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Sujeto en el laberinto

Historia, ética y política en Lacan

Helí Morales

«
México, D. F 2003
Coordinación editorial
M arcela Martinelli

Lectura y revisión d e texto


Paola Ponce

ilustración d e portada
"Las meninas", (conjunto) n
Pablo Picasso, 1957

15,R, O lerM At Ñecfa


hem a@lareta.apc.org
Regil tro en trámite

im preso y hecho en M éxico


Septiem bre de 2003
Hay que estudiar el laberinto donde habitualmente el sujeto
se pierde.

Jacques Lacan

¿Se imaginan ustedes que me tomaría tanto trabajo y tanto


placer al escribir, y creen que me obstinaría, si no preparara -
con mano un tanto febril- el laberinto por el que aventurarme,
con mi propósito por delante, abriéndole subterráneos,
sepultándolo lejos de sí mismo, buscándole desplomes que
resuman y deformen su recorrido, laberinto donde perderme y
aparecer finalmente a unos ojos que jamás volveré a
encontrar? Más de uno, como yo sin duda, escriben para
perder el rostro.

Michel Foucault

Puedo en rigor admitir que a partir de una extrema


complejidad, el ser impone a la reflexión más (plus) que una
aparición fugitiva, pero la complejidad, elevándose grado a
grado, es por este plus un laberinto donde se implica sin fin,
donde se pierde una vez por todas.

Georges Bataille
La publicación de este libro no hubiera sido posible sin la participación,
alegría y el trabajo de distintos amigos, camaradas y colegas.
Específicamente, la materialización de este volumen, tiene que ver con la
organización e implementación de distintos cursos y dispositivos de
transmisión. Agradezco su amistoso empeño y apoyo en la realización
de los seminarios efectuados. En Oaxaca a Eugenio Bustillos, Alba
Cerna, Andrés Manuel Jiménez, Rosa Lévi y Linda Jiménez. En Morelia
a Victoria Leal, Laura Morán, Xóchitl Villa, Virginia Millán y Esmeralda
Herrera. En Cuernavaca a Carmen Lagunes y Florina Orihuela.
Asimismo, mi gratitud a María Ballester, a quien me unen lazos de
amistad y trabajo; su aplicación y entusiasmo en los actos compartidos
fue siempre una garantía frente a la adversidad. A Enrique Mora por su
trabajo en este texto, pero también por su poesía, de la que me precio
ser asiduo lector.
Agradezco también a Paola Ponce por su profesionalismo y
minuciosidad en la lectura y revisión de las letras, las frases y las
construcciones textuales. Su dedicación no sólo pulió y precisó la
escritura, sino que también le dio elegancia.
Introducción

l.

París despertó y el dinosaurio todavía seguía ahí. Las calles del


barrio latino aún olían a humo y juventud; a rebeldía. Las
instituciones no bajaban la guardia atentas a la marejada y la
resaca de las revueltas. Sí, los libros volvían a los anaqueles, las
letras a las hojas y los programas universitarios retomaban su lugar
y sus ritmos. Pero el movimiento no había cesado. La marea de
propuestas, de construcciones discursivas, discusiones políticas y
cuestionamientos sociales no había perdido ni fuerza ni vigencia. La
tinta roja, las bombas molotov, las armas blancas y negras, el
spray, el pensamiento convulsivo y la pasión contestataria no
descansaban en paz. Las universidades recuperaban de a poco la
respiración, las calles sus adoquines, pero el pensamiento crítico no
dejaba de agitarse en sus aguas y sus escrituras.
Era 1969. Un encuentro se vislumbraba en acto. Invitado por la
Sociedad Francesa de Filosofía, Michel Foucault arremete contra
conceptos anquilosados por la academia. El cuestionamiento al
libro como paquete de letras enclaustradas, a la obra como suma
de volúmenes y, principalmente, ai autor como el personaje
psicológico que firmaba un decir literario o científico, brillaba en un
ambiente cargado de densidades epistemológicas, filosóficas pero,
también, políticas.
Lacan es invitado y asiste puntual a la cita. La conferencia habría
de tener consecuencias no sospechadas. Un cruce de posiciones y
cuestionamientos al sujeto y sus emplazamientos discursivos,
afianzaba un nudo enredado en muchos hilos.
Ese mismo año, Lacan comienza su curso en un nuevo
establecimiento y su enseñanza produce uno de los seminarios más
brillantes, El reverso del psicoanálisis. La propuesta: cuatro
discursos estructura^ la red social del sujeto. La consecuencia: una
escritura radical de las diversas posiciones del sujeto, en el mapa
de las estructuras agujeradas.
La escritura de los cuatro discursos avanza una de las geografías
más rigurosas que, sobre el sujeto en su relación con los lazos
sociales, se hubiese propuesto. Las fórmulas algebraicas denotan
diversos caminos epistemológicos y clínicos. Pero, a pesar de las
apariencias y la formalización matemática, la exposición de los
discursos de Lacan entraña una propuesta política y una nueva
manera de pensar el campo de lo histórico. También el ético.
Durante mucho tiempo y desde posiciones que se presentaban
como críticas, se ha cuestionado al psicoanálisis y, específicamente
a Lacan, por olvidarse de la historia y desdeñar la política. El texto
que aquí se presenta parte de otra postura. No sólo no hay olvido
de la dimensión histórica ni silencio respecto a la política sino que,
mucho de lo más original del pensamiento de Lacan, versa sobre
nuevas maneras de plantear la temporalidad y los emplazamientos
sociales del sujeto.
El psicoanálisis ha sido criticado desde otros campos del saber
que se apresuran a ofrecerle, o a imponerle, sus preceptos y sus
lineamientos para justificar, invalidar o construir sus posiciones
históricas, o sus plataformas epistémicas en las ciencias sociales.
No se trata de buscar fuera del psicoanálisis una legitimidad para
pensar la historia o la política. La investigación que aquí se
despliega intenta un desentrañamiento de las dimensiones
históricas y políticas que pueden enunciarse desde el hábeas
psicoanalítico. Se trata de vislumbrar la dimensión indígena que, a
partir del psicoanálisis, se puede formular al respecto. No se busca
hacer una historia del movimiento psicoanalítico, ni de exponer las
cuestiones políticas que lo envuelven, sino de señalar, desde el
psicoanálisis, otra manera de problematizar las coordenadas
^¡storiográficas y las vicisitudes políticas de la subjetividad.
II.

Ante la historia, no se puede desatender la espesura de la muerte


ni la densidad del lenguaje. Pero tampoco sus vericuetos eróticos.
Lacan avanza, desde la definición del inconsciente estructurado
como un lenguaje, una zona de enunciación. El lenguaje es la
materialidad de la historia; es tiempo en acto. Decir tiempo es
llamar a la muerte no sólo por el transcurrir, sino porque es ella
quien exige al lenguaje hacer discurso. La muerte es el puente de la
erotización de la historia.
La muerte, el lenguaje y el erotismo, empujan la historia al campo
de lo ético. Es difícil pensar las cuestiones históricas sin incluir la
tensión del deseo y su encuentro con la ley. La historia no es la
narración de los sucesos, ni la fábula que resguarda del olvido. Es
la manera como la cuestión del archivo vincula los diversos
elementos del campo social en la configuración de las
transformaciones. Las dimensiones de la ley, sus escrituras y
borrones, hacen urgente una problematizacíón ética.
Pero no hay ética sin política, como no existe pasión sin cuerpo.
El psicoanálisis, a partir de la puesta en evidencia del discurso del
amo, de la universidad, de la histérica y del analista, señala la
necesidad clínica y epistemológica de pensar una política del sujeto
del deseo. Pero no nada más. El psicoanálisis no puede
desentenderse de la punzante cuestión del poder. No solamente en
el campo del sujeto, sino también en el de su propia práctica. Es
menester promover una discusión respecto a la política del analista
y sus dispositivos clínicos.
Los tiempos modernos atraviesan por parajes espinosos y
caminos sinuosos. También por espacios novedosos circunscritos
por signos en rotación. Las nuevas modalidades de relación social,
los crímenes contra mujeres, los niños que tienen la calle como
hogar y las nuevas configuraciones tribales, alertan respecto a los
desórdenes que, en el campo de la familia, se han instaurado. No
es posible ignorar que en los tiempos actuales, la cuestión del
padre y la irrupción de las pasiones femeninas juegan un papel
mayor en muchas de las discontinuidades relatadas.
Ante estos enigmas, se presenta este texto; frente a estas
cuestiones, se afirman estas letras; hacia los caminos del laberinto
del sujeto, se enfila lo que aquí se pueda desentrañar.

Cuando se comienza a escribir un libro -¿no es cierto don Jaime?-


sucede con las palabras lo que con las palomas en los quioscos de
los pueblos. Uno se acerca con cuidado, paso a paso, con las
manos tensas y el pensamiento alerta, cauteloso para no
espantarlas y, de repente, cuando cree que ha logrado atrapar una,
todas las demás, las demás palomas, las demás palabras, salen en
desbandada en medio de un vuelo tumultuoso. También la que se
pensaba segura ya que, sin las otras, pierde la precisión buscada.
Escribir, implica la tensión entre la palabra que queda en tinta y la
que pudo haberse acomodado mejor, pero salió en estampida. Así
se comienza y así se avanza en los párrafos y las ideas. La
escritura está siempre poblada de ausencias. Es una venganza al
silencio en medio del silencio y el polvo de las plumas. Por eso no
hay escritura que no desordene el tiempo y sus rincones. La
escritura es un atentado contra el lenguaje desde el lenguaje
mismo. Es su negación temporal. La traza deja inerme el
movimiento de la lengua. No su polisentido pero sí su traslación
continua. Peor aún cuando esa desmesura llega a la acción de la
publicación. Publicar es estampar en el pergamino del lenguaje una
detención del tiempo del pensar. Y, además, empujarlo al otro
aguijoneando al Otro. Escribir y publicar son dos desacatos a la
movilidad permanente del lenguaje. Pero también es arriesgar las
preguntas de la intimidad al cielo abierto de la extimidad. Quien
escribe realiza en acto la respuesta a una pregunta teñida de
desesperación; a muchos cuestionamientos insoportables. Hay
preguntas que no soportan la espera. Escribir es poner en tinta la
desesperación en acto. El acto además incluye en su transcurrir un
litoral. La escritura es rajada, es borde entre dos registros; es un
real arañado que no se deja atrapar por la palabra. Es clínica al pie
de la letra.
Lo que aquí se presenta viene de lejos, de desasosiegos añejos;
de un pedazo de real confrontado hace varios años, desde hace
muchos textos. Este libro viene de otros dos. No los complementa,
los acompaña. Hace tiempo se presentó la insolencia de escribir
tres libros sobre la cuestión del sujeto en Lacan. Este es el tercer
tomo de ese tríptico textual. Tres libros que intentan ceñir en la
tinta, lo que el transcurrir de los años gestó en la enseñanza y la
problematización del sujeto del inconsciente. El primero, Sujeto del
inconsciente, intentó circunscribir el momento y las vicisitudes
epistémicas y clínicas de la enunciación de un inédito. El segundo,
problematiza la dimensión del sujeto y sus nudos en el campo de
las estructuras. Este tercero, busca tensar y señalar las
dimensiones de la historia, la ética y la política que emergen del
pensamiento y la investigación de Lacan respecto al sujeto. Los tres
textos se arman y se desarman en una relación multivectorial.
La propuesta que se presentó en el primer libro, nombraba una
topología epistémica. La obra, el pensamiento y la escritura se
construyen a partir de tres extensiones inferidas. Existe una
intratextualidad que atraviesa el interior del devenir discursivo.
Enlazado a ello, se encuentra una intertextualidad que señala las
relaciones con una exterioridad textual en la cual el pensamiento se
articula y se desarticula. Ambas dimensiones, intra e
intertextualidad, se conciernen topológicamente pues el interior es
también el exterior; una banda de moebius sería el artefacto que
presenta esta vinculación. Pero también existe una extratextualidad,
es decir, no todo lo que empuja a un discurso se vierte entero en el
espacio de la letra. Existe un más allá de lo discursivo, un
impenetrable del lenguaje que se infiltra por los caminos del saber y
los vericuetos de la verdad. El tríptico textual despliega estas
dimensiones en acto. Cada tomo es un cuerpo que sigue su propia
arquitectura, su intratextualidad. Pero no puede ser pensado sin los
otros dos, ya que representan su exterior interiorizado, su
intertextualidad. La extratextualidad habita entre líneas, se exhala
en la historia callada de la escritura, en sus desgarrones y
encuentros transferenciales.
Si Sujeto del inconsciente de 1993 fue el momento de la mirada y
Sujeto y estructura de 1997 encarna el tiempo para comprender, se
hace evidente que este Sujeto en el laberinto representa el
momento de concluir.
Para terminar y dejar paso a las letras desplegadas. El mar se
mide en olas, la luna en sueños, el amor en besos y despedidas.
Que este libro se mida por las pocas incisiones que a campos
cercados, a dogmas establecidos o a enunciaciones cerradas,
pueda propiciar en la piel y las entrañas de aquello que llama al
saber en su discordancia con la verdad.
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Manuscrito de Freud de 1885, donde detalla su currículum para
presentarse como candidato docente universitario.
CAPÍTULO I.
LOS SURCOS DEL LENGUAJE

Las palabras son buenas. Las palabras son malas. Las


palabras ofenden. Las palabras piden disculpa. Las palabras
queman. Las palabras acarician. Las palabras son dadas,
cambiadas, ofrecidas, vendidas e inventadas. Las palabras
están ausentes. Algunas palabras nos absorben, no nos
dejan; son como garrapatas, vienen en los periódicos, en los
mensajes publicitarios, en los rótulos de las películas, en las
cartas y en los carteles. Las palabras aconsejan, sugieren,
insinúan, conminan, imponen, segregan, eliminan. Son
melifluas o ácidas. El mundo gira sobre palabras lubrificadas
con aceite de paciencia.

José Saramago

1. Panorama

Muchos puntos vinculan a Freud y a Lacan. Sin embargo, uno de


los menos señalados es el que compete a la cuestión histórica.
Tanto uno como el otro, colocan a la historia en el nudo de los
orígenes; ambos la introducen en sus inicios epistemológicos como
una dimensión fundamental.
Freud irrumpe en el campo de la medicina de su época y propone
una nueva nosografía pero, principalmente, una nueva etiología de
las neurosis. Allí donde los médicos suponían una afección
somática de causas desconocidas o sospechaban la existencia de
taras hereditarias o disfunciones constitutivas en el campo de lo
psíquico, él señala la existencia de ciertos acontecimientos
enclavados en, la historia del sujeto como causa de las afecciones
nerviosas.
En un primer tiempo, que puede situarse entre 1893 y 1896,
introduce la cuestión del trauma psíquico como causa de la histeria,
la neurosis obsesiva y hasta de la paranoia. En cierto momento
histórico del sujeto, sostenía, éste sufrió algún trauma que marcó su
vida, y quedó “olvidado” pero actuante. Este acontecimiento fue
vivido en la esfera de lo sexual y socavado a los órdenes de la
memoria debido a su origen poco honorable y perturbatorio;
además, la excitación dolorosa ligada a ello no pudo ser tramitada
por vías convencionales. El método que se proponía era el de la
hipnosis y la abreacción energética. La histeria no era producida por
ninguna disfunción orgánica o lesión cerebral, sino por sucesos que
estigmatizaron la vida del sujeto. Si la causa era históricá, la
solución clínica también. Así, el camino de la hipnosis presentaba la
ventaja de una reordenación temporal del suceso lastimoso, así
como una liberación de la energía dañina somáticamente convertida
en síntoma.
En un segundo momento, aquel que da entrada a la evidencia del
fantasma en 1897, Freud descubre que el suceso traumático tantas
veces narrado, no aconteció en la esfera de la realidad fáctica sino
en la del deseo. El acontecimiento que dio lugar a la afección, no
daba cuenta de una agresión sexual nocturna sino de una compleja
relación entre el deseo, el tiempo y la sexualidad. Lo sucedido no
aconteció en la realidad convencional sino en aquélla de las
pasiones; no se trataba tanto del atentado sexual como del deseo
puesto en escena. La causa seguía siendo histórica, pero cambiaba
el modo de concebir lo histórico. Si en los tiempos de la hipótesis
del trauma como causa el acontecimiento era buscado en una fecha
y un lugar determinado, ahora la geografía era la del deseo y el
tiempo, el de la significación. No se trataba tanto de una vivencia
“realmente sucedida” sino de una experiencia altamente
significativa; lo importante era su significación no su veracidad
empírica. Algo es claro, se tratase de la cuestión del trauma o de la
escena fantaseada, la dimensión histórica era el sustento de la
explicación y el punto de diferencia con las explicaciones médicas y
psiquiátricas.
En el caso de Lacan las cosas son parecidas, Él hace su entrada
al campo psiquiátrico con una tesis sobre la paranoia y su relación
con la personalidad. Su tema eran las psicosis y su modo de
abordarlo fue a partir de un caso clínico. El análisis de su tesis versa
sobre una mujer que realiza un atentado debido a ciertas
suposiciones delirantes. Llamó Aimée a esta mujer y paranoia de
autopunición al mal que la aquejaba. Aimée, además de escribir,
había sufrido dos momentos delirantes. El primero, resultado de un
embarazo desafortunado y el segundo, enredado en la certeza de
que una conocida mujer de mundo quería asesinar a su hijo. Ante
tan persecutoria situación, ella se adelanta y agrede a aquella que
le amenazaba. Lo curioso es que, realizado el acto, desapareció el
delirio. De allí parte Lacan: si el delirio se disipa por un suceso
histórico, seguramente la psicosis se enclava en la densidad de la
historia. El punto de partida conceptual es Freud, debido a su
posición frente al sueño y las producciones delirantes. Para Lacan,
en aquella época el delirio era el texto de la historia del sujeto. En el
delirio se relataban las dimensiones significativas de una historia
subjetiva; era el texto de la verdad histórica. La psicosis entonces,
no se situaba dentro del campo de las afecciones orgánicas o
degenerativas, sino en aquel de las significaciones y el sentido. La
paranoia no se podía concebir como originada por lesiones
inexistentes o debido a una constitución mórbida sino enmarcada
directamente en el campo de lo histórico. Es por ello que propone
una psicogénesis de la psicosis y al psicoanálisis como la doctrina
que, ligada al análisis psicológico concreto, podría dar cuenta de los
fenómenos psicóticos y las afecciones paranoicas. Otra vez la
historia, otra vez en los orígenes.

Pero la relación de la historia con el psicoanálisis no se reduce a


este momento constitutivo de sus inicios en el espacio de lo
epistemológico. Respecto a Freud, es bien conocida su pasión por
la historia y el lugar que le daba dentro de su formación. Pero no
nada más, el creador del psicoanálisis no sólo se abocó al
desarrollo de textos históricos como aquél del pintor del siglo XVII,
sino que en el corazón mismo de su doctrina le da un lugar
fundamental a la cuestión de la historia.
Recuérdese que uno de los pilares del pensamiento analítico es el
del complejo de Edipo. Freud tiene tres versiones del mismo. La
primera es evidentemente de linaje griego y se remite a las
tragedias de Sófocles, específicamente a la de Edipo Rey. La
segunda versión freudiana del Edipo se sustenta en el libro de
Tótem y tabú y se configura en una posición eminentemente mítíca.
La tercera y última, se reviste de los trajes de la historia y remite al
estudio que Freud realizara sobre Moisés y la religión monoteísta.
Así, existen las versiones trágica, mítica e histórica del complejo de
Edipo.
Pero ¿en el caso de Lacan se podría señalar a la historia como
algo importante para su recorrido? Durante mucho tiempo se ha
desestimado el lugar que la historia ocupa dentro de su
pensamiento. Muchas son las razones, tal vez la más evidente sea
su estrecha relación con el estructuralismo y la sabida distancia que
éste tomaba respecto a las conceptualizaciones históricas. Sin
embargo, la cuestión de la historia ocupa un lugar importante dentro
de la obra de Lacan. Resaltarla y problematizarla es el interés de
este texto.
Como todo tema que se vincula con una obra, los vericuetos de la
historia son tratados de diversas maneras por Lacan a lo largo de su
enseñanza. En el intento de acotar los caminos y las
discontinuidades que ésta siguió, propondremos aquí cuatro
tiempos de problematización.
El primero podría fecharse en 1953 y su texto sería Función y
campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis; el segundo se
desarrollaría alrededor de la cuestión de la ética y el seminario que
sobre el tema dictara Lacan en 1960; el tercer tiempo, y tal vez el
más novedoso, se estructura en los cuatro discursos construidos en
1970 en el seminario de L ’Envers de la psychanalyse; el cuarto y
último tiempo es cuando Lacan lanzara aquella frase de su horror
por la historia y su ubicación en el campo de los mitos en 1973,
específicamente en el seminario sobre el síntoma. En las lineas que
siguen abordaremos su primera posición en relación con la historia.

2. Dimensiones epistemológicas

Uno de los escritos más importantes de Lacan es Función y campo


de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis. Este texto no sólo
representa un documento fundamental para sus posiciones políticas
sino que actúa como el manifiesto epistemológico y clínico del
movimiento que él encabezaba en aquel año de 1953. Por esto será
tomado aquí como síntoma para merodear las posturas que en
aquel tiempo tenía respecto a la historia. La primera atañe a la
cuestión de la epistemología.
Muchas son las vertientes que se abren en este escrito, una de
las más importantes la que concierne, precisamente, al campo de la
ciencia. No sólo se trataba de repensar el campo amplio de la
cientificidad, sino de ubicar en él al psicoanálisis. Más radical aún:
se intentaba erigirlo como uno de los saberes principales de una
revuelta epistemológica. El punto de anclaje y sobre el que se
sostenía esta propuesta era su papel rector dentro de una nueva
subjetividad. El psicoanálisis participaría de una nueva
reclasificación científica a partir de reivindicarse como una praxis en
el campo de lo simbólico. Ni las aspiraciones médicas ni los
métodos experimentales servían para su legitimación; sólo la puesta
en acto de las funciones simbólicas. Para lograrlo, debía sostenerse
en una relación estrecha con otros saberes incluidos en el campo
de la acción simbólica. Estos saberes eran la lingüística, la lógica
del tiempo y la historia. De las ciencias del lenguaje era necesario
retomar la función del fonema, de los pares opositores y las
estructuras en el campo de las relaciones sociales. Respecto a la
lógica del tiempo, el uso del símbolo en el espacio de lo matemátito
abría perspectivas del cálculo de los tiempos intersubjetivos de la
acción humana, insospechadas hasta antes de la teoría de los
juegos. Respecto a la historia, la compleja relación de la
subjetividad del historiador con la subjetividad de la historización
servían como horizonte del suceso clínico psicoanalítico; además, la
dimensión del tiempo y sus retornos podían ser pensados a partir de
la historicidad fundamental del acontecimiento donde pasado y
presente no eran dos términos antitéticos sino vinculables. Lacan lo
dice así: “No dará fundamentos científicos a su teoría como a su
técnica sino formalizando de manera adecuada estas dimensiones
esenciales de su experiencia que son, con la teoría histórica del
símbolo: la lógica intersubjetiva y la temporalidad del sujeto”1
Ya desde aquí aparece muy claro cómo la historia fungía para
Lacan como uno de los saberes que alimentaban la posibilidad
científica del psicoanálisis. Pero las cosas iban más lejos. Cuando
en el mismo escrito se plantea la cuestión de la enseñanza y
transmisión, implicada la formación de los analistas, la historia es
ubicada dentro del triángulo epistemológico que serviría como
método para encauzar la enseñanza tanto de la técnica como de la
teoría.
Un punto más. En el momento en que Lacan discute cuál sería el
cursus prototipo para la formación de los psicoanalistas, dice: “Es
conocida la lista de disciplinas que Freud designaba como debiendo
constituir las ciencias anexas de una ideal Facultad de psicoanálisis.
Se encuentran en ella, al lado de la psiquiatría y la sexología, <la
historia de las civilizaciones, la mitología, la psicología de las
religiones, la historia y la crítica literaria>”2 Es innegable que Lacan,
ai legitimarse en Freud, ubica a la historia, a la general y a aquella
que atañe a la de las civilizaciones, como si debiera formar parte de
esta quimérica Facultad. Pero existe un detalle que señalar. Cuando
Lacan declara lo anterior, entrecomilla una parte del párrafo,
exactamente aquella que se refiere a las materias que Freud
propondría. En general cuando se hace eso, se está citando un
texto a la letra. Si esto es así, debería señalarse la fuente de donde
procede la cita, de preferencia mencionando el autor, ia obra, el año
de edición y la página exacta. Es bien sabido que no era una
práctica frecuente en él, incluso la desdeñaba como mecanismo
infectado de academicismo. Sin embargo, vale la pena detenerse en
esta grafía. Cuando Lacan pone entre comillas esas frases da a
entender que está citando a Freud. Si se mira el tema del que se
trata y el contexto en el que se discute, no puede no pensarse en el
artículo de Freud titulado Sobre la enseñanza del psicoanálisis en la
universidad. Si uno se remite al texto, encuentra que la temática es
muy similar: las materias que se debieran incluir en una formación.
Sin embargo, similar no significa equivalente. Freud no está
proponiendo ninguna Facultad de psicoanálisis sino las materias
que debían incluirse en la formación universitaria de los médicos.
Pero eso no es todo, en el texto aparece una frase muy similar a la
anteriormente citada, sólo que el contexto no es el mismo y existen
algunas variaciones interesantes. La frase se ubica en la propuesta
freudiana de que el psicoanálisis no sólo se aplica a procesos
psicopatológicos sino que también puede ser útil a otros campos del
saber. Allí es donde dice: “... suministrando en tal sentido múltiples
enfoques nuevos y revelaciones importantes para la historia de la
literatura, la mitología, la historia de las culturas y la filosofía de las
religiones”3 Veamos de cerca el texto. Lacan mantiene del original
cierto orden de las materias y ciertas disciplinas como la literatura,
la mitología y la historia de las culturas. Los cambios se efectúan en
relación con la historia de la literatura que él cambia por crítica
literaria, a la filosofía de las religiones que él cambia por psicología,
pero lo que interesa recalcar aquí es que en Freud no hay tal
llamado a la historia. El texto de Freud es un escrito raro pues fue
publicado originariamente en húngaro en la revista Gyógyászat de
Budapest en 1919, bajo el título de Kelle-e az egyetemen a
psychoanalysist tanitani? (¿Debe enseñarse el psicoanálisis en la
universidad?) Lo curioso no es que haya sido publicado en húngaro,
recuérdese la cercanía con Ferenzi, sino que nunca se encontró el
original en alemán.
De este modo es difícil pensar que Lacan lo consultase en el
original. De cualquier manera, sea que lo hubiese citado de
memoria y ésta le hiciese una argucia o un error en la cita en su
carácter textual, lo evidente es que Lacan es quien propone a la
historia como una de las materias directrices en la formación, tanto
de los médicos como de los psicoanalistas.
La evidencia gráfica puede parecer sólo un detalle, sin embargo,
se trasluce una desmesura. Lacan hace decir a Freud que la historia
es un pilar er ia formación de los analistas. Él se transmuta en la
palabra del fundador para desde ahí subrayar lo que en el texto
freudiano no se enunció literalmente. Se trata de un curioso artificio:
una exégesis del decir no explicitado. La propuesta de colocar a la
historia como fundamento del currículo ideal produce un nudo entre
el enunciado de Freud y el decir de Lacan. Más claro: Lacan hace
decir a Freud lo que éste no declaró pero no dejó de apuntar. En
este sentido, no se trata de una inexactitud académica en la citación
de un texto sino de una interpretación textual que hace cita. Así de
importante parece ser el estudio de la historia para los
psicoanalistas.

3. Entramados clínicos

En los párrafos anteriores se ha mostrado la importancia que para


Lacan tenían, en los inicios de su enseñanza, tanto el estudio de la
historia como su lugar en la reordenación de las ciencias de lo
simbólico. Sin embargo, tal vez no es ahí donde se encuentre lo
picante del asunto. Sí, la inclusión de la historia como materia de
trabajo y como ciencia anexa es importante, pero de algún modo no
deja de haber una exterioridad. Ella aparece como uno de los
pilares epistémicos que sostiene, pero desde afuera, el método de
enseñanza y coadyuva, exteriormente a una nueva trinchera
científica.
Es por ello que habría que dar un paso más. La historia no es
para Lacan, en esa época, sólo una disciplina amiga sino que, en
tanto experiencia, está incluida en las entrañas mismas de la
práctica psicoanalítica. Ahora bien, ella debe estar ligada, si quiere
dar cuerpo a dicha práctica, al campo del lenguaje y a la función de
la palabra.
El texto de 1953, dijimos, es un manifiesto. En él aparecen las
posiciones que marcaron el inicio de la influencia de Lacan en su
grupo analítico; es allí donde despliega sus propuestas
fundamentales. Dos son los aspectos que desarrolla de manera
más extensa y rigurosa: una postura claramente doctrinal y, ligado a
ello, sus posiciones frente a la clínica psicoanalítica. Ambas
dimensiones se sostienen sobre una exégesis de las funciones
simbólicas y sus alcances tanto teóricos como técnicos. Es ahí que
circunscribe el campo del psicoanálisis al del lenguaje y propone a
la palabra como el elemento nuclear tanto de la cura como de la
formación y la enseñanza.
Una vez señalado el campo y especificados los elementos
básicos, el lenguaje se convierte en trinchera y la palabra en el
arma fundamental. Desde allí y con ella, va a presentarse la
confrontación y se establecerán las diferencias. En el debate que
desglosa la experiencia analítica desde su casuística y su crónica,
Lacan opone a la intersubjetividad obsesiva, la histérica; a la
Insistencia sobre la resistencia, la interpretación simbólica y al
análisis de hic et nunc, la importancia de la anamnesis analítica.
Es precisamente ahí donde despliega lo más agudo de su crítica
y su posicionamiento. Si se revisa la configuración y el recorrido del
método freudiano, desde sus inicios en la época de Breuer, hasta su
establecimiento como procedimiento propiamente analítico con la
asociación libre, la palabra aparece como lo que sostiene la
presencia del pasado en el presente y encarna la compleja
materialidad del tiempo.
Es bien conocido que en el comienzo, en aquella época de la
hipnosis y las histéricas ocurrentes, una de ellas bautiza este arte
curativo como talking cure. Sí, precisamente, desde el principio la
palabra soporta el peso no sólo del tratamiento sino de los procesos
subjetivos. La palabra funge no sólo como bálsamo mágico, sino
como puente temporal. Incluso cuando la manera de citar al pasado
es a través del trance hipnótico, la verbalización actúa como
convocatoria de otros tiempos. Hacer pasar a las escenas por la
narración y a la temporalidad por el verbo, actualiza los dolores y

25 Cr
reordena las subjetividades. La palabra transforma el olvido en
leyenda, el pasado sufriente en presente reeditado y la lengua
arcaica en epopeya. Hablar implica convocar, traer lo remoto y
hacerlo cercano, apelar lo antiguo para hacerlo vigente; invocar el
cronos marchito para transformarlo en acción fértil.
Si en la cura hipnótica, como vimos, la palabra es sostén y
materialidad del tiempo, en el momento de la evidencia de la
fantasía como nudo del descubrimiento freudiano, ésta cobra
relieves insospechados. Cuando Freud escribe aquella fecunda
pero dolorosa carta del 21 de septiembre de 1897 a Fliess, esa en
la que confiesa el descrédito de su teoría de la seducción, donde
dice ya no creer en su neurótica, se afianzan las bases para el
descubrimiento del inconsciente y la construcción de una clínica
psicoanalítica.
Freud afirma ya no creer en su neurótica, no en sus neuróticas. Él
desacredita sus construcciones teóricas, no el relato de sus
pacientes. El descubrimiento de la inexistencia fáctica de las
seducciones confesadas, no negaba la veracidad del
acontecimiento sino que lo mostraba en toda su estatura. Las
histéricas no mentían, su relato decía la verdad, pero la verdad no
tanto del suceso como del tejido de su pasión. Lo que se relataba
no era un falso testimonio sino su versión íntima; sí, la verdad de su
deseo. La verdad no aparecía detrás de los velos de la alcoba, sino
en la presencia de la palabra. El lenguaje es el espacio donde se
despliega la verdad del sujeto; de su deseo. La palabra funge como
testimonio de un pasado hecho de apetencias vigentes, de una
realidad psíquica y de una veracidad abierta.
Ahora bien, eso que se presenta en la palabra como verdad del
deseo, que se convoca como realidad subjetiva y que aparece en el
relato anudado, no es otra cosa que la densidad de la historia del
sujeto. Lo que se cuenta en el decir de la histérica no es otra cosa
que la historia que habita y que la determina. Historia: amarre del
deseo en la tesitura de la palabra, documento del tiempo impreso en
el muro del lenguaje, epístola, folleto, homilía; rótulo de la
subjetividad.
t lelf Mot il.-

Pero la historia del sujeto incluye siempre al otro; es la narrativa


de sus encuentros y enredos con los otros. Sabemos que el deseo
se gesta en relación con la otredad. No hay deseo que no se
encuentre en relación dialéctica con el otro; con otro deseo. De este
modo, mi historia siempre incluye otras, está tejida con hilos que
vienen de lejos, que vienen de otros. Lacan lo dice así: “Es
ciertamente esta asunción del sujeto de su historia, en cuanto que
está constituida por la palabra dirigida al otro, la que forma el fondo
del nuevo método al que Freud da el nombre de psicoanálisis (en
1895)”4'
Se hace evidente con esta cita que no-sólo se incluye la historia
en tanto materíalidaddel tiempo del sujeto sino que se anuda con el
método mismo de la clínica psicoanalítica.
Precisamente, en relación con el método freudiano, se puede
vislumbrar cómo su originalidad, según Lacan, reside en haber
incluido a la palabra como el instrumento en el campo del sentido;
cómo su espacio es aquel decir del sujeto en relación con los otros,
y cómo su modo de operación es el de la historia.
Ahora, historia no es pasado sino presencia de los tiempos.
La palabra es tiempo historizado, es decir, reordenación de las
discontinuidades en párrafos resignificados. La historia es el tiempo
hecho palabra, es reubicación del pasado en un presente que ya es
futuro. Las palabras no rescatan el pretérito, lo reactualizan hacia el
futuro. La historia del sujeto, en resumen, es la crónica de los
acontecimientos significativos del deseo. Pero esta crónica está
desordenada, aparece caótica, astillada y rota. La historia del sujeto
es la novela de sus ausencias, de sus roturas, sus engaños, sus
olvidos, sus pérdidas y sus muertes.
Decir historia y tiempo es puntuar el pasado, el presente y el
futuro, y ello implica hospedar la repetición de los modos de vivir
pero también las maneras de morir. El pasado no es lo que sucedió,
sino lo que no deja de insistir. La muerte historiza la vida en tanto le
muestra sus límites, su vencimiento, sus carencias; sus agujeros.
Todo ello llpva a Lacan a proponer en ese 1953, por primera vez
en su recorrido, dos definiciones del inconsciente. La primera lo
define ligado al discurso, a la intersubjetividad y a la falta que en él
acontece como fundamento de la existencia del sujeto. La segunda
(la que aquí nos interesa) pone el acento en las cuestiones que
hemos venido detallando. Dice Lacan a la letra: “El inconsciente es
ese capítulo de mi historia que está marcado por un blanco y
ocupado por un embuste: es el capítulo censurado”. Y más adelante
continúa: “Pero la verdad puede volverse a encontrar; lo más a
menudo ya está escrita en otra parte. A saber:
-en los monumentos: y esto es mi cuerpo ...
-en los documentos de archivos también: y son los recuerdos de mi
infancia ...
-en la evolución semántica ...
-en la tradición también, y aun en las leyendas que bajo una forma
heroificada vehiculiza mi historia
-en los rastros, finalmente, que conservan inevitablemente las
distorsiones, necesitadas para la conexión del capítulo adulterado
con los capítulos que lo enmarcan...”5
El inconsciente entonces, tiene que ver con lo censurado; sí,
Freud es claro en ello, pero también con lo que falta. Ahora, en esta
definición se utilizan dos elementos tipográficos, aquél de “marcado”
y “capítulo”. Sí, otra vez el lenguaje. Pero no nada más como figuras
retóricas, pues después Lacan insiste en la dimensión escritural. El
inconsciente, a partir de lo señalado, es la marca histórica de las
ausencias en el texto de la vida; es ausencia que hace trazo, huella,
escritura, archivo. De este modo puede decirse que el inconsciente
es la escritura de lo que falta en el libro de la historia.
Se hace evidente que la historia no es un mero recurso
epistémico, ni una afirmación empírica de la experiencia, es donde
puede pensarse la definición misma del descubrimiento freudiano.
Por si hubiera alguna duda, Lacan equipara al inconsciente con la
historia, tanto en el ejercicio clínico como en las declaraciones
conceptuales: “Lo que enseñamos al sujeto a reconocer como su
inconsciente es su historia; es decir que le ayudamos a perfeccionar
la historización actual de los hechos que determinaron ya en su
existencia cierto numero de ‘vuelcos’ históricos. Pero si han tenido
|' lelf M o r i­

ese papel, ha sido ya en cuanto hechos de historia, es decir, en


cuanto reconocidos en cierto sentido o censurados en cierto orden"8,

4. Senderos freudíanos
a) Secreto a voces

En 1953 Lacan propuso un retorno a Freud a sus textos, a sus


letras. Por lo que se puede recurrir a ellas para puntuar lo que aquí
se desarrolla. Tal vez no sea sin importancia acudir al espejo
freudiano para mirar allí lo que Lacan dice sobre la historia, la
palabra y el tiempo.
El primer libro donde Freud participa con su pluma, sus ideas y su
desmesura es Estudios sobre la histeria. Escrito entre 1893 y 1895,
comparte galardones e investigaciones con Breuer. En sus páginas
se encuentran las primeras propuestas teóricas, metodológicas y
clínicas sobre las afecciones histéricas. Tómese pues como un texto
no solamente fundante, sino referente de toda reflexión sobre el
campo del lenguaje y la función de la palabra. Por ello se
privilegiará aquí como espacio de especificación.
Lo que en sus capítulos se narra es el lenguaje del dolor de esas
mujeres llamadas con tan inexacta etiqueta. Pero más que nada es
un tratado sobre ciertas partituras del silencio; sobre las voces del
sigilo. Es un texto sobre la manera en la que el cuerpo de esas
mujeres habla del dolor de su historia. Los estudios sobre la histeria
dan ciudadanía al silencio por el cual se decía lo que la medicina no
podía escuchar. En las histéricas el cuerpo se llena de bocas que se
multiplican por la geografía de sus pasiones. En la histeria el
corazón tiene labios: por ellos murmura, por ellos llama. Las
rendijas alcahuetas proliféran y el cuerpo se llena de voces gitanas
El silencio del cuerpo no sólo habla por los labios del corazón.
También los labios de la vagina gritan. No hay monólogos de las
vaginas, ellas llaman, convocan, murmuran para quien pueda
escuchar. Eso hizo Freud: prestó oídos a lo que el silencio quería
decir. No sólo escucha al corazón espinado o la vagina satanizada,
sino al cuerpo en su canto callado. El silencio habla. Habla de la
verdad de esas mujeres. Pero no era fácil de escuchar porque la
verdad que predica no se puede reconocer fácilmente. La verdad
que se enhebra en el silencio del cuerpo atañe a la sexualidad. La
histérica sabe que padece pero no sabe lo que padece. Su cuerpo
habla un secreto formulado como enigma; enigma también para
ella. El silencio nace cifrado. Pero ¿qué es lo que no sabe? Que su
cuerpo habla lo que su ser no puede decir. ¿Y qué es lo que no
puede decir? Que la realidad de su inconsciente, la realidad de eso
que su cuerpo dice sin que ella lo sepa, es sexual.
Su cuerpo nombra la palabra que falta. La histérica está habitada
de palabras que se dicen por el cuerpo. Su cuerpo es la
encarnación de un secreto a voces. La histérica muestra que el
cuerpo está habitado de narraciones olvidadas; de historias
silenciadas. El que el cuerpo hable de la historia lo aleja de la burda
evidencia biológica. Pero el hecho de que esas historias sean de
amor, de pasiones inconfesas y de besos que queman, lo alejan de
los ángeles. Freud no hizo otra cosa que dar ciudadanía a las voces
del silencio y a un cuerpo poblado de historia; de historias de amor y
sexo. Una vez acordonado el campo por donde se inician los pasos
freudianos, es preciso volver a la letra; aterrizar en sus estudios
sobre la histeria.
Freud reconoce el silencio que se hablaba en esos cuerpos
signados, y propone junto con Breuer, algo asombroso: si de algo
se enferma en la histeria es de tiempo. Así se puede leer desde sus
primeras elaboraciones: “... el histérico padece por la mayor parte
de reminiscencias”7 ¿Qué significa esto? Que de lo que enferma la
histérica es de olvido. Ellos lo dicen así: "... los síntomas histéricos
singulares desaparecían enseguida y sin retornar cuando se
conseguía despertar con plena luminosidad el recuerdo del proceso
ocasionador, convocando al mismo tiempo el efecto acompañante, y
cuando luego el enfermo describía ese proceso de la manera más
detallada posible y expresaba en palabras el afecto”. Y más
adelante aseguran refiriéndose a las experiencias traumáticas que
ocasionan los síntomas somáticos: “... estas vivencias están
completamente ausentes de la memoria de los enfermos en su
estado psíquico habitual”8'
Dos planos de verdad aparecen a través de estas declaraciones:
primero, la cura se da a través de la palabra y segundo, que los
síntomas se materializan en el olvido que las habita. En relación con
la palabra, ya desde aquí, se presenta como el camino de la clínica.
Tan es así que en una llamada de pie de página a esta cita, se
convoca a Delboef y Binet en una propuesta que hacen suya:
"Ahora se explicaría de qué manera el hipnotizador promueve la
curación. Vuelve a colocar al sujeto en el estado en que el mal se
manifestó, y combate mediante la palabra ese mal, pero en su
reemergencia ”9 Más claro ni el agua: el arma terapéutica no es otra
que la palabra.
En relación con la cuestión del síntoma se avanza algo radical:
los síntomas recuerdan lo que el sujeto no puede. El síntoma “sabe"
lo que la histérica olvidó. La histeria es la afección donde el dolor, el
tiempo y el olvido hacen nudo en el síntoma. La histérica habita una
historia que la determina pero que ella no recuerda; que no sabe
que sabe. Lo que ella no sabe su síntoma se lo dice. Sí, pero de
manera figurada, desdibujada, enigmática. El síntoma recuerda la
historia pero descrita a través de la máscara del lenguaje. Más
claro: el síntoma recuerda la historia pero de manera simbólica. Es
por ello que los síntomas convocan a que alguien los escuche, los
hospede, los analice. Allí, de la escucha de esos olvidos hechos
lenguaje en el cuerpo dolido de la histérica y de la implementación
de la palabra como arma clínica, nace el psicoanálisis. Pero no
basta con decirlo, eso se ha escrito mil veces. Vale la pena
visualizar la relación entre el síntoma y el lenguaje en uno de los
casos analizados por Freud y desglosar las dimensiones clínicas a
ellas engarzado respecto a sus propuestas técnicas.

El primer caso completo que Freud compartiera es el de Elizabeth


von R. Se trata de una señorita de 24 años aquejada de dolores en
las piernas y dificultades para caminar. Elizabeth era la menor de
tres hermanas. Durante mucho tiempo, debido a diversas dolencias
de la madre, se acercó especialmente a su padre con quien
estableció una relación muy estrecha y al que consideraba un
hombre alegre, sabio y de buen vivir. Durante su infancia disfrutó de
la convivencia familiar en una finca de Hungría, la cual
abandonarían para trasladarse a la capital debido a la edad y
desarrollo de las niñas. En el momento de visitar a Freud, su historia
se había ensombrecido por dolorosas situaciones familiares: su
padre hacía tiempo había fallecido, su madre estaba postrada por
una severa enfermedad de ojos, su hermana mayor enfrentaba
serias dificultades matrimoniales y su segunda hermana acababa de
morir de un problema cardiaco descubierto en medio de su segundo
embarazo.
Los síntomas que presentaba eran harto llamativos: sufría de
dolores al caminar acompañados de una penosa fatiga al
desplazarse o al estar parada. Motivo por el cual caminaba
inclinándose hacia delante sin lograr con ello amainar sus dolencias
y malestares.
El comienzo de los síntomas puede remontarse a un suceso
especialmente doloroso. El padre, que había ocultado o que
ignoraba un problema cardiaco, fue llevado al hogar inconsciente
por un ataque de edema pulmonar. A ello siguió un año y medio de
cuidados que Elizabeth asumió con esmerada responsabilidad y
entrega. Al año del ataque, Elizabeth sufrió por primera vez dolores
en la pierna derecha que la obligaron a guardar cama por poco
tiempo. Pero, en un sentido estricto, fue dos años después de la
muerte de su padre que ella cayó dolorosamente enferma
imposibilitada para caminar.
Debido a una operación de los ojos de la madre que le exigía
descanso y tranquilidad, Elizabeth y los matrimonios que habían
formado las dos hermanas con sus respectivos maridos, reposaban
con relativa armonía en un ambiente veraniego. En medio de este
sosiego, sin motivo aparente, sobrevino, luego de una caminata y
en el momento de tomar un baño, la eclosión de los dolores de
piernas.
f lelf

Pero los Infortunios no pararon allí. Alejada de sus hermanas por


una recomendación médica para promover su recuperación, se le
avisó, junto con su madre que la había acompañado para su
tratamiento, del agravamiento de su hermana que terminó,
lamentablemente, con su fallecimiento. Ellas intentaron llegar para
encontrarla todavía con vida, pero al momento de llegar hasta el pie
de la cama de la enferma, la muerte ya había sobrevenido.

El modo de abordar el proceso clínico es muy instructivo. Freud


intenta, de acuerdo con sus concepciones, relacionar los síntomas
con situaciones traumáticas o, en el mismo sentido, vincularlos con
vivencias o experiencias de la vida de Elizabeth; enlazar los
síntomas con su historia; escuchar esa historia que ella no sabía
que sabía. El camino que toma es indagar por las vías del dolor.
Lo primero que le llama la atención es la singular manifestación
de sus dolencias corporales. La geografía de su dolor se muestra de
maneras poco usuales. Las molestias se acentúan en la parte
Interna del muslo derecho así como en la pierna izquierda. Pero al
momento de tocar en el examen las zonas afectadas, en vez de la
mueca de desasosiego y el natural reflejo de evitación, la paciente
mostró un extraño gesto más parecido al placer que al dolor. Al
Increpársele sobre el sitio exacto de sus dolencias, en vez de
reaccionar como se hace ante un innegable dolor físíco, es decir,
con una exuberancia de detalles y una certeza de ubicación, las
noticias eran poco claras y llenas de imprecisiones. Freud,
■intonces, explora el texto del dolor. Intenta escuchar lo que ese
dolor tiene que decir a partir de la peculiaridad de su manifestación;
Indaga lo que allí se está recitando.
Los resultados no tardan en llegar, después de la implementación
de un método que no es exactamente el de la hipnosis sino un dejar
hablar libremente a la paciente sobre lo que se le ocurriera, viene a
la textura del relato lo que estaba cifrado en la materialidad del
cuerpo. La parte interna del muslo y que representaba la principal
zona de dolor, era exactamente el lugar donde cada mañana el
padre descansaba su pierna para que la hija le cambiara las
vendas. El cuerpo decía por el dolor un fragmento de historia
significada ahí.
El primer enigma queda esclarecido, pero la pierna izquierda
también dolía. También en este caso se encontró el referente
histórico. Si la pierna derecha tenía que ver con la enfermedad del
padre, la izquierda hablaba en relación con su hermana y su
cuñado. La dolencia de la pierna izquierda abrió una dimensión
escondida tras el silencio: el dolor remitía a la historia, sí, pero a una
historia de amor. Por el dolor hablaba un erotismo amordazado.
En el espacio del síntoma, el punto enigmático era la
territorialización del dolor. Se vislumbraba la geografía de la historia,
pero ¿por qué dolían? Pronto se desentrañó el texto a ello adherido.
A la zona adolorida le correspondía una cierta densidad de la
historia de la muchacha pero justo donde se realizaba un encuentro.
Un encuentro que incluía una moción erótica y su respectiva
defensa. En relación con el muslo derecho, aquel que recordaba las
dolencias del padre, su balbucear delataba un enfrentamiento ante
la culpa de la muchacha y sus inclinaciones amorosas. La anécdota
es la siguiente. En los días en que el padre yacía enfermo, Elizabeth
fue invitada a salir con un muchacho que estaba enamorado de ella.
La velada con el joven resultó llena de calidez y felicidad. Pero al
regresar se encontró con la noticia de que el padre había
empeorado. Nunca se perdonó haberse alejado del lecho del
enfermo a pesar de que fue él quien la conminó a salir con el joven
pretendiente. El dolor era la manifestación simbólica de la defensa
ante ese amor y un modo de resolverlo: mejor que duela la pierna
que el alma. La misma lógica se encontró en relación con la otra
pierna. La vez de la caminata de la cual surgen los dolores, una de
las personas que se encontraban en el grupo que la realizó, era
precisamente su cuñado. Ella se sintió muy cercana y deseó poseer
un hombre como ése. En ocasión de la muerte de su hermana, en el
momento de estar de pie frente al lecho luctuoso, le invadió y
sacudió el pensamiento de que ahora él estaba libre y podría
casarse con ella. Ante el dolor de amar al marido de su hermana,
con todo lo que esto implicaba, se produce una mutación y la
defensa produce un dolor físico en vez de uno psíquico. Los dolores
corporales eran una sustitución de los sufrimientos amorosos.
Ahora bien ¿cómo encuentra Freud tales argumentos? ¿Cómo
puede desentrañar el texto a las dolencias encarnadas? A partir de
leer lo que los síntomas decían y relacionarlos con fragmentos
traumáticos, es decir dolorosos, de la vida del sujeto. Elizabeth
estaba de pie cuando trajeron al padre luego de su primer ataque.
Ella quedó aterrada estando de pie (stehen). Cuando llegó al lecho
donde yacía muerta la hermana, quedó parada (stehen) frente a la
cama. La primera dolencia que la postra en cama sucede después
del paseo con el muchacho, del mismo modo que sus dificultades
para caminar (gehen) vienen después de la caminata con su
cuñado. Sí, precisamente donde se le impuso el pensamiento
imoroso. En la expresión lingüística se concentraba la verdad de
las pasiones.
Pero aún hay más. Algún día después de que su hermana y su
cuñado se fueron, ella se levantó {aufstehen) y dirigió sus pasos
(hlneufgehen) hacia una colina que visitaba con el matrimonio
liando estaban allí. Se sentó y se llenó de sentimientos de soledad,
regresando de ese paseo, tomó un baño y los dolores que ya
h.iblan comenzado desde la colina se volvieron insoportables. Una
iioclación y una evidencia más, yacer en alemán se dice liegen. La
n Melón simbólica es evidente: gehen, stehen, liegen. En el campo
lol lenguaje se van tejiendo las determinaciones subjetivas. La
...... . t de Freud que consistió en ir recolectando fragmentos
Jlftüurslvos y elementos narrativos permite leer la verdad de esta
vld'i lastimada. El gran dolor de Elizabeth no residía en sus muslos,
ni -ilqulera en su caminar; su gran dolor era la expresión de las
'■fiureciones encarnadas en su cuerpo. Estaba adolorida de
m anclas. Su cuerpo era el escenario de un eclipse subjetivo: dolía
il cuerpo para que no se desfondara el corazón. La queja de su
■¡uorpo era más radical que la expresión dolorosa de sus piernas. A
i Hznbeth lo que le dolía era su soledad. No es difícil vislumbrar el
r iitrnmado si se sabe que en alemán soledad se dice Alleinstehen.
m i dolor era la expresión simbólica de su lastimosa soledad. De eso
murmuraban sus dolores, eso decía su cuerpo. Su cuerpo hablaba
de su desdichada soledad, pero también de la dolorosa sensación
de desasosiego, de no poder seguir en pie, de no tener apoyo.
Freud lo dice con todas sus letras: “no cesaba de repetir que lo
doliente era ahí el sentimiento de desvalimiento, la sensación de no
avanzar un paso”10' Más adelante asegura: “me vi llevado a suponer
que ella directamente buscaba una expresión simbólica para sus
pensamientos de tinte dolido, y lo había hallado en ei refuerzo de su
padecer. Ya en nuestra comunicación preliminar sostuvimos que
mediante una simbolización así pueden generarse síntomas
somáticos de la histeria”. Y concluye con una propuesta de
diagnóstico: “De acuerdo a ello, esta abasia, en el estado de
desarrollo que yo la encontré, no era equiparable sólo a una
parálisis funcional asociativa psíquica, sino también a una parálisis
funcional simbólica”11

b) Atril técnico

El camino que elige Freud es preguntar al dolor; escudriñar el texto


que el dolor decía sin hablar. Convocar palabras para que diga;
prestarle oído a su discurso. De hecho, no se trata de una metáfora,
cuando el médico vienés trabaja con Elizabeth, su método clínico
consiste, precisamente, en hacer decir al dolor y encontrar el
vínculo entre la palabra, el sufrimiento y lo cifrado en el cuerpo.
Cuando él llegaba al inicio de las sesiones, la paciente se
encontraba en general sin dolores. Pero no bien comenzaba a
hablar de su historia, el dolor aparecía y se agudizaba mientras más
se acercaba a la vivencia y más se aproximaba a una dilucidación
del mismo. Las piernas respondían, mitsprechen dice Freud
literalmente. Una vez trasliterado en palabras, el recuerdo, que tanto
había agudizado el dolor, desaparecía. Comparte Freud: “Poco a
poco aprendí a utilizar como brújula ese dolor despertado; cuando
ella enmudecía, pero todavía acusaba dolores, yo sabia qut no
había dicho todo y la instaba a continuar la confesión hasta que el
dolor fuera removido por la palabra”12'
Como se puede ver, la palabra removía el dolor y el método
utilizado no era exactamente el de la hipnosis. Esto evidencia que
no importaba la manera de convocar a la palabra sino,
precisamente, apalabrar el tiempo y el dolor insistente.
En el último punto de Estudios sobre la histeria y que él escribe
en primera persona, Freud problematiza la cuestión del método y de
la técnica. La histeria, lo había venido trabajando, se presenta como
un nudo histórico generado por un trauma psíquico que no podía ser
recordado ni abreaccionado. El método implementado para la
liberación de la energía enervada y el recuerdo de la escena
traumática había sido el utilizado por Breuer, sí, aquél de la
hipnosis. Sin embargo, éste no aparece como la única técnica
posible para el tratamiento de tales afecciones. De hecho Freud se
declara muy poco hábil en su implementación. El problema no es
tampoco solamente de habilidad, el médico reconoce que había
personas que no se dejaban hipnotizar fácilmente y había otras para
quienes ese proceder resultaba del todo ineficaz. Freud comienza a
utilizar otra técnica que consiste, no tanto en dormir a los pacientes
como, a partir de una presión primero de la manos sobre la cabeza
y su liberación después, conminar a hablar al sujeto de todo cuanto
le visitara y le pasara por la mente. Freud señala que el cambio de
técnica se debió no tanto a su torpeza de hipnotizador como al
hecho de que algo se resistía a la hipnosis y, principalmente, al
surgimiento de recuerdos u ocurrencias. La necesidad de impulsar
la superación de una resistencia ante la hipnosis, le lleva a la
Inteligencia de la resistencia como mecanismo paralelo de la
formación de la enfermedad. La misma fuerza que se resiste al
tratamiento es la que se opone a que el recuerdo aflore ya que ella
utt la encargada de mantenerle fuera de la órbita de la conciencia.
Las representaciones que son impedidas acusan una misma
naturaleza penosa, digna de no querer ser recordada. Así se abre la
posibilidad de pensar en una defensa. Ante la vivencia penosa, el yo
Intenta mantener fuera de la posibilidad de conciencia la

3? «
representación irreconciliable, para ello se hace necesaria una
defensa contra su surgimiento. Dice Freud: “Cuando yo me
empeñaba en dirigir la atención hacia ella, sentía como resistencia
la misma fuerza que en la génesis del síntoma se había mostrado
como repulsión. Y la cadena parecía cerrada siempre que yo
pudiera volver verosímil que la representación se había vuelto
patógena a consecuencia de su expulsión y represión”13 La tarea
terapéutica aparece clara ante este panorama: se trata de superar
la resistencia para permitir a la representación aflorar con la verdad
a ella enlazada.
El descubrimiento de la resistencia le lleva a encontrar la función
de la represión y con ello se aclara el camino técnico. Ahora bien,
quien se resiste es el yo y Freud, asombrado, llega a adjudicarle al
paciente el ejercicio de la resistencia. Sin embargo, esta resistencia
que él ubica del lado del yo y de una acción volitiva, no parece ser
la única a la que se somete la representación irreconciliable. Existe
otra que habría que ubicar en otro espacio, en el espacio de lo que
se dice. Que habría que ubicar en otro registro, en el registro del
lenguaje. Freud, una vez más “Hasta ahora he tratado las
dificultades y la técnica del método catártico. Volveremos a hablar,
pues, de técnica, pero ahora nos referiremos a las dificultades de
contenido por las cuales no se puede responsabilizar a los
enfermos”14 Así queda claro: existe una resistencia del lado del
paciente, es decir, del yo del enfermo, y otra que tiene que ver con
el contenido, a saber, con las palabras. Digámoslo de una vez: la
resistencia se ubica en dos distintos registros, el de lo imaginario
surgida del yo del paciente y el de lo simbólico enclavado en la
espesura del lenguaje. La primera resistencia aparece en el campo
de lo preconsciente, pero la que atañe a lo simbólico, concierne a la
densidad del inconsciente.
Veámoslo en la letra freudiana.
Para Freud el material de las nisterias se presenta como un
producto multidimensional estratificado en tres niveles. Existe,
primero que nada, lo que él llama el núcleo de recuerdos que
representa la plasmación ídeopática más pura. Alrededor de él se
encuentra una gran variedad de material mnémico. Tres
ordenamientos son requeridos para su elaboración. El primero
llamado lineal cronológico que se presenta como una serie de
fascículos sometidos a una enumeración ordenada, es como
exhumar, afirma Freud, un archivo perfectamente catalogado. Este
modo de organización se aglomera alrededor de temas que
convocan recuerdos diversos pero graduados linealmente. Existe un
segundo ordenamiento nominado de estratificación concéntrica En
este estado mientras más cerca se esté del núcleo, más fuertes
serán las resistencias de los recuerdos. Se trata de estratos de
resistencia ordenados de acuerdo a su proximidad concéntrica al
nódulo. Los recuerdos más fácilmente rememorables se encuentran
en la superficie mientras aquellos que más se aproximan al núcleo
:ierán sometidos a una altísima dificultad de reconocimiento
consciente. El tercer ordenamiento y el más esencial a decir del
creador del psicoanálisis, es aquel que se establece de acuerdo al
contenido de pensamiento. Esta codificación funciona a partir de
hilos lógicos de concatenación destinados a múltiples conexiones y
nunca a una linealidad en relación con el núcleo. Se trata de un
'llstema complejo de líneas ramificadas y convergentes. Se
sonstituye también, señala Freud, de diversos puntos nodales
donde desembocan y se relacionan distintas ramificaciones y
trechos colaterales y coexistentes. Además pueden existir más de
un núcleo patógeno debido a distintas temporalidades traumáticas
un la instalación de una afección histérica, lo que diversifica aún
más la red de elementos conectados. El síntoma aparece, desde
usta perspectiva, como constituido de “determinismo múltiple, de
rjomando múltiple”.
Ante esta compleja situación el analista no puede trabajar
Intentando llegar de forma directa al núcleo conflictivo, sería
Improcedente e inútil; la técnica que se desprende de la instalación
de la red de fragmentos psíquicos exige adueñarse de un tramo de
hilo lógico e ir avanzando a partir de relaciones conexas,
convergentes o colaterales. Cualquier parecido con la propuesta
lacaniana de una red de significantes enlazados y relacionados por
cadenas simbólicas, no es mera coincidencia.
Ahora ¿cómo determinar la punta que habrá que tomarse en la
intrincada multiplicidad de conexiones? Freud es bien claro, casi
decimos bien lacaniano, ya que afirma que deberá tomarse la punta
de una ilación allí donde se escuche una falla en la narración, una
laguna en el relato o un salto en la lógica. A la letra: “Ahora bien, sí
se escruta con ojo crítico la exposición que se ha recibido del
enfermo (...) se descubrirán en ella, infaliblemente, lagunas, fallas” .
Más adelante lo reafirma: “De esta manera, por las pistas que
ofrecen unas lagunas en la primera exposición del enfermo, a
menudo encubiertas por ‘falsos enlaces’, pilla uno cierto tramo del
hilo lógico en la periferia y desde ahí, (...) facilita el ulterior
camino”15'
Es menester resaltar aquí algo que hasta el momento no ha sido
descrito: el ordenamiento del contenido de pensamientos no se
establece en ninguna instancia comandada por el yo, se trata de
una masa de redes simbólicas ordenadas lógicamente a través de
una multiplicidad de conexiones. Esta modalidad de ordenamiento
es la que permite plantear un funcionamiento específico del
inconsciente. El inconsciente, nos atenemos a la letra freudiana, se
establece en esa relación lógica de elementos interconectados en
distintas vías que se ordenan de acuerdo a una lógica interne al
registro donde se desarrollan, estableciéndose además a partir de
las fallas que se engendran y los saltos en la ilación que señalan las
conexiones más eficaces de presentación. Freud lo dice así: “... ya
hemos anoticiado de la razón de esa apariencia y sabemos
nombrarla como existencia de motivos escondidos inconscientes.
Tenemos derecho, pues, a conjeturar tales motivos secretos
dondequiera que se registre uno de aquellos saltos de la trama, o
que se trasgreda la medida de una motivación justificada
normalmente.”16
Pero no sólo eso. Freud avanza algo que será fundamental en la
construcción de su doctrina psicoanalítica: las redes de
pensamientos interconectadas y relacionadas a partir de múltiples
concatenaciones no son de la misma naturaleza de los recuerdos.
Las representaciones que en los ordenamientos lineales y
estratificados se alejaban más del núcleo eran las más fáciles de
colegir. Mientras más se acercasen al núcleo organizados, más
arduas eran las resistencias. En el caso de la ordenación de
pensamientos si bien se parecen las circunstancias, la naturaleza
del problema se plantea desde otro lado. Las representaciones más
profundas tienen dificultad en ser recordadas por el paciente, pero
otra cosa es la que sucede con las redes de hilos lógicos, no se
trata de ser recordadas o no, sino que no son reconocidas como
recuerdos. No estamos ante la dimensión del recuerdo, de lo
recordable o no, sino de la materialidad multirelacional del
pensamiento.
Tales representaciones no es que no se puedan recordar sino
que no se pueden reconocer por pertenecer a otro registro, al
registro del inconsciente. No se puede recordar lo que no ha pasado
por el mismo registro de la memoria. Freud: “ ... cuando el enfermo
¡icepta él mismo que tuvo que haber pensado esto o aquello, suele
igregar: ‘Pero no puedo recordar que lo haya pensado’. En tal caso
fácil entenderse con él: eran pensamientos inconscientes”1/é (Las
cursivas son de Freud).

La cuestión es clara, lo que atañe al inconsciente se vincula con


'isas conexiones, con esas redes, con aquellos hilos del lenguaje y,
■idemás, el inconsciente tiene que ver con otra lógica que no es la
<iiíl recuerdo y se presentifica, en el entramado narrativo, por las
i-illas, las lagunas o los saltos en la ilación discursiva. No se
necesita mucha astucia para reconocer que no otra cosa dice
I .ican, quien reconoce al inconsciente como eso que falta en la
hldtoria, como aquello que está ocupado por un blanco o por un
‘ímbuste, es decir, una laguna o un falso enlace. Por ello no
<)rprende que Lacan, en su seminario dedicado precisamente a los
' icrltos técnicos de Freud, asegure: “Freud, al final de los Studien
úbor Hysterie, define al nodulo patógeno como aquello que se
buaca, pero que el discurso rechaza, que el discurso huye. La
resistencia es esa inflexión que adquiere el discurso cuando se
aproxima a este nodulo. Por lo tanto, sólo podremos resolver la
cuestión de la resistencia profundizando cuál es el sentido del
discurso. Ya lo hemos dicho, es un discurso histórico”18. Ahora cabe
preguntarle, para finalizar este capítulo, qué entiende Lacan por
historia para ubicar entonces el proceder técnico. Él mismo lo
responde el 13 de enero de 1954: “La historia no es el pasado. La
historia es el pasado historizado en el presente ...”19 Y continúa: “El
camino de la restitución de la historia del sujeto adquiere la forma
de una búsqueda de la restitución del pasado. Esta restitución debe
considerarse como el blanco hacia el que apuntan las vías de la
técnica”20
Con esta última cita se puede concentrar io trabajado aquí, en
relación con la palabra, la historia y el tiempo. Sí, además de las
cuestiones técnicas. Digámoslo así: la historia es tiempo, pero
tiempo no es pasado, es temporalidad signante. El tiempo no es la
medida de la duración sino la densidad del lenguaje hecho escritura.
No otra cosa es la historia del sujeto. Pero ¿dónde se manifiestan
esas funciones del tiempo en la realización del sujeto? En el campo
del lenguaje, sí, ese campo donde la palabra hace funcionar a una
materialidad de la historia hecho tiempo. Este es el escenario donde
la clínica, a partir de una técnica cuya arma es la palabra, puede
desplegarse.

Notas

1. J. Lacan, “Fonction et camp de la parole et du langage en


psychanalyse” (1953), Ecrits, Seuil, Paris, 1966 p. 289; VE:
“Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”,
Escritos 1, Siglo XXI, México, 1984, p. 278.
2. Ibid., p. 288; VE p. 276.
3. S. Freud, ¿Debe enseñarse el psicoanálisis en la universidad?
(1919), GW, t. 12; VE: Amorrortu ediciones, t. XVII, p. 171.
4. J. Lacan, op. cit., p. 257; VE: p. 247.
5. Ibid., p. 259; VE: 249.
6. Ibid., p. 260; VE: 250.
7. S. Freud, Studien über Hysterie (1893-95), GW, t. 1; VE:
Estudios sobre la Histeria, t. II, p. 33.
8. op. cit., p. 32.
9. Idem.
10. Ibid., p. 166.
11. Ibid., p. 167.
12. Ibid., p. 163.
13. Ibid., p. 276.
14. Ibid., p. 163.
15. Ibid., pp. 298-99.
10. Idem.
17. Ibid., p. 304.
18. J. Lacan, Los escritos técnicos de Freud (1953-54), Ed. Paidós,
Bs. As., 1981 p.64.
19. Ibid., p. 27
/<) Idem.
CAPÍTULO II.
VOCES CONVERGENTES

1. Palabra y tiempo: Heidegger


a) Poesía e historia

Una vez planteados los elementos principales de la historia en este


primer tiempo de Lacan, vale la pena rastrear sus vínculos
Intertextuales.
Dos son los autores con los que se realiza una dialogía para
problematizar los vericuetos de la historia: uno es Heidegger y el
otro Hegel.
Del filósofo de la dialéctica se retomará y tensará la relación entre
ln muerte y la historia, y de Heidegger se rescatará la relación entre
i.i palabra y el tiempo.
No es el objetivo de este escrito hacer un examen exhaustivo de
lo obra heideggeriana, se considerará más bien, un texto que no
ilólo es anterior al escrito de Lacan, sino que condensa mucho del
pensamiento filosófico que impactará el teorizar del psicoanalista.
La publicación que se tomará como hilo conductor surgió de una
cjonferencia de 1937 que lleva como título Hólderlin y la esencia de
ln poesía.
I I escrito de Heidegger está dividido en cinco partes marcadas
por números arábigos y una pequeña introducción. Cada uno de
«JlChos números corresponde a lo que él llama “palabras guias”
imro, en realidad, son fragmentos de textos de Hólderlin analizados
por su mirada filosófica.
HOlderlin, el poeta que exige volar al lenguaje y convoca a la
locura en su torre del tiempo es elegido para dar cuenta de la
ciencia, precisamente, de la poesía. Él no sólo la escribe, sino que
ni trazarla la empuja a lo más verdadero; en el acto de su escritura
se realiza lo poético. Ello muestra que por la vía de la poesía, se
despliega el poder del lenguaje, su densidad más brillante y más
inquietante. De aquí partirá la reflexión.
Heidegger toma dos afirmaciones del poeta, aparentemente
contradictorias, para desplegar un análisis sobre el lenguaje desde
sus entrañas. La primera aparece en una carta de 1798, dirigida a la
madre, en la que asegura que la poesía es la más inocente de todas
las labores. Sin embargo, en un “bosquejo” escrito el mismo año,
declara que el lenguaje es el bien más peligroso que se le ha
otorgado al hombre.
¿Cómo puede ser la poesía como un juego de palabras o como
un sueño sin valor táctico y, al mismo tiempo, que el lenguaje
aparezca vinculado con el peligro y la destrucción? Responder a
esta tensión es el pretexto para proponer una lectura sobre el ser, el
habla y, por supuesto, la poesía.

El hombre es quien muestra lo que es porque pertenece a la


tierra que habita. Es el aprendiz de las cosas, heredero de lo que lo
rodea y viajero de sus caminos. Por ello y a través de ello, se
manifiesta. El hombre se declara y en ese acto se manifiesta el ser.
Esa manifestación debe ser llamada historia. Pero la declaración del
ser se le da por la palabra. Es por la palabra que el ser del hombre
se presenta y se despliega, por ella, por la palabra, produce historia.
La historia es el testimonio del ser en la palabra.
El hombre habita la tierra y con ella las cosas. Éstas pueden
pertenecerle, son sus bienes. Pero entre todos los bienes existe uno
especial: el habla. El habla le concierne y le sirve para entender,
pero principalmente le permite garantizar su testimonio de
pertenencia. Por ello, no es cualquier bien, es el más esencial. A
través del habla se convoca a la existencia del mundo. Para el ser
no hay mundo sin lenguaje, porque es por él y con él que decide,
cambia, cae y se extravía. El mundo que existe por el habla puede
ser llamado, también, historia. El habla permite la existencia del
mundo y la pertenencia. El lenguaje le posibilita al hombre la
producción de la historia, es decir, la capacidad de testimoniar por la
palabra, su pertenencia. Por el habla el hombre es; es ser histórico.

El habla instaura al ser del hombre. Hablar es convocar; es


llamar. ¿Llamar a quién? Al otro. El habla se constituye como tal por
i)l emplazamiento al otro. Hablar es citar, es incluir; es diálogo. En el
diálogo el uno y el otro se hablan y se encuentran en el “somos”. En
él habitan las palabras que vinculan al uno y al mismo, pero también
il uno con la diferencia. En el diálogo se pone en marcha nuestra
existencia.
Ahora bien, ponerse en marcha es iniciar algo en un momento
flido . En el diálogo el tiempo se abre a lo permanente y a lo
mutable. Sólo cuando el tiempo se rompe, se produce el vértigo. La
ruptura se da en la permanencia; es por ello que puede haber
( ¿imbio. En eldiálogo, el tiempo agrietado produce lo que
permanece y lo que se transforma. Allí, el ser se precipita a la
hliitorla. Heidegger lo dice así: “Somos diálogo desde el tiempo en
f I que 'el tiempo es’. Desde que el tiempo surgió y se hizo estable,
nomos históricos. Ser un diálogo y ser histórico son ambos
l(nMímente antiguos, se pertenecen uno al otro y son lo mismo”1

1 I tiempo se desgarra y sólo el poeta es capaz de detenerlo en


unn palabra. El poeta instaura, en el devenir del acontecer, lo
(inmanente. Lapoesía es por ello la instauración del ser. El poeta
i'ii ’iu poesía nomina al ente para empujarlo al ser; nombra por vez
primera al ente y allí, en el tiempo detenido, el ente adviene al ser.
I I ' lite es el ser por la palabra; por la palabra poética. El ente en
unto existente, está ahí, pero al ser nombrado por una palabra
■ ' iiclal, por una palabra poética adviene al tiempo del ser. La
|> ii.sbra dona al ente la posibilidad de ser al liberarlo del mero
nxhilonte, De este modo, la poesía es el establecimiento del ser por
i* pnlabra.
I .i poesía, de este modo, no es un lujo del habla, ni tampoco un
|iu-i|h> estético. ,No se reduce a un acto de cultura o a un ornamento
ilttl discurso. Ella es la acción que muestra, que trastoca al ente
para hacerlo ser; es quien nomina las cosas, el mundo y los dioses.
Así, la poesía es el soporte del ser de lo humano, es lo que alberga
el testimonio de pertenencia al mundo; es lo que permite la
instauración de la historicidad.
La historia se sostiene en la poesía porque ella surge del diálogo
del ser con el lenguaje mismo.
Para terminar, si Hólderlin, piensa Heidegger, es el poeta de
poetas, no es sólo porque poetiza el mundo y a la poesía misma
sino porque históricamente produce un tiempo nuevo.
Hólderlin, desgarrado por el lenguaje que es uno de los dones
más peligrosos pues puede llevar a la desmesura de la poesía
cuando se vuelve locura, señala, padece y vislumbra un nuevo
tiempo de indeterminación; un tiempo de negatividades dolientes.
Este tiempo nuevo es aquél cuando los dioses ya nos han
abandonado y aún no llega el nuevo dios. Se trata de un tiempo de
tránsito sin asidero divino; es un episodio de ausencia y zozobra.
Es por ello que al final del texto de Heidegger, al tiempo que
ejecuta un homenaje a la poesía de Hólderlin, acentúa y resalta la
dimensión fundamental de la historia. Dice el filósofo del poeta; “La
esencia de la poesía que instaura Hólderlin es histórica en grado
supremo, porque anticipa un tiempo histórico: Pero como esencia
histórica es la única esencia esencial”2

b) Movimientos de verdad

La palabra es el testimonio de la duración del ser; es su


temporalidad pulsante. La historia es el modo como el ser da
testimonio de lo que es por su pertenencia a esta tierra. Pero no hay
temperamento más radical de gestar ese testimonio que en la
profesión de la palabra poética. Palabra, poesía y tiempo: tríptico
del ser en el lenguaje.
Ahora bien, la cuestión se plantea en la posibilidad concreta de
pensar desde ahí dimensiones vinculadas al psicoanálisis. Gestar
un territorio de encuentro. De encuentro entre el pensamiento de
Heidegger y la lectura de Freud que hace Lacan. Tal vez si se toma
un mismo camino, se puedan dibujar las convergencias. Un camino,
'«pinoso pero fértil, puede ser aquél recorrido en el capítulo
interior, sí, aquél de la relación entre la palabra y la técnica en el
•lepado del lenguaje. Tomaremos esta vereda para poblarla de
ralees que se toquen.
En Estudios sobre la histeria, Freud, refiriéndose a la cuestión
técnica que él implemento, señala: “... este procedimiento me llevó
Mtimpre a la meta; hoy ya no puedo prescindir de él (...) Para
«xplícar la eficacia de este artificio yo podría decir, tal vez, que
'jrresponde a una hipnosis momentánea reforzada (...) Juzgo que
tu ventaja del procedimiento reside más bien en que por medio de él
yo disocio la atención del enfermo”3
I :l creador del psicoanálisis presenta su artificio técnico como un
piocedimiento que busca una meta, es decir, un fin específico y que
" vale de él para generar una eficacia en los fines perseguidos.
I ntñ declaración tiene la virtud de presentar todas las dimensiones
fc’iiomenológicas de la idea moderna de la técnica.
1 \ técnica aparece en primera instancia, como un medio para
il iiiner un fin; se presenta como un instrumento que permite
tl( -inzar una meta. Pero ¿qué es un medio? Es aquello por lo cual
tli|o es operado; es lo que permitiría obtener algo. Un medio es lo
(luí» apremia un resultado. Más concreto, es lo que precipita un
■ ijcto . La cadena no se deja esperar: si hay efecto es porque se le
upone una causa. No hay efecto sin causa. Sin sospecha de una
<iiuaaclón ejecutante.
I («ildegger se ocupa de los derroteros de la técnica en diversas
o( nlo n e s, pero su posición más clara la expresa en un texto de
l ' K ' l llamado, precisamente, Die Frege nach der Tecknich (La
pM'ijunta por la técnica). Allí, desde las primeras páginas, señala:
"Un medio es eso por lo que alguna cosa es operada y así obtenida,
V in illo que tiene un efecto como consecuencia, se llama causa’’4,
I ,i cosa se complica ya que existen diversas modalidades de la
i tu -i Desde el inicio de la filosofía se han señalado cuatro causas:
a materialis, la formalis, la finalis y la efficiens. La causa material es
la materia con la que algo es fabricado; la formal es precisamente la
forma que adopta, la causa final apunta al fin en tanto objetivo de
una realización y la eficiente señala a quién o qué motiva o activa el
movimiento de producción o aparición. Se puede poner un ejemplo
para visualizar la relación que puede existir, además de su
particularidad, en la gestación, por decirlo, de un objeto. La copa es
un objeto interesante de acoger. Las copas sirven para beber pero
también para brindar. No es un objeto cualquiera; es uno de esos
que promueven cercanía y conjunción. Pero puede fungir en un lazo
más radical. Las copas no sólo se usan para convocar al brindis
entre los humanos, pueden también propiciar una relación festiva
con los dioses. La copa puede ser un objeto ceremonial. Hay copas
que sirven en las ceremonias. No pueden ser cualquier tipo de vaso,
en general se visten de ornamentos y se fabrican de oro o plata. No
merece menos el convocar a los dioses a conmemoraciones
humanas. Tómese la copa ceremonial como ejemplo. La causa
material de una copa ceremonial, sería la plata que la sustancializa;
su causa formal sería la forma de copa y no balde o vasija; la
formal, el uso que se hace de ella en una ceremonia y la causa
eficiente sería el orfebre que la presenta engendrándola.
Ahora, cuando se piensa en causa se convoca a la provocación;
en algo provocado, es decir, se espera obtener algún resultado.
Pero ello sin ser incorrecto es inexacto. Heidegger no se contenta
con esa primera descripción y recurre a las raíces; a las históricas, a
las etimológicas. El filósofo recurre a las lenguas primeras de la
cultura occidental y llamando al latín recuerda su nominación como
causa. En castellano se dice igual; de allí viene el cause de la
lengua francesa. Pero él escribe y piensa en lengua germana. En
alemán, causa se dice Ursache. Pero caminando más hacia el
tiempo y los aromas a olivos, evoca que en griego se escribe ahiov,
es decir, lo que responde.
La causa, la acción, es lo que sostiene el acto de responder.
Responder es la posibilidad de responsabilizarse. Responder lleva y
viene de responsabilidad. En este sentido, la plata, la copa, la
<i ’tuinonia y el orfebre son responsables de responder, son corresponsales de
I» .icclón responder. Responder ¿a qué? A lo que se produce. La
< (usa es el acto de responsabilidad y respuesta a una producción.
F’ roducción no es sólo generar un producto. Se trata de algo más
ndlcal. En griego, la cuestión de la producción se coloca alas y
toma vuelo. Platón en el diálogo conocido como El banquete,
il< icrlbe la producción como Troíqaiq. Sí, como poesía. La poesía
no ' el ornamento de la palabra, ni su rostro estético, ya lo dijimos.
I hilriaig significa construcción, creación en un sentido amplio. Sí,
poro ¿qué relación tiene todo esto con la técnica? Precisamente, si
■ retoma la densidad histórica de las palabras no puede no
i' montarse a sus primeras letras. La poesía es una manera de
onvocar a la técnica, pero en vinculación con otra pasión, a saber,
' on el arte.
Aristóteles en el libro primero sobre la Ética Nicomaquea dice:
" I ' - l o arte y toda investigación científica, lo mismo que toda acción
y • lección, parecen tender a algún bien”5 La palabra con la que se
'ItllQ na arte aparece, en el texto original, escrita así: ré/vq. La
|j ii.ibra técnica viene del griego té x v i X ó v , misma que designa a la
t>xvq no como un modo artístico ni un método estético, sino como
ni »aite mismo.
Ahora, la palabra técnica como tal, no aparece sino hasta el siglo
VIII, bajo la pluma de Diderot. El filósofo la utiliza para nominar el
procedimiento con que se realiza la pintura. Hecho singular, siempre
■ <tocia, en la modernidad, a técnica con ciencia. Se les piensa
' orno un par concomitante y hasta dialéctico. Pero Descartes,
fundador de la ciencia moderna, nunca habla de técnica. Quien le
\ i»l estatuto que en la modernidad adopta, es nada menos que
Marx. Específicamente, Marx la introduce en su libro más
Importante, El Capital, en el capítulo llamado “Maquinismo y gran
Industria". En él, utiliza el término die Technik. A partir de allí surge
I I ' itrecha relación entre técnica y ciencia; allí comienza su
I íh>ntesco. Una relación que acaba circunscribiéndose a otra más
iimplla. El vínculo entre técnica y ciencia desemboca en la relación
tnorln y práctica.
En la historia acontece otro hecho singular, la dimensión de la
técnica como arte se reduce cada vez más al campo de la estética
hasta desdibujarse su estrecha relación filológica y lingüística. En
este empolvar del tiempo, el peso original de la técnica como arte se
reduce a una mera operación. La técnica, arrancada de su relación
original con el arte, se circunscribe a una naturaleza de aplicación.
Deviene eficacia práctica; apéndice instrumental de la ciencia. Más
aún: se convierte en una empleada de la ciencia y en un medio para
la actividad científica. Con ello su registro en el campo del arte se
pierde por completo al ser absorbida por la concepción científica del
tiempo. Para la ciencia, el tiempo es medición y cálculo, para el arte,
apertura de insondables. Es en relación con las distintas posturas
frente al tiempo que la ciencia arranca cualquier vestigio de la
relación de la técnica con el arte. La técnica sin su referente en el
arte se convierte en el instrumento eficaz del aprovechamiento del
tiempo; se transforma en instrumento de la medición de la
efectividad.
Pero volvamos, para tensar aún más los presupuestos, a los
orígenes occidentales. Como se puede percibir, la relación entre la
técnica y la ciencia o dicho de otro modo, entre la teoría y la
práctica, es extranjera al pensamiento griego. En Platón, por el
contrario, réxvq era rigurosamente equivalente y hasta sinónimo de
epistéme, ya que ambas se referían a la posibilidad de saber. Tanto
la Téxvr¡ como la émoTripri se enraízan en la posibilidad de un
conocimiento radical. Pero cabría preguntar ¿qué implicaba saber
para los griegos? ¿Qué les significaba un conocer radical? ¿Qué
sentido tenía la palabra saber? Para ios griegos el saber es aquello
que produce una apertura. Saber es abrir abriéndose, o lo que es lo
mismo, develar.
Demos un paso más. Aristóteles, sin embargo, no equipara réxvri
y ÉTTiaTfujq. Él realiza una distinción entre ambos. Así lo explícita en
el texto sobre la ética, en el libro IV, en los puntos tres y cuatro. Allí,
distinguiéndoles, propone que la técnica es un modo privilegiado de
la áArjdaa. Para el filósofo, la técnica abre, devela, sí, pero aquello
que no se realiza a sí mismo. En este sentido, la técnica no es un
II Hidlo, ni siquiera una modalidad de fabricación, es el acto mismo
U la producción. La técnica es apertura en tanto poes/'s; es
producción. ¿Producción de qué? ¿Qué produce la técnica? Lo que
produce es apertura de la áAqQaa. En un sentido estricto
•ítlmológico, áAijOeia denota una alfa privativa y deja el vocablo
i' lijrldo a Ar¡Osia, es decir dormir y, más precisamente, olvido; de
« ‘ite modo la áAqQaa, en sentido filológico, sería la falta de olvido.
■ sabe, sin embargo, que áArjOeia se ha traducido al latín como
vvritas y al castellano como verdad. Tal vez porque la verdad no es
:li < que la falta de olvido. De este modo, la técnica es develación
ik la verdad, no tanto como fabricación sino en tanto producción. La
ti'ijnlca sería apertura de la verdad. Así, la técnica, desde esta
I orepectiva, es el acto donde tiene lugar la verdad. Dice Heidegger:
"l \ técnica es un modo del develamiento. La técnica despliega su
' ■i en la región donde el develamiento y la no ocultación, donde la
Mi)6£ict, o la verdad tienen lugar”.
De aquí podemos partir para relacionarla con la técnica en el
' .ampo analítico. La técnica en psicoanálisis no tiene que ver con
ipllcaciones, ni con implementaciones prácticas. Menos aun con
f'-oetas Ni siquiera con cualquier ideal de eficacia. La técnica, esta
'' nuestra propuesta, es un modo radical de movilización de la
óAtjdEia, de la verdad. Dicho de otro modo a partir de lo aquí
Xpuesto, la técnica es el arte de la verdad. La técnica es la puesta
■ n acto del saber - hacer en el movimiento de la verdad.
Tal vez ahora podría entenderse lo que Lacan dice en su
omlnario dedicado a los escritos técnicos de Freud, exactamente el
de enero de 1954: “Insisto en el hecho de que Freud avanza en
u iu Investigación que no está marcada con el mismo estilo que las
otras investigaciones científicas. Su campo es la verdad del sujeto.
I t Investigación de la verdad no puede reducirse enteramente a la
Investigación objetiva, e incluso objetivante, del método científico
h ibftual. Se trata de la realización de la verdad del sujeto, como
dimensión propia que ha de ser aislada en su originalidad en
rotación con la noción misma de realidad ...”6

B3C
2. La muerte y la historia: Hegel

Una vez dilucidadas las ideas de Heidegger alrededor de la palabra


y el tiempo, se hace necesario convocar, en este seguimiento
intertextual, al otro autor que tanto impacta el pensamiento de
Lacan de 1953. Nos referimos a Hegel.
La obra principal de Hegel es La fenomenología del espíritu. En
ella se despliega lo más importante de su pensamiento. Uno de sus
apartados más sobresalientes es el prólogo, ya que en él se
condensa mucho de lo que será desarrollado en las páginas
posteriores. Ahí, desde muy pronto, se hace notar cómo su
concepción del sujeto representa una novedad filosófica; además,
se adelantan conceptos esenciales a su propuesta. Uno de los que
más llama la atención y que tendrá una máxima importancia es el
referido a la muerte. Se hace necesario ir al texto de Hegel para
visualizar allí las dimensiones del sujeto y la importancia de la
muerte. El modo de hacerlo será a través de un comentario puntual
de ciertas frases y párrafos. Seguiremos muy de cerca la letra
hegeliana para puntuar algunas cuestiones y desmenuzar algunos
conceptos.

En el índice de la versión alemana, cuando Hegel detalla el


contenido del prólogo, aparece ya un señalamiento importante: Das
t\bsolute ist Subjekt, El Absoluto como Sujeto. Toma esta frase
como brújula de lo que desarrollará en ese apartado y comienza
escribiendo ya directamente en dicho prólogo:
Es Kommt nach meiner Einsicht, welche sich nur durch die
Darstellung des Systems selbst rechtfertigen muf3, alies darauf an,
Wahre nicht ais Substanz, sonder ebensosehr ais ‘Subjekt’
aufzunfassen und auszudrüken.7
“Según mi punto de vista, que deberá justificarse solamente
mediante la exposición del Sistema mismo, todo depende de que lo
Verdadero no se aprehenda y se exprese como Sustancia sino
también como Sujeto.”
1 lelí Morales

Esta declaración no deja lugar a ambigüedades: sólo el sistema


demostrará su pensamiento. Para él, sistema significa ciencia.
Ciencia sí, pero en tanto razonamiento acabado, convergente por
un movimiento dialéctico. Sólo el sistema circular de la dialéctica
podrá, al final, demostrar sus posiciones y llevar al campo de un
laber absoluto.
Para ello, es necesario demostrar algo primordial, que lo
Verdadero no se circunscribe a la Sustancia, sino
fundamentalmente al Sujeto.
Desde hacía muchos textos que la filosofía se aplicaba en la
concepción de la verdad ligada a la sustancia. Filosofar era mostrar
que ella es irreductible al campo de la verdad. Esta tradición que
viene de cierta línea de pensamiento griego ocupó sus posiciones
más brillantes bajo la pluma de Spinoza, pero también de Schelling.

El primer paso hegeliano, una vez declarada su posición frente al


'.iltema, es producir una discontinuidad con esa posición filosófica y
lo realiza a partir de gestar una exégesis filosófica del lugar del
lUjeto, y su diferencia radical con la Sustancia. Pero ¿qué es ésta
p.ira Hegel? La sustancia aparece como lo dado, incluso como lo
i "itático. Es lo que está ahí, lo que aparece frente al ser. Pero no
nada más, el ser mismo es sustancia en tanto existe. Es decir, la
Mj8tancia es aquello que es y por tanto existe en tanto incluida y
constituyendo al mundo. Inclusión que refiere directamente al
mundo de la naturaleza. La Sustancia es la Naturaleza en tanto es
Id que existe. Ahora, la pregunta no se deja esperar ¿qué significa
. iquí sujeto? Es Hegel quien se encarga de definirlo, apenas unos
mnglones más adelante.
“La Sustancia viva es, además, el Ser que es en verdad Sujeto o,
lo que es lo mismo, que es en verdad real, pero sólo en cuanto es el
movimiento de ponerse a sí misma o la mediación de su devenir
otro consigo misma.”
Dle lebendige Substanz ist ferner das Sein, welches in Wahrheit
lubjekt oder, was dasselbe heifit, welches in Wahrheit wirklich ist,
nur insofern sie die Bewegung des Sichselbstsetzens oder die
Vermittlung des Sichanderswerdens mit sich selbst is t8
Si la Sustancia, como se ha dicho, es lo dado, lo existente, el
sujeto es lo que cambia esa situación, es el movimiento del cambio.
Más radical: es el que permite que la sustancia devenga otro. Es el
movimiento de diferenciación con lo que es. De este modo, la
sustancia se manifiesta como lo dado, lo que aparece, sí, lo
estático, pero además como aquella que no difiere de sí misma. Si
el sujeto es lo que introduce la posibilidad de devenir otro de lo que
es, esto es así, porque la sustancia es lo que es idéntica a sí
misma. El sujeto es la otredad de la Sustancia, es su
heterogeneidad.
Pero ¿cómo se produce este movimiento que es el sujeto?
¿Cómo se origina esta discontinuidad? A partir de la Negatividad.
Dice Hegel en el mismo párrafo: “En tanto que Sujeto, es la
Negatividad simple o indivisible pura, y es, cabalmente por ello, el
desdoblamiento (Entzwieung) de lo simple o la duplicación
( Verdopplung) que contrapone, que es de nuevo la Negación de
esta indiferente diferenciación ( Verschiedenheit) y su
contraposición...”
Sie ist ais Subjekt die reine einfache Negativitát, eben dadurch die
Entzweiung des Einfachen; oder die entgegensetzende
Verdopplung, weiche wieder die Negation dieser gieichgüitigen
Verschiedenheit und ihres Gegensatzes is t9
La Sustancia aparece como lo que es, como lo idéntico a sí
mismo, en cambio el sujeto es lo que introduce el movimiento. Este
movimiento es a partir de la Negatividad. El sujeto niega la
sustancia en tanto ser dado, por lo tanto el sujeto es la acción de
negar lo existente para devenir otro, o lo que es lo mismo,
transformar lo dado en otra cosa ... ¿en qué? En Historia. El sujeto
es verdaderamente real en tanto niega la Naturaleza para
transformarla a ella y a sí mismo en algo creado, es decir, en algo
humanamente construido, o lo que es igual, en historia. La
sustancia es lo que está al inicio, pero el sujeto la transforma; la
humaniza. En este sentido, el sujeto se opone dialécticamente a la
naturaleza para fabricar lo histórico. Existen así, dos dimensiones
del ser, por un lado como ser natural igual a sí mismo, es decir,
manteniéndose él mismo en tanto sustancia viva; y en tanto ser
histórico o aquel que, en tanto actor del cambio, a partir de la acción
de la negación, es quien no sigue siendo el mismo. El sujeto es el
ser en tanto histórico; es decir, diferencia o alteración de lo natural.
Ahora bien, esto no se detiene en la pura negación de la
naturaleza, ya que el sujeto también forma parte de ella. El sujeto
negando lo natural se niega a sí mismo y así deviene otro del que
1)8 . Pero debe, para ser verdadero, reintegrarse una vez gestado el
cto de construir historia, al movimiento del mundo. El sujeto no es
pura negación, históricamente debe, según Hegel, integrarse de
otro modo al final de un proceso dialéctico.
Otra vez el filósofo, continuando su pensamiento: “(lo Verdadero)
os el devenir de sí mismo, el circulo (der Kreis) que presupone y
tiene por comienzo su término como fin y que sólo es real por medio
de su desarrollo y de su fin”.
Es ist das Werden seiner selbst, der Kreis, der sein Ende ais
■itlnen Zweck voraussetzt und zum Anfange hat und nur durch die
Ausführung und sein Ende wirklich ist.10
Debe existir, al final de la circularídad, una unidad dialéctica
donde la sustancia o ser existente se vincule con el sujeto o
negación de lo dado. Esto que sucedería al final del proceso, es la
totalidad de lo verdadero y lleva a la realización del ser y de lo real.
I sta realización, no puede darse sino en tanto el sujeto, por esta
nueva unidad con la naturaleza, devenga Absoluto.
I o absoluto implica que el sujeto es, tanto ser dado en lo natural,
■omo su negación. Lo absoluto significa que la identidad y la
diferencia se unifican al final del proceso en una nueva dimensión
tliilléctica. El sujeto no sólo se revela como lo natural y lo histórico
■lino como la unidad absoluta de esas dimensiones; como el todo
unificado.
Hegel lo dice así, dos párrafos después del anteriormente citado:
" le Verdadero es el Todo. Pero el Todo es solamente la esencia
[juu se completa mediante su desarrollo. De lo Absoluto hay que
decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es
en verdad, y en ello precisamente estriba su naturaleza, que es la
de ser (entidad objetivamente) real, sujeto o (acto de) devenir-sí-
mismo (Sichselbstwerden)”.
Das Wahre ist das Ganze. Das Ganze aber ist nur das durch
seine Entwicklung sich vollendende Wesen. Es ist von dem
Absoluten zu sagen, dafi es wesentlich Resultat, da/3 es erst am
Ende das ist, was es in Wahrheit ist; und hierin ebenbesteht seine
Natur, Wirkliches, Subjekt oder Sichselbstwerden su zein.11
Ahora bien, este absoluto que es unidad al final del proceso, lo es
en tanto Espíritu. Hegel lo resume de manera genial en el último
párrafo de la sección referida. Allí dice: “El que lo Verdadero sólo es
real como sistema o que la Sustancia es esencialmente sujeto se
expresa en la representación que enuncia, lo absoluto como
Espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a época
moderna y su religión. Sólo lo espiritual es lo real; es la esencia o el
ser en sí, lo que mantiene y lo determinado el ser otro y el ser para
sí y lo que permanece en sí mismo en esta determinabilidad o en
ser fuera de sí o es en y para sí”.
DajS das Wahre nur ais System wirkiich oder da/3 die Substanz
wesentlich Subjekt ist, ist in der Vorstellung ausgedrückt, welche
das Absolute ais Geist aussprícht, - der erhabenste Begriff un der
der neueren Zeit und ihrer Religión angehórt. Das Geistige allein ist
das Wirkliche; es ist das Wesen oder Ansichseiende, - das sich
Verhaitende und Bestimmte, das Anderssein und Fürsichsein - und
(das) indieser Bestimmtheit oder seinem AuBersichsein in sich
selbst Bleibende; - oder es ist an und für sich n
En el Espíritu se realizaría la totalidad de lo humano. En éi se
vinculan lo natural y lo construido. Pero no nada más. En el espacio
del Espíritu, lo dado, es decir la sustancia, que fue negada por el
sujeto a través de su acción, se reincorporaría en un tiempo donde
no habría contradicción entre ellos. Se trata del momento donde el
conjunto de los elementos forma un todo dialéctico. La naturaleza, o
lo que es lo mismo lo idéntico a sí mismo, se integraría a la
negatividad o lo que es diferente, en un tiempo donde lo idéntico y
1 lelf Morales

lo diferente superarían su oposición. Más radical: el Espíritu es el


ser-en-sí, que transformado por el ser-para-sí, logra la conjunción
del ser-en-sí y para-sí. Espíritu; unidad de la sustancia y el sujeto
para producir la Historia; mundo humano y natural; resultado
dialéctico de la tesis y la antítesis en síntesis; realidad donde la
afirmación seguida de su negación culmina en una negación de la
negación que unlversaliza al sujeto. De este modo la culminación de
la Historia desembocaría, precisamente, en este Todo que es el
Espíritu.
Ahora bien, hay algo que llama la atención. En el párrafo citado,
así como en la idea misma de Espíritu, se trasluce una dimensión
religiosa. La religión convocada, en tanto es la de los tiempos
modernos, así como quien promueve la espiritualidad como cúspide
de la historia, no es otra que la cristiana. La pregunta no se deja
esperar ¿Por qué el cristianismo sería convocado aquí para
presentar el momento de realización de la dialéctica? Porque para
Hegel es el cristianismo lo que muestra un hombre libre e
históricamente consciente de su libertad.
Para llegar a esta conclusión se hace necesario recurrir al
desarrollo tanto de la historia como de la propuesta hegeliana en La
fenomenología del espíritu. En este momento se dejará el
■jomentario literal y se desplegarán las ideas centrales del texto para
mostrar, de manera muy somera, lo hasta aquí comentado así como
Ir cuestión del cristianismo.
Para Hegel el motor de la historia y el mundo es la dialéctica de la
lucha del amo y el esclavo. Para demostrar lo referido, se hace
necesario recurrir a su explicitación.
En los orígenes, existían hombres determinados sólo por sus
'iondlciones biológicas. Vivían en un mundo totalmente natural del
<jue formaban parte. Pero estos, no eran cabalmente hombres sino
- lites naturales; no existía historicidad. La historia propiamente
humana comienza cuando en un enfrentamiento, hay quien se
urleega a la muerte y quien decide ceder ante la posibilidad de
perder la vida., Allí nacen las figuras del amo y del esclavo; ahí nace
ln historia.

ssC ”
El amo es el hombre que puso en riesgo su vida para hacerse
reconocer como superior; su lucha entonces, no es por un bien
natural sino por una idea, su lucha fue por el prestigio. Este hombre
arriesgó su existencia por una entidad ideal; arriesgó su vida natural
por la posibilidad de ser reconocido por el nombre de “amo”. De
este modo muestra un dominio no sólo frente al esclavo, sino ante
su condición biológica. La superioridad del amo es primero
meramente ideal, pues su acción le hace tomar conciencia de su
poderío, pero después se materializa en la obligación que ejerce
sobre el esclavo para que éste trabaje para él. El siervo trabaja para
el señor y la división de roles se establece históricamente. El amo
se dedicará al placer y el esclavo al trabajo; uno a disfrutar y otro a
sudar.
Esto que parecería una situación altamente satisfactoria para el
amo, implica un impasse muy complejo. El amo devino tal por
arriesgarse a la muerte. El riesgo asumido se funda en la idea de
ser reconocido por otro hombre, pero quien le da este
reconocimiento es el esclavo, personaje al que él no le da
importancia. Él quiere ser reconocido por un igual, es decir, por otro
amo, pero ello es imposible pues sólo lo reconoce vencedor quien
ha sido vencido, es decir, quien no es amo. De este modo nunca
llega a realizar su ideal. Además, en este callejón, se mantiene
idéntico a sí mismo sin posibilidad de cambiar. Si el cambio y la
acción es lo que hace a los hombres tales, el amo queda atrapado
en la insatisfacción de su meta. El único que puede cambiar su
situación es el esclavo. Pero no sólo su situación, sino generar un
mundo propiamente humano. Si lo humano es la posibilidad de
cambiar lo dado, de negar lo existente y el amo está incapacitado
para hacerlo, sólo el esclavo puede producir permutación. Lo que le
permite cambiar el mundo es su trabajo. Además, la esclavitud
aparece como un momento fundante de la historia pues sólo quiere
querer dejar de ser esclavo quien lo ha sido; se trata de un pasaje
necesario de la humanidad en su transcurrir hacia la historicidad.
Veamos de cerca este personaje.
El esclavo es aquel que no quiso perder su vida. Con ello muestra
su apego a lo natural y se comprende su dependencia frente a su
señor. El miedo a morir lo arrojó a la servidumbre. Pero este mismo
miedo lo lleva a territorios inesperados. Por el temor animal de morir
experimenta una sensación de vacío. Más complejo: el miedo a la
muerte lo empuja a una angustia ante la nada. La nada le aparece
como habitando su vida y con ello adquiere un bien que el amo no
posee: un mayor conocimiento de lo que es el hombre. La nada no
es sólo una pura negación de lo dado sino la posibilidad de un
proyecto: que allí donde está ella, venga otra cosa. La nada es la
posibilidad humana de la realización de una negación de lo
existente pues abre la vida ante el propósito.
La posibilidad que tiene el esclavo de cambiar y de realizar sus
propósitos es a través de lo único que tiene: el trabajo. El trabajo es
la acción que transmuta lo natural en obra; la nada en algo. Ahora,
él trabaja para su señor. Esto que parece una desventaja, termina
siendo lo contrario. Laborar para otro es ir en contra de los instintos
naturales pues estos exigen una satisfacción de quien los
experimenta. De este modo, el trabajo separa al esclavo de su
condición afianzada en la naturaleza, no sólo le permite transformar
lo natural en obra humana sino que además en la medida que lo
realiza para satisfacer las necesidades de otro y no sus propios
apetitos, se aleja definitivamente de lo instintual, es decir, de lo
animal.
Este alejamiento toma otro camino. Si bien es cierto que él vive
bajo el mando del amo, el miedo de ser asesinado está presente en
su vida como una posibilidad presente pero no efectiva. El señor no
está allí con su hacha amenazando con matarlo; el siervo vive con
esa situación como una idea que lo acompaña y lo acorrala. Su
muerte a manos del poderoso es fundamentalmente una
abstracción, es decir, un concepto. El oprimido vive bajo el concepto
de su destrucción, pero ello lo lleva al uso no sólo de la pala sino
precisamente de los conceptos y las ideas; esto trae consecuencias,
El esclavo brega primero con sus manos, después utiliza los
Instrumentos, pero en el momento en que, debido a que su
concepto de miedo le abre al mundo de las ideas, le es posible
imaginar modos más eficientes de uso y construcción. La
fabricación debido a una abstracción le lleva no sólo al camino de la
técnica sino también al del conocimiento que se adelanta al uso
inmediato. Nace, con el concepto y su utilización, el dominio de un
saber que será llamado ciencia. De este modo, el trabajo no sólo le
permite alejarse de su condición natural y producir un cambio en el
mundo, también le abre las puertas de los conceptos y con ello de la
técnica y de la ciencia. El esclavo es quien posee el dominio de la
ciencia; es quien la fabrica.
El esclavo es quien abona el campo del conocimiento al ser quien
construye los conceptos, y uno de los primeros que reflexiona es
aquél, evidentemente, de la libertad. Su trabajo le permitió darse
cuenta de que una idea podía hacer funcionar la fabricación; con
ello descubre que se aleja de lo natural al ser quien construye lo
humano, de este modo toma conciencia de sus posibilidades, pero
también de lo que es. Él es quien tiene trabajo pero no tiene
libertad. La Libertad se convierte en un estado a obtener, en un
concepto ideal a realizar. El progreso reside ahí, en alcanzar esa
meta. Ya no se trata sólo de cambiar al mundo, las condiciones
materiales de éste, sino también de cambiar él mismo. El progreso
se construye sobre la base de que el esclavo es aquel que quiere
dejar de ser quien es para devenir otro.
El trabajo permite al esclavo no sólo transformar su mundo
material sino, además, abrir la posibilidad de transformarse él
también. La conciencia de su esclavitud lo enfrenta ante la
probabilidad de cambiarla. La creación de un cambio tanto en los
bienes materiales como del hombre mismo debe ser llamada
historia. La Historia es la transformación construida en la naturaleza
y en lo social por la acción del trabajo del hombre; de los hombres
sometidos. Ahora bien, esta discontinuidad de lo dado se realiza en
un tiempo, en una temporalidad humana. La historia es el tiempo del
cambio del hombre; es la temporalidad de su construcción, es la
duración humana de la negación de la naturaleza.
I .1 historia es el transcurrir del cambio. Ante ello el siervo que ha
tomado conciencia de su esclavitud, sabe que puede cambiarla,
poro para ello tendría que enfrentar al amo. Entonces, ante la
'ilflcultad de su cambio inmediato, señala Hegel, inventó una serie
iJit Justificaciones filosóficas para poder congeniar su idea de
lllmitad y el hecno de su opresión. Si la historia es el tiempo del
f imblo, el pasaje de la tiranía a la liberación se debe llevar a cabo
«ri un tiempo de transición, frente a él, la primera posición del
dominado fue la invención del estoicismo.
I I estoicismo es la primera “ideología” de los esclavos
- «nacientes. Ante la evidencia de su yugo, la idea de poder llegar a
« ir libres les bastaba. La libertad es una idea que se sostiene por
u posibilidad de realización. No importan las condiciones
irmtiiriales y sociales, la libertad es un ideal. No importa el
sometimiento físico, se es libre de pensar, de pensar en la libertad.
( i estoicismo aparecía como una solución ante la esclavitud, pero
nu duró mucho tiempo. El estoico, al aceptar la servidumbre en aras
da un ideal de libertad por venir, renunció a la innovación. No había
li m '. lucha y por lo tanto tampoco se gestaban cambios. El problema
rjue con ello renunciaba también a ser hombre. Si lo humano, lo
<{u*i lo había humanizado era su posibilidad de transformar al
inundo natural y a él mismo por medio de la acción, renegar de ella
><i .« desistir de lo humano, era claudicar ante la historia. Ante tan
(mnosa situación y como segunda ideología histórica del esclavo,
mirífíi el escepticismo nihilista.
I ' i que produce la historia es la transformación de lo dado,
tnniform ación que se realiza mediante la acción de los hombres;
■lluhu acción es, en última instancia, una negación de lo existente.
I i-ite modo, la negación es la posibilidad de la historia. Tomando
omo bandera este razonamiento nace el escéptico: sólo la
(inunción es humana y sólo ella gesta historia.
I .i conciencia lleva al hecho de concebir a la negación como
(uiuMmento, pero tal situación se torna compleja. El escéptico que
ll« 11.1 al nihilismo se enfrenta al problema de negar incluso su propia
vid SI la negación es el principio, es necesario negar idealmente
todo, donde ese todo incluye al hombre mismo; luego entonces, la
única salida sería la negación de la existencia misma, es decir, el
suicidio. Pero el que se suicida ya no puede ejercer el acto de
negación porque ya no existe, y por ende no se realizaría tal acto;
no se realizaría la historia. El escéptico nihilista se enfrenta,
entonces, a una extraña figura conceptual: la contradicción. Es el
intento de realizar, de resolver las contradicciones lo que mueve
desde entonces el pensamiento. La resolución de la contradicción
sólo puede darse mediante la realización de la acción, sea ésta del
pensamiento o del acto; así, los hombres deben resolver las
contradicciones mediante la acción, o lo que es lo mismo,
produciendo historia.
El tercer momento histórico que intenta resolver la contradicción
antes señalada es, precisamente, el cristianismo. El esclavo es
consciente de su servidumbre, sabe que está sometido y que la ¡dea
de su libertad no le basta. También asume que la vida está llena de
contradicciones. Vivir es estar sometido a la contradicción; no hay
mundo sin ella. De este modo, imagina un mundo, un otro mundo,
donde no hubiera tal situación. No solamente concibe un mundo sin
contradicción sino uno donde no hubiera esclavitud. Debe existir un
más allá donde no imperen las leyes de los amos. Debe haber otro
mundo donde todos seamos iguales. Ese otro mundo sería el de
Dios. En ese espacio ideal, no se necesitaría luchar con el amo por
el prestigio pues el único que contaría sería Dios. Ante Dios, todos
serían iguales, no habría ni servidores ni servidos, sólo un Señor
que los vería a todos en igualdad de condiciones. La libertad es
obtenida no en este mundo contradictorio sino en otro ideal y
eterno. Sólo que ese mundo está más allá, más allá de la vida. Es
después de la muerte como se llegaría a ese mundo. Ante el Dios
infinito, la muerte libera de la esclavitud. De este modo se hace
evidente cómo Hegel pensaba que el cristianismo era el momento
histórico en que los hombres habían alcanzado una idea de la
libertad que en ninguno de los otros dos tiempos se había logrado.
Sin embargo, la propuesta hegeliana no se detiene en este punto.
Si bien es cierto que Hegel convoca al Espíritu como aquel que, al
final del proceso dialéctico, uniría a lo natural y a lo histórico, y que
10 asocia al advenimiento de la conciencia cristiana y la religión por
olla sostenida, el proceso de la historia no termina allí.
El cristianismo permite una conciencia de libertad al ubicar a
todos como iguales ante Dios. Pero para ello debe proponer un más
illá de la vida. Para la realización de este tiempo de igualdad debe
11 iber una idea de inmortalidad. En ese más allá existiría la igualdad
<m un tiempo de inmortales. El problema es que los cristianos al
liberarse de los amos terrestres convocan a un amo divino. La
liberación no es tal si se cambia un amo por otro. El Amo cristiano
esta vez infinito e inmortal, pero amo al fin. El Espíritu absoluto
el' Hegel no es aquél de los cristianos pues no puede aceptar el
advenimiento de un nuevo amo como final de la historia.
f:l cristianismo surge como una respuesta nueva a una vieja
«tigustia: la muerte. El esclavo devino tal por no arriesgarse a la
murrte. Ahora se evita de nuevo un enfrentamiento con ella pues se
piopone su anulación. No importa la muerte, no vale, lo único que
inulta es el más allá. Si se quiere un tiempo donde no exista más
li' íondición de esclavo, se debe asumir la posibilidad de la muerte.
I necesario soportar la condición de mortal y de finitud para poder
■Mtrulr el tiempo de la esclavitud.
I • Ideología cristiana llega a un punto donde la historia se
onfrenta a la necesidad, si se quiere terminar con los amos, de
m i)tar el advenimiento de un hombre que sabiéndose mortal y
finito asuma su lugar como sujeto de la historia, como sujeto
ih-.oluto. El Espíritu absoluto de Hegel es el sujeto que al final del
pioc oso dialéctico acepta su finitud y su mortalidad. Es aquel que no
■i ■ un ser dado, que no se conforma con ejercer la negación de
It itural sino que se incluye en el mundo y la historia como un ser
ninolonte de su naturaleza, de su historia y de su posibilidad de
il ■’» de ello.
Alf)<> ha sido evidente a lo largo de este compacto recorrido: la
film lón de la muerte en el pensamiento de Hegel. No sólo ella
■ 'iipujn la división del amo y el esclavo, no sólo en tanto concepto
I- »mitc al siervo concebir conceptos y con ellos la ciencia; no sólo

esC-
enfrenta al cristiano a su contradicción principal, sino que aparece
como la pieza fundamental del edificio hegeliano al evidenciar que
sólo la condición de mortales lleva a los hombres a asumir su finitud
y con ello, la necesidad de erigir un sujeto absoluto o Espíritu que
lleve a cabo la realización de la historia.
Con todo esto creemos haber mostrado lo que se señaló al
principio: el inédito hegeliano que tanto influye a Lacan se construye
a partir del nuevo lugar del sujeto y la importancia de la muerte para
la historia.

