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Se trata del Programa Género y Cultura en América Latina (PGAL) coordinado
por Kemy Oyarzún, inaugurado en agosto de 1995. Antes de la creación de
dicho Postítulo, la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile
contaba con el Programa Interdisciplinario de Estudios de Género, que dirige
Sonia Montecino.
Para una evaluación de la situación de los Programas de Género en las Uni-
versidades chilenas, consultar: Revista de Crítica Cultural, Nº 12, julio de 1995,
Santiago.
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Olga Grau, “Familia: un grito de fin de siglo”, en Discurso, género y poder. Discursos
públicos: Chile 1978-1993, Santiago, Arcis/Lom/La Morada, 1997, p. 134.
3
Sonia Montecino, Madres y huachos. Alegorias del mestizaje chileno, Santiago, Edi-
torial Cuarto Propio/Cedem, 1993, p. 115.
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Julieta Kirkwood es, sin duda, quien ha desarrollado la reflexión más rigurosa
y creativa, desde las ciencias sociales, en torno al feminismo de esos años: ver
Julieta Kirkwood, Ser política en Chile: los nudos de la sabiduría feminista, Santiago,
Editorial Cuarto Propio, 1990.
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J. Kirkwood decía: “la realización de la política es algo más que una referencia
al poder del Estado, a las organizaciones institucionales, a la organización de
la economía y a la dialéctica del ejercicio del poder. Es también repensar la
organización de la vida cotidiana de mujeres y de hombres; es cuestionar,
para negar –o, por lo menos, empezar a dudar– la afirmación de dos áreas
experienciales tajantemente cortadas, lo público (político) y lo privado (do-
méstico), que sacraliza estereotipadamente ámbitos de acción excluyentes y
rígidos para hombres y mujeres”, op. cit., p. 181.
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Remito al artículo “Feminismo, política y redemocratización” de Raquel Olea,
en Revista de Crítica Cultural, Nº 5, julio de 1992, Santiago.
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Palabras heterodoxas
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Refiriéndose a la “hiper-representación del signo familia” en el Chile de hoy,
O. Grau señala que “es interesante observar que en la medida en que el Estado
moderno, como elemento unificador de la vida política y como instancia de
poder máximo, está debilitado, las miradas de las políticas gubernamentales
se vuelven hacia la familia como posible signo representativo de la unificación
y como signo performativo social. Se establece así el deseo de una suerte de
alianza o complicidad entre famila y Estado, reforzado por el discurso reli-
gioso”, op. cit., p. 129.
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M. Hopenhayn comenta esta hegemonía de voz en los siguientes términos:
“pero no sólo el integrismo de derecha redobla su presencia pública y sus
pretensiones de hegemonía cultural. En el centro mismo de la vida política
asistimos a un fenómeno que hace veinte años nos habría parecido alar-
mante y que hoy incorporamos casi como un dato: la fuerte influencia de
la Iglesia y de sus valores en el discurso del Estado y de los partidos. No
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Esta definición la da el Senador demócratacristiano Adolfo Zaldívar que
intervino activamente en la polémica, en diario El Mercurio, 20 de agosto de
1995, Santiago.
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Así opina la abogada Marcela Achurra de la Fundación Jaime Guzmán, en
“¿En qué está la discusión chilena sobre Beijing?”, en diario La Época, 20 de
agosto de 1995, Santiago.
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Esta cita es parte de la editorial sobre “Permisividad y delincuencia” del dia-
rio La Época recogida en el capítulo “El discurso sobre la ‘crisis moral’”, en
Discurso, género y poder, p. 55.
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Teresa de Lauretis, “La tecnología del género”, en revista Mora, Nº 2, Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, noviembre de 1996,
p. 8.
14
Adolfo Zaldívar, en diario El Mercurio, agosto de 1995, Santiago.
15
Sara Navas, citada en Discurso, género y poder, p. 121.
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Ibid.
