale, 1980, 1984).
Pero no toda la discusión en torno al contenido de la enseñanza gira en torno a
temas levantados desde los sectores más conservadores de la sociedad. Durante mucho
tiempo, la izquierda, embelesada con sus propios descubrimientos –unilaterales- sobre
el papel de la escuela en la reproducción del orden social, se ha despreocupado de lo
que sucedía dentro de las escuelas (Apple, 1979, 1982, 1984; Giroux, 1981, 1983a,
1983b). En los últimos años, sin embargo, la vida interna de las escuelas ha vuelto a
estar en el centro de atención y, entre los diversos temas suscitados, debemos destacar
dos. En primer lugar, el contenido de la enseñanza y, más concretamente, sus
omisiones. En segundo lugar, la forma de la enseñanza o, si se prefiere, las relaciones
sociales dentro de la escuela. La deseable consideración de ambos aspectos es lo que
nos ha llevado a incluir en el encabezamiento de este capítulo el término “currículo”, en
vez de hablar simplemente del “contenido”.
Las fisuras principales de las sociedades industrializadas discurren simultánea y
entrecruzadamante a lo largo de líneas de clase, de género (que es el constructo social
superpuesto al sexo, el cual no es más que un rasgo biológico natural sin consecuencias
sociales necesarias) y étnicas (en el sentido más amplio: raza, lengua, nacionalidad,
religión...). Los grupos oprimidos y/o explotados en estas divisiones son los
trabajadores, las mujeres y las minorías étnicas. Un requisito importante de su
aquiescencia a la dominación es que sean incapaces de conocer su propia realidad y su
propia historia y, si esto no puede evitarse por completo, que vean su realidad en
términos meritocráticos e individuales y su historia como un lento pero ininterrumpido
progreso hacia la igualdad de todos los seres humanos. Sistemáticamente, la historia de
los trabajadores, las mujeres o las minorías étnicas se encuentra ausente de los textos
escolares y del discurso de los enseñantes. Los conflictos que les han llevado a mejorar
su posición y a adquirir derechos duramente conquistados son refundidos en la larga y
armoniosa marcha de un espíritu liberal que estaría a punto de terminar por abrazar a
toda la comunidad. Cuando aparecen, lo que se presenta ante los alumnos son en
realidad sus epifenómenos: los debates parlamentarios, las leyes reformadoras, etcétera.
Naturalmente estas omisiones tienen su espacio natural en el área “social” de los
programas (historia, educación cívica, etc.), pero también afectan a otras materias
(literatura, ciencias, incluso matemáticas) (Burstyn y Corrigan, 1975; Council of
Interracial Books for Children, 1977; Fallon, 1980; Grambs, 1972; Bryant, 1979;
Bernard, 1975; Oakley, 1974; Baltimore Feminist Project, 1977; Anyon, 1979).
La enseñanza de la historia muestra a ésta como una larga sucesión de grandes
individualidades, casi sin excepción pertenecientes a las clases dominantes, y sin otro
escenario de conflicto que el que enfrenta a las naciones. Los trabajadores, la mujeres,
las minorías étnicas no hacen acto de presencia como sujetos de su propia historia, sino
como simples objetos de una historia dominada por otros. La educación cívica presenta
la sociedad como un continuo jerarquizado en el que las diferencias de grupo son
eclipsadas por la simple competencia interpersonal y los conflictos desaparecen o son
invariablemente resueltos por la negociación para bien de todas las partes. La literatura
dirige la atención de los educados hacia los contextos que alcanzaban a ver los autores
literarios, en la inmensa mayoría de los casos alejados de la gran mayoría de la
población. La enseñanza de las ciencias presenta a éstas como el producto de dedicados
e ilustres sabios, los que raramente conocieron el trabajo manual, como si no fuera
ciencia conseguir las patatas actuales a partir de ridículas patatas silvestres, perfeccionar
las herramientas de trabajo a través de siglos o, simplemente, el avance en la
manipulación de los alimentos naturales en una cocina hogareña.
Obviamente, éste no es un problema específico de la enseñanza secundaria, sino
un problema general de toda la enseñanza. Sin embargo, es en la escuela secundaria
donde probablemente cobra mayor importancia. Es en la edad correspondiente a la
secundaria cuando el alumno comienza a ver ante sí con cierta nitidez su futuro social y
cuando empieza a incorporarse como miembro activo a instituciones distintas de la
familia y a una subcultura específica. Para el alumno de la escuela primaria, el hecho de
que entre las ilustraciones de su primera cartilla de lectura no aparezcan otras
profesiones que las menos directamente vinculadas al modo de producción capitalista
dominante (en su lugar suele aparecer toda una cohorte de jardineros, mayordomos,
tenderos, curas, militares, etc.) supone una visión distorsionada de la realidad, pero es
poco probable que pueda darse cuenta de ello y menos aún que esto lo coloque en
situación de conflicto con la escuela. Pero, cuando el alumno crezca y comience a
comprender su futuro papel no simplemente como adulto, sino como mujer adulta,
como trabajador adulto, como miembro adulto de una minoría étnica, la exclusión de
éstas categorías del contenido de la enseñanza será su propia exclusión. Entonces
deberá, o bien renunciar a su propia identidad y aspirar con o sin esperanza a otra
distinta –a ser varón de clase media y de la etnia dominante-, o bien comprender que en
la cultura impartida por la escuela no hay un sitio para él. Si opta por lo primero, es
probable que se vea abocado a una vida de desarraigo y frustración. Y, si opta por lo
segundo, es más que posible que decida tirar al niño con el agua sucia del baño,
prescindir con ese sesgado saber que es el único que ha sido puesto a su alcance de todo
el saber en general. El problema del contenido se convierte así en un problema de
motivación, de choque cultural, de identidad, y su escenario principal es la escuela
secundaria.
Huelga decir que aquí nos referimos al término medio del panorama general. Sin
embargo, este panorama es cambiante. Los libros de historia pueden ser notablemente
radicales, como en el caso de los japoneses; los movimientos feministas pueden lograr
notables avances en la inclusión de un tratamiento igualitario a las mujeres en los textos
de historia y en la sintaxis misma, como empieza a ocurrir en el mundo anglosajón;
entre la mejor literatura universal no faltan casos prominentes de autores cuyos
personajes y temas principales han surgido de la masa desfavorecida y que han sabido
captar penetrantemente sus problemas, su lucha y su papel en la historia; también dentro
de la enseñanza de las ciencias despunta una corriente que las vincula al trabajo y, por
tanto, al conjunto de los trabajadores –campesinos y mujeres incluidos-. Sin embargo,
éstas no son todavía más que pequeñas y frágiles contratendencias. Hablando en
general, todavía se está en situación de empezar a comprender realmente el problema.
Vayamos ahora con lo que antes hemos llamado la forma de la enseñanza o las
relaciones sociales dentro de la escuela. El currículo de la enseñanza no está solamente
constituido por su contenido, sino también por las relaciones sociales materiales dentro
de las cuales se imparte éste. Durante mucho tiempo se ha barajado el término de
“currículo oculto” o “no escrito” para designar esto. Aquí nos referiremos únicamente a
una parte de ese currículo oculto, a lo que podríamos también denominar la experiencia
de la escolaridad.
Aparte de lengua, historia, matemáticas, etc., los alumnos aprenden otras muchas
cosas en la escuela. Baste personarse en una aula de la escuela primaria o la secundaria
para ver que los profesores emplean la mayor parte de su tiempo, no en transmitir el
contenido de los programas, sino en organizar el trabajo de los alumnos, imponer
silencio, mantener la disciplina, evaluar formal e informalmente, etc. Entre los
estudiosos de la educación, cada vez tiene más aceptación la idea de que lo fundamental
que aprenden los alumnos en la escuela lo aprenden de las rutinas cotidianas, la
organización de la institución y los modos de trabajo en ella (Dreeben, 1968a, 1968b;
Althusser, 1977; Bowles y Gintis, 1976; Sharp, 1980; Fernández Enguita, 1983b,
1984a).
Niños y jóvenes aprenden en la escuela a llegar a una hora temprana fija y
cumplir el equivalente de una jornada laboral, a que otros organicen su tiempo y su
disposición del espacio, a estarse quietos, a realizar los trabajos que se les ordenan, a
realizarlos individualmente y no en cooperación, a ser evaluados y responder
personalmente por su trabajo, a que otros determinen el contenido de su trabajo –lo que
deben aprender-, así como el procedimiento del mismo –la pedagogía por la que deben
aprender-, a integrarse en una cadena de autoridad que va desde la dirección hasta ellos
pasando por los profesores, a moverse por recompensas extrínsecas y ajenas a la
enseñanza misma, a competir entre sí, etc. En general, puede decirse que son
introducidos en unas relaciones sociales similares a las que más tarde encontrarán en la
producción y en la sociedad civil (Bowles y Gintis, 1976; Hogan, 1982; Fernández
Enguita, 1983b, 1984a, 1984b). Esto no significa que las relaciones sociales en la
escuela sean idénticas a las del lugar de trabajo. Si fuera así, no habría aprendizaje, sino
un simple y abrupto adelanto de la experiencia. Por lo demás, producción y escuela
tienen dinámicas propias relativamente autónomas que, aunque alguien lo deseara,
harían imposible semejante isomorfismo. No seguiremos discutiendo aquí este
problema, que es uno de los más controvertidos de la sociología de la educación.
Lo que nos interesa es ver en qué medida lo dicho es cierto para la enseñanza
secundaria, que es el tema que nos ocupa. Lamentablemente, no existe todavía un
acopio suficiente de investigaciones al respecto, pues el análisis sociológico se ha
preocupado muy poco hasta la fecha de lo que ocurre dentro de las escuelas, quizás
porque ello exigiría investigaciones mucho más costosas que las que, considerándola
como una especie de “caja negra” impenetrable, se limitan a contar y recontar una y otra
vez lo que entra y lo que sale de ellas. Por consiguiente, debemos movernos
tentativamente y apoyarnos en las escasas investigaciones que ya existen al respecto, sin
pretensión alguna de inferir su validez universal o, al menos, sin pretensión de
demostrarla.
La estructura del empleo es desigual, discurriendo desde empleos de gran
prestigio y nivel de renta cuyos ocupantes gozan de una gran autonomía, toman
decisiones por sí mismos constantemente, etc., hasta empleos de renta y prestigio bajos
cuyos ocupantes deben realizar tareas predeterminadas, monótonas y nada creativas,
siguiendo las instrucciones recibidas de arriba, y pasando por empleos en los que existe
un relativo nivel de autonomía e independencia a la hora de decidir cómo hacer el
trabajo, pero no a la hora de determinar sus objetivos. En el extremo superior podríamos
colocar a los altos ejecutivos, las profesiones liberales o los cuadros superiores de la
administración; en el extremo inferior, a la inmensa mayoría de los trabajadores
manuales asalariados de la industria y los servicios; en el medio, a algunos grupos de
empleados, encargados y capataces, trabajadores manuales altamente cualificados y
cuadros técnicos medios. Si la escuela debe preparar a los jóvenes para una inserción en
la producción, deberá hacerlo de manera diferencial según cuál vaya a ser su destino, y,
puesto que la diferenciación principal, en términos escolares, se produce a la altura de la
enseñanza secundaria, deberá ser ahí donde encontremos las diferencias.
Por desgracia, no podemos ir muy lejos en esta comprobación. En realidad, se
trata primeramente y sobre todo de una deducción no suficientemente verificada –si
bien “no suficientemente verificada” quiere decir estrictamente lo que dice, y de
ninguna manera que se haya comprobado lo contrario-. Los puestos de trabajo situados
en la cúspide de la jerarquía productiva exigen de sus ocupantes la capacidad y las
disposiciones psicológicas necesarias para tomar decisiones por sí mismos “al más alto
nivel”, es decir, en todos los aspectos de su trabajo. Los situados en la base, por el
contrario, exigen de sus ocupantes que hayan aprendido a someterse a las normas en su
actividad y a que ésta carezca de cualquier interés intrínseco. Los de en medio, por su
parte, deben haber aprendido a trabajar por sí mismos siguiendo un pequeño número de
normas generales y poniendo ellos el resto. De arriba abajo, llamaremos a estas virtudes
“autonomía”, “seriedad” y “sumisión”. Si esto es así, estos tres tipos de virtudes
deberían ser instiladas a distintos grupos de alumnos cuando ya puede preverse cuál va a
ser su destino (Herndon, 1968; Howe y Lauter, 1970; Rist, 1970). En general, puede
postularse que en los dos polos de este aprendizaje están la universidad, donde se
adquiere la “autonomía”, y la formación profesional, donde se aprende la sumisión.
Naturalmente, este postulado general debe ajustarse a las características peculiares que
rodean a la diferenciación de los alumnos en cada sistema escolar, pues si bien el
destino escolar de la minoría suele ser parecido –la universidad-, el de la mayoría no lo
es tanto (no es lo mismo terminar una carrera escolar de futuro obrero en la Formación
Profesional de primer grado española que en el aprendizaje en prácticas germano-
occidental o en un community college norteamericano).
La comprobación de la relevancia de las relaciones sociales de la educación
puede hacerse directa o indirectamente. Directamente observando cómo discurre la vida
dentro de las escuelas. Indirectamente, analizando los rasgos psicológicos de los
estudiantes y su relación con las calificaciones o el éxito escolares.
Investigaciones sobre la correlación entre los rasgos psicológicos de los
estudiantes y sus resultados escolares, realizadas en escuelas secundarias
norteamericanas (Smith, 1967, 1970), han mostrado, basándose en cuarenta y dos
variables psicométricas del carácter sometidas posteriormente a un análisis factorial,
que lo que se podría denominar “orientación hacia el trabajo” (Bowles y Gintis, 1976;
“fuerza de carácter” según Smith, 1967), guarda una estrecha relación con el éxito
escolar. Analizando varias muestras, Smith mostró que este rasgo tenía una fuerza
predictiva en relación al rendimiento escolar post-secundario tras veces superior a la de
cualquier combinación posible de trece variables cognoscitivas, incluidos los SAT
(Scholastic Aptitude Test: test de aptitud escolar) verbal y matemático y el orden en
clase en la escuela secundaria. Ello significaría, si se admite alguna forma de causalidad
entre variables predictoras y predichas, que los rasgos no cognitivos tienen más
importancia para el éxito escolar –medido por el número de años de escolarización, con
independencia de las notas- que los cognitivos.
Un experimento más complejo consiste en comparar los rasgos cognitivos
premiados y penalizados, separadamente, en la producción y en la escuela. En lo que
concierne a la producción, son ya numerosos los estudios que confirman la inferencia
antes apuntada. Si se comparan los rasgos psicológicos de los trabajadores con la
evaluación de su rendimiento por los capataces u otros jefes encargados de controlar su
trabajo, la autonomía –o interiorización de las normas y, por tanto, capacidad de
seguirlas sin ninguna autoridad externa que las imponga- resulta ser un fuerte predictor
en los empleos de nivel superior; la seriedad, en los niveles intermedios; la sumisión, en
fin, lo es en los niveles inferiores. Estos rasgos mantienen su capacidad predictora
incluso cuando se mantienen constantes otras variables como el sexo, la edad, el origen
social, el cociente intelectual o los años de escuela (Edwards, 1975, 1976).
Bowles y Gintis (1976), en colaboración con Meyer, aplicaron unas medidas
psicométricas similares a los alumnos de una escuela secundaria. Como esperaban,
encontraron que los rasgos psicológicos resultaban tener una fuerte capacidad predictora
en relación a las notas escolares (a diferencia del experimento de Smith, aquí no se
trataba de años de escolarización), casi tan fuerte como la de las variables cognitivas
(coeficientes de correlación múltiple 0.63 y 0.77 respectivamente). Encontraron que la
asociación era positiva para el rasgo –factorialmente obtenido- que denonimaron
“sumisión a la autoridad”, compuesto de perseverancia, seriedad, consistencia,
identificación con la escuela, interiorización de las órdenes, puntualidad, disposición a
posponer las gratificaciones, disposición a moverse por motivaciones extrínsecas,
predecibilidad y tacto. Por el contrario, la asociación de las normas con rasgos como
creatividad, agresividad e independencia resultó ser negativa. En otras palabras, los
rasgos citados en primer lugar eran compensados mediante notas altas, los segundos
penalizados con notas bajas.
Otro estudio de Brenner (1968), posteriormente reanalizado por Bowles y Gintis
(1976), apunta también en la misma dirección. Brenner analizó un centenar de
egresados de una escuela secundaria de Los Angeles que posteriormente se habían
incorporado al trabajo en una misma planta de Lockheed. Obtuvo para cada uno de ellos
las calificaciones medias, las tasas de absentismo y una evaluación de sus “hábitos de
trabajo” y su “disposición a cooperar” por los profesores, todo ello concerniente a su
paso por la escuela secundaria. Por otra parte, obtuvo una clasificación de su
rendimiento en el trabajo por los encargados de acuerdo con los criterios de
“capacidad”, “conducta” y “productividad”. Brenner descubrió que había una
correlación significativa entre las calificaciones en la escuela y la evaluación por los
encargados en el empleo. Al reanalizar los mismos datos, Bowles y Gintis encontraron
que, controlando las variables “hábitos de trabajo”, “disposición a cooperar” (se
sobreentiende que a cooperar con el profesor, vale decir a hacerle caso) y tasa de
absentismo, las calificaciones perdían toda su capacidad predictiva sobre la “conducta”
o la “capacidad” medida por los encargados. De ello se desprende, en primer lugar, que
las calificaciones predicen a idoneidad para el empleo sólo a través de sus componentes
no cognitivos, y, en segundo lugar, que éstos son evaluados de manera similar por
profesores y capataces, lo que no deja de ser grave.
Hasta aquí, sin embargo, todos los estudios citados parecen mostrar, sí, que en
las escuelas secundarias se socializa para el trabajo, y más concretamente para el trabajo
subordinado, pero a todos los alumnos por igual. Otros estudios se han centrado en las
diferencias entre y dentro de las escuelas secundarias, mostrando que las escuelas
urbanas –del centro de las ciudades-, con un público generalmente de clase obrera,
subrayan la disciplina externa, las reglas rígidamente impuestas y las decisiones
impersonales por una autoridad burocrática, en consonancia con lo que sus alumnos
encontrarás después en el lugar de trabajo. Las escuelas suburbanas –de barrios
residenciales-, con un público se clase media y alta, estimulan una mayor participación
estudiantil y enfatizan la flexibilidad administrativa, en concordancia con la profesiones
liberales y los empleos directivos a los que irán a parar sus alumnos (Hodges Persell,
1977). Un resultado similar obtuvo Binstock comparando distintas instituciones de
educación superior –que, por la tasa de frecuetación, representan en términos de
diferenciación escolar vertical en el sistema norteamericano lo que la secundaria
superior en los sistemas europeos-. Binstock (1970, citada por Bowles y Gintis, 1976)
analizó las normas escritas de cincuenta y dos colleges (de dos y cuatro años, públicos y
privados, de formación y profesores, católicos, denominacionales, etc.) para concluir
que los de público obrero optaban por controlar externamente la conducta (o sea,
propiciar la sumisión) de los estudiantes y orientarlos hacia la obediencia a las normas,
mientras los de público de clase media y alta preferían influir sobre la motivación antes
que sobre la conducta (o sea, propiciar la autonomía) y orientaban a sus estudiantes
hacia el liderazgo.
Otros países estudiados no ofrecen una imagen diferente. En el Reino Unido, los
estudiantes del sixth-form (cursos sexto y séptimo, necesarios para el acceso a la
universidad –si bien no suficientes-) tienen mucho más tiempo libre para el estudio
personal y gozan de mayor responsabilidad –por ejemplo, como preceptos (prefects) de
los alumnos más jóvenes, cuando el sixth-form se imparte en una escuela que cubre toda
la enseñanza secundaria- que los que se encuentran en los cursos situados por debajo del
límite de escolaridad, donde el público es todavía heterogéneo (Bellaby, 1977). Dentro
del ciclo obligatorio, el mismo género de diferencias surgen entre las escuelas privadas
y públicas o entre las antiguas grammar y secondary modern.
Las diferentes relaciones sociales aparecen todavía con mayor nitidez en los
sistemas escolares que diferencian estrictamente a los jóvenes ya en secundaria. En
Francia, por ejemplo, el régimen de organización es enteramente distinto, dentro del
segundo ciclo secundario, en la enseñanza literaria (bachillerato general), por un lado, y
la profesional (bachillerato técnico y B.E.P.). El Cuadro 17 (Tanguy, 1983a) muestra la
distribución del tiempo de estudios según el tipo de enseñanza (técnica corta o B.E.P.,
técnica larga o B.T. y general larga o B.G.)

CUADRO 17

Distribución del tiempo, según tipo de enseñanza, en el segundo ciclo secundario francés.

B.E.P. B.T. B.G.


Duración semanal de los cursos
Obligatorios 36 h 36 h 36 h
Número de semanas de actividad escolar 32 32 32
Duración anual de los cursos obligatorios 1.152 h 1.152 h 1.152 h
Número de años escolares 2 2 3
Duración total de los estudios 2.304 h 3.456 h 2.496 h

Estas diferencias aparentemente inofensivas en el horario entrañan relaciones


sociales diferentes con el saber y la institución escolares. Para empezar, resulta obvio
que los estudiantes de las ramas técnicas, corta y larga, desarrollan horario muy
similares a los de un obrero (36 horas), mientras los de bachillerato general se
aproximan más a los horarios de las oficinas o las profesiones liberales (26 horas
obligatorias que suelen ponerse en una media de 33 con las optativas). Lo importante,
sin embargo, es que estos horarios distintos entrañan posiciones y relaciones distintas
para con el saber y el profesorado. Un calendario corto y denso como es el de la
formación profesional supone que la mayor parte del aprendizaje o la totalidad del
mismo tiene lugar en la escuela, cara a cara con los enseñantes, lo que tiende a generar
una actitud pasiva y meramente receptiva ante el conocimiento. Por el contrario, el
calendario largo y espaciado de la enseñanza general implica, en una enseñanza
fuertemente selectiva, una mayor necesidad y dependencia del estudio personal y, por
consiguiente, una mayor autonomía y una actitud más activa ante los estudios. Mientras
el tiempo y el aprendizaje del estudiante de formación profesional le son organizados
enteramente desde arriba, el estudiante de bachillerato general, hasta cierto punto,
gestiona por sí mismo su tiempo y su aprendizaje.
Una diferencia convergente puede encontrarse en cuanto a los distintos tipos de
conocimientos transmitidos a unos y otros alumnos. Las materias que versan sobre el
hombre y la sociedad (filosofía, literatura, economía general, historia, etc.) abundan en
el programa de los alumnos de bachillerato general y escasean en el de los de
bachillerato o B.E.P. En cambio, las directamente concernientes a la producción e
intercambio de mercancías (tecnología, prácticas, etc.) se distribuyen en sentido inverso.
Ello implica dos tipos de enseñanza, la primera enfocada hacia la incorporación de los
estudiantes al dominio de la cultura considerada legítima, la segunda hacia
proporcionarles estrictamente conocimientos de aplicación inmediata (Tanguy, 1983a,
1983b; Grinon, 1972).
Baudelot y Establet (1976) examinaron, antes de que la reforma Haby unificara
el primer ciclo secundario francés, las diferencias a que eran sometidos los alumnos de
las clases de clásicas y modernas, por un lado, de transición y prácticas, por otro, dentro
de unos mismos centro (los CES). Las clases de transición y prácticas estaban situadas
por lo general en edificios aparte, y sus alumnos comían o pasaban el recreo en lugares
o en turnos distintos. Mientras los primeros tenían un profesor para cada materia y
cambiaban frecuentemente de sala, estando éstas acondicionadas para distintos tipos de
enseñanza, los segundos tenían un maestro para todas las materias y permanecían
siempre en la misma aula. Todos veían su tiempo organizado desde fuera, pero mientras
los primeros tenían un horario establecido que los profesores debían respetar, para los
segundos era solamente indicativo, pudiendo decidir los profesores toda suerte de
modificaciones. Mientras el trabajo de los primeros era seguido permanentemente y
reseñado en expedientes y cuadernos de calificaciones, para los segundos, abandonados
a su suerte, no había cuaderno de notas. Mientras los primeros trabajaban
fundamentalmente con libros, los segundos no los usaban, organizando su trabajo en
torno a un cuaderno de clase. Mientras los primeros tenían un programa que cubrir en
cada materia, los segundos no. Mientras los primeros estudiaban matemáticas o
literatura, los segundos hacían cálculo, dictados o vocabulario, es decir, ejercicios sin
ningún valor propedéutico, meramente repetitivos. Mientras los primeros se veían
envueltos en un clima de emulación, de fuerte competitividad, de selección individual, a
los segundos, ya condenados, se les dejaba hacer. Mientras los primeros eran
introducidos en una cultura legítima a través del culto al libro, los segundos veían su
enseñanza organizada en torno a la “lección de cosas”. Esto implica, en general, dos
tipos de pedagogía: para los privilegiados, una pedagogía propedéutica, basada en la
gradación y la selección individual, con objeto de convertirlos en “intelectuales” en el
sentido más amplio, es decir, en intérpretes activos de la ideología dominante; para el
resto, una pedagogía concreta, basada en la repetición y el dejar hacer, propia para
aquellos de quienes sólo se espera que se sometan pasivamente.
Sobra añadir que, si en la secundaria es donde comienzan las diferencias
institucionales, no es en ella donde terminan. La gran división de la enseñanza
secundaria (general vs. profesional) corresponde a grandes rasgos a la división entre
trabajo manual e intelectual, o empleos subordinados y empleos intermedios (lo que
hoy, con la expansión de los servicios, se solapa cada vez menos con la división entre
empleos de mono azul o de corbata –blue y white collar, si se prefiere así-). El acceso a
las posiciones de élite no pasa ya desde hace mucho tiempo por la enseñanza
secundaria, sino por la superior, y, desde hace no tanto, por ciertos tipos de enseñanza
superior. Esto implica que los mayores grados de independencia y autonomía en las
relaciones sociales de la educación no hay que buscarlos en el ciclo secundario sino en
el universitario, así como que, por otra parte, hay que comenzar a analizar
separadamente los distintos tipos de enseñanza superior.
Capítulo 6

