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E L S EÑOR DEL CALVERO

L AS VIRUTAS DE ABEDUL
No era asiduo que hiciera eso. Pues casi siempre primaba la compacta
comunidad. Pero todos sabíamos que, cada tanto, tomaba a alguno y lo
invitaba a apartarse solos. A veces un par de días; otras veces apenas un
rato. A estar los dos solos.
Y eso ocurrió aquella mañana.
Sin preámbulos, me sorprendió con un escueto: —Vamos. Y nos fuimos.

Mientras nos alejábamos del grupo pensé en el tono de su “vamos”: sonó


como si ya hubiéramos combinado la salida con anterioridad y sólo
faltara la voz de “¡aura!” El Señor era así.
San Atanasio lo haría seguro mejor, pero si a mí me pidieran argumentar
sobre su divinidad lo haría con este “vamos”: sólo Dios puede decir
“vamos” así.
Su autoridad me sobrecogía.
Y silenciaba.
Tampoco Él mostró prisa por romper el cálido silencio.

Al rato llegamos al umbral de un vasto y tupido bosque.


Y entramos en él.
El soleado camino mudó en brumosa penumbra. Y el áspero y ritmado
paso de las sandalias sobre el ripio devino en un andar casi alado sobre
la plumosa pinocha cobriza.

—¿Qué cosas te gustan? — abrió el Señor.


“Estar contigo, aquí y ahora, en este bosque”, hubiera respondido de
corrido… pero presumí que pudiera resultarle un tanto melifluo.
—¿Qué cosas me gustan de qué? —, salí al paso en mal castellano.
—De todo. De todo cuanto existe… ¿Te gusta el bosque, por ejemplo? —
ayudó, notando que el diálogo estaba trabado.
—¡Me encanta! —contesté resuelto, plegando el cuello para otear el
horizonte vertical de esos inmensos cedros.

Y fue un buen pie, pues no me cuesta hablar del bosque y su magia. De


cómo reverbera el canto de los pájaros, de los rayos diagonales del sol
atravesando los mil visillos de encaje de las coníferas. Hablamos de
cortezas, de aromas, de los árboles muy erguidos, de los tortuosamente
alambicados, de los que esconden sus raíces con pudor, y de los que las
exponen sin rubor.
No recuerdo en mi vida entera haber hablado con alguien tanto, tan largo
y tan intenso sobre el bosque. A cada curva del diálogo lanzaba un más
y más y más… que yo recogía de a uno, como preciadas perlas.
Y entonces asomó un cervatillo. Y el Señor no demoró su acicate: —¿Y los
venados, te gustan?
Y alcanzó para que nos internáramos en exquisita charla sobre
cornamentas y pelajes y la etología completa de los ciervos. Y otra vez,
instalaba los comparativos y los aumentativos en una escalada fabulosa.

—¿Qué más te gusta? ¿La música?, ¿los buenos libros?


Y nos pasamos horas hablando de la una y de los otros. Y no en abstracto,
no, no: deambulábamos de un scherzo de Chopin a una línea de la Pasión
de Bach, de los oboes de Albinoni a un impromptu de Schubert.
Tanto me había compenetrado que tardé en darme cuenta de lo curioso
que era que el Señor me hablara con tanto entusiasmo de asuntos que
uno presume que le son ajenos o indiferentes. Lo mismo ocurrió cuando
pasamos a la literatura… ¡no sólo los grandes clásicos! ¡Hasta
conversamos sobre De Luca y Marai!

No sé cuántas horas habrían pasado cuando llegamos a un claro en el


bosque donde sentarnos. Lo hizo a unos tres metros de mí. Y en silencio
se quedó mirándome. Temí haber dicho algo inconveniente en la catarata
de entusiasmo con que repasamos tantos gustos, que (al menos fue mi
sensación) parecían ser mutuos. Sus tres metros eran desconcertantes:
ni muy cercano ni muy lejano…
Pero Él retomó:
—¿Qué más? Cuéntame más sobre todo cuanto te entusiasma, te cautiva,
te roba el corazón…

