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Autores y editores nos sentimos siempre tentados, cuando tenemos delante un libro de
carácter general, de señalar al lector su relación con los problemas inmediatos y prácticos. Esta
es a veces tarea fácil, pero otras exige verdaderas filigranas. El libro que el lector tiene ahora en
sus manos se sitúa en el primer caso, tanto por su contenido como por su génesis.
Su gestación fue el producto de una coincidencia no casual. Cuando el actual equipo del
Ministerio de Educación llevaba poco tiempo ocupando sus asientos, sintió la necesidad de
recabar informes sobre diversos temas educativos y se dirigió para ello a distintos expertos con
una panoplia de propuestas: una de ellas se refería a la enseñanza secundaria en los países
industrializados, sin duda por las necesidades de información y opiniones planteada por la
entonces reciente puesta en marcha de la experimentación de la reforma de las enseñanzas
medias. Por otra parte, yo dirigía ya por aquellas fechas una investigación independiente sobre
ese mismo proceso de experimentación, por el cual había llegado a interesarme a partir de
algunos debates orales y escritos en torno al proyecto inicial del anterior gobierno ucedista, y
sentía también la necesidad de conocer en detalle los procesos de reforma de otros países con
sistemas sociales comparables al nuestro. El C.I.D.E., que era el organismo encargado de
canalizar las propuestas, no puso otras condiciones que las de un proyecto inicial viable y
suficiente y un plazo prudente para realizarlo; por mi parte, además de la consabida condición de
independencia no puse más que la de poder disponer libremente de los resultados. Si señalo esto
es, aparte de por agradecer a este organismo los medios que puso a mi disposición, para subrayar
que, tanto como por lo que afecta al autor como en lo que concierne al patrocinador, este trabajo
fue proyectado y realizado pensando en la reforma de la enseñanza secundaria española, por más
que a ésta no se le dedique una línea en él (entre otras cosas porque ya lo hemos hecho en
numerosos artículos y lo haremos en el informe final de otra investigación a que se ha aludido, y
no es cosa de repetirse).
En cuanto a su contenido, los capítulos I, II, III y V tratan de sistemas escolares que
representan, por así decirlo, el futuro, unos, y el pasado, otros, del nuestro. En líneas generales,
la reforma que ahora se aborda aquí ya ha sido realizada en algunos de ellos, si bien otros
marchan a la zaga. Todo esto nos ofrece una doble fuente, casi inagotable, de ideas y
experiencias: por un lado, la comparación de sistemas escolares abre nuestros ojos, mostrando
cómo cosas que aquí consideramos eternas o inviables son en otros países recuerdos del pasado
o lugares comunes, respectivamente; por otro, debería permitirnos no caer en errores cuyas
consecuencias ha costado a otros mucho tiempo superar. Se trata, por así decirlo, de un viaje por
el tiempo y el espacio, aunque el medio de locomoción sea la letra impresa, que debe servir para
ponernos en mejores condiciones de interpretar y transformar lo que tenemos delante aquí y
ahora. El primer capítulo describe algunas de las reformas más importantes; el segundo aborda el
papel antiigualitario de los sistemas escolares segregados y otros motivos de su rechazo; el
tercero critica las insuficiencias en materia de igualdad de los sistemas integrados y discute sus
efectos sobre la organización de la enseñanza y su calidad; el quinto, en fin, está dedicado al
contenido y la forma del aprendizaje en el ciclo secundario.
Los capítulos VI y VII versan sobre la conexión o desconexión de la escuela con el
mundo del trabajo y su lugar en -y efecto sobre- la vida de los jóvenes. Se trata de realidades
vivas, pero también de temas casi vírgenes en este país, de manera que sería en todo caso
obligado apoyarse en datos y análisis de más allá de nuestras fronteras.
El capítulo IV, que presentamos el último a propósito, es el ejemplo perfecto de la
relevancia para nosotros de temas aparentemente ajenos. En él se discuten tres formas de
división dentro de una escuela y un ciclo aparentemente únicos: programas de distinta
orientación, sistemas de opciones y agrupamiento de los alumnos por capacidades. Como es
sabido, ninguna de estas tres cosas forma parte del proyecto del actual Ministerio de Educación
y Ciencia. Sin embargo, quienes hayan leído el libro verde del anterior ministerio ucedista,
recordarán que su proyecto, afortunadamente modificado por los socialistas en este aspecto,
comprendía la oferta de "cuadros de enseñanza variado", o sea programas distintos; los lectores
catalanes, por su parte, saben que su comunidad autónoma propicia un proyecto distinto basado
en un sistema de opciones; y los lectores vascos, por último, saben también que, en la suya, una
buena parte al menos de los centros experimentales separa a los alumnos en distintos grupos
según su capacidad.
Finalmente, el capítulo VIII, que ha sido añadido para la publicación de este trabajo
como libro, presenta, a partir de la experiencia de otros sistemas escolares, una serie de
propuestas que considero enteramente pertinentes para la reforma actualmente en curso en
nuestro país.
Introducción
La tendencia
hacia la integración
de la enseñanza secundaria
Si tuviéramos que elaborar una tipología de los sistemas escolares, el primer criterio en orden
de importancia y el más obvio sería el grado de integración o segregación de la enseñanza
secundaria. Todos los sistemas educativos ofrecen una enseñanza primaria común para todos los
alumnos y una enseñanza superior y post-secundaria diferenciada, pero sus ofertas de enseñanza
secundaria son muy distintas. En un primer intento, se podrían dividir en dos grandes grupos: de un
lado, los sistemas integrados, que ofrecen una enseñanza secundaria en principio común bajo
distintos nombres -"politécnica", "polivalente", "comprehensiva", "única", etc.-; de otro, los sistemas
segregados, que a la salida de la enseñanza primaria ofrecen distintas versiones de la secundaria -
normalmente una que prepara para la universidad, otra que conduce a la incorporación temprana al
trabajo y una tercera de tipo general o intermedio-. A continuación, se podría proceder a hacer dis-
tinciones dentro del grupo de los sistemas integrados según su grado de integración, es decir, según
se ofrezcan simplemente enseñanzas enteramente diversas bajo un mismo techo o se ofrezca una
enseñanza única, con todos los posibles grados intermedios, y, dentro de los sistemas segregados,
según la distancia que separa los contenidos de las distintas ramas y el grado de movilidad entre
ellas. Además, sería importante tener en cuenta si la selección es más o menos temprana, si tiene
lugar en un solo momento o gradualmente, etc., en el caso de los sistemas segregados, y hasta dónde
llega el tronco común -si incluye o no la secundaria superior-, si da acceso a un título único o a
títulos diversificados, si abre para todos todas las vías, etc., en el caso de los integrados. En cualquier
momento en que se produzca una selección, habríamos de ver también a qué mecanismos
institucionales corresponde -decisión de los enseñantes, opción de los padres, calificaciones
escolares, pruebas normalizadas, cuotas para distintos grupos sociales o diversas combinaciones
posibles-. Y, en fin, deberíamos tratar de analizar qué factores reales -origen social, expectativas
escolares, motivaciones, capacidad intelectual, etc.- subyacen a esos mecanismos formales.
El resultado, no obstante, sería una casuística en vez de una clasificación o tipología, pues,
entrando en ese género de detalles, a cada sistema nacional -e incluso regional o local, en muchos
casos- correspondería un lugar específico y distinto de los otros. En un trabajo que tiene como objeto
los problemas generales de la enseñanza secundaria en los países industrializados, ésta sería una
forma de que los árboles no nos dejaran ver el bosque. Por consiguiente, y aunque en su momento
entraremos en detalles tantas veces como sea necesario, nos resultará más útil atenernos de momento
a los dos grandes grupos al principio señalados. También dejaremos para otro momento otros
criterios clasificatorios distintos del grado de integración o segregación.
Por otra parte, una tipología sincrónica de los sistemas escolares de acuerdo al criterio citado
-y, probablamente, de acuerdo a cualquier otro- resultaría notablemente engañosa. Ofrecería una
imagen estática de los sistemas que no se corresponde con la realidad. Si hubiéramos hecho esa
tipología hace diez años, sistemas escolares que hoy caen en el grupo de los integrados, como el
francés o el belga, tendrían que haber sido clasificados como segregados. Y, si la hiciéramos dentro
de un decenio, es probable que sistemas hoy segregados, como el austriaco o el holandés, debieran
ya ser clasificados como integrados. En una clasificación fechada hoy habría que explicar las
pervivencias del antiguo sistema tripartito en un sistema altamente integrado como el de Inglaterra y
Gales o la ya notable presencia de escuelas integradas en un sistema altamente segregado como el de
la República Federal Alemana.
En realidad, estaremos más cerca de comprender las diferencias actuales si partimos de la
constatación de que existe una tendencia generalizada, en todos los sistemas nacionales, hacia la
integración de la oferta de enseñanza secundaria. Ello no significa que no existan también
contratendencias conducentes hacia la diferenciación, pero una y otra se desenvuelven por líneas
diferentes. La tendencia a la integración se manifiesta en la unificación formal de ramas de la
enseñanza anteriormente separadas, la atención a todos los alumnos en centros similares y la
unificación general de los títulos. Las contratendencias diferenciadoras se manifiestan dentro de las
nuevas ramas únicas -por mecanismos que posteriormente analizaremos-, en el nuevo impulso hacia
la privatización de la enseñanza y en los niveles de enseñanza que siguen al tronco común.
Desde este punto de vista, son muy pocos los sistemas que se distinguen por su carácter
integrado desde antiguo, y, de entre ellos, nos detendremos en los de los Estados Unidos y la Unión
Soviética. Entre los sometidos al proceso de reforma desde la segregación a la integración, podemos
distinguir tres grupos: en el primero incluiremos aquellos que han ido más lejos en tal proceso,
llegando al establecimiento de una escuela integrada tanto en el primero como en el segundo ciclo de
la secundaria; en el segundo, los que han establecido una enseñanza integrada en el primer ciclo pero
no han hecho ni intentan hacerlo en el segundo; en el tercero, los que se muestran particularmente
resistentes a cualquier intento de integración. Una vez más, hay que decir que las fronteras que
acabamos de establecer distan mucho de estar claramente definidas, pero estamos seguros de que
esta tipología ayudará a comprender las distintas problemáticas que hoy presentan los sistemas
escolares. Como ejemplo de sistemas casi enteramente integrados tomaremos los de Suecia e
Ingleterra y Gales; como ejemplo de resistencia a la integración, el de la República Federal de
Alemania. Estos son además los sistemas más estudiados y mejor conocidos, de manera que resulta
necesario un cierto conocimiento de los mismos para poder ubicar correctamente toda la información
sociológica a la que posteriormente acudiremos para desbrozar los problemas de la enseñanza secun-
daria en general.
17 Senior Junior
16 High high and
15 school school senior
14 Junior high
13 high school
12 Middle
Middle school
11 school
school (8-4) (6-3-3) (6-6)
10
9
8
7 Elementary school
6
5
4 Kindergarten
(Tomado de Cobo, 1979)
La Unión Soviética
En su momento daremos cuenta de las formas citadas de diferenciación y otras. Por otra
parte, se tendría una pobre impresión de la educación soviética si se considerara que se agota en el
sistema escolar descrito. Las escuelas mismas son, por así decirlo, mucho más absorbentes que las
occidentales, reteniendo con frecuencia a los alumnos durante ocho o diez horas diarias -lo que se
llama jornada u horario prolongado (Khripkova, 1983)-, están estrechamente vinculadas a los
centros de producción (Rozov, 1980) y son sólo una de las formas de encuadramiento de la juventud
no trabajadora, en concurrencia con las organizaciones juveniles e infantiles propiciadas por el
PCUS, muy masivas a pesar de ser estrictamente voluntarias (Grant, 1979).
Suecia
Inglaterra y Gales
El sistema educativo en Inglaterra y Gales -distinto del de Escocia e Irlanda del Norte-
resulta extremadamente complejo. En realidad, es el resultado de la mezcla de dos sistemas distintos,
el tripartito de la ley de 1944 y el integrado (comprehensive) que viene extendiéndose desde los años
sesenta, pero sin haber llegado a acoger a todo el grupo de edad potencialmente afectado. La ley de
1944, al mismo tiempo que generalizaba el primer ciclo de la enseñanza secundaria, establecía la
existencia de tres tipos de escuelas en el sector público (aplastantemente mayoritario). Los alumnos
"más capacitados" deberían asistir a las grammar schools, de orientación académica y literaria, o a
las technical schools, de orientación técnica y científica. Los demás -la mayoría- deberían hacerlo a
las secondary modern schools, "escuelas secundarias modernas", de orientación general, en realidad
una prolongación de la enseñanza primaria para aquellos que no estaban llamados a acceder a los
estudios superiores. La selección de los alumnos se realizaba con base a un examen que tenía lugar a
los once años de edad (eleven-plus) y marcaba la frontera entre la enseñanza primaria y el primer
ciclo de la secundaria. Junto al sector público propiamente dicho existían las escuelas privadas
(independent o public schools, un término engañoso), estrictamente de élite, en muchas ocasiones
con un régimen de internado, y por las que hace unos decenios pasaba la mayor parte de los futuros
estudiantes de Oxford y Cambridge. Estas escuelas, grosso modo secundarias, no se ajustaban
necesariamente a la norma de ingreso a los once años, sino que ofrecían -y ofrecen- diversas
combinaciones de edades en concordancia con las escuelas primarias igualmente de élite (las
llamadas preparatory schools, por las que pasaban sus alevines, a diferencia de las primary schools,
por las que pasaba el resto). Además, había un pequeño sector de escuelas secundarias literarias
públicas (es decir, grammar schools) sostenidas en buena parte por fondos públicos gubernamentales
y en las que algunos alumnos pagaban la enseñanza entera o parcialmente mientras otros eran
becados por las autoridades educativas locales (Local Education Athorities:LEAs): se trataba de las
llamadas escuelas de subvención directa o direc-grant schools. En 1975, el gobierno laborista, su
principal fuente de fondos, decidió retirárselos, forzándolas a pasar al sector privado o al
estrictamente público (entonces tenían 122.000 alumnos) (Bellaby, 1977: 15; Brock, 1981: 154). La
distribución de las sucesivas cohortes de alumnos entre los distintos tipos de escuelas públicas o
semi-públicas variaba enormente de un distrito a otro, según la composición y la disposición política
de cada LEA. No obstante, en general, un alumno de cada cinco accedía en los años cincuenta a una
grammar school, siendo los de las technical una ínfima minoría (Rubinstein y Simon, 1973), de
modo que el sistema era más bien "bipartito".
Los experimentos hacia la integración escolar comenzaron ya hacia la inmediata posguerra,
pero sólo se generalizaron en la segunda mitad de los sesenta y los setenta. Esta lentitud, así como la
diversidad de fórmulas que veremos a continuación, se debe a la peculiar organización
administrativa del sistema escolar británico. Las autoridades locales de los condados (counties) y
burgocondados (county-boroughs, las grandes ciudades) lo son también en materia de educación:
construyen los centros, nombran y pagan al profesorado, suministran material y equipo, etc.. Todo
esto les da un poder en materia de educación, y explica que se hayan sometido a la política de
integración del primer ciclo secundario, no sólo a un ritmo distinto, sino también mediante diferentes
fórmulas, a veces por delante y a veces por detrás de los deseos del gobierno.
Las primeras experiencias de integración consistieron simplemente en la agrupación bajo un
mismo techo de los distintos tipos de enseñanza (multirateral schools), pero pronto dieron paso a un
currículo en principio común. Con la supresión del examen selectivo a los once años, se dio vía libre
a la integración, y a la mitad de los sesenta, con la circular 10/65, el ministerio estableció qué tipos
de escuelas integradas o comprehensivas (comprehensive schools) se consideraban aceptables. El
ministerio apoyaba abiertamente dos fórmulas: escuelas comunes desde los 11 a los 18 años (all-
through), y escuelas partidas en dos niveles, los dos primeros años de secundaria (11-13: junior) y
los cinco siguientes (13-18:senior), siempre que los alumnos pasaran de una a otra sin ningún tipo de
selección ni derivación hacia los centros todavía existentes del antiguo sistema tripartito (éstas son
las llamadas two-tier schools, literalmente "escuelas de dos pisos"). Declaraba insuficientes dos
fórmulas intermedias, ambas incluyendo el paso de todos los alumnos al ciclo junior comprehensivo,
pero pasando sólo algunos al ciclo senior (y el resto de las antiguas escuelas tripartitas) o
dividiéndose en él en dos grupos, los que pretendían seguir más allá del período obligatorio (más
allá de los 14 años hasta los 16 ó los 18) y los que no, por considerar que una y otra no hacían más
que retrasar la selección un par de años. Expresaba sus dudas, en fin, por estimarlas todavía no
probadas, sobre otras dos fórmulas: acceso de todos los alumnos a la comprehensive y permanencia
en ella hasta los 16 años, y acceso si lo deseaban a otra escuela común para el grupo de los 16-18
años (sixth-form college), por un lado, o bien fusión de los dos primeros cursos de la secundaria
(junior) con los dos últimos de la primaria en una sola escuela para el grupo de 9 a 13 años (las
middle schools) y paso de todos, posteriormente, a la escuela de 14 a 18 (upper school), siendo
ambas comprehensivas (Bellaby, 1977; Lodge y Blackstone, 1982). Las fórmulas que han
sobrevivido son las dos primeras y las dos últimas. La diversidad de propuestas no fue simplemente
el resultado de distintas ocurrencias, sino en parte de la dificultad de materializar la nueva
orientación con los viejos edificios disponibles -que raramente podían albergar escuelas del tipo all-
through- y en parte de la resistencia a la integración, pues partir la secuencia 11-18 en dos puede ser
una forma de dar a algunos sectores de alumnos la ocasión de abandonar.
A la organización de las escuelas hay que añadir el sistema de exámenes públicos. A los 16
años, por regla general, los estudiantes de secundaria pueden presentarse a exámenes por materias
administrados por organismos extraescolares regionales fuertemente dominados por las
universidades. Obtienen entonces lo que se llama certificado general de educación de nivel ordinario
(General Certificate of Education, Ordinary level: GCE-'O'), varios "pases" del cual (es decir,
aprobados en varias materias) daban acceso a los cursos sexto y séptimo (sixth-form) en las grammar
schools. Después, generalmente a los 18 años, pueden presentarse a otros exámenes equivalentes de
nivel "avanzado" (General Certificate of Education Advanced level, o GCE-'A'), también por
materias, y en cuyos resultados se basan las universidades y los institutos politécnicos superiores
para seleccionar a los aspirantes. Estos dos tipos de exámenes estaban y están pensados para el
veinte por ciento de los alumnos con mejor rendimiento académico, de manera que son duros,
fuertemente academicistas y muy selectivos. Desde 1964-65, no obstante, existe otro examen a los
16 años, el Certificado de Educación Secundaria (Certificate of Secondary Education, CSE) con
diversas variantes, pensado para el cuarenta por ciento siguiente en capacidad, menos académico y
con materias examinables más actuales, más vinculado a las peculiaridades locales y en el que los
profesores gozan de un mayor grado de control. Este examen ofrece diversos modelos o modos
(modes) y, por supuesto, otorga distintas notas (grades), de manera que las mejores notas en el
modelo más académico tienen un valor de mercado que se solapa con el del GCE (Wright, 1979), lo
que hace que muchos alumnos se presenten a ambos para las mismas materias o a otras
combinaciones posibles. Diversas propuestas de unificar el GCE-'O' y el CSE o de crear exámenes
menos selectivos a los 18 años (como alternativa o como complemento al GCE-'A') no han cuajado
de momento (véase Hargreaves, 1982; Marsden, 1979; Consejo de Europa, 1970).
Tras el cuarto o el quinto curso de la escuela integrada (comprehensive) o de la antigua pero
todavía existente secundaria no académica (secondary modern), los jóvenes pueden pasar a escuelas
secundarias profesionales (further education, literalmente educación "ulterior" o complementaria) de
dos o tres años (según a qué edad tenga lugar el tránsito, pero en todo caso hasta los 18), al cabo de
los cuales les espera toda una gama de exámenes públicos de índole profesional, general -pero de
poco valor- o mixta: Certificado de Educación Ampliada (Certificate of Extended Education, CEE),
del City and Guilds Institute, del Business Education Council, etc. (Edwards, 1983).
Este complejo sistema escolar está esquemáticamente representado en la Figura 5. Añadamos
simplemente que la integración de la enseñanza secundaria no es en modo alguno completa. Como
ya se sabe, la comprehensive school coexiste con escuelas del viejo sistema tripartito (secondary
modern, grammar, technical y bilateral, siendo éstas una reunión de las dos últimas), además de con
un sector privado que tiene una gran libertad de acción. Lo más importante, sin embargo, es que en
las mismas comprehensive se pueden seguir programas muy diferentes. Para empezar, parte de los
alumnos no accede a los cursos de sexto y séptimo (sixth-form). Cuando acceden, ello no quiere
decir que lo Hagan para preparar exámenes del GCE-'A', sino que también pueden seguir cursos de
formación profesional o conducentes a exámenes de tipo GCE-'O' y el CSE, que los más aventajados
ya habrán dejado atrás. Cuando se acerca la edad de presentarse al GCE-'O' y el CSE, los centros
suelen organizar cursos distintos según que los alumnos vayan a presentarse a uno, a otro o a
ninguno.
Esto hace que desde el principio de la secundaria existan diversas formas de diferenciación dentro de
la escuela, siendo la más importante la agrupación de los alumnos por separado para formar grupos
de capacidad o velocidad de aprendizaje homogéneas. Esto es lo que se llama streaming (de stream:
arroyo o corriente -digamos "canalización"-), consistente en agrupar a los alumnos en varios
colectivos según sus capacidades y para todas las asignaturas, en atención sobre todo a los
"especialmente dotados" (specially gifted) y a los de "aprendizaje lento" (slow learners); banding
(de band: banda, brazalete - o sea, etiqueta que se lleva en el brazo-, etc.), que es lo mismo pero con
base en una división en grandes grupos con una gama de capacidades no demasiado estrecha; o
setting (de set: colocar, digamos "colocación" o "distribución") que vuelve a ser lo mismo pero ahora
los grupos no se forman indistintamente para todas las materias, sino para materias específicas, no
necesariamente todas y pudiendo variar su composición de una a otra.
Francia
El sistema escolar francés ha seguido una larga y trabajosa marcha, de la posguerra a hoy,
desde una estructura interna fuertemente segregada hasta la organización cuasi-integrada del primer
ciclo de la enseñanza secundaria. Antes de 1959, los alumnos seguían cinco años de enseñanza
primaria común y eran drásticamente divididos de inmediato: unos seguían en la enseñanza general,
debiendo pasar otras estaciones de selección a lo largo del primer ciclo de la secundaria para llegar
al segundo; otros, si lograban pasar un examen extraaordinario, podían matricularse en unos "cursos
complementarios" para obtener algún título de formación profesional con posterioridad; otros, en fin,
eran almacenados en las llamadas con desparpajo "clases de fin de estudios" hasta superar la edad de
la escolarización obligatoria (Prost, 1970; Seage et al., 1976). (Véase Figura 6).
El alemán federal es quizá el sistema más selectivo del occidente industrializado, sin que las
sucesivas propuestas y experimentaciones de reforma, que no han faltado, hayan logrado calar
sustancialmente. Además, debido a la estructura federal del país, integrado por once Länder, el
sistema registra numerosas variaciones a lo largo y ancho del territorio. No obstante, trataremos de
exponer las líneas más comunes (véase Figura 11), si bien señalando algunas excepciones.
Los niños acceden con seis años a la escuela elemental (Grunschule), en la que pasarán
cuatro cursos, los únicos en común. En algunos casos acceden a los siete, cuando provienen de
jardines de infancia que integran el primer año elemental (Schulkindergarten). A los diez años se
incorporan al primer ciclo secundario, que dura cinco o seis años, según veremos a continuación. La
escolaridad obligatoria comprende hasta los quince años, si bien son obligatorios -aunque no
estrictamente- otros tres de aprendizaje. En el primer ciclo secundario (Sekundartufe I) hay tres tipos
de escuelas: la Hauptschule, hasta los quince años, que no es más que una prolongación de la escuela
primaria, , en conjunción con la cual formaba hasta no hace mucho la certeramente llamada "escuela
del pueblo" (Volksschule), denominación hoy ya abandonada en la mayoría de los sitios; la
Realschule, o escuela intermedia, hasta los dieciséis, que conduce por sí misma a través de otros
estudios cortos ulteriores a trabajos de empleado o de técnico medio; y el Gymnasium, o escuela
académica, hasta los diecinueve, que conduce a los estudios superiores y las profesiones de élite.
Excepcionalmente, en las ciudades-estado de Berlín y Bremen la enseñanza primaria dura seis años
(hasta los doce), de manera que la transferencia al primer ciclo secundario tiene lugar al comenzar el
séptimo año de escolaridad.
En la década de los setenta se fue introduciendo lentamente en un estado tras otro el llamado
"ciclo de observación" o "de orientación" (Förderstufe u Orientierungsstufe), que comprende los dos
primeros cursos del primer ciclo secundario. Esta es justamente la finalidad por la que se prolonga
dos años más la primaria en Berlín y Bremen. En otros estados se cubre en una escuela separada
(Baja Sajonia), en una escuela multilateral en la que coexisten los tres tipos de secundaria o en
escuelas secundarias separadas, que es lo más común. En general, no obstante, los casos de cambio
posterior a la primera orientación, durante el ciclo de observación, son muy frecuentes.
La Hauptschule ofrece al cabo del noveno curso un título (Hauptschulabschlusszeugnis) que
permite el acceso al aprendizaje, la prosecución de un décimo curso complementario, la
transferencia a los cursos de la Realschule o el paso a la formación profesional a tiempo completo.
Las salidas más comunes son la primera y la última. Uno de cada cinco alumnos no logra este título
y debe conformarse con un mero certificado de haber cubierto el período obligatorio (el
Hauptschulabschlusszeugnis). Casi dos tercios de los alumnos acuden a este tipo de secundaria,
mientras el tercio restante se reparte por mitades entre el gimnasio y la escuela técnica.
Teóricamente, los alumnos no sólo pueden ser "reorientados" durante los dos primeros años, sino
también pasar a la escuela técnica (Realschule) después del tercer o el cuarto cursos, entrando en el
llamado "ciclo de capacitación" (Aufbauzüge o Aufbaurealschule) donde se acogería a los
descubrimientos tardíos reforzando su enseñanza en materias básicas. Sin embargo, los que logran
esto son una ínfima minoría, y el sistema se muestra enormemente estanco una vez producida la
primera orientación.
La Realschule ofrece al cabo del décimo año un título de "madurez media" (Mittlere Reife)
que permite el acceso a la formación profesional a tiempo parcial o completo, al segundo ciclo
secundario "complementario" o "de capacitación" de tipo gimnasio (Aufbaugymnasium, similar,
mutatis mutandi, a la Aufbaurealschule) o a ciertos estudios superiores vía gimnasios especializados.
Teóricamente, después del tercer año en esta escuela (al comenzar octavo) también es posible la
transferencia a los cursos del Aufbaugymnasium, además de la oportunidad de cambiar de rama -para
bien o para mal- durante el ciclo de observación.
El gimnasio, finalmente, comprende desde el quinto (séptimo en Berlín y Bremen) hasta el
treceavo curso, o sea de los diez a los dieciocho años. Los tres últimos cursos quedaban dentro del
segundo ciclo de la enseñanza secundaria (Sekundarstufe II). Existen diversos tipos de gimnasio,
según su especialización: fundamentalmente el clásico (alt-sprachliches Gymnsium), el de lenguas
modernas (neue sprachliches Gymnasium) y el científico (matematisch-naturwissenschftliches
Gymnasium), además de otros especializados en ciencias económicas, ciencias económicas y
sociales, estudios técnicos o música, y de gimnasios especiales para mujeres. Los tipos principales
dan acceso generalizado a cualquier tipo de estudios universitarios, los otros sólo a algunas carreras,
las concordantes con su especialidad. Desde 1972 tiene lugar un lento proceso de reforma de los tres
últimos cursos, en los que las ramas anteriores están siendo fusionadas en lo que se llama "ciclo
superior gimnasial reformado" (reformierte gymnasiale Obertufe). El primer ciclo del gimnasio se
cierra con el título de "madurez media" (Mittlere Reife), homólogo del otorgado por la Realschule
(en realidad, en ésta se trata de un término importado para designar lo que propiamente se denomina
Realschulabschlusszeugnis).
En el primer ciclo, dentro de cada gimnasio existen otras formas de diferenciación,
particularmente la agrupación por capacidades y/o para asignaturas concretas y la existencia de
asignaturas optativas. En el ciclo superior, tras la reforma, los estudiantes, en vez de presentarse a un
examen (Abitur) gigantesco al cabo del treceavo curso (examen que comprenda una docena de
materias), se presentan a exámenes en cuatro materias y pasan el resto mediante un sistema de
"créditos" acumulables durante los tres años, sistema similar al norteamericano pero mucho más
exigente y academicista (Gellert, 1981). Este procedimiento de acumulación de créditos se basa en
una amplia gama de materias optativas durante este ciclo.