Pero la evidencia de la muerte en la conformación del sujeto de


Hegel, no lo equipara al sujeto del inconsciente. Hegel es
fundamental para pensar la cuestión del sujeto. Lo distingue y lo
ubica como negación de la sustancia; como actor y constructor de la
historia. También señala la travesía de la muerte y la finitud en su
constitución, pero ello no lo hace el sujeto del inconsciente.
Precisamente de allí parte Lacan para su subversión. Subversión
lacaniana, subversión del sujeto. El sujeto por fin subvertido no es
tanto el de Descartes como el de Hegel. El sujeto que se muestra
en su incompletud allí donde se pensaba absoluto, es el sujeto
hegeliano. El sujeto del inconsciente no puede ser el emanado de la
filosofía de Hegel porque, precisamente, el inconsciente freudiano lo
muestra inconcluso en relación con el deseo, le señala su carencia
respecto a la verdad y lo presenta trunco en su vinculación con el
saber. La filosofía de Hegel designa lo que el psicoanálisis
subvierte: un sujeto terminado, absoluto y sin fisuras ante el saber.
Así nos lo hace saber Lacan en su texto, justamente, Subversión del
sujeto y la dialéctica del deseo. Allí, al reconocer la versión
hegeliana de la filosofía y la historia, comparte: “Digo: su pertinencia
filosófica, puesto que tal es a fin de cuentas el esquema que Hegel
nos ha dejado de la Historia en La fenomenología del espíritu.
Resumirlo así tiene el interés de presentarnos una mediación fácil
para situar al sujeto: en una relación con el saber”13 Y más adelante
especifica: “De dónde, sépase aquí, la referencia totalmente
didáctica que hemos tomado de Hegel para dar a entender, para las
finalidades de formación que son las nuestras, lo que hay en cuanto
a la cuestión del sujeto tal como el psicoanálisis lo subvierte
propiamente”14

Una vez realizado el presente recorrido que va de los


planteamientos al interior del pensamiento lacaniano a las voces
intertextuales, vale la pena retomar las cuestiones trazadas en este
primer tiempo de la problematización de la historia en Lacan y
remarcar algunas apreciaciones.

3. Primeras puntuaciones

1. La historia no puede excluirse del campo del psicoanálisis sin


arrancarle un continente vital; sin desangrarlo. La historia participa
no sólo como cómplice epistemológico, sino como pilar fundamental
en la formación de los psicoanalistas. Además, no se trata de un
campo ajeno al territorio analítico, la historia está enclavada en la
conformación misma de la subjetividad. Es, por ello, la materialidad
donde se despliegan los avatares del sujeto. No hay sujeto sin
historia, no hay historia que no se levante desde el humus del
lenguaje.
2. La palabra se afirma como la presencia del tiempo histórico en
devenir del sujeto. Por ello, en el campo del lenguaje, la función de
la palabra es el médium fundamental. Pero historia no es tiempo
que dura, sino espacio de relaciones simbólicas donde el
Inconsciente es lo que falta a esa historia. El inconsciente es la
historia del sujeto en tanto existe como espacio de la falta. La
historia del sujeto no es lo que recuerda sino lo que olvidó.
3. El campo del lenguaje, como territorio de la historia y evidencia
i< la dinámica del inconsciente, está habitado por la muerte. No se
puede pensar al lenguaje sin su relación con ella. Pero tampoco se
puede establecer la materialidad de la muerte sin incluir la cuestión
l«l sujeto. No se puede plantear la muerte sino insistiendo en el
sujeto; tampoco la historia. Historia sí, pero no sin sujeto atravesado
por la muerte.
4. En estos primeros años de la enseñanza de Lacan, existe,
como es evidente, un predominio del registro de lo simbólico. Los
puntos anteriores dan cuenta de ello. Se hace notorio un
entusiasmo en los poderes del lenguaje y la fuerza de la palabra. Un
entusiasmo que le hace proponer la posibilidad de una palabra
plena, de una resignificación de la muerte y de una recuperación
parcial de lo erosionado. Hay un exceso de confianza en el lenguaje
y en sus posibilidades. Más que eso: el lenguaje aparece como
hegemónico respecto a los otros registros. Esto es nuclear en el
inicio de la construcción de su plataforma doctrinal, pero no siempre
se mantendrá así. El lenguaje nunca dejará de ser fundamental en
su obra pero habrá de fragmentarse y aceptar topológicamente un
lugar distinto del de dominante del campo del psicoanálisis.
5. Las voces convergentes son punto estratégico en la
comprensión de la enseñanza y la escritura de Lacan. Más radical,
sin las relaciones intertextuales no se habría configurado de esa
manera su recorrido. Hegel, Heidegger y evidentemente Freud, son
indispensables en el armado de sus propuestas. Existen
convergencias con esos autores, pero también divergencias.
Heidegger permite pensar la palabra ligada al tiempo y a la historia,
pero no existe en su obrar filosófico el concepto de inconsciente ni
una presencia del sujeto como tal. No tendría porqué haberla. No es
su interés, no es su campo. Del mismo modo Hegel avanza la
posibilidad radical de pensar al sujeto enhebrado con la muerte en
la densidad misma del proceso histórico. Pero el sujeto que allí se
describe y se plantea, no es el sujeto del inconsciente. No puede
serlo porque su lectura filosófica apunta precisamente a lo opuesto:
a la legitimidad de un sujeto de la conciencia desplegado
dialécticamente en el devenir de la historia. De Freud la insistencia
material del inconsciente, la implementación del campo dei
psicoanálisis, la fundación de una clínica radical emplazada en la
palabra. Pero de Lacan el sujeto del inconsciente, a partir de incluir
Im p.ildbra que historiza y el sujeto conformado por la muerte en la
htHlorfa.

Nota»

I M, Heidegger, “Hólderlin y la esencia de la poesía” (1916), Arte


y Poesía, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, p. 135.
Ibid., p. 147.
1 ■ Freud, Studen über Hysterie, op. cit. VE: p. 277.
i M. Heidegger, “Die Frege nach der Technick”, (1953), Clemena
oomte Podewils, Munich, 1954, p. 18.
Aristóteles, Ética Nicomaquea, UNAM, México, 1983, p.11.
( J Lacan, Los escritos técnicos de Freud, op. cit. pp. 39-40.
11W. Hegel. Die Phaenomenologie des Geistes, 4o. Ed.
I loffmeister, 1937, p. 23 ; VE: La Fenomenología del Espíritu, Fondo
■le Cultura Económica, México, 1980. Las citas del texto se
i.jián directamente de la versión alemana.
I Ibid., p. 23.
» Idom.
10 Iti'im.
II ibid., p. 24.
i ibid., p. 28.
I J Lacan, “Subversión du sujet et dialectique du désir dans
rinconscient freudien” (1960), op. cit. p. 797; VE: Subversión del sujeto
y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano, p. 773.
H Ibid., p. 798; VE: p. 774.
INTERSTICIO I.
ARQUEOLOGÍA DEL ESTREMECIMIENTO: GEORGES BATAILLE

1. Lo diabólico, el erotismo y la muerte

A menudo Hegel me parece la evidencia, pero esta evidencia


es difícil de soportar.
Georges Bataílle

a) Relación en silencio

I n los textos anteriores se ha mostrado la importancia que el


pm iam iento de Hegel y de Heidegger tuvo para la concepción de la
("■Itoria en el Lacan de los años cincuenta. Mucha tinta ha corrido
nt-n.liando distintos aspectos de estas influencias. El mismo Lacan
!n' mconoció y apuntó en múltiples ocasiones. Pero existe un autor
>|ti( . aun cuando viene de la misma genealogía y trabajó temas muy
....... inos a las fronteras del psicoanálisis, nunca fue citado
"■^licitamente a pesar de la sospecha de la influencia ejercida. Este
tutor es Georges Bataille. La historia de la relación de estos dos
(lumbres pasa por diversos tiempos y distintas circunstancias,
ilmidi? las personales hasta las conceptuales. Bataille fue una
(■'N iemcla implícita y ambigua, pero también una presencia
polémica en la enseñanza de Lacan. Muchas veces se le percibió
- orno fantasma de alguna idea o se le evocó en ciertos pasajes de
lt". 'lamínanos. Ante tal inclinación, el psicoanalista callaba o
i» 'i iba. Sin embargo es difícil no reconocer ecos del pensamiento
'!«■ I ' itaille en el recorrido de Lacan. De hecho, como con muchos
■Ir ■w. contemporáneos, mantuvo una curiosa relación íntima y una
" i ti i-i referencia textual.
Sea como fuere, existen conceptos compartidos y alusiones
importantes que no pueden dejarse de lado. Temas como lo
imposible, el exceso, el goce y la trasgresión no dejan de ser
referencias que, en diversas ocasiones, señalan convergencias y
divergencias de diversa envergadura. Es por ello que en este
intersticio se acotarán algunas dimensiones importantes de la
relación textual de estos dos autores.
En un primer momento se tomará el último texto de Bataille para,
en una fotografía textual, mostrar lo esencial de su pensamiento y
cómo éste converge y difiere del de Lacan. En un segundo
momento, a diferencia del anterior, se tomará un texto que,
intentaremos mostrarlo, tuvo una función de interlocución directa
con su enseñanza y muestra temas que se retomaran casi
textualmente en el seminario de la Ética del psicoanálisis de 1959 y
1960.

b) Ubicación y arquitectura de un texto

Existe un libro de Bataille que sobresale por la claridad de su


escritura, el momento de su redacción y la fuerza de sus
propuestas: Las lágrimas de Eros. Texto complejo y lleno de ideas e
imágenes sugestivas, fue el último de sus esfuerzos por mostrar
una historia radical del erotismo. Más aun, una nueva visión de la
historia a partir del erotismo. Su método lleva la dialéctica y el
pensamiento hegeliano hasta el límite del espejo: se trata de una
Fenomenología de la oscuridad del Espíritu. Es el rostro obsceno de
la historia. Lleva la relación de los opuestos y sus laberintos hasta el
borde de la violencia y ahí convoca al éxtasis.
Libro escrito ante la premura de la muerte y el desgaste de la
enfermedad, lleva el sello de un pensamiento que intenta plasmar lo
más fecundo de su decir y los temas más importantes de su
reflexión. La redacción tiene lugar entre julio de 1959 y mediados de
1961, es decir, poco tiempo antes de que sobrevenga la muerte.
Existe en él, una íntima relación entre la imagen y la escritura pero,
fundamentalmente, la propuesta de un nuevo modo de mirar la
historia. Surgido de la influencia de Hegel, Freud y Nietzsche, asi
«orno de una rigurosa investigación antropológica e histórica, Las
lágrimas de Eros presenta una curiosa arquitectura. Se divide en
■ios partes mayores que se denominan Principio, la primera y Fin, la
•Iflunda. Dos partes que narran el origen y el final, dos bloques que
abarcan desde el nacimiento de la humanidad hasta el siglo XX.
A lo largo de sus páginas sorprende la envergadura de la
< nipresa: redefinir la historia, proponer otro modo de leer el mundo
y redescubrir el continente del pensamiento occidental. Para ello
r<’i;urre a la arqueología, a la historia de las religiones, al
I "joanálisis, a la genealogía del arte, a la viveza de su
pensamiento y al entramado de sus hipótesis anteriores.
1.1 Idea principal aparece desde las primeras líneas: la diferencia
■iitre la sexualidad animal y el erotismo humano es la existencia de
lo diabólico en este último. Los animales por tener cuerpo y
n* oesidad de procreación de la especie realizan el apareamiento
• m il. En el caso de los humanos esto es rebasado. Los hombres
, In*. mujeres se ven arrojados a los caminos del erotismo por el
h :ho de la presencia de la violencia y de la muerte. El erotismo no
•ti espacio de la sexualidad, es el territorio donde ésta se baña
«un las humedades secas de la muerte. De hecho, la presencia de
i ■ muerte es su rasgo fundamental. Presencia que evidencia los
ui')n ¡i y las texturas de lo diabólico en el sentido de que éste no es
lino í« confirmación de la angustia de muerte en todo acto erótico,
i Inon es cierto que lo demoníaco en occidente surge con el
n ii.inlsmo, Bataille insiste en introducirlo como la aparición de los
lu stros de la muerte desde los orígenes de lo humano.

c) Aquellos tiempos de oscura luminosidad

I i ■ i itencia de los ancestros de los hombres data de hace casi un


millón de años. El llamado Hombre de Neandertal se considera
un itro antecesor a pesar de su forma todavía ligada a la
morfología animal. Este hombre prehistórico muestra aún mandíbula
prominente y una forma poco erecta en su caminar, amén de un
cuerpo todavía poblado de pelo y un arrastrar de sus manos muy
cercano a las formas simiescas de andar. Sin embargo, se le
considera ya en los umbrales de la humanidad por su actividad
artesanal. Este hombre simio era ya un constructor de herramientas
y utensilios. Su labor lo diferencia de los animales por el hecho de
ser un fabricante y un transformador de la naturaleza a partir de su
trabajo, motivo por el cual también se le conoce como Homo Faber.
Pasaron muchos años para que este hombre obrero pudiera
transformarse definitivamente en un humano clásico. Para ello fue
necesario un paso fundamental: su conciencia de la muerte. La
evidencia de que su trabajo lo separa de lo animal queda
consumada con el hecho de que no sólo construye herramientas,
sino que ya en el paleolítico inferior realiza sus primeras tumbas.
Este Hombre de Neandertal logra dar un paso decisivo cuando
adquiere conciencia de la muerte pues ésta es la diferencia
definitiva con los primates y con todos los mamíferos superiores. No
sólo adquiere dicha conciencia sino que logra, hace
aproximadamente 100 mil años, gestar símbolos mortuorios que lo
evidencian como un ser preocupado y acosado por la violencia de la
muerte. No se trata de la evidencia del abandono de la vida,
realidad que también es percibida por los anímales, ni de la
fabricación de ciertos objetos, cosa que sucedía hacía ya mucho.
Se trata de la conciencia de la muerte y su vínculo con las formas
simbólicas de pensar la aniquilación y el tiempo. Las tumbas son un
monumento a la temporalidad humana y una evidencia de la
conciencia de lo que la muerte entraña en la vida.
Sin la conciencia de la muerte no podía existir la evidencia
humana del erotismo: sólo esta dimensión posibilitó la vivencia de lo
erótico. Los animales no pueden tener la experiencia erótica
porque, precisamente, no tienen conciencia de la muerte. A partir de
que los hombres adquieren esta conciencia puede surgir en el
laberinto del tiempo la existencia del erotismo. Circunstancia que
queda documentada, ya no por fragmentos de utensilios

7 4 »
f 1 e lf M ó c a le *

• " jontrados en excavaciones afortunadas, sino por la evidencia de


■ jnos manifiestos donde los hombres gestan los trazos de su
Imtorla. El llamado Homo Sapiens, antecesor directo de nuestra
■ inicie y que aparece apenas hace treinta mil años en los tiempos
dol llamado paleolítico superior, nos lega prueba de su pasión
ii Otica en pinturas y escrituras sobre las paredes de la roca del
!■ i opo. Entre el animal y el hombre, la conciencia de la muerte;
■ntn- el fabricante y el escribiente la manifestación del erotismo.
I' m> ¿a qué se llama aquí erotismo? ¿Cuál es su diferencia con lo
«illmal si en aquellos remotos tiempos no había conciencia del
illíiijlo aunque sí de la muerte? ¿Dónde se encuentran las
'ivlíinncias de tan atrevidas afirmaciones?

d) Un asombroso hallazgo

I I 1 de noviembre de 1940 fue descubierta en las entrañas de la


li"im la prueba tal vez más antigua, del origen del hombre y sus
I' i n>nes. En el fondo de un pozo, en medio de la oscuridad de la
lu y los tiempos, aparece en las paredes de una cueva una pintura
|iii Impactará de manera particular la concepción de la historia y,
■ ni ipecial, a Bataille. Allí, ante el resplandor de las lámparas, se
nc uontra lo que equivaldría a la leyenda bíblica de los principios de
i * humanidad, la vinculación entre pecado, muerte y exaltación
’irótlcii.
I n la caverna de Lascaux, una extraña escena es tallada en
|)li 'ir ' Un animal, tal vez un bisonte, aparece herido. Las entrañas
l< íscurren por su vientre abierto por una lanza mortal. A su lado
t un hombre representado con extrañas insignias. Su cara
t| cubierta por un pico, su rostro es el de un ave, el de un
P m tío. Además su posición al lado del animal agonizante es
ilt' jular: no sólo está tirado a su lado sino que este hombre pájaro,
il (' »i)cer muerto, tiene su sexo erecto.
I i l \ Imagen, es oscura como la cueva en la que se inscribió. La
Int lum de la escena no deja de ser enigmática y arriesgada. Sin
embargo, Bataille avanza cauteloso y excitado a la vez. Lo que
aparece en esta excepcional pintura rupestre es la evidencia
histórica y arqueológica de sus propuestas.
Ese hombre que aparece muerto junto a la bestia es algo más
que un simple mortal, se trata de un chamán; de un hechicero con
máscara de pájaro. El animal es un búfalo prehistórico que ha sido
alcanzado por su lanza en una faena de cacería. Su cuerpo se
extiende junto al de la bestia por una poderosa razón: la caza de la
fiera implica la expiación pagada con la muerte del brujo. La muerte
se cierne sobre ambos seres porque la culpa se reúne con la
violencia. Pero falta un elemento fundamental, la relación de la
muerte con la culpa convoca a la sexualidad, de allí la excitación
mostrada por la poderosa erección del miembro del chamán. Más
preciso, no se trata tanto de sexualidad como de erotismo. En el
origen de lo humano aparecen ligados la muerte, la culpa y el
erotismo. Más radical: no hay posibilidad de pensar el nacimiento de
los lazos humanos sin referir, en su origen, el complejo entramado
entre muerte, expiación y erotismo. Dicho de otro modo: si este
hechicero tiene que pagar con su muerte por haber asesinado al
animal y eso es profundamente excitante, entonces, la muerte, en el
origen de lo humano está vinculada al erotismo y, éste a su vez, a la
religión.

e) Del trabajo al arte

Bataille encuentra en esta caverna la pieza arqueológica que le


permite señalar la relación de la muerte y el erotismo con el
nacimiento mismo de la humanidad. Pero siguiendo con esta
desmesura de los orígenes, voltea su barco conceptual hacia el
campo del trabajo. Allí convoca a lo más puro del pensamiento de
Hegel y señala la importancia de las transformaciones productivas.
Sin lugar a dudas, asegura, fue el trabajo lo que transformó al mono
en hombre. La labor productiva es el fundamento de lo humano.
Este es el principio del conocimiento y la razón. El hombre al
Ir «i' ijar no sólo se aleja de su condición animal sino que, al producir
1tinto sus utensilios como sus instrumentos, construye los modos
( onceptuales de utilizarlos con lo que nace la tecnología y la
i oncepción abstracta del mundo que más tarde se llamará ciencia.
I I hombre, a través del trabajo, no sólo transforma las cosas
naturales en objetos útiles sino que, con ello, se modifica a sí
ini'imo. Pero ¿qué es lo que el hombre descubre al realizar su
ti.<i',|Jo? Encuentra que su actividad puede gestarse a partir de fines
ii' i idos de la naturaleza. Con su hacer se pueden proponer
■)!'ji|tlvos y llevarlos a cabo. Recuérdese que lo primero que
pt'j'iucen aquellos hombres en los albores de la historia son
utnimlllos y armas: vasijas para la vida cotidiana; hachas de piedra y
Iuhmio para la guerra. Así, si bien es cierto que el trabajo convierte
itl hombre en lo que es, toda la historia de la humanidad nos lo
n ■11; el hecho de que su labor lo inicie en la perspectiva de la
pr iMícución de un fin, va a abrir dimensiones que van más allá de
Ih mora ocupación productiva. Es ahí, precisamente, donde el
itioHimo vuelve a ser convocado a escena. El trabajo permite
imiiíijir en metas más allá de lo natural. El erotismo toma de allí esa
vnfilnd para mostrar cómo, en aquellos tiempos, el acercamiento
cuiil no correspondía necesariamente a una necesidad de
prncrmíción sino a la posibilidad de la persecución de un placer en
■ii I I motivo por el cual dos seres se iniciaban en una relación
i>"-u.il no tenía como meta la gestación de un nuevo ser, ya que no
NxiHtii evidencia de que en esa época se supiera cómo se daba ese
Lo que está claro es, aunque sepamos que los humanos
|>< li i ’ios apostar por un objetivo, que el apareamiento humano
pudÍM estar motivado por la búsqueda desenfrenada de sentires
voluptuosos y no sólo por un impulso orgánico de la especie, Ante
In torpeza biológica de los órganos, se levantaba la voluntad
..... nglc .i de las pasiones. Frente a las apetencias biológicas, se
fionde con una voluntad de placer y de goce alejada de los
llmlti -i de lo orgánico. Surge con esta evidencia de la voluntad
nluptuosa, la conciencia del erotismo. Bataille lo dice con todas sus
li ili i'. "Humanamente la unión -de amantes o esposos- sólo tuvo un
sentido, el deseo erótico: el erotismo difiere del impulso sexual
animal en que es, en principio, de la misma forma que el trabajo, la
búsqueda consciente de un fin que es la voluptuosidad”1 De este
modo, el trabajo que constituye lo fundamental de lo humano, es lo
que introduce en la vida erótica la persecución de un fin, y gesta
con ello la separación radical y definitiva de la condición animal.
Pero vayamos más lejos. Nuestro primer semejante, lo dijimos,
históricamente, es el Hombre de Neandertal, especie a la que
podemos llamar Homo Faber debido a que es capaz de construir
utensilios y armas, amén de poseer conciencia de la muerte. Este
hombre constructor dará paso al llamado Homo Sapiens al final del
paleolítico superior. Pero aquí surge una pregunta: Si el Homo
Faber ya trabajaba ¿qué es lo que cambió para que deviniera Homo
Sapiens? Más claro, si lo que constituye al hombre en hombre, sí lo
que lo aleja de la animalidad es el trabajo ¿qué es lo que sucedió
para que ese hombre que ya laboraba, y que se presenta todavía
con rasgos simiescos y límites aún evidentes, se transformara en el
hombre que surge como nuestro claro antepasado, y que es capaz
de gestar escritura y manifestar una concepción erótica y religiosa
del mundo? La respuesta es contundente: no fue el trabajo lo que
cambió las diversas especies de hombres pues éste ya existía en el
Hombre del paleolítico inferior, sino una actividad que, ubicándose
dentro de la esfera del mismo, no perseguía metas productivas.
No fue el trabajo provechoso lo que produjo la instauración del
hombre tal y como lo conocemos, sino una labor que no buscaba la
utilidad de la ganancia. No fue el trabajo sino una acción hecha por
placer lo que cambió al hombre. Una faena realizada por placer no
se llama trabajo, sino arte. Ello implica algo asombroso: el
nacimiento de una actividad lúdica del trabajo que no sirve para
gestar bienes de uso ni bienes de cambio sino fundamentalmente
un placer estético, fue lo que transformó al homo Faber en Sapiens.
Si esto es así, el nacimiento del arte es lo que instaura de manera
definitiva la dimensión psíquica de lo humano en el devenir de la
historia. El trabajo determina, ya se señaló, la virtud de la razón
pero al llevarlo hasta las costas de lo lúdico y convertirlo en juego;
posibilitar que el trabajo devenga juego, es decir, que se incluya la
dimensión placentera, lo aleja de la legalidad de lo útil y lo arroja a
Ií'l. parajes de lo estrictamente pasional. Así, lo que realmente nos
volvió humanos fue el nacimiento del arte.
Ahora bien, si una actividad no se ejecuta con fines productivos ni
(ifirsigue como fin una cosa útil, ¿qué es lo que la pone en marcha?
■Jl, el deseo. El deseo es el motor de las acciones lúdicas y, por
i.into, de lo más elaborado de lo humano. Pero, aún hay más. Si el
<iri»eo es lo que mueve una acción y ésta no busca un valor de uso
<' de cambio ¿qué es lo que pretende? La respuesta no se deja
«■'iperar: convocar y seducir a la belleza. El arte intenta con sus
jirtvaneos estéticos seducir a lo bello. El problema es que la
1,1‘HÍucción de la belleza no puede realizarse sino mediante un acto
itf’.islonado. De este modo, la pasión que llama a lo bello se
* onvierte en el motor de lo humano y se le llama erotismo.
Recapitulemos: El trabajo trastocó al animal para transformarlo en
hombre, pero el trabajo convertido en juego se metamorfoseó en
iiiir y con ello se introdujo la dimensión del juego y el deseo. El
doiioo al buscar seducir a la belleza encuentra en la pasión a su
. Hi.ida más eficaz y, ésta a la vez, se evidencia como la embajadora
iinl erotismo. Si esto es así, es difícil no llegar a la conclusión
pitillmlnar de que el erotismo fue lo que verdaderamente transformó
ti homo Faber en homo Sapiens colocándose como tal en el alba
i U' k> propiamente humano.

f) La Antigüedad: la guerra y otros inventos

I í m seguir con esta arqueología del sacudimiento, se puede


i-l'ii.ijjti que en los inicios de la historia aparecen dos acciones que
VMM .1 transformarla: la guerra y la prostitución. Se supone que en el
I 11>olftlco inferior se practicaba el homicidio aislado pero no hay
notlc i n¡ de confrontaciones bélicas como tales. La primera noticia
mi tiene de guerras entre grupos data de hace diez mil años y
aparece detallada en una cueva del Levante en España. Allí se ven
dos grupos de arqueros en posiciones claramente agresivas.
En los inicios, parece ser, la guerra implicaba una confrontación
violenta que oponía a un grupo contra otro y en el que se aniquilaba
a los perdedores. Más tarde aparece el beneficio que los grupos
vencedores extraían de la captura de niños y mujeres, que servían
para la reproducción o que eran adoptados para el crecimiento de la
tribu. Es mucho tiempo después, que la guerra sirve para que los
vencedores utilícen a los vencidos como fuerza de trabajo. Con ello
surge, históricamente, la esclavitud. Los guerreros vencedores
encontraron que la explotación de los vencidos no sólo les proveía
de más riquezas sino que les eximía de la fatigosa tarea del trabajo.
Esta situación engendra las primeras divisiones de clase, pero no
nada más. Quien posee a un hombre o a una mujer para que
trabaje para él, muy pronto descubrirá que este sometimiento puede
devenir prostitución si el uso del otro se instaura en el campo de la
sexualidad. Se hace evidente por lo ya trabajado, que el nacimiento
del erotismo es anterior a la esclavitud, pero la guerra y sus
consecuencias empujan en la historia del erotismo a divisar de
cerca el uso que del esclavo realizaba el amo para los fines que su
goce convidase. La guerra no sólo trae la esclavitud, sino con ella,
el surgimiento de la prostitución. En la historia se erige por primera
vez una verdad que atravesará los tiempos: la prostitución surge del
ejercicio de un amo que puede gozar de su esclavo, de la
incautación del goce y del otro; de la apropiación del goce del otro.
El hecho de que se establezca una nueva división de clases va a
cambiar el rostro del erotismo y sus caminos. Algo se hace
evidente: el placer sexual dependerá desde entonces del lugar que
se ocupe en la escala social y en las divisiones sociales.
Pero ello no significa que el esclavo se encuentre Tuera del
ejercicio de la sexualidad y el despliegue del erotismo. Muy al
contrario, al seguir de nuevo a Hegel, Bataille va a señalar que si el
trabajo es lo que transforma a los hombres y gesta la historia, son
los esclavos los que se convertirán en los pilares de las
civilizaciones históricas. Los esclavos al trabajar generan los
i.umbios de la historia y sus diversos caminos, pero debido a su
<[jndición no podrán hacerlo sin convocar en su auxilio a la religión
y, «n especial, a algunos dioses que sean amigos y cómplices a la
V I'/

g) Una religión e ró tica: los griegos y Dionisio

1<■■. esclavos trabajan para los amos, su labor construye la historia y


nljN> los caminos de lo humano. Pero no nada más. En tanto son
«lltm los que realizan las jornadas más difíciles de soportar, son
-julones introducen los actos festivos que se realizan bajo la luz de
lh luna y la cobija oscura de la noche. Los siervos cansados de su
luí oí diurna, buscaban en los actos nocturnos el placer que el día
lan negaba. Ese placer, evidentemente, no tenía que ver con el
iMb.lJo sino con los actos eróticos. Así surgen en la antigua Grecia
l*n orgias de los esclavos. Ahora bien, estas fiestas voluptuosas
■-'ii.íKin amparadas bajo el manto de la religiosidad; no se trataba
ftrtlo de orgías festivas sino, fundamentalmente, de bacanales
Mll{jlosas donde se le rendía culto a un dios ligado a la desmesura y
ni i (•mroche. Ante la rudeza de la tarea y la fatiga del trabajo, los
"'"Javos griegos respondían con la instauración del carnaval. Pero
■".i r- ceremonias transformadas en orgías eran, esencialmente,
lite ri' illzados en el culto a Dionisio. Este dios es conocido como la
ilttHhuI de la ebriedad, pero en su origen se trataba de una divinidad
Murlc oí» Tal vez harto de las labores del campo, decide sublevarse
D ivirtiéndose en el dios de las orgías, así como los siervos se
" inhiban al trabajo del campo con fiestas realizadas en las
«uimbruH de la pasión. Algo se hace patente con esta situación: en
¡■i antigua Grecia, cuna de la cultura occidental, es por la vía de la
i >lli)lon y por la actividad festiva de los esclavos por donde el
mutismo adviene al tiempo de lo humano.
I '■ i " religioso aquí no sólo implica convocar a lo divino para curar
■un un i intos y sus excesos la miseria de los mortales, no es sólo
ln "■ «ll.i'jlón y la violencia festiva de las orgias; tampoco se reduce
a la excepción que empuja al placer a mancillar la razón. El carácter
religioso del erotismo que se genera a partir de los ritos dionisiacos,
vincula, desde entonces, a la religión con la trasgresión. La
actividad nocturna de los esclavos atenta contra la legalidad del
amo. Las fiestas se realizaban cuando los señores dormían; se
desenvolvían en secreto. Las celebraciones eran una apertura de lo
prohibido. Los ritos tenían lugar detrás de la ley del amo; la
trasgredían. La fiesta aparece como la violenta y convulsiva
desobediencia a la ley, lo que genera siempre un exceso que el
trabajo no puede concebir. Pero esta trasgresión se legitimaba en la
legalidad religiosa del dios Dionisio. La religión permitía lo que la ley
del amo prohibía. Generaba una situación en la cual la fiesta era el
espacio divino donde el quebrantamiento era permitido; la religión
instituía una dialéctica de la norma y la trasgresión donde las leyes
podían contravenirse y extraviarse al punto de llevar esta pasión
hasta el éxtasis y el sacrificio. Desde entonces, piensa Bataille, es
imposible concebir al erotismo sin su relación con las fiestas
religiosas. Más adelante volveremos con este tema.

h) La moral del trabajo y lo satánico. El cristianismo

Ante tan desmesurada situación y ante el desbordamiento del


placer, vendrá otra religión que se quiere legitimar sobre un culto,
no a la fiesta y el carnaval sino al trabajo y la sobriedad. Sí, se trata
del cristianismo. La función que cumple esta religión dentro de una
historia del erotismo es doble y contradictoria. Por un lado, se
presenta como la repulsa y la condena tanto al placer de los
cuerpos como al derroche instantáneo, pero por otro lado, al
condenar la violencia y el goce, construye una figura hasta entonces
poco influyente: el dios maligno, Satanás.
El cristianismo persigue al erotismo a partir de una moral del
trabajo: el pecado es, en definitiva, una falta porque atenta contra la
producción y la moral; contra la producción moral. El placer se
fundamenta en la gratuidad del momento y eso lo convierte en inútil
■■ improductivo y, si es inútil, es culpable. Pero al introducir la
\ Hiraecución del placer y el instante inocuo, inflama la propuesta
iitónlca. Ahora sí, los excesos tienen un señor y un espacio. Lo
■llilbólico que enciende al erotismo implica la introducción de la
* ulpa en los actos voluptuosos del cuerpo y lo provee de una caricia
■i-imoníaca. El cristianismo en su intento por perseguir al mal, lo
li jltlma al instituirlo. Su esfuerzo por gestar la prohibición confiere
un valor y una veracidad a aquello que señala. Si lo que dice esta
t lliglón es verdad, hay un dios bueno que exige la abstinencia y el
li li' ajo pero al mismo tiempo promueve y propone a su contraparte
m ildita que vuelve verdadero al dios de las tinieblas. El erotismo
tl< K que ver con lo religioso y lo diabólico porque es el espacio de
li i violencia, el extravío y los excesos de los cuerpos entregados al
Inútil placer de abrirse al éxtasis maldito.
¿Cómo señalar esto sin caer en propuestas ideológicas? ¿Cómo
llu .irarlo sin anular el enigma? Bataille responde, a partir de ese
momento, al acercarse al espacio del arte, esencialmente, a la
pintura. Frente a la seriedad de la ciencia y sus caminos, ante la
■ iirizó n de la razón frente a la desmesura, es el arte lo que dará
■■■'■■y color a la historia del erotismo.
I n la pintura de la Edad media, periodo influido decisivamente
Imii In Ideología y la iconografía cristiana, la sexualidad es relegada
»n I lienzos artísticos al espacio y la imaginería del infierno.
Muchos de los pintores célebres de aquellos tiempos eran
|iu U |ldos de la Iglesia, motivo por el cual lo erótico sólo podía
nipi- tentarse señalando su lugar pecaminoso y sus matices
Inímnales.

I) De lo negro de la Edad media a la luz del Renacimiento

I '.usas en el espacio iconográfico van a cambiar con el


iitVMilmlento del llamado Renacimiento. Lo erótico no va a
In uii .ijrlblrse a escenas de la mitología o a situaciones
I" 1 «miñosas y satánicas, sino que va a ligarse mucho más a la
violencia y al trazado de atmósferas donde se introduce un violento
proceder en una atmósfera de sospecha, recelo o tensa calma. Lo
diabólico deja lugar a la irrupción del asesinato, el suicidio o la
danza entre la vida y la muerte. Albert Dürer, Lucas Cranach y
Baldung Grien son, según Bataille, los representantes de este
momento de vacilación con el que comienza el Renacimiento a
finales del siglo XV y principios del XVI. Vacilación frente a lo erótico
pero no ante lo estético. Los pinceles de estos tres maestros de la
figura humana, dibujan los cuerpos femeninos con contornos llenos
de sombras y los acercan a la muerte en un abrazo tierno y fatal.
Pero también en la coincidencia iconográfica de los tres, donde la
imagen del suicidio de Lucrecia, aquella dama romana que se quita
la vida después de haber sido ultrajada por un hijo del emperador,
les sirve no sólo para señalar la escena histórica, sino para
conjuntar la desnudez de una dama, el brillo de una daga mortal y el
extraño arrebato de la muerte.
En sus lienzos, la dimensión erótica deja de ser vicio para
convertirse en contorno de la angustia cuando recorre los brillos de
la irrupción de las navajas, las sierras y las seducciones trágicas,
como sucede con las pinturas referidas a Judith y la cabeza de
Holofermes, El amor y la muerte, La mujer y el filósofo, Hércules y
Omfalos y las anteriormente referidas del suicidio de Lucrecia.
Ya entrado el Renacimiento a Europa, surge una escuela de
pintura, particularmente en tierras italianas y españolas, que lleva el
nombre de Manierismo. Estilo muy cercano a un barroco refinado,
conjunta en sus pasiones a grandes pintores de la talla de Miguel
Angel, Tiziano, Tintoretto y, por supuesto, El Greco. Tal vez su trazo
singular fue una pasión estética por “la tentación de lo insólito”. La
línea deja de ser vacilante para afirmarse en la profundidad de la luz
y el claroscuro pero sólo para impactar por la voluptuosidad de la
forma, la mezcla de la ternura y la pasión en el movimiento de los
cuerpos. Sobresale por su fuerza, la inclinación a plasmar en sus
lienzos escenarios míticos donde el abrazo aparece como el
entramado principal. Hay, todavía ligado a la pintura de Dürer, una
sexualidad que llama a la violencia y convoca a la sangre. Tal vez
{pillen lleva hasta su tensión artística esta posición es precisamente,
I I Greco. Sus pinceles funcionan como arma y sus pasiones como
r 'nollno. Junto a la brutalidad de algunas imágenes y la fuerza de
u trazos, una voluntad de ruptura se evidencia en sus lienzos; el
furor parece ser el horizonte de su firma.

j) Los libertinos atormentados. El siglo XVIII

I I Manierismo cederá el paso no sólo a un nuevo siglo sino a una


míe 1 posición frente a la historia y el arte. En el siglo XVIII,
«l'.uece el personaje del libertino. La libertad se vuelve paradoja
puc sus practicantes pasaron muchos años encerrados. Libertinaje
fi'inti- a los límites de la razón y la moral. Libertad de los cuerpos y
' i fluidos pero también de sus terrores. Dos obras sobresalen por
w Intensidad y por el complejo entramado con los personajes que
1' produjeron. Una del lado de la letra, otra del pincel, a saber, El
MrtHjués de Sade y el atormentado pintor Francisco de Goya y
I lie i'íntes. Tal vez resulta problemático vincular a Sade con Goya,
|iu< ■bien lejanas son sus posiciones aunque cercana su época. Sin
mh irgo, tanto el Marqués como el pintor de Zaragoza, van a
muntoner una crítica exacerbada contra la propuesta religiosa y los
hniroros que les tocaron contemplar y protagonizar. Tanto Goya
orno Sade se cubren de enfermedades y arrebatos dolorosos.
I »n no sólo enfermos de violencia y horror, sino de la propuesta
mMIc x de la religión. Ellos vomitan la dimensión religiosa del arte y
ipiit i «n por una “estética” alejada de los límites de las iglesias.
Ambos encuentran extrañas respuestas a los colores y las
jiim r '. de su época. Ante la influencia religiosa, la esperanza en la
i' )luc3lón francesa; ante el espanto de lo humano, la violencia del
fn .ii (tío. Sade bebe en la misma copa la sangre y el sufrimiento;
i t ln violencia con la muerte perra. El Marqués escribió con la
ni "lo lún temblando de voluptuosidad y desgarre; el español no
■l*i|0 d( pintar sus obsesiones en negro guerra y rojo asesinato,
m i" ', son voces malditas del horror humano; ambos fueron
prisioneros de su propio martirio y del tiempo que los tatuó. Sade
deambuló por prisiones, burdeles y manicomios; Goya se encerró
en un castillo lleno de sombras pero vacío de sonidos. Uno vomitó
las celdas de sus carceleros; el otro maldijo el terror de la sordera,
pero ambos dejaron su obra como respuesta erótica.

k) Lo imposible y el siglo XX

Los exaltados y sus estremecimientos llevan a una ruptura frente al


mundo de las letras y los trazos. El erotismo se convirtió en una
respuesta. Sade y Goya responden al horror de su tiempo con el
terror de su obra. Con ello abren la brecha de la contestación vía el
erotismo. Quienes retomarán ese camino serán los pintores de
finales del siglo XIX y principios del XX, así como aquéllos
identificados con el Dadaísmo y Surrealismo.
El siglo XIX fue silencioso y poco violento en apariencia. En su
seno, sin embargo, se tramaba lo más cruel de las guerras
europeas. Llegó el siglo XX y con él la destrucción masiva,
tecnológica y mecanizada. La guerra pasa de ser un arte estúpido,
nacionalista y honorable, a una necesidad económica donde la
razón instrumenta la destrucción para acomodar sus excesos y sus
necesidades. Ante ello se levanta, tal vez sin eficacia alguna, la
expresión del arte fuera de la lógica del cálculo de lo económico
como acumulación y devastación. Por lo menos así lo cree Bataille.
En esa brecha, para escapar de una miseria con rostro de cañón,
la pintura llama a los cuerpos a abrirse a la pasión erótica y sus
laberintos. Allí, Delacroix amalgama lo erótico a la violencia, así
como Manet revuelve los colores en una crisis de la representación
visual de la brutalidad disimulada. A su lado, pero no pegado, está
Moreau, quien pinta la angustia con cuerpo de mujer y la perversión
besando a la obsesión sexual.
Al lado de estos precursores, ya en el siglo XX, Bataille convoca
los signos y los trazos de aquellos que, según él, buscan traducir la
fiebre, encender la pasión y sembrar el odio contra la convención.
AHI, ■in su galería de los levantados en armas policromáticas están:
l'li .i' io, Max Erns, André Masson, Paul Delvaux, René Magritte,
11 i Bellmer, Balthus, Leonor Fini, Francis Bacon, Capuletti, Clovis
Iroullle y, por supuesto, Pierre Klossowski.
I 'iro la pregunta no se deja esperar ¿cuál es la dimensión que
Vliu uln a todos estos hombres con sus obras y sus rupturas? La
I' ■ilbllldad de generar una discontinuidad fundamental en la historia
•l« Ir erótico, a saber, que ellos permiten el pasaje de un erotismo
<ni\ ,yi> y violento a uno del lado de la conciencia. Ellos gestan por
lillm u .i vez en la historia un erotismo consciente. Este es el punto
* nmiclal del señalamiento de Bataille: el erotismo se vuelve
>i ¡lente pero, al mismo tiempo, dicha situación empuja a los
hombres a la evidencia de la conciencia por el erotismo.
A partir de Sade y Goya, algo asombroso se produce: los
hombres caen en cuenta que la producción artística de lo erótico,
lli \ i la toma de conciencia. El erotismo manifestado por el arte,
i forma más radical de la posibilidad de la conciencia de sí. Es
I oiqut existe conciencia de lo erótico vía lo diabólico, a partir de los
«minos de la violencia, habitando en las mazmorras y la humedad
■(i ' libertinaje y por el intento revolucionario de cambiar la religión
li |(i Infiernos por el exceso de la fiebre voluptuosa, que el hombre
h ■ll< jado a la conciencia de lo que es.
I I problema se asoma apenas enunciado: si bien es cierto que lo
ri/i tílc i aparece como la vía regia para la conciencia de sí, ésta es
nti ip ii/ de tener conciencia de lo que es. Más preciso: la
mu mncia por el camino del erotismo, siendo su camino regio, no
!t"ji i 'jonocer lo que es el hombre. Lo que se desprende de este
ultimo libro de Bataille es que al final del tiempo, a lo que nos lleva
*il otlsmo es a la evidencia de que la conciencia es incapaz de
imoi itrse a sí misma.
I) El filósofo dialéctico y el pensador de la teología negra

A lo largo de esta mstoria ael erotismo desde la perspectiva de


Bataille, algo se hace evidente: existe una estrecha relación entre
ella y la propuesta erigida en La fenomenología del espíritu. Las
lágrimas de Eros aparece como un espejo negro de la obra de
Hegel. En ella se muestra cómo la historia es un movimiento
dialéctico y cómo el trabajo, el deseo y la lucha del amo y el esclavo
gestan el derrotero de lo humano. La importancia de la esclavitud y
el lugar de los siervos en la construcción de la industria y la ciencia,
así como el valor fundamental que tiene el cristianismo, son otros
de los puntos principales de esta relación intertextual. Esto sin
tomar en cuenta que la cuestión más importante y definitiva es,
como anteriormente se señaló, el lugar que la muerte ocupa en el
transcurrir y en la lógica de la historia humana.
Sin embargo, existen también diferencias fundamentales. En
Hegel, lo diabólico no tiene un lugar primordial, ni la voluptuosidad
ligada al juego transforma al homo Faber en Sapiens. Tampoco
existe la dimensión del exceso y lo clandestino que Bataille tanto
remarca. El arte no ocupa el mismo lugar y, por supuesto debido a
razones históricas, la importancia de la creación artística del siglo
XX, no ocupa la supremacía aquí comentada.
Tal vez la relación del filósofo alemán con el escritor francés
pueda resumirse en dos movimientos dialécticos. Por un lado
Bataille retoma la importancia de la conciencia y la historia, pero, en
un segundo movimiento, la muestra en falta frente a lo absoluto.
Bataille retoma algo esencial de la propuesta hegeliana: la
conciencia es algo que se gesta en la dialéctica de la historia y,
ésta, al final del tiempo, tendrá un lugar fundamental en la
configuración de lo humano. Para él, no hay posibilidad de pensar lo
humano sin la conciencia. De hecho, asegura categórico en las
últimas páginas de su libro: “Lo que no es consciente no es
humano”. Y antes había declarado: “... he querido reflejar la
transición de un erotismo desmesurado a un erotismo consciente.
[...] no podemos establecer diferencias entre lo humano y la
■une iuncla ,,."2 Sí, es verdad, existe una insistencia hegeliana sobre
Ih onolencla, pero curiosamente, lo que Bataille deja ver es que el
lutlMno, a pesar de llevar a lo más excelso de la conciencia,
min .ii .1 que ésta no puede saberse a sí misma.
11 i>il, como vimos, al final del proceso dialéctico va a proponer
mu < Conciencia de sí que permitiría la existencia de un sujeto
‘i )IUto, soberano de la Conciencia de sí. En Bataille, esto no tiene
lutjxt, il final el erotismo no lleva a una toma absoluta de la
mu meia sino a la evidencia de un imposible conocer de la
■■»nc ‘<>ncla. El erotismo es la vía histórica de la conciencia, pero ya
)iit ■» tiene que ver con la muerte, lo diabólico, la destrucción, la
■li ■Miradura y la voluptuosidad, ella es impotente para conocerse a
I ii>i ina, Bataille llega, de algún modo, a proponer que el erotismo
/c imposible.

2. La trasgresión y el interdicto

Nada contiene al libertinaje ... la verdadera manera de


extender y de multiplicar sus deseos es querer imponerle
limites.

Sade

a) Escenarios

I I lllxu Las lágrimas de Eros, se coloca como el espejo negro de La


lomvnologla del espíritu, pero también como la evidencia de las
ilínnnclas con las posturas de Lacan. A pesar de que ambos
| ‘ i|i uiores fueran influidos en sus inicios por el pensamiento
I i i'in o y por conceptos muy afines como aquéllos del deseo y el
la postura de Bataille frente al lugar predominante de
»n< n-riela no deja lugar a dudas. La frase: “lo que no es consciente
no es humano” retumba y señala claramente el abismo entre las
concepciones del creador de la teología negra y el psicoanalista
exégeta de los textos de Freud. Tal vez por ello, en los Escritos de
Lacan publicados en 1966, es decir, después de la muerte de
Bataille, éste no ocupe ningún lugar explícito, ni aparezca en el
Indice de nombres citados en el volumen. Del mismo modo, Bataille
nunca citó ningún trabajo de Lacan, ni mencionó ninguno da sus
escritos, hasta el límite de dudarse si realmente conocía la obra del
psicoanalista.
Pero las cosas no son tan simples como parecen.
Bataille no estuvo a salvo de la influencia del psicoanálisis. Su
acercamiento tuvo dos vertientes: la del análisis personal y la de la
lectura de Freud. Por múltiples circunstancias dolorosas y caóticas,
visita el diván de Andrien Borel. Con él realiza un análisis que no
sólo le permite, a confesión directa, escribir su libro La historia del
ojo, sino que es su psicoanalista quien le pone en contacto con la
fotografía del suplicio chino que tanto lo impactará, al grado de
encontrar ahí la extraña relación de identidad y contradicción entre
el éxtasis divino y el horror.
La letra freudiana fue también su compañera. El libro Psicología
de las masas y análisis del yo, tendrá en él una gran influencia, lo
mismo que la concepción de la pulsión de muerte freudiana. Freud
le permite pensar las identificaciones colectivas y concebir a la
locura como experiencia límite, pero su concepción del inconsciente
distaba mucho de ser freudiana. Para él, no se trataba tanto de otra
legalidad con sus mecanismos y sus materialidades, sino de una
especie de no saber suscrito o incluido en la conciencia que
mostraba las heridas del sujeto.
A pesar de ello, la distancia tomada con los académicos de la
razón y los defensores del orden racional es, no solamente
evidente, sino radical. Así lo demuestra su trayectoria.
Desde antes de la guerra, sus posiciones rayaban en la
desmesura; fuera ésta social, teórica o estética. A mediados de los
años treinta junto con algunos amigos, entre los que se encontraba
André Bretón, formó un grupo de reflexión y critica política, llamado
1 ontra-Attaque.
Poco antes de que estallara la conflagración bélica en Europa
i tuzó la revista Acéphale, en la que participaban muchos de los
«itintas y escritores vanguardistas de la época, como André
Mirison, Picasso y Pierre Klossowski. Sus posiciones estaban
fiH’itemente influidas por Nietzsche, y por la ¡dea de que la opción
fi nte al mundo decadente y rígido era que el sujeto perdiera la
c iboza y apostara por otros caminos alejados de las obligaciones y
Ih legalidades de la razón. Se trataba de infundir un terror sagrado
illl ionde el avance de la estupidez burguesa y las ideas fascistas
•Irijufoan poco margen a la pasión. La revista, más que una
I ibllcación, era el parapeto de una sociedad secreta que se reunía
I ii i cuestionar toda la estructura racional de occidente. Se
pintendía erradicar la lógica del tiempo de las luces e incluir modos,
(ll ii i y rituales de sociedades abandonadas al tiempo o al olvido
■li u geografía barroca. Ante la astucia de la razón, la fuerza de la
ll "irancia de otros mundos, de otras legislaciones del cuerpo; de
ili experiencias disidentes. Si la mesura es la medida del sujeto
■ii '■ llano, el desenfreno y el desbordamiento son los signos del

movimiento propuesto. Frente a la supremacía de la cabeza como


■«nitro del universo aparece, como el estandarte de la racionalidad
■i i le rntal, la imagen de un hombre decapitado con su cráneo en el
■i ■>»n la portada del primer número de la revista.
Me contento con las páginas de la publicación, decide junto con
I Mi Callois y Michel Leiris fundar en 1937 el llamado College de
-ii lologle, que ni era colegio ni lo sostenían sociólogos sino la
(impuesta de una heterología, es decir, de una ciencia de lo
•tinfk), de lo desechable, de lo inasimilable; de los restos del
mundo social y filosófico. Tal vez en Bataille nunca hubo un
Hit ■i)to freudiano del inconsciente, pero sí podía situar una parte
ti ii'Jltn en cada sujeto, una desmesura que no atendía a los apuros
luí i ujlocinio, un no-saber que lo abría ante la espesura y lo
lili iMjno'icIble; un entramado mórbido que lo mostraba extraño ante
I mlMTio y los caminos de la conciencia.

«i e
Por su parte Lacan, si bien nunca citó textualmente a tan
apasionado escritor, sí se citó con él en muchas de sus aventuras
intelectuales. Según testigos de esa época, el entonces joven
psicoanalista estaba presente en muchos de los momentos
culminantes del universo batailleano. No sólo asistía a los
encuentros secretos de Acéphale, sino que las primeras reuniones
del grupo de Contra-Attaque y del College de sociologie, tenían
lugar en su domicilio particular. De hecho según Elizabeth
Roudinesco, las elaboraciones lacanianas sobre Sade, lo real y lo
imposible, le deben mucho a esas confluencias teóricas y
geográficas.
Existe, además, un elemento que problematiza la situación: el
hecho de que quien fuera esposa de Bataille, formara después
pareja con Lacan, lo que no es sin importancia.
Pero más allá de sus vínculos privados y de este curioso silencio
compartido, podemos puntualmente señalar un momento
privilegiado de esta relación y un libro del autor de Mi madre,
Madamme Eduarda y la Historia del ojo que, en especial, interpelan
y convocan al quehacer del psicoanalista. El libro se llama El
erotismo y la época, a finales de los años cincuenta. Veamos de
cerca esta cuestión.
En 1957, Bataille publica en Editions de Minuit uno de los escritos
más importantes de su quehacer intelectual, L’érotisme. En él
muestra por primera vez de manera estructurada sus teorías y sus
propuestas. Lo que allí se plantea tendrá un impacto en el
pensamiento de Lacan, específicamente en su seminario sobre la
ética del psicoanálisis que se desarrolla entre 1959 y 1960, es decir,
a muy poco de publicado el citado libro. El psicoanalista, como se
señaló, nunca hará explícita esta interlocución, pero la relación
intertextual está allí para quien pueda leerla. No se trata de
importación de conceptos pero sí de discusión y efectos de
resonancias conceptuales. Concretamente creemos que la relación
entre la ley y la trasgresión será de gran importancia para el
I ■i «mlnnto lacaniano de aquellos años, así como cierta lógica del
' i ■" ' ' irglda del texto del Marqués de Sade.
I i nblén, de manera simultánea, se verá cómo este texto funda
i ' hii'n", conceptuales, aunque con sus diferencias, del libro antes
'" il «i ido Las lágrimas de Eros.

b) Prohibición y violencia

I i Ih iIo iIh del erotismo muestra cómo éste es lo imposible de la


ti i>niela. En 1957, Bataille lo diría de este modo: el erotismo es
!i iqulllbrio que pone en cuestión no sólo al ser, sino a la
oiuli '"Sin misma; es cuestionamiento consciente de la puesta en
i' i' Mu del ser.
I «fílmales no tienen experiencias eróticas porque no pueden
" ilion ii la conciencia que no tienen. Es frente a los animales que
hombres definen su diferencia. Dos son los puntos esenciales: el
'Hi< Imlonto sobre la muerte y su sexualidad compleja,
uno leñalamos, en el origen, en aquellos años donde habitaba
I Immb" de Neandertal, el trabajo impuso la diferencia con el
Miiiitlo uilmal. Pero habrá que ir más allá. El trabajo funciona no
I i|n líi lógica de la producción sino ligado estrechamente a un
l> monto fundamental: la reglamentación. Sin embargo, no se trata
li i r- >jlas sino de algo más complejo, a saber, de prohibiciones.
I I hombre emergió de la naturaleza animal y produjo objetos y
tu?* i . f"»ro también por la conciencia de la muerte y la sexualidad
i I» » placer. Ahora bien, si se dejase libre ante sus impulsos,
li no podría llevarse acabo. Para lograrlo,hubo de imponerse la
" i i ................... . delinterdicto.Sinrestricciones no habría nirealización
li *li i|n ni acumulación de saberes.
I .......... ante qué se levantan los interdictos? Ante la violencia. Aún
I ■j m qué sirven? Para regular el desenfreno que de no ser asi
«I « oon el mundo del trabajo. Cabe señalar que la violencia
i......... Infantaregular no es otra que la del deseo. La prohibición
ibin la violencia del deseo; deseo sexual y deseo de
destrucción. Bataille lo dice de este modo: “ ... lo que el mundo del
trabajo excluye por los interdictos es la violencia; (...) se trata al
mismo tiempo de la reproducción sexual y la muerte”3

El homo Faber construía instrumentos de piedra, pero no nada


más. A mediados del paleolítico comienzan a realizarse los primeros
ritos funerarios. La tumba no es sólo la evidencia del conocimiento
de la muerte, sino el primer monumento a los efectos del interdicto.
La tumba es el símbolo de la ley hecha acto.
La muerte es una violencia que cambia el ritmo y la continuidad
del trabajo. Su acción genera algo muy especial: el cadáver. La
muerte presentifica su violencia en el desecho del cuerpo sin vida.
El cadáver no es sólo la evidencia del paso de la muerte sino un
espejo maldito; el adelanto macabro de lo que será.
Ante él, los hombres de la prehistoria experimentaban tanto
horror como atracción. Su presencia era temida y respetada. De ahí
surgen los ritos mortuorios.
El cuerpo del muerto es protegido con la tumba. Se prohíbe
realizar otro acto humano que no sea darle una despedida y un
destino funerario. Pero no es sólo por los muertos, sino también
para los vivos. Sea la incineración, el adiós en el agua del mar
salado o la excavación en la tierra como última morada, los ritos
ante la muerte cumplen la función de poner a distancia ese
monumento de la destrucción. Aún más, el cadáver es la imagen de
la mayor violencia a la que se expone lo vivo: la putrefacción.
Enterrarlo es suprimir el espectáculo del destino de la
descomposición de la carne.
Las tumbas nos ponen al resguardo de la degradación
proponiendo un signo en su lugar. A la carne pestilente se le
transforma en lenguaje; a la materia degradada, en monumento.
Con los funerales se prohíbe a la estocada del tiempo tener una
presencia contaminante.
Además de las acciones de despedida e inhumación de los
muertos y ligada directamente a ello, existe otra gran prohibición, el
asesinato.
'."íjú n Bataille, para los primeros hombres toda muerte, amén de
<tni un acto de interrupción, era causada por algo o por alguien.
( Minada” aquí significa que existe un responsable. Sea por
l'<" hizo mágico, enigma de los cielos o emboscada, la muerte
............. propiciada por alguna fuerza. Hay entonces siempre un
«Hunlno. Es por ello que debe prohibirse, si se quiere vivir en
■.'ti i<"i;Jd, la práctica del homicidio. La regulación de la muerte del
■i !h no es otra cosa que el intento social por limitar la virulencia
'|H" noi* habita, nos acecha y amenaza con destruirnos.
I L.... esta violencia, dijimos, no se viste sólo con las ropas negras
11*1 luto, también se devanea cuando caen las ropas. El otro gran
i ampo del interdicto es la pasión sexual.
I ■< sexualidad humana se diferencia de la animal porque está
i"i|Liim'»ntada. Ante la exuberancia de un impulso, la instauración
íe un * prohibición. Si las fuerzas sexuales no estuvieran sometidas
n limite*.. Irrumpirían con sus remolinos los cauces serenos del
IfVttaajo La libertad sexual es siempre una utopía reglamentada: el
Iwmton <*8 un animal interdicto. Ante la libertad, el límite; frente al
Hiitwltii', la prohibición.
f n (odas las sociedades han existido regulaciones. La ley de
i*tfiil*nlón adquiere, según los pueblos y los tiempos, diversas
.....Mllri des, pero no deja de existir. La prohibición del incesto, por
•lantfilo, .itraviesa las épocas y las geografías.
I ' t‘ i'uraleza, de la cual formamos parte, es un derroche y un
iiAmlrtl Ininterrumpido. Es exuberancia de impulsos sexuales y
i tim id i1fJe fuerzas destructivas. Si no existiesen los interdictos, no
twhflrt ciudades ni sociedades, sólo orgías en las fiestas del

I '■ ii'iun modo, la cultura comienza con un NO. La negativa no


......... i m uirte a los excesos de lo natural, sino al reinado de la
Mih» ii. ■.i ,i su imperio. El “no” humano es el principio de la
Ifrtlltalrtr ion sobre el caos de la materia y el tiempo; frente a los
W iM lin it <!■' atracción y repulsión.
■ Ii' ■iriliiirgo, este “no" nunca es definitivo; nunca ha sido
,i,imM u 1o humano no implica negar definitivamente la naturaleza
sino regularla. Por ello no sólo existe la negación sino también la
permisión. La ley no sólo prohíbe, también permite. No es nada más
abstinencia, también es licencia.

c) La trasgresión

La sociedad, se ha insistido, no sólo se construye por el trabajo,


sino por el interdicto que lo promueve y lo protege. Ley y trabajo es
la dupla que organiza al mundo social.
Sin embargo, en un sentido estricto, el par dialéctico de la
restricción es el desacato.
La ley acciona como límite, pero señala lo que limita, le confiere a
esa otra dimensión de la ley, una ciudadanía. Más aún, no hay ley
que no se pueda infringir. De hecho ello está incluido en su
naturaleza jurídica.
Pero veto y desobediencia cobran matices más radicales. No hay
sociedad sin leyes, pero tampoco existe sin la trasgresión a las
mismas.
La trasgresión es una figura que implica desobediencia, pero no
abolición. Trasgredir no es negar la ley, es desobedecerla
reconociéndola. En este sentido, la trasgresión tal como lo señala
Bataille, no niega el interdicto, sino, en un movimiento dialéctico
ligado al Aufhebung hegeliano, lo levanta sin suprimirlo, lo supera
sin extinguirlo. Aún más: la trasgresión no sólo mantiene el
interdicto, sino que superándolo, lo completa. La ley existe para
prohibir y limitar, pero también para ser infringida y violada. Ambos
movimientos la constituyen. Lo radical de la propuesta de Bataille
está allí. El erotismo no es la sexualidad animal sólo porque esté
reglamentada, sino porque existe la trasgresión. Trasgredir para
gozar a pesar de la amenaza, porque existe la amenaza, es lo
estrictamente erótico.
Ahora bien, la trasgresión al formar parte del espacio legal,
curiosamente, también está legislada. Más aún, no sólo es tolerada,
sino está incluida como una de las piezas fundamentales del mundo
humano. Prohibición y trasgresión son los dos pilares dialécticos de
10 social.
I l mundo del trabajo regula, legisla y está regulado, organizado y
' nucturado por la ley, pero ¿y la trasgresión? Por curioso que
l'Mittzca, Bataille va a señalar que el mundo que excede a lo
(inhibido, en su origen, atañe al mundo de las religiones.
I I trabajo corresponde al mundo de las sujeciones, las
11 jlamentaciones y los impedimentos, pero si sólo existiera él, el
mundo no seria. Se necesita otra dimensión que incluya lo erótico.
I ■ otro continente es lo que atañe a la fiesta.
I i humanidad se constituye en un vaivén económico: el trabajo
ilrví para acumular, pero debe existir la fiesta para derrochar, El
li ib ijo es producción, contención, ahorro. Pero se necesita una
■ oiltrapartida: el derroche, el despilfarro; el exceso. La fiesta es el
momento privilegiado de esta ebriedad de la exuberancia y el
illi-ptndío. Trabajo: sobriedad y veto. Fiesta: atentado y vértigo.
I i fiesta es dilapidación, pero también temporalidad compleja. La
flt i si incluye la celebración, es porque se desarrolla en un
Iti upo sagrado. La romería incluye la conmemoración, el regocijo
>r •>! baile y la bendición de los dioses. En este sentido, por
omplejo que parezca, quien ha bendecido la trasgresión, ha sido
I >i lamente la religión. Ella es la que no sólo acepta que se
Infilnjd la ley, sino que regula, incluso con beneplácito, su desacato.
1'<> este modo, el mundo social se rige por dos legislaciones. Por
un Indo está el mundo de la ley y el trabajo y, por el otro, el de la
I- i . i y la trasgresión. Dos polos de un mismo mundo. Pero más
|i« oso, dos mundos de un mismo universo. Los hombres y las
imiiores viven en dos mundos hechos unidad. Está el mundo
|imf-ino de las actividades productivas y la ley, pero también existe
il mundo de lo sagrado y la fiesta, es decir, de su contravención,
I ' normas rigen lo profano, la religión concede la trasgresión de
l(< Interdictos.
3. Las bellas prostitutas

El amor es el gusto de la prostitución. No existe placer noble


que no pueda ser llevado de nuevo (ramené) a la
prostitución.
En un espectáculo, en un baile, en el goce de todos.
¿Qué es el arte? Prostitución.

Charles Baudelaire

La dimensión religiosa de la fiesta, con su licencia para el


despilfarro y la ebriedad, se establece en los orígenes del mundo
occidental con las orgías dionisiacas. Al mundo diurno del trabajo, el
secreto de la noche y sus excesos. La fiesta nocturna era el manto
de la pasión de los oprimidos diurnos.
Pero algo sucede en esos carnavales: no hay singularidad del
objeto, ni experiencia de vergüenza. Sin objeto y sin vergüenza, el
erotismo carece de fuerza.
Quien introducirá ambas dimensiones y con ello instaurará la
experiencia propiamente erótica es el cristianismo. El cristianismo
exige la singularidad del objeto, pero también genera una
legislación diferente sobre los cuerpos y sus devaneos.
La religión cristiana rechaza los excesos colocándolos del lado de
lo pecaminoso y lo maligno. Al mismo tiempo condena las orgías y
los desenfrenos carnales. Negándolos se veda la posibilidad de
legislar y legitimar el campo de lo trasgresivo. El cristianismo
condena, juzga y desvirtúa lo sexual empujándolo a la oscuridad de
lo clandestino, al recinto del infierno y al signo de la degradación.
La religión cristiana se impone relegando lo sagrado al mundo de
la abstinencia y la pureza. Pureza: cuerpo que no pulsa, chupa o
coge. La sexualidad deja de ser una acción que podía ser divina y
es arrojada a las habitaciones de los animales.
El cristianismo realizará un desprecio de lo animal. Los hombres,
en tanto fueron concebidos a imagen y semejanza de Dios, no sólo
ni i llonen ninguna relación con lo animal, sino que su supremacía
litoral y absoluta.
I '» pecaminoso se vuelve terrible porque implica un desastroso
i» iinno a lo besnal. Sólo el Diablo puede estar implicado en ello,
l i l i l í i»l es el príncipe de las tinieblas; de lo bestial. Es por eso que
n| hi.iblo es mitad monstruo y mitad dios. Es un dios bestial; tiene
■m mes como chivo, cola como perro y olor a cerdo.
I I '¡uerpo, si responde a lo sexual, ya que éste está del lado de lo
11* < «inlnoso, es decir, de lo maligno, se rebaja a la animalidad de la
i «Hit' El erotismo aparece desde esta óptica como el ejercicio del
Mu orno iluminado por la luz negra de lo Diabólico.
I I erotismo en el cristianismo abandona su cariz divino y es
ii Iludo a pasar al espacio de lo impuro ... de lo degradado. El
■il i'.«llamo señala al pecado no sólo como diabólico, sino también
i niin ■desgraciado y decadente; es la caída de lo humano.
Ahoi.i, lo sagrado tiene que ver con el Bien y la pureza, y la
■^•iMlldad con su desmoronamiento. Quien mejor encarna esta
"lln ti lón y que servirá de ejemplo y escarmiento para el
i ilitliunlíimo es la prostitución.
I »prostituta, según Bataille, es aquella mujer que se ofrece como
■ Ir te Je deseo. Su oficio es llamar a los apetitos sexuales. Su
tfflhajo no es mejor, ni peor: es. La puta se ofrece, pero su posesión
mi||)||c(i un pago. Se muestra y se escabulle. El movimiento es el
minino que el de un objeto del deseo: brilla para perderse. La
>" tllón es que si el movimiento de fuga en la prostituta no
>i> m ili i.ti cabalmente es porque la miseria la compele a quedarse.
I i minaría no está en el intercambio de caricias por dinero. En la
nildllorad las prostitutas tenían una función social: proveían al
vmiim un placer que la legítima esposa podía negar por los efectos
h I ■ i i r.ando o hartazgo de la faena laboral. Las Cortesanas
i"iiiM l>m parte de los habitantes del palacio; participaban en los
1-illr ■, > n los agasajos, en la vida cotidiana del reino.
I n o ti.r. épocas las putas tenían incluso un lugar sagrado: eran
mil "I mujer y mitad sacerdotisa. Los recintos donde prodigaban sus
i w iii i ". ■'i n templos con olor a incienso y mirra, eran islas
sagradas para purificar el alma y elevar el cuerpo. Sus servicios se
pagaban con oro, plata u objetos valiosos. No había rebaja ni
ofensa en ello, se trataba de un don; de un tributo a su sabiduría,
sus movimientos y estremecimientos.
Eran otros tiempos. Con el advenimiento del cristianismo las
cosas cambiaron; se introdujo la vergüenza en el sexo y la miseria
en el oficio de la putería. Fornicar se volvió pecado y a las
prostitutas se les llamó rameras. El sexo se transformó en infracción
y la prostitución en miserable.
A partir de la instauración del cristianismo en occidente como la
religión hegemónica, la prostituta ya no es más una sacerdotisa o
una respetada cortesana, ahora es la imagen de la degradación por
su oficio ligado al pecado, al mal y a la influencia diabólica. La puta
se vuelve repugnante y el pago que recibe, signo de decadencia y
miseria. Su quehacer es tolerado por el cristianismo para poder
condenarlo: ante el bien de la castidad, el mal de la voluptuosidad.
La trasgresión, como puede verse con el advenimiento de la era
cristiana, no será más protegido por la religión, pero no abandonará
su halo religioso. Trasgredir sigue siendo una experiencia religiosa
en el sentido de que, al temor de lo pecaminoso se le opone,
precisamente, su poderosa atracción. Repulsión y atracción, los dos
polos de lo erótico. El cristianismo erotizó lo que quiso suprimir.
La prostituta dejó de ser esa bella dama ataviada de llamativos
adornos o hermosos dibujos de hena sobre la piel. Pero el erotismo
no dejó de convocar a la belleza para manifestar sus atuendos y
sus grafías.
En otros tiempos las putas tenían un lugar social diferente, pero
como ahora, se proponían como objeto de deseo. Su fascinación no
sólo provenía de su carácter sagrado, sino de la exaltación de la
belleza. Poseerla era acariciar, lamer, saborear un bello objeto. Esta
evidencia nos mostrará una ruta.

La belleza es, según Bataille, aquello que del objeto se designa


para el deseo. El campo de la belleza es el punto donde
anudaremos sus propuestas.
:■<> planteó que el cristianismo exilia a la sexualidad del espacio
■Ir lo sagrado, pero que esto no disminuye sino que transforma su
^»|nirlencia religiosa. Señalamos también que expulsa, o al menos
li M^nta hacerlo, a la animalidad para relegarla a los dominios de lo
lu itlal y lo diabólico. También se dijo que la diferencia entre el
i'Jtlsmo y el apareamiento animal residía en que en la experiencia
humana participa, precisamente, el factor diabólico. Aquello que
pnimlte la confluencia de todas estas dimensiones es la belleza.
Un hombre o una mujer aparecen como bellos, a pesar de su
i merzo por alejarse de ello, en cuanto abandonan de algún modo
il Ideal de la especie. Se abre entonces un intersticio erótico: hay
jut -ilejarse estéticamente de lo animal para sentirse atraído por lo
t Itlal. Se presenta una relación entre idealidad legal y
'invocatoria a su trasgresión. La belleza reside en situarse
Du iglnariamente, es decir, en el campo de la imagen, lo más
■i> i.ido a la morfología animal. La delicadeza de las formas y el
movimiento, la gracia del movimiento y la estética de los cuerpos
Ir'br abandonar el pesado arrastrar del simio y la torpe estampida
luí búfalo.
Jln embargo, ninguna mujer sería atractiva, cualquier hombre
I' «rocería como soso, si no invitase o dejase sospechar una
íluptuosidad y un posible desenfreno animal.
I i belleza de los rostros debe disimular, pero dejar entrever la
ii ildad de los órganos sexuales. La belleza está ahí para llevarla
tu,*", allá de sus límites y acostarla en las costas de lo bestial. Existe
n >»|lo un acto profundamente humano: la profanación. Ante el
i po bello como un templo, la profanación con la provocación de
lo tnlmal.
Ante el ideal legal de la belleza de la especie, la trasgresión en lo
■ ilofriante del aullido; frente al rostro terso o delineado, la
omlsura húmeda del sexo abierto, ante la ternura de la mejilla, la
lumultuosidad hinchada de la verga.
Mientras más pura sea la belleza, más se inflama la pasión por
n Hiclllarla. La belleza se instala en ese acto subversivo al ideal de
I * porfección humana. Se presenta no tanto en la acción plácida de
la contemplación, como en el acto de ensuciar a la especie con los
líquidos y los gruñidos animales de la pasión. Ante el límite de lo
humano, el desacato de esa prohibición. Y mientras más intensa
sea la desobediencia, más convulsiva será la angustia y el goce. La
belleza es la trasgresión del ideal.
La trasgresión se baña con las aguas divinas, en tanto la
profanación es su arma; los límites humanos se abren y se escurren
ante la sublevación de lo animal. Se trataría de hacerla aullar de
placer como a una perra y de convulsionarle a él como a un cerdo.
Llevar los cuerpos hasta las fronteras de lo humano retumbando
sus gemidos con ruidos mitológicos.
La belleza llam aba la profanación, a mancharla con las
secreciones olorosas a semen y menstruación. Lo bello es un imán
del deseo prohibido; es la garganta roja por gemir muriendo de
goce. La muerte babea excitada cuando los órganos encienden a
las almas con el fuego infernal del pecado.
Sexualidad y muerte cogen en una sagrada orgía con el interdicto
y la trasgresión; he ahí la desmesura de la lucidez de Bataille.

4. Constructor de espejos eróticos: Michel Leiris

La modernidad en su vertiente crítica, tiene tres pilares epistémicos;


Michel Foucault, Georges Bataille y Jacques Lacan. Uno surgido del
campo del psicoanálisis, otro de la teología negra y, el más joven,
creador de una arqueología del saber. Tanto Foucault, como
Bataille y Lacan, emprenden una tarea radical, cada uno desde sus
distintos campos: el cuestionamiento del sujeto clásico. Los tres
atacan las concepciones fundadas en un sujeto originario cuyo
centro fuese la razón y la voluntad. De hecho impugnan toda
propuesta de tomar al sujeto del conocimiento consciente como
centro. Más radical: objetan toda idea de centro. Estos tres autores,
que contradicen al sujeto consciente y sus instituciones, retoman un
tríptico epistémico donde cada uno, a su manera, presentan al
sujeto dependiente de tres dimensiones. El sujeto para ellos
I 1elf

'l«'i"»nde de la ley, del deseo y de la muerte. El sujeto surgido de las


Irlm s de la fenomenología y de la ideología del humanismo,
-»|Miece como el señor y amo de sus pasiones y sus derroteros. Ese
■ujjoto sería el detentor de la ley, el organizador del deseo y el
■niiTilnistrador de la muerte. Pero la modernidad se levanta sobre
HMit refutación a tal concepción de lo humano. El sujeto está
-h notado, como se indica en su nominación, al lenguaje que lo
iih lci. a las pasiones de su deseo que lo atraviesan y las
I 1 . minaciones de la muerte que lo limitan.
Otra característica de estos autores es convocar y señalar un
■ r icio donde es innegable la ciudadanía de la otredad. En la obra
II*■ Uataiile, lo Otro es siempre el espejo dialéctico que confirma la
voluptuosidad de la relación: no existe erotismo sin muerte,
(i « ■presión sin ley, ni acumulación sin desgaste. En Lacan la
■)li' iJad se desdobla: existe un otro escrito con minúscula que
i< 'iilte al semejante al semblante, al campo de lo especular; y Otro
■on mayúscula que reenvía a la dimensión del lenguaje, de la ley y
ul Inconsciente. En el caso de Foucault, la otredad se presenta
■oino lo Otro en tanto diferencia negativa: para poder tensar los
t .imlnos de la razón es menester estudiar la locura, para
pioblematizar la vida y su práctica médica es necesario escudriñar
'il lugar de la muerte en el discurso, para cuestionar el imperio
Ilusorio de la libertad en occidente nada mejor que señalar la
lie i|.tildad del encierro y sus instituciones carcelarias; en fin, para
ik'.inontar los discursos sobre el secreto y la confesión, nada mejor
'|iu la propuesta de una ética surgida de una nueva manera de
enfrontar la sexualidad.
I itos tres autores, a su manera, construyen sus propuestas
mtbrii una curiosa densidad de la negación, cuando no de la
iit-ij itlvidad de los valores y las coordenadas institucionales. Lacan
dstpllega lo más radical de la puesta en acto del /nconsciente.
I 1¡i tille se ocupa con desbordado erotismo de lo /mposible y
I nuuiult no deja de problematizar los países de lo /mpensado. Sin
wmtwrgo, estas negaciones formuladas en el psicoanálisis, en la
'.ixlología de la desmesura y en la arqueología de un nueva
historia, aunque escritas en lengua francesa, remiten a tres autores
de lengua alemana. Freud, Nietzsche y Hegel aparecen como los
precursores y las plataformas epistémicas de la revuelta contra el
sujeto de la conciencia que emprenden los tres autores franceses.
Lacan despliega una negación freudiana, Bataille una dialéctica
negativa hegeliana y Foucault una genealogía negativa de lo
enterrado desde Nietzsche. Que los autores de lengua alemana de
los siglos XVIII y XIX constituyan un escenario epistemológico
fecundo para el cuestionamiento de la conciencia, la historia y los
movimientos sociales, no implica que sean repetidos por los críticos
del sujeto del siglo XX. A pesar de tomar como referentes
discursivos a Hegel, Marx, Freud y Nietzsche, no asistimos a una
repetición sino a una elaboración crítica de sus textos; a un retorno
a los fundadores de ciertas discursividades. Otra peculiaridad, es
que de algún modo tanto Foucault, como Lacan y mismo Bataille,
retoman, aunque en distinta tesitura teórica, a los autores antes
mencionados. Todos ellos retoman a Freud, a Hegel, a Marx y a
Nietzsche pero con diversa magnitud de impacto en sus obras.
Así, la geografía epistémica moderna no puede pensarse sin
Lacan, Foucault y Bataille pero al mismo tiempo sin Marx, Hegel,
Freud y Nietzsche. La importancia radical de los tres autores
mencionados no eclipsa el trabajo fecundo y crítico que otros
pensadores han avanzado tanto en lengua francesa, como
alemana. Los textos de Delleuze, de Derrída, de Adorno, de
Benjamín, de Habermas y de muchos otros más, llenan de letras
fundamentales el firmamento de las ciencias sociales y de las
prácticas discursivas. Pero sucede que hay autores que nunca
brillaron tan intensamente como otras estrellas y que, sin embargo,
sus escritos son imprescindibles para problematizai la historia, el
sujeto y la razón. Se trata de autores que tal vez no hayan realizado
eso que comúnmente se llama una obra o que no figuran entre los
más comentados y citados. Pero no por ello son menos importantes.
Tal es el caso de un pensador francés que fue fundamental para la
escritura de Bataille y un amigo estimado y citado de Lacan. Nos
referimos a Michel Leirís.
Michel Leiris es un compañero de andanzas teóricas, políticas y
conceptuales tanto del psicoanalista como del etnólogo de los
excesos. Compañero de aventuras políticas de Bataille, es quien
hizo que Sartre y Lacan se conocieran en persona. Pero no se trata
i mto de hablar de su vida como de señalar la existencia de un libro
(]U< será fundamental para ei trabajo que Bataille desarrolla, y que
funge como escenario teórico de muchas de sus investigaciones.
Mucho antes de la escritura del texto sobre el erotismo que vio la
Iij en 1957, se había publicado en Francia un pequeño volumen
que pesa en oro lo que dice en tinta. Se trata de una obra de pocas
I A jinas pero de muchas ideas. Antes de la guerra, en 1937, Leiris
■ oribe Espejo de la tauromaquia. Este texto es de difícil ubicación.
No se sabe si es un poema en prosa presentado como un ensayo o
un tratado sobre las pasiones escrito en verso no matemático.
Iluetrado por la tinta de André Masson, la escritura funge como
' ■Dejo de lo que allí de despliega: el libro mismo es un pase mágico
1>ifundado en un traje de luces de la literatura moderna; es una
puesta en acto de la amorosa tragedia que se despliega en el
wotlsmo y en la corrida de toros. Debido a su importancia
Intortextual para el pensamiento de Bataille, es que se hace
nucesario merodear tan brillante escritura. Evidentemente un texto
< orno este no se deja reseñar, mucho menos resumir.
( intentémonos con presentar un intento de espejo textual de lo allí
Itampado para visualizar la fuerza de su impulso y lo agudo de su
«nélisis.

FExisten experiencias que fungen como pasaportes existenciales.


Algunas nos llevan a las fronteras de lo humano o a las aguas de
le m ila g ro s . Pero también las hay que, viniendo desde fuera,
leuden a lo más íntimo.
Hay experiencias que empujan hacia un peldaño de la oscuridad
donde no se puede ser más luminoso. Se trata de sacudimientos
Him muestran lo más verdadero del ser. Cuando una experiencia
Ilumina, aunque no sea como un fulgor, regiones oscuras e
indecibles, se está frente a un nudo revelador. Estos nudos,
excepcionales como son, representan vivencias cruciales.
Su característica fenomenológica remite a un doble movimiento:
acercamiento y separación, avanzada y retirada, conservación y
derroche; divinidad y satanización. Desde un punto de vista
geométrico, se trata de un trazo tangencial. El mundo y el ser se
tocan en un punto álgido; extraño. Una tangente atraviesa al sujeto
y ahí, sorprendido, se revela conmovido.
Tres resaltan por su intensidad: el erotismo, la religión y la
tauromaquia. En el encuentro voluptuoso, los cuerpos se entregan a
un estremecedor movimiento marítimo: se encuentran, se
balancean, pero también se alejan, se alzan en una cresta briosa y
estallan llenos de espuma blanca y humedad salada. En la religión,
los hombres y Dios se acercan, se llaman, se invocan. Unos beben
su sangre y comen su cuerpo, el Otro los bendice con el vino y el
pan. Pero hay días y noches en que se aíslan, se dan la espalda;
cesan las oraciones y se desvanecen los milagros; lo sacro se llena
de silencio profano. En la tauromaquia se enfrentan el hombre
vestido de gala y un semi-dios ataviado de cuernos. Se citan, se
miran, se acechan jadeantes, pero también se paran, se esquivan;
se desvían. El ruedo los circunscribe en una danza hecha de
acercamientos provocativos y alejamientos salvadores.
El erotismo, la religión y la tauromaquia comparten la violencia de
la instauración de esos movimientos engarzados pero opuestos.
Las fuerzas centrífugas y las centrípetas se encuentran en un punto
apenas reparable. Se trata de un cruce tangencial habitado del
paroxismo de lo irrepetible. Es por ello que estas tres experiencias
no sólo son reveladoras de lo más oscuro sino que representan un
espejo luminoso de las pasiones humanas. Michel Leiris les llama
para preguntarles sus enigmas, pero no nada más, he ahí lo
interesante, sino para exponer sus relaciones, sus lazos; sus puntos
de anudamiento y desnudez. De las tres experiencias, la elegida
para fungir como punto de observación primero es el arte
tauromáquico.
Llamar a la tauromaquia arte puede parecer un exceso. Muchos
la ubican en el campo de lo deportivo. Se necesita pericia,
concentración, esfuerzo físico y una mueca abierta a la
confrontación. No importa, parecen decir, que la competencia, la
batalla sea entre un poderoso animal y un osado torero, se trata, al
fin y al cabo, de un combate donde resultará un ganador y un
perdedor. La tauromaquia, sin embargo, no es un deporte porque,
lunque comparta la exigencia física, la resistencia biológica y la
pericia calculada, la confrontación se establece en el territorio de lo
trágico. A diferencia de cualquier justa deportiva, por violenta y
peligrosa que sea, en la corrida de toros, inevitablemente, el
perdedor paga con su muerte. La presencia ineludible de la muerte
ilota a la tauromaquia de un carácter trágico que ningún deporte
posee.
Pero tampoco es un arte en el sentido clásico. No estamos ante
una demostración estética en estado puro. No es transparencia ni
maestría técnica lo que la especifica. Tampoco una exhibición con
fines placenteros. Si bien esto es así, comparte con el arte un
elemento esencial: la explosión de la belleza. Sin embargo, no se
trata de una belleza técnica; no es sólo habilidad hecha talento. El
Olor a sangre y el ruedo como coliseo apuran otras dimensiones de
lo bello.

La belleza ha sido tratada de diversas formas, ha sido imaginada


i on distintas naturalezas y variadas vestimentas. A la belleza se le
li.i pensado, desde la griega clásica, como el equilibrio de las
formas. Por belleza también se ha entendido la relación compacta
mitre la armonía y la justa proporción. Lo bello ha sido concebido
(¡orno el resultado de la ecuación entre limitación y perfección. Y
más cercano en tiempo y en impacto, se proyecta como un vínculo
■equilibrado entre elementos opuestos. Pero en tanto la tauromaquia
>:itá apuntalada de tragedia, la belleza que allí se despliega no
f'-iponde a las modalidades de lo limitado, lo equilibrado, lo
■utnónico, ni lo concomitante. La belleza de la corrida de toros,
Incluye, frente al ideal de la perfección, una falla por donde se cuela
la muerte y su bello arrastrar. Pero no es sólo la muerte, se trata de
algo inmerso en el campo mismo de lo bello. Ante la belleza clásica,
ante su ideal, se abre un intersticio donde la falla muestra su
naturaleza desnuda. La belleza, lo muestran las tardes de toros, no
puede permanecer en su seriedad inmutable, se ve asaltada por un
elemento extraño, extranjero, que le mancilla y le abre la cerrazón
glacial de su estampa. Lo bello sólo es alcanzable si al ideal de
belleza se le adjudica, se le reconoce un accidente, una herida que
interrumpe su continuidad. La concepción que se describe en las
páginas de ese hermoso libro sobre la tauromaquia, viene de un
poeta no menos desbordado como Baudelaire. Este poeta francés,
en su texto sobre L ’A rt romantique, avanza esta propuesta del
campo de lo bello. La belleza no es forma ideal sino movimiento de
irrupción. Para Baudelaire no hay belleza sin la inclusión de algo
accidental, de una desgracia fecunda. Dice Leiris: “Sólo será bello lo
que sugiera la existencia de un orden ideal, pero poseyendo al
mismo tiempo la gota de veneno, la pizca de incoherencia, el grano
de arena que hace desviarse todo el sistema”.
La belleza se alimenta de dos polos. Uno derecho que representa
la dimensión ideal y soberana y uno izquierdo que irrumpe,
desarregla y se sitúa del lado de la desgracia. Más claro: no hay
belleza sin una herida donde lo siniestro se alimenta de dolor y
hasta de terror. La belleza se levanta sobre estas dos dimensiones
inseparables, sin excepción no habría regla armónica; sin
descalabro no podría pensarse el orden.
Si existe alguna experiencia reveladora al respecto es la corrida
de toros. Mirémosle de cerca. A primera vista tenemos a dos
oponentes: el torero ataviado con su hermoso y extraño traje de
luces y la bestia investida con sus armas alzadas al cielo. Están
frente a frente. Parecen dos fuerzas, dos movimientos que se
buscan, se convocan y se quieren encontrar. Pero bien que se afina
la mirada, la armonía de los opuestos, no es tal. Hay un primer
tiempo en el cara a cara entre el hombre y la bestia. Pero aunque
cada uno tiene sus armas, el toro es presa de un desconcierto que
no puede decodificar. El torero avanza mitad gallardía, mitad felina
feminidad, se muestra, se pasea con movimientos que evocan una
danza compuesta de arcos y flexiones rítmicas. Por su lado, el
animal sigue con la vista el baile del hombre de colores, prepara su
osamenta punzante, tensa el lomo, sus músculos muestran la
hermosura de su casta. De nuevo existiría en este primer momento
un acoplamiento de contrarios en un universo estético. Huele a
muerte, la respiración se entrecorta y el movimiento se inicia. En un
legundo momento, ante la extraña pero provocadora invitación, el
toro embiste a su oponente, por su parte, el torero llamó al toro con
riu cuerpo como carnada pero también con un extraño objeto que se
enrosca y se pliega en hondonadas geométricas. La carrera se
Inicia y el movimiento ya no tiene obstáculos, los dos cuerpos se
.icercan en un inevitable instante. El estallido del choque está
presto a ocurrir, cuando, en este segundo momento, delante del
Oolncidir geométrico de las trayectorias de la muerte, un pequeño
movimiento, apenas un quiebre, una fractura de la trayectoria, hace
■jue el choque no se consuma. El torero se desliza en un paso más
cío su danza macabra y rompe la linealidad del encuentro.
La belleza está en esta exasperante fractura de la geometría de
i i', trayectorias. Hubo una desobediencia a la regla de los cuerpos;
hubo un desarreglo a la lógica de los encuentros gestados. El
iliísplazamiento irrumpe en acto de la belleza de la vida al mancillar
lo inevitable de una muerte por embestida. El movimiento del
hombre desviando la trayectoria es el accidente que rompe la
linealidad y hace aparecer la espesura de una belleza que es
aplaudida y cantada con el extraño grito de “ole”. Grito significante
'iue no significa nada pero que escande en el romper de las líneas,
<tl silencio de la muerte anunciada. La belleza del pase con la
muleta reside en ese entuerto del figurín, pero también en el engaño
perpetrado. El torero actúa con una ventaja que el toro no tiene; él
■iblo tiene su bravura y sus pitones bien altos. Pero el hombre
) ioce las partes del juego, él hizo las reglas. La regla es trastocar
In regla para gestar belleza. El matador es una especie de ángel
Irreverente que tienta a la bestia, pero que se convierte en Don
Juan al mostrar en el engaño el arma de sus devaneos. La belleza
del pase es trazo de una estética fracturada, pues el toro es
engañado ante la ausencia de la cita gestada y la trampa de la
convocatoria simulada. El toro embiste acusado por un capote, el
aplastamiento anunciado cede a un movimiento de absoluto
desconcierto, pues en vez del cuerpo duro y caliente de sangre del
opositor, sólo queda un trapo enredado en la burla ofrecida. La capa
con la que es engañado el toro es el instrumento del accidente de la
geometría del encuentro. Capa: corrupción en tela granate. La
belleza de la tauromaquia se basa, por curioso que parezca, en la
realización de una trasgresión a las leyes de la física de los cuerpos
en pugna, en un engaño geométrico; en un embuste de la oscuridad
del hombre de luces ante la linealidad bestial del animal. No otra
cosa avanza Leiris quien escribe en 1937: “la tauromaquia puede
verse como típico ejemplo de un arte en que la condición esencial
de la belleza es un desfasamiento, una desviación, una disonancia.
Por lo cual ningún placer estético sería posible sin violación,
trasgresión, superación o pecado en relación con un orden ideal
que opera como regla. (...) Del mismo modo que la muerte
subyacente da color a la vida, el pecado, la disonancia confieren
belleza a la regla ...”4 Cualquier parecido con Bataille no es mera
coincidencia.