Demanda laboral
y oferta escolar
Durante mucho tiempo se ha supuesto necesaria una correspondencia estrecha
entre las exigencias de la estructura de la producción, en términos de cualificaciones
requeridas por los puestos de trabajo, y el producto ofrecido por la escuela, en términos
de cualificaciones adquiridas por los futuros trabajadores. Extrapolando desde la
estructura general de la producción hasta los empleos concretos, se suponía que, puesto
que la producción es cada vez más compleja técnicamente, cada vez serían mayores las
necesidades de cualificación en los puestos de trabajo y, por consiguiente, para los
trabajadores. Se creía –y todavía hay quien lo cree contra viento y marea- que la
proporción de empleos cualificados, e incluso “altamente cualificados”, crecería sin
cesar frente a los no cualificados. Esto debería ocurrir tanto porque los empleos de
nueva planta requerían mayores cualificaciones cada vez como porque los mismos
empleos antiguos requerían a través del tiempo una cualificación creciente para ser
desempeñados (Schultz, 1984; Blaug, 1970, 1971; Becker, 1962; Mincer, 1974;
Denison y Paulier, 1972; Clark, 1962; Davis y More, 1972).
Esta hipótesis, que en su momento fue especialmente pregonada por la teoría del
“capital humano”, en economía, y la funcionalista de la “modernización”, en sociología,
parecía cuadrar perfectamente con los procesos sociales en curso a condición de no
tomarse la molestia de mirar lo que realmente estaba sucediendo en el empleo. Por un
lado, los avances tecnológicos y su aplicación masiva a la producción parecían prometer
la supresión de las manifestaciones más duras, repetitivas, monótonas, físicas, etc., del
trabajo y anunciar un futuro de empleos limpios desempeñados por los trabajadores de
alto nivel técnico (Richta, 1973; Bell, 1976; Garaudy, 1969). Por otro, la expansión
aparentemente sin límites de los sistemas educativos, tanto en extensión como en su
reclutamiento, y la profusión y creciente relevancia de los títulos en el mercado de
trabajo, parecían confirmar la hipótesis (Coombs, 1975; Avanzini, 1977; Aranguren et
al... 1976; Dore, 1984; Collins, 1984).
Si esta perspectiva de la revolución científico-técnica –también llamada
tecnológica, post-industrial, etc.- hubiese sido correcta, no cabe duda de que la
enseñanza secundaria se habría visto profundamente afectada, pero probablemente en
un sentido distinto al de la evolución que de hecho ha tenido lugar. En torno a la
enseñanza secundaria se dibujan los contornos de la división del trabajo que espera a los
escolares. Unos ni siquiera acceden a ella, otros sólo a su primer ciclo, y para algunos es
solamente un escalón hacia los estudios superiores; unos cursan enseñanzas
académicamente especializadas, otros estudios de tipo profesional, y otros ni una cosa ni
otra. Si en la secundaria es precisamente donde se produce la división institucional
fundamental entre los alumnos, es, pues, en ella donde las sociedades se estarían
jugando el acertar o no en sus previsiones de mano de obra. Las imágenes futuristas de
la sociedad tecnológica iban regularmente acompañadas por una representación del
empleo como un continuo piramidal y verticalmente segmentado. Tal como
supuestamente lo requería la economía, la escuela debería de ofrecer toda una gama de
especializaciones (división a lo largo de líneas horizontales) y en distintos niveles
(división a lo largo de líneas verticales). Ahora bien si lo que los estados financian
normalmente comprende sin excepción solamente la primaria, no siempre el primer
ciclo de la secundaria y muy raramente el segundo ciclo, parece de rigor que debería ser
en los niveles obligatorios y gratuitos donde tuviera lugar el deseado ajuste entre los
producido por la escuela y lo requerido por la producción, pues lo contrario significaría
dejarlo en manos de las preferencias y previsiones individuales y, lo que es peor, de las
economías familiares. Por consiguiente, es de la enseñanza secundaria de donde debería
haber salido toda esa base cualificada e incluso “altamente cualificada” de la fuerza de
trabajo, con independencia de que una minoría debiera continuar su proceso de
cualificación a través de los estudios superiores y otros post-secundarios.
Sin embargo, la evolución real de los sistemas escolares parece haber ido en
sentido inverso. Entre la primera y la segunda guerra mundiales, cuando nadie hablaba
de revolución tecnológica, la formación profesional se extendió por todo el mundo
industrializado, fundamentalmente en la forma de sistemas escolares con una rama
académica y otra profesional a la altura de la enseñanza secundaria (Gregoire, 1967;
Grant, 1979; Kanter y Tyack, 1982; Oficina Internacional del Trabajo, 1951). Más
tarde, inmediatamente antes y después de la segunda guerra mundial, la tendencia se ha
invertido, y ello tanto en los países industrializados como en otros que no podrían en
manera alguna ser considerados como tales. El Cuadro 18 (Benavot, 1983) muestra la
evolución de las proporciones de alumnos de secundaria que se encontraban en
enseñanzas de tipo profesional desde 1950 a 1975, con intervalos de cinco años, en seis
regiones distintas del mundo. Los países comprendidos en cada región son los que
aportan sus datos a la UNESCO, o sea la casi totalidad de ellos. Se entiende por
estudiantes de formación profesional los que se encuentran en cursos post-primarios de
carácter técnico, industrial, de artes y oficios, comerciales, agrarios, pesqueros,
forestales, de preparación para el trabajo doméstico, etc., proporcionados por escuelas
profesionales independientes o en divisiones o clases incluidas en instituciones cuyo
objeto principal sean otras ramas o niveles de la educación (UNESCO, 1969, 1983).

CUADRO 18

Proporción de estudiantes a tiempo completo que sigue programas de formación profesional,


1950-1975.

Región del mundo 1950 1955 1960 1965 1970 1975


África 19.0 20.7 16.2 13.1 8.1 7.9
(21) (26) (30) (34) (32) (37)
Asia 10.1 10.9 10.1 11.4 10.6 11.2
(12) (16) (17) (18) (18) (19)
Oriente Medio y África 15.8 12.0 12.1 10.9 8.8 10.4
Septentrional (11) (14) (15) (16) (17) (15)
Latinoamérica y el Caribe 29.9 28.4 23.0 19.2 18.2 18.8
(19) (23) (23) (24) (22) (20)
Europa Oriental 50.5 54.0 58.4 59.2 64.1 66.1
(5) (6) (6) (9) (8) (8)
Europa Occidental, Australia, 33.4 29.0 26.2 25.2 22.3 20.2
Nueva Zelanda y Canadá (14) (17) (17) (20) (21) (18)
Totales 24.2 23.1 20.0 19.2 16.8 16.5
(82) (102) (108) (121) (118) (124)
Totales, excluida 22.5 21.1 17.8 16.0 13.4 12.8
Europa Oriental (77) (96) (102) (112) (110) (108)

Tal como indican las cifras del cuadro, la proporción de alumnos de secundaria
en formación profesional ha descendido en cuatro de las seis regiones (Africa negra,
Oriente Medio y Africa Septentrional, Latinoamérica y el Caribe, y el grupo formado
por Europa Occidental, Australia, Nueva Zelanda y Canadá), se ha mantenido
establemente en un nivel muy bajo en Asia y ha aumentado en Europa Oriental. El
cuadro no incluye datos de los Estado Unidos, pero por otras fuentes sabemos que,
primero, la formación profesional (vocational track) comprende a una proporción
reducida de estudiantes de secundaria (entre el 20 y el 30 por ciento), y, segundo, no se
trata de formación profesional propiamente dicha, sino de una mezcla heterogénea y
desigual de cursos de tipo general, profesional, respondentes simplemente a aficiones o
de “preparación para la vida” (lo que por allí se denominan social anda life skills)
(McGurn y Davis, 1976; Jahn, 1975). El aumento, anómalo por contraposición a otras
regiones del mundo, del peso relativo de la formación profesional en la enseñanza
secundaria de los países de Europa del Este, podría responder en parte a una inflación de
los efectivos por la inclusión de estudiantes a tiempo parcial o por correspondencia,
pero eso es también cierto para países occidentales como Alemania Federal, Austria,
Suiza y Holanda. La razón probablemente estriba en una política deliberada y eficaz
dirigida a la dignificación de la imagen pública del trabajo, en una opción que privilegia
la universalización y la mejora de la secundaria antes que la masificación de la
universidad, en el carácter fuertemente selectivo de ésta y en la existencia de vías
alternativas y consolidadas de formación técnica post-secundaria.
Lo más sorprendente quizá sea el declive aparentemente temprano de la
formación profesional en las cuatro regiones reseñadas en primer lugar en el cuadro, que
componen es que en general se llama “tercer mundo”. Sin embargo, lo que interesa a los
fines de este trabajo es explicar la regresión de la formación profesional en los países
del área occidental –y quizás entonces demos con algunas de las claves de lo que ocurre
en aquellas otras zonas-. Una interpretación fácil consistiría en decir que ello se debe a
las reformas de carácter comprehensivo, pero eso sería tanto como decir que hay una
proporción de alumnos de secundaria menor en la rama profesional porque hay una
mayor en las ramas no profesionales, o sea tanto como no decir nada. La cuestión es
saber pro qué ocurre eso cuando se supone que una importante función de la educación
formal es la de preparar para el trabajo, es decir, por qué, si los empleos requieren,
como antes dijimos, niveles de cualificación cada vez mayores, la escuela obligatoria
produce en proporciones crecientes titulados sin ninguna cualificación específica, sin
otra cosa que lo que podríamos llamar “destrezas generales”. Los organismos
internacionales han hablado con mucha frecuencia de combinar un primer período de
educación polivalente con planes de educación recurrente a lo largo de toda la vida
activa de las personas, lo que teóricamente pondría a éstas en mejores condiciones de
seguir el ritmo de los cambios tecnológicos, pero la formación permanente no aparece
en ningún sitio con dimensiones que la hagan digna de ser tenida en cuenta, y una parte
en aumento de los futuros trabajadores sigue saliendo de la escuela sin preparación
específica para no regresar ya jamás a ella ni a ningún otro tipo de educación formal.
Para proponer una explicación de este fenómeno debemos volver de nuevo a la
evolución del empleo y poner a prueba las predicciones de los profetas de la revolución
tecnológica, el capital humano, la modernización y otras variantes de lo mismo.
Encontraremos que, al contrario de lo que suelen suponer los futurólogos que jamás han
pisado otro lugar de trabajo que el propio despacho, la complejidad creciente del
proceso productivo considerado en conjunto va a la par con la simplificación creciente
de las tareas a desempeñar en la inmensa mayoría de los puestos de trabajo. Aunque,
dada la naturaleza de este estudio, no podemos extendernos sobre el tema tanto como
sería de desear, veremos por qué con un poco más de detalle.
En cierto modo podría decirse que la historia del capitalismo es la historia de la
reorganización del proceso de trabajo. Todos los modos de producción anteriores se
caracterizan frente a él porque la extracción del excedente tiene lugar por
procedimientos extraeconómicos. Bajo el capitalismo, por el contrario, la magnitud del
excedente depende en lo fundamental del nivel de productividad y de la organización
del proceso de trabajo. Una vez que el trabajador ha sido privado del acceso a otros
medios de producción y de subsistencia que los que posee el capitalista, y que se ve
obligado a venderle su fuerza de trabajo, el plusvalor extraído y los beneficios obtenidos
por éste dependen de la forma en que se organice el proceso de producción. En un
primer momento, el empresario puede limitarse a comercializar el producto terminado,
suministrando o no las materias primas, aportando o no él mismo los medios de
producción y reuniendo o no a los trabajadores bajo un mismo techo. En cualquiera de
las variantes que puedan producirse combinando esos elementos, el trabajador seguirá
realizando sus tareas como lo haría si fuera un artesano independiente, manteniendo el
control sobre su proceso de trabajo (aunque no ya sobre el producto, que ni le pertenece
ni es decidido por él, sino que es determinado por y pertenece al capitalista). Esta es la
forma más simple de la producción capitalista, característica del momento anterior a la
revolución industrial y susceptible de reaparecer una y otra vez en sectores nuevos de la
producción en los que todavía no impera plenamente el capital ni se aplica la
fabricación a gran escala.
El modo de producción capitalista propiamente dicho, la subordinación real del
trabajo al capital, surge cuando el capitalista no se conforma ya con exigir una mayor
cantidad de producto o imponer jornadas más prolongadas a trabajadores que siguen
decidiendo cómo realizar sus tareas, es decir, cuando ya no se conforma con extraer
plusvalor absoluto, sino que pasa a extraer plusvalor relativo, a tratar de hacer aumentar
la productividad del trabajador (la cantidad de producto por unidad de tiempo) y, con tal
fin, procede a reorganizar el trabajo según su propia voluntad. A efectos analíticos,
podemos decir que este proceso discurre a lo largo de los líneas distinguibles entre sí:
por un lado, en condiciones técnicas constantes (sin que varíen los medios de
producción), el empresario reorganiza el proceso de trabajo; por otro, modifica esas
condiciones técnicas. La evolución a lo largo de estas dos líneas es la historia de la
producción, de la relación entre capital y trabajo y de los trabajadores como clase a lo
largo de los últimos siglos, lo que dará una idea de su tremenda complejidad, pero aquí
vamos a resumirla en unas pocas etapas generales. En condiciones técnicas constantes,
el proceso de producción ha variado, primero, con la introducción de la división
manufacturera del trabajo y, segundo, con el taylorismo. Las condiciones técnicas, por
su parte, varían con los procesos que conocemos como mecanización y automatización.
Analizaremos muy brevemente cada uno de esos cuatro procesos por separado, pero
veremos al hacerlo que, en realidad, la reorganización del proceso de trabajo es lo que
posibilita la introducción de innovaciones técnicas, y éstas, a su vez, suponen nuevas
reorganizaciones del proceso de trabajo.
La división manufacturera del trabajo no es otra cosa que la especialización del
obrero en tareas parciales. Por recurrir al viejo ejemplo de Adam Smith, el productor de
alfileres, en vez de fabricar el alfiler entero, pasa a realizar una sola entre dieciocho
operaciones que requiere su fabricación. Con ello se reducen las interrupciones en el
proceso de trabajo debidas al cambio de lugar o de instrumentos y se hace posible una
mayor especialización del trabajador y de las herramientas que utiliza, disminuye el
tiempo de aprendizaje y se puede adquirir la fuerza de trabajo necesaria en condiciones
más ajustadas. Si suponemos que la fabricación del alfiler requiere una o dos
operaciones difíciles y que el resto son muy simples, con la nueva división del trabajo
ya no habrá que contratar a toda una serie de trabajadores capaces de realizar tanto unas
operaciones como otras, sino a un pequeño número con la cualificación necesaria para
las difíciles y a un gran número sin tal cualificación para el resto. Los trabajadores del
nuevo proceso puede que sepan fabricar el alfiler entero o hasta una locomotora pieza a
pieza, pero ya no están obligados a hacerlo ni el empresario ni la escuela tienen que
disponer y financiar el aprendizaje correspondiente. Sin duda se contratará a
trabajadores poco cualificados y se dejarán, en general, de impartir las cualificaciones
que ya no son necesarias (Smith, 1977; Marx, 1975; Freyssenet, 1974, 1977; Fernández
Enguita, 1984a).
El taylorismo supone un nuevo paso adelante en este proceso. Su objetivo es que
todo el saber productivo en manos de los trabajadores deje de pertenecerles y pase a
manos del empresario o de sus colaboradores más directos, de modo que pueda ser
utilizado para reorganizar el proceso de trabajo de acuerdo con la voluntad de éstos. El
procedimiento es el análisis de tareas, y por tareas entendía Taylor las unidades más
pequeñas en que pudiera descomponerse una actividad laboral dada. En realidad, Taylor
solamente desarrolló el estudio de tiempos, siendo los Gilbreth quienes introdujeron el
estudio de movimientos. La aplicación de este método ha conducido ya a estudiar los
movimientos más simples y medirlos en cienmilésimas de hora e incluso –
experimentalmente- en unidades más pequeñas. Naturalmente, este tipo de cálculos, y
las posibles reorganizaciones derivadas de ellos, sólo tiene sentido cuando se trata de
tareas que el trabajador repite una gran cantidad de veces a lo largo de su jornada. Pero
éstas son precisamente las tareas en las que descomponía el proceso laboral la división
manufacturera del trabajo (Taylor, 1969; Pollard, 1965; Babbage, 1973; Gilbreth y
Gilbreth, 1953; Braverman, 1974).
La mecanización consiste en el accionamiento de uno o más instrumentos por
medio de una transmisión, movida ésta generalmente con energía no humana. En
general, la máquina sustituye al hombre en tareas que ya habían sido delimitadas como
tareas simples, precisas y regulares por la división del trabajo. El trabajador sirve
entonces a la máquina, y sus funciones son básicamente de alimentación y control.
Cuando la máquina es independiente (producción en serie pequeñas) el trabajador
todavía puede conservar un cierto grado de control sobre su propio ritmo de trabajo –
aunque no sobre las modalidades de éste-, pero cuando se trata de máquinas en línea o
en cadena (producción de grandes series) lo pierde casi por entero.
La automatización, que representa un paso cualitativo en relación a la
mecanización, surge cuando el trabajador es sustituido por la máquina, también en la
alimentación, por un mecanismo que desencadena por sí mismo el movimiento de la(s)
máquina(s), pudiendo llegar a modificar el ritmo y la forma de utilización. Las
funciones de alimentación, control y verificación del producto que antes desempeñaba
el trabajador ya no se requieren de él, pues son realizadas por la máquina misma.
Generalmente, el trabajo del operario se reduce a vigilar la máquina, que emite señales
por sí misma, y avisar de cualquier anomalía aparente.
El mando o control numérico no representa un estadio específico, sino
simplemente la culminación de la automatización. La máquina es ahora dirigida por un
soporte de información (cinta perforada, ficha o cualquier otro) cuyas instrucciones se
despliegan a medida que va avanzando el proceso de trabajo (Brigth, 1958a, 1958b;
Braverman, 1974; Freyssenet, 1977; Manacorda, 1982). Por consigiente, no
corresponde ya al trabajador dar las instrucciones a la máquina. Si, además, se establece
un procedimiento que permita la retroalimentación, es decir, si no se trata simplemente
de una secuencia de instrucciones prefijadas sino de un centro de control que,
considerando las señales emitidas por la máquina misma, puede vigilar su rendimiento y
modificar su ritmo, paralizarla o modificar las instrucciones en el caso de que sea
preciso, entonces hasta la presencia del trabajador al pie de la máquina se hace
innecesaria.
Se ha discutido mucho si mecanización y automatización descualifican al
trabajador o le liberan de las tareas más pesadas, monótonas y repetitivas. Naturalmente,
la máquina asume precisamente este tipo de tareas, que son las únicas que pueden ser
transferidas del trabajador a ella –las creativas, por el contrario, no pueden serlo, salvo
que se trate simplemente de la selección entre una gama de respuestas prefijadas-. Pero
la máquina también trae consigo nuevas tareas, estrictamente repetitivas, y, en todo
caso, al absorber una parte de las que componían el conjunto de un proceso laboral
convierte a éste en más unilateral. En general, pues, división manufacturera del trabajo,
taylorismo, mecanización y automatización empujan siempre en el sentido de la
descualificación de la gran mayoría de los trabajadores. En lo que concierne a los dos
primeros procesos, la cuestión no admite ni siquiera discusión: ninguna cabeza sensata –
ni insensata, que sepamos- ha pensado jamás lo contrario. En cuanto a los procesos
relacionados con la introducción y perfeccionamiento de la maquinaria, desde hace ya
más de un cuarto de siglo un estudio ejemplar, hecho desde un punto de vista
empresarial, analizó la influencia de los distintos niveles de mecanización y
automatización sobre los factores que determinan normalmente el salario de un
trabajador, la mayoría de ellos relativos a su cualificación. Brigth distinguió dieciocho
niveles de mecanización y los reunió en cuatro grupos (para un mayor detalle, véase
Brigth, 1958a, 1958b; Braverman, 1974; Fernández Enguita, 1984c). El Cuadro 19
muestra una parte de esos resultados. Si consideramos cada grupo de niveles de
automatización como un estadio de la misma encontramos que en el primero aumenta
en general la cualificación del trabajo, y en el segundo aumentan todavía la mayoría de
sus componentes; en el tercero, sin embargo, predomina la disminución en los
componentes de la cualificación, y en el cuarto disminuyen regularmente y se acercan
con frecuencia a cero (El estudio se hizo sobre varios sectores productivos distintos y
muy diferentes tipos de empresas y puestos de trabajo; esta es la razón de que en
numerosos cruces de las entradas del cuadro se registren efectos diversos.)

CUADRO 19

Cambios en la contribución requerida de los trabajadores según el nivel de automatización


alcanzado.
(De acuerdo con el estudio de James R. Bright).