En la actualidad existen también, aunque muy minoritariamente, "escuelas conjuntas"
(Gesamtschule) que agrupan a sustituyen a las tres ramas. Las hay de dos tipos: simplemente
multilaterales, que reúnen bajo un mismo techo las tres ramas tal cual eran cuando estaban en
centros separados (additive o kooperative Gesamtschule), e integradas, que ofrecen un programa
común (integrierte Gesamtschule). Las escuelas integradas practican la diversificación de los
alumnos mediante el agrupamiento por capacidades para todas las asignaturas conjuntamente y/o
específicamente para algunas, y ofrecen una amplia gama de optativas, lo que hace que se
constituyan en ellas grupos más o menos equivalentes a las tres ramas normales. Esto en el primer
ciclo, pues generalmente llegan hasta noveno o décimo (quince o dieciséis años), pero cuando
cubren el ciclo superior (hasta treceavo, diecinueve años) lo que ofrecen es un programa idéntico al
del gimnasio para los estudiantes que quedan. En Berlín, que es donde más abundan, estas escuelas
acogen a un alumno de cada cuatro en el primer ciclo (Heinermann, 1984).
Para los alumnos de la Realschule y la Hauptschule, las posibilidades en el segundo ciclo
secundario se reducen prácticamente a la formación profesional o nada. la mayor parte -la práctica
totalidad de los procedentes de la Hauptschule y parte de los de la Realschule- acuden a la formación
profesional a tiempo parcial, la Berufschule, que combina el aprendizaje en las empresas -o el
trabajo sin aprendizaje- con cursos escolares de formación teórica y práctica para un oficio y
generales. Esta escuela dura tres años y culmina en un examen administrado por las Cámaras de
comercio e industria locales. Esto es lo que se denomina "sistema dual", y por él pasan la mayor
parte de los trabajadores (sesenta y dos por ciento de los empleados en 1971, nacidos en 1918 o
después) (Lutz, 1981).
En paralelo, pero de dimensiones mucho más reducidas, se encuentra la formación
profesional especializada a tiempo completo (Berufsfachschule), para acceder a la cual es requisito
haber pasado con éxito la Hauptschule o la Realschule. Los cursos duran casi siempre un año, a
veces dos, y sólo existen para algunas especialidades como puericultura, comercio y escasos estudios
técnicos de bajo nivel.
Después del primer curso o terminada la Berufschule se puede acceder a la
Berufaufbauschule, de tres años de duración (pero para cada alumno depende de en qué años de la
Berufschule se produzca el tránsito), que ofrece cursos profesionales de nivel más elevado y
proporciona un equivalente profesional del Mittlere Reife. Se trata también de una enseñanza a
tiempo parcial. También se reduce a pocas especialidades: comercial-industrial, industrial-técnica,
economía doméstica y puericultura, asistencia social y agricultura.
Finalmente, la Fachoberschule (escuela técnica superior), restringida a los que han obtenido
el título de la Realschule, proporciona una especialización técnica a tiempo completo durante dos
cursos (en ocasiones, el primero a tiempo parcial), y la obtención del título (Fachhochschulreife)
permite el acceso a la enseñanza técnica superior corta (Fachhochschule).
Con esto nos basta. No obstante, para quienes deseen conocer las características generales de
otros sistemas o duden de la representatividad de los hasta aquí expuestos, incluimos al final un
apéndice con descripciones muy someras de los organigramas escolares de algo más de una veintena
de países. En todo caso, su lectura no resulta necesaria para seguir los próximos capítulos.
Capítulo 2
El caso
contra la enseñanza segregada
En el origen de la enseñanza secundaria, nada parecía más natural que la existencia de dos
escuelas separadas e inconexas. Una, la secundaria y sus clases preparatorias, debía albergar y
formar a las futuras élites de la nación. Otra, la primaria, no tenía otro objeto que alfabetizar a las
masas, enseñarles las cuatro reglas, transmitirles algunos conocimientos para andar por casa y
moralizarlas, es decir, someterlas ideológicamente. Este modelo dual no era más que la traducción
escolar de un modelo social más general según el cual la comunidad estaba y debía estar dividida en
clases con niveles de riqueza distintos y, probablemente, derechos políticos distintos -por ejemplo, el
sufragio censitario-. Pero este modelo social, basado ideológicamente en un discurso liberal centrado
entorno a los derechos de la propiedad, tenía el inconveniente de exponer demasiado claramente las
fisuras sociales y las líneas de enfrentamiento de las clases. Entorno a la Primera Guerra Mundial, el
movimiento obrero de los distintos países capitalistas consiguió el pleno acceso a la ciudadanía a
cambio de la renuncia explícita o implícita a una política autónoma de clase. El eje del nuevo
consenso fue la aceptación de la economía capitalista, el estado democrático parlamentario y el
discurso liberal, ahora más inclinado hacia los derechos de la persona pero siempre firmemente
anclado en la defensa de los derechos de la propiedad (Gintis, 1980; Bowles, 1982 y 1984). La
ciudadanía conseguida por el movimiento obrero podría descomponerse en el reconocimiento
definitivo, más o menos pleno y estable de los derechos sindicales, el sufragio universal y, lo que
nos interesa más aquí, la universalización de la enseñanza y su organización pretendidamente
meritocrática.
Por otra parte, con la destrucción de la vieja industria familiar y artesanal, primero, y la
pérdida por los trabajadores del control sobre el proceso de aprendizaje en la industria capitalista,
después, la tarea de cualificar la fuerza de trabajo -que en todo caso representa un gasto que las
empresas están poco dispuestas a sufragar directamente- pasó casi íntegramente a la escuela. Nada
más lógico, entonces, como que la escuela se bifurcara tras la enseñanza elemental desviando a la
mayoría de los alumnos hacia el trabajo cualificado, vía la formación profesional, o hacia el trabajo
no cualificado, vía la incorporación directa al empleo desde la enseñanza primaria. Fuera como
fuera, la ampliación progresiva del período de escolaridad obligatoria, o la ampliación de hecho de la
permanencia en la escuela más allá del período obligatorio, vino acompañada de una diferenciación
interna del sistema escolar, generalmente hacia el quinto año.
La primera mitad de este siglo fue también escenario del convencimiento de que existía algo
llamado inteligencia susceptible de ser medido, para lo cual se elaboró una notable parafernalia
estadística. Desde edades tempranas, pues, se podría saber quiénes eran los mejores dotados por la
naturaleza y prepararles futuros escolares -y por ende sociales- distintos y en consonancia con su
capacidad. En realidad, esta creencia venía de lejos y todavía tiene defensores científicos hoy
(Galton, 1883; Binet, 1903; Binet y Simon, 1901; Terman, 1923; Spearman, 1927; Burt, 1958;
Jensen, 1969). El hecho de que los más "inteligentes" resultaran ser normalmente los vástagos de las
clases altas no quitaba el sueño a los partidarios de la medición de la inteligencia, que consideraban
a ésta fundamentalmente heredada genéticamente. La naturaleza y la sociedad, y dentro de ésta la
escuela, parecían estar en armonía, y los gobiernos no tenían que preocuparse demasiado por el
hecho de que la mayoría, principalmente los hijos de los trabajadores, no lograban pasar de la
primaria o la formación profesional temprana.
Pero el consenso en torno a la escuela como mecanismo meritocrático no es tan fácil de
mantener y tiene, en cualquier caso, su precio. Si se legitiman las diferencias sociales en función de
los distintos niveles de educación, o de distintas capacidades producto al menos en parte de la
educación, es lógico que todo el mundo quiera en principio pasar más años en la escuela o que los
pasen sus descendientes. Por otro lado, la educación no es solamente un instrumento -presuntamente
eficaz- para lograr prestigio, ingresos, una posición, etc., sino también un fin en sí, no es sólo una
"inversión" sino igualmente un "bien de consumo" deseable y muchas veces deseado, luego todos
tienen derecho a una mejor educación. La educación queda dentro del grupo de derechos sociales
que, como la sanidad, la asistencia social, el subsidio de desempleo u otros, debe garantizar el
Estado a todos los ciudadanos con independencia de su capacidad económica individual. En fin, una
escuela dividida en la que a partir del cuarto, quinto o sexto año los alumnos se bifurcan para recibir
enseñanzas con un valor muy distinto parecía y parece injusta a todas luces. Los argumentos en
contra de la segregación temprana -por ejemplo, contra la antigua división entre bachillerato
elemental y prolongación de la primaria en España- han sido tantas veces repetidos que atenta al
pudor la sola idea de volverlo a hacer aquí, de manera que no lo haremos. Nos limitaremos a ofrecer
algunos datos sobre la magnitud del problema y sus dimensiones de clase.
Antes, no obstante, debemos decir que la ofensiva contra la escuela segregada sólo fue
posible a partir del descrédito de las tesis hereditarias en materia de inteligencia. La idea de que la
inteligencia sea algo parecido a una facultad única y medible ha sufrido ataques decididos y
solventes, pero que no han hecho demasiada mella en ella, sobre todo desde la teorías de Piaget y la
psicología estructural desarrollada en la Unión Soviética. Los tests de inteligencia siguen siendo
ampliamente aceptados porque predicen los resultados escolares, o sea los resultados de los
exámenes, y hacen esto porque son básicamente exámenes, vale decir porque la pescadilla se muerde
tautológicamente la cola. Lo que ya no goza de tanto crédito es la idea de que la inteligencia se
herede. Sucesivos ataques contra las tesis hereditaristas han partido de la crítica de su metodología -
cuando no de la acusación de pura y simple delincuencia científica, como en el lamentable caso de
sir Cyril Burt, un profesional de la falsificación-, de investigaciones longitudinales y del empleo de
métodos de estudio distintos para abrir paso progresivamente al reconocimiento de la influencia del
ambiente en la "inteligencia medida" (Gillie, 1976; Salvat, 1976; Kamin, 1983; Taylor, 1983; Rose y
Rose, 1979; Tort, 1977). Si esto es cierto, la escuela, que forma parte del "ambiente", sería la
principal responsable del desarrollo intelectual individual o, al menos, tendría mucho que hacer en la
compensación de las diferencias "innatas". No sería justo, por consiguiente, proceder a la separación
de los escolares cuando aún no se han desarrollado adecuadamente sus potencialidades.
No es preciso -y sería reiterativo y aburrido- examinar uno por uno los sistemas educativos
del mundo industrializado. Por otra parte, no sería posible, pues no todos los países se han
preocupado por igual de examinar la selección escolar y sus raíces y son muy pocos los que han
producido estudios sistemáticos al respecto. En el Cuadro 1 se recogen los porcentajes de alumnos
que permanecen en la enseñanza general o son desviados hacia la profesional o el empleo en un
número importante de países. Fuera de esto, nos dedicaremos más en detalle a algunos estudios de
los casos francés e inglés -antes de la reforma comprehensiva- que pueden considerarse
representativos del conjunto de los sistemas segregados, lo mismo en el espacio que en el tiempo.
En el capítulo anterior hemos visto cómo era el sistema escolar francés antes de la reforma
Haby, que creó el colegio único para el grupo de 11 a 15 años. A la entrada en el sexto año de la
escolaridad obligatoria (primero de la secundaria básica), los alumnos eran segregados en distintas
ramas: "Lenguas Clásicas" y "Lenguas Modernas I" (unidas durante este curso y el siguiente),
"Lenguas Modernas II" y "clases de fin de estudios". Por desgracia, los datos estadísticos no siempre
se prestan a ser manejados de acuerdo con las categorías previamente elegidas, pero al menos
proporcionan indicadores indirectos.
CUADRO 1
Cifras absolutas y porcentajes de alumnos en secundaria, y parte de los mismos que se encuentra en la rama general.
CUADRO 2
Destino (filas) y origen (columnas) de los alumnos con cinco años de diferencia.
La segunda parte del problema es quién va a qué rama de la escuela, o cuál es el efecto de la
pertenencia de clase y otros factores sociales sobre las oportunidades de acceder a una u otra rama.
Como las dimensiones de las clases o los grupos sociales son distintas, no basta con ver cuántos
hijos de profesionales liberales o de obreros hay aquí o allá, pues hay que relacionar estas cifras con
el número de candidatos posibles. Un modo de hacerlo es lo que suele llamarse "orden de
probabilidades", que permite reducir la presencia de cada grupo a índices conmensurables. Una
manera sencilla de obtenerlo es dividir por el número de jóvenes de una categoría social -clase,
estrato social, categoría ocupacional, etc.- para una cohorte de edad dada el número de ellos que se
encuentra en la rama escolar cuyo sesgo de clase pretendemos analizar. A continuación se hace lo
mismo con las demás categorías sociales y se comparan los índices entre sí, lo que proporciona una
idea aproximada del grado de clasismo o democratización de un sistema. Si el sistema fuera
enteramente democrático en lo que concierne al origen social, todas las categorías sociales estarían
representadas en las mismas proporciones y diríamos entonces que las probabilidades de acceso son
las mismas para cada una de ellas. Girard y Bastide, haciendo estos cálculos y tomando como base
las probabilidades del grupo social más desfavorecido, obtuvieron los siguientes resultados: del
grupo menos favorecido al más, las probabilidades de acceso a sexto variaban de 1 a 3.5, y las de
acceso a un sexto de liceo de 1 a 7.
La selección no se detenía ahí, sino que continuaba a lo largo del primer ciclo. Como el
período de escolaridad obligatoria llegaba entonces en Francia hasta los catorce años, y el primer
ciclo -sin repeticiones- terminaba a los quince, los alumnos tenían la posibilidad de abandonar la
escuela de buen o mal grado antes de terminarlo. Al llegar la cohorte estudiada al final del primer
ciclo, habían abandonado ya antes la escuela el 56 por ciento de los asalariados agrícolas, el 40 por
ciento de los agricultores y el 43 por ciento de los obreros, pero sólo el 1 por ciento de llos
profesionales liberales y técnicos superiores (es decir, de sus hijos).
Baudelot y Establet (1976) analizaron más sistemáticamente la procedencia social de los
alumnos de los distintos tipos de curso cuarto ("clásicas", "modernas I" y "práctico"), de su
equivalente en la formación profesional (el Centre d'Enseignement Technique, CET) y de los que en
esa cohorte de edad estaban fuera del sistema, por haberse incorporado al mercado de trabajo. Los
resultados se reproducen en el Cuadro 3. Los valores consignados no pueden tomarse en sentido
estricto, sino solamente en relación unos con otros. Los datos estadísticos no permitieron a los
autores un cálculo más exacto por varias razones: básicamente porque sólo disponían de los datos
del sector público, si bien la enseñanza privada es muy minoritaria en Francia; y porque no contaban
con las cifras de matriculados en cada rama de cuarto desagregadas por edades, lo que habría
permitido eliminar a los repetidores, por un lado, e incorporar a los retrasados que se encontraban
todavía en cursos más bajos a pesar de pertenecer a la misma cohorte. Por consiguiente, se trata
solamente de probabilidades aproximadas, si bien puede suponerse con buen criterio que el orden
relativo de las mismas se mantendría similar en caso de poder llevarse as cabo un cálculo exacto.
CUADRO 3
Red SS Red
PP
4.º clásico + 4.º M1
Práctico + CET
4.º clásico
4.º práctico
Total PP
+ Fuera
4.º M1
4.º M2
Fuera
CET
CUADRO 4
1961 1970
Secondary 53.8 36.9
modern...................................................................................................................
Comprehensive.............................................................................................................. 4.5 29.2
......
Grammar........................................................................................................................ 22.1 18.3
.......
Technical........................................................................................................................ 3.1 1.2
......
Otras (bilateral, 6.2 5.9
etc.)................................................................................................................
Independent, direct-grant y alumnos becados en privadas 10.4 8.5
(assisted).....................................
CUADRO 5
Escuelas Públicas
En el Cuadro 6 (Brock, 1981) tenemos, para el mismo año y con la misma clasificación por
tipos de escuela, el destino posterior de los alumnos según accedieran a estudios universitarios
(degree courses), de magisterio (teacher training courses), otros post-secundarios (other further
education courses) o al trabajo. En ambos cuadros se ofrecen cifras absolutas -en miles- y relativas -
en porcentajes-.
Leyendo la séptima fila del Cuadro 5 pueden verse los distintos rendimiento, en términos de
exámenes, de los diferentes tipos de escuelas. En las direct-grant schools, 76 de cada cien alumnos
consiguen aprobar uno o más exámenes GCE-"A", en las independent 54 y en las grammar 52. Por
contra, las cifras de las comprehensive y secondary modern ("otras secundarias") son 12 y 3
respectivamente. A partir de aquí, las comparaciones ya no pueden hacerse fila por fila, puesto que
entre los que obtienen cinco o más GCE-"O" o CSE (con notas A o B o C y 1, respectivamente) no
figuran ya los que, además de ello, han obtenido algún GCE-"A". Lo que sí se puede comparar es el
porcentaje acumulado de estas dos filas o los porcentajes separados de las dos últimas, los que
obtienen notas consideradas insuficientes y los que no se presentan a exámenes.
CUADRO 6
Escuelas públicas
“Comprehen- Otras “Direct Todas
sive” “Grammar” Secundarias Total grant” Privadas las
escuelas
Todos los egresados (en
miles)
Egresados que acuden a: 31.9 7.2 0.7 39.8 5.8 8.7 54.3
Estudios de nivel universitario
Formación del profesorado 2.7 0.6 0.1 3.4 0.2 0.3 3.9
Otros estudios 70.4 5.8 11.9 88.1 2.1 9.2 99.4
post-obligatorios
Empleo 487.2 13.9 61.6 562.7 4.1 13.0 579.8
Porcentaje de egresados que
acuden a:
Estudios de nivel universitario 5 26 1 6 47 28 7
Formación del profesorado 0 2 0 0 2 1 1
Otros estudios 12 21 16 13 17 29 13
post-obligatorios
Empleo 82 51 83 81 33 42 79
El Cuadro 6 es de interpretación más fácil. Leyendo la fila sexta, por ejemplo, encontramos
que acuden a cursar estudios superiores en sentido estricto 47 de cada 100 alumnos en las escuelas
direct-grant, 28 en las independent y 26 en las grammar, frente a 5 en las comprehensive y 1 en las
secondary modern ("otras secundarias"). El orden es el inverso cuando se trata del acceso directo al
empleo. Sólo resta decir que las escuelas de tipo direct-grant no sacarían tanta ventaja a las
independent si en éstas se hubiera ofrecido una desagregación entre las propiamente de élite (public,
o las de la Headmasters Conference, HMC, "Conferencia de Directores") y otras que no lo son, la
mayoría confesionales, sobre todo católicas (voluntary, fuera de la HMC).
Hasta aquí tenemos un sistema fuertemente selectivo y dividido que, a partir de la primera
división, a los once años, ofrece oportunidades muy desiguales a los jóvenes, reflejándose esta
desigualdad en su distinta posición ante los exámenes públicos y los estudios post-secundarios. Si
esta división no tuviera mucho que ver con la clase de origen, el sistema podría ser todavía, no
obstante, meritocrático. El siguiente paso, por tanto, es ver quién acude a cada tipo de escuela. Para
ello nos basaremos en el trabajo de Halsey, Heath y Ridge (1980; véase también Heath, 1982).
Los británicos se distinguen por ser especialmente confusos en la elaboración de las
categorías sociales. En este caso se distingue entre la "clase de servicio" (service class), la media o
intermedia (intermediate: el término middle, en inglés, suele incluir a la clase "alta") y la obrera
(working), según el criterio de Goldrhorpe (Goldthorpe y Llewellym, 1977). La primera incluye
funcionarios del gobierno central y local, profesionales, administradores, directivos de las empresas
y grandes propietarios, pero, lamentablemente, también maestros y asistentes sociales, por ejemplo.
La segunda la forman los empleados de administración y ventas y otros similares sin
responsabilidades a su cargo, los pequeños propietarios y trabajadores autónomos y los capataces.
La tercera, en fin, comprende a los trabajadores manuales de la industria, los asalariados agrícolas y
arrendatarios y similares. Por consiguiente, se trata de una clasificación no homogénea con las más
comunes de clases sociales o status ocupacionales, pero, no obstante, con valor indicativo.
El Cuadro 7 representa la distribución de estas tres "clases sociales" entre los diferentes tipos
de escuela secundaria. las cantidades ofrecidas en porcentajes corresponden a una muestra
representativa formada por diez mil adultos -de veinte a cincuenta y nueve años- y recogida en 1972.
Los más jóvenes, por consiguiente, habían recibido su educación en los sesenta, y la mayoría, en
general, en el antiguo sistema tripartito. Los tipos de escuela que se distinguen ya deben resultarnos
conocidos, a la distinción entre las escuelas privadas que pertenecen a la Headmasters Conference y
las que no acabamos de aludir hace muy poco. Dado que en el intervalo de tiempo de tiempo
considerado las escuelas de tipo integrado (comprehensive) representaban una ínfima minoría, lo
más ilustrativo es comparar el reparto de los efectivos de cada clase entre las secondary modern, de
un lado, y las grammar, direct-grant e independent, de otro; o bien leer el cuadro por columnas,
teniendo en cuenta que los porcentajes se refieren a cada categoría social, no a cada tipo de escuela.
Así, por ejemplo, por la columna primera vemos que asistieron a la escuela secundaria "moderna"
(no selectiva) uno de cada cuatro miembros de la clase de servicio, dos de cada cuatro de la
intermedia y tres de cada cuatro de la obrera. Si comparamos los porcentajes acumulados de las
cuatro últimas que comprenden todas las escuelas privadas o pseudo-privadas y las grammar, la
asistencia de las clases de servicio, intermedia y obrera se aproxima, respectivamente, a seis, tres y
uno de cada diez. Y, si nos quedamos con sólo el sector más elitista (las privadas encuadradas en la
HMC, última columna), las cifras cantan por sí solas: la frecuencia relativa de la clase de servicio es
más de cinco veces la de la clase intermedia y casi cuarenta la de la clase obrera.
Pero, ¿podrían deberse estas diferencias entre las clases en el acceso a distintos tipos de
escuela a la ta traída y llevada heredabilidad genética de la inteligencia?. Ya hemos dicho que, en
general, la tesis hereditaria está hoy, por decir lo más, muy desprestigiada, o, por decir menos, bajo
un intenso fuego. No obstante, éste no es el lugar para dar cuenta de esa polémica. Sin embargo,
contamos con una información de importancia a este respecto, la del llamado Crowther Report
(Central Advisory Council, 1959). En este informe se recogen los resultados de los test
administrados a los reclutas de las fuerzas armadas, de edades entre los dieciocho y los veintiún
años. La muestra sometida al test fue dividida en seis "grupos de capacidad" y mostró que las
capacidades individuales estaban frecuentemente por encima de las que habían sido supuestas
cuando estos reclutas fueron seleccionados y distribuidos entre los distintos tipos de escuelas
secundarias, así como que las oportunidades escolares, a capacidad igual, no eran las mismas para
las distintas clases sociales. Así, por ejemplo, en el segundo grupo por orden de capacidad, el 58.6
por ciento de los reclutas cuyos padres eran profesionales liberales o directivos habían acudido a
escuelas grammar (literarias) o independent (privadas), frente a un 22 por ciento de los hijos de
trabajadores manuales cualificados y un 14 por ciento de los trabajadores no cualificados.
En realidad no era la primera vez que se ponían en duda la justicia y el acierto de la selección
a los once años. Antes del Informe Crowther, un estudio de la National Foundation for Education
Research ya había puesto de relieve que 122 de cada mil alumnos eran evaluados incorrectamente a
los once años (Vernon, 1957), y Douglas (1964) había mostrado ya antes, irrecusablemente, que la
selección para distintos tipos de escuelas secundarias discriminaba a los niños de clase obrera.
CUADRO 7
Lo ya visto sobre los sistemas escolares francés e inglés parece suficiente para afirmar, sin el
menor temor a equivocarnos por el hecho de generalizar, que los sistemas escolares segregados -es
decir, los que separan a los alumnos al comienzo mismo de la secundaria, ya desde su primer ciclo-
son clasistas en su reclutamiento. Decimos en su reclutamiento, porque, aunque no lo fueran ahí,
podrían seguir siéndolo en su función. Podemos afirmar que un sistema escolar es clasista cuando
prepara a la gente para integrarse en clases sociales diferentes, en las existentes en una sociedad
clasista. Ahora bien, si todos los nacidos en una sociedad, no importa en qué clase de origen,
tuvieran las mismas oportunidades de ir a parar a cualquiera de las clases de destino, tendríamos ante
nosotros un sistema meritocrático, clasista en su función pero no en su reclutamiento. Un sistema
meritocrático no es un sistema no clasista, sino un sistema clasista en el que la pertenencia de clase,
en vez de heredarse, se adquiere. Y, en la medida en que se adquiere, esto puede ocurrir gracias al
éxito en los negocios, a la educación, a un atraco perfecto, a la lotería o a otras muchas causas. Si la
educación fuera meritocrática, sería, como mucho, uno de los factores que conducen a un destino de
clase u otro. Esto es algo tan elemental que produce sonrojo tener que recordarlo, pero no está de
más dado lo extendido de la ingenua creencia en que la educación es el mecanismo fundamental en
la distribución de las personas por las distintas clases sociales.
Esta creencia está en la base de las actitudes de la opinión pública -o, si se prefiere, de las
reivindicaciones populares- en torno a la escuela y constituye el centro universal del discurso oficial
sobre la educación. Toda sociedad organizada y dividida que no quiera vivir en permanente guerra
civil necesita alguna forma de consenso o legitimación. En las sociedades industrializadas -y aquí,
por suerte o por desgracia, se incluyen tanto las capitalistas como las llamadas socialistas- este
consenso es fundamentalmente de tipo, digamos, tecno-meritocrático. Así como otros sistemas
sociales anteriores buscaron su legitimación en la religión o en las diferencias de nacimiento, la parte
del mundo en que vivimos la busca y al encuentra en buena medida en el supuesto de que cada cual
puede llegar lejos y sólo tan lejos como lleguen sus méritos. Los méritos, por descontado, son algo
muy difícil de medir, y para hacerlo hay que recurrir a procedimientos indirectos. En la época dorada
del capitalismo de libre empresa se suponía que la demostración de los propios méritos estaba
precisamente en el éxito económico. Puesto que el mercado estaba abierto a todos, cada cual podía
acudir a él con su trabajo o su producto y sería retribuido de acuerdo con el valor de éste. En el
capitalismo de hoy resulta más difícil creer en el mercado como un mecanismo justo de distribución
de recompensas, de modo que hay que buscar auxilio fuera del mismo. Entonces se vuelve la vista
hacia el Estado y, en particular, hacia la educación. Ante el Estado y ante la escuela se borran
teóricamente las diferencias marcadas por la propiedad y todos los ciudadanos son puestos en una
misma línea de salida, a partir de la cual cada uno deberá arreglárselas como pueda. Con
oportunidades educativas iguales, cada uno podrá desarrollar al máximo sus capacidades y
potencialidades, y la sociedad llamará a los más capaces al desempeño de las tareas más difíciles,
asignándoles, en correspondencia, recompensas mayores. En los países de economía capitalista, la
escuela va desplazando firmemente al mercado como foco del consenso meritocrático (Habermas,
1975). En los países llamados socialistas ya lo ha hecho por completo (Markiewicz-Lagneau, 1971;
Connor, 1979).
No es difícil intuir las consideraciones que llevaron a los sectores sociales excluidos de la
enseñanza académica a pedir su inclusión, o sea un sistema escolar unitario. La evidencia de todos
los días es que la posición social va asociada a la educación -si bien lo que la evidencia cotidiana no
nos dice es si la segunda es la causa de la primera o ambas tienen una tercera causa-. En el peor de
los casos, lo que en manera alguna podría ser una solución para una clase entera sí puede serlo para
algunos de sus miembros -a condición, precisamente, de que sean sólo algunos-. La educación es la
esfera donde los trabajadores que no encuentran soluciones como clase pueden buscarlas
individualmente, si no para sí mismos al menos para sus descendientes. Por otra parte, hay una larga
tradición liberal y socialista o anarquista que vincula la lucha por la libertad y por las mejoras
materiales al acceso a la educación. En el discurso dominante no caben otras tradiciones del
movimiento obrero, pero sí ésta, sobre todo si supone la aceptación total o parcial del consenso
meritocrático. Desde este punto de vista, las reformas educativas pueden ser un buen sustituto de
reformas sociales que tendrían un precio económico y político más elevado.
La posguerra fue un período dominado por una ideología relativamente igualitaria. Haber
compartido la carga bélica daba un derecho suplementario a participar adecuadamente en el reparto
de la riqueza. En la misma dirección apuntaban el peso de las tradiciones del movimiento obrero de
entreguerras y el entonces todavía considerable atractivo de los logros sociales de la Unión
Soviética, todavía no definitivamente empañados por la propaganda de la guerra fría y la realidad de
Berlín, Hungría, Checoslovaquia, etc. Por otro lado, sin embargo, la posguerra fue también un
período de crecimiento económico acelerado que insufló nueva vida al capitalismo e hizo olvidar la
época de la Gran Depresión, así como el escenario del surgimiento y desarrollo del Estado del
Bienestar. En esta constelación de circunstancias, si se nos perdona hacer de profetas después de los
hechos, no resulta demasiado sorprendente que se extendiera una cierta ideología igualitaria,
concretamente la que sustituye la idea de la igualdad misma, la igualdad social, por su versión
bastarda, la igualdad de oportunidades.