La tauromaquia le permite a Leiris poner un espejo frente al


erotismo, ante el amor. Si algo permite el hospedaje conceptual de
la corrida de toros es poder, a partir de ponerla como espejo,
pensar al amor en relación con la belleza y la pasión.
En un sentido fenomenológico no es difícil percibir el fuerte olor
erótico que se respira y exhala en la plaza las tardes de faena. La
orgía prepara su escenario y el coliseo se prepara para abastecer
sus talegas y colmar la sed de sangre y violencia propia de la
experiencia erótica llevada a sus extremos más húmedos. La
escenografía erótica comienza. El hombre ataviado con su traje se
yergue, se mueve, se contonea para seducir al animal. El toro
quiere coger al torero y éste elude los pitones. La danza con olor a
muerte los lleva a una convivencia de vaivenes y la coreografía
jicerca los cuerpos y los sudores. Los fluidos más radicales de los
t uerpos manchan la plaza y empujan al jadeo. El final sobreviene
t on el hundimiento de la estocada que fulmina al animal; la espada
mí entierra en la llaga hasta mojarle los dedos. Pero esta
«lOBcripción, si bien emparienta al erotismo con la corrida de toros,
no hace sino mostrar un espejo simbólico lleno de metáforas, la
vordad, no siempre muy afortunadas. No, el mar estratégico que
vincula al amor erótico con la tauromaquia se moja en las costas de
U belleza.
Dijimos que la belleza se compone de dos dimensiones, una
dorecha, digámoslo, apolínea, que se configura de reglas y
equilibrios; y otra izquierda, siniestra o dionisiaca que implica el
i Mscalabro, el exceso y la trasgresión de la primera. En la situación
■lurina, en el momento del accidente por la desviación del cuerpo,
aseguró, es donde estalla la belleza. Lo que sucede en esta
Irrupción del elemento izquierdo, en esa desviación y en ese
rompimiento de la línea, lo que acontece es la imposibilidad de la
funlón bajo el inminente peligro del deceso trágico. El peligro que se
percibe en el momento que el animal inicia la carrera y el hombre le
sera engreído, el peligro mortal, es que se consuma la fusión,
ijue se realice el encuentro total. En el amor es exactamente igual.
I xlste un vaivén de movimientos eróticos que buscan el
líjoplamiento, pero la comunión total no puede darse so pena de
i Instrucción, de muerte. Si el paroxismo llevara a los amantes al
momento de fusión, estallarían las visceras humanas y la muerte
■■Obrevendría. Por eso, en el amor, también a la embestida de la
fii'llón viene ese quiebre, esa desviación que impide el
■iplastamiento por desmembración. A la unión arriesgada viene la
reparación que desvía el impacto. Esa incapacidad no es
( Ircunstancial, es inherente a las dimensiones del amor,
mostrándose de inicio que el amor está atravesado por esa primera
y radical fisura. <..a plenitud del amor siempre se ve desgarrada por
■ i' accidente que le impide su absoluta comunión. El amor viaja de
Im plenitud al desasosiego porque su condición se empalma en la
' irencia radical. Pero esta rasgadura en el ideal es lo que
precisamente lo inviste con una belleza que no se deja atrapar
fácilmente. El amor comparte con la tauromaquia que su dimensión
erótica se establece por ese factor dionisiaco, por esa carencia, por
esa desgarradura que mancilla la supuesta pureza de la belleza
ideal. De aquí también se desprende, que el amor participa del
juego erótico en tanto está habitado de pecado. El amor es
trasgresivo porque desvía la regla, incluida la de la belleza ideal. El
amor llega a la costa de lo sagrado porque al invocar lo
pecaminoso, se pasea por el límite de lo infinito en el riesgo de la
consumación. El amor se rebela sagrado en su aspiración infinita,
pero también en su fisura trágica de convocar a la muerte, para,
mediante el accidente de su belleza arrebatadora, desviar la
trayectoria final del choque mortal.

Para terminar este intersticio, será importante citar a la letra a


Leiris y así apreciar hasta dónde, lo que él avanza antes de la
guerra, pudo haber impactado tanto a Lacan como a Bataille en su
recorrido teórico:
“No cabe duda de que ninguna excitación erótica sería posible sin
la idea, aunque sea confusa, de algo soberanamente bello, hacia lo
cual uno tiende o bien a la inversa, que uno complace en degradar.”
Y más adelante asegura: “En el acto amoroso, ese algo
supremamente bello e inocente deberá ser sugerido, directamente o
por contraste, al mismo tiempo que deberá marcarse esa falla, ese
abismo, ese vicio, ya sea que se encuentre incorporado algo
propiamente vicioso al objeto deseado (...) ya sea que la condición
de desamparo (sentimiento de vacío, de lesión, de carencia) en la
que uno estaba inmerso en el momento de efectuar el coito,
desempeñe el papel de ese pecado o ese vicio, en la medida en
que es el elemento izquierdo, el elemento de desgracia”5

La belleza como el amor surgen de una carencia, de la falta, de la


imposible unión. La trasgresión a la totalidad, al absoluto
acoplamiento, a la regla perfecta del Ideal supremo es, digámoslo,
la belleza de lo humano. El estremecimiento es la puesta en acto
del Impacto de lo bello. Sólo la belleza podrá estremecer al sujeto;
il sujeto atrapado en las redes del lenguaje y en los causes
apasionados de los signos y las palabras.

Notas

1. G. Bataille, Las lágrimas de Eros, (1960), Tusquets editores,


Barcelona, 2000, p. 62.
2. Ibid., pp. 207-09.
3. G. Bataille, El erotismo, (1957) Tusquets editores, Barcelona,
1981, p.60.
4. M. Leiris, Espejo de la tauromaquia, (1937), Ed. Aldus, México,
1998, p. 33.
6 . Ibid., p. 55.
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Í1 ]& Q Sf t«
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# r/T t 77üJ9 * c rrtp y c L ¿ 7/ ro épyov, O tó n kc
Mi ♦ /-, »Si^ l^ A li X - . -í — ----- V ’-
Fragmento en griego de la parte VI del libro IX de la Ética
Nicomaquea de Aristóteles.
INTERSTICIO II
ARCHIVO: TEXTURA DEL TIEMPO

Lo que necesitamos es luchar porque se abran los archivos,


para que se conserve la memoria, porque un país que olvida es
un país que se extingue...

Pablo Gómez

I »jsde hace muchos textos, la historia aparece como el paradigma


d' ■la reflexión moderna. Los mejores pensadores, a partir del siglo
*VIII hasta nuestros días, han incursionado en su territorio, ya sea
I »■»i . i fundamentar posiciones, cuestionar su validez, demostrar tesis
(i buscar en cierta lógica de la verdad un modo de concebir el
mundo y sus laberintos. Desde Hegel, pasando por Marx y Cioran,
| i ita De Certeau, León Portilla, Benítez, Foucault, Braudel, Derrida
" hitaille, la historia ocupa un lugar fundamental en los cimientos
»l«'l pensamiento de nuestro tiempo. Decir historia, es señalar un
if■ir’ltorio de reflexión plural, porque al interior del mismo existe un
'impllo espectro de posiciones respecto del modo de concebirla. La
Icitoria puede connotar el desarrollo de sucesos registrables; un
pin. h»so donde el devenir se construye de acuerdo a oposiciones
■liíiirlctlcas; el efecto de actos extraordinarios realizados por héroes
vunorables; un espacio del pasado que hay que rellenar para
■-pilcar el presente; o bien una temporalidad compleja que merece
i|« .‘ -ntrañar sus modos de proceder, para visualizar el lugar que
h up-in en ellos sus actores y las fuerzas del mundo.
I ,* historia, tal como se ha dicho, es convocada y pensada desde
mu* hos campos del saber, sea la filosofía, la sociología, la
" i ‘i' ii»mología, la literatura, la economía o la misma historiografía.
I i Intención de este intersticio es problematizar el campo de la
historia desde un lugar muy específico y quizás poco resaltado: el
psicoanalítico. No se trata de señalar el lugar que la historia puede
ocupar en el proceso analítico o gestar las coordenadas de una
historia del psicoanálisis, lo que se abordará son algunas
dimensiones analíticas que nos permitan concebir de otro modo la
historia.
El concepto que me parece puede abrir una puerta interesante
para pensar la relación historia-psicoanálisis, es aquél del
archivo.1 Se trata de un concepto mestizo. Tal vez con él se pueda
pensar desde Lacan, De Certeau, Derrida y Foucault.

1. El correo moderno

El año 1998, como pocos otros, tuvo al campo del archivo como
uno de sus asuntos principales. Si uno consultara la prensa de
aquel momento, se encontraría con muchas noticias al respecto. Al
principio de dicho año se supo, debido a que ciertos archivos fueron
desclasificados, que la CIA había ocultado información fundamental
al presidente Kennedy, relativa a la fallida invasión por parte de
algunos cubanos exiliados a la Bahía de Cochinos; no se le había
hecho saber al ejecutivo norteamericano que la operación corría
gran riesgo de fracasar debido a condiciones altamente
desfavorables. A mediados del mismo año un general del ejército
mexicano fue condenado a no pocos años de prisión, bajo el cargo
de uso indebido de información y quema de archivos. Otros dos
sucesos llaman la atención por su singularidad e importancia: la
venta, a instituciones europeas, de los archivos personales y
artísticos del arquitecto Luis Barragán, y la demanda del Poder
Legislativo, así como de sectores politizados de la sociedad, de
apertura de los archivos correspondientes a los sangrientos
sucesos de octubre de 1968. Revisemos los acontecimientos.
En marzo de 1998, el público mexicano se enteró, lleno de
asombro, que los archivos del fotógrafo Salas Portugal y del
arquitecto Luis Barragán fueron vendidos, junto con sus derechos
de autor, a instituciones de Basilea. La historia es la siguiente: la
obra de Barragán, una vez fallecido, pasó a manos de su último
socio: Raúl Ferrara. AI morir este afortunado colega, la viuda del
susodicho, Rosario Uranga, vendió el acervo artístico heredado a
una galería neoyorquina que, a su vez, cedió la obra de Barragán al
Museo Vitra de Suiza. No contenta la suerte, ni las instituciones
helvéticas, la esposa de un gran amigo de Barragán y extraordinario
fotógrafo, Armando Salas Portugal, recientemente fallecido, había
vendido a la compañía Fehlbaum, 2 mil 328 negativos, 481
fotografías, ocho fotomurales y 297 transparencias, además de los
derechos de autor del fotógrafo, correspondientes a la obra
realizada sobre Barragán2. Así, la obra de dos grandes artistas
mexicanos quedaba a disposición de empresas suizas, debido a la
lucrativa intervención de dos astutas viudas. Las reacciones no se
hicieron esperar. Tanto el FONCA, como el Colegio de Arquitectos
de Guadalajara, y numerosos artistas e intelectuales mexicanos,
lamentaron tan escandaloso suceso: la obra de uno de los más
Importantes y revolucionarios arquitectos mexicanos sería
usufructuada, administrada y legislada por un museo de ultramar. El
problema es que en México no existe una legislación clara respecto
-i la obtención de derechos sobre la obra de artistas o los archivos
de personajes relevantes de la historia. Se sabe por un estudio de
la UNESCO3, que existen diferentes disposiciones legales para los
■irchivos, según el país. En Alemania, Finlandia, Portugal y Rusia, el
listado tiene preferencia de adquisición; en Francia, por ley, una
Institución nacional tiene la posibilidad de comprar archivos si el
listado, que tiene el derecho como primera opción, no quisiera o no
pudiera adquirirlos. Todo esto nos demuestra una primera
illmensión: los archivos están íntimamente ligados, no sólo a la
preservación de la memoria, sino a dimensiones legales.
En esta línea existe, como ya se señaló, otro asunto que nos
convoca con mayor fuerza, debido a su importancia histórica y
política; se trata de la apertura de los archivos relacionados con el
movimiento estudiantil del 68. El 5 de febrero de 1998, apareció en
■l diario La Jornada un artículo de Elena Gallegos, donde se relata
la entrevista que tuvieron algunos legisladores con el ex presidente
Luis Echeverría. El motivo del encuentro giró en torno a los sucesos
del 2 de octubre y la posible responsabilidad histórica del entonces
secretario de Gobernación. Al parecer, la situación no fue muy
favorable al esclarecimiento de la verdad. Los legisladores se
desesperaron ante la actitud poco cooperativa y de lucimiento
personal del licenciado Echeverría. Ante esta actitud, el análisis de
la comisión condujo a la necesidad, no de realizar entrevistas
estériles, sino al imperativo democrático de la apertura de los
archivos. De hecho, el párrafo con que se inicia el artículo es: “La
Comisión Legislativa que investiga los sucesos del 68 tiene la gran
oportunidad histórica (...) abrir los archivos oficiales y aclarar de una
vez por todas el gran operativo que se montó para reprimir a los
estudiantes”4 El 19 del mismo mes, se dio la buena nueva, el
Gobierno había accedido abrir los archivos: “Por primera vez en
treinta años, desde ayer diez investigadores de la Comisión del 68
revisan los documentos del movimiento estudiantil, luego que
acordaron con la Secretaría de Gobernación la apertura de los
mismos y el acceso de los investigadores al Archivo General de la
Nación”. Se intentaría revisar más de dos mil cajas, así como los
archivos de diferentes embajadas y, si era permitido, aquéllos
pertenecientes a Díaz Ordaz, a la Secretaría de la Defensa y los de
la policía del D.F.
Una larga batalla llegaba a su día feliz. Porque si bien es cierto
que ese 18 de febrero se abrían los archivos, la petición de su
apertura era una demanda que se inició oficialmente en 1993,
desde la tribuna de la Cámara de Diputados, con la configuración
de una Comisión de la Verdad integrada por 20 distinguidos
intelectuales y políticos5. Dicha Comisión no corre la misma suerte
que la del 98: los documentos le son negados y se disuelve el 16 de
diciembre del mismo año en que fue creada.
Algo curioso, más bien significativo: el lugar que hospeda al
actual Archivo General de la Nación es el edificio de Lecumberri. Se
recordará el nombre, ya que estas instalaciones fungieron como
cárcel desde 1906 hasta 1976. El llamado Palacio Negro sale de la
noche como si viniera de ella. Esta isla de violencia por fin abre sus
rejas para que la mirada de los legisladores indague las entrañas
del monstruo. Paradoja: ahí donde antes estuvieron encerrados
estudiantes, maestros y muchos de los mejores hombres de letras,
ihora residen los documentos que relatan su encarcelamiento. La
libertad ha llegado para algunos de ellos; de los actores y de los
«iocumentos.
La apertura de los archivos del 68, genera la esperanza, en
muchos legisladores y ciudadanos mexicanos, de que la verdad
pueda por fin salir a la luz. Durante mucho tiempo, se alegaron
limites jurídicos para la negativa del Gobierno. Según los
■idministradores de los archivos, los expedientes debían
permanecer cerrados 30 años después de la fecha de expedición.
I’or esto, la Comisión del 93 no tuvo acceso. Los argumentos
■ ibozados por los encargados del candado, se basan en una
■imbigua legislación respecto a la liberación de archivos. De hecho,
ni periodo de 30 años proviene de un acuerdo internacional que lo
recomienda. Sí, pero sólo lo recomienda. Muchos países adoptan
Otras posiciones como es el caso de Hungría que mantiene
t errados sus documentos sólo por veinte años.
La cuestión, como es evidente, rebasa la simple reglamentación
iel número de años. Hay algo más de fondo. La dimensión de los
«rchivos remite no sólo a una legislación, sino a una posición
rOBpecto a la ley y, más específicamente, al problema del poder y
ij8 caminos. El acceso a los archivos, es también el acceso a la
'lemocracia. Por lo anterior, es importante indagar la función del
irchivo y sus orígenes en el espacio de la sociedad y la historia.

2. El concepto de archivo

La democratización efectiva se mide siempre con este


criterio especial: la participación y acceso al archivo, a su
constitución y a su interpretación.
S u je t o en el la b e rin to

Jacques Derrida

Para poder reflexionar sobre este concepto es necesario


remontarse hasta sus raíces etimológicas y jurídicas. Archivo
procede de dos palabras griegas: arché y arkheion6. La primera
implica a la vez, comienzo y mandamiento. Arké, designa dos
principios: allí donde las cosas comenzaron (o arcaico) y allí donde
los hombres y los dioses ejercen sus mandamientos (el arca
perdida donde se encontrarían las leyes de Moisés y aquélla de
Noé). De hecho, esta palabra designa tanto a los orígenes, como al
aposento de la ley. Y es aquí que interviene la otra raíz de archivo.
Como se ve, tanto en el orden del comienzo como en el de la ley,
arché, remite a un lugar donde se ejercen esos principios. La otra
vertiente de esta palabra surge de arkheion que significa,
precisamente, casa, domicilio, dirección. Arkheion permite confluir a
las diferentes acepciones de archivo, ya que designa el aposento
donde moran los magistrados, es decir, los encargados de la ley.
Los magistrados (ligados a los archontes) de acuerdo con esta
dimensión, son aquellos que residen donde la ley habita. Esta
residencia les da, precisamente, el poder sobre la ley que ellos
resguardan. Los magistrados son, así, los guardianes de la ley,
pero el hecho de que ellos sean sus guardianes, les otorga un
poder aun más agudo: el de la interpretación de la misma. Los
magistrados no son sólo los encargados del candado, sino de la
verdad sobre esos documentos: son los hermeneutas del poder.
Detentar la custodia de los textos de la ley, así como la posibilidad
de interpretarlos, lleva aun más lejos sus atribuciones, pues esta
prerrogativa les permite tener en consignación la materialidad de la
ley. No sólo se les encarga salvaguardarla, sino también organizaría
y clasificarla. Es decir, el hecho de custodiar e interpretar los
archivos les faculta la construcción de un corpus en el que todas
sus partes coincidan; donde deban coincidir. De este modo, los
magistrados, detentores de los documentos, intentan gestar un
absoluto donde el archivo constituya un todo organizado ... sí, pero
de acuerdo a su interpretación.
El archivo, los archivos entonces remiten a la topología de la ley y
m j ejercicio. La mansión de la ley, es el archivo y quien lo guarda,

li y proclama, tendrá la voz de la ley misma. Es evidente que una


loorla del archivo es también una lectura sobre el establecimiento
<Jcil poder y sus diferentes instituciones.
Ahora bien, la ley que reside en el archivo, debe ser escrita. La
i ly gesta su materialidad social cuando se encarna en un
documento. Hay leyes no escritas, pero sobre éstas no hay
ii’'jl8lación jurídica. El archivo así, es la instancia de la ley: es su isla
tipográfica. El archivo es el territorio donde la ley se hace letra, por
tilo es el lugar donde se escribe, pero no sólo la ley, no sólo los
Mandamientos, también los orígenes; es el acta del tiempo. El
ii jhivo hace de la memoria documento, es la memoria de la ley,
poro también del mundo; es la escritura de la historia. El archivo, a
Iforencia del monumento, es fundamentalmente un acto de
Impresión, es decir, de escritura; por ello, tiene que ver
ili netamente con la tipografía, con las marcas, los trazos, los
borrones y las letras. El archivo es la topología de la escritura
hlUtórica. Esto nos compele a llegar al punto que nos atañe: la
llni<msión del archivo como memoria escrita convoca al
I "Soanálisis, ya que éste tiene mucho que decir respecto a la
h 1ición entre memoria, espacio y escritura.

3. La geografía freudiana

I Intención de este intersticio es abrir los horizontes de la


nnoepción del archivo, a través de aquello que el psicoanálisis
pm ila señalar, así como matizar la importancia del mismo al interior
1 Id teoría analítica. De este modo, es importante remontarse
|i t ,i.) los comienzos.
I Mud, a finales del siglo XIX y principios del XX, no sólo
oi itruyó una terapéutica, también posibilitó un nuevo modo de
I "ti i ir el topos y la escritura vinculada con la memoria en el campo
de lo humano. Para ello, diseñó un aparato psíquico que surge de
un aparato del lenguaje. Veámoslo de cerca.
En 1891, Freud escribe una extensa monografía alrededor de un
tema muy preciado en aquellos años: las afasias7. Este problema
del lenguaje convocaba a diferentes disciplinas: desde la
neurología, hasta la psicología. La discusión epistemológica se
centraba en la localización, o no, de los problemas del lenguaje en
el espacio de la masa cerebral. Freud retoma a los autores más
importantes de la época y sin desestimar, en un primer momento el
problema de la localización señala que lo importante es la
comprensión de las funciones del lenguaje y no su implicación
anatómica. Dicha función pasa principalmente por una teoría de las
representaciones y, específicamente, por la función de la palabra.
Si la comprensión de los problemas del lenguaje remite a un
análisis de las representaciones y de las vicisitudes de la palabra, el
acontecer del mismo no se sustenta en una cartografía del cerebro,
sino en el funcionar de un aparato del lenguaje. Este aparato, si
bien guarda una similitud metafórica con los aparatos biológicos, se
aleja radicalmente de ellos ya que no remite a una localización
anatómica, sino a otra con características muy diferentes. Freud se
ve obligado, debido a sus investigaciones sobre las afasias, a
construir un aparato donde su geografía es, de algún modo,
fantástica. Fantástico: que no remite a territorios avalados y
conocidos por las ciencias médicas. Las palabras y las
representaciones no se localizan en ningún lugar del cerebro, ellas
residen y funcionan en un aparato sui generís con una lógica
singular. Freud hubo de construir un aparato psíquico que le
permitiera pensar el lenguaje y sus procesos. Pensar el lenguaje lo
llevó a recorrer territorios, donde el sujeto emergía fuera de las
coordenadas de lo biológico y lo racional. La noche del ser se abría
a la mirada asombrada del investigador vienés y, desde ahí, un
nuevo continente era descubierto. Al intentar recorrer los distritos
del cerebro, Freud construyó una máquina conceptual para explorar
la región de los sueños.
Ahora bien, lo anterior nos señala un nuevo topos humano, pero
ü\ creador del psicoanálisis fue más allá, ya que creó una topografía
Dllquica, es decir, un modo de pensar la memoria en relación con la
i 'icritura, en un espacio singular.

4. El inconsciente y la memoria

I Mrtamos de una tesis que después se reformará: el psicoanálisis


i-- una teoría sobre la memoria, es decir, una concepción de la
«ilación entre la temporalidad, el texto y el sujeto. Si esto es así,
i.imbién es una teoría sobre su contrario, a saber, el olvido. Incluso
podríamos partir de una hermosa definición: el inconsciente es la
mnmoria del olvido. Intentemos demostrarlo.8
Para sostener una concepción de la memoria, Freud recurre a
una explicación que abarca diferentes modalidades. La primera es
un \ dimensión descriptiva. Existen representaciones (ideas) que
-.un evidentemente conscientes, las percibimos y las usamos. p ero
>iirindo conscientes, pueden dejar de serlo. Lo singular es que, así
i orno pueden dejar de ser conscientes, en el momento de ser
■ onvocadas a la conciencia, retornan sin ninguna dificultad y sin
t >»mbio alguno. Si alguien preguntase la fecha del natalicio de
Juárez, idea que no estaba en la conciencia hasta el momento de
"locutarse la pregunta, se podría responder rápidamente si se sabe
ni dato. ¿Cuál es la naturaleza de los recuerdos? ¿Cuál es su
i uncterística especial cuando no estoy hablando de ellos? Freud
i' ipondería: están en estado latente. De este modo, existirían dos
»".i idos: el de la conciencia y aquél de lo latente que no pertenece
il c .impo de la percepción. Pero las preguntas podrían extenderse:
í I iiinde están los recuerdos cuando no son conscientes? ¿Dónde
habitan las representaciones cuando no son convocadas por la
(irfoepción? Las representaciones latentes residen en otro lugar, en
un topos ficticio, no cerebral.
I » segunda dimensión señala una diferencia con la anterior. Sí
l-i'in es cierto que existen representaciones que pueden ser
latentes y devenir conscientes sin que se efectúen cambios, existen
otras que no sólo no pueden acceder a ese estado sino que, a
pesar de ello, producen efectos más poderosos, incluso que las
conscientes. El ejemplo clásico nos lo ofrece la hipnosis: alguien en
estado hipnótico recibe la orden de interpretar una canción media
hora después de que haya despertado. Curiosamente, pasados los
treinta minutos, sin saber por qué, el susodicho comienza
efectivamente a cantar. La representación no sólo no es consciente
sino que, además, tiene efecto. Lo que verdaderamente escapa a la
conciencia es la orden. De este modo, se puede apreciar que
existen representaciones a las que se les niega el acceso a la
conciencia, pero no por ello pierden ni su ciudadanía psíquica ni su
poder de acción. En esta segunda dimensión, no sólo tenemos una
versión descriptiva, sino la evidencia de un proceso, de una
capacidad activa, que implica un movimiento de rechazo y de
efectividad de algunas representaciones.
Hasta aquí hemos mostrado la dimensión tópica, es decir, la
referida a un nuevo espacio, y la dinámica, aquella que muestra el
movimiento de no acceso. Pero es necesario ir más allá para
demostrar los pilares del edificio freudiano de la conciencia y el
olvido. ¿Cuál sería el modus operandi del proceso de rechazo?
Freud señala que hay representaciones que debido a su carga y su
contenido, deben ser impedidas en su acceso a la conciencia. La
manera como se realiza este impedimento, es a partir de la
sustracción de la carga adherida a dicha representación. Un
aparato censor actúa retirándole la energía, permaneciendo esta
representación inconsciente y haciendo surgir el afecto a ella
enlazado, en forma de angustia. Este retiro se efectúa en la frontera
entre los sistemas consciente e inconsciente. Ahora sí se puede, en
un sentido freudiano, hablar de inconsciente. Todas fas
representaciones a las que les ha sido negado su acceso a la
conciencia, pueden ser llamadas inconscientes: es decir, aquellas
que han sufrido el proceso de la represión. Pero no basta con la
restricción para que se efectúe este proceso, muchas veces es
necesaria una contracarga de las investiduras, ya sea para
perseguir una ramificación o mantener sometida a la representación
reprimida. Como se ha visto, una representación es inconsciente en
psicoanálisis sólo si ha sufrido el efecto de la represión.9
Se ha desplegado aquí el ejercicio dinámico del proceso por el
cual una representación es impedida de pasar a la conciencia;
mostrando, con ello, la exigencia de una tópica donde existan
diferentes instancias. Se ha detallado el modo económico como se
ejercen ¡as restricciones que la censura efectúa al retirar carga y
promover contracargas. Con ello, quedan demostradas las tres
Imensiones del aparato psíquico freudiano: la dinámica, la tópica y
In económica.
Si se agudiza la vista, es evidente que la palabra más usada en
los párrafos anteriores, incluso en detrimento evidente para la
redacción, es representación. El motivo de dicha repetición reside
nn el hecho de que, para Freud, el concepto de representación es
modular en la construcción de su teoría metapsicológica. Pero no
f , el único, existe otro concepto fundamental: la pulsión. Para que
ejerza el mecanismo de la represión, es necesario que una
moción pulsional amenace con una satisfacción peligrosa para el
aparato psíquico. Si la satisfacción de dicha fuerza pulsional es más
'l.iftlna que placentera, la represión actúa en apoyo del equilibrio del
'.Utema. Ahora bien, lo curioso es que, en sentido estricto, en dicho
iparato psíquico no existen pulsiones, sólo sus representaciones.
Ni en la conciencia ni en el inconsciente, tienen existencia las
pulsiones; sólo pueden tenerla a partir de la representación. La
pulsión es representada por un agente de representación al que
I r >ud llama representante de la representación
(Vorstellungreprásentanz).10
As!, la represión no se ejerce sobre la pulsión, sino sobre la
i< presentación que'es su representante, por lo que gran parte del
'ífi-irato freudiano se sostiene sobre la concepción de la
H presentación. Esto nos permite llegar al meollo del asunto: si el
'■lamento decisivo en la concepción del inconsciente es la
i ' 1presentación, ¿cuál sería, entonces, la diferencia específica y
Mdlcal, entre una representación consciente y una inconsciente?
¿Diferentes aposentos psíquicos o disímiles continencias de
energía?
Para despejar estas incógnitas nos remitiremos al artículo de
Freud titulado Lo inconsciente (Das Unbewusste)u . Ahí,
concretamente en el capítulo VII, se especifica esta distinción.
Freud dice a la letra:
“De golpe creemos saber ahora dónde reside la diferencia entre
una representación consciente y una inconsciente. Ellas no son,
como creíamos, diversas transcripciones del mismo contenido en
lugares psíquicos diferentes,- ni diversos estados funcionales de
investidura en el mismo lugar, sino que la representación
consciente abarca la representación-cosa más la correspondiente
representación-palabra, y la inconsciente es la representación-cosa
sola. El sistema inconsciente contiene las investiduras de cosa de
los objetos, que son las investiduras de objeto primeras y genuinas,
el sistema Prcc nace cuando esa representación-cosa es
sobreinvestida por el enlace con las representaciones-palabra que
le corresponden.”

Puntuemos reconstruyendo este multicitado párrafo.12


Primera puntuación. La diferencia entre una representación,
consciente y una inconsciente, no se fundamenta en una
explicación tópica, ya que Freud es claro al señalar que no debía
buscarse su existencia en la transcripción en dos lugares
diferentes; tampoco se sostiene en una explicación dinámica o
económica, pues no se trata de la lógica de las investiduras; el
punto nodal reside en los dos tipos de representaciones y sus
enlaces.
Segunda puntuación. Dicha diferencia consiste en que en el
Preconsciente existen las representaciones-cosas más su
correspondiente representación-palabra, mientras que en el
Inconsciente sólo existen las representaciones-cosas solas. A
primera vista se puede pensar que esto atenta contra la concepción
de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, ya que
aparece la dimensión de la palabra referida específicamente al
■ilstema Preconsciente.Para problematizar todas estas
■jomplicaciones, es necesario realizar algunos señalamientos
referentes al fundador del psicoanálisis y su uso de la lengua
ilemana. Cuando Freud hace referencia a la representación-
palabra la llama en alemán, Wortvorstellung, lo que no representa
ningún problema; pero cuando se refiere a la representación-cosa,
Ir llama Sachvorstellung. La cuestión está en que en alemán cosa
puede decirse Ding o Sache. Ding es usado para referirse a la cosa
material; mientras que Sache, remite a una cosa del pensar, a un
■ iso, a algo referido, principalmente a la cosa humana, es decir,
fundamentalmente del lado del código, del texto. Así, cuando Freud
no refiere a Sache, remite a una dimensión del lenguaje. La
•iifíoultad continúa porque entonces tenemos una representación-
palabra, evidentemente del lado del lenguaje y una representación-
■osa, ubicada en el mismo campo. La dificultad se disipa si
iiondemos al texto de Freud, cuando poco antes de escribir el
párrafo anteriormente citado, señala: “las representaciones-cosa
(Sachvorstellung) (...) consisten en la investidura, si no de la
Imagen mnémica directa de la cosa, al menos de huellas mnémicas
<lorlvadas de ella”. Se puede inferir, entonces, que las
■ ichvorstellung, remiten a una dimensión especifica del lenguaje,
oquélla de la escritura. ¿Por qué plantear esto? Si las
u presentaciones-cosa se refieren a las investiduras de las huellas
mnémicas, éstas se presentan como aquello que inviste las
i'jnaturas, las marcas, las inscripciones; es decir, todo aquello que
ontempla la escritura. Esto nos permite repensar lo antes
1 1inteado. Si Freud señala que en el Inconsciente no hay sino
it oresentaciones-cosa, esto significa que en él residen los rótulos,
li> Inscripciones de los objetos que ya no están. El Inconsciente
«l'.irecería, así, como un espacio de la escritura, de los trazos de lo
miente; como la “pizarra mágica” del tiempo.
5. De la memoria al archivo

Nos parece más adecuado comparar el sueño con un sistema


de escritura que con una lengua. En realidad la interpretación
de un sueño es totalmente análoga a la de descifrar una
antigua escritura figurada, como la de los jeroglíficos egipcios.

Sigmund Freud

Volvamos a la proposición con la que comenzamos este tema. El


psicoanálisis, a partir de su teoría del inconsciente, sería una
propuesta sobre el olvido y la memoria; pero, tal como se
desarrolló, más que una concepción de la memoria, que tendría que
ver con recuerdos y olvidos “remontables”, se trata de una teoría del
archivo, es decir, del campo de los trazos y la escritura. El
inconsciente no es el almacén de la conciencia; no es una bodega
donde se guardan los recuerdos. Esta mala metáfora, en todo caso,
remitiría a una dimensión descriptiva de las representaciones
latentes; pero las cosas no se presentan de este modo. El
inconsciente es otra legalidad del tiempo. Si se pudiera recordar lo
olvidado con un esfuerzo de convocatoria, tendríamos que concebir
al inconsciente como un suborden de la conciencia. Esto no es así.
El inconsciente es un sistema diferente al de la conciencia, con sus
propias leyes, alejadas, claro está, de aquellas que comandan los
procesos conscientes-preconscientes, que se fundamentan en la
presencia, la percepción y el recuerdo. El inconsciente es una
legalidad, donde la materialidad de las representaciones remite a
las escrituras y sus impresiones. Las representaciones que
constituyen el sistema inconsciente son aquellas que han sido
reprimidas, es decir, no sólo impedidas de acceso a la conciencia,
sino destinadas a un no-enlace con las representaciones-palabra,
Lo reprimido, en todo caso, no son las palabras sino las trazas, las
inscripciones; los textos escritos. Lo que constituye al inconsciente;
lo que lo “nutre” no son recuerdos o pedazos de historias olvidadas,
sino escrituras y rastros de pérdidas: inscripciones de ausencias. Lo
que existe en el inconsciente son trazos sin referente, en todo caso,
archivos textuales. En este sentido, el psicoanálisis es mucho más
que una concepción de la memoria; es, fundamentalmente, una
posición conceptual de la relación entre el tiempo y la escritura13.
Las escrituras del inconsciente no remiten a “recuerdos”, sino a
marcas vaciadas de todo contenido o sentido, son pura huella;
historia sin contenidos. La represión acontece sobre las escrituras;
de hecho, la palabra represión, tanto en francés como en
castellano, es de la misma familia que impresión. Freud utiliza la
palabra alemana Verdrágung, para esta acción, y Unterdrückung,
para un movimiento que remite, más precisamente, al campo de la
memoria; nos referimos a la supresión. Hay recuerdos que son
suprimidos, pero que pueden ser, de algún modo, recuperados.
Pero esto no configura al sistema inconsciente sino al
preconsciente; en el primero acontece la represión; en el segundo,
la supresión. A partir de todo esto, se podría decir que lo reprimido
ion fundamentalmente las instancias del archivo. Más todavía: la
represión es una “archivación” de la escritura. El psicoanálisis, en
liste sentido, va más allá de una explicación de los mecanismos de
In memoria: propone una textologia del tiempo.

6. Pulsión de muerte y archivo

... sólo hasta principios del siglo XIX se empezó a recordar en


la India que durante más de mil años el budismo había sido el
interlocutor contradictorio del hinduismo. Este “olvido” no fue
accidental y para entenderlo hay que acudir a las enseñanzas
de Nietzsche y del psicoanálisis.

Octavio Paz

I n todo lo hasta aquí recorrido, es evidente que la construcción


ft< 'Jdiana comienza en una cartografía del lenguaje, donde las
|i 'l ibras no tienen residencia biológica; pasa después a una
metapsicología con sus instancias y sus movimientos; para
desembocar, por último, en un aparato escritural, donde los trazos y
las inscripciones explicarían tanto la necesidad de una tópica, como
de los procesos de la represión y la configuración del inconsciente.
Freud comienza con una teoría sobre la geografía de las
representaciones y termina con una explicación del aparato de
escritura virtual; pasa de un mapa de las afasias a una teoría del
archivo psíquico.
Pero las implicaciones van mucho más lejos, incluso hasta los
dominios mismos de la muerte.
Las marcas son los rastros del tiempo. Tiempo que escribe,
sobre el pergamino de la vida, las cicatrices del amor y los
empujones de la soledad. Ahora bien, si algo deja huella, es porque
indica un sendero de ida, pero también de regreso. Señal de
ausencias o de pérdidas; sí, pero también imán que convoca a lo
que insiste y retorna, a saber, la muerte. La muerte es aquella que
vuelve en la vida; es repetición. ¿De qué? De aquello que compete
a la historia. Según Lacan, la muerte es el espacio que permite
pensar la historicidad del sujeto. Desde Derrida, existe una
instancia que acosa a la vida: el mal de archivo. Tomemos, en este
texto, sólo la última propuesta.
¿Por qué habrían de existir los archivos? ¿Por qué tendrían que
guardarse del tiempo y el polvo las actas del transcurrir? Porque
existe una pasión que quiere destruir esos textos: una pulsión
destructiva que quiere acabar con todo rastro de vida. Esta pulsión
no quiere que quede memoria de lo vital; no soporta los testimonios
de aquello que hace texto; no tolera la escritura de la historia. La
vida quiere dejar huella, quiere gestar monumentos textuales; la
pulsión de muerte quiere borrarlos. Desaparecer los pasos de la
vida es aniquilar la historia. En este sentido, el archivo es el acta de
la vida y la pulsión de muerte, el fuego que quiere barrer con los
signos del tiempo humano. Sólo los hombres y las mujeres hacen
historia, porque sólo ellos pueden escribir las novelas del amor y del
odio. El tiempo necesita de la escritura para hacer historia. Querer
acabar con los archivos es intentar acabar con la verdad de la
historia. Eso busca la pulsión de muerte, y muchas veces lo logra.
l,o Interesante es que esto no sólo sucede en el campo de lo
■lUbjetivo.
Hasta aquí, se ha bordado una posición con respecto a la
lubjetividad y su aparato psíquico; cabe configurar una teoría del
irchivo, que no sólo inmiscuya al psicoanálisis, sino que permita
extender lo aquí señalado, a otros territorios. Una de las puntas que
i il vez permita esta pluralidad, es la de la destrucción de los
.ii chivos.
En muchas ocasiones, la quema de archivos ha contribuido a
Instaurar el poder de nuevos amos. La historia se ha escrito con la
■ingre de los vencidos y con la pólvora de los vencedores. Pero los
(Conquistadores muchas veces no se contentan con avasallar a sus
lontrincantes; en un afán exterminador, pretenden borrar no sólo el
p'irfil de su dignidad, sino, lo que es más drástico, su origen y
procedencia. Derrotar al contrincante es efecto de la guerra;
destruir su pasado es resultado de la tiranía. La historia está llena
■ir ejemplos donde los opresores han querido borrar los rastros de
l(' sojuzgados; han querido arrebatarles no sólo sus riquezas
ijonómicas, sino el más extraño y entrañable de sus tesoros: su
historia escrita, sus archivos vitales. Los vencedores de todos los
t '»mpos han querido mantener sometidos a los vencidos, han
Intentado ejercer el control sobre sus acciones e incluso sobre sus
>nvicciones; su poder puede extenderse hasta los laberintos del
llompo si no sólo quieren controlar su presente, sino suprimir su
I' l iado, es decir, el testimonio mismo de su existencia. Destruir los
uchivos de un pueblo equivale a aniquilar la legalidad misma de su
porslstencia.
En todas las épocas y en todos los confínes de la tierra, este acto
Itroz ha tenido lugar. Recordemos cómo, en el año 213 antes de
Cristo, el emperador Shin Huang-ti ordenó la quema de los antiguos
libros chinos. La iglesia católica ha sido la ejecutora tenaz de la
pierna de los documentos que se oponían a su ideología, desde los
libros de los paganos en Constantinopla, hasta las obras de Celso,
l ’orflrio y el mismísimo emperador Juliano. En México, no hemos
corrido con diferente suerte. La historia de la destrucción de los
archivos de los pueblos vencidos no comenzó con la violencia de la
conquista española. Izcóaltl, aconsejado por Tlacaelel suprimió los
códices toltecas para beneficio de la historia de los aztecas14. Los
frailes, los generales y los gobernantes de la Nueva España
edificaron su evangelización dolorosa, su economía medieval y la
arquitectura barroca sobre las cenizas de la historia de los indios de
Mesoamérica. Ya en la época de la Reforma, se recordará el acto
por demás sagaz, del presidente Benito Juárez, que impidió que los
usurpadores extranjeros borraran la memoria de la nación, cuando
en su itinerante caminar, llevó con él los archivos de la nación.
La destrucción de los archivos, como se ha señalado, implica un
ejercicio del poder, pero no cualquiera. Reconozcamos que en los
párrafos anteriores, se ha acentuado la dimensión política e
ideológica de este hecho. Se han utilizado sustantivos como amo,
tirano, conquistador; y adjetivos del talante de atroz y violento. Sin
menospreciar estas dimensiones, es necesario mirarlo también
desde otra perspectiva; la epistemológica. Las preguntas serían, ¿la
supresión de los archivos surge de la mala voluntad de los
vencedores? ¿Es motivada por una voluptuosidad de
sometimiento? ¿Acaso nace como venganza del caudillo? ¿O se
trata de que, sin negar las posibilidades anteriores, exista una
explicación más compleja que no se circunscriba a la “maldad'1
humana?
Lo que aparece en el intento de suprimir los archivos, atañe al
campo de la verdad. Esta acción pretende trastocar la historia,
borrarla. Borrar para escribir encima. ¿Qué se escribe en ese
lugar? Una verdad oficial: la verdad del vencedor. Con el tizne de lo
carbonizado, se traza una nueva versión, aquella que corresponde
a los intereses de los conquistadores. La guerra no sólo se hace
con los fusiles y las balas, también con el cálamo que traza. El amo
no sólo somete y legisla; también redacta. Su redacción bien puede
cambiar la verdad de la historia; mas no deben quedar pruebas de
su falsedad. Hay que tacharlas y escribir encima; quitar una verdad,
para poner otra ... sí, la “verdadera”. Pero no siempre lo hace de su
puño y letra, tiene sus escribas oficiales. El coronel sí tiene quien le
escríba. Estos personajes del poder son en general habitantes de la
sombras; viven detrás del trono, pero encima de los gobiernos. Son
los escribas de la verdad y, por ello, su influencia no se reduce a un
presente efímero, sino que trastocan el pasado para intentar
controlar el futuro. Todo ello lo realizan sobre los escombros de los
archivos trastocados. Muchas veces sobreviven a las ruinas de un
emperador o la caída de un gobernante; son transhistóricos. Son la
mano de la verdad hecha historia; son los redactores del tiempo
que será ley. La incineración de los documentos que avalan el
transcurrir y el vivir de un pueblo, puede ser ejecutada por cualquier
mano que sepa encender una hoguera; la escritura de la verdad
histórica sólo la puede realizar un epistemólogo oficial, un calígrafo
del poder; un secretario de la rectificación.
Estos escribientes de la historia no son personajes oscuros, más
bien, son brillantes. Tampoco son los malos de la película. No, son
actores fundamentales para la comprensión de la historia, cuya
función ha sido bastante desdeñada. Mucho de lo que hoy
conocemos como lo verdadero, ha surgido de sus manos; son sus
redactores. La reescritura de la historia es en general, la única
verdad histórica que se transmite.
A lo largo de la historia han existido ilustres escribas de la verdad
oficial. Muchas veces son los emperadores mismos, pero
generalmente son otros ubicados más cerca del lenguaje que del
cetro. Quisiera, a manera de ejemplo, nombrar a uno de ellos:
Tlacaelel. Consejero privilegiado del Tlatoani mexica, es el
encargado de construir no sólo una redacción de la historia
conveniente a las aspiraciones imperiales, sino la cosmovisión
teológica más acorde a estos intereses. Este enigmático escriba
realiza la arquitectura conceptual de un modo específico de
concebir la historia. El poder, como se sabe, es casi infinito cuando
.il vigor de la escritura se le une la audacia de la visión que
atraviesa los tiempos.15
7. Vientos de exterminio: el cuerpo y sus destinos

Hemos relatado cómo, sobre el cascajo de los archivos, se ha


construido la verdad oficial. Se ha mostrado cómo la historia parece
edificada sobre las ruinas de los vencidos. Los conquistadores han
quemado textos y objetos que han desaparecido junto con la
verdad a ellos adherida. Pero hoy en día ha reaparecido, con una
fuerza llena de sombras, una práctica de destrucción que ha sido
cara al siglo XX, me refiero a la gesta de desaparecidos.
A veces se borra tachando, lo hemos señalado. Pero una grafía
así tratada no desaparece, se esconde. Escribir un texto sobre otro
no aniquila, reimprime. Del texto “original”, por muy cubierto que se
mantenga, quedan restos. El tachón, la mancha del borrón, es uno
de ellos. Tal vez no persistan contenidos o párrafos legibles, pero sí
surcos de una cierta existencia; de una existencia cierta. Allí están
sus trazos para quien pueda leerlos; para quien sepa descifrarlos.
Sin embargo, siguiendo esta metáfora, existen borrones que
destruyen no sólo las letras, sino el papel mismo donde estaban
trazadas. El vigor, la violencia de esa borradura acaba con la
superficie misma de la escritura. No sólo desaparece el texto
anterior, sino también su tachadura; queda pura nada. Estamos, en
este caso, ante un aniquilamiento radical. No hay texto que
convocar ni descifrar, por lo tanto, no hay prueba de su existencia.
De este orden es la desaparición. Los ejecutores del poder
pueden intentar borrar la historia y escribir sobre ella, pero también
pueden desvanecer las pruebas mismas de su acción. Lo lograrían
sólo si arrasasen con la materialidad donde se escribe la historia.
Esto puede suceder si esa materialidad es el cuerpo humano.
Cuando el poder se instala como actor de lo absoluto puede
construir una política de exterminio. Ya no se trata sólo de la
verdad, sino de su destrucción. Se trata no del ejercicio de la ley,
sino de la legitimación de una gestión sostenida sobre lo absoluto.
Allí la ley puede ordenar la desaparición de aquella que estaría
llamada a proteger: la vida. Pero no sólo eso, puede llegar hasta su
acto más siniestro: la desaparición de los cuerpos. Para poder
ibordar tan delicado tema, es menester, pensar la relación del
poder con la ley y los cuerpos.
El discurso del poder político se funda en la ley. De hecho, no
nxlste gobierno ni comunidad humana sin leyes. Pero estas leyes
no sólo se escriben sobre los grandes libros que presiden las
Bibliotecas de los Congresos; las leyes en su ejercicio más
cotidiano y simbólico se trazan sobre los cuerpos. Volvemos, con
i>Bto, a los parajes del psicoanálisis. El cuerpo es más que una
entidad anatómica: es una pizarra simbólica donde se inscriben, no
Hólo los avatares del tiempo, lo hemos dicho, sino también las
urgencias de la ley. Un importante autor francés, Michel De
Oerteau, señala: "no hay derecho que no se ejerza sobre los
i nerpos”. Este planteamiento lo lleva a la aseveración: “del
n (cimiento a la muerte, el derecho se apropia de los cuerpos para
h leerlos su texto”16 Precisamente, la ley inscribe sus letras sobre el
uuerpo configurándolo, así, como su página de escritura. El cuerpo
■ el pergamino de la dimensión social del sujeto; los actos de la ley
Imprimen sobre su territorio corporal. En ese sentido, el cuerpo
•b el topos del ejercicio del derecho. Lo que promueven las
iiiglslaciones son mapas sensibles donde ejecutar sus
irdenamientos. Para ello, se construyen aparatos simbólicos que
n irean los cuerpos con las disposiciones que los regulan. Estos
►t|i.íratos bien pueden ser llamados máquinas de escribir. Esta
máquina de impresiones signa en los cuerpos la cartografía del
poder social. Su cometido: producir al sujeto como escritura
iilQlslada; hacer del sujeto, texto. Su accionar se desarrolla de
i juerdo a dos vertientes, una coercitiva y otra represiva.
La primera opera sancionando un déficit en lo imaginario desde lo
Umbólico: sea que le falten o le sobren elementos estéticos a los
i imrpos, las máquinas de escribir señalan un faltante. Un faltante
toapecto a qué? A un código social. Hay quien se quiere sembrar
¡abello que le falta, hay otros que quieren reducir el tamaño de
T orejas; algunas buscan quitarse grasa, otras ponerse busto.
I l imos ante una ortopedia de lo corporal; no hay represión, sólo
i (lamentación coercitiva. Los códigos funcionan como espejos
exigentes de lo normativo. Los contratos civiles también se nutren
de esta modalidad de las escrituras sociales. El matrimonio, por
ejemplo, legisla el vaivén de las carnes; es un pacto jurídico donde
un cuerpo hecho texto se vincula gramaticalmente con otro,
también devenido texto. Matrimonio: textura del amor legal.
La otra modalidad del movimiento escritural se ejerce de manera
abiertamente violenta. La ley ejecuta, tarde o temprano, sus
sanciones sobre los cuerpos. Desde la tortura con picana,
tehuacán, descargas eléctricas, potros o simulacros de
fusilamiento, hasta la silla eléctrica, la inyección letal o la ley fuga, el
derecho reprime en la superficie y el interior de los organismos. La
cárcel es también una máscara punitiva de la ley. Ella con sus
oscuridades y sus simulacros de readaptación, muestra, en toda su
estatura y veracidad, el modo como lo legal se imprime en las
humanidades de los reclusos. Allí tenemos el apando, los separos
forzados o el denigrante uniforme de rayas; no les basta con
ponerlos tras las rejas, se las quieren pintar en la piel. Del encierro
a la pena de muerte, el cuerpo es el islote donde la sociedad sella
los cuerpos con sus violencias.
Después de todo lo dicho, se puede señalar que el cuerpo es el
libro de nuestra historia vital, civil, jurídica y relacional. Si esto es
así, bien puede señalarse que es nuestro archivo. Cuerpo: archivo
pulsante. No se trata de carnes, flujos glandulares o sistemas
respiratorios, sino de una textología que se habita habitándonos»
Allí están trazados los mapas de los naufragios nocturnos, las
astillas de los telares rotos, los comprobantes de la militancia terca
en las mañanas secas; los raspones del desamor y su sangre
ennegrecida. También, invisibles a la vista, hay tatuajes en las
entrañas; los de los encuentros que sacaror, chispas de vida e
incendiaron el desván de la muerte. A este archivo, la ley quiere
legislarlo, sobre él busca escribir.
Pero vayamos a una acción sorprendente ¿qué sucede cuando el
derecho legitima el uso ilegal de la ley? ¿Qué acontece cuando el
discurso del amo no fundamenta la ley en la justicia, sino en el
delito, supuestamente justificado, pero insostenible? ¿Qué se
produce cuando el rostro del amo se vuelve feroz y, en lugar de
•iscribir su legislación, quiere borrar todo rastro de vida? Adviene un
amo absoluto y obsceno. Este es el caso de la destrucción de los
cuerpos y la acción de la desaparición de los sujetos. Cuando el
poder pierde legitimación puede volcarse hacia la guerra sucia y la
práctica del terror. Sus brazos pueden intentar quemar los archivos
o desaparecer los cuerpos; intentar aniquilar los archivos vitales. De
Certeau mostró la existencia de la máquina de escribir; pero nunca
mencionó la de borrar. Escribir y borrar son los verbos del poder.
:>on las dos caras de la moneda; las dos tenazas del aparato social.
Una mano puede escribir o reescribir, pero otra quiere borrar. La
primera hace a la construcción histórica de las “verdades”; la
legunda a la aniquilación de su posible contestación.
Cuando la escritura de la ley falla, o no puede justificar su
iccionar, puede intentar borrar sus actos ilegítimos. Tal es el caso
de la destrucción de los archivos vitales. Recuérdense los campos
de concentración nazi, durante la Segunda guerra mundial. Esas
illas del terror precisamente concentraban la violencia del
KJmetimiento. Su justificación era ideológica, política, racial y bélica,
pero nunca tuvo legalidad humana; su existencia forma parte de
una de las páginas más negras de la historia. Al principio, estos
distritos del odio servían para experimentos, escarnios
Incomprensibles y oscuros movimientos de las milicias alemanas.
I.os judíos allí asesinados, eran enterrados en las dolorosas fosas
comunes. Pero ¿qué sucedió cuando los generales alemanes
sospecharon la derrota de su armada? Los campos dejaron de
fungir como espacios de concentración, para ser espacios de
(Exterminio. Ya no había sólo cámaras de gas, ahora los cuerpos
<>ran quemados. Incluso se llegaron a desenterrar los cadáveres
II.3ra cremarlos en los grandes hornos de la muerte. Estos hornos
funcionaban como máquinas de borrar. El humo negro por ellos
despedido manchó de hollín el cielo de Europa; no quedaron
(¡uerpos que mostraran historias, sólo ese humo, sólo ese cielo. No
podían quedar rastros de lo allí ocurrido, tal era el anhelo de los
'lesinos. Si no hay cuerpo del delito, no hay evidencia del
asesinato. Destruir los cuerpos es desvanecer las pruebas. Los
cadáveres tenían escritos sobre sus tejidos desgarrados los
movimientos del terror; dejarlos existir, era permitir su lectura. Los
muertos no hablan pero sí dicen. El cadáver es el monumento
escritural de los rasguños de la muerte. Había que acallarlos,
aniquilarlos, para que no dijesen lo que sus signos mostraban.
Pero no sólo en Europa suceden estos “borramientos”, también
en México y, lamentablemente, no hace tantos años. En 1998, la
sociedad de Morelos y de todo el país, conoce una noticia
sorprendente: los altos mandos de la policía de ese estado son
destituidos. El motivo: la sospecha de que son ellos, los encargados
de la lucha antisecuestros, quienes precisamente los perpetraban.
La sorpresa: uno de ellos es descubierto intentando deshacerse de
un cadáver. El resultado: la caída del gobernador Carrillo Olea, que
hasta entonces, a pesar de las múltiples quejas, demandas y
presiones de la sociedad civil, no había querido dejar el poder. Lo
que no lograron los vivos, lo precipitó un muerto. No, esto no es tan
preciso; no fue ese cuerpo, sino las decenas de muertos producidos
por ese régimen. El hallazgo confirmó lo que todos sospechaban,
que las manos de las autoridades estaban teñidas de rojo. Ese
cadáver era la punta del iceberg', el hilo que jala la madeja. Más
preciso: el texto donde se podían leer los actos criminales de una
banda organizada. No todos los asesinatos y secuestros estaban
allí escritos, pero fue el documento que abrió el expediente. Por
curioso que parezca, el cuerpo muerto es un archivo vivo.
Lejana en geografía, pero cercana en ignominia, otra noticia
sacude al país: un grupo de indígenas es asesinado en Acteal,
Chiapas. Entre ellos hay niños, ancianas y mujeres embarazadas.
Las causas del atentado precipitan la polémica judicial, política y
social. Los más ingenuos alegan pugnas entre grupos, los más
cínicos hablan de conflictos intercomunitarios; la mayoría sospecha
del gobierno local y sus brazos armados. Durante los primeros días
después de lo ocurrido, la verdad queda en suspenso; la
credibilidad de las autoridades, en entre dicho. Pero algo se filtra a
la opinión pública: alguien movió los cadáveres y se sorprende a
miembros de grupos paramilitares intentando desaparecer los
cuerpos. De nuevo, un acto ¡legítimo, un intento de borrarlo y unos
cuerpos que “cuentan” la dura historia de su masacre. Sí, los
muertos cuentan17.

8. Memoria viva

Los que están en el aire pueden desaparecer, los que están en


la tierra pueden desaparecer, los que están en la radio pueden
desaparecer, los amigos del barrio pueden desaparecer... pero
los dinosaurios van a desaparecer.

Charlie García

Hemos señalado aquí, cómo el poder actúa sobre los sujetos con
máquinas de escribir y de borrar; cómo los cuerpos en tanto
irchivos vitales, son los libros de la historia. Hemos relatado tristes
ejemplos para mostrar cómo la desaparición de los cadáveres es
una práctica del terror, cuando la ley se vuelve ciega a sus tareas e
Intenta suprimir toda huella de sus errores; de qué modo borrar un
■íuerpo del mapa de los vivos, produce un hueco en relación con la
Verdad. Pero existe otra práctica social del borramiento que ha
lastimado a las sociedades, principalmente, a las latinoamericanas.
Durante los años setenta, en diversos países como Argentina y
Ohile se desató una beligerancia sucia. Los milicos la llamaban
"guerra contra la subversión”; los estrategas, hoy se sabe, la
nombraban Operación Cóndor. Ésta consistía en sembrar terror y
gestar persecución. Una de las modalidades que acogió, fue la
práctica de la desaparición. Las personas que resultaban
>spechosas de actuar, hablar o pensar contra el régimen militar
podían desaparecer. Muchas desaparecieron. Su desaparición
Implica muchas cosas: no sólo un profundo dolor sino la instalación
'Je un estado de miedo y la dificultad social de actuar en contra de
quienes perpetraron ese acto. Las leyes no siempre son justas; más
bien lo contrario. Han existido leyes que indultan a los militares,
pero ninguna ley puede sembrar el olvido. Las dificultades no sólo
son existenciales, también son jurídicas. Al no haber evidencia de la
muerte o de la prisión, no puede levantarse acta del asesinato o la
tortura. Si no hay escritura de una muerte ésta parece no existir. En
lo íntimo, ¿cómo llorar una despedida si no hay prueba del adiós
definitivo? ¿Cómo comenzar a elaborar un duelo si no hay tumba
donde visitar a nuestros muertos? Lo que se produce con la
desaparición es un acto doblemente violento: no sólo se comete un
delito, sino que no hay modo de comprobarlo. El que no exista acta
de defunción, oficial o no, obstaculiza el discurso legal; el hecho de
que no haya trazos de una muerte impide probarla y, por lo tanto,
actuar en consecuencia. Y no nada más eso, sin tumba para llorar y
demandar, no hay modo de testificar un proceso. Más preciso: lo
que se produce con la inexistencia de una tumba, es la negación de
la escritura de la existencia, es decir, si no hay escritura que
sentencie el acontecer de una muerte, ia prueba misma de una vida
queda pendiente. Sin escrito ante la muerte, se tensa la fragilidad
del tiempo; el transcurrir queda en vilo. Una vida se prueba con, al
menos, dos actas: la de nacimiento y la de defunción; son los dos
tiempos escritúrales de la existencia, de la veracidad de una
existencia. Por acta se entiende aquí, texto, tumba, prueba tallada;
inscripción del acto. Si falta una de las dos, la verdad queda en
entre dicho. Tal es la dimensión jurídica que genera una
desaparición: sin acta de muerte no se puede castigar, ni
sentenciar, porque nada se puede asegurar ni probar. Con la
violencia de la desaparición, no hay ni reescritura ni nuevo
establecimiento de la verdad, sólo existe un agujero que la
mantiene pendida de una nada.
Hace poco se publicó en Argentina un libro titulado: Ni el flaco
perdón de Dios. Se trata de un texto que, a mi parecer, conjuga la
memoria, el dolor y la historia. Su contenido se basa en testimonios
de aquello que la época de la dictadura y sus guerras provocaron,
no sólo en el país, sino en las vidas particulares. Los hilos de las
narraciones singulares, tejen uno de los rostros más duros de los
tiempos modernos; las letras de la intimidad escriben el alfabeto de
la historia. Quizá por ello no sorprende que quienes construyeron
este libro sean un poeta y una psicoanalista, me refiero a Juan
Gelman y Mara La Madrid. Del conjunto de las narraciones se
presentará sólo un relato. Este testimonio muestra intensamente
muchas de las aristas aquí talladas. No se harán comentarios a su
contenido; éstos se despliegan ante la vista.

Tengo 24 años y Silvina 20. Llegamos a París en 1982. Aquí


estaba mamá, liberada después de 7 años de cárcel. Cayó en el 74.
Papá desapareció en el 75; Silvina nació cuando mi madre estaba
en cautiverio [...] Cuando lo matan a papá, cuando no lo veo más,
sufrí un traumatismo psicológico y dejé de hablar. Estuve muda un
año y medio. Es que caí presa con mamá y la torturaron delante
mío. No sólo perdí el habla; perdí la memoria. Los recuerdos que
tengo de mis primeros cuatro años, los recuperé hace poco. La
memoria volvió junto a mamá [...]
La desaparición es algo muy difícil de asumir. ¿Dónde está?
¿Cómo está? Hacer un duelo es enterrar a una persona; enterrar y
laber que está ahí. No es así cuando no hay cuerpo y no se
ijonocen las circunstancias exactas de la desaparición [...]
Con la Argentina tengo una relación pasional. Miro las calles de
mi infancia y vivo el pasado en el presente. ¡Qué emoción volver! La
primera vez tenía 18,19 años. Reencontré a la abuela paterna a
i|uien no veía desde los cuatro. Cuando abrió la puerta pensé no
me va a reconocer. La que no la reconocí fui yo. La había olvidado
I •]
Me di cuenta de que lo que tanto me emocionaba no era volver a
i j Argentina, sino que allí esperaba a alguien, y ese alguien era mi
padre [...]
A los 23 años sentía que tenía que regresar otra vez [...]
I rebajaba al lado de una playa a la cual iba de chica. El día que
torminé, al titular mi memoria para mandarla a Francia, escribí: “A
propósito de animales desaparecidos en el suelo de la pampa”. De
nipente me di cuenta de que buscaba otras huellas. Me dije: si
estás buscando rastros de hace 30,000 años ¿por qué no te ponés
a buscar lo que necesitás saber? [...]
Buscarlo se volvió reivindicar la memoria de mí padre, sus
sueños. Por lo menos que reconozcan sus sueños. Me costaba
saber, saber cómo lo torturaron, cómo lo mataron. Di el paso, el
primero. Era el momento.
Fui a mi ciudad y comencé por los archivos. Sabía que habían
secuestrado a un directivo de una compañía de cemento del lugar.
Busco en los diarios de la época, comienzo a preguntar [...] El
marido de la directora del archivo da el mes [...] Busco en el diario
ese mes, y aparece la foto de mi padre y de mi tío [...] Me puse en
contacto con la persona a la que le habían comprado la imprenta
[...] Así fui haciendo el esqueleto del último tiempo [...] Llegué a la
casa de los ex detenidos-desaparecidos. Llevaba una foto para ver
si alguien lo conocía [...] Recorrí lugares, al fin alguien, uno sabía.
Lo llamé [...] Compartieron la celda y las torturas durante 14 días. A
papá, los diarios lo daban por muerto en un enfrentamiento; lo
matan unos días después de que publican su muerte, es decir, no
es cierto que murió en el enfrentamiento sino unos seis días
después. Lo arrestan a la mañana, y en la noche, cae la casa
donde se preparaba un golpe de su grupo político; por lo tanto
pensaron que era traidor. Pasan 3 ó 4 meses hasta que se
descubre al denunciante, pero en la cabeza de la gente quedó que
mi padre era un traidor [...] Es por esta supuesta traición que nunca
supimos nada, que ni los compañeros nos querían decir. Papá se
había cambiado de nombre. Con la fecha, el lugar y el nombre falso
con que habían caído, me presenté en la Comisaría; “a mi papá lo
mataron en el 75 ¿alguno estaba acá? Sí, yo; - dice alguien -. A la
gente que moría en la calle todavía la llevábamos al cementerio”.
Fui al cementerio, lo busqué por su nuevo nombre. No estaba,
“Búsquelo por su verdadero nombre”. Ya estaba perdiendo las
esperanzas, cuando lo encuentro en una fosa común; estaba con
un bebé de tres meses; el hijito de unos compañeros que cayeron
después. Lo desenterraron los antropólogos forenses, comprobaron
múltiples torturas y un tiro en la cabeza, a un metro de distancia.
Eso no se da en un enfrentamiento. Lo llevé a enterrar a Olavarría,
que era su ciudad. Fue el drama del siglo [...] Lo que importaba era
que la ciudad reconociese que estaba muerto y por qué estaba
muerto. Todo mundo tenía una historia, pero nadie tenía la verdad
Yo quizá a él no lo encontré, pero encontré su memoria.
Encontrarlo y enterrarlo fue poner las cosas en su lugar. La
iesaparición le hace mal a Argentina. Que sea bueno, que sea
malo, que sea delincuente, una persona necesita un entierro; no
puede desaparecer. Para cada persona, al menos, una sepultura.
Enterrar a los muertos es una necesidad humana. Los enterrás en
un lugar y ese lugar es tuyo; uno determina su territorio cuando
■»ntierra a sus muertos [...] Nuestro caso es un poco particular,
nosotros lo encontramos muerto; no todo el mundo tiene esa
luerte. El asunto es que, en Argentina, no se hizo justicia. La
Justicia se tiene que hacer; la justicia es como la verdad. Nuestros
pedrés no están desaparecidos, están muertos. Los mató alguien;
no quiero que me den plata por eso. Lo que dice la ley no es
vordad; la verdad se tiene que buscar ,..18

Un último apunte. Lamentablemente, el dolor de las


'i-íBapariciones, no sólo se vive en Argentina, ni se circunscribe a
los años setenta. El sábado 29 de noviembre de 1997, se publica
' n el periódico La Jornada, esta nota: “En México existen mil 300
<l08 aparecidos y de ellos ochenta por ciento son indígenas de los
altados de Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Puebla. [...] Estas
desapariciones ocurren en los estados que cuentan con difíciles
(ondiciones de vida y donde los campesinos e indígenas se
erganizan para protestar contra la represión o las injusticias” . Sin
t omentarios.

9. Colofón

( orno se ha podido leer, el tema de los archivos, el olvido y la


historia no sólo es vigente, sino que exige una teoría que permíta
pensar, desde muchos lugares, las escrituras del tiempo. Aquí se
intentaron al menos dos cosas: primero, cernir las condiciones de
ciudadanía para el concepto de archivo en psicoanálisis; segundo,
abrir una vía de relación entre el campo analítico y la historia,
Evidentemente, sólo se esbozó el esquema de cuestiones que nos
parecen importantes para la construcción de dicha teoría.
Recapitulemos: el escrutinio de los archivos, tal como lo
proponemos aquí, no pasa por una percepción de lo visible, sino
por una lectura de los trazos y sus laberintos. No se trata de
recuperar lo perdido, lo que resulta imposible, pues siempre
quedará un resto inasimilable, sino de destejer las madejas del
tiempo a partir de fragmentos, pedazos dispersos, ausencias
sospechosas; raspones sorprendentes. La labor frente a los
archivos debe reconocer sus hilos colgantes, sus enunciados
trabados; la evidencia de que la verdad está tramada en las
dimensiones de lo reprimido. Ante los documentos es necesario
hacer una tarea de tensión de los enunciados; de puntuación del
silencio en el magnum de las letras; de desciframiento de los
escritos y sus faltantes; de sus borrones y huecos sintácticos. Ante
todo esto nos enfrentamos los psicoanalistas y los historiadores,
cuando concebimos los archivos como las texturas del tiempo.

Notas

1. Desde hace algunos años el concepto de archivo me ha


parecido muy importante para reflexionar sobre algunas
cuestiones del psicoanálisis. Con algunos amigos realizamos,
en 1991, una revista llamada Anamorfosis y en ella incluimos
una parte dedicada a la recopilación de documentos o sucesos
importantes para la historia que nos convocaba. Esta sección
fue llamada “Archivos actuales".
2. La información vertida en este párrafo se tomó del artículo de
Adriana Malvido publicado el 14 de marzo de 1998 en el
periódico La Jornada.
3. Véase La Jomada del 14 y del 17 de marzo de 1998.
4. Véase La Jomada del 5 de febrero de 1998, p. 9.
5. Para una información detallada de la historia de estosarchivos y
sus intrincadas veredas, remitimos al excelente artículo de
Jaime Ramírez, aparecido en el número 249 de la revista
Nexos. Cabe destacar, también como referencia fundamental, el
libro escrito por Sergio Aguayo titulado 1968 Los archivos de la
violencia, México, Grijalvo, 1998.
6. Muchas de las ¡deas que aquí se esbozarán surgieron de la
lectura del libro de Jacques Derrida, llamado Mal de Archivo.
Este texto emanado de una conferencia pronunciada el 5 de
junio de 1994 en Londres, está lleno de sugerencias y
provocaciones para aquellos que nos dedicamos al
psicoanálisis. Me alegro de haberlo encontrado para poder
pensar, compartir y también disentir o divergir con lo allí
planteado. El presente escrito es el reconocimiento de este
hallazgo.
7. El tema de las afasias y el lugar que tuvo la reflexión sobrelas
mismas en la arqueología del saber freudiano, han sido tratados
en el libro Sujeto y estructura, México, Ediciones de la Noche,
1997. A él remitimos para ahondar al respecto.
8. Freud sostiene el edificio conceptual del psicoanálisis en lo que
fueron llamadas las dos tópicas. La primera tópica va de 1914 a
1917 y abarca los textos Introducción del narcisismo, Pulsiones
y destinos de pulsión, Lo inconsciente y La represión; la
segunda que se inaugura en 1919 con Más allá del principio de
placer, incluye escritos como Inhibición, síntoma y angustia, El
yo y el ello, Esquema del psicoanálisis, Lo ominoso, y El
problema económico del masoquismo, entre otros. En los
primeros textos citados, se construye la llamada Metapsicoiogía
Freudiana, sustentada en la tridimensionalidad del consciente,
preconsciente e inconsciente; en los segundos surgirá aquélla
del yo, ello y superyo, así como la reflexión sobre la pulsión de
muerte.
9. Para una mayor profundización de estos complejos procesos,
remitimos al texto de Freud de 1910, titulado Observaciones
sobre el concepto de inconsciente en psicoanálisis. Además
sugerimos el capítulo XIX del libro Sujeto del inconsciente,
México, UNAM, 1993.
10. Se hace visible que la pulsión está planteada en una dimensión
simbólica, tanto en su referencia a la representación, como en el
acto de su duplicación.
11. Véase tomo XVI, de las Obras Completas de Freud, Buenos
Aires, Amorrortu Editores.
12. Tanto en el texto Sujeto del inconsciente como en Sujeto y
estructura se citó este importantísimo párrafo. Sólo se quiere
subrayar aquí, que en ambos textos se hacen diferentes
lecturas; se mira desde diferente ángulo y se problematizan
otras dimensiones.
13. Dos autores han puesto el acento y han fundamentado la
relación entre inconsciente y escritura, me refiero a Jacques
Lacan y a Derrida. El primero, psicoanalista; el segundo,
pensador radical de la escritura y la deconstrucción. En otro
lugar desarrollaré las aportaciones, las convergencias y las
similitudes de estos dos autores, pero por el momento quisiera
señalar algunas cuestiones que atañen a esta relación.
Lacan ha trabajado la dimensión de la escritura y sus
implicaciones en cuatro grandes momentos: aquel que se
inaugura en 1957 con el escrito La instancia de la letra o la
razón después de Freud\ el segundo surge después, en 1961
con su seminario sobre La identificación-, el tercero inicia en
1966 con su problemática la Lógica del fantasma. En un cuarto
tiempo, propondrá una nueva concepción de la letra en su texto
Lituraterre, emergido de su seminario De un discurso que no
sería del semblante, para desembocar en una propuesta de la
escritura de lado de los nudos y las cadenas borroméicas, hacia
principios de los años ochenta.
Por su parte, Derrida ha escrito prácticamente toda su obra
alrededor de la crítica a la metafísica de la escritura y de una
nueva propuesta para pensar la filosofía y la cultura. Pero en lo
que respecta a la dimensión del inconsciente y la escritura, ha
señalado cuatro tiempos de la obra de Freud: el primero lo
remonta al Proyecto de psicología para neurólogos; el segundo,
a la obra de 1900 dedicada a La interpretación de los sueños; el
tercer tiempo lo encuentra en los textos de Metapsicología; por
último, el más fecundo momento que está en la obra de Freud
sobre la escritura y el aparato psíquico, lo refiere al texto Nota
sobre el bloc mágico.
14. Véase El ogro filantrópico de Octavio Paz. México, Joaquín
Mortiz, 1979.
15. El personaje de Tlacaelel, había quedado semioculto en la
sombra de la memoria, hasta que un artículo de Juan Capetillo
me lo recordó. Su trabajo sobre este importante actor de la
historia es, a su vez, un comentario sobre un libro de Roberto
Peredo. Para referencias ricas en contenido y reflexión habrá
que remitirse a esos textos.
16. Michel De Certeau. La invención de lo cotidiano, México,
Universidad Iberoamericana, 1996, p. 152.
17. Carlos Fuentes, en su novela más reciente Los años con Laura
Díaz, narra que el 3 de octubre de 1968, las autoridades
permitieron reconocer los cuerpos, identificar a los muertos,
pero no llevárselos. Los familiares no pudieron enterrarlos. No
debía haber escritura de la violencia. Imagínense cientos de
funerales esos días, miles de flores surgidas del asesinato y
recostadas sobre las tumbas ... ¿será sólo literatura?
18. Juan Gelman y Mara La Madrid, Ni el flaco perdón de Dios.
Hijos de desaparecidos, Buenos Aires, Planeta, 1997, pp.25-29.
CAPÍTULO III.
PRISMAS ÉTICOS

La historia, los vericuetos de la historia, como se ha visto, no


pueden permanecer al margen de las problematizaciones
psícoanalíticas, ni el psicoanálisis al margen de sus problemáticas.
Freud y Lacan le dan, lo hemos señalado, un lugar fundamental en
el inicio de sus elaboraciones así como en la estructuración misma
de su obra. Específicamente, en el caso del psicoanalista francés, la
historia y su relación con la palabra y la muerte fungen como puntos
cardinales en su propuesta sobre el inconsciente estructurado como
un lenguaje.
Una vez designadas las dimensiones del primer tiempo de la
problematizacíón de la historia en Lacan, y una vez que se han
desarrollado dos intersticios, uno referente a la obra de Bataille y
otro a la cuestión de los archivos, se hace menester recorrer los
postulados que surgen en el segundo tiempo de dicha
problematización. Este momento de la reflexión de la historia en
la c a r, se estructura alrededor del seminario de 1960, llamado La
ética del psicoanálisis. Este seminario es especialmente importante
porque nos permitirá vincular las dimensiones de la ley, tan
Importante para la teoría de los archivos, con la pulsión de muerte.
I n este año, la concepción de Lacan dará un giro radical: transita
do una posición fundamentalmente simbólica de la historia a otra
ligada al registro de lo real y al goce. El deseo toma otra perspectiva
y el sujeto es situado en relación con sus apuestas.
Desde la postura del psicoanálisis hay, a lo largo de la historia,
(juatro grandes propuestas éticas: la aristotélica, aquélla surgida del
Imperativo kantiano, la propuesta libertina de Sade y, por último, la
■Mica del psicoanálisis, que incluye el pensamiento de Freud en
tonsión con el de Nietzsche.
S u je t o en el la b e rin to

1. El imperativo y sus razones

En occidente, el filósofo más influyente y riguroso en el campo ético


es Emmanuel Kant. Tres son las obras que este autor alemán
dedica específicamente al tema de la ética y la moral. La primera
llamada Fundamentación de la metafísica de las costumbres es
fechada en 1785, la segunda y más importante por su estructura y
contenido, es la famosa Crítica de la razón práctica, publicada en
1778, la tercera obra ética lleva por título Metafísica de las
costumbres de 1797. Desde la publicación de su célebre Crítica de
la razón pura, Kant había abordado temas relativos a la ética, sobre
todo en el capítulo tres Arquitectónica de la razón pura, donde
clasifica las disciplinas filosóficas dándole un lugar fundamental a la
ética. Pero no es sino hasta su texto Fundamentaciones donde los
conceptos de libertad, voluntad y ley son tratados in extenso. La
segunda Crítica, aquella que ahora se refiere a la razón práctica,
retoma y profundiza lo señalado en el texto antes citado. El último
de sus escritos dedicados específicamente al tema, se llama
simplemente Metafísica de las costumbres, donde desarrolla los
temas capitales esbozados en las Fundamentaciones,
específicamente aquéllos relacionados con las diversas vertientes
de la legalidad y la estructura del Derecho. Este libro se divide, a su
vez, en dos partes: Principios metafísicos de la doctrina del derecho
y Principios metafísicos de la doctrina de la virtud.

En el principio de la ética está la pregunta por la acción ¿Qué es


lo que motiva la realización de un acto? La respuesta a esta
pregunta definirá las posturas. Una acción puede surgir de un cierto
interés. Este interés, sin embargo, puede tener múltiples orígenes.
Puede brotar de los espacios de la sensualidad o de los cauces de
la razón. Si está del lado de lo sensual, para Kant esta posición
apetitiva, se enmarca dentro de los límites de lo subjetivo y lo
placentero. Si en cambio responde a una vinculación con la razón,
su naturaleza es radicalmente distinta. La facultad de realizar o no
una acción se denomina arbitrio. El arbitrio puede ser determinado
por la sensibilidad, es decir, por el llamado de los sentidos. Si así
fuere, éste sería mucho más una inclinación, o, más precisamente,
un atributo ligado a lo naturalmente animal; un arbitrum brutum.
Pero si, por el contrario, el arbitrio se sostiene sobre las reglas de la
razón pura, se convierte en facultad ética; él puede ser afectado por
los sentidos pero nunca determinado por ellos, si quiere ser
distintivo de lo humano. Ahora bien, el arbitrio regido por las reglas
de la razón, se llama libertad. La libertad es la facultad de la razón
cuando ésta deja de ser teórica y se convierte en práctica; es la
razón práctica sosteniéndose a sí misma. La libertad, en tanto razón
práctica, debe vincularse a las leyes que la coordinan.
Existen, según Kant, dos tipos de leyes: las físicas o naturales y
las morales. Las que atañen al campo de la libertad y el albedrío
humano, son evidentemente las últimas. Las leyes morales pueden
referirse a condiciones externas y se les denomina jurídicas; pero si
exigen una dimensión interna y una acción fundada en principios, se
llaman éticas. Las leyes, entonces, tienen una legalidad, referida a
lo exterior, y una moralidad, sostenida en la conformidad con los
principios. La ética exige las dos dimensiones de la ley: se vincula
con lo externo y con lo interno. La libertad es la facultad de ejercer
<íl arbitrio tanto en lo exterior como en lo interior, pero siempre
ieterminado por las leyes racionales. La libertad, por ser una noción
de la teoría, debe, como se dijo, representar la dimensión práctica
<le la razón. Pero este accionar práctico se fundamenta en las leyes.
I stas leyes, en tanto dimensiones prácticas tienen la cualidad de
•er imperativas en su realización. Las leyes morales tienen un
carácter imperativo. La ley moral se sostiene sobre un imperativo,
ni, categórico. Los imperativos categóricos implican que son
Incondicionales y absolutos, a diferencia de los técnicos, que son
relativos. Las acciones se realizan porque desde el campo de la
libertad, el imperativo exige su realización. Este actuar es, entonces,
In realización práctica de un deber. El deber se establece como el
icclonar de las razones prácticas. La ley es entonces, el texto que
■losde el deber, a partir del establecimiento de un imperativo,
promueve la realización legal y moral de un acto. La ley hecho-
deber se rige por máximas independientes de lo subjetivo. Así,
llegamos a la posibilidad de enunciar el imperativo categórico: “Obra
según una máxima que pueda al mismo tiempo tener valor de ley
general”1
Esta máxima aparece en la Metafísica de las costumbres,
exactamente en su introducción a “Principios metafísicos de la
doctrina del derecho”. Pero no nos deja del todo satisfechos, ya
que, al menos, dos imprecisiones se prefiguran: primero, hace falta
la dimensión de la voluntad, básica para el pensamiento de Kant y,
además, la palabra “general” hace ruido pues, sin ser errónea, es
por lo menos, inexacta.
Una primera precisión se realiza en el libro Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, donde se cambia la categoría de
general, por aquélla, ahora sí eminentemente kantiana, de
universal: “El imperativo categórico es, pues, único, y como sigue:
obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo
que se tome ley universal’2
Sin embargo, la versión más precisa del imperativo, aparece en el
texto La crítica de la razón práctica. Uno de los conceptos
fundamentales de Kant es la voluntad. Sin ella es inexplicable el
accionar ético. Para que una ley pueda ser acatada éticamente,
ésta debe realizarse por voluntad propia. Si, por ejemplo, alguien
siguiese una ley al pie de la letra, pero lo hiciera motivado por una
amenaza o un castigo prometido, se cumpliría un acto legal, pero no
una acción ética. El acatamiento de la ley debe surgir de la
voluntad. Ella es la prueba de la eticidad del cumplimiento. La
voluntad es la razón práctica. Ahora, la voluntad que representa
junto con la libertad, los pilares del cumplimiento práctico de la
razón, no puede subsumirse a valoraciones personales; debe, por el
contrario, sujetarse a una ley que sea válida para todos. Una ley de
esa naturaleza es una ley universal. Las leyes son universales
porque se fundamentan en la razón pura y su realización práctica,
Así nos lo hace saber Kant en el punto 7 del capítulo uno (De los
principios de la razón pura), del libro primero, (La analítica de la
razón pura práctica), de la primera parte, (Teoría elemental de la
razón pura práctica). Allí se lee: “Obra de tal modo, que la máxima
de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como
principio de una legislación universal”3

2. Los desenfrenos de la virtud

Una de las sorpresas que genera la lectura de Lacan, es la inclusión


de un filósofo, escritor y revoltoso libertino en el espacio del
pensamiento ético. Por asombroso que parezca, Donatien Alphonse
Francois, mejor conocido como el Marqués de Sade, también
realiza una propuesta en este campo. Además, según Lacan su
pensamiento está, muy cerca del de Kant. Tanto Sade, como el
filósofo alemán, fundamentan su filosofía en un imperativo; en una
ley universal que debe cumplirse. Proponer una acción legal a la
cual, universalmente, todos deban someterse vincula
filosóficamente a Kant con Sade.
El famoso Marqués de Sade fue un hombre lleno de experiencias
sexuales, carcelarias y, también, literarias. Visitó burdeles de la
Place Vendóme, castillos en Versalles, masmorras de la Bastille y
asilos de locos en Cherenton. Experimentó 120 días de Sodoma,
Los infortunios de la virtud, las tristezas de Justine y los vicios de
Julliete. Militó con el ejército francés en su lucha contra Prusia, con
ñus camaradas de barrio en la revolución y con muchos libertinos en
las orgías de París. Sobrevivió a dos condenas a muerte, escapó de
varias prisiones y cató de todos los culos.
Pero no sólo probó los jugos más espesos de los cuerpos
excitados, ni lamió los rincones más secretos de los pliegues
humanos, sino que además se remojó la pluma para escribir textos
repletos de descripciones asombrosas de las palpitaciones del
ijoce. En 1986, Jean-Jacques Pauvert preparó para la importante
editorial francesa La Plédiade, una nueva edición de las obras del
Marqués en, nada menos, que doce volúmenes. Además, muchos
pensadores y escritores de todo el mundo, como Apollinaire,
krtaille, Blanchot o Paz, han reconocido en sus letras no sólo la
fuerza de la narración subversiva, sino la rigurosidad de su
pensamiento.
Recorrer la literatura sadiana rebasa por mucho los límites de
este texto, sin embargo, no podemos no referirnos a sus escritos
para señalar su imperativo ético. A manera de síntoma o de botón,
tomaremos como muestra uno de sus escritos más interesantes y
escandalosos: La filosofía en la alcoba.
La philosophie dans le boudoir, nombre original de esta obra, se
publicó en 1795. Se trata de una pieza escrita en forma de obra de
teatro. Los personajes principales son: el Caballero de Mirvel,
Madame de Saint Ange, Eugenia de Mistival y Dolmancé. Consta de
cinco escenas y un intermedio. Este fragmento de la obra se
presenta bajo el formato de un discurso político, leído por el
caballero delante del telón. El panfleto, titulado “Un esfuerzo más,
franceses, antes de que podáis llamaros republicanos”, representa
lo esencial de la propuesta filosófica de Sade. De hecho, se publicó
por separado y tuvo una gran difusión en la revolución de 1848. Es
específicamente a este texto que haremos referencia.
Si pudiera resumirse el espíritu de esta proclamación filosófica,
sería la reivindicación apasionada de una república de libertinos,
donde el goce y sus colores reinasen sobre el borbotón de los flujos.
Hay allí, una propuesta social y una declaración de principios. Estas
máximas toman el sesgo de leyes radicales a las que todo
ciudadano deberá someterse. Un nuevo ideal impregna sus
páginas: el de la libertad y el placer desmesurado. El modo es
impositivo, la propuesta universal y la dimensión legal.
El tono de imperativo categórico atraviesa todo el texto y aparece
en diferentes momentos de la obra.
Su precisión se deja ver desde la dedicatoria que es, más que
nada, una convocatoria. Allí, el Marqués invita a las mujeres
sensuales a someterse a las “leyes divinas del placer”, a las jóvenes
doncellas las convida: “rendios a las leyes de la naturaleza”; y les
dice a todos los libertinos “someteos a esas pasiones”.
Pero vayamos directamente al discurso para puntuar allí los
asuntos que nos atañen. El panfleto está construido de tal manera
que su alegato ético se divide en tres grandes temas: la crítica
radical a la Iglesia Católica, la reformulación de las obligaciones de
los ciudadanos y la reivindicación de los crímenes y sus categorías.
A la Iglesia Católica la acusa de ser una aliada histórica de los
reyes y los monarcas, por lo que para la construcción de una nueva
república, se hace necesario que los franceses se apliquen a la
destrucción de la influencia eclesiástica. Tanto en el campo de las
leyes y de la educación como de la teología, la iglesia debe ser
ridiculizada, combatida y sobre todo, cuestionada desde una nueva
legalidad. Así nos lo hace saber: “Nuestra religión - nuestro código
de conducta - no debe fundarse en los mandamientos de un
charlatán fallecido hace mucho, sino en principios que nuestra
lógica nos hace reconocer como correctos”. Es evidente en esta
frase, la dimensión ética respecto al comportamiento sustentado en
principios, pero por si hubiera duda al respecto, más adelante se
asegura sin anestesia: “Debéis apresurar vuestra tarea de educar a
la juventud; no educarla con las estupideces elementales que fueron
vuestra primera educación a manos de los curas, sino en una ética
firme basada en una estructura lógica”4.
Algo que atrae la atención es que en ambas declaraciones se
hace un llamado a la lógica. Si bien es cierto que el texto está
organizado como un tratado filosófico, los entramados de esa lógica
deben ser explicitados. Sade, como se ha señalado, no proclama
una sociedad sin leyes, por el contrario, la invitación es a construir
un territorio legislado por nuevos principios. Estas máximas
republicanas deben ser legales y obligatorias: “La cuestión que
tenemos ante nosotros es esta: “cuáles obligaciones y qué
categorías son las que, como republicanos, debemos imponer
legalmente a nuestra nación en conjunto”5. Cualquier parecido con
Kant, no es mera coincidencia.
Aquí es donde se presenta otra de las dimensiones
fundamentales del pensamiento sadiano. La nueva legalidad, el
nuevo código con sus principios y reglamentaciones, en fin, la ética
propuesta, se sostiene sobre una posición que no desdeña las leyes
'lino que se estructura a partir de otra lógica: la de la naturaleza.
Sade propone pensar las acciones humanas desde una glorificación
filosófica de las leyes de la naturaleza.
La naturaleza tal como la concibe el Marqués, no se asemeja al
naturalismo de Rousseau. El hombre no nace vinculado con lo
natural para gestar una armonía; la naturaleza tiene una fuerza que
los hombres, no sólo no deben evitar o combatir, sino que deben
participar en su realización. La naturaleza es un remolino de fuerzas
y accidentes, sus caminos y posibilidades son infinitas; es obscena,
obcecada e irrefrenable. La realización de sus acciones no obedece
a una significación fuera de su movimiento mismo, entonces, no
reconoce moralidad alguna. La naturaleza no conoce
reglamentación moral; tampoco las pasiones emanadas de ella. Por
ello, los hombres y las mujeres deben someterse a los designios de
sus fuerzas; deben participar en sus voluptuosidades y no en su
impedimento. Es desde esta lógica que Sade cuestiona y quiere
transformar las obligaciones y las categorías criminales.
Una vez proclamada la destrucción de la Iglesia, Sade analiza las
tres obligaciones sociales: frente a sí mismo, relacionadas con los
otros y las vinculadas con un ser supremo. Es evidente que
desestima todo sometimiento a cualquier deidad y propone, por
tanto, la desaparición de todos los delitos llamados religiosos,
Respecto a las obligaciones para consigo mismo, la única que debe
establecerse, es la de obedecer a los propios impulsos, la de
procurarse la mayor cantidad y cualidad de placer. Por último, en
relación con los demás, nadie tiene la obligación de amar a su
prójimo: la naturaleza no dicta tal estupidez. No solamente eso, sino
que también se tiene el derecho de no tolerarlo o presentarse como
totalmente indiferente.
Ahora bien, si es cierto que respecto a las obligaciones Sade se
muestra bastante mesurado, es cuando cuestiona el código francés
en materia penal, que arremete con toda la fuerza de su
pensamiento. Ante la condenación de la calumnia, el robo, los
excesos sexuales y el asesinato, propone su exaltación. Defiende la
calumnia porque es un testimonio de posibilidades sociales y el
robo, ya que resulta ser un derecho y una bendición social ante el
desequilibrio económico. Pero donde pone un mayor énfasis en la
legitimidad de los llamados crímenes, es cuando defiende la
prostitución, el adulterio, el incesto y la sodomía. Ante ellos, exige la
abolición de la moral monárquica y religiosa. En su lugar, la
República debe velar por la libertad de los ciudadanos. No sólo no
debe perseguirse ningún libertinaje, sino que, a partir del adulterio,
el estupro, el incesto y la sodomía se debe pregonar, proclamar y
declarar una nueva ética. Hay un nuevo principio soberano: le droit
de propiété sur la jouissance, es decir, el derecho de propiedad
sobre el goce. Todos pertenecen a todos y cualquiera puede utilizar
al otro como instrumento de su goce. Ante la mujer, la pasión
llevada a la posesión le hace decir a Sade: “... según leyes justas
(...) mi derecho incontestable sería disfrutar de ella; además, podría
ooligarla a someterse a mis deseos si ella, por cualquier razón,
presentara resistencia”6. Pero no se lea aquí un machismo, las
mujeres también tienen el derecho republicano de gozar de los
hombres aunque estos se resístan. El cuerpo del otro no es más el
límite del placer desaforado sino que está incluido como medio para
obtenerlo. Además, no solamente puedo someter al otro a mis
deleites sexuales, también puedo infringirle dolor o, incluso, llegar
hasta su destrucción. El asesinato y el arrebato sexual son dos
fuerzas emergidas del caudaloso brotar de la naturaleza.
Para Sade la naturaleza no se detiene ante el empuje del goce, ni
■inte la fuerza de la destrucción. De hecho, ese es su modus
faciendi. Sus movimientos producen un desarreglo permanente, una
destrucción constante y una agitación continua. No hay barrera
contra su fuerza, específicamente contra su violencia. La violencia
t»s la energía de la naturaleza. Por ello, tanto en el sexo como en el
■isesinato, su reino impone ley; fornicar y matar son dos heraldos
del ímpetu natural.
Aquí es donde se pueden anudar los hilos del pensamiento
-ídiano. La violencia y no la armonía vincula a los humanos. El
placer sexual que se'experimenta no reconoce límites porque quiere
Hogar hasta los caudales de la violencia misma, a saber, el dolor. El
placer violento quiere inyectar cantidad y produce un cambio de
calidad: se transforma en dolor. El placer que duele puede gestar su
contrario, el dolor que gusta. El placer supremo empuja a la carne a
probar de su crueldad en un dolor valioso. Arrancarte los ropajes de
la tranquilidad con un beso que sepa a sangre es empujarte a gemir
sufriendo y a gritar gozando. La violencia desnuda a la naturaleza y
la muestra bajo su rostro más abrupto: el mal. El bien y el mal están
en incesante lucha, pero generalmente, el primero pierde. Según
Sade, las mujeres virtuosas son desdichadas, pobre Justine, y las
voluptuosas, asediadas, venga Juliette ... “si la infelicidad persigue
la virtud y la prosperidad acompaña al vicio, es infinitamente mejor
tomar partido por los malignos ...”7 La naturaleza convoca al mal. No
sólo eso, sino que lo alberga, lo anida; lo hospeda. Es más, es el
mal. Pero si ella es el mal, éste es natural. El placer llevado hasta el
litoral del dolor por el navio de la violencia natural, es el otro nombre
del goce; el goce es el mal “disfrutable”.
Ahora sí se pueden hacer algunas afirmaciones respecto a la
ética de Sade y su relación con Kant. El imperativo categórico,
funciona en ambos sistemas como una máxima universal. La ley se
justifica en su realización práctica por la lógica que la comanda. En
Sade el imperativo atañe al goce. La ley es imposición de goce. La
ética sadiana exige el sometimiento, de todos, por voluntad
voluptuosa propia, al goce y sus destinos. De ahí que Lacan en su
escrito Kant avec Sade enuncie así, la máxima del imperativa]
sadiano: “Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme
quienquiera, y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me
detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana
saciar en él”.
J ’ai le droit de jouir de ton corps, peut me dire quiconque, et ce
droit, je l ‘exercerai, sans qu’aucune limite m ’arréte dans le capric§
des exactions que j ’aie le goüt d’ y assouvif-
3. Epistéme y ley

Relacionar a Kant con Sade ha mostrado sus frutos. Ahora es


necesario vincular la dimensión del imperativo y la ley, con el gran
fundador del pensamiento ético, a saber, Aristóteles.
Kant introduce filosóficamente el imperativo categórico y Sade lo
reivindica en una práctica del goce. El Marqués lleva la ley hasta
sus grutas más íntimas y la vincula con el mal. La propuesta ética
sadiana sostiene su edificio en una legalidad natural; aquélla de lo
maligno. De este modo, su imperativo ordena someterse a los
desfiladeros del goce; a la espesura humana del mal. En el otro
extremo del pensamiento filosófico, está Aristóteles y su
señalamiento sobre el bien.
La propuesta aristotélica se sostiene en una concepción del
hombre guiada por un fin fundamental; los humanos vivimos de
■icuerdo con una tendencia al bien. Pero no con cualquiera, sino con
el soberano Bien. Así nos lo hace saber desde la primera línea de
lu libro fundamental sobre el tema, Ética Nicomaquea. Allí se lee
desde el libro uno, capítulo uno, primer renglón: “Todo arte zéxvr¡ y
toda investigación científica jusBoSoa, lo mismo que toda acción o
elección, parecen tender a algún bien ...”. En el punto II del mismo
libro continúa: "... es claro que ese fin último será entonces no sólo
ni bien, sino el bien soberano”9.
Ahora, para llevar a cabo este fin, es necesario distinguir entre los
hébítos y las virtudes, entre r|0o<; y ÉQog. Si bien es cierto que sólo
Ion seres vivos podemos tener hábitos y que no son inherentes a la
uturaleza, éstos deben tensarse con la fuerza de la razón para
'lonerar de una costumbre, una virtud. La virtud, surgida del afán de
perfeccionamiento hacia el bien, debe buscar un camino para
ilcanzar ese fin. El sendero privilegiado para acceder al soberano
|m>n, es la sabiduría. La sabiduría se convierte en la senda correcta,
i'ii el ópQoÁóyocr de la virtud ética. Este camino recto que nos guía,
sostiene sobre la ciencia emaTri/uúv. La ciencia será la recta
MZÓn que busca el bien. El Bien alcanzado por la vía de la sabiduría
permite crear una ciencia de los Ideales. El hombre busca, a través
de la ciencia, el Bien supremo. Este es el Ideal Universal de los
humanos. El soberano Bien se sostiene en el ideal científico de la
universalidad, y la ciencia nos da el ordenamiento, las leyes y las
reglas del comportamiento correcto. Ciencia: ordenamiento del
cómo ser para el bien.
El problema comienza cuando percibimos que este ideal es
producido por la epistéme de los amos. En la Grecia antigua, existía
una clara división entre los elegidos para la contemplación, el
pensamiento y el gobierno, y aquellos, como los esclavos y las
mujeres, sometidos forzosamente al trabajo y la ordenanza. Los
ideales los piensan y los proclaman los amos. Éstos, a través de la
ciencia, dictan las reglas éticas conforme a ideales creados por ellos
y para ellos. Curioso universal que funciona para unos y no para
otros.
El ideal crea su propia disidencia: la de aquellos que no lo
suscriban. Se trata de una paradoja: los ideales sirven como
directrices universales fundamentadas en la sabiduría de los amos
pero se legitiman sólo para quien los instituye.

4. Anudamientos

En todas las propuestas históricas que aquí se han presentado, el


tema del Ideal ligado a una universalidad del lado de la legalidad es
el campo en común. Es precisamente en este punto, donde
podemos introducir la ética del psicoanálisis, ya que ésta cuestiona,
precisamente, tales dimensiones.
Las propuestas de subordinación a cualquier ideal son
impugnadas éticamente desde el psicoanálisis; las posiciones de
sometimiento al ideal no son analíticas. Suena muy fácil de decir,
pero el primer problema al que se enfrenta esta aseveración es la
pregunta por la historia misma del psicoanálisis. ¿Acaso en ella no
han existido ideales que comanden la práctica y su orientación
clínica? Sí, los ha habido. Veamos algunos ejemplos.
A mediados de siglo surgió dentro de las filas de los analistas,
una tendencia hacia cierto Ideal fundado en una profilaxis de la
dependencia. La orientación iba encaminada a gestar una cierta
ortopedia de la no-dependencia. El olor a pedagogía de las
costumbres no se hace esperar en esta posición. No sólo es
imposible plantearse una clínica que bajo la mascarada de la
“independencia” sostenga un ideal de soledad humana y de
autosuficiencia individualista, sino que las propuestas educativas al
interior de la clínica desembocan, tarde o temprano, en una
regulación de los buenos y los malos hábitos de vida, es decir, en
una vocación educativa bien lejana a los fundamentos analíticos.
Existió también durante algunas décadas, la tentación de la
fracción más politizada del psicoanálisis, de proponer una clínica
que permitiera a los individuos y a las clases explotadas tomar
conciencia de su lugar en la historia. Esta toma de conciencia
permitiría revelarle al sujeto aislado ciertas implicaciones
Ideológicas y su pertenencia a los explotados de la tierra y, con ello,
la posibilidad de sumarse a una reivindicación revolucionaria.
Muy parecida a esta postura, pero con diferentes matices, nace
una posición que propone a la monogamia como ideal humano del
amor. Surgida de una pluma fecunda, el arte de amar se
circunscribe a una relación armónica y exclusiva en la cúspide del
ijnlace matrimonial. Como se hace evidente, cualquier propuesta
que comprometa la práctica a algún ideal se sumerge en el territorio
ije la dominación. Así sea muy convincente, hermosa o “válida
científicamente”, la propuesta de algún analista, si viene de sus
propios ideales, promueve una lógica del amo: “Yo digo cuál es el
camino: usted sígame y será feliz”. Del amo al libertador y del
moralista al Mesías, el mandato antianalítico brilla por su presencia.
Aún más desarrollada y esta vez legitimada por una cierta lectura
U■los textos de Freud, surge una corriente que reivindica una moral
■tixual genital como ideal del análisis. Sostenida en una teoría del
iesarrollo psicosexual donde la cúspide de la sexualidad sería la
^initalidad y, específicamente, la experiencia orgásmica, el
psicoanálisis se convierte en una nueva sexología de la
maduración. El hecho de someter lo más íntimo a una legislación
donde la enfermedad y la salud se fundamenten en alcanzar o no
un punto ideal de lo sexual, empuja a los hombres y a las mujeres a
una medicina de lo esperable; a una higiene de lo amoroso. Una
nueva teleología tomaría su lugar y el analista devendría porrista
clínico del orgasmo.
La sexología es un legado de datos sobre el sexo, pero la
información no hace a la acción. No hay saber sobre la verdad de la
sexualidad; tampoco de la muerte. Pretender controlar los vaivenes
del goce con métodos eficaces, es ilusión de trapecista; es solicitar
que la técnica haga al acto. Presuponer un saber sobre el bien-
hacer del goce o sobre el no morir de la pasión es presunción
ingenua. El psicoanálisis no es un nuevo tratado sobre órgano!
hinchados, secretos inconfesables o secreciones oportunas. Lo
emanado del descubrimiento de Freud y del discurso de Lacan, no
desemboca en una nueva sexología sino en una erótica. El erotismo
hospeda las humedades incendiadas y los mil ríos que desemboca^
en su mar. La sal de los cuerpos no responde a ideales teóricos o a
exigencias religiosas. Más bien todo lo contrario, mucho de la
pasión se despliega en la trasgresión de la procreación y las carnes
no agotan el trote de sus ritmos en el estertor del orgasmo. No se
trata de desestimar la deliciosa violencia del clímax, sino de
desactivar su elección como nuevo tirano de la sexualidad. No hay
Ideal del saber-hacer erótico, sino infinidad de maneras de convoca!
a los néctares del amor y las caricias de la muerte.
El problema no es el clímax o no en la experiencia sexual, sino la
intensidad sorpresiva del encuentro y el desencuentro. Aún más*
tampoco importa tanto esto sino que, en psicoanálisis, no pued^
existir ningún ideal al cual someter a los analizantes. Sea polítícfl|
moral o teórico, en análisis no existen ideales, esa es la posición de
Lacan.
Los ideales siempre se estrellan contra el muro que ellos mismo*
construyen; por querer elevar su texto a la altura de lo universa^
generan su fraccionamiento. Un ideal es dictado por algunos parí
que todos se sometan a ellos, pero lo que propician es su propia
disidencia; su propia no universalidad. El ideal genera una frontera
entre lo aceptado y lo perseguido. El ideal político señala a los
ciudadanos obedientes y a los disidentes; el ideal económico divide
el mundo entre los adinerados y los parias marginales; el religioso
abre el barranco entre los buenos y los pecadores; el social, entre
los triunfadores y los fracasados.
La modernidad, por ejemplo, es el momento histórico más
embelesado por estos cantos. Construyó sus más hermosos
monumentos sobre una doctrina de los ideales y sus utopías. El
irte, la religión y la ciencia moderna proponían una Belleza, una
Moral y una Verdad florecientes en la idea del progreso y el
bienestar. La historia le respondió con el rostro del mundo que hoy
conocemos. La modernidad, como nunca, aunque desde hace
mucho, propuso sus ideales como el universal válido para todos,
f’ero también, como siempre, se desfondaron ante la violencia de la
historia.