9 al 11 12 al 17 Control
Contribución o sacrificio 1 al 4 5 al 8 Control por por variable.
del trabajador tradicionalmente Control Control variable. Responde Responde
recompensado manual mecánico con señal modificando acción
Esfuerzo mental +/- +/- +/- -/0
Destreza manual + - -/0 0
Destrezas generales + + +/- -/0
Educación + + +/- +/-
Experiencia + +/- +/- -/0
Responsabilidad + + +/- +/-/0
Iniciativa + +/- - -/0
Influencia sobre la productividad + +/-/0 -/0 0

La descualificación del trabajo no es algo que tenga lugar de una vez por todas.
En cada actividad productiva es un largo proceso jalonado de conflictos, con un tiempo
necesario y unos cortes sociales. En los distintos procesos de producción tiene lugar de
forma desigual, comenzando antes en el taller que en la oficina, en la industria que en
los servicios, en las empresas privadas que en las públicas. Por consiguiente, en el
aparato productivo de cualquier sociedad coexisten a la vez sectores en los que la
división del trabajo y la introducción de la maquinaria están muy desarrolladas con
otros en los que se encuentra a mitad de camino o todavía no ha comenzado. Lo mismo
ocurre generalmente dentro de una sola unidad productiva. Si entramos en una gran
empresa industrial, es probable que encontremos un proceso poco desarrollado en las
oficinas y muy desarrollado en el taller, e incluso en el taller mismo encontraremos
distintas formas de trabajo, pasando un mismo producto por las distintas fases, por
ejemplo en una cadena, en las que se trabaja sobre él de acuerdo con técnicas y formas
de organización social del trabajo que corresponden a diferentes estadios:
informatización, automatización, mecanización e incluso artesanía; taylorismo, división
manufacturera del trabajo e incluso trabajo independiente. Pero, cualquiera que sea el
momento de la evolución alcanzado, las fases menos desarrolladas de la división del
trabajo y la maquinaria pierden constantemente terreno a favor de las más desarrolladas,
hasta el punto de desaparecer.
Por otra parte, la descualificación de la mayoría de los trabajadores lleva consigo
necesariamente la sobrecualificación de una minoría. Los conocimientos que los
trabajadores pierden tienen que depositarse en algún lado. La división manufacturera
requiere que el propietario o su capataz sepan controlar el conjunto del proceso; el
taylorismo concentra los conocimientos arrancados a los trabajadores en la oficina de
métodos; la mecanización y la automatización hacen necesaria la existencia de un sector
altamente cualificado de trabajadores capaces de concebir, diseñar, instalar, mantener y
reparar las máquinas. Por añadidura, al amparo de las nuevas técnicas productivas de
organización surge una caterva de nuevas profesiones: análisis y programación,
investigación operativa, diseño, etc. Podría entonces pensarse que, efectivamente, tal y
como prometían los profetas, empleos basados en el esfuerzo físico, la monotonía y la
repetición son sustituidos por otros llenos de interés y que exigen mayores dosis de
cualificación y creatividad por parte de los trabajadores.
Que todo el proceso de descualificación de los trabajadores tiene que ser a la vez
de sobrecualificación de otros es algo evidente por sí mismo, pero el problema reside en
las dimensiones de cada una de las partes. Una gran empresa industrial de nuestros días
contará normalmente con una inmensa mayoría de trabajadores nada o poco
cualificados (lo que se denomina irónicamente “obreros especializados”) y una serie de
pequeños grupos de trabajadores con una cualificación comparativamente alta. Entre
éstos están, como ya hemos indicado, los de las oficinas de estudios y métodos, pero
también trabajadores manuales como los llamados obreros especializados cualificados,
que realizan operaciones muy parciales pero que exigen de ellos un grado elevado de
destrezas particulares; los obreros de fabricación y de utillaje, que fabrican por sí
mismos piezas, sobre modelos establecidos, para las máquinas-herramienta; los obreros
de mantenimiento, que reparan y se ocupan de la conservación de la maquinaria; los
obreros de equipamiento industrial u operadores de control, que tienen que tomar
decisiones sobre procesos complejos; y, en fin, hasta oficios artesanales a cargo de
funciones marginales, como puede ser un fontanero en una fábrica de automóviles
(D’Huges, Petit y Rerat, 1973; Freyssenet, 1977).
Sin embargo, tan pronto como estas funciones se convierten en divisiones dentro
de la empresa, por no hablar ya de si se transforman en un sector específico de la
producción, son sometidas a los mismos procesos conducentes a la descualificación del
trabajo (Gorz, 1977). Piénsese, por ejemplo, en los obreros de mantenimiento. Si se
trata de uno o de un reducido grupo, sin duda su cualificación deberá ser muy elevada.
Si las dimensiones de la empresa son grandes y requiere toda una brigada de
mantenimiento, tarde o temprano se descubrirá que no es preciso que todos sus
miembros sepan llevar a cabo todas las funciones de mantenimiento y reparación, sino
que pueden especializarse por grupos de ellas o por funciones precisas, con mayor
eficacia de cada trabajador en su parcela y menor coste de formación –y, por
consiguiente, menor salario- para todos. De aquí deriva precisamente la superioridad en
este campo de las empresas fabricantes y la contratación, con la venta de maquinaria, de
servicios de asistencia inmediata.
¿Y las “nuevas profesiones”? Tomemos, para simplificar, el caso de la
informática, durante mucho tiempo aireada como la profesión del futuro, que sin duda
exigiría un alto grado de cualificación en todos los dedicados a ella. Huelga decir que el
sector de fabricación es como cualquier otro: un número comparativamente pequeño de
trabajadores altamente cualificados dedicados a la investigación y desarrollo de nuevos
sistemas y una amplia mayoría de trabajadores no cualificados dedicados a la
fabricación en sentido estricto. El área de Silicon Valley ha llegado a ser lo que es y a
albergar el emporio de los circuitos impresos en miniatura –en lugar de que lo hicieran
las regiones industrializadas de la costa nordeste o los grandes lagos- precisamente por
eso: porque en esa zona abunda la mano de obra menos cualificada y más barata de los
Estados Unidos, los trabajadores de origen hispánico. Pero lo que nos interesa ahora es
el caso de los “usuarios”, de los procesos de trabajo a los que se aplica la informática.
Hay fundamentalmente cuatro tipo de trabajadores: analistas, programadores,
operadores y perforistas. El trabajo de un perforista no exige ninguna cualificación
distinta de la de mover rápidamente los dedos sobre el teclado, siendo bastante más
sencillo que el de una mecanógrafa. Su adiestramiento específico, supuesto el nivel de
destreza verbal y numérica que cualquiera puede adquirir en la escuela primaria, dura
tres semanas o menos. El de operador es también un trabajo notablemente sencillo, los
que lo ejercen suelen especializarse en algún tipo concreto de ordenador y sus tareas se
ven prácticamente reducidas a la vigilancia con la introducción de los sistemas
operativos. Estos dos puestos de trabajo son esencialmente monótonos, repetitivos,
normalizados y carentes de interés intrínseco. El trabajo del programador es más
complejo, y su formación suele requerir de cinco a seis meses. Sin embargo, con la
especialización de la maquinaria informática (hardware) y el suministro de programas
especializados (software) por las empresas del sector, también sufren un proceso de
descualificación de su trabajo debido a la sustracción de competencias y la
especialización de hecho en determinados tipos de programas. Solamente los analistas
conservan un trabajo creativo en el que gozan de cierta autonomía y pueden tomar
decisiones, siempre dentro de las limitaciones fijadas por las instalaciones a su
disposición y por los objetivos de la empresa (Braverman, 1974; Manacorda, 1982;
Libertini, 1974; Gaulé y Granstedt, 1971).
Esta tendencia a la descualificación, deducible del mero análisis de la lógica
inherente a la división del trabajo y la expansión de la maquinaria, es confirmada por
todos los estudios que, en lugar de preguntarse ingenua o apologéticamente qué han
aprendido los trabajadores en la escuela, se basan en un análisis directo de las tareas
asignadas a cada puesto de trabajo. En la industria británica, por ejemplo, los
trabajadores manuales cualificados constituían el 3 por ciento de la fuerza laboral en
1911, algo menos del 25 por ciento en 1951 y menos del 20 por ciento en la entrada de
los años setenta (Centre for Contemporary Cultural Studies, 1982). Un estudio en el
área industrializada de Peterborough en la década de los setenta mostró, en nueve
sectores analizados, que los aspectos técnicos de la mayoría de los empleados manuales
estaban al alcance de la mayoría de los trabajadores, tanto daba que se tratara de
empleos y de trabajadores supuestamente cualificados o no, y que la mayor parte
ejercían de hecho cualificaciones menores que las que se necesitan para conducir un
automóvil (Blackburn y Mann, 1979). Las instalaciones industriales más modernas,
salvo que puedan llegar a prescindir de la mano de obra misma, son precisamente las
que requieren una mayor proporción de trabajadores no cualificados: la Renault de
Billancourt, por ejemplo, cuenta entre el total se sus trabajadores con un 0.62 por ciento
de obreros especializados (no cualificados) frente a un 9.5 por ciento de obreros
profesionales (cualificados) (Freyssenet, 1977). En el límite, claro está, la
automatización destruye en masa puestos de trabajo que no exigen ningún tipo de
cualificación, pero ello no significa en modo alguno que sus ocupantes sean llamados a
ponerse batas blancas y desempeñar tareas técnicas de gran interés. Aparte de que su
destino inmediato es el paro, los sectores con capacidad de absorción masiva de mano
de obra nueva o reciclada son invariablemente los pequeños servicios y, sobre todo, las
empresas que se encuentran en los estadios de la automatización que requieren más
mano de obra descualificada. Un estudio norteamericano señalaba no hace mucho, entre
las profesiones con más futuro, es decir entre las que más rápidamente crecerán y más
rentables resultarán para sus practicantes, en las próximas dos décadas, las de ingeniero
aeroastronáutico, ingeniero informático y, como no, analistas, operadores y
programadores, profesiones sobre cuya evolución ya hemos dicho algo. Sin embargo,
estas profesiones “del futuro” sólo darán cuenta del 7 por ciento de los nuevos empleos
en Estados Unidos (imagínese en otros países). Se estima que para 1990 los Estado
Unidos necesitarán 600.000 nuevos porteros y sepultureros frente a 200.000 nuevos
analistas de sistemas, 800.000 nuevos pinches de cocina y trabajadores en los
establecimientos de comidas rápidas (McDonald’s, etc.) frente a 150.000 nuevos
programadores (Carey, 1981; Levin Rumberger, 1983).
Hasta aquí hemos hablado de la evolución del proceso de trabajo en el marco de
las leyes económicas de capitalismo y hemos tomado ejemplo de los países capitalistas.
No podemos decir mucho de lo que ocurre en los países llamados socialistas. En su
literatura política, económica y sociológica, no hay cabida para el análisis del modo de
producción en sentido estricto, es decir, del modo de trabajo. Oficialmente, el modo de
producción cambió con el paso de la propiedad privada de los medios de producción a
propiedad estatal, la supresión parcial del mercado y el monopolio del comercio
exterior. Sin embargo, podemos aventurar que, en el campo que ahora nos ocupa, lo
dicho sobre la evolución del trabajo, con algunas limitaciones importantes, es válido
para los países del Este, y otros del área socialista, en la medida en que han conocido un
proceso de industrialización. La transformación de las condiciones de trabajo fabril, o la
superación de la división del trabajo, no forma parte de los problemas oficialmente
existentes. Además, es bien sabido que el principal ideólogo de la revolución rusa,
Lenin, confundió la organización social del trabajo con su organización técnica y saludó
al taylorismo como un avance científico independiente de las relaciones sociales de
producción existentes (Lenin, 1970). En general, las condiciones de trabajo en las
industria no son muy distintas para el ciudadano soviético o de otro país del área que
para el occidental (véase Haraszti, 1977). Sin embargo, hay algo que las hace diferentes,
y este algo no reside en la producción sino en el mercado. Puesto que no existe
propiamente un mercado de trabajo en estos países, es decir, puesto que el Estado está
formal y eficazmente comprometido en ofrecer a todos un puesto de trabajo y no existe
nada parecido al despido libre, los empleadores no cuentan frente a los trabajadores con
un instrumento tan valioso como el citado para imponer modificaciones en el proceso de
trabajo (cambios en las formas de realizar las tareas, ritmos, etc.) El ritmo de trabajo en
un fábrica de un país de Este no guarda relación alguna con el de una fábrica occidental,
cosa que puede comprobarse directamente con los ojos o, indirectamente, a través de las
macromagnitudes económicas (es de sobra conocido que el mayor problema económico
de estos países es la baja productividad del trabajo). De esta guisa, la división
manufacturera del trabajo, la mecanización y la automatización no dejan de surtir los
efectos ya vistos, pero resulta impensable la introducción plena del taylorismo o la
intensificación de los ritmos hasta niveles occidentales. Hay que añadir, por último, que
sólo en el marco de las revoluciones que dieron origen a estos regímenes, y aunque
fuera transitoriamente, han surgido situaciones de control obrero sobre la producción,
superación relativa de la división de trabajo y transformación a fondo de su
organización: Yugoslavia, los primeros años de las revoluciones cubanas y rusa, la
Revolución Cultural china (Mandel, 1973; Guevara et al., 1974; Maccio, 1977).
Ahora podemos volver sobre la educación. Si la demanda de cualificación para
ejercer los empleos decrece en términos generales, es claro que disminuye la necesidad
de que las escuelas cualifiquen para ello. Esto no significa que desaparezca cualquier
función de la escuela de cara al empleo y que aquélla pase a ser un lugar donde,
simplemente, se educaría para vivir en la sociedad o para lograr el desarrollo personal
de los individuos. Al margen de estas otras posibles y discutibles funciones (véase
Fernández Enguita, 1984b), de las que no vamos a ocuparnos ahora, las escuelas siguen
preparando para la inserción en el empleo al modelar el comportamiento y las
disposiciones psicológicas de los alumnos e insertarlos suavemente en unas relaciones
sociales que los prepararán para las que encontrarán en el lugar de trabajo, tal como se
ha argumentado en el capítulo anterior. Además, la escuela desempeña importantes
funciones de legitimación de un orden social que gira fundamentalmente en torno a la
producción. Con sus mecanismos pretendidamente meritocráticos, sustituye cualquier
perspectiva de acción colectiva para cambiar las condiciones de vida y trabajo de todos
por una carrera desenfrenada por la salvación personal, transforma problemas sociales
en problemas individuales, responsabiliza a cada cual por su suerte –inflando el ego de
los que “ganan” y culpabilizando a los que “pierden”- y contribuye a formar una clase
trabajadora segmentada, dividida y enfrentada entre sí tanto o más que con sus
empleadores.
La escasa relevancia de la escuela de cara a la cualificación real de los
trabajadores –entendiendo por tal la que ejercen en su puesto de trabajo, no la que
realmente tienen ni mucho ni menos la que se les presume, generalmente sin razón, por
la posesión de títulos escolares- ha sido documentada de múltiples maneras. Una forma
de hacerlo es observar qué hacen las empresas cuando, al cambiar la tecnología de la
producción, tienen que reciclar a los trabajadores, y los que se encuentra es que recurren
muy escasamente a procesos formales de educación en relación con el aparato escolar e
incluso a procesos formales en general (Brigth, 1958b, Collins, 1971). Otra consiste en
averiguar, de las destrezas que ejercen efectivamente en sus empleos, qué parte ha sido
adquirida en programas de educación formal y qué parte sobre el terreno. Una
investigación sobre los trabajadores norteamericanos mostró que sólo el 40 por ciento
de ellos aplicaban destrezas adquiridas en la formación profesional o en programas
formales de entrenamiento, mientras el resto lo había aprendido todo sobre el terreno;
incluso el primer grupo afirmaba que algunas de las destrezas ejercidas habían sido
adquiridas también sobre el terreno. Lo mismo era cierto para dos tercios de los
graduados de los colleges, entre los que solamente un 12 por ciento citaba la educación
especializada o los programas formales de adiestramiento como una fuente relevante de
las destrezas que ejercían de manera efectiva (Thurow, 1984; ver también Clark y
Sloan, 1966). También cabe analizar si la productividad individual de los trabajadores
manuales aumenta con su nivel de educación. Una amplia investigación que incluía
trabajadores manuales cualificados y no cualificados, empleados, técnicos medios y
superiores, funcionarios y personal militar condujo al resultado de que, en general, los
trabajadores más educados no eran más productivos que el resto y, en algunos casos, lo
eran menos (Berg, 1970).
Finalmente, otra forma indirecta de comprobar lo mismo es analizar las
perspectivas u oportunidades de empleo de egresados de la escuela con el mismo
número de años de estudio pero cursados en ramas o canales diferentes. La escuela
secundaria norteamericana se presta muy bien a esto, puesto que, aun siendo integrada,
incluye canales –tracks- de tipo preparatorio para la universidad, profesional –
vocational- e intermedio sin ninguna proyección específica –general-. Puesto que el
canal profesional trata, mal o bien, de preparar directamente para la incorporación al
empleo –manual y no manual, es decir, en el taller o en la oficina-, y el general no, y
puesto que además existe una canal preparatorio al que van los futuros universitarios,
tiene especial interés comparar las oportunidades de empleo de los alumnos de los
canales profesional y general, pues es tanto como comparar la especialización con la no
especialización, la formación profesional con su ausencia, la preparación para el empleo
con la no preparación, sin temor de que los empresarios puedan optar por la formación
“académica”, dado que ésta está tan ausente del canal general como de la formación
profesional. Pues bien, un estudio tras otro muestra que los alumnos del canal
profesional no sólo no encuentran oportunidades mayores ni mejores que los que han
seguido un currículo no especializado (Grasso y Shea, 1979; Fuller, 1981; Hurn, 1983;
Osterman, 1980), sino ni siquiera los que han abandonado la escuela sin terminar la
secundaria (Plunkett, 1960; Duncan, 1964).
Pese a todo, no hay que reducir demasiado rápidamente una menor demanda de
educación por la población o por los empresarios, sino una menor oferta por parte del
Estado. En cualquier caso, los resultados de la investigación especializada, por muy
concluyentes que sean, necesitan un largo periodo para calar en la conciencia general, si
es que han de lograrlo alguna vez. Además las consecuencias distan mucho de estar
claras. Si tratamos de ver la cuestión desde la perspectiva de las empresas y otros
empleadores es evidente que, desde un punto de vista técnico, no debería tener
demasiado interés en la expansión de la educación formal, ya que las cualificaciones
necesarias para un rendimiento adecuado en la producción no se adquieren en ella. Sin
embargo, los empleadores, que no tienen ninguna forma directa de averiguar qué costes
tendrán para ellos el adiestramiento sobre el terreno de cada trabajador, pueden tomar
como indicadores algunas de las características visibles de éstos y entre ellas, como una
de las primeras en orden de fiabilidad, la educación –o más exactamente, los títulos
escolares- (Thurow, 1984). Efectivamente, el éxito en la escuela es precisamente el
éxito en un proceso de aprendizaje, y lo que los empleadores deben estimar son las
probabilidades y la capacidad de aprendizaje de los aspirantes a un puesto de trabajo.
Ello no impide que puedan ver en las credenciales educativas, al mismo tiempo, un
indicador de la disposición al trabajo, la disciplina, etc. Esto es lo que se llama, entre
otras denominaciones, la “teoría de la cola”, cola que se formaría a la puerta de cada
empleo; y, si es cierta, llevaría en todo caso a que los aspirantes siguieran pugnando por
lograr credenciales escolares más elevadas para adelantar puestos en la cola que les
correspondiera.
Pero, con independencia de esto, parece más probable que los empleadores no
tengan interés alguno, al menos expresamente y por razones estrictamente económicas,
ni en la prolongación del período escolar obligatorio ni en la especialización de los
alumnos en el mismo; o que, si lo tienen, sea en menor medida de la que normalmente
se supone. Lo primero sin duda es cierto. En la euforia del crecimiento de los años
sesenta e incluso primeros setenta se habló mucho de ampliar la escolaridad obligatoria
de los dieciséis años, que muchos países habían alcanzado y el resto había ya aceptado
como objetivo a plazo fijo, a los dieciocho. Este objetivo ha sido universalmente
abandonado, cosa que se atribuye comúnmente a los efectos de la crisis económica sin
más (Ppadopoulos, 1980; Starr, 1981). Sin embargo, si las empresas mismas o el Estado
en función de representante de la economía en su conjunto desisten de este propósito,
ello no puede explicarse simplemente por la crisis económica –es decir, por los mayores
costes de sustitución que implicaría la ampliación de la escolaridad obligatoria, cuya
financiación recaería directamente sobre el tesoro público e indirectamente, en alguna
proporción sobre las empresas-, sino que hay que tener en cuenta también los posibles
beneficios derivados del objetivo que se abandona. La creciente conciencia de que tales
beneficios apenas existirían, sin duda extendida entre quienes cotidianamente
comprueban la productividad de trabajadores con distintos grados de educación, es la
otra cara del asunto, probablemente la más importante. Si los futurólogos de la
revolución científico-técnica, el capital humano, la modernización, etc. hubieran estado
en lo cierto, la crisis debería haber sido, en vez de un obstáculo, un acicate para la
inversión en educación de cara a aumentar la productividad del trabajo. La actitud de las
empresas y los estados constituye, pues, un nuevo desmentido a sus profecías.
En cuanto a la especialización en el marco de la enseñanza secundaria, y sobre
todo en su primer ciclo, tampoco podemos prever un gran interés desde las partes
citadas. Si, como hemos argumentado, la mayor parte de los empleos requieren muy
poca cualificación y ésta se adquiere principalmente sobre el terreno; y si, además,
tenemos en cuenta el rápido ritmo del cambio tecnológico y la constante
reestructuración de los empleos, sobre todo en las escalas más bajas, entonces siempre
desde un punto de vista estrictamente económico –en la medida en que esto es posible-
no hay razón para que los futuros trabajadores se especialicen tempranamente, dado que
toda especialización en un campo delimitado, por definición, conduce, rerum sic
stantibus, a la no preparación en otros. Por el contrario, los empleadores y el Estado
tendrán más interés en una formación de base multilateral que permita más tarde un
adiestramiento rápido para puestos de trabajo específicos. En todo caso, los
empleadores estarían también interesados en programas de formación cortos y dirigidos
a puestos de trabajo concretos, financiados con fondos públicos, o, por decirlo de otro
modo, en que el presupuesto público se haga cargo de sus costes de adiestramiento.
Un indicador de que lo primero es cierto podemos encontrarlo en el escaso
interés de los empresarios y otros empleadores en discutir el contenido preciso de las
especialidades a la altura de la enseñanza secundaria y sus quejas constantes, por el
contrario, sobre el nivel general de todos los jóvenes egresados y recién incorporados al
empleo en destrezas básicas y generales como la comprensión lectora, la expresión
verbal, la escritura o el cálculo numérico (aparte de sobre que no tienen una idea clara
de lo que es el trabajo en términos de autoridad, disciplina y responsabilidad) (Boyer,
1983; Center for Public Resources, 1982; Livingstone, 1983). Pero el mejor indicador es
la reforma comprehensiva misma. Ya no tenemos que explicar el declive de la
profesionalidad por el avance de la enseñanza integrada, ni el avance de la enseñanza
integrada por el declive de la profesional, en un círculo nada virtuoso basado en
razonamientos que se reducen a cambiar de nombre la misma cosa. Es el proceso de
descualificación lo que explica la necesidad y, sobre todo, la posibilidad de una
enseñanza comprehensiva en el período obligatorio.
Pero, por otra parte, hemos dicho que los empleadores estarían interesados en
programas cortos de formación para empleos precisos y a cargo del erario público, esto
es, en lo que entre nosotros se denomina comúnmente formación ocupacional. Y,
efectivamente, la formación ocupacional está conociendo un fuerte crecimiento en
muchos países. El caso más espectacular sin duda es el auge de la Manpower Services
Commision (Comisión de Servicios de Mano de Obra) en Gran Bretaña, con su multitud
de programas especialmente dirigidos a los jóvenes (YOP, YTS, WEEP, etc), pero junto
a él están los otros muchos países (Watson, 1983; Forrest, 1983; Farley, 1983; Boucher,
1983; Cantor y Roberts, 1983; Gleeson, 1983; Raffe, 1983a, 1983b; Centre for
Contemporany Cultural Studies, 1982; Lauglo, 1983; Lindley, 1981; Brockington y
White, 1983). Lo mismo puede decirse de la expansión de los contratos de formación o
en prácticas para jóvenes, que, aparte de proporcionar mano de obra barata y
flexibilidad de plantillas, son una forma de sufragar los costos de adiestramiento de los
trabajadores por las empresas.
Si unimos estas dos exigencias, tan convenientes para los empleadores, en una
sola fase, no resultará difícil a nadie reconocer el grito de guerra de los más sesudos
organismos internacionales en los últimos años: “¡Polivalencia y educación
permanente!”
Abandonando el punto de vista de los empleadores y sus instituciones para
adoptar el de los que buscan empleo, o lo tienen pero desean promocionarse, las cosas
se presentan de manera algo distinta. La demanda de educación no tiene por qué verse
frenada, salvo cambios radicales en la conciencia colectiva que no están hoy a la vista,
por el hecho de que la mayoría de los puestos de trabajo sufran un proceso de
descualificación. Los jóvenes, desde luego, pueden desear estudiar durante un período
más prolongado por el simple amor a la cultura y por confundir ésta con la escuela, pero
aquí sólo vamos a considerar su actitud en términos de oportunidades de empleo.
Diversos autores han hablado de “sobreeducación” para referirse al fenómeno de que la
mayoría de la gente sale de la escuela con una cualificación formal superior a la que
realmente requiere el empleo que le espera (Berg, 1970; Carnoy, 1984; Freeman, 1976).
Si la teoría de la cola a la que antes aludimos tiene algo de cierta, cualquiera que sea la
evolución de la estructura del empleo en general y de los puestos de trabajo en
particular resulta una actitud individualmente racional la de hacerse con en máximo de
títulos escolares para poder competir con otros aspirantes al mismo puesto de trabajo.
En todo caso, y a pesar de las frecuentes lamentaciones sobre el “paro de los
licenciados” (las lamentaciones siempre se vuelven más frecuentes y dramáticas cuando
lo que se lamenta empieza a afectar a la clase media), es un hecho repetidamente
demostrado que la posesión de más años de educación, o de una educación mejor
considerada socialmente, supone por sí misma una notable ventaja en el mercado de
trabajo (Baudelot, Benoliel, Cukrowicz y Establet, 1981; Ledrut, 1966; Subirats, 1981).
Una explicación adicional sería el creciente credencialismo de las sociedades
avanzadas, entendiendo por tal la utilización de las credenciales o títulos escolares como
instrumento en la pugna por la elevación del status de un grupo social y por el cierre del
acceso al mismo (Collins, 1971; Giddens, 1979; Parkin, 1978, 1984). Con
independencia de su eventual función de cualificación técnica, la educación formal es
empleada por los grupos y los individuos para defender o lograr ventajas materiales y
simbólicas en el –o a pesar del- mercado de trabajo. Esto se entenderá mejor si
consideramos algún caso particular, por ejemplo el de los farmacéuticos. El título de
licenciado en farmacia permite a sus poseedores, y sólo a ellos, abrir despachos de
productos farmacéuticos y excluir de esa posibilidad a los que no lo poseen. Sin
embargo, hoy en día una farmacia es un simple almacén de productos industriales
clasificados en orden alfabético que puede ser atendido por cualquier persona sin
ninguna cualificación especial. Las viejas recetas ad hod apenas existen ya, por lo que
bastaría, en una ciudad, con un reducido número de farmacias atendidas por
especialistas capaces de elaborar preparados específicos y un gran número de despachos
para los restantes suministros. Al margen de una cualificación que ya no se ejerce, el
título farmacéutico sirve ahora casi exclusivamente –en el sector del comercio, pues no
discutimos aquí el papel de los licenciados en farmacia en las industrias del sector- para
defender una posición de ventaja oligopólica. Aunque requeriría mayores precisiones, lo
mismo podríamos decir del papel de los títulos en la administración pública, donde
frecuentemente suponen índices salariales independientes del puesto de trabajo real, e
incluso en el trabajo manual, por ejemplo cuando grupos de trabajadores, en
negociaciones colectivas, reivindican que se les reconozca el estatuto de cualificados,
con independencia de sus tareas reales, por sus títulos escolares. El credencialismo
podría entenderse, no ya simplemente como una lucha por ventajas materiales y
simbólicas desde bases artificiales, sino también, en ciertos casos, como una estrategia
de defensa contra los efectos de la descualificación del trabajo.
Las estrategias credencialistas, si bien suponen un aumento de la educación para
los grupos sociales o individuos que las adoptan, son relativamente compatibles con la
reforma comprehensiva. Desde el punto de vista de los grupos que desean mantener
privilegios y utilizar como instrumento para ello la educación, una educación
formalmente diferenciada es una ventaja, pero también es un riesgo, pues los vástagos
de las buenas familias no están estrictamente impermeabilizados contra la posibilidad
del “fracaso” escolar. La educación privada y la post-obligatoria pueden ser una
garantía mejor y más segura, puesto que dependen fundamentalmente de los recursos
económicos familiares.
El credencialismo puede imponerse en mayor o menor medida en condiciones
tecnológicas constantes, sea por un impulso desde abajo proveniente de distintos grupos
sociales, sea por una estrategia de división más o menos articulada desde arriba. Un
estudio reciente comparaba la estructura del empleo y la escuela en la República Federal
de Alemania y Francia con resultados verdaderamente interesantes. Si se compara el
número medio de trabajadores bajo la autoridad de un jefe en la industria metalúrgica de
ambos países, por ejemplo, se encuentra que es de 25 en la República Federal de
Alemania y 10 en Francia. Si se hace la misma comparación para la industria
petroquímica, las cifras respectivas con 6 y 1. No menos chocantes son las diferencias
en el reparto de la masa salarial entre los distintos tipos de trabajadores. En la R.F.A.,
los empleados no obreros reciben el 32 por ciento de la misma; en Francia, el 41 por
ciento. Las diferencias pueden ser sistematizadas así: 1) la jerarquía empresarial en
Francia incluye siempre muchos más escalones de dirección que en la R.F.A.; 2) los
departamentos y oficinas técnicos tienen una plantilla más amplia, están más
jerarquizados internamente y están más claramente separados de la división de la
producción en Francia que en la R.F.A.; 3) las oficinas comerciales de las empresas
francesas emplean más personal y están organizadas de manera más burocrática y
jerárquica que las de la R.F.A.; 4) los directivos y empleados no manuales, además de
ser más numerosos, ganan individualmente más en comparación con los trabajadores
manuales en Francia que en la R.F.A.; En cuanto a la biografía escolar de los
trabajadores: 1) en Francia es superior en número de individuos que han cursado y
terminado estudios superiores de tipo académico general; 2) en la R.F.A. es muy
superior la proporción de ellos que han completado algún tipo de formación profesional,
desde el aprendizaje hasta distintas formas de formación profesional post-secundaria
reglada; 3) la distribución de la educación formal y el aprendizaje es mucho más
homogénea entre los trabajadores alemanes que entre los franceses (maurice, Sellier y
Silvestre, 1982; Lutz, 1976, 1981; Levy-Leboyer, 1980; De Gaudemar, 1984).
De aquí se desprende que el sistema educativo puede tener una influencia
notable sobre el sistema productivo. Por sí mismo el sistema productivo es un mundo
dividido y jerarquizado, pero el sistema escolar puede alentar nuevos y superiores
grados de división y jerarquización. En comparación con los franceses, los trabajadores
alemanes han recibido una formación más homogénea y polivalente. Esto posibilita
mejor el trabajo en equipo, en el que los trabajadores individuales resultan
intercambiables, mientras en el caso francés la organización del trabajo se basa más en
los puestos individuales. En la R.F.A. existen dos escalones básicos en la jerarquía, los
empleos directivos y los subordinados, mientras en Francia existe una jerarquía
compleja compuesta por multitud de escalones. En Francia, la promoción de los
empleados depende en gran medida de sus credenciales educativas, mientras en la
R.F.A. el reclutamiento de numerosos cuadros intermedios tiene lugar entre los
trabajadores de base. En Francia existe una correlación entre nivel educativo y status
ocupacional mucho mayor que en la R.F.A., y el reclutamiento de los grupos
ocupacionales es más homogéneo socialmente. En la R.F.A., el trabajo en equipo
produce una situación en la que el trabajador tiene la oportunidad de adquirir
informalmente nuevas destrezas a través de una experiencia diversa, mientras en la
estructura de los empleos franceses reduce las oportunidades de aprender. (En todo
caso, al sacar consecuencias de esta comparación no debe olvidarse que, incluso en el
caso germano-occidental, se trata de una polivalencia dentro de los estrechos límites de
la división social general del trabajo y de las competencias de pequeños equipos
productivos, y de una movilidad vertical que se reduce a lo que suele llamarse
“micromovilidad”, es decir, movilidad sólo entre estratos muy cercanos dentro de una
escala amplia). En alguna medida, las diferencias entre los sistemas educativos y
productivos de la R.F.A. y Francia podrían interpretarse a la luz de la vieja distinción
entre “movilidad de competencia” y “movilidad de patrocinio” (Turner, 1960). En el
caso francés, los futuros puestos en la jerarquía del empleo son asignados
tempranamente en la escuela y sus futuros ocupantes preparados desde ese momento
para ellos (patrocinio). En el germano occidental, la selección tiene lugar tardíamente,
sobre el terreno (competencia). El modelo sirve siempre que se emplee dentro de los
límites definidos, pues, por fijarnos en el caso alemán, la movilidad de competencia –
mejor sería decir simplemente distribución- sólo funciona en el interior de los grupos –
trabajadores manuales, empleados, cuadros superiores- definidos previamente según un
mecanismo de patrocinio (recuérdese la pronta división de los escolares alemanes en
tres ramas: Gymnasium, Real –y haupt schule).