¿Y qué mejor instrumento para la igualdad de oportunidades que la escuela? Mucho antes de
que la mayoría de los gobiernos pensara siquiera en una escuela integrada, ésta ya era exigida de un
modo u otro por los partidos de izquierda y las organizaciones sindicales, que encontraron en ello
una reivindicación aparentemente radical pero plenamente aceptable en el marco de un consenso
democrático-liberal. Allí donde la específica organización del sistema escolar lo permitía, los
enseñantes progresistas, haciéndose portavoces de una reivindicación creciente, pusieron en pie
formas de escuela integrada mucho antes de que se insinuara siquiera en los documentos
ministeriales. En Inglaterra y Gales, por ejemplo, numerosas escuelas de tipo secondary modern
hicieron las veces de comprehensive antes de tener la oportunidad de serlo legalmente. A pesar de
que sus alumnos no habían pasado la barrera de los once años (el examen llamado eleven-plus), y
por eso habían ido a parar por ahí, las secondary modern schools les ofrecían la posibilidad de seguir
cursos preparatorios para la presentación a los exámenes selectivos correspondientes a los dieciséis
años, los del GCE-"O" level, además de tratar de retenerlos en todo caso más allá de los quince años,
entonces término de la escolaridad obligatoria (Taylor, 1963; Maddock, 1983). Algo similar ocurrió
en la década de los sesenta en el sur de Australia. En este país la mayoría de las escuelas secundarias
(high schools) eran de tipo general, pero había una considerable proporción de escuelas secundarias
técnicas (technical high schools). Si bien el acceso a unas u otras respondía formalmente a la opción
paterna, de hecho las escuelas técnicas se encontraban normalmente en zonas urbanas de clase
obrera y tenían un publico obrero. Se suponía que los alumnos no debían presentarse a exámenes
públicos, como en el caso de las secondary modern en Inglaterra, pero también aquí tomaron por sí
mismas la iniciativa de contravenir esta costumbre, mucho antes de que también en Australia
meridional cobrase cuerpo la reforma comprehensiva (Toomey, 1968). En ambos casos -en otros no
estaba al alcance de las escuelas tomar este género de iniciativas, al ser preceptiva la exclusión de
ciertos exámenes o ciertos estudios- nos encontramos ante la iniciativa popular de escuela integrada,
ante una reforma comprehensiva desde abajo.
¿Y desde arriba? Desde arriba también había muchas razones para la reforma de la enseñanza
secundaria, y no todas ellas estribaban en el puro ideal meritocrático. Desde luego, la implantación
de un primer ciclo secundario integrado ayuda a generar consenso, y generar consenso puede ser un
fin en sí mismo además de un resultado indirecto derivado de una reforma sincera. El hecho, no
obstante, es que cuando la reforma comprehensiva estaba en pañales en muchos países ya se contaba
con un considerable caudal de investigaciones mostrando que tampoco las escuelas integradas
contribuyen excesivamente a la igualdad social. Evidentemente, esto podría haberse inferido ya de la
larga tradición comprehensiva del sistema escolar norteamericano, o de la persistencia de
desigualdades en la URSS. No obstante, en la década de los sesenta y en los primeros setenta vieron
la luz importantes investigaciones que indicaban que las tasas de movilidad social no parecían
depender del tipo de sistema escolar (Bendix y Lipset, 1959; Lipset y Bendix, 1972) ni los resultados
académicos de las diferencias entre escuelas (Coleman, 1966: Jencks, 1972a). Ello, sin embargo, no
hizo que los gobiernos pasaran a anticipar posteriores reformas escolares o extraescolares, sino que
todo siguió y sigue como si se buscara agotar la buena fe en los efectos prometidos por la
integración del primer ciclo secundario.
De hecho, el resorte funciona y lo hace bien. Con independencia de que la igualdad escolar
no haya contribuido a la igualdad social -salvo, claro está, en la medida en que la educación misma
es un bien del que la mayoría de la población dispone cada vez en mayor cuantía, sean cuales sean
sus virtudes como "inversión"-, sí que parece hacer cambiar la visión que las personas tienen de la
sociedad. Diversos estudios realizados en Inglaterra muestran que mientras los alumnos de la
secondary modern veían la sociedad como algo divido, con dos clases sociales enfrentadas, una
visión que es precondición de su toma de conciencia como miembros de la clase obrera, los alumnos
de las grammar la percibían como una pirámide regular y continua que cualquiera puede escalar,
legitimando así su posición de clase como presunto resultado de sus méritos individuales
(Himmelweit et al., 1952). Posteriormente se ha podido comprobar que estas diferencias se reducen
en la comprehensive, al coexistir ambas clases en una misma escuela (Miller, 1961). La reforma
comprehensiva inglesa tendría entonces entre sus finalidades inculcar a todos una visión armónica de
la sociedad propia de la clase media (Bellaby, 1977). Por ello se ha sugerido que la comprehensive
school inglesa no es el producto del radicalismo desde el que se había abogado por ella can
anterioridad a la segunda guerra mundial, sino de la guerra fría, que exigía una nación reconciliada
frente al comunismo (Centre for Contemporary Cultural Studies, 1981).
Cabe preguntarse, igualmente, hasta dónde la escuela integrada es una reivindicación de la
clase trabajadora o de la clase media. Quizá por haberse convertido en el principal mecanismo de
legitimación meritocrática, la educación, que no parece muy eficaz a la hora de rescatar de su
condición a los jóvenes de las clases sociales más desfavorecidas -siempre que nos atengamos a los
grandes números-, podría haber llegado a ser, en cambio, un elemento indispensable para que los
privilegiados o semi-privilegiados se mantengan donde están (Thurow, 1984; Boudon, 1984;
Collins, 1984). Volviendo al caso inglés -que es el más estudiado, precisamente por lo prolongado y
polémico que ha sido el proceso de reforma-, es un hecho que el fracaso en el eleven -plus (la
selección a los once años) afectaba a sectores no mayoritarios pero sí importantes de la clase media.
Esto parecen que era especialmente cierto en algunos distritos escolares con escuelas primarias no
demasiado bien dotadas (Lodge y Blackstone, 1982; Heath, 1982). Ello ni significa que el interés en
la reforma fuera exclusivo de esta clase, pero levanta sospechas de que hubiera de esperar para
convertirse en una política practicable a tener otra base social que la de los solos trabajadores
manuales.
Semejante hipótesis cuadraría muy bien con otra, distinta pero complementaria. Dejando de
lado a la particularmente ilustrada derecha francesa, la reforma comprehensiva parece ser en general
en general un asunto de la socialdemocracia. En general, desde la frontera del siglo veinte los
partidos socialdemócratas se decantaron por el acceso al gobierno por la vía electoral y
parlamentaria. Entonces podía parecer realista -por ejemplo para Kautsky- la perspectiva de un
crecimiento imparable del proletariado industrial que terminaría por dar la victoria a su partido
gracias al sufragio universal, pero pronto dejo de serlo. En el período de entreguerras, el crecimiento
numérico de la clase obrera tradicional se estancó sin llegar a lograr apenas en ningún país la
mayoría absoluta de la población activa (con la excepción de Bélgica, donde llegó a ser el 50.1 por
ciento para declinar a continuación). En estas circunstancias, si la socialdemocracia quería ganar las
elecciones no tenía otro remedio que dirigirse al conjunto de la nación por encima de las diferencias
de clase (Przeworsky, 1980), al menos mientras no se le ocurriera otro concepto más imaginativo de
clase obrera, cosa que nunca ocurrió. De ahí al paso siguiente no hacía falta un gran esfuerzo.
Después de la segunda guerra mundial, la clase obrera tradicional declina en cifras y en "conciencia
de clase" mientras asciende y crece sin cesar la "nueva clase media". Las condiciones están entonces
dadas para que la socialdemocracia pase de ser un partido de clase obrera que se dirige también a las
clases intermedias a ser un partido de clase media que también se dirige a los obreros tradicionales.
Este es el paso que al parecer decidió dar el partido laborista británico después de la gran derrota
electoral (por tercera vez consecutiva) de 1959. Decidió que si quería volver a ganar las elecciones
tendría que cambiar su política para conseguir el apoyo de la boyante clase media y de una nueva
clase obrera "respetable" que habría abandonado las prácticas sectarias anteriores. Y encontró el
tema por excelencia para una política de clase media en la reforma comprehensiva de la escuela, un
presunto instrumento de igualdad social que levantaba muchas menos ampollas que la anterior
política de nacionalizaciones (Halsey, 1968; Whiteside, 1978). La reforma educativa pasó a ser uno
de los cinco temas principales en el documento de la fracción parlamentaria Signpots for the Sixties
("Indicadores para los sesenta") (Parkinson, 1970; Bellaby, 1977; Centre for Contemporary Cultural
Studies, 1981).
Por otra parte, la época de la gestación y entrada en vigor de la reforma de la enseñanza
secundaria hacia un modelo integrado fue testigo del furor desatado en torno a la teoría del "capital
humano", la "modernización", la educación "como inversión", la "planificación de mano de obra",
etc. La teoría del capital humano, en particular, además de ofrecer una formulación aparentemente
científica de la ideología meritocrática y su proyección sobre la escuela, afirmaba que, desde le
punto de vista de una nación, la educación era la base y la mejor palanca de desarrollo económico
(Schultz, 1984; Blaug, 1971; Papagiannis, Klees y Bickel, 1982). Era también la época de la
"revolución científico-técnica", la "transformación de la ciencia en fuerza productiva directa", la
"sociedad post-industrial", etc. (Richta, 1973; Bell, 1976). Nada más grave y perjudicial para una
nación, en consecuencia, que despilfarrar parte de sus talentos por haberlos sometido a una selección
demasiado temprana. Y nada más gratificante para un padre de clase media cuyo vástago de talento
estaba bajo la espada de Damocles del "fracaso escolar" que ver a ésta retrasarse unos cuantos años.
En la crítica tecnocrática de la selección temprana abundan términos como "desarrollo tardío" (late
bloomers), "reserva de capacidad" (pool of ability) y otros destinados a señalar que las naciones no
podían despilfarrar sus recursos humanos.
Finalmente, no hay que olvidar una contradicción interna a los sistemas segregados. Puesto
que la diferenciación de la enseñanza es, a la vez, descalificación para unos y promesa de futuro para
otros, es lógico que la mayoría quiera acceder a las ramas de tipo académico. Por añadidura,
precisamente por su academicismo, estas ramas (bachillerato, baccalaureat, licei, gymnasien...) no
tienen otra salida rentable que el acceso a los estudios superiores. Abandonar los estudios después de
seguir la secundaria académica puede ser una mala inversión, o al menos poco rentable. Dentro de
esta lógica, a la población le resulta difícil acceder a los estudios largos, pero para los gobiernos lo
es todavía más sacarla de ellos. Parece, pues, una condena de los sistemas segregados el
ensanchamiento de la rama académica más allá de las proporciones previstas, y ésta parece que era
la situación en países como Alemania y Francia ya al final de la década de los sesenta (Neave, 1981;
Vincens, 1981), así como también en España en la segunda mitad de los setenta (Fernández Enguita;
1982, 1983a). Estaría entonces en la lógica de la reproducción de la división social del trabajo al
sustiruir un sistema escolar estruendosamente divisor por otro que, al serlo menos, desestimulara la
fuga hacia la rama académica ofreciendo alternativas menos descalificadoras y no tan
desprestigiadas (Ibíd.).
Sobre estas piedras se edificó la reforma de la enseñanza secundaria. De ello no debe
deducirse que haya de ser juzgada solamente por su valor instrumental, es decir por su capacidad o
incapacidad para fomentar la igualdad, favorecer el desarrollo económico, etcétera. En todo caso,
supuso y supone una permanencia más larga en la escuela para una gran cantidad de alumnos,
particularmente los de medios sociales más "desfavorecidos", y cambios en los métodos de
enseñanza. Sobre algo de ésta versa el capítulo siguiente.
Capítulo 3
La polémica
sobre los efectos generales
de la reforma
Desde sus inicios, la reforma comprehensiva ha desatado las más acerbas polémicas en torno
a sus resultados y a la comparación del nuevo sistema con el sistema segregado precedente. Sería
imposible dar cuenta del conjunto de argumentos y contraargumentos que se han empleado a favor o
en contra de la escuela integrada en los últimos decenios. Lejos de ser una cuestión sentada, el
debate apenas comienza a ofrecer resultados fiables. Ello se debe a varias razones: la primera es que
el surgimiento de una polémica exige previamente una cierta maduración de las condiciones, de
manera que los problemas de la escuela integrada sólo han podido ser percibidos cuando ya se
contaba con cierta experiencia al respecto; la segunda es que las investigaciones en ciencias sociales,
especialmente cuando el objeto a investigar tiene una dimensión temporal -por ejemplo, los cinco a
ocho años reformados en la escuela inglesa, los cuatro de la francesa o los tres de la italiana-
requieren largos intervalos para su realización; la tercera es la esencia de la investigación y el debate
intelectual mismos, consiste en que los resultados de investigaciones anteriores son reiteradamente
refutados por otras más recientes, mostrándose así que no hay verdades primeras, sino tan sólo
errores primeros.
Aquí vamos a limitarnos a algunos aspectos importantes de la polémica. Primero trataremos
el problema de la evolución de las oportunidades ofrecidas a los alumnos, particularmente los de las
clases trabajadoras, si bien este punto será tratado con mayor extensión en el capítulo siguiente.
Después abordaremos los efectos de la reforma sobre la organización y los métodos de enseñanza, si
bien dejamos para otro capítulo posterior el estudio más detallado de los currículos. A continuación
abordaremos el tema más discutido de todos, a saber: si el "nivel" ha aumentado o descendido. Tras
esto, atenderemos sucesivamente a dos efectos inducidos más allá o tangencialmente al espacio de la
reforma, concretamente la traslación de las desigualdades hacia el tramo siguiente del sistema
escolar y el nuevo impulso de la enseñanza privada.
Legalmente, la instauración de una enseñanza integrada que abarca el primer ciclo
secundario amplía de manera obvia, en todo caso en términos formales pero también en términos
reales, la gama de alternativas que se ofrecen ante los alumnos, al menos hasta los que hasta
entonces estaban excluidos. En general, los alumnos ingleses, franceses, italianos, belgas, etc., no
son ya segregados a los once años de edad. Ahora son mantenidos durante más tiempo en un
programa de tipo general, lo cual tal vez no aumente demasiado sus oportunidades reales de seguir
programas académicos en la secundaria superior y el nivel universitario, pero levanta restricciones
que antes eran insalvables. Los defensores de la escuela segregada argumentan que ésta ofrecía
puentes que permitían a los alumnos rectificar el rumbo asignado si mostraban tardíamente -es decir,
después de la primera selección- la capacidad o las disposiciones adecuadas. Todos los sistemas
escolares segregados, efectivamente, ofrecen algún tipo de segunda oportunidad a los que han sido
separados del tronco general. Sin embargo, estudio tras estudio se ha mostrado que estos puentes son
más bien estrechas pasarelas muy poco frecuentadas que representan muy poco en el conjunto del
sistema escolar y que tienen más bien la función de satisfacer a una galería con cierta mala
conciencia (Robinson y Thomas, 1980; Baudelot y Establet, 1976). Parece más bien que esta
movilidad entre ramas existe de manera significativa sólo en sentido descendente.
La razón de esta impermeabilidad entre las ramas, más allá de los obstáculos formales,
estriba en el hecho de que en ellas se impartan programas distintos. El alumno que es enviado a la
formación profesional o los cursos que conducen a ella recibe una enseñanza que lo separa cada vez
más de los requerimientos de la rama general o académica, de modo que el efecto de la primera
división es acumulativo y, por ello, prácticamente irreversible. Aquí reside la otra ganancia de los
alumnos incluidos en escuelas integradas, al menos si eran candidatos potenciales a la formación
vocacional -eufemismo de la profesional-. De entrada, el programa que siguen incluye por lo común
un componente mayor de estudios de tipo general o académico (Holmes, 1983; Cowen y McLean,
1984). Si bien veremos más adelante que la existencia de secciones al aproximarse el segundo ciclo
secundario, la agrupación por capacidades o el sistema de materias optativas pueden hacer que se
configuren de hecho programas diferentes, hay que admitir que la presencia de los distintos
programas en un mismo centro, no habiendo trabas institucionales para el cambio, es también una
ventaja que puede facilitar rectificaciones.
Más importante, probablemente, es el efecto de la posibilidad de una mezcla de clases
sociales en las aulas. Ningún sistema comprehensivo occidental ha conseguido ni pretendido mezclar
a la élites sociales con la base, pero sí es un propósito comúnmente aceptado el de hacer convivir a
la clase media y a la clase obrera. En su momento veremos por qué razón no se logra esto en la
medida oficialmente deseada, pero está fuera de duda que en la escuela integrada se produce un
mayor contacto entre las clases sociales distintas que en los sistemas segregados. Simplificando
mucho, podemos partir de la hipótesis de que las expectativas sociales, el horizonte cultural y la
actitud ante la escuela de los alumnos dependen de su familia, de sus amigos -el "grupo de iguales"-
y de la institución escolar misma (Parsons, 1976; Parsons y Bates, 1955; Kahl, 1961). En un sistema
escolar segregado, lo normal es que un niño de clase obrera además de , por su puesto, una familia
de clase obrera, tenga amiguitos de clase obrera y profesores que no ponen demasiadas esperanzas
en sus pupilos, con lo que el efecto del origen social se hará sentir por todos los caminos. En una
escuela integrada, la familia del niño será la misma pero es posible que entre sus amigos haya
miembros de otras clases sociales y es probable que sus profesores alberguen mejores perspectivas
para el conjunto de sus pupilos. Con independencia del problema de las ilusiones y desilusiones
meritocráticas y de las actitudes frente a la propia clase que conlleven, es probable que todo esto
contribuya a un clima social y académico en la escuela más estimulante de cara al estudio.
En sus copiosas investigaciones sobre los factores del rendimiento escolar, Coleman y Jencks
(analizando la escuela norteamericana, de tipo integrado) llegaron a la conclusión de que la mezcla
de clases sociales tenía un notable efecto positivo sobre el rendimiento académico de grupos que, en
otras circunstancias, arrojaban resultados muy bajos. Coleman (1966) y su equipo encontraron que el
nivel socio-económico (esto es, la composición social medida por la posición socio-económica de
los padres de los alumnos) tenía sobre el logro educacional de los alumnos el efecto más importante
después del origen social, siendo en todo caso mayor que el de los restantes factores medibles.
Jencks (1972a) llegó a la conclusión de que una mezcla social adecuada podría reducir la
desigualdad de logros educativos entre un diez y un veinte por ciento -la posibilidad de reducción
más importante de las detectadas por Jencks, si descontamos las diferencias genéticas y las de clase
social, es decir, las que son ajenas a la escuela y quedan fuera de su alcance-. Otros numerosos
estudios han confirmado de un modo u otro la misma hipótesis (U.S. Commission on Civil Rights,
1967; Hanushek, 1968; McPartland, 1968; Cohen, Pettigrew y Riley, 1972; Jencks, 1972b, 1972c,
1972d; Smith, 1972; Crain, 1968). Otros autores, empleando test basados en currículo impartido en
las escuelas -en vez de tests estandarizados como los de Coleman, Jencks y otros estudios basados en
el banco de datos de la Equality of Educational Opportunity Survey (EEOS)-, han encontrado un
efecto todavía mayor del "clima" de la escuela (Madaus et al., 1979; Rutter et al., 1979). Brookover
y sus colegas (1979), midiendo el "efecto" de cuatro variables, la composición social de la escuela -
según el estatus socioocupacional y la raza-, el "clima educativo" -las expectativas medias del
director y los profesores-, la organización interna de la escuela y las características de los profesores,
sobre el logro, el autoconcepto académico y la confianza en sí de los alumnos, encontraron que las
variables con mayor capacidad explicativa eran las dos primeras. Si se tiene en cuenta que la
segunda -las expectativas del profesorado- es bastante probable que dependa fuertemente de la
primera -la composición social del estudiando-, todo ello refuerza la idea de la importancia de ésta
en general y de los beneficios académicos que, por tal vía, supone la escuela integrada para los
alumnos de origen social bajo.
En general, podría decirse que los alumnos forman amistades sobre dos bases distintas: su
clase social de origen, o sea su origen social, y su supuesta clase social de destino, o sea sus
aspiraciones educativas (Ford, 1969; Bellaby, 1977; Newbold, 1977; Eggleston, 1974a). Si es así, no
cabe duda de que la mezcla de adolescentes de diferentes orígenes sociales en las aulas, posibilitada
-si bien en modo alguno asegurada- por las escuelas integradas, tendrá un efecto positivo, sea mayor
o menor y afecte a una cantidad menor a mayor de ellos, sobre los de origen social desfavorecido.
En segundo lugar, la unificación del primer ciclo secundario ha tenido efectos notables sobre
la pedagogía tanto del primer ciclo mismo como de la escuela primaria. La cercanía de un punto
donde se practicará una selección y distribución más o menos definitiva tiene el efecto inevitable de
forzar una pedagogía de tipo más academicista y restrictivo, penalizando, al menos aparentemente,
cualquier alejamiento de este patrón con el riesgo de fracaso de los alumnos. El alejamiento del
punto de selección, por el contrario, permite una mayor flexibilidad en el contenido y los métodos de
enseñanza y, por consiguiente, una pedagogía y unos programas más adaptados a los intereses y las
peculiaridades tanto del grupo de edad colectivamente considerado como individualmente de cada
alumno. Uno de los principales argumentos de los profesores en favor de la escuela integrada es
precisamente éste. La supresión de la selección en el acceso al primer ciclo secundario, donde ha
tenido lugar, ha dejado a los profesores de primaria las manos libres para emplear métodos
pedagógicos más diversos y abiertos, y ha posibilitado la experimentación sin riesgo. En cuanto al
ciclo secundario inicial mismo, el efecto ha sido doble. Por una parte, la reunión bajo un mismo
techo, y a veces en un mismo aula, de alumnos de capacidades e intereses divergentes, ha levantado
la problemática de la motivación y forzado a los profesores y a las autoridades educativas a
respuestas más imaginativas a la pregunta de enseñar y cómo emplear el tiempo en las escuelas, así
como diversificar la oferta allá donde la legislación lo permite, mediante una amplia gama de
optativas. Sin embargo, por otra parte, ha producido de manera difusa el efecto contrario, pues si en
el antiguo sistema segregado los que ya habían sido desplazados de la rama académica y no se
habían integrado todavía en la formación profesional en sentido estricto podían llevar una vida más o
menos plácida en las aulas, al mantenerse todavía en el horizonte -al haber sido retrasado- el
momento de la selección se ven sometidos a unos programas y métodos más academicistas
(Broadfoot, 1979; Consultative Committe to the Board of Education, 1938; Secondary Schools
Examination Council, 1943; Chitty, 1979; Benn, 1979; Holly, 1976; Secretary of State, 1977).
Ninguna discusión tan intensa, sin embargo, como la que arrastra la pregunta de si el "nivel"
de los estudiantes aumenta o desciende con la unificación de la enseñanza durante el período
obligatorio. El terror a que la mezcla y la promiscuidad sociales hagan descender las cualidades
medias de la élite es tan viejo como la sociedad, y no es más que el corolario afectado de la creencia
ideológica, sincera o interesada, en que los que están arriba lo están porque lo merecen desde que
nacieron y viceversa. Las castas se protegían a sí mismas impidiendo los matrimonios cruzados, la
nobleza asegurando vínculos de sangre y la burguesía procurando no transgredir en sus relaciones
amorosas el ámbito de las "buenas familias". En 1912, Goldard y sus colaboradores pretendieron dar
una base científica a esta creencia estudiando la presunta doble descendencia del soldado Martín
Kallikak, hombre de buena familia, con una digna cuáquera y con una taberna deficiente mental
(Delval, 1982). Ninguna ley hasta la fecha ha obligado en ningún país del mundo a la gente de una
clase social a establecer lazos familiares o sociales con la de otra... hasta la llegada de la escuela
integrada. Y, desde entonces, no se interrumpe la discusión sobre si semejante contacto no
perjudicará a los de arriba.
Naturalmente, nadie discute en estos términos sino que se eligen otros más presentables. En
la versión más discreta se discute si el "nivel general" aumenta o desciende. Los reproches se dirigen
siempre de arriba hacia abajo: los examinadores espetan a los profesores que los resultados
descienden, la universidad reprocha a la enseñanza media que los estudiantes que llegan no son ya
como los de antes y la prensa y los empleadores critican a la universidad y la enseñanza secundaria
que sus títulos ya no indican mucho.
Clamores por el descenso general de nivel de la enseñanza, particularmente de la enseñanza
secundaria, hay para dar y regalar. Según la Fundación Carnegie, por ejemplo, el nivel de aptitud
verbal y matemática de los estudiantes norteamericanos de secundaria no ha dejado de descender
entre 1952 y 1982 (Boyer, 1983; National Assessment of Educational progress, 1980, 1983, 1978;
véase también College Entrance Examination Board Advising Panel, 1978). El problema de este
estudio y de otros similares es que no tienen en cuenta lo elemental: que la tasa de asistencia a la
enseñanza secundaria ha aumentado sin parar a lo largo del tiempo, lo que supone una
diversificación del público escolar, incluyendo crecientemente alumnos menos motivados
académicamente, y por tanto, necesariamente, un descenso de la media.
Antes de entrar en mediciones más precisas, sin embargo, debemos dejar constancia de otras
conclusiones procedentes de otras fuentes. El Inspectorado de Su Majestad Británica, por ejemplo,
que no se caracteriza por su benevolencia hacia las escuelas, ha dejado constancia recientemente del
ascenso del nivel en los conocimientos básicos (Her Majesty Inspectorate, 1978a). Como quien dice
ayer, el informe Prost (1983) afirmaba que los liceos franceses se había elevado masivamente el
nivel en matemáticas, economía y lenguas vivas, manteniéndose en historia y geografía y
decreciendo en francés -y esta elevación global en el segundo ciclo secundario sería harto difícil si la
tónica en el primero fuera el declive-. En los mismos Estados Unidos no faltan estudios -
patrocinados a veces por los mismos organismos que los que sostienen lo contrario- que contradicen
la hipótesis del descenso antes reflejada, aplicándose incluso a casi todo lo que va de siglo y sin
correcciones para compensar el aumento de las tasas de matrícula (Finch, 1946; Berdie et al.,1962;
Taubman y Wales, 1972). En la República Federal de Alemania, mientras tanto, tenemos testimonios
contradictorios (Meinberg, 1978; Finkenstaedt, 1980).
En la variante combativa lo que se sostiene es que la escuela integrada perjudica a los
alumnos más dotados, que se ven sometidos al lento ritmo de aprendizaje de los otros. En un sistema
segregado, se argumenta, los profesores deben atender a grupos de clase más o menos homogéneos,
de manera que nadie se encuentra muy lejos de la velocidad media de aprendizaje o de la capacidad
de promedio. Los alumnos más dotados se benefician del hecho de ser reunidos con sus semejantes y
poder emplear al máximo sus capacidades. Los menos dotados también salen beneficiados, pues no
están sometidos a la tensión que produce el compartir el ambiente el ambiente de estudio con otros
muchos más capacitados que ellos. Los profesores, por su parte, no se ven obligados a plegarse al
ritmo y los intereses de un hipotético e inexistente alumno medio.
Antes de entrar en la respuesta, no obstante, hay algo que decir sobre la pregunta. Suponer
que la escuela debe empeñarse en depositar el máximo de conocimientos académicos en los
alumnos, tal como éstos se administran y miden normalmente, es dar por sentado algo que debería
ser previamente argumentado. Suponer que ésta debe ser, además, la finalidad de la escuela
integrada es probable que sea ir demasiado lejos. Con argumentos tan respetables o más se podría
afirmar que el objetivo de las escuelas debería ser proporcionar un período de felicidad a los
alumnos, facilitar la relación entre grupos sociales distintos, ofrecer una preparación para la vida
menos sesgada y árida que la académica y un largo etcétera.
Sin embargo, la acusación contra la escuela integrada de que impide a los alumnos más
dotados desarrollar a fondo sus capacidades es persistente y estruendosa, tanto en países con una
larga tradición comprehensiva, como los Estados Unidos (Coleman et al., 1947), cuando en otros
que han pasado y están pasando por un largo proceso de reforma, como el Reino Unido (Cox y
Dyson, 1969b, 1970, 1975, 1977). En general, la tesis del nivel en descenso no se sostiene según la
mayoría de las investigaciones (véase Wright, 1979; Woodring, 1957), pero es sistemáticamente
mucho más publicitada que la contraria.
El caso británico es ilustrativo a este respecto. Un estudio de Bennet (1976), por ejemplo,
que acusaba a los métodos progresivos de enseñanza de producir resultados netamente inferiores a
los de los tradicionales fue ampliamente difundido por la prensa. El estudio en cuestión no tenía en
cuenta el origen social de los alumnos, las condiciones locales, el grado de experiencia de los
profesores, ignoraba el hecho de que los alumnos sometidos a métodos "informales" tenían una
experiencia mucho menor en contestar tests que los sometidos a métodos "formales", empleaba
métodos estadísticos altamente discutibles y contenía errores de bulto en los resultados (véase
Wright, 1977). En general, el primer defecto de los estudios de este tipo es su empeño en medir la
eficacia de las escuelas por los resultados de los alumnos en tests de matemáticas, lectura y escritura
(Gray, 1978): efectivamente, los métodos tradicionales arrojan con frecuencia resultados ligeramente
mejores -pero no siempre- en estos objetivos tradicionales, pero lo que caracteriza a la innovación
pedagógica no es solamente el cambio de métodos, sino también y sobre todo el cambio de
objetivos.