La ética del psicoanálisis no puede suscribir ninguna posición


Ideal, primero porque se fundamenta en una crítica al universal por
In existencia misma del inconsciente y segundo, porque todo ideal
insostenible sin engendrar la violencia que lo sostenga. Ahora, si
no hay ideales, si la ética no apunta a ningún fin supremo ¿cómo
n<)8tenerla? ¿Cómo pensar la vida? ¿Se tratará del famoso fin de la
historia? ¿Es el psicoanálisis un nuevo nihilismo sofisticado y caro?
No se trata de negar la historia sino de pensarla todavía no
icrita. A pesar de todo, las utopías son el texto de un futuro que ya
' conoce. Tal vez se trate de pensar que el futuro no ha llegado,
jut; no está escrito en el libro de algún visionario, sino que aún está
por escribirse; que habrá que inventarlo.
Tal vez los ideales que asumen una legalidad única para todos
»ngan que reconocer un derecho a lo singular y hasta el derecho a
i diferencia.
Quizá la historia no se fundamente en el texto de los ideales, ni
un las ilusiones de los utópicos, sino en algo más complejo. Tal vez
1»’ítica no tenga que ver con el Ideal sino con ... el real.
Precisamente, esta es la propuesta de Lacan, que los preceptos
de una nueva ética, la del psicoanálisis, se sostienen en una
orientación no hacia lo ideal sino hacia lo real. Así, en relación con
las leyes morales dice el 25 de noviembre de 1959: “... la presencia
de la instancia moral, es aquéllo por lo cual, en nuestra actividad en
tanto que estructurado por lo simbólico, se presentifica lo real, lo
real tal cual, el peso de lo real”10. Y si cabe la menor duda, la clase
anterior había asegurado: “Y bien, cosa curiosa por un pensamiento
sommaire que pensaría que toda exploración de la ética debe tratar
sobre el dominio del ideal ... nosotros iremos al contrario, a la
inversa, en el sentido de una profundización de la noción de real. La
cuestión ética, en tanto que la posición de Freud nos ha producido
un progreso, se articula, de una orientación de marcación (du
repéragé) del hombre en relación con el real“11.

Notas

1. Kant, Metafísica de las costumbres (1797), UNAM, 1968, p. 26.


2. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres
(1785), Ed. Porrúa, México, 1998, p. 39.
3. Kant, Crítica de la razón práctica (1778), Ed. Porrúa, México,
1998, p. 112.
4. Marquis de Sade, Laphilosophie dans le boudoir(1795),
Bibliothéque de la Peíade, Paris, 1971, pp. 114-118; VE:
Filosofía de la alcoba, EDASA, México, 1985, pp. 243-43.
5. Ibid., p. 122; VE: p. 248.
6. Ibid., p. 253; VE: p. 133.
7. Marquis de Sade, Histoire de Juliette, op. cit., p. 682.
8. J. Lacan, “Kant avec Sade” (1960), op. cit., p. 769; VE: Kant con
Sade, p. 748.
9. Aristóteles, Ética Nicomaquea, Biblioteca scriptorum graecorum
et romanorum mexicana, UNAM, 1983, pp. 1-2.
10. J. Lacan, L’étique de la psychanalyse (1959-1960), Seuil, Paris,
1986, p. 28.
11. Ibid., p. 21.
CAPÍTULO IV.
LOS C A M IN O S DE LA COSA

Lo hasta aquí tratado respecto a lo real y los ideales, si bien tensa y


señala otra posición, sólo enuncia sus diferencias. Pero no basta el
enunciado para que una propuesta se sostenga, hay que desplegar
los fundamentos de la misma.
Para abordar la singularidad de la ética del psicoanálisis en lo que
respecta a un cambio del ideal por lo real, así como la inclusión de
la relación del deseo con la ley, se tomará el camino mostrado por
un extraño concepto: la Cosa.
Lacan introduce este concepto en la clase del 9 de diciembre de
1959 y la continúa en la del 16 de diciembre del mismo año. Para
retomar sus implicaciones es menester señalar sus dos fuentes
Intertextuales. Una es el artículo titulado, precisamente, La Cosa
(Das Ding) de Martín Heidegger y la otra, la referencia al texto de
Freud Proyecto de Psicología para neurólogos.

1. El vacío y el cántaro. Heidegger

Martín Heidegger dicta en la Academia Bávara de Bellas Artes, una


'jonferencia titulada: Das Ding, La Cosa, en junio de 1950. Dicha
'ionferencia fue publicada en los Anuarios de la Academia en 1951.
:}ln embargo, no era la primera vez que discurría sobre el tema. En
ni Invierno de 1935 sostiene una serie de lecciones sobre el tema,
llamada La pregunta por la Cosa. La doctrina kantiana de los
principios fundamentales en la Universidad de Fribourg de
llrlsgovia. Por su importancia y condensación conceptual, el texto al
Hile se hará referencia aquí es aquél de la conferencia dictada en
1950.
Heidegger pregunta ¿Qué es lo más cercano?1 Lo más cercano
es muchas veces lo menos develado; lo más alejado del
pensamiento. Lo más próximo y, al mismo tiempo, lo más oculto, es
la cosa. ¿La Cosa es un objeto? No, porque el objeto aparece
objetivamente y la cosa se sostiene a sí misma. Sostenerse a sí
misma implica una posición autónoma, Selbsttand, es decir, no un
simple existir, sino una constitución. Lo que se gesta para estar
constituido, es aquello que ha sido producido. El objeto está, la cosa
surge. ¿De dónde? De la producción, Herstellen.

El ejemplo paradigmático sería el de la alfarería. Un artesano


produce una vasija. Esta ánfora está construida por sus manos y,
por ello, muestra que es producción, es decir, que es una cosa. La
vasija aparece ante el artesano en toda su estatura, cuando
muestra su aspecto, su eidos. Por el aspecto se la conoce porque
su aspecto es la idea que de ella percibimos; es la idea que de ello
nos hacemos. Por el aspecto se la conoce como cosa producida.
Ahora bien, la vasija, es decir, un cántaro, no es sólo lo que
parece sino lo que gesta. Un cántaro proviene. Provenir es venir de
algún lugar, de la producción por ejemplo, pero también acceder a
algún lugar. El acceso permite consistir. La consistencia del cántaro
se da por su virtud de contener. En la vasija se sirve vino ¿Dónde
reside el vino? ¿En la paredes, en el fondo? No, el vino es recibido
por el vacío. Lo que permite contener el vino, lo que le asegura un
continente, es el vacío que lo recibe. El vacío es lo que contiene; lo
que hace recipiente a la cosa. La cosa no es entonces ni el barro, ni
las paredes cóncavas, sino la nada que es el vacío. La cosa es el
vacío. Lo que produce el alfarero es un hueco que se abre entre sus
manos firmes y el barro húmedo. El cántaro que contiene el vino es
cosa, no por el material utilizado, sino por el vacío contenedor.

Heidegger se adelanta a las objeciones de su definición y desafía


a la ciencia y sus posiciones. Para la ciencia no hay vacío, pues la
extensión, se diría, está repleta de aire. Desestimar el vacío como lo
que hace a la cosa, es ignorar la cosa misma. La ciencia, reflexiona
el filósofo, no puede pensar a las cosas porque, fundamentalmente,
las destruye: construye bombas atómicas y silencios estériles. Para
el saber científico la cosa permanece oculta y olvidada porque no
puede pensar, ni decir lo que hace a la cosa, cosa; hay algo en ella
indecible, opaco; algo que se resiste a sus fórmulas. La ciencia
enmudece ante la cosa porque no sabe pensarla y porque hay algo
en ella que no puede ser dicho.

Volviendo al vacío, el cántaro lo que permite con su cavidad es, a


partir de una recepción, la posibilidad de una reunión; por ello es
recipiente. La vasija recibe y retiene, pero esta retención viene de
un tiempo y un verbo anterior: verter. Sólo lo que ha sido vertido
puede ser recibido. Verter y recibir, permiten revertir y dar. Así el
vacío del cántaro promueve la recepción y el don. El movimiento de
dar y recibir convoca a los hombres y a los dioses a compartir la
copa y la mesa. El cántaro se inunda del vino que viene de la tierra
generosa y fértil. La fertilidad se nutre con la lluvia que le ofrece el
cielo. La verde vid se extiende hacia el azul celeste y su fruto
fermentado tiñe de carmesí la sed serena. En el vacío del utensilio,
lo recibido de la tierra y el cielo permiten consagrar la unión de los
mortales y los dioses; a eso le llamamos, a falta de una palabra más
dulce, fiesta. Con el vino se brinda dos veces: por la reunión y en la
unión. El conjunto de elementos se concentra en el hueco que los
contiene y permite brindar por la alegría.

Para mostrar la función de la concentración del cántaro, de la


cosa, Heidegger recurre a la interrogación del lenguaje. Allí resalta
que existe una vieja palabra alemana para designar la reunión,
Thing. Thing implica concentrar, pero no sólo eso sino que lleva
más lejos pues se asocia a dinc, vocablo introducido en la Edad
Media. Thing y dinc designan una reunión, pero en tanto asamblea,
es decir aquello que remite a un a/fa/re; a un asunto que convoca a
muchos. Este asunto es llamado por los romanos, res. Res no
significa sólo cosa sino asunto que convoca; de allí viene res
publica: lo que se discute públicamente. Pero aún hay más. La
palabra latina res envía a lo que concierne a los hombres, y designa
el asunto, pero también eso que llamamos un caso. Se dice por
ejemplo: “No tiene caso luchar” o “hay que hacerse cargo de ese
caso”, es decir, de ese asunto. La palabra “caso” proviene de
“causa”, no como origen, sino como aquello que concierne; en el
ámbito político se utiliza de este modo: “ésta es una causa perdida”
o en el jurídico, de este otro: “Sería importante darle seguimiento a
esa causa”. Recapitulando, Ding deriva de thing, ésta remite a dinc
que se vincula con el res latino y la causa que designa el caso y
“caso” es la raíz de cosa y chose. La cosa, das Ding, es lo que
reúne, hace asociación; concierne a muchos.
Sigamos con esta línea de la relación de la Cosa con el lenguaje,
pero rotemos el horizonte lingüístico. En inglés la palabra con que
se nombra la cosa es thing, Sí, como en el viejo alemán. El das
Ding germano viene de la misma raíz que el thing inglés. En la
lengua inglesa, thing mantiene la connotación del res latino. Thing
puede significar cosa, pero también asunto. Alguien comenta: She
knows herthings. Pero también para referirse a una cuestión, puede
exclamar: that’s a great thing. Una peculiaridad del inglés es que
thing puede nominar un todo: everything. Pero al mismo tiempo
sirve para su negativo, puede indicar la nada: nothing. La Cosa en
la gramática inglesa remite a la totalidad positiva y a la negación
absoluta.
Esas designaciones del absoluto abren la vía del das Ding que
lleva a Dios. Dios sería la Cosa como absoluto; es everything. De
allí que pueda pensarse como la causa final. Dios es lo que es. La
historia semántica muestra que Ding, res, cosa, thing y causa se
asentaron desde el mundo romano como realitas en tanto ente, en
tanto ens. Para los griegos, ens se escribía ou. El ov griego, el ens
latino y el ente castellano representan lo que aparece; lo que es. La
Cosa sería lo que es: Dios. Dios es el que es. “Yo soy el que soy”
respondió severo y preciso Yahvé ante la incómoda pregunta por su
nombre. Dios, como causa última, es lo que es. De allí se
desprenden también las nominaciones de alma y la cosa-en-sí de
Kant. Una vuelta más para anudar: Dios es la Cosa en tanto es lo
que concierne y reúne de manera radical.
Ahora podemos señalar qué es lo que Lacan toma de Heidegger
y pone de relieve de este texto. Dos dimensiones
fundamentalmente. La primera es la cartografía de dos registros de
la Cosa. Das Ding es lo nombrado por el lenguaje a lo largo de la
historia pero, al mismo tiempo, es el perfil de lo innombrable; es lo
que la ciencia, e incluso el lenguaje mismo, no pueden nombrar. Es
lo que se puede representar y también es lo que es. Por otro lado,
Lacan realiza una exégesis de das Ding en tanto absoluto; en tanto
Otro absoluto. Das Ding puede ser ligado al absoluto como Dios
todo presencia, pero también al Otro absoluto, sí, pero otro vacío.

2. Lo real en el sujeto. Freud

La otra referencia que respecto a la Cosa, toma Lacan en su


seminario sobre la Ética, es el texto freudiano. El creador del
psicoanálisis no hace de la Cosa una noción fundamental ni le da el
peso conceptual que Lacan sí le asigna. No obstante, eso no
merma la importancia que puede tomar una relectura de las
propuestas y la letra freudiana.

Para pensar la cuestión de la Cosa, Freud va a tomar dos


caminos. Primero la remite a la dimensión de lo inaccesible y lo que
escapa a la percepción; segundo, la ubica como lo extraño, lo
exterior, lo buscado.
El primer escrito en el que el creador del psicoanálisis aborda el
problema de la Cosa es el famoso “Proyecto de psicología para
neurólogos” de 1885. Texto complejo tejido en un ir y venir de
cartas que se publicaron después de su muerte, contiene la apuesta
de crear una psicología natural fundamentada en una teoría de la
materialidad de los procesos psíquicos. De allí que surjan
conceptos donde las neuronas y la energía ocupen un lugar estelar.
No es el fin de este apartado recorrer el complejo entramado de
esas cuestiones, sólo se abordarán los puntos que nos permitan
vislumbrar el tema aquí tratado.
Freud trabaja el problema del pensamiento, el juicio y la
percepción, en un escrito fechado el 25 de septiembre de 1885. El
aparato psíquico funciona de acuerdo a dos principios, uno primario
llamado del placer, y uno secundario o de realidad. Ambos procesos
buscan la satisfacción de un estado de deseo, sólo que el principio
de placer (Lustprinzip) persigue satisfacerse con cualquier signo,
sea éste una alucinación o una percepción de la realidad. El
principio de realidad (Realitátsprinzip) intenta, en cambio, no sólo
una posible satisfacción sino también evitar un dolor; este dolor
sobrevendría si la investidura de la alucinación terminase en
fracaso. Ante esta posibilidad el yo inicia una acción de inhibición a
partir de una defensa.
Ahora bien, ¿cómo se satisface el aparato mencionado?
Encontrando su objeto de satisfacción. El problema es que para
Freud este objeto está perdido. ¿Cómo se le sabe perdido? Porquq
se le busca incesantemente. El objeto perdido se transforma en un
mito de satisfacción absoluta perseguida por el principio del placer,
Si esto es así, lo que intenta el aparato es reencontrar dicho objeto,
Para ello, entabla una búsqueda a partir de investir objeto^
parecidos o substitutivos. Estas investiduras pueden ser: de deseot
vinculadas a una satisfacción-fantasía, o investiduras de
percepción-realidad. Al principio del placer poco le importa si el
objeto es alucinatorio o perceptivo, lo que quiere es su satisfacción,
En cambio, el de realidad, a partir de la acción del juicio apoyad^
por la percepción, intenta determinar si hay semejanza entre la
investidura y el objeto buscado. Si encuentra que hay una
semejanza y se puede procurar una cierta satisfacción substitutivat
hay descarga de energía; si no, la inhibe para evitar el dolor del
fracaso.
La semejanza a la que se ve confrontada la comparación
realizada por el principio de realidad, puede ser total o, como en
general sucede, parcial. La pregunta no se deja esperar, ¿cómo se
aprende a discernir lo semejante de lo no semejante? Freud
responde: a partir del prójimo. Es sobre el prójimo que se aprende
lo semejante de lo que no lo es. Dejemos que él lo diga con sus
propias palabras: “Supongamos que el objeto que brinda la
percepción sea parecido al sujeto, a saber, un prójimo. En este
caso, el interés teórico se explica por el hecho de que un objeto
como este es simultáneamente el primer objeto-satisfacción y el
primer objeto hostil ... Sobre el prójimo (Nebenmensch), entonces,
el ser humano aprende a discernir”2. Freud lo dice sin
ambigüedades y continúa explicando este aprendizaje: “Es que los
complejos de percepción que parten de este prójimo serán en parte
nuevos e incomparables; en cambio, otras percepciones visuales
coincidirán dentro del sujeto con recuerdos de impresiones visuales
propias, en un todo semejante de su cuerpo propio ...” De allí
propone que el complejo del prójimo consta de dos componentes:
"... uno de los cuales impone por una ensambladura constante, se
mantiene reunido como cosa del mundo {ais Ding), mientras que el
otro es comprendido por un trabajo mnémico, es decir, puede ser
reconducido a una noticia del cuerpo propio”3.
La precisión del texto es asombrosa. Freud propone que frente al
complejo del prójimo aprendemos a discernir, pero que éste se
separa en dos dimensiones: una que no remite a ninguna situación
Imaginaria ni de memoria comparable al propio cuerpo y otra que se
vincula directamente con lo especular. Aquella parte incomparable
no es comprensible como la referida al trabajo mnémico; no hay
memoria de lo incomprensible. No sólo eso, más adelante cuando
se refiere al juicio vuelve a decir: “Lo que llamamos cosas del
mundo (ais Ding) son restos que se sustraen de la apreciación
Judicativa”. Se hace evidente que lo que Freud llama cosa del
mundo, Ding, es algo no comparable, no comprensible y que, en
tanto resto, se sustrae al acto del juicio. Es algo que no tiene ni
Imagen ni texto, es por ello quizá, lo más parecido a lo real tal como
lo propone Lacan.
De aquí podemos inferir que en el sujeto, en su corazón mismo,
habita das Ding; que en su espacio mismo existe una dimensión del
real incomparable e inasible por la percepción, la conciencia o el
saber; esto es lo real del sujeto. Hay un resto inaprensible que lo
remite a una diferencia incomparable.
Ahora ¿qué tiene que ver esto con la ética? Llegamos al meollo
del asunto. Si existe un real dentro del sujeto, si existe un
incomparable que lo distingue, ningún sistema, ninguna ley, ningún
aparato simbólico lo pude someter, anular o absorber totalmente;
siempre habrá ese real que se resista a su asimilación. Este real
que habita en el sujeto le permite rechazar el sometimiento a
cualquier sistema de ideales y de leyes de los amos; no hay
absoluto posible. Ahora sí podemos decir que existe una dimensión
del sujeto, que permite pensar una ética no fundada en el Ideal sino
en el Real. La dimensión del real en el corazón del sujeto, implica
que todo sujeto está habitado de una diferencia inasimilable. No
sólo ningún sistema podrá asimilarle completamente, sino tampoco
será posible subsumirlo totalmente a ninguna uniformidad, a ningún
absoluto, a ningún otro sujeto; a ningún Otro. El sujeto es lo que
encarna la diferencia. Esa es la dimensión radical que aquí se
anuncia. Si el psicoanálisis puede abrir caminos para una
problematizacíón ética, se tratará de su participación en una ética
de la diferencia, de la singularidad y la no universalidad.

La otra referencia freudiana a la Cosa, al das Ding, aparece en el


capítulo VII del texto de Lo Inconsciente de 1915, como ya se ha
señalado en otras ocasiones y se desarrolló en el capítulo sobre los
archivos. Allí Freud determina la diferencia radical entre una
representación inconsciente y otra consciente. La representación
inconsciente se sostendría en una representación-cosa, y la
consciente en un vínculo entre una representación-cosa y una
representación-palabra. Esto que parece un cuestionamiento a la
propuesta del inconsciente estructurado como un lenguaje, ya que
en el inconsciente habría sólo representaciones-cosa y no palabra,
se disipa cuando se vuelven a señalar las nominaciones que, en
alemán, existen para la palabra Cosa. Como se trabajó en el
capítulo anterior sobre los archivos, Cosa en alemán puede
escribirse das Ding o die Sach. El vocablo que utiliza Freud en
dicho capitulo evidentemente se refiere a Sachevorstellung,
representación-cosa. Die Sach, como plantea Lacan leyendo a
Freud, es la cosa de la industria, la cosa del lenguaje, mientras que
Ding se sitúa en otro lugar, en un lugar externo. Das Ding es algo
más allá del lenguaje que se retira del campo exclusivo de la
palabra; algo que se refiere a una cierta exterioridad; algo exterior
perdido. Para Lacan, das Ding es aquello a lo que se orienta el
camino del deseo.

3. La cosa, la madre y el deseo

Una vez señalados los referentes intertextuales se puede volver a


las cuestiones que atañen a las dimensiones éticas.
Retomando tanto a Heidegger como a Freud, Lacan va a
proponer a das Ding como esa exterioridad que se intenta
reencontrar, imán del deseo; ese Otro absoluto, colmado y
colmador. Lo dice a la letra de la siguiente manera: “El mundo
freudiano, es decir aquél de nuestra experiencia, implica (comporte)
que es ese objeto, das Ding, en tanto que Otro absoluto del sujeto,
que se trata de reencontrar”4. En el seminario citado, Lacan no es
claro respecto a la diferencia entre objeto del deseo y das Ding. No
problematizaremos esta distinción, seguiremos el camino señalado
incluyendo la puntuación sobre la diferenciación conceptual que
después se encargará de hacer.
El mundo, eso que se llama realidad, se estructura, según la
propuesta freudiana, a partir de la búsqueda de ese objeto
satisfactor; la percepción misma está subsumida a dicha
Investigación. Pero no sólo eso, si la percepción y la realidad se
organizan de este modo, el mundo de las representaciones
también. Das Ding aparece como ese exterior, ese fuera del sentido
que orienta la actividad de las representaciones; de las Vorstellung.
Lacan lo dice así: “Das Ding es lo que se presenta y se aísla como
el término extranjero alrededor del cual gira todo el movimiento de
la Vorstellung, que Freud nos muestra gobernado por un principio
regulador, el llamado principio del placer, ligado al funcionamiento
del aparato neuronal”5. Esta regulación comanda entonces toda la
lógica del funcionamiento del inconsciente, pues se sabe a partir del
texto freudiano, que alrededor de las representaciones se organizan
las constelaciones del aparato psíquico.
El problema comienza cuando se relaciona la búsqueda del
principio del placer con este Otro absoluto que representaría al
objeto del deseo. Lo que se busca no es sólo ese objeto perdido,
sino reproducir el estado inicial de la experiencia alucinatoria de
satisfacción total. Pero ¿dónde se le pesquisará? ¿Qué es lo que se
persigue? Lo que se busca es la completud, sí, la absoluta, y ésta
sólo se encontraría en la fusión con el Otro absoluto. ¿Quién podría
ser este Otro? Sí, el das Ding. Pero ¿quién en el mundo de lo
humano podría primeramente encarnarlo? Sí, la madre.
Si el principio del placer intenta hallar lo perdido, esto perdido, se
encontraría, llevaría a la satisfacción, precisamente con el Otro
absoluto, sólo que este Otro de la completud sería la madre. Si lo
que busca el principio del placer es al das Ding, a la madre, éste
apuntala a la madre como das Ding.
La dificultad se muestra aquí en toda su estatura: partiendo de lo
propuesto por Aristóteles, donde lo que se pretende es alcanzar el
bien, el soberano Bien, éste se obtendría mediante el
descubrimiento del objeto de ese bien, sólo que, a partir de lo
señalado, el objeto del bien, del soberano Bien en los humanos,
está prohibido. Lo que pretende el principio del placer, a saber,
encontrar su objeto satisfactor, no sólo está perdido, sino también
prohibido. La madre, representante, encarnación del das Ding,
funciona como el objeto prohibido.
Desde Freud hasta Lévi-Strauss, se ha planteado que aquello
que permite la construcción de la cultura, es la ley. Pero no
cualquier ley, sino aquélla de la prohibición del incesto. Esta ley no
sólo permite la configuración psíquica del sujeto, a partir del llamado
complejo de Edipo, sino la organización social de los pueblos. La
inexistencia o destrucción de esta legislación implicaría no sólo la
abolición de la demanda y, por ende el fin del deseo, sino que
conllevaría la aniquilación de las comunidades e, incluso, el
sustento de la singularidad del sujeto. Sin la prohibición al incesto,
el sujeto quedaría a merced del goce del Otro, borrándose con ello
su integridad; además, no habría modo de organización social.
De este modo llegamos a la paradoja de una ética que incluya el
deseo, la ley y el Otro. La ley prohíbe la relación con la madre, pero
si la madre ocupa el lugar del Otro absoluto, lo que se prohíbe es la
relación con el mismísimo das Ding. El deseo por la madre, motor
del deseo, y la organización psíquica tanto de la realidad como de la
percepción, aparecen entrampadas en su vinculación con la ley.
Recapitulemos. Se ha trabajado la cuestión de la Cosa para
mostrar la necesidad de incluir el deseo en una ética analítica. La
cosa apareció como lo que permitía vislumbrar lo real en el sujeto,
pero ahora se nos muestra como aquéllo más allá, como lo exterior
hacia lo que se orienta el deseo. El problema es que esta
vectorización lleva a mostrarla como el Otro absoluto. Este Otro lo
encarna la madre al ser el objeto del deseo, pero también el cuerpo
del mal por la dimensión del incesto.
El deseo visto desde el psicoanálisis no es, después de lo
planteado, el nuevo paraíso; es más bien algo del orden de lo
insoportable. Insoportable como carencia de satisfacción, como
tensión por una posesión siempre aplazada; pero también como
horizonte de realización, porque si se satisficiese llevaría a la
destrucción del sujeto y la cultura.
Tal vez por ello ninguna ética quiso incluir el problema del deseo.
Kant lo mantuvo del lado de las inclinaciones sensibles y no
racionales; Aristóteles lo señaló como elemento ligado a lo bestial y
Sade, quien podría reivindicarlo, lo somete al imperativo del goce,
ante la dificultad de soportar cualquier espera deseante. El filósofo
alemán lo desestima ante la razón, el griego lo condena frente al
bien y el francés ante el goce, ante el mal.
Ante los imperativos del bien y del mal, se necesitaría una
posición más allá de ellos.
Sí, el evocado no puede ser otro que Nietzsche. Él propone una
ética más allá del bien y del mal, pero esto lo lleva a dimensionar la
categoría de lo trágico. Nietzsche propone una ética trágica que
esté más allá de la moral, más allá del egoísmo estúpido de la
búsqueda feliz; más allá de la designación caprichosa de los dioses,
La nueva tragedia no implica, como lo hace la griega, el
sometimiento a los designios del oráculo; por el contrario, conlleva a
una toma de posición frente a la ausencia de los dioses. Lo trágico
no es someterse, sino vivir sin la presencia ni el oráculo de Dios.
Lacan retoma la propuesta nietszcheana, pero incluye una
modificación. El filósofo alemán llevó su filosofía hasta las últimas
consecuencias; hasta la locura. Pero no cualquier locura, sino
aquélla que desemboca en el silencio. Nietzsche lleva lo trágico
hasta el silencio absoluto; su ética termina en el vaciamiento total
de la palabra.
Desde lo planteado por Lacan, se puede pensar una ética trágica
pero que, sin negar el vacío, no desemboque en el silencio, sino en
la palabra, sea ésta grito, insulto o protesta.
La humanidad ha querido negar la existencia de las dimensiones
trágicas de la vida, ha querido también negar el das Ding como
vacío, precisamente ante el temor de un destino trágico. La ética del
psicoanálisis no puede negar la dimensión de la Cosa como
tensante y prohibida, pero tampoco en tanto vacío. La modernidad
ha intentado enceguecerse ante este vacío, pero no sólo ella, las
organizaciones sociales también lo evitan. El arte, por ejemplo
elude y recubre el vacío, proponiendo el Ideal de la belleza. La
religión coloca en su lugar la figura omnipotente de Dios; la ciencia
intenta forcluir dicho vacío proponiendo un saber absoluto basado
en la universalidad de sus tecnologías.
El psicoanálisis afirma la existencia del vacío, pero intenta hacer
algo al respecto, que no sea el silencio cómplice o la contemplación
oriental. El vacío generado por la Cosa no implica sólo que el Otro
absoluto, que el objeto está perdido y prohibido, implica sobre todo,
como se mostró cuando trabajamos lo real frente al prójimo, que el
sujeto está separado de sí mismo, que no puede ni poseer todo, la
Madre por ejemplo, ni saberse todo; hay un real que también para él
es incomparable e incognoscible. El sujeto está frente a un abismo,
respecto al Otro, pero también frente a sí mismo. Ante el vacío se
busca un objeto colmador, reencontrar ese objeto; pero también
soldar la separación de sí mismo. Es decir, lo que se intenta es
encontrar la completud; completarse. Lo que señala la imposibilidad
de completud, prohíbe la completud y la soldadura, es nada menos
que el lenguaje; la ley hecha lenguaje.
Ante la prohibición de la madre y ante la imposible juntura del
abismo, el sujeto protesta, gesticula, putea, hasta odia. La
dimensión ética que aquí se dibuja es que ante la violencia de las
prohibiciones, las leyes absolutas, la rajadura subjetiva, el sujeto
responda con coraje, coraje que puede tomar el rostro de la
escritura, la música, la acción política, el graffiti, la contestación; la
creación atea. No se trata de negar ni la falta, ni el vacío, ni los
limites, sino de responder con ira ante su pesadumbre. Ese vacío
no está lleno sino tal vez infestado de odio.

Si desde Lacan se puede pensar una ética trágica no es la


nietzscheana que termina en silencio, sino aquella que ante la
imposición del lenguaje se responda; aquella que ante el destino de
los dioses presente al mismo lenguaje como respuesta. El héroe
griego, ante la ley y el destino calla y acata; tal vez los héroes
anónimos de otra ética, hablen, ataquen, odien y convoquen al
lenguaje para ser arma y medio.

Notas

1. M. Heidegger, “La Chose” (1950), Gallimard, Paris, 1958.


2. S. Freud, Entwurf einer Psychologie (1950- 1895), en Aus den
Anfagen der Psychonalyse, op. cit. ; VE: Proyecto de psicología,
AE, t. I, p. 376.
3. Ibid., p. 377.
4. J. Lacan, L ’étique de la psychanalyse, op. cit., p. 65.
5. Ibid., p. 72.
CAPÍTULO V.
EL DESEO, LA MUERTE Y LA LEY: ANTÍGONA Y CREONTE

1. El caminar de Antígona

Para desarrollar la dimensión trágica que implica la ética del


psicoanálisis, Lacan retoma un ejemplo histórico harto
representativo: la tragedia de Antígona. Tomada de los textos
clásicos de Sófocles, esta pieza escrita 441 años antes de Cristo,
nos muestra diferentes dimensiones tanto de la ley como del deseo,
la muerte y el dolor.
La historia es la siguiente: una vez exiliado Edipo por sus
dolorosos crímenes, vaga por Colona, ayudado por su hija,
Antígona. Ella es sus ojos y su caminar. Pero el viejo rey ciego no
tuvo sólo a esta hija, procreó a otra niña, Isemena y a dos hijos
varones, Polinices y Eteocles. La codicia y el poder no son sin
consecuencias, así la trama se desarrolla cuando estos dos
hermanos pelean a muerte por el poder y el trono. Uno de ellos es
heredero y patriota, el otro, usurpador y traidor. En la lucha ambos
mueren a las afueras de la ciudad. Como no se debía tratar igual al
héroe que al rebelde, Creonte, gobernador de aquellas tierras,
dictamina un castigo al hermano insurrecto: no recibiría honores
fúnebres, pues honores no debía merecer. Ante tan terrible castigo,
Antígona decide que su hermano, fuese lo que fuese, debía ser
enterrado. Advertido de tal decisión, Creonte previene a la joven
hermana que de hacerlo sería condenada a morar en una
catacumba entre los vivos y los muertos. A pesar de ello, Antígona
decide enterrar a su hermano, por lo que cae sobre ella el castigo
anunciado. Pero no sólo la doncella encuentra el dolor por su
decisión, también el gobernante, pues debido a los violentos
sucesos, su hijo se suicida. La muerte exige su lugar y la tragedia
se consuma.
En una primera lectura, lo que aparece como la situación heroica
es la decisión de Antígona de llevar a cabo los oficios fúnebres. No
obstante la prohibición, ella no cede ante sus convicciones. Pero no
deben usarse aquí palabras que sean ajenas a esa trama, pues no
se trata de convicción, sino de una compleja relación con la ley. La
joven no se opone al mandato sólo por desobedecer o en una
franca oposición a la autoridad, sino porque considera que no es
justo lo enunciado. Más aún, ella se legitima en leyes anteriores al
tirano y que pertenecen al dominio de los dioses. Así, en esta
primera dimensión, Antígona aparece como aquella que se sostiene
en una posición legal aunque trágica. Su belleza no es sólo un brillo
del rostro sino aquella que ante lo terrible, lo atroz, dirá Lacan, no
cede en su caminar. Volveremos sobre Antígona en un capítulo
posterior. Por ahora circunscribamos la trama a la relación de la ley
y el deseo.

2. Una ética del deseo

De la enseñanza de la pasión de Antígona, así como de la puesta


en acto de las diferencias respecto a otras éticas, es que surge
aquélla propuesta por el psicoanálisis.
El recorrido ha sido largo, del principio del pensamiento
occidental, representado por Aristóteles, a través del imperativo
kantiano y la avanzada libertina de Sade, el psicoanálisis señala
una ética que incluye lo que las otras ignoran o desdeñan: la
paradoja del deseo.
Pero antes de puntuarla específicamente, valdría la pena señalar
el surgimiento de otra propuesta, no emergida de los orígenes, ni
defendida por la filosofía sea kantiana o sadiana del siglo XVIII, sino
postulada por los signos y los valores que dibuja el horizonte
moderno.
En los últimos tiempos, ha aparecido una ética que, emanada de
la ideología de la burguesía, quiere legislar el modo de vivir de la
llamada sociedad industrial. No se trata de una tendencia que
persiga un bien, sino una que se sostenga sobre la acumulación de
bienes. No estamos ante el soberano bien, sino ante la soberanía
de los bienes. Esta legalidad propone que las cosas devengan
objetos adquiribles en el mágnum de una cultura de consumo. Los
bienes se presentan bajo la mascarada de la mercancía y allí,
parece que adquirieran vida propia. Ya lo señaló Marx, ya lo
escribió Freud, las mercancías que, a partir de cierto animismo,
quieran elevarse a la altura de un objeto satisfactor del deseo,
ocuparán la función del fetiche. Fetiche: objeto mágico que tapona
al deseo, que parece borrar la falta; que donaría la completud. Esa
es la nueva propuesta, que con una mercancía se engañe al deseo,
se le proponga una coartada, un señuelo; un simulacro de
satisfacción.
Pero esto no reivindica como la nueva alternativa, a un
organización social que cuestione al capitalismo y su economía de
mercado. Las llamadas sociedades socialistas no se sostienen
sobre la lógica de la obtención de bienes-mercancías, pero sí sobre
otra de bienes ... de servicio. Ambas constelaciones sociales se
estructuran a partir de una ética de los bienes. Y no sólo eso,
ambas padecen el mecanismo moderno del poder. Los sistemas
gubernamentales del socialismo y del capitalismo están enfermas
de poder. Éste se ejerce mediante una moral que privilegia sobre
todas las cosas un sometimiento al trabajo y sus beneficios, sean
materiales o sociales. Su imperativo rezaría: trabajen, ¡que sus
deseos esperen! Sea desde el gesto adusto de Stalin, como de la
ridicula mueca de Reagan, la orden es la misma: el deseo no
cuenta, sólo el trabajo productivo.

Frente a todas estas propuestas surge la propuesta ética del


psicoanálisis. Como toda dimensión ética, ésta se presenta a través
de un cuestionamiento por la acción. ¿Qué es lo que comanda un
acto? ¿Qué es lo que provoca y sostiene una acción? Dijimos que
de su repuesta, saldrán las posiciones. De este modo habría que
plantear ¿Cuál es el cuestionamiento que señala el análisis frente a
la acción? Pero no sólo eso, la pregunta por la acción no es una
pesquisa por su motivación sino un juicio por su movimiento. De
este modo, el análisis deberá plantear un juicio sobre la acción,
para colocar su propuesta. Como se hace evidente, esta pregunta y
este juicio deben incluir el espacio del deseo, así, el
cuestionamiento sería: ¿has actuado de acuerdo al deseo que te
habita? He aquí la radícalidad de la cuestión.
Ante la emergencia del deseo, hay dos opciones, apostar por
llevarlo hasta sus últimas consecuencias o recular frente al brillo de
su verdad. Quien recula, caminará por los desfiladeros de la
amargura: quien lo asuma, podrá enfrentarse a espinas dolorosas.
Si esto es así, propone Lacan, de lo único de lo que nos podemo®
sentir culpables, es de no haber vivido conforme a nuestro deseo.
Vivir no es fácil, por ello se puede optar por sólo sobrevivir. Para
aquellos que habitan el campo del deseo, no vivir de acuerdo a sus
músicas y sus apuestas, es no vivir.
Pero esto no es todo. Aquel que se atreve a vivir de acuerdo a su
deseo, se enfrenta, tal vez, como Antígona, a la ley de la Cité o de
la historia misma. ¿Se trata entonces de una ética de la trasgresión^
de un coartada perversa del deseo? No. El perverso necesita la ley
para burlara, es su medio para un fin, en este caso se establee®
otra postura. Se trata de arriesgarse a atravesar la vida con las
naves del deseo, sí, eso puede contravenir viento y mareas, pero
no se lo realiza por ello, sino porque no se puede recular ante la
belleza del mismo. Lo importante no es trasgredir la ley, mejor si no
se necesita hacerlo, pero si nuestro deseo nos enfrenta a ello, se
sabe que se pagará un precio. Los perversos no quieren pagar
ningún precio por sus contraveniencias, su goce está en burlar.
Aquí no. El deseo puede llevarnos lejos y ello implica un pago, un
pago del cual se está advertido, pero eso no aminora, ni apaga el
deseo, más bien, lo alerta a las consecuencias. Antígona no quiso
engañar a la ley, solamente no aceptó su legalidad, y a pesar de
saber lo que le esperaba, no podía traicionar su deseo, es decir, no
podía traicionarse a sí misma. Y este es el otro punto, quien se
atreve a sostenerse en el mundo de acuerdo al deseo que lo habita,
se encuentra expuesto a la acción de los traidores, incluso de la
propia traición. Tal vez la dimensión heroica trágica no consiste sólo
en no ceder al deseo que empuja, sino que, a pesar de las
traiciones, no se retrocede a una ética de los bienes. Esta sería la
diferencia entre los hombres comunes y los héroes. Allí están los
ejemplos del presidente Allende y del Che Guevara.
Algo es evidente, llevar el deseo hasta sus últimas consecuencias
puede desembocar en el umbral de la muerte. El deseo nos empuja
a atravesar una frontera, aquélla de la ley, pero también la de la
vida Ante el deseo se abre una franja que señala un límite. Vivir de
acuerdo al deseo hace galopar hacia el límite pero este trote
también puede desbocar la carrera, justamente, más allá de esa
zona. Ese más allá nos sitúa en el territorio de la muerte.
Precisamente aquí es donde toma forma la experiencia trágica,
pues ella se especifica no sólo por la existencia del deseo, sino por
la relación de éste con las fuerzas de la destrucción. Para
visualizarlo recurramos una vez más a Antígona, pues como dice
Lacan: “(ella) lleva hasta el límite el cumplimiento de eso que
podemos llamar el deseo puro, el puro deseo de muerte como tal.
Este deseo, ella lo encarna”1.

3. Antígona, Creonte y la muerte

Antígona es una muchacha que como todos los héroes trágicos


surgidos del genio de Sófocles, padece de una lacerante soledad.
Su aislamiento no surge sólo de lo infranqueable de su posición,
sino de lo doloroso de su caminar. Ante la prohibición de Creonte,
ella se desliza, atravesando el canto del Coro, el miedo de la
hermana, la mirada de los guardias y el dolor de su amado, hacia la
frontera entre la vida y la muerte. Hay algo de inhumano en su
■indar, no hay piedad para Isemena, ni para Hemón; pero tampoco
para ella misma. Heroína que lleva la voz de los dioses en su
corazón, su belleza ceremonial ilumina su rostro posado sobre un
sombrío horizonte. Su acción la sitúa en la penumbra de la soledad
del Olimpo ingrato, aislada de los mortales, pero aún siendo uno de
ellos.
La sentencia hace a lo terrible, pero la inflexibilidad convoca a lo
atroz. El tirano proclama el castigo: morará entre los muertos pero
viva, pernoctará en las tinieblas pero de día; habitará la tierra de los
difuntos pero latiéndole el corazón de los enamorados. Antígona
sabe que se aproxima con cada acción a un límite, que ir más allá
de esa franja la llevará al territorio de las tumbas. Ese borde que
divide la vida de la muerte está señalado por lo que Lacan, citando
el texto griego remite como Até, voz antigua que significa algo que
ha franqueado lo atroz; algo más allá de la infelicidad; algo maligno.
Se trata de una expedición a la zona del tiempo del mal; más allá de
la desdicha. Ella camina graciosa, hermosa hacia la desgracia. Lo
que la hace terriblemente bella es su fiera determinación de ser una
“víctima voluntaria”. Lacan enuncia: “C’est dans la traverseé de
cette zone que le rayón du désir se réfléchit et se rétracte a la fois,
abotissant a nous donner de cet effet si singulier, le plus profond,
qui est l ’effet du beau sur le déstf* “Es en el atravesamiento de
esta zona que el rayo del deseo se refleja y se retracta a la vez,
dándonos a nosotros este efecto tan singular, el más profundo, que
es el efecto de la belleza sobre el deseo”.
Es tiempo de avanzar más allá de la primera dimensión del deseo
y la ley. Lacan retoma a Goethe e insinúa algo muy interesante: la
tragedia no es sólo el enfrentamiento de dos derechos: aquél de la
muchacha de enterrar a su hermano y el del gobernante de
proclamar un castigo ejemplar. Lo trágico no es sólo la declaración
de Antígona de sostener su acto en una ley no escrita dictaminada
por lo dioses, sino que, en su decisión de dar sepultura a Polinices,
algo más antiguo y más oscuro estaba en juego. Antígona
abandera un lazo humano privilegiado, defiende una ética que
rebasa la dimensión de lo legal y atañe a los amores fraternales.
Ella no puede dejar el cadáver de su hermano a merced de pájaros
rapaces, no puede permitir que su cuerpo se desmembre y se
disperse por el viento del desierto, porque su hermano, es
irremplazable.

Notas

1. J. Lacan, L ’étique de la psychanalyse, op. cit., p. 329.


2. Ibid., p. 291.
CAPÍTULO VI
HISTORIA, MEMORIA Y PULSIÓN

Después de este largo y sinuoso camino, podemos al fin, señalar la


posición que Lacan toma frente a la historia. Más preciso: se trata
de articular la concepción de historia que atraviesa el pensamiento
del psicoanalista en este momento, en este, como señalamos,
segundo tiempo.
Su posición se halla enraizada a todo lo largo del seminario de la
Ética que aquí ha sido comentado, pero el momento donde la hace
explícita ocurre el 4 de mayo de 1960.
En esta clase, precisamente dedicada a la pulsión de muerte,
Lacan hará referencia puntual a la historia, tal y como él la piensa.
Por curioso que parezca, los referentes con los que comienza su
exposición son Hegel, lógico, pero confrontado con ... Marx.

1. Marx y las necesidades

Lacan hace una referencia explícita al texto del polémico filósofo La


crítica a la filosofía del derecho de Hegel. Allí, retoma la crítica de:
Marx a la concepción hegeliana del derecho, en la cual se plantes
que el Estado burgués cumple la función de organizar, a través del
derecho, la vinculación entre la razón y la necesidad. La crítica
marxista señala que esta concepción hegeliana es parcial e
insuficiente ya que dicho Estado no puede, salvo en la escena
abstracta de la teoría, organizar armoniosamente la relación entre
razón y necesidad. Lacan, a su vez, puntúa cómo Marx encontraría
una salida política en un Estado donde, por medio de la
emancipación, los hombres se organizaran a partir de una relación
no alienada.
El punto interesante, me parece, no es tanto discutir el concepta
de Estado de Hegel, como el de necesidad de Marx, ya que es este
concepto el que nos permite ver las similitudes y las diferencias con
la propuesta lacaniana.
La necesidad es, en la teoría marxista, un elemento fundamental,
Incluso una de sus grandes estudiosas, Agnes Heller, sitúa el
concepto de necesidad como fundamental en la construcción del
corpus del pensamiento de Marx. Evidentemente, aquí no
podríamos desarrollar tan importante dimensión y sólo se puntuarán
los elementos que nos permitan pensar algunas líneas interesantes
en la relación planteada.
Los seres humanos necesitamos vivir y, para ello, es necesario
que se satisfagan ciertas necesidades vitales. Estas necesidades
no surgen de la nada, sino que se incluyen en sistemas económico^
y sociales. En el sistema capitalista, las necesidades se intentan
satisfacer a través de las mercancías, incluso esta es su definición
misma: “La mercancía es una cosa apta para satisfacer
necesidades humanas”1.
Ahora bien, la discusión se centra alrededor de la existencia o no
de necesidades naturales. Marx, en los famosos Manuscritos de
economía y filosofía de 1844, señala: “... el hombre produce incluso
libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de
ella”. Además en su obra cúspide, El Capital, asegura2: “Las
necesidades naturales, el alimento, el vestido, la calefacción, la
vivienda, etcétera, varían con arreglo a las condiciones del clima y a
las demás condiciones naturales de cada país. Además el volumen
de las llamadas necesidades culturales, así como el modo de
satisfacerlas, son de suyo un producto histórico”3. De este modo se
podría asegurar que las necesidades son productos sociales, pero
la pregunta surge cuando se nombran esos dos tipos de
necesidades, es decir, si sólo hay necesidades sociales ¿para qué
señalar que las hay naturales? La respuesta aparece en otros
textos donde se acentúa el hecho que las necesidades surgen de la
producción, es decir, el modo de satisfacer cualquier tipo de
necesidad es ya un acto social en tanto, incluso los utensilios para
dicha satisfacción, son instrumentos surgidos de la producción
social. En su escrito La ideología alemana, Marx asegura: “La
diversa conformación de la vida material depende en cada caso,
naturalmente, de las necesidades ya desarrolladas, y tanto la
creación como la satisfacción de estas necesidades es de suyo un
proceso histórico". Y por si hubiera duda en el mismo texto asienta:
“El primer hecho histórico es ... la producción de los medios
indispensables para la satisfacción de estas necesidades (...) y esta
creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho
histórico”4.
El término que Marx utiliza en El Capital para sobrepasar la
posible contradicción es “necesidades necesarias”, donde se
evidencia que provienen de modos sociales de organización. Otro
punto interesante de resaltar, es que según el pensamiento
marxista, el capitalismo en tanto modo de producción, circunscribe
las “necesidades necesarias” a meras apetencias económicas, lo
que reduce casi todo a una sobre valoración del dinero y sus
placeres. A pesar de ser importante, esto no es lo fundamental. Lo
esencial es que dicho sistema, al circunscribir las necesidades a la
pura necesidad económica, logra una alienación de la necesidad,
que desemboca en una alienación de las riquezas. Lo dramático,
vayamos más lejos, no está en esta alienación económica, sino que
ésta empuja a los hombres a una alienación subjetiva y social,
donde el hombre se convierte en el medio de otro hombre para
producir ganancias. Para Marx, quien retoma la propuesta
hegeliana, el objeto más elevado de la necesidad humana es el
otro, es otro hombre, por lo que acentúa la violencia de la
alienación. Es fundamentalmente por esta situación, que se hace
necesario desde dicha perspectiva, transformar las cosas, cambiar
el sistema y sus modos de producción. Incluso en este punto,
aquello que impulsaría la revolución que cambiaría la alienación no
es tanto la ideologización del pueblo, como la evidencia de que la
alienación se tense a tal grado que se produzca la necesidad de
trascender dicha situación. De nuevo, como todo el tiempo, la
necesidad. Llegado a este punto es que surge en Marx la propuesta
de un cambio radical, de una nueva sociedad donde el hombre no
fuese usado por el hombre, donde la repartición de las riqueza®
fuera justa y donde las “necesidades necesarias” se satisficiesen
para el total de la población. Hay, evidentemente, una apuesta
optimista del futuro y las posibilidades de satisfacción.
Heredera del marxismo, pero no surgida a la letra, existe otra
teoría del campo de la necesidad y su vinculación con el poder. A
partir de ello, se puede decir que las necesidades se satisfarían con
bienes, apoyados en la lógica de los valores de uso y de cambio,
Pero, de acuerdo a lo arriba referido, el uso de los bienes para la
satisfacción de las necesidades, implica que hay algunos que
pueden disponer de esos bienes y otros no. Dicho de otro modo,
hay quien puede gozar de ellos y quienes están exentos de tal
goce. Pero lo fuerte es que si los hombres son quienes representan;
el mayor de los bienes, existe la evidencia de que hay quien puede
gozar de los otros. Este es el rostro del poder. No solamente que
hay quien pueda “satisfacer sus necesidades”, sino que la
dominación se sostiene sobre el hecho de que hay quienes gozan
de los otros. Algunos le llaman explotación.

2. Pulsión, satisfacción y muerte

Del texto de Marx y sus posiciones, Lacan retomará la evidencia de


que las llamadas necesidades no son de origen biológico ni natural;
asimismo, reconocerá en el uso del hombre por el hombre el
ejercicio del poder y la presencia del goce.
Pero quizá lo más significativo son las diferencias. El punto
principal es el cuestionamiento a la utopía del cese de la alienación
a partir de la supuesta satisfacción completa de las necesidades.
Para el psicoanálisis, no existe posibilidad de satisfacción total; las
necesidades no serán satisfechas por ningún sistema social, por
bien estructurado que se presente en la teoría. Además, en el
campo freudiano no se trata de necesidades sino de pulsiones. Esto
radicaliza la situación pues en la pulsión el objeto está perdido y,
por ende, la satisfacción es siempre substitutiva y fragmentaria.
Decir substitutiva es otro modo de decir simbólica.
Ahora bien, lo interesante de la introducción de un factor como lo
es el goce, empuja a Lacan a proponer que, en el caso de la
pulsión, existiría un modo de satisfacción, parcial claro está, pero
satisfacción al fin, a saber que la pulsión se satisface en el goce. Lo
complejo es que esta satisfacción parcial implica que la pulsión que
se satisface es la de muerte. Goce: satisfacción parcial de la pulsión
de muerte. Pero ¿dónde se podría medio satisfacer dicha pulsión?
En la destrucción. La pulsión goza en la destrucción. Por curioso
que parezca, quien permite al psicoanalista ponderar esta
dimensión es nada menos que el Marqués de Sade. A partir de
pensar la propuesta sadiana de la destrucción, de la aniquilación,
Lacan resignifica cierta lectura de la pulsión de muerte emanada del
texto freudiano. La idea de una fuerza de aniquilamiento surgida de
la naturaleza le evoca, a partir de Sade, el principio de Nirvana,
básico para concebir la pulsión de muerte.
Permítaseme señalar algo respecto a la temporalidad epistémica
de la obra de Lacan. El seminario de la Ética es fundamental para
su enseñanza porque representa un parte aguas; un punto de giro
fundamental. Prácticamente todos los seminarios que había
pronunciado gravitaban en torno al sujeto y el significante. A
excepción de aquél sobre la psicosis, que por otro lado es el más
agudo respecto a una teoría del significante, todos exploraban
insistentemente la relación entre el deseo y el orden simbólico;
piénsese en aquél de Los escritos técnicos de Freud (53-54) o el
trabajo sobre El yo en la técnica y la teoría del psicoanálisis (54-55)
o evidentemente, Las formaciones del inconsciente (56-57) y El
deseo y su interpretación (57-58). El giro se da en este año del 60.
El deseo, que ha sido hasta ahora el punto medular, va a dar cabida
a otro concepto fundamental que va a cambiar en mucho la
orientación lacaniana: el goce. De hecho todo este capítulo sobre la
Ética ha merodeado las dimensiones del deseo, pero en el
momento en que se trata de implementar una concepción de la
historia, no puede dejarse de lado la fuerza del goce. No es que
menosprecie la importancia del deseo, claro que no, eso es
evidente, pero se introduce la espesura del goce ahí donde la
muerte y su pulsión exigen la pregunta por la historización del
sujeto. Ya se había adelantado el giro donde lo real aparece junto a
lo simbólico, precisamente para señalar ese hueso duro en el
corazón del sujeto, pero ahora hay que hacer lo mismo con la
cuestión del goce y su relación con la pulsión de destrucción.
Cerremos el paréntesis y continuemos.

Lacan encuentra en la pulsión de muerte, la posibilidad de pensar


la historización: lo que gesta historia en el sujeto es la dimensión de
la pulsión en tanto ésta es memoria, materialidad de lo memorable y
lo memorizado. La pulsión no puede reducirse a una tendencia
biológica o energética. Hay un más allá de esa tendencia: lo
histórico. Lacan: “La rememoración, la historización es coextensiva
al funcionamiento de la pulsión en eso que podemos llamar lo
psíquico humano”5
Ahora, dicha pulsión historiza por su acción, y la acción de la
pulsión de muerte es la destrucción.
La pulsión debe pensarse también más allá de la tendencia a lo
inanimado; ella produce algo más: destrucción. Ella se pone en
marcha no sólo por una tentativa de retorno a la nada, sino por
cierta “voluntad” de desequilibrio violento. Pero ¿para qué ejerce
esta determinación destructiva? Para volver a comenzar una y otra
y otra vez; para recomenzar todo. La voluntad de destrucción es,
como dice Lacan, voluntad de Otra-cosa.
Esta violencia no es puramente negativa, pues la vectorización
del recomienzo no puede gestarse sin otro acto, a saber, la
creación. La pulsión se manifiesta en dos tiempos: desbaratamiento
y creación. Se trata de las dos caras de una banda topológica. De
nuevo Lacan: “Es en efecto exigible en este punto del pensamiento
de Freud que aquello que se trata sea articulado como pulsión de
destrucción, por tanto que ella pone en tela de juicio (elle met en
cause) todo lo que existe. Pero ella es igualmente voluntad de
creación a partir de nada, voluntad de recomienzo”6
El recomienzo, la recapitulación, no puede darse si no ha habido
devastación. La violencia destructiva es la base del cambio, pero no
cualquiera, sino aquél radical. Exterminio de todo para partir de
nada. Ahora bien, esta producción implica una extraña violencia,
aquella que gesta creación voluptuosa. Que la pulsión de muerte
produzca estragos es comprensible, pero ¿cómo pensar su otra
dimensión, su acción creativa? Aquí es donde interviene la
propuesta.
La pulsión empuja al exterminio para comenzar de nada, pero ese
recomienzo es un acto creador surgido también de la misma fuente
pulsional. Más claro, la creación surge de la sublimación de la
pulsión, sí, pero de la de muerte.
Freud señalaba que había diversos destinos de la pulsión, siendo
la sublimación uno de ellos. A decir verdad, el más chato. Según
esta versión, la fuerza sexual transformaba su fin y su fuerza (que
de consumarse implicaría un gran desorden) en la producción de un
“objeto’ aceptado socialmente. El acto artístico se explicaría por la
comercialización sublimada de la sexualidad, a saber, en proponer
al producto del acto pulsional como una cosa inscrita en la lógica de
los bienes.
En contraposición a esta dimensión que, por otro lado ni a Freud
convencía del todo, Lacan propone que la sublimación ligada a la
creación atañe a las fuerzas de la muerte: “Como en Sade, la
noción de la pulsión de muerte es una sublimación creacionista ...”7
De aquí podemos decir que lo que historiza al sujeto es la
sublimación de la pulsión; lo que hace a la historia del sujeto no es
sólo los documentos de la memoria, sino las veces que en el
transcurrir del tiempo hubo destrucción pero también voluntad de
recomienzo; la historia son los monumentos de las pasiones
creadoras, surgidos de las cenizas de lo quebrantado. Mi historia
son los tatuajes de los actos que me crearon después de la
violencia, que me gestaron en la violencia de la creación.
La historia de un sujeto no son sus datos civiles, no, eso es, en
todo caso, su folio de memorándums; su fichero oficial. Su historia
son las veces que del naufragio, ahí cuando se rompen los mástiles,
se astilla la quilla y el timón se hace añicos, surge un nuevo tiempo,
un nuevo navio. Es cuando Tanatos se vuelve abrazo de Eros;
cuando son los dos labios de una sola boca. Los gestos que hacen
las historias son aquellos que levantan las Managuas internas
después de los violentos temblores en nuestras tierras íntimas; son
las construcciones solitarias o acompañadas, una vez que la noche,
con sus gatos y sus buitres, dejan chorreadas de locura mala las
paredes del silencio. Los levantamientos pueden brotar de un acto o
armarse en las anónimas horas cotidianas. Las historias particulares
se escriben con la sangre de las heridas, se levantan con los
escombros de la guerra; se pintan con los óleos del quebranto.

El psicoanálisis no puede ignorar la pulsión de muerte, no puede


olvidar la fuerza del mal, no tiene que evitar la verdad del goce; ante
todo ello, lo que señala es, precisamente, su transformación en acto
creador. Se trataría de revirar el goce en gozo; a la muerte en
ejercicio vital; al mal, no en bien, sino en belleza.
La realidad puede aparecer con la densidad de una pesadilla y el
estrago como el viento de los tiempos, ante ello, asoma la apuesta
por interponer entre el golpe y la nada, a la belleza.
Pero no una belleza Ideal o de la perfección, no, sino una que
incluya el terror de vivir; no se trata de unidad sino de fractura fértil.
La belleza aquí señalada no se relaciona con la forma sino con el
deseo. Aún más: se vincula con el deseo llevado hasta el infinito, a
saber, con el goce. La historia es la belleza terrible del goce
creador. Lo bello hace barrera para que el aniquilamiento no sea
total; es barrera y velo, pero también andamio y vela. Ante la
destrucción, lo que nos hace levantar es la pasión amorosa Eros,
fuego, viento ... lo-cura de amor.

Muy bien, las cosas, de hecho, suenan bien; eso es lo


preocupante. Incluso hay cierto exceso estético en las líneas
anteriores. Aún más, se deja sentir un tufillo optimista; cierta
coloración de reparación alegre ante la muerte negra. Sin embargo,
quedan muchos cabos sueltos. Por ejemplo, ¿cómo se estructura
este sujeto? ¿Cómo vincular la creación, la destrucción y la historia?
¿En qué materialidad? ¿Cómo visualizar la historización relacionada
con la pulsión de muerte? Creación ¿no suena muy cercana a cierta
mística?
Intentemos responder a estas preguntas.
Desde una perspectiva fenomenológica, podríamos pensar en un
sujeto ligado a una historia si hubiese algo que recordar; la primera
evidencia de lo sucedido, es su existencia en el tiempo. Si puedo
recordar algo es que hubo una historia, pero recuerdo sería,
entonces, igual a historia. No toda historieta es histórica. Lo que
permite pensar algo como histórico es su significación. De este
modo, tenemos tiempo y lenguaje. Ahora, qué sucede si algo en el
tiempo ha sido olvidado; eso puede significar que lo olvidado no
vale la pena, pero entonces ¿por qué olvidarlo? Desde el
psicoanálisis, si algo se olvidó, es señal de que ahí existe algo
significativo. Significativo para el espacio del deseo del sujeto. En el
olvido se evidencia que algo falta al sujeto; estamos ante un sujeto
en falta. Pero si lo olvidado es significativo, eso implica que se trata
algo del lado del lenguaje. Se trata no de recuerdo, sino de
insistencia. Sí, lo suprimido es un significante. Un significante es lo
que falta a un sujeto para que recuerde; es la evidencia de un no
saber. El inconsciente es la presentificación de que existe una
estructura del lenguaje donde se organizan las cadenas
significantes; las relaciones de significancia. Ahora, lo olvidado no
implica destruido, sino amputado. ¿De dónde? De la conciencia. Es
decir, lo olvidado puede no ser recordado, pero eso no implica que
no exista, puede ser que lo olvidado sea porque es significativo y
fue, por ello, reprimido. El inconsciente sería la memoria de eso
olvidado, ya lo dijimos. La historia no es lo que el sujeto recuerda,
sino lo que olvidó. Pero es hora de dejar la fenomenología.
Si recordamos lo planteado sobre la percepción y el juicio,
podemos asegurar que el aparato psíquico busca encontrar un
objeto perdido. Si lo que intenta encontrar es un objeto que ya no
está, para encontrarlo tiene que convocarlo. Es a través del juicio
como se ejercen las acciones de similitud o diferencia entre lo
buscado y lo hallado; entre lo investigado y lo congregado. El
problema es, como dijimos, que ese objeto no se encontrará. De allí
que el aparato funcione a partir de accionar comparando los signo#
del exterior con las marcas del interior, evidentemente, sin noticli
consciente para el sujeto. ¿Más claro aquello que el inconscienti
está estructurado como un lenguaje?
La memoria, entonces, funciona enteramente en el espacio del
lenguaje, debido a la estructuración significante. Si esto es así, lo
que atañe a la historia no puede no sostenerse sobre la
materialidad de ¡o que en el tiempo se gesta como significante; el
significante es la materialidad de la historia, en tanto elemento
temporal de la significancia. Lacan lo dice sin anestesia cuando, en
el seminario múltiples veces citado, al hablar de la voluntad da
recomienzo, señala; “Esta dimensión es introducida desde que es
aislable la cadena histórica, y que la historia se presenta como
alguna cosa memorable y memorizada en el sentido freudiano*
alguna cosa que está registrada en la cadena significante”8
Lo que llama la atención es que la dimensión de voluntad de
recomienzo está ligada a la pulsión destructiva, entonces ¿qu#
tendrá que ver el significante con la pulsión de muerte? Mucho,
pues es allí donde podemos pensar, fuera de una posiciólf
metafísica o biologicista, la pulsión inventada y descubierta por
Freud.
El automatismo de repetición, fundamento de la pulsión de
muerte, debe pensarse en relación con el lenguaje
específicamente, con la cadena significante. Lacan así nos lo hace
saber desde la primera línea de su primer texto publicado en sua
Escritos: “Nuestra investigación nos ha llevado al punto de
reconocer que el automatismo de repetición ( Wiederholungszwan£|
toma su principio en lo que hemos llamado la insistencia de la
cadena significante. Esta noción, a su vez, la hemos puesto de
manifiesto como correlativa de la ex-istencia (o sea: el lugar
excéntrico) donde debemos situar al sujeto del inconsciente, si
hemos de tomar en serio el descubrimiento de Freud.”9
Vayamos por partes. ¿Cómo puede tener noticia el sujeto que su
muerte no es el final de su vida sino algo que insiste en su
existencia? Precisamente, porque en tanto está representado por
los significantes a los cuales les es excéntrico, es decir, donde falta
a su concatenación, hay una advertencia de que él puede,
precisamente, faltar a ella. Esta no es una percepción consciente,
es una evidencia cotidiana. Ahora, esta ausencia muestra también
una de las cualidades de lo simbólico: es el espacio de las
representaciones de la falta. Un símbolo es la presencia de la
ausencia de una cosa. La ausencia de la cosa, está representada
por la presencia del símbolo. Lo simbólico está en el campo del
lenguaje en tanto las cosas, allí no tienen cabida. La ausencia
remite a la muerte, a lo que no está. El símbolo es la memoria de la
ausencia de la cosa, los significantes funcionan como elementos
que representan la memoria de la ausencia; son la memoria de la
muerte. Y no sólo eso, lo que no está es el objeto; es entonces el
significante la memoria fallida del objeto que no está pero que no
deja de buscarse; la insistencia de la repetición no se da en ningún
sustrato biológico, sino en el seno de la cadena significante que
funciona a partir de la diferencia entre lo buscado y lo confrontado.
Evidentemente no se puede desarrollar aquí toda la teoría del
significante en Lacan, pero sí se podía señalar la relación entre la
memoria, el significante y la pulsión de muerte.
El 30 de marzo de 1955, Lacan dice algo que puede parecer
asombroso: “No hay que confundir la historia donde se inscribe el
sujeto inconsciente con su memoria”. Y poco después propone: “Lo
que importa, en el punto donde estamos, es hacer una demarcación
muy clara entre la memoria y la rememoración que es del orden de
la historia”10
Lacan es claro: el sujeto inconsciente se inscribe en la historia.
No es posible pensar al sujeto fuera del campo histórico. Pero lo
que puede parecer sorprendente es la referencia a la memoria si
aquí se ha insistido en que el inconsciente mismo es la memoria del
olvido. La respuesta está en que la noción de memoria puede tener
diversas connotaciones. Por memoria se llega a entender,
información genética establecida biológicamente en los seres vivos.
También se puede describir a la memoria como el espacio donde se
almacenan los recuerdos para, en su momento, solicitarlos sin
cambios en su contenido o su significancia. Siguiendo esta línea, la
historia equivaldría al pasado, la memoria fungíría como su bodega
y los recuerdos serían los mensajeros del pasado. Pasado que,
mediante un ejercicio de memoria podría retomar el hilo que antaño
se enhebró. La memoria aparece así, como el acto de traer el
pasado al presente sin cambio en ninguna de las dos facetas del
tiempo y comandada por la voluntad del sujeto consciente.
Contra todas estas posiciones se inconforma Lacan. De todas
ellas se diferencia. Su punto de partida son los planteamientos
freudianos del inconsciente; también son su artillería teórica y
clínica.
Ni la memoria como información predeterminada por la biología,
ni la historia como pasado recuperable, ni la memoria como acción
volitiva de presentación de recuerdos son compatibles con la
evidencia del inconsciente freudiano. La memoria del inconsciente
se sitúa en otro registro y desde otras coordenadas.
El símbolo, dijimos, es presencia de la ausencia de la cosa. El
orden simbólico funciona a partir de la alternancia presencia-
ausencia. Esta alternancia es la base del funcionamiento de la
dinámica significante. El sujeto del inconsciente depende de
relaciones significantes. En ellas es donde encuentra su
determinación y su historización. Los significantes se relacionan a
partir de dos movimientos: diferencia y repetición. Un significante es
lo que no es otro significante; es el instante de la diferencia. Pero
para que se pueda diferenciar de otro debe realizarse la acción de
la repetición. De este modo funciona la serie significante que
determina al sujeto; de esta manera también se despliegan los
movimientos del lenguaje. También desde esta dinámica se
establece la memoria del inconsciente. Ni estrato biológico, ni
ilusión de recuperación por la voluntad.
En la memoria como recuerdo del pasado, estamos ante el
fenómeno de la reminiscencia y no de la repetición como mostró
Kierkegaard. En la reminiscencia, el pasado como vivencia pasada
vuelve intacto. Desde esta perspectiva, el pasado es recuperable a
través del recuerdo. Recordar sería reapropiarse del pasado por
medio de la memoria. Esto es insostenible para el psicoanálisis. En
el orden del sujeto el pasado no es recuperable y lo que retorna no
es el pasado intacto sino una dimensión diferente en tanto ya es
también presente.
Para el psicoanálisis, la memoria no es el pasado que retorna
sino el significante que insiste en la repetición. ¿Repetición de qué?
De la diferencia. Diferencia respecto a la comparación al objeto
perdido, diferencia que repite la insistencia de la pulsión de muerte.
Para Lacan, a partir de Freud, este modo de memoria es llamado
rememoración. La rememoración es memoria que se establece
estrictamente en el campo de lo simbólico. La memoria constituida
no por reminiscencias sino por series significantes es la única
memoria que reconoce el psicoanálisis.
Recapitulando. El sujeto no puede ser concebido fuera del campo
de la historia, pero este campo está constituido por los recorridos
simbólicos que determinan a ese sujeto en su temporalidad. La
historia en la que se inscribe el sujeto no tiene que ver con la
memoria biológica, tampoco con aquella que se ilusiona en la
recuperación del pasado, sino con ésa otra ligada a la
rememoración como memoria operativa de la insistencia de la
repetición significante.

Sin embargo, falta algo fundamental por aclarar, ¿cómo vincular


todo esto con la creación? Este es el punto más original del
seminario sobre la Ética, pues lo que se propone es que no sólo la
pulsión de muerte tiene que ver con el significante, cosa ya muchas
veces explicitada, sino que la creación, fundamento de la
concepción de historia en este momento, también tiene que ver con
el significante. El modo es radical. Si la creación es de la nada,
frente a esa nada hubo necesidad dq la aparición del significante
con su fuerza historizante para poder gestar una creación. Si no se
quiere sostener lo creativo sobre una mística religiosa, hay que
aceptar que en un momento dado el lenguaje estuvo allí para
producir de la nada, algo ... sí, algo significativo, algo histórico,
Lacan: “Yo les muestro la necesidad de un punto de creación ex
nihilo donde nace eso que es histórico en la pulsión. Al comienzo
fue el Verbo, es lo que quiere decir, el significante. Sin el
significante al principio, es imposible articular la pulsión como
histórica”11
Esto que aparece como una leyenda en el alba de la historia
humana, es lo que se repite en cada acto de creación; ante la nada,
ante la destrucción, ante el vacío, puede ejercitarse el significante
gestando la historia del sujeto. Gestando, produciendo,
construyendo aquello que llamamos existencia.

3. Concatenaciones finales

1. Si uno viese de cerca la arquitectura del seminario de la ética, la


metodología utilizada se fundamenta en un ir pensando
históricamente los conceptos, a la vez que reflexionando desde el
marco del pensamiento analítico. Desde Aristóteles, Kant, Sade,
Goethe, pasando por Marx, por Hegel y, evidentemente, Freud, la
historia del pensamiento se confrontaba con la lógica de una
construcción que se iba concadenando entre concepto y concepto,
teniendo una armazón sostenida permanentemente en la historia.
La poesía medieval, el utilitarismo del siglo XIX, la economía
burguesa, las ilusiones socialistas, las conferencias de prensa sobre
las guerras tan caras a Francia y tan dolorosas para África, San
Agustín, Blanchot, Sartre, Lautremont y muchos otros desfilaron por
aquel histórico seminario. ¿Quién habló de ausencia de historia?
2. En este segundo tiempo de la dimensión de la historia en la
obra de Lacan, como se ha visto, se introduce la muerte ligada al
significante y la creación. Se le da un lugar importante a las
problematizaciones sobre al deseo y su vinculación con un sujeto
del acto. Pero es necesario señalar que no son las únicas
dimensiones trabajadas. Uno de los campos fundamentales y que
aparece ese año con un peso radical, es aquél del goce. Se ha
insistido en cómo la cadena significante sostiene la apertura
creativa al colocar la tinta del lenguaje allí donde la nada existe.
Pero no es la única acción que interviene en ello. La pulsión de
muerte, en este tiempo del planteamiento lacaniano, no se
estructura solamente en el registro de lo simbólico, también lo real
interviene. La pulsión de muerte por primera vez aparece ligada no
sólo a la insistencia significante sino enlazada con los vericuetos del
real. El lenguaje insiste en encontrar lo perdido. Eso perdido será el
motor de las tentativas creativas de gestación. Ante la imposibilidad
del reencuentro, la sorpresa de lo creado en su lugar. Desde la
perspectiva del das Ding, acontece algo parecido. El encuentro con
ese Otro, con ese abismo del mal con rostro de incesto, con ese
cuerpo materno barranco y red, se perfila en el horizonte de lo
irrealizable. Ante ese encuentro fallido, la insistencia no deja de
gestar objetos, cantos, textos, rasgaduras que se ubican en lugar de
esa fusión. Una y otra vez se intenta el encuentro y, en el fracaso,
se produce la sorpresa de lo creativo. La historia es también el
recuento de esas insistencias subjetivas. Ahora, la creación implica
que algo del golpeteo del lenguaje trastoca el goce. La sublimación
de la pulsión de muerte en acto creativo desgarra cierta
materialidad del goce y de su consistencia maligna. La herida que el
lenguaje ejerce sobre la presencia del real, las ensambladuras con
que puede trastocar la densidad del goce son modos radicales de
ejercer las fracturas creativas. Por otro lado, una cuestión que atañe
a lo real reenvía a la falla de esa sublimación. La sublimación de la
pulsión de muerte, tal como aquí se planteó, ese intento de
perturbar la fuerza de la destrucción para empujarla al segundo
momento de elaboración novedosa, nunca se realiza totalmente. La
sublimación falla y queda un resto no simbolizable de la pulsión. Ni
toda la pulsión se satisface, ni la sublimación se realiza totalmente
con éxito. Ese resto no simbolizado es insimbolizable. El lenguaje, a
pesar de sus poderes y sus implementaciones reguladoras, no
puede ni absorber ni someter a sus legalidades a esos fragmentos
del real, a esa lava del goce. El resto que no se puede simbolizar,
esa fractura del real que no se puede empastar con la palabra se
establecerá como una dimensión de pérdida irrecuperable e
inasimilable.
3. Con todo esto podemos volver a aquello que se planteaba al
final del capítulo sobre la Cosa. Ante el límite, frente a la
prohibición, ahora también ante la aniquilación, ante la nada, el
lenguaje aparece como la materialidad para hacer de la historia un
acto ético; un canto, un grito, un texto; una historia. Y esto no es
sólo prosa, lo que se quiere señalar ahora, después de este
recorrido es que tal parece que para Lacan en este momento de su
enseñanza, no se puede tener una propuesta alrededor de la
historia, la historización y la memoria, que no incluya el dominio de
lo ético.
4. Otro punto antes de terminar este capítulo, es la evidencia de
que Lacan construyó una ética del sujeto. Lacan no propone una
ética del psicoanálisis como se pudiera pensar, una ética dentro del
campo filosófico. No se trata del psicoanálisis como una nueva ética
con sus valores y sus lineamientos propositivos. No estamos ante
un continente que se extendiera como una teoría filosófica cerrada y
completa. No, Lacan propone que, desde el psicoanálisis, se pued©
señalar una ética que incluya al deseo y al sujeto. Una ética del
sujeto y su deseo. No se trata de una ética filosófica del
psicoanálisis sino de una ética del deseo emergida por el
cuestionamiento psicoanalítico. Eso se ve, pero también sin ser
notable del todo, algo se iba deslizando de una ética de lo
particular, a otra más extensiva. Se puede ver en ciertos momentos,
la necesidad de una ética que incluya lo social, no tanto respecto a
la otredad sino a los lazos sociales. Hay un pasaje que se dibuja de
la otredad al lazo social. Vinculado a esto pero no pegado, es la
presencia de otro deslizamiento, aquel que problematiza no tanto el
lugar del sujeto, en este caso Antígona, sino la del amo, a saber
Creonte. Hay en su lectura de la tragedia de Sófocles, un interés
especial por mostrar cómo el tirano es aquel que termina destruido,
una especie de tensión no sólo alrededor del universal, sino de la
misma forma discursiva del poder. Estas líneas serán reelaboradas
por él, en el próximo tiempo de su concepción de la historia que
puede denominarse “de la ética a la política”.

Notas

1. K. Marx, El Capital, F. C. E., México, 1979, vol. I, p. 3.


2. K. Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Alianza Madrid,
1969, p. 112.
3. K. Marx, El Capital, op. cit., vol II, p. 17.
4. K. Marx, La ideología alemana, Ed. Pueblos Unidos,
Montevideo, 1968, p. 83.
5. J. Lacan, op. cit., p. 252.
6. Ibid., p. 252.
7. Ibid., p. 251.
8. Idem.
9. J. Lacan, Le seminaire sur «la lettre volée».
10. (1954), op. cit., p. 11; VE: “El seminario de la carta robada”, p. 5.
11. J. Lacan, El yo en la teoría de Freud y en la técnica el
psicoanálisis (1954-55), Ed. Paidós, Bs. As. 1986, p. 277.
12. Ibid., p. 252.
TERCERA PARTE

ARCHIPIÉLAGOS DISCURSIVOS
Escrituras de Lacan correspondientes al seminario del 10 de
febrero de 1975.
CAPÍTULO VII.
ESTRUCTURA DISCURSIVA

1. Puntuación

Al principio de este libro, se señalaron cuatro tiempos de la


problematización de la historia en la obra de Lacan. El primer
tiempo se especifica en relación con Heidegger y Hegel. La palabra
y su temporalidad, el lugar de la muerte para pensar la historia y la
especificidad de un sujeto del inconsciente, fungen como pilares de
ese tiempo conceptual asentado a principios de los años cincuenta.
El segundo tiempo, que acabamos de desarrollar, se configura
alrededor del seminario La ética del psicoanálisis que Lacan dicta
en 1960. Otra década, otras posiciones articuladas alrededor de la
dimensión histórica que construye el significante y la relación entre
la muerte, la destrucción y la posibilidad de una respuesta creadora.
Al comienzo de la década de los setenta, las posiciones
cambiaron. Cambiaron manteniendo. Se radicalizaron y se gestó
una escritura que, concentrando las elaboraciones anteriores sobre
el significante, el sujeto y el goce, permitirá la arquitectura de los
cuatro discursos de Lacan. En la propuesta lacaniana de los
discursos se escriben las diversas posiciones del sujeto en el
campo de lo social. Allí mismo, se desarrolla una moción radical
acerca de los discursos, la historia y la política.
Lo aquí adelantado, hace pensar más en Foucault que en Lacan.
Es sabido que Foucault, desde los inicios de esa década, se
empeña en desarrollar una genealogía del poder, a partir de señalar
el lugar del sujeto en distintás configuraciones discursivas.
Foucault escribe, desde 1973, una historia política del sujeto. Su
interés es mostrar los distintos modos de sujetación que, a lo largo
del tiempo, se han ejercido en el campo de lo político.
Por su lado Lacan, a partir de 1970, despliega sus cuatro
discursos radicales. Su propuesta pasa por la escritura de ciertos
aparatos lógicos. Tanto Foucault como Lacan, señalarán el lugar del
sujeto en diversos órdenes del discurso y la reglamentación de los
mismos, sólo que el filósofo lo hará desde una genealogía política, y
el psicoanalista desde una formalización escritural. Sin embargo,
esto que parece tan claro, no es del todo preciso. Si bien es cierto
que Lacan presenta una tipología lógica de los discursos, eso no
exilia la posibilidad de que en ella se configure una nueva manera
de pensar la historia, e incluso, la política.
La presentación de este tercer tiempo de la problematización de
la historia en Lacan, permitirá mostrar lo más original de su
propuesta. Para ello se seguirá muy de cerca el seminario que
funge como punta de lanza en su elaboración sobre los discursos y
que lleva por nombre: El reverso del psicoanálisis.
En un primer momento se puntuarán las elaboraciones
principales que dan lugar a la mencionada lógica discursiva para,
en un segundo tiempo presentar, a partir de ella, la propuesta
respecto al campo de la historia.

2. Estructura básica

La configuración de los discursos parte de una relación


fundamental, aquella que vincula a un significante con otro
significante, y de la cual resulta la emergencia del sujeto.
Esta relación fundamental es la base de la estructura significante!
Estructura significa aquí, combinatoria de elementos. Los
significantes son unidades del lenguaje que, al combinarse,
constituyen una cadena que los instaura como tales. Estas
unidades combinatorias sólo pueden generar significación a partir
de su relación recíproca. Un significante en sí no significa nada,
necesita de su vinculación con otro, con una red significante para
generarla. La cadena significante es una combinación de elementos
que producen sentido a partir de su significación recíproca.
Ahora, un significante al necesitar de otro para significar, muestra
que su especificidad depende de ser diferente de otro significante.
Un significante no sólo es singular, sino diferente de cualquier otro;
es pura diferencia. Ser diferente de cualquier otro, implica que un
significante es lo que no es idéntico a sí mismo. De este modo, los
significantes son unidades diferenciales que producen una
combinatoria relacional que constituye el campo del lenguaje.
El sujeto es determinado por esa red significante y no al
contrario. Desde el psicoanálisis el sujeto no es el yo, ni la persona,
ni el individuo en un sentido fenomenológico; el sujeto es lo que
resulta de la combinatoria de esos elementos del lenguaje; es lo
que es representado por un significante para otro significante.
Decir "es lo que es representado", implica que no sólo es efecto
de esa relación, sino que es exterior a esa cadena. Pero también,
que es quien hace lazo entre un significante y otro. El sujeto es
efecto y vínculo entre significantes.
Lacan escribe este movimiento en un algoritmo que manifiesta
dicha relación: S1—+ .S 2
$
Los elementos pueden ahora leerse así:
S2 es la batería de significantes, la red que está allí en tanto
tesoro de unidades diferenciales.
S1 es el significante que viene a impactar la cadena para producir
un sujeto.
$ es el sujeto efecto de la intervención de S1 sobre la batería de
significantes, o, S2.

3. Matriz discursiva

La relación entre significantes, su combinatoria diferencial es,


evidentemente, inconsciente para el sujeto. El sujeto surge y sufre
los efectos de su dependencia del significante, pero es inconsciente
de sus movimientos, combinatorias y configuraciones. De allí que
en psicoanálisis, hablemos del sujeto del inconsciente.
Ahora, este sujeto, inmerso en esta estructura, no sólo es dividido
por el significante, sino que no sabe quién lo sostiene. No sólo no
sabe que él, más que hablar, es hablado por el significante, sino
que en esta estructura no sabe quién dice lo que dice. La cadena
significante habla por el sujeto y éste no lo sabe. Más radical: el
inconsciente implica que el sujeto no sabe que el saber es lo que
habla.
El inconsciente es el saber que no sabe el sujeto, es el saber que
habla por el sujeto; es un saber que habla solo.
Así, S1 es el significante interviniente, S2 la batería significante o
saber, y $ el sujeto del inconsciente.
La acción de S1 sobre la red significante de S2 produce este
sujeto dividido entre estos dos significantes, entre estos dos
tiempos del significante. Pero no nada más.
Hasta aquí, lo que se hace evidente es la forma fundamental del
movimiento significante, motivo por el cual nos encontramos en el
puro registro de lo simbólico. Pero para franquear el paso de esta
forma fundamental del significante a una estructura discursiva, es
menester incluir otro elemento y otro registro.
En el trayecto que se efectúa entre un significante y otro
significante, en la emergencia del $, se produce una pérdida. Algo
allí cae y deja su rastro. Esta pérdida es la que Lacan define como
el objeto a. Este extraño objeto aparece como la escritura
algebraica de la causa del deseo del sujeto. A partir de esto, dicho
sujeto no sólo aparece escindido entre los significantes que lo
producen, no sólo es exterior a la cadena significante, sino que es
causado por el agujero que deja este objeto que será la causa de
su deseo.
De este modo, se especifica el pasaje de un sujeto efecto de la
cadena significante, a un sujeto inmerso en una estructura que
ahora podemos llamar discursiva, y que se escribe así:
S1_____ ► _32__
$ a
Para poder visualizar en todo su esplendor esta función, es
necesaria la inclusión del objeto a, y de un término ligado a él que
es fundamental: el goce.
La introducción del objeto a no sólo permite la configuración de la
forma discursiva, sino también su estructuración. A partir de él, se
definirá no sólo esta forma como matriz lógica, sino que se
especificará la dimensión singular del discurso en Lacan.
Pensar en la figura del discurso remite a una organización en el
campo del decir. Discurso: Red de hechos lingüísticos ligados entre
sí por reglas sintácticas.
Todo discurso está reglamentado por elementos y leyes del
lenguaje. No hay figura discursiva sin reglas que lo articulen. Para
el psicoanálisis, el discurso también es un conjunto organizado en
una red. Se trata de una articulación de los movimientos
significantes, pero no nada más.
El discurso no se articula sólo en el orden simbólico. Algo le falta,
un objeto. Este objeto está perdido y por lo tanto, algo no está en el
discurso. Plantear que algo no está implica que hay ahí un "no -
todo". El discurso se encuentra incompleto y no puede dar cuenta
sino de un "no - todo".
El que el discurso no pueda decirlo todo, por ejemplo, implica que
le es imposible la completud. Si el discurso, a pesar de su
articulación significante, no puede decirlo todo, es porque se
enfrenta a un infranqueable.
El discurso se enfrenta a un imposible porque tiene un límite. Ese
límite es lo real. Señalar que el discurso no logra decirlo todo, nos
lleva a la evidencia de que el orden simbólico no puede todo. Allí
surge una de las definiciones de lo real: es lo que no puede ser
calculado por lo simbólico.
El discurso es concatenación significante, pero agujerada. No
puede decirlo todo porque se enfrenta a lo real. Por lo tanto, al
incluir el objeto generando esa articulación, la matriz discursiva
permite la escritura de un funcionamiento lógico que admite ambos
registros, a saber, el simbólico y el real.
Ahora, si bien la falta que representa el objeto a agujera el
discurso, no se ve muy claro cómo pueden "articularse", a partir de
una falta, los dos registros. Más aún, no se esclarece cómo, a partir
de la inclusión de una pérdida, los registros hacen discurso y
estructura. Para verlo más de cerca es necesario recorrer los
senderos del goce y la repetición.

En la obra de Freud existen dos momentos de su elaboración del


inconsciente. Hacia 1900 con el texto La interpretación de los
sueños, el creador del psicoanálisis deletrea el funcionamiento de
un saber que, sin que el sujeto lo sepa, le dice la verdad de su
deseo. Fue un primer momento. Fue el tiempo de inaugurar una
práctica de la escucha del decir del sujeto. Ese que, sorprendido, se
topaba con lo que por su boca el saber le hacía ver.
En 1919 se produce una discontinuidad, el texto Más allá del
principio del placer. El descubrimiento: la existencia de una pulsión
que busca la destrucción; el accionar: la repetición. Freud
comprueba que existe un más allá del principio del placer, un más
allá que no busca la estabilidad del sistema, sino un exceso. El
modo como se presenta este desorden de la temperancia es la
repetición. ¿Qué es lo que se repite? La insistencia de la muerte. La
pulsión de muerte insiste en su satisfacción. La repetición es el
vínculo de ese pulsionar; es el vehículo de aquello que atenta
contra la vida. Esa repetición funda lo que ha sido llamado el goce.
La pulsión busca la satisfacción de este goce; buscando, repite su
insistencia. La pulsión de muerte intenta volver a lo inanimado*
retornar a un reposo absoluto. Este estado aparece como la utopia
de un placer total. Llamémosle Goce absoluto. La pulsión busca
retornar a ese Goce. Repite y repite en su afán. ¿Pero qué es lo
que encuentra? ¿Acaso lo logra? No. Lo que se encuentra a partir
de esa repetición no es el placer total, no es el Goce absoluto sino
la evidencia de una pérdida. La insistencia no logra sino la
repetición de una pérdida. Allí no se alcanza esa Utopía, sino un
residuo de su ausencia.
Ante la evidencia del desarrollo freudiano, Lacan propone una
escritura lógica de este escenario. Para ello introduce una función
especial. Así, en 1970 nos lo hace saber citándose: "Y ahora viene
lo que aporta Lacan. Se refiere a esta repetición, esta identificación
del goce. En este punto, tomo algo prestado del texto de Freud
dándole un sentido que éste no indica, la función del rasgo unario,
es decir, la forma más simple de la marca, que es el origen del
significante propiamente dicho"1.
El rasgo unario cumple tres funciones. La primera, ubicarse como
el primer trazo ante el cual se ordena la cadena significante. Él
representa la marca primera a partir de donde todos los otros
significantes se ordenan, en tanto unidades diferenciales del
mismo. Esta primera función tiene que ver con la diferencia.
La segunda función ligada estrechamente a la anterior, es
asegurar una primera marca para, desde ahí, propiciar la repetición
fundante de la cadena. Ese trazo unario funge como primera marca
que, en la repetición de cualquier otro significante, constituye la red
significante.
La tercera función es aquella que permite vincular la repetición, la
cadena significante y el goce. La pregunta surgida desde Freud es
¿qué se intenta con la repetición? La respuesta viene desde Lacan:
recuperar el Goce perdido.
Ese Goce sería una suposición; una inferencia lógica: si algo se
busca incesantemente, es porque no está. Tal vez nunca estuvo.
De ese Goce absoluto sólo nos queda la evidencia de su inercia
repetitiva, sólo la marca de su pérdida.
Ante esa insistencia se puede proponer la escritura de su
ausencia. Si dicho Goce aparece bajo el aura de la totalidad, bien
puede escribirse como I.
El I del Goce buscado se plantea como Uno - todo, como insignia
de una totalidad. Ahora, ese Goce se extravió, es un paraíso
perdido, un tesoro ausente. Frente a la pérdida de ese Uno - todo,
dijimos, sólo queda la marca de su ausencia. Esa marca es el uno
del rasgo; es el I del trazo unario. Este trazo, este I, es la marca de
la falta; la escritura de la ausencia.
Sin embargo, ese Goce se intenta recuperar en ia repetición. De
allí que en cada intento de repetición significante surja otro uno, y
otro. Estos otros significantes intentan recuperar lo perdido. El
problema es que buscando reencontrar el Goce total, no sólo no se
logra la satisfacción sino que, en vez de ello, lo que se encuentra es
más pérdida, es decir, a. Los significantes en su repetición (I, I, I, I)
intentan hacer surgir ese objeto perdido y lo que provocan es
precisamente más pérdida. Intentando recuperar lo perdido se
produce un plus de eso perdido.
Lacan lo escribe de este modo:
I = 1
a+1 a
Mientras más se intenta recuperar a través de la repetición lo
perdido,

a+1
lo que se encuentra es la evidencia de la falta ...

a+I
Mientras más se busca reencontrar el Goce, más se produce un
plus de esa pérdida
I = a
a+I

Lacan lo especifica así el 20 de mayo de 1970:


"El efecto de repetición del I es este a, en el nivel de lo que se
designa con una barra."2
Y eM 4 de enero dice en prosa lo que articula matemáticamente:
"... la repetición se funda en un retorno del goce ( ... ) en esta
misma repetición, se produce algo que es un defecto, un fracaso."3

El objeto a, en tanto vinculado con la repetición, muestra cómo,


en este intento de reapropiación, siempre existe la imposición de
una pérdida. Esto que se pierde y que señala la insistencia de la
pulsión de muerte en tanto búsqueda de goce, está muy lejana de
cualquier dirección de aquello que, en el tiempo anterior y con
marcas batailleanas, se mostraba desde la trama de la trasgresión.
Con esta puesta en acto de un dispositivo lógico, la repetición y el
goce quedan muy lejos de esa concepción y muy cerca de la lógica
de la entropía. El goce no tiene que ver con ninguna acción de
trasgresión de la ley, sino con la producción, en la repetición, de un
sobrante, de un plus de goce.
Esta producción, por curioso que parezca, nos lleva a dar una
vuelta más a la cuestión del saber, esta vez, ligada al goce. Lacan
dice desde la primera clase de su seminario el 26 de noviembre de
1969: "Hay una relación primaria del saber con el goce, y ahí se
inserta lo que surge en el momento en que aparece el aparato que
corresponde al significante"4.
Esta relación la complica y consolida, dos meses después, el 14
de enero de 1970, cuando afirma5: "Este saber muestra aquí su raíz
en el hecho de que, en la repetición y para empezar bajo la forma
del rasgo unario, resulta ser el medio del goce". (SI)
Para abordar tan difícil situación es menester volver a la
estructura fundamental: un significante es lo que representa un
sujeto para otro significante. Dijimos que ese significante que
interviene es S1; llamémosle, en tanto comanda este impacto,
significante amo. Su intervención se da sobre una batería de
significantes S2, que llamamos saber. El saber es esa red que, en
la repetición, hace no sólo surgir al sujeto, sino funge como el
vehículo del goce. El S2, al "articular" la insistencia de la pulsión de
muerte, se vuelve su medio en tanto tramita las modalidades del
goce. Vayamos más lejos.
Cuando el S1 interviene, el S2 como cadena permite la repetición
(S1, S2, S2, S2) de la que surge dividido el sujeto, pero señalamos
también una pérdida. Esa pérdida surge de la repetición en tanto se
produce un sobrante. El saber en tanto espacio en donde se
efectúa la repetición, al articularse, digámoslo de otro modo, al
trabajar, produce un resto. Dicha pérdida es pérdida de goce,
vehiculizado por el saber cuando trabaja. Esto que podríamos
llamar "el punto de pérdida" es lo que muestra la entropía que
caracteriza a la matriz discursiva y, por cierto, a los aparatos vitales.
Por entropía entendemos aquí eso que se pierde de energía,
calculada a partir de la lógica de la termodinámica.
Con lo anteriormente señalado se puede, ahora sí, visualizar el
acontecer lógico de la matriz discursiva, donde, además de la
producción del sujeto, se hacía necesaria por la inclusión del objeto
a, el señalamiento de la función del rasgo unario, la repetición, el
goce y su relación con el saber cuando éste trabaja. A todo este
accionar, Lacan lo escribe así:
S1 ► S2
$ a
constituyéndose como la matriz lógica de los discursos.

4.Configuración de los discursos

En 1970, Lacan hace público lo que él llamó sus cuatro discursos


radicales. Estos discursos, son los modos por los cuales el sujeto
ocupa un lugar determinado en los diversos lazos sociales. El
discurso así planteado es la reglamentación del modo de
vinculación del sujeto. El sujeto se encuentra legislado por diversas
modalidades discursivas. Los discursos son leyes de relación que,
en sí mismas, son inconscientes. El sujeto se halla sujetado a esas
normas sin saber ni su funcionamiento, ni sus implicaciones. Más
preciso: el discurso es un aparato configurado a partir de las leyes
del inconsciente.
Algo es importante señalar, que estos discursos son artefactos
lógicos. Son, diría Lacan el 2 de diciembre de 1971, en el marco de
su seminario De un discurso que no sería del semblante, maternas.
Materna es la manera de nombrar a ciertas modalidades lógicas de
relaciones fundamentales.
Para Lacan sus discursos son aparatos algebraicos que articulan
un cierto número de relaciones constantes. Estas articulaciones, si
bien se fundan en el lenguaje, sobrepasan la dimensión de la
palabra. Los discursos no son los colores de los mensajes o el fluir
de los vocablos, son funciones que determinan el modo, la
consistencia y la significación de las palabras. De esta manera, los
discursos son funciones sin palabra. No es que la palabra no
cuente, pero se encuentra legislada por los vínculos de ciertos
elementos del lenguaje. En los discursos no hay tanto palabras
como "decires", pronunciamientos legislados inconscientemente por
funcionamientos relaciónales. Dicho de otro modo, son estructuras.
Ahora bien, estos discursos se configuran a su vez, por
elementos y por lugares que conforman un artefacto de los modos
de relación. Los lugares son fijos, pero los elementos son rotativos.
Los elementos son los que precisamente se explicitaron en el
punto anterior
S1 — ► S2
$ a
De hecho, esta matriz lógica surge como punto de partida para
las otras estructuras. Basta un cuarto de vuelta para producirlas.
Los elementos pueden determinarse desde el principio de la
siguiente manera:
51 - Significante Amo
52 - Saber
$ - Sujeto
a - Objeto causa del deseo, o plus - de - goce.