Para terminar una palabra más sobre los efectos de la prolongación de la


escolaridad y la reforma comprehensiva de cara a la incorporación al empleo. La
meritocracia tiene un coste. Si los escolares, futuros trabajadores, han de creer que el
puesto de trabajo que les espera depende de su grado de éxito en la escuela, el reverso
inevitable de ello es la conformación de expectativas conformes con la educación
obtenida. La elevación de las aspiraciones de todos se traduce en un desplazamiento
hacia arriba de lo que podemos llamar la escala escolar con relación a la escala
productiva (o las pirámides, los sistemas de estratificación, si se prefiere). No por razón
de exigencias técnicas, sino por razón de la elevación general del nivel escolar
alcanzado, los mismos empleos, o empleos cada vez más deteriorados en términos de su
interés, autonomía, cualificación, etc., son ocupados por gente con un nivel educativo
cada vez más alto. Por sí mismo, este desfase entre las expectativas despertadas por la
educación y las alternativas ofrecidas por el empleo, debe producir una insatisfacción
creciente con éstas últimas por parte de sus ocupantes, y en particular una menor
disposición a despeñar trabajos manuales (Sartin, 1977; Lepage, 1978; Delcourt, 1980).
Por otra parte, el mismo tipo de efectos pueden producir ciertos aspectos de la
experiencia y el discurso escolares. El empeño de la escuela y sus agentes en hablar de
la educación y sus fines en términos de “desarrollo personal”, “libertad”, “realización de
las potencialidades”, etc., puede tener grandes virtudes ideológicas de cara a la
integración de los alumnos como futuros ciudadanos de las democracias representativas,
pero tal vez sus efectos no sean tan suavizantes a la hora de su incorporación a empleos
sometidos a la rígida y totalitaria jerarquía de la producción capitalista (o “socialista”,
vale decir burocrática, que en esto se diferencia poco). El tratamiento formalmente igual
de todos los alumnos en la escuela, las condiciones existentes para su participación en
decisiones y para la negociación de su posición y sus derechos –aunque sea de manera
informal- y la organización relativamente flexible del trabajo escolar son cosas que no
volverán a encontrar, la mayoría de ellos, ni en la oficina ni en el taller, lo que supone
un riesgo de aspiraciones y expectativas frustradas, insatisfacción, inadaptación y
conflictos individuales y colectivos (Bowles y Gintis, 1976; Fernández Enguita, 1983c,
1984d; Carnoy, 1984).
Los empleadores y sus representantes son conscientes de estos problemas, ya
que los viven cotidiana y crecientemente. Una salida consiste en diversificar la
experiencia de los escolares. Como ya dijimos en su momento, las campañas derechistas
sobre la “vuelta a los fundamentos” en la enseñanza tienen más que ver con los
problemas de disciplina que con el contenido de los programas de enseñanza. No
obstante, están sin duda condenadas al fracaso, dada la amplia difusión de ideas
liberales y progresistas, por limitado que sea su alcance, entre los agentes de la
educación. A falta de ello, otra salida más presentable y fácil de legitimar consiste en
hacer que los escolares, particularmente los que no son llamados a los estudios
superiores, pasen por experiencias de trabajo antes de su incorporación definitiva al
empleo. Sin duda hay otras razones, y mejores, para que los estudiantes pasen por
experiencias de trabajo –y algunas de ellas se analizarán en el capítulo siguiente-, pero
ésta es suficiente, y la fundamental, para las empresas y otros empleadores.
La incorporación a experiencias de trabajo es común en los países llamados
socialistas (Isaksson, 1982). Pero en éstos, donde las autoridades desalientan el acceso
masivo al segundo ciclo secundario académico y la enseñanza superior, tal opción tiene
que ver sobre todo con la tradicional defensa marxista de la enseñanza politécnica y su
combinación con el trabajo productivo, aunque se quede en una simple caricatura. Lo
notable es que en los países capitalistas, en los que existe una larga tradición de
separación estricta entre escuela y trabajo, cuando no de menosprecio del trabajo
manual, menudeen en los últimos tiempos propuestas de que los estudiantes,
concretamente en la enseñanza secundaria, pasen por experiencias de trabajo
consistentes (Faure et al., 1972; Morsy, 1980; Brown et al., 1973; Coleman et al., 1974;
Phi Delta Kappa Task Force, c. 1975; Gibbons, 1975; UNESCO, 1974a). Si entre los
problemas de los empleadores figuran el de que la escuela pierde eficacia en la
inculcación de los hábitos de disciplina en los alumnos y las expectativas desmesuradas
de los egresados respecto a los empleos que les esperan, la incorporación a experiencias
de trabajo podría servir para disciplinarlos y para moderar sus horizontes.
Capítulo 7

La adolescencia
y la escuela
Pocos temas provocan hoy tantas lamentaciones, sobre todo de parte del sector
bienpensante de la sociedad, como el estado de la disciplina en las escuelas o la
degradación moral de la juventud. Bajo estos epígrafes caben cosas tan dispares como la
pérdida del respeto incondicional a los profesores o el consumo de drogas, las relaciones
sexuales prematrimoniales u ocasionales y el vandalismo en las aulas, el declive de las
creencias religiosas y la militancia izquierdista, la menor disposición a convertirse en
trabajador asalariado y la “extravagancia” de la moda juvenil. Si abandonamos
cualquier pretensión de dar cuenta del comportamiento general de los jóvenes y nos
remitimos a su actitud ante las escuela, podemos delimitar los temas de escándalo más
comunes: abandono antes de terminar la escolaridad obligatoria o el primer ciclo
secundario, absentismo ocasional o persistente, indisciplina. Fuera de las relaciones
educativas, los grandes reproches podrían resumirse en dos palabras: delincuencia
juvenil.
Las proporciones en que los alumnos abandonan la escuela, como es lógico,
varían considerablemente de país a país. Estas variaciones dependen de una
multiplicidad de factores, entre ellos la edad mínima para trabajar y el grado en que se
cumple la legislación al respecto, el nivel de urbanización, la relevancia de los títulos
escolares a la hora de acceder al primer empleo, la intensidad de la fe de la sociedad en
la educación como medio de movilidad, etc. Lo más obvio, sin embargo, es que el
abandono aumenta con la prolongación del período obligatorio y que resulta superior en
las grandes ciudades. En la década de los sesenta, o primeros setenta, podía pensarse
que el abandono masivo de la escuela era sobre todo el efecto de una oferta escolar
insuficiente y que, con la voluntad política oportuna, podría crearse equipamiento
adecuado y ofrecer una enseñanza lo bastante atractiva como para retener a los alumnos
en las aulas por su propia voluntad. En Italia de 1971-72, por ejemplo, abandonaban la
escuela el 1 por ciento de los alumnos de enseñanza elemental y el 16.8 de los de la
escuela media (de 11 a 14 años, siendo la distribución por cursos de 7.6 en primero, 5.2
en segundo y 4.0 en tercero) (Bonani, 1976). Cifras de ese orden se barajaban también
en España por aquel entonces, y el problema parecía solucionable.

CUADRO 20

Tasa de abandono* por edad, sexo y grupo étnico, EE. UU. 1979.

Edad
Sexo y etnia 14-15 16-17 18-19 20-21 Todos
Negros 2 10 24 25 15
Mujeres 2 8 22 20 14
Varones 1 12 25 30 17
Hispánicos 2 17 36 35 23
Mujeres 2 17 39 33 24
Varones 3 18 32 38 22
“Blancos” 2 8 16 12 10
Mujeres 1 9 14 11 9
Varones 2 8 17 13 10
Total 2 9 18 15 11
(*Porcentaje de la población de cada grupo de edad que ha abandonado la escuela secundaria sin
completarla).

Sin embargo, los países que tienen desde antiguo un sistema escolar bien dotado
y comprehensivo en la secundaria no arrojan resultados mucho mejores. Durante los
últimos dos decenios, la tasa de abandono en la escuela secundaria norteamericana no
ha descendido del 25 por ciento (proporción de alumnos que abandonan la enseñanza
secundaria, a cualquier edad, sin terminarla), a pesar de las múltiples ayudas financieras
y reformas (Starr, 1981). El Cuadro 20 (Rumberger, 1981) muestra las tasas de
abandono, por edad, género y grupo étnico, de los estudiantes de secundaria
norteamericanos en el año 1979. Como puede observarse, la tasa sube
espectacularmente en el momento en que los estudiantes tienen la posibilidad legal de
abandonar, a pesar de que tal momento no coincide con el final de ningún ciclo, lo que
implica que los que abandonan lo hacen sin ninguna titulación con un valor mínimo en
el mercado. Las tasas totales reflejadas en el cuadro se sitúan por debajo del 25 por
ciento proclamadado antes por la sencilla razón de que el grupo de edad estudiado tiene
su límite de edad en los 14 años, cuando muchos de los futuros tránsfugas están aún en
la escuela. Las cifras que deben considerarse significativas, por consiguiente, no son las
medias totales sino las parciales de cada columna. En el cuadro puede observarse que la
proporción de abandonos es muy superior entre los alumnos negros y de lengua
hispánica que entre los “blancos”, algo que, a la luz de otras investigaciones (Jencks,
1972), debe imputarse en buena parte no a las diferencias étnicas sino a las diferencias
de clase que las acompañan. En el grupo de dieciocho a veintiún años de edad, uno de
cada siete “blancos”, uno de cada cuatro negros y uno de cada tres hispánicos no ha
terminado la secundaria. Otras investigaciones confirman estas diferencias entre los
grupos étnicos y sociales (Di Maggio, 1977; Parelius y Parelius, 1978; Kaplan y Luck,
1977).
El Cuadro 21 (Rumberger, 1981) recoge las razones aducidas por los estudiantes
que han abandonado la secundaria. Salta a la vista que los motivos relacionados con la
experiencia misma de la escolaridad dominan sobre los económicos, personales o de
otro tipo. Entre los primeros, destaca claramente el de encontrarse pura y simplemente a
disgusto. Tanto respecto de éste como de otros motivos, al tratarse de respuestas de los
propios estudiantes, pueden dudarse si son reales o se esconden teorizaciones
justificatorias, pero en contra, al menos en este caso, podría aducirse que la escuela es
considerada en la sociedad norteamericana como algo imprescindible para llegar a
alguna parte en la vida, de manera que puede haber más razones para que los
entrevistados oculten este motivo para que se lo inventen. Entre los motivos
económicos, el “deseo de trabajar”, que figura en primer lugar del subgrupo, puede
considerarse como un modo de decir lo mismo con otras palabras, aunque también
puede significar un deseo de conseguir independencia económica, etc. Destacan también
los altos porcentajes relativos de estudiantes de habla hispana que aducen razones
económicas y de mujeres que argumentan el embarazo o el matrimonio. Volveremos a
no mucho tardar sobre el papel de la experiencia escolar en la provocación del
abandono.

CUADRO 21

Razones aducidas para abandonar la escuela, por grupo étnico y sexo (en porcentajes).

Mujeres Varones Total


Razón del abandono Hispá- Hispá- ambos
Negras nicas “Blancas” Total Negros nicos “Blancos” Total sexos
Relacionadas con la
escuela 29 21 36 32 56 36 55 53 44
Bajo rendimiento 5 4 5 5 9 4 9 9 7
Estar a disgusto 18 15 27 24 29 26 36 33 29
Expulsión o
suspensión 5 1 2 18 18 6 9 10 7
Ser un lugar
peligroso 1 1 2 1 0 0 1 1 1
Económicas 15 24 14 15 23 38 22 24 20
Deseo de trabajar 4 7 5 5 12 16 15 14 10
Dificultades
financieras 3 9 3 4 7 9 3 5 4
Responsabilidad.
famil. 8 8 6 6 4 13 4 5 6
Personales 45 30 31 33 0 3 3 2 17
Embarazo 41 15 14 19 0 0 0 0 9
Matrimonio 4 15 17 14 0 3 3 2 8
Otras 11 25 19 20 21 23 20 21 19
Total 100 100 100 100 100 100 100 100 100