Casos como éstos evidencian los vicios de fondo del debate, pero se refieren en general a la
enseñanza primaria y no nos dicen nada sobre la secundaria, o sea sobre el efecto del paso de una
escuela segregante a una escuela integrada. A este respecto no se cuenta todavía con estudios
sistemáticos de detalle que puedan discutidos y ofrecer una panorámica general, pero sí con una
evidencia indirecta a partir de los datos obtenidos por la Asociación Internacional para la Evaluación
de los Resultados Educativos (International Association for the Evaluation of Educational
Achievement: IEA). La IEA analizó los resultados en tests normalizados de los estudiantes de una
docena de países en distintos niveles de la escuela y diferentes materias. Los métodos de análisis de
este proyecto han sido sometidos a diversas críticas, pero ninguna de ellas afecta seriamente a las
conclusiones generales que aquí mostraremos (Harnqvist, 1974; Inkeles, 1979; Anderson, 1979;
Freudenthal, 1975; Downing y Dalrymple-Alford, 1974; Husén, 1979). Al comparar sistemas
educativos muy diversos, el estudio de la IEA permite contrastar los resultados obtenidos por los
alumnos en escuelas segregadas e integradas. El objetivo del estudio no era ése, y por tanto no se
aquilataron los métodos de investigación para obtener conclusiones fiables al respecto, pero, si los
resultados fueran sistemáticamente mejores en los sistemas escolares segregados, podríamos
suponer, casi sin lugar a dudas, que la integración de la enseñanza secundaria tiene efectos negativos
sobre el "nivel".
A primera vista, los resultados parecen confirmar esta hipótesis, pues los países con sistemas
comprehensivos se sitúan en los lugares más bajos. Sin embargo, semejante apreciación no tiene en
cuenta que la proporción de la cohorte correspondiente de edad que llega al nivel escolar en que se
miden los resultados varía mucho entre los distintos países. En otras palabras, no podemos esperar
que arrojen medias comparables en la enseñanza secundaria superior en un país en el que alcanza
este nivel el cinco por ciento de la población y otro en el que lo alcanza el setenta y cinco. Una
manera de corregir este sesgo es comparar los resultados de las fracciones superiores en rendimiento,
por ejemplo el uno, el cuatro, el cinco, el nueve por ciento de estudiantes con mejores resultados en
cada país. De este guisa, si los adversarios de la escuela integrada tuvieran razón, los países con
sistemas segregados tendrían que seguir arrojando resultados superiores a los de los países con
sistemas unitarios, pues, en estos últimos, los alumnos "más capacitados" se habrían visto
perjudicados por su coexistencia con los menos capaces a lo largo de toda la secundaria, o al menos,
de su primer ciclo. La Figura 12 muestra los resultados medios en el test de matemáticas para todos
los alumnos de cada país (línea discontinua) y para el cuatro por ciento superior (línea continua)
(Husén, 1967). Se trata de alumnos de la misma cohorte que se encuentran en el curso terminal de la
secundaria, antes de entrar en la universidad, y se ha elegido la cifra del cuatro por ciento porque esa
proporción estaba ahí incluida en todos los países, comprendidos los de sistemas escolares más
selectivos. Si se observa el caso de Suecia, por ejemplo, que ha conocido una de las reformas
comprehensivas más completas del mundo, se verá que su lugar en la clasificación varía mucho
según se considere el total de los alumnos o el cuatro por ciento superior. En general, puede decirse
que, una vez hecha esta corrección, los sistemas escolares integrados arrojan resultados similares a
los segregados.
La Figura 13 (Ibíd.) indica más. Las barras representan el porcentaje del grupo de edad que
alcanza en cada país el nivel del diez por ciento superior según los resultados del conjunto de la
muestra mundial. Como puede verse, países que en esa época contaban ya con una secundaria
integrada, como Suecia y Estados Unidos, o empezaban a hacerlo, como Inglaterra, están muy por
delante de otros con sistemas escolares que practicaban una selección muy temprana, como
Alemania Federal u Holanda.
De los datos de la Figura 12 se desprende que los sistemas con una secundaria integrada no
tratan peor a los alumnos "mejor dotados" que los otros. De los de la Figura 13 surge una conclusión
nueva: que permiten llegar a los resultados más altos a una proporción muy superior del grupo de
edad.
CUADRO 8
Medias y desviaciones típicas de las puntuaciones en pruebas de ciencias para la muestra total y para
proporciones equivalentes de un grupo de edad.
CUADRO 9
Distribución por programas en la escuela secundaria estadounidense según raza, sexo, status de
pobreza y educación de los padres, en porcentajes.
Total
Absol.
Características Profesional Preparatorio General Porcentual (miles)
Sexo y raza
Mujeres 14 32 54 100 7.229
Negras 16 31 53 100 1.086
Hispánicas 13 31 56 100 453
Blancas 14 33 53 100 5.690
Varones 15 34 51 100 7.863
Negros 16 29 55 100 1.147
Hispánicos 15 30 55 100 513
Blancos 15 35 50 100 6.203
Status respecto
Nivel de pobreza
Por debajo 16 22 62 100 1.977
Por encima 14 34 52 100 13.115
Educación paterna*
Elemental 18 23 59 100 2.490
Secundaria
1 a 3 años 19 21 60 100 2.505
4 años 16 32 52 100 5.524
Universitaria
1 a 3 años 11 39 50 100 1.856
4 años 9 50 41 100 1.630
5 años o más 3 59 38 100 1.087
Total 15 33 52 100 15.092
*Recuérdese que la secundaria completa son 4 años. En cuanto a la universitaria, 4 años equivalen al
grado de licenciado (master), más a estudios post-graduados y menos a estudios incompletos o a los
community o colleges de dos años (MFE).
Formas de agrupamiento en primer año según tipos de escuela. Gran Bretaña, 1968-1971.
(Sólo se incluyen las escuelas que acogen a los alumnos a partir de los 11 o los 12 años de edad).
CUADRO 11
CUADRO 12
Clase social y composición porcentual, según el C.I., de los grupos en tres tipos de escuelas.
Clase media Clase Obrera
C.I. C.I. C.I. C.I. N=
Escuela Grupo alto bajo Alto bajo (100%)
Grammar “A” 84 7 7 3 30
“B” 60 20 20 0 25
“C” 41 26 22 11 27
“D” 20 0 47 33 15
Comprehensive “A”s 33 8 59 0 39
“B”s 4 9 56 31 46
“C”s 8 6 29 56 48
“D” 0 10 10 79 19
Secondary “A” 31 7 52 12 29
Modern “B” 11 22 44 22 18
“C” 0 8 25 67 24
social ha sido dicotomizada en clase media y clase obrera, según que los padres de los
estudiantes ejercieran trabajos no manuales o manuales. El coeficiente intelectual (C.I.)
se considera alto cuando alcanza o excede los 100 puntos en el caso de los alumnos de
escuelas comprehensive y secondary modern, y cuando alcanza o excede los 120 –la
mediana- en el caso de los de escuelas grammar. Comparando las cifras puede
observarse que ambas variables, clase social e inteligencia, son de importancia en la
determinación del grupo en que se encontrará el alumno. El Cuadro 13 (Ford, 1969)
comprende los porcentajes en los que cada clase social es incluida en el grupo de nivel
superior manteniendo constante el nivel de inteligencia. Los porcentajes se refieren
ahora al total de alumnos de esa clase social y con ese nivel (en el cuadro anterior se
referían al total de alumnos en cada grupo de nivel). Como puede verse, a los alumnos
de clase obrera se les exige un nivel de inteligencia media superior que a los de clase
media para situarlos en los grupos privilegiados. También puede observarse que esta
situación no varía en las escuelas selectivas, sean de élite o de aluvión (grammar y
secondary modern), a pesar de que los alumnos ya han sufrido una selección previa,
igualmente clasista, al ser enviados a un tipo u otro de escuela. Esto último significa
que, si bien la escuela comprehensiva no es capaz de superar el sesgo de clase del
sistema tripartido –las escuelas segregadas-, en realidad no nos encontramos ante dos
mecanismos de selección meramente alternativos, sino indistintamente alternativos –
para los que entran en la escuela comprehensiva- o acumulativos –para los que lo sufren
además y después de haber entrado en una escuela segregada.
CUADRO 13
Proporción del grupo de C.I. alto de cada clase social asignada al grupo “A”, por tipos de escuela.
Algunas consideraciones
en torno al currículo
CUADRO 14
A grandes rasgos, el cuadro indica que dos quintos de las escuelas asignan a las
materias comunes más del cuarenta por ciento del horario, y cuatro quintos más del
treinta por ciento. La muestra era de 939 escuelas, y las once que faltan en el cuadro son
las que no incluían materia obligatoria alguna en el programa. Investigaciones
posteriores realizadas por la Real Inspección en 1975-78 y por la N.F.E.R. en 1979
ofrecen resultados similares (Reid, 1982; Her Majesty Inspectorate, 1979). En general,
inglés y matemáticas –y educación física- son las materias obligatorias más frecuentes.
La mayoría de las escuelas ofrecen materias optativas desde tercer curso, o sea
en tercero, cuarto y quinto. Un horario típico de cualquier escuela del país podría ser el
del Cuadro 15 (Moon, 1984), incluso en su configuración física.
Todo alumno debe de seguir uno de los cursos que figuran en cada opción. Los
profesores probablemente intervendrán en las elección de los alumnos, teóricamente
ayudándoles a elegir un programa equilibrado pero en la práctica, sin duda, orientarlo a
“los más capaces” hacia las materias académicas y a “los menos capaces” hacia las de
índole práctica. La propia disposición de las materias en el horario indica la
consideración de las mismas por la plantilla docente. El recuadro superior (añadido)
incluye las primeras materias de cada opción, que juntas constituyen lo que era el
programa de las grammar schools, las viejas escuelas académicas selectivas del sistema
tripartito británico. El recuadro inferior (igualmente añadido), que comprende los cursos
presentados en último lugar, refleja el tipo de estudios que se ofrece al sector de
alumnos que se encuentra en la escuela por la prolongación de la escolaridad obligatoria
y por su aplicación forzosa (los llamados Newsom Kids –los “chicos del Informe
Newsom”- y Roslaites –de ROSLA, Rising of school leaving age: prolongación de la
escolaridad obligatoria). Nada más fácil para los alumnos que dividirse por sí solos
como en el anterior sistema tripartito.
Esto es lo que la Real Inspección británica ha calificado repetidamente como
“variedad inaceptable”, “programa hecho a retales”, etc. Otros autores, particularmente
los de los Black Papers dirigidos contra la escuela comprehensiva y la enseñanza activa,
se han sumado a esta acusación (p.ej., Boyson, 1975). Sin embargo, las propuestas que
de ello se derivan son distintas. Mientras los conservadores proponen en general la
supresión o la disminución al mínimo de las opciones y, en todo caso, la vuelta al
énfasis en las “3 Rs”, vale decir en las materias tradicionales, la Real Inspección
propone que se elabore un programa común no en términos de asignaturas, sino de
“áreas de experiencia”, concretamente las siguientes: estética y creativa, ética,
lingüística, matemática, física, científica, sociopolítica y espiritual (Her Majesty
Inspectorate, 1977). Esta propuesta se corresponde bastante con la idea de Hirts,
bastante extendida en Gran Bretaña, de que la escuela debe ayudar al alumno a
desarrollar diversas formas de pensamiento (Hirts, 1969).
CUADRO 15
CUADRO 16
(Fuentes: National Education Association Research Service, State Graduation Requirements, 1972;
National Association of Secondary School Principals, State Mandated Graduation Requirements, 1980).
Graduado A:
9º curso: inglés, álgebra I, ciencias físicas, artes industriales, oficina (general),
educación física.
10º curso: mitos y folklore, álgebra II, ciencias físicas II, estudios urbanos,
ciencia ficción, educación vial.
11º curso: autores norteamericanos, geometría, biología I, historia de los
EE.UU., tecnología del metal, mecanografía I.
12º curso: matemática avanzada I, química I, biología II, sociología, contabilidad
I, dibujo técnico I, máquinas-herramienta I.
Graduado B:
9º curso: comunicación básica (lenguaje), historia de los EE.UU., pre-álgebra,
ciencias físicas, decoración profesional, mecanografía I, orfeón mixto, educación física,
introducción a la empresa.
10º curso: análisis del lenguaje, historia mundial, álgebra básica, comunicación
creativa, desarrollo infantil, archivos, cerámica I, orfeón, educación vial.
11º curso: tipos de literatura, psicología I, economía del consumidor,
contabilidad, coro, educación física, ayuda al profesor.
12º curso: relaciones familiares, alimentación I, coro de concierto, profesor
aspirante.
Graduado C:
9º curso: inglés, historia mundial, psicología, horticultura, fotografía, taller de
madera, educación vial.
10º curso: inglés, matemáticas, ciencia elemental, salud, tutoría, deportes de
equipo, prácticas de conducción.
11º curso: literatura norteamericana, redacción, historia de los EE.UU., mecánica
del automóvil I, metal I, deportes de equipo, salud, artes gráficas, diseño arquitectónico,
servicio.
12º curso: redacción, inglés, literatura norteamericana, valores, deportes de
equipo, fútbol, guitarra I.
CUADRO 17
Distribución del tiempo, según tipo de enseñanza, en el segundo ciclo secundario francés.
Demanda laboral
y oferta escolar
Durante mucho tiempo se ha supuesto necesaria una correspondencia estrecha
entre las exigencias de la estructura de la producción, en términos de cualificaciones
requeridas por los puestos de trabajo, y el producto ofrecido por la escuela, en términos
de cualificaciones adquiridas por los futuros trabajadores. Extrapolando desde la
estructura general de la producción hasta los empleos concretos, se suponía que, puesto
que la producción es cada vez más compleja técnicamente, cada vez serían mayores las
necesidades de cualificación en los puestos de trabajo y, por consiguiente, para los
trabajadores. Se creía –y todavía hay quien lo cree contra viento y marea- que la
proporción de empleos cualificados, e incluso “altamente cualificados”, crecería sin
cesar frente a los no cualificados. Esto debería ocurrir tanto porque los empleos de
nueva planta requerían mayores cualificaciones cada vez como porque los mismos
empleos antiguos requerían a través del tiempo una cualificación creciente para ser
desempeñados (Schultz, 1984; Blaug, 1970, 1971; Becker, 1962; Mincer, 1974;
Denison y Paulier, 1972; Clark, 1962; Davis y More, 1972).
Esta hipótesis, que en su momento fue especialmente pregonada por la teoría del
“capital humano”, en economía, y la funcionalista de la “modernización”, en sociología,
parecía cuadrar perfectamente con los procesos sociales en curso a condición de no
tomarse la molestia de mirar lo que realmente estaba sucediendo en el empleo. Por un
lado, los avances tecnológicos y su aplicación masiva a la producción parecían prometer
la supresión de las manifestaciones más duras, repetitivas, monótonas, físicas, etc., del
trabajo y anunciar un futuro de empleos limpios desempeñados por los trabajadores de
alto nivel técnico (Richta, 1973; Bell, 1976; Garaudy, 1969). Por otro, la expansión
aparentemente sin límites de los sistemas educativos, tanto en extensión como en su
reclutamiento, y la profusión y creciente relevancia de los títulos en el mercado de
trabajo, parecían confirmar la hipótesis (Coombs, 1975; Avanzini, 1977; Aranguren et
al... 1976; Dore, 1984; Collins, 1984).
Si esta perspectiva de la revolución científico-técnica –también llamada
tecnológica, post-industrial, etc.- hubiese sido correcta, no cabe duda de que la
enseñanza secundaria se habría visto profundamente afectada, pero probablemente en
un sentido distinto al de la evolución que de hecho ha tenido lugar. En torno a la
enseñanza secundaria se dibujan los contornos de la división del trabajo que espera a los
escolares. Unos ni siquiera acceden a ella, otros sólo a su primer ciclo, y para algunos es
solamente un escalón hacia los estudios superiores; unos cursan enseñanzas
académicamente especializadas, otros estudios de tipo profesional, y otros ni una cosa ni
otra. Si en la secundaria es precisamente donde se produce la división institucional
fundamental entre los alumnos, es, pues, en ella donde las sociedades se estarían
jugando el acertar o no en sus previsiones de mano de obra. Las imágenes futuristas de
la sociedad tecnológica iban regularmente acompañadas por una representación del
empleo como un continuo piramidal y verticalmente segmentado. Tal como
supuestamente lo requería la economía, la escuela debería de ofrecer toda una gama de
especializaciones (división a lo largo de líneas horizontales) y en distintos niveles
(división a lo largo de líneas verticales). Ahora bien si lo que los estados financian
normalmente comprende sin excepción solamente la primaria, no siempre el primer
ciclo de la secundaria y muy raramente el segundo ciclo, parece de rigor que debería ser
en los niveles obligatorios y gratuitos donde tuviera lugar el deseado ajuste entre los
producido por la escuela y lo requerido por la producción, pues lo contrario significaría
dejarlo en manos de las preferencias y previsiones individuales y, lo que es peor, de las
economías familiares. Por consiguiente, es de la enseñanza secundaria de donde debería
haber salido toda esa base cualificada e incluso “altamente cualificada” de la fuerza de
trabajo, con independencia de que una minoría debiera continuar su proceso de
cualificación a través de los estudios superiores y otros post-secundarios.
Sin embargo, la evolución real de los sistemas escolares parece haber ido en
sentido inverso. Entre la primera y la segunda guerra mundiales, cuando nadie hablaba
de revolución tecnológica, la formación profesional se extendió por todo el mundo
industrializado, fundamentalmente en la forma de sistemas escolares con una rama
académica y otra profesional a la altura de la enseñanza secundaria (Gregoire, 1967;
Grant, 1979; Kanter y Tyack, 1982; Oficina Internacional del Trabajo, 1951). Más
tarde, inmediatamente antes y después de la segunda guerra mundial, la tendencia se ha
invertido, y ello tanto en los países industrializados como en otros que no podrían en
manera alguna ser considerados como tales. El Cuadro 18 (Benavot, 1983) muestra la
evolución de las proporciones de alumnos de secundaria que se encontraban en
enseñanzas de tipo profesional desde 1950 a 1975, con intervalos de cinco años, en seis
regiones distintas del mundo. Los países comprendidos en cada región son los que
aportan sus datos a la UNESCO, o sea la casi totalidad de ellos. Se entiende por
estudiantes de formación profesional los que se encuentran en cursos post-primarios de
carácter técnico, industrial, de artes y oficios, comerciales, agrarios, pesqueros,
forestales, de preparación para el trabajo doméstico, etc., proporcionados por escuelas
profesionales independientes o en divisiones o clases incluidas en instituciones cuyo
objeto principal sean otras ramas o niveles de la educación (UNESCO, 1969, 1983).
CUADRO 18
Tal como indican las cifras del cuadro, la proporción de alumnos de secundaria
en formación profesional ha descendido en cuatro de las seis regiones (Africa negra,
Oriente Medio y Africa Septentrional, Latinoamérica y el Caribe, y el grupo formado
por Europa Occidental, Australia, Nueva Zelanda y Canadá), se ha mantenido
establemente en un nivel muy bajo en Asia y ha aumentado en Europa Oriental. El
cuadro no incluye datos de los Estado Unidos, pero por otras fuentes sabemos que,
primero, la formación profesional (vocational track) comprende a una proporción
reducida de estudiantes de secundaria (entre el 20 y el 30 por ciento), y, segundo, no se
trata de formación profesional propiamente dicha, sino de una mezcla heterogénea y
desigual de cursos de tipo general, profesional, respondentes simplemente a aficiones o
de “preparación para la vida” (lo que por allí se denominan social anda life skills)
(McGurn y Davis, 1976; Jahn, 1975). El aumento, anómalo por contraposición a otras
regiones del mundo, del peso relativo de la formación profesional en la enseñanza
secundaria de los países de Europa del Este, podría responder en parte a una inflación de
los efectivos por la inclusión de estudiantes a tiempo parcial o por correspondencia,
pero eso es también cierto para países occidentales como Alemania Federal, Austria,
Suiza y Holanda. La razón probablemente estriba en una política deliberada y eficaz
dirigida a la dignificación de la imagen pública del trabajo, en una opción que privilegia
la universalización y la mejora de la secundaria antes que la masificación de la
universidad, en el carácter fuertemente selectivo de ésta y en la existencia de vías
alternativas y consolidadas de formación técnica post-secundaria.
Lo más sorprendente quizá sea el declive aparentemente temprano de la
formación profesional en las cuatro regiones reseñadas en primer lugar en el cuadro, que
componen es que en general se llama “tercer mundo”. Sin embargo, lo que interesa a los
fines de este trabajo es explicar la regresión de la formación profesional en los países
del área occidental –y quizás entonces demos con algunas de las claves de lo que ocurre
en aquellas otras zonas-. Una interpretación fácil consistiría en decir que ello se debe a
las reformas de carácter comprehensivo, pero eso sería tanto como decir que hay una
proporción de alumnos de secundaria menor en la rama profesional porque hay una
mayor en las ramas no profesionales, o sea tanto como no decir nada. La cuestión es
saber pro qué ocurre eso cuando se supone que una importante función de la educación
formal es la de preparar para el trabajo, es decir, por qué, si los empleos requieren,
como antes dijimos, niveles de cualificación cada vez mayores, la escuela obligatoria
produce en proporciones crecientes titulados sin ninguna cualificación específica, sin
otra cosa que lo que podríamos llamar “destrezas generales”. Los organismos
internacionales han hablado con mucha frecuencia de combinar un primer período de
educación polivalente con planes de educación recurrente a lo largo de toda la vida
activa de las personas, lo que teóricamente pondría a éstas en mejores condiciones de
seguir el ritmo de los cambios tecnológicos, pero la formación permanente no aparece
en ningún sitio con dimensiones que la hagan digna de ser tenida en cuenta, y una parte
en aumento de los futuros trabajadores sigue saliendo de la escuela sin preparación
específica para no regresar ya jamás a ella ni a ningún otro tipo de educación formal.
Para proponer una explicación de este fenómeno debemos volver de nuevo a la
evolución del empleo y poner a prueba las predicciones de los profetas de la revolución
tecnológica, el capital humano, la modernización y otras variantes de lo mismo.
Encontraremos que, al contrario de lo que suelen suponer los futurólogos que jamás han
pisado otro lugar de trabajo que el propio despacho, la complejidad creciente del
proceso productivo considerado en conjunto va a la par con la simplificación creciente
de las tareas a desempeñar en la inmensa mayoría de los puestos de trabajo. Aunque,
dada la naturaleza de este estudio, no podemos extendernos sobre el tema tanto como
sería de desear, veremos por qué con un poco más de detalle.
En cierto modo podría decirse que la historia del capitalismo es la historia de la
reorganización del proceso de trabajo. Todos los modos de producción anteriores se
caracterizan frente a él porque la extracción del excedente tiene lugar por
procedimientos extraeconómicos. Bajo el capitalismo, por el contrario, la magnitud del
excedente depende en lo fundamental del nivel de productividad y de la organización
del proceso de trabajo. Una vez que el trabajador ha sido privado del acceso a otros
medios de producción y de subsistencia que los que posee el capitalista, y que se ve
obligado a venderle su fuerza de trabajo, el plusvalor extraído y los beneficios obtenidos
por éste dependen de la forma en que se organice el proceso de producción. En un
primer momento, el empresario puede limitarse a comercializar el producto terminado,
suministrando o no las materias primas, aportando o no él mismo los medios de
producción y reuniendo o no a los trabajadores bajo un mismo techo. En cualquiera de
las variantes que puedan producirse combinando esos elementos, el trabajador seguirá
realizando sus tareas como lo haría si fuera un artesano independiente, manteniendo el
control sobre su proceso de trabajo (aunque no ya sobre el producto, que ni le pertenece
ni es decidido por él, sino que es determinado por y pertenece al capitalista). Esta es la
forma más simple de la producción capitalista, característica del momento anterior a la
revolución industrial y susceptible de reaparecer una y otra vez en sectores nuevos de la
producción en los que todavía no impera plenamente el capital ni se aplica la
fabricación a gran escala.
El modo de producción capitalista propiamente dicho, la subordinación real del
trabajo al capital, surge cuando el capitalista no se conforma ya con exigir una mayor
cantidad de producto o imponer jornadas más prolongadas a trabajadores que siguen
decidiendo cómo realizar sus tareas, es decir, cuando ya no se conforma con extraer
plusvalor absoluto, sino que pasa a extraer plusvalor relativo, a tratar de hacer aumentar
la productividad del trabajador (la cantidad de producto por unidad de tiempo) y, con tal
fin, procede a reorganizar el trabajo según su propia voluntad. A efectos analíticos,
podemos decir que este proceso discurre a lo largo de los líneas distinguibles entre sí:
por un lado, en condiciones técnicas constantes (sin que varíen los medios de
producción), el empresario reorganiza el proceso de trabajo; por otro, modifica esas
condiciones técnicas. La evolución a lo largo de estas dos líneas es la historia de la
producción, de la relación entre capital y trabajo y de los trabajadores como clase a lo
largo de los últimos siglos, lo que dará una idea de su tremenda complejidad, pero aquí
vamos a resumirla en unas pocas etapas generales. En condiciones técnicas constantes,
el proceso de producción ha variado, primero, con la introducción de la división
manufacturera del trabajo y, segundo, con el taylorismo. Las condiciones técnicas, por
su parte, varían con los procesos que conocemos como mecanización y automatización.
Analizaremos muy brevemente cada uno de esos cuatro procesos por separado, pero
veremos al hacerlo que, en realidad, la reorganización del proceso de trabajo es lo que
posibilita la introducción de innovaciones técnicas, y éstas, a su vez, suponen nuevas
reorganizaciones del proceso de trabajo.
La división manufacturera del trabajo no es otra cosa que la especialización del
obrero en tareas parciales. Por recurrir al viejo ejemplo de Adam Smith, el productor de
alfileres, en vez de fabricar el alfiler entero, pasa a realizar una sola entre dieciocho
operaciones que requiere su fabricación. Con ello se reducen las interrupciones en el
proceso de trabajo debidas al cambio de lugar o de instrumentos y se hace posible una
mayor especialización del trabajador y de las herramientas que utiliza, disminuye el
tiempo de aprendizaje y se puede adquirir la fuerza de trabajo necesaria en condiciones
más ajustadas. Si suponemos que la fabricación del alfiler requiere una o dos
operaciones difíciles y que el resto son muy simples, con la nueva división del trabajo
ya no habrá que contratar a toda una serie de trabajadores capaces de realizar tanto unas
operaciones como otras, sino a un pequeño número con la cualificación necesaria para
las difíciles y a un gran número sin tal cualificación para el resto. Los trabajadores del
nuevo proceso puede que sepan fabricar el alfiler entero o hasta una locomotora pieza a
pieza, pero ya no están obligados a hacerlo ni el empresario ni la escuela tienen que
disponer y financiar el aprendizaje correspondiente. Sin duda se contratará a
trabajadores poco cualificados y se dejarán, en general, de impartir las cualificaciones
que ya no son necesarias (Smith, 1977; Marx, 1975; Freyssenet, 1974, 1977; Fernández
Enguita, 1984a).
El taylorismo supone un nuevo paso adelante en este proceso. Su objetivo es que
todo el saber productivo en manos de los trabajadores deje de pertenecerles y pase a
manos del empresario o de sus colaboradores más directos, de modo que pueda ser
utilizado para reorganizar el proceso de trabajo de acuerdo con la voluntad de éstos. El
procedimiento es el análisis de tareas, y por tareas entendía Taylor las unidades más
pequeñas en que pudiera descomponerse una actividad laboral dada. En realidad, Taylor
solamente desarrolló el estudio de tiempos, siendo los Gilbreth quienes introdujeron el
estudio de movimientos. La aplicación de este método ha conducido ya a estudiar los
movimientos más simples y medirlos en cienmilésimas de hora e incluso –
experimentalmente- en unidades más pequeñas. Naturalmente, este tipo de cálculos, y
las posibles reorganizaciones derivadas de ellos, sólo tiene sentido cuando se trata de
tareas que el trabajador repite una gran cantidad de veces a lo largo de su jornada. Pero
éstas son precisamente las tareas en las que descomponía el proceso laboral la división
manufacturera del trabajo (Taylor, 1969; Pollard, 1965; Babbage, 1973; Gilbreth y
Gilbreth, 1953; Braverman, 1974).
La mecanización consiste en el accionamiento de uno o más instrumentos por
medio de una transmisión, movida ésta generalmente con energía no humana. En
general, la máquina sustituye al hombre en tareas que ya habían sido delimitadas como
tareas simples, precisas y regulares por la división del trabajo. El trabajador sirve
entonces a la máquina, y sus funciones son básicamente de alimentación y control.
Cuando la máquina es independiente (producción en serie pequeñas) el trabajador
todavía puede conservar un cierto grado de control sobre su propio ritmo de trabajo –
aunque no sobre las modalidades de éste-, pero cuando se trata de máquinas en línea o
en cadena (producción de grandes series) lo pierde casi por entero.
La automatización, que representa un paso cualitativo en relación a la
mecanización, surge cuando el trabajador es sustituido por la máquina, también en la
alimentación, por un mecanismo que desencadena por sí mismo el movimiento de la(s)
máquina(s), pudiendo llegar a modificar el ritmo y la forma de utilización. Las
funciones de alimentación, control y verificación del producto que antes desempeñaba
el trabajador ya no se requieren de él, pues son realizadas por la máquina misma.
Generalmente, el trabajo del operario se reduce a vigilar la máquina, que emite señales
por sí misma, y avisar de cualquier anomalía aparente.
El mando o control numérico no representa un estadio específico, sino
simplemente la culminación de la automatización. La máquina es ahora dirigida por un
soporte de información (cinta perforada, ficha o cualquier otro) cuyas instrucciones se
despliegan a medida que va avanzando el proceso de trabajo (Brigth, 1958a, 1958b;
Braverman, 1974; Freyssenet, 1977; Manacorda, 1982). Por consigiente, no
corresponde ya al trabajador dar las instrucciones a la máquina. Si, además, se establece
un procedimiento que permita la retroalimentación, es decir, si no se trata simplemente
de una secuencia de instrucciones prefijadas sino de un centro de control que,
considerando las señales emitidas por la máquina misma, puede vigilar su rendimiento y
modificar su ritmo, paralizarla o modificar las instrucciones en el caso de que sea
preciso, entonces hasta la presencia del trabajador al pie de la máquina se hace
innecesaria.