Según el lugar que ocupen estos elementos en las diversas


plazas de la estructura de los discursos, su implicación será
diferente.
El problema es que, si bien los elementos son claramente
definibles a partir de esa primera estructura básica, los lugares en
los diversos discursos no son tan sencillos ni fueron producidos en
un solo momento.
Cuando se piensa en los discursos y se hace referencia a los
lugares, suele citarse de la siguiente manera:
agente otro
verdad producción-
Sin embargo, esta no es la propuesta que Lacan ofrece en su
seminario El reverso del psicoanálisis, sino en la publicación de
Scilicet. De hecho, tampoco será la última, pues en su seminario Le
Savoir du psychanalyste de 1972, propone otra nominación:
semblante goce
verdad plus de goce
Lo anterior no deja de crear dificultades porque estas dos
propuestas vienen de otras tres, donde difícilmente uno podría
equiparar las diversas funciones expuestas. Veamos de cerca
cuáles fueron las fórmulas que se elaboraron aquel año de la
introducción de los discursos.
Se suele pensar que la escritura de los discursos surge, se
escribe y se finaliza en 1970, en el citado seminario L'envers de la
psychanalyse. Pero esto no es así.
Su elaboración dura varios años y eso se puede visualizar en la
propuesta de las funciones, de los diversos lugares en la estructura
del discurso. Intentemos, a manera de ejemplo, señalar la dificultad
de ciertas propuestas lacanianas, en el momento de la construcción
formal de los discursos.
En 1969 Lacan comienza su seminario en un nuevo lugar; se
trataba de su tercer desplazamiento. Las primeras clases avanza
poco a poco elaborando las relaciones entre los elementos. Pero no
sucede así con los emplazamientos. Su especificación tarda en
liegar. La primera clase del seminario tiene lugar el 26 de
noviembre de dicho año. Pues no será sino hasta el 18 de febrero
de 1970 cuando proponga por primera vez la nominación de los
lugares.
Significante - amo ► saber
Sujeto goce
Hasta antes de ese día, hablaba de "la casilla arriba a la
izquierda" o "el lugar abajo a la derecha". No había función lógica,
sino geografía de escrituras.
Si se mira de cerca esta fórmula, se verá que aparece como la
transliteración de la matriz S1 ^ S2
$ a
Es decir, nada se avanzaba con esta exposición. Tan es así, que
en esa misma clase se propone otra versión:
Deseo Otro
verdad pérdida
Aquí nos topamos con otra dificultad. Los lugares señalados no
son explicados por Lacan, sólo enunciados en su ubicación. "El
lugar que figura debajo del Deseo es el de la verdad. Debajo del
Otro está el sitio en donde se produce la pérdida ..."6 No sólo eso,
sino que esta matriz sirve para leer solamente uno de los otros
discursos, aquél de la histérica, lo que no permite una solidez
conceptual.
El 10 de junio se da la propuesta más elaborada en este
seminario:
agente trabajo
verdad producción
Esta nueva formulación condensa y mantiene dos lugares de las
anteriores: el de la verdad y la producción y, por primera vez,
permite definir una función muy importante, aquélla del agente.
El agente es quien aparece comandando y organizando el modo
operativo de los discursos. Es quien actúa, pero limitado por las
otras funciones. Es quien pone en marcha el discurso, aunque el
discurso lo ponga en marcha a él. Es también quien se dirige a
aquel otro lugar que aparece junto a él a la derecha. Dijimos que
allí, en 1970, se propone al Otro. Pero aquí aparece el trabajo. Tal
vez porque su lugar lo ocupa aquel que trabaja para que surja la
verdad.
De este modo tenemos al agente, quien pone en marcha el
dispositivo; arriba a la derecha, a quien trabaja y a quien se dirige el
agente para accionar la producción; abajo a la derecha, lo que se
produce en el movimiento discursivo; y abajo a la izquierda, a la
verdad.
Lo que llama la atención, además de la dificultad de hacer
equivaler las diversas elaboraciones y los titubeos evidentes, es
que la única que se mantuvo, fue aquélla de la verdad. En el
discurso, la verdad ocupa una función privilegiada. Si el agente
acciona, la verdad determina la modalidad discursiva. Tan ocupa un
lugar especial, que Lacan la aborda desde distintas perspectivas a
todo lo largo del seminario. Démosle entonces, un espacio más
amplio y un desarrollo más explícito.
La verdad es aquello que permite los efectos de la palabra. Ella
está ligada estrechamente al lenguaje. Ese es su campo, su lugar.
Pero no se trata de cualquier dimensión del lenguaje. En 1970,
Lacan pone en manifiesto la función de la verdad ligada
estrechamente a la lógica. La verdad cobra una especial relevancia
cuando se le hace funcionar desde la lógica proposicional. Ella
aparece como quien articula lo propio del saber al asentar su
enunciado. Wittgensteín es convocado para asegurar la implicación
de la verdad y el lenguaje. El filósofo vienés concibe un sistema
donde la estructura gramatical es idéntica al mundo, por ende, lo
verdadero es la proposición que comprenda los hechos del mundo.
La verdad muestra cómo el conjunto de los hechos del mundo, en
tanto sistema lógico, es tautológico. De aquí se desprende que el
lenguaje, en tanto campo implicado de la verdad, es el espacio de
su operación.
Pero no basta con decir que la verdad es inseparable de los
efectos del lenguaje. Ella no sólo atañe al orden simbólico, también
al real. Lacan señala el 10 de junio de 1970: "... entre nosotros y lo
real está la verdad"7.
Abordar lo real nos remite a lo imposible. Hace unos párrafos
adelantábamos una definición de lo real: es lo que no puede
demostrarse por lo simbólico. Por ejemplo, hay cosas que la lógica,
a pesar de su poderoso despliegue, no puede demostrar.
La ciencia apuesta a que la combinatoria de sus algoritmos
alcance para demostrarlo todo. Pero se topa con algo. Demostrar
todo es imposible. No existe sistema simbólico que pueda
demostrarlo todo porque tiene un límite indemostrable: lo real. De
allí que lo real sea lo imposible. Un paso más: los sistemas están
imposibilitados a demostrarlo todo; es precisamente porque hay
verdades, por muy formalizadas que se presenten, que no pueden
demostrarse.
La verdad no puede demostrarse toda. La verdad es aquello que
funciona como falta a la totalidad, es lo que falta al ser para ser; es
la impotencia ante el todo. Estos vericuetos entre los dos registros
tal vez puedan resumirse así: la verdad sólo es accesible por un
medio decir, porque no se puede hablar lo indecible.
Recorrer el campo de la verdad nos lleva a las dos dimensiones
que nos faltan para establecer la configuración funcional de los
discursos, a saber, lo imposible y la impotencia.
Los discursos son aparatos lógicos, funciones estables,
operadores formalizados, pero existe, como consustancial a su
estructura, un imposible. Por muy formalizadas que estén las reglas
de su operación, siempre existe un elemento de imposibilidad.
Dicho de otro modo, la articulación significante no puede demostrar
lo imposible, y este es un hecho de estructura. Los discursos no
pueden demostrar lo real, eso es imposible; y respecto a la verdad,
son impotentes para apresarla.
Lacan, en Radiofonía, hablando precisamente de los discursos,
dice así:
“¿Cómo obligarles a que demuestren su real, de la relación
misma que, para ser - ahí, cumple función como imposible?
Ahora bien, la estructura de cada discurso necesita de una
impotencia, definida por la barrera del goce, a diferenciarse como
disyunción, siempre la misma, de su producción a su verdad.”8
Comment les obliger a' démontrer leur réel, de la relatíon méme
qui, á étre la, en tant fonction ccmme impossible?
Or la structure de chaqué discours y nécessite une impuissence,
definie par la barriére de la jouissance a s'y différencier comme
disjontion, toujours la méme, de sa production á sa vérite.
Algo es evidente: la verdad es hermana de la impotencia y lo
imposible no es sólo un hecho de estructura, es lo que estructura la
tipicidad de los discursos.
Notas

1. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse (1960-70), Seuil, Paris,


1991, p. 52; VE: El reverso del psicoanálisis, Ed. Paidós, Bs. As.
1996, p. 49.
2. Ibid., p. 183; VE: p. 168.
3. Ibid., p. 52; VE: p. 49.
4. Ibid., p. 19; VE: p. 18.
5. Ibid., p. 54; VE: p. 51.
6. Ibid., p. 106; VE: p. 98.
7. Ibid., p. 202; VE: p. 188.
8. J. Lacan, “Radiophonie” (1970), Autres écrits, op. cit., 445.
CAPÍTULO VIII.
LOS CUATRO DISCURSOS RADICALES

1. Panorama

En 1937, Freud escribe una de sus últimas reflexiones sobre la


clínica psicoanalítica. El texto se titula Die endliche und die
unendliche Analyse (Análisis terminable e interminable). Allí pasa
revista a la situación y los poderes de la cura analítica. Su
diagnóstico no parece muy optimista. Las dificultades con las que
se topa el proceso clínico son reseñadas pero, sobre todo, se
señala la imposibilidad de una cura total. Si esto es así ¿cómo
plantear que el análisis sea terminable? Es en este contexto,
precisamente, donde se destaca el límite del tratamiento analítico y
cuando surge la definición del psicoanálisis como una profesión
imposible.
El cuestionamiento no apunta sólo a la clínica analítica. Haciendo
referencia a una ocasión anterior, exactamente al prólogo de un
libro de Aichhorn sobre los problemas pedagógicos y la juventud de
1925, Freud trae a colación que educar, curar y gobernar son oficios
imposibles. El cambio que introduce en 1937 es la sustitución de
curar, que remitía a un aspecto más amplio, por psicoanalizar,
señalando una imposibilidad específica de la práctica inventada por
él.
Regieren, Erzieheren y Analysieren aparecen como las
profesiones que se enfrentan, que se sustentan y que se topan con
lo imposible. Lacan retoma esta propuesta y agrega una más. No
sólo gobernar, educar y psicoanalizar; también desear aparece
como imposible, es decir, las cuatro se encuentran, en relación con
un real, estructuradas en su enfrentamiento con lo imposible.
A partir de ahí, Lacan propone no tanto profesiones, sino modos
de vinculación. Para él existen cuatro lazos fundamentales, cuatro
discursos radicales: el discurso del amo, el de la universidad, el de
la histérica y el del analista.
Para Lacan, decir discurso no es circunscribir su escritura a un
aparato gramatical. Su propuesta se presenta como la posibilidad
de pensar diversos posicionamientos subjetivos al interior de una
red de configuraciones sociales. Discurso es modo de vinculación
social, lazo, estructura; red de ubicación. Pero en tanto discursos,
cada uno de estos lazos presenta un modo enunciativo específico.
Este modo enunciativo es la manera como se especifica la
operatividad discursiva en cada discurso; la manera de afirmar su
singularidad social de instauración. Así, cada uno de los discursos,
de los lazos sociales, presenta un modo singular de establecimiento
de sus enunciados. El modo enunciativo que se despliega en el
discurso del amo, es el imperativo; en el universitario, demostrativo;
en el de la histérica sería "deseativo", y el modo enunciativo del
analista aparece como enigmático.
Ahora bien, la propuesta de Lacan no apunta sólo a mostrar la
dimensión lingüística de estas legalidades, se trata de algo más
radical: de escribir los esquemas literales donde se establecen las
relaciones fundamentales que organizan la determinación del
sujeto.
Los cuatro discursos, en una primera aproximación, son las
formas vinculares a las que el sujeto se halla expuesto. Más claro:
cada discurso presenta una modalidad de sujetamiento a ciertas
leyes que, en tanto inconscientes, ubican al sujeto más allá de su
voluntad. Estas modalidades discursivas inconscientes son
legalidades específicas de relación. Los discursos son dispositivos
de sujetación en los cuales el sujeto ocupa distintos lugares y, a
partir de ellos, se ubica en el mundo de lo social. Los discursos son
las modalidades sociales de la determinación del sujeto.
Los discursos son estructuras, y la propuesta lacaniana pasa por
escribirlas adoptando una formalización algebraica.
De este modo, los cuatro discursos se escriben:

S1 S2 $_ __ SI
~ T ----►-----
a S2
Discurso del amo Discurso de la histérica

S1 * $
Discurso analítico Discurso universitario

Antes de abordar cada uno de los discursos, se hacen necesarias


algunas puntuaciones respecto a esta tipografía discursiva y su
modo de estructuración. Al menos tres observaciones pueden
realizarse, frente a este panorama discursivo.
La primera atañe a la arquitectura de los discursos como
configuraciones relaciónales. Los discursos no son conjuntos
filológicos, son estructuras algebraicas. En tanto tales, se ordenan a
partir de articulaciones, mismas que se arman a partir de cuatro
aristas relaciónales. Los cuatro discursos radicales, al estar
estructurados, se implican recíprocamente. El discurso del amo es
insostenible sin su relación con el discurso universitario, pero
también sin el discurso histérico y el del analista. Del mismo modo,
el discurso del analista se escribe en tanto reverso del amo,
cuestionando al universitario y abriendo la escenografía histórica
para el establecimiento del discurso de la histérica. Y así sucede
con cada uno de ellos. Estamos ante cuatro escrituras vinculadas
recíprocamente, a partir de cuatro puntos cardinales. Los cuatro
discursos se especifican en una geografía cuaternaria.
Pero esto no es nuevo. En Lacan, las escrituras estructurales se
sostienen sobre una relación cuatripartita; sobre disposiciones
armadas a partir de cuatro aristas.
Recordemos aquí que a todo lo largo de su enseñanza, Lacan
construye sus estructuras siempre a partir de esa disposición. Allí
está el esquema llamado Z

a' otro

A Otro

o el esquema que le sirve para pensar las psicosis

... también el grafo del deseo cumple con esa característica


estructural de cuatro

Voz
Pero esto no es sin referentes. Precisamente en el seminario
aonde Lacan presenta los llamados grafos del deseo, aquél titulado
Las formaciones del inconsciente, es donde revela cómo, imbuido
en la discusión de su época, construye sus esquemas a partir de las
nuevas modalidades de pensar los grupos y los conjuntos. Allí,
hablando de las estructuras, señala el 6 de noviembre de 1957 la
fórmula mínima de su conjunción: "Nosotros tenemos ahí un grupo
de cuatro significantes, que tienen por propiedad, que cada uno de
ellos es analizable en función de sus relaciones con los otros tres"1.
Este modo de plantear las relaciones viene del establecimiento de
Lévi- Strauss para pensar las estructuras compuestas. Pero también
de Jakobson, quien es evocado en la clase antes mencionada.
Precisamente, apoyado en los trabajos de este estudioso del
lenguaje, Lacan señala: "cuatro es el grupo mínimo de significantes
necesarios para que sean dadas las condiciones primeras
elementales del análisis lingüístico"2.
A pesar de que los discursos no son sólo grupos lingüísticos ni
estructuras de parentesco, es evidente que la propuesta relacional
aplica también para ellos: son necesarios cuatro referentes para
hacer estructura y ninguno de ellos puede operar sin relacionarse
con lo otros tres.

La segunda observación no apunta solamente a resaltar la


arquitectura de los discursos, sino que pone énfasis en su
estructuración duplicada. No estamos ante la presencia de sólo
cuatro conjuntos; es decir, discurso del amo, de la histérica, de la
universidad y del analista, sino que cada uno tiene a su vez cuatro
elementos. La estructura se desdobla por primera vez. Si bien es
cierto que los cuatro elementos son los mismos, éstos ocupan
diversos lugares dando así singularidad a cada discurso. Dicho de
otro modo, no solo tenemos cuatro estructuras, sino que cada
estructura se constituye de cuatro elementos rotativos, lo que
complejiza las operaciones, ya que, no sólo ningún discurso puede
pensarse sino en relación con los otros tres, sino que cada
estructura se organiza a partir de cuatro elementos intercambiables.
La manera que encuentra Lacan para permitir tan complicado
funcionamiento es promoviendo el establecimiento de lugares fijos.
Existen cuatro elementos, S1, S2, $ y a, cuya cinética es cambiante.
Ahora también existen cuatro lugares, pero a diferencia de los
elementos, las plazas en tanto que funciones, permanecen fijas. De
este modo dice Lacan: "Este aparato de cuatro patas, con cuatro
posiciones, puede servirnos para definir cuatro discursos básicos".
Esta manera de plantear las cosas lleva a Lacan al invento de lo
que él llamó los maternas, a saber, relaciones duplicadas de
estructura.
La tercera observación apunta al lugar “especial” que ocupa, en la
arquitectura discursiva, el discurso del amo. Uno de los lugares
principales, dijimos anteriormente, es aquél del agente. Éste no sólo
realiza el movimiento, sino que de algún modo comanda el estilo de
cada discurso.
En el caso del discurso del amo, el agente es ese significante del
lado del poder; en el de la universidad, el saber ocupa esa función;
en el discurso de la histérica el sujeto aparece como agente, y en el
discurso del analista, el objeto causa del deseo.
Ahora, algo llama la atención, si bien cada discurso tiene su
agente en relación con la estructura de los cuatro, el discurso del
amo aparece con características especiales. El discurso del amo
aparece como la estructura del funcionamiento del inconsciente
SI
$ a
Es decir: que un significante es lo que representa un significante
para otro significante, y que de allí resulta un sujeto efecto de ese
movimiento y un desecho producto del mismo impacto. Este hecho
lo coloca como la fórmula básica de los discursos; como la matriz
discursiva. Pero no sólo eso, su configuración se presenta como
organizando, de algún modo, la relación con los otros.
En una primera mirada las cosas pueden parecer confusas. Ante
su posición geográfica, y ante su importancia histórica y estructural,
se corre el riesgo de ubicar al discurso del amo como el agente de
la discursividad. La propuesta que aquí avanzamos es otra. No se
trata de ubicar al discurso del amo como el agente de la estructura
de los discursos, sino como un trazo unario, es decir, como el
referente lógico del cual parte el aparato algebraico y frente al que
se diferencian los otros discursos.
Señaladas estas observaciones, es momento de abordar más de
cerca los discursos en su singularidad y en su múltiple
determináción.

2. D iscurso del amo

Una de las dimensiones importantes del discurso del amo es que


aparece, tanto en el inicio de las escrituras algebraicas como en el
devenir de la historia, como la primera configuración discursiva. Es
el punto de partida tanto en la dimensión lógica como en la
histórica. Lacan retoma la propuesta de Hegel de la dialéctica del
amo y del esclavo para marcar el inicio de lo que llamamos el
mundo social. Además, ubica en esta pareja recíproca el motor de
las distintas discontinuidades que va escribiendo la historia de
occidente.
El amo es la figura que encarna el poder. Esto puede escribirse
S1, significante amo. Su lugar de agente en ese discurso manifiesta
que su acción tiene que ver con ordenar, con comandar. Él hace
valer su poder; su poder de amo.
En el mismo piso, arriba a la derecha aparece S2, el esclavo que,
desde ya, podemos definir como aquel que detenta el saber.
Lacan retoma a Hegel para señalar la función del esclavo del lado
del saber. Pero apoya su afirmación con el prestigio filosófico y el
testimonio histórico de otro gran pensador clásico, Aristóteles.
Desde Hegel, la dialéctica del amo y el esclavo surge, tal como lo
desarrollamos en el capítulo II, desde el momento en que uno de
ellos, arriesgándose a la muerte a la que el otro temió, lo subyuga a
su poder. El amo es quien, desafiando el miedo a la muerte, somete
al esclavo que, a su vez, conservó su vida pero perdió su libertad.
Desde entonces el amo manda y el siervo trabaja. El trabajo del
esclavo no se realiza para satisfacer sus instintos naturales, sino
bajo el yugo del otro. Por lo tanto se aleja del mundo natural y
realiza sus labores a partir de una idea, la de la esclavitud. Su
trabajo sometido lo aleja de la naturaleza y le posibilita la
construcción de ideas, de conceptos. Esto le permite acceder a la
tecnología, pero también al pensamiento abstracto y con ello a la
ciencia. El esclavo es entonces, quien detenta el saber.
Pero no sólo el filósofo alemán propone el saber del lado del
esclavo, también aquél surgido de la Grecia Clásica, aunque con
sus diferencias.
Aristóteles escribe uno de los textos más importantes respecto al
mundo social y sus modalidades: La política. En él se desarrolla una
de las concepciones más consistentes de la idea del Estado y sus
fundamentos legislativos. Para realizarla, Aristóteles parte de la
primera organización social, a saber, la ciudad.
La ciudad es la primera pieza de la arquitectura social. Es la base
de una comunidad y se sustenta en la posibilidad de un bien común.
La ciudad es anterior al individuo y por ello lo determina. Su
anterioridad no sólo es jurídica, sino política ya que allí se establece
un bien comunitario, que es el bien mayor.
Ahora, para poder definir qué es una ciudad hay que desglosar
los elementos que la constituyen. En esta organización política se
fundamenta el cimiento de lo social. El zócalo, el soporte de la
sociedad, es la familia. La familia es el punto de partida. El varón y
la mujer se unen gestando procreación y asegurando pertenencias.
Ello les lleva a una unión conyugal. La reunión de varios hogares
forman una primera comunidad llamada municipio. Diversos
municipios al buscar satisfacer necesidades y propuestas comunes,
conforman una ciudad.
La familia es la base de la ciudad porque en ella se establece por
naturaleza la convivencia cotidiana. Ahora, la familia también se
constituye por diversos elementos; en ella existen seres libres y
esclavos. De modo más preciso se podría decir que la familia se
compone naturalmente de tres pares de personajes. Primero se
encuentran el señor y el esclavo, después el marido y su mujer y,
por último, el padre y sus hijos. Así, son tres las relaciones que la
conforman: la heril, la conyugal y la de procreación.
El señor es el encargado de sostener y mantener su pequeña
comunidad. Para ello es menester el uso de instrumentos. Los
instrumentos, a su vez, pueden ser animados o inanimados. Los
esclavos son instrumentos vivos que él dispone para la
manutención de su grupo.
El señor es el propietario tanto de sus tierras como de sus
instrumentos y ello, por naturaleza, le da el lugar de ordenanza.
Según Aristóteles, la naturaleza es una unidad donde existen
diversas funciones complementarias.
La naturaleza, según él, dondequiera que se mire, es un todo
unitario en donde existe un elemento imperante y otro imperado. De
este modo hay quienes están destinados a mandar y otros a
obedecer por su propio bien.
Así nos lo hace saber en el punto uno del primer libro: "Es pues
esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro (y por esto es
de otro) y que participa de la razón en cuanto puede percibirla, pero
sin tenerla en su propiedad"3'
El esclavo usa su cuerpo y puede usar su razón, pero ambos
pertenecen al amo.
El señor es quien ordena al esclavo cómo usar su saber. Así
existen dos ciencias: la del amo y la del esclavo. El primero, mire
usted, tiene que saber mandar; el segundo tiene que saber hacer.
Más especifico: lo que tiene es el saber hacer. El siervo se sostiene
sobre su saber hacer, siendo esto lo que transforma y sostiene al
mundo. Al amo no le importa cómo le hace el esclavo, sólo que lo
haga. El amo no quiere saber, el saber lo tiene sin cuidado. A él lo
que le interesa es mandar y que las cosas marchen. El esclavo
perdió su cuerpo y su libertad, pero posee el saber. El amo debe
saber mandar lo que el otro sabe hacer. Además, ante tan
engorrosa tarea, el señor puede encomendar a otro su ordenanza
para poder dedicarse a la política o a la filosofía, que es lo que a él
le va.
De aquí parte Lacan para hacer un señalamiento sorprendente y
harto espinoso: la función histórica de la filosofía ha sido extraer el
saber del esclavo para ponerlo al servicio del amo. Para ello se ha
valido de la epistéme. La epistéme no es la construcción de la
ciencia pura, sino la transformación de las técnicas artesanales y los
procedimientos implementados por los siervos, en saber teórico.
"¿Qué señala la filosofía en toda su evolución? Esto - el robo, el
rapto, la sustracción del saber a la esclavitud por la operación del
amo"4
Algo se hace evidente, desde Lacan, la cuestión del saber atañe
al campo de lo político. Al amo no le interesa el saber, eso se lo
deja a otros que trabajan para él. Él, en tanto arriesgó su vida, se
adjudica el derecho de hacer trabajar a sus subyugados.
El siervo, quien está del lado del saber, perdió su cuerpo, pero no
su goce. El Señor que aparece del lado del poder se adueñó del
cuerpo y el saber del otro, pero le dejó el goce. El esclavo, desde
entonces, hace del saber un medio para el goce, que es lo único
que tiene. El esclavo es quien posee el saber y se puede identificar
con el goce, respondiendo con ello a cualquier definición de
inferioridad, pero frente al poder está en posición de sometimiento y
despojo.
Ante la evidencia de que el esclavo usa el saber como medio del
goce, el amo, en un gesto dramáticamente político, le ordena
sustituir su goce con trabajo. El amo nunca paga el saber del
esclavo y encima, le exige que transmute su goce en labor
productiva. Le exige que trabaje en vez de gozar, birlándole con ello
lo único que le había dejado.

Pero aún hay más. El esclavo, cuando temió a la muerte y se


sometió al amo, cedió (se - dio) su cuerpo al amo. Éste se lo
apropió, lo mismo que su saber. Pero eso de ser amo no puede
quedar así nomás; también fatiga aquéllo de mandar, por lo que
exige, mire usted, que el esclavo le devuelva algo de goce. El
esclavo al trabajar produce pero, en la acción por la cual transmuta
su goce en trabajo, se produce un plus, que es una pérdida que de
allí resulta. Lacan la llamó plus de goce; Marx, plusvalía. Pues ésa
también la quiere el amo.
Marx señaló que en las actividades económicas existían los
medios de producción del lado del capital, y la fuerza del trabajo
perteneciente a los trabajadores. La producción consistía en la
relación dialéctica de esas dos dimensiones, pero la ganancia del
capitalista se fundaba en la apropiación de un plus del valor que allí
se generaba. Adueñarse de la plusvalía no sólo es la fuente de la
riqueza, sino la evidencia de la explotación: “no sólo trabajas para
mí -dirá el amo- sino lo que produzcas, más los excedentes, me
pertenecen” . La expoliación de la plusvalía es el acto político de la
explotación económica.
El amo no sólo se apropia del saber y del cuerpo del esclavo, no
sólo le exige cambiar su goce por trabajo sino que, además,
ambiciona cobrar ese plus que se genera. El amo se afana en re -
cobrar ese plus de goce que allí se gesta; intenta incautar todo lo
que se produce, hasta el límite de buscar que la pérdida se
conserve. Su gesto económico es agregar la plusvalía al capital. Su
acto político: adueñarse de todo, de lo producido y lo perdido.
En esa desmesura se ve lo imposible del discurso del amo. Él
cree que puede, por su poder, poseer la totalidad del mundo. Cree
que puede serlo todo y tenerlo todo. El amo está enfermo, sufre la
fiebre esférica del Todo; es hijo del totalitarismo. Sueña que puede
ser unívoco, que puede existir S1 sin S2; que su significante puede
significarse a sí mismo. Se concibe a sí mismo como unidad, como
unitario; como mismidad que no requiere a la otredad, que no
necesita de la otredad. Se imagina como Uno sin falta, sin otro; sin
dos. Es un astro solitario en un Olimpo desolado. Él no necesita
nada, él lo es todo. Todo lo tiene con el poder; todo lo puede. Ese
es su sueño fatuo. Es un yo inflado, circular; es un yocrata
convencido. Se inventa como un maitre. Un m ' étre - á - moi -
méme\ como un “siéndome a mí mismo”. En esta calentura del amo
se trasluce su imposibilidad. No sólo por el hecho de que su verdad
es el esclavo, de que no existe mismidad sin otredad, ni S1 sin S2,
sino por el hecho de que el mundo no funciona porque él lo quiere.
Su ceguera es pensar que él puede resolver y controlar el
funcionamiento del mundo. No sólo es imposible abolir la falta, sino
frente a la complejidad del Universo, es impotente para resolverlo.
Su verdad es que está tachado, que lo habita la falta y que del goce
sólo recoge migajas. Entre el amo y el goce hay una barrera, y por
más que vocifere que le devuelvan algo del goce, sólo recibirá
sobrantes; recibos de imposibles. Lacan lo dice de manera muy
sencilla: "La primera línea implica una relación que está indicada
aquí con una flecha y que se define siempre como lo imposible. En
el discurso del amo, por ejemplo, es en efecto imposible que haya
un amo que haga funcionar al mundo"5

3. El am o moderno: discurso de la universidad

El amo parte del sueño de la totalidad. Pensar cualquier forma de la


misma implica una concepción imaginaria de un todo; de una
esfera. El cuerpo como soporte imaginario y la satisfacción total son
las caras visibles de una posición política sustentada en la
posibilidad de la Unidad y la Totalidad.
La cosa se agrava cuando esta idea del Todo se ubica en el
campo del saber. Señalar la posibilidad de que el saber lo abarque
todo es una posición política. En la modernidad aparece un nuevo
amo sostenido en esta ideología totalitarísta, pero esta vez del lado
del saber. No se trata tanto de saber de todo, vieja utopía de la
ilustración, sino de todo-saber. Aún más grave, de que ese todo-
saber comande los lazos discursivos. Esto es lo que puede leerse
en el discurso de la universidad y puede escribirse ubicando al
saber S2 en el lugar del S1, o significante del amo.
S2_— ► _a_
’ S1 $
Este amo moderno surge de una transmuiación en el campo del
saber. Ahí donde antes aparecía el poder del amo, ahora surgirá el
saber en el lugar de mando. Lo que se produce es una sustitución:
el lugar del significante amo, con sus funciones y sus pujanzas,
ahora lo ocupa el saber:
A (S1) = U (S2)

El saber en el discurso universitario quiere imponerse ordenando


y organizando. ¿A quién? No sólo al mundo, sino
fundamentalmente a quien, en el piso de arriba, ocupa el lugar de la
derecha. Si al lugar de S1, viene ahora el saber S2, al lugar del otro,
que en el materna anterior ocupaba el esclavo, ahora se dirige el
estudiante. Los estudiantes ocupan el lugar de aquellos que
trabajan para hacer surgir la verdad. Los estudiantes ocupan el
emplazamiento marcado con la letra a. ¿Será porque no sólo son
los que producen el trabajo de la verdad en ese discurso sino
porque, también, son muchas veces pensados y tratados como
desechos? De allí que desde Lacan se les pueda nominar
astudiantes.
El S2 ha ¡do a ocupar el lugar del S1, como el estudiante el lugar
que antes tenía el esclavo. Pero la incidencia del significante amo
no descansa ahí, ya que curiosamente ha ido a parar al lugar de la
verdad en este discurso.
S2 ► a_
Í& 3 ) $
¿Qué implica que el significante amo, dispositivo político de la voz
de orden y la ideología del poder, se ubique ahí? ¿Se trataría de
una nueva tiranía ahora establecida en el campo del saber? Pero
¿qué podría ordenar desde ahí el amo?
El significante amo, ubicado en el lugar de la verdad en el
discurso de la universidad sostiene, opera y tramita uno de los
modelos que más aprecia la ciencia moderna: el imperativo de
saber más, más y más. La nueva orden emanada del discurso de la
universidad por el hecho de colocar ahí al significante-amo es:
¡adelante!, ¡Nadie se detenga! ¡Hay que seguir aprendiendo,
acumulando, estudiando y tragando más saber! Ante este
imperativo se abre la loca carrera universitaria de seguir sabiendo
más, más y siempre más. Bajo este yugo, la función de la verdad y
la importancia de los enigmas como modo de tensar el saber, son
arrastrados bajo las patas de los corceles del mandato.
Las preguntas reflexivas son atropelladas por las respuestas
apresuradas y la crítica aparece como obsoleta ante las
necesidades de efectividad y competencia performance. La
sabiduría es un ornato en una época donde la velocidad es
ordenada por la eficacia.
A los estudiantes se les impele a seguir, seguir y seguir en el
tobogán del saber. Hay que saber más y más y más sin parar. No
deben frenarse en esta frenética carrera, pues tienen que aprender
y cumplir a tiempo y en orden, las temporalidades -¿me escuchó
joven?- marcadas por los programas y los objetivos currículares.
De allí que llene de descontrol a las abnegadas instituciones y de
asombro al cuerpo docente, que los estudiantes, oiga usted, tengan
la desfachatez de hacer una huelga. Cómo si ellos, los pocos
jóvenes privilegiados del sistema, tienen todo para seguir
estudiando, cómo pueden tensar de tal manera los tiempos
institucionales y responder con tal majadería a la benefactora
protección universitaria.
Lo curioso es que la estructura de este orden discursivo, ya no
necesita a nadie con rostro y uniforme para proclámar y enunciar
estas órdenes. Ni siquiera se necesita un bedel, un coordinador o
un rector. Este amo moderno tiene voz desde dentro de los
estudiantes y a lo largo de todos los pasillos e instancias sociales.
El usufructo de un dispositivo coercitivo interno es una de las más
grandes hazañas que el discurso del amo ha logrado instrumentar.
El amo ha perdido la evidencia del rostro pero ha ganado la eficacia
de la voz.
Pero no es fácil no resbalar. Muchas revueltas estudiantiles no
son sino otro síntoma del sistema. La mayoría de las veces no se
trata tanto de destruir o transformar la legalidad de la universidad,
sino de exigirle que cumpla con los ideales prometidos. Muchos
movimientos de estudiantes estallan ante la dificultad de las
instituciones de otorgarles lo socialmente prometido. No siempre los
movimientos contestatarios quieren transformaciones hacia delante.
Pueden devenir sólo revueltas, es decir, otra vuelta más; una vuelta
atrás. Otra vuelta, a privilegios perdidos incluso en el campo del
poder; poder económico, político o intelectual.
Deconstruir el discurso de la universidad depara más sorpresas.
El significante amo ubicado en ese lugar, dijimos, implica la orden
de saber más, más y más. Pero aún hay más. A los estudiantes no
sólo se les exige no parar en el vértigo del saber, sino que incluso
se les da la orden de producir. No nada más deben saber, sino
también mostrar, con producciones, que han aprovechado lo
privilegiado de su posición. La producción no sólo es un producto de
sus deberes sino un puente, una llave para poder devenir eso que
el discurso les señala como meta final; a saber, sujetos de la
ciencia. Los estudiantes están llamados a cumplir con los
estándares de alto rendimiento y a verificarse, por su labor
productiva, sujetos de la ciencia aunque, para ello, deban pagar con
su propia piel. Además las cosas se complican con las llamadas
ciencias sociales ya que éstas, dicen las otras, no cumplen los
requisitos epistemológicos; no son científicamente confiables.
Sin embargo, hay una posible producción que puede sostener a
los estudiantes, vengan de la carrera que vengan: la tesis. Si el
estudiante quiere recibir las bendiciones de la universidad, es decir,
su título, deberá producir aunque sea una tesis Mediante ella y su
aprobación ante las instancias necesarias y después de atravesar la
red de requisitos (que, oiga usted, se parecen mucho al recorrido
del Cristo de las espinas) logrará obtener la licencia que le permitirá,
legalmente, conducirse por la vía profesional. La tesis es el puente
para lograr ser licenciado o maestro, y sí, por qué no, hasta doctor.
La universidad legisla desde el lugar donde surgen los sujetos de la
ciencia, y organiza los modos de implementación de sus licencias.
La tesis además, promueve un imaginario más.
En tanto la universidad es un pilar importante de la cultura,
prenda su radio o vea el canal 11, la posibilidad de que, tesis de por
medio, le otorgue al estudiante un grado por haber escrito una
investigación, le invita al sueño de elevar su nombre propio a la
categoría posible de un autor. Los estudiantes, claro que sí, tienen
derecho a hablar, a decir todo lo que quieran, siempre y cuando sea
mediante una tesis. Pero amén de ese derecho se abre el horizonte
de devenir, en un futuro no muy lejano, tal vez, un autor. "Digan lo
que quieran pero por escrito y con marco teórico, introducción,
planteamiento del problema y conclusiones bien redactadas”.
Su premio puede ser un título, una promesa de autoría y, son
tiempos difíciles, un mercado feroz de competencia por un trabajo.
Ahora, en el piso de abajo señalamos en el lado derecho a S1 y
ahora comentamos lo que el discurso universitario quiere producir:
un sujeto dueño del saber. Y precisamente, por ahí asoma su
imposible. El ideal de este discurso es producir sujetos que sean
representados por su saber, pero, en tanto afectados por el S1 que
los impele, su utopía es producir sujetos amos del saber. He ahí su
imposibilidad. Por mucha tecnología educativa, disciplina
académica o planes bien estructurados, no hay posibilidad de
gestar sujetos del todo saber. La universidad ideal sería aquella que
produjera egresados que pudieran ocupar, en el mundo, el lugar de
sujetos supuesto sa b e r... absoluto. Sería el plano histórico fundante
del sueño filosófico hegeliano: que, atravesando la espesa bruma
de los tiempos, aquellos que fueron esclavos, después de difíciles
discontinuidades dialécticas, pudieran devenir, gracias a la
universidad, sujetos de un saber absoluto. Que nos perdonen los
apóstoles de la excelencia académica pero, la universidad, ante
ello, es impotente. No existen tales sujetos amos del saber
absoluto, ni Alma Mater que pueda parirlos. Lacan a la letra:
"Cualquier imposibilidad, sea la que sea, de los términos que
ponemos aquí en juego se articula siempre con lo siguiente - si nos
dejan en vilo en cuanto a una verdad, es porque algo la protege,
algo que llamaremos impotencia.
Tomemos, por ejemplo, en el discurso universitario, este primer
término, el que se articula aquí con el S2 y está en esta posición,
insensata en su pretensión de tener como producción un ser que
piensa, un sujeto. Como sujeto en su producción, ni hablar de que
pueda percibirse en algún momento como amo del saber"6
4. El reverso del amo: el discurso del analista

El último discurso en aparecer es el que concierne al psicoanálisis.


El discurso del analista, por su estructuración y emergencia
histórica, reubica y evidencia a los otros tres. Eso no implica que los
resuelva, sino que los confronta y los problematiza. Al discurso de la
universidad le espeta su ilusión de producir un sujeto amo del saber
y al de la histérica, le señala su emergencia histórica, y le
proporciona las condiciones estructurales para su emergencia en
tanto discurso. Respecto al discurso del amo, demuestra su
tachadura y sus reveses.
El discurso del analista aparece como el reverso del amo. No se
trata de ser su contrario, posición fundamentalmente dialéctica, sino
su contrapunto. El discurso del analista es el contrapunto del
discurso del amo, no sólo en un plano de geometría aritmética (ya
que sus letras están situadas exactamente al contrario) sino porque
se colocan en el punto opuesto en el campo de lo político. Si el
discurso del amo esta ahí y funciona a partir de la “voluntad
manifiesta de dominar”, el del analista apuesta a lo contrarío.
Aunque apueste, no implica que lo logre.
El discurso analítico surge históricamente como aquel que al
señalar las dimensiones estructurales de dominio del amo, muestra
su mascarada. La verdad del amo aparece enmascarada, es una
verdad que se impone, precisamente, por ese ocultamiento. El
análisis tiene importancia porque se enfrenta a esa situación. ¿Cuál
es la verdad que el amo quiere imponer? Que es unívoco, que no
existe la falta. El discurso analítico denuncia el simulacro al
descubrir el artificio: el amo está tachado.
Aún más. La verdad del amo se ha impuesto porque promueve un
movimiento simultáneo: si el amo se cree unívoco, presume que el
sujeto también. El análisis desenmascara al amo mostrando la
división estructural del sujeto.
Para ello establece un extraño dispositivo: ubica al objeto causa
del deseo en el lugar de agente de su discurso. El hecho de que el
analista se coloque como equivalente al objeto a, lo expone a
ocupar el lugar de lo rechazado del discurso. Sí, pero a su debido
tiempo. El objeto a es la escritura de la falta que produce el
movimiento del deseo; colocarse en el lugar de agente, implica
antes que nada, señalar la falta en ser. El discurso del analista
interpela al del amo en la medida en que coloca al objeto a, es decir
a la manifestación de la falta del ser, como aquello que comanda el
engranaje de la división del sujeto.
El analista colocado en función de objeto a propicia que alguien
se adentre en el desfiladero de los significantes para preguntarse
por los brillos y los terrores de su deseo.
En el piso de arriba de este discurso está a y el $ al que se dirige.
Esta línea superior muestra en la evidencia algebraica, que la
fórmula del fantasma toma su lugar. $ 0 a, puesto aquí como a
$, señala que a ocupa el lugar de la causación de la división del
sujeto, en tanto objeto faltante del deseo, e indica que el analista
convoca al sujeto, en la escena del fantasma, a precipitarse en los
laberintos del deseo.
El analista le señala al sujeto (a $) la entrada al tobogán del
lenguaje. Lo apremia a decir todo lo que le ocurra, le urge a
comunicar todo lo que le visite, ya que todo lo que hable será
importante en la configuración de sus procesos.
Ahora, una cuestión importante. El analista ubicado ahí, no está
en el lugar de ningún sujeto; él no está ahí en tanto sujeto. No se
trata de ninguna dimensión de intersubjetividad. Él ocupa el lugar de
un objeto causa del deseo. Para ello tuvo que vaciarse de su
posición de sujeto. Allí tuvo que llegar a partir del acto analítico.
Decir que no está en ninguna posición de sujeto, también incluye la
cuestión del supuesto saber. El hecho de que el paciente lo invista
con ello, no puede confundirlo. Que del cielo caiga esta investidura,
puestos en movimiento de la transferencia, no comporta que él la
asuma. Si así lo hiciere, abandonaría su posición de analista.
El saber es aquello que funciona como la cadena S2. Eso
funciona allí. El analista no ocupa ese lugar, ni el del sujeto. Así, él
provee las condiciones artificiales para que el saber impacte en
algún momento al sujeto. El sujeto es representado por esos
significantes que él enuncia, aunque desconoce su
sobredeterminación. El analista es quien ahí supone un saber:
quien concibe al sujeto en tanto efecto de un saber. Lacan lo dice
claramente: “Lo que se le pide ai psicoanalista (...) no es lo que
concierne a ese sujeto supuesto saber, en el que han creído hallar
el fundamento de la transferencia (...) El analista instaura algo que
es todo lo contrario. El analista le dice al que se dispone a empezar
'Vamos, diga cualquier cosa, será maravilloso'. Es a él a quien el
analista instituye como sujeto supuesto saber”7.
Aquí surge una pregunta, entonces ¿qué es lo que supone un
analizante? Más preciso ¿Qué es lo que espera un sujeto de un
análisis? La respuesta es simple, que haya un psicoanalista. Un
psicoanalista, no un amo ni un maestro. Tampoco un sujeto.
Ahora, ¿qué es un analista? ¿Cómo funciona ubicado como
objeto a un analista? ¿Qué es lo que definiría a un psicoanalista?
Lo que lo define y el modo como opera son lo mismo. Un analista es
aquel que ubica su saber tensado en relación con la verdad. En el
discurso del analista esto podría plantearse así: hacer funcionar, no
un sujeto supuesto saber, sino un saber sin sujeto operando en el
espacio de la verdad. Lacan lo dirá así: “Por el momento, sea como
sea, si retomamos las cosas en el nivel del discurso del analista
constatamos que lo que está en mi forma de escribir en el lugar
llamado de la verdad, es el saber, es decir, toda articulación del S2
existente, todo lo que se puede saber. En el discurso del analista se
le pide, a todo lo que se puede saber, que funcione en el registro de
la verdad”8.
Esto significa exactamente la escritura, el lugar del S2 en el lugar
de la verdad
_a_-------- ► $_
S2 S1
Hasta ahora se ha problematizado el piso de arriba del discurso
del analista a ------ ^ $, pero con esto último se incluyen las
dimensiones del piso de abajo. La cuestión no se deja esperar
¿Qué significa que el saber funcione en el campo de la verdad?
Para intentar esclarecerlo será menester interrogar, precisamente, a
la verdad.
Anteriormente se ha señalado que la verdad tiene que ver con el
lenguaje y la impotencia. El aparato discursivo no produce
dimensiones de verdad sino en tanto relacionadas con el lenguaje,
es decir, con el sentido. Desde hace mucho se sabe que la verdad
no es lo que se adecúa a la cosa sino lo que, en el campo de la
significación, puede producir un sentido. El sentido, lo sabemos, es
efecto del sin sentido, del tesoro de los significantes. El sentido se
produce cuando en el transcurrir de una cadena significante, se
produce un corte que, puntuando, organiza significativamente el
desorden de la palabra y de las unidades del lenguaje. Ahora, el
sentido bien puede pensarse desde el sens en francés, jugando con
la homofonía del sans. De ahí vendría impui - sans, juntura de las
dos propiedades de la verdad.
Esto que parece un juego de palabras, es un modo artificioso de
mostrar cómo dos aspectos fenomenológicos señalan el estructural.
Para el psicoanálisis, decir la verdad está en el campo del lenguaje
y el sentido como sens-sans, es decir cómo, sin y qué tiene que ver
con la impotencia, la im-pui-sans, no señala otra cosa que la verdad
es impotente para recitarse completamente. Dicho de otro modo: la
verdad no puede decirse toda. Otra manera de plantearlo es señalar
que la verdad sólo puede concebirse a partir de un medio decir. Si a
la verdad no se le puede decir completa, de ella sólo podremos
medio decir. De ahí parte precisamente, el psicoanálisis. Pero
¿cómo vincular esta concepción de la verdad con el saber? Si la
verdad no se puede decir toda es porque no se puede saber todo.
El saber es lo que permite mostrar que la verdad es indecible
porque hay algo de ella que no se puede saber. Sin embargo, el
problema subsiste ¿cómo hacer funcionar al saber en el lugar de la
verdad sabiendo que ella sólo se dice a medias? Además ¿cómo
opera esta dimensión en el discurso del analista?
El analista ocupa el lugar del objeto causa del deseo, invitando al
sujeto a discurrir por los causes del significante. Su ubicación es su
modo de accionar. Pero ¿cómo acontece su acto? ¿Cuáles son las
modalidades de su intervención? Sabemos que no lo hace desde un
saber de sujeto, ya que no está ahí ni como sujeto ni como locutor
que comporta ninguna autoreferencia sabia. Tampoco pretende
darle la verdad que al sujeto le falta, pues él se ubica como
“artificio" de esa falta. El analista, sostenido por el saber en tanto
verdad, interviene principalmente con la interpretación. La
interpretación no ordena ningún esquema del decir del sujeto.
Tampoco aspira a la develación de lo oculto o a la mostración de lo
invisible a la conciencia. Mucho menos a la producción de un
significado ahora comprensible. Todas estas son trampas de la
razón clínica. La interpretación es aquello que, precisamente, hace
funcionar al saber en tanto verdad porque permite la aparición de la
misma como medio decir. Pero ¿cómo opera? La interpretación dice
la verdad a medias por medio de dos figuras fundamentales: el
enigma y la cita.
El enigma es por excelencia, un decir a medias. Abre el lenguaje
a la densidad de una pregunta que dibuja su respuesta faltante.
Lacan propone al enigma como una enunciación de la cual
ignoramos el enunciado; es una enunciación sin enunciado.
En este mismo tenor, pero en el punto contrario, está la cita. La
cita es la referencia a un texto donde el autor ocupa el lugar del
supuesto garante. La cita es un enunciado cuya enunciación hay
que endosar a un texto sostenido por cierto autor; es un enunciado
con enunciación en espera.
La interpretación apunta al medio decir de la verdad a partir del
enigma y la cita. Ambas dimensiones surgen del discurso del
analizante y se anudan en la trama de su deseo. Allí, en esa red, es
que puede vislumbrarse el camino del enigma, o deben abrirse las
comillas de la cita.

La verdad no puede decirse por completo; su resplandor surge no


como totalidad o adecuación, sino como medio decir. El análisis
toma a la interpretación como al modo de accionar para ese decir a
medias de la verdad en el piso de abajo a la izquierda, el S2. Pero
algo curioso aparece. En el mismo piso, pero a la derecha, en el
lugar de la producción, se escribe S1. ¿Qué significa esto? ¿Qué
implicaciones conlleva que el significante amo se ubique, en el
discurso del analista, en esa plaza tan problemática? Diversas
respuestas se vislumbran.
El hecho de que el S1 ocupe ese sitio, puede significar que el
psicoanálisis se enfrenta al riesgo de producir nuevos amos. El
análisis puede abrir una nueva modalidad del amo, incluso más
sofisticado. No se dude que algunos sueñen con que eso signifique
el fin de análisis. No se descarte la tentación de aquellos que,
dentro del campo mismo del psicoanálisis, así se presentan. Ese es
un peligro que hay que señalar. Esa es una lectura que no hay que
menospreciar, pero también hay que decir que no es la única.
También se puede ver ahí, la advertencia de un amo implacable:
la muerte. El amo que a todos nos interpela y nos hará pasar a los
umbrales de su reino es la muerte. Es el único poder ante el cual,
estamos advertidos, bien poco se puede hacer. Es el señalamiento
de una ley que habita en el corazón de lo vivo: aquello que nace,
algún día muere. Ante ese amo puede jugarse al ignorante o al
sometido. Pero también se puede estar advertido, esa sería su
producción, que la muerte no es aquello que sobreviene al final,
sino lo que insiste en la vida y que, precisamente, en tanto límite de
lo vivo, es una de sus provocaciones. Dice el dicho que no hay
plazo que no se cumpla. Eso se puede escribir S1 en la casilla de
abajo a la derecha.
El significante amo en el lugar de la producción del discurso del
analista, puede implicar, desde otra óptica, la existencia de una
modalidad del poder que no sea la voracidad y la ilusión por lo
absoluto. Se trataría menos de una pasión por el poder que por una
posición frente al poder. No tanto aspirar al poder, sino a poder, lo
que no es lo mismo. No asistimos a una negación del poder o de
una satanización del mismo. Negarlo no lo desactiva; rechazarlo lo
hace regresar insistiendo desde otro lugar. El poder no se disuelve,
se transforma. Se trataría de pasar, del ejercicio del poder del amo
a la implementación de un poder advertido. Advertido de su
existencia, advertido de su insuficiencia. También de sus peligros y
sus zonas resbalosas.
La cuestión del poder no se resuelve con el psicoanálisis, se
tensa, se señala; se descompone. Ahí, en ese horizonte, el análisis
propone más una problematizacíón que una solución.
Esto nos permite vislumbrar que el discurso del Analista no
resuelve a los otros discursos. Él también habita en las riberas de
un imposible. Es porque el discurso desde el psicoanálisis reconoce
la implementación estructural de un imposible para cada discurso,
que no se permite soñar con el lugar del amo.
Tal vez este discurso pueda producir no tanto un nuevo amo, sino
otros significantes amo, otros estilos de significantes que comanden
el discurso, pero advertido de su imposible. Por ejemplo, lo que es
imposible en el discurso del analista, es precisamente, representar,
ser el agente de la causa del deseo. La paradoja se presenta de
inmediato: en su motor está su límite. Lo que hace a su lugar, lo que
lo especifica, es ya su imposibilidad. Lo más que puede hacer ahí el
agente, es asentarse como semblante, lo que no atempera ni anula
lo imposible de su acto. Tal vez eso es lo que quiso decir Freud
cuando anunció que el análisis era una de las profesiones
imposibles. Imposible sí, lo que no impide que se efectúe todos los
días, lo que no eclipsa que esa pasión por lo imposible sea la
apuesta del analista.
Una vez explicitadas las estructuras discursivas, luego de
presentar las distintas modalidades en las que se articulan, y
después de desplegar las implicaciones relaciónales que cada uno
de los discursos moviliza, se hace necesario vincular la tipología
lacaniana de los discursos con la cuestión de la historia. A ello se
apuntaba; allí se desemboca.

Notas

1. J. Lacan, Les formations de l ’inconscient (1957-58), Seuil, París,


1998, p. 11.
2. Ibid., p. 12.
3. Aristóteles, La política, Editorial Porrúa, México, 1989, N° 70, p.
160.
4. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 21; VE: p. 20.

m
■p
5. Ibid., p. 198; < 188.
CD

Ibid., P- 203; VE: P- 189.


7. Ibid., P- 194; VE: P- 191.
00

Ibid., P- 124; VE: P- 114.


CAPÍTULO IX.
HISTORIA Y ESTRUCTURALISMO: LACAN Y EL M O VIM IEN TO
DEL 68

1. ¡Corre camarada, el mundo viejo quedó atrás!

El siglo XX amanece con un libro sobre la ciencia de los sueños. A


partir de entonces, Freud marca los tiempos modernos con su
pensamiento. El psicoanálisis ve la luz en Viena, pero extiende sus
sombras más allá de las fronteras del imperio. Apenas aparecido,
nace en Francia quien generará una nueva manera de ver el
descubrimiento freudiano. Jacques Lacan camina paralelo con la
nueva época y el nuevo saber. Su llegada al mundo es en 1901 y
su entrada al campo profesional es con su tesis, en 1932. Médico
hospitalario hasta 1934, se convierte muy pronto en un complejo
escritor y una promesa del psicoanálisis.
La segunda gran guerra sacude Europa en 1939 y Lacan se
sume en un pesado silencio. Su voz, su presencia y su pluma
reaparecen en 1945, tanto en el encuentro de Bonevall, al lado de
psiquiatras y psicoanalistas, como en la revista Minotaure,
compartiendo posiciones con escritores y pintores.
Los años cincuenta son de lo más fecundo para su producción y
su posicionamiento en el movimiento psicoanalítico. Comienza su
seminario. Su palabra hablada impacta no sólo al mundo médico,
sino al literario y al intelectual en general. Sus artículos ocupan un
lugar importante dentro de las producciones de la época. Surgen
sus conceptos de significante, sujeto del inconsciente y los grafos
del deseo. Algoritmos y nuevas posibilidades clínicas marcan su
pensamiento. La nueva década lo sorprende trabajando en un
hermoso seminario, precisamente, sobre la ética del psicoanálisis.
Los sesenta llegan con la vida en ebullición. Los jóvenes no sólo
toman la palabra, sino la hacen circular llena de rebeldía y olor a
hierbas extrañas. La sexualidad se abre a nuevos cauces con
píldoras, drogas y rock and roll de por medio. Se inicia una
psicodélia de lo cotidiano y los signos rotan vertiginosamente. Pero
no sólo existe un romanticismo del advenimiento, hay posiciones
que se quieren afirmar en su radicalidad. Lo nuevo no sólo llama al
asombro, sino que convoca al cambio. Las viejas maneras, los
antiguos procederes, las formas caducas de hacer el amor, la calle
y la política son contestadas y pintarrajeadas. La crítica al pasado
adquiere, algunas veces, maneras de pura oposición alocada, pero
también se gestan movimientos que proponen oponiéndose; que
crean enfrentándose. Se quiere negar el pasado. A veces sólo eso,
en otras afirmando el futuro. En el horizonte aparece una cierta
estética de la ruptura, no sólo de la sorpresa.
Pero esta década no nada más se viste con las ropas de los
hippies y las notas del rock. La política deja de ser un asunto de
diputados y la revolución cubana sorprende al águila dormida. La
respuesta del imperio es una dolorosa guerra en Indochina y los
jóvenes responden a la metralla con “ ¡un, dos tres, Vietnams!” .
También con miles de muertos. La frase es acuñada por el Che y
escuchada por todo el mundo; los muertos, también. La juventud
deja los sacos de colores y levanta la voz y los puños. Como nunca,
las movilizaciones políticas llevan el sello de las nuevas
generaciones. A la revolución de los signos se le quiere amarrar la
de los pueblos.
Las universidades se convierten en centros de rebeldía y
oposición no sólo al apetito expansionista de los Estados Unidos,
sino al autoritarismo y la cerrazón de las clases dominantes. En
Berkley, Córdoba, México, Bonn, Asunción y otras muchas
ciudades aparece en las calles y en el imaginario social, la
presencia subversiva y contestataria de los jóvenes.
Evidentemente, París no fue la excepción.
El mayo de 68 encuentra una Francia somnolienta que despierta
al grito de la revuelta.
Como son en México, la Universidad Nacional Autónoma de
México y en Alemania, la Universidad Libre de Berlín las que
albergan los principales focos de sublevación estudiantil, en París,
Nanterre brilla por su presencia contestataria. Especialmente el
departamento de Sociología. De allí surgen muchos de los líderes
del movimiento, militantes de extrema izquierda, activistas políticos,
así como los teóricos que los acompañan. Henri Lefrebve y Alain
Touraine se colocan como los principales impulsores intelectuales
de las ideas que alimentan la llamada Revolución de mayo. Amén
de las dimensiones políticas que estaban implicadas en el
movimiento francés, algo lo diferenciaba de las otras revueltas
universitarias: existía, tanto en sus grupos como en los intelectuales
participantes, una especie de enemigo conceptual que se llamaba
estructuralismo.
Vale la pena decir, que la nominación de estructuralistas para
ciertos autores y la expresión misma de “estructuralismo” como
propuesta teórica o metodológica, no venía de un pronunciamiento
epistémico o una posición conceptual. Era un modo de nombrar
desde afuera, un movimiento visible en las ciencias sociales. La
implementación de métodos surgidos de la lingüística y la etnología
para analizar movimientos sociales, formaciones culturales o
conjuntos textuales a partir de relaciones estructurales, así como la
descripción de redes entre componentes formalizables, habían
generado una figura reconocible en el espacio del saber. La
nominación en la que no se reconocían los así nominados y la
posición metodológica implementada, se presentan desde el
exterior como un intento clasificatorio para oponerlo al
existencialismo. Allí, en esa supuesta oposición, surgen las voces y
los cuestionamientos.
Tanto Lefebvre y Touraine, así como Jean Paul Sartre, se habían
levantado en armas teóricas contra el llamado estructuralismo. De
hecho, la contestación se dibujó en dos planos, por un lado la
protesta política contra la legitimidad y las formas gubernamentales
y universitarias y, por el otro, una posición que atacaba al
movimiento que dentro de las ciencias sociales se había venido
desarrollando en Francia, comandado por la lingüística y la
antropología estructural.
En lo social, el movimiento intentaba, en su faz más utópica,
cambiar el mundo y sus organizaciones. Tal vez el sueño de una
revolución se dibujaba en cada marcha, pero las miras apuntaban,
más en lo concreto, a la intransigencia gubernamental, y a la rigidez
y tradición de la enseñanza con todo y su reformas.
En el plano conceptual, la mayor crítica apuntaba al olvido de la
historia y el lugar de lo singular en el movimiento estructuralista.
Ante el intento de concebir las leyes que configuran la estructura
del lenguaje o una organización social, los críticos del 68
acentuaban la irrupción del acontecimiento y la importancia de la
acción en las ciencias sociales. El estructuralismo aparecía
demasiado rígido en su sistematización de las relaciones, y preñado
de un exceso de abstracción y apología de los textos.

2. Estructuralismo fracturado

Los movimientos sociales y epistémicos no fueron sin consecuencia


para la Francia intelectual.
Al interior del llamado pensamiento estructuralista, hubo
discontinuidades importantes.
Dentro de las críticas, como se señaló, las más impactantes
fueron aquellas que señalaban una supuesta ahistoricidad, y el
abuso de reflexiones conceptuales en detrimento de acciones
concretas. De algún modo, la confrontación intentaba colocar, por
un lado a los pensadores de las historia contra los calculadores de
las estructuras y, por el otro, a los apasionados de la acción frente a
los reflexivos de la teoría. Así, aparecían enfrentadas historia contra
estructura y acción versus conceptualización.
Las críticas obtuvieron resultado. La interpelación gritada en la
calles y escrita en la prensa y en diversos libros fue escuchada ...
por algunos.
Louis Althusser, influyente marxista y miembro prominente del
partido comunista francés, así como muchos de sus discípulos y
seguidores, reconocieron que la filosofía surgida del pensamiento
de Marx no podía quedarse en mera reflexión abstracta; había que
pensar las estrategias de la transformación. No se trataba
solamente de un retorno al texto de Marx, sino a una posición frente
a la praxis; no sólo era necesaria la pasión especulativa, sino que
se hacía imprescindible el análisis concreto de situaciones
tangibles. La autocrítica de Althusser no nada más tensaba su
teoricismo, sino la excesiva cercanía con cierta terminología
estructuralista. Lo primero le inquietaba, lo segundo le pesaba.
Muchos pensadores que, sin aceptarse estructuralístas, se
habían beneficiado de ciertos conceptos y habían practicado
métodos estructurales, rechazaron esa nominación al tiempo que
definían sus nuevas posiciones. Tal es el caso de Michel Foucault.
En nadie es más claro el cambio de rumbo que en él. Casi se
podría hablar de un Foucault antes del 68 y de otro después. El
filósofo de la cabeza rapada había publicado, se sabe de sobra,
textos fecundos en el campo de las ciencias sociales, donde la
importancia del lenguaje y las leyes inconscientes ocupaban un
lugar fundamental. Su libro Las palabras y las cosas de 1966 es
una muestra flagrante. El 68 politizó a Foucault. Él no se
encontraba en París cuando se sucedieron las movilizaciones
estudiantiles, vivía en Túnez desde finales del 66. Allí fue donde, en
cuerpo propio, recibió la represión policíaca en contra de las
manifestaciones de los jóvenes. Su casa se volvió hogar
clandestino de activistas perseguidos y del mimeógrafo de la
protesta que, desde ahí, enviaba manifiestos rebeldes. Su obra da
un giro y comienza un período de reflexión encaminada a
problematizar no tanto el saber, el lenguaje y el inconsciente, como
el poder y sus dispositivos disciplinarios.
Una puntuación. Si bien es cierto que Foucault realiza esta
discontinuidad en sus investigaciones, abordando sobre todo los
procesos carcelarios y la verdad en sus formas jurídicas, el primer
movimiento epistémíco después de mayo del 68, fue vincular la
cuestión de las estructuras, con la dimensión de la historia. Su texto
La arqueología de saber de 1969, es una evidencia de ello. Así, la
cuestión de la historia se incluye, esta vez desde una vertiente
arqueológica que no desecha la importancia del lenguaje en su
vertiente discursiva. Más bien al contrario, la radicaliza. Lo veremos
más en detalle en el próximo intersticio.

La lingüística que había fungido, en la década de los sesenta,


como vanguardia de las ciencias en el campo cultural y social, y
abanderado al pensamiento estructural, también acepta el impacto
y, al inicio de la nueva década, la historia es incluida dentro de las
reflexiones y las posiciones de los estudiosos de las lenguas. En
1972, aparece el número 15 de la prestigiosa revista Langue
Francaise, coordinado por Jean-Claude Chavalier y Pierre Kuetz. La
problemática: historia y lingüística; el campo estudiado: los
laberintos del lenguaje y su relación con el tiempo histórico.

Pero no sólo los lingüistas incluyen las cuestiones de la historia.


El creador del llamado estructuralismo, el célebre Claude Lévi-
Strauss, llama, de algún modo, a una reconciliación entre la lógica
de las estructuras y el campo de la historicidad. El 25 de enero de
1971, el antropólogo es invitado a una emisión de Anales de la
historia en la estación de radio France Culture, en un programa
llamado Lunes de la historia, donde avanza que los historiadores y
los etnólogos realizan la misma tarea: “El gran libro de la historia es
un ensayo etnográfico sobre las sociedades pasadas” dice en un
tono conciliador1.
Con esta frase del más importante de los autores vinculados con
el estructuralismo, se hace visible la importancia, no sólo social sino
epistémica, que tuvo el movimiento del 68.
3. Las estructuras descienden a la calle

Por curioso que parezca, y a pesar de que las consignas y las


propuestas del movimiento estudiantil empujaban a desechar el
estructuralismo, y a olvidar la universidad porque la revolución
estaba en las calles, había puntos donde “los contrarios” coincidían.
La revuelta del 68, en el campo académico, pugnaba no
solamente por un cambio frente al autoritarismo profesoral, sino por
una transformación de las rígidas estructuras universitarias donde la
Sorbonne aparecía como el templo del status dogmático. Además,
en una dimensión más epistemológica, la crítica apuntaba a la
jerarquización doctrinal en cuyo vértice oficiaba la filosofía clásica
como tirana, que humillaba y menospreciaba toda otra área del
saber.
Si existía un movimiento que cuestionaba la vieja jerarquía de los
saberes, donde la filosofía reinaba en la cumbre, ese era el
estructuralismo. Frente a la hegemonía del conocimiento clásico y
conciencialista, el pensamiento estructural señala el campo del
inconsciente; ante el academicismo del aula, se proponían los
espacios de la lectura social y los análisis de los movimientos
culturales; al imperialismo de las doctrinas rígidas se oponía el
análisis de las estructuras del lenguaje y sus combinatorias.
La Sorbonne fue ultrajada y surge, después del 68, su oposición
más radical: la universidad de Vinncens, llamada también la
facultad milagrosa. Surgida de las más prestigiosas cabezas y
construida en un municipio parisino de tradición comunista, por
curioso que parezca, incluye en su plantel de profesores a muchos
de los más prestigiados pensadores vinculados con el
estructuralismo, como fueron el mismo Foucault y Lacan. Ellos,
junto con otros connotados marxistas y teóricos de 68 como
Loureau o Lapassade, apoyaron la creación de esta nueva
experiencia cultural que proponía otra forma de pensar y hacer la
transmisión universitaria. Dos movimientos, encuentran barricadas
comunes.
No sólo Althusser, Foucault o Lévi-Strauss escucharon los
cuestionamientos respecto a la historia; a su vez los historiadores
también aceptaron la interpelación que desde este otro campo se
abría. Así, en 1971, la famosa revista Annales, publicación
comandada por los influyentes historiadores Fernand Braudel y
Raymond Aron, edita un número especial dedicado a vincular,
confrontar y relacionar historia con estructura. El número tres -
cuatro de esta revista, aparecido en mayo de aquel año, incluye
textos tanto de André Burguiere, como de Chistiam Metz, y de Lévi-
Strauss2. La supuesta antinomia entre el análisis de las estructuras
y el campo historiográfico, era desmitificada y ahora aparecían
nuevas posibilidades de problematización y vinculación.
Los estudiosos de la historia querían avanzar en otro sendero
diferente al del positivismo y la fenomenología narrativa. Se trataba
ahora de resaltar y de analizar las estructuras no visibles y las
disposiciones inconscientes de las prácticas sociales.
La historia se abría a un estudio de las relaciones simbólicas de
las sociedades, así como al escrutinio y relativización de los niveles
manifiestos de la realidad. Historia e inconsciente ya no aparecían
como el agua y el fuego. La posibilidad de interrogar las estructuras
inconscientes de ciertas configuraciones históricas, señalaba
nuevos senderos y campos de investigación.

4. Lacan y el 68

El psicoanalista francés más conocido no quedó al margen de los


sucesos. Sorpresivamente para aquellos que lo ubicaban del lado
de los mandarines apolíticos, firma, junto con notables intelectuales
y pensadores combativos como Jean Paul Sartre, Henri Lefebvre,
Andre Gorz, Pierre Klossowski y Maurice Blanchot, un desplegado
apoyando los signos de la contestación. El texto íntegro es el
siguiente: “La solidaridad que nosotros afirmamos aquí con el
movimiento estudiantil en el mundo -ese movimiento que viene
bruscamente, en horas explosivas, de romper la sociedad bien
colocada perfectamente encarnada en el mundo francés- es
primero que nada una respuesta a las mentiras por las cuales todas
las instituciones y las formaciones políticas (con muy pocas
excepciones), todos los órganos de prensa y comunicación (casi sin
excepción) buscan desde hace meses de alterar este movimiento,
de pervertir su sentido, e incluso de volverlo risible”3.
La carta aparece en el influyente periódico Le Monde,
precisamente la mañana que antecede la Noche de las barricadas,
a saber, el 10 de mayo. Lo singular es que no será la única vez que
Lacan tome posiciones al respecto. En un acto que aparece
congruente con su palabra, interrumpe su seminario en apoyo a la
huelga convocada por los estudiantes. El año: 1968; el título de
aquel curso: el acto analítico.
Otra intervención en público muestra hasta qué punto Lacan no
sólo seguía de cerca los sucesos, sino que realizaba una lectura de
los tiempos modernos. En la famosa mañana del 22 de febrero de
1969, aquélla en la que Foucault, invitado por el College de
philosophie, presenta su conferencia ¿Qué es un autor?, Lucien
Goldman, connotado marxista, intenta burlarse del psicoanalista
dirigiéndole lo que él pensaba era un cuestionamiento político y
epistémico: “... ¿Miró usted, en 68, sus estructuras? Era la gente la
que estaba en la calle!”
Lacan lo mira y le revira sin anestesia, dejándolo mudo: “Si hay
algo que demuestran los sucesos del 68 es, precisamente, el
descenso en las calles de las estructuras”4'
Lo acontecido aquel día aparece como un retrato histórico del
lugar y las posiciones del psicoanalista: allí donde se pensaba que
el movimiento estudiantil fracturaría su lugar y descalificaría su
pensamiento, no sólo resurge su influencia con más fuerza que
nunca, sino que logra, uno de los pocos que lo consigue, escribir
una posición radical que sorprende por su rigurosidad y pertinencia.
Ante la contestación, su escucha y su posicionamiento; frente a la
historia contemporánea, su propuesta de los cuatro discursos
radicales. Para Lacan, discurso no es un modo lingüístico de
enunciar, sino una modalidad lógica de los vínculos. Discurso es
lazo, no sólo diacronía. A partir de ahí, propone cuatro discursos
como constitutivos del mapa de lo social: el discurso del amo, el de
la universidad, el del sujeto o de la histérica y el del analista,
organizados el primero alrededor del poder, el segundo del saber
cuando funciona como poder, el tercero por el deseo y, el del
analista, por lo que puede perderse. Desde estos aparatos lógicos,
el campo de lo social queda especificado en su diversidad.
Por curioso que parezca, el 68 coloca a Lacan como uno de los
personajes más influyentes en ciertos círculos políticos e
intelectuales de la izquierda europea y, con su propuesta de los
cuatro aparatos discursivos, en uno de los pensadores más críticos
y radicales de la Francia moderna.
Como psicoanalista, recibe a muchos militantes de ultra
izquierda, se forman en torno a él grupos radicales de tinte maoísta,
y se coloca como un referente ante el derrumbe de muchos jóvenes
en el momento del reflujo desesperanzador de las derrotas
políticas.
Como pensador, abre la posibilidad de problematizar no sólo las
estructuras del poder, sino la legitimidad misma del edificio político
y, especialmente, de las instituciones académicas y universitarias.
Cuando Lacan sentencia que son las estructuras las que
descendieron a la calle, coloca al movimiento estudiantil como un
síntoma y como un nudo que debe leerse en relación con los lazos
sociales y sus crisis.
La revolución estudiantil, deja ver, es mucho más una revuelta
que una destitución definitiva. La revolución como revuelta, muestra
cómo los vínculos sociales, en el campo político, llevan a la
reedición, no tanto de los personajes, como de las estructuras
relaciónales. Por lo tanto es a la constitución, develación y
operatividad de esas estructuras donde debe apuntar un análisis
serio de los vericuetos del poder. El discurso del amo es un
poderoso aparato de apropiación de sus opositores.

Si alguien retoma la crítica feroz que los jóvenes


sesentayocheros enarbolan, es Lacan. A pesar de todo, Lefevbre y
Touraine apoyan, relatan y acompañan los sucesos, pero lo hacen
desde el mismo dispositivo universitario que cuestionan. Son
teóricos surgidos y apostillados en la universidad; en la legalidad
institucional.
Lacan no sólo cuestiona sino que desenmascara los modos como
la universidad se legitima y se impone como dispositivo moderno
del discurso del amo. La universidad no sólo es cuestionada por
autoritaria y limitada, se trata de un modo social de organizar la
relación entre el saber, el poder y la producción. La escritura del
discurso de la universidad, lo muestra en acto.

Algo que los sucesos de mayo evidenciaron, es el apetito


hedonista silenciado en medio de una sociedad ordenada y
taciturna. Los jóvenes no sólo llenaron de insultos a la policía y de
barricadas a la ciudad de París, también pintaron con sus besos y
sus golpes que el deseo no se deja atrapar por los planes
curriculares ni por la presión represiva. La imaginación fue invitada
a tomar el poder y el deseo, los cuerpos y los edificios. El lugar de
una subjetividad pulsante y efervescente tomó la palabra y los
espacios grises de las instituciones. Ahora, la subjetividad no puede
reducirse a un voluntarismo, ni a un elogio de la sensación
inmédiata. El deseo no es un viento pasajero que despeina el alma
para mojar el cuerpo, es lo que habita el corazón del sujeto. Si algo
se desnudó en aquellos días fue que el lugar del sujeto no depende
de la voluntad, ni de las experiencias fútiles. El sujeto ocupa una
plaza en las legalidades discursivas, donde la sujetación no se
anula ni con consignas incendiarias ni con movilizaciones callejeras.
Ante el optimismo libertario, se evidenció la imposición de los
vínculos sociales. La alienación no se termina con su politización,
pero tampoco sucumbe el sujeto del deseo ante leyes más
exigentes y patéticas. El discurso del sujeto, señala la ubicación del
mismo como síntoma histórico frente al poder del amo y la
sujetación en la estructura. El sujeto es lo que se opone
estructuralmente al poder; es su “descompletura”.
La crítica ai estructuralismo apuntaba a un exceso de teorización
y a una ausencia de marco de acción. De hecho, alguien como
Foucault, hubo de introducir dentro de su obra, la cuestión de la
práctica en un universo hasta entonces inclinado exclusivamente, al
campo del lenguaje y sus vericuetos. Lacan, a contrapelo de esas
posiciones, proponiendo al discurso como lazo social, muestra que
más allá de las palabras están las funciones. Aun más; las
estructuras discursivas son modalidades de acción de la relación
del sujeto con el Otro. El psicoanálisis no se constituye de una
teoría y una práctica; es un modo discursivo, es decir, una praxis.
Las estructuras discursivas son operativos sociales; son máquinas
funcionales y disfuncionales.
Las estructuras no son edificios conceptuales, son dispositivos
donde el sujeto ocupa diversos lugares según sus desplazamientos
sociales. La escritura de los cuatro discursos de Lacan, es su
despliegue operacional. No sólo el sujeto tiene un lugar de agente
en un lazo determinado, sino que se coloca en diversas plazas
según las organizaciones culturales y políticas.
Ahora, el discurso, tal como lo muestra el psicoanálisis, no es un
sistema operativo circular, no es una estructura cerrada. No se trata
de los modos y las leyes como funciona un sistema. El discurso se
constituye sobre leyes de lenguaje, pero su operatividad se
estructura a partir de una falta. Más claro: las estructuras no se
entienden por su organización sistemática, sino por su desarreglo
funcional. Las estructuras no son edificios concebibles por sus
modelos organizacionales, no se entienden por su mecánica sino
por su caos, es decir, allí donde hacen agua, donde se impone el
descontrol, donde no funcionan. Sí, cuando fallan.
El discurso analítico denuncia, precisamente, lo que cuestionaban
los estudiantes: las estructuras son multifactoriales y están rotas.
No hay estructura sin fisura, como no existe sociedad sin fracturas.
La introducción del objeto a como agujero de la estructura la abre y
promueve, al mismo tiempo, la falta como consustancial de las
leyes y del lenguaje. No hay centro, no hay ley sin falla; no hay
causa sino la perdida.
Lo que aparece en la tipología de los discursos propuesta por
Lacan, acentuémoslo para terminar, es precisamente lo que hemos
venido diciendo: un sujeto sujetado a los lazos sociales, la
estructura está agujerada, la ley del lenguaje es fallida y existe una
multifactorialidad de esquemas relaciónales en el campo de lo
político.

Dos puntos más. El primero atañe a la respuesta que las


instituciones tuvieron al respecto de la enseñanza de Lacan. Por
curioso que parezca, el único de los grandes personajes que
intervinieron en el movimiento estudiantil que sufrió los efectos de la
represión universitaria, fue nuestro psicoanalista. El 26 de junio de
1969, es expulsado de la Escuela Normal Superior, donde realizaba
su curso desde hacía muchos años. Llamativo, ni Lefevbre, ni
Touraine, ni Althusser ni ninguno de los intelectuales salieron de la
universidad, sólo Lacan. Y no lo hizo por voluntad propia, fue
echado de la manera más gris y absurda. La pregunta que queda
en el aire es ¿qué tendrá de subversivo el discurso psicoanalítico
que difícilmente las instituciones pueden soportarlo? ¿Qué habrá
dentro de lo que se enseña en él, que las universidades no saben
bien dónde ponerlo? ¿Qué se decía en el discurso de Lacan que las
formas, las maneras y las legalidades universitarias no pudieron
tolerar? ¿Acaso no resulta sintomático que el único “mandarín”, que
el único pensador expulsado de los recintos dedicados a la
enseñanza y formación de maestros y filósofos, fuera precisamente
Lacan?
El otro punto se inscribe en los caminos de la historia. Al
comienzo de este capítulo se señaló que una de las críticas más
importantes a los pensadores que alguna vez acudieron a los
métodos estructurales, fue el lugar olvidado de la historia ¿acaso
Lacan quedó al margen de tal situación? ¿Acaso no tomó una
posición frente a la relación del psicoanálisis y la historia? ¿Acaso
desde el psicoanálisis no se puede pensar la historia, sin negar la
importancia de las relaciones estructurales? Estas son las
preguntas que deberemos responder, pero antes ...
Notas

1. F. Dosse, Histoire du structuralisme, Éditions de la découvert,


Paris, 1991, t.l y II, p. 287.
2. Ibid., p. 287.
3. Ibid., p. 289.
4. Ibid., p. 148.
5. Ibid., p. 159.
INTERSTICIO III.
DISCURSO Y ARCHIVO: MICHEL FOUCAULT

Les ha costado, sin duda, bastante trabajo reconocer que su


historia, su economía, sus prácticas sociales, la lengua que
hablan, la mitología de sus antepasados, hasta las fábulas que
les contaban en su infancia, obedecen a unas reglas que no
han sido dadas todas ellas a su conciencia.

Michel Foucault, 1969

1. Historias

La llamada revolución de mayo, empujó al tiempo y lo pintó en la


historia. El 68 marcó de rojo las paredes y las subjetividades. Las
revueltas estudiantiles habían dejado las calles llenas de adoquines;
también de pasiones. Todavía se veían los rastros de la
insurgencia. Las universidades se transformaron de templos del
saber, a cuarteles de crítica y contestación. A finales de los
sesenta, los pensadores y los intelectuales habían retomado la tinta
y la docencia, pero también resignificado sus posiciones. En medio
del reajuste, de cuentas e instituciones, llega el año 1969 con su
número erótico y sus esperanzas debilitadas. El ejercicio de la
crítica en los centros de enseñanza y en los espacios políticos no
cesó ni amainó con el paso de los meses. No tenía la misma fuerza,
pero tampoco la misma prisa.
El debate sobre las ciencias sociales y, específicamente, sobre la
historia había estallado. Los radicales y los humanistas se sentían
ofendidos por el llamado movimiento estructuralista y acusaban a
sus autores de haber olvidado la historia. Más radical: de haberla
asesinado. La oposición resultaba, a sus ojos, evidente: estructura
versus historia. La muerte de la historia se anudaba a otro
asesinato: el del hombre. La crítica señalaba con el dedo a un
escritor en especial que había descrito tan lamentable suceso. Sí,
se trataba del autor del libro Las palabras y las cosas. Ante tal
situación y entrando de lleno al debate sobre la cuestión de la
historia, Michei Foucault responde con un libro singular: La
arqueología del saber.
La problemática se situaba en la relación entre historia y
estructura, entre el devenir y la simultaneidad; entre dos
modalidades de pensar el tiempo. Allí, en medio de las discusiones,
surge este texto. La arqueología del saber es un libro poco
comentado, poco valorado. Es verdad, autores de la talla de Gilíes
Delleuze o Maurice Blanchot le han dedicado páginas llenas de luz
y reconocimiento, pero lo sitúan como un texto puente, como un
libro que anunciaba un adiós y señalaba un futuro. Pero es mucho
más que eso: se trata de una respuesta y de una toma de posición.
Más aún: es un manifiesto epistémico, un referente político y un
análisis radical para pensar la historia.
Es una respuesta en el sentido estricto, pues surge de una serie
de preguntas que un grupo de jóvenes, le formula a Foucault de
manera directa. El llamado Círculo de epistemología que publica
Cahiers pour l'analyse, en su número 9 del verano de 1968, le
dedica al pensador de la cabeza rapada, una serie de
cuestionamientos respecto a su libro de las palabras y las cosas.
Foucault les responde, pero con ello también le contesta a todos
aquellos que pensaban que la historia era un continuo y un
desarrollo que permitía a la conciencia seguir manteniendo sus
privilegios.
La arqueología del saber es un texto difícil, su arquitectura es
férrea y no se deja dividir ni comentar fácilmente. No sólo su
armazón es compleja, también su contenido. De algún modo,
Foucault responde de la manera más radical: escribiendo un libro
sobre la historia de las ciencias y los saberes, al mismo tiempo que
un tratado de epistemología. La complejidad aparece en la
desmesura de la empresa: escribir una teoría de la metodología en
el campo de la historia; de la historia del saber. Se trata de una
respuesta, de una posición y de una propuesta radical: introducir en
el análisis histórico, categorías propias que incluyeran la
discontinuidad y la problematización de las prácticas discursivas, y
la producción de enunciados. Veámoslo de cerca.

2. El cam po del análisis

Para realizar un análisis radical en el campo de la historia hay que


empezar, sugiere Foucault, en la parte II de su libro, titulada Las
regularidades discursivas, por operar una tarea negativa. Hay que
rebasar ciertas ideas preconcebidas. Hay que cuestionar y poner
entre paréntesis, síntesis fabricadas y formas aceptadas cuando se
realiza la tarea de pensar la historia. Es necesario desechar y
desalojar de su status nociones ligadas a los postulados de
continuidad. La primera de ellas y la más visible es aquélla de
tradición. La tradición es una forma ininterrumpida que surge de un
origen continuo. En la misma línea está la noción de influencia, que
remite a una causación que intenta ligar las diferencias. Desarrollo
y continuidad son nociones que proponen agrupar lo diverso a partir
de cohesionar sucesos y actos en un único núcleo originario. Esto
permitiría pensar en un comienzo y un origen organizador del
tiempo. En apoyo a estas posiciones, aparecen la “mentalidad” y “el
espíritu” como formas que empujan a una supuesta unidad
explicativa sustentada en una ¡dea de conciencia colectiva. Nada de
eso sirve para repensar la historia.
Entre las formas más problemáticas por su importancia y
legitimidad, están aquéllas de libro y obra. Su inmediatez las
presenta como unidades inalterables. Pero no necesariamente es
así. Un libro no es una unidad homogénea; sus páginas están
habitadas de muchas voces, de muchas referencias; de otros libros.
Un libro es muchos libros, es un vaciado de historias y relatos
venidos de otros textos, de otros tiempos; de otras vertientes. Entre
sus dos lomos no se cierra una unidad, sino que se aloja la
diversidad y la multiplicidad de referentes. Una obra no es una
masa uniforme subsumida a la rúbrica de un autor. Se trata más
bien de una dispersión ejercida en distintos vectores. En esta
dispersión, el autor, sus libros, sus textos y sus andares, no pueden
encerrarse en una unidad sin vericuetos. Una obra es una
amalgama de elementos, líneas de fuga y fragmentos sin cohesión.
Aunado a esto, en la realización primera de una tarea negativa,
de una labor de limpieza de hierbas, Foucault propone renunciar a
dos posiciones altamente peligrosas: la referencia al origen secreto
y a un “ya dicho”. La búsqueda y repetición de un supuesto origen
lleva el análisis a una falsa salida pues se niega toda tarea
histórica. Del mismo modo, apostar por un “ya dicho” originario
donde todo estuviera allí en germen, es una manera de plantear
que, en lo existente, hay ya una determinación, y que detrás de ese
“ya dicho” hay un “no dicho” que habría que interpretar para hacerlo
hablar. Foucault lo advierte así: “No hay que devolver el discurso a
la lejana presencia del origen; hay que tratarlo en el juego de su
instancia”1.

Una vez establecida la crítica a tales nociones y posiciones, se


abre un espacio para otra manera de realizar el análisis histórico.
Una vez cuestionado el juego de las nociones que apuestan por
unidades propias de la continuidad, se vislumbra un nuevo dominio:
el dominio de los enunciados en el campo del discurso. Foucault
propone, en una primera instancia pero también como plataforma
de su lectura, la descripción de acontecimientos discursivos. Su
propuesta apunta al campo del discurso y a las unidades parciales
que allí puedan vincularse, es decir, a los enunciados. Más claro: el
análisis histórico lo que intenta no es decir la verdad sobre el
pasado o restablecer la continuidad de un tiempo en desarrollo, lo
que pretende es describir relaciones entre enunciados.
En una primera aproximación, se puede pensar que el análisis
histórico se asemejaría a aquel que se realiza cuando se analiza
una lengua, que la propuesta de la relación entre enunciados se
encamina a mostrar las leyes internas de una masa del lenguaje.
No, el análisis del campo discursivo no quiere reducir la relación
entre enunciados a sus vínculos recíprocos y sistemáticos, apuesta
a describir los modos mismos de su existencia. Para ello, es
necesario establecer relaciones entre los enunciados, pero también
visualizar sus exclusiones, señalar sus inclusiones, fijar sus límites,
apuntalar sus violencias. La apuesta es, entonces, realizar una
historia de las formaciones discursivas. Más aún, la historia es la
configuración de diversas formaciones en el campo del discurso; en
el espacio de los enunciados.

La propuesta que surge de La arqueología del saber apunta a


realizar un análisis histórico de las formaciones discursivas,
específicamente, en aquello que ha sido llamado la historia de las
ideas. Por esto se requiere, tal como se ha dicho, renunciar a
ciertas verdades que han sido dadas como inalterables.
Anteriormente se señalaron nociones que en el campo de la historia
servían a las posiciones continuistas. Ahora, es necesario aterrizar
en el campo de la historia del saber y desistir, también allí, de
ciertas tentativas.
Durante mucho tiempo, cuando se realizaba historia en el campo
del saber, cuatro hipótesis sostenían tales tentativas. La primera
apuntaba a la cohesión de un objeto único en el que
desembocarían todas las vertientes de estudio; la segunda se
sostenía sobre la existencia de cierta unidad entre grupos de
enunciados a partir de un encadenamiento unificador; la tercera
apuntaba a la coherencia entre diversos Conceptos, y la última
tentativa proponía describir los enunciados a partir de una identidad
y de una persistencia de los temas.
Ante tal intento de unificación del objeto, de cohesión de los
grupos de enunciados, de coherencia de los conceptos y de
identidad persistente de los temas, el análisis muestra, a contra
pelo, que lo que se encuentra en el campo del saber son más bien
lagunas, huecos, entrecruzamientos, “descompleturas”; en una
palabra, dispersiones. Lo que los intentos de unificación proponen
negar en el espacio del conocimiento, son los juegos de diferencias,
los entrecruzamientos, las desviaciones entre conceptos, objetos,
grupos de enunciados y temas. Lo que en última instancia se
intenta esconder son los procesos de transformación, de fuga, de
rotura. Es por ello que se hace necesario, no la vana tarea de la
unificación de aquello que no se deja unificar, sino la instalación de
un análisis de las dispersiones. La dispersión no es un accidente en
el campo del saber, es la forma de existencia al que se ven
expuestos los enunciados. O sea, la dispersión es la manera como
opera el sistema discursivo. Por ello es a este sistema de dispersión
que apunta el análisis. Es decir, el sistema de dispersión es otro
modo de llamar a las formaciones discursivas, ya que éstas no son
sino sistemas de dispersión.
La posición se hace transparente: allí donde se quieren encontrar
unidades y continuidades, allí donde se propone unificación y
negación del desorden, la transformación y la discontinuidad,
Foucault responde con una investigación que versa precisamente
sobre esos espacios de dispersión. El análisis entonces, apunta no
tanto a la descripción de lo continuo, como a la vísualización de las
condiciones de existencia a las que se ven expuestos los
enunciados. Más preciso: la descripción versa sobre los sistemas
de dispersión, sí, pero en tanto legalidades a las que están
sometidos los elementos. Más claro: se trata de mostrar las reglas a
las cuales se ven convocadas las formaciones discursivas.
A partir de ello, Foucault emprende la tarea de describir las reglas
de formación de los elementos antes enumerados, a saber, los
objetos, las modalidades de enunciación, los conceptos y los temas.
En relación con los objetos, se trata de localizarlos en la
superficie de su emergencia, de visualizar las instancias de su
delimitación y de analizar las rejillas de su especificación. Respecto
a la formación de modalidades enunciativas, habría que encontrar
las leyes de su diversidad y el lugar distinto del que provienen. Se
hace necesario describir no sólo la aridez de su existencia, sino
también los ámbitos institucionales de donde surgen y circulan,
donde se legitiman y aplican. En lo que concierne a los conceptos,
importa menos el edificio compacto al que pertenecen que el
espacio discursivo donde circulan, aparecen y desaparecen. Se
trata de visualizar y describir el haz de relaciones que existe entre
los conceptos. En lo que concierne a las elecciones temáticas,
Foucault propone llamarles estrategias. El punto no es rebautizarlas
sino encontrar cómo se distribuyen en la historia. Para ello hay que
abordar los puntos de difracción, también estudiar la economía de
la constelación discursiva a la que pertenecen, así como determinar
el campo y la función que ciertas elecciones teóricas implican en el
campo de prácticas no discursivas.

Todo este examen permite plantear las cosas desde un ámbito


muy distinto del comúnmente aceptado. Dos son las dimensiones
problematizadas.
Primero, en el campo que podría pensarse meramente
metodológico, Foucault propone descentrar el campo de análisis.
No se trata de referir la investigación a la pureza de las leyes
internas de los discursos; se intentaría fijar las modalidades en que
los elementos se relacionan de forma recurrente, cómo estos se
vinculan en enunciados que pueden desaparecer, reaparecer, que
pueden formar nuevas estructuras lógicas, bajo qué circunstancias
se reagrupan en nuevas formaciones semánticas. Es decir, de qué
manera se gesta, se arma, se desarma, se presenta su dispersión
en una serie de textos, de obras, de libros, de sucesos
significantes; de prácticas discursivas. Lo que esto denota, es que
las formas discursivas, no son bloques estáticos, ni inamovibles.
Están sujetas a la temporalidad. Más complejo aún: están
expuestas a diversas temporalidades pues en ellas se vinculan
distintas configuraciones. Las formaciones discursivas son sistemas
variables, movibles y transformables. Lo que se hace evidente es
que Foucault despliega su estudio no en la espesura de sistemas
fijos, sino en las constelaciones de su movimiento. Lo que se
describe no son las leyes inertes de la cohesión, sino las reglas
móviles de la dispersión. El análisis no versa sobre unidades y
sistemas cerrados, sino sobre la multiplicidad de elementos
heterogeneos. l o que le interesa a Foucault no es la linealidad de la
evolución histórica, sino la discontinuidad de las series temporales.
La otra dimensión crítica pesa por su importancia y su alcance. El
primer descentramiento apunta al camino metodológico, el segundo
atañe a la dimensión de la conciencia y su sujeto. Lo que Foucault
muestra es que, el hecho de que la historia, de que el análisis
histórico, sea én el campo del saber como en aquél de la
temporalidad en general, no depende de la conciencia o la voluntad
de los sujetos sino de las modalidades, las reglamentaciones, las
yuxtaposiciones y las dispersiones de los enunciados en el campo
de lo discursivo. El escrutinio de los cambios históricos y los
movimientos se ejerce en el espacio del discurso pues allí es donde
se gestan, se relacionan, se vinculan y hasta pueden desaparecer
las formaciones históricas. Foucault lo dice así: “En el análisis que
se propone aquí, las reglas de formación tienen lugar no en la
mentalidad o la conciencia de los individuos sino en el discurso
mismo”2 y continúa más adelante su texto: “... para analizar la
formación de los tipos enunciativos, no se debía referirlos ni al
sujeto del conocimiento, ni a una individualidad psicológica.
Tampoco deben referirlos ni al horizonte de la idealidad, ni al
caminar empírico de las ideas”3 Primera puntuación.

3. Las cuatro dimensiones

Hasta aquí, se han dibujado los límites y los territorios donde se


despliega el análisis. Se ha acotado el campo, mostrado las
diferencias y apuntado el espacio mismo de la crítica y el
cuestionamiento. Diversas nociones han servido para describir otro
modo de pensar y escudriñar la historia. Tal es el caso de
enunciado y formaciones discursivas. Es hora de hacer explícito lo
que por ello se entiende.
Lo hasta ahora trabajado encuentra su hospedaje en la segunda
parte de La arqueología del saber. La tercera y la cuarta parte
llamadas El enunciado y el archivo y La descripción arqueológica
respectivamente, son fundamentales porque en ellas se despliegan
las definiciones que serán esenciales para Foucault. Cuatro
resaltan por su importancia: aquélla de enunciado, de discurso, de
archivo y la de saber. Comencemos por la primera.

El enunciado no se deja definir fácilmente. A primera vista y


desde una perspectiva fenomenológica se podría decir que es el
elemento actuante en el discurso. Elemento cuyo perfil no se puede
especificar porque no tiene una lugar fijo. El enunciado sería un
elemento móvil. Pero no sólo la movilidad lo describe, también su
heterogeneidad. El enunciado es un componente habitado por la
diversidad: diversos enunciados pueden cohabitar y excluirse al
mismo tiempo, además, configurar una serie de masas de lenguaje
divergentes en su legalidad, conformación y temporalidad. Definirlo
desde esta descripción, implica ubicarlo como átomo del discurso.
Sin embargo, las cosas se complican porque, situados aún en este
campo descriptivo, el enunciado es ante todo multiplicidad. Más que
un elemento que remita a una cierta unidad, se trata
fundamentalmente de una modalidad de existencia de un conjunto
de signos. Su materialidad se nutre de la sustancia del lenguaje
pero no se reduce a ella. Los enunciados son plurales y actuantes;
en ese sentido, habría que decir que se trata de una secuencia de
elementos del lenguaje que marcan modalidades de existencia
discursiva.
Desde esta perspectiva, el primer obstáculo para definirlo es la
cercanía que lo anteriormente dicho guarda con el papel que
desempeña la proposición en el campo de la lógica y la frase en el
de la gramática, incluso con el speech act de los analistas
anglosajones del lenguaje. Los enunciados no son ni proposiciones,
ni se reducen a la frase ni se definen como actos puros del
lenguaje. Incluyen la dimensión de la lógica y su uso de la
proposición, pero aparecen como lo que queda de su extracción
última. Se vincula con la formación de la frase de los gramáticos
pero para constituir su serie de elementos lingüísticos. En relación
con los speech act, serían su cuerpo visible. La dificultad para
aprehender lo que es el enunciado reside en que no es
exactamente una noción, ni siquiera una estructura. El enunciado
es fundamentalmente una función. Foucault lo define así: “Más que
un elemento entre otros, más que un corte localizable a cierto nivel
de análisis, se trata más bien de una función que se ejerce
verticalmente con relación a esas diversas unidades”4. Los
enunciados, en tanto función, efectúan una acción compleja:
vinculan en un atravesamiento vertical; relacionan lo diverso
yuxtaponiendo lo heterogéneo.
Foucault plantea que, para que una serie de signos pueda
cumplir la función delenunciado, son necesarias cuatro
características. La primera señala la exigencia de vincularlo con
otra “cosa”, es decir, la formación de un espacio de relaciones y
correlaciones. La segunda, demanda la formación de un dominio
asociado, a saber, un espacio colateral y un campo adyacente. La
tercera condición para que un conjunto de elementos seriados
pueda fungir y, por ende, ser analizado como enunciado, se refiere
a la necesidad de una existencia material, dicho de otro modo, tener
una sede, una evidencia, un soporte; una presencia en el tiempo y
el espacio. Aquí vale la pena aclarar que dicha materialidad no se
reduce a la textura y sus objetos o a la sustancia perceptiva y
sólida, se trata principalmente de una materialidad institucional, es
decir, capaz de generar posibilidades de inscripción, reinscripción y
transcripción.
La última condición y la que aquí más nos convoca, es aquella
que distingue al enunciado de una serie cualquiera de unidades del
lenguaje, por incluir necesariamente una vinculación especial con el
sujeto. El sujeto que podríamos llamar del enunciado, no es un
personaje o un elemento de la frase, ni siquiera quien profiere una
proposición, es una función variable. Más todavía: es una función
vacía que puede ser ocupada por diversos individuos. El sujeto no
es el actor de una proposición, ni el constructor de una frase o un
acto del lenguaje, es lo que vincula las operaciones de los
enunciados. A pesar de lo largo de la citación que sigue, se hace
necesario visualizar la posición de Foucault en relación con la
cuestión del sujeto. Dice así: “No hay pues que concebir el sujeto
del enunciado como idéntico al autor de una formulación (...) No es,
en efecto, causa, origen o punto de partida (...) de una frase, (...) no
es foco constante, inmóvil e idéntico a sí mismo (...)” Aún más
radical, lo que aquí se señala es que, si alguna de las figuras
mencionadas puede devenir función de enunciado, eso se debería
a la relación que guarde con el sujeto. Otra vez Foucault: “Si una
proposición, una frase, un conjunto de signos pueden ser llamados
'enunciados' (...) es en la medida en que puede ser asignada la
posición del sujeto”. Y termina afirmando categórico: “Describir una
formulación en tanto que enunciado no consiste en analizar las
relaciones entre el autor y lo que ha dicho (...) sino en determinar
cuál es la posición que puede y debe ocupar todo individuo para ser
su sujeto”5
Para resumir lo que aquí se ha desplegado, se puede decir que el
enunciado es la función que pone en juego elementos diversos y
unidades diferenciales incluyendo relaciones con objetos, abriendo
posiciones del sujeto, señalando un territorio de coordinación y
coexistencia, así como el alojamiento de un espacio de visibilidad y
repetición de situaciones discursivas. Puesto de otro modo: el
enunciado es una función de series del lenguaje que necesita para
desplegarse una dimensión referencial de diferencias; un sujeto que
no es un individuo sino una posición; un campo asociado que es un
territorio de coexistencia; y una materialidad que se especifica en
posibilidades de redistribución y reutilización institucionales.

Es tiempo de definir lo que Foucault entiende por discurso. Por


discurso se puede entender, según desde donde se enuncie, un
conjunto de actuaciones lingüísticas, una masa de signos
ordenados, una serie de frases articuladas o un grupo de
proposiciones vinculadas. Pero desde la perspectiva de Foucault se
trata de otra cosa. Como en las definiciones anteriores, lo que
circunscribe a un discurso no es congelamiento gramatical, lo es en
cambio la composición variable de sus elementos.
Un discurso es una amalgama, un grupo, una serie; un conjunto.
Sus elementos se relacionan entre sí por ciertos lazos específicos.
En general se refiere a materialidades en el campo del lenguaje. El
discurso, desde Foucault, está constituido por enunciados; es un
conjunto de enunciados. Así como la frase remite a un texto y la
proposición a una red deductiva, el enunciado pertenece al campo
del discurso. Pero su designación como tal obedece a que, en las
formaciones discursivas, los enunciados funcionan como aquello
que puede asignar modos específicos de existencia. El discurso
funciona como Ia ley de cohabitación de los enunciados bajo un
mismo régimen de asignación. Foucault: "... el término discurso
podrá quedar fijado así: conjunto de enunciados que dependen de
un mismo sistema de formación”. El discurso es la agrupación de
enunciados legislados en un sistema de actuaciones verbales
limitadas y variables. Los discursos, siendo esos conjuntos de
series determinados, son variables, redistribuibles y temporales. El
discurso es la forma histórica como se presentan los enunciados
bajo un mismo sistema de formación6. De allí que pueda definirse
su existencia histórica como una práctica, es decir, como una
práctica discursiva. En el texto se lee así: “práctica discursiva (...) es
un conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas
en el tiempo y el espacio que han definido en una época dada, y
para un área social, económica, geográfica o lingüística dada, las
condiciones de ejercicio de la función enunciativa”7. ¿Así que el
análisis de las formas del lenguaje, su vinculación, su mutua
determinación y las regiones donde designan modos de existencia
no tenían que ver con la historia? La evidencia salta a la vista. Lo
que le interesa a Foucault no es narrar las grandes masas
históricas que se continúan en el tiempo sino los modos como
operan, las leyes que determinan y las reglas que establecen las
diversas prácticas discursivas que van generando las
transformaciones históricas. Su interés no apunta a la evolución,
sino a las modalidades de transformación y discontinuidades
históricas.
Ahora ¿cómo funcionan estas discontinuidades? ¿Cómo pueden
describirse esas formaciones discursivas? ¿Cuál es el modo bajo el
cual se presentan esas reglas de formaciones de enunciados
múltiples? ¿Cómo circunscribir el análisis de las formaciones
discursivas en las transformaciones históricas? Foucault responde a
partir de una redefinición del archivo.
Del mismo modo que la dimensión del enunciado y aquélla del
discurso adquieren bajo la pluma del pensador francés otra
designación, el archivo también es resituado y definido desde otro
lugar y otras referencias. El archivo ha sido definido como la historia
documental de un pueblo o una comunidad. También se designa
por archivo la documentación que se guarda para mantener una
cierta identidad nacional o regional. Incluso se ha designado bajo
ese nombre el volumen de registros que determinan y legitiman las
instituciones que salvaguardan la memoria y el tiempo. Pero este no
es el caso. Foucault propone pensar al archivo no como memoria,
ni siquiera como registro, sino como un sistema que legisla la
producción discursiva de enunciados. A la serie de regularidades
que muestran un conjunto de relaciones donde los enunciados se
especifican en el campo de lo discursivo, se le da el nombre de
archivo. A la letra: “El archivo es en primer lugar la ley de lo que
puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados
como acontecimientos singulares”8 El archivo es un cuerpo que
permite la agrupación de diversas figuras a partir de relaciones
múltiples que regulan el establecimiento, la aparición o la
desaparición de ciertas regularidades discursivas. Es el espacio
donde el enunciado en tanto acontecimiento, entra en relación con
otros acontecimientos-enunciados. Es lo que permite un doble
movimiento: por un lado legisla los enunciados de una misma
regularidad discursiva vinculándola con otras regularidades y, al
mismo tiempo, permite situar a los discursos en su multiplicidad
histórica. El archivo no es un documento, ni siquiera un conjunto de
textos o inscripciones destinadas a salvar la memoria o conservar
los enunciados, es el sistema mismo de su funcionamiento.
Foucault define subrayando su decir: "... el archivo (...) es el
sistema general de la formación y de la transformación de los
enunciados” 9 El archivo es el sistema que permite introducir en el
campo discursivo la temporalidad de las relaciones. Los discursos
son la temporalidad relacional del archivo, es su cuerpo visible; es
donde se visualizan las formaciones que hacen al archivo. El
archivo es esa masa de actos verbales, de decisiones tomadas, de
cosas dichas en un tiempo y que son valoradas, revaloradas,
investidas y distribuidas de cierta manera por las instituciones de
una cultura. El archivo pregunta por las formaciones discursivas
acotadas por ciertas dimensiones históricas; problematiza lo que en
un tiempo las formas discursivas pudieron vincular en relación con
otras prácticas; es la densidad donde se puede realizar el análisis
de las condiciones históricas que han permitido o no, la emergencia
de lo que ha sido dicho o ha sido rechazado. Es la regulación que
abre un espacio para preguntar al discurso por las reglas a las que
obedecen ciertas prácticas y sus instituciones.
Ahora bien, a ese espacio que se abre, a esa función que se
despliega en el campo discursivo, a ese territorio que permite la
problematización de las configuraciones de discursos y sus
transformaciones en la historia, Foucault la designa bajo el término
de arqueología. La arqueología no busca ningún origen primordial,
ni apunta al análisis de capas superpuestas, tampoco se despliega
en el sueño de un comienzo único; se trata de la descripción, a nivel
discursivo, de un modo de pensar la historia a partir del análisis de
las leyes y reglas que configuran las prácticas discursivas.
La arqueología problematiza desde esta posición la noción misma
del documento. No le interesa tanto el juego de inscripciones como
su materialidad en tanto monumento. Busca no reducir el discurso
al espacio del documento, sino especificar las reglas que lo hacen
posible; reconoce al monumento como el volumen propio del
discurso y acude a él para definir la especificidad de su
funcionamiento. La arqueología, a partir de esto, propone un
análisis diferencial del discurso. Lo que le interesa es describir los
modos como ciertas culturas a través del tiempo han permitido,
circulado o silenciado ciertas prácticas discursivas. Pregunta por las
condiciones y las reglamentaciones que fueron necesarias para el
surgimiento de ciertas formaciones discursivas, interroga las
relaciones existentes entre diversas prácticas discursivas en cierta
época específica; examina las condiciones de transformación de
dichas prácticas y sus formaciones discursivas.