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A. Giddens comenta lo siguiente: “En un momento de ruptura minuciosa
con la tradición, las personas que se aferran a ella deben preguntarse y res-
ponder a otros por qué lo hacen. La universalización se cruza con luchas y
confrontaciones activas... El profundo efecto de las influencias en contra de
la tradición explica porqué el concepto y la existencia del fundamentalismo
han adquirido tanta importancia... La ‘insistencia’ del fundamentalismo en la
tradición y su énfasis en la ‘pureza’ se pueden entender sólo en esos términos…
La defensa de la tradición sólo puede adoptar el tono estridente que tiene hoy
en el contexto de ruptura con la tradición, universalización e intercambios
culturales de diáspora”. Anthony Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha,
Madrid, Cátedra, 1996, pp. 91-92.
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Estas citas de los diarios son usadas por Kemy Oyarzún en su muy lúcido
artículo “Saberes críticos y estudios de género”, en revista Nomadías, Nº 1,
Editorial Cuarto Propio/PGAL, diciembre de 1996, Santiago.
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Travestismos de la diferencia
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J. Franco señala cómo la Ministra Josefina Bilbao “cuidadosamente aparta las
significaciones peligrosas” y “se remite al Diccionario de la Real Academia
para definir este concepto”: Jean Franco, “Género y sexo en la transición hacia
la modernidad”, en revista Nomadías, op. cit., p. 36.
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Oyarzún, op. cit., p. 22.
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Dice K. Oyarzún: “la gran interrogante del momento en nuestro país pasa
por reflexionar aguda, crítica y autocríticamente en torno a un proceso de
‘institucionalización’ de los estudios de género que se enmarca en la academia
finisecular y posdictatorial. En este sentido, urge revisar el tipo de relación que
se planteen los Estudios de Género frente a saberes que… no se han desa-
rrollado en toda su riqueza al interior de la academia, sino precisamente en el
seno de movimientos sociales, dentro de los cuales se destaca el movimiento
social de mujeres. Uno de los problemas más interesantes que se suscita en
torno a la instalación de Estudios de Género en universidades chilenas continúa
afectando no sólo la ‘naturaleza’ de saberes que hasta aquí parecen huachos
frente a la legitimidad y autorización de la academia, sino además, y tal vez
más inquietante, quedaba claro que precisamente la naturaleza ‘apócrifa’ de los
saberes críticos de género nos obligaba (y nos obliga) a cuestionar la propia
academia y a repensar los procesos de ‘institucionalización’ de los saberes
críticos”. Oyarzún, op. cit., pp. 11-12.
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Willy Thayer, La crisis no moderna de la universidad moderna, Santiago, Editorial
Cuarto Propio, 1996, p. 223.
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Dice W. Thayer: “Pero, así como el capitalismo... carece de actos prohibidos,
en general –aunque en cada caso siempre instala exigencias y cosméticas
perentorias, aunque eventuales y variables –pareciera ser que la universidad,
también en general, carece paulatinamente de discursos prohibidos. La facilidad
con que los discursos de mujeres, así como el de los estudios culturales y de
las minorías se volvieron currícula de estudio y bibliografía universitaria, se
parece mucho a la liberalidad del supermercado”, ibid, p. 223.
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de los signos operada por las fuerzas disolventes del mercado, re-
instala el debate sobre “valores” sólo para defender el integrismo
de la tradición; 2) del pluralismo de mercado que neutraliza los
valores de la diferencia al indiferenciarlos bajo la abstracción serial
de su forma-producto; 3) de la recodificación académica del saber
universitario que institucionaliza “lo otro” ajustándolo al molde de
un conocimiento ya clasificado. Margen, diferencia y alteridad, debían
ser entonces capaces de imaginar pequeños desplazamientos tácti-
cos, fugas y rupturas de sentidos, que supieran desbaratar este triple
mecanismo de apropiación-domesticación de lo otro.
Mientras la voz del Pater defendida en el Senado resolvía pro-
hibir “definiciones equívocas en materias de tanta trascendencia
ética”24, la sesión inaugural del Programa “Género y Cultura” en la
Universidad de Chile marcó, primero, su disidencia con la consigna
nacional de tener que concordar en la univocidad del sentido. Jean
Franco, profesora invitada a dictar el curso inaugural, leyó su confe-
rencia en la Sala Ignacio Domeiko de la Casa Central de la Universidad
de Chile: una sala en cuyos muros cuelgan las efigies de los históricos
rectores universitarios cuya mirada severa reeditaba simbólicamente
el mismo control patriarcal sobre cuerpos y saberes ejercido, en las
afueras de la Universidad, por el Senado de la República. J. Franco
inició la lectura de su conferencia proyectando una diapositiva (la
reproducción de una obra –“Las dos Fridas”– de Las Yeguas del
Apocalipsis25), y ese gesto condensó en sí mismo varias transgresiones
de género(s). La proyección de la diapositiva rompía, primero, el
formato magisterial de la conferencia universitaria con una visuali-
dad marginal que atentaba contra la oficialidad académica del lugar.