Se ha discutido mucho si mecanización y automatización descualifican al
trabajador o le liberan de las tareas más pesadas, monótonas y repetitivas. Naturalmente,
la máquina asume precisamente este tipo de tareas, que son las únicas que pueden ser
transferidas del trabajador a ella –las creativas, por el contrario, no pueden serlo, salvo
que se trate simplemente de la selección entre una gama de respuestas prefijadas-. Pero
la máquina también trae consigo nuevas tareas, estrictamente repetitivas, y, en todo
caso, al absorber una parte de las que componían el conjunto de un proceso laboral
convierte a éste en más unilateral. En general, pues, división manufacturera del trabajo,
taylorismo, mecanización y automatización empujan siempre en el sentido de la
descualificación de la gran mayoría de los trabajadores. En lo que concierne a los dos
primeros procesos, la cuestión no admite ni siquiera discusión: ninguna cabeza sensata –
ni insensata, que sepamos- ha pensado jamás lo contrario. En cuanto a los procesos
relacionados con la introducción y perfeccionamiento de la maquinaria, desde hace ya
más de un cuarto de siglo un estudio ejemplar, hecho desde un punto de vista
empresarial, analizó la influencia de los distintos niveles de mecanización y
automatización sobre los factores que determinan normalmente el salario de un
trabajador, la mayoría de ellos relativos a su cualificación. Brigth distinguió dieciocho
niveles de mecanización y los reunió en cuatro grupos (para un mayor detalle, véase
Brigth, 1958a, 1958b; Braverman, 1974; Fernández Enguita, 1984c). El Cuadro 19
muestra una parte de esos resultados. Si consideramos cada grupo de niveles de
automatización como un estadio de la misma encontramos que en el primero aumenta
en general la cualificación del trabajo, y en el segundo aumentan todavía la mayoría de
sus componentes; en el tercero, sin embargo, predomina la disminución en los
componentes de la cualificación, y en el cuarto disminuyen regularmente y se acercan
con frecuencia a cero (El estudio se hizo sobre varios sectores productivos distintos y
muy diferentes tipos de empresas y puestos de trabajo; esta es la razón de que en
numerosos cruces de las entradas del cuadro se registren efectos diversos.)
CUADRO 19
9 al 11 12 al 17 Control
Contribución o sacrificio 1 al 4 5 al 8 Control por por variable.
del trabajador tradicionalmente Control Control variable. Responde Responde
recompensado manual mecánico con señal modificando acción
Esfuerzo mental +/- +/- +/- -/0
Destreza manual + - -/0 0
Destrezas generales + + +/- -/0
Educación + + +/- +/-
Experiencia + +/- +/- -/0
Responsabilidad + + +/- +/-/0
Iniciativa + +/- - -/0
Influencia sobre la productividad + +/-/0 -/0 0
La descualificación del trabajo no es algo que tenga lugar de una vez por todas.
En cada actividad productiva es un largo proceso jalonado de conflictos, con un tiempo
necesario y unos cortes sociales. En los distintos procesos de producción tiene lugar de
forma desigual, comenzando antes en el taller que en la oficina, en la industria que en
los servicios, en las empresas privadas que en las públicas. Por consiguiente, en el
aparato productivo de cualquier sociedad coexisten a la vez sectores en los que la
división del trabajo y la introducción de la maquinaria están muy desarrolladas con
otros en los que se encuentra a mitad de camino o todavía no ha comenzado. Lo mismo
ocurre generalmente dentro de una sola unidad productiva. Si entramos en una gran
empresa industrial, es probable que encontremos un proceso poco desarrollado en las
oficinas y muy desarrollado en el taller, e incluso en el taller mismo encontraremos
distintas formas de trabajo, pasando un mismo producto por las distintas fases, por
ejemplo en una cadena, en las que se trabaja sobre él de acuerdo con técnicas y formas
de organización social del trabajo que corresponden a diferentes estadios:
informatización, automatización, mecanización e incluso artesanía; taylorismo, división
manufacturera del trabajo e incluso trabajo independiente. Pero, cualquiera que sea el
momento de la evolución alcanzado, las fases menos desarrolladas de la división del
trabajo y la maquinaria pierden constantemente terreno a favor de las más desarrolladas,
hasta el punto de desaparecer.
Por otra parte, la descualificación de la mayoría de los trabajadores lleva consigo
necesariamente la sobrecualificación de una minoría. Los conocimientos que los
trabajadores pierden tienen que depositarse en algún lado. La división manufacturera
requiere que el propietario o su capataz sepan controlar el conjunto del proceso; el
taylorismo concentra los conocimientos arrancados a los trabajadores en la oficina de
métodos; la mecanización y la automatización hacen necesaria la existencia de un sector
altamente cualificado de trabajadores capaces de concebir, diseñar, instalar, mantener y
reparar las máquinas. Por añadidura, al amparo de las nuevas técnicas productivas de
organización surge una caterva de nuevas profesiones: análisis y programación,
investigación operativa, diseño, etc. Podría entonces pensarse que, efectivamente, tal y
como prometían los profetas, empleos basados en el esfuerzo físico, la monotonía y la
repetición son sustituidos por otros llenos de interés y que exigen mayores dosis de
cualificación y creatividad por parte de los trabajadores.
Que todo el proceso de descualificación de los trabajadores tiene que ser a la vez
de sobrecualificación de otros es algo evidente por sí mismo, pero el problema reside en
las dimensiones de cada una de las partes. Una gran empresa industrial de nuestros días
contará normalmente con una inmensa mayoría de trabajadores nada o poco
cualificados (lo que se denomina irónicamente “obreros especializados”) y una serie de
pequeños grupos de trabajadores con una cualificación comparativamente alta. Entre
éstos están, como ya hemos indicado, los de las oficinas de estudios y métodos, pero
también trabajadores manuales como los llamados obreros especializados cualificados,
que realizan operaciones muy parciales pero que exigen de ellos un grado elevado de
destrezas particulares; los obreros de fabricación y de utillaje, que fabrican por sí
mismos piezas, sobre modelos establecidos, para las máquinas-herramienta; los obreros
de mantenimiento, que reparan y se ocupan de la conservación de la maquinaria; los
obreros de equipamiento industrial u operadores de control, que tienen que tomar
decisiones sobre procesos complejos; y, en fin, hasta oficios artesanales a cargo de
funciones marginales, como puede ser un fontanero en una fábrica de automóviles
(D’Huges, Petit y Rerat, 1973; Freyssenet, 1977).
Sin embargo, tan pronto como estas funciones se convierten en divisiones dentro
de la empresa, por no hablar ya de si se transforman en un sector específico de la
producción, son sometidas a los mismos procesos conducentes a la descualificación del
trabajo (Gorz, 1977). Piénsese, por ejemplo, en los obreros de mantenimiento. Si se
trata de uno o de un reducido grupo, sin duda su cualificación deberá ser muy elevada.
Si las dimensiones de la empresa son grandes y requiere toda una brigada de
mantenimiento, tarde o temprano se descubrirá que no es preciso que todos sus
miembros sepan llevar a cabo todas las funciones de mantenimiento y reparación, sino
que pueden especializarse por grupos de ellas o por funciones precisas, con mayor
eficacia de cada trabajador en su parcela y menor coste de formación –y, por
consiguiente, menor salario- para todos. De aquí deriva precisamente la superioridad en
este campo de las empresas fabricantes y la contratación, con la venta de maquinaria, de
servicios de asistencia inmediata.
¿Y las “nuevas profesiones”? Tomemos, para simplificar, el caso de la
informática, durante mucho tiempo aireada como la profesión del futuro, que sin duda
exigiría un alto grado de cualificación en todos los dedicados a ella. Huelga decir que el
sector de fabricación es como cualquier otro: un número comparativamente pequeño de
trabajadores altamente cualificados dedicados a la investigación y desarrollo de nuevos
sistemas y una amplia mayoría de trabajadores no cualificados dedicados a la
fabricación en sentido estricto. El área de Silicon Valley ha llegado a ser lo que es y a
albergar el emporio de los circuitos impresos en miniatura –en lugar de que lo hicieran
las regiones industrializadas de la costa nordeste o los grandes lagos- precisamente por
eso: porque en esa zona abunda la mano de obra menos cualificada y más barata de los
Estados Unidos, los trabajadores de origen hispánico. Pero lo que nos interesa ahora es
el caso de los “usuarios”, de los procesos de trabajo a los que se aplica la informática.
Hay fundamentalmente cuatro tipo de trabajadores: analistas, programadores,
operadores y perforistas. El trabajo de un perforista no exige ninguna cualificación
distinta de la de mover rápidamente los dedos sobre el teclado, siendo bastante más
sencillo que el de una mecanógrafa. Su adiestramiento específico, supuesto el nivel de
destreza verbal y numérica que cualquiera puede adquirir en la escuela primaria, dura
tres semanas o menos. El de operador es también un trabajo notablemente sencillo, los
que lo ejercen suelen especializarse en algún tipo concreto de ordenador y sus tareas se
ven prácticamente reducidas a la vigilancia con la introducción de los sistemas
operativos. Estos dos puestos de trabajo son esencialmente monótonos, repetitivos,
normalizados y carentes de interés intrínseco. El trabajo del programador es más
complejo, y su formación suele requerir de cinco a seis meses. Sin embargo, con la
especialización de la maquinaria informática (hardware) y el suministro de programas
especializados (software) por las empresas del sector, también sufren un proceso de
descualificación de su trabajo debido a la sustracción de competencias y la
especialización de hecho en determinados tipos de programas. Solamente los analistas
conservan un trabajo creativo en el que gozan de cierta autonomía y pueden tomar
decisiones, siempre dentro de las limitaciones fijadas por las instalaciones a su
disposición y por los objetivos de la empresa (Braverman, 1974; Manacorda, 1982;
Libertini, 1974; Gaulé y Granstedt, 1971).
Esta tendencia a la descualificación, deducible del mero análisis de la lógica
inherente a la división del trabajo y la expansión de la maquinaria, es confirmada por
todos los estudios que, en lugar de preguntarse ingenua o apologéticamente qué han
aprendido los trabajadores en la escuela, se basan en un análisis directo de las tareas
asignadas a cada puesto de trabajo. En la industria británica, por ejemplo, los
trabajadores manuales cualificados constituían el 3 por ciento de la fuerza laboral en
1911, algo menos del 25 por ciento en 1951 y menos del 20 por ciento en la entrada de
los años setenta (Centre for Contemporary Cultural Studies, 1982). Un estudio en el
área industrializada de Peterborough en la década de los setenta mostró, en nueve
sectores analizados, que los aspectos técnicos de la mayoría de los empleados manuales
estaban al alcance de la mayoría de los trabajadores, tanto daba que se tratara de
empleos y de trabajadores supuestamente cualificados o no, y que la mayor parte
ejercían de hecho cualificaciones menores que las que se necesitan para conducir un
automóvil (Blackburn y Mann, 1979). Las instalaciones industriales más modernas,
salvo que puedan llegar a prescindir de la mano de obra misma, son precisamente las
que requieren una mayor proporción de trabajadores no cualificados: la Renault de
Billancourt, por ejemplo, cuenta entre el total se sus trabajadores con un 0.62 por ciento
de obreros especializados (no cualificados) frente a un 9.5 por ciento de obreros
profesionales (cualificados) (Freyssenet, 1977). En el límite, claro está, la
automatización destruye en masa puestos de trabajo que no exigen ningún tipo de
cualificación, pero ello no significa en modo alguno que sus ocupantes sean llamados a
ponerse batas blancas y desempeñar tareas técnicas de gran interés. Aparte de que su
destino inmediato es el paro, los sectores con capacidad de absorción masiva de mano
de obra nueva o reciclada son invariablemente los pequeños servicios y, sobre todo, las
empresas que se encuentran en los estadios de la automatización que requieren más
mano de obra descualificada. Un estudio norteamericano señalaba no hace mucho, entre
las profesiones con más futuro, es decir entre las que más rápidamente crecerán y más
rentables resultarán para sus practicantes, en las próximas dos décadas, las de ingeniero
aeroastronáutico, ingeniero informático y, como no, analistas, operadores y
programadores, profesiones sobre cuya evolución ya hemos dicho algo. Sin embargo,
estas profesiones “del futuro” sólo darán cuenta del 7 por ciento de los nuevos empleos
en Estados Unidos (imagínese en otros países). Se estima que para 1990 los Estado
Unidos necesitarán 600.000 nuevos porteros y sepultureros frente a 200.000 nuevos
analistas de sistemas, 800.000 nuevos pinches de cocina y trabajadores en los
establecimientos de comidas rápidas (McDonald’s, etc.) frente a 150.000 nuevos
programadores (Carey, 1981; Levin Rumberger, 1983).
Hasta aquí hemos hablado de la evolución del proceso de trabajo en el marco de
las leyes económicas de capitalismo y hemos tomado ejemplo de los países capitalistas.
No podemos decir mucho de lo que ocurre en los países llamados socialistas. En su
literatura política, económica y sociológica, no hay cabida para el análisis del modo de
producción en sentido estricto, es decir, del modo de trabajo. Oficialmente, el modo de
producción cambió con el paso de la propiedad privada de los medios de producción a
propiedad estatal, la supresión parcial del mercado y el monopolio del comercio
exterior. Sin embargo, podemos aventurar que, en el campo que ahora nos ocupa, lo
dicho sobre la evolución del trabajo, con algunas limitaciones importantes, es válido
para los países del Este, y otros del área socialista, en la medida en que han conocido un
proceso de industrialización. La transformación de las condiciones de trabajo fabril, o la
superación de la división del trabajo, no forma parte de los problemas oficialmente
existentes. Además, es bien sabido que el principal ideólogo de la revolución rusa,
Lenin, confundió la organización social del trabajo con su organización técnica y saludó
al taylorismo como un avance científico independiente de las relaciones sociales de
producción existentes (Lenin, 1970). En general, las condiciones de trabajo en las
industria no son muy distintas para el ciudadano soviético o de otro país del área que
para el occidental (véase Haraszti, 1977). Sin embargo, hay algo que las hace diferentes,
y este algo no reside en la producción sino en el mercado. Puesto que no existe
propiamente un mercado de trabajo en estos países, es decir, puesto que el Estado está
formal y eficazmente comprometido en ofrecer a todos un puesto de trabajo y no existe
nada parecido al despido libre, los empleadores no cuentan frente a los trabajadores con
un instrumento tan valioso como el citado para imponer modificaciones en el proceso de
trabajo (cambios en las formas de realizar las tareas, ritmos, etc.) El ritmo de trabajo en
un fábrica de un país de Este no guarda relación alguna con el de una fábrica occidental,
cosa que puede comprobarse directamente con los ojos o, indirectamente, a través de las
macromagnitudes económicas (es de sobra conocido que el mayor problema económico
de estos países es la baja productividad del trabajo). De esta guisa, la división
manufacturera del trabajo, la mecanización y la automatización no dejan de surtir los
efectos ya vistos, pero resulta impensable la introducción plena del taylorismo o la
intensificación de los ritmos hasta niveles occidentales. Hay que añadir, por último, que
sólo en el marco de las revoluciones que dieron origen a estos regímenes, y aunque
fuera transitoriamente, han surgido situaciones de control obrero sobre la producción,
superación relativa de la división de trabajo y transformación a fondo de su
organización: Yugoslavia, los primeros años de las revoluciones cubanas y rusa, la
Revolución Cultural china (Mandel, 1973; Guevara et al., 1974; Maccio, 1977).
Ahora podemos volver sobre la educación. Si la demanda de cualificación para
ejercer los empleos decrece en términos generales, es claro que disminuye la necesidad
de que las escuelas cualifiquen para ello. Esto no significa que desaparezca cualquier
función de la escuela de cara al empleo y que aquélla pase a ser un lugar donde,
simplemente, se educaría para vivir en la sociedad o para lograr el desarrollo personal
de los individuos. Al margen de estas otras posibles y discutibles funciones (véase
Fernández Enguita, 1984b), de las que no vamos a ocuparnos ahora, las escuelas siguen
preparando para la inserción en el empleo al modelar el comportamiento y las
disposiciones psicológicas de los alumnos e insertarlos suavemente en unas relaciones
sociales que los prepararán para las que encontrarán en el lugar de trabajo, tal como se
ha argumentado en el capítulo anterior. Además, la escuela desempeña importantes
funciones de legitimación de un orden social que gira fundamentalmente en torno a la
producción. Con sus mecanismos pretendidamente meritocráticos, sustituye cualquier
perspectiva de acción colectiva para cambiar las condiciones de vida y trabajo de todos
por una carrera desenfrenada por la salvación personal, transforma problemas sociales
en problemas individuales, responsabiliza a cada cual por su suerte –inflando el ego de
los que “ganan” y culpabilizando a los que “pierden”- y contribuye a formar una clase
trabajadora segmentada, dividida y enfrentada entre sí tanto o más que con sus
empleadores.
La escasa relevancia de la escuela de cara a la cualificación real de los
trabajadores –entendiendo por tal la que ejercen en su puesto de trabajo, no la que
realmente tienen ni mucho ni menos la que se les presume, generalmente sin razón, por
la posesión de títulos escolares- ha sido documentada de múltiples maneras. Una forma
de hacerlo es observar qué hacen las empresas cuando, al cambiar la tecnología de la
producción, tienen que reciclar a los trabajadores, y los que se encuentra es que recurren
muy escasamente a procesos formales de educación en relación con el aparato escolar e
incluso a procesos formales en general (Brigth, 1958b, Collins, 1971). Otra consiste en
averiguar, de las destrezas que ejercen efectivamente en sus empleos, qué parte ha sido
adquirida en programas de educación formal y qué parte sobre el terreno. Una
investigación sobre los trabajadores norteamericanos mostró que sólo el 40 por ciento
de ellos aplicaban destrezas adquiridas en la formación profesional o en programas
formales de entrenamiento, mientras el resto lo había aprendido todo sobre el terreno;
incluso el primer grupo afirmaba que algunas de las destrezas ejercidas habían sido
adquiridas también sobre el terreno. Lo mismo era cierto para dos tercios de los
graduados de los colleges, entre los que solamente un 12 por ciento citaba la educación
especializada o los programas formales de adiestramiento como una fuente relevante de
las destrezas que ejercían de manera efectiva (Thurow, 1984; ver también Clark y
Sloan, 1966). También cabe analizar si la productividad individual de los trabajadores
manuales aumenta con su nivel de educación. Una amplia investigación que incluía
trabajadores manuales cualificados y no cualificados, empleados, técnicos medios y
superiores, funcionarios y personal militar condujo al resultado de que, en general, los
trabajadores más educados no eran más productivos que el resto y, en algunos casos, lo
eran menos (Berg, 1970).
Finalmente, otra forma indirecta de comprobar lo mismo es analizar las
perspectivas u oportunidades de empleo de egresados de la escuela con el mismo
número de años de estudio pero cursados en ramas o canales diferentes. La escuela
secundaria norteamericana se presta muy bien a esto, puesto que, aun siendo integrada,
incluye canales –tracks- de tipo preparatorio para la universidad, profesional –
vocational- e intermedio sin ninguna proyección específica –general-. Puesto que el
canal profesional trata, mal o bien, de preparar directamente para la incorporación al
empleo –manual y no manual, es decir, en el taller o en la oficina-, y el general no, y
puesto que además existe una canal preparatorio al que van los futuros universitarios,
tiene especial interés comparar las oportunidades de empleo de los alumnos de los
canales profesional y general, pues es tanto como comparar la especialización con la no
especialización, la formación profesional con su ausencia, la preparación para el empleo
con la no preparación, sin temor de que los empresarios puedan optar por la formación
“académica”, dado que ésta está tan ausente del canal general como de la formación
profesional. Pues bien, un estudio tras otro muestra que los alumnos del canal
profesional no sólo no encuentran oportunidades mayores ni mejores que los que han
seguido un currículo no especializado (Grasso y Shea, 1979; Fuller, 1981; Hurn, 1983;
Osterman, 1980), sino ni siquiera los que han abandonado la escuela sin terminar la
secundaria (Plunkett, 1960; Duncan, 1964).
Pese a todo, no hay que reducir demasiado rápidamente una menor demanda de
educación por la población o por los empresarios, sino una menor oferta por parte del
Estado. En cualquier caso, los resultados de la investigación especializada, por muy
concluyentes que sean, necesitan un largo periodo para calar en la conciencia general, si
es que han de lograrlo alguna vez. Además las consecuencias distan mucho de estar
claras. Si tratamos de ver la cuestión desde la perspectiva de las empresas y otros
empleadores es evidente que, desde un punto de vista técnico, no debería tener
demasiado interés en la expansión de la educación formal, ya que las cualificaciones
necesarias para un rendimiento adecuado en la producción no se adquieren en ella. Sin
embargo, los empleadores, que no tienen ninguna forma directa de averiguar qué costes
tendrán para ellos el adiestramiento sobre el terreno de cada trabajador, pueden tomar
como indicadores algunas de las características visibles de éstos y entre ellas, como una
de las primeras en orden de fiabilidad, la educación –o más exactamente, los títulos
escolares- (Thurow, 1984). Efectivamente, el éxito en la escuela es precisamente el
éxito en un proceso de aprendizaje, y lo que los empleadores deben estimar son las
probabilidades y la capacidad de aprendizaje de los aspirantes a un puesto de trabajo.
Ello no impide que puedan ver en las credenciales educativas, al mismo tiempo, un
indicador de la disposición al trabajo, la disciplina, etc. Esto es lo que se llama, entre
otras denominaciones, la “teoría de la cola”, cola que se formaría a la puerta de cada
empleo; y, si es cierta, llevaría en todo caso a que los aspirantes siguieran pugnando por
lograr credenciales escolares más elevadas para adelantar puestos en la cola que les
correspondiera.
Pero, con independencia de esto, parece más probable que los empleadores no
tengan interés alguno, al menos expresamente y por razones estrictamente económicas,
ni en la prolongación del período escolar obligatorio ni en la especialización de los
alumnos en el mismo; o que, si lo tienen, sea en menor medida de la que normalmente
se supone. Lo primero sin duda es cierto. En la euforia del crecimiento de los años
sesenta e incluso primeros setenta se habló mucho de ampliar la escolaridad obligatoria
de los dieciséis años, que muchos países habían alcanzado y el resto había ya aceptado
como objetivo a plazo fijo, a los dieciocho. Este objetivo ha sido universalmente
abandonado, cosa que se atribuye comúnmente a los efectos de la crisis económica sin
más (Ppadopoulos, 1980; Starr, 1981). Sin embargo, si las empresas mismas o el Estado
en función de representante de la economía en su conjunto desisten de este propósito,
ello no puede explicarse simplemente por la crisis económica –es decir, por los mayores
costes de sustitución que implicaría la ampliación de la escolaridad obligatoria, cuya
financiación recaería directamente sobre el tesoro público e indirectamente, en alguna
proporción sobre las empresas-, sino que hay que tener en cuenta también los posibles
beneficios derivados del objetivo que se abandona. La creciente conciencia de que tales
beneficios apenas existirían, sin duda extendida entre quienes cotidianamente
comprueban la productividad de trabajadores con distintos grados de educación, es la
otra cara del asunto, probablemente la más importante. Si los futurólogos de la
revolución científico-técnica, el capital humano, la modernización, etc. hubieran estado
en lo cierto, la crisis debería haber sido, en vez de un obstáculo, un acicate para la
inversión en educación de cara a aumentar la productividad del trabajo. La actitud de las
empresas y los estados constituye, pues, un nuevo desmentido a sus profecías.
En cuanto a la especialización en el marco de la enseñanza secundaria, y sobre
todo en su primer ciclo, tampoco podemos prever un gran interés desde las partes
citadas. Si, como hemos argumentado, la mayor parte de los empleos requieren muy
poca cualificación y ésta se adquiere principalmente sobre el terreno; y si, además,
tenemos en cuenta el rápido ritmo del cambio tecnológico y la constante
reestructuración de los empleos, sobre todo en las escalas más bajas, entonces siempre
desde un punto de vista estrictamente económico –en la medida en que esto es posible-
no hay razón para que los futuros trabajadores se especialicen tempranamente, dado que
toda especialización en un campo delimitado, por definición, conduce, rerum sic
stantibus, a la no preparación en otros. Por el contrario, los empleadores y el Estado
tendrán más interés en una formación de base multilateral que permita más tarde un
adiestramiento rápido para puestos de trabajo específicos. En todo caso, los
empleadores estarían también interesados en programas de formación cortos y dirigidos
a puestos de trabajo concretos, financiados con fondos públicos, o, por decirlo de otro
modo, en que el presupuesto público se haga cargo de sus costes de adiestramiento.
Un indicador de que lo primero es cierto podemos encontrarlo en el escaso
interés de los empresarios y otros empleadores en discutir el contenido preciso de las
especialidades a la altura de la enseñanza secundaria y sus quejas constantes, por el
contrario, sobre el nivel general de todos los jóvenes egresados y recién incorporados al
empleo en destrezas básicas y generales como la comprensión lectora, la expresión
verbal, la escritura o el cálculo numérico (aparte de sobre que no tienen una idea clara
de lo que es el trabajo en términos de autoridad, disciplina y responsabilidad) (Boyer,
1983; Center for Public Resources, 1982; Livingstone, 1983). Pero el mejor indicador es
la reforma comprehensiva misma. Ya no tenemos que explicar el declive de la
profesionalidad por el avance de la enseñanza integrada, ni el avance de la enseñanza
integrada por el declive de la profesional, en un círculo nada virtuoso basado en
razonamientos que se reducen a cambiar de nombre la misma cosa. Es el proceso de
descualificación lo que explica la necesidad y, sobre todo, la posibilidad de una
enseñanza comprehensiva en el período obligatorio.
Pero, por otra parte, hemos dicho que los empleadores estarían interesados en
programas cortos de formación para empleos precisos y a cargo del erario público, esto
es, en lo que entre nosotros se denomina comúnmente formación ocupacional. Y,
efectivamente, la formación ocupacional está conociendo un fuerte crecimiento en
muchos países. El caso más espectacular sin duda es el auge de la Manpower Services
Commision (Comisión de Servicios de Mano de Obra) en Gran Bretaña, con su multitud
de programas especialmente dirigidos a los jóvenes (YOP, YTS, WEEP, etc), pero junto
a él están los otros muchos países (Watson, 1983; Forrest, 1983; Farley, 1983; Boucher,
1983; Cantor y Roberts, 1983; Gleeson, 1983; Raffe, 1983a, 1983b; Centre for
Contemporany Cultural Studies, 1982; Lauglo, 1983; Lindley, 1981; Brockington y
White, 1983). Lo mismo puede decirse de la expansión de los contratos de formación o
en prácticas para jóvenes, que, aparte de proporcionar mano de obra barata y
flexibilidad de plantillas, son una forma de sufragar los costos de adiestramiento de los
trabajadores por las empresas.
Si unimos estas dos exigencias, tan convenientes para los empleadores, en una
sola fase, no resultará difícil a nadie reconocer el grito de guerra de los más sesudos
organismos internacionales en los últimos años: “¡Polivalencia y educación
permanente!”
Abandonando el punto de vista de los empleadores y sus instituciones para
adoptar el de los que buscan empleo, o lo tienen pero desean promocionarse, las cosas
se presentan de manera algo distinta. La demanda de educación no tiene por qué verse
frenada, salvo cambios radicales en la conciencia colectiva que no están hoy a la vista,
por el hecho de que la mayoría de los puestos de trabajo sufran un proceso de
descualificación. Los jóvenes, desde luego, pueden desear estudiar durante un período
más prolongado por el simple amor a la cultura y por confundir ésta con la escuela, pero
aquí sólo vamos a considerar su actitud en términos de oportunidades de empleo.
Diversos autores han hablado de “sobreeducación” para referirse al fenómeno de que la
mayoría de la gente sale de la escuela con una cualificación formal superior a la que
realmente requiere el empleo que le espera (Berg, 1970; Carnoy, 1984; Freeman, 1976).
Si la teoría de la cola a la que antes aludimos tiene algo de cierta, cualquiera que sea la
evolución de la estructura del empleo en general y de los puestos de trabajo en
particular resulta una actitud individualmente racional la de hacerse con en máximo de
títulos escolares para poder competir con otros aspirantes al mismo puesto de trabajo.
En todo caso, y a pesar de las frecuentes lamentaciones sobre el “paro de los
licenciados” (las lamentaciones siempre se vuelven más frecuentes y dramáticas cuando
lo que se lamenta empieza a afectar a la clase media), es un hecho repetidamente
demostrado que la posesión de más años de educación, o de una educación mejor
considerada socialmente, supone por sí misma una notable ventaja en el mercado de
trabajo (Baudelot, Benoliel, Cukrowicz y Establet, 1981; Ledrut, 1966; Subirats, 1981).