Ahora bien, la arqueología tal como aquí se especifica, puede


muy bien abrir horizontes impensados en el campo de la historia de
las ideas y las ciencias o, más específicamente, en el espacio del
saber. Sí, se trataría tal vez de una arqueología del saber.
Partamos de la definición que se especifica en la última página
del libro, en la 330, poco antes de las conclusiones. Allí se lee: “Lo
que la arqueología trata de describir, no es la ciencia en su
estructura específica, sino el dominio, muy diferente del saber”10
Desglosemos. Foucault intenta problematizar el campo de la
historia y, específicamente, ese que ha sido referido a las ideas, a
los saberes; a la ciencia. A lo largo de todo este texto, ha propuesto
una serie de elementos y funciones que permitirían realizar un
análisis desde una perspectiva que privilegie las prácticas y las
formaciones discursivas en su especificidad en el campo del
archivo. A partir de ello, se avanza en la posibilidad de gestar una
arqueología, una arqueología del saber que, de algún modo, se
relaciona con la ciencia, pero no es equivalente a una historia de las
ciencias. Es el saber, se lee en la frase, y no la ciencia hacia donde
apunta esta arqueología. Sin embargo, también se lee, la ciencia
está incluida en la problematización.
La arqueología se relaciona con las ciencias, incluso con su
historia, pero no se circunscribe a su campo y a su lógica; no es su
equivalente, ni su medio. Esto debido a diversas cuestiones.
Las formaciones discursivas se interesan por las reglas que
permitieron la emergencia de un cierto saber, de una práctica
discursiva. Estudia las diversas legalidades que se especificaron
para el surgimiento de una campo discursivo, sea éste científico o
no. La ciencia se constituye a partir de un cuerpo conceptual con
sus demostraciones y sus valores de verdad y comprobación. Ese
es su campo, no es otro su interés. La arqueología reconoce que
las ciencias surgen en un espacio específico del saber, en él
emergen y en él se desenvuelven. Pero reconoce que en el campo
de las formaciones discursivas, existen otras dimensiones, otras
legalidades, otras prácticas que, sin circunscribirse a la lógica de la
cientificidad, constituyen relaciones importantes para pensar los
territorios de saber. Las formaciones discursivas permiten la
inclusión, en la posibilidad de la emergencia del saber, de
dimensiones ligadas a la política, la economía o la literatura.
También se interesa, cuando explora formaciones discursivas en su
positividad, por los textos jurídicos que participen del tema, del
objeto o de los enunciados. También incluye en su lectura a la
literatura, las creencias populares o las tradiciones regionales. Es
decir, el análisis de la formación discursiva no se circunscribe al
campo de la ciencia, incluye territorios adyacentes, prácticas no
discursivas, saberes colindantes y fronteras sin legalidades
determinadas. Ello no significa que se ocupe de saberes llamados
pre-cíentíficos o en vías de adquirir los galardones de la
cientificidad. No es una historia de su evolución, ni una explicación
de disciplinas, sino la descripción de diversas reglamentaciones en
una dimensión vertical de su relación.
La arqueología que aquí se despliega contempla en su
exploración dimensiones que desbordan el campo científico, que lo
atraviesan o lo rodean. Tal es el caso de la ideología. Las ciencias
quieren desembarazarse de las cuestiones ideológicas. Las ubican
fuera de sus circuitos o las señalan como consustanciales a un
tiempo en que todavía no se constituían como disciplinas. La
cuestión de la ideología, sin embargo, atraviesa el campo científico
y se instala en él sin que la ciencia pueda visualizarlo ni aceptar sus
consecuencias. La función que desempeña la ideología dentro del
campo científico difícilmente puede ser reconocida. Diversas
creencias y posiciones se oponen a ello, por ejemplo aquélla de
pensar que, a mayor rigor, menos impacto ideológico o que
mientras menos contradicciones se encuentren en la formación de
enunciados o conceptos, menos espacio tendrán las dimensiones
Ideológicas, incluso aquella que pretende plantear la ciencia fuera
de su funcionamiento, utilización o ubicación política. Las
descripciones discursivas, por el contrario, incluyen en el campo del
saber la dimensión de la ideología y la relacionan con el espacio de
las legitimidades científicas. La función ideológica no puede quedar
excluida del análisis de las formaciones discursivas ya que
desempeña un papel fundamental en diversas áreas del quehacer
científico.
Las formaciones discursivas describen diversas modalidades de
constitución en el campo del saber. Pueden señalar las relaciones
entre diversos saberes no reconocidos y aquéllos avalados por las
instituciones, así como explorar las transversalidades e impactos
que la función ideológica implica para las disciplinas. Pero también
pueden indicar tiempos y espacios de separación y, por ende, de
posibilidad de construcción de nuevas ciencias. Para ello se
plantean diversos umbrales donde es posible indagar la manera en
que se individualiza una práctica discursiva para acceder, o no, a la
nominación y el reconocimiento de su cientificidad. Cuando una
formación discursiva ha alcanzado una autonomía y puede
constituir un conjunto de enunciados regidos bajo una misma
legalidad, se encuentra en el umbral de positividad. El umbral de
epistemologización, es cuando un grupo de enunciados se
relaciona con otros declarando y mostrando reglas de coherencia y
validación. Cuando una serie de enunciados puede responder a
criterios formales, y a leyes de validación y demostración, estamos
ante el umbral de cientificidad. Si un discurso llamado científico
puede declararse en axiomas y reconocerse en sistemas
proposicionales constitutivos de una estructura formal, se estaría en
el umbral de la formalización. Esta tipología de los umbrales no
sigue un orden cronológico ni es establecida en su conjunto por las
formaciones discursivas. Hay umbrales que se superponen y otros
que jamás se atraviesan. No se trata de señalar las posibilidades de
la evolución, sino, otra vez, sus puntos de dispersión, los
acontecimientos que generan una dislocación o un franqueamiento
de fronteras.
Los diversos umbrales, permiten a Foucault definir el tipo de
análisis que él propone. La historia que se despliega no es sólo la
de las ciencias o la de la epistemología. Tomando en cuenta las
diversas legalidades, las heterogéneas prácticas discursivas, los
distintos umbrales y las múltiples determinaciones que se ejercen
en el campo del saber, la descripción apunta al campo de la
episteme. Episteme es el nombre dado al conjunto de relaciones
que, en un tiempo concreto, en un período específico, vinculan a
distintas prácticas discursivas. Esas prácticas tienen relaciones
colaterales con otros saberes, con otras ciencias, con diversos
edificios epistémicos o con diversos umbrales. De ello se encarga la
arqueología, de señalar, estudiar y explorar las diversas epistemes
en el discontinuo de la historia.
Se hace evidente después de este recorrido, que la arqueología
no se circunscribe al campo de la ciencia. Sus análisis la rebasan e
incluyen categorías que ésta no contempla. Sus investigaciones no
apuntan a señalar la cientificidad o no de ciertos saberes, sino a
describir las relaciones entre diversos elementos como los grupos
de objetos, conjuntos de enunciados, estrategias y elecciones
temáticas. También en mapear las diversas epistemes en sus
relaciones heterogéneas. Algo queda claro, su ámbito de estudio,
su espacio de escrutinio, su campo de intervención, su territorio de
análisis, no es el de la ciencia, sino el del saber. Es hora de
especificar qué se entiende por ello.
El saber para Foucault, no es el conocimiento, no es tampoco la
sustancia del pensamiento; el saber es un elenco de elementos
constituidos y constituyentes de una práctica discursiva regular, que
pueden o no configurar una ciencia. No todo saber construye una
ciencia, pero no hay saber sin instancia del discurso. Hay saberes
que desembocan en el campo científico, otros no; sin embargo, no
hay saber que no se incluya en una formación discursiva ya que es
allí desde donde se muestran las regularidades que lo especifican.
El saber es el modo como operan las prácticas del discurso, es por
ello que se ejerce y se constituye por las cuatro formaciones
discursivas antes señaladas, a saber, la del grupo objetos, de
combinación de enunciados, de la asociación de conceptos y de las
estrategias temáticas. El saber es lo que permite hablar, dentro del
marco discursivo, de ciertos objetos, de diversas formas de
apropiación y circulación de enunciados, de espacios de
coordinación, exclusión y yuxtaposición de conceptos, así como de
las diferentes posiciones que el sujeto puede asumir en relación
con el discurso. Este último es el punto en el que nos detendremos.
El saber es el conjunto de elementos analizables en las
regularidades discursivas que tiene como propiedad ubicar un serie
de plazas al sujeto. El sujeto aquí convocado no es el del
conocimiento o la conciencia; el discurso no depende de él, sino él
del discurso. Esa es la gran novedad no sólo en el campo de la
epistemología, sino de la historia. Se trata de un sujeto dependiente
de las configuraciones discursivas y de los emplazamientos que
ellas se abran. No se puede pensar la propuesta metodológica,
crítica y radical de Foucault sin señalar su subversión del sujeto
clásico. La arqueología toma de allí su fuerza y su especificidad. Así
se lee en el texto: “... la arqueología encuentra el punto de equilibrio
de su análisis en el saber, es decir, en un dominio en que el sujeto
está necesariamente situado y es dependiente, sin que pueda
figurar en él jamás como titular1'™'
Existen dos grandes descentramientos que en el texto se
describen y que no han dejado de señalarse. El primero atañe al
campo metodológico, el otro al espacio del sujeto. El primer
descentramiento muestra que el análisis de la historia se sostiene
en el escrutinio, estudio y problematizacíón de las discontinuidades,
las dispersiones y los dislocamientos en el espacio de prácticas
heterogéneas de los discursos; el otro, abre un cuestionamiento
radical al sujeto de la conciencia. Es tiempo de visualizar más
ampliamente lo que esto implica para la historia y los modos de
concebirla. Para ello, se tomarán cuatro espacios de reflexión: la
relación entre historia y estructura, la metodología arqueológica, la
relación del texto de Foucault con el estructuralismo y, por último, la
cuestión del sujeto.
4. Cuatro espacios de reflexión

Foucault con su libro La arqueología del saber responde a una serie


de críticas y cuestionamientos que desde diversos lugares se le
habían profesado. Pero más que nada contesta y se declara
respecto a la relación entre la historia y la estructura, o más
precisamente, a las posibilidades que los métodos surgidos del
llamado estructuralismo podían ofrecer al análisis histórico. El
problema no era tanto ser tildado de estructuralista, sino las
diversas maneras de leer, pensar y ubicar la historia. No es el único
lugar donde se explaya sobre ciertos temas fundamentales para su
pensamiento, es por ello que aquí se incluirá una serie de
entrevistas, artículos y conferencias que Foucault realizara entre
1967 y 1969. Las entrevistas y los textos que servirán aquí de
referente textual son:
La philosophie structuraliste (1967); Sur la facón d’ecríre l’histoire
(1967); Qui étes-vous (1967); Foucault répond á Sartre (1968); Sur
l ’arqueologie des sciences (1968); Michel Foucault explique (1969);
La naissance d’un monde (1969) y Linguistique et science sociales
(1969).

a) La relación historia y estructura

Desde las primeras páginas del texto dedicado a la arqueología, así


como en diversas entrevistas y artículos, Foucault señala que el
problema no reside en la supuesta oposición entre la historia y los
análisis que tomaban al lenguaje, al discurso y a sus diversas
operaciones, como campo de problematización. El problema se
sitúa en la existencia de diversas posiciones frente a la historia.
Existe una postura que concibe la historia como el desarrollo
continuado de una masa de acontecimientos clasificables dentro de
un todo coherente. Existen quienes piensan que la historia sólo
debe ocuparse de vastas unidades temporales especificadas en las
llamadas épocas; que es intocable en su despliegue y sagrada en
su función. Hay también los que la consideran como una evolución
continua y homogénea. Se trata de posiciones que privilegian el
continuismo, pero más que nada, que conciben la historia como una
totalidad. Dentro de estas posturas se afirman aquellos que la
conciben como el gran relato de eventos tomados en su devenir
dialéctico, allí donde el proyecto individual y la totalidad de su
realización hacen un solo ideal histórico.
Ante estas posiciones, Foucault responde con una concepción de
historia que privilegia el análisis de las discontinuidades y los
erizamientos de las interrupciones; que atiende mucho más los
espacios de ruptura y la irrupción de los acontecimientos. En el
fondo se trata de privilegiar el estudio y descripción de los modos
en que se efectúa la transformación en las prácticas discursivas
sobre las circunstancias de continuidad en los bloques homogéneos
de las épocas. Así se puede leer en las conclusiones de su libro: “...
no he negado la historia, he tenido en suspenso la categoría
general y vacía de cambio para hacer aparecer unas
transformaciones de niveles diferentes; rechazo un modelo
uniforme de temporalización, para describir, a propósito de cada
práctica discursiva, sus reglas de acumulación, de exclusión, de
reactivación ...”12 Lo que Foucault propone es, precisamente, un
análisis de las condiciones necesarias para el surgimiento de un
saber, para su circulación y establecimiento. Su investigación
apunta a describir el funcionamiento simultáneo de los discursos,
así como las condiciones de sus movimientos. Su trabajo, en ese
sentido, se parece más al de un etnólogo interno a nuestra cultura,
que al de un cronista; un etnólogo de las configuraciones
modernas.
Otro punto esencial en el debate sobre la historia es aquél de la
causación. Hay quien concibe la historia como una continuidad de
sucesos ordenados. Pero el punto principal es que se ordenan de
acuerdo con un origen, con una causa que los produce. En este
sentido, el trabajo del historiador sería buscar la causa de los
sucesos para describir su acomodamiento en el tiempo. Los
cambios aquí existen porque una causa los efectuó, por tanto la
tarea es rastrear, sea a partir de la interpretación o de la inferencia,
las causas que producen los fenómenos. Contra esta posición
también se inconforma Foucault. Para él, no se trata de escrutar
causas, sino de señalar los diversos niveles de transformación para
definir las variables que permanecen constantes, y las que se
modifican en los diversos niveles y conjuntos de relaciones. La
tarea del historiador sería entonces más modesta, se abocaría a
preguntar por las modalidades de transformación, a examinar los
diversos niveles y las distintas relaciones que se movieron para que
se generara una transformación. Así lo dice en mayo de 1969: “A la
gran mitología del cambio, de la evolución, del perpetuum mobile,
hay que sustituirla por la descripción seria de los tipos de sucesos y
los sistemas de transformación, establecer las series de las
series”13.
Se hace evidente que el análisis toma por otros caminos. La
evocación de las series reenvía a los modos de pensar la música
atonal y dodecafónica, pero también a la introducción de categorías
de la lógica moderna. La investigación histórica recibe del campo
lógico herramientas metodológicas que incluyen el examen de las
relaciones a partir de la implicación, la transformación y la
exclusión. El uso de estas categorías cuestiona de manera radical
la dimensión de la causalidad. No se trata de buscar un único foco
causal, sino de poner en evidencia los modos de relación al interior
de un sistema interdependiente. Existe otro campo que,
reconociendo lo anterior, le da una forma metodológica y radicaliza
su análisis y sus alcances. Se trata de la lingüística. Sí, pero no de
cualquier lingüística, sino de aquella que se aboca a problematizar
las configuraciones interdependendientes del lenguaje y la
construcción de sistemas relaciónales. Se hace necesario mostrar
de qué manera la lingüística estructural permitiría pensar de manera
diferente el campo de la historia.
Los trabajos de Saussure y de Jakobson en el campo del
lenguaje abren vías epistémicas importantes para las ciencias
sociales. Sus análisis no versan sobre objetos en su determinación
fenoménica, sino sobre conjuntos sistemáticos de las relaciones
entre elementos del lenguaje o discursivos. En el momento en que
estos sistemas muestran sus relaciones recíprocas, no se hace
necesario buscar la causalidad sino los movimientos relaciónales
que permiten, o no, una transformación. Lo interesante de estos
análisis es que, si bien en lingüística se realizan sobre lenguas o
bloques del lenguaje, esa misma metodología puede plantearse
para elementos de un relato o para integrantes de una sociedad.
Estamos ante un instrumento analítico de grandes alcances, pues el
análisis de las relaciones evita el obstáculo de las causalidades y
los determinismos originarios. Lo interesante sería replantear,
tomando en cuenta esos instrumentos epistémicos, la investigación
histórica.
Se ha dicho que la lingüística estructural se aboca principalmente
al eje de la sincronía, y deja para la filología el punto de vista
diacrónico. La lingüística entonces estudiaría el presente y las
simultaneidades de un sistema de relaciones. La filología por su
lado, resaltaría la historia de la lengua y su despliegue diacrónico.
Sin que eso sea negado, y sin que ello anule que la lingüística
también se interesa e incluye la dimensión diacrónica, lo importante
a resaltar, es que el punto de vista sincrónico no es de ninguna
manera ahistórico. Ese es el mito a descartar. Lo sincrónico no
opone presente contra pasado, ni lo inmóvil contra lo movible. Lo
simultáneo, acto sincrónico, no es menos histórico que lo sucesivo.
La historia incluye ambas temporalidades. Que dos sucesos sean
simultáneos no los hace menos históricos que su sucesión. Lo que
el análisis surgido de la lingüística permite visualizar es,
principalmente, la gestación de las transformaciones. Mientras en
un estudio de lo sucesivo, la pregunta por una transformación
apuntaba a la causa que lo provoca, desde el punto de vista
sincrónico se demandará cuáles otros cambios, a nivel de sistema,
de estructura, deben haberse efectuado simultáneamente para que
éste tuviera lugar; se trata de una pregunta por la verticalidad de las
transformaciones en el campo de las relaciones.
Un punto más, en el momento en que lo que se privilegia es el
proceso de transformación y sus diversas condiciones en virtud del
movimiento de las relaciones, se abre todo un espacio para la
práctica pues la pregunta apunta a donde se deberá intervenir para
generar un movimiento precisamente en ese campo relacional. Si la
práctica aspira a generar cambios en los sistemas, deberá
intervenirse precisamente en su accionar relacional. Foucault lo
dice así en su conferencia de Túnez titulada Lingüística y ciencias
sociales en 1969: “Lejos de que el análisis sincrónico sea
antihistórico, nos parece mucho más profundamente histórico,
porque integra pasado y presente, permite definir el dominio preciso
donde se podrá localizar (repérer) una relación causal y permite en
fin pasar a la práctica”14. Además, en el momento en que la
lingüística permite analizar no sólo el lenguaje sino los discursos, se
verá la importancia que ésta puede tener para el pensamiento
histórico. Otra vez en Túnez: la lingüística se articula
actualmente con las ciencias humanas y sociales por una estructura
epistemológica que le es propia, pero que permite hacer aparecer el
carácter de las relaciones lógicas en el corazón mismo de lo real
(...) hace aparecer las condiciones de los cambios gracias a los
cuales se pueden analizar los fenómenos históricos y, en fin, de
emprender al menos el análisis de eso que se podría llamar las
producciones discursivas”15. Tal vez ahora sea más clara la relación
de Foucault con los métodos y herramientas surgidas de la
lingüística estructural, así como la importancia que tuvieron para la
gestación de una nueva manera de pensar la historia.

b) Metodología arqueológica

Las investigaciones historiográficas de Marc Bloch, Lucien Febvre y


Fernand Braudel, la música atonal al estilo de Boulez, la lingüística
estructural surgida de Saussure, la importancia de los trabajos de
Lévi-Strauss, Cangileheim y Dumézil, permiten a Foucault abrir
nuevos modos de pensar la historia. Pero eso no implica una
importación de modelos al interior de su campo de investigación. Su
propuesta pasa mucho más por la posibilidad de construir una
metodología específica para el campo de la historia, y generar las
condiciones y los conceptos necesarios para que esto fuese
posible. Se trata cardinalmente de señalar un dominio específico
para la historia en general y la historia del saber en particular. Ese
dominio ha sido nominado arqueología. La arqueología no apuesta
a encontrar un origen desde el cual todo se desplegase, tampoco
se interesa por la fundación primera de las configuraciones en el
saber o el tiempo; no es una búsqueda de subsuelos superpuestos
en el territorio de las ciencias. Se aboca no al principio ni a la
evolución, sino al trabajo de archivo. Su campo de aplicación y de
estudio no es la búsqueda del origen, sino la descripción del
archivo. El archivo no es la memoria documental, ni siquiera la
materialidad que en el lenguaje se diese a esa memoria; el archivo
es la masa de eventos del lenguaje que ha sido proferido; que ha
tenido un existencia. No se trata tanto de visualizar sus sistemas
lingüísticos, sino la manera en que operan las formaciones y
distribuciones de los enunciados acontecidos; las operaciones que
permitieron que eso ocurriera. El archivo entonces no es una
memoria inerte del pasado, sino un conjunto de prácticas del
discurso. Por lo tanto lo importante no es acumular pruebas o
rastros, sino analizar las prácticas, las reglas, los límites, las
legalidades, las condiciones de funcionamiento y surgimiento de
diversas formaciones discursivas en distintos emplazamientos
históricos.
El objeto de estudio de la arqueología no es el lenguaje en su
organización general, es el archivo. El archivo en tanto
funcionamiento discursivo. El lenguaje es el conjunto de
estructuras; el discurso, el acto de su funcionamiento; el archivo, las
modalidades de su ejecución. Lo que le interesa, además de las
operaciones recíprocas en el espacio de las estructuras, es el
ejercicio de procuración del enunciado, lo que ha sido dicho; lo que
en el proferir de lo dicho ha generado articulaciones discursivas. La
arqueología no se deja seducir por el método de análisis de
diferencias lingüísticas, tampoco se reduce a su puesta en acto ni a
su gramática, lo que intenta es darle alas al lenguaje; mostrar sus
operaciones en las acciones de su enunciado. Lo que le interesa
mucho más, son los fenómenos de ruptura que los de relación
formal. No se aboca a señalar las interrelaciones de elementos de
lenguaje tanto como a visualizar la incidencia de las interrupciones.
Estrictamente se interesa por el análisis de las multiplicidades del
funcionamiento del lenguaje pero en sus conjuntos concretos. El
modo en que se realiza hace a su metodología. Busca vincular
diversos límites de relación y distintos niveles de entrecruzamiento.
No concibe una ley general de relación de los enunciados ni su
reducción a modelos únicos. Sí, intenta describir relaciones
formales, e incluso leyes formales de relaciones discursivas pero no
sometidas a una línea o una totalización.
Ahora bien ¿qué implica todo esto para el campo histórico? ¿Qué
se juega y qué se propone de novedoso en este proceder? Es
tiempo de decirlo con todas sus letras. La respuesta arqueológica y
su propuesta en el campo del archivo empuja a una política
epistémica del descentramiento. El hecho de analizar las
formaciones discursivas a partir de diversos niveles de relaciones
entre distintas series, de señalar las discontinuidades y los juegos
de correlaciones y dominantes en el espacio de las prácticas
discursivas, no hace otra cosa que evidenciar que lo puesto en tela
de juicio, que lo radicalmente cuestionado, es la dimensión de un
centro organizador y su hegemonía en el campo del saber y la
historia. Lo que la arqueología promueve es el análisis de las
discontinuidades locales, abriéndole paso a las fundaciones
temporales surgidas de la irrupción del acontecimiento. Los
acontecimientos contemplados se enmarcan en el espacio del
lenguaje y en el accionar del discurso, porque es allí donde los
distintos niveles de relación pueden subrayar las rupturas de las
totalidades y las desgarraduras de los sistemas. El discurso abre
los descentramientos porque, en el acontecimiento que lo configura,
en las regularidades y repeticiones que lo conforman, lo que se
establece es mucho más la instancia de la dispersión que la
institución de las regularidades. La puesta en cuestión, su
desvalorización, su desmembramiento, su destrucción es lo que
permite la propuesta y la legitimidad epistémica de un análisis de la
dispersión. Ese es el gran golpe y de allí surge la propuesta radical.
Sí bien es cierto que la arqueología promueve el examen de las
estructuras epistemológicas, reabre la indagación sobre las
formaciones sociales que sustentan las prácticas discursivas,
incluso que precipita una nueva teoría general de las producciones,
su violencia contra la historia clásica y continuista apunta al
descentramiento como modo de operar. Foucault, en las últimas
páginas de su libro sobre la arqueología, dice: “Se trata de
desplegar una dispersión que no puede jamás reducir a un sistema
único de diferencias, un desparramiento que no responde a unos
ejes absolutos de referencia; se trata de operar un descentramiento
que no deja privilegio a ningún centro”16.
Allí está lo importante de la propuesta y del despliegue efectuado.
Ahora bien, son dos los descentramientos operados. El primero es
del que se ha venido dando cuenta en este apartado, es decir, el
operado a nivel del examen metodológico: no nay un sistema único,
las series se relacionan de diversas modalidades estableciéndose
entre ellas vínculos lógicos de exclusión e inclusión, así como
distintos niveles de asociación, yuxtaposición, verticalidad y
discontinuidad. Sí, pero existe otra dimensión del descentramiento
poco resaltada hasta ahora y que es medular en la propuesta y la
apuesta de Foucault. Para contestar de qué se trata, hacia dónde
va, y el espacio en que se efectúa este segundo descentramiento,
es menester dar antes, un rodeo por la proximidad de este autor
con el llamado movimiento estructuralista.

c) Relaciones con el estructuralismo

A Foucault se le acusó de estructuralista. Curiosa manera de


criticar a alguien: incluirlo dentro de una etiqueta espistémica. No es
insensato si se recuerda que a partir del 68, la nominación de
“estructuralista” implicaba la acusación de ahistórico, hiperteóríco y
contrario a la acción política. Muchas veces él contestó a estas
críticas y estas “etiquetas”. Señaló no sólo que, el mote de
estructuralismo era una etiqueta venida de fuera de los autores a
los que así se nominaba, que se trataba de una necesidad
mediática de nombrar a un movimiento para oponerlo al
existencialismo, sino que sus posiciones y sus trabajos no podían
enmarcarse dentro de la corriente así “bautizada”. La relación con el
estructuralismo fue principalmente de demarcación. Sus
investigaciones colindaban con el análisis estructural, sus trabajos
retomaban dimensiones y hasta instrumentos de dicho análisis pero
no los empleaba ni en los mismos campos, ni de la misma manera.
Foucault intentó gestar un territorio propio de estudio e intervención,
de lectura e implementación. Se trataba de dos regiones
fronterizas; compartían dimensiones, posiciones y miradas, pero no
se establecían en el mismo espacio. Había con el análisis
estructural relación de vecindad de procedimientos pero de
diferenciación de modos, de lecturas y sobre todo de terrenos de
investigación. Había acercamientos pero también delimitaciones. La
arqueología del saber se situaba al lado del pensamiento
estructural, no dentro de él.
Las tácticas que, tanto en Las palabras y las cosas como en La
arqueología del saber se habían desplegado, podían hacer pensar
en una metodología estructural aplicada al campo de la historia y,
de manera muy particular, a la del conocimiento. El hecho de
analizar distintas series en diversos niveles discursivos, de delimitar
la articulación de conjuntos y sus determinaciones, así como la
descripción de las legalidades de establecimiento, circulación y
existencia de las formaciones discursivas, acercaba en mucho a
esas posiciones. Sin embargo, las semejanzas no pueden eclipsar
las diferencias. Los análisis estructurales, tan fecundos en el campo
de los mitos, los relatos o las configuraciones de la lengua, no
abarcan ni agotan el campo de la historia. El objetivo no es importar
esos análisis al campo de la historia, más bien lo contrario, se
intenta construir un dominio autónomo que permita realizar
investigaciones en el campo discursivo, singulares y específicas,
para ese dominio. La propuesta desplegada en tales textos
apuntaba no tanto al escrutinio formal de constelaciones de
lenguaje, como a introducir análisis discursivos allí donde los
estructurales nunca habían incursionado. El interés se dirige hacia
los actos verbales, hacia los decires efectuados y actuantes, en
relación con los ejercicios discursivos más que con la lectura formal
de los sistemas de lenguas.
Foucault le reconocía al llamado estructuralismo, el diagnóstico
de la modernidad y de la cultura que había establecido y del que se
sentía partícipe, pero eso incluía al propio estructuralismo. Su
participación en dicho diagnóstico lo obligaba a ejercer sus
investigaciones sobre el campo de tal movimiento, situándose como
vecino de él, es decir, a una distancia que se podría llamar
epistémica. No se trataba, se ve, de una filiación sino de una
demarcación, de un establecimiento geográfico de diversos
espacios de análisis.
Específicamente en el campo de la historia, la relación tomaba un
sesgo interesante. Si bien se introduce en los escrutinios
arqueológicos una metodología que privilegiaba el eje sincrónico y,
por ende, el movimiento de las discontinuidades necesarias para el
establecimiento de una irrupción de la dispersión; si bien ello
implicaba una modalidad de repensar la historia y abrirla a otras
temporalidades de la transformación; si además esto golpeaba el
simplismo de oponer estructura versus historia, no asistimos a una
estructuralización de lo histórico. Existe, ciertamente, a lo largo de
los textos citados, un reconocimiento al vigor y a la rigurosidad de
los análisis surgidos del campo estructural, así como a la
importancia que las modalidades de lo discontinuo y la modificación
temporal tenían en el campo histórico, pero eso no lo definía como
estructural. Foucault quería delinear una país autóctono con
referencia a los análisis históricos. Todo esto es cierto, pero, él
mismo denuncia, lo importante no estaba allí, las críticas al
estructuralismo y su propio trabajo no tenían tanto que ver con la
oposición devenir-estructura o a la formalización de las relaciones
en el campo del lenguaje; el punto álgido residía en otro lado. El
ataque a los análisis estructurales y a sus investigaciones venían de
la puesta en cuestión de pilares teóricos, epistémicos, políticos y
filosóficos que resultaban caros a ciertos intelectuales y a ciertas
corrientes del pensamiento moderno.
Por ejemplo, su propuesta del escrutinio de los archivos, su
cuestionamiento de la función del documento, transparentaba cosas
interesantes. Hasta ese momento, a los documentos se les veía, se
les trataba, se les consideraba como papeles que protegían la
memoria, que salvaguardaban los orígenes; que custodiaban la
veracidad de los acontecimientos. Los archivos funcionaban como
la memorización de un tiempo que no se quería perder. ¿Contra
qué atentaba la réplica de Foucault respecto a los archivos? ¿Se
trata solamente de una nueva metodología que propone trabajar los
documentos como monumentos, y a los monumentos como
materialidades con diversos niveles de materialidad? ¿El problema
surge de su proyecto de tomar al archivo en su despliegue interno,
valorando más el tejido de sus relaciones y las texturas de la
prácticas discursivas allí entrelazadas, que su materialidad inerte?
No, el problema reside, la diferencia se evidencia, ante el intento de
presentar el archivo como documento capaz de devolverle a los
hombres lo que han perdido. Hay quienes pretenden presentar los
archivos como pasaportes a un pasado que puede recuperarse.
Para ello pueden valerse de una hermenéutica simplista o de una
determinación de veracidad, poco importa. Los archivos como
documentales de recuperación de la memoria, de reapropiación del
pasado, de reconstrucción de lo acontecido sea mediante
interpretación o verificación, muestran una posición donde, lo que
se intenta, es recuperar la continuidad de la memoria, del
pensamiento y, evidentemente, de la conciencia. Es contra eso que
se inconforman los análisis estructurales y los del autor aquí
tratado. El archivo como memoria del pasado que puede ser
recuperado, es consustancial a una exégesis de la razón y su
desarrollo continuo. Es otra manera de soñar con redimir el origen y
de situarlo como centro organizador. Lo puesto en cuestión no es el
archivo, sino un modelo que pretende presentar la historia como el
proceso de una conciencia que adquiere, recupera, progresa y
puede recordar todo lo que necesita. El enfrentamiento a estas
posiciones es lo que vincula a Foucault con el análisis estructural.
No se trata decontraponer estructura con devenir, o de negar la
historia en detrimento de los sistemas, la cosa es mucho más
pesada y más radical. El problema no está ahí. Así lo dice ubicando
sus investigaciones arqueológicas en el campo del saber: “Esta
obra (...) no se inscribe en el debate de la estructura (confrontada
con la génesis, la historia y el devenir), sino en el campo en el que
se manifiestan, se cruzan, y se especifican las cuestiones sobre el
ser humano, la conciencia, el origen y el sujeto. Pero sin duda no
habría error en decir que es ahí también, donde se plantea el
problema de la estructura”17. La cuestión está ahí, lo que no se le
perdona al llamado estructuralismo no es su método, ni su
ahistoricidad, sino su puesta en cuestión de la conciencia.
Digámoslo más claramente: lo que no se soporta es el
cuestionamiento de la conciencia, del sujeto de la conciencia como
centro de lo humano.
Precisamente aquí se puede visualizar el otro descentramiento
efectuado por Foucault. No sólo se trata de destituir al centro como
organizador de las metodologías continuistas, sino de subvertir al
sujeto del conocimiento; de descentrar al sujeto de la conciencia en
la cual se concibe soberano. Plantear la historia como un tiempo
continuo, como una evolución lineal, es consustancial a una
propuesta del sujeto como fundador de la misma. La idea de
archivo como memoria recuperable, implica que lo perdido le puede
ser devuelto para continuar el transcurrir del tiempo. Esto implicaría
que, ya que el sujeto es quien realiza y proyecta la historia, el
pasado, en tanto depende de lo que realizó, puede ser recuperado;
puede serle devuelto en su totalidad para apropiarse nuevamente
de todo aquello que perdió. Esto ubica al sujeto no sólo como el
constructor de la historia, sino como aquél capaz de recuperar lo
perdido, es decir, lo sitúa en la cima de su poderío. Lo que este
sujeto recupera no es tanto un pasado acontecido, sino la
posibilidad de integrar en el proceso del tiempo, los desarrollos de
su conciencia y la soberanía de la misma. Allí, en la recuperación
de lo perdido, en la ilusión de la reapropiación de lo que parecía
remoto, encontraría la verificación de su lugar como centro
organizador del mundo y el tiempo. El sujeto aparece como el
centro originario del ser y el estar. Es justamente contra ese
“centramiento", contra esa posición del sujeto como conciencia que
evoluciona y comanda el devenir de la historia, que se levanta no
sólo Foucault sino el movimiento estructuralista. Es precisamente el
cuestionamiento a este sujeto, al descentramiento operado
respecto a sus posiciones, y la riqueza y posibilidades de análisis
que su derogación produce, contra lo que protestan los impulsores
de la conciencia y sus privilegios humanistas. Así nos lo hace saber
en una entrevista realizada en abril de 1969, al momento mismo de
comentar el malestar de ciertos personajes de la escena intelectual
francesa: “No es, ciertamente, porque se han realizado análisis de
las relaciones formales entre elementos indiferentes, eso hacía
tiempo que se realizaba, no hay ahí razón de tener mieditis
(frousse). Lo que ellos sienten muy bien es que lo puesto en
cuestión, es el estatuto mismo de sujeto. Si es verdad que el
lenguaje o el inconsciente pueden analizarse en términos de
estructura, entonces, ¡qué es de aquel famoso sujeto parlante, de
ese hombre que es concebido como el que pone en marcha el
lenguaje, habla, transforma y hace vivir! (...) Yo creo que la rabia
(hargne), o en todo caso, la mala gracia que el estructuralismo ha
suscitado entre los tradicionalistas, está ligada al hecho de que
ellos sienten puesto en cuestión el estatuto del sujeto”18

d) La cuestión del sujeto

Aquí está el meollo del asunto. Hemos llegado después de esta


larga trayectoria a lo medular de la propuesta de Foucault y de la
posibilidad de vincularlo con el psicoanálisis, el pensamiento de
Lacan y las implicaciones que para éstos conlleva para la
formulación de un pensamiento de lo histórico. Lo que el autor de
Las palabras y las cosas y de La arqueología del saber produce es,
más que nada, un descentramiento del sujeto de la conciencia, la
evidencia de su derrocamiento y la puesta en cuestión de su lugar y
su eficacia.
Permítase aquí el exceso de una colección de citas de 1968 y
1969, donde eso se lee a la letra:
Abril de 1969: “Yo no he negado, lejos de eso, la posibilidad de
cambiar el discurso: le he retirado el derecho exclusivo e
instantáneo a la soberanía del sujeto”19
Mayo de 1969: "... si ustedes quieren una de las formas visibles
de un deceso mucho más general. No entiendo por ello la muerte
de Dios, sino aquélla del sujeto, del Sujeto con mayúscula, de!
sujeto como origen y fundamento del Saber, de la Libertad, del
Lenguaje y de la Historia. (...) refiriendo todo pensamiento y toda
verdad a la conciencia, al Yo, al Sujeto. En el estruendo
(¡grondement) que nos agita (óbrale) hoy, hay quizás que reconocer
el nacimiento de un mundo donde se sabrá que el sujeto no es uno
sino dividido (scindé), no soberano sino dependiente, no origen
absoluto, sino función sin cesar modificable”20
Verano de 1968: “Si la historia puede habitar los lazos de las
continuidades ininterrumpidas (...) si ella tramase, alrededor de los
hombres, de sus palabras y de sus gestos, obscuras síntesis
siempre insistiendo en reconstituirse, entonces ella sería para la
conciencia un refugio privilegiado; (...) ello le permitiría resarcirse y
adueñarse (s ’emparer) de nuevo todos los hilos que se le habían
escapado, de reanimar todas sus actividades muertas, y de
redevenir, en una luz nueva, donde revenga el sujeto soberano”21

Precisamente aquí se encuentra el fundamento de la gran crítica


a Foucault. Lo que avanza en el campo de la historia era el último
reducto de resistencia de los tradicionalistas. Cabe aclarar que
quienes lo cuestionan no son los historiadores, sino los filósofos
habitantes del mito de lo humano. Porque la historia se había
convertido en el último fuerte humanista contra los embates de los
que ellos llamaban estructuralistas. De hecho se aceptaba, no sin
reticencia y desconfianza, que pudieran realizarse análisis formales
de los relatos, de los cuentos y las fábulas; que se pudieran
discernir relaciones formales de las alianzas matrimoniales de los
integrantes de una comunidad; incluso que el inconsciente pudiera
responder a una cinética involuntaria del significante; pero la
historia, el gran proyecto moderno, ese no podía escapar a la
voluntad del sujeto, a su proyección, al señorío de su ser
consciente, a su condición de humano y a su acción basada en el
empeño y la reintegración dialéctica de su conciencia histórica y
soberana. La historia debía conservar su status y su
invulnerabilidad. La historia era la evidencia de la continuidad, es
decir, del desarrollo continuado y posible de la razón. Los mitos, las
fábulas, los parentescos, los sueños pueden no tener al hombre
como su arquitecto y edificador, pero la historia, esa sí que era su
obra. Los hombres no podían no ser los constructores, los autores
de la gran historia humana; debían serlo. Tocar, tensar, analizar,
pensar y proponer otro modo de investigación y desentrañamiento
de la historia era atentar contra el centro y fundamento del poder
ilusorio de lo humano; era agredir su ilusión de centro de la
existencia; era imputar su lugar. Foucault nunca negó la historia ni
intentó asesinarla, sólo descentró su transcurrir del sujeto de la
conciencia. Así lo señala en su texto sobre la arqueología: “... lo que
tanto se llora no es la desaparición de la historia, sino la de esa
forma de historia que estaba referida en secreto, pero por entero, a
la actividad sintética del sujeto; lo que se llora es ese uso ideológico
de la historia por el cual se trata de restituir al hombre todo cuanto,
desde hace más de un siglo, no ha cesado de escapársele”22.

El cuestionamiento de Foucault al sujeto de la conciencia no lo


niega o lo hace desaparecer, lo confronta a otra naturaleza de su
proceder. Más claro: no se trata de destruirlo o negarlo, sino de
sustraerlo de sus privilegios. Más aún, la subversión no consiste en
negarlo, sino en mostrarlo como una función variable ocupando
diversos emplazamientos al interior del campo discursivo.
Cuestionar sus privilegios de centro, origen y constructor de la
historia lleva a la simple evidencia de que él depende de su lugar en
el discurso y no que el discurso depende de su voluntad histórica.
Otro gran paso fue el de señalar que el sujeto ocupa diversas
posiciones dentro de las prácticas discursivas, que la función del
sujeto puede ser ocupada por diversos individuos; que la función
del sujeto depende de las relaciones que se entraman para gestar
un campo discursivo. Lo anterior se vuelve especialmente agudo
cuando el campo al que se refiere es aquél del saber. El
cuestionamiento al sujeto del conocimiento toma altura cuando se le
ubica ocupando una función de dependencia respecto a los
movimientos y las discontinuidades discursivas. El sujeto no sólo no
detenta la verdad sino tampoco hace la historia del saber.
Es aquí, al interior de la construcción de una arqueología que
emplaza al sujeto fuera de toda referencia a la soberanía de la
conciencia, y que lo ubica como una función al interior del
funcionamiento discursivo, donde las propuestas foucaultianas
convocan a campos adyacentes, específicamente, al del
psicoanálisis. Si con alguien comparte la arqueología aquí
desglosada su cuestionamiento, su descentramiento y su
subversión del sujeto, es precisamente con el saber inaugurado por
Freud. Pero, digámoslo de una vez, de una manera mucho más
precisa y mucho más cercana, con las propuestas y las posiciones
de Lacan.
De hecho Foucault da varias señas de este acercamiento de
constelaciones críticas. Él reconoce que han existido, en la base de
la configuración del pensamiento moderno, tres descentramientos.
Estos descentramientos han sido negados, o al menos eso se ha
intentado. A cada descentramiento se ha respondido con una
recuperación institucional de parte de los defensores de la historia
como continuidad, como originada en un comienzo organizador y
como construida por la voluntad de un sujeto de la conciencia. Sí,
exactamente las posiciones contra las que se ha sublevado nuestro
autor. La primera discontinuidad corresponde a la efectuada por
Marx; ante ella se ha querido reducir su impacto ubicándola como
una totalización de la historia, como promotor de una historia global.
El segundo es aquél operado por Nietszche; ante su crítica a la
rporal y su genealogía se respondió cercándolo en un fundamento
originario. El tercer descentramiento sería aquél operado por los
análisis estructurales y, en particular, aquél surgido del
psicoanálisis. Dice Foucault: “cuando las investigaciones del
psicoanálisis, de la lingüística, de la etnología han descentrado al
sujeto en su relación con las leyes de su deseo, las formas de su
lenguaje, las reglas de su acción (...) cuando quedó claro que el
propio hombre, interrogado sobre lo que él mismo era, no podía dar
cuenta de su sexualidad, ni de su inconsciente (...) se reactivó otra
vez, el tema de una continuidad de la historia”23
El texto no deja lugar a dudas: existe una convocatoria, pero más
que nada una convergencia entre los cuestionamientos surgidos de
la arqueología del saber y aquéllos de Lacan. Tanto el filósofo
historiador como el psicoanalista, promueven una subversión del
sujeto; uno dentro del espacio de la historia, otro dentro del campo
freudiano. De hecho, la propuesta que se hace aquí y que no puede
esperar más es que, si Foucault está cerca de alguien, si con
alguien comparte trincheras epistémicas y políticas al interior de las
ciencias sociales, no es tanto con el estructuralismo sino con las
posiciones de Lacan respecto al sujeto. Ambos a su manera,
aunque en distintos campos, apuestan por un descentramiento y
una subversión del sujeto.
De hecho se hace explícito en las conclusiones de su libro donde
se lee: “... las descripciones arqueológicas, en su desarrollo y los
campos que recorren, se articulan sobre otras disciplinas: tratando
de definir, fuera de toda referencia a una subjetividad psicológica o
constituyente, las diferentes posiciones de sujeto que pueden
implicar los enunciados, la arqueología atraviesa una cuestión que
actualmente plantea el psicoanálisis”24
Ahí, precisamente ahí, está la convergencia: en las diversas
plazas que el sujeto puede ocupar dentro de las formaciones
discursivas. No se trata de negarlo ni desaparecerlo, sino de
mostrarlo como una función al interior del discurso. Se trata de
descentrar al sujeto de la conciencia y ubicarlo dependiendo del
lugar que ocupa dentro de las configuraciones discursivas. El sujeto
ocupa diversas posiciones en el entramado de una diversidad de
discursos. Su lugar depende de ello, su actuación y su quehacer en
la historia, también.
El punto nodal es la inclusión en el campo del discurso, incluso
en el campo de las formaciones del saber, de un sujeto que no
fuese de la conciencia sino dependiente del lenguaje y sus
relaciones. Lo que se dibuja en el horizonte de la convergencia es
la ciudadanía que Foucault confiere, en el campo histórico, al
inconsciente y a un sujeto descentrado de una supuesta razón
trascendental. La cuestión de la historicidad, del énfasis puesto a la
sincronía, la implementación de materiales y modales del análisis
estructural, no es lo que desata las críticas. Lo que no le perdonan
a Foucault, es haber introducido la cuestión del inconsciente en el
campo de lo histórico y menos aún, en el de las configuraciones del
saber. El sujeto cuestionado es el de la conciencia, el campo
abierto es el de la historia. Eso es lo que le hace declarar a
Foucault que lo que Sartre no aceptaba no eran tanto las relaciones
formales del análisis de las estructuras, como la existencia del
inconsciente. Ya desde su libro de 1966, la incomodidad de los
defensores del imperio del sujeto y de su centro consciente había
protestado. Aunque no lo tenían claro, su lectura no era falsa. Sí,
desde entonces Foucault delinea el perfil que en su texto del 69
hará explícito. Precisamente, en una entrevista que se ha titulado
Foucault responde a Sartre, publicada en 1968 en la prestigiosa
revista La Quinzaine littéraire, a propósito de la publicación y la
polémica desatada por Las palabras y las cosas, ante la pregunta
“qué define su trabajo”, el filósofo de la cabeza rapada declara sin
anestesia: “Usted sabe, es un trabajo muy limitado. Dicho muy
esquemáticamente: intentar reencontrar en la historia de la ciencia,
de los conocimientos y del saber humano alguna cosa que sería
como el inconsciente (...) Yo he intentado despejar (dégager) un
dominio autónomo que sería aquél del inconsciente del saber, que
tendría sus propias reglas, como el inconsciente del individuo
humano tiene también sus reglas y sus determinaciones”25. En
1969, lo que fue un perfil, se torna en cuerpo de análisis e
intervención. La subversión no consistía sólo en introducir la
cuestión del inconsciente, sino en visualizar un sujeto a ello ligado;
sino en emplazar las distintas funciones y posiciones que este
sujeto ocupa al interior de la diversidad de los discursos.

5. Un encuentro en acto
Si el 68 había sido un año vital para los movimientos estudiantiles
y las movilizaciones políticas, el 69 lo fue para la producción y las
letras en el escenario de la Francia intelectual. Ese año se publica
el libro muchas veces aquí citado (¿tal vez demasiado?), pero
también tiene lugar una conferencia de Foucault que será rica en
proposiciones y en consecuencias para el campo psicoanalítico.
Se ha mencionado cómo las críticas dirigidas a tan polémico
autor giraban en torno a su supuesta filiación estructuralista y a su
participación en el “asesinato” de la historia. Los reproches surgían,
se ha señalado, del atentado que sus textos e ideas representaban
para aquellos que defendían la continuidad, la totalidad y la
conciencia que se desarrolla en el devenir de la historia. Pero a la
luz de lo aquí expuesto, el golpe recibido por los tradicionalistas
apuntaba precisamente a la concepción de sujeto que de tales
posiciones emana. Lo radicalmente cuestionado era el sujeto de la
conciencia productor de la historia y sus epopeyas. Es allí donde,
avanzamos, más que una filiación con el estructuralismo, se
evidencia una convergencia con las posiciones de Lacan. Ambos
autores, gestan y promueven una subversión del sujeto. Es del todo
visible que Foucault conoce la obra del psicoanalista y que es de
ella que retoma posiciones al respecto. No sólo porque a lo largo de
su trayectoria, sobre todo al final, lo hubiese declarado, sino porque
ninguno de los llamados “estructuralistas” tenía una posición tan
contundente respecto al sujeto y su cuestionamiento. Ni Lévi-
Strauss, ni Jakobson declaraban tal subversión. La obra de
Althusser lo señalaba pero nunca lo desarrolló. Dos autores
admirados dibujan el perfil sin delinear su rostro ofendido: Bataille y
Blanchot. Bataille con sus trabajos sobre el erotismo y Blanchot
sobre la escritura, abren el espacio para la crítica al sujeto de la
fenomenología y la conciencia pero nunca apuntan hada allá su
artillería. Sólo Lacan hace de ello trayectoria y letra. Foucault lo dice
claramente en 1978 "... de hecho son Bataille, Blanchot y
Klosowski, quienes, hacia los años cincuenta, fueron los primeros
en hacernos salir de la fascinación hegeliana. Segundo, ellos fueron
los primeros en hacer aparecer el problema del sujeto como el
problema fundamental para la filosofía y el pensamiento moderno.
Lacan ha marcado cómo Sartre jamás admitió el inconsciente en el
sentido freudiano. La idea de sujeto no es la forma original y
fundamental ...”26
Pero un acontecimiento permitirá que, quien había retomado la
obra del otro, generase en éste una escansión. El sábado 22 de
febrero de 1969, ante la Sociedad Francesa de Filosofía, Foucault
presenta la conferencia ¿Qué es un autor? Dos peculiaridades: el
libro La arqueología del saber estaba en prensa y había, entre
otros, un invitado especial, Jacques Lacan. No parece sin
importancia que de todos los llamados “estructuralistas” , sólo se
hubiese convocado al psicoanalista. La convergencia se hace en
acto y en texto. La invitación no aparece como un mero formulismo,
Foucault desarrolla temas no sólo tocantes al cuestionamiento del
sujeto sino, de manera explícita, hace una referencia al “retorno a
Freud” fundamental en la enseñanza y la política de Lacan.
La conferencia de Foucault acentúa cuestiones cardinales
respecto al emplazamiento del sujeto y respecto a la construcción
de una discursividad. Ambas dimensiones ligadas a la propuesta de
un “retorno a ...” generarán efectos importantísimos en la trayectoria
de Lacan.
La conferencia puede dividirse en cinco partes. En las tres
primeras Foucault describe poco a poco, las condiciones que
permitirían gestar una teoría del autor ligado a la función del sujeto.
Partiendo de la pregunta ética ¿Qué importa quién habla? señala
cómo la relación entre la escritura, la obra y el nombre del autor no
son sin importancia respecto a un posicionamiento crítico de la
función del sujeto. La escritura aparece, no como un modo de
expresión, sino como la abertura del espacio donde el autor no deja

3010
de desaparecer. A partir del siglo XIX, la escritura muestra cómo el
escritor ocupa una función de ausencia. No desaparece sino que se
especifica como ausente en su accionar y su posición. El hecho de
su desaparición no lo niega ni lo destruye, sino que permite
plantearse el lugar vacío que deja a partir de ello. Ese lugar vacío
no es una nada, es una función específica al interior del campo
escritural. De allí que el nombre de un autor no sea un nombre
propio cualquiera. El nombre de un autor permite visualizar las
diversas funciones que desempeña: asegura una función
clasificatoria, señala un cierto modo de ser del discurso y
desempeña la operación de vincular textos entre sí. Algo es
evidente, el autor no es la persona, ni pesa en tanto sujeto
psicológico; el autor es una función que, generando un vacío,
puede realizar diversas operaciones. La relación del autor como un
sujeto desustancializado y descolocado de sus privilegios
psicológicos ocupa una función dentro de las prácticas discursivas.
Lo que se muestra es la multiplicidad de posibilidades y funciones
que la desaparición del autor genera al interior del discurso. Otra
vez: diversas funciones a partir de distintos emplazamientos en el
interior de un conjunto de discursos.
La cuarta y quinta partes son especialmente importantes. En lo
que podría llamarse la cuarta escanción de su conferencia, Foucault
aborda el tema de los fundadores de discursividad. Evidentemente
Freud y Marx aparecen como dos ejemplos paradigmáticos. La
diferencia con otros autores es la gestación, a partir de su
pensamiento, de una campo específico de discursividad. A partir de
ello surgen no sólo distintos estudios sino que éstos los toman
como referentes de veracidad y como trazo de diferencia. Además,
no se circunscriben ni se reducen a un dominio científico, sino que
éste se puede establecer en relación con su pensamiento. Un punto
que resalta por su importancia y pertinencia es aquél del “retorno a
...” Foucault señala que dos condiciones son evidentes en la
fundación de una discursividad: que la obra sea de tal impacto que
se someta a los mantos del olvido y que, debido a ello, sea
necesario un retorno a la textualidad que la sostiene. El retorno no
es a la figura, ni al autor, es al texto. Retorno a la materialidad del
mismo, a los puntos que se abren a los blancos, los huecos, las
ausencias que el olvido ha querido cubrir. Lacan no podía no
sentirse convocado. Más aún: incluido y legitimado.
La quinta parte de la conferencia es la que resume y avanza lo
allí propuesto. Problematizar la cuestión del autor, su desaparición
en el espacio de la escritura, sus diversos emplazamientos a partir
del vacío que lo acoge, así como describir las diversas funciones
que puede ocupar en el espacio de lo discursivo, lleva a examinar
los privilegios no tanto del escritor sino del sujeto mismo. Desde
ahí, Foucault formula la producción de una tipología de discursos
donde el sujeto pudiese ocupar diversas posiciones en distintas
configuraciones discursivas. Esta tipología sería la posibilidad de
abrir el campo discursivo a una dimensión histórica, a un estudio
histórico. De nuevo, Foucault emprende una impugnación al sujeto
y a su lugar en el campo del discurso:"... poniendo entre paréntesis
las referencias biográficas o psicológicas, se ha puesto ya en
cuestión el carácter absoluto, y el rol fundador del sujeto”27. Pero
esta vez de manera categórica, emite este cuestionamiento al
ubicar sus diversas posiciones y la especificidad de su función
dentro de los mecanismos discursivos: “Pero habría que volver
sobre ese suspenso, no para restaurar el tema del sujeto originario,
sino para captar (saisir) los puntos de inserción, los modos de
funcionamiento y las dependencias del sujeto”28.
Foucault termina su conferencia con estas preguntas: “¿cómo,
según qué condiciones y bajo qué formas, algo como un sujeto
puede aparecer en el orden de un discurso? ¿Qué lugar puede él
ocupar en cada tipo de discurso, qué funciones ejercer, y
obedeciendo a qué reglas?”29
De modo sorprendente por su conocido mutismo, Lacan
interviene de manera clara y concisa aquel día. Intervención que
resume mucho de lo aquí trabajado: “... estructuralismo o no, me
parece que en ninguna parte se trata, en el campo vagamente
determinado por esa etiqueta, de la negación del sujeto. Se trata de
la dependencia del sujeto, lo que es extremadamente diferente; y

3030-
particularmente, al nivel del retorno a Freud, de la dependencia del
sujeto en relación con algo verdaderamente elemental, y que
nosotros hemos intentado aislar bajo el término de significante”30
Pero su respuesta no se reduce a la intervención de aquella
mañana. El impacto del discurso de Foucault fue mucho más
fecundo. La respuesta de Lacan fue, prácticamente puntual a cada
pregunta, la construcción de sus cuatro discursos radicales. Para
Lacan la tipología de los discursos es una manera de escribir una
topología del sujeto pero esta vez dentro de la estructura discursiva.
Los cuatro discursos son la escritura de los lugares, de los
emplazamientos del sujeto, así como de sus diversas funciones al
interior de una diversidad definida de un conjunto de discursos ...
¿le suena?

El capítulo dedicado a Lacan y al movimiento del 68 terminaba


con dos cuestiones. La primera atañe a su expulsión de la Escuela
Normal Superior; la segunda abría preguntas sobre las posiciones
que Lacan pudiese adoptar en relación con la historia después de
los movimientos estudiantiles y su impacto en los llamados
estructuralistas. En el apartado anterior se desarrollaron los
planteamientos de Foucault y se terminó con la importancia que la
conferencia del 22 de marzo podría tener para el pensamiento de
Lacan.
La escritura de los cuatro discursos es, de muchas maneras, la
respuesta a estos dos sucesos. Para Lacan no es sin
consecuencias la separación obligada de los recintos universitarios,
como tampoco lo es la interpelación que, desde el campo de la
historia, Foucault formulara tanto en La arqueología del saber como
en la conferencia sobre el autor.
El hecho de ser objeto de represión institucional y la evidencia
que la enseñanza universitaria descansaba sobre una legalidad
discursiva de características especiales, empuja a Lacan a incluir la
cuestión de la universidad dentro de las estructuras discursivas. La
virulenta impugnación que contra ellas emprende y el
cuestionamiento radical que les dedica son, en mucho, una
respuesta a la intolerancia y a las dimensiones de poder que la
universidad le había infringido a él, a muchos pensadores y a no
menos estudiantes. El movimiento del 68 le había mostrado lo que
él habría de vivir en carne propia. Pero no se trataba,
evidentemente, de personajes; la deconstrucción del discurso de la
universidad, atañía a dimensiones específicas de la relación entre el
saber, el poder, la verdad y el lugar específico que allí ocupa el
sujeto. Su escritura del discurso de la universidad es una respuesta
a la vez histórica y estructural a los tiempos modernos. Pero
también un diagnóstico de una manera de ejercicio del poder poco
visible a los análisis sociológicos; de la manera como se relacionan
el poder y la verdad en el campo de la enseñanza.
El segundo suceso, aquel que inaugura el texto y la conferencia
de Foucault, será también rico en consecuencias. Es evidente que
la conferencia provocó una respuesta de Lacan. Pero más que
nada, fungió como escanción y como interpretación. No sólo su
enseñanza da un giro, sino que la cuestión del discurso lo empuja a
la apertura de las dimensiones históricas.
Se sabe que antes de la conferencia y del texto citado, Lacan
había concentrado su enseñanza en la demostración de artefactos
topológicos. 1969 marcará una discontinuidad ya que, a finales de
ese año, es decir, después de su encuentro con el discurso del
filósofo, la topología de superficies será dejada de lado y
comenzará un periodo de problematización, precisamente, del lugar
y la función del sujeto al interior de una tipología de discursos. Es
menester señalar que la tipología discursiva es también una
topología del sujeto como antes mencionábamos, pero es innegable
que la escritura de los cuatro discursos fue precipitada por el
pensamiento de Foucault.

Ahora bien, se ha puesto énfasis en la discontinuidad que dentro


de su enseñanza implicaron estos eventos, pero no se ha
subrayado lo suficiente, la importancia que ellos tuvieron en la
implemeritación de una posición lacaniana de la historia, es por ello
que, una vez puntuados los dos sucesos que marcan un cambio de

3060
rumbo conceptual y precipitan la propuesta de los cuatro discursos,
se hace necesario interrogarse, precisamente, en relación con el
campo histórico.

Notas

1. M. Foucault, La arqueología del saber (1969), Ed. S-XXI,


México, 1970, p. 41.
2. Ibid., p. 102.
3. Ibid., p. 104.
4. Ibid., p. 145.
5. Ibid., p. 160.
6. ibid., p. 181.
7. Ibid., p. 198.
8. Ibid., p. 219.
9. Ibid., p. 221.
10. Ibid., p. 330.
11. Ibid., p. 307.
12. M. Foucault, Dits et écrits (1954-1988), Gallimard, Paris, 1994, t.
1 (1954-1969), p. 336.
13. Ibid., p. 778.
14. Ibid., p. 827.
15. Ibid., p. 828.
16. M. Foucault, La arqueología del saber, op. cit., p. 345.
17. Ibid., p. 27
18. M. Foucault, Dits et écrits, op. cit., p. 774.
19. Ibid., p. 788.
20. Ibid., p. 788.
21. Ibid., p. 699.
22. M. Foucault, La arqueología del saber, op. cit. p. 23.
23. Ibid., p. 22.
24 Ibid., p. 348.
25. M. Foucault. Dits et écrits, op. cit. p. 666.
26. D. Eribon, Michel Foucault et ses contemporains, Fayard, Paris,
1994, p. 248.
27. M. Foucault, “Qu’est-ce qu’un auteur?” (1969), en Litoral 9,
Paris, 1983, p. 23.
28. Idem.
29. Idem.
30. Ibid., p. 31.
CAPÍTULO X.
DISCONTINUIDAD Y DOMINANTE DISCURSIVA

1. Diacronía

La conferencia de Foucault ¿Qué es un autor? causa un profundo


impacto en el recorrido de Lacan. Allí no sólo se problematizan los
diversos lugares y funciones del sujeto dentro del campo discursivo,
sino que se insiste en señalar que dichos emplazamientos deben
especificarse en las distintas épocas, en las diversas coordenadas
de sociedades históricamente determinadas. Esta imbricación, esta
evidente relación entre las funciones discursivas del sujeto y sus
entramados históricos ¿podría no tener resonancias en la
producción lacaniana de los discursos? ¿Podría construirse una
tipología discursiva al margen de su arquitectura histórica?
Aún más. No es solamente Foucault quien introduce la
problemática de la historia al campo de lo discursivo; como se ha
visto, tanto los lingüistas, como el mismo Lévi-Strauss proponen una
vinculación posible entre historia y estructura, entre temporalidad
histórica y reglas inconscientes del lenguaje. ¿Podría Lacan hacer
oídos sordos a tan poderosa alianza? ¿Se colocaría al margen de
los tiempos en ese aspecto cuando había podido revirar los
obstáculos epistemológicos y políticos en fecundos planteamientos
al interior de su pensamiento?
En un primer escenario, se puede pensar que Lacan construye
sus cuatro discursos de espalda a las dimensiones históricas. Su
insistencia pasa por señalarlos como aparatos lógicos. Los
discursos son una relación algebraica del alfabeto lacaniano. Cuatro
letras, cuatro elementos que se relacionan en cuatro discursos
determinados por cuatro funciones. Los discursos, lo dice una y otra
vez, son esquemas literales, son cadenas escritúrales que muestran
relaciones estables; son vinculaciones fundamentales. Se trata de
aparatos articulados lógicamente.
De hecho para quien dudase, en la última clase del seminario del
reverso del psicoanálisis, aquélla del 17 de junio de 1970, Lacan
declara dos cosas muy interesantes.
La primera es una aseveración muy clara ya que dice; “Mis
pequeños esquemas cuadrípodos -se los digo para que tengan
cuidado- no son el velador rotatorio de la historia (...) Es solamente
una invitación a que se sitúen en relación con lo que muy bien
pueden llamarse funciones radicales en el sentido matemático del
término”1.
La segunda es un lapsus. Cuando al final de la clase (y de todo
su seminario de ese año) hace una invitación para leer a Balzac,
precisamente en relación con un texto fundamental para la historia
de finales del siglo XVIII, específicamente de la Revolución
Francesa, al momento de citar la obra del escritor, la llama de hecho
dos veces, El reverso de la vida contemporánea, allí donde la obra
original se titula El reverso de la historia contemporánea. En el caso
del lapsus se dibuja una curiosa sustitución: donde debiera decir
historia se pone vida. Pero además, el título del texto de Balzac no
puede no remitir a la nominación misma del seminario ese año: El
reverso del psicoanálisis. Así, si encimamos y sustituimos, tensando
los títulos, “El reverso” se mantiene y allí donde vendría “historia
contemporánea” aparece psicoanálisis, relacionándolos literal y
metafóricamente. Tal vez como sucede con muchos lapsus, aquello
que se intenta suprimir retorna desde otro lugar. Tal vez como le
sucedió al estructuralismo en su “olvido” de la historia, ésta retornó
exigiéndole un lugar en sus formulaciones. Se podría señalar y con
razón, que las anteriores son especulaciones significantes, ya que
volviendo a la cita primera, Lacan es bien claro en alertarnos ante el
peligro de usar sus discursos como modalidades históricas y no
como aparatos matemáticos.
Sin embargo, a pesar de tal situación, a lo largo de todo el
seminario él mismo hace un análisis donde muchas veces recurre a
las implicaciones históricas.
Moral es

Tal es el caso de la introducción, en primer lugar, del discurso del


amo. En la primera clase de dicho seminario, en la sesión donde
introduce precisamente la configuración de los cuatro discursos
asevera: “Pero es un hecho, determinado por razones históricas,
que esta primera forma, (...) se distinguirá entre las cuatro como la
articulación del discurso del amo”. Y continúa diciendo: ”Me parece
innecesario reseñarles la importancia histórica del discurso del amo
(...) la filosofía no habla de otra cosa”2
Es también notable su exigencia en señalar al discurso de la
universidad como el sucesor moderno del mutado discurso del amo.
O la puntuación repetida de la incidencia histórica del discurso de la
ciencia, incluso de las nuevas modalidades del poder que llamamos
discurso capitalista.
Una primera lectura nos podría presentar a los cuatro discursos
sí, como estructuras relaciónales que sostienen simultáneamente la
vida contemporánea, pero a poco que se afile la vista epistémica, se
podrá notar cómo la escritura de los discursos también sigue la
lógica de su emergencia en el devenir de la historia; en su
despliegue diacrónico.
El primer discurso en aparecer, es evidentemente aquél del amo.
Su ubicación hegeliana en los albores de la historia es más que
evidente.
Después, sin que tenga que referirse explícitamente a la aparición
de las instituciones universitarias en Europa o América, sino al
modo como el saber ocupa el lugar de agente de una nueva
modalidad discursiva, el discurso universitario adviene en la historia
después de aquél del amo. Si bien es cierto que el discurso
universitario ubica más a un modo de funcionar del saber que a la
institución educativa, y que parte de la violenta critica a la
universidad surge del maltrato proferido a su propia enseñanza, no
es sin importancia el hecho nominal de bautizar a ese discurso con
una referencia a la universidad. No es sin importancia histórica,
porque curiosamente, en el transcurrir del tiempo las universidades
fueron fundadas mucho antes del advenimiento del discurso de la
ciencia moderna y del surgimiento del psicoanálisis. Históricamente,
el primer recinto universitario es fundado en Italia en el siglo XI.
Aparte de la primera universidad de Salermo, en ese mismo siglo
aparecen la de Bologna en 1119, la de Oxford en 1168, y por
supuesto la de París en 1150.
La aparición del llamado discurso de la histérica se produce a
partir, es cierto, de aquél del analista, pero solamente en tanto
aparato discursivo, porque en tanto implica el advenimiento del
discurso de la ciencia, éste es anterior al psicoanálisis y podría
situarse en el siglo XVIII. El discurso de la histérica ha sido
propuesto por Lacan en dos tiempos: el primero marcando la
aparición del sujeto de la ciencia y, el segundo, en tanto el
psicoanálisis le da la palabra al sujeto del deseo. Sea como fuere,
tanto el discurso del sujeto como tal, como el dispositivo analítico
son, históricamente, posteriores al del amo y al de la universidad.
El hecho de que Lacan se interese predominantemente por el
funcionamiento estructural de los discursos en la vida
contemporánea, no anula que su construcción incluyó dimensiones
notablemente históricas. A Lacan le interesa mucho más la
articulación y desarticulación de los lazos sociales en su armazón
discursiva, que las circunstancias históricas que posibilitasen dichos
lazos. Pero ello no implica que no le de importancia a la cuestión de
la historia, y a la emergencia histórica de los discursos. Podríamos
decir que para el psicoanálisis, en la tipología de los discursos, la
articulación lógica funge como dominante frente a la emergencia
histórica.
Precisamente la noción de dominante es la que nos permitirá
pasar de la evidencia del factor histórico en los cuatro discursos, a
la hipótesis de este capítulo, donde proponemos que la escritura de
la tipología discursiva representa un modo radical de pensar la
historia y, al interior del recorrido de Lacan, un tercer tiempo de la
problematización histórica.
2. Sincronía

Cuatro son los discursos, el del amo, el de la histérica, el de la


universidad y el del analista. En cada una de las fórmulas aparecen
los mismos elementos: S1, significante amo; S2, o saber; $, sujeto y
a, objeto causa del deseo. Si los elementos son los mismos ¿Qué
permite nominar de diversa manera a cada uno de los discursos?
Sí, que en el lugar de agente aparece un elemento distinto en cada
fórmula. Pero ¿cuál es la función específica de cada letra lacaniana
cuando se ubica en la casilla de arriba a la izquierda? ¿Ser quien
ejecuta la acción?
La respuesta no se deja esperar: no, solamente. El hecho de que
uno de los elementos se ubique en ese lugar le otorga una
capacidad muy interesante; la de organizar de modo distintivo el
funcionamiento de ese discurso.
A esa función de ordenamiento y de nominación de un elemento
en el seno de la estructura, Lacan la llama dominante. Dice a la
letra: “Decir la dominante quieredecir exactamente con qué
designo, para distinguirlas, cada una de las estructuras de estos
discursos”3.
Así como cada discurso tiene un agente ubicado en la casilla
referida, cada uno de los discursos es afectado y organizado por
una dominante.
En el discurso del amo, la dominante, en tanto S1 ocupa ese
lugar, es la ley. Para el universitario, allí donde S2 funciona no
como saber de todo, sino como todo saber, su dominante es la
burocracia. En el discurso de la histérica, quien cumple esa función
es el síntoma y en el discurso del analista, la dominante es,
digámoslo, aquello que se rechaza o, más específico, el semblante
de un objeto perdido que opera la causa del deseo.

La explicitación de la operatividad de la dominante Dermite ubicar


mejor la organización interna de cada discurso, incluso hace más
transparente la geografía discursiva, pues muestra cómo el sujeto
atraviesa, en el transcurrir de su vida, de su historia, tal vez de allí el
lapsus de Lacan, por los diversos aparatos discursivos.
El sujeto vive con la cuestión de la ley a cuestas, ha soportado de
muchas maneras la estúpida ineficacia de los burócratas que todo
saben menos cómo hacer funcionar una ventanilla institucional, ha
padecido en carne propia el retorno de lo reprimido y, si un poco de
locura lo apura, puede apostar por un análisis para interrogar los
laberintos de su deseo y las cicatrices de su dolor.
Sí, esta cuestión abre una vía de mayor transparencia del
dispositivo discursivo pero ¿qué implica para la cuestión de la
historia? ¿En qué aclara la posibilidad de que los discursos
conlleven una tercera posición de la historia en la obra de Lacan?
¿Qué de nuevo abre para la tipología discursiva?
Para poder responder a estas preguntas hay que recurrir a un
rodeo textual. El concepto de dominante no es originario del
psicoanálisis, ¿de dónde viene entonces? De la lingüística,
específicamente, de la exégesis que de él hiciera un autor muy
influyente en el trayecto lacaniano, a saber, Román Jakobson. Es
necesario ir al texto princeps que aborda este tema para visualizar
las fuentes intertextuales y, también, señalar las consecuencias que
de ahí se desprendan.

En 1935, Román Jakobson dicta una serie de conferencias en la


Universidad de Masaryk. La temática gira en torno de la escuela
formalista rusa y el idioma original de su exposición es el checo. En
1971 se publicó por primera vez en inglés una de ellas cuyo nombre
era The dominant que, a su vez, es traducida al francés en 1971
con el título La dominante.
En aquella primavera de 1935, Jakobson comienza resaltando
uno de los conceptos más importantes en la última etapa de las
investigaciones de la escuela formalista rusa: la dominante.
Este concepto ocupa un lugar esencial pues a su parecer es uno
de los fundamentales, elaborados y productivos de cuantos
surgieron de esa escuela.
El interés del lingüista es señalar la fecundidad de dicho concepto
en el análisis que puede realizarse de la concepción de una obra de
arte, así como en la investigación del complejo entramado de la
poesía y el mundo social.
Su primer paso es definir dicha noción: la dominante - dice - es el
elemento focal de una obra de arte. Pero no nada más: la
dominante gobierna, determina y transforma los otros elementos.
Asimismo, afirma que “es ella quien garantiza la cohesión de la
estructura”4
El modo como la dominante realiza estas funciones es, de allí su
nominación, imperativo. Se trata de un elemento, entre otros, pero
que funge como cohesionador operando la especificación de una
obra.

Para poder visualizar tan importante tarea, Jakobson emprende


primero el análisis de la configuración interna del verso para, en un
segundo momento, extenderlo en la confección de un mapa
histórico de la poesía checa.
El verso es una estructura. Su ordenamiento se da a partir de una
jerarquía de valores. La dominante es aquello que determina el
sistema del verso, sin el cual, éste no existiría.
Esto se hace visible a través de los telones de la historia. En el
caso de la poesía producida en lengua checa, se pueden puntuar
tres períodos marcados por el lugar de la dominante. En el siglo
XVI, la pauta distintiva del verso era la rima. En el siglo XIX, la
poesía realista tomaba a la rima como una discusión secundaria
siendo, en cambio, imperativo el esquema silábico. Ya para el verso
libre moderno, es la entonación el elemento dominante.
Algo es evidente, en las tres épocas vemos los mismos
elementos: la rima, el modelo silábico y la entonación, pero es el
lugar de dominante que ocupa alguno de ellos, el que da su
especificidad a cada modalidad histórica. Es a partir de la
instauración de uno de esos elementos en su función de dominante,
que se determinan los lugares de los otros al interior de la
estructura.
diferentes, de acuerdo con el elemento imperioso. La dominante
aparece como el componente que comanda las transformaciones
históricas de los movimientos. Los elementos son los mismos, pero
la historia se configura por las diversas relaciones que entre ellos se
establecen a partir de la posición que uno de ellos ocupa en el lugar
de la dominante.
Este modo de pensar las dimensiones históricas no atañe sólo a
las transformaciones internas, sino que permite analizar las
modificaciones que surgen en las relaciones entre las artes y otros
dominios culturales. Jakobson lo dice así: “... los cambios continuos
en el sistema de los valores artísticos arrastran (entraínent) los
cambios en las evaluaciones concretas del arte”5
Jakobson retoma estas dimensiones, y termina su artículo
señalando lo picante del asunto: las transformaciones de las obras
poéticas, así como las relaciones entre los diversos conjuntos del
arte, permiten a los formalistas rusos proponer en sus
investigaciones lingüísticas algo muy interesante e innovador, la
construcción de un lazo entre el método histórico diacrónico y el
método sincrónico. El lingüista lo explica a s í:"... los cambios no son
solamente aserciones de orden histórico (primero había A, después
A1 que se instala en el lugar de A) sino que el cambio es también
un hecho sincrónico”6
La historia, a partir de esta propuesta, adquiere otro rostro. No se
trata de pensar los cambios históricos como evoluciones o sucesión
de hechos, ahora la complejidad incluye las modalidades
sincrónicas de reestructuración. Los cambios implican un
movimiento, que podemos llamar estructural, de los elementos que
configuran cierto campo, sea éste poético, artístico, político o
epistémico. Para que una transformación histórica aparezca es
necesario visualizar los movimientos diacrónicos, así como las
transmutaciones sincrónicas de los componentes.
Pero aún hay más. Este método que vincula los movimientos
sucesivos con los trastrocamientos simultáneos, permite concebir el
mapa social o artístico constituido por diversos conjuntos de
elementos organizados por su propia dominante. La complejidad de
este mapa social exige plantear, además, los diversos dominios
relacionados los unos con los otros y en virtud de una dominante
interna a cada conjunto, pero también externa en relación con los
otros. Así, se configuran dos dominios relaciónales: uno interno (a
cada arte por ejemplo) y otro externo vinculado a los demás
conjuntos sociales (la ciencia, la política, los movimientos étnicos,
etcétera).

3. Nuevo método, otra historia

Una vez visitado el texto del lingüista, muchas luces parpadean en


la superficie del discurso. La tipografía discursiva de Lacan se
redimensiona con estas pautas.
La posibilidad de proponer una dominante para cada discurso, no
sólo orquesta la vinculación interna de cada estructura, no sólo
organiza diferencialmente la acción de los diversos elementos, sino
que permite, al mismo tiempo, vincular y diferenciar los diversos
aparatos discursivos en un escenario histórico.
En el discurso del amo la dominante es la ley, ella cohesiona su
sistema pero, simultáneamente, lo diferencia radicalmente de aquél
del analista ya que, teniendo los mismos elementos S1, S2, $, a, el
del analista está organizado por una dominante, el objeto del
rechazo, radicalmente otra. Pero lo mismo le sucede con el discurso
de la universidad y de la histérica. Al mismo tiempo, a cada uno de
los discursos les sucede lo mismo con los otros tres. Existen así dos
organizaciones: por un lado entre los elementos de un mismo
discurso y por el otro, con los otros discursos en tanto conjunto
estructural.
Se construye así un modelo lógico donde se cumple la propuesta
del materna en el cual son necesarios dos órdenes de relaciones.
Órdenes de relaciones que ponen en marcha la función discursiva
como nunca antes se había planteado. Lacan lo dice tal cual una
vez que ha señalado que los discursos son funciones radicales. Él
dice: "Función es ese algo que entra en lo real, que nunca había
entrado antes ..."7
En la tipología de los discursos existen así, dos organizaciones
de relación. Por un lado entre los elementos de un mismo discurso y
por el otro, con los otros discursos en tanto conjunto relacional. Esto
que asienta la forma matemática, una vez que se realiza la función
de la dominante, nos permite abrir las posibilidades a una nueva
manera estructural de pensar la historia.

No se trata de una sola vertiente lineal de la historia. La


complejidad temporal, sea empírica o dialéctica, puede sostenerse
en una sustitución de modelos sociales o épocas determinadas. Así,
al imperio azteca siguió la conquista, después la independencia, la
revolución y en nuestros días, el México Moderno. También puede
plantearse que el tiempo de la esclavitud fue superado por el de la
predominancia del estoicismo, después, de las entrañas de éste
surge el escepticismo y de allí, negando y manteniendo el anterior,
se instaura la ideología cristiana en el mundo occidental. Este modo
sucesivo es una manera de pensar la historia y el tiempo. Sea la
evolución, la forma cronológica o la relación dialéctica, el progreso
está implicado en estas modalidades históricas.
Lo avanzado por Lacan, a partir de Jakobson, entraña otra cosa.
El sujeto a lo largo de la historia ha ocupado distintos lugares. Esos
emplazamientos lo colocan sujetado a diversas modalidades de
relación. Estas vinculaciones, si bien surgieron diatónicam ente,
también funcionan simultáneamente en una misma época. Es decir,
la vida contemporánea encuentra al sujeto dependiente de
estructuras simbólicas que determinan sus vínculos sociales, y
aunque estas se constituyen a lo largo de la historia, una vez
estructuradas pueden determinarlo sincrónicamente en esta época.
No sólo eso. Cada estructura discursiva se constituyó, no tanto
por su sustitución por otra, sino por la mutación de los elementos
que históricamente, de acuerdo con una transmutación dominante,
han estructurado modos de vinculación social. Los deslizamientos
en las relaciones mutuas de los diversos elementos del sistema,
han generado los distintos lazos sociales, y no su superación por
otro mejor. En esta concepción, no impera la ideología del progreso.
El discurso de la universidad ni reemplaza ni supera al del amo por
el hecho de haber aparecido después.
Más aún. Desde esta perspectiva donde cada discurso tiene su
lógica interna y, al mismo tiempo, se relaciona como conjunto de
una red discursiva, las modificaciones dentro de cada discurso
afectan e impactan la configuración del conjunto de discursos. Las
modificaciones de un discurso conciernen también a las otras
estructuras. Se trata de una estructura compleja de vinculación
social históricamente configurada. Estamos, en esta tipología
lacaniana de los discursos, ante una de las arquitecturas sociales
más precisas, interesantes y rigurosas de las que se tenga noticia.
La propuesta de Lacan, retomando a Jakobson, diseña su
método donde la temporalidad se estructura de acuerdo con un
vector diacróníco, pero también con uno sincrónico. La historia
entonces no es sucesión progresiva de etapas, sino configuración
temporal de relaciones complejas. Esta modalidad discursiva
representa la tercera discontinuidad de la cuestión de la historia en
Lacan.

Este tercer tiempo implica, digámoslo claramente, una tipología


del discurso donde se vislumbra otra historicidad, es decir, otra
temporalidad.
Por un lado en el campo discursivo, lo histórico no se circunscribe
a una sucesión, a un progreso lineal o dialéctico. Ahora aparece un
nuevo método donde la historia de la instauración de los discursos
implica una acomodación diacrónica pero también una reordenación
sincrónica. Estas dos peculiaridades temporales son las dos
vertientes que permiten vislumbrar una nueva modalidad de
entender la historia.
Por el otro, a partir de la configuración de los discursos en estas
dimensiones históricas se especifica una nueva temporalidad social
del sujeto. Este ya no es solamente quien está dividido entre
representaciones que puede percibir y otras de las que no tiene
noticias, aunque ellas sean las que lo determinan. Tampoco es
aquél pillado entre un significante que lo representa ante otro
significante. Incluso, tampoco se circunscribe a ser aquello que
hace lazo entre los significantes en tanto representado por uno de
ellos para otro. El sujeto es aquel que, efecto del significante y
agujerado por un objeto perdido, se encuentra sujetado a diversos
modos sociales de relación; es aquel que ocupa diversas plazas
según el tiempo y la situación de la estructura en la que accione. El
sujeto lo es del discurso, en tanto está sujetado a los lazos sociales.
El sujeto no sabe de esas plurideterminaciones, vaga errando de
objeto y confrontado a leyes que lo determinan. De algún modo el
sujeto está sujetado a lazos discursivos complejos.
Lo que la praxis de los discursos devela y muestra es que
estamos ante el sujeto en el laberinto; en el laberinto discursivo.
De algún modo, este tercer tiempo inaugura algo que había
quedado en suspenso. El sujeto del inconsciente no es el sujeto de
la filosofía (de Hegel), ya que rompe cualquier intento de totalidad;
pero tampoco es un puro efecto de la cadena significante. La
cuestión apunta a la temporalidad de la función del sujeto. Tal vez
ahora pueda señalarse de una manera más precisa. En el campo
de los discursos, en esa multifactorialidad de sus relaciones, en esa
plurideterminación de los lazos sociales, el sujeto; en el espacio de
la estructura, es lo que encarna el acontecimiento. Las relaciones
sociales, las modalidades discursivas están ahí, el sujeto está
determinado por ellas, vaga en un laberinto multivectorial, para cada
sujeto es uno entre unos; el sujeto es singular porque su existir es
eso que en tanto acontecimiento subjetivo, lo diferencia de los otros
sujetos. Sujetado estoy al lenguaje, determinado por leyes que
funcionan de manera inconsciente, pero mi transcurrir es el
acontecimiento subjetivo en la objetividad estructural.
Dicho de otro modo: una vez planteados los lazos sociales
determinantes, y una vez visualizadas las estructuras donde vaga y
acciona, el sujeto es el acontecimiento. La subjetividad es el tiempo
singular de la estructura. Es decir, el sujeto es la historicidad
diferencial en el campo de las relaciones sociales.
A Lacan le toma muchos años proponer una tipología de los
discursos, donde estas dimensiones históricas tomaran lugar y el
sujeto pudiera ubicarse en las constelaciones discursivas. La
década de los sesenta tuvo sus efectos. Al comenzar los setenta
Lacan, con esta propuesta, escribe de manera lógica e histórica lo
que había trabajado en los últimos años. Los cuatro discursos son
la escritura de su recorrido, la amalgama epistémica de su
enseñanza; la formalización escritural de sus interrogantes.
En este contexto se puede entender el comentario que hiciera en
ese nuevo recinto, en ese tercer desplazamiento geográfico, el 14
de enero de1970: "Continuaremos pues con lo que hago aquí, un
aquí que siempre es a la misma hora, aquí o en otra parte, el
miércoles a las doce desde hace diecisiete años.
Vale la pena que lo recuerde en este momento en que todo el
mundo se alegra de entrar en una nueva década. En cuanto a mí,
esto sería más bien una ocasión para volverme hacia lo que me dio
la precedente."8

Antes de terminar con este capítulo, dos puntuaciones finales.


1. No se puede cerrar esta problematización de lo histórico sin
reintroducir una cierta relación con el filósofo de la cabeza rapada.
Foucault propone otra manera de ver la historia. Dos son los ejes
de su crítica, de su propuesta crítica. Por un lado, la desestimación
de una historia global, continua y lineal. Por el otro, la puesta en
cuestión de un sujeto centro del universo del saber, comandado por
su conciencia y constructor voluntario de la historia. Para Foucault,
la historia es el espacio de la dispersión, es el territorio donde
diversas series se yuxtaponen y se relacionan poniendo en jaque
una cronología continua de la razón. Así lo declara en 1969 al
momento de realizar sus propuestas; “El problema que se plantea
es el de determinar qué forma de relación puede ser legítimamente
descrita entre distintas series; qué sistema vertical son capaces de
formar; cuál es, de unas a otras, el juego de correlaciones y de las
dominantes”. Cualquier parecido con Lacan no es mera
coincidencia.
En Foucault existen diversos tipos de problematización y distintos
perfiles de abordaje de la historia. A lo largo de su obra pueden
señalarse al menos tres. Existe lo que podría llamarse el perfil
epistémico, el político, y el ético. Lo interesante es que cada uno de
estos perfiles dibuja discontinuidades específicas. Además, lo
curioso es que en los tres perfiles y sus discontinuidades aparecen
los mismos referentes, sólo que vinculados de diversas maneras.
Su reubicación, los diversos niveles de análisis y los distintos
emplazamientos históricos escriben el trayecto de sus
investigaciones. Los elementos que cimientan el pensamiento de
Foucault son el saber, el poder, la verdad y el sujeto. Estos
componentes fungen como puntos de capitón, como coeficientes
focales, como referentes necesarios en el armado de su obra.
Foucault propone una arqueología y construye una genealogía a
partir de ubicar, analizar, señalar los puntos de dispersión, fractura y
relación de estos cuatro constituyentes. Algo se hace evidente, en
la crítica radical a la posición de la historia como continuidad, el
pensador francés opone una compleja red de formaciones
discursivas operada por la dimensión de saber, la presencia del
poder, la insistencia de la verdad y el descentramiento del sujeto.
Ahora, esta trama discursiva, cuando se analizan las
discontinuidades del pensamiento foucaultiano, dejan entrever la
presencia de la función de la dominante.
En lo que sería su perfil epistémico, aquel que incluye libros como
La historia de la locura, El nacimiento de la clínica, Las palabras y
las cosas, así como La arqueología del saber, la dominante que
organizaría dispersiones y vinculaciones sería la del saber. En su
tiempo llamado político, aquel que comprende textos como El orden
del discurso, Vigilar y castigar y el volumen uno de La historia de la
sexualidad, evidentemente la dominante sería aquélla del poder.
Los textos que reúnen los dos libros que sobre la historia de la
sexualidad escribiera Foucault, tienen como dominante de este
perfil ético la cuestión de la verdad. En todos los tiempos de su obra
están presentes estos componentes, pero uno de ellos funciona en
cada tiempo como dominante.
Algo se vislumbra, la cuestión de sujeto no aparece como
dominante en ninguno de los tiempos. Tal vez porque la crítica al
sujeto clásico y de la conciencia soberana se convierte, en la obra
de Foucault, en la brújula radical de su pensamiento. Tal como se
ha señalado, Foucault propone la cuestión del sujeto como el
objetivo candente de sus elaboraciones. En 1982 dice: “No es el
poder sino el sujeto, lo que constituye el tema general de mis
investigaciones”9 La crítica a la historia y la redefinición del sujeto
son entonces los dos grandes frentes de la embestida del pensador
de la cabeza rapada. Es innegable que es en esos puntos donde se
encuentra con la tarea de Lacan. El psicoanalista no intentó forjar
una historia del sujeto, él apuntó a una construcción escritural de los
diversos modos de emplazamiento en las estructuras discursivas.
Pero al hacerlo se encuentra con la propuesta de Foucault de
realizar una historia política del sujeto a partir, precisamente, de
señalar las formaciones discursivas como el espacio histórico donde
las diversas series relaciónales atentaban contra un sistema único
de configuración del tiempo histórico, y donde el sujeto se
encontraba emplazado a diversos lugares y a distintas funciones
según el lugar al que fuera convocado.
La historia, la manera de pensar la historia, no puede dejar de
lado las propuestas de Lacan y de Foucault. El precio sería
demasiado alto y la evidencia de la política que comandaría tal
olvido, sería ahora, evidente.

2. La modernidad se levanta sobre la ¡dea del progreso. El


presente, se propone desde ahí, es el tiempo necesario para
rechazar el pasado y visualizar el futuro como un tiempo mejor. Los
años sesenta, como ningunos otros en el siglo XX, abrieron los
caminos a la ilusión de un futuro y un mundo mejor. El arma
convocada fue la historia como el progreso que lleva de la
esclavitud a la libertad; de la enajenación a la liberación de las
alienaciones. Allí la esperanza de la ciencia marxista y el optimismo
sartreano, proveyeron de vientos de ilusión a miles de jóvenes.
Lacan frente a la irrupción del 68, como Freud ante la alegría
comunista de un mundo sin conflictos, debieron ser fieles a la
enseñanza del psicoanálisis. El progreso es una idea que sostiene
la esperanza de la modernidad, la revuelta, una apuesta por la
destrucción de las estructuras. Ni el progreso es el motor de la
historia, ni habrá sociedades sin estructuras. El pensamiento de
Freud y de Lacan no es una derrota, es la manifestación de la
presencia de la pulsión de muerte y la evidencia de que la
alienación es un hueso duro de roer. La esperanza no puede
sostenerse sobre la negación de las complejidades de la historia y
de la política de la subjetividad.
El reto de las ciencias sociales, una vez explicitado este mapa
social de los discursos, apunta a un análisis de las prácticas
discursivas y su deconstrucción lógica e histórica. Tal vez a partir de
ahí, se pueda replantear la cuestión del sujeto y las estrategias
políticas frente a las transformaciones en y de las estructuras. Eso
no sólo no es poca cosa, sino no es sin consecuencias.

Notas

1. J. Lacan, L’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 217; VE: p.


203.
2. Ibid., pp. 19-20; VE: p. 19.
3. Ibid., p. 47; VE: 45.
4. R. Jakobson, La dominante (1935), en Huit questions de
poétique, Seuil, Paris, p. 78.
5. Ibid., p. 82.
6. Ibid., p. 85.
7. J. Lacan, L’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 20: VE: p. 19.
8. Ibid., p. 43; VE: 41.
9. H. Dreyfus y P. Rabinow, MichelFoucault. Un parcours
philosophique, Galimard, Paris, 1984, p. 298.
CAPÍTULO XI.
ÉTICA Y POLÍTICA

1. Sujeto en el laberinto

El tercer tiempo de la historia en el pensamiento de Lacan, implica


algo muy importante: una nueva geografía del sujeto. Ello lo ubica
más allá del álgebra significante, lo coloca en una situación
fundamentalmente política. El sujeto del inconsciente ya no puede
reducirse a la subordinación de la cinética significante, ahora,
dependiendo de su emplazamiento en cada una de las estructuras
discursivas, se ubica políticamente según el lugar que ocupe. El
sujeto es convocado a una función a partir del lazo social que
enfrente.
Además, sus construcciones, sus recorridos los realizará por
diversas estructuras que se relacionan mutuamente y, para su
radical dificultad, son inconscientes.
El paso es fundamental. No sólo se trata de la otredad imaginaria
que se incluyó en aquellos años del estadio del espejo; tampoco se
circunscribe la historia a los emplazamientos de la relación del
sujeto con el Otro. La inclusión de los avatares de la relación con su
objeto lo enfrenta a los caminos del fantasma, pero ahora, el mapa
se abre a las rutas de lo social en un sentido amplio, es decir, frente
a la pluralidad de lazos. Dicho de otro modo, a una política de la
subjetividad.
Algo se vislumbra con ello, su hacer, su actuar, su realizar, ya no
pueden circunscribirse solamente a un recuadro que señale su
pasión y su apuesta frente a su deseo. Ahora no es únicamente
solo, ante el Otro y ante sí mismo, que el sujeto hará sus
declaraciones, tiene frente a su nariz una cartografía de relaciones
que lo ubican en el mundo.
A principios de los años 60, Lacan enuncia uno de sus seminarios
más hermosos. Le llamó La ética del psicoanálisis. El resultado de
sus reflexiones lo llevó a dos propuestas: no se trata tanto de
formular una ética del psicoanálisis, como de evidenciar el estatuto
sustancialmente ético del mismo. La otra, que más que una ética
del análisis, se diseñó una del sujeto, es decir, una apuesta del
sujeto y sus pasiones. La dimensión ética apunta a una pregunta
por el juicio que lleva a una acción. La pregunta que desde el
psicoanálisis se le hace al sujeto es: ¿has actuado de acuerdo al
deseo que te habita? De su respuesta surgirá su posición. Lacan
señala que de lo único de lo que alguien se podría sentir culpable,
es de no haber actuado de acuerdo al deseo que lo habita. Ya lo
hemos dicho, pero ahora, la pregunta debe extenderse pues ya no
basta con esa posición ética subjetiva. Ahora deberán gestarse
declaraciones en cada una de las estructuras discursivas. Así, la
situación no es tan fácil. ¿Fácil? Como si lo señalado entonces lo
fuera. El panorama abre sus fronteras y el laberinto aparece ante el
rostro del sujeto. Habrá que pasar de una ética a una política de la
subjetividad.
En aquel célebre seminario, Lacan toma el ejemplo de Antígona
para mostrar su propuesta de una ética del sujeto frente a su deseo.
Su comentario sobre dicha obra de Sófocles, resalta la pasión de
esta joven ante la decisión emergida de su inquebrantable deseo de
no ceder ante las leyes que ella desestimaba como justas. Se trata
de una exégesis del sujeto en su posición frente al deseo. Es
mucha la fecundidad de lo trabajado, pero aquel comentario se
circunscribió a Antígona y su decisión, dejando en la sombra lo
problemático que implicaba, por ejemplo, el proceder de Creonte.
Ahora, con lo avanzado en relación con los lazos sociales, esto no
puede detenerse ahí. Será necesario abrir el paisaje y comentar, a
la luz de los discursos, la relación de Antígona frente a la ley y
también la de Creonte ante el poder. Digámoslo, no se puede
pensar el discurso de la histérica sin incluir relacionalmente, el del
amo; hay que pensar la decisión de Antígona no sólo como un
proceder ético, sino como un entramado político. Volvamos pues, al
texto mencionado.

a) Viniendo de las tinieblas: la ruta de Antígona

El dolor de Antígona, como el dolor de todo ser, viene de lejos. Pero


su aurea trágica comienza muy pronto; demasiado pronto. El
enjambre trágico que la envuelve no comienza con la muerte de sus
hermanos, ni siquiera con su nacimiento. Su madre se asfixia ante
la violencia de saber que su esposo es también su hijo. Su padre,
rey maldito de Tebas, no sólo desposa a su propia madre, sino que
asesina a su ignorado progenitor. Así, nace marcada por la muerte:
su madre se suicida y su padre asesina a su abuelo. Marcada por la
muerte y señalada por el infortunio.
Edipo, rey en el destierro, se vale de los ojos de Antígona para
vagar en las tinieblas de su destino. Esta joven, ojos del errar, tiene
otra hermana, y hasta antes de su cruel enfrentamiento, le
sobrevivían dos hermanos. La otra hermana es Ismene, sus
hermanos, Eteocles y Polinices.
La tragedia que lleva su nombre comienza con el enfrentamiento
fraterno y feroz entre esos hermanos que se dan muerte el uno al
otro. Pero el cese de la vida no fue el motivo del abismo, sino el
umbral del más allá de la muerte. Muriendo en desigualdad de
honores, uno de ellos será enterrado con ritos fúnebres honrosos y
el otro, el que llegó del destierro e intentó bañar de sangre su propia
tierra, yacerá bajo la bóveda del sol y el apetito de las bestias. Lo
sabemos, su decisión no se ablanda nunca. Ella no permitirá lo que
su deber ante los dioses, su amor fraterno y su pasión encarnada le
dictan: enterrar al hermano amado. El problema no es enterrarlo,
sino que tal acto se vuelve desacato al existir una prohibición para
su realización. Antígona se enfrenta, armada con su legalidad, ante
las leyes dictadas por el nuevo soberano de Tebas.
b) Emergiendo de la muerte: el perfil de Creonte

El trono es de un brillo casi insoportable; lo mismo el poder. Tal vez


son lo mismo. Hay muchos modos de llegar a él; pocos son sin
sangre, los menos, sin muertos en el camino. Creonte toma el timón
de la Nave del Estado, precedido de cadáveres y dolores. Hijo de
Meneceo, hubo de esperar el exilio horroroso de Edipo y la muerte
de su hermana Yocasta para hacer guardia en el umbral del cetro.
Pero en su camino y precediéndole, había dos jóvenes y poderosos
mancebos; los hijos del Rey errante. A la muerte de los herederos,
se le abrió la puerta del poder: sus cadáveres fueron los escalones
de su arribo.
Bien llegado al mando del Estado, mal parado ante la historia,
ordenó lo que en principio consideró de ley. En la guerra, en el
mundo y la ciudad, el hermano héroe será venerado, el traidor
humillado. La humillación, empero, iba más allá de lo humano; el
castigo, más allá de la vida. El destino del cuerpo de Polinices,
considerado el malhechor, será la intemperie; el de su estirpe, el
desafuero y la maldición.
La historia quiso que su mandato fuera contravenido. La historia
encarnada en una mujer que, desatendiendo su interdicción, se
atrevió a tenderle un lecho mortuorio al que consideraba su amado
hermano.

c) Drama humano y desenlace trágico

Antígona, burlando a los guardias, logra dar sepultura a Polinices.