Más amplio todavía es el problema del absentismo, que puede constituir tanto un
preludio del abandono como un fenómeno que se agote en sí mismo. En las escuelas
urbanas de barrios pobres de los países más industrializados, las tasas cotidianas de
absentismo superan con mucha frecuencia el 50 por ciento (Boyer, 1983; Starr, 1981).
También el absentismo guarda una considerable correlación con la clase social de los
alumnos (Turner, 1974; Fogelman y Richardson, 1974; Fogelman, 1976).
Estos y otros problemas de disciplina se concentran, dentro de los sistemas
escolares segregados, en las ramas profesionales o simplemente conducentes al trabajo
y, dentro de los sistemas integrados, en los grupos de “capacidad” o rendimiento
inferior y currículo menos académico (Hargreaves, 1967; Lacey, 1970; Bellaby, 1977).
Esta afirmación, sin embargo, debe ser matizada, pues existe por otra parte la evidencia
de que problemas como el absentismo o la delincuencia en las escuelas no siempre son
declarados por los profesores y directores, así como de que son particularmente
silenciados cuando afectan a los jóvenes de clase media (Wright, 1977; MacIver, Short,
citados por Fischer, 1975). No obstante, en esto no nos está permitido ir más allá de la
sospecha.
La falta de disciplina en las escuelas se va convirtiendo en un “problema
nacional” capaz de llenar cada vez más páginas periodísticas. Según una encuesta de la
National Education Association, el 54 por ciento de los profesores norteamericanos –de
todos los niveles educativos, pero fundamentalmente de secundaria- considera que la
conducta de los estudiantes interfiere “mucho” –a great extent- o medianamente –
moderate- en sus clases (McGuire, 1980). Todas las encuestas Gallup, excepto una,
desde 1969 a 1980 mostraron que la opinión pública –en la medida en que tales escuelas
puedan reflejarla- sitúa la “falta de disciplina” como el primer problema de las escuelas,
por delante de la falta de recursos financieros, la integración racial, la falta de interés o
de capacidad de los profesores, el consumo de drogas y otros tópicos (Starr, 1981).
Finalmente, las escuelas aparecen como responsables –o como el chivo
expiatorio más a mano- de la delincuencia juvenil, y ésta crece ininterrumpidamente. De
nuevo en los Estados Unidos, los arrestos de jóvenes por delitos han aumentado dos
veces y media desde 1969, el doble que en el caso de los adultos; lo que es más, los
jóvenes de 10 a 17 años, que apenas constituyen el 16 por ciento de la población, son
imputados responsables de casi el 10 por ciento de los delitos contra la propiedad (Starr,
1981).
Esta efervescencia se ha intentado explicar de muchas maneras. Las más simples
y burdas son las que recurren a la degradación de los valores, la crisis de autoridad, la
relajación de las costumbres, el poco esfuerzo de las instituciones por mantener la
disciplina, etc. Se trata, en unos casos, de poner distintos nombres a las mismas cosas y,
en otros, de tomar las consecuencias por causas. Algo más complejos, pero en todo caso
parcelarios, son los enfoques que remiten a la “cultura adolescente” o “juvenil”.
Algunos autores sostienen que se trata de una cultura autónoma y en antagonismo con la
de los adultos, lo que podríamos resumir en el tópico del conflicto generacional
(Coleman, 1961, 1965, 1970; Parsons, 1942; Davis, 1940; Yinger, 1960). Otros
consideran que se trata de una cultura independiente, pero no en conflicto con la
establecida (Turner, 1954; Schwartz y Merten, 1967). Hostiles o no en las formas, hay
autores que sostienen que la cultura juvenil comparte los mismos valores de la cultura
adulta (Berger, 1963; Riesman, 1981; en cierto modo Henry, 1971, 1972). No faltan, en
fin, quienes creen que los jóvenes comunican perfectamente con los adultos y no existe
tal problema generacional (Douvan y Adelson, 1966; Offer, 1969).
Aquí vamos a intentar explicar esta serie de comportamientos desde el punto de
vista de la articulación entre la escuela y la sociedad, más concretamente entre la
escuela y la clase social de origen, la división social del trabajo hacia la que son
conducidos los alumnos y la división entre los sexos. Nadie discute la enorme influencia
del origen social sobre la actitud de los alumnos ante la escuela, de manera que no hace
falta justificar esto. Menos claro, sin embargo, que el peso del pasado, está el peso del
futuro sobre el presente. Guste o no, la adolescencia es el período en que tiene lugar la
preparación de los individuos para la integración en la vida adulta. Esto se entiende con
demasiada frecuencia en un sentido unilateral: los jóvenes son preparados y los adultos,
la escuela y otras instituciones los preparan. Pero esta separación entre los que aprenden
y los que enseñan dista mucho de responder adecuadamente a la realidad. Parece más
indicado decir que, en un marco que presenta constricciones y exigencias, los jóvenes se
preparan para desempeñar roles adultos. Ello implica procesos complejos de
“negociación” de lo que hayan de ser esos roles y la preparación de los mismos, así
como estrategias grupales y personales ante el camino de “aprender y llegar a ser”,
procesos en los que los adolescentes, entre otras cosas, construyen su identidad.
Naturalmente, éste es sólo uno de los enfoques posibles, y tal vez tuviera razón François
Mauriac cuando afirmaba: “La juventud es un dios de mil caras: cada investigador
obtendrá de ella las respuestas que desee”.
Por mucho que los adultos añoren los tiempos en que asistieron a la escuela, esta
añoranza deriva más de las facultades selectivas de la memoria y de la comparación
entre la experiencia escolar y la experiencia laboral que de las virtudes verdaderamente
propias de la escuela misma. Basta visitar un aula con la frialdad de quien ya no tiene
nada que ganar ni que perder en ella para asombrarse de la capacidad de los jóvenes
para soportar algo tan aburrido y poco gratificante.
Esto es especialmente cierto en la escuela secundaria. A la altura de la enseñanza
primaria, el aprendizaje tiene todavía mucho de juego para los alumnos. La curiosidad
de un niño es algo que no tiene límites, y, en los primeros años, la escuela se muestra
capaz de satisfacerla en una importante medida. Pero, del comienzo de la primaria al
final de la superior, la educación es ante todo un proceso consistente, no en aportar
respuestas a las preguntas del que aprende, sino en sustituir demandas erráticas de
información y aprendizaje por ofertas que la sociedad considera legítimas. El embarazo
que con frecuencia producen las preguntas de un niño a un adulto es la demostración
indirecta de que éste, más que a responder sus preguntas originales, ha aprendido a
obviarlas en un largo y penoso proceso. La ausencia de in interés intrínseco de los
individuos en el proceso educativo es sustituida paulatinamente por la formulación y
elaboración de intereses extrínsecos. En el límite, ya no se está en la escuela por nada de
lo que hay en ella, sino por lo que se promete fuera de ella. Ya no importa si el
contenido o los métodos del aprendizaje resultan en sí gratificantes, sino las
recompensas prometidas para quien soporte bien el proceso: títulos académicos que
traerán consigo empleos con mayor libertad y menor esfuerzo, ingresos más altos, más
prestigio, etc. Las universidades no se han preocupado jamás de los métodos
pedagógicos, de cómo enseñar o aprender, porque se da por sentado que las razones de
la enseñanza y el aprendizaje están fuera de las aulas, en las oportunidades mayores de
incorporación a la vida activa que se ofrecerán al titulado. Contrariamente, en la
enseñanza primaria, donde el futuro pesa todavía poco sobre el presente, el problema
primero de los enseñantes ante los alumnos es su “motivación”, y ésta debe ser sobre
todo intrínseca (de ahí la pedagogía activa, no directiva, en todas sus variantes).
En la enseñanza secundaria no ocurre ni una cosa ni otra. Los intereses
emergentes de los alumnos ya no son apenas tenidos en cuenta ni para el contenido ni
para el método de su aprendizaje. Las recompensas futuras, por otra parte, sólo son
motivación suficiente para algunos. Cuando la enseñanza secundaria era cursada
solamente por una minoría, fuera con carácter terminal o preparatorio, la condición de
los alumnos en ella era la misma que es hoy la de los estudiantes de enseñanza superior.
Con su masificación, la enseñanza secundaria ha incluido a nuevos sectores sociales que
no comparten la visión instrumental de la escuela necesaria para salir bien parado de
ella. La secundaria de hoy es el resultado de la combinación entre un contenido y unos
métodos que sólo se pueden soportar con la vista puesta en recompensas que vendrán
después y un público con oportunidades reales de obtenerlas muy desiguales.
Se ha dicho muchas veces que el éxito escolar requiere una importante
capacidad de posponer las gratificaciones, de hacer algo no por sí mismo sino por lo que
reportará más tarde: una especie de “moral victoriana”, de ética ascética que no
necesitaría buscar las razones del actuar “aquí y ahora” (Henry, 1971; Bettelheim, 1982;
Kluckhohn, 1970; Rosen, 1956; Kahl, 1953, 1965; Sugarman, 1966; Swift, 1970;
Hyman, 1953; Coser y Coser, 1963), aunque la tesis no deja de ser discutible (Turner,
1964; Katz, 1964; Colquhoun, 1967; Combessie, 1969; Boudon, 1973;Hollingstead,
1949). Para quienes consideran esta actitud como una virtud necesaria a todos y siempre
recompensada, la prolongación de la escolaridad obligatoria –que es precisamente el
paso de la sola obligatoriedad de la primaria a la de la secundaria en todo o en parte-
requeriría simplemente un mayor esfuerzo, un “principio de realidad” más fuerte
(Bettelheim, 1982). Sin embargo, semejante virtud puede no ser tan necesaria y,
especialmente, no ser recompensada a todos por igual. A igualdad de educación, las
oportunidades sociales de las personas difieren notablemente según su origen social
(Jencks, 1972, 1979; Halsey, Health y Ridge, 1980; Goldthorpe, 1980). Desde este
punto de vista, no se trataría ya simplemente de atender o no a los requerimientos de la
escuela, sino de considerarlos por decirlo así, en términos de beneficios y costes.
A cambio de unos conocimientos que, teóricamente, abren paso a un futuro
mejor, la escuela exige el control sobre sus alumnos, particularmente sobre su conducta
(Willis, 1981). La cotidianeidad escolar está surcada por pequeños y grandes conflictos,
abiertos y larvados, sobre la forma de vestir, sobre si los jóvenes pueden fumar o no,
sobre el consumo de drogas y estimulantes, sobre las relaciones entre los sexos, sobre el
lenguaje debido e indebido, etc.; en definitiva, sobre cómo comportarse fuera de la
escuela y, en la escuela misma, fuera de la simple operación de aprendizaje o
transmisión de conocimientos. Esto no significa que los alumnos sean fumadores
empedernidos, alcohólicos potenciales o donjuanes y ninfómanas. Quiere decir,
simplemente, que toda una serie de aspectos de la conducta están constantemente en el
punto de mira de la escuela, en todo caso mucho más de lo que se reconoce. La parte
más obvia es la exigencia de una actitud de respeto o obediencia a los profesores; menos
obvia, pero no por ello menos importante, es la pretensión de la escuela de que sus
alumnos se atengan a una imagen más o menos elaborada de lo que es ser “un buen
chico” –o chica-.
Este tipo de controles sobre la conducta pueden considerarse parte de esa
“educación” que también la pedagogía más reaccionaria sabe distinguir de la
“instrucción”. Pero el mismo contexto instructivo no está exento de control: los alumnos
deben ser puntuales, ocupar los sitios que se les asignan, estar callados y quietos,
realizar las actividades que se les ordenan, estudiar sólo lo que se les dice y preguntar
cuando se les permite. El método de la enseñanza simultánea –heredado de las escuelas
clericales de la primera mitad del siglo XIX tras su imposición frente a la enseñanza
mutua y otros métodos-, en el que un solo profesor se dirige a un mismo tiempo a un
amplio colectivo de alumnos, exige que éstos sean tratados más o menos como un
batallón. Al contrario que en la enseñanza mutua, el trabajo individual, el trabajo por
grupos, etc., en la enseñanza simultánea cualquier conducta individual imprevista rompe
las condiciones que permiten al profesor manejar el colectivo amplio, luego debe ser
condenada o reprimida, sea material o simbólicamente. De ahí que cada período de
clase esté regularmente salpicado de admoniciones para que el uno se siente, la otra se
calle, el de más allá atienda, etc.; y que los profesores empleen frecuentemente la mayor
parte del tiempo de clase en mantener el control, organizar el trabajo, etc. La enseñanza
secundaria, además, se ha mantenido particularmente impermeable a alternativas
parciales a la enseñanza simultánea que se han abierto algún camino en la primaria,
como la “enseñanza individualizada”, el trabajo en equipos pequeños, etc., (alternativas,
insistimos, que sólo lo son en una parte muy pequeña, pues la organización de la
enseñanza por cursos secuenciales cerrados y grupos de edad, tanto más si se introduce
la parafernalia de la “pedagogía por objetivos” o la “programación”, hace que, en lo
esencial, se conserve su carácter simultáneo).
Además, ni siquiera es preciso que exista control directo de la conducta. Éste
existirá, en cualquier caso, de manera indirecta si el alumno pretende satisfacer las
exigencias instructivas de la escuela, pues ello requerirá que por sí mismo ponga en
práctica restricciones y constricciones importantes a su conducta. Al fin y al cabo, el
tiempo es limitado y el saber, además y antes de ocupar lugar, ocupa tiempo.
Esto ocurre, bajo distintas formas, durante toda la biografía escolar del niño y el
joven, pero las opciones en presencia y sus consecuencias pueden resultar
particularmente dramáticas durante la adolescencia y en esa encrucijada, con caminos
alternativos, que es la enseñanza secundaria. Es en este período cuando el joven está
construyendo más intensamente su propia identidad no solamente como escolar –buen o
mal alumno, estudiante de éxito o fracasado- y, por ende, al menos aparentemente,
como futuro ocupante de un empleo y una posición social, sino también su identidad
sexual –o, mejor dicho, la identidad social que acompaña al sexo, o sea su identidad
como miembro de un género-, su estimación de sí, etc. Por ello mismo, hay otras
muchas cosas que tiran de él al mismo tiempo que la escuela: la pandilla de amigos o
amigas, de la mano de la cual se integra suavemente en su rol de género y en la cual
encuentra una fuente de valoración y autovaloración, una relación con iguales, una red
de solidaridad; el consumo, que desempeña una función tanto expresiva como
instrumental en la construcción de esa identidad; los medios de comunicación, que le
ofrecen información ajena a su mundo inmediato, espacios para un desarrollo personal
imaginario, imágenes a las que seguir o en las que proyectarse; la música, sobre todo
como base de espectáculos y bailes que permiten ciertas desinhibiciones y toman la
forma de comunidades imaginarias; los ritos anticipados de transición a la vida adulta,
como el consumo de tabaco y alcohol, las conversaciones sobre automóviles o partos o
el flirteo agresivo. Descompónganse estas demandas tanto como se quiera, agréguense
las que se desee, añádase todavía la serie de exigencias de la propia familia –estar con
los hermanos, ayudar a la madre a poner y quitar la mesa o al padre a reparar las
persianas, según corresponda-, y se tendrá un cúmulo de cosas que, antes o después, se
convierten en opciones. A la altura de la enseñanza primaria, muchas de estas opciones
están en la escuela misma; a la altura de la secundaria, todas o casi todas se encuentran
fuera. Optar por la escuela es, pues, abandonar alguna de ellas. La cuestión, por
consiguiente, consiste en saber qué se abandona a cambio de qué.
La situación se complica algo más si atendemos al origen social de los alumnos.
Para un alumno de eso que se llama vagamente “clase media” –término sin ningún valor
definitorio ni explicativo, pero que utilizaremos aquí porque tiene la ventaja de ser
breve-, la opción por la escuela casi sin duda resultará armónica con los valores de su
familia y las opciones de sus pares. Para un alumno de clase obrera, por el contrario, es
probable que represente una ruptura con unos y otros (si bien no es en modo alguno
imprescindible, como tampoco lo era el caso anterior). No es simplemente que aceptar
el control de la escuela suponga romper con algo y, por consiguiente, una decisión
difícil o laboriosa. No hay por qué considerar el rechazo de la escuela como “la opción”,
negativa, cuyos epifenómenos serían la vuelta al regazo de la familia, la pandilla o la
clase. También pude verse, y quizá con mayor razón, como una opción positiva por
asumir la propia identidad de clase, por la dignidad y sobriedad del trabajo frente a la
artificialidad y los recovecos de la carrera, por una red de solidaridades que ya existen y
que no se quieren romper, por estar y seguir estando con gente con la que se comparten
unos valores, un sentido del humor, unas formas de comportamiento, etc. La divisa de
estos jóvenes que rechazan la escuela, o al menos un excesivo sometimiento a ella, y
tanto si el mecanismo de éste como si es el descrito inmediatamente antes, bien podría
ser la del movimiento Wandervogel de los jóvenes alemanes en la segunda década de
este siglo: “Ya no queríamos sólo llegar a ser algo, sino que queríamos ser alguien”
(Schmid, 1976; Copferman, 1974).
Para los alumnos de clase obrera, la promesa de movilidad social a través de la
escuela sólo tiene sentido en cierta perspectiva. Aunque las oportunidades de escapar de
la propia clase sean pocas, existen como oportunidades individuales, es decir, existen en
la medida suficiente para constituirse en base de estrategias individuales. Desde el punto
de vista de la clase, sin embargo, tales oportunidades son desdeñables, pues constituyen
sólo una estrecha puerta un cuyo umbral habrá de quedarse la gran mayoría. La actitud
más racional ante un juego de lotería, sabiendo que el total de ingresos no se reparte en
premios, es no jugar. La diferencia entre la lotería y la escuela, cuando no existen otros
mecanismos paralelos que contribuyan también a la obtención de ventajas sociales
individuales, es que el esfuerzo exigido por el juego escolar es infinitamente mayor.
Con mayor motivo, por consiguiente, la actitud más racional es no participar. Esto es
especialmente cierto en medios sociales de clase obrera tradicional donde existen
patrones culturales propios que, a diferencia de los de la clase obrera “respetable”, se
resisten a la tentación meritocrática (Willis, 1981).
Pero esta racionalidad anti-escuela no es privativa de la clase obrera tradicional,
sino que se da, en distintos grados, en otras capas sociales. En los Estados Unidos,
donde el abandono, el absentismo, el bajo nivel, etc., eran característicos de las minorías
étnicas y la clase obrera industrial, al aumento más rápido de las tasas correspondientes
se da ahora entre los blancos de clase media (Kaesser, 1980; Camp, 1980; Grant y
Eiden, 1980). Esto debe interpretarse como el resultado de la constatación de que la
enseñanza secundaria no es una experiencia que valga la pena –para los que abandonan,
constatación que sería resultado de una evaluación tanto sincrónica como diacrónica, es
decir, en relación tanto con las otras alternativas que se ofrecen al mismo tiempo como
con la plausibilidad de la promesa de mejores oportunidades sociales que acompaña a
las exigencias de la escuela. En este sentido, tales actitudes pueden considerarse, incluso
desde el punto de vista de los alumnos de clase media, como una respuesta racional a la
devaluación de los títulos escolares (Levin, 1979; Hill y Stafford, 1977; Levy Garboua,
1976), tan racional o más que la consistente en el “consumo sin fin” de educación
(Illich, 1974). Resulta coherente con estas hipótesis la evidencia empírica de que la
rebelión abierta en la escuela es mucho más frecuente entre los alumnos que no creen en
la movilidad social, es decir, en que el conformismo de hoy les vaya a proporcionar
mejores oportunidades mañana (Stinchcombe, 1964; Willis, 1981; Hedbige, 1979;
Corrigan, 1979; Jenkins, 1983).
La resistencia a someterse al control de la escuela no se manifiesta solamente, en
relación a la actividad escolar, en formas negativas como el abandono, el absentismo o
la escasa dedicación. Lo hace también en la forma de una pugna entre alumnos y
profesores en torno a la organización de la actividad en las aulas, tanto de la propia
actividad como de la actividad general. Una muestra de lo primero es la existencia en
todo grupo de clase, especialmente en las escuelas con un público obrero en todo o en
parte, de un subgrupo para el que la escuela es un lugar donde divertirse con los amigos,
con frecuencia a costa de otros alumnos o de los profesores (Willis, 1981; Everhart,
1983a; McRobbie, 1978). De lo segundo, el constante tira y afloja por el que se negocia
algún punto intermedio entre lo que el profesor quiere que los alumnos hagan y lo que
éstos están dispuestos a hacer (Everhart, 1983a, 1983b; Woods, 1980).
La escuela no es enteramente insensible a estas reacciones de los adolescentes.
Bajo la bandera de la enseñanza activa o en un simple y desesperado intento de retener
como sea el interés de los alumnos, se abren paso en las actividades extracurriculares, e
incluso en el currículo oficial –formalmente por medio de las materias optativas e
informalmente cuando los programas son rígidos- elementos característicos de la cultura
adolescente como la música “pop”, el rock, la moda, la discusión sobre el sexo, etc.
(Henry, 1972; Coleman, 1961). Por otra parte, los profesores responden con frecuencia
a la resistencia de los alumnos rebajando y trivializando el contenido de la enseñanza
más académica. Podría decirse que practican una enseñanza a la defensiva o que se
establece una especie de pacto por el que los profesores se comprometen a no subirse
demasiado encima de los alumnos a cambio de la correspondiente actitud recíproca
(McNeil, 1983; Boyer, 1983).
No obstante, esta reacción es sólo limitada. En lo esencial , la escuela, aparte de
otras cosas, sigue siendo una máquina de selección y certificación que regularmente
divide a los alumnos en “buenos” y “malos”, “dotados” y “no dotados”, “académicos” y
“prácticos”. En un mismo y único acto constantemente repetido, la escuela define y crea
al buen y al mal alumno, al genio y al cretino, con toda la gama de posibilidades
intermedias. A pesar de la reciente insistencia en lo contrario, producto de una mala
conciencia galopante pero también de un análisis errado, el “fracaso” escolar, es decir,
el fracaso individual, no es en absoluto el fracaso de la escuela, sino uno de sus más
sonados éxitos. La escuela está para eso, para que las diferencias sociales sean vividas
como méritos o culpas e incapacidades individuales. La consecuencia inevitable de la
medición de todos por un patrón único y social y culturalmente sesgado es el fracaso
masivo. Pero aquí y ahora sólo nos interesan, cualesquiera que sean las causas, los
efectos, y sólo algunos de entre ellos. Concretamente, los efectos del llamado fracaso
sobre la autoestima de los alumnos y, a la vez, sus respuestas activas o pasivas ante
ellos.
Estar recibiendo continuamente mensajes sobre la propia incapacidad es algo
poco agradable y nada gratificante, y ésta es la situación en la que la escuela coloca a
una proporción importante de los alumnos. No se trata solamente de las sanciones
finales, cuando unos reciben diplomas y otros simples certificados, unos títulos de alto
valor relativo en el mercado de trabajo y en el mercado de los símbolos y otros títulos
de valor nulo, sino, lo que es peor, de la interacción cotidiana entre profesores y
alumnos. Hay alumnos a los que se ensalza y otros a los que se ridiculiza explícita o
implícitamente, unos a los que se presentan tareas desafiantes y otros a los que se
condena a la rutina, unos que reciben regularmente la aprobación de sus profesores y
otros que son desaprobados o reprobados, unos para los que la relación pedagógica es
una ocasión de lucimiento y una fuente de autovaloración positiva y popularidad entre
los demás y otros para los que se convierte en un pequeño o gran calvario. En otras
palabras, el fracaso escolar es algo que se vive constantemente. La reacción espontánea
es revelarse de una u otra forma contra una institución descalificante, y entre los
suspendidos, los que sufren retraso escolar, los que son etiquetados como incapaces de
un modo u otro, aumentan considerablemente las probabilidades de abandono,
absentismo y otras formas de rebelión pasiva (Stinchcombe, 1964; Hill, 1979; Rist,
1977; Bellaby, 1974), así como las del simple desinterés (Avanzini, 1982). La
indisciplina, el absentismo, el abandono, la delincuencia y otras prácticas anti-escuela,
de las más suaves a las más rudas, van con frecuencia asociadas a un bajo nivel de
autoestima de los alumnos mismos cuya base principal son las imágenes de sí que
reciben de sus profesores y, a veces, de sus familias (Reckless, Dinitz y Murray, 1956;
Rosenberg, 1965; Schwartz y Tangri, 1965; Coopersmith, 1967; Thomson, 1974). En
contrapartida, el abandono de la escuela parece hacer disminuir la probabilidad del
recurso de la delincuencia (Elliot y Voss, 1974).
El funcionalismo no andaba muy desviado cuando postulaba que, desde el
principio, los alumnos debían elegir entre la identificación con el profesor o con el
grupo de iguales, y que los primeros tendrían éxito en la escuela y los segundos no
(Parsons, 1976). Pero, como de costumbre, no acertó a entender ni el por qué ni la
mediación de esa opción y sus resultados por la clase social de origen. Paul Willis
(1981) ha realizado un estudio ejemplar sobre el rechazo de la escuela por un grupo de
alumnos de clase obrera. El estudio en cuestión ha sido muy criticado por el simple
mecanismo de atribuir a su autor una pretensión que nunca tuvo, a saber, la de que ese
pequeño grupo de estudiantes de secundaria, a los que siguió durante varios años, fuera
representativo del conjunto de la clase obrera. Se trataba simplemente del seguimiento
de un grupo caracterizado por su actitud anti-escuela y por su origen de clase obrera o,
más exactamente, de lo que en Gran Bretaña se llama elegante y desdeñosamente “clase
obrera tradicional”, en concreto hijos varones de trabajadores manuales industriales no
cualificados o semi-cualificados en una población urbana de tamaño no muy grande y
representativa de la industria con chimeneas, en crisis y poco tocada por la
tercialización y otros procesos “modernizantes”. Este grupo de jóvenes reaccionaba a
las exigencias de la escuela y a su descalificación por la misma mediante una inversión
de valores creativa y limitada a la vez. Identificando la escuela con el trabajo intelectual,
consideraban a éste como algo aburrido, poco creativo –lo que realmente es en las
escuelas- y escasamente viril. Por el contrario, afirmaban el valor del trabajo manual,
duro, pesado, como algo integrante de la vida real y propio de su sexo. El trabajo
manual proporciona un salario, y ellos consideraban el salario como la llave hacia la
independencia y la afirmación de su virilidad, lo que el hombre lleva a la casa y la mujer
recibe, muestra de la dura lucha mantenida por el primero con el difícil mundo exterior,
concretamente el mundo del trabajo. La negación del trabajo intelectual es necesaria
porque han sido rechazados en él, y es posible porque la escuela ofrece una imagen
degradada del mismo. La afirmación del trabajo manual se basa en la mayor
consistencia, solidez y “realidad” de lo hecho con las manos y en la identificación con el
propio sexo, identificación no meramente refleja sino también constitutiva: no sólo son
los hombres los que trabajan, sino que demuestran ser hombres al trabajar, y sobre todo
al desempeñar trabajos manuales que requieren esfuerzo físico. Por el contrario, el
hecho de que las oficinas estén llenas de mujeres es utilizado para identificar feminidad
y trabajo intelectual (el hombre gana con su fuerza el salario, pero la mujer es quien lo
administra).
No hace falta tomar este caso por el caso general de los alumnos de clase obrera
ante la escuela, ni es posible hacerlo. Basta por considerarlo como una posibilidad
extrema. Lo que nos interesa resaltar es que esta inversión de valores no tiene lugar ni
en la escuela, ni en la fábrica, ni en la familia, sino en la articulación entre todas ellas,
entre la división trabajo manual/trabajo intelectual y la división entre los sexos o los
géneros. Para hacer frente a una situación de la que no salen bien parados (la escuela y
el trabajo descualificado hacia el que ésta los conduce), recurren a otra en la que su
posición es mejor (la familia y la división entre los géneros); lo que es más, su posición
en la división sexual les permite una inversión de valores en la que utilizan el trabajo
manual, incluso en su peor variante –el trabajo descualificado, el menos gratificante y
más subordinado de todos-, que no tardarán mucho en destetar, como un arma contra la
escuela. Es el mismo mecanismo por el que, en general, el trabajador varón subordinado
se ve compensado por su autoridad en la familia, la mujer dominada por su relación con
los niños o el paria por las victorias de su equipo de fútbol: la inferioridad en un marco
institucional es compensada por la superioridad, real o imaginaria, en otros.
Ahora bien, esta inversión y estas compensaciones eran posibles en el caso de
los jóvenes estudiados por Willis porque los recursos culturales necesarios estaban
disponibles y a mano en el machismo, el alarde de rudeza y la afirmación de lo físico
como un valor por la cultura del taller, es decir, por los valores de los padres y los
futuros compañeros de trabajo. Esto es lo que permite que la transición abrupta de la
escuela a los peores empleos manuales sea querida y vivida como una opción
liberadora, aunque con el tiempo haya de llegar a ser sufrida como una condena. En
torno a estos valores, que más que una alternativa representan una combinación distinta
de los mismos valores dominantes, se constituían el grupo de iguales –la pandilla- y su
actitud en los últimos años de escuela obligatoria: las críticas a la escuela, los motivos
de humor con los que pasar el rato en ella, los temas de diversión fuera de sus muros,
los criterios con los que medirse uno mismo.
En el otro extremo, en cambio, podemos preguntarnos qué ocurre con los que
son igualmente rechazados por la escuela, o simplemente optan por sí mismos por no
plegarse a sus exigencias, y no tienen esa cultura alternativa a la que agarrarse. Es decir,
qué ocurre, por ejemplo, con el alumno de clase media cuya familia y cuyos amigos
comparten las mismas pautas de comportamiento y los mismos valores alentados por la
escuela y rechazados por él o ella. Es posible que de éste grupo surjan esas figuras
patéticas de alumnos que no parecen encontrarse a gusto ni en el aula, ni con sus
iguales, ni en la familia. O piénsese en los que, habiendo abrazado incondicionalmente
los valores intelectualoides, competitivos y meritocráticos de la escuela, “fracasan” de
todas maneras por una razón u otra. Aquí está, seguramente, la cantera de los suicidas
precoces que periódicamente saltan a las páginas de la prensa.
Con demasiada frecuencia se atribuyen los “problemas de la juventud” –desde el
desinterés en la escuela hasta la delincuencia o las crisis depresivas, pasando por todos
los demás- a simples causas biológicas o estrechamente relacionadas con esa etapa del
desarrollo biológico que la adolescencia es. Sin embargo, la adolescencia no es sólo eso,
una etapa biológica que va desde el final de la niñez o la llegada de la pubertad hasta el
completo desarrollo físico. Es también una etapa social que la generalización y
prolongación de la escolaridad y las leyes matrimoniales –entre otros factores como las
leyes sobre la mayoría de edad y los derechos y obligaciones asociados a ella, sobre el
servicio militar, etc., etc.-, y las identificaciones en la conciencia social entre vida
adulta, trabajo, familia, vivienda independiente, etc., ha llevado más allá de la etapa
biológica. Se trata del período que media entre el final de la niñez y la incorporación
plena a la vida adulta, y tanto da que lo llamemos adolescencia, juventud, teen-age, o
como se quiera, que lo consideremos en bloque o lo partamos en tramos distintos, que
cifremos los límites con una combinación de criterios o con otra.
El caso es que, salvo para una restringida minoría que tiene asegurada desde la
cuna las mejores y más felices oportunidades en la vida, para la mayoría se trata de un
período de incertidumbre. Para los primeros, el único problema de esta adolescencia
socialmente construida es su duración cada vez mayor, el tiempo que media entre el
desarrollo pleno de las facultades físicas e intelectuales –en un sentido estrictamente
biológico- y la asunción definitiva de un papel social. Para los segundos, la inmensa
mayor parte, es el período de las grandes opciones, voluntarias o no, que determinarán
la dirección y la calidad de la vida adulta. Para la mayoría, esto significa estar expuesto
a la presencia al menos ideal de todas las opciones, o sea ser sujeto de todas las
necesidades, cuando al mismo tiempo sólo se tiene una gama de oportunidades limitada.
Es en este momento cuando se comienza a tomar conciencia de que las oportunidades
reales van muy por detrás de las aspiraciones, y, si este desfase es grande y la escuela no
ha sido capaz de conseguir que el joven interiorice como culpa su falta de
oportunidades, no hay que sorprenderse de que la respuesta sea con frecuencia el
quebrantamiento de las normas de una sociedad que distribuye las oportunidades de
manera desigual y manifiestamente injusta. El éxito y fracaso escolares son los primeros
anuncios de la suerte que les espera a cada cual, aunque no los últimos. La llamada
conducta “desviada” o “anónima” puede interpretarse así como una respuesta a este
desfase (Cloward y Ohlin, 1960). De hecho, los índices de delincuencia juvenil alcanzan
su máximo en los últimos años de escolaridad –que son los de la enseñanza secundaria,
cuando la división ya ha llegado formalmente o se avecina- y se desplazan con ellos; es
decir, dependen, estos índices, del límite legal de la escolaridad, de la edad escolar y no
de la edad biológica (Parkin, 1978).
Se comprenderá sin esfuerzo que los motivos de la revuelta aumentan cuando lo
que se espera a la salida de la escuela no es siquiera un mal empleo, sino el puro y
simple desempleo. Las cifras de paro juvenil registrado rondan ya en todas partes, y
sobrepasan en algunas, el 50 por ciento para ciertos tramos de edad, y a ello hay que
añadir lo que los criminólogos alemanes llaman las Dunkelziffer: ya en 1975, uno de
cada cuatro jóvenes franceses entre 15 y 19 años, por ejemplo, no estaba ni en la escuela
ni en el mercado de trabajo –incluidos aquí los desempleados registrados-. En la
República Federal Alemana la cifra era del 12 por ciento; en Italia, del 38 por ciento
para los varones y el 48 por ciento para las mujeres; en Portugal, dos de cada tres
mujeres en 1960 y una de cada cuatro en 1975 (Watson, 1983; Kallen, 1983). El
fantasma del desempleo flota sobre las cabezas de jóvenes escolares, que lo perciben
perfectamente por los medios de comunicación y, particularmente, por la experiencia de
sus hermanos y otros familiares, amigos, vecinos, etcétera.
Y la amenaza es menos simple de lo que parece. No se trata sólo de acceder
antes o después a un empleo, ni debe pensarse, viendo el problema con los ojos del
estudiante que tiene su futuro asegurado, que el principal efecto será una prolongación
de la feliz adolescencia. Además del antes apuntado, la adolescencia es social en un
segundo sentido: no designa lo mismo para las distintas clases y categorías sociales. El
trabajo, por otra parte, no es sólo una carga sino también, y a pesar de ello, la fuente del
salario. Y el salario es la llave de la independencia y de las transiciones a la vida adulta
(Willis, 1984; Fernández Enguita, 1984e, 1984f). Con él vienen la elevación de rango
en la familia de origen, la posibilidad de abandonarla, la vivienda propia, el noviazgo –
que tiene sus requisitos económicos- y el matrimonio. Esto significa el acceso a la
independencia a una cierta forma de dignidad, a la asunción de roles sexuales adultos.
Incluso para las mujeres que no trabajan o abandonan el trabajo al contraer matrimonio,
el salario del varón es la condición del acceso a lo que la sociedad les asigna como
símbolo por excelencia de dignidad y madurez: el matrimonio y la maternidad. Lo que
importa ahora no es si estos mecanismos y símbolos de independencia, dignidad y
madurez son buenos o criticables, sino que son lo que hay, que fuera de ellos sólo se
puede estar en oposición activa o en la marginación.
Es obvio que las respuestas al paro juvenil masivo y a su sombra sobre la escuela
pueden ser distintas. Cuanto más elevada es la posición social de origen, menos
relevante es la amenaza. Pero, para los jóvenes que vienen de y/o van a la clase obrera,
es problema es ciertamente grave. Algunos puede que encuentren en la precariedad a
que se ven sometidos un medio de escapar temporalmente a un destino de clase, no
deseado (Galland, 1984). Otros se verán abocados a situaciones de provisionalidad en
las fronteras entre la dependencia adolescente y la vida adulta: trabajos ocasionales y/o
a tiempo parcial, prolongación de los estudios más allá de lo deseado, viviendas
compartidas, relaciones afectivas inestables, etc. Otros, en fin, ni siquiera podrán
despegar del nido.
Una alternativa posible reside, una vez más, en las pandillas y la delincuencia:
ahí pueden encontrarse la autoafirmación no conseguida, la independencia ansiada, los
recursos económicos que la sociedad establecida niega, la dignidad que no se puede
obtener por la vía de los valores asentados. Si no se pueden comprar las cosas que la
publicidad anuncia como imprescindibles y el desempleo niega, ¿por qué no cogerlas?
Si no se puede financiar los rituales del flirteo o el amor venal, ¿por qué no satisfacer la
libido y afirmar la propia identidad viril violando a la chica que se ha bajado del
autobús? Si tu compañera es la única que trae un salario a casa, ¿no será bueno
abofetearla de vez en cuando para que quede establecido quién es el hombre? Por
supuesto que también cabe la resignación cristiana, la elaboración de formas de vida
alternativas o el acceso a un mundo etílico mejor. Pero la primera opción no está al
alcance de todos, la segunda es difícil y costosa y la tercera resulta poco recomendable.
Aquí reside un motivo adicional para la prolongación de la escolaridad
obligatoria, la extensión de planes de formación ocupacional que no conducen a
ocupación alguna y las facilidades legales y fiscales para la contratación de jóvenes a
tiempo parcial o en empleos eventuales. Su finalidad básica, la mayoría de las veces y
más allá de la retórica oficial, es el control social de la juventud cuando no puede ser
asegurado por su incorporación plena a las instituciones de la vida adulta.
Capítulo 8