Una explicación adicional sería el creciente credencialismo de las sociedades
avanzadas, entendiendo por tal la utilización de las credenciales o títulos escolares como
instrumento en la pugna por la elevación del status de un grupo social y por el cierre del
acceso al mismo (Collins, 1971; Giddens, 1979; Parkin, 1978, 1984). Con
independencia de su eventual función de cualificación técnica, la educación formal es
empleada por los grupos y los individuos para defender o lograr ventajas materiales y
simbólicas en el –o a pesar del- mercado de trabajo. Esto se entenderá mejor si
consideramos algún caso particular, por ejemplo el de los farmacéuticos. El título de
licenciado en farmacia permite a sus poseedores, y sólo a ellos, abrir despachos de
productos farmacéuticos y excluir de esa posibilidad a los que no lo poseen. Sin
embargo, hoy en día una farmacia es un simple almacén de productos industriales
clasificados en orden alfabético que puede ser atendido por cualquier persona sin
ninguna cualificación especial. Las viejas recetas ad hod apenas existen ya, por lo que
bastaría, en una ciudad, con un reducido número de farmacias atendidas por
especialistas capaces de elaborar preparados específicos y un gran número de despachos
para los restantes suministros. Al margen de una cualificación que ya no se ejerce, el
título farmacéutico sirve ahora casi exclusivamente –en el sector del comercio, pues no
discutimos aquí el papel de los licenciados en farmacia en las industrias del sector- para
defender una posición de ventaja oligopólica. Aunque requeriría mayores precisiones, lo
mismo podríamos decir del papel de los títulos en la administración pública, donde
frecuentemente suponen índices salariales independientes del puesto de trabajo real, e
incluso en el trabajo manual, por ejemplo cuando grupos de trabajadores, en
negociaciones colectivas, reivindican que se les reconozca el estatuto de cualificados,
con independencia de sus tareas reales, por sus títulos escolares. El credencialismo
podría entenderse, no ya simplemente como una lucha por ventajas materiales y
simbólicas desde bases artificiales, sino también, en ciertos casos, como una estrategia
de defensa contra los efectos de la descualificación del trabajo.
Las estrategias credencialistas, si bien suponen un aumento de la educación para
los grupos sociales o individuos que las adoptan, son relativamente compatibles con la
reforma comprehensiva. Desde el punto de vista de los grupos que desean mantener
privilegios y utilizar como instrumento para ello la educación, una educación
formalmente diferenciada es una ventaja, pero también es un riesgo, pues los vástagos
de las buenas familias no están estrictamente impermeabilizados contra la posibilidad
del “fracaso” escolar. La educación privada y la post-obligatoria pueden ser una
garantía mejor y más segura, puesto que dependen fundamentalmente de los recursos
económicos familiares.
El credencialismo puede imponerse en mayor o menor medida en condiciones
tecnológicas constantes, sea por un impulso desde abajo proveniente de distintos grupos
sociales, sea por una estrategia de división más o menos articulada desde arriba. Un
estudio reciente comparaba la estructura del empleo y la escuela en la República Federal
de Alemania y Francia con resultados verdaderamente interesantes. Si se compara el
número medio de trabajadores bajo la autoridad de un jefe en la industria metalúrgica de
ambos países, por ejemplo, se encuentra que es de 25 en la República Federal de
Alemania y 10 en Francia. Si se hace la misma comparación para la industria
petroquímica, las cifras respectivas con 6 y 1. No menos chocantes son las diferencias
en el reparto de la masa salarial entre los distintos tipos de trabajadores. En la R.F.A.,
los empleados no obreros reciben el 32 por ciento de la misma; en Francia, el 41 por
ciento. Las diferencias pueden ser sistematizadas así: 1) la jerarquía empresarial en
Francia incluye siempre muchos más escalones de dirección que en la R.F.A.; 2) los
departamentos y oficinas técnicos tienen una plantilla más amplia, están más
jerarquizados internamente y están más claramente separados de la división de la
producción en Francia que en la R.F.A.; 3) las oficinas comerciales de las empresas
francesas emplean más personal y están organizadas de manera más burocrática y
jerárquica que las de la R.F.A.; 4) los directivos y empleados no manuales, además de
ser más numerosos, ganan individualmente más en comparación con los trabajadores
manuales en Francia que en la R.F.A.; En cuanto a la biografía escolar de los
trabajadores: 1) en Francia es superior en número de individuos que han cursado y
terminado estudios superiores de tipo académico general; 2) en la R.F.A. es muy
superior la proporción de ellos que han completado algún tipo de formación profesional,
desde el aprendizaje hasta distintas formas de formación profesional post-secundaria
reglada; 3) la distribución de la educación formal y el aprendizaje es mucho más
homogénea entre los trabajadores alemanes que entre los franceses (maurice, Sellier y
Silvestre, 1982; Lutz, 1976, 1981; Levy-Leboyer, 1980; De Gaudemar, 1984).
De aquí se desprende que el sistema educativo puede tener una influencia
notable sobre el sistema productivo. Por sí mismo el sistema productivo es un mundo
dividido y jerarquizado, pero el sistema escolar puede alentar nuevos y superiores
grados de división y jerarquización. En comparación con los franceses, los trabajadores
alemanes han recibido una formación más homogénea y polivalente. Esto posibilita
mejor el trabajo en equipo, en el que los trabajadores individuales resultan
intercambiables, mientras en el caso francés la organización del trabajo se basa más en
los puestos individuales. En la R.F.A. existen dos escalones básicos en la jerarquía, los
empleos directivos y los subordinados, mientras en Francia existe una jerarquía
compleja compuesta por multitud de escalones. En Francia, la promoción de los
empleados depende en gran medida de sus credenciales educativas, mientras en la
R.F.A. el reclutamiento de numerosos cuadros intermedios tiene lugar entre los
trabajadores de base. En Francia existe una correlación entre nivel educativo y status
ocupacional mucho mayor que en la R.F.A., y el reclutamiento de los grupos
ocupacionales es más homogéneo socialmente. En la R.F.A., el trabajo en equipo
produce una situación en la que el trabajador tiene la oportunidad de adquirir
informalmente nuevas destrezas a través de una experiencia diversa, mientras en la
estructura de los empleos franceses reduce las oportunidades de aprender. (En todo
caso, al sacar consecuencias de esta comparación no debe olvidarse que, incluso en el
caso germano-occidental, se trata de una polivalencia dentro de los estrechos límites de
la división social general del trabajo y de las competencias de pequeños equipos
productivos, y de una movilidad vertical que se reduce a lo que suele llamarse
“micromovilidad”, es decir, movilidad sólo entre estratos muy cercanos dentro de una
escala amplia). En alguna medida, las diferencias entre los sistemas educativos y
productivos de la R.F.A. y Francia podrían interpretarse a la luz de la vieja distinción
entre “movilidad de competencia” y “movilidad de patrocinio” (Turner, 1960). En el
caso francés, los futuros puestos en la jerarquía del empleo son asignados
tempranamente en la escuela y sus futuros ocupantes preparados desde ese momento
para ellos (patrocinio). En el germano occidental, la selección tiene lugar tardíamente,
sobre el terreno (competencia). El modelo sirve siempre que se emplee dentro de los
límites definidos, pues, por fijarnos en el caso alemán, la movilidad de competencia –
mejor sería decir simplemente distribución- sólo funciona en el interior de los grupos –
trabajadores manuales, empleados, cuadros superiores- definidos previamente según un
mecanismo de patrocinio (recuérdese la pronta división de los escolares alemanes en
tres ramas: Gymnasium, Real –y haupt schule).
La adolescencia
y la escuela
Pocos temas provocan hoy tantas lamentaciones, sobre todo de parte del sector
bienpensante de la sociedad, como el estado de la disciplina en las escuelas o la
degradación moral de la juventud. Bajo estos epígrafes caben cosas tan dispares como la
pérdida del respeto incondicional a los profesores o el consumo de drogas, las relaciones
sexuales prematrimoniales u ocasionales y el vandalismo en las aulas, el declive de las
creencias religiosas y la militancia izquierdista, la menor disposición a convertirse en
trabajador asalariado y la “extravagancia” de la moda juvenil. Si abandonamos
cualquier pretensión de dar cuenta del comportamiento general de los jóvenes y nos
remitimos a su actitud ante las escuela, podemos delimitar los temas de escándalo más
comunes: abandono antes de terminar la escolaridad obligatoria o el primer ciclo
secundario, absentismo ocasional o persistente, indisciplina. Fuera de las relaciones
educativas, los grandes reproches podrían resumirse en dos palabras: delincuencia
juvenil.
Las proporciones en que los alumnos abandonan la escuela, como es lógico,
varían considerablemente de país a país. Estas variaciones dependen de una
multiplicidad de factores, entre ellos la edad mínima para trabajar y el grado en que se
cumple la legislación al respecto, el nivel de urbanización, la relevancia de los títulos
escolares a la hora de acceder al primer empleo, la intensidad de la fe de la sociedad en
la educación como medio de movilidad, etc. Lo más obvio, sin embargo, es que el
abandono aumenta con la prolongación del período obligatorio y que resulta superior en
las grandes ciudades. En la década de los sesenta, o primeros setenta, podía pensarse
que el abandono masivo de la escuela era sobre todo el efecto de una oferta escolar
insuficiente y que, con la voluntad política oportuna, podría crearse equipamiento
adecuado y ofrecer una enseñanza lo bastante atractiva como para retener a los alumnos
en las aulas por su propia voluntad. En Italia de 1971-72, por ejemplo, abandonaban la
escuela el 1 por ciento de los alumnos de enseñanza elemental y el 16.8 de los de la
escuela media (de 11 a 14 años, siendo la distribución por cursos de 7.6 en primero, 5.2
en segundo y 4.0 en tercero) (Bonani, 1976). Cifras de ese orden se barajaban también
en España por aquel entonces, y el problema parecía solucionable.
CUADRO 20
Tasa de abandono* por edad, sexo y grupo étnico, EE. UU. 1979.
Edad
Sexo y etnia 14-15 16-17 18-19 20-21 Todos
Negros 2 10 24 25 15
Mujeres 2 8 22 20 14
Varones 1 12 25 30 17
Hispánicos 2 17 36 35 23
Mujeres 2 17 39 33 24
Varones 3 18 32 38 22
“Blancos” 2 8 16 12 10
Mujeres 1 9 14 11 9
Varones 2 8 17 13 10
Total 2 9 18 15 11
(*Porcentaje de la población de cada grupo de edad que ha abandonado la escuela secundaria sin
completarla).
Sin embargo, los países que tienen desde antiguo un sistema escolar bien dotado
y comprehensivo en la secundaria no arrojan resultados mucho mejores. Durante los
últimos dos decenios, la tasa de abandono en la escuela secundaria norteamericana no
ha descendido del 25 por ciento (proporción de alumnos que abandonan la enseñanza
secundaria, a cualquier edad, sin terminarla), a pesar de las múltiples ayudas financieras
y reformas (Starr, 1981). El Cuadro 20 (Rumberger, 1981) muestra las tasas de
abandono, por edad, género y grupo étnico, de los estudiantes de secundaria
norteamericanos en el año 1979. Como puede observarse, la tasa sube
espectacularmente en el momento en que los estudiantes tienen la posibilidad legal de
abandonar, a pesar de que tal momento no coincide con el final de ningún ciclo, lo que
implica que los que abandonan lo hacen sin ninguna titulación con un valor mínimo en
el mercado. Las tasas totales reflejadas en el cuadro se sitúan por debajo del 25 por
ciento proclamadado antes por la sencilla razón de que el grupo de edad estudiado tiene
su límite de edad en los 14 años, cuando muchos de los futuros tránsfugas están aún en
la escuela. Las cifras que deben considerarse significativas, por consiguiente, no son las
medias totales sino las parciales de cada columna. En el cuadro puede observarse que la
proporción de abandonos es muy superior entre los alumnos negros y de lengua
hispánica que entre los “blancos”, algo que, a la luz de otras investigaciones (Jencks,
1972), debe imputarse en buena parte no a las diferencias étnicas sino a las diferencias
de clase que las acompañan. En el grupo de dieciocho a veintiún años de edad, uno de
cada siete “blancos”, uno de cada cuatro negros y uno de cada tres hispánicos no ha
terminado la secundaria. Otras investigaciones confirman estas diferencias entre los
grupos étnicos y sociales (Di Maggio, 1977; Parelius y Parelius, 1978; Kaplan y Luck,
1977).
El Cuadro 21 (Rumberger, 1981) recoge las razones aducidas por los estudiantes
que han abandonado la secundaria. Salta a la vista que los motivos relacionados con la
experiencia misma de la escolaridad dominan sobre los económicos, personales o de
otro tipo. Entre los primeros, destaca claramente el de encontrarse pura y simplemente a
disgusto. Tanto respecto de éste como de otros motivos, al tratarse de respuestas de los
propios estudiantes, pueden dudarse si son reales o se esconden teorizaciones
justificatorias, pero en contra, al menos en este caso, podría aducirse que la escuela es
considerada en la sociedad norteamericana como algo imprescindible para llegar a
alguna parte en la vida, de manera que puede haber más razones para que los
entrevistados oculten este motivo para que se lo inventen. Entre los motivos
económicos, el “deseo de trabajar”, que figura en primer lugar del subgrupo, puede
considerarse como un modo de decir lo mismo con otras palabras, aunque también
puede significar un deseo de conseguir independencia económica, etc. Destacan también
los altos porcentajes relativos de estudiantes de habla hispana que aducen razones
económicas y de mujeres que argumentan el embarazo o el matrimonio. Volveremos a
no mucho tardar sobre el papel de la experiencia escolar en la provocación del
abandono.
CUADRO 21
Razones aducidas para abandonar la escuela, por grupo étnico y sexo (en porcentajes).
Más amplio todavía es el problema del absentismo, que puede constituir tanto un
preludio del abandono como un fenómeno que se agote en sí mismo. En las escuelas
urbanas de barrios pobres de los países más industrializados, las tasas cotidianas de
absentismo superan con mucha frecuencia el 50 por ciento (Boyer, 1983; Starr, 1981).
También el absentismo guarda una considerable correlación con la clase social de los
alumnos (Turner, 1974; Fogelman y Richardson, 1974; Fogelman, 1976).
Estos y otros problemas de disciplina se concentran, dentro de los sistemas
escolares segregados, en las ramas profesionales o simplemente conducentes al trabajo
y, dentro de los sistemas integrados, en los grupos de “capacidad” o rendimiento
inferior y currículo menos académico (Hargreaves, 1967; Lacey, 1970; Bellaby, 1977).
Esta afirmación, sin embargo, debe ser matizada, pues existe por otra parte la evidencia
de que problemas como el absentismo o la delincuencia en las escuelas no siempre son
declarados por los profesores y directores, así como de que son particularmente
silenciados cuando afectan a los jóvenes de clase media (Wright, 1977; MacIver, Short,
citados por Fischer, 1975). No obstante, en esto no nos está permitido ir más allá de la
sospecha.
La falta de disciplina en las escuelas se va convirtiendo en un “problema
nacional” capaz de llenar cada vez más páginas periodísticas. Según una encuesta de la
National Education Association, el 54 por ciento de los profesores norteamericanos –de
todos los niveles educativos, pero fundamentalmente de secundaria- considera que la
conducta de los estudiantes interfiere “mucho” –a great extent- o medianamente –
moderate- en sus clases (McGuire, 1980). Todas las encuestas Gallup, excepto una,
desde 1969 a 1980 mostraron que la opinión pública –en la medida en que tales escuelas
puedan reflejarla- sitúa la “falta de disciplina” como el primer problema de las escuelas,
por delante de la falta de recursos financieros, la integración racial, la falta de interés o
de capacidad de los profesores, el consumo de drogas y otros tópicos (Starr, 1981).
Finalmente, las escuelas aparecen como responsables –o como el chivo
expiatorio más a mano- de la delincuencia juvenil, y ésta crece ininterrumpidamente. De
nuevo en los Estados Unidos, los arrestos de jóvenes por delitos han aumentado dos
veces y media desde 1969, el doble que en el caso de los adultos; lo que es más, los
jóvenes de 10 a 17 años, que apenas constituyen el 16 por ciento de la población, son
imputados responsables de casi el 10 por ciento de los delitos contra la propiedad (Starr,
1981).
Esta efervescencia se ha intentado explicar de muchas maneras. Las más simples
y burdas son las que recurren a la degradación de los valores, la crisis de autoridad, la
relajación de las costumbres, el poco esfuerzo de las instituciones por mantener la
disciplina, etc. Se trata, en unos casos, de poner distintos nombres a las mismas cosas y,
en otros, de tomar las consecuencias por causas. Algo más complejos, pero en todo caso
parcelarios, son los enfoques que remiten a la “cultura adolescente” o “juvenil”.
Algunos autores sostienen que se trata de una cultura autónoma y en antagonismo con la
de los adultos, lo que podríamos resumir en el tópico del conflicto generacional
(Coleman, 1961, 1965, 1970; Parsons, 1942; Davis, 1940; Yinger, 1960). Otros
consideran que se trata de una cultura independiente, pero no en conflicto con la
establecida (Turner, 1954; Schwartz y Merten, 1967). Hostiles o no en las formas, hay
autores que sostienen que la cultura juvenil comparte los mismos valores de la cultura
adulta (Berger, 1963; Riesman, 1981; en cierto modo Henry, 1971, 1972). No faltan, en
fin, quienes creen que los jóvenes comunican perfectamente con los adultos y no existe
tal problema generacional (Douvan y Adelson, 1966; Offer, 1969).
Aquí vamos a intentar explicar esta serie de comportamientos desde el punto de
vista de la articulación entre la escuela y la sociedad, más concretamente entre la
escuela y la clase social de origen, la división social del trabajo hacia la que son
conducidos los alumnos y la división entre los sexos. Nadie discute la enorme influencia
del origen social sobre la actitud de los alumnos ante la escuela, de manera que no hace
falta justificar esto. Menos claro, sin embargo, que el peso del pasado, está el peso del
futuro sobre el presente. Guste o no, la adolescencia es el período en que tiene lugar la
preparación de los individuos para la integración en la vida adulta. Esto se entiende con
demasiada frecuencia en un sentido unilateral: los jóvenes son preparados y los adultos,
la escuela y otras instituciones los preparan. Pero esta separación entre los que aprenden
y los que enseñan dista mucho de responder adecuadamente a la realidad. Parece más
indicado decir que, en un marco que presenta constricciones y exigencias, los jóvenes se
preparan para desempeñar roles adultos. Ello implica procesos complejos de
“negociación” de lo que hayan de ser esos roles y la preparación de los mismos, así
como estrategias grupales y personales ante el camino de “aprender y llegar a ser”,
procesos en los que los adolescentes, entre otras cosas, construyen su identidad.
Naturalmente, éste es sólo uno de los enfoques posibles, y tal vez tuviera razón François
Mauriac cuando afirmaba: “La juventud es un dios de mil caras: cada investigador
obtendrá de ella las respuestas que desee”.
Por mucho que los adultos añoren los tiempos en que asistieron a la escuela, esta
añoranza deriva más de las facultades selectivas de la memoria y de la comparación
entre la experiencia escolar y la experiencia laboral que de las virtudes verdaderamente
propias de la escuela misma. Basta visitar un aula con la frialdad de quien ya no tiene
nada que ganar ni que perder en ella para asombrarse de la capacidad de los jóvenes
para soportar algo tan aburrido y poco gratificante.
Esto es especialmente cierto en la escuela secundaria. A la altura de la enseñanza
primaria, el aprendizaje tiene todavía mucho de juego para los alumnos. La curiosidad
de un niño es algo que no tiene límites, y, en los primeros años, la escuela se muestra
capaz de satisfacerla en una importante medida. Pero, del comienzo de la primaria al
final de la superior, la educación es ante todo un proceso consistente, no en aportar
respuestas a las preguntas del que aprende, sino en sustituir demandas erráticas de
información y aprendizaje por ofertas que la sociedad considera legítimas. El embarazo
que con frecuencia producen las preguntas de un niño a un adulto es la demostración
indirecta de que éste, más que a responder sus preguntas originales, ha aprendido a
obviarlas en un largo y penoso proceso. La ausencia de in interés intrínseco de los
individuos en el proceso educativo es sustituida paulatinamente por la formulación y
elaboración de intereses extrínsecos. En el límite, ya no se está en la escuela por nada de
lo que hay en ella, sino por lo que se promete fuera de ella. Ya no importa si el
contenido o los métodos del aprendizaje resultan en sí gratificantes, sino las
recompensas prometidas para quien soporte bien el proceso: títulos académicos que
traerán consigo empleos con mayor libertad y menor esfuerzo, ingresos más altos, más
prestigio, etc. Las universidades no se han preocupado jamás de los métodos
pedagógicos, de cómo enseñar o aprender, porque se da por sentado que las razones de
la enseñanza y el aprendizaje están fuera de las aulas, en las oportunidades mayores de
incorporación a la vida activa que se ofrecerán al titulado. Contrariamente, en la
enseñanza primaria, donde el futuro pesa todavía poco sobre el presente, el problema
primero de los enseñantes ante los alumnos es su “motivación”, y ésta debe ser sobre
todo intrínseca (de ahí la pedagogía activa, no directiva, en todas sus variantes).
En la enseñanza secundaria no ocurre ni una cosa ni otra. Los intereses
emergentes de los alumnos ya no son apenas tenidos en cuenta ni para el contenido ni
para el método de su aprendizaje. Las recompensas futuras, por otra parte, sólo son
motivación suficiente para algunos. Cuando la enseñanza secundaria era cursada
solamente por una minoría, fuera con carácter terminal o preparatorio, la condición de
los alumnos en ella era la misma que es hoy la de los estudiantes de enseñanza superior.
Con su masificación, la enseñanza secundaria ha incluido a nuevos sectores sociales que
no comparten la visión instrumental de la escuela necesaria para salir bien parado de
ella. La secundaria de hoy es el resultado de la combinación entre un contenido y unos
métodos que sólo se pueden soportar con la vista puesta en recompensas que vendrán
después y un público con oportunidades reales de obtenerlas muy desiguales.
Se ha dicho muchas veces que el éxito escolar requiere una importante
capacidad de posponer las gratificaciones, de hacer algo no por sí mismo sino por lo que
reportará más tarde: una especie de “moral victoriana”, de ética ascética que no
necesitaría buscar las razones del actuar “aquí y ahora” (Henry, 1971; Bettelheim, 1982;
Kluckhohn, 1970; Rosen, 1956; Kahl, 1953, 1965; Sugarman, 1966; Swift, 1970;
Hyman, 1953; Coser y Coser, 1963), aunque la tesis no deja de ser discutible (Turner,
1964; Katz, 1964; Colquhoun, 1967; Combessie, 1969; Boudon, 1973;Hollingstead,
1949). Para quienes consideran esta actitud como una virtud necesaria a todos y siempre
recompensada, la prolongación de la escolaridad obligatoria –que es precisamente el
paso de la sola obligatoriedad de la primaria a la de la secundaria en todo o en parte-
requeriría simplemente un mayor esfuerzo, un “principio de realidad” más fuerte
(Bettelheim, 1982). Sin embargo, semejante virtud puede no ser tan necesaria y,
especialmente, no ser recompensada a todos por igual. A igualdad de educación, las
oportunidades sociales de las personas difieren notablemente según su origen social
(Jencks, 1972, 1979; Halsey, Health y Ridge, 1980; Goldthorpe, 1980). Desde este
punto de vista, no se trataría ya simplemente de atender o no a los requerimientos de la
escuela, sino de considerarlos por decirlo así, en términos de beneficios y costes.
A cambio de unos conocimientos que, teóricamente, abren paso a un futuro
mejor, la escuela exige el control sobre sus alumnos, particularmente sobre su conducta
(Willis, 1981). La cotidianeidad escolar está surcada por pequeños y grandes conflictos,
abiertos y larvados, sobre la forma de vestir, sobre si los jóvenes pueden fumar o no,
sobre el consumo de drogas y estimulantes, sobre las relaciones entre los sexos, sobre el
lenguaje debido e indebido, etc.; en definitiva, sobre cómo comportarse fuera de la
escuela y, en la escuela misma, fuera de la simple operación de aprendizaje o
transmisión de conocimientos. Esto no significa que los alumnos sean fumadores
empedernidos, alcohólicos potenciales o donjuanes y ninfómanas. Quiere decir,
simplemente, que toda una serie de aspectos de la conducta están constantemente en el
punto de mira de la escuela, en todo caso mucho más de lo que se reconoce. La parte
más obvia es la exigencia de una actitud de respeto o obediencia a los profesores; menos
obvia, pero no por ello menos importante, es la pretensión de la escuela de que sus
alumnos se atengan a una imagen más o menos elaborada de lo que es ser “un buen
chico” –o chica-.
Este tipo de controles sobre la conducta pueden considerarse parte de esa
“educación” que también la pedagogía más reaccionaria sabe distinguir de la
“instrucción”. Pero el mismo contexto instructivo no está exento de control: los alumnos
deben ser puntuales, ocupar los sitios que se les asignan, estar callados y quietos,
realizar las actividades que se les ordenan, estudiar sólo lo que se les dice y preguntar
cuando se les permite. El método de la enseñanza simultánea –heredado de las escuelas
clericales de la primera mitad del siglo XIX tras su imposición frente a la enseñanza
mutua y otros métodos-, en el que un solo profesor se dirige a un mismo tiempo a un
amplio colectivo de alumnos, exige que éstos sean tratados más o menos como un
batallón. Al contrario que en la enseñanza mutua, el trabajo individual, el trabajo por
grupos, etc., en la enseñanza simultánea cualquier conducta individual imprevista rompe
las condiciones que permiten al profesor manejar el colectivo amplio, luego debe ser
condenada o reprimida, sea material o simbólicamente. De ahí que cada período de
clase esté regularmente salpicado de admoniciones para que el uno se siente, la otra se
calle, el de más allá atienda, etc.; y que los profesores empleen frecuentemente la mayor
parte del tiempo de clase en mantener el control, organizar el trabajo, etc. La enseñanza
secundaria, además, se ha mantenido particularmente impermeable a alternativas
parciales a la enseñanza simultánea que se han abierto algún camino en la primaria,
como la “enseñanza individualizada”, el trabajo en equipos pequeños, etc., (alternativas,
insistimos, que sólo lo son en una parte muy pequeña, pues la organización de la
enseñanza por cursos secuenciales cerrados y grupos de edad, tanto más si se introduce
la parafernalia de la “pedagogía por objetivos” o la “programación”, hace que, en lo
esencial, se conserve su carácter simultáneo).
Además, ni siquiera es preciso que exista control directo de la conducta. Éste
existirá, en cualquier caso, de manera indirecta si el alumno pretende satisfacer las
exigencias instructivas de la escuela, pues ello requerirá que por sí mismo ponga en
práctica restricciones y constricciones importantes a su conducta. Al fin y al cabo, el
tiempo es limitado y el saber, además y antes de ocupar lugar, ocupa tiempo.
Esto ocurre, bajo distintas formas, durante toda la biografía escolar del niño y el
joven, pero las opciones en presencia y sus consecuencias pueden resultar
particularmente dramáticas durante la adolescencia y en esa encrucijada, con caminos
alternativos, que es la enseñanza secundaria. Es en este período cuando el joven está
construyendo más intensamente su propia identidad no solamente como escolar –buen o
mal alumno, estudiante de éxito o fracasado- y, por ende, al menos aparentemente,
como futuro ocupante de un empleo y una posición social, sino también su identidad
sexual –o, mejor dicho, la identidad social que acompaña al sexo, o sea su identidad
como miembro de un género-, su estimación de sí, etc. Por ello mismo, hay otras
muchas cosas que tiran de él al mismo tiempo que la escuela: la pandilla de amigos o
amigas, de la mano de la cual se integra suavemente en su rol de género y en la cual
encuentra una fuente de valoración y autovaloración, una relación con iguales, una red
de solidaridad; el consumo, que desempeña una función tanto expresiva como
instrumental en la construcción de esa identidad; los medios de comunicación, que le
ofrecen información ajena a su mundo inmediato, espacios para un desarrollo personal
imaginario, imágenes a las que seguir o en las que proyectarse; la música, sobre todo
como base de espectáculos y bailes que permiten ciertas desinhibiciones y toman la
forma de comunidades imaginarias; los ritos anticipados de transición a la vida adulta,
como el consumo de tabaco y alcohol, las conversaciones sobre automóviles o partos o
el flirteo agresivo. Descompónganse estas demandas tanto como se quiera, agréguense
las que se desee, añádase todavía la serie de exigencias de la propia familia –estar con
los hermanos, ayudar a la madre a poner y quitar la mesa o al padre a reparar las
persianas, según corresponda-, y se tendrá un cúmulo de cosas que, antes o después, se
convierten en opciones. A la altura de la enseñanza primaria, muchas de estas opciones
están en la escuela misma; a la altura de la secundaria, todas o casi todas se encuentran
fuera. Optar por la escuela es, pues, abandonar alguna de ellas. La cuestión, por
consiguiente, consiste en saber qué se abandona a cambio de qué.
La situación se complica algo más si atendemos al origen social de los alumnos.
Para un alumno de eso que se llama vagamente “clase media” –término sin ningún valor
definitorio ni explicativo, pero que utilizaremos aquí porque tiene la ventaja de ser
breve-, la opción por la escuela casi sin duda resultará armónica con los valores de su
familia y las opciones de sus pares. Para un alumno de clase obrera, por el contrario, es
probable que represente una ruptura con unos y otros (si bien no es en modo alguno
imprescindible, como tampoco lo era el caso anterior). No es simplemente que aceptar
el control de la escuela suponga romper con algo y, por consiguiente, una decisión
difícil o laboriosa. No hay por qué considerar el rechazo de la escuela como “la opción”,
negativa, cuyos epifenómenos serían la vuelta al regazo de la familia, la pandilla o la
clase. También pude verse, y quizá con mayor razón, como una opción positiva por
asumir la propia identidad de clase, por la dignidad y sobriedad del trabajo frente a la
artificialidad y los recovecos de la carrera, por una red de solidaridades que ya existen y
que no se quieren romper, por estar y seguir estando con gente con la que se comparten
unos valores, un sentido del humor, unas formas de comportamiento, etc. La divisa de
estos jóvenes que rechazan la escuela, o al menos un excesivo sometimiento a ella, y
tanto si el mecanismo de éste como si es el descrito inmediatamente antes, bien podría
ser la del movimiento Wandervogel de los jóvenes alemanes en la segunda década de
este siglo: “Ya no queríamos sólo llegar a ser algo, sino que queríamos ser alguien”
(Schmid, 1976; Copferman, 1974).