Uno de ellos, sospechoso de complicidad por la trasgresión
acontecida, vuelve a desenterrarlo y logra capturar a la infractora en
el momento de la realización del acto funeral.
Llevada ante el soberano, éste no tiene piedad y la condena a
una lúgubre tumba donde yacerá enterrada entre el mundo de los
vivos y el de los muertos; en el umbral del sol y las tinieblas. De
nada valieron los ruegos y llamados a la cordura de su hijo Hemón,
quien iba a ser el esposo de la condenada. Tampoco el llanto de la
otra hermana, ni las insinuaciones de Corifeo.
Sólo la amenaza del adivino Tiresias y la resonancia de sus
lúgubres palabras empuja al tirano a recular. Pero fue demasiado
tarde. Aunque Creonte, acompañado de su séquito obsequia al
cadáver de Polinices un baño santo y lo incinera con arbustos
jóvenes, su prisa no alcanza a detener la tragedia. Su hijo, ante la
insensatez del Padre y el cuerpo de su amada que pende colgado
de su velo, hunde su alma en el dolor y una espada sobre sus
propios costados. Esta escena es contemplada por el padre que
antes de impedir el acto del hijo, corrió ante la furia de éste, cuando
intentó matarlo antes de quitarse la vida. Pero no sólo fue testigo de
esas muertes que, en el rumor húmedo de tierra y sangre,
consumaron un rito nupcial teñido de rojo y oscuridad. Una triste
sorpresa le esperaría de regreso a Palacio. Con su hijo en brazos,
descubre horrorizado que su querida esposa también había muerto
ante la noticia del fallecimiento de su primogénito. Totalmente
abatido, el Rey roto suplica a la muerte también se lo lleve, al
tiempo que reconoce su mortal responsabilidad.

d) Del laberinto a la tumba: la virgen bella

La joven sacrificada ha sido muchas veces recordada y venerada;


su acto, mil veces interpretado. Lacan mismo le rinde un homenaje,
invitándola a poblar el panteón de los héroes y heroínas del
psicoanálisis.
Antígona fue sacrificada por la tiranía de Creonte. La imposición
de una catacumba la arrojó sobre los infiernos sobre los que se alza
cualquier ciudad. Ahí, en el subsuelo, el caos y la oscuridad de la
Villa espera sus víctimas. Ella fue una. Las ciudades griegas se
constituían de tres mundos: el superior reservado a los dioses; el
terrestre, morada de los mortales; y el de los infiernos, reinado de
los demonios y las arpías. Su castigo atravesó estos tres mundos.
Arrojada ai abismo negro, su exilio la lleva lejos del sol y cerca de
los infiernos; lejos de sus amigos ante el silencio de los dioses.
Lo trágico no es su desgracia por un mandato insensato, sino su
voluntario caminar ante las penas de la ley. Si su historia fuera la de
una víctima del Estado, habría drama doloroso, pero no trágico
desenlace. La belleza trágica de Antígona es haber caminado
radiante de amor, aunque bañada en lágrimas solitarias, ante las
consecuencias de sus actos. La belleza de Antígona es la luz
incandescente de su acto.
Ante un edicto ordenado por la voz del amo y ante la advertencia
del castigo, Antígona no legitima el mandato y actúa a partir de sus
convicciones. Ya Hegel había señalado que la trama de Antígona
enfrentaba dos legalidades, aquélla del Estado y la de la familia;
contraponía dos poderes: el divino y el humano. Si bien esto es
cierto, en algún sentido, más que oposiciones dialécticas, el
proceder de la joven que muere virgen responde a una diferencia de
legalidad, a un complejo enjambre de las leyes que gobernaban su
corazón y la enfrentaban a un extraño proceder del tirano. Antígona
avanza bella ante la muerte porque jamás se sintió trasgresora, ella
nunca cometió felonía. No traicionó la ley de su corazón.
En su voz resplandece un vigor. Desde la primera escena, ahí
donde Antígona invita a su hermana a acompañarle en su trama, le
afirma ante la interrogación fraterna:
"Ismene. - Pero ¡cómo! ¿Es que se te ha ocurrido enterrarlo
cuando es cosa denegada a la ciudad?
Antígona. - Sí, porque se trata de mi hermano ... Pues al
enterrarlo, no resultaré convicta de haber cometido una traición.
Ismene. - ¡Oh tú, que no te detienes ante nada! ¿Serás capaz a
pesar de que Creonte lo tiene prohibido?
Antígona. - Sin embargo, no le compete en absoluto separarme
de lo que es mío."
Enterrar a su hermano no es sólo una afrenta, sino una amorosa
obligación; de hecho, una posición ética ahí donde un imperativo
hace vehículo del amor.
"Antígona. - Es un honor para mí morir cumpliendo este deber.
Querida por él, en su compañía yaceré, en compañía de quien yo
quiero, tras haber perpetrado santas acciones, porque es más largo
el tiempo durante el que debo agradar a los de abajo que el tiempo
durante el que debo agradar a los de aquí arriba, pues allí yaceré
por siempre."1
Precisamente de deber se trata. No es una terquedad de
juventud. No se trata de una falsa oposición ni un enfrentamiento
ante los oprobios del Rey, ni siquiera de oponer ley contra ley. Lo
que está en juego es la vida y una posición frente a la propia
pasión. La vida puesta en juego por una posición ante el deseo.
Estamos ante una ética del deseo del sujeto. Esto puede escribirse,
retomando la propuesta de los cuatro discursos, en el primer piso
del discurso de la histérica, que no es otro que el del sujeto: $_^S1.
La ley que habita y comanda el andar de Antígona no es la del
gobierno de la ciudad, sino aquélla del deseo. Esta ley se convierte
en imperativo diseñando el campo de una ética singular: aquélla de
no ceder a la verdad del deseo. Su deseo no apunta a cualquier
lado, se juega en la entrega el semblante de un objeto que la
coagula. Ese objeto errado es su propio hermano. Por él, su vida
entrega. ¿Por él? Por algo que él representa. El hermano es el
estandarte de una ética de la fraternidad y, al mismo tiempo, una
reivindicación de lo irremplazable; de la singularidad. El hermano,
una vez muerto, permite a Antígona ubicarlo en un lugar de objeto
puro; de purificar el deseo. Esto, en el discurso del sujeto puede
escribirse así: $ / a. Allí donde el sujeto del deseo, Antígona, aquella
que no cede en su deseo, ubica a su hermano en el lugar de objeto
perdido, de objeto de deseo, pero también de desecho. Una posible
interpretación es presentar a la joven en un arrebato incestuoso:
había de donde recordar. Esta lectura apreciaría lo trágico en el
acto de morir, en el cumplimiento de un sacrificio frente a las
tinieblas del incesto. Pero el hecho de ubicar al hermano como el
objeto del deseo, pero también del desecho, señala otro camino que
desviaría la idea de que los jóvenes hermanos se encontrasen
amarrados por lazos incestuosos. El amor fraterno no es
necesariamente incestuoso. Tal vez aquí se abra la vía para pensar
una ética radical de la fraternidad, en vez del pozo de las
trasgresiones mortíferas.
Antígona ubica a su hermano en el espacio de lo ¡rremplazable,
no de lo apetecible. Polinices es quien ha habitado su misma
morada materna, es aquel que no se puede remplazar. El marido sí,
incluso los hijos. Pero un hermano, una vez muertos los padres, no
es posible. El hermano tiene un lazo que nadie puede compartir.
Haber habitado el espacio del vientre materno genera vínculos
misteriosos que no se entienden fácilmente. Pero aún más radical,
la defensa de la joven no apunta al misterio de esa morada
compartida y sus efectos, sino a la singularidad de ese lazo y a lo
¡rremplazable de su hermano. Así se levanta la dolorosa voz de la
muchacha que defiende por su hermano lo que no hubiese hecho
por nadie:
Antígona. - ”... a juicio de los bien pensados, no hice otra cosa
que tributarte las honras debidas. Pues ni aunque se hubiera
tratado de unos hijos nacidos de mí, ni de un marido, que, muertos,
se estuvieran descomponiendo, jamás habría arrostrado esta
prueba llevando la contra a mis conciudadanos. Pues bien ¿en
gracia a qué ley me expreso así? Simplemente porque marido,
muerto uno, otro habría, y un hijo de otro hombre si hubiera perdido
al primero. Pero, ocultos en el Hades madre y padre, no hay
hermano alguno que pueda retoñar jamás. Sin embargo, pese a
haberte dedicado los más altos honores de acuerdo con tal ley,
Creonte entendió que ese mi comportamiento constituía un delito y
una osadía tremenda, ¡oh hermano!"2
En esta apología a la fraternidad se afirma también un elogio a la
diferencia: Polinices es único; es porque es. En esta afirmación de
la contundencia del hermano, brilla la afirmación de la singularidad
del sujeto frente a todos los demás. Mi hermano es, y por ello
merece su singularidad y sus honores. Resplandece el sujeto frente
a la propuesta de ratificación dictada. Se hace evidente que la
defensa de Antígona es el acto del sujeto del deseo. Otra vez, leído
desde el discurso de la histérica, bien podría ubicarse en la
escritura discursiva: # —»S1. Es decir, la afirmación del sujeto frente
al significante amo; el posicionamiento del sujeto frente a la ley; la
controversia del deseo frente a la imposición. $ y S1, allí, en la
evidencia discursiva. Y aquí tal vez valga aclarar lo evidente. Decir
discurso de la histérica no es nombrar ni una patología, ni una
clasificación ofensiva. Es presentar al sujeto habitado por su deseo.
Histérica no es etiqueta, insulto o codificación femenina; es el modo
de nombrar a quienes, faltantes en su completud, hacen de su
deseo camino. Histérica: personaje del sujeto habitado por el deseo
y la falta.
La afirmación de la singularidad no niega la otredad. Cuando
Antígona defiende hasta las últimas consecuencias la diferencia de
Polinices, se afirma ella, en tanto su hermana. Ella es la hermana
del ofendido. Pero hay más. Su afirmación la lleva a las sombras del
túnel, allí donde camina por voluntad propia. Su proceder responde
a una decisión que tiene mucho de ética; sí, de la ética del sujeto.
Ética que cumple con la misma propuesta kantiana de acatar el
deber por voluntad. En Antígona, lo que se acata es el deseo, pero
como acto de posicionamiento; como voluntaria decisión.
Aquí se abre una puerta más del laberinto. Antígona, en su
dolorosa soledad, en su caminar heroico y solitario entre la vida y la
muerte, avanza autónoma y se dibuja autónoma ante el mapa de la
ley.
Así se lo dice el coro, reprochándole y doliéndose al mismo
tiempo, su apostado transitar: "Coro. - No se puede negar que
marchas ¡lustre y merecedora de toda alabanza esta celda de los
difuntos sin haber sufrido el azote de una enfermedad agotadora y
sin haber obtenido el pago que dan los puñales, sino que eres la
única de verdad entre todos los mortales que por decisión propia
vas a bajar al Hades"3.
Antígona, sola entre los mortales, desciende a los bajos mundos,
avanza a los infiernos por decisión propia, dice el relato en
castellano, pero autónomos se lee en latín y aozovo/jog en el texto
original griego. No se trata tanto de una decisión propia como de un
acto de autonomía.
¿Se trata de una autonomía, como aquélla tan desprestigiada del
yo? ¿Volvemos, al final, a una reivindicación del ego? No. Se trata
de algo radicalmente diferente. Lo que afirma la joven es su
singularidad, sí, pero fundamentalmente su inquebrantable lugar
como sujeto que, frente al Universal, al Todo, al Absoluto o a la ley
que se levanta y aplica, no es, a pesar de todo, absorbido,
nulificado, ... nadificado. Pero ningún sujeto, ya lo señalamos en el
capítulo sobre la ética, es subsumido; el sujeto es también lo
singular frente al sueño del absoluto. El Absoluto propone la
disolución del sujeto pero es el sujeto quien lo fractura en su
insensata desmesura; Lacan lo dice de una hermosa manera:
"Antígona se presenta como autónomos, pura y simple relación
del ser humano con aquello con lo que se encuentra su
milagrosamente portador, a saber, el corte significante, que le
confiere el poder infranqueable de ser, opuesto y contra todo, el que
es. Estamos ante una enorme afirmación, de algún modo, el sujeto
tiene también un enorme poder: su singularidad, la autonomía que
lo habita. Es un poder frente al sistema, al Absoluto', ante la ley
como absoluto”4.
La frase de Lacan en francés al final dice: ... qui lui confere le
pouvoir infranchissable d' étre, envers et contre tout, ce qu’il est.
Subrayemos envers et contre tout. ¿Será que el sujeto es el reverso
del todo? ¿Será el reverso de lo totalitario; lo que lo descompleta?
No sólo eso. Si en algo Lacan pone el acento al comentar esta
tragedia, es precisamente en que Antígona funciona como corte
significante frente a la estúpida obsesión de Creonte por colocarse
como Otro sin tachadura.
Antígona, de allí su trágico andar, convocando a los dioses para
defender la legitimidad de su alegato, no sólo lleva su deseo hasta
sus últimas consecuencias, no solamente promueve una dignidad
de su hermano, sino que se ofrece como portadora del límite ante el
poder insensato. Ella evoca la ley de los dioses, esas que son
intachables, no sólo en una pugna de legalidades, sino para mostrar
al tirano su extravío; su confusión legal. Antígona no sólo no
aceptaba las leyes impuestas por el soberano, no sólo acataba
como un deber el amoroso sepelio, sino que se sostenía orgullosa
sobre leyes que ella consideraba más allá de lo inmediato. Ella no
infringía la ley; de hecho la obedecía. No se trataba de un
enfrentamiento de legalidades. Creonte promovía una ley; ella,
decidía otra. Se movía por leyes más allá de los mortales, por la ley
de los dioses. Él mandaba desobedientes. El amo quería imponer
una voluntad errada ... la del Absolutismo. Así, ante la acusación
de Creonte de realizar trasgresión, ella espeta: "Es que no fue Zeus,
ni por asomo, quien dio esta orden, ni tampoco la Justicia aquella
que es convecina de los dioses del mundo subterráneo. No, no
fijaron ellos entre los hombres estas leyes. Tampoco suponía que
esas tus proclamas tuvieran tal fuerza que tú, un simple mortal,
pudieras rebasar con ellas las leyes de los dioses anteriores a todo
escrito e inmutables. Pues esas leyes ... están vigentes ...
permanentemente y en toda ocasión. ¡No iba yo, por miedo a la
decisión de hombre alguno, a pagar a los dioses el justo castigo por
haberlas trasgredido!"5
En el acto de declarar ante los dioses la legalidad de su proceder,
en ese mismo gesto, ubicaba la acción de Creonte en el espacio de
la ilegalidad divina.
Con ello la joven se entrega como la voz del límite; ella encarna el
corte significante; ella asume la legalidad de los límites. Con su
entrega, con su no ceder al deseo, Antígona enfrenta la ley del
tirano. Ella se ofrece a la tachadura. Escribámoslo así, esta vez en
el discurso del Amo: S1 ----- $
Hasta ahora siempre se había comentado el acto de Antígona
como quien es fiel a su deseo, como heroína de una ética del sujeto
del deseo, como portadora de la contravención. Rebeldía que se
situaba en $ ------- p- S1. Pero ahora, con la estructura de los cuatro
discursos, habría que extender la geografía. Antígona ocupa el
lugar de agente en el discurso de la histérica, pero en el del amo
funge como su verdad: S 1 /$
El sujeto no se afirma ante sí mismo, sino desde él mismo; su
afirmación es ante el Otro y sus modalidades. Ahora el Otro no sólo
se reduce a la familia. El psicoanálisis no es un familiarismo. La
incluye, pero va más allá. Las modalidades sociales del Otro, lo
ubican en el campo de lo político. Al sujeto también. La historia de
Antígona es esencial para mostrarlo. Pero habrá que ir más allá.
Habrá de deconstruirse el lugar de Creonte, es decir, el discurso del
Amo, para ver también desde allí, el funcionamiento discursivo y el
lugar del sujeto.

e) Del trono al extravío: las declaraciones del am o

Creonte es el Tirano. Aventurado es este apelativo si no se muestra


la diferencia entre el embriagado de poder y el rector. El cuñado de
Edipo toma el mando de la Nave del Estado por la muerte de los
dos muchachos llamados a ocuparlo. Sale de su sombra para
aposentarse en el trono. Con ello retoma lo que parecía ansiado
pero lejano. Lo toma con un gesto y un olor desagradable. Toma
entero el poder sobre el cadáver de los infortunados. Así, en su
primera aparición en el escenario de la trama asegura: "me hago
cargo yo de todo el poder y ocupo el trono por mi afinidad familiar
con los muertos"6.
Amén de la fuerte resonancia de ese que todo yo, asuma todo el
poder, al principio se muestra cauteloso. Sus declaraciones las
quiere hacer como las de un sobrio soberano asegurando que su
accionar como capitán de navio estará comandado por el bien de la
ciudad. Digno compromiso de un político. Así, en su discurso de
toma de posesión dice: "En efecto, yo, (...) ni callaría si observara
que el infortunio en vez de la salvación va derecho contra mis
conciudadanos, ni haría jamás amigo personal mío a un enemigo de
la ciudad, consciente de esto: de que ella es la que nos salva, y de
que navegando en cubierta de ella, avanzando derecha sin
inclinarse ni a un lado ni a otro, es como conseguimos los amigos.
Estas y no otras son las normas con que voy a acrecentar yo el
poder de la ciudad"7.
Sin embargo, poco a poco va mostrando el cobre y las fisuras. El
metal que se oxida; las cuarteaduras por donde se filtra la maldición
del poder. Triste fue su primer decreto y torpe su proceder, pues
condenar a la joven Antígona a tan severo castigo, muchos males
trajo consigo. El primero de los evidentes es su caminar tropezando
con otros. Su decisión le hizo enfrentarse a muchos. Algunos
"débiles" y otros no.
El primer enfrentamiento lo muestra precipitado y soberbio. Una
vez que fue descubierto el primer rito funerario hacia Polinices, osa
Corifeo decir lo que su conciencia le sugiere: que tal vez tal hecho
pudiera ser propiciado por los propios dioses. Encolerizado y
desconfiado amenaza al viejo, interpela a las deidades y ubica la
acción de la joven junto a la de los malhechores.
Creonte grita: "¿Acaso fue que los dioses colmaron de honores
por considerarlo un bienhechor? ... ¿O es que observas que los
dioses aprecian a los criminales? No es eso posible ... vienen
soportando muy a regañadientes esta mi autoridad y por eso andan
murmurando contra mí sacudiendo a escondidas su testuz, sin
mantener su cerviz bajo el yugo de mi autoridad con lealtad, de
suerte que redundará ello en afecto hacia mí. Me consta, y ello es
una fácil deducción, que quienes han hecho esto lo han hecho a
instancias de ésos, seducidos por una buena remuneración"8.
El Soberano sabe, conoce los motivos de los mortales y el
razonamiento de los dioses. Nada se oculta a su mirada y su
conveniencia. Él sabe la verdad y el correcto proceder; para eso es
el rey y sabe ... mandar.
Por ello ante Antígona afirma su ley empujándola a acatarla,
como otros, por miedo, orillándola a desistir, no de su decisión, sino
de su singularidad.
Creonte: "¿Sabías que un edicto ordenaba que nadie hiciera lo
que tu has hecho? ... ¿Y aún así osaste trasgredir esas leyes?"
"Tú eres la única entre los cadmeos aquí presentes que tienes
ese punto de vista."9
No le importa lo que dicen las hermanas, ni los viejos, ni el coro;
menos le va a importar lo que diga su hijo.
Así, frente a ese joven que veía arrebatada a su virgen prometida
y destruido su futuro nupcial, realiza una peligrosa fusión entre amo
y padre. Creonte encarna ese lugar, esos lugares. Él los debe
encarnar, pues como tal quiere mandar. Con fingido recelo y
después de escuchar la sumisión del mancebo, se expresa así:
"¿verdad que no te presentas aquí rabioso contra tu padre, por
haber llegado a tus oídos el dictamen definitivo relativo a esa tu
prometida? ... Sí, hijo, así es como conviene que lo tengas metido
en tu más profundo interior: que todo quede postergado ante el
punto de vista de tu padre"10
Pero sus argumentos pasan de defender el bien de la ciudad, a
cuidar la fuerza de su autoridad. El mal de Antígona era menos su
alegato amoroso que el desafío a su investidura.
Así asegura: "escupe a la muchacha esta como se escupe a un
enemigo y déjala que se despose en el Hades con algún muerto.
Digo esto porque, en vista de que la sorprendí en actitud desafiante,
la única entre todos los miembros de la ciudad, no voy a caer en el
error de defraudar ¡eso nunca! a la ciudad, sino que la mataré"11,
"... no hay mal peor que la rebeldía a la autoridad: es ella quien
echa a perder las ciudades, quien hace que se desmoronen las
casas, quien rompe la retirada de las armas aliadas."12
Lo que parecía secundario toma el relieve que ocultaba y tras el
juicioso capitán que quería el bien de la nave, aparece un amo que
quiere sólo mandar y sólo gobernar.
Ante las cautelosas súplicas del hijo que narra cómo, no
solamente él, mancebo enamorado, sino las voces de la ciudad,
piden clemencia y le llaman a mandar con juicios razonables siendo
clemente con Antígona, su cólera se enciende y su verdadero rostro
resplandece en medio de los brillos del poder.
Desde ahí interpela la inconsistencia de la juventud: "¿Los de tan
avanzada edad hasta vamos a dejarnos enseñar ahora a
recapacitar a requerimiento de una persona tan joven de edad?"
Enjuicia el desvarío de la juzgada: "Es que no está tocada ésta de
la enfermedad de la perversión?"
Se declara soberano de las decisiones: "¿Es que me va a decir
una ciudad lo que tengo que decidir?"
Afirma que la ley y el poder son él: "¿Es que tengo que gobernar
este país a gusto de otro que no sea yo?”
Se apropia de la nave:
Hemón. - “Es que no hay ciudad alguna que pertenezca en
propiedad a un solo hombre”.
Creonte. - “¿No es norma considerar la ciudad propia del jefe?"
Y ordena sin saber el destino mortal de su hijo:
Creonte. - “No hay forma alguna de que te cases nunca jamás
con ella viva”.
Hemón. - “Entonces hay que deducir que ella morirá y que con
su muerte arrastrará a alguien"13
El poder lo ha embriagado y no parece detenerlo nada, ni la
invocación que hace Antígona y Hemón de su afrenta a los dioses,
ni siquiera la voz lejana de un poderoso adivino. Tiresias, al
escuchar con sus ojos y al mirar con el poder de su sabiduría, funge
como aquel que intenta moverlo a la cordura y le asesta una
llamada de atención y temor.
El viejo le sentencia que está al borde del abismo, le advierte que
los dioses no están contentos con su proceder.
El amo se enceguece y se aferra a su decisión: "¡Todo menos
enterrarlo! Ni aunque las águilas de Zeus se decidan a atraparlo con
sus garras y llevarlo como carroña hasta los tronos de Zeus, ni aún
así permitiré enterrarlo, sin miedo a que ello constituya mácula,
pues bien sé que no hay hombre alguno que pueda mancillar a los
dioses".
Y acusa al adivino de conspiración y corrupción: "Enriqueceos,
traficad con el ámbar de Sardes, si os apetece, y con el oro de la
India".
(...) "Es que la raza de los adivinos está toda encariñada con el
dinero."14
El adivino ofendido, no sólo le advierte, sino que lo
desenmascara: el resorte de su accionar tiránico no lo mueve una
sed de justicia, ni una propensión a la ley; lo que busca con su
insensata posición es querer mandar más allá de la vida, más allá
de la muerte ... Intenta mandar al más allá tratando de apuñalar a
un difunto. La desmesura de Creonte, evidencia el anciano, es
intentar ordenar no sólo a los mortales, sino a los muertos; no
solamente legislar en la vida, sino en la muerte; no nada más
mandar en los campos de Zeus, sino en las sombras de Hades. El
amo se cree señor de la vida y mandatario de la muerte, por eso
solo dándola a unos y quitándola a otros se siente amo.
El ciego mira la verdad y la enuncia. Creonte quiere todo el poder:
como mortal, como dios; como todo. Quiere matar a un muerto,
quiere castigar a la virgen, someter al hijo y atemorizar al pueblo.
Creonte, cegado de poder, se cree el poder.
El amo encarnado como ley absoluta no funge como mediador
entre la legislación y su cumplimiento social, sino como ejecutor
violento de una suplantación de la jurisprudencia. Allí el amo realiza
su ley, no la ley, en el campo de la crueldad. Crueldad: acto feroz
que violenta la legalidad. La crueldad es la acción de un poder que
no acata la ley sino su trasgresión. Trasgresión realizada desde el
poder, anidada en las sombras de la ley, que puede intentar legislar
pero que carece de legitimidad jurídica. El amo entonces se
convierte en torturador y en ejecutor de una ferocidad particular de
su totalidad imaginaria. La crueldad no tiene que ver sólo con la
pulsión de muerte, es el ejercicio del uso del otro para satisfacer
una sed de poder absoluto. Se trate de un marido transformado en
Macho cabrío, de una madre transmutada en bruja del pantano, de
un capitán de navio en los sótanos de la Escuela de la armada, de
un judicial con su picana y su tehuacán o de una niña frente a un
perro tirado, la crueldad es la enfermedad de un poder que se vive
totalitario en un acto por demás particular. La crueldad no alude a
una psicología de la maldad, sino al ejercicio de un poder
enceguecido de totalidad.
Creonte no es rector, ni timonel de la Nave del Estado, es edicto
para torturar mujeres, voz para someter hijos, puño que golpea la
ciudad y sordera ante la ley y sus procederes. Creonte pasa de
gobernante a tirano por la vía de la crueldad. Ese es también el
camino de su perdición. No hay crueldad sin víctima, como no hay
victimario sin castigo. Castigo tardío, inútil, subjetivo, histórico o
social, pero castigo al fin. Tal parece ser el mensaje de Sófocles, de
la historia también. El amo que se cree todo, se enferma de
crueldad y recibirá por ello castigo.
Aquí está el meollo de la trama. No se trata de dos leyes
enfrentadas, ni de dos legalidades antagónicas. Creonte no
representa la ley, la encarna como amo absoluto. Su proceder no es
legal, sino erróneo. Creonte no está habilitado de la razón del
Jurista, sino de la sed del Tirano. Su juicio se extravía al querer
elevarse como amo total. Su poder se ensaña con la joven
enamorada: no la condena a muerte, sino a las tinieblas. No ordena
su muerte, exige su tormento. Antígona no es cortada por la espada
de la Justicia, sino obligada a vivir entre la vida y la muerte,
empujada a vagar entre los mundos de la ciudad; es enterrada viva.
Creonte la acorrala en una franja entre la vida y la muerte, y con
ello intenta legislar entre el día y la noche. Deja su vida en vilo
apropiándose del destino de su muerte.
Con Polinices no es menos feroz. Si a la doncella le roba la vida
secuestrando su muerte, al joven odiado quiere arrebatarle su
segunda muerte.
El amo que pone en vilo la vida y quiere mandar sobre la muerte,
sea desapareciendo ciudadanos o negando sepultura, evidencia, se
adjudica un adjetivo político, se vuelve amo sádico. O buscando un
sinónimo, sería un Déspota cruel.
Con la humillación feroz a la vida de Antígona y el mandato del no
entierro de Polinices, Creonte no +iace cumplir la ley, sino la
apostilla. Rey de Tebas por el camino del infortunio y los muertos,
intenta infringir una franquicia, intenta romper la barrera de la ley;
intenta ir más allá de la ley misma ordenando robarle la vida y sobre
todo la muerte, a un ciudadano. Creonte no tenía ningún derecho a
hacerlo.
Su posición no es semejante a la de Antígona. Alguien podría
creer que él, como sujeto, fue fiel a su deseo. Pero no es lo mismo
actuar de acuerdo al deseo que te habita, que intentar encarnar la
totalidad de la potencia imaginaria. Creonte siendo sujeto ($) atenta
contra su condición y quiere engendrarse en amo total (S1) El hijo
de Meneceo no soporta su condición de sujeto y se encarama al
poder como siendo él. Más claro, ni el agua. Creonte, en el discurso
del amo, apuesta a ordenar como S1, siendo $: S1 / $
Su sueño yocrata, tiránico, es disolver su categoría de sujeto.
Sujeto a la ley, como cualquier gobernante. No es lo mismo ser el
que inviste el poder ejecutivo, que investirse a sí mismo como el
poder ejecutor. El ejecutivo está sujeto a la ley, ese es su mandato;
debe mandar obedeciendo.
Creonte incluso en el campo ético, resbala en el equívoco, cae en
lo que Aristóteles llama error de juicio. El error, a^ap-tia, es querer
ir más allá de la ley, de desbordar la ley, de rebasar los límites.
El tirano no actúa habitado por su deseo, sino por su propio error
de querer negarse como sujeto y volverse un monstruo con cuerpo
de ley.
Eso le dice Corifeo cuando le ve venir con el cadáver de su hijo
Hemón, y el desafortunado Tirano lo reconoce al final:
"¡Ay, yerros de mis mentes demenciales ...
¡Ay de mí, qué cosa más desdichada las decisiones que tomé!"15
Corifeo lo dice claramente, todo fue fruto de su propio error,
a|iiapxia, no de su apasionado deseo. Su error fue creerse infalible,
soberano de sí y de todos encaramado como S1.
Su error fue jugar al autócrata disfrazado de significante (S1) en
vez de arriesgarse a la autonomía limitada del sujeto ($)
Pero hay más. Como muchos de los tiranos, su supuesta
soberanía no es sino una máscara de la cobardía. Creonte no es
sólo déspota, ni el que erró, ni el cobarde que perdió. Su verdad no
aparece en el lujo del palacio sino en los polvos del camino.
Así, cuando, si fuese congruente, debió sostener su palabra ante
las amenazas del ciego, decide correr a deshacer lo mandado. Allí
donde debió desafiar la muerte como amo que era, corre
tembloroso para conservar su pobre vida.
Recordemos una de las últimas escenas, ahí, cuando advertido
por Corifeo, asustado se apresura a enterrar al hermano apestado.
Quejoso y debilitado exclama:
"¡Ay de mí! Mucho trabajo me cuesta, pero, sin embargo depongo
mi corajina renunciando a mi resolución, pues contra el destino no
se debe en modo alguno sostener un combate condenado al
fracaso."16
Evidencia en la palabra. En el momento de la verdad, cuando el
opositor no es una humillada doncella o un desarmado hijo, sino un
vidente, el amo reconoce su debilidad y su ilegitimidad: no se
trataba de derecho y leyes, sino de corajina. En el momento
decisivo, el amo se muestra sujeto, se quita la máscara y enseña su
rostro enrojecido de subjetividad, contraído por la verdad de sus
torpes sentires. Así, mi querido Cabrón, que usted no está habitado
por deseo ni comandado por ley, sino afectado por la corajina. Vaya
capitán de la Nave ... debería, permítaseme decirlo, espetarle el
Coro.
La mascarada arroja sus disfraces y el soberano se muestra
desnudo de investidura. Su lugar de amo sería tal por su
inquebrantable desafío a la muerte y su férrea convicción en la
firmeza de la ley. Pues ni lo uno ni lo otro.
En su siguiente declaración a aquélla de la deposición de su
decisión, lleno de prisa y miedo, ni siquiera se arregla la capa en el
momento de correr a resarcir sus arrebatos ... "Pues me temo que
sea lo mejor cumplir las leyes establecidas si con ello salvo la
vida"17.
El telón que cubría al Rey, ha caído. Son sus palabras las que lo
desnudan. No se trataba de cumplir la ley, sino de desatenderla. El
Tirano, lo evidencia su decir, sabía de las leyes establecidas, sabía
que no las estaba acatando y aun así ... El amo no actuaba
apegado a legalidad, no se trataba de una dialéctica de leyes,
aquélla del deseo y esta otra del Estado, el Ejecutivo del trono sabía
que él y sólo él estaba llevando las cosas al campo de la
trasgresión. Él, con su ley, quiso someter la ley. Si en esta historia
había alguien que apostaba por la trasgresión, no es Antígona, sino
Creonte. Pongámoslo en blanco y negro: el amo con su cobardía
descubre su trasgresión. Como muchos otros, este Tirano de Tebas
estaba enfermo de perversión (de páre - versión) El rey que se cree
por encima de la ley termina debajo del tapete ... o de la tierra.
Aquel que se quiere subir más allá del trono acaba, casi siempre,
tirado en lo sombrío de la escalera de la historia. La maldición del
poder se vuelve evidencia cuando los encargados de hacer respetar
la ley quieren violarla desde su impostura soberana. El poder tiene
una maldición: el poder. La mazmorra del tiempo está llena de
aquellos que quisieron pasar de legisladores en el poder, a
encarnar el poder en tanto ley absoluta, en tanto la legislación
misma. Navegue usted, con todo y su coral blanco a Santa Elena,
su majestad; acomódese junto al escusado, licenciado; que
Almoloya, sr. Salinas sea su olla; junte las cenizas en su quijada
Felipe, después de la arada sin desquite; ahora hasta el loco
general Pinocho se hace que no tiene chocho. Al Tacho con esa
cosa sosa llamada Somoza.
Lo que produce el poder cuando gangrena la ley es la infección
del impostor. El amo, queriendo comandar la nave sin ver ni
escuchar, lleva la embarcación a encallar. La lleva a los arrecifes
donde la verdad, hecha de roca dura, revienta cualquier casco, sea
de madera griega o de metal nazi.
El capitán que se cree Dios, que asume el timón de la historia
como su pertenencia, lleva el navio a un seguro extravío. En su
errar del Absolutismo, en el naufragio de los imperios, lo que se
produce es la identificación del amo con lo que pierde, con lo que se
pierde; con aquello que se especifica como un resto. El amo
absoluto termina arruinado y encarnando esa ruina. Dice al final
Corifeo viendo llegar al desdichado con su hijo ensangrentado:
"¡Mira ahí!: el rey en persona viene hacia aquí, portando entre sus
brazos clara evocación, una ruina, si no es pecado decirlo, no
causada por extraños sino fruto de su particular error.”18 Esto puede
escribirse así: S1_— ^ S2
$ a

Allí donde a, el objeto del deseo y del desecho, acaba siendo el


cuerpo de su hijo, pero también su propia historia. Lo que produce
la verdad del discurso del amo ($) es el desecho del cuerpo de su
hijo ensangrentado y la evidencia de su ruinosa vida, es decir (a) en
el lugar de la producción. Escrito en el piso de abajo del discurso
del amo: $ — ►a
Creonte arruinó a los suyos, al destino suyo. Destruido se
lamenta en un derrumbe sin fondo: "¡Ay, ay, ay, ay! ¡Me conmuevo
de espanto! ¿Por qué no me asestó alguien un golpe frontal con
espada de doble filo? Soy un miserable ¡ay, ay! Y en miserable
angustia estoy sumido"19.
En el tobogán de la Tragedia, al Tirano le sale el tiro por el amo.
Sí, también por el ano. Su destino de resplandor acaba siendo un
ruinoso estado. Dejemos la torpe ironía y escribámoslo tal como
Lacan lo propondría:
Allí donde $ quiere encarnar S1, donde el saber del oráculo S2 le
muestra su desmesura, la historia le impone su verdad S1 $ y
produce su ruina y la de su familia como a, es decir: S1 ^ S2
$ a

f) La muerte y la princesa

Ahora, algo es importante: el derrumbe del que se creyó Rector, es


responsabilidad propia y de su propio error, pero es propiciado
desde la otredad. El amo apuesta a negar su falta, pero hay alguien
que se lo impide. El Tirano quiere encarnar lo absoluto, pero hay un
límite que lo interpela.
El Uno se cree indivisible, se propone Unidad Única, pero viene el
otro y le muestra la fragilidad de su esfera.
Creonte, hacia el final se arrepiente, incluso da marcha atrás a
sus designios. De hecho, aquello por lo que peleaba Antígona se
consuma: su hermano ofendido recibe honrosa sepultura de las
manos mismas del legislador ofensivo. Pero es demasiado tarde.
Cuando quiere enmendar el daño provocado, no hace sino
extenderlo. Creonte espoleó a la joven virgen a deambular entre la
vida y la muerte, pero Antígona empujó a Creonte al abismo de sus
faltas; a la evidencia de su falta.
La doncella, aquella que debía vagar en la frontera entre la luz y
la noche, en una zona ambigua y, por ello, desquiciante, quebranta
una vez más el mándato y se quita la vida para darse la existencia.
Curiosa situación; la joven, con su muerte, ya difunta, desacata las
órdenes, espetándole su absurdo a aquel que quería reinar en ese
más allá. Ella muerta desobedece al que soñaba mandar a los
muertos. Ni allí, en el umbral de las sombras, ni en el más allá, pudo
someterla. Antígona desobedece dos veces.
Pero aún más radical. El amo arrepentido quiere reparar sus
errores, intentando, con ello, salvarse. Pero la muerte de Antígona
se lo impide. Le impide dar marcha atrás, pero fundamentalmente,
salvarse. El amo llega tarde y su destino lo dictará el acto final de la
joven. La muerte de Antígona marca la muerte de la vida de
Creonte. Allí, en la misma penumbra del territorio señalado como
prisión para la virgen, su hijo, carne de su carne, le escupe a él
saliva y en un acto que tiene mucho de vaciamiento de la estirpe,
vomita la sangre que le habita para marcar de rojo el cuerpo de su
amada que pende, mientras el de él se desvanece en estertores por
la herida que su propia mano se obsequiara. Una muerte llama a
otra. Como ya se dijo, la madre del muchacho desangrado, al recibir
la noticia por boca de un mensajero, al pie del altar se da la muerte
con filosa espada al tiempo que se lamenta y acusa ai Tirano de
asesino.
Antígona con su muerte desencadena la de Hemón y la ae
Eurídia; hijo destrozado y madre infeliz cubren de sangre la sombra
de la heroína. Y allí, hincado y suplicante, el amo tachado, pide a
gritos que la muerte lo arrebate de tan desastroso mundo. No es
necesario, él ya ha muerto en vida y por curioso que parezca, quien
asienta un golpe mortal es una muerta, una virgen muerta.
Lo aquí narrado despliega lo escrito como materna. Antígona ya
no puede ser leída como una apasionada solitaria ($), como una
rebelde frente a leyes transitorias, como $ ante S1. Ahora debe
ubicársele también en otra función, en otro discurso. Allí donde el
amo se creía infalible e incluso capaz de componer, remediar y
además, de salvarse, la joven le impone la verdad de su existir, a
saber, que la verdad de S1 es $ ... sí en el otro discurso, en el del
amo: SI
$
El Coro de Sófocles lo dirá así:
"... los razonamientos inmoderados de los arrogantes, al sufrir
como castigos golpes inmoderados, les enseña con la vejez la
sensatez."20

g) Conclusiones preeliminares

1. El psicoanálisis es un dispositivo fundamentalmente ético porque


interpela al sujeto a posicionarse frente a su deseo. Pero no nada
más. Una vez situado el mapa de los lazos sociales, de las
relaciones discursivas, el sujeto se ve confrontado a un laberinto de
vínculos que lo colocan frente a un mosaico político.
El paso de una ética del sujeto del deseo a una subjetividad
política, no sólo responde a una cartografía discursiva, sino ai lugar
que el sujeto ocupa en cada una de las estructuras de los discursos,
y a la función que desde ahí desempeñe. La dimensión política del
sujeto señala al menos dos cuestiones.
El sujeto, interpelado por la pregunta ética, responde
posicionándose. La interpelación es: ¿has actuado de acuerdo al
deseo que te habita? El sujeto se ve así confrontado, éticamente,
ante el deseo. Esta dimensión muestra, más que un imperativo, un
derecho al deseo, una legitimidad a vivir habitado por el deseo; una
ciudadanía a la pasión del sujeto.
Ahora bien, tal como se señaló en el capítulo sobre la ética, el
sujeto aparece no sólo habitando el deseo, sino habitado por la
diferencia. En el corazón mismo del sujeto existe ese real, ese das
Ding, ese inasimilable, ese incomparable. De allí, la pregunta puede
extenderse a ... ¿has vivido de acuerdo a la diferencia que te
habita? El horizonte se torna complejo pues tal requerimiento abre
las puertas a la interrogante política. Vivir de acuerdo al deseo, es
una cuestión ética; llevarlo hasta el acto del ejercicio de la
diferencia, es una posición política. La posibilidad de vivir la
diferencia incluye al sujeto y, evidentemente, al otro. Es frente a la
otredad que la diferencia se ejerce. Sea ante el otro, o frente al
Otro. Este posicionamiento empuja a la necesidad de una política
de lo disímil, de las diferencias.
La diferencia que me habita me advierte también del derecho a la
diferencia del otro. La dificultad se redobla pues no sólo se trata de
enfrentarme al reto de asumir (o no) la diferencia que me habita,
sino de estar advertido de que el otro está habitado también de la
diferencia. El reto se politiza pues si la diferencia me habita, y debo
responder a ella, también debo recibir la diferencia del otro.
Pero no nada más. La diferencia me enfrenta a mi abismo y mi
singularidad. También me encara ante el derecho a la diferencia en
el otro, a la diferencia del otro. Ahora, las cosas se complican,
cuando el derecho a la diferencia no se declara ante otro
semejante, frente a otro sujeto, sino ante el Otro como instancia
simbólica y de la ley. Así, si la diferencia se despliega frente al Otro,
la posición de sujeto no puede no tensarse y afectarse. Ante la
declaración de la diferencia frente al Otro, la dificultad se abre por
las posibles respuestas de este Otro ante la diferencia que encarna
el sujeto. Porque desde el campo del Otro, la política puede ser la
de la legalidad que puede representar, y por ende la tolerancia
frente a la diferencia, o por el contrario, puede desplegar sus
máquinas para intentar negarla, silenciarla, y en el peor de los
casos, destruirla. Lo violento es que para desaparecerla, sólo tienen
el camino de la aniquilación ... de la vida; de la aniquilación del
sujeto como instancia de la vida. El Otro no puede imponer su
unidad pues existe el sujeto, ni puede ejercer su totalitarismo ya
que, precisamente, el sujeto funge como obstáculo. Si se acepta la
diferencia no hay posibilidad de totalidades, no sólo porque el sujeto
es lo que descompleta los sistemas, sino porque si se aniquila,
desaparecería sobre quién mandar, rompiéndose la legitimidad
misma de la ley y el sistema autoritario. El Otro difícilmente optaría
por una política de la aniquilación, aunque la historia muestra
dolorosos ejemplos contrarios a esta posición. Ante tal situación, se
pacta una política de la paz que reconozca el derecho a la
diferencia, o se abren los oscuros caminos del intento de
sometimiento. Sometimiento del otro o por el Otro. Frente a la
diferencia no puede no tomarse una posición política: o la paz o la
guerra; la tragedia y la solidaridad, ola violencia y la agresión. La
política que exige el psicoanálisis, como puede verse, no se
restringe a una política de la diferencia, va más allá al promover una
política de la diversidad; de los laberintos de la diversidad.
El psicoanálisis muestra algo fundamental: la función del sujeto
es, precisamente, aquélla de la diferencia en tanto imposibilidad de
asimilación por parte de cualquier absoluto. El sujeto descompleta,
en tanto incomparable, cualquier sistema. Tal vez por ello el
discurso del amo lo que pretenda sea anular su diferencia,
intentando borrarlo en la densidad de lo soluble. El poder, cuando
se sueña absoluto, apuesta a desactivar la función deI sujeto, echa
a andar toda su maquinaria para deslegitimar o socavar el derecho
a la diferencia que el sujeto encarna. Además, el sujeto está
imbuido en una diversidad de posiciones que muestran esa
descompletura del absoluto. Esa diversidad genera la dispersión de
toda propuesta de sometimiento, sea a una historia global, a un
sistema totalitario o a un Otro absoluto.
Esta situación muestra que el poder no se ejerce sin una
resistencia radical: la del sujeto. Tal vez las críticas de una
concepción vertical del poder en Foucault, o de un peligro de
funcionalismo en los aparatos del Estado en Althusser, tengan
fundamento. En ambas posiciones, el poder aparece ejerciéndose
sin que se señale ningún lugar estructural de descompletura,
respuesta o resistencia.
En Lacan, el poder no se puede pensar sin fallas, su falta es,
precisamente, la función subjetiva. Sujetado como está a la ley, al
lenguaje y a sus determinaciones, el sujeto, por ese real que
vehiculiza el deseo, incompleto está, e incompleto actúa; pero
también su incompletud, ni la puede suturar ningún sistema, ni la
puede borrar ninguna legislación o terrorismo de estado.
2. Aquí aparece, precisamente, la segunda dimensión. El sujeto
es, deja ver Lacan, el reverso de lo absoluto. Su función aparece
como aquélla de descompletar lo que se quiere ofrecer como
infalible. Él resiste al absoluto. Ahora, esto le indica una cierta
autonomía. Es a través de una autonomía limitada, como el sujeto
responde al absoluto que quiere absorberlo. No se trata de un
sujeto autónomo, sino de una cierta autonomía del sujeto. La
autonomía del sujeto representa una diferencia incluyente. No se
trata de negar su sujetacíón al lenguaje, a la historia ni a los lazos
sociales; se trata de vislumbrar una función de resistencia a todo
absoluto, sin por ello perder su dimensión de sujeto. Autonomía
conviene más que libertad, y evidentemente, más que voluntad.
Esta figura no implica que el sujeto sea libre de la ley que lo
interpela o del inconsciente que lo ubica. El sujeto, sujetado está al
lenguaje, pero desde allí, puede declarar la legalidad de su
autonomía. Ésta no niega la ley, ni las estructuras con sus
determinaciones; implica una inclusión en la estructura legal, pero
también una posibilidad de diferencia.
Pongámoslo de otro modo. El sujeto está determinado por el
lenguaje. Su verdad se anida en el viaje del orden que lo precede.
Existe, sí, por insoportable que sea, una alineación estructural en el
Otro. Pero también ocurre el movimiento de retorno de ese viaje
alienante. Lacan lo llamó separación y lo escribe en el vector de
regreso en el algoritmo del fantasma. Acontece conjunción, sí, pero
también disyunción. Hay sí, la preexistencia del lenguaje:
eso lo evidencia el sujeto como carente, faltante y efecto
de la cadena significante; pero también concurre el movimiento de
separación $ que marca la falta en el Otro, ya que produce
un plus irrecuperable: a. Así, la fórmula del fantasma hace evidencia
$ 0 a
La propuesta es que ese retorno que tacha al Otro, es el estrecho
pero estructural acto de ser corte. El sujeto es en acto, la función
que evidencia el corte significante. La autonomía no es liberación
frente al Otro, es la posibilidad de un corte en tanto ilusión de
absoluto.
3. De este modo, el psicoanálisis es un dispositivo ético, pero
fundamentalmente una estructura política. No en el sentido de una
búsqueda de poder, sino de su radical cuestionamiento.
Habrá que decirlo. La experiencia psicoanalítica es
estructuralmente trágica, pues está configurada a partir del
irreductible conflicto de un sujeto carente, el cual, a pesar de todos
los esfuerzos que realice, no podrá negar su castración, su
naturaleza de incompleto, ni tampoco solucionar su división. La
sujetación y la falta son su condición de sujeto.
Pero también es cierto que esa dimensión de incompletud lo
ubica, descompletando cualquier intento de absorción a los
absolutos.
El psicoanálisis señala al sujeto en esa función. El sujeto, así, no
puede sustraerse de una ubicación política. Pero el psicoanalista
tampoco. Hasta aquí sólo se ha problematizado la cuestión política
del sujeto, pero no la del psicoanalista.
Se hace evidente que, al menos desde esta perspectiva, los
psicoanalistas no pueden desatender las verdades de la estructura.
Los psicoanalistas no pueden no responder a lo que constituye su
dispositivo, es decir, que son llamados a señalar cualquier intento
totalitario, sea político, ideológico o teórico que intente excluir la
cuestión del sujeto. Esta es la forma mínima de lo que llamaremos:
la política del analista.

2. De la ética del sujeto a la política del analista

Uno de los pasos fundamentales de la propuesta psicoanalítica fue


legitimar la incidencia del sujeto en el campo ético. Su llamado a
una respuesta frente a la urgencia del deseo y la legalidad histórica
de sus posicionamientos, ha sido uno de los aportes radicales al
campo de las ciencias sociales.
Pero el psicoanálisis, mostrando su estatuto ético al interpelar al
sujeto, también produce el diseño de un dispositivo clínico que
incluye la apuesta en ese camino del deseo y el lenguaje.
No se trata sólo del campo de la interpelación, sino aquél de la
tramitación. El psicoanálisis es el dispositivo que hospeda las
preguntas, las respuestas, los caminos y los barrancos del sujeto
del deseo. No sólo señala e interpela, también sostiene una praxis
de ello. En esa convocatoria, el analista hace de eso discurso.
Discurso: dispositivo de recepción del sujeto. Lo novedoso es que
en el espacio del sujeto, el analista se incluye en la historia del
mismo. No más división entre sanos y enfermos, normales y
anormales; ni entre funcionales o no.
El análisis propone una estructura que reconoce su diferencia
diametralmente opuesta al Discurso del Amo, su cuestionamiento
radical al lugar del saber funcionando como amo. También
participa, lo dijimos, de la estructuración del discurso del sujeto,
pero, más impactante, dibuja un discurso donde el sujeto tiene un
lugar en una clínica donde está incluido el analista.
Seamos precisos, no del analista como personaje, sino de la
función que acata. El discurso del analista es un artefacto que
recibe al sujeto a partir de proponerse como causa del deseo a
convocar. Lo dijimos, en el discurso analítico, se trataba de hacer
funcionar un saber sin sujeto que opere en el campo de la verdad.
Eso se escribe: _a__+ $
S2 S1

Partiendo de aquí, se formulará la propuesta de este texto: no


existe tanto una ética del analista (pues no es ni ley ni sujeto) como
una política; no se trata, por ende, de que el psicoanálisis sea una
nueva ética, sino que se promueve una política inédita.
Para desplegarlo habrá que reunir algunos textos y decires de
Lacan. Se verán aquí dos escritos y algunos seminarios tomando
como puntos de capitón que amarren algunas cuestiones
fundamentales para lo aquí tratado. Los dos escritos son: El número
13 y la forma lógica de la sospecha de 1945, y el célebre Dirección
de la cura y el principio de su poder del 58.
a) Lógica del sujeto y cálculo de la diferencia

Después de un largo silencio, Lacan resurge del ruido de la guerra.


Su pluma vuelve a hablar, pero con un curioso lenguaje y en un
extraño lugar. Dos textos reinauguran la palabra del psicoanalista:
El tiempo lógico y el aserto de la certeza anticipada y El número 13
y la forma lógica de la sospecha. Ambos versan sobre ciertos
problemas en el campo de la lógica pero, curiosamente, cae sobre
ellos una serie de sospechas: parecen raciocinios. Además remiten
a algo más; tratan de acertijos lógicos. Pero insinúan más que eso.
Textos publicados en una revista mucho más cultural que científica,
Cahiers d' Art no mencionan el campo psicoanalítico y brilla por su
ausencia cualquier referencia a Freud. En cambio aparece
explicitado, en el escrito sobre el número 13, un intento singular de
llevar a cabo una lógica de lo colectivo a la par (¿dialéctica?) que
una del sujeto.
La presentación de problemas aparentemente lejanos al
psicoanálisis, no lo es del todo, pues los acertijos allí trabajados
apuntan al vínculo entre el individuo, la colectividad y el campo de la
cultura. No lo hace de una manera transparente pero tampoco
oculta. Lacan no escribe del psicoanálisis, pero lo hace desde el
psicoanálisis.
De los dos textos mencionados, uno fue merecedor de un lugar
en los Escritos y de numerosos comentarios a lo largo de la
enseñanza de Lacan, el otro no fue incluido en la publicación ni
generó demasiado ruido e interés. Pero la disimilitud radica
también, amén de algunas otras, en el hecho de que el texto sobre
el número 13 fue, explícitamente señalado como un estudio político:
"Dedicamos este apólogo a aquéllos para quienes la síntesis de lo
particular y lo universal tiene un sentido político concreto. Y que los
demás prueben aplicar a la historia de nuestra época las formas
que hemos demostrado aquí"21
Algunos comentarios. Es curioso que a la exposición de un
problema lógico y su supuesta solución se le de el estatuto de
apólogo. En general esa fórmula se aplica para una ficción que
conlleva una fábula moral. La respuesta se encuentra, tal vez, en
que no se trata de algo moral sino político, incluso concreto. Hay
mucho de coyuntural en el señalamiento pero también es de
notarse que se propone este "apólogo" para la aplicación a una
lectura histórica: de fábula a espejo complejo. Lo que aparece como
propuesta es la posibilidad de aplicar esta historieta en tanto
analogía. Es por ese camino que se intentará leer este arcano. La
recurrencia al texto no será con el ánimo de analizarlo todo en sus
diversas vertientes, lógicas, epistémicas o aritméticas; se le
deconstruiría sólo para visualizar esa dimensión analógica que
apunta a una lectura política de nuestra época contemporánea.
El problema es el siguiente: frente a doce monedas semejantes,
es necesario distinguir una, cuya diferencia de peso se ignora si es
mayor o menor. Para encontrar la moneda diferente se cuenta sólo
con tres pesadas en una balanza, de dos platillos, claro, que no
tienen ningún índice de medición.
La solución pasa por dos caminos que surgen de una primera
estrategia.
Siendo doce monedas, éstas se dividirán en tres grupos de
cuatro. Separamos cuatro y colocamos las otras ocho, cuatro en
cada uno de los platillos. A partir de la primera pesada se abrirán
las dos posibilidades de solución.
La primera acontece si al pesar las ocho monedas, la balanza se
equilibra; la segunda, si los platos se mueven disímiles.
Si la balanza se equilibra, la moneda "mala" estará en el otro
grupo de cuatro que no se había pesado. En la segunda pesada, se
tomarán dos monedas de ese grupo sospechoso y se colocarán en
cada platillo. Si se equilibran, ambas son buenas, y
necesariamente, en la tercera pesada se descubrirá cuál de las dos
que quedan es la desigual. Si se desequilibran al poner las dos
anteriormente señaladas, las dos que quedaron fuera son "buenas"
y de nuevo, en la tercera pesada se sabrá, cuál de las dos que se
pusieron es la diferente.
En la segunda posibilidad es que se complican las cosas, a
saber, si en la primera pesada la balanza se desequilibra, la
moneda diferente estará en esas ocho que se colocaron en los
platillos.
En esta situación, dice Lacan, "nos topamos con una dialéctica
esencial de las relaciones entre el individuo y la colección, en tanto
ellas entrañan la ambigüedad de lo demasiado o lo demasiado
poco"22. Curioso comentario en medio de argumentos aritméticos.
Las cosas pueden pensarse como sigue: uno de los platillos va
hacia abajo, el otro irá hacia arriba, pero como no sabemos si la
diferencia es de mayor o menor peso, lo fundamental no está en
más o en menos, sino en la función de la diferencia. Lo que se
sospecha es que alguien, alguna moneda, es diferente.
A partir de esta disimetría de los platillos, se propone una rotación
tripartita donde, las ocho monedas rotarán de tres en tres, de un
platillo a otro.
La solución así planteada a partir de un dispositivo de rotación
tripartita es utilizado, con sus variantes matemáticas, para resolver
el problema no sólo con doce monedas, sino con 13, que se
complicaría aún más.
Lacan da la fórmula 4 x 3n'2que le servirá como matriz lógica para
resolver el mismo problema si se le presentase no sólo con doce o
trece, sino con 40 y, con series de colecciones máximas, de 121 y
364 monedas.
No entraremos aquí, se advirtió, a los senderos de las soluciones
numéricas, sólo se tomará el modo enunciativo para resaltar la
cuestión del sujeto y la diferencia.
Hacia el final del artículo, una vez realizadas todas las
operaciones pertinentes, en un apartado llamado La forma lógica de
la sospecha, Lacan asegura: "Si el sentido de este problema se
relaciona con la lógica de la colección, donde manifiesta la forma
original que designamos con el término de sospecha, es porque la
norma con que se relaciona la diferencia ambigua que supone, no
es una norma especificada ni especificante, no es más que relación
de individuo a individuo en la colección ,.."23
Asombroso, lo fundamental no es la naturaleza de la norma, sino
el peso de la diferencia. Además, no se trata del establecimiento de
ninguna normatividad, sino de la disimetría entre los individuos.
Digámoslo de una vez, esta analogía muestra mucho más que la
resolución ingeniosa de un juego embrollado. No se trata de un
artículo sobre operaciones y artificios inteligentes.
Estamos ante un texto sobre la relación dialéctica entre el
individuo y la colectividad, pero más radicalmente, sobre la
importancia de la diferencia en esa relación. Este escrito intenta
mostrar lógicamente que la colectividad de individuos es
impensable sin incluir la cuestión de la diferencia. Aún más: es la
diferencia, con sus modalidades fenomenológicas, la que estructura
el vínculo entre los integrantes de un colectivo. La diferencia
aparece como el movimiento mismo de lo social y, más aún, de lo
político.
Ahora se ve la importancia de lo relatado. A pesar de que Lacan
apueste en ese momento por una modalidad dialéctica sostenida en
un análisis fenomenológíco de la función de lo disímil, sus
implicaciones políticas son de gran importancia.
No es posible, se deduce, pensar (lógicamente) la relación entre
individuos, ni entre el individuo y la colectividad, sin incluir de
manera radical los embrollos de la diferencia y cómo esa relación, a
partir de su puesta en acto, es esencialmente política. Dicho de otro
modo, el campo de la política, cuando incluye el sujeto, es
impensable sin la función de la diferencia.

b) La cuestión del poder y la cura

En el camino de señalar una política del psicoanálisis, como se


hace evidente, no podía obviarse ese texto de los años de la
posguerra. Sus señalamientos sobre lo diverso y el sujeto para
pensar lo político, son palpables. Pero, sus alcances, se
circunscriben al campo del sujeto. No hay mención al espacio ni a la
práctica analítica. Es por ello que se hace necesario comentar un
texto donde el acento no está, como es común, puesto del lado del
sujeto, sino del lado del psicoanalista. Sí, nos referimos al escrito
titulado La dirección de la cura y el principio de su poder.
Este escrito de Lacan también es, en muchos sentidos,
excepcional. Hay en él diferencias en el tono, ia forma y la textura
en relación con otros textos publicados por el psicoanalista.
Veámoslo de cerca.
Lo primero que llama la atención es su arquitectura. El plan del
escrito acaba transformándose en su propio estilo. A diferencia de
muchos de sus textos, éste tiene una ordenación precisa. No sólo
su división está claramente señalada con título y número romano de
cada uno de los apartados, sino que al interior de cada uno de ellos
también se ordenan puntuaciones escandidas, esta vez por
números arábigos.
El índice del texto es:
I ¿Quién analiza hoy? Con 7 puntos a desarrollar,
II ¿Cuál es el lugar de la interpretación? Con 9 subtemas,
III ¿Cuál es la situación actual de la transferencia? Con 8
subdivisiones,
IV ¿Cómo actuar con el propio ser? Con 11, y
V Hay que tomar el deseo a la letra. Apartado dividido, elque
más, en 19 puntos.
Lo primero que salta a la vista es que hay dos tiempos en la
escritura: primero, un cuestionamiento manifestado en la modalidad
sintáctica de preguntar y, un segundo, representado por el punto V,
donde se declara un principio de manera imperativa, casi decimos,
en tanto imperativo categórico.
Ya desde aquí se retrata el tono del texto: se trata de un
cuestionamiento, de un debate y de una toma de posición. De algún
modo, esto se resumiría diciendo que se presenta como un
manifiesto de aquellos años.
Los convocados al debate son los psicoanalistas; el campo de
batalla es el clínico, y la puesta en cuestión, el accionar del analista.
Esto también llama la atención, es de los pocos trabajos donde
Lacan explícita temas fundamentales para la clínica psicoanalítica,
como la intervención del analista, la cuestión de la transferencia, el
lugar del deseo en la cura y los caminos de la interpretación.
Además, de manera sorprendente, al final del mismo ofrece
referencias exhaustivas de los libros citados, comentados o
criticados con autor, título, editorial, año y lugar de publicación. Ah,
y por si fuera poco, en el idioma original del texto.
El estilo del debate brilla desde el primer punto donde Lacan
advierte sobre aquello que se aleja de la clínica psicoanalítica. A lo
largo de todo el escrito, no deja de señalar lo que, desde su
perspectiva, no puede sostenerse en un trabajo de cura. La vía del
no se hace evidente: el analista no es educador, tampoco
orientador, mucho menos guía de conciencia. El psicoanalista no
puede proponerse como agente de Ideales promoviéndose como
modelo identificador; con ello no sólo pecaría de soberbia
imaginaria, sino erraría el camino. Él no está ahí para venderse
como imagen de completud o de feliz progreso, sino para abrir los
caminos del deseo y la palabra.
El extravío del lugar desde donde le correspondería intervenir al
analista, es la causa por la cual asoma la impotencia de los
errantes. El punto donde se sostiene la crítica es aquél del poder.
La denuncia es clara: si el analista no puede ubicarse como tal,
ejercerá un poder ajeno al campo analítico, aunque sintomático de
su crisis y decadencia. Lacan dice a la letra: "Pretendemos mostrar
en qué la impotencia para sostener auténticamente una praxis, se
reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio
de un poder"24.
Para abordar tan espinoso tema es necesario cuestionar el hacer
del analista por donde escudriñará la relación entre el poder y la
cura. Sí, el analista por fin cuestionado.
El analista aparece como uno de los habitantes fundamentales de
la ciudad analítica. Habitante es inexacto, personaje también; tal
vez, aún imprecisa, actor. Porque al espacio analítico no lo define
una pertenencia sino la presencia del analista, las plazas
especificadas y los movimientos estructurales.
No hay análisis sin la presencia y la acción del psicoanalista. Pero
¿cuál es su tarea frente a la cura? Dirigirla. Dirigir el proceso, no al
sujeto. De esta sutil pero radical diferencia está hecha la historia del
psicoanálisis. Quien quiera dirigir al sujeto estará en el lugar del
educador, del moralista o del predicador, pero no del analista.
Ahora ¿qué significa dirigir la cura? La respuesta a esta pregunta
atravesará todo el escrito. El analista dirige la cura, no al sujeto. El
analista dirige la cura al permitir el establecimiento del dispositivo
analítico. Es fundamental señalar que él está ahí, no tanto como
persona sino como aquel que soporta una función. Pero eso no
implica que no sea el aposento de un cuerpo y una presencia. Por
estar ahí, él también debe pagar sí, con sus palabras, su persona
puesta como pantalla, y su libertad rélativizada por la convocatoria
de la transferencia.
El analista, en tanto interviene desde una función, pone entre
paréntesis su libertad para permitir accionar el escenario de la cura:
"En tanto al manejo de la transferencia mi libertad en ella se
encuentra, por el contrarío enajenada por el desdoblamiento que
sufre allí mí persona, y nadie ignora que es ahí donde hay que
buscar el secreto del análisis"25.
El desdoblamiento consiste por un lado, en prestar su persona
como soporte para la compulsión repetitiva que habita al analizante,
así como su figura para hospedar las cabalgatas de la fantasía;
pero por el otro, en accionar, en tanto función, dentro del campo de
un dispositivo que lo determina.
El accionar del analista se determina por el lugar que ocupa en la
estructura propia del psicoanálisis. Sus intervenciones se hacen a
partir de un cierto lugar y a partir de una cierta función estructural.
Lacan dice en el punto III, aquél sobre la transferencia: "No
tenemos otro designio que el de advertir a los analistas sobre el
deslizamiento que sufre su técnica, si se desconoce el verdadero
lugar donde se producen sus efectos"26.
Es desde ese lugar que se despliega su posición frente al
paciente. Es desde allí donde se ordenan sus intervenciones.
Lacan, otra vez, pero ahora en el punto I, llamado ¿Quién analiza
hoy?: su acción sobre el paciente se le escapa junto con la idea
que se hace de ella, si no vuelve a tomar su punto de partida en
aquello por lo cual ésta es posible, si no retiene la paradoja en lo
que tiene de desmembrado, para revisar en ei principio la estructura
por donde toda la acción interviene en la realidad"27.
Digámoslo de otro modo: el analista dirige la cura, pero el analista
está incluido en un cierto lugar específico donde es, de algún modo,
ubicado por la estructura. En este sentido, es desde la estructura
que se dirige la cura. Hay conjugación de intervención y lugar pero
hay preexistencia de orientación; de ubicación.
La diversidad de las posibilidades clínicas pulsa desde un
emplazamiento del analista. Los múltiples movimientos ante el
escenario de la cura surgen de una cinética estructural donde al
psicoanalista le corresponde ocupar su lugar preciso.
La pregunta no se deja esperar. ¿Qué se entiende aquí por
estructura? ¿Qué es lo que "orienta" la cura? La respuesta no deja
de sorprender: lo que comanda el proceso analítico es la política.
Por política se ha entendido, en el Renacimiento por ejemplo, el
desarrollo de fuerzas que aseguran y mueven a las sociedades,
después, con la modernidad, el arte (sucio) de mantener, arrebatar
u obtener el poder.
Pero, pensando desde Aristóteles, la política es aquello que
subsume a la ética.
Desde el psicoanálisis, la política es lo que enfila la cura. La
palabra suena fuerte y ajena al campo freudiano. No lo es. Que la
política encauce el proceso clínico ubica al analista ante una
responsabilidad; ante una responsabilidad radical. No se trata de
educar, ni de aconsejar, ni de influenciar; se trata de promover,
mediante el acto de la presencia y la intervención, que el sujeto se
aventure por los desfiladeros de sus asociaciones; que navegue por
las aguas del decir, que transite por los nudos significativos de su
historia.
Es desde esta posición política que el analista procede. Pero ¿no
queda reducido a una cierta función de promotor de decires? No,
aunque no sería poca cosa. El analista, por su posición política, es
responsable, es decir, es el que responde por las acciones que
sostenga su proceder político. La política es más que nada un juego
peligroso. El analista es un participante de ese juego. Pero su
accionar no lo comandan ni sus sentimientos ni sus intereses
personales: él no es libre de jugar desde ahí. Sus actos provienen
de su lugar en el juego. La función del analista consiste, desde la
política que lo emboca, en poner en juego una táctica y una
estrategia. Su responsabilidad es esa: diseñar modalidades tácticas
subsumidas a movimientos estratégicos comandados por una
política. Que no sorprenda el lenguaje bélico: contra el dolor, la
miseria y el silencio que llaga el cuerpo, pocas son las opciones.
El psicoanalista no es libre del todo, se rige por la táctica, la
estrategia y la política. Esa es su exigencia; allí se encontrará
restringido. Dice Lacan: "... el analista es menos libre en su
estrategia que en su táctica" y continúa: “Vayamos más lejos. El
analista es aún menos libre en aquello que domina estrategia y
táctica: a saber, su política, en la cual haría mejor en ubicarse por
su carencia de ser que por su ser"28.
El psicoanalista no está ahí como persona, pero tampoco como
abogado de alguna institución. Los políticos siempre hablan en
nombre de alguien: del pueblo oprimido, de la nación en peligro, de
la clase obrera explotada, de los indios olvidados; de la patria
ofendida. El analista no. Él no habla erigiéndose en representante
de algo externo al análisis. Ni siquiera habla en nombre de sí
mismo. Él responde desde un lugar. El analista es tal cuando se
pregunta: ¿quién habla en mi cuando hablo? fundamentalmente
cuando se responde: el lenguaje.
Aquí se especifica lo picante del asunto. El escrito, se señaló,
toma la cuestión del poder como el punto desde donde capitanear la
crítica y parece que aquí se ha escamoteado. Es hora de
explicitarlo. El psicoanalista, en tanto interviene desde una política,
no puede obviar la dimensión del poder. Puede ejercerlo autoritario,
sádico, o rígido, pero desde Lacan, eso lo descalifica como analista.
La propuesta aquí desarrollada es otra. El psicoanalista convoca al
poder, sí, pero no al suyo por el hecho de estar investido por la
transferencia, sino al del lenguaje. Ahí reside la radícaíidad de su
política: cederle el poder a la palabra; otorgarle la potencia al
lenguaje.
Cuando Lacan problematiza el lugar de la transferencia insiste en
que ésta se realiza desde el espacio significante y sus
articulaciones: “Ningún índice basta en efecto para mostrar dónde
actúa la interpretación, si no se admite radicalmente un concepto de
la función significante, que capte dónde el sujeto se subordina a él
hasta el punto de ser sobornado por él”29.
No se trata sólo de una apreciación técnica, tampoco de una
conceptual. Estamos ante el campo donde se despliega el sujeto y
su existencia, y es ahí donde debe buscarse lo que comanda la
política del analista pues es ahí donde se constituye la subjetividad.
El analista cede el poder al lenguaje, devolviendo a su justo lugar
la posibilidad de la cura. La palabra tiene todos los poderes, hay
que devolvérselos. Esa es la función del analista. Su proceder es
simple y complejo: se trata de convocar al sujeto a la libertad de su
palabra, a vivir su libertad bajo palabra. El no está ahí sólo para
escuchar, sino para propiciar, mire usted, que el lenguaje tome la
palabra. Parece bien simple: el análisis es el lugar donde se le
intenta devolver el poder al lenguaje que constituye al sujeto. Tal
vez el psicoanálisis no es sino eso, el dispositivo donde el sujeto va
a recobrar, a revalorar, a encarnar, a empuñar, a redescubrir, a
descubrir esa arma fundamental que tiene y que le atormenta: su
palabra. El sujeto se enfrenta a un poder paradójico, aquel que lo
comanda es el mismo que le permite responder. El poder de la
palabra ha sido olvidado y el precio por ese olvido ha sido alto. El
sujeto, empero, tal vez no tenga nada, salvo eso, su palabra. Su
puta o brillante palabra.
La política del analista es propiciar que el lenguaje recobre la
lubricidad de su recepción, la envergadura de su potencia, el filo de
sus aristas, la importancia de su fuerza; la materialidad de su
presencia. El analista renuncia a su poder para dárselo a quien le
corresponde: a la palabra ... a la palabra del sujeto.
Tal vez desde aquí, y perdonando el salto, pueda leerse aquella
escritura del S1 que aparecía en el discurso del analista en el lugar
de la producción. Tal vez allí habría que leer que lo que produce el
análisis es un poder del lenguaje, es la posibilidad de que la palabra
tome el poder, de que el decir sea la lanza, la red; el horizonte. Que
allí se encuentre la fuerza del sujeto y que el análisis produzca una
catapulta de letras, silencios, y viajes en el tiempo. El análisis sería
así el dispositivo de la declaración del poder del lenguaje. El poder,
por paradójico que resulta, el poder que sostiene al psicoanálisis,
reside en renunciar al poder.

c) El no-todo, el discurso y el objeto a

El punto anterior termina con una trampa. Todo el capítulo se había


impregnado con el aroma de una puntuación histórica de los textos.
Se había señalado dos discontinuidades en la trama de lo político
en Lacan. Es por ello que se ubicó el texto sobre el número 13 y
después se convocó el de la dirección de la cura. Y de golpe, al final
de la problematizacíón de este último que data de 1958 y es
publicado en 1961, se introduce la cuestión del discurso del
analista.
Es una trampa porque promueve una grave imprecisión: en ese
año Lacan no habla del discurso del analista porque no ha
configurado tal materna ... ni los otros. El texto de la dirección de la
cura es fundamental, porque como se vio, se explícita de manera
definitiva cómo el psicoanálisis no responde tanto a una ética como
a una política. Sin embargo, existen en él, por razones históricas,
dos circunstancias particulares al respecto.
La primera responde a una apuesta de Lacan por asentar, de la
manera más clara, sus posiciones frente a la cura analítica. Su texto
es un debate al interior del movimiento psicoanalítíco y, por ende,
su análisis se centra en la constitución de aquello que especifica el
proceso psicoanalítíco. De allí su importancia y su brillo.
La problematizacíón del quehacer del analista al interior de su
praxis, es su aporte y su interés. Pero no hay, no tenía porqué
haberlo, una confrontación con otras prácticas. No hay, porque
tampoco podía haberlo. Lacan no puede escribir un mapa de los
lazos sociales, porque habrá que esperar que un proceso lo arroje a
ello. Por eso no puede haber en 1958, una concepción de la praxis
analítica como discurso, porque en ese momento, no había
concepción de discurso.
La segunda, y que no es sin relación con la primera, es que el
lenguaje ocupaba un lugar fundamental; su peso era muy grande.
Recordemos que Lacan está construyendo en esos momentos su
edificio conceptual sostenido por el significante y sus movimientos.
Su propuesta del inconsciente estructurado como un lenguaje,
encontraba en la articulación significante un campo lleno de
posibilidades clínicas, epistemológicas y doctrinales. El registro de
lo simbólico lo entusiasmaba y fungía como dominante respecto a
los otros dos. El lenguaje era investido con poderes que, a partir de
la noción de significante, abrían senderos llenos de posibilidades y
promesas.
De hecho había una alegría optimista que a ratos se volvía
complicada. No es que frente al entusiasmo del significante se
borrase la función de la falta, o que en la alegría se concibieran
sistemas completos. Pero aún lejos, en ánimo, estaba la
introducción del objeto a y la imposición del registro de lo real.
Precisamente eso es lo que va a cambiar diez años después. A
finales de la década de los sesenta, se introduce con su fuerza
“desacomodadora” el objeto a y se problematíza, ahora sí sin
recelos, la cuestión de lo real. Ambas dimensiones van a asentar lo
que se eclipsaba de manera disimulada en los años 50; la
incompletud de los sistemas y el límite del campo del lenguaje.
Estas son dos condiciones necesarias para la escritura de la lógica
discursiva. Es por ello que en esta puntuación de la política del
analista, se hace necesario problematizar los seminarios de
aquellos años donde se explícita la incompletud, y se escriben las
funciones lógicas del objeto causa del deseo.

Como lo hemos señalado, el seminario que funge como prisma


del pensamiento de Lacan de los años 60 y principios de los 70, es
aquél de El reverso del Psicoanálisis. Para tensar la cuestión de la
política, también recurriremos a él.
El seminario que Lacan sostuviera en 1969 y 1970 ha sido harto
fértil respecto a la puntuación de una posición radical en relación
con la historia. Algo ha sido claro: el tercer tiempo de la
problematización histórica llama a una explicitación política. Es
hora, entonces, de llevarla no sólo a las riberas del sujeto, sino de la
propia práctica analítica. El punto de donde parte Lacan para hacer
su análisis y, valga decirlo, su crítica, es la cuestión del Todo.
Frente al Todo, ante él y sus consecuencias se despliega la
deconstrucción analítica. Dice Lacan: “La idea imaginaria del todo,
tal como el cuerpo la proporciona, como algo que se sostiene en la
buena forma de la satisfacción, en lo que, en el límite constituye una
esfera, siempre fue utilizada en política ...”
Es claro, el sueño de un todo, de una totalidad esférica, es la
pasión de la polítíca. Ahora, ante ello, Lacan nos propone algo
inusual: luchar. Veamos. En el párrafo que sigue a lo citado dice sin
anestesia:
“Si contra algo debemos luchar cada vez que tropezamos con lo
que forma como un nudo en el trabajo del que se trata, el de la
puesta a la luz del día por la vía del inconsciente, es contra la
colusión de esta imagen con la idea de satisfacción.”30
Más claro ni el agua: el psicoanálisis se enfrenta ante el sueño
del político de imponer la idea de un Todo. La posición política del
amo es aquella que lo ubica comandando el establecimiento y la
conservación del Todo. El ideal de un todo cerrado y absoluto se
filtra en los poros de lo social y, en lo que directamente nos
apremia, en nuestro campo sa trasmina como la ilusión de la
satisfacción ... total.
El psicoanálisis responde a ello, colocando en la articulación
misma de los lazos sociales la dimensión del no-todo y en el campo
de la satisfacción, su imposibilidad fáctica por el hecho de la
existencia de aquello marcado por la falta de objeto.
Desarrollémoslo para sostenerlo; aunque tengamos que
exponernos a repetir lo planteado en capítulos anteriores.
Repetición que, esperemos, sea de lo diferente.
Partamos de la relación fundamental que enunciara Lacan para
sostener la praxis analítica: un significante es lo que representa un
sujeto para otro significante. Aquí se definen el sujeto y el
significante. También se especifican sus funciones y sus lugares; su
vinculación y su operatividad. Pero, valga la pena señalarlo,
también su incompletud.
El sujeto tal como lo señala Freud y lo explícita Lacan, no es el
clásico sostenido en la legalidad imperialista de la conciencia y la
ingenuidad de la voluntad todo poderosa.
El sujeto del inconsciente es aquel que, desde Freud, está
dividido entre representaciones que percibe y de las cuales es
consciente, y aquellas que no pasan por su percepción, de las
cuales no tiene noticia y que lo determinan desde otro sistema
llamado inconsciente.
En Lacan, el sujeto es aquel que se encuentra dependiendo del
orden simbólico y determinado por él. Desde el inicio de su
enseñanza, esa determinación constituía el campo de la falta que lo
estructuraba. Recordaré la primera definición que diera del
inconsciente; es aquella parte de la historia que falta a la
conciencia. Al sujeto le faltan representaciones y fragmentos
históricos. Dicho de otro modo: hay lagunas del lenguaje qué
configuran, sin que lo sepa, el mapa de sus territorios.
Con el advenimiento de la propuesta del significante; las cosas se
radicalizan. El sujeto es representado por un significante para otro
significante. Al sujeto le faltan significantes, es determinado desde
ahí y depende de esos movimientos de los significantes.
Pero el hecho de que el sujeto sea inconsciente de la cinética de
los significantes que lo determinan y lo muestran carente del control
de ello, también señala, en la definición misma, que su lugar en la
cadena, la descompleta. El sujeto es exterior a la red significante.
Los significantes lo representan, no lo envuelven. El sujeto es
dependiente de los movimientos significantes, pero la cadena
significante está supeditada, respecto a su funcionamiento, del

\
sujeto: él posibilita su lazo. El sujeto hace posible el enlace de los
significantes, por ende exterior a la cadena, la descompleta
operativizándola. Es por ello que no existe en psicoanálisis teoría
del significante sin sujeto, ni subversión del sujeto sin explicitación
de la articulación significante.
Que el sujeto esté en falta, pero que el lenguaje también, se
ofrece como relación básica en la definición referida, pero se
convierte en escritura con el algoritmo del fantasma. Lacan, en el
texto Subversión del sujeto y en el seminario XI, escribe: 3 0 a , y
describe que el sujeto se constituye por dos operaciones. La
primera de alienación en el lenguaje, marcada por la parte inferior
del vel X / ' T pero también por la otra operación o de separación,
señalada por el trazo superior ( ^ \ ) que arranca al sujeto de la
absorción del Otro, dejándolo con ello, también en falta. A partir de
este algoritmo se escribe, que existe un elemento que presenta
agujerados tanto ai sujeto como al Otro: el objeto a. Los elementos
se explicitan y el recorrido llega a la formulación de los discursos.

La relación básica, aquélla de que el sujeto es representado por


un significante para otro significante se escribe, en 1969, así:
S I __ ^ S2
$
Algo es evidente, no se trata de una definición lingüistica sino
algebraica. La naturaleza del sujeto pasa de una categoría de
carente a una escritura de su lugar y sus determinaciones lógicas.
La fórmula discursiva, agrega algo nuevo a la escritura anterior: el
objeto a. Ahora sí la matriz de los discursos puede presentarse:
S I__ ► S2
$ a
El discurso, la matriz discursiva, ya no se desarrolla en el mar de
las palabras ni se circunscribe a las operaciones significantes. El
discurso es una puesta en evidencia de funciones algebraicas y su
funcionamiento matemático. Los discursos no despliegan, desde el
psicoanálisis, una concatenación sintáctica, sino relaciones
complejas del orden simbólico.
Ahora, algo es importante. Si bien el discurso en tanto estructura
responde a relaciones simbólicas, a lugares del lenguaje y a reglas
de articulación, no todo en la estructura pertenece a ese registro. El
objeto a ni juega esas reglas, ni pertenece al orden simbólico.
El objeto a impacta, de diversas maneras, el aparato discursivo.
El objeto a, primero que nada, "descompleta" la máquina
simbólica. Él no se rige por la legalidad significante ni se presenta
en el mismo registro. El orden simbólico ni es todo, ni puede todo.
La escritura de a, de ese objeto, señala algo esencial: la
formalización, pasión matemática, no conlleva un todo cerrado del
discurso. En el discurso, no actúa sólo el orden simbólico, éste se
enfrenta al registro de lo real como un límite ahí, en las entrañas
mismas del materna. Lo sabemos, el real escupe su límite al registro
de lo simbólico porque éste ni puede representarlo, límite
lenguajero, ni puede calcularlo, restricción matemática. Que lo
simbólico no pueda decir lo real, ni demostrarlo, queda inscrito con
ese objeto a que, en acto escritural, aparece agujerando la
maquinaria discursiva.
La matriz de los discursos, en su operatividad y estructuración
misma, señala, desde un principio, que no hay totalidad del
lenguaje, que no existe un universo cerrado del discurso y que no
hay articulación significante sin falta, sin límite, sin que esté
enferma, infectada por lo real.
Además, si algo muestra en su radicalidad el objeto a, es que en
tanto falta estructurante, no hay posibilidad de satisfacción.

Pero las cosas van más lejos. No sólo el discurso en sus


configuraciones simbólicas está agujerado por el objeto, sino que
ese objeto se presenta como su causa.
El objeto a, no sólo es causa del deseo, también de las
articulaciones algebraicas. Lo desarrollamos en el capítulo
Estructuras discursivas, aquí sólo lo recordaremos. El objeto a
aparece como perdido. ¿De qué manera aparece algo que no está,
que se perdió? Por la marca que, evidenciando su ausencia,
presentifica su rastro. El objeto a, siendo del registro de lo real, sólo
puede operar, a partir de la huella de su adiós. El trazo unario es
esa marca. Ese rasgo de origen netamente freudiano, es el trazo
que señala el objeto que falta y desde ahí, funge como la primera
inscripción desde donde tendrán lugar las operaciones de
diferenciación y repetición significante.
Pero también, vamos llegando, este entramado debe incluir al
goce. ¿Por qué se nos echa a andar la repetición? ¿Por el intento
de recuperar lo perdido? ¿Qué es lo que se perdió? El objeto, pero
no nada más. El objeto a parece como la escritura de un cierto
objeto que habría sido el que promovió una satisfacción total. Sí,
una satisfacción de un Goce Absoluto. ¿Qué es entonces lo que se
intenta reatrapar con la repetición? Ese goce perdido. ¿Se logra
obtener? Lo sabemos, no sólo no se obtiene ese goce, sino que lo
que se produce en la repetición de ese intento es un plus de goce,
un - poco • más de goce perdido.
El objeto a, ahí en la matriz discursiva es la evidencia de la
imposibilidad de la completud y de la impotencia ante el intento de
satisfacción total. Ahora queda claro porqué el psicoanálisis, al
introducir el objeto a en la armazón de los discursos va en contra,
atenta, se enfrenta, a cualquier intento político de proponer la
existencia lógica, jurídica o política de un Todo y, al mismo tiempo y
ligado a ello, destruye todo sueño de la satisfacción absoluta. El
objeto a funge como terrorista político en el campo de los Absolutos.
Primera puntuación política.

El 11 de febrero de 1970, Lacan dice, después de llamar a


preguntarse el lugar que tiene el psicoanálisis en el campo de la
política: "Sólo es factible entrometerse en lo político si se reconoce
que no hay discurso, y no sólo el analítico, que no sea del goce, al
menos cuando de él se espera el trabajo de la verdad”31
Problematicemos tan embrollada provocación, comenzando por la
matriz discursiva.
La repetición, dijimos, es el mecanismo por el cual se intenta
recuperar el Goce perdido. Lo que genera la repetición no es
encontrar lo ausente, sino producir un más de pérdida. Sí, ¿pero
esto qué tiene que ver con lo político? Para visualizarlo acudamos
al discurso del amo.
El amo, se señaló, es aquel que por no haber temido a la muerte,
sometió a otro que sí temió. Al esclavo no sólo se le arrebató la
libertad de su cuerpo, sino su saber. El saber desde el psicoanálisis,
se escribe S2. S2 también llamado tesoro de significantes. El saber,
en tanto es espacio de los movimientos significantes, también es la
sede de la repetición, si la repetición busca recobrar el Goce
perdido, el saber, campo de los significantes, es un medio del goce.
Estos significantes que se repiten, ese saber trabajando, no logra
recuperar sino, por el contrario, produce pérdida. En física, a la
pérdida producida por la repetición y el ejercicio de un trabajo se le
llama entropía. El significante que repite su andar errado produce
un plus de energía que se pierde.
De acuerdo, pero otra vez ¿y la política? El amo arrebató su
cuerpo y su libertad al esclavo, pero le dejó su goce en un primer
tiempo. En esta nueva vuelta, la dimensión política de la explotación
se extiende y presenta dos facetas. Ahora el amo también dictamina
al esclavo que no goce sino que labore; le ordena abandonar el
goce para trabajar. La ferocidad del amo de todos los tiempos no
consiste sólo en el sometimiento del otro, sino en su insaciable sed
de poder. Poder: mandato, sometimiento, uso del otro. Pero la otra
faceta es aún más violenta. La otra dimensión política muestra más
claramente el apetito de los amos. El esclavo al trabajar, produce un
plus de goce, una plusvalía dirá Marx. Pues el amo, también la
quiere. El amo quiere el cuerpo, la libertad, el goce y esa pérdida
que se produce en el trabajo. El amo, sí, lo quiere todo.
De nuevo, el análisis desenmascara al amo en su apetito feroz.
No se trata sólo de una denuncia de la insaciabilidad, sino de
acusar que estructuralmente el campo de la producción conlleva el
peligro de la explotación. El psicoanálisis muestra al amo inflado y
hambriento, pero también señala su impotencia: todo, no lo tendrá.
Más aún: no sólo no podrá todo, sino que lo que se escapa en ese
intento es su verdad.
El amo es aquel que no sabe. Para eso tiene al esclavo. El siervo
es el saber trabajando para el amo. Ahora, algo curioso se
vislumbra, el saber no es lo que completa a la verdad. Más claro: la
acumulación del saber mediante el trabajo no suma verdad. Más
bien lo contrario.
En la frase que se citó al principio de este apartado, se recordaba
el lugar del goce, pero también de la verdad. Y es que, el
psicoanálisis muestra que existe una política de la verdad. El
análisis nace cuando, por el saber que promueve, señala una
verdad suspendida en el silencio. Saber y verdad son el binomio de
las ciencias y los dispositivos discursivos. Pero ello no conlleva que
hagan pareja, esto no implica que el saber lleve a la verdad.
El descubrimiento freudiano señala que hay un saber que no se
sabe; que existe un saber que opera sin que el sujeto lo sepa ni lo
comande. El síntoma, por ejemplo, es la memoria de ese saber que
sabe sin que el sujeto lo sepa. El saber se escribe en la
nomenclatura de Lacan, S2 porque es ahí donde circulan los
significantes que faltan a la articulación consciente del sujeto. S2,
también llamado tesoro de significantes, es el aposento simbólico
del Otro. El lenguaje es el espacio de los significantes y es por ello
que el lenguaje aparece como el Otro del sujeto. El problema se
plantea de inmediato porque, si esto es así, ¿el saber pertenece al
Otro? No, porque el punto es, si bien el saber se despliega en el
campo del Otro, éste no lo sabe. El Otro no sabe que el saber lo
constituye. De este modo, el Otro aparece fallido por el saber que él
no sabe que habita. El saber es la falla del Otro. Ahora bien, si
existe un saber que no se sabe, si el Otro no sabe que sabe, ¿qué
no sabe el saber? Sí, la verdad. La verdad es aquella que no se
puede decir toda porque toda no se puede saber. El saber se
muestra impotente para saber toda la verdad, por lo tanto, la verdad
es fallida; está habitada por la falta. El saber cuando falla al decir la
verdad, la muestra, también malograda y limitada.
El amo no sabe todo esto. Él cree que haciendo trabajar al
esclavo y robándole su saber puede obtener la verdad. El
psicoanálisis demuestra que no. Allí es donde el amo se violenta. Si
el saber no fe ofrece la verdad, el poder deberá imponer su saber
como verdad. El psicoanálisis, en el campo de la verdad, denuncia
el juego del amo: éste quiere imponer su saber como la verdad.
Para ello el amo puede hacer trabajar a algunos y premiarlos con
títulos del lado del saber que se cree absoluto. Tal es el caso del
discurso universitario. Pero también puede desplegar toda su
maquinaria para hacer pasar su saber como verdad, sea con
propaganda difundida por los medios de información, sea como
adoctrinamiento en los credos de esas religiones que tantos favores
le han hecho a través de los siglos. También, cuando estos caminos
fracasan, echa mano de mecanismos más violentos. La historia nos
muestra cómo, si el poder del amo no puede escribir en los cuerpos,
en el pensamiento o en el corazón del sujeto su verdad impuesta,
tiende a cambiar de verbo. Cambia escribir por borrar. La historia le
ha llamado represión, tortura, campos de exterminio, persecución o,
simplemente, desaparecidos políticos.

Lo anteriormente señalado, nos lleva a la posibilidad de declarar


que la posición política del psicoanálisis implica, no solamente,
denunciar los intentos políticos, epistemológicos o clínicos de la
negación del sujeto, sino la necesidad de oponerse a cualquier
tentativa de imposición del absoluto. El psicoanálisis se presenta
históricamente como el reverso del discurso del amo porque no
busca ejercer el poder de dominación sino subvertirlo. Pero también
porque denuncia el fracaso de las intentonas totalitarias de
cualquier signo ideológico o religioso. En este sentido, el
descubrimiento freudiano es un malestar en la cultura. Ante el
sueño de los amos que lo quieren todo y suponen que todo lo
pueden, el psicoanálisis muestra, a partir de la evidencia de los
cuatro discursos, su impotencia para lograrlo y lo imposible de su
tentativa.
En el campo de lo social, la denuncia es clara, no hay todo. No
existe absoluto sin falla, sin fractura, sin agujero, es decir, el Todo
como absoluto es el sueño fracasado de un Dios muerto. Sí,
muchos quieren revivirlo o reencarnarlo. Allá ellos. Frente al
levantamiento de Otro completo, el psicoanálisis expone al objeto a
como perdido, como irrecuperable; como lo que fractura al Otro. El
objeto a es la dinamita encendida del Otro. Lo importante es señalar
que, la denuncia de la violencia en el culto del Otro como absoluto y
la escritura de su falta a partir del objeto a, no responde solamente
a una política sustentada en el campo de la extensión del
psicoanálisis. Lo fundamental es que ese objeto a es la dominante
del discurso del analista. El hecho de que la dominante de su
discurso se sostenga en ese objeto que descompleta, lo ubica
estructuralmente en una posición de responsabilidad política de lo
que eso representa. Hacia el exterior, las denuncias antes
expresadas, pero ¿cómo se evidencia esto al interior, en la
intención del psicoanálisis? Aquí está el meollo del asunto y aquello
que resignifica lo hasta aquí expuesto: el analista no interviene
desde una ética sino desde una política. ¿Qué es lo que el
psicoanálisis instituye como legalidad ética? Sí, la posibilidad de
una posición frente al deseo. El sujeto, habitado por su deseo,
puede llevar sus pasiones hasta las últimas consecuencias. En el
caso del analista, no se juegan las mismas coordenadas porque si
él hiciere lo señalado estaría actuando desde el lugar del sujeto.
Otra vertiente, incluso trabajada por Lacan, sería que allí el analista
interviniese, no tanto desde su deseo en tanto sujeto sino desde el
deseo del analista. Pero con la indicación de que el objeto a es el
agente de su discurso, el analista tiene que operar la causa del
deseo del sujeto. Más claro ¿qué busca un analizante cuando se
arriesga a la difícil y hasta peligrosa aventura del análisis? Lo que
espera es que exista un psicoanálisis. El psicoanalista es
responsable de que ello suceda. Pero, en lo concreto ¿cómo lo
sostendría? Precisamente ofreciendo un dispositivo donde él o ella
intervendría como analista, es decir, operando el semblante del
objeto causa del deseo. La pregunta no se deja esperar ¿cuál es
entonces la responsabilidad clínica del analista? Sí, sostener el
dispositivo clíníco; mantener el aparato discursivo. Digámoslo de
una vez, el analista, cuando es llamado a responder con el
establecimiento del dispositivo analítico, debe contestar desde el
lugar del psicoanalista, no del amo, no del maestro, no del sujeto.
La política del analista es clara y compleja, es mantener la
estructura del psicoanálisis en tanto no opere como ninguno de los
otros discursos; mientras no intervenga engañando o engañándose
en simulacros discursivos. El analista se sostiene y sostiene el
dispositivo en tanto no abandone, no deserte su lugar.
El analista debe oponerse a sostener el discurso del amo, debe
desatender cualquier tentación de ocupar el lugar de maestro, pero
también debe descolocarse de su lugar de sujeto. Un psicoanalista
no es ni amo, ni maestro, pero tampoco puede intervenir desde un
lugar de sujeto del deseo. El analista no está, en su dispositivo,
ubicado en ningún lugar de sujeto. El análisis no es un dispositivo
de la intersubjetividad. El analista ocupa el lugar de semblante del
objeto causa del deseo. Para ello ha tenido que vaciarse de su
posición de sujeto. Allí tuvo que llegar a partir del acto analítico.
Decir que no está en ninguna posición de sujeto, también incluye a
la del Sujeto supuesto Saber. El hecho de que el analizante lo
invista con ello no puede ni debe confundirlo. Que del cielo caiga
esta investidura como tinte mágico de la transferencia, no comporta
que él la asuma. Si así lo hiciere abandonaría su lugar de analista.
El analista debe sostener el dispositivo desde un des’étre del sujeto.
Ser analista es ejercer este oficio desde el lugar del no - ser del
sujeto. Frente al discurso del amo, el analista debe denunciar; ante
el de la universidad, se le exige contestar, y frente al discurso del
sujeto debe propiciar un exilio. Un exilio de su lugar de sujeto. He
ahí, la dificultad y lo imposible de su práctica.
A partir de lo trabajado aquí, se hace evidente que el análisis no
es tanto una ética del sujeto sino una política del analista. Se ve
claro cómo, una vez establecida la geografía de los discursos, el
analista reivindica la dimensión de la diferencia del sujeto como se
señala en el artículo sobre el número 13, el analista sostiene su
función y su lugar al interior de su práctica clínica como se
especifica en el texto sobre la dirección de la cura, y además,
incluido en una política, declara la singularidad de su proceder y su
lugar frente a las otras prácticas discursivas. Esto no las anula ni las
resuelve. El psicoanálisis no resuelve ni deslegitima los otros lazos
sociales. El mundo está conformado por esa geografía política y
social. Pero establece las diferencias que constituyen su
singularidad. La política del psicoanalista es desplegar el dispositivo
que lo comanda, mantener un lugar y no ceder ante la convocatoria
o la tentación de los otros discursos. Tal vez se pueda decir que si
la ética del sujeto se sostiene en no ceder a su deseo, la del
analista sea no ceder su lugar de semblante de causa de deseo.

Notas

1. Sófocles, Tragedias completas, Antígona, REI, México, 1992, p.


13.
2. Ibid., p. 162.
3. Ibid., p. 160.
4. J. Lacan, L ’étique de la psychanalyse, op. cit., p. 328.
5. Sófocles, op. cit., p. 148.
6. Ibid., p. 141.
7. Idem.
8. Ibid., p. 144.
9. Ibid., p. 148.
10. Ibid., p. 154.
11. Idem.
12. Ibid., p. 155.
13. Ibid., p. 157.
14. Ibid., p. 166.
15. Ibid., p. 173.
16. Ibid., p. 168.
17. Idem.
18. Ibid., p. 172.
19. Ibid., p. 174.
20. Ibid., p. 175.
21. J. Lacan, “Le nombre treize et la forme logique de la suspirón!
(1945), Autre écrits op. cit. p. 91.
22. Ibid., p. 96.
23. Ibid., p. 98.
24. J. Lacan, “La direction de la cure et le principe de son pouvoir”,
Écrits, op. cit. p. 586; VE: La dirección de la cura y el principio de
su poder, p. 566.
25. Ibid., p. 588; VE: p. 568.
26. Ibid., p. 612; VE: p. 592.
27. Ibid., p. 590; VE: p. 570.
28. Ibid., p. 589; VE: p. 569.
29. Ibid., p. 593; VE: p. 573.
30. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 33; VE: p. 31.
31. Ibid., p. 90; VE: p. 83.
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EL PADRE, EL DIABLÓ Y OTRAS HISTORIAS
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Dedicatoria del padre de Freud escrita en hebreo en una Biblia que le
da como regalo de su cumpleaños número 35, el 6 de mayo de 1891.
CAPÍTULO XII.
EL PADRE Y LA HISTORIA

La cuarta parte de este texto será la que nos permita vincular una
serie de cuestiones referentes a la historia y sus dimensiones
políticas. Puede parecer curioso que, para abordar el cierre de tan
complejas cuestiones, el tema convocado sea aquél del padre. Sin
embargo se intentará mostrar, desde diversos ángulos, que la
cuestión del padre y sus avatares nos puede llevar muy lejos.
Para comenzar, una frase que servirá como pilar de esta
exposición. El 18 de febrero de 1970, Lacan plantea: “En el discurso
psicoanalítico, nos sucede que existen ciertos términos que sirven
de filum en la explicación, por ejemplo, aquél del padre”.
Declaración realizada en el seminario tantas veces comentado y
citado en este libro, El reverso del psicoanálisis, empuja a tomar en
serio el porqué Lacan recurre a problematizar la cuestión paterna
en un momento en el que su enseñanza aborda temas
estrechamente ligados a lo político, lo histórico y lo social.
Responder este cuestionamiento es el deseo que anima estas
páginas. Para ello, se hace necesario ubicar, primero
históricamente, algunas cuestiones referentes a la paternidad y al
lugar del padre en los tiempos para, a partir de ello, poder situar la
importancia del pensamiento de Freud y las puntuaciones
realizadas por Lacan alrededor de la cuestión paterna.

1. El padre en la antigüedad: Roma y Grecia

En un cuarto poco ventilado, una mujer sentada en un Danco de


madera se esfuerza por dar a luz a un niño. Arrodillada a sus pies,
la comadrona ayuda en tan difíciles labores, utilizando lo mejor de

38143-
su saber. Lejos de la mirada de ellas, pero cerca de ese cuarto, se
encuentra el futuro padre de la criatura. Después de no pocos
esfuerzos, se escucha un grito y en seguida un llanto firme pero
aún suave. La comadrona consuela a la mujer, le ofrece un brebaje
y coloca al crío en el suelo. El padre se acerca y de su siguiente
movimiento dependerán, en gran medida, los derroteros que habrá
de seguir la vida del recién nacido. Si el padre lo levanta del suelo,
su gesto toma el estatuto de una palabra que reconoce como
legítimo a ese hijo y, por ello, se hará cargo de él y de su
sostenimiento. Si por el contrario, el padre atormentado por una
duda de la fidelidad de su mujer, o por considerar que este nuevo
miembro de la familia propiciará un problema en las disposiciones
testamentarias, o, también podría suceder que, abrumado por la
miseria o ante la imposibilidad de brindarle una educación digna y
sólida, decidiera no levantarlo, este niño sería expuesto. El destino
de este niño expuesto no serán los ropajes de una cama o una
cuna, sino el quicio de la puerta cerrada o la tierra de algún
basurero de la ciudad.
El niño que ha sido expuesto tiene pocas probabilidades de
sobrevivir. El niño reconocido por el padre, será entregado primero
a una nodriza para que, junto a un pedagogo o criador vigilen, hasta
la pubertad, el buen desarrollo de su educación. Después, si los
medios económicos se lo permiten, tendrá un profesor que le
enseñará la belleza de las artes y las profundidades de la filosofía o
las complejidades de los saberes económicos y comerciales. Eso
sí, el padre será el dueño de todo lo concerniente a ese hijo y, es
menester saberlo, no se convertirá en ciudadano romano con todos
sus derechos, hasta que el padre muera. No podrá tener dinero, ni
firmar contratos, ni realizar ningún acto jurídico. Podrá casarse,
pero el matrimonio no lo libra de la ley y la justicia del padre.

En el comienzo de la cultura occidental, la situación del padre


distaba mucho de ser como la de ahora. Ser padre no remitía a un
hombre que procrea un hijo con una mujer, sino que señalaba una
figura social; una función jurídica y comunitaria. Su acción no se
reducía a su casa ni se circunscribía al círculo cerrado de la familia,
sino que abarcaba el espacio mismo de la ciudad. La paternidad
implicaba una posición política y social. Baste recordar que la
palabra y la concepción de Patria, viene de la voz latina Patrie,
ligada a los padres fundadores.1
De hecho, en la antigua Grecia y la encumbrada Roma, casi
todas las responsabilidades sociales recaían sobre personajes
investidos de ciertas características paternas. El Emperador, toma
sus investiduras de la figura del Pater Patrie; los senadores así
como los patricios, operaban como representantes de la paternidad
frente al pueblo; eran los instauradores de los vínculos sociales.
El padre aparece con el poder de un amo que, legislando la
ciudad, también reglamenta el núcleo familiar. Un padre era un
hombre con poderes legales para instaurar una familia, a partir de
permitir el acceso de una mujer a su condición legal de ser madre;
el padre otorgaba la posibilidad de la maternidad a través del
matrimonium. El padre sostenía el peso legal del decreto, era aquel
que reconocía jurídicamente, por medio de su palabra, a un niño o
una niña como hijo o hija suyo.
Para el Derecho romano, ante la pregunta ¿qué es un padre? se
precisaba ¿quién es el padre? Para el Imperio Romano no había
dos tipos de paternidad, la biológica o la jurídica; sólo existía
aquélla legalizada y sostenida por la declaración del padre. En la
Roma clásica, ser padre implica ser la voz de la ley; el Pater es
quien puede dar o quitar la vida. Padre es aquel hombre que por
voluntad propia se convierte jurídicamente en ello. Padre no es
aquel que procrea, es aquel que manda ... pater autem familias
appellatur qui domo dominum habet2
La ley instaura al padre como amo. Él puede vender, castigar,
abandonar e incluso matar a sus crios. El hijo, como sus animales,
su casa, sus esclavos y sus herramientas, formaba parte de sus
bienes. El padre es jefe de su esposa, dueño de sus tierras, amo de
sus esclavos, patrón de sus libertos y propietario de sus hijos. Sus
deberes consisten en dar lugar civil a los hijos y alimentarlos lo
mejor posible; sus derechos, casi ilimitados. El hijo es una creación
del padre, es un efecto de su poder. El hijo aliene jurís, es decir,
está discapacitado jurídicamente. Ahora, algo es evidente, esta
forma de poder paterno sostenido en el lugar del amo, es
fundamento de la organización social y política del Imperio Romano.
La paternidad es un pilar social; la patria potestas es consustancial
a la sociedad romana.

2. Del derecho romano al dominio canónico: la Edad media

Para comprender la paternidad medieval, es menester señalar al


menos tres peculiaridades. Existe una apropiación del padre en
relación con el hijo, diferente de como se establecía en la Roma
clásica. No solamente el padre transmite bienes materiales, sino
también insignias simbólicas. A partir del siglo XI, el padre donará a
su hijo un nombre y un apellido escribiendo así una especial
filiación. Hasta antes de este siglo, los individuos portaban sólo un
nombre personal (recuérdese Aristóteles, Sócrates, Homero) un
nomen propiunr, pero ya en la Edad media comienza la transmisión
del nombre y el apellido del padre. Se vuelve común la repetición
del mismo nombre del padre en diversas generaciones (Luis IV, hijo
de Luis III, hijo de Luis II, etcétera). Y, si como sucede en algunas
regiones, se adopta el nombre de la región, a pesar de que el
nombre remitiera a la tierra natal, el padre tenía fuerte influencia en
ello y vigilaba muy de cerca dicha nominación.
Otra peculiaridad, y que apunta también al campo de la
transmisión, atañe a la importancia dada en esa época al parecido
físico con el padre. Influidos por la creencia que, para la concepción
sólo el esperma masculino tenía virtudes informativas, los padres
apreciaban desmesuradamente el parecido de los hijos a su rostro,
complexión y maneras de estar en el mundo.
Pero lo verdaderamente fundamental que acontece desde el
principio de la Edad media y que la marca en relación con la
paternidad, es la influencia que la Iglesia ejerce en el universo del
padre. La religión católica, con su poder y su legislación, promoverá
un cambio esencial: ya no es la voluntad de un hombre la que lo
constituye como padre, lo es en cambio su consagración en el
matrimonio. Un padre deviene tal como efecto del estado legal y
religioso del acto matrimonial. Padre es quien engendra hijos dentro
de un matrimonio ... Pater ¡s est quem nuptiae demostrant. La
condición de la paternidad, así como el ejercicio de la sexualidad,
queda encuadrada y reglamentada por este sacramentum. Desde
entonces todo hijo nacido fuera del matrimonio, no sólo es
considerado pecado, sino señalado socialmente con el insulto de
bastardo.
La Iglesia instituye al lazo biológico reglamentado por el
sacramento legal. La voz de la sangre se hace eco con la voz de la
sociedad. De esta nueva legislación, surge la estrecha relación de
la Iglesia con el Estado feudal y las tradiciones caballerescas. Para
ambas la importancia de la sangre es fundamental; para unos como
principio de la paternidad legítima, para otros como base de la
instauración del linaje y la raza. A través de la consagración de los
lazos sanguíneos, el poder eclesiástico asegura la
institucionalización de sus funciones y la sociedad feudal establece
sus principios en la herencia del honor y la transmisión del nombre.
El marido debe ser el señor y amo de sus hijos, pero también de su
mujer. El matrimonio es para ello, el garante de la fidelidad
femenina, así como el instrumento de la pureza de la raza.
El matrimonio atravesado por estas prerrogativas y funciones, se
constituye como el fundamento de la paternidad y, ésta, anudada
en semejante legislación, vuelve a ser un elemento esencial en la
configuración de los poderes en la geografía social. La Iglesia
establece al padre como señor de su casa, sus hijos y su mujer,
promoviendo con ello, una sociedad sostenida por esta misma
formación política. El poder al padre, a los padres, a los padres ...
de la Iglesia, a los sacerdotes, al Santo Papa, al Santo Padre de la
Iglesia. Pero aunado a ello, el poder civil y militar de las sociedades
feudales también reconoce en esa figura paterna la legitimidad de
sus dirigentes: el Rey es un padre; el Rey es el padre del pueblo.
Sin embargo, esto que a primera vista representaría una
reafirmación por otras vías, de un cierto poder absoluto del padre,
implica, en su establecimiento por parte de la Iglesia y el Estado,
una primera limitación a ese supuesto poder. El cristianismo
promueve un poder sostenido en el padre, pero también coloca por
encima de los padres terrestres, el poder y la voluntad de un Padre
celestial. La paternidad sí, pero la terrestre subordinada a la
espiritual. Ser cristiano es ser ante todo hijo de Dios y, si se debe
elegir entre el padre de la tierra y el del cielo, no se debe dudar en
someterse a la voluntad y a la fuerza divina. Elegir a Dios sobre
cualquier padre humano no es sólo un deber sino la salvación
eterna. Padre absoluto sólo hay uno: Dios.
La ley apoyada en la Iglesia, por un lado reconoce el poder del
padre, pero por el otro comienza a limitarlo. Desde el advenimiento
de los primeros emperadores cristianos, como el caso de
Constantino, los padres no pueden matar a sus hijos, ni los pueden
someter sexualmente; tampoco se les permite venderlos o
prostituirlos. El pecado deviene ley civil; la condena, castigo judicial.