Una propuesta
Aunque ninguno de estos dos temas ha sido el centro de este trabajo, quienquiera
que lo haya leído hasta aquí habrá ya inducido, con toda la razón, que su autor, por un
lado, no comparte en modo alguno la idea tan extendida de que la escuela es una
institución esencial en la distribución de las oportunidades sociales para la vida adulta,
mientras, por otro, considera que desempeña nefastas funciones de división, control,
represión, etc. De ello pudiera desprenderse, a primera vista, que no tiene demasiada
importancia el hecho de que la oferta escolar sea o no igualitaria y que, por otra parte,
tal vez no fueran descabelladas las ideas de quienes proponen disminuir el período de
escolaridad obligatoria o incluso suprimir las escuelas. El autor de estas líneas no
suscribe en modo alguno ninguna de estas dos posiciones.
Es cierto que la escuela no es el origen de las desigualdades sociales ni, por
consiguiente, su solución. Acabar con las desigualdades sociales exige, si
verdaderamente se tiene la voluntad de hacerlo, atacar sus causas, y éstas, en los países
capitalistas, residen en el mercado y, más concretamente, en el mercado del capital y la
fuerza de trabajo, es decir, en la existencia de una pequeña minoría de la población que
monopoliza los grandes medios de producción frente a una gran mayoría que no posee
otra cosa que su fuerza de trabajo. Como voluntades de tan largo alcance abundan hoy
por hoy relativamente poco, cabe todavía una posibilidad intermedia: paliar los efectos,
en vez de eliminar las causas, mediante una política redistributiva decidida. En este
campo caben el establecimiento de topes legales mínimos y máximos para los salarios,
una reforma fiscal centrada en los impuestos directos y altamente progresiva, la
expansión de los subsidios sociales y los servicios públicos mucho más allá de sus
límites actuales, fuertes gravámenes sobre los beneficios no reinvertidos hasta niveles
casi expropiatorios, etcétera.
La escuela, como tal, poco o nada puede hacer, en lo fundamental, contra las
desigualdades sociales. Éstas dependen de la desigualdad de la propiedad y de la
estructura del empleo, no de la distribución de las credenciales educativas formales –ni
de nada de lo que habitual y erróneamente se supone que hay tras ellas: conocimientos,
inteligencia, etc.- Esto es fácil de comprender. Cualquiera que sea el producto de la
escuela, las posiciones sociales que esperan a los jóvenes no variarán por ello. Si todo el
mundo saliera de la escuela con el mismo título, a la puerta esperarían de todas maneras
empleos con niveles de renta, autoridad, prestigio e interés muy distintos. No hay nada
de qué sorprenderse en que los países que tienen sistemas escolares más igualitarios no
por ello tengan sistemas sociales que lo sean también. Por otra parte, la escuela ni
siquiera es eficaz en la redistribución de las oportunidades sociales aun tomando su
desigualdad por necesaria. Las tasas en que las posiciones sociales se heredan tampoco
parecen depender del grado de igualitarismo de los sistemas escolares. Además hay que
añadir, primero, que las clases y sectores sociales privilegiados están en condiciones de,
cada vez que se logra un avance en la igualdad educativa, generar algún otro foco de
desigualdad –las desigualdades pasan a depender más del tipo de escolarización que de
su nivel, o se trasladan hacia niveles superiores, etc.-; segundo, que si el consumo de
educación se igualara en términos estrictos dejaría simplemente de presentarse asociado
a la posición social, y ésta pasaría a asociar con otros factores muy imprevisibles. La
relación más consistente entre educación y posición social es, sin lugar a dudas, que la
primera legitima a la segunda. Lo que es en realidad producto de la estructura
económica de la sociedad parece depender meramente de diferencias personales
detectadas y certificadas por la escuela.
Sin embargo, aunque no admitamos la igualdad de oportunidades dentro de una
estructura social desigual como meta, ni la relevancia de la escuela como supuesto
instrumento clave sea de la igualdad social o de la mera igualdad de oportunidades,
debemos admitir, al menos, dos cosas. En primer lugar, que la escuela, poco eficaz para
abrir puertas, lo es en cambio, y mucho, para cerrarlas. En segundo lugar, que el acceso
a la escuela es o puede ser un bien en sí mismo.
Un título superior no garantiza el ejercicio de una profesión liberal a su
poseedor, lo mismo que un título de bachiller no garantiza el convertirse en un
oficinista. Cuando se trata de profesiones para cuyo ejercicio se requiere legalmente la
posesión de un título determinado, esta posesión simplemente levanta para su titular la
incapacidad legal de su ejercicio, pero nada más. Lo mismo ocurre, en general, cuando
es la costumbre o la situación del mercado la que establece usos que no determina la
ley. Numerosos empleadores exigen para quienes realizan ciertos trabajos en contacto
con el público tales o cuales credenciales educativas, sea por razones de prestigio, por la
convicción de que su posesión garantiza ciertas maneras en el trato social o por
cualquier otra razón. Las facultades universitarias no pueden garantizar a quienes pasan
con éxito por ellas el ejercicio de la profesión, porque no depende de ellas, pero sí
pueden impedirlo cuando la posesión del titulo es requisito legal del ejercicio. Los
institutos tampoco pueden garantizar a los bachilleres empleos de cuello blanco, pero si
los empleadores exigen de hecho ese título, el fracaso en la enseñanza media literaria se
traduce inexorablemente en una imposibilidad práctica de acceder a tales empleos. La
selección negativa ejercida por la escuela, además, no termina ahí, o, mejor dicho, no
empieza con la incorporación al mercado de trabajo. Cuando la mayoría de la población
se mantiene escolarizada más allá del tronco común, como ocurre en la actualidad en la
mayor parte de los países, los resultados escolares en los primeros momentos de
selección determinan también las posibilidades distintas de acceso a la cultura, o al
menos a la cultura escolar. El efecto respecto de las oportunidades escolares es similar
al producido en relación a las oportunidades sociales, con la diferencia de que lo que en
el primer caso no siempre es definitivo –pues el mercado actúa de manera informal y los
requisitos legales en cuanto a titulación sólo tienen vigencia para una pequeña
proporción de las ocupaciones- en el segundo casi siempre lo es –ya que cualquier tipo
de educación formal posterior al tronco común tiene requisitos legales-. La obtención de
un certificado de escolaridad al final de la E.G.B. en España, por ejemplo, no sólo es
una promesa bastante firme de empleo descualificado, sino que significa una
incapacitación legal prácticamente absoluta para cursar el bachillerato, estudios
universitarios, etc., y, por consiguiente, para acceder al tipo de cultura escolar
dispensada en estas ramas –las vías colaterales como el acceso al bachillerato desde la
formación profesional reglada o a la universidad desde ésta o por el capítulo de los
mayores de veinticinco años no resuelven ni mucho ni poco el problema-. En este
sentido, podemos preguntarnos si no sería posible una organización legal de la
enseñanza reglada tal que en ella no se produjeran para nadie cierres definitivos.
Parte de lo dicho resulta pertinente respecto de la segunda proposición
planteada, a saber: que la escolarización puede ser considerada un bien en sí, un
consumo deseable. Sobre la deseabilidad de la educación se puede discutir hasta la
saciedad en términos normativos, pero en todo caso es un hecho que la mayor parte de
la población, empezando por quienes más privados están de ella, así lo considera. Lo
que queremos decir es que la escolarización no debe ser tratada simplemente como un
instrumento que propone más o menos fidelignamente al acceso a una serie de
oportunidades sociales: renta, prestigio, vivienda, salud, etc., sino como parte de esas
oportunidades mismas. No se comprende cómo podría compaginarse la defensa de un
reparto más igualitario de la renta, por ejemplo, con la indiferencia hacia el reparto de
las oportunidades escolares y el consumo de educación.
Finalmente, hay otra razón más, y de gran peso, para oponerse tanto al
desmantelamiento de la escuela como a la reducción del período obligatorio, e incluso
para abogar por su expansión –en ciertas condiciones que se discutirán en breve-. Con
las actuales tasas de desempleo y sin otras medidas de por medio, la alternativa a la
escuela es el desempleo, es decir, quedarse en casa o deambular por las esquinas. La
escuela, al fin y al cabo, es un espacio social colectivo que hace posible la organización
y la iniciativa solidarias, al igual que el trabajo asalariado y al contrario que el
invertebrado y privatizado espacio urbano o el mercado. Los jóvenes escolarizados
tienen cierta capacidad de respuesta, los jóvenes parados virtualmente ninguna. Esto
implica suscribir la propuesta de una escolarización más prolongada de los jóvenes,
pero ¿qué tipo de escolarización? Digamos de antemano que aquí no vamos a ocuparnos
directamente de los métodos pedagógicos y otros aspectos de la escolaridad sin duda
importantes, sino simplemente de la organización del aparato escolar, en consonancia
con lo que ha sido hasta ahora el objeto de este trabajo.
La respuesta espontánea al papel evidente de la escuela en la reproducción
material e ideológica de las desigualdades sociales consiste normalmente en reclamar
una oferta uniforme y más prolongada. Esta respuesta no deja de tener ciertas virtudes,
pero tampoco le faltan efectos perversos. Las “virtudes” son obvias: se supone que una
escolarización prolongada de toda la población en condiciones homogéneas tiene ciertos
efectos compensatorios respecto de las desigualdades de origen social, que constituye
una experiencia de igualdad y que, en todo caso, garantiza a todos unas posibilidades
mayores de acceso a la cultura. En realidad, todas estas virtudes tienen su reverso, pero,
en aras a no eternizar a estas alturas la discusión, vamos a darlas por buenas. Frente a
estas virtudes, sin embargo, también existen desventajas: en primer lugar, un currículo
homogéneo no atiende a la diversidad de capacidades –creadas o innatas, tanto da- e
inclinaciones –lo mismo decimos- de los jóvenes, con lo que se plantea desde el
principio problemas de motivación, y sin motivación no puede haber aprendizaje; en
segundo lugar, no es sólo que se ofrezca un currículo único a un público muy diverso,
sino que, dadas las tradición y la inercia de la escuela, lo que se ofrece invariablemente
es un currículo academicista a un alumnado cuya mayor parte comienza seriamente en
la adolescencia a percibir que no va por ahí su futuro; en tercer lugar, la sola
prolongación de la escolaridad a tiempo completo constituye en sí un problema para la
mayoría de los jóvenes. Estos temas han sido discutidos desde distintos puntos de vista
en los capítulos anteriores, de manera que no procede extenderse de nuevo sobre ellos.
Otra respuesta posible es la consistente en una oferta diversificada.
Descartaremos de antemano la distribución de los alumnos en programas distintos y
cerrados o en grupos de capacidad, que, como vimos en su momento, conduce a la
reproducción de la antigua segregación entre escuelas como segregación dentro de una
misma escuela, bajo un único techo. Nos queda el sistema de opciones, que tiene
también sus ventajas y defectos. Las ventajas estriban en que permiten a los alumnos
elegir unas enseñanzas u otras en virtud de sus inclinaciones particulares, con lo cual
favorece la existencia de una motivación adecuada. Más allá o más acá de las
preferencias individuales, permite adaptar la oferta de enseñanzas a las características
peculiares del medio social y cultural de los alumnos. Sin embargo, las opciones
pueden, en el peor de los casos, dar lugar a una segregación de hecho de los alumnos
entre programas diferentes y, en el mejor, permitir a éstos realizar elecciones de efectos
irreversibles. Como este tema también ha sido tratado con cierto detalle anteriormente,
no nos detendremos más en él.
Lo que nos interesa es fijar la idea de que, al dar prioridad a la igualdad formal,
se producen de hecho desigualdades reales y se somete a los jóvenes a un tipo de
enseñanza para la mayoría nada atrayente ni relevante. Si, por el contrario, se atiende a
las desigualdades entre los alumnos y se plantea una oferta diversificada, tiende a
producirse una cristalización de las desigualdades de origen y una formalización de la
diversidad que la convierte en desigualdad. El problema, en consecuencia, consiste en
buscar fórmulas que permitan combinar las ventajas de una y otra respuesta o, si se
prefiere una formulación menos optimista, evitar o paliar los defectos de ambas.
Antes de proponer una solución, no obstante, queremos recordar algunos otros
problemas. La enseñanza escolar es, por su esencia misma, un proceso de formación
unilateral. En la división social entre trabajo manual y trabajo intelectual, la escuela se
sitúa claramente del lado del segundo. Esto no significa que el trabajo escolar sea un
trabajo creativo, de concepción, etc., sino simplemente que está enteramente divorciado
de la práctica real. Ello no solamente tiene como consecuencia una formación
incompleta y parcial, sino también la falta de pertinencia de los conocimientos
impartidos, salvo para quienes consideran tales conocimientos enteramente como algo
con un valor intrínseco, sea con fines culturales o instrumentales. En todo caso la
escuela configura para los alumnos un pequeño mundo cerrado y apartado del trabajo y
de otras facetas de la vida social. El segundo problema a recordar es que hoy, y
probablemente por mucho tiempo, los jóvenes no van de la escuela al empleo sino, en la
mayoría de los casos, a un desempleo prolongado o, como mucho, al trabajo precario.
Este problema y sus efectos han sido tratados en el capítulo séptimo, que damos por
leído.
No debemos olvidar, en fin, que la descualificación del trabajo es un fenómeno
sistemático e irreversible para la mayoría de la población. Ello hace que, con
independencia de una dinámica credencialista que es relativamente autónoma, la presión
en favor de la profesionalización –es decir, de la especialización- y su justificación sean
menores. Por una vez, los dictados de una formación integral y las exigencias de los
empleadores pueden encontrar cierto terreno de coincidencia, o de no colisión, al menos
en los términos de la conexión técnica entre educación y empleo –otra cosa es lo que se
refiere a las actitudes sociales y disposiciones psicológicas de los futuros trabajadores-.
Desde el punto de vista del empleo, particularmente del empleo asalariado, lo que hoy
debe ofrecer la escuela, salvo en lo que concierne a una minoría de trabajadores, es una
capacitación general que permita la adaptación en un plazo breve a empleos diversos, es
decir, eso que se llama destrezas genéricas frente a las destrezas específicas. Y, hasta
cierto punto, lo que interesa a los empleadores que van a ofrecer empleos es también lo
que interesa a los trabajadores que van a ocuparlos –con independencia de que, más allá
de esto, los trabajadores tengan otros intereses en contraposición abierta con los
empleadores-. En definitiva, esto es lo que tantas veces se resume en la idea de una
formación politécnica inicial.
Sobre esta base múltiple podemos formular ya las líneas generales de una
propuesta para la enseñanza secundaria en cuatro puntos: 1) una reforma comprehensiva
o, lo que es lo mismo, una prolongación del tronco común; 2) una reforma del currículo
que incorpore al mismo el trabajo productivo y reequilibre los aspectos académicos,
prácticos, personales y sociales del mismo; 3) una oferta diversificada que combine un
programa común con un régimen paralelo de opciones que no supongan en ningún
momento decisiones irreversibles; y 4) una triple vía al cabo del tronco común en la
que, a la enseñanza académica o profesional y el trabajo a tiempo completo, se añada la
posibilidad de combinar escuela y trabajo a tiempo parcial. Veamos sucesivamente cada
uno de estos puntos.
1) Si bien hemos sometido a crítica los sistemas escolares integrados,
reiteraríamos de buena o de mala gana todo lo dicho si de ello pudiera inferirse que
somos indiferentes ante la propuesta de reformas comprehensivas. Aunque estén muy
lejos de resolver el problema de la desigualdad social, y aunque no resuelvan siquiera el
de la desigualdad escolar, los sistemas escolares integrados son desde cualquier punto
de vista más justos e igualitarios que los segregados. Por sí mismos no son una solución,
pero formarían necesariamente parte de cualquier solución global imaginable, incluidas
algunas que aquí se han sugerido implícitamente. En general, suscribimos la idea de que
el primer ciclo de la enseñanza secundaria debe ser de carácter comprehensivo.
2) En la actualidad, la enseñanza es un proceso unilateralmente intelectual,
divorciado de la práctica y aplastantemente academicista. Los programas escolares están
dominados por las mismas materias que hace siglos (con la excepción, no siempre, de
las lenguas muertas). Es preciso, por un lado, introducir el trabajo productivo o
comunitario. Por otro, buscar un nuevo equilibrio entre el desarrollo intelectual –en el
sentido más tradicional del término-, práctico-profesional, social y personal de los
jóvenes. Estas cuatro áreas deberían estar presentes, y con un peso relativo equivalente,
en todos los niveles de la enseñanza. En cuanto a la experiencia de trabajo, debería
introducirse paulatinamente a partir de pequeñas dosis en la enseñanza primaria (lo que
en España son los cinco primeros cursos de la E.G.B., para entendernos) para ganar
progresivamente terreno a lo largo del primer ciclo secundario y establecerse
sólidamente en el segundo. Igual que no vamos a discutir aquí el contenido preciso de
las áreas curriculares apuntadas, tampoco lo haremos con las modalidades del trabajo o
la proporción exacta de tiempo que se le pueda dedicar, pero la idea quedaría
excesivamente en el aire y se prestaría a demasiadas lecturas si la dejáramos así, de
manera que adelantaremos que, cuando hablamos de “establecerlo sólidamente”,
pensamos en que los jóvenes escolarizados a tiempo completo deberían dedicar al
trabajo productivo o a actividades comunitarias una proporción de su tiempo en torno al
veinte o el veinticinco por ciento del calendario o el horario escolares.
3) Entre un programa único capaz de satisfacer las inclinaciones de muy pocos y
un régimen de opciones en el que el alumno elija por completo su currículo –es decir,
los epígrafes de su currículo- caben múltiples posibilidades intermedias capaces de
combinar las inclinaciones individuales con la asignación de un cierto papel a la
sociedad, que al fin y al cabo es quien financia la educación y que, en cualquier caso,
tiene algo que decir sobre el contenido de la enseñanza. Una de estas posibilidades
consistiría en combinar aproximadamente por mitades materias obligatorias con
materias electivas. Además, una vez elegidas éstas, las primeras por la administración o
los colegios y las segundas por los alumnos (téngase en cuenta, incluso, que ésta es sólo
una elección de segundo orden, pues la oferta sería fijada también por la administración
o los centros), los alumnos deberían tener algo que decir sobre el contenido de cada
materia, fuera obligatoria u optativa. Las fórmulas para arbitrar esto son muchas, si bien
nos inclinaríamos por unas materias obligatorias que comprendiesen las cuatro áreas
antes señaladas y por un régimen de opciones en el que los alumnos debiesen elegir
entre grupos de materias dentro de cada una de esas áreas, por ejemplo una de cada área,
y completar un número mínimo de ellas. La sociedad, por tanto, influiría sobre el
aprendizaje de los jóvenes por medio de las materias obligatorias, de la fijación de
oferta de optativas, de las limitaciones impuestas a la elección (una materia por área o
cualquier otra fórmula y un número mínimo de optativas) y de la fijación de programas
mínimos para todas las materias. Los alumnos, por su parte, ganarían libertad y podrían
componer programas más próximos a sus intereses por medio de las opciones mismas,
influyendo parcialmente en el contenido o los métodos dentro de cada materia
(obligatoria u optativa) y, lo que no se ha tratado aquí, mediante la organización de otras
actividades libres al margen del programa oficial. Los requisitos para el avance de un
curso a otro, o de un nivel a otro, consistirían simplemente en las materias obligatorias y
un número determinado de optativas. Si el abanico de optativas se abre hasta el punto de
comprender materias que otros centros de nivel superior puedan poner como requisitos,
o que puedan ser exigidas para matricularse en optativas de cursos ulteriores dentro del
mismo nivel (por ejemplo, una escuela técnica superior exige haber cursado matemática
avanzada, o para elegir el aprendizaje de una lengua extranjera a nivel medio en un
curso determinado es necesario haberla estudiado a nivel básico en el curso anterior),
podría evitarse la irreversibilidad de las elecciones prácticas ofreciendo la posibilidad
permanente de cursar en cualquier momento, en el centro de origen, las materias que no
se eligieron en su momento u organizando cursos especiales de acogida en los centros
de destino.
4) Finalmente, junto a la posibilidad, tras el primer ciclo secundario, de
incorporarse a tiempo completo al trabajo o a la enseñanza de segundo ciclo (académica
o profesional), debería ofrecer la posibilidad de acogerse a un régimen combinado de
trabajo y estudio. En lo que se refiere al estudio, habría que ofrecer una gama muy
amplia de posibilidades, como corresponde a la probable gama de intereses muy
diversos que pueden presentar ya los jóvenes del grupo de edad correspondiente. En
cuanto al trabajo, podría tener lugar en las empresas privadas y, sobre todo, públicas,
siempre en condiciones estrictamente reglamentadas y estrechamente supervisadas que
impidiesen su conversión en lo que hoy suelen ser los contratos de formación, en
prácticas, etc., una forma de sobreexplotación de un trabajo juvenil precario; o mejor en
servicios comunitarios organizados por las diversas administraciones o por
organizaciones privadas asistenciales sin fines lucrativos. En todo caso, se trataría de
trabajo remunerado. Ello permitiría a los jóvenes, además de pasar por una experiencia
en conjunto formativa, alcanzar cierta independencia económica y considerarse sujetos
de una actividad socialmente útil, lo que no es poco en comparación con el desempleo o
la permanencia vegetativa en la escuela. Ya hemos dicho antes que quienes
permanecieran escolarizados a tiempo completo deberían pasar en el segundo ciclo
secundario por experiencias de trabajo relevantes. Respecto de los que se incorporasen
al trabajo a tiempo completo, por otra parte, cabría pensar en fórmulas del género de las
“150 horas” de la metalurgia italiana, es decir, fórmulas de licencia para que pudieran
proseguir su formación unas horas a la semana, o unos días al mes, descontables del
horario o el calendario laborales.
Huelga decir que esto no es ni quiere ser una propuesta acabada. Lo que aquí
defendemos no son sus detalles, en algunas de cuyas posibles variantes hemos entrado
para evitar dejarla reducida a una vaciedad similar a las que generalmente se prodigan
en los foros internacionales entre funcionarios de la educación que luego vuelven a sus
respectivas oficinas para seguir haciendo lo de siempre. Lo que importa son sus líneas
generales, que han sido condensadas en los enunciados de los cuatro puntos reunidos
unas páginas antes. Los detalles de cualquier reforma de este género exigirían muchas
discusiones y la colaboración de especialistas de diverso tipo y, en particular, de los
actores sociales de la educación, empezando por estudiantes y profesores. Pero, antes de
entrar en los detalles, hay que elegir una u otra ruta.
Apéndice