Para los alumnos de clase obrera, la promesa de movilidad social a través de la
escuela sólo tiene sentido en cierta perspectiva. Aunque las oportunidades de escapar de
la propia clase sean pocas, existen como oportunidades individuales, es decir, existen en
la medida suficiente para constituirse en base de estrategias individuales. Desde el punto
de vista de la clase, sin embargo, tales oportunidades son desdeñables, pues constituyen
sólo una estrecha puerta un cuyo umbral habrá de quedarse la gran mayoría. La actitud
más racional ante un juego de lotería, sabiendo que el total de ingresos no se reparte en
premios, es no jugar. La diferencia entre la lotería y la escuela, cuando no existen otros
mecanismos paralelos que contribuyan también a la obtención de ventajas sociales
individuales, es que el esfuerzo exigido por el juego escolar es infinitamente mayor.
Con mayor motivo, por consiguiente, la actitud más racional es no participar. Esto es
especialmente cierto en medios sociales de clase obrera tradicional donde existen
patrones culturales propios que, a diferencia de los de la clase obrera “respetable”, se
resisten a la tentación meritocrática (Willis, 1981).
Pero esta racionalidad anti-escuela no es privativa de la clase obrera tradicional,
sino que se da, en distintos grados, en otras capas sociales. En los Estados Unidos,
donde el abandono, el absentismo, el bajo nivel, etc., eran característicos de las minorías
étnicas y la clase obrera industrial, al aumento más rápido de las tasas correspondientes
se da ahora entre los blancos de clase media (Kaesser, 1980; Camp, 1980; Grant y
Eiden, 1980). Esto debe interpretarse como el resultado de la constatación de que la
enseñanza secundaria no es una experiencia que valga la pena –para los que abandonan,
constatación que sería resultado de una evaluación tanto sincrónica como diacrónica, es
decir, en relación tanto con las otras alternativas que se ofrecen al mismo tiempo como
con la plausibilidad de la promesa de mejores oportunidades sociales que acompaña a
las exigencias de la escuela. En este sentido, tales actitudes pueden considerarse, incluso
desde el punto de vista de los alumnos de clase media, como una respuesta racional a la
devaluación de los títulos escolares (Levin, 1979; Hill y Stafford, 1977; Levy Garboua,
1976), tan racional o más que la consistente en el “consumo sin fin” de educación
(Illich, 1974). Resulta coherente con estas hipótesis la evidencia empírica de que la
rebelión abierta en la escuela es mucho más frecuente entre los alumnos que no creen en
la movilidad social, es decir, en que el conformismo de hoy les vaya a proporcionar
mejores oportunidades mañana (Stinchcombe, 1964; Willis, 1981; Hedbige, 1979;
Corrigan, 1979; Jenkins, 1983).
La resistencia a someterse al control de la escuela no se manifiesta solamente, en
relación a la actividad escolar, en formas negativas como el abandono, el absentismo o
la escasa dedicación. Lo hace también en la forma de una pugna entre alumnos y
profesores en torno a la organización de la actividad en las aulas, tanto de la propia
actividad como de la actividad general. Una muestra de lo primero es la existencia en
todo grupo de clase, especialmente en las escuelas con un público obrero en todo o en
parte, de un subgrupo para el que la escuela es un lugar donde divertirse con los amigos,
con frecuencia a costa de otros alumnos o de los profesores (Willis, 1981; Everhart,
1983a; McRobbie, 1978). De lo segundo, el constante tira y afloja por el que se negocia
algún punto intermedio entre lo que el profesor quiere que los alumnos hagan y lo que
éstos están dispuestos a hacer (Everhart, 1983a, 1983b; Woods, 1980).
La escuela no es enteramente insensible a estas reacciones de los adolescentes.
Bajo la bandera de la enseñanza activa o en un simple y desesperado intento de retener
como sea el interés de los alumnos, se abren paso en las actividades extracurriculares, e
incluso en el currículo oficial –formalmente por medio de las materias optativas e
informalmente cuando los programas son rígidos- elementos característicos de la cultura
adolescente como la música “pop”, el rock, la moda, la discusión sobre el sexo, etc.
(Henry, 1972; Coleman, 1961). Por otra parte, los profesores responden con frecuencia
a la resistencia de los alumnos rebajando y trivializando el contenido de la enseñanza
más académica. Podría decirse que practican una enseñanza a la defensiva o que se
establece una especie de pacto por el que los profesores se comprometen a no subirse
demasiado encima de los alumnos a cambio de la correspondiente actitud recíproca
(McNeil, 1983; Boyer, 1983).
No obstante, esta reacción es sólo limitada. En lo esencial , la escuela, aparte de
otras cosas, sigue siendo una máquina de selección y certificación que regularmente
divide a los alumnos en “buenos” y “malos”, “dotados” y “no dotados”, “académicos” y
“prácticos”. En un mismo y único acto constantemente repetido, la escuela define y crea
al buen y al mal alumno, al genio y al cretino, con toda la gama de posibilidades
intermedias. A pesar de la reciente insistencia en lo contrario, producto de una mala
conciencia galopante pero también de un análisis errado, el “fracaso” escolar, es decir,
el fracaso individual, no es en absoluto el fracaso de la escuela, sino uno de sus más
sonados éxitos. La escuela está para eso, para que las diferencias sociales sean vividas
como méritos o culpas e incapacidades individuales. La consecuencia inevitable de la
medición de todos por un patrón único y social y culturalmente sesgado es el fracaso
masivo. Pero aquí y ahora sólo nos interesan, cualesquiera que sean las causas, los
efectos, y sólo algunos de entre ellos. Concretamente, los efectos del llamado fracaso
sobre la autoestima de los alumnos y, a la vez, sus respuestas activas o pasivas ante
ellos.
Estar recibiendo continuamente mensajes sobre la propia incapacidad es algo
poco agradable y nada gratificante, y ésta es la situación en la que la escuela coloca a
una proporción importante de los alumnos. No se trata solamente de las sanciones
finales, cuando unos reciben diplomas y otros simples certificados, unos títulos de alto
valor relativo en el mercado de trabajo y en el mercado de los símbolos y otros títulos
de valor nulo, sino, lo que es peor, de la interacción cotidiana entre profesores y
alumnos. Hay alumnos a los que se ensalza y otros a los que se ridiculiza explícita o
implícitamente, unos a los que se presentan tareas desafiantes y otros a los que se
condena a la rutina, unos que reciben regularmente la aprobación de sus profesores y
otros que son desaprobados o reprobados, unos para los que la relación pedagógica es
una ocasión de lucimiento y una fuente de autovaloración positiva y popularidad entre
los demás y otros para los que se convierte en un pequeño o gran calvario. En otras
palabras, el fracaso escolar es algo que se vive constantemente. La reacción espontánea
es revelarse de una u otra forma contra una institución descalificante, y entre los
suspendidos, los que sufren retraso escolar, los que son etiquetados como incapaces de
un modo u otro, aumentan considerablemente las probabilidades de abandono,
absentismo y otras formas de rebelión pasiva (Stinchcombe, 1964; Hill, 1979; Rist,
1977; Bellaby, 1974), así como las del simple desinterés (Avanzini, 1982). La
indisciplina, el absentismo, el abandono, la delincuencia y otras prácticas anti-escuela,
de las más suaves a las más rudas, van con frecuencia asociadas a un bajo nivel de
autoestima de los alumnos mismos cuya base principal son las imágenes de sí que
reciben de sus profesores y, a veces, de sus familias (Reckless, Dinitz y Murray, 1956;
Rosenberg, 1965; Schwartz y Tangri, 1965; Coopersmith, 1967; Thomson, 1974). En
contrapartida, el abandono de la escuela parece hacer disminuir la probabilidad del
recurso de la delincuencia (Elliot y Voss, 1974).
El funcionalismo no andaba muy desviado cuando postulaba que, desde el
principio, los alumnos debían elegir entre la identificación con el profesor o con el
grupo de iguales, y que los primeros tendrían éxito en la escuela y los segundos no
(Parsons, 1976). Pero, como de costumbre, no acertó a entender ni el por qué ni la
mediación de esa opción y sus resultados por la clase social de origen. Paul Willis
(1981) ha realizado un estudio ejemplar sobre el rechazo de la escuela por un grupo de
alumnos de clase obrera. El estudio en cuestión ha sido muy criticado por el simple
mecanismo de atribuir a su autor una pretensión que nunca tuvo, a saber, la de que ese
pequeño grupo de estudiantes de secundaria, a los que siguió durante varios años, fuera
representativo del conjunto de la clase obrera. Se trataba simplemente del seguimiento
de un grupo caracterizado por su actitud anti-escuela y por su origen de clase obrera o,
más exactamente, de lo que en Gran Bretaña se llama elegante y desdeñosamente “clase
obrera tradicional”, en concreto hijos varones de trabajadores manuales industriales no
cualificados o semi-cualificados en una población urbana de tamaño no muy grande y
representativa de la industria con chimeneas, en crisis y poco tocada por la
tercialización y otros procesos “modernizantes”. Este grupo de jóvenes reaccionaba a
las exigencias de la escuela y a su descalificación por la misma mediante una inversión
de valores creativa y limitada a la vez. Identificando la escuela con el trabajo intelectual,
consideraban a éste como algo aburrido, poco creativo –lo que realmente es en las
escuelas- y escasamente viril. Por el contrario, afirmaban el valor del trabajo manual,
duro, pesado, como algo integrante de la vida real y propio de su sexo. El trabajo
manual proporciona un salario, y ellos consideraban el salario como la llave hacia la
independencia y la afirmación de su virilidad, lo que el hombre lleva a la casa y la mujer
recibe, muestra de la dura lucha mantenida por el primero con el difícil mundo exterior,
concretamente el mundo del trabajo. La negación del trabajo intelectual es necesaria
porque han sido rechazados en él, y es posible porque la escuela ofrece una imagen
degradada del mismo. La afirmación del trabajo manual se basa en la mayor
consistencia, solidez y “realidad” de lo hecho con las manos y en la identificación con el
propio sexo, identificación no meramente refleja sino también constitutiva: no sólo son
los hombres los que trabajan, sino que demuestran ser hombres al trabajar, y sobre todo
al desempeñar trabajos manuales que requieren esfuerzo físico. Por el contrario, el
hecho de que las oficinas estén llenas de mujeres es utilizado para identificar feminidad
y trabajo intelectual (el hombre gana con su fuerza el salario, pero la mujer es quien lo
administra).
No hace falta tomar este caso por el caso general de los alumnos de clase obrera
ante la escuela, ni es posible hacerlo. Basta por considerarlo como una posibilidad
extrema. Lo que nos interesa resaltar es que esta inversión de valores no tiene lugar ni
en la escuela, ni en la fábrica, ni en la familia, sino en la articulación entre todas ellas,
entre la división trabajo manual/trabajo intelectual y la división entre los sexos o los
géneros. Para hacer frente a una situación de la que no salen bien parados (la escuela y
el trabajo descualificado hacia el que ésta los conduce), recurren a otra en la que su
posición es mejor (la familia y la división entre los géneros); lo que es más, su posición
en la división sexual les permite una inversión de valores en la que utilizan el trabajo
manual, incluso en su peor variante –el trabajo descualificado, el menos gratificante y
más subordinado de todos-, que no tardarán mucho en destetar, como un arma contra la
escuela. Es el mismo mecanismo por el que, en general, el trabajador varón subordinado
se ve compensado por su autoridad en la familia, la mujer dominada por su relación con
los niños o el paria por las victorias de su equipo de fútbol: la inferioridad en un marco
institucional es compensada por la superioridad, real o imaginaria, en otros.
Ahora bien, esta inversión y estas compensaciones eran posibles en el caso de
los jóvenes estudiados por Willis porque los recursos culturales necesarios estaban
disponibles y a mano en el machismo, el alarde de rudeza y la afirmación de lo físico
como un valor por la cultura del taller, es decir, por los valores de los padres y los
futuros compañeros de trabajo. Esto es lo que permite que la transición abrupta de la
escuela a los peores empleos manuales sea querida y vivida como una opción
liberadora, aunque con el tiempo haya de llegar a ser sufrida como una condena. En
torno a estos valores, que más que una alternativa representan una combinación distinta
de los mismos valores dominantes, se constituían el grupo de iguales –la pandilla- y su
actitud en los últimos años de escuela obligatoria: las críticas a la escuela, los motivos
de humor con los que pasar el rato en ella, los temas de diversión fuera de sus muros,
los criterios con los que medirse uno mismo.
En el otro extremo, en cambio, podemos preguntarnos qué ocurre con los que
son igualmente rechazados por la escuela, o simplemente optan por sí mismos por no
plegarse a sus exigencias, y no tienen esa cultura alternativa a la que agarrarse. Es decir,
qué ocurre, por ejemplo, con el alumno de clase media cuya familia y cuyos amigos
comparten las mismas pautas de comportamiento y los mismos valores alentados por la
escuela y rechazados por él o ella. Es posible que de éste grupo surjan esas figuras
patéticas de alumnos que no parecen encontrarse a gusto ni en el aula, ni con sus
iguales, ni en la familia. O piénsese en los que, habiendo abrazado incondicionalmente
los valores intelectualoides, competitivos y meritocráticos de la escuela, “fracasan” de
todas maneras por una razón u otra. Aquí está, seguramente, la cantera de los suicidas
precoces que periódicamente saltan a las páginas de la prensa.
Con demasiada frecuencia se atribuyen los “problemas de la juventud” –desde el
desinterés en la escuela hasta la delincuencia o las crisis depresivas, pasando por todos
los demás- a simples causas biológicas o estrechamente relacionadas con esa etapa del
desarrollo biológico que la adolescencia es. Sin embargo, la adolescencia no es sólo eso,
una etapa biológica que va desde el final de la niñez o la llegada de la pubertad hasta el
completo desarrollo físico. Es también una etapa social que la generalización y
prolongación de la escolaridad y las leyes matrimoniales –entre otros factores como las
leyes sobre la mayoría de edad y los derechos y obligaciones asociados a ella, sobre el
servicio militar, etc., etc.-, y las identificaciones en la conciencia social entre vida
adulta, trabajo, familia, vivienda independiente, etc., ha llevado más allá de la etapa
biológica. Se trata del período que media entre el final de la niñez y la incorporación
plena a la vida adulta, y tanto da que lo llamemos adolescencia, juventud, teen-age, o
como se quiera, que lo consideremos en bloque o lo partamos en tramos distintos, que
cifremos los límites con una combinación de criterios o con otra.
El caso es que, salvo para una restringida minoría que tiene asegurada desde la
cuna las mejores y más felices oportunidades en la vida, para la mayoría se trata de un
período de incertidumbre. Para los primeros, el único problema de esta adolescencia
socialmente construida es su duración cada vez mayor, el tiempo que media entre el
desarrollo pleno de las facultades físicas e intelectuales –en un sentido estrictamente
biológico- y la asunción definitiva de un papel social. Para los segundos, la inmensa
mayor parte, es el período de las grandes opciones, voluntarias o no, que determinarán
la dirección y la calidad de la vida adulta. Para la mayoría, esto significa estar expuesto
a la presencia al menos ideal de todas las opciones, o sea ser sujeto de todas las
necesidades, cuando al mismo tiempo sólo se tiene una gama de oportunidades limitada.
Es en este momento cuando se comienza a tomar conciencia de que las oportunidades
reales van muy por detrás de las aspiraciones, y, si este desfase es grande y la escuela no
ha sido capaz de conseguir que el joven interiorice como culpa su falta de
oportunidades, no hay que sorprenderse de que la respuesta sea con frecuencia el
quebrantamiento de las normas de una sociedad que distribuye las oportunidades de
manera desigual y manifiestamente injusta. El éxito y fracaso escolares son los primeros
anuncios de la suerte que les espera a cada cual, aunque no los últimos. La llamada
conducta “desviada” o “anónima” puede interpretarse así como una respuesta a este
desfase (Cloward y Ohlin, 1960). De hecho, los índices de delincuencia juvenil alcanzan
su máximo en los últimos años de escolaridad –que son los de la enseñanza secundaria,
cuando la división ya ha llegado formalmente o se avecina- y se desplazan con ellos; es
decir, dependen, estos índices, del límite legal de la escolaridad, de la edad escolar y no
de la edad biológica (Parkin, 1978).
Se comprenderá sin esfuerzo que los motivos de la revuelta aumentan cuando lo
que se espera a la salida de la escuela no es siquiera un mal empleo, sino el puro y
simple desempleo. Las cifras de paro juvenil registrado rondan ya en todas partes, y
sobrepasan en algunas, el 50 por ciento para ciertos tramos de edad, y a ello hay que
añadir lo que los criminólogos alemanes llaman las Dunkelziffer: ya en 1975, uno de
cada cuatro jóvenes franceses entre 15 y 19 años, por ejemplo, no estaba ni en la escuela
ni en el mercado de trabajo –incluidos aquí los desempleados registrados-. En la
República Federal Alemana la cifra era del 12 por ciento; en Italia, del 38 por ciento
para los varones y el 48 por ciento para las mujeres; en Portugal, dos de cada tres
mujeres en 1960 y una de cada cuatro en 1975 (Watson, 1983; Kallen, 1983). El
fantasma del desempleo flota sobre las cabezas de jóvenes escolares, que lo perciben
perfectamente por los medios de comunicación y, particularmente, por la experiencia de
sus hermanos y otros familiares, amigos, vecinos, etcétera.
Y la amenaza es menos simple de lo que parece. No se trata sólo de acceder
antes o después a un empleo, ni debe pensarse, viendo el problema con los ojos del
estudiante que tiene su futuro asegurado, que el principal efecto será una prolongación
de la feliz adolescencia. Además del antes apuntado, la adolescencia es social en un
segundo sentido: no designa lo mismo para las distintas clases y categorías sociales. El
trabajo, por otra parte, no es sólo una carga sino también, y a pesar de ello, la fuente del
salario. Y el salario es la llave de la independencia y de las transiciones a la vida adulta
(Willis, 1984; Fernández Enguita, 1984e, 1984f). Con él vienen la elevación de rango
en la familia de origen, la posibilidad de abandonarla, la vivienda propia, el noviazgo –
que tiene sus requisitos económicos- y el matrimonio. Esto significa el acceso a la
independencia a una cierta forma de dignidad, a la asunción de roles sexuales adultos.
Incluso para las mujeres que no trabajan o abandonan el trabajo al contraer matrimonio,
el salario del varón es la condición del acceso a lo que la sociedad les asigna como
símbolo por excelencia de dignidad y madurez: el matrimonio y la maternidad. Lo que
importa ahora no es si estos mecanismos y símbolos de independencia, dignidad y
madurez son buenos o criticables, sino que son lo que hay, que fuera de ellos sólo se
puede estar en oposición activa o en la marginación.
Es obvio que las respuestas al paro juvenil masivo y a su sombra sobre la escuela
pueden ser distintas. Cuanto más elevada es la posición social de origen, menos
relevante es la amenaza. Pero, para los jóvenes que vienen de y/o van a la clase obrera,
es problema es ciertamente grave. Algunos puede que encuentren en la precariedad a
que se ven sometidos un medio de escapar temporalmente a un destino de clase, no
deseado (Galland, 1984). Otros se verán abocados a situaciones de provisionalidad en
las fronteras entre la dependencia adolescente y la vida adulta: trabajos ocasionales y/o
a tiempo parcial, prolongación de los estudios más allá de lo deseado, viviendas
compartidas, relaciones afectivas inestables, etc. Otros, en fin, ni siquiera podrán
despegar del nido.
Una alternativa posible reside, una vez más, en las pandillas y la delincuencia:
ahí pueden encontrarse la autoafirmación no conseguida, la independencia ansiada, los
recursos económicos que la sociedad establecida niega, la dignidad que no se puede
obtener por la vía de los valores asentados. Si no se pueden comprar las cosas que la
publicidad anuncia como imprescindibles y el desempleo niega, ¿por qué no cogerlas?
Si no se puede financiar los rituales del flirteo o el amor venal, ¿por qué no satisfacer la
libido y afirmar la propia identidad viril violando a la chica que se ha bajado del
autobús? Si tu compañera es la única que trae un salario a casa, ¿no será bueno
abofetearla de vez en cuando para que quede establecido quién es el hombre? Por
supuesto que también cabe la resignación cristiana, la elaboración de formas de vida
alternativas o el acceso a un mundo etílico mejor. Pero la primera opción no está al
alcance de todos, la segunda es difícil y costosa y la tercera resulta poco recomendable.
Aquí reside un motivo adicional para la prolongación de la escolaridad
obligatoria, la extensión de planes de formación ocupacional que no conducen a
ocupación alguna y las facilidades legales y fiscales para la contratación de jóvenes a
tiempo parcial o en empleos eventuales. Su finalidad básica, la mayoría de las veces y
más allá de la retórica oficial, es el control social de la juventud cuando no puede ser
asegurado por su incorporación plena a las instituciones de la vida adulta.
Capítulo 8
Una propuesta
Aunque ninguno de estos dos temas ha sido el centro de este trabajo, quienquiera
que lo haya leído hasta aquí habrá ya inducido, con toda la razón, que su autor, por un
lado, no comparte en modo alguno la idea tan extendida de que la escuela es una
institución esencial en la distribución de las oportunidades sociales para la vida adulta,
mientras, por otro, considera que desempeña nefastas funciones de división, control,
represión, etc. De ello pudiera desprenderse, a primera vista, que no tiene demasiada
importancia el hecho de que la oferta escolar sea o no igualitaria y que, por otra parte,
tal vez no fueran descabelladas las ideas de quienes proponen disminuir el período de
escolaridad obligatoria o incluso suprimir las escuelas. El autor de estas líneas no
suscribe en modo alguno ninguna de estas dos posiciones.
Es cierto que la escuela no es el origen de las desigualdades sociales ni, por
consiguiente, su solución. Acabar con las desigualdades sociales exige, si
verdaderamente se tiene la voluntad de hacerlo, atacar sus causas, y éstas, en los países
capitalistas, residen en el mercado y, más concretamente, en el mercado del capital y la
fuerza de trabajo, es decir, en la existencia de una pequeña minoría de la población que
monopoliza los grandes medios de producción frente a una gran mayoría que no posee
otra cosa que su fuerza de trabajo. Como voluntades de tan largo alcance abundan hoy
por hoy relativamente poco, cabe todavía una posibilidad intermedia: paliar los efectos,
en vez de eliminar las causas, mediante una política redistributiva decidida. En este
campo caben el establecimiento de topes legales mínimos y máximos para los salarios,
una reforma fiscal centrada en los impuestos directos y altamente progresiva, la
expansión de los subsidios sociales y los servicios públicos mucho más allá de sus
límites actuales, fuertes gravámenes sobre los beneficios no reinvertidos hasta niveles
casi expropiatorios, etcétera.
La escuela, como tal, poco o nada puede hacer, en lo fundamental, contra las
desigualdades sociales. Éstas dependen de la desigualdad de la propiedad y de la
estructura del empleo, no de la distribución de las credenciales educativas formales –ni
de nada de lo que habitual y erróneamente se supone que hay tras ellas: conocimientos,
inteligencia, etc.- Esto es fácil de comprender. Cualquiera que sea el producto de la
escuela, las posiciones sociales que esperan a los jóvenes no variarán por ello. Si todo el
mundo saliera de la escuela con el mismo título, a la puerta esperarían de todas maneras
empleos con niveles de renta, autoridad, prestigio e interés muy distintos. No hay nada
de qué sorprenderse en que los países que tienen sistemas escolares más igualitarios no
por ello tengan sistemas sociales que lo sean también. Por otra parte, la escuela ni
siquiera es eficaz en la redistribución de las oportunidades sociales aun tomando su
desigualdad por necesaria. Las tasas en que las posiciones sociales se heredan tampoco
parecen depender del grado de igualitarismo de los sistemas escolares. Además hay que
añadir, primero, que las clases y sectores sociales privilegiados están en condiciones de,
cada vez que se logra un avance en la igualdad educativa, generar algún otro foco de
desigualdad –las desigualdades pasan a depender más del tipo de escolarización que de
su nivel, o se trasladan hacia niveles superiores, etc.-; segundo, que si el consumo de
educación se igualara en términos estrictos dejaría simplemente de presentarse asociado
a la posición social, y ésta pasaría a asociar con otros factores muy imprevisibles. La
relación más consistente entre educación y posición social es, sin lugar a dudas, que la
primera legitima a la segunda. Lo que es en realidad producto de la estructura
económica de la sociedad parece depender meramente de diferencias personales
detectadas y certificadas por la escuela.
Sin embargo, aunque no admitamos la igualdad de oportunidades dentro de una
estructura social desigual como meta, ni la relevancia de la escuela como supuesto
instrumento clave sea de la igualdad social o de la mera igualdad de oportunidades,
debemos admitir, al menos, dos cosas. En primer lugar, que la escuela, poco eficaz para
abrir puertas, lo es en cambio, y mucho, para cerrarlas. En segundo lugar, que el acceso
a la escuela es o puede ser un bien en sí mismo.
Un título superior no garantiza el ejercicio de una profesión liberal a su
poseedor, lo mismo que un título de bachiller no garantiza el convertirse en un
oficinista. Cuando se trata de profesiones para cuyo ejercicio se requiere legalmente la
posesión de un título determinado, esta posesión simplemente levanta para su titular la
incapacidad legal de su ejercicio, pero nada más. Lo mismo ocurre, en general, cuando
es la costumbre o la situación del mercado la que establece usos que no determina la
ley. Numerosos empleadores exigen para quienes realizan ciertos trabajos en contacto
con el público tales o cuales credenciales educativas, sea por razones de prestigio, por la
convicción de que su posesión garantiza ciertas maneras en el trato social o por
cualquier otra razón. Las facultades universitarias no pueden garantizar a quienes pasan
con éxito por ellas el ejercicio de la profesión, porque no depende de ellas, pero sí
pueden impedirlo cuando la posesión del titulo es requisito legal del ejercicio. Los
institutos tampoco pueden garantizar a los bachilleres empleos de cuello blanco, pero si
los empleadores exigen de hecho ese título, el fracaso en la enseñanza media literaria se
traduce inexorablemente en una imposibilidad práctica de acceder a tales empleos. La
selección negativa ejercida por la escuela, además, no termina ahí, o, mejor dicho, no
empieza con la incorporación al mercado de trabajo. Cuando la mayoría de la población
se mantiene escolarizada más allá del tronco común, como ocurre en la actualidad en la
mayor parte de los países, los resultados escolares en los primeros momentos de
selección determinan también las posibilidades distintas de acceso a la cultura, o al
menos a la cultura escolar. El efecto respecto de las oportunidades escolares es similar
al producido en relación a las oportunidades sociales, con la diferencia de que lo que en
el primer caso no siempre es definitivo –pues el mercado actúa de manera informal y los
requisitos legales en cuanto a titulación sólo tienen vigencia para una pequeña
proporción de las ocupaciones- en el segundo casi siempre lo es –ya que cualquier tipo
de educación formal posterior al tronco común tiene requisitos legales-. La obtención de
un certificado de escolaridad al final de la E.G.B. en España, por ejemplo, no sólo es
una promesa bastante firme de empleo descualificado, sino que significa una
incapacitación legal prácticamente absoluta para cursar el bachillerato, estudios
universitarios, etc., y, por consiguiente, para acceder al tipo de cultura escolar
dispensada en estas ramas –las vías colaterales como el acceso al bachillerato desde la
formación profesional reglada o a la universidad desde ésta o por el capítulo de los
mayores de veinticinco años no resuelven ni mucho ni poco el problema-. En este
sentido, podemos preguntarnos si no sería posible una organización legal de la
enseñanza reglada tal que en ella no se produjeran para nadie cierres definitivos.
Parte de lo dicho resulta pertinente respecto de la segunda proposición
planteada, a saber: que la escolarización puede ser considerada un bien en sí, un
consumo deseable. Sobre la deseabilidad de la educación se puede discutir hasta la
saciedad en términos normativos, pero en todo caso es un hecho que la mayor parte de
la población, empezando por quienes más privados están de ella, así lo considera. Lo
que queremos decir es que la escolarización no debe ser tratada simplemente como un
instrumento que propone más o menos fidelignamente al acceso a una serie de
oportunidades sociales: renta, prestigio, vivienda, salud, etc., sino como parte de esas
oportunidades mismas. No se comprende cómo podría compaginarse la defensa de un
reparto más igualitario de la renta, por ejemplo, con la indiferencia hacia el reparto de
las oportunidades escolares y el consumo de educación.
Finalmente, hay otra razón más, y de gran peso, para oponerse tanto al
desmantelamiento de la escuela como a la reducción del período obligatorio, e incluso
para abogar por su expansión –en ciertas condiciones que se discutirán en breve-. Con
las actuales tasas de desempleo y sin otras medidas de por medio, la alternativa a la
escuela es el desempleo, es decir, quedarse en casa o deambular por las esquinas. La
escuela, al fin y al cabo, es un espacio social colectivo que hace posible la organización
y la iniciativa solidarias, al igual que el trabajo asalariado y al contrario que el
invertebrado y privatizado espacio urbano o el mercado. Los jóvenes escolarizados
tienen cierta capacidad de respuesta, los jóvenes parados virtualmente ninguna. Esto
implica suscribir la propuesta de una escolarización más prolongada de los jóvenes,
pero ¿qué tipo de escolarización? Digamos de antemano que aquí no vamos a ocuparnos
directamente de los métodos pedagógicos y otros aspectos de la escolaridad sin duda
importantes, sino simplemente de la organización del aparato escolar, en consonancia
con lo que ha sido hasta ahora el objeto de este trabajo.