Y hablamos de estrellas y de peces; de mapas y de nubes; de la anémona


japónica y del perfume del eleagnus. Le confesé mi gusto por las lechuzas
y por el croar de ranas. Y otra vez pareció plegarse a mi aire. Lo que
generó una avalancha de más y más gustos, atracciones, aficiones,
amores… Hablamos de vinos, de quesos y de las castañas de cajú; de la
nieve sonrosada por el sol y de la espuma de mar plateada por la luna.
Hablamos de faros, de fuegos, de leopardos y del olor a tierra mojada.
Y cuando parecía que ya habíamos hecho la apoteosis completa de la
gloria sublunar, me introdujo al mundo de los afectos... que repasamos
uno por uno. Como de un venero de luz brotaron a borbotones nombres,
rostros, historias…

Y tras eso, se incorporó. Otra vez un incómodo silencio creció entre


nosotros. Un haz vertical de luz lo bañaba entero, mientras la intensa
humedad forestal impregnaba con su bruma todo el calvero. Su Rostro
se había tornado de una seriedad difícil de describir. No era enojo, pero
sí una gravedad que no había notado jamás. Yo seguía sentado sobre un
inmenso tronco de tilo volcado. Con los hombros algo cargados y las
manos juntas, impresionado del Cristo del calvero con sus ojos de Fuego.
Su majestuoso porte, su imponente señorío hicieron que mi macizo sitial
de tronco pareciera más una vacilante cáscara de nuez…
Y me dijo:
—Mira a tus costados y espaldas.

Arribo ahora al inefable centro de mi relato y a mi desesperación de escritor.


Pues me encontré rodeado de un mágico microcosmos: todo lo que
habíamos mencionado y ponderado en las largas horas del profuso
diálogo estaba allí, en una composición peculiar (no sé si en el espacio o
fuera de él), uno por uno, todos mis gustos y amores, todos mis deseos y
ambiciones, mis desvelos y fascinaciones, sin superposiciones ni
transparencias. Tornado sobre mí, entre turbado y admirado, lo vi todo:
vi interminables ojos inmediatos, vi una línea de Claudel, vi un pasaje
del Carnaval de Schuman, cervatillos y nenúfares, batallas y estandartes,
un bestiario medieval, vinos y amapolas, amigos, hermanos y hasta a mis
padres.
—¿Qué pesa el orbe entero en su máximo esplendor? — preguntó calmo el
Señor.
—¿Cómo? — balbuceé.
—¿Las venderías todas para comprar otra perla de mayor valor? Yo Soy el
Verdadero Aleph, el Alfa y Omega, la Perla preciosa.

Su Voz era casi estruendosa. Su timbre, tan grave como su semblante.


No esperó mi respuesta, y avanzó:
—Sólo puedes elegirme renunciando a todo lo que amas y deseas. Ninguna
creatura ni todas ellas juntas pueden ofrecerte la felicidad de quedarte
conmigo, el Sólo-Dios.

No pude contestarle. No por dudar de la respuesta sino por temor a que


no fuera sincera.
Un escalofriante silencio cruzó el calvero, mientras a mis espaldas,
incólume, permanecía ese vasto multum in parvo. Y ante mí, radiante en
mil tonos de blanco, el Cristo del calvero, el Dios mendigo de mi
confesión.

Volvió a inhalar; señal, para desespero mío, de que no había terminado.


Su blanquísimo aspecto mudó al dorado y su figura humana cobró la
forma de león.
Ya no era un mendigo sino un litigante, reclamando Justicia.
Y en un estrépito atronador rugió:
—¡Aquí hay Alguien que es más! Alguien que es “Siempre-Más”.
Y yo me postré a sus pies. A los pies del Rey de espacios infinitos, a los
pies del Cristo del calvero, el Dios Siempre-Más, el Único que puede
reclamar para Sí el amor completo e incondicional por sobre todas las
cosas. A Él sea la Gloria y el Poder, por los siglos, amén.

***

—¿Has notado la corteza de los abedules? Esas virutas como de papel…


Alcanzó que dijera eso, ya volviendo, para entender que se me devolvía
toda la gloria de Su Obra, envuelta en Su primacía.

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