A continuación se incluyen breves referencias de los sistemas escolares de


diecinueve países que no fueron tratados con detalle en el primer capítulo. Los criterios
posibles para delimitar qué países incluir y cuáles no son muchos, pero por algún sitio
había que cortar. Hemos incluido todos los países de la O.C.D.E. y los del bloque
socialista europeo, excepto los que no están ni en el cuartil superior –entre todos los
países del mundo- del Producto Nacional Bruto ni el del P.N.B. per capita y los de
tamaño o población extremadamente reducidos (Islandia, Luxemburgo). Entre los no tan
pequeños han quedado fuera vecinos como Portugal, e Irlanda. Esto puede parecer
“injusto”, pero no lo es más que la exclusión de otros como Cuba, China, India, México,
Venezuela, Brasil, Argentina, Turquía, etcétera.
Las fuentes utilizadas han sido: Adamski y Bialecki, 1981; Berend, 1980;
Bottani et al., 1976; Bozdanoz, 1976; Burton, 1972; Consejo de Europa, 1970; Conseil
des Ministres de l’Education, 1973; Cummings, 1982; Cowen y McLean, 1984; Halls,
1983; Instituto Belga de Ciencias Políticas, 1969; Juhas, 1978; Karstanje, 1981; Kerr,
1960; Kliskowska y Martinotti, 1977; Kogan, 1979; Mahler, 1981; Ministerio Búlgaro
de Educación, 1984; Ministerio Rumano de Educación, 1984; Mowatt, 1971; Nyberg,
1970; O.C.D.E., 1981a, 1981b, 1982a, 1982b, 1983, 1984, 1977; Oficina Internacional
de Educación, 1979; Pirson-De Clerq, 1980; Schmitt, 1975; Simkus y Andorka, 1982;
Thomson, 1967; Tzvetkov, 1982; UNESCO, 1974b; UNESCO/IBE, 1980, 1981;
VV.AA., 1984.

Alemania (República Democrática)

La asistencia a la escuela es obligatoria de los 7 a los 19 años, si bien un 93 por


ciento de los niños asiste ya a los jardines de infancia (3 a 6 años) y un 68 por ciento a
las guarderías (1 a 3 años). El tronco común está constituido por la escuela general y
politécnica de diez años (Allgemeinbildende Polytechnische Oberschule). Parte del
currículo está constituida por el trabajo, cuyo contenido y duración varía con el progreso
de los alumnos a través de los cursos: dos horas semanales de jardinería y trabajos
manuales de 1º a 3º; una de jardinería y dos de trabajos manuales en 4º; dos de trabajos
manuales (siempre en el sentido escolar del término) en 5º y 6º; una de dibujo técnico,
una de “iniciación a la producción socialista” y dos de trabajo productivo en 7º y 8º; dos
de “iniciación...” y tres de trabajo productivo en 9º y 10º; cuatro de trabajo o
investigación prácticos, según la rama, en 11º y 12º. En 11º, además, los estudiantes se
incorporan tres semanas completas al trabajo productivo.
La escuela de diez años está dividida en tres ciclos: primario (1º a 3º), medio (4º
a 6º) y superior (7º a 10º), aunque puede decirse que el equivalente de la secundaria
occidental comienza en 5º. Aunque el tronco es formalmente común, la diferenciación
comienza a producirse pronto en base a los círculos y grupos de trabajo y las opciones
diferentes en la formación politécnica que se ofrecen en 9º y 10º. Además, junto al
aprendizaje general del ruso como primera lengua extranjera, se puede aprender
facultativamente otra de 7º a 10º. Lo más importante a este respecto, sin embargo, es la
existencia de escuelas con una enseñanza reforzada del ruso desde tercero, escuelas
especiales en que la formación general es en una segunda lengua (ruso, inglés, francés o
español) y escuelas especializadas o clases especiales en escuelas normales en
matemáticas, ciencias naturales, lenguas, artes y deportes, que llegan hasta el décimo
curso o incluso hasta el bachillerato.
Tras la escuela de diez años, los alumnos se dividen entre la escuela preparatoria
(Erweiterte Oberschule) de dos años, las escuelas de formación profesional y
preparación del bachillerato, de tres, y el aprendizaje, de dos. Por consiguiente, el título
de bachillerato, que permite –pero no garantiza- el acceso a la universidad, puede
obtenerse en dos años, en la EOS o secundaria ampliada, el equivalente del segundo
ciclo secundario general occidental, o en tres mediante el rodeo de las escuelas
profesionales a tiempo completo.
Los cursos de aprendizaje ofrecen entre un 40 por ciento y un 60 por ciento de
formación básica y el resto de formación especializada (“oficio” y “especialidad”,
respectivamente), y aproximadamente un tercio de formación teórica y dos tercios de
formación práctica, aunque esto es variable. La mayoría tiene lugar en escuelas anejas a
las empresas (75 por ciento de los alumnos), aunque también pueden desarrollarse en
escuelas municipales, talleres de formación en empresas o “puestos de aprendizaje”
individuales.
Las escuelas superiores y escuelas técnicas, en las que se profundiza la
formación profesional, exigen para la admisión el título de la escuela de diez años, el
certificado de aptitud profesional que proporciona el aprendizaje y un año de
experiencia laboral, salvo las escuelas normales –de maestros- y sanitarias, en las que la
admisión tiene lugar directamente desde la escuela general y politécnica. Todas ellas
son selectivas, y acogen aproximadamente al 20 por ciento de cada generación –el 30
por ciento si se cuentan los estudiantes por correspondencia y nocturnos-. La duración
de los cursos es de tres años a tiempo completo y cuatro o cinco por correspondencia.
A la universidad acude más o menos un 7 por ciento de cada cohorte, si bien
también acude aproximadamente la mitad de esta cifra a cursos especializados de
formación de adultos en escuelas superiores y técnicas y algo más del doble a cursos
nocturnos también para adultos.

Australia

La escolarización es obligatoria de los 5 a los 15 años (16 en Tasmania). La


escuela primaria dura siete años, de los 5 a los 12 (6 a 13 en Queensland, 4 a 11 en
Victoria). En las escuelas primarias se agrupa a los niños por capacidades, si bien se van
introduciendo grupos heterogéneos desde que se suprimió el examen final de primaria.
El acceso a la secundaria es ahora generalmente automático. Las escuelas suelen
ser integradas o multilaterales, si bien todavía quedan escuelas técnicas (technical high
schools) separadas. En cada estado se practican exámenes públicos al final de la
secundaria con objeto de seleccionar a los que pueden acceder a la universidad y otros
estudios superiores. Hasta principios de los sesenta existía un examen público entre el
tercer y quinto año de secundaria, que fue abolido con la reforma comprehensiva.
Como los sistemas educativos de los diferentes estados difieren ligeramente
entre sí; nos centraremos en el más numeroso, el de Nueva Gales del Sur. Desde 1962,
la secundaria consta de seis años. Al cabo del cuarto, los alumnos deben presentarse al
School Certificate Examination, antes público y externo y ahora dependiente
principalmente de las escuelas, y dos años después al Higher School Certificate,
bastante selectivo. Las escuelas son comprehensivas en su mayoría, pero los alumnos
son distribuidos en tres niveles: avanzado (advanced), ordinario (ordinary) y
modificado (modified). El primero es para los más “dotados”, el segundo para los que,
sin serlo, superan la inteligencia media, y el tercero para los que no la alcanzan. A pesar
de la reforma comprehensiva sigue habiendo un pequeño número de escuelas selectivas
en las grandes ciudades.

Austria

La escolaridad obligatoria comprende nueve años desde 1962. De los seis a los
diez años, los alumnos asisten a la escuela primaria o popular (Volkschule o
Grundschule), igual para todos, aunque en ella se incluyen las llamadas “materias de
orientación”.
Una quinta parte de los alumnos es transferida directamente desde la primaria a
las escuelas secundarias superiores (Allemeinbildende Höhere Schulen), mientras el
resto acude a las secundarias generales (Hauptschulen). En ésta, los alumnos son
divididos en dos grupos, según sus capacidades o su logro, con programas y exigencias
distintas. Uno de los grupos es conducido hacia la incorporación a la secundaria
superior cuatro años más tarde, mientras el otro seguirá un noveno curso de preparación
para el trabajo (Polytechnischer Lehrgang).
Los que ya estaban en los centros de secundaria superior (siguiendo el ciclo
básico) o acceden a ella desde el grupo primero de la Hauptschule preparan ahí la
prueba de madurez (Reifeprüfung o Matura) que da acceso a la universidad. Los demás,
pueden seguir una educación técnica y profesional superior (las Berufsbildende Höhere
Schulen), durante otros cuatro años, selectiva y que da acceso a la educación superior;
una educación técnica y profesional media (en las Berufsbildende Mittlere Schulen),
también de cuatro años, menos selectiva y que no da acceso a la educación superior;
finalmente, pueden incorporarse al aprendizaje (en las Berufsbildende Pflicht Schulen),
que proporciona enseñanza a tiempo parcial durante tres o cuatro años. Cada una de
estas escuelas técnicas y profesionales ésta dividida por grupos de especialidades. La
secundaria superior académica también lo está entre los llamados Gymnasia
(humanísticos) y Realgymnasia (ciencias experimentales y matemáticas) habiendo
varios tipos de cada uno, incluidos algunos segregados para mujeres
(Wirtschaftskundliches Realgymnasium für Mädchen).

Bélgica

La escolaridad obligatoria comprende de los 6 a los 14 años. La enseñanza


primaria dura seis años. Antes era común para todos, pero ahora está en curso una
reforma por la que se reduce el programa obligatorio y se deja margen a una enseñanza
interdisciplinar más dependiente de cada escuela.
La enseñanza secundaria comprende seis años más, hasta los dieciocho. En el
sistema tradicional estaba dividida en dos ciclos de tres años, pudiendo los alumnos
abandonar con un primer certificado a los quince (y, sin él, a los catorce). Este sistema
contenía (y contiene, en la medida en que persiste) cuatro ramas: general o académica
(en los athénées, lycées, colléges e instituts), técnica, artística y profesional.
El sistema nuevo (enseignement rénové) se divide en tres ciclos de dos años
(observación, orientación y determinación). En el segundo año de observación empiezan
a separarse los alumnos que van a formación profesional, y en el tercero lo hacen de
acuerdo con la división previa en cuatro ramas, constituyendo grupos distintos aunque
todavía con clases en común para algunas materias. La diferenciación de los cuatro
canales se construye en torno a las materias optativas.
Los alumnos que pasan con éxito los seis años obtienen el certificat
d’enseignement secondaire supériur. Para acceder a los estudios superiores tienen que
pasar un examen de maturité en tres materias. Actualmente se discute la sustitución de
este examen por un curso preuniversitario.

Bulgaria

El período escolar obligatorio comprende ocho años, englobando la enseñanza


elemental (1º a 4º) y la secundaria de primer ciclo ( 5º a 8º). Además, tres cuartas partes
de los niños de tres a seis años asisten a los jardines de infancia. Durante estos años –de
primero a octavo-, aparte del currículo habitual, los alumnos realizan dos horas
semanales de trabajo productivo en talleres escolares y campos experimentales.
La secundaria superior se divide fundamentalmente en tres ramas. La escuela
politécnica secundaria unificada, o general, que comprende otros tres años adicionales y
engloba al treinta por ciento de los alumnos de secundaria; los colegios técnicos, de
cuatro años, que ofrecen una formación profesional larga, después de octavo, a casi un
28 por ciento más; las escuelas secundarias técnico-profesionales de tres cursos de
duración y nivel más bajo, que acogen al 42 por ciento de los alumnos. Tanto en la
secundaria general como en los colegios técnicos y escuelas profesionales, los
estudiantes deben realizar de cuatro a doce horas de trabajo productivo semanales,
generalmente en talleres especiales anejos a las empresas.
Actualmente está en curso de preparación e implementación una reforma de la
secundaria. Inicialmente se preveía un ciclo unificado de diez años, un segundo
profesional de un año y un tercero de especialización también de un año. Más
recientemente parece que se va hacia una “escuela unificada” de 12 años, aunque los
alumnos deberían elegir entre dos o tres currículos alternativos en los cursos noveno y
décimo. Como en otros países socialistas, en Bulgaria existen escuelas especiales de
diversos tipos.

Canadá

La escolaridad obligatoria discurre, según las provincias, de los seis a los quince
o diéciseis años (doce en los Territorios del Noroeste). Antes, como en los Estados
Unidos, lo habitual era una enseñanza primaria de ocho años seguida de una secundaria
de cuatro. Ahora se extiende la fórmula 6-3-3 o 6-3-4: seis de primaria, tres de “media”
(junior high school) y tres o cuatro de “secundaria” o secundaria superior (senior h.s.).
La enseñanza primaria es común, aunque empiezan a introducirse materias de tipo
profesional entre el cuarto y el sexto cursos.
Las escuelas secundarias cubren diversos tramos de edad entre las provincias y
dentro de cada provincia, según hasta dónde lleguen la primaria y la escolaridad
obligatoria. Aunque antes formaban un sistema segregado con mayoría de escuelas de
tipo académico, ahora son sobre todo escuelas comprehensivas que ofrecen
indistintamente materias académicas y profesionales. Aunque el mecanismo oficial es el
régimen de materias optativas, con un pequeño núcleo común obligatorio, esto conduce
a la diferenciación de programas en términos parecidos a los de la escuela
norteamericana. Los alumnos se gradúan en la High School al terminar el doceavo curso
(en Quebec, el onceavo, y en Ontario, si lo desean, el treceavo). Los exámenes
correspondientes dependen de las escuelas, si bien en alguna provincia quedan restos de
exámenes públicos. La graduación en la High School (más dos años adicionales en el
college d’enseignement général et professionel en Quebec) da derecho al acceso a la
universidad.
La formación profesional se desarrolla en las propias high school y los colegios
universitarios de enseñanzas cortas (community colleges o regional colleges, CEGEP en
Quebec y colleges of applied arts and technology en Ontario).

Checoslovaquia

La escuela obligatoria o básica (základni devíteleta skola) comprende nueve


años de los seis a los quince, aunque la primaria propiamente dicha son sólo los cinco
primeros, pues a partir del sexto comienza la especialización de los alumnos.
Al abandonar la escuela básica los jóvenes pueden acceder directamente al
empleo o a tres formas distintas de secundaria superior. Los más académicos pueden
asistir a los institutos académicos o gimnasios (stredni vseobecné vzdelábací skola) y
seguir en ellos estudios de tres o cuatro años que les capacitan como candidatos para la
universidad, siempre que aprueben el examen final de madurez (matura).
Alternativamente, pueden asistir a escuelas profesionales y secundarias profesionales
(stredni ondorná skola) y seguir cursos de cuatro años que también conducen a la
matura, o de dos o tres años que no llevan a ella. Muchos de los alumnos de esta rama
lo son a tiempo parcial. Tanto en los gimnasios como en las escuelas profesionales
pueden seguirse programas diversos. Tres quintos de los egresagos de la escuela básica,
sin embargo, acuden directamente al aprendizaje en centros y escuelas de formación
(odborne uciliste y ucenovska skola). Los centros se encuentran en las industrias
mismas, y las escuelas sólo aparecen en las especialidades cuya tutela sería
antieconómica para las empresas. Una quinta parte del tiempo de estos jóvenes se
dedica todavía a la prolongación de la enseñanza general. El trabajo productivo es
remunerado, primero con salarios especiales de aprendizaje y luego con cifras del 60 al
100 por cien del salario normal.

Dinamarca

La escolarización obligatoria dura nueve años, de los seis o siete a los quince o
dieciséis. La institución básica es la escuela comprehensiva de diez años (Folkescole),
subdividida en elemental (Hovedscole), de siete años y secundaria de primer ciclo
(Realafdeling) de tres. Antes de 1975, los alumnos se dividían tras el séptimo curso
entre los que seguían una educación académica y los que pasaban a la formación
profesional o el aprendizaje.
Hasta el séptimo curso incluido no existe selectividad formal, si bien las escuelas
forman con frecuencia grupos según niveles de capacidad o logro y los programas se
diversifican en gran medida entre las autoridades locales. En los cursos octavo al
décimo, los alumnos pueden presentarse a exámenes ordinarios (hasta once) y
avanzados (hasta cinco) cuyos resultados se incorporan a su certificado escolar. Los
exámenes en materias de tipo académico suelen tomarse en los dos últimos cursos, y los
de tipo profesional a partir de octavo. Desde este curso los alumnos pueden ser dirigidos
hacia formas limitadas de aprendizaje sobre el terreno de acuerdo con las opciones que
tomen (hasta un mes al año los cursos noveno y décimo) o hacia la compleción de la
escolaridad obligatoria a tiempo parcial. Como se desprende de lo ya dicho, el curso
décimo es opcional.
Los alumnos que han cursado con éxito hasta el noveno curso y que cumplen
una serie de requisitos en cuanto a los exámenes realizados, pueden acceder al
Gymnasium, donde cubren tres cursos que conducen a un examen público que da acceso
a la universidad. Ya en el primer año los gimnasios se dividen en dos ramas principales,
lenguas y matemáticas, que luego se subdividen en diferentes secciones a partir de
segundo. La división en primer curso del gimnasio es precedida por una división
informal entre ciencias y letras en los cursos octavo y noveno, si bien ahora se
experimenta con su unificación (pero no en décimo).
Fuera del gimnasio, se pueden seguir estudios técnicos o comerciales de uno o
dos años y, sobre todo, incorporarse a diversas formas de aprendizaje
(Laerlingeuddannelse) en programas de dos a cuatro años.