La respuesta espontánea al papel evidente de la escuela en la reproducción
material e ideológica de las desigualdades sociales consiste normalmente en reclamar
una oferta uniforme y más prolongada. Esta respuesta no deja de tener ciertas virtudes,
pero tampoco le faltan efectos perversos. Las “virtudes” son obvias: se supone que una
escolarización prolongada de toda la población en condiciones homogéneas tiene ciertos
efectos compensatorios respecto de las desigualdades de origen social, que constituye
una experiencia de igualdad y que, en todo caso, garantiza a todos unas posibilidades
mayores de acceso a la cultura. En realidad, todas estas virtudes tienen su reverso, pero,
en aras a no eternizar a estas alturas la discusión, vamos a darlas por buenas. Frente a
estas virtudes, sin embargo, también existen desventajas: en primer lugar, un currículo
homogéneo no atiende a la diversidad de capacidades –creadas o innatas, tanto da- e
inclinaciones –lo mismo decimos- de los jóvenes, con lo que se plantea desde el
principio problemas de motivación, y sin motivación no puede haber aprendizaje; en
segundo lugar, no es sólo que se ofrezca un currículo único a un público muy diverso,
sino que, dadas las tradición y la inercia de la escuela, lo que se ofrece invariablemente
es un currículo academicista a un alumnado cuya mayor parte comienza seriamente en
la adolescencia a percibir que no va por ahí su futuro; en tercer lugar, la sola
prolongación de la escolaridad a tiempo completo constituye en sí un problema para la
mayoría de los jóvenes. Estos temas han sido discutidos desde distintos puntos de vista
en los capítulos anteriores, de manera que no procede extenderse de nuevo sobre ellos.
Otra respuesta posible es la consistente en una oferta diversificada.
Descartaremos de antemano la distribución de los alumnos en programas distintos y
cerrados o en grupos de capacidad, que, como vimos en su momento, conduce a la
reproducción de la antigua segregación entre escuelas como segregación dentro de una
misma escuela, bajo un único techo. Nos queda el sistema de opciones, que tiene
también sus ventajas y defectos. Las ventajas estriban en que permiten a los alumnos
elegir unas enseñanzas u otras en virtud de sus inclinaciones particulares, con lo cual
favorece la existencia de una motivación adecuada. Más allá o más acá de las
preferencias individuales, permite adaptar la oferta de enseñanzas a las características
peculiares del medio social y cultural de los alumnos. Sin embargo, las opciones
pueden, en el peor de los casos, dar lugar a una segregación de hecho de los alumnos
entre programas diferentes y, en el mejor, permitir a éstos realizar elecciones de efectos
irreversibles. Como este tema también ha sido tratado con cierto detalle anteriormente,
no nos detendremos más en él.
Lo que nos interesa es fijar la idea de que, al dar prioridad a la igualdad formal,
se producen de hecho desigualdades reales y se somete a los jóvenes a un tipo de
enseñanza para la mayoría nada atrayente ni relevante. Si, por el contrario, se atiende a
las desigualdades entre los alumnos y se plantea una oferta diversificada, tiende a
producirse una cristalización de las desigualdades de origen y una formalización de la
diversidad que la convierte en desigualdad. El problema, en consecuencia, consiste en
buscar fórmulas que permitan combinar las ventajas de una y otra respuesta o, si se
prefiere una formulación menos optimista, evitar o paliar los defectos de ambas.
Antes de proponer una solución, no obstante, queremos recordar algunos otros
problemas. La enseñanza escolar es, por su esencia misma, un proceso de formación
unilateral. En la división social entre trabajo manual y trabajo intelectual, la escuela se
sitúa claramente del lado del segundo. Esto no significa que el trabajo escolar sea un
trabajo creativo, de concepción, etc., sino simplemente que está enteramente divorciado
de la práctica real. Ello no solamente tiene como consecuencia una formación
incompleta y parcial, sino también la falta de pertinencia de los conocimientos
impartidos, salvo para quienes consideran tales conocimientos enteramente como algo
con un valor intrínseco, sea con fines culturales o instrumentales. En todo caso la
escuela configura para los alumnos un pequeño mundo cerrado y apartado del trabajo y
de otras facetas de la vida social. El segundo problema a recordar es que hoy, y
probablemente por mucho tiempo, los jóvenes no van de la escuela al empleo sino, en la
mayoría de los casos, a un desempleo prolongado o, como mucho, al trabajo precario.
Este problema y sus efectos han sido tratados en el capítulo séptimo, que damos por
leído.
No debemos olvidar, en fin, que la descualificación del trabajo es un fenómeno
sistemático e irreversible para la mayoría de la población. Ello hace que, con
independencia de una dinámica credencialista que es relativamente autónoma, la presión
en favor de la profesionalización –es decir, de la especialización- y su justificación sean
menores. Por una vez, los dictados de una formación integral y las exigencias de los
empleadores pueden encontrar cierto terreno de coincidencia, o de no colisión, al menos
en los términos de la conexión técnica entre educación y empleo –otra cosa es lo que se
refiere a las actitudes sociales y disposiciones psicológicas de los futuros trabajadores-.
Desde el punto de vista del empleo, particularmente del empleo asalariado, lo que hoy
debe ofrecer la escuela, salvo en lo que concierne a una minoría de trabajadores, es una
capacitación general que permita la adaptación en un plazo breve a empleos diversos, es
decir, eso que se llama destrezas genéricas frente a las destrezas específicas. Y, hasta
cierto punto, lo que interesa a los empleadores que van a ofrecer empleos es también lo
que interesa a los trabajadores que van a ocuparlos –con independencia de que, más allá
de esto, los trabajadores tengan otros intereses en contraposición abierta con los
empleadores-. En definitiva, esto es lo que tantas veces se resume en la idea de una
formación politécnica inicial.
Sobre esta base múltiple podemos formular ya las líneas generales de una
propuesta para la enseñanza secundaria en cuatro puntos: 1) una reforma comprehensiva
o, lo que es lo mismo, una prolongación del tronco común; 2) una reforma del currículo
que incorpore al mismo el trabajo productivo y reequilibre los aspectos académicos,
prácticos, personales y sociales del mismo; 3) una oferta diversificada que combine un
programa común con un régimen paralelo de opciones que no supongan en ningún
momento decisiones irreversibles; y 4) una triple vía al cabo del tronco común en la
que, a la enseñanza académica o profesional y el trabajo a tiempo completo, se añada la
posibilidad de combinar escuela y trabajo a tiempo parcial. Veamos sucesivamente cada
uno de estos puntos.
1) Si bien hemos sometido a crítica los sistemas escolares integrados,
reiteraríamos de buena o de mala gana todo lo dicho si de ello pudiera inferirse que
somos indiferentes ante la propuesta de reformas comprehensivas. Aunque estén muy
lejos de resolver el problema de la desigualdad social, y aunque no resuelvan siquiera el
de la desigualdad escolar, los sistemas escolares integrados son desde cualquier punto
de vista más justos e igualitarios que los segregados. Por sí mismos no son una solución,
pero formarían necesariamente parte de cualquier solución global imaginable, incluidas
algunas que aquí se han sugerido implícitamente. En general, suscribimos la idea de que
el primer ciclo de la enseñanza secundaria debe ser de carácter comprehensivo.
2) En la actualidad, la enseñanza es un proceso unilateralmente intelectual,
divorciado de la práctica y aplastantemente academicista. Los programas escolares están
dominados por las mismas materias que hace siglos (con la excepción, no siempre, de
las lenguas muertas). Es preciso, por un lado, introducir el trabajo productivo o
comunitario. Por otro, buscar un nuevo equilibrio entre el desarrollo intelectual –en el
sentido más tradicional del término-, práctico-profesional, social y personal de los
jóvenes. Estas cuatro áreas deberían estar presentes, y con un peso relativo equivalente,
en todos los niveles de la enseñanza. En cuanto a la experiencia de trabajo, debería
introducirse paulatinamente a partir de pequeñas dosis en la enseñanza primaria (lo que
en España son los cinco primeros cursos de la E.G.B., para entendernos) para ganar
progresivamente terreno a lo largo del primer ciclo secundario y establecerse
sólidamente en el segundo. Igual que no vamos a discutir aquí el contenido preciso de
las áreas curriculares apuntadas, tampoco lo haremos con las modalidades del trabajo o
la proporción exacta de tiempo que se le pueda dedicar, pero la idea quedaría
excesivamente en el aire y se prestaría a demasiadas lecturas si la dejáramos así, de
manera que adelantaremos que, cuando hablamos de “establecerlo sólidamente”,
pensamos en que los jóvenes escolarizados a tiempo completo deberían dedicar al
trabajo productivo o a actividades comunitarias una proporción de su tiempo en torno al
veinte o el veinticinco por ciento del calendario o el horario escolares.
3) Entre un programa único capaz de satisfacer las inclinaciones de muy pocos y
un régimen de opciones en el que el alumno elija por completo su currículo –es decir,
los epígrafes de su currículo- caben múltiples posibilidades intermedias capaces de
combinar las inclinaciones individuales con la asignación de un cierto papel a la
sociedad, que al fin y al cabo es quien financia la educación y que, en cualquier caso,
tiene algo que decir sobre el contenido de la enseñanza. Una de estas posibilidades
consistiría en combinar aproximadamente por mitades materias obligatorias con
materias electivas. Además, una vez elegidas éstas, las primeras por la administración o
los colegios y las segundas por los alumnos (téngase en cuenta, incluso, que ésta es sólo
una elección de segundo orden, pues la oferta sería fijada también por la administración
o los centros), los alumnos deberían tener algo que decir sobre el contenido de cada
materia, fuera obligatoria u optativa. Las fórmulas para arbitrar esto son muchas, si bien
nos inclinaríamos por unas materias obligatorias que comprendiesen las cuatro áreas
antes señaladas y por un régimen de opciones en el que los alumnos debiesen elegir
entre grupos de materias dentro de cada una de esas áreas, por ejemplo una de cada área,
y completar un número mínimo de ellas. La sociedad, por tanto, influiría sobre el
aprendizaje de los jóvenes por medio de las materias obligatorias, de la fijación de
oferta de optativas, de las limitaciones impuestas a la elección (una materia por área o
cualquier otra fórmula y un número mínimo de optativas) y de la fijación de programas
mínimos para todas las materias. Los alumnos, por su parte, ganarían libertad y podrían
componer programas más próximos a sus intereses por medio de las opciones mismas,
influyendo parcialmente en el contenido o los métodos dentro de cada materia
(obligatoria u optativa) y, lo que no se ha tratado aquí, mediante la organización de otras
actividades libres al margen del programa oficial. Los requisitos para el avance de un
curso a otro, o de un nivel a otro, consistirían simplemente en las materias obligatorias y
un número determinado de optativas. Si el abanico de optativas se abre hasta el punto de
comprender materias que otros centros de nivel superior puedan poner como requisitos,
o que puedan ser exigidas para matricularse en optativas de cursos ulteriores dentro del
mismo nivel (por ejemplo, una escuela técnica superior exige haber cursado matemática
avanzada, o para elegir el aprendizaje de una lengua extranjera a nivel medio en un
curso determinado es necesario haberla estudiado a nivel básico en el curso anterior),
podría evitarse la irreversibilidad de las elecciones prácticas ofreciendo la posibilidad
permanente de cursar en cualquier momento, en el centro de origen, las materias que no
se eligieron en su momento u organizando cursos especiales de acogida en los centros
de destino.
4) Finalmente, junto a la posibilidad, tras el primer ciclo secundario, de
incorporarse a tiempo completo al trabajo o a la enseñanza de segundo ciclo (académica
o profesional), debería ofrecer la posibilidad de acogerse a un régimen combinado de
trabajo y estudio. En lo que se refiere al estudio, habría que ofrecer una gama muy
amplia de posibilidades, como corresponde a la probable gama de intereses muy
diversos que pueden presentar ya los jóvenes del grupo de edad correspondiente. En
cuanto al trabajo, podría tener lugar en las empresas privadas y, sobre todo, públicas,
siempre en condiciones estrictamente reglamentadas y estrechamente supervisadas que
impidiesen su conversión en lo que hoy suelen ser los contratos de formación, en
prácticas, etc., una forma de sobreexplotación de un trabajo juvenil precario; o mejor en
servicios comunitarios organizados por las diversas administraciones o por
organizaciones privadas asistenciales sin fines lucrativos. En todo caso, se trataría de
trabajo remunerado. Ello permitiría a los jóvenes, además de pasar por una experiencia
en conjunto formativa, alcanzar cierta independencia económica y considerarse sujetos
de una actividad socialmente útil, lo que no es poco en comparación con el desempleo o
la permanencia vegetativa en la escuela. Ya hemos dicho antes que quienes
permanecieran escolarizados a tiempo completo deberían pasar en el segundo ciclo
secundario por experiencias de trabajo relevantes. Respecto de los que se incorporasen
al trabajo a tiempo completo, por otra parte, cabría pensar en fórmulas del género de las
“150 horas” de la metalurgia italiana, es decir, fórmulas de licencia para que pudieran
proseguir su formación unas horas a la semana, o unos días al mes, descontables del
horario o el calendario laborales.
Huelga decir que esto no es ni quiere ser una propuesta acabada. Lo que aquí
defendemos no son sus detalles, en algunas de cuyas posibles variantes hemos entrado
para evitar dejarla reducida a una vaciedad similar a las que generalmente se prodigan
en los foros internacionales entre funcionarios de la educación que luego vuelven a sus
respectivas oficinas para seguir haciendo lo de siempre. Lo que importa son sus líneas
generales, que han sido condensadas en los enunciados de los cuatro puntos reunidos
unas páginas antes. Los detalles de cualquier reforma de este género exigirían muchas
discusiones y la colaboración de especialistas de diverso tipo y, en particular, de los
actores sociales de la educación, empezando por estudiantes y profesores. Pero, antes de
entrar en los detalles, hay que elegir una u otra ruta.
Apéndice
Australia
Austria
La escolaridad obligatoria comprende nueve años desde 1962. De los seis a los
diez años, los alumnos asisten a la escuela primaria o popular (Volkschule o
Grundschule), igual para todos, aunque en ella se incluyen las llamadas “materias de
orientación”.
Una quinta parte de los alumnos es transferida directamente desde la primaria a
las escuelas secundarias superiores (Allemeinbildende Höhere Schulen), mientras el
resto acude a las secundarias generales (Hauptschulen). En ésta, los alumnos son
divididos en dos grupos, según sus capacidades o su logro, con programas y exigencias
distintas. Uno de los grupos es conducido hacia la incorporación a la secundaria
superior cuatro años más tarde, mientras el otro seguirá un noveno curso de preparación
para el trabajo (Polytechnischer Lehrgang).
Los que ya estaban en los centros de secundaria superior (siguiendo el ciclo
básico) o acceden a ella desde el grupo primero de la Hauptschule preparan ahí la
prueba de madurez (Reifeprüfung o Matura) que da acceso a la universidad. Los demás,
pueden seguir una educación técnica y profesional superior (las Berufsbildende Höhere
Schulen), durante otros cuatro años, selectiva y que da acceso a la educación superior;
una educación técnica y profesional media (en las Berufsbildende Mittlere Schulen),
también de cuatro años, menos selectiva y que no da acceso a la educación superior;
finalmente, pueden incorporarse al aprendizaje (en las Berufsbildende Pflicht Schulen),
que proporciona enseñanza a tiempo parcial durante tres o cuatro años. Cada una de
estas escuelas técnicas y profesionales ésta dividida por grupos de especialidades. La
secundaria superior académica también lo está entre los llamados Gymnasia
(humanísticos) y Realgymnasia (ciencias experimentales y matemáticas) habiendo
varios tipos de cada uno, incluidos algunos segregados para mujeres
(Wirtschaftskundliches Realgymnasium für Mädchen).
Bélgica
Bulgaria
Canadá
La escolaridad obligatoria discurre, según las provincias, de los seis a los quince
o diéciseis años (doce en los Territorios del Noroeste). Antes, como en los Estados
Unidos, lo habitual era una enseñanza primaria de ocho años seguida de una secundaria
de cuatro. Ahora se extiende la fórmula 6-3-3 o 6-3-4: seis de primaria, tres de “media”
(junior high school) y tres o cuatro de “secundaria” o secundaria superior (senior h.s.).
La enseñanza primaria es común, aunque empiezan a introducirse materias de tipo
profesional entre el cuarto y el sexto cursos.
Las escuelas secundarias cubren diversos tramos de edad entre las provincias y
dentro de cada provincia, según hasta dónde lleguen la primaria y la escolaridad
obligatoria. Aunque antes formaban un sistema segregado con mayoría de escuelas de
tipo académico, ahora son sobre todo escuelas comprehensivas que ofrecen
indistintamente materias académicas y profesionales. Aunque el mecanismo oficial es el
régimen de materias optativas, con un pequeño núcleo común obligatorio, esto conduce
a la diferenciación de programas en términos parecidos a los de la escuela
norteamericana. Los alumnos se gradúan en la High School al terminar el doceavo curso
(en Quebec, el onceavo, y en Ontario, si lo desean, el treceavo). Los exámenes
correspondientes dependen de las escuelas, si bien en alguna provincia quedan restos de
exámenes públicos. La graduación en la High School (más dos años adicionales en el
college d’enseignement général et professionel en Quebec) da derecho al acceso a la
universidad.
La formación profesional se desarrolla en las propias high school y los colegios
universitarios de enseñanzas cortas (community colleges o regional colleges, CEGEP en
Quebec y colleges of applied arts and technology en Ontario).
Checoslovaquia
Dinamarca
La escolarización obligatoria dura nueve años, de los seis o siete a los quince o
dieciséis. La institución básica es la escuela comprehensiva de diez años (Folkescole),
subdividida en elemental (Hovedscole), de siete años y secundaria de primer ciclo
(Realafdeling) de tres. Antes de 1975, los alumnos se dividían tras el séptimo curso
entre los que seguían una educación académica y los que pasaban a la formación
profesional o el aprendizaje.
Hasta el séptimo curso incluido no existe selectividad formal, si bien las escuelas
forman con frecuencia grupos según niveles de capacidad o logro y los programas se
diversifican en gran medida entre las autoridades locales. En los cursos octavo al
décimo, los alumnos pueden presentarse a exámenes ordinarios (hasta once) y
avanzados (hasta cinco) cuyos resultados se incorporan a su certificado escolar. Los
exámenes en materias de tipo académico suelen tomarse en los dos últimos cursos, y los
de tipo profesional a partir de octavo. Desde este curso los alumnos pueden ser dirigidos
hacia formas limitadas de aprendizaje sobre el terreno de acuerdo con las opciones que
tomen (hasta un mes al año los cursos noveno y décimo) o hacia la compleción de la
escolaridad obligatoria a tiempo parcial. Como se desprende de lo ya dicho, el curso
décimo es opcional.
Los alumnos que han cursado con éxito hasta el noveno curso y que cumplen
una serie de requisitos en cuanto a los exámenes realizados, pueden acceder al
Gymnasium, donde cubren tres cursos que conducen a un examen público que da acceso
a la universidad. Ya en el primer año los gimnasios se dividen en dos ramas principales,
lenguas y matemáticas, que luego se subdividen en diferentes secciones a partir de
segundo. La división en primer curso del gimnasio es precedida por una división
informal entre ciencias y letras en los cursos octavo y noveno, si bien ahora se
experimenta con su unificación (pero no en décimo).
Fuera del gimnasio, se pueden seguir estudios técnicos o comerciales de uno o
dos años y, sobre todo, incorporarse a diversas formas de aprendizaje
(Laerlingeuddannelse) en programas de dos a cuatro años.
Finlandia
La educación es obligatoria de los seis a los doce años, aunque sigue siendo
gratuita hasta los quince (en los centros públicos). La enseñanza primaria (demotikon
scholion) es uniforme en las escuelas públicas, pero no necesariamente en las privadas.
Los alumnos pueden verse forzados a repetir cualquiera de los cursos si no obtienen las
puntuaciones adecuadas. Los que logran el certificado de enseñanza primaria
(Apolyterion) pueden acceder al gimnasio.
Los gimnasios cubren de los doce a los dieciocho años y pueden ser de tipo
secundario general, comercial y naval, o técnicos. Todos ofrecen una enseñanza en
principio común durante el primer ciclo de tres años, pero distinta en los tres siguientes.
Los primeros, a los que acude la mayoría de los estudiantes de secundaria, ofrecen
alternativamente programas científicos (“prácticos”) o humanísticos (“teóricos”),
recogiendo estos últimos a tres cuartas partes del alumnado. Al final de la secundaria,
los alumnos deben presentarse a un nuevo examen para obtener un nuevo certificado
que les permita el acceso a la universidad.
Los alumnos que abandonan la primaria con el correspondiente certificado pero
no acceden a la secundaria larga pueden hacerlo, tras un examen de acceso, a las
escuelas profesionales inferiores (kakotera), que ofrecen cursos de tres años –cuatro si
se trata de alumnos nocturnos- y la posibilidad de obtener un diploma profesional en un
examen público. Los que obtienen este diploma, así como los que abandonan el
gimnasio teniendo en su poder un certificado “de promoción” que se obtiene al final del
primer ciclo de éste –tercero-, pueden acudir a las escuelas profesionales o técnicas
intermedias (mesi)en las que seguirán, respectivamente, cursos de cuatro o tres años. A
estas escuelas pueden acceder también los que abandonan el gimnasio después de
quinto, que siguen entonces cursos especializados de uno o dos años. Junto a éstas
existen otras escuelas privadas o eclesiásticas, también de índole profesional, pero muy
poco numerosas.
Holanda
Hungría
Japón
Noruega
Nueva Zelanda
La educación obligatoria comprende de los seis a los quince años, si bien los
alumnos pueden ingresar en la escuela a los cinco y la gran mayoría así lo hace.
Oficialmente, la enseñanza primaria (full primary school) comprende ocho años y la
secundaria cinco. Sin embargo, hay otros arreglos mediante los cuales los alumnos
pasan seis años en la primaria (contributing primary school) para acceder entonces a
escuelas intermedias de dos años (intermediate school) o a escuelas secundarias que los
recogen dos años antes del comienzo de la secundaria oficial (forms 1-7 schools).
También existen escuelas locales que ofrecen la primaria y la secundaria completas
(district high schools y area schools). La no obligatoriedad del acceso a los cinco y la
posición del término de la escolaridad obligatoria a la altura del segundo curso
secundario se traducen respectivamente en desigualdades de hecho y abandonos.
Fuera de la terminología oficial, la primaria propiamente dicha está constituida
por los seis primeros años. Los cursos séptimo y octavo de la escuela primaria (que son
también los de la intermedia) y los dos primeros de la secundaria constituyen el
equivalente de lo que venimos considerando primer ciclo secundario, y los tres últimos
el segundo ciclo. Sólo uno de cada cinco estudiantes completa la secundaria,
abandonando la mayoría tras el tercer curso, en torno a los dieciséis años.
Junto a un programa básico común, comienza a haber materias optativas en el
séptimo curso de la escuela primaria. Al terminar el tercer año de la escuela secundaria
–nos regimos siempre por la terminología oficial-, los alumnos deben presentarse a
exámenes en tres materias obligatorias y hasta otras tres optativas (School Certificate
Examination), que sólo pasa aproximadamente al cincuenta por ciento. En quinto curso
pueden presentarse al Higher Certificate Examination. A la universidad se puede
acceder por las notas obtenidas en la escuela secundaria o presentándose a un nuevo
examen (University Entrance Examination). Los dos primeros cursos de secundaria
tienen un programa básico común, pero en los tres siguientes se produce una división
por especialidades académicas y profesionales.
Paralelamente a los dos últimos cursos de la escuela secundaria discurren los
institutos técnicos o politécnicos (technical institutes o polytechnics), que recogen a
estudiantes que han pasado al tercer curso secundario y ofrecen estudios a tiempo
completo o parcial de hasta cinco años de duración, los dos primeros de un valor
equivalente a los correspondientes (cuarto y quinto) de secundaria.
Polonia
La enseñanza obligatoria rumana comprende diez años, desde los seis de edad.
Los cuatro primeros constituyen la escuela primaria, igual para todos, Los cuatro
siguientes forman la “enseñanza de gimnasio”, en principio también iguales pero
presentando variaciones debido a la posibilidad de una segunda lengua extranjera y a las
actividades optativas (no necesariamente disciplinas académicas). En estos dos niveles,
el énfasis de la educación rumana en la combinación de enseñanza y trabajo es mucho
menor que en otros países socialistas: de dos o tres horas semanales en el gimnasio de
formación “técnica y práctica”.
La enseñanza obligatoria comprende todavía dos años de liceo o enseñanza
liceal, correspondientes al primer ciclo de la misma. Existen liceos de muy distinto tipo:
indisutriales –66 por ciento de los alumnos en 1983-84-, agro-industriales y silvícolas –
23.8 por ciento-, de matemáticas y física –4.1 por ciento-, de economía –3.3 por ciento-,
de filología e historia –1 por ciento-, sanitarios, de ciencias de la naturaleza,
pedagógicos, artísticos y de la marina –todos éstos con proporciones inferiores al 1 por
ciento-. Se trata, por consiguiente, de un ciclo dividido y en el que el acceso a las ramas
académicas es muy selectivo.
Al terminar el primer ciclo del liceo, los jóvenes pueden pasar al segundo ciclo –
superando un examen público-, a la enseñanza profesional o al aprendizaje. La
enseñanza profesional, que conduce a la categoría de obrero cualificado, tiene lugar en
las escuelas profesionales y con una duración de un año a tiempo completo y año y
medio a tiempo parcial (nocturno). Las escuelas profesionales son especializadas y
selectivas. Entre un 70 y un 80 por ciento del tiempo se dedica a la formación práctica,
generalmente cuatro o cinco días completos a la semana, sobre el terreno o en talleres
escolares. El resto del tiempo se dedica a la formación teórica correspondiente a la
especialidad cursada (hay 17 perfiles de especialización y 66 oficios). Las escuelas de
contramaestre requieren para la admisión, además de haber terminado el liceo o la
escuela profesional, ocho años de experiencia laboral, la recomendación del colectivo
de trabajadores del que se forma parte y la superación de un concurso público. Los
cursos duran de un año y medio a tiempo completo a dos años a tiempo parcial
(nocturno).
Las actividades prácticas –lo que no quiere decir necesariamente productivas-
cobran mayor importancia después del gimnasio: 30 por ciento del horario en el liceo,
73 por ciento en la enseñanza profesional y del 25 al 35 por ciento en la enseñanza
superior. Los que no siguen sus estudios en el liceo ni en la escuela profesional están
obligados a un aprendizaje de seis a dieciocho meses.
Suiza
Yugoslavia
El período escolar obligatorio comprende ocho años, desde los seis o siete a los
catorce o quince. En la actualidad, coexisten en Yugoslavia dos estructuras educativas,
la clásica y la reformada, implantándose esta última a ritmo desigual en las distintas
repúblicas que la componen.
En la estructura tradicional el período obligatorio coincide con la escuela
primaria. En realidad; ésta comprende dos etapas diferenciadas de cuatro años cada una
que corresponden a la primaria propiamente dicha y al primer ciclo de la secundaria. En
la segunda etapa hay lugar, aunque reducido –hasta tres horas semanales- para materias
optativas y suplementarias.
En el segundo ciclo de enseñanza secundaria los alumnos se dividen entre los
gimnasios, las escuelas de formación profesional y técnica y las escuelas de oficios o de
trabajadores cualificados.
Los gimnasios ofrecen una formación académica de cuatro años de duración. Se
dividen en gimnasios clásicos, centrados en lenguas y humanidades; normales, en los
que se forman los futuros maestros, y centros de secundaria general, en los que tras un
primer curso común, los alumnos se especializan en los tres siguientes en lenguas y
humanidades o en matemáticas y ciencias naturales. Homologables a los gimnasios son
las escuelas de artes, que incluyen las llamadas artes industriales.
Las escuelas de formación técnica y profesional, también selectivas, ofrecen
cursos de cuatro años conducentes a empleos técnicos intermedios. Estas escuelas
facultan para el acceso a estudios superiores de dos a cuatro años no universitarios.
Junto a estas dos ramas largas, hay toda una serie de escuelas “técnicas
generales” y con otras denominaciones que ofrecen estudios profesionales de dos años
de duración. Se trata de escuelas no selectivas. Finalmente, las escuelas de trabajadores
cualificados o de oficios ofrecen cursos, casi siempre de tres años, que incluyen
formación práctica en las empresas o en talleres especiales. Estas son las únicas que no
requieren haber terminado los ocho años de la primaria oficial.
El sistema reformado supone la puesta en pie de dos años comunes después de la
escuela elemental –llamados secundaria común o general-, de tipo politécnico, seguidos
de otros dos divididos en distintas especialidades académicas y profesionales con
criterios de admisión selectivos.
Referencias
Presentación................................................................................... 7
Integración..................................................................................... 11
I. La tendencia general hacia la integración de la enseñanza
secundaria..................................................................................... 17
II. El caso contra la escuela segregada............................................... 49
III. La polémica sobre los efectos generales de la reforma................. 77
IV. Diferenciación y división social en la escuela integrada............... 101
V. Algunas consideraciones en torno al currículo.............................. 127
VI. Demanda laboral y oferta escolar.................................................. 157
VII. La adolescencia y la escuela.......................................................... 185
VIII. Una propuesta................................................................................ 207
Apéndice........................................................................................ 219
Referencias.................................................................................... 241