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Generación animé

Los incondicionales de animé en Chile, aquellos que crecieron con Heidi


y Mazinger, vieron cómo su gusto se validaba en los 90, cuando cintas como
Akira y El viaje de Chihiro se ganaban la admiración de la crítica del cine.
La animación japonesa estira sus orígenes al siglo XII, hasta un rollo con
dibujos de animales en distintas posiciones llamado Choju Giga (traducible
como “ilustraciones humorísticas del pájaros y animales”). Esta primera gráfica
narrativa sirve como hito inicial para otra que sería desarrollada en el siglo XX
ya de una manera acorde con el Japón contemporáneo. Durante la postguerra
y gracias a Ozamu Tezuka (creador de Astroboy y Kimba) surgió la industria del
manga (cómic) y más tarde la del animé televisivo, esa que nos llegaría a los
chilenos a fines de los 70, con series como Heidi, Marco, Candy y Mazinger,
transformándose también aquí –como en casi todo el mundo- en un referente
generacional y en un hito de la cultura pop.
En los ochenta ya comienzan a aparecer los fanáticos (otakus en jerga
de los iniciados), en los noventa el animé cinematográfico llega a ser objeto de
culto y ya entrado el nuevo siglo los encuentros y ciclos de animación japonesa
se multiplicaron en Chile. El animé pasó de los márgenes de las franjas de
programación infantil de televisión abierta a las salas de cine. Tanto es así que
incluso se realizan ciclos de cine, ya no organizados por un grupo de fanáticos,
sino por la propia Embajada de Japón y el Centro de Extensión de la
Universidad Católica.

Studio Ghibli

En gran medida este desplazamiento se deba al animé cinematográfico y en


particular al realizado por Studio Ghibli, fundado en 1984 por Isao Takahata y
Hayao Miyazaki. Ambos directores venían del mundo de la animación televisiva
y tras asociarse comienzan a filmar cintas de gran taquilla y mejor crítica. A la
candidatura al Oscar como mejor película extranjera de Pom Poko (Takahata,
1994) se le sumaría el éxito de La princesa Mononoke (Miyazaki, 1997) y El
viaje de Chihiro (Miyazaki, 2001), que ganó un Oscar y un Oso de Oro en Berlín.
“Los norteamericanos –explica Christian Ramírez, crítico de cine- recién
se interesaron en el trabajo de Hayao Miyazaki cuando vieron las cifras
ganadas por La princesa Mononoke en Japón. Eso abrió la puerta para estrenar
comercialmente otras películas como El viaje de Chihiro e Innocence: Ghost in
the Shell 2”. Ramírez sostiene que la valorización del animé, como expresión
artística y técnica, es un tema que actualmente funciona en retrospectiva. Se
venera a Tezuka y a creaciones como Kimba y Astroboy en la actualidad, algo
que no pasó cuando recién llegaron a las pantallas occidentales a fines de los
70, ya que en esa época “poca gente aparte de los niños les ponía atención”.
La profesora de filosofía y estética Claudia Lira llegó al animé luego de
estudiar filosofía oriental. Su interés por la cultura japonesa y por el budismo la
llevó a prestar atención al gusto de sus alumnos por el animé. La generación
de alumnos de Lira es la que creció al alero de Dragon Ball y Sailor Moon, con
mucho más acceso a material a través primero del cable y del formato VHS y
después por medio de Internet. Sus antecesores crecieron siguiendo a Candy.
Militantes de animé manejan un nivel de información que a Claudia Lira le ha
sido de gran ayuda para estudiar la manera en que la ética budista se expresa
en la animación, y la forma en que los adolescentes la incorporan a su
comportamiento. Lira da como ejemplo el talante de héroe de animé que rara
vez expresa las emociones, y cuando lo hace en general es en primeros planos,
mirando el horizonte, sin mover un músculo y con una sola lágrima como
muestra de congoja. Estos son rasgos muy propios del budismo, como el
equilibrio y la relación con la naturaleza. Los demonios lo son porque han
perdido su centro, su equilibrio.

Incluso la violencia tiene sus propios códigos. “Hay una ética del
guerrero, un esquema protocolar de relación con el enemigo, y eso viene de la
ideología samurái”. También a través de la estética se pueden rastrear
tradiciones budistas. Lira ha estudiado las posturas de los personajes guerreros
en el animé y las relaciona con la escultura budista que llegó de la India a
Japón, en donde fue adaptada a la madera a través de una técnica de
ensamblaje. “La expresión de las esculturas de guerreros del animé como
Gokú. Hay ahí un antecedente histórico que de la escultura pasa al manga y de
ahí al animé”. Todos elementos que la distinguen de la tradición de animación
occidental, y la hacen especialmente atractiva para el público juvenil.
Adrián Buzetti, otaku y profesor de filosofía añade otro elemento de
gancho: los monólogos introspectivos de los personajes. “Una caída puede
tardar cinco minutos o llevar un capítulo entero, mientras se escucha en off al
personaje reflexionando”, explica Buzetti. En Los Supercampeones (serie
dirigida por Tetsuro Amino, 1992) el delantero puede correr eternamente sin
llegar al arco contrario. Lo que importa son sus introspecciones: “esto atrae
porque son personajes que provocan identificación. Es más fácil que eso
suceda con alguien que comparte contigo su interioridad que con un personaje
que es solo acción”, acota Buzetti.
Tal como el manga, el animé no restringe el formato de dibujo al público
infantil. Desde sus comienzos la industria japonesa produjo series y películas
para distintos públicos, independiente de su edad, creando géneros y
subgéneros con temáticas más o menos polémicas o aptas para menores. De
esta manera es posible tener otakus de por vida, y que nunca se esté lo
demasiado grande para ver animé.

Óscar Contardo en Diario El Mercurio.


Santiago, 29 de mayo de 2005.

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