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Así habla el obispo Francisco Javier Errázurriz en el diario La Época, 11 de
agosto de 1995, Santiago.
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Las Yeguas del Apocalipsis es un colectivo homosexual compuesto por el artista
Francisco Casas y el escritor Pedro Lemebel que trabajan en performances, videos,
instalaciones, poesía y literatura, desde fines de los ’80. La obra “Las dos Fri-
das” parodia el original de Frida Kahlo desdoblando el “yo” del autorretrato,
multiplicando la identidad y sus dobles mediante una cosmética transexual
que re-teatraliza la femineidad (ya maquillada) de Frida.
“Las dos Fridas”, foto-performance de Las Yeguas del Apocalipsis (1992).
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“Hay muchas maneras”, dice J. Franco “de leer la representación de Las Yeguas
del Apocalípsis; en los años del SIDA el doble retrato señala una diferencia entre
el ‘original’ (Kahlo lamenta la separación de Diego, cortando una arteria del
corazón), y la copia que se apropia y transforma los sentimientos y los afectos,
supuestamente especialidades de lo femenino. La tarjeta pone en cuestión ‘la’
mujer y ‘el’ hombre como identidades estables y polarizadas… En el caso de
la tarjeta-pastiche de la pintura de Kahlo, los artistas chilenos habían creado
una copia en vivo que cuestionaba el patetismo que circunda el mito de
Kahlo como mujer-víctima”. Franco, “Género y sexo en la transición hacia
la modernidad”, op. cit., p. 33.
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Franco, op. cit. p. 33.
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Según F. Collin: “la dificultad para todo movimiento de liberación política, de
no confundir la lucha contra la sujeción con el mito del Sujeto, es decir, de
no reducir lo desconocido a lo conocido, se comprueba en su relación con la
obra de arte. Es preciso advertir que tales movimientos (se trate del marxismo
o del feminismo, por no tomar más que estos ejemplos) raramente dan lugar
a formas artísticas nuevas y tienden a reducir por medio de la interpretación
las que en ellos se producen a expresiones, ilustraciones o confirmaciones de
una verdad ya formalmente adquirida. En lo social mismo, el reduccionismo
político llega paradójicamente a no dar crédito sino a aquellos o aquellas
cuya vida toma forma militante o a lo que en su vida toma esta forma. La
colectividad se da a priori límites: sólo funciona bajo condiciones. Controla
ferozmente las entradas y las salidas de lo que tiene derecho al nosotros”.
Francoise Collin, “Praxis de la diferencia”, en revista Mora, Nº 1, agosto de
1995, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, p. 12.
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Precisamente de este potencial subversivo del arte que desordena los géneros
habla P. Lemebel, co-autor de la performance “Las dos Fridas”, al comentar
su propio trayecto de artista y escritor, que va del cuento a la performance
y a la crónica urbana: “el resto vino con las Yeguas del Apocalipsis, una
experiencia político-cultural que realizamos con Francisco Casas en el Chile
custodiado de los ochentas... Es posible que esa exposición corporal en un
marco político fuera evaporando la receta genérica del cuento... No sé, todo
eso, las yeguas, el desacato, la invitación a mezclar géneros y artes desnutridas
con panfletos militantes, la tentación de iluminar el suceso crudo y apagarle
la luz a la verdad ontológica. Siempre odié a los profesores de filosofía, en
realidad a todos los profesores. Me cargaba su postura doctrinaria sobre
el saber, sobre los rotos, los indios, los pobres, las locas. Un tráfico al que
éramos ajenos”. Pedro Lemebel, “El desliz que desafía otros recorridos: en-
trevista con P. Lemebel”, Fernando Blanco y Juan Gelpí, en revista Nómada,
Nº 3, junio de 1997, Puerto Rico, p. 94.
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