Finlandia

La escolaridad obligatoria comprende un período de nueve años, de los siete a


los dieciséis. Consagrada legalmente desde 1977-78, la escuela básica (peruskoulu) dura
esos nueve años. La primaria propiamente dicha es solamente el primer ciclo, de seis
años. En los cursos séptimo al noveno, que son realmente el primer ciclo secundario, los
alumnos pueden optar por recibir clase de distintos niveles de dificultad –dos o tres- en
matemáticas y en lengua nacional y extranjera. Estas opciones abren cierran caminos de
cara al segundo ciclo secundario de tipo académico. Además, pueden tomar como otras
optativas una tercera lengua o diversos cursos de tipo técnico, comercial, doméstico, etc.
En lagunas provincias la escuela básica comprende un décimo año para los que no se
incorporan al trabajo ni a la secundaria superior.
La escuela secundaria superior académica (lukio), a la que asiste casi la mitad
del grupo de edad, ofrece tres años más de educación conducentes al examen de
matriculación (ylioppilstutkinto) que permite el acceso a la universidad. El programa del
lukio incluye una alta proporción de materias optativas y otras que pueden cursarse a
distintos niveles de dificultad. El examen de matriculación se toma en cuatro materias
obligatorias y dos optativas.
Aparte del lukio, hay una enorme variedad de enseñanzas profesionales de
segundo ciclo secundario. Las escuelas profesionales municipales o estatales ofrecen
cursos de tres años que combinan la instrucción teórica y, sobre todo, práctica. Los
institutos profesionales forman trabajadores altamente especializados como ópticos,
mecánicos dentistas, etc. Además, existen escuelas de formación de uno o dos años en
las fábricas y planes de aprendizaje, pero son poco numerosos.
Desde la escuela básica o desde las profesionales se puede acceder a las escuelas
técnicas o comerciales (teknillinen koulu y kauppakoulu), de tres años y dos
respectivamente. Desde la básica o desde las últimas escuelas citadas se puede acceder,
también, a los institutos técnicos o comerciales (teknillinen opisto y kauppaopisto), de
cuatro y tres años respectivamente (uno menos para los que vienen de escuelas
secundarias de segundo ciclo), a esto hay que añadir las escuelas (uno o dos años) e
institutos (dos años y medio) agrícolas y forestales, que reclutan de la escuela básica, las
escuelas, y de entre egresados de las escuelas homólogas, los institutos.
Grecia

La educación es obligatoria de los seis a los doce años, aunque sigue siendo
gratuita hasta los quince (en los centros públicos). La enseñanza primaria (demotikon
scholion) es uniforme en las escuelas públicas, pero no necesariamente en las privadas.
Los alumnos pueden verse forzados a repetir cualquiera de los cursos si no obtienen las
puntuaciones adecuadas. Los que logran el certificado de enseñanza primaria
(Apolyterion) pueden acceder al gimnasio.
Los gimnasios cubren de los doce a los dieciocho años y pueden ser de tipo
secundario general, comercial y naval, o técnicos. Todos ofrecen una enseñanza en
principio común durante el primer ciclo de tres años, pero distinta en los tres siguientes.
Los primeros, a los que acude la mayoría de los estudiantes de secundaria, ofrecen
alternativamente programas científicos (“prácticos”) o humanísticos (“teóricos”),
recogiendo estos últimos a tres cuartas partes del alumnado. Al final de la secundaria,
los alumnos deben presentarse a un nuevo examen para obtener un nuevo certificado
que les permita el acceso a la universidad.
Los alumnos que abandonan la primaria con el correspondiente certificado pero
no acceden a la secundaria larga pueden hacerlo, tras un examen de acceso, a las
escuelas profesionales inferiores (kakotera), que ofrecen cursos de tres años –cuatro si
se trata de alumnos nocturnos- y la posibilidad de obtener un diploma profesional en un
examen público. Los que obtienen este diploma, así como los que abandonan el
gimnasio teniendo en su poder un certificado “de promoción” que se obtiene al final del
primer ciclo de éste –tercero-, pueden acudir a las escuelas profesionales o técnicas
intermedias (mesi)en las que seguirán, respectivamente, cursos de cuatro o tres años. A
estas escuelas pueden acceder también los que abandonan el gimnasio después de
quinto, que siguen entonces cursos especializados de uno o dos años. Junto a éstas
existen otras escuelas privadas o eclesiásticas, también de índole profesional, pero muy
poco numerosas.

Holanda

El período escolar obligatorio comprende diez años, aproximadamente de los


seis a los dieciséis. La escuela primaria dura seis años, y en los tres últimos los niños
son sometidos a test de capacidad y logro para su posterior selección. A la salida de la
escuela primaria existen cuatro tipos diferentes de secundaria general, además de la
profesional.
La rama inferior (LAVO: Lager Algemeen Voortgezet Onderwijs) corresponde a
lo que antes eran los dos cursos de continuación, que recientemente tienden a impartirse
en escuelas profesionales que ofrecen la posibilidad de una especialización posterior, si
bien los dos primeros cursos siguen siendo comunes, dirigidos en general hacia la
integración social y laboral de los jóvenes.
La rama intermedia (MAVO: Middelbaar Algemeen Voortgezet Onderwijs) es
también heredera de las antiguas clases de continuación, pero ofrece estudios de tres o
cuatro años, pudiéndose obtener al cabo del cuarto un certificado que permite el acceso
a la HAVO o a escuelas técnicas y profesionales medias.
La rama superior (HAVO: Hoger Algemeen Voortgezet Onderwijs) comprende
estudios de cinco años desde los cuales se puede acceder a instituciones post-
secundarias no universitarias. Los tres primeros años son comunes, y los dos últimos
posibilitan la especialización mediante un régimen de optativas.
La rama preuniversitaria (VWO: Voorberreidend Wettenschappelikj Onderwijs)
estaba constituida hasta hace poco por gimnasios y ateneos, Los gimnasios incluían en
su programa la enseñanza de latín y griego, subdividiéndose a partir de cuarto y quinto
en una rama “A” concentrada en las lenguas clásicas y otra, “B”, en matemáticas y
ciencias. Los ateneos, por su parte, ponían las lenguas modernas, geografía e historia y
economía y derecho en lugar de las lenguas clásicas y se especializaban a la misma
altura en una rama “A” concentrada en economía y ciencias sociales y otra, “B”, en
matemáticas y ciencias. Hoy en día han sido refundidos, al menos oficialmente, en los
liceos.
Entre un tercio y dos quintos de la población combinan la asistencia a la LAVO
con algún tipo de formación profesional. Las escuelas profesionales inferiores (LBO)
proporcionan a los jóvenes de 12 a 16 años una educación consistente en un primer año
general, si bien con una presión académica mucho menor que en otras escuelas, un
segundo año combinado y dos más estrictamente profesionales. Los dos primeros años
equivalen a la LAVO. Después, las escuelas técnicas y profesionales superiores (MTS)
recogen a los alumnos salidos de la secundaria general (VWO, HAVO y MAVO) y,
selectivamente, de la profesional inferior, y les proporciona cursos de cuatro años –uno
de ellos práctico-, de los dieciséis a los veinte, conducentes a empleos técnicos medios.
Además, existe la posibilidad del aprendizaje, para alumnos que han acudido a la
profesional inferior o equivalente, que comienzan a trabajar en las empresas asistiendo
un día a la semana a la escuela.

Hungría

El período de asistencia obligatoria a la escuela es de diez años, de los seis a los


dieciséis. La escuela primaria o básica (altalanos iskola) dura ocho años, de los que los
cuatro primeros son propiamente la enseñanza primaria y los cuatro últimos la
secundaria de primer ciclo. Los alumnos pueden verse en la obligación de repetir curso
si no obtienen los resultados requeridos. El programa es en principio común, pero se
imparten clases especiales en lenguas extranjeras que producen cierta diferenciación.
A los catorce años, los alumnos pueden acceder a la enseñanza secundaria de
segundo ciclo académica o profesional, al aprendizaje o a las clases de continuación.
La secundaria superior académica se imparte en el gymnazium, durante cuatro
años, a una cuarta parte, aproximadamente, del grupo de edad. La selección se hace de
acuerdo con las notas de la escuela básica. Además de un núcleo curricular común hay
materias optativas que permiten la especialización de los alumnos y grupos de estudio
fuera del programa en los que se concentran los más capaces o los más académicos. El
gimnasio incluye una pequeña dosis de formación profesional.
Más de la mitad del grupo de edad, sin embargo, acude a la formación
profesional a tiempo completo en las escuelas secundarias técnicas (technikum),
siguiendo cursos de cuatro años. El tiempo total se reparte aproximadamente por igual
entre materias generales, formación profesional teórica y preparación práctica. Parte de
la preparación práctica –aproximadamente un mes- tiene lugar en los talleres de
empresas industriales o agrícolas asociadas. Los estudiantes se especializan en familias
de profesiones.
Estos dos tipos de secundaria conducen a un certificado (érettségeri) que
cualifica a sus poseedores para ser candidatos al ingreso en los centros de nivel
universitario.
Las escuelas de aprendizaje (ipari tanulók gyakorló iskolái), generalmente
anejas a fábricas o explotaciones agrícolas, ofrecen cursos prácticos de tres años (a
veces dos, y en todo caso uno para los que vienen de la secundaria superior) en oficios
especializados, pero no un certificado que capacite para estudios superiores, salvo que
se complementen con otros cursos de educación de adultos.
Finalmente, los jóvenes que abandonan la escuela a los catorce años y no acuden
a la secundaria ni al aprendizaje están obligados a hacerlo durante dos más a las
escuelas de continuación (továbbképzö iskolák), dos días a la semana o su equivalente.

Japón

La escolaridad obligatoria cubre un período de nueve años. La escuela primaria


(shogakko) comprende seis años, de los seis a los doce de edad. A continuación, todos
los alumnos pasan al primer ciclo secundario (chugakko), de tres años. En este ciclo
existen ya asignaturas optativas junto a un programa básico común.
La inmensa mayoría de los alumnos prosigue después sus estudios en el segundo
ciclo secundario de tipo general (kotosenmon-gakko), de formación especializada
(senshu gakko) o misceláneas (kakusho-gakko).
La secundaria superior general cubre tres años, de los quince a los dieciocho. La
gran mayoría de las escuelas están bajo en control de las autoridades locales, si bien
unas pocas son privadas o dependen directamente de la administración central. Casi la
mitad de los alumnos siguen estos cursos a tiempo completo, mientras el resto lo hace a
tiempo parcial (mañana o tarde) o por correspondencia. El diploma de los segundos es
oficialmente equivalente al de los primeros, y sus estudios duran cuatro años o más. En
las escuelas a tiempo completo hay un programa general, que cursan casi dos tercios de
los matriculados, y programas especializados de tipo más académico, artístico o
profesional.
Fuera de estos grandes tipos, los programas de las escuelas secundarias
superiores, como los de las de primer ciclo secundario, dependen formalmente en gran
medida de los centros mismos, pudiendo por tanto variar entre sí, pero de hecho resultan
en buena parte homogeneizados por la vía de los libros de texto, elegidos por las
autoridades locales entre una lista elaborada por el ministerio de educación.
Las escuelas técnicas acogen a estudiantes que han superado el primer ciclo
secundario y ofrecen cursos de cinco años de duración conducentes a puestos de trabajo
intermedios.
Las escuelas misceláneas acogen al mismo público y le ofrecen cursos muy
especializados, la mayoría de las veces de un año, pero en ocasiones más largos o más
cortos. La mayoría son escuelas privadas. Desde hace unos años están siendo sometidas
a una reglamentación formal de los programas y el tiempo de estudio de los mismos,
convirtiéndose en escuelas de formación especializada.
Finalmente, una parte de la formación profesional, ya de tipo post-secundario, se
desarrolla en colegios universitarios que ofrecen cursos de dos o tres años, la mayoría
privados y similares a los junior o community colleges norteamericanos.

Noruega

El período obligatorio comprende nueve años, de los siete a los dieciséis, y se


cubre en escuelas básicas integradas (grunnskoler). Éstas están divididas en dos etapas:
la propiamente primaria (barnetrinnet o barneskole), de seis años, y la que corresponde
al primer ciclo de enseñanza secundaria (ungdomstrinnet o ungdonsskole). La primera
etapa es común y se imparte fundamentalmente en grupos heterogéneos.
La segunda etapa permite cierta diferenciación interna en base a materias
optativas en los cursos octavo y noveno, fundamentalmente lenguas extranjeras y
materias de índole pre-profesional.
Hasta 1975, los alumnos se dividían en la secundaria superior entre distintas
escuelas académicas, técnicas, profesionales y comerciales, al margen de la posibilidad
de dejar de estudiar. Desde entonces, una reforma semi-comprehensiva permite las
siguientes opciones. En primer lugar, seguir estudios de tipo general (allmennfag)
similares a los del antiguo gimnasio, de tres años y conducentes a la universidad. El
primer año es común, pero los dos siguientes están constituidos por mitades por
materias obligatorias y optativas que clasifican a los estudiantes en cuatro secciones
(linjer): ciencias naturales, ciencias sociales, lengua y música.
Junto a esta rama general existen otras siete de tipo profesional o doméstico que
comprenden un curso básico indiferenciado de uno o dos años (grunnkurs) y otro
especializado de dos o un años (videregaendekurs).
Además, es posible seguir dos cursos básicos relativamente similares a los de la
rama de estudios generales para después seguir otro suplementario profesional o, con
pérdida de un año, acceder al segundo curso de las ramas general y profesionales antes
citadas.
De todas estas ramas, la única que capacita para el acceso a la universidad es la
de estudios generales, a través de un examen final (examen artium), si bien existen otras
vías secundarias escolares o para adultos con experiencias de trabajo.
Alternativamente a las vías señaladas, tienen cierta importancia el sector de las
“escuelas secundarias populares” (folkhøgskoler), para mayores de diecisiete años y que
ofrecen cursos cortos de uno o dos años, en ocasiones de valor académico, sin apenas
control estatal y con métodos innovadores.

Nueva Zelanda

La educación obligatoria comprende de los seis a los quince años, si bien los
alumnos pueden ingresar en la escuela a los cinco y la gran mayoría así lo hace.
Oficialmente, la enseñanza primaria (full primary school) comprende ocho años y la
secundaria cinco. Sin embargo, hay otros arreglos mediante los cuales los alumnos
pasan seis años en la primaria (contributing primary school) para acceder entonces a
escuelas intermedias de dos años (intermediate school) o a escuelas secundarias que los
recogen dos años antes del comienzo de la secundaria oficial (forms 1-7 schools).
También existen escuelas locales que ofrecen la primaria y la secundaria completas
(district high schools y area schools). La no obligatoriedad del acceso a los cinco y la
posición del término de la escolaridad obligatoria a la altura del segundo curso
secundario se traducen respectivamente en desigualdades de hecho y abandonos.
Fuera de la terminología oficial, la primaria propiamente dicha está constituida
por los seis primeros años. Los cursos séptimo y octavo de la escuela primaria (que son
también los de la intermedia) y los dos primeros de la secundaria constituyen el
equivalente de lo que venimos considerando primer ciclo secundario, y los tres últimos
el segundo ciclo. Sólo uno de cada cinco estudiantes completa la secundaria,
abandonando la mayoría tras el tercer curso, en torno a los dieciséis años.
Junto a un programa básico común, comienza a haber materias optativas en el
séptimo curso de la escuela primaria. Al terminar el tercer año de la escuela secundaria
–nos regimos siempre por la terminología oficial-, los alumnos deben presentarse a
exámenes en tres materias obligatorias y hasta otras tres optativas (School Certificate
Examination), que sólo pasa aproximadamente al cincuenta por ciento. En quinto curso
pueden presentarse al Higher Certificate Examination. A la universidad se puede
acceder por las notas obtenidas en la escuela secundaria o presentándose a un nuevo
examen (University Entrance Examination). Los dos primeros cursos de secundaria
tienen un programa básico común, pero en los tres siguientes se produce una división
por especialidades académicas y profesionales.
Paralelamente a los dos últimos cursos de la escuela secundaria discurren los
institutos técnicos o politécnicos (technical institutes o polytechnics), que recogen a
estudiantes que han pasado al tercer curso secundario y ofrecen estudios a tiempo
completo o parcial de hasta cinco años de duración, los dos primeros de un valor
equivalente a los correspondientes (cuarto y quinto) de secundaria.

Polonia

La enseñanza obligatoria dura ocho años, que se corresponden con la escuela


básica, de los siete a los quince. El programa de ésta es común para todos, salvo que a
partir del sexto curso los alumnos pueden optar por estudiar una segunda lengua
extranjera adicional. Al final realizan un examen del que dependen sus posibilidades de
acceso a una u otra rama de la escuela secundaria. Algunas escuelas básicas dependen
directamente de complejos industriales o agrícolas.
La educación secundaria no es obligatoria. Comprende tres ramas distintas,
aunque sólo las dos primeras se consideran propiamente secundarias en Polonia:
general, profesional y de oficios. La secundaria general dura cuatro años, los tres
primeros comunes y el cuarto dividido en cuatro secciones: humanidades, matemáticas
y física, biología y química, y geografía y economía. Hay un pequeño sector de escuelas
especializadas en matemáticas y en lengua. Aproximadamente una cuarta parte de los
alumnos de secundaria se encuentra en esta rama general, tres cuartos de los cuales a
tiempo completo.
Las escuelas secundarias profesionales ofrecen estudios de cuatro o cinco años,
especializados por familias de profesiones, a tiempo completo o parcial. Tanto los
estudiantes de esta rama como los de la general pueden presentarse al examen de
madurez (matura) que permite ser candidato al ingreso en la educación superior. Sin
embargo, si bien el mayor número de aspirantes a la matura proviene de la secundaria
profesional, el mayor número de aprobados procede de la general, más exactamente de
los alumnos a tiempo completo. Las escuelas secundarias profesionales ofrecen también
entrenamiento práctico para la incorporación directa al trabajo.
Más de la mitad del total de los alumnos salidos de la escuela básica, no
obstante, entra en la llamada formación secundaria profesional básica, o simplemente
escuelas profesionales básicas, que ofrecen cursos de dos o tres años sin continuidad.
Durante mucho tiempo se ha estado discutiendo y se empezó a poner en práctica
–en los primeros cursos- una reforma, aprobada por el parlamento en 1973, que debía
culminar en el establecimiento de una escuela única de diez años –con un amplio
régimen de optativas en sus últimos cursos-, precedida de tres cursos preescolares de
oferta pública obligatoria y seguida por dos años de enseñanzas especializadas, más la
educación superior. Esta reforma ha sido finalmente abandonada.
Rumania

La enseñanza obligatoria rumana comprende diez años, desde los seis de edad.
Los cuatro primeros constituyen la escuela primaria, igual para todos, Los cuatro
siguientes forman la “enseñanza de gimnasio”, en principio también iguales pero
presentando variaciones debido a la posibilidad de una segunda lengua extranjera y a las
actividades optativas (no necesariamente disciplinas académicas). En estos dos niveles,
el énfasis de la educación rumana en la combinación de enseñanza y trabajo es mucho
menor que en otros países socialistas: de dos o tres horas semanales en el gimnasio de
formación “técnica y práctica”.
La enseñanza obligatoria comprende todavía dos años de liceo o enseñanza
liceal, correspondientes al primer ciclo de la misma. Existen liceos de muy distinto tipo:
indisutriales –66 por ciento de los alumnos en 1983-84-, agro-industriales y silvícolas –
23.8 por ciento-, de matemáticas y física –4.1 por ciento-, de economía –3.3 por ciento-,
de filología e historia –1 por ciento-, sanitarios, de ciencias de la naturaleza,
pedagógicos, artísticos y de la marina –todos éstos con proporciones inferiores al 1 por
ciento-. Se trata, por consiguiente, de un ciclo dividido y en el que el acceso a las ramas
académicas es muy selectivo.
Al terminar el primer ciclo del liceo, los jóvenes pueden pasar al segundo ciclo –
superando un examen público-, a la enseñanza profesional o al aprendizaje. La
enseñanza profesional, que conduce a la categoría de obrero cualificado, tiene lugar en
las escuelas profesionales y con una duración de un año a tiempo completo y año y
medio a tiempo parcial (nocturno). Las escuelas profesionales son especializadas y
selectivas. Entre un 70 y un 80 por ciento del tiempo se dedica a la formación práctica,
generalmente cuatro o cinco días completos a la semana, sobre el terreno o en talleres
escolares. El resto del tiempo se dedica a la formación teórica correspondiente a la
especialidad cursada (hay 17 perfiles de especialización y 66 oficios). Las escuelas de
contramaestre requieren para la admisión, además de haber terminado el liceo o la
escuela profesional, ocho años de experiencia laboral, la recomendación del colectivo
de trabajadores del que se forma parte y la superación de un concurso público. Los
cursos duran de un año y medio a tiempo completo a dos años a tiempo parcial
(nocturno).
Las actividades prácticas –lo que no quiere decir necesariamente productivas-
cobran mayor importancia después del gimnasio: 30 por ciento del horario en el liceo,
73 por ciento en la enseñanza profesional y del 25 al 35 por ciento en la enseñanza
superior. Los que no siguen sus estudios en el liceo ni en la escuela profesional están
obligados a un aprendizaje de seis a dieciocho meses.

Suiza

Aunque la estructura y la duración de las distintas fases de la educación varían


notablemente de un cantón a otro, el período obligatorio es en todos de nueve años. La
edad a la que comienza la escuela primaria es en la mayoría de los cantones de seis
años, y en el resto de siete. Entre cuatro y seis primeros años, según los casos, son
comunes. Después empieza la llamada “primaria superior”, en la que los alumnos son
repartidos en grupos distintos según que piensen acceder o no al gimnasio y de acuerdo
con los distintos niveles de capacidad o logro. Ello implica la creación de secciones pre-
profesionales, académicas e intermedias. Algunos cantones han fundido estas secciones
en un ciclo de orientación común, que abarca toda la primaria superior –en realidad, el
primer ciclo secundario, de acuerdo con los criterios empleados en este trabajo-, si bien
se mantiene la agrupación por niveles –generalmente tres- en matemáticas y la primera
lengua extranjera y existen asignaturas optativas (latín, segunda lengua extranjera –o
mejor dicho, no propia del cantón- y matemáticas técnicas).
Al terminar el período obligatorio, los alumnos pueden acudir al gimnasio,
donde reciben una educación académica, a la formación profesional, al aprendizaje o a
las clases de continuación.
Los que acuden a los gimnasios deben seguir los estudios de cuatro o cinco años
que los preparan para obtener el Certificado Federal de Madurez –o, excepcionalmente,
certificados cantonales-, que los cualifica para el acceso a la universidad. Este
certificado puede obtenerse en cinco especialidades: “A”, lenguas clásicas; “B”, latín y
lenguas modernas; “C”, matemáticas y ciencias; “D”, lenguas modernas y comercio; y
“E”, economía. Los certificados exigen en todo caso examinarse en la propia lengua y
otra nacional, en matemáticas y en al menos una materia específica de la especialidad.
Los que acuden a la formación profesional a tiempo completo deben hacerlo en
diversas escuelas profesionales que ofrecen cursos, generalmente de tres años,
conducentes al Certificado Federal de Capacidad.
Paralelamente, existe la vía del aprendizaje, que es la más numerosa. Los
aprendices deben seguir programas de dos a cuatro años, muy especializados, en
combinación con la asistencia un día a la semana –u otro arreglo de tiempo equivalente-
a las escuelas profesionales “de continuación”. Estas dos últimas vías reúnen a cuatro
quintas partes de los jóvenes del correspondiente grupo de edad.
Finalmente, los que no acuden a ninguna de las tres vías citadas están obligados
en numerosos cantones a asistir a las “escuelas no profesionales de continuación”, a
tiempo parcial, durante períodos que van de medio año a cuatro años.

Yugoslavia

El período escolar obligatorio comprende ocho años, desde los seis o siete a los
catorce o quince. En la actualidad, coexisten en Yugoslavia dos estructuras educativas,
la clásica y la reformada, implantándose esta última a ritmo desigual en las distintas
repúblicas que la componen.
En la estructura tradicional el período obligatorio coincide con la escuela
primaria. En realidad; ésta comprende dos etapas diferenciadas de cuatro años cada una
que corresponden a la primaria propiamente dicha y al primer ciclo de la secundaria. En
la segunda etapa hay lugar, aunque reducido –hasta tres horas semanales- para materias
optativas y suplementarias.
En el segundo ciclo de enseñanza secundaria los alumnos se dividen entre los
gimnasios, las escuelas de formación profesional y técnica y las escuelas de oficios o de
trabajadores cualificados.
Los gimnasios ofrecen una formación académica de cuatro años de duración. Se
dividen en gimnasios clásicos, centrados en lenguas y humanidades; normales, en los
que se forman los futuros maestros, y centros de secundaria general, en los que tras un
primer curso común, los alumnos se especializan en los tres siguientes en lenguas y
humanidades o en matemáticas y ciencias naturales. Homologables a los gimnasios son
las escuelas de artes, que incluyen las llamadas artes industriales.
Las escuelas de formación técnica y profesional, también selectivas, ofrecen
cursos de cuatro años conducentes a empleos técnicos intermedios. Estas escuelas
facultan para el acceso a estudios superiores de dos a cuatro años no universitarios.
Junto a estas dos ramas largas, hay toda una serie de escuelas “técnicas
generales” y con otras denominaciones que ofrecen estudios profesionales de dos años
de duración. Se trata de escuelas no selectivas. Finalmente, las escuelas de trabajadores
cualificados o de oficios ofrecen cursos, casi siempre de tres años, que incluyen
formación práctica en las empresas o en talleres especiales. Estas son las únicas que no
requieren haber terminado los ocho años de la primaria oficial.
El sistema reformado supone la puesta en pie de dos años comunes después de la
escuela elemental –llamados secundaria común o general-, de tipo politécnico, seguidos
de otros dos divididos en distintas especialidades académicas y profesionales con
criterios de admisión selectivos.
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ÍNDICE

Presentación................................................................................... 7
Integración..................................................................................... 11
I. La tendencia general hacia la integración de la enseñanza
secundaria..................................................................................... 17
II. El caso contra la escuela segregada............................................... 49
III. La polémica sobre los efectos generales de la reforma................. 77
IV. Diferenciación y división social en la escuela integrada............... 101
V. Algunas consideraciones en torno al currículo.............................. 127
VI. Demanda laboral y oferta escolar.................................................. 157
VII. La adolescencia y la escuela.......................................................... 185
VIII. Una propuesta................................................................................ 207
Apéndice........................................................................................ 219
Referencias.................................................................................... 241

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