3. La monarquía paterna: siglos XVII y XVIII

Lo que comenzó y se desarrolló en la Edad media, se establece de


manera definitiva en los siglos del Renacimiento y la llamada Época
clásica. El padre aparece sosteniendo la autoridad en la familia,
pero también como representante de Dios en la tierra, lo que le
permite comandar en lo terrestre para conducir a lo celeste. Por
tanto, no sólo se presenta como la piedra angular de los poderes
del Estado monárquico, sino también de la Iglesia y sus intereses.
Para el cristianismo, la paternidad es una investidura que le
otorga un poder avalado por Dios. Así, en el Concilio de Trente se
puede leer: “Todos nuestros padres, son para nosotros una
personificación del Dios inmortal; nosotros contemplamos en ellos
la imagen de nuestro origen. Son ellos quienes nos dan la vida"3
El padre se inviste de una función sagrada; se convierte en
portador de la palabra de Dios. Ser padre equivale a fungir como un
representante divino. El padre no sólo reconoce a su hijo dentro de
la familia, no sólo lo alimenta y lo cuida, sino que debe procurarle
una educación dentro de la fe; debe ser su más aplicado maestro.
Transmisor de la palabra del Creador, el padre deviene un ministro
de su poder; se convierte en un pastor.
Evidentemente, no sólo la Iglesia apoya y fomenta este estilo
paterno, como dijimos, también la monarquía. El poder del padre
vía el matrimonio se constituye como la base social de la
organización política. Tan es así que en 1639, se decía en una
declaración venida del Rey: “... los matrimonios son el seminario del
Estado, la fuente y el origen de la sociedad civil así como
fundamento de las familias que componen las repúblicas, que
sirven de principio para formar su policía y en las cuales la natural
reverencia de los infantes frente a sus padres es el lazo de la
legítima obediencia de los sujetos hacía su soberano ...”4
El rey es el representante de Dios en la tierra, es por ello
también, un padre investido. La autoridad paterna sostiene todo el
edificio del poder y del comando. Esto se resumiría con una frase:
si el rey es un padre, el padre es un rey.
El padre en esta edad de oro de su comando, aparece legitimado
e incontestable. Los dos poderes lo sostienen sosteniéndose.
Iglesia y Estado lo mantienen para mantenerse. Soberano en la
familia y pilar del orden social, su función se extiende del mando
familiar a la pastoral de sus hijos. Encarnación del rey y ministro de
Cristo, el padre transmite las normas que garantizan la autoridad
del Estado y, al mismo tiempo, asegura la disciplina y la moral
gratas a las curias religiosas. Sí, lo sabemos, esta situación no
durará mucho tiempo.
4. Caen las cabezas: comienza la revolución

En el breve esbozo que hasta aquí se ha realizado, se hace


evidente que, con variaciones, la función del padre estaba
íntimamente ligada con el poder; con sus ejercicios y con sus
instituciones. El imperio Romano, la Edad media y el Renacimiento,
construyeron sus bases políticas y sociales sobre la institución del
padre y sus atributos. Es lógico que el cambio radical que se gesta
en la Francia revolucionaria del siglo XVIII, transformara no sólo un
gobierno y un estado, sino las estructuras mismas de la paternidad.
El 21 de enero de 1793, guillotinan al Rey de Francia. Luis XVI
pierde no sólo el poder, sino también la cabeza. Con ello, la
monarquía recibe un golpe definitivo: sus cimientos se desmoronan.
Una nueva sociedad surge de las cenizas de otra derrumbada, y de
la sangre en una revolución derramada. No se cambia sólo de
régimen, se transforma la vida misma; la patria toda. Balzac dice en
Les memoires a deux jeunes maríées: “Cortando la cabeza del Rey,
la República ha cortado la cabeza de todos los padres”5
Con un golpe revolucionario, constituido por muchos golpes
anteriores, se transforman los tiempos y se subvierten muchos
valores y muchas leyes vigentes en los siglos XV, XVI y XVII. A la
modalidad monárquica de gobernar y ordenar el mundo, se le corta
la cabeza y con su sangre se dibuja un nuevo escenario: ahora tres
hermanas, libertad, fraternidad e igualdad, invitan a un hermano, el
pueblo, para construir una política donde comande una familia
igualitaria sin padre. La revolución francesa termina con un modo
político y social de gobernar el Estado, pero también la familia. El
padre, a pesar de conservar prerrogativas, pierde su lugar rector y
su función pastoral; de comandante supremo y de educador
exclusivo, a personaje legislado por leyes que se quieren
igualitarias.
El cambio no se hace esperar, el Estado toma muchos de los
privilegios del padre, pero fundamentalmente asume parte de sus
poderes. Progresivamente, el Estado se erige como juez, guía y
garante ya no del padre como antaño, sino esta vez de los hijos; ya
no vela por los derechos del padre, sino se preocupa ahora por sus
obligaciones. Si se pudiera resumir el cambio efectuado en el siglo
XVIII, y con ello se verá su radicalidad, se podría decir recordando a
Danton, que el Estado surgido de la Revolución parte de una idea
rectora: los niños ahora pertenecen a la nación, pertenecen al
Estado. El Rey ha sido derrocado en los palacios, pero también en
la casa. La intromisión del Estado en el cuidado, protección,
conducción y educación de los infantes gestará una ruptura
irreversible en el accionar y hasta, permítase un exceso, en la
ontología del padre.

5. Amor y revolución

Hasta aquí se ha resaltado la relación del padre con los poderes y


las instituciones, pero a lo largo de esta historia, también han
sucedido mutaciones que no derivan necesariamente del ámbito
político o jurídico. Tal es el caso del modo de vincularse de los
padres con sus hijos.
Ya desde la Edad media, existen testimonios que muestran
padres adoloridos por las afecciones de sus hijos y que luchan por
su supervivencia, más allá de las costumbres venidas de Roma. Sin
embargo, no es sino hasta el siglo XVI con las discusiones
humanistas, que se perfila otro rostro de la paternidad. Ante el
gesto severo, rígido y muchas veces cruel del padre amo que no
tomaba en cuenta a sus hijos sino como propiedades, aparece la
posibilidad de un padre responsable en lo económico pero amoroso
en lo personal. El punto de partida de la propuesta humanista es
cambiar un padre patrón por uno educador. No se trata tanto de
uña transformación como de una diferenciación: del padre severo,
lejano y cruel a uno más cercano, más sensible y que,
fundamentalmente, prefiera ser amado que temido. Llamado a
sostenerse más en la razón que en la fuerza, el renacimiento ve
surgir nuevos lazos de relación del padre con sus hijos. Sin
renunciar ai principio de autoridad, incluye nuevas maneras en sus
tratos y sus consignas.
Dentro de este cambio que se gesta y donde intervienen de
manera decisiva dimensiones subjetivas del padre, la iglesia
católica tendrá también su influencia. Surgido de una propuesta que
coloca en el centro de su mensaje la sustancia del amor, el
cristianismo anima en el proceder paterno, un acercamiento a la
demostración y a la comprensión del amor. Incluso propone, como
es sabido, a sus propios sacerdotes como modelo de tolerancia y
protección. Más allá que lo practiquen, los manuales de formación
de sacerdotes del siglo XVI hacen hincapié en la posibilidad de
incluir el amor en el accionar de! padre, ya que lo puede hacer en el
del sacerdote. Llamados también padres, los cristianos aspiran a
insertar en los espacios de la paternidad, modalidades de relación
que incluyan esa dimensión. El ejercicio del amor paterno debe
existir, pero la demostración es llamada a la mesura. La razón del
padre implica el cumplimiento de la ley, pero no excluye un mínimo
de dulzura. El padre puede gobernar y mostrar su amor; lo primero
con rigor, lo segundo con discreción. Más claro: como a Dios,
siempre modelo del ser, al padre se le ama, pero también se le
debe temer.
Si bien es cierto que los humanistas y los sacerdotes incluyen la
dimensión del amor, no deja de ser limitado, uno al campo de la
educación y el otro en tanto mesura y discreción para no mermar la
autoridad. La discontinuidad radical, por curioso que parezca, no
surge ni de la pluma de Rousseau ni de los tratados de
Meditaciones cristianas, sino de las propuestas de los
revolucionarios franceses. El antiguo régimen sustentaba su
propuesta del padre sobre una unión matrimonial, surgida de linajes
sanguíneos y lineamientos sacramentales. Sólo era padre quien
engendraba un niño dentro del matrimonio. El sacramento hace al
padre; la sangre a la estirpe. Para los juristas de la revolución, sólo
es padre quien voluntariamente se reconoce en ello y pone su
empeño en sostener dicho lugar. Ser padre es asumir una posición
frente a una familia, pero también ante la sociedad. No se deviene
padre por una cuestión biológica, sino por haber decidido serlo. La
revolución introduce, en el campo de lo jurídico, una cuestión
fundamental, la decisión emanada del amor. El matrimonio es,
como antaño, el pilar de la paternidad, pero ni se trata de un lazo
indisoluble, ni se mantiene por exigencias religiosas. La paternidad,
instituida en el matrimonio, no surge de un temor al pecado, sino de
un acto de libertad y elección ante los caminos de la vida. Pero, y
esto es lo esencial, se trata de un contrato social fundamentado en
el amor a una mujer y a sus futuros crios. El contrato matrimonial
reposa en el amor y la libertad, así como en la voluntad de
mantenerlo y sostener la venida de los hijos. El matrimonio durará
lo que dure el amor. Los hijos serán entonces un resultado del amor
entre hombre y mujer, y del ejercicio voluntario de sostenerlos. El
derecho revolucionario se interesa en promover el amor a los hijos
pues ellos son el futuro de la República y el centro del interés del
Estado. El estado revolucionario propone el pasaje del padre sostén
al padre amoroso. El padre debe proteger pero también amar a sus
hijos, a todos, a todos de igual manera. La utopía revolucionaria
surge de esta propuesta de un nuevo padre vigilado por el Estado y
limitado en sus funciones, pero también sostenido en una decisión
amorosa y en una voluntad de lazo social.

6. Tiempos de ruptura. El siglo XIX

Lo que fue movimienio en el siglo XVIII, se convierte en letra y


norma en el XIX. Las leyes reflejarán y harán valer los nuevos
tiempos y sus modos sociales. Si bien es cierto que el Código civil
surgido del movimiento revolucionario, mantiene muchas
prerrogativas para el padre y que en algunos aspectos cambia poco
la naturaleza de sus ejercicios de autoridad, sobre todo en relación
con la mujer, también es cierto que hubo cambios muy significativos
ruspecto a la legitimidad de sus funciones y a la limitación de su
poder, Fundamentalmente, el cambio apunta a la nueva función del
listado: de protector del padre a vigía de sus acciones y límite a sus
abusos. La autoridad estatal velará porque el padre cumpla sus
deberes, y sancionará sus excesos y carencias. Desde el siglo XIX,
el padre ya no sólo no manda desde ningún absolutismo, sino que
ahora se encarga de consolidar los derechos civiles de los hijos; se
convierte en un personaje legal que se sostiene a partir de
diferentes roles a desempeñar ... para los hijos. Si antes lo
fundamental era la voluntad del padre, ahora son los derechos y el
bienestar del hijo lo que cuenta. Para mostrarlo, tal vez valga la
pena revisar algunas leyes y su inscripción histórica, incluidas en el
Código civil de la república francesa, modelo de casi todas las
constituciones, incluida la de México.
1841: ley de prohibición del trabajo infantil en fábricas
1874: ley de prohibición de la mendicidad infantil
1889: ley de la descarga del poder paternal en beneficio de una
asistencia pública, si el padre es indigno
1912: ley sobre el reconocimiento del derecho a la investigación
sobre la paternidad
1935: supresión de la corrección paterna

La ruptura del poder del padre se hace evidente. Pero esas


fracturas no sólo son de orden legal. El curso de la historia
empujará a la paternidad a dejar su cetro y su corona, para
cambiarlas por utensilios menos brillantes. A partir del siglo XIX
surgen movimientos y circunstancias que marcan definitivamente la
historia de la paternidad. Los aspectos donde se harán visibles esos
cambios son el económico, el social y el subjetivo.
En el campo de la economía, la revolución industrial jugará un
papel determinante. Hasta el siglo XVIII, muchos hombres
trabajaban como artesanos en sus talleres. Eran los dueños de sus
herramientas y de su tiempo. Trabajaban en sus casas donde
podían ejercer su oficio pero también su voluntad. Con la llegada de
las grandes fábricas, muchos talleres artesanales cerraron sus
puertas y sellaron su futuro. Los dueños tuvieron que cerrar, que
vender, pero también que buscar trabajo para sobrevivir. El
artesano dejó su casa y su oficio para trabajar en la fábrica. Pasó
de dueño a asalariado, de patrón a subordinado. Los pequeños
propietarios se volvieron obreros y con ello toda la vida cotidiana
cambió de rumbo.
En el campo las cosas no fueron mejores. La importancia que
toma la ciudad, y el desequilibrio de lo surgido de la tierra frente a lo
construido en la factoría, provocan una dramática caída en las
labranzas de la tierra. El campo deja de ser rentable y no puede
competir contra la industria. Sembrar ya no permite vivir; a veces,
sólo permite sobrevivir. El campo se cae y con él, un mundo
enraizado a la tierra y sus climas. Quien era dueño de un pedazo de
terreno, tiene ahora que venderlo. Sin tierra que trabajar, el
campesino, como el artesano debe cambiar de naturaleza, deviene
obrero, asalariado; mandado.
Evidentemente esto tiene efectos en el campo de lo social.
Cuando el hombre tenía oficio, también tenía taller. En el taller el
artesano no sólo producía, también enseñaba. La herencia no sólo
implicaba los espacios y las herramientas, también el oficio, el
saber hacer. El padre producía para la familia y, entre tanto,
enseñaba al hijo. Le daba de comer, le donaba un saber. La
transmisión venía del abuelo del abuelo del abuelo. El padre heredó
la panadería del padre, que a su vez lo hizo del suyo. La herencia
de la carpintería viene desde lejos, desde siempre. Toda la familia
ha producido cántaros de barro, desde que el señor Dios creó a
Adán. Todo eso se rompe y con ello, un poder benéfico del padre.
Ahora, ya no puede heredar lo que le dejaron, tampoco puede dejar
sus herramientas para que su hijo las use; las tuvo que vender. El
padre pierde el poder de heredar cosas, casas y artes. El hijo ya no
recibirá eso del padre, entonces ¿para qué quedarse? ¿No será
mejor marcharse a buscar lo que necesita en otras tierras, en otros
horizontes, en otras profesiones?
Aunado a esto, la educación en el siglo XIX se escapa del poder
del padre. Él ya no sólo no le enseña, sino que es obligado por el
Estado a enviar a su hijo a una institución llamada escuela. Es
urgente, es obligatorio. La educación deviene pública, es decir para
todos; gratuita, lo que significa que el Estado se encarga y
obligatoria, lo que desarma al padre de su poder de transmisión
directa.
En el campo de lo subjetivo aparece la figura de un padre no sólo
privado de sus bienes, sino a expensas de sus males. Sin tierra, sin
taller, sin posesiones y sin aprendices, el camino a casa se puede
volver demasiado largo; demasiado penoso. El herrero, fuerte de
brazos, hoy aparece débil de esperanzas. Las manos que antes
hacían bailar la vasija, hoy se llenan de lodo que no se amasa. Del
poder del trabajo artesanal y de labranza, al silencio del odio y de la
jornada extenuante. El padre fuerte de antaño, en lo poiítíco, en lo
económico y en lo social, comienza a cobrar un rostro trágico y
lastimado.

7. Desmoronamiento y fragmentación. El siglo XX

Lo que el siglo XIX fracturó, el XX acabó de derrumbarlo. En el siglo


pasado asistimos a un desmoronamiento no sólo del poder del
padre, sino de su lugar en lo social y lo familiar. Después de la
revolución francesa, la autoridad paterna, en un sentido jurídico y
político, abandona los salones de encaje y terciopelo, y se limita al
espacio cerrado de la sala, el comedor y la cocina de la familia.
Pero el nuevo siglo, con sus mutaciones y sus rupturas, también se
adentra hasta ese recinto de la intimidad donde se había
atrincherado lo que quedaba del poder del padre. Este siglo
muestra el rostro del padre marcado por la dificultad, la tristeza y
hasta la debilidad. Del padre debilitado pasando por el carente,
hasta llegar al padre ausente y desposeído, la autoridad y la función
del padre se ven disgregadas en el siglo que acaba de terminar.
Siguiendo con lo delineado en el tiempo anterior, el derrumbe del
universo del padre se anuda a cuatro dimensiones.
El siglo XX ve radicalizarse la caída del campo y la siembra se
hace de pobreza. En las tierras sin posibilidades, ni hombres para
trabajarlas con frecuencia se escucha: “Ojalá que llueva café”. El
hambre se expande como plaga en muchos países y muchas
latitudes y, con ello, modos lastimosos de usufructo. La pérdida de
la tierra le llevó primero a trabajar de explotado, para después
ejercer él mismo la explotación. De padre deviene paria y, en vez
de trabajar, se dedica a explotar a sus hijos. La figura del padre
adopta los matices de la degradación. De padre trabajador o
artesano, a paria degradado.
En el campo de lo social, este padre degradado intenta olvidar
sus penas y sus dolores ahogándolos en pulque, cerveza, vodka,
ron, mezcal o tequila. De la fábrica a la cantina y del bar al burdel
barato. El padre deviene indigno ante la mirada de su gente, ante la
severidad de la sociedad, ante la tristeza de sus ojos.
Pero no sólo se trata de padres degradados; en la historia del
siglo XX, surgen acontecimientos que empujan al padre a otro
estrato. El siglo pasado fue marcado por dos grandes guerras
mundiales. Europa vio caer bombas y morir soldados. Estados
Unidos enroló ciudadanos que nunca volvieron. La guerra arrancó a
los padres de sus labores, pero también de sus hogares. Muchos
espacios quedaron vacíos y, aunque héroes, su ausencia se hacía
presencia. Lo presente era la ausencia. Algunos no regresaban y a
los que lo hacían no les era fácil el retorno, a sus tierras, a sus
casas; a sus funciones. En México, la revolución tuvo el mismo
efecto. Muchos se fueron con la bola y volvieron con la bala.
Muchos no volvieron, y sus hijos los extrañaban como a las madres
que se fueron de adelitas. En México, a muchos padres se los llevó
el tren.
Además, el siglo fue marcado de exigidas migraciones
económicas y políticas. Muchos campesinos dejan la resequedad
económica de la tierra por los espejismos de la ciudad. El campo se
queda vacío de padres, y las ciudades se llenan de errantes. De la
jornada bajo el sol, se pasa al trabajo en el asfalto. De cosechar la
fruta, se pasa a cargarla en el mercado. Pero la migración no sólo
es del campo a la ciudad, sino de mi tierra a otra tierra ... extranjera.
Miles de africanos inundan Europa con su sed de occidente y su
panza vacía. Los ciudadanos de los antes llamados países
comunistas, corren tras la ilusión de un capitalismo benigno y
magnánimo. Los padres emigran buscando una nueva oportunidad
para la vida, un retraso de la muerte. Los braceros se pelan pa’l
otro lado buscando el sueño americano. Miles de casas se
quedaron secas de padres en Michoacán, Jalisco, Oaxaca, Nueva
Delhi, Marruecos, Senegal, Angola, Varsovia, Praga y
Cochabamba.
Aunado a esto, en nuestra América latina desde la guerra civil
española, hasta los efectos de la operación Cóndor, el exilio ha
marcado el rostro y la geografía del continente. Muchos salieron
escapando de la represión de la triple A, de la policía política
chilena o de la furia de Bensser. Algunos llevaron a sus familias,
otros sólo sus recuerdos; los más, sus odios y sus dolores. Todas
estas violencias del siglo produjeron un figura novedosa del padre:
un padre ausente.

Ahora que se toca el tema de América latina, se hace necesario,


respecto a este padre ausente, realizar una puntuación histórica;
abrir un paréntesis. La historia de Europa es fundamental para
pensar, en su relación y su diferencia, la historia de América, pero
existen ciertas particularidades. La conquista de Mesoamérica
implica una violencia de los encuentros entre el viejo y el nuevo
mundo, que proyectará singularidades históricas. A la llegada de los
españoles a finales del siglo XVI, específicamente en lo que hoy
llamamos México, la configuración social se sostenía más en mitos
e ideologías religiosas que en intereses económicos. La conquista
fue una lucha entre la ambición material española y la transición
religiosa indígena, amén de una guerra de dos ejércitos desiguales.
De esa conquista, surgen al menos cuatro grandes grupos sociales.
Los indígenas que perdieron el poder sobre su tierra, su culto
religioso, sus formas de expresión y organización social; los negros
traídos de África para los trabajos que diezmaban a los pueblos
indios; los mestizos que nacen de la unión (violenta) de la cultura
española y las tradiciones mesoamericanas y, por último, los
españoles y los criollos que viven en esta tierra mirando, admirando
y soñando con otra. La mayor parte de los habitantes de esta
América son mestizos. Detengámonos un poco en ello. El mestizo
representa, tal vez, lo más nuevo en las configuraciones sociales y
es quien más influirá en la construcción de las naciones que hoy
conocemos. Su origen es mixto. El mestizo surge de la unión de un
padre español y una madre indígena. Este origen marcará mucho
de su proceder. Origen violento y extraño. El hombre español fue,
en general, un padre que despreciaba de muchas maneras a la
madre de sus hijos, pero también a sus mismos hijos. La mayoría
de los primeros mestizos nacen más de una violentación de la
mujer indígena, que de una unión por amor. El padre del mestizo
es, desde los inicios, un padre que no mira ni ama a sus hijos
nacidos en el vientre de una piel morena. No sólo los ignora, sino
que los desprecia. Para el español venido a estas tierras, la mujer
de sus sueños vive al otro lado del mar, y los hijos aquí nacidos de
madre india son más el resultado de una acto sexual, que de una
unión amorosa. El padre del mestizo es no sólo un padre violento
sino fundamentalmente, un padre ausente. No están ni él, ni su
corazón. Cuando llega a casa, su proceder es violento ante la
mujer, despreciativo frente a los crios. El mestizo admira al padre,
pero también le teme y le desprecia. Existe en él la ambivalencia de
admirar lo ausente y lo violento, pero también de despreciar lo
cercano y lo cálido. La cultura española le es extranjera y espinosa,
la indígena le parece ajena y, también, despreciable.
Tres autores han señalado la importancia de la violencia del
padre español y la influencia en el hijo mestizo. Samuel Ramos,
Octavio Paz y Santiago Ramírez coinciden en la conflictiva del
padre en la configuración de los orígenes americanos. Dos
psicoanalistas y un poeta toman la pluma para retratar
históricamente este desgarramiento originario. Sólo se tomará la
referencia del poeta para transitar por el laberinto de la soledad,
guiados por un hilo del lenguaje.
Existe un significante que sirve de hilo, pero también de brújula.
Es verbo, es sustantivo, también adjetivo y hasta interjección.
Señala, matiza, enciende y blasfema. Chingar es el verbo que
acuña la herida de un pueblo y la complejidad de una historia. Es
insignia, blasón y estandarte. Antes de ser verbo, servía de
sustantivo. Parece que su primera acepción viene de “chingaste”.
Voz náhuatl proveniente de xinachtli que significa semilla de
hortaliza o, xinaxtli, que sirve para nombrar el aguamiel fermentado.
En Mesoamérica se usaba para referirse a los residuos del café, a
ciertas bebidas alcohólicas y a algunos lugares donde se consumía
licor. En Chile, Argentina y Colombia, algo chingado apunta a
situaciones fallidas o burlonas. En México adopta la forma activa del
verbo y la naturaleza radical de un significante cero. Es el maná
mexicano. Concentra en su remolino mil sentidos y sin sentidos. Sin
embargo, casi todos implican una relación entre la violencia y la
sexualidad. Del verbo a quien lo ejerce, el camino se remonta hasta
la época de la Colonia. Existe el Chingón que chinga, y la chingada
que es abierta, rajada; hondura dolorosa. De verbo a sustantivo,
sirve para dibujar la existencia geográfica de un país sin territorio
fijo. La chingada es el destino de muchos y muchas; es el país de
los rotos, de los jodidos; de los madreados. Sí, de los que se fueron
mucho a la chingada.
Pero más que verbo, sustantivo o adverbio de lugar, la chingada
es la personificación del Mito de la madre violada. Es la madre
burlada, cogida y dejada. El hijo de la chingada no es un hijo de
puta. A la chingada no le pagaron, sino que le pegaron. No le dieron
dinero, sino violencia. El origen, lo han destacado muchos, viene
desde la Colonia. El chingón, el que se la cogía y luego la dejaba,
era el padre blanco que no amaba, sino sólo jodía. No se trata de
un padre que piense, asuma y menos valore la patria potestad. El
hijo de la chingada es un accidente del sexo apurado, no el fruto de
un amor procesado. Nace sin padre. El español no quería plebe
americana, sino satisfacción sexual. No sólo llega, se viene y se va,
sino que padre nunca fue ... ni jamás será. No es patriarca, ni ley ni
camino; es ausencia antes de fincar. Es un padre extranjero. Es un
progenitor extraño. Peor, es un forastero. Su violencia es doble: se
chinga a la madre y madrea al hijo. Odiado, admirado, añorado y
obscurecido, el padre del mestizo es un padre constituido con la
sustancia de la otredad y la ausencia. No es ley ni mando, sólo
gemido y olvido. Es casi un anti-padre.
En el origen aquí referido hay una violencia de un padre que no
tiene el perfil y los matices de los padres europeos que habíamos
aquí retratado. Señalar la ausencia y las peculiaridades de este
padre que llena de hijos nuestra América, no podía ser dejado de
lado en la historia que aquí se despliega. Tal vez la ausencia del
padre en esta América no esperó al siglo XX para manifestarse en
sus caminos y sus dolores. Qué implique esto para la configuración
de las naciones y los procesos que marcan nuestra historia, no es
el motivo de este trabajo, pero no puede no señalarse como una
ruptura temprana, como un comienzo que inicia roto. La historia
para esta América mestiza e india, comienza fracturada. Cerramos
paréntesis.

Volviendo al siglo XX y refiriéndonos al campo de lo político, se


gesta un cambio importante en la esfera de lo legal. Las leyes ya no
protegen al padre, sino de él. Las leyes cada vez más se avocan a
proteger al hijo, incluso de su padre. Ante la degradación, las
acciones indignas o desesperadas de ciertos padres, las
legislaciones juzgan las acciones y las pasiones paternas. Las leyes
ya no intentan sólo regular las necesidades a cubrir en el campo de
lo económico, sino que ahora juzgan la eficacia, la capacidad y la
eficiencia de los padres. Aún más: también juzgan sus excesos y
sus tropiezos; sus torpezas y su sintomatología. Además, a partir de
los años setenta, surge una legislación que arrebata al padre
cualquier viejo privilegio.
A partir de las nuevas leyes, el poder se comparte entre la madre
y el padre en igualdad de circunstancias. No sólo eso, el Estado
véla porque el padre cumpla un poder, ahora finalmente
compartido. Del poder paterno se ha cambiado a la autoridad
perental. El derecho no sólo ha devenido pedocéntrico, sino que al
Interior de la unión conyugal encuentra su poder limitado legalmente
por la madre, por las mujeres. Hoy los hijos llamados
estúpidamente en otros tiempos “naturales”, pueden ser registrados
por su progenitora, dotados de sus apellidos y protegidos de
cualquier intento de degradación. Ya cuenta su nombre aunque ella
no cuente con su hombre. Asistimos a un padre desposeído incluso
de sus poderes simbólicos de antaño.
Para ¡lustrar lo aquí señalado, permítase la muestra de un botón.
Se presentan a continuación algunos artículos del Código civil de
una región del sureste mexicano, donde, se verá, la igualdad de los
cónyuges y los límites impuestos al padre, son evidentes.
Nuevo Código Civil para el Estado de Tabasco. La edición oficial
se publicó en Villa Hermosa, en el suplemento del número 5696 del
periódico oficial del 9 de abril de 1997.
Titulo sexto
Capítulo III
De los deberes y derechos que nacen del matrimonio
Art. 165. Fidelidad y ayuda mutua - Los cónyuges deben guardar
fidelidad, vivir juntos en el domicilio conyugal, contribuir cada uno
por su parte a los fines del matrimonio y ayudarse mutuamente.
Cualquier convenio contrario a la ayuda mutua que se deben los
cónyuges, se tendrá por no puesto.
Los cónyuges pueden planificar el número y esparcimiento de
sus hijos, así como emplear cualquier método de reproducción
artificial para lograr su propia descendencia. Este derecho será
ejercido de común acuerdo por los cónyuges, extendiéndose a
aquellas parejas que viven públicamente como si fueran marido y
mujer y sin tener algún impedimento para contraer matrimonio entre
sí.
Art. 167. Obligación de alimentos.- Los alimentos de los
cónyuges y sus hijos serán a cargo de ellos, por partes iguales.
Pueden los cónyuges, por convenio, repartirse en otra proporción el
pago de los alimentos. Si no llegan a un acuerdo y no estuviesen
conformes con el cincuenta por ciento fijado por este artículo, la
proporción que a cada uno de ellos corresponda en el pago de
alimentos dependerá de sus posibilidades económicas.
Art. 168. Igualdad de Deberes y Obligaciones.- Los deberes,
derechos y obligaciones que respectivamente otorga o impone a los
cónyuges el matrimonio, serán siempre iguales para ambos,
cualquiera que sea su aportación respecto a los alimentos.
Art. 169. Igualdad de autoridad.- Los cónyuges tendrán en el
hogar autoridad y consideraciones iguales; por lo tanto, de común
acuerdo arreglarán todo lo relativo
I.- Al lugar en que se establezca el domicilio conyugal y la casa
en que éste se instale.
II.- A la dirección y cuidado del hogar.
III.- A la educación y establecimiento de ¡os hijos.
IV.- A la administración de los bienes que sean comunes a los
cónyuges.
Título Séptimo
Capítulo II
De los alimentos
Art. 299. Obligación de los padres.- Los padres están obligados a
dar alimentos a los hijos.

Título undécimo
De la Patria Potestad
Capítulo I
De los efectos de la patria potestad respecto de los hijos
Art. 420. Ejercicio de los padres.- La patria potestad se ejerce por
el padre y la madre juntamente.
Capítulo lil
De los modos de acabarse, perderse y suspenderse la patria
potestad
Art. 452. Pérdida de la patria potestad.- La patria potestad se
pierde:
I.- Cuando el que la ejerza es condenado por sentencia
ejecutoriada expresamente a la pérdida de ese derecho, o cuando
es condenado por delito de acción u omisión dolosa con pena de
dos o más años de prisión.
II. - Cuando por costumbres depravadas de quien la ejerza, malos
tratamientos o abandono de sus deberes, pudiera comprometerse
la seguridad o la salud física o mental de los menores, aún cuando
esos hechos no cayeren bajo la sanción de la ley penal.
III.- Por la exposición que el padre o la madre o el abuelo o la
abuela hiciere de sus hijos o nietos; o porque los deje abandonados
por más de 6 meses, si quedaron a cargo de alguna persona, y por
más de un día si al abandonar a los hijos no hubieren quedado a
cargo de persona alguna y este sea intencional; y
IV.- Por incumplimiento injustificado de dar alimentos.

No sólo en el plano jurídico, como se ha podido observar, los


cambios de la posición del padre son evidentes; en el campo de lo
subjetivo, las mutaciones han sido también irreversibles. En otros
tiempos, el oadre comandaba la educación de sus hijos, después
sólo pudo vigilarla; acompañarla. Pero esa educación era
fundamentalmente para las labores del mundo; la otra, la íntima,
aún le concernía. Con el nuevo siglo y las nuevas condiciones
sociales, las cosas van a cambiar. En el origen, allá por los tiempos
del Imperio Romano, el padre era amo y mandaba solo. Después,
con el advenimiento del cristianismo, su poder comienza a ser
acotado. A partir de entonces se instaura la imposición de un
tercero poderoso y legal, entre él y sus hijos. Ese tercero se
encarna en la Edad media en la figura de la Iglesia y con la llegada
de la revolución, en el Estado. Pero en los tiempos modernos, esa
soledad con la que reinaba el padre se verá golpeada
definitivamente. En el siglo XX, el padre no sólo ya no tiene el
poder, el control y la comanda en la educación formal, también la
pierde en la intima. El padre ya no está solo en la tarea de educar,
pero tampoco de sostener y hasta de cuidar a sus hijos. El Estado
ha incluido una variedad de oficios que intervienen directamente en
esos menesteres y que transforman los vínculos del padre con su
familia. Ahora existen médicos, instructores, tutores escolares,
trabajadoras sociales, pedagogos, psicólogas y otros muchos
profesionales que inciden de manera directa en la protección legal,
psicológica, afectiva y educativa de los menores. La función social y
familiar del padre, no sólo se ha compartido sino también
fragmentado. Del padre degradado al padre fragmentado.
Con el siglo XX, también llegaron las revueltas estudiantiles.
Desde Pequín hasta Buenos Aires pasando por París, Montevideo,
Berkley y México, los movimientos de jóvenes rebeldes estallaron
en pleno rostro del poder. La contestación no era sólo ante los
modos de gobernar, sino ante las modalidades mismas de la vida y
sus reglamentaciones. La impugnación alcanzó a los gobiernos
pero también a las familias. Ante el autoritarismo estatal o educativo
se responde con propuestas de democracia y libertad. Frente a la
autoridad paterna, igual. Los gobiernos, las universidades, las
instituciones son cuestionadas desde su base hasta su
operatividad; la familia no es la excepción. El movimiento estudiantil
fue la revuelta de los jóvenes contra el poder, sí, pero no sólo el de
la escuela, sino también contra el del padre. De hecho lo
Impugnado es ese modelo paterno vertical, violento y rígido de
ejercer el poder. Lo impugnado fue el padre.
En nuestras sociedades modernas, el padre aparece
fragmentado e impugnado. Lo primero, por las instituciones del
i-stado; lo segundo, por la antiinstitucionalidad de los jóvenes. La
Infancia intervenida, la juventud insurrecta. Pero el tiempo no se
detiene ahí, y algo también, tristemente novedoso, aparece con los
padres y su vejez ... con los padres viejos. Antaño, la vejez era un
tiempo de recogimiento y de serenidad. En el viejo se veía lo mejor
de la tradición y el abolengo. En otras culturas, el viejo era símbolo
de sabiduría y fuente de conocimientos. El viejo era tesoro de relato
y dueño de secretos ansiosamente requeridos; era la voz del
tiempo. Las épocas cambian y ahora los viejos son recluidos en
isllos o desterrados a sillas silenciosas en un rincón de ningún
ludo. La piel se les arruga al unísono del alma. Los padres que no
lupieron o no pudieron dar a los hijos lo que necesitaban o exigían,
'Jlflcílmente recibirán de sus descendientes un trato digno y
■moroso. Hay veces que la vida tarda en cobrar, hay veces que no,
f">ro lo evidente es que los viejos en nuestras sociedades
¡ontemporáneas han perdido el lugar de consejero, de sabio o de
personaje fundamental en la conducción y preservación de los lazos
sociales. Los ancianos no son más pilares de la familia, ni símbolos
de transmisión. Los viejos han devenido padres humillados y
abandonados.

8. La irrupción del inconsciente

Algo radical va a pasar en este campo, relacionado con esta historia


de la paternidad: el nacimiento del psicoanálisis. Dos dimensiones
se especifican con esta irrupción. Primera, en la historia del padre,
el psicoanálisis abre nuevas vías de pensar la complejidad del
padre. La segunda, el descubrimiento freudiano resignifica la
cuestión del padre pensado desde la historia.
En el campo del sujeto, la doctrina creada por Freud a finales del
siglo XIX y principios del XX, muestra dimensiones fundamentales
de los laberintos del padre. La más evidente es la vinculación íntima
entre el niño y el padre. Allí algo esencial se jugará: no sólo existe
amor del crío por el padre; también lo habitan odios y deseos de
muerte. El complejo de Edipo señala la fantasía del infante de la
muerte del padre. Peor, del deseo de matarlo. Pero esta dimensión
no es lo más importante; la muerte del padre y los planes para
asesinarlo han sido señalados desde lo jurídico y lo político, como
piezas fundamentales en los entramados familiares, desde los
romanos hasta la burguesía ambiciosa. Lo inaugurado por Freud,
va mucho más lejos. No sólo en el origen social del mundo hay un
padre asesinado, como lo escribe en sus textos históricos; también
en el campo mismo del sujeto. Además, no sólo en el plano de lo
fenoménico e histórico, existe un padre fallido. La falla del padre no
remite solamente al ámbito de lo social, es constitutivo de su
función. Freud explicará que esto es nuclear; Lacan dirá,
estructural.
El padre aparece carenciado a lo largo de un proceso histórico.
Eso es innegable. Lo que el psicoanálisis aporta es la evidencia de
que, esa fractura, no es nueva. Las fallas del padre están ligadas a
la complejidad de su función. Ya lo mostraremos. Sin embargo, el
psicoanálisis no desdeña la dimensión histórica de la paternidad.
Produce, al contrario, una lectura del síntoma histórico que
representa esta falla constituida diacrónicamente. Lo que permite
ver y problematizar no es la evolución de la bancarrota del padre,
sino la importancia de pensar cómo, en diversos tiempos, las
fracturas del padre han tomado distintas características y
dimensiones.
Frente a esta historia del padre, por ejemplo, en los tiempos
modernos y desde el psicoanálisis, puede abrirse una serie de
cuestionamientos e inquietudes. Es evidente que el padre ha
sufrido una degradación y su caída es innegable; las fracturas no
son sólo sociales, también son políticas. La modernidad se nos
presenta como un mosaico complejo. A primera vista la situación no
puede ser más alarmante: guerras impulsadas por imperios ciegos,
niños vagabundos de casa y amor, violencia surgida del hambre y
la desesperación, mujeres lastimadas hasta los huesos; hasta sus
huesos enterrados en Ciudad Juárez. En el campo de lo social, los
tiempos modernos presentan discontinuidades novedosas: apertura
civil de los lazos homosexuales, configuración de vínculos tribales
vía la religión, crisis de la pareja monogámíca y tradicional e,
incluso, el develamiento de las prácticas violatorias y pederastas de
los sacerdotes católicos en todo el mundo. Muchas cosas han
cambiado y muchos se apresuran a ubicar el cambio en una crisis
radical de los lazos familiares. Específicamente, en un
debilitamiento histórico y estructural del lugar del padre.
Otros no esconden una añoranza por un padre fuerte, un líder
enérgico y una autoridad paterna que, por fin, ponga orden. Hay
quienes aspiran a una reivindicación política de los poderes del
padre en la familia, de su rehabilitación como institución en lo
político y de su resurgimiento en lo religioso. De hecho, se
escuchan voces que apostarían por una práctica de recuperación
psíquica del padre, así como a una rehabilitación de su poder de
Influencia. Incluso, no es extraño escuchar de algunos
psicoanalistas el diagnóstico de que la modernidad y sus
calamidades, surgen de una declinación del poder del padre.
Ante esta situación ¿se trataría de apostar por una rehabilitación
del padre? Las crisis modernas ¿surgirán de la declinación de su
poder? ¿Habrá entonces que soñar con un retorno de los privilegios
añejos del padre? ¿Se trataría clínica, social y políticamente de
subsanar las fallas del padre para, así, rescatar su poderío y
abolengo? ¿No emparienta esta posición con lo más retrógrado de
los planteamientos de la derecha actual, que sueña con la
reivindicación de la familia tradicional sostenida por un padre fuerte
y respetado, y una madre buena y abnegada?
El psicoanálisis no puede quedar al margen de estas preguntas
que atraviesan el siglo en el que nació y. este nuevo que acaba de
comenzar. Específicamente, Lacan no podía, en esta historia del
padre, no tomar lugar y posición. Sus problematizaciones respecto
al padre y la familia muestran una serie de discontinuidades donde,
en un primer momento, exactamente en los albores de la segunda
gran guerra, sostenía que los problemas sociales y subjetivos se
relacionaban con una declinación del poder del padre. Lo
significativo es que Lacan comienza planteando esta posición para,
con la irrupción de las dimensiones del inconsciente y el impacto de
la radicalidad de la letra freudiana, cambiar sus posturas clínicas y
doctrinales. Veamos de cerca estas cuestiones.
En 1938 Lacan emprende un estudio sobre la familia. Su
metodología abarca la mirada de la etnología, las problemáticas de
la historia y las influencias de la sociología. La familia aparece como
una institución que juega el rol principal de la transferencia de la
cultura. Pero no nada más. Es la encargada social de la transmisión
de las coordenadas psíquicas. Ella transmite las estructuras de
comportamiento en una forma que excede a la conciencia. Las
relaciones sociales son transmitidas por la familia a través de dos
elementos fundantes, el complejo y la imago. El complejo es la
estructura que, incluyendo lo biológico, lo sobrepasa para ser
dominado por factores sociales y psíquicos. La imago es el modo
por el cual se transmite el complejo. Lacan escribe: “Complejos e
¡mago han revolucionado la psicología y especialmente aquélla de
la familia ...” Esto lo lleva a proponer tres complejos: el de destete,
el de intrusión y el de Edipo. El complejo de destete remite a la
primera separación, aquélla de la madre y la imago al pecho
materno. El de intrusión, a la imago del semejante y a sus
posicionamientos respecto al estadio del espejo. El complejo de
Edipo, es revisado y se constituye en el eje de la configuración del
sujeto y la familia. En el Edipo se realizan dos acciones que
constituyen el psiquismo: la represión de la sexualidad y la
sublimación de la realidad. Estas acciones dan paso a dos
instancias permanentes: el Superyo encargado de la represión y
que pertenece a lo inconsciente, y el ideal del yo encargado de la
sublimación, y cuya naturaleza depende del desconocimiento.
Ahora, ambas acciones y sus instancias dependen
fundamentalmente de la imago del padre. El complejo de Edipo y
sus vicisitudes se estructuran en esa imago del padre. Esto tanto
para el niño como para la niña. El punto surge aquí. Para Lacan, el
edipismo es determinado por dimensiones sociales y, en nuestra
época, la imago del padre se encuentra en bancarrota y
aglomerado en la familia conyugal.
Lacan ubica la crisis moderna, las neurosis contemporáneas, así
como muchas vicisitudes patológicas, en una degradación del
padre. Dice a la letra: “... un gran número de efectos psicológicos
nos parecen provenir de una declinación social de la imago
paternal”6 Y más adelante sostiene: “Declinación más íntimamente
ligada a la dialéctica de la familia conyugal ...” Para resumir su
posición diciendo respecto al núcleo de las neurosis: “Nuestra
experiencia nos lleva a designar la determinación principal en la
personalidad del padre, siempre carente de alguna manera,
¿úsente, humillado, dividido o postizo. Es esta carencia que,
conforme a nuestra concepción del Edipo, viene a agotar (tarir) el
telón instintivo como a estropear (taver) la dialéctica de las
sublimaciones”7
Para poder mesurar las implicaciones que esta posición conlleva,
' necesario hacer cuatro puntuaciones a manera de comentario.
La primera atañe a los referentes epistémicos de Lacan en
aquella época. Uno de los autores en los que se basa para realizar
su estudio sobre la familia, es Durkheim. Este notable científico
social tiene una posición muy específica sobre la familia y su
historia, que impactará la de Lacan. Durkheim propone que la
familia conyugal, aquella que conocemos en nuestros días,
proviene históricamente de una contracción de la familia troncal o
paternalista. La familia llamada conyugal sólo incluye como
miembros permanentes al esposo y la esposa, mientras que la
paternal da cuenta de una organización que incluía al padre como
centro, a la madre y todas las generaciones, descendientes de
ellos. Su posición de hecho, se sostiene sobre una lectura histórica
de la familia. Para este sociólogo, en el origen de lo humano
existieron formas humanas reunidas bajo un comunismo primitivo.
Estas configuraciones se establecían en un cierto lugar y todo
pertenecía a todos. La posesión de la tierra como de las cosas,
emanaba un carácter sagrado motivo por el cual se respetaba y se
establecía como el lazo fundamental. Con el transcurrir del tiempo
se impuso una cierta desazón de los lazos sagrados con las cosas,
y se encargó a un jefe que se ocupara de lo que antaño las
posesiones compartidas implicaban. Este jefe reunía en su persona
lo más grandioso del clan y lo más sagrado. La potencia simbólica
del comunismo primitivo se concentra en el jefe que, con el tiempo,
es encarnado en la figura del padre. Lo sagrado, lo moral, lo
histórico recae en el padre representante venerado de la familia.
Pero esta posesión de una función y de las cosas, abre el tiempo a
una nueva configuración. Ahora se dibuja la figura de la posesión
particular como modo de estar en el mundo. Con la instauración de
la posesión particular se permite entonces, posesiones profanas, la
posibilidad de que todos puedan tener posesiones. Si esto es asi,
las nuevas configuraciones familiares promoverán el contrato de
unión entre dos que tienen sus propiedades. Tal circunstancia se
opone a la familia paternalista pues, a partir del matrimonio, de la
unión conyugal de dos poseedores, el padre pierde poder y lugar,
es reemplazado por el Estado, encargado desde entonces de
mediar entre los cónyuges y de legislar las modalidades de los
contratos familiares. La influencia del padre de la familia patriarcal
cede ante la soberanía del Estado en los lazos conyugales.
Durkheim señala entonces la decadencia del lugar del padre,
principalmente en el plano jurídico. No se trata tanto de la
decadencia del padre como de la declinación jurídica de su poder.
En Lacan esta influencia sirve como base para señalar en esa
bancarrota del padre, los derroteros por donde se precipitan los
tiempos modernos. Lacan deja entrever que la familia paternalista
sería aquella que podría sostener un edipismo operante, es decir,
aquella que proporcionaría una imago del padre capaz de llevar a
buen fin, tanto la represión sexual como la sublimación de la
realidad. Pero, aquí la segunda puntuación, la influencia del
sociólogo se ejerce en Lacan cuando él está elaborando, esto es lo
importante, una teoría psicológica de la familia. Lacan no deja de
insistir en ello, su propuesta es presentar una psicología de la
familia a partir de los fundamentos del psicoanálisis. De allí muchos
de sus escollos. Lacan resume lo hasta aquí tratado en este
luminoso párrafo: "Si en el análisis psicológico del Edipo se puso de
manifiesto que éste debe comprenderse en función de sus
antecedentes narcísicos, esto no se funda al margen de una
relatividad sociológica. El resorte más decisivo de sus efectos
psíquicos obedece, en efecto, a que la imago del padre concentra
en ella la función de represión con la de sublimación; pero ello es
obra de una determinación social, la de la familia paternalista”8
Es verdad, Lacan apela a una lectura sociológica de la familia al
proponer una interpretación psicológica de los desórdenes
familiares, a partir de una especie de “idealización” de una imago
fuerte del padre correspondiente a la familia paternalista. Pero, de
aquí la tercera puntuación, esto no se mantendrá en su obra,
debido al cambio epistemológico, clínico y político que se efectúa
en 1953.
Dos textos dan cuenta del viraje de Lacan, del campo psicológico
al psicoanalítico: El mito individual del neurótico y Función y campo
de la palabra y el lenguaje. 1953 fue un año fundamental en el

4090
recorrido de Lacan: se declaran los registros, se da el
establecimiento definitivo en el campo del psicoanálisis, se hace el
llamado de retorno a Freud, se señala el lugar del sujeto del
inconsciente, y éste se vuelve definitivamente freudiano al
establecerse una dominante de lo simbólico. Pero también,
digámoslo ahora, en relación con el padre, no podía ser de otro
modo, se avanzan posiciones fundamentales y ya específicamente
psicoanalíticas. El padre cambia de un operador en tanto imagen, a
una función en el campo de lo simbólico. El Padre no es más una
imago con su presencia y su poder psicológico, sino un nombre
operador de la transmisión simbólica. De la imago paterna al
nombre del padre: de la psicología al psicoanálisis. Algo importante
es resaltar que la función del padre no deja de mostrarse fallida,
pero lo que cambia radicalmente es la dimensión y las
implicaciones de sus avatares.
En 1938, Lacan ubicaba en la humillación del padre moderno el
tránsito de los problemas, humillación respecto a su poder social.
En 1953, la falla del padre no se ubica más en la dimensión
psicológica del personaje familiar, sino en la realización de su
función simbólica. Para Lacan, a partir de 1953, no importa tanto la
declinación de la imago, como la discordancia respecto a su función
en lo simbólico. Dice Lacan en 1953: “Planteamos que la situación
más normativante de la vivencia del sujeto moderno, bajo la forma
reducida que es la familia conyugal, está ligada al hecho que el
padre es el representante, la encarnación, de una función simbólica
(...) La asunción de la función del padre supone una relación
simbólica simple, donde lo simbólico recubrirá plenamente lo real
(...) Ahora, es claro que este recubrimiento de lo simbólico y lo real
es absolutamente inasible. Al menos en una estructura social como
la nuestra, el padre es siempre un padre discordante con respecto a
su función, un padre carente (...) Existe siempre una discordancia
extremadamente clara entre lo que es percibido por el sujeto sobre
el plano del real y la función simbólica”9
El padre aparece fallido y carente pero respecto a su función: lo
simbólico no puede abarcar lo real. Este cambio será fundamental
pues no se trata de una psicología, ni siquiera de una historia
empírica del padre, sino de una evidencia estructural.
Cabe señalar la importancia de historizar las posiciones de Lacan
respecto al padre. Aquí hemos presentado dos tiempos, aquél de
1938 donde el padre aparece como ¡mago y la de 1953, cuando se
transforma de personaje psicológico a operador simbólico. Pero su
puntuación no se detiene ahí. Hay tres tiempos más. Aquél
inaugurado en 1955, donde se propone al padre ligado a la
metáfora y la función significante; otro enunciado en 1970, cuando
es ubicado del lado de lo político en relación con el discurso del
amo y, por último, la propuesta de Lacan de ubicar el Nombre-del-
Padre como el cuarto lazo. Lo específicamente analítico y que
representa la aportación de Lacan tanto a la clínica como a la
política, es la evidencia de que en todas estas discontinuidades, el
padre aparece carente. Pero no respecto a su poder social, sino al
lugar y operación de su función. Como imago respecto a su función
simbólica, en el 55 en tanto metáfora ligado al complejo dei
castración, en el plano político como amo tachado y en los años
setenta como quien suple una función topológica.

En 1970, lo dijimos al inicio de este capítulo, Lacan señala que el


padre es uno de los filums de la explicación en psicoanálisis. En
este capítulo se han puntuado las diversas discontinuidades y los
diversos modos en los que el padre ha atravesado por la historia.
Esta dimensión es fundamental pues muestra cómo el padre pasa
de una posición de amo a otra de personaje ausente, fragmentado
y hasta humillado. Pero no puede sólo pensarse al padre desde
esta dimensión diacrónica. El psicoanálisis señala que no debe
aceptarse a príori tal situación a partir de vislumbrar que la falla del
padre se vincula más con su función que con su poder, lo que
Implicaría analizar cómo en diversas épocas, esta cuestión se ha
establecido. También al mostrar que la carencia paterna es del
orden de la estructura, las dimensiones sincrónicas no pueden ser
dejadas de lado, es decir, las diversas transformaciones que las
cuestiones del padre han sufrido a lo largo del tiempo, dependiendo
de diversos factores tanto económicos, como políticos y subjetivos.
Para señalar un modo de pensar estas cuestiones, recorrimos las
propuestas de Lacan en 1938 y el cambio efectuado en 1953. Lo
que acontece en su pensamiento es el pasaje de una posición
fenomenológíca y psicológica a otra, que podemos llamar
estructural. Incluir la dimensión de las fallas del padre desde este
punto de vista, implica cuestiones fundamentales. El padre no
puede pensarse solamente desde un devenir histórico-diacrónico, ni
atrancarse en posiciones psicologistas, ya que esto puede llevar a
callejones sin salida o tomas de posición altamente cuestionables.
En lo político, olvidar la dimensión de la falla estructural de< padre
puede empujar a las añoranzas por un padre fuerte y
religiosamente investido. En lo social, pasaría algo parecido, ya que
interpretar las crisis sociales por un debilitamiento del poder
paterno, lleva al peligro de soñar con el retorno de los caudillos, de
los mesías o de los personajes colocados en el lugar de padre
omnipotente. En fin, para la clínica, habrá que cuidarse de pensarla
como un resarcimiento del poder del padre, de una revalorización a
priori de su figura o de una reparación de sus carencias, pues todo
ello equivaldría a una praxis cuya dirección de la cura apuntase a
resanar la falla de Otro, a sostener un Otro sin tachadura, y a
pensar que podemos y nos podemos curar del inconsciente.

Después de esta problematización en torno de la historia del


padre, es menester abocarnos a lo que, desde el psicoanálisis,
podemos decir respecto a estas dimensiones estructurales del
padre y, evidentemente, comenzaremos por Freud.

Notas

1. P. Julien, El manto de Noé, Alianza Estudio, Bs. As. 1991.


2. P. Aries y G. Duby, Historia de la vida privada, Taurus, Madrid,
1994, t. 1,2,3,4.
3. J. Delumeau y D. Roche, Histoire des Péres et de la Paternité,
Larousse, Paris, 2000, p.145.
4. Ibid., p. 71.
5. Ibid., p. 348.
6. J. Lacan, “Les complexes familíaux dans la formation de
l’individu” (1938), Autres écrits, op. cit. p. 60.
7. Ibid., p. 61.
8. Ibid., p. 56.
9. J. Lacan, “Le mythe individuel du névrosé” (1953), Ornicar?,
París, 1979, p. 305.
CAPÍTULO XIII.
LOS ORÍGENES FREUDIANOS: EL PADRE Y EL DESEO

1. Introducción

La dimensión histórica de la paternidad es importante, ahí se


visualizan las discontinuidades que la función del padre ha
experimentado a lo largo del tiempo. También permite situar en un
marco más amplio, la importancia que, para esa historia, ocupa la
obra de Freud y el pensamiento de Lacan. Pero ahora es el
momento de pasar a la dimensión que hemos llamado estructural.
Ello no implica que se abandone el marco histórico, sino que se
expliciten las relaciones y las configuraciones que al interior del
pensamiento freudiano y, desde esa posición, van armando lo
medular de una nueva propuesta sobre el padre.
Para ello, partiremos de una frase de Lacan pronunciada el 6 de
marzo de 1957: “Toda la interrogación freudiana - no solamente en
la doctrina, sino en la experiencia del Freud como sujeto, que
nosotros encontramos trazada a través de las confidencias que él
nos hace, de sus sueños, del progreso de su pensamiento, de todo
lo que ahora sabemos de su vida, de sus hábitos, e incluso, de sus
actitudes al interior de su familia - toda la interrogación freudiana se
resume en esto ¿Qué es ser un padre? Ese fue para él el problema
central, el punto fecundo a partir del cual toda su investigación está
verdaderamente orientada”1
La fuerza de la frase no deja de impresionar por su contundencia.
Lacan no tiene duda, la brújula del pensamiento de Freud, así como
11U vida, tiene un eje: la cuestión del padre. Del filum de la teoría a
fundamento de una obra; he ahí la función del padre.
En este capítulo, nos abocaremos a trazar algunas líneas
concernientes a la cuestión del padre en los primeros textos de
Freud, pero, tal como lo señala Lacan, esto no puede ser separado
de los hilos de la vida misma del fundador del psicoanálisis.
Veamos algunos ejemplos.
Tres sucesos marcarán el inicio de la obra que cambiará el rostro
del siglo XX y los derroteros de una vida llena de pasiones y letras:
el episodio de la coca, la relación con Fliess y la escritura de La
interpretación de los sueños.
La primera indagación propiamente freudiana se remonta a
finales del siglo XIX. Este episodio epistemológico, personal y
clínico marcará el inicio de una posición ante la investigación y el
saber que llegará muy lejos. En 1884, Freud se adentró en los
caminos de las sustancias y las promesas dionisiacas. Después de
haber trabajado en los laboratorios cuestiones referentes a la
evolución cerebral de ciertas especies de moluscos, sus pasos se
encaminaron a cuestiones relacionadas con los dolores psíquicos y
los abatimientos de ánimo. Sus trabajos sobre la cocaína
representan su primera incursión seria en el campo de la clínica y
sus posibilidades. Los textos sobre la coca, muestran un importante
análisis monográfico sobre los porvenires de una ilusión. La
propuesta de generar una oda terapéutica a la cocaína, le permite
transitar por senderos médicos nunca antes experimentados. No
sólo realiza exámenes exhaustivos sobre el uso de la coca en
diversos países, ni sus decantaciones con diversos cloruros;
también la utiliza en una búsqueda íntima y una apuesta personal.
Freud estudia los usos terapéuticos de la cocaína, pero también la
consume durante 12 años.
Entre 1887 y 1902, Freud vive una apasionada relación epistolar
con su colega Wilhem Fliess. Ahí, entre promesas, secretos,
reflexiones y declaraciones, se va forjando un análisis tomando a su
amigo como interlocutor transferencial. De allí surgen no sólo
documentos muy valiosos para la historia del pensamiento
moderno, sino reflexiones agudas sobre una posible psicología para
neurólogos y una teoría radical de la histeria y sus decires, la
obsesión y sus dudas, la fobia y sus angustias y, en fin, para la
paranoia y sus locuras. Pero no sólo eso; en este ir y venir de
letras, las cartas se convirtieron en rutas de una navegación
personal que lo llevan a descubrir territorios desconocidos e
inhóspitos como aquél del país de Edipo.
En 1900, se publica una de las obras más importantes del siglo
XX y, tal vez, de todos los tiempos: Die Traumdeutung. La ciencia
de los sueños, presenta una rigurosa arquitectura textual y una
novedosa doctrina sobre el deseo y la representación. Se enuncian
entre sus páginas con todas sus letras, los pilares conceptuales del
psicoanálisis; el inconsciente ya tiene quien le escriba. No sólo se
examinan las diversas teorías que sobre el sueño se han generado
a lo largo del tiempo y los saberes, no sólo se desmenuzan los
sistemas oníricos y sus desfiguraciones de un negro incandescente,
también se escudriñan los sueños que atañen directamente al autor
y sus tormentos.

Ahora bien, estos tres pasajes de la vida de Freud, como era de


esperarse, están íntimamente ligados a la cuestión del padre.
En esos años dedicados a sus estudios sobre la cocaína, no sólo
se sumergió en los textos referentes a los empleos clínicos de esa
sustancia, también la usó en sus afecciones subjetivas. Vale la
pena mencionar, contra lo que han querido esconder sus biógrafos,
que tras largos años de uso, el momento de abandonar la coca
surge, precisamente, el día de la muerte de su padre. En una carta
a Fliess del 20 de octubre de 1896, el creador del psicoanálisis
confiesa a su amigo: “Ayer enterramos al viejo ... Todo esto
coincidió con mi período crítico. Todavía estoy sentido por ello.
Pronto escribiré más detalladamente; el pincel de la cocaína, por lo
demás, quedó completamente de lado”.
En lo referente a las cartas con Fliess, es curioso encontrar que
■>n 27 ocasiones es mencionada la cuestión del padre. Por tomar
una como ejemplo, se puede señalar aquélla del 2 de noviembre en
In que se relatan los sentimientos frente a la muerte del padre,
precisamente, a partir de un sueño. Pero no se trata de la cuestión
del número de citas; se sabe que en esta correspondencia, Freud
analiza diversos sueños donde uno de ios personajes importantes
era su padre, pero además en ella se detalla su hallazgo de lo que
él llama “la única idea de carácter universal” que hubiese tenido, a
saber, el complejo de Edipo. Complejo que será una pieza
fundamental para entender no sólo la psicopatología, sino la
constitución misma del sujeto.
La interpretación de los sueños está sostenida en gran parte, por
la referencia al padre y sus errancias. De hecho, es de suma
importancia para la historia del psicoanálisis, la “confesión” que
Freud hiciera en la segunda edición de 1908, donde en relación con
su obra cúspide, pero también con su vida, señala: “El material de
este libro (esos sueños míos, en buena parte desvalorizados o
superados por los acontecimientos, y en los que elucidé las reglas
de la interpretación de los sueños) mostró una capacidad de
persistencia refractaria a cualquier modificación decisiva. Es que
para mí el libro posee otro significado, subjetivo, que sólo después
de terminarlo pude comprender. Advertí que era parte de mi auto
análisis, que era mi reacción frente a la muerte de mi padre, vale
decir, frente al acontecimiento más significativo y la pérdida más
terrible en la vida de un hombre”2

2. La histeria, sus encajes y sus escuchas

Los tres episodios anteriores muestran la importancia del padre en


la vida de Freud, pero es hora de visualizar sus textos, su obra. El
padre también está implicado en los orígenes del psicoanálisis. Las
primeras ideas freudianas referentes a los avatares del padre y la
indagación sobre la función que éste desempeñaba tanto en la
subjetividad, como en las afecciones psicopatológicas, surge de sus
primeros estudios sobre los fenómenos histéricos, para ser exactos
en aquel texto llamado, precisamente, Estudios sobre la histeria.
Libro escrito junto con Jossef Breuer entre 1893 y 1895, abre toda
una serie de propuestas a un campo recién inaugurado para la
psiquiatría. Allí se avanzan dos ideas centrales: las afecciones
histéricas son causadas por traumas psíquicos y, ligado
estrechamente a ello, que éstas podían ser curadas por métodos
terapeúticos alejados de los caminos de la química y la
farmacología. El texto se divide, como bien se sabe, en tres partes:
una dedicada a explicar la lógica de los fenómenos histéricos;
aquélla donde se desarrollan diversos historiales clínicos y, la
última, consagrada a la psicoterapia de los mismos.
Los historiales clínícos serán la primera avanzada y la primera
prueba conceptual de la importancia del padre en la vida y las
afecciones del sujeto. Puntuemos algunas cuestiones, partiendo de
ellos.
Freud y Breuer acuden, como buenos científicos de su época, a
probar, remitiéndose a diversas historias, lo certero de sus
investigaciones. Cinco son los casos explicitados y, en todos, el
padre o sus sustitutos, ocupan un lugar central.
Ana O, es la primera paciente retratada por la pluma de Breuer.
Se trata de una señorita de 21 años aquejada por diversos males
del alma que se le impusieron en el cuerpo. Comienza con una tos
nerviosa, pero luego, debido a penosas circunstancias, sus
padecimientos se agravan. A un estrabismo nervioso, le siguen
perturbaciones visuales, contracturas musculares en el cuello, y
parálisis y anestesia en las piernas y en los brazos. Pero eso no es
todo, pasado un cierto tiempo comienza a presentar afecciones en
su estado de ánimo: por la tarde un sonambulismo marcado por un
sueño profundo, y una extraña viveza por las noches. Además, es
atacada por una rara perturbación de sus funciones del lenguaje: la
gramática se rompe y después pierde toda sintaxis. Llegaba a
pasar dos semanas encerrada en un férreo mutismo, del que a
veces salía para hablar sólo en inglés. Otras veces, con penosas
dificultades, mezclaba variadas lenguas como el francés y el
italiano, generando un “dialecto personal” de cuyos contenidos
difícilmente se obtenía comprensión alguna.
La indagación lleva a un punto crucial: sus afecciones se ligan
primero, a la enfermedad del padre y, luego, a su dolorosa muerte.
Lo asombroso es esto: toda la textología de sus síntomas se
anudaba a circunstancias referidas al padre. Los dos extraños
momentos en que su día se dividía, correspondían a un espejo de
sus tareas para cuidar al padre: como ella pasaba la noche junto al
lecho del enfermo, dormía por las tardes. Sí, lo mismo que sus
síntomas repetían. Pero no sólo era la división de sus horas, la
mayor parte de sus males simbolizaban afecciones ligadas al
universo paterno. La historia cuenta que en una ocasión en que
Ana cuidaba a su padre, quedándose sola en la habitación del
enfermo aquejado por dolores y fiebre, vivenció, en un estado de
sueño despierto, cómo una serpiente negra lo atacaba. Quiso
protegerlo, ahuyentando con su mano la aparición, pero su brazo,
apoyado en la silla, se había “dormido”, siéndole imposible usarlo.
Espantada ante la situación no atinaba acción alguna, intentó rezar
pero no pudo articular ninguna frase, sólo vino a su auxilio un verso
infantil en inglés. Los síntomas de Ana son el texto deformado de la
trama de la enfermedad y muerte del padre.
Elizabeth von R. No se volverá a desmenuzar la textura de este
caso, sólo se quiere seguir con esta línea del lugar del padre. Este
historial escrito por Freud, narra los sufrimientos de una joven dama
aquejada por dolores en las piernas y males confusos en su
caminar. Estar de pie le causaba gran malestar y, en la parte
interna de ambos muslos, el dolor se difundía sin precisión. De igual
manera que en la historia de Ana, Elizabeth tuvo que cuidar a un
padre enfermo que, finalmente murió; de igual manera sus
síntomas hablaban de un dolor que la palabra callaba pero el
cuerpo musitaba. El padre no había avisado a la familia de un mal
cardiaco y el día que sorpresivamente lo llevan inconsciente por un
primer ataque de edema, ella lo vio entrar estando de pie. Los
dolores que experimentaba en la parte interna de la pierna, se
averiguó en el proceso de cura, correspondían a la zona donde el
padre apoyaba su pierna para que la abnegada hija pudiera hacerle
las curaciones pertinentes. Algo salta a la vista, el padre ocupa un
lugar central en estas historias. Sí, pero no de cualquier manera; el
padre aparece como el nudo principal de las significaciones
subjetivas. El padre es el punto nodal del lenguaje de los males.
El caso de Emmy von N, difiere sólo en el punto en que la
muerte, causante de los dolores y las significaciones de sus
síntomas, no acontece ligada a la muerte del padre, sino de un
sustituto del mismo, a saber, un marido muchos años mayor que
ella. Esta mujer de unos cuarenta años, se ve aquejada, cuando
Freud comienza a tratarla, de curiosos movimientos involuntarios en
su rostro, así como de un extraño chasquido. Además, cada cierto
tiempo, se le desfigura el rostro en una mueca de horror a la que le
siguen gritos desesperados con los que exige desconsolada, que el
Interlocutor se quede quieto, no hable, ni la toque. Sus males, a
diferencia de los historiales anteriores, remiten a sucesos de hace
ya mucho tiempo. Por ejemplo, el “no me toque” se refiere a las
vivencias infantiles de un hermano enfermo que quería agarrarla,
ligada a situaciones similares con un loco que la tomó en sus
brazos, y a su hija delirante que la apretó del brazo. Lo singular es
que el comienzo de sus enfermedades, coincide, precisamente, con
la muerte del marido.
Los dos casos restantes referidos en el libro sobre la histeria, van
. i presentar un rasgo importante que, a la larga, será esencial para
las elaboraciones freudianas.
Miss Lucy R, era una gobernanta inglesa que prestaba sus
lervicios en una casa habitada por el director de una fábrica y dos
pequeñas que, a la muerte de su madre, habían quedado a su
■liento y cariñoso cuidado. Los males que atormentaban a esta
ibnegada institutriz, tenían un curioso matiz; había perdido el
lentido del olfato, pero, en contraposición, se sentía aquejada por
una persistente sensación olfativa. Su nariz, que no había perdido
Ui sensibilidad al tacto, era perseguida por un insistente olor a
pastelillos quemados. Tres escenas, ordenadas cronológicamente,
■ encuentran en el centro de la significación del curioso síntoma.
I i primera vez que experimentó dicho aroma, se encontraba con
Ir dos pequeñitas que querían festejarle su cumpleaños. En el
r íomento en que cocinaban unos pastelillos para la ocasión, recibió
una carta de su madre. La carta le recordaba que ella había
pensado ausentarse de sus labores de la casa y, por ende, de las
chiquillas. El olor a pastelillos quemados que surge de aquella
ocasión, se asocia a otro olor a humo, pero esta vez de puro, así
como a la segunda escena, más antigua. Resulta que un amigo del
padre de las niñas, luego de una comida en la que se degustan
ciertos puros, quiere despedirse de ellas con un beso en la boca, a
lo que el padre responde con gran enojo. La tercer escena, y la más
antigua en el acontecer cronológico, es la que da sentido a mucho
de lo aquí narrado. Resulta que una dama amiga que solía
visitarles, se despide de las dos pequeñas con besos en la boca. El
padre no dice nada, pero bien que se retira la mujer, le espeta a la
gobernanta su proceder: ella no debe permitir que eso suceda y
agrega que si algo así llega a repetirse, tendrá que abandonar sus
funciones. Ahora todo resulta claro, la dimensión traumática
anudada a estas tres escenas reside en el hecho de que la
adolorida mujer, se encuentra enamorada de su patrón. Hace algún
tiempo el viudo se le acercó de una manera que, ella interpretó,
dejaba abierta la posibilidad de entablar una relación más íntima. La
escena del regaño le mostraba, de manera por demás violenta, que
sus fantasías estaban lejos de ser verdad. El olor a pastelillos
encubría aquel otro remitente dei puro, como la escena del amigo
inoportuno se superponía a la de la dama desubicada, que había
desencadenado la evidencia de lo inocuo de las ensoñaciones
amorosas de la empleada. Pero ¿qué es lo nuevo aquí? Está el
elemento traumático, el síntoma, la simbología a él subyacente y
una mujer aquejada de un mal, sin causa aparente. Lo llamativo es
la inclusión del campo de la sexualidad (los besos), del amor (la
espera soñada) y de la intervención del padre a ello asociado.
Esta no es la primera vez que Freud retoma la cuestión de la
sexualidad. En el caso de la expresiva viuda, no deja pasar la
oportunidad de señalar que el origen de sus males se encontraba
en las situaciones traumáticas, pero que su persistencia se debía a
una prolongada abstinencia sexual. Del mismo modo, los
entramados amorosos no están alejados de los sucesos
psicopáticos, ya que en el caso de Elizabeth, si bien el mal de la
pierna derecha tenía que ver con el padre, el de la otra pierna
remite al amor clandestino profesado hacia el esposo de la
hermana muerta. Sin embargo, es la primera vez que estas
pasiones se asocian a una intervención ligada al padre. La próxima
historia, ahondará en el tema.
El caso que lleva el nombre de Katharina posee dos
peculiaridades: el modo y el lugar de abordaje, así como la
confesión tardía de Freud para el esclarecimiento del mismo. El
escenario donde se desarrolla la “sesión” es por lo demás
heterodoxo: en lo alto de los Alpes orientales. Convocado por su
profesión, Freud se ve sorprendido mientras disfrutaba un hermoso
paisaje, por una muchacha que le pide ayuda ante sus angustias
incomprensibles. La joven, pariente de la dueña de la posada donde
se alojaba, le cuenta de su desesperante falta de aire y de la
sensación de ahogo con ello asociada. Además, le cuenta que
experimenta una opresión sobre los ojos, pesadez en la cabeza, se
le oprime el pecho y tiene la certeza de que va a morir. Aunado a lo
anterior, siente que alguien viene detrás y ve un rostro horripilante
que le produce un gran miedo. El médico desde las primeras frases,
reconoce una angustia asociada a cuestiones sexuales. Hace
referencia a ello, obteniendo por respuesta de la asombrada
muchacha, la narración de una escena en la que sorprende a su tío
acostado sobre su prima en una posición y en un lugar harto
sospechosos. De golpe cae en la cuenta que allí comenzó la falta
de aire. A poco indagar, Freud llega a la inteligencia de los
síntomas: en un viaje no ha mucho, el tío intentó hacer con
Katherina, lo mismo que con la otra chica. Ella dormía cuando sintió
el cuerpo del tío, al que empujó disgustada. En aquella época, ella
tenía 14 años, no lo vivenció del lado de la sexualidad, pero ahora,
ante la escena con su prima, el significado sexual aparece
netamente. Se hace evidente que la falta de aire, la pesadez en la
cabeza, la sensación de ahogo, así como la impresión de ser
atacada, tienen su origen en el acoso sexual del tío. Lo llamativo del
caso es que el tío, era verdaderamente ... el padre. Freud lo
encubre durante un tiempo, pero en una nota agregada en 1924,
hace la aclaración pertinente.
El hecho de que sea el padre el agresor sexual, no es sin
consecuencias para la pesquisa freudiana, pues ello abrirá la puerta
a una sospecha que se volverá directiva en sus investigaciones
posteriores.

3. Escritos sobre pasiones

Estudios sobre la histeria es el texto que inicia el trabajo freudiano


sobre las afecciones nerviosas. Dos cuestiones quedan claras: las
histerias son ocasionadas por traumas psíquicos, y los traumas más
impactantes se refieren a la sexualidad y a la muerte del padre.
Pero la investigación no quedará ahí.
En 1894, Freud escribe un artículo que se titula Observaciones
sobre las neuropsicosis de defensa. Allí adelanta lo que será
explicado por su pluma en el último apartado del libro sobre la
histeria; que los traumas son fundamentalmente de naturaleza
sexual y que no sólo la histeria es causada por traumas. Freud
asegura que también las afecciones obsesivas, así como la
paranoia, se originan en experiencias traumáticas. Una vivencia
resulta insoportable para el yo, esto es, se deduce de la
incompatibilidad, de origen sexual. El yo se defiende intentando
olvidarla, pero el resultado es una división de la conciencia y el
surgimiento de un síntoma lastimoso.
En 1896 y 1897, Freud vuelve sobre el tema en dos artículos: La
herencia en la etiología de las neurosis y Nuevas observaciones
sobre las neuropsicosis de defensa. El primero, escrito en francés,
propone una nueva nosografía para las afecciones nerviosas:
•existen las grandes neurosis como la histeria y la obsesión, así
como las neurosis actuales referidas a la neurastenia y la neurosis
de angustia. Nueva nosografía pero una misma causa,
perturbaciones en la vida sexual dei sujeto; abstinencia obligada
para las neurosis actuales, trauma psíquico ocurrido en la primera
infancia para las otras. En el segundo texto se reitera lo asegurado
en aquél de 1894, más ciertas precisiones. El trauma psíquico
causa diversas afecciones, ya que se especifican diversas
posibilidades de traumatismo. Si el infante vivenció de forma pasiva
la agresión sexual, surgirá una histeria; si, por el contrario, lo vivió
de una manera activa, el resultado será una neurosis obsesiva. El
trauma, sexual; la vivencia, insoportable; la defensa, intento de
olvido; el resultado: una neurosis.
Sabemos que esta teoría freudiana del trauma sexual como
etiología directa de los males psíquicos, pronto caerá por su peso.
El 21 de septiembre de 1897, Freud escribe a Fliess que ya no cree
en su neurótica. La teoría de seducción no soporta ciertas
evidencias clínicas. Pero eso ya lo hemos dicho en repetidas
ocasiones ¿qué hay de nuevo en ello? La transparencia de una
sospecha. Freud propone al trauma como base de las afecciones
nerviosas, pero no acaba de especificar quién era el agresor
sexual. No lo especifica en sus publicaciones, pero sí en sus
conversaciones. Freud vislumbra que el agresor sexual, causante
de tantos males, es nada más y nada menos que el padre. En
diversas ocasiones, en la correspondencia con su amigo de Berlín,
ubica al padre en esta posición perversa.
El 6 de diciembre de 1896, en la llamada carta 52, una vez que
ha trabajado cosas importantísimas respecto a las huellas
mnémicas y la memoria, suelta algo asombroso: “La histeria se me
insinúa cada vez más como la consecuencia del seductor, y la
herencia, cada vez más, como seducción del padre. Así se dilucida
una alternancia de generaciones:
1a generación: perversión
2a generación: histeria”3
Este cada vez, puesto en cursivas por él mismo, implicaba el
deseo de encontrar en esta perversión del padre el punto obligado
de la causación de la histeria. Así nos lo hace saber en la carta 64
del 31 de mayo de 1897, cuando confiesa luego de narrar un
producto onírico: “El sueño muestra naturalmente mi deseo
cumplido de pillar a un padre como causante de la neurosis, y así
poner término a mis dudas, que siguen agitándose”4
Así hasta llegar a la famosa carta 69, donde, entre los motivos
del descreimiento de la teoría de la seducción, afirma lo siguiente:
“Después, la sorpresa de que en todos los casos el padre hubiera
de ser inculpado como perverso, sin excluir a mi propio padre”5;

Algo surge de este puntual recorrido, no sólo el padre estaba en


el centro de las dolencias histéricas, no solamente fungía como
nudo de las significaciones, no sólo su muerte aparecía como el
trauma mayor, sino que, para Freud en sus inicios, la figura del
padre cobra una extraña relevancia: lo problemático no era sólo la
muerte del padre ... sino su deseo. Del padre muerto al padre ...
deseante. El punto es este: el padre aparece en los orígenes
freudianos cargado de deseo. El padre en este inicio psicoanalítico,
es un padre deseante. Dicho de otro modo: lo que enfermaba a la
histérica, era el deseo del padre.

4. Dora, el padre y los deseos

La caída de la teoría de la seducción deja algo al descubierto: el


deseo que se había supuesto del lado del padre se ubica del lado
del sujeto. Es decir, el deseo no era del padre sino por el padre.
Así, aparece de manera evidente que las histéricas no enfermaban
por el deseo de un padre perverso, como se pensó en la teoría de
la seducción, sino por estar habitadas ellas por el deseo. Por un
deseo dirigido a la figura paterna. Eso no excluía que hubiese
padres que ejercieran esa perversión, pero ni era en todos lo casos,
ni podía ya ponerse como condición fundante de las afecciones
neuróticas.
En el momento en que el descubrimiento se pone del lado del
deseo del sujeto y si, basado en múltiples narraciones, el trauma se
había incubado en los primeros años de la infancia temprana, la
prueba saltaba a la vista: la sexualidad no surgía sólo del adulto,
sino también del infante. Si la afección florecía de una fantasía, el
deseo a ella engarzado estaba del lado del niño. La sexualidad
Infantil cobraba así cartas de ciudadanía en la subjetividad
moderna. Del deseo de la histérica al de los niños no había más
que un paso.
La clínica había llevado a Freud al descubrimiento del deseo del
lado del sujeto. El trauma perdía validez universal y con ello la
técnica surgida de sus vericuetos históricos. Ahora no era más del
lado de un hecho fáctico donde había que buscar el nudo de las
significaciones. La verdad del sujeto, la verdad de su deseo, se
anudaba no tanto a la confesión como a la asociación libre de sus
ocurrencias. El suceso traumático no era un secreto a revelar, sino
una significación a resignificar. Lo importante no era la confesión de
un acto, sino lo que eso implicaba para la vida del sujeto. Se pasa
rtntonces de la pesquisa empírica a la escucha de las
lignificaciones. La palabra se evidencia como la materialidad del
deseo. Nace con ello el método propiamente psicoanalítico de la
isociacíón libre. El inconsciente se dice en lo que expresa el sujeto,
porque es ahí donde habla el deseo. El camino estaba abierto a la
posibilidad de escuchar el inconsciente del sujeto en las
narraciones de sus pasiones, en las carambolas lingüísticas de sus
(íhlstes, en la textualidad de sus lapsus; en la materialidad
■llgnificante de los sueños.

El primer caso clínico que Freud presentara, una vez efectuado el


recubrimiento propiamente dicho del inconsciente, es el llamado
i j í s o Dora. Es un historial que se inscribe entre el texto sobre los

lueños y el libro Tres ensayos para una teoría sexual de 1905. De


Inicho, su nombre original lo indica, Sueños e histeria, es el intento
iná ' ambicioso de Freud por mostrar el trabajo sobre la textualidad
i leí Inconsciente, a través de un caso donde lo central para analizar
■-■ni dos sueños.
Mucho se ha escrito alrededor de este historial, muchas son las
v< itlentes por las que se puede abordar. Ya que el tema que nos
atañe aquí, es aquél del padre, será, evidentemente, por esa
vertiente que lo leeremos.

a) En el principio era el padre

La historia de Dora, como cualquier otra, se despliega en el


escenario de su familia. Hija segunda, compartía sus espacios con
un hermano año y medio mayor que ella. Hermano mayor que,
como en muchos casos, representó durante mucho tiempo un
modelo a seguir. Su relación se fue volviendo distante debido a una
alianza entre éste y la madre. La madre, según versiones, era una
mujer de poca cultura y cortas entendederas, que concentraba sus
oficios en el desarrollo de labores domésticas. Madre e hija no
congeniaban, ni siquiera en sus afectos por el padre. El padre,
como en aquellos historiales, juega un papel central en esta
historia. Y como en aquellas narraciones, su historia está repleta de
males y problemas. Las dolencias del padre, así como sus maneras
dominantes, marcarán rutas en la vida de Dora. Cuando ella tenía
seis años, él enferma de tuberculosis; cuando cumple diez, el señor
sufre un desprendimiento de retina, y a sus tiernos doce años, al
padre le sobreviene un ataque de confusión seguido de parálisis y
perturbaciones nerviosas. No es difícil sospechar que quien cuidaba
y atendía al enfermo era, precisamente, su pequeña y adorada hija.
Es por este enfermo y querido Padre que Freud entra en contacto
con la joven. Dora llega recomendada por el padre con ese doctor
que lo curó. De la boca del padre nace la primera versión de la
enfermedad de la hija; también de esa boca surge la orden de
acudir al tratamiento.

b) Dolencias del alm a, inscripciones en el cuerpo

Freud recibe a Dora por primera vez cuando ella apenas tenía 16
años. Sufría de tos y afonía. Cura instantánea; despedida precoz.
Pero estos no serán los primeros males de la muchacha. Desde los
siete años presentaba síntomas que podrían llamarse nerviosos. A
esa edad padece de eneuresis y a los ocho se ve aquejada por una
crisis de disrea. A los doce, aparece una fuerte migraña y una
persistente tos nerviosa. A ello se aunaba, en los últimos años, una
afonía total. Pero el motivo principal de consultar a Freud, dos años
después de aquel primer encuentro, surge de un malestar
generalizado de carácter. La insatisfacción y los enfrentamientos
con el padre y la madre, la llevan a un (aparente) intento de
suicidio, insinuado en una carta de despedida.

c) Escuchar el síntoma para descifrar la historia

Freud recibe a Dora por segunda vez, a los 18 años.


El disparador: un desmayo después de una gresca verbal con el
padre. Consecuencia: inicio forzado de un tratamiento
psicoanalítico. Así se inicia la escucha y la historia.
Freud y Dora se encuentran los tres meses que duró el
tratamiento. Siguiendo sus ideas anteriores, Freud intenta
desentramar el texto de los síntomas, buscando en la historia de la
muchacha algunas circunstancias traumáticas. Y claro, las
encuentra. Dos son los escenarios de configuración del trauma.
Una primera escena, contada en segunda instancia, muestra a la
Joven asediada por un amigo de la familia. Invitada a acompañarle a
unos festejos de la ciudad, en el momento de un acercamiento, el
hombre la estrecha contra sí y, mientras le roba un beso de su
boca, le hace sentir la dureza de su miembro en su cuerpo. Ante el
hecho, no hubo emoción placentera, sino asco.
La segunda escena parece continuación de la primera. El hombre
iquel del beso, casado con su lejana esposa, les invita a ella y a su
padre a una estancia cerca de la ciudad. Una vez que se quedaron
lolos, teniendo como paisaje un lago alpino, el hombre le hace una
clara declaración: ya no quiere a su esposa, a quien quiere es a
■jila. Ante tan romántica proposición, en vez de sentirse halagada o,
incluso, atraída, la respuesta de la joven es una certera bofetada.
No sólo eso, sino que decide regresar inmediatamente a la ciudad
con su padre, a quien tiempo después le cuenta tan reprochable
insinuación.
Para Freud no hay dudas, como en sus historiales anteriores, las
escenas traumáticas antes referidas son las causantes de los
síntomas; sin embargo, los tiempos teóricos habían cambiado y ya
no le bastaba una explicación así de simple.

d) Otro secreto a voces

¿Quién es ese hombre causante de tantos disturbios? ¿Qué


relación lo unía a ella y a su padre?
Este hombre es llamado por Freud "Sr. K". Esposo de la Sra. K,
había entablado relación con la familia junto con su esposa hacía ya
algún tiempo. Dora atendía a los hijitos del matrimonio K, mientras
la Sra. K atendía al padre.
La trama no se dejaba esperar. El Padre de Dora y la Sra. K
entablan una relación más allá de la amistad. Misma relación que
quería mantener el Sr. K con Dora. Para la joven quedaba claro: su
papá (toleraba) aceptaba las insinuaciones y los devaneos del Sr. K
para poder hacer él lo mismo con la Sra. K. De ahí su enojo: El
padre entregaba a la hija con tal de tener a la esposa. El problema
residía en que ella, había que aceptarlo, también se sentía atraída
por el Sr. K. Incluso, confesión arrancada por Freud, hasta
enamorada. Enamorada del Sr. K ... hasta aquella escena del lago.
Los síntomas ya no surgían sólo de una escena traumática, sino
de una relación íntima y compleja.
La afonía se ligaba a su ambivalencia respecto al Sr.K. Cuando él
estaba lejos, caía en el mutismo; cuando estaba cerca, lo
rechazaba. Ante las dos escenas de romance forzado ella había
reaccionado con asco, en vez de excitación. Ya no se trataba sólo
de conversiones corporales, ahora se íncluía la pasión, sí, sólo que
trastocada. Dice Freud, diagnosticando el proceso de Dora: "Yo
llamaría <histérica>, sin vacilar, a toda persona, sea o no capaz de
producir síntomas somáticos, a quien una ocasión de excitación
sexual provoca predominante o exclusivamente, sentimientos de
displacer"6
Ya no se trata solamente de zonas del cuerpo enervadas; el ser
está ahora implicado. Pero más que el ser, se trata del deseo. De lo
que sucede con el deseo y sus relaciones históricas con el cuerpo.
De hecho, el síntoma, por llamarle de algún modo más radical,
aquél de su enojo e irritación, no se anidaba en ningún lugar
específico. El enojo venía de una situación compleja: el padre no
sólo la había cambiado por la Sra. K, sino que, además, propiciaba
que ella se fuera con el Sr. K, para que él pudiera irse con esa
mujer. El ambiente no podía ser más enojoso.
Aquí se pueden ya hacer algunas puntuaciones. La concepción
de Freud respecto a la histeria no se reduce a una zona corporal,
sino a modalidades de relación. Ya no se trata tanto de energía
somatizada como de deseo enredado.
Con respecto al padre algo importante se asoma: ya no estamos
ante un padre que, perversamente desea a la hija, sino ante el
deseo de la hija. La enfermedad misma es el texto y el acto de este
deseo. ¿Cuál era el motor y el fin de las enfermedades de Dora?
Está claro: alejar a su padre de la Sra. K. Dice Freud comentando lo
anterior: "Mediante ruegos y argumentos no lo lograba; quizás
esperaba alcanzarlo causando espanto al padre (véase la carta de
despedida), despertando su compasión (desmayos) y, si eso de
nada servía, al menos se vengaría de él. (...) Yo estaba plenamente
convencido de que habría sanado enseguida si el padre le hubiera
declarado que sacrificaba a la Sra. K en bien de su salud"7'
¿Se trata ahora simplemente del deseo de Dora por el padre? Sí,
pero no nada más. Lo que Dora desea no es tanto al padre como a
su deseo. Lo que Dora desea es el deseo del Padre. Ya no se trata
de un padre deseante, como en estudios sobre la histeria, sino de
un padre deseado ... de un padre a quien se le desea su deseo. El
problema de Dora es fundamentalmente con el deseo; con el de
ella; con el de ella por el deseo del Otro. Sí, con ello se abre la
dimensión, no tanto de la histeria como historia de traumas, sino
como enjambre de deseos; de entramados edípicos

e) Partituras del deseo

Precisamente de allí parte Freud. Su nueva plataforma de lectura e


interpretación ya no apunta a la distribución patógena de la energía,
sino a las configuraciones del sujeto respecto al Otro; a la ubicación
de Dora frente a los entramados del deseo; ante los lugares en la
estructura de la pasión. A Dora le importaba demasiado la relación
de su padre con la Sra. K. Le importaba porque ella estaba
implicada en más de una manera. La interpretación de Freud
apunta a su ubicación en la escena edípica: Dora estaba celosa
como debiera estar la madre. Sí, precisamente, porque frente al
padre ella ocupaba ese lugar. Si Dora estaba furiosa de celos es
porque ella había sido la desplazada. Dora se identificaba con la
mujer a la que el padre debía amar y d e sea r... sí, la madre y la Sra.
K. Freud dice: "La conclusión resulta obvia: se sentía inclinada
hacia su padre en mayor medida de lo que sabía o querría admitir,
pues estaba enamorada de él"8
Con el caso Dora, Freud daba el gran paso en su lectura de las
neurosis: del trauma al Edipo, es decir, de la sospecha del suceso
al campo del deseo.
La cuestión puede verse desde otro ángulo. El problema de Dora
no era con el Sr. K, ni siquiera con la Sra. K. La cuestión apuntaba
no tanto a los personajes como a sus vínculos. El problema de Dora
era con la relación. La muchacha no estaba interesada en el Sr. o la
Sra. K en abstracto, sino en su relación. Lo que la impacta y la
convoca son las tramas del deseo, no el cuerpo del señor o la
señora. De allí la extraña reacción de la muchacha en la escena del
lago. Ante la declaración amorosa y la confesión "Nada me importa
de mi mujer", no fue el halago la respuesta, sino una bofetada
surgida del enojo. ¿Cuál fue la causa del surgimiento de la
molestia? Que a Dora el Sr. K le interesaba en la medida en que él
se interesara por la Sra. K. Pero también en la medida en que el Sr.
K fuera deseado por la Sra. K. Dora desea al Sr. K en la medida en
que éste aparece como el objeto de deseo de la Sra. K. Y
viceversa. El laberinto de Dora es el del deseo.

f) Texturas de la verdad

Evidentemente todo el enjambre del Sr. y la Sra. K, remiten en el


texto de Freud, a una transposición, a la transferencia de un
embrollo más antiguo. Para visualizarlo de cerca, tomemos el
camino por excelencia: el análisis de los sueños.
Freud presenta dos sueños como material precioso de la verdad
de las pasiones de la joven. El texto del primero reza así:
"En una casa hay un incendio; mi padre está frente a mi cama y
me despierta. Me visto con rapidez. Mamá pretende todavía salvar
su alhajero, pero papá dice: 'No quiero que yo y mis dos hijos nos
quememos a causa de tu alhajero'. Descendemos de prisa por las
escaleras y una vez abajo me despierto."
Evidentemente el desglose de un sueño puede tomar muchos
caminos. Sin embargo, aquí existe un significante, alhajero, que
funge como elemento multivalente de significaciones.
Este sueño Dora lo tiene por primera vez en aquel paseo donde
ocurre la escena del lago. En una ocasión en que dormía descubrió
al Sr. K de pie frente a su cama.
Disgustada pidió a la Sra. K una llave para poder cerrar la puerta.
La inseguridad y el temor le hacían vestirse siempre con rapidez.
El Sr. K es sustituido por el padre en el sueño y su acción es la
de rescatarla de un peligro. Se viste de prisa, como en aquel cuarto,
precisamente para salvarse de una situación desagradable.
El incendio se asocia con un pleito de sus padres y el pleito, con
la cuestión del alhajero.
Hacía no mucho tiempo, el padre le había regalado a la madre, a
quien le gustan mucho las joyas, una pulsera. Ella, en vez de
alegrarse, montó en cólera pues lo que quería eran unos
pendientes de gotas de perlas. No contenta con el regalo, le espetó
al marido su torpeza con el consabido: "regálaselo a otra".
La cuestión de las alhajas (Schmuck) remite a Dora, al famoso
alhajero (Schmuckkástcher). Resulta que el Sr. K, le había
obsequiado, mire usted, precisamente uno.
Freud retoma ese significante e interpreta: en la escena con la
madre, ella de buena gana hubiera aceptado el regalo, es decir, se
colocaría en el lugar de la madre, pero invirtiendo los vectores, lo
central sería que, ella de buena gana le daría a su papá lo que su
mamá le niega. Siguiendo con las asociaciones: ella le otorgaría su
alhajero, su cajita preciosa, al Sr. K, por aquel regalo ... Dora le
daría, le retribuiría su alhajero por el otro alhajero obsequiado. Algo
así como dando y dando ... pajarito volando.
El viejo lobo del psicoanálisis lee de este modo la trama onírica:
"En esta serie de pensamientos, su mamá tiene que ser sustituido
por la Sra. K, quien sí estaba presente en ese momento. Por tanto,
usted está dispuesta a obsequiarle al Sr. K, lo que su mujer le
rehúsa. (...) usted - le explica Freud a Dora - refresca su viejo amor
por su papá a fin de protegerse de su amor por K ... No solamente
que usted tuvo miedo del señor K ... sino que usted se temió
también a sí misma, temió ceder a su tentación"9
La trama del sueño queda así resuelta: el deseo que se realiza en
este sueño es que no se realice el deseo de Dora.
Mucho se ha escrito acerca de la necesidad histérica de Dora de
mantener su deseo insatisfecho. De hecho, si se mira bien la trama,
la joven podría resolver las cosas si aceptase el trato sugerido. Su
papá quiere estar con la Sra. K, del mismo modo que el Sr. K quiere
estar con ella. Si ella aceptase su amor por el Sr. K y actuase en
consecuencia, no sólo ella y el Sr. K realizarían su deseo, sino su
papá y la Sra. K, también. Ella, con su negativa, no sólo mantiene
su deseo insatisfecho, sino el de todos los actores de esta gris
comedia. La pregunta es ¿por qué mantener su deseo en la
insatisfacción? Tal vez habría que afinarla y preguntar ... ¿por
quién? Sí, bingo, por el padre.
El deseo histérico no sólo queda en la insatisfacción porque su
realización se toparía con el umbral del incesto, sino que,
específicamente en este caso, Dora mantiene su deseo sin cumplir
y su amor inconcluso, para intentar sostener a un padre por demás
fallido.
Si Dora aceptase el sucio trato, su padre no sólo sería un pobre
diablo sino que caería hasta el fondo de su función. El padre de
Dora no llega más bajo, porque su hija, de muchos modos, se
empeña en sostenerlo. Sí, a un precio muy alto.
Otra vez, como en la historia se narra, estamos ante un padre
fallido. Pero señalemos lo principal: otra vez, como en muchas
historias se cuenta, lo patógeno tiene que ver con el deseo del
padre. En la primera hipótesis freudiana, aquélla de la escena de
seducción, el padre deseante era el centro del remolino sintomático;
aquí, cambiados los lugares, ahí donde el padre no es deseante
Bino deseado, su función como núcleo patógeno no cambió.
Digámoslo claramente: sea el padre como deseante o el deseo
por el padre como deseado, lo que “enferma” se vincula con el
deseo y con el padre. El padre, el deseo y las pasiones allí
convocadas, he ahí el nudo donde se amarran los cabos de la
lubjetividad.

Notas

1. J. Lacan, La relation d ’objet (1956-57), Seuil, Paris, 1994, p.


204.
7, S. Freud, Die Traumdeutung(1900), GW, t 2-3; VE: La
interpretación de los sueños, AE, t. IV, p. 20.
t S. Freud, Aus den Anfángen der Psychoanalyse, London, Imago
Publishing Co. (1950[1892-99]); VE:Fragmentos de la
correspondencia con Fliess, AE, t. I, p.279.
4 Ibid., p. 295.
'> Ibid., p. 301.

4350
6. S. Freud, Bruchstük einer Hysterie-Analyse (1901), GW, t 5; VE.
Fragmento de análisis de un caso de histeria, AE, t. VII, p. 27.
7. Ibid., p. 38.
8. Ibid., p. 50.
9. Ibid., p. 62.
CAPÍTULO XIV.
ZOOLÓGICO PSÍQUICO: DE RATAS Y CABALLOS

1.a cuestión del padre atraviesa tanto la vida de Freud, como la


d isidad de su obra. No sólo aparece en los orígenes mismos de
‘iu pensamiento, también es fundamento para pensar su clínica. El
padre aparece, a simple vísta, como un personaje central en el
teatro de lo psíquico. Eso se pensaría desde su fenomenología.
Pero es mucho más que eso. Es una función en la constitución del
lujeto. Sus avatares son un engrane clave en la construcción del
.iparto psíquico. Ahora, no sólo es esa pieza fundamental para
pensar la constitución psíquica, sea como función edípica en la
Interdicción, o como voz que irrumpe cuando adopta el tono del
mandato, o la severidad del castigo superyoico. También es el
punto nodal de la mitología freudiana del origen: el padre de la
horda primitiva y después Moisés y su asesinato muestran, en el
' ¡impo del psicoanálisis, la verdad histórica del padre como
fundador de lo social y sus constelaciones. Padre como personaje;
función, voz y origen, como fundamento.
Todo esto es verdad, pero es necesario visualizarlo a lo largo de
discontinuidades de su escritura. Una de las vetas privilegiadas
('¿ira ello, son los historiales clínicos que a lo largo de su vida
i impartiera. Los casos paradigmáticos del psicoanálisis,
representan un espejo conceptual donde el saber analítico se
muestra en acto. Es por ello que en el recorrido que se ha
ihisarfollado aquí, se han tomado esos historiales como un espacio
privilegiado para pensar la función del padre. No nos detendremos
&n ese camino.
1. El hombre de las ratas

El caso Dora, fue el primer historial clínico individual publicado por


Freud. Allí continuaba y, a la vez avanzaba, respecto a sus primeros
estudios sobre la histeria. Se trataba de nuevo del mal de los
cuerpos atravesados por la historia, y de historias de mujeres
atravesadas por sus cuerpos. Pero en 1909, se presentan dos
historiales más que, si bien se abocaban al campo de las neurosis,
se abrían a otros horizontes. Esta vez, ni se trataba de mujeres, ni
la histeria era la dolencia problematizada. La neurosis obsesiva
padecida por un joven y una fobia vivida por un niño de cinco añps,
representaban la novedad de la pluma de Freud en el campo de los
estudios clínicos. Como es sabido, el padre allí ocupa también un
lugar fundamental en el desarrollo de ambas historias, así que,
siguiendo con esta arqueología de los avatares del mismo, se
resaltarán algunas cuestiones fundamentales. Comencemos con el
llamado “hombre de las ratas”.

a) El comienzo

El primero de octubre de 1907 se presenta a la consulta de Freud


un joven estudioso de las leyes, aquejado por diversos malestares.
El tratamiento durará alrededor de once meses, tiempo en el que irá
narrando su historia y sus desavenencias. En la entrevista
preeliminar, comparte sus males: se ve aquejado por ideas
obsesivas desde su infancia y, desde hace tiempo, teme que algo le
suceda a su padre y a la dueña de sus amores. Se ve atacado
también por temores insensatos y prohibiciones por demás
curiosas. Desde la primera sesión, describe fuertes impulsos y
vivencias sexuales acaecidas desde la infancia. Cursando su quinto
año tocó bajo las faldas las partes íntimas de una gobernanta, y en
su sexto año solía mirar a otra joven que trabajaba en su casa, y se
permitía con ella juegos que no tenían nada de inocentes. Desde
los seis años, también experimentaba curiosidades eróticas y
visibles erecciones que le trajeron un severo reproche familiar. De
.iquí surge un extraño padecer infantil: la idea obsesiva de que sus
padres escucharían sus pensamientos y caerían en cuenta de todo
cuanto él ideara. A dicha idea le seguía el temor de que algo malo
podía ocurrir. También desde la primera sesión, ese mal se refería
I padre. Más precisamente, a la muerte de su padre.
Convivían en él dos sentimientos y dos tiempos del malestar.
Cada vez que tenía un deseo intenso, se le imponía también un
temor incomprensible. El temor contrariaba al deseo y además se
ligaba a una culpa y a un intento reparatorio. Existía una especie de
compulsión protectora ante la aparición de un deseo. De hecho se
trata de una reacción ante una moción de signo contrario. Es más
que una ambivalencia; es el establecimiento de dos tiempos de una
Obsesión, donde el segundo cancela o, al menos eso intenta, al
primero.

b) Las ratas, el ejército y las errancias del padre

Una de las vivencias que más le impacta y que muestra este


mecanismo en pleno, surge de una historia escuchada en el curso
<le su servicio militar. El capitán Novak, conocido por sus gustos por
lii crueldad, suelta, para horror de sus escuchas, el relato de un
tormento aplicado en oriente, en el cual se introducen dos ratas por
<tl ano del condenado. Aterrado ante la exposición, le surge el temor
>le que eso pudiese sucederle a su amada o a su padre.
Curiosamente, en esa misma jornada pierde sus lentes, mismos
■ue hace reemplazar desde Viena. Estos dos sucesos no son sin
relación ya que los lentes extraviados eran unos quevedos que, en
■llemán, se designan por el verbo Zwicker. Este verbo también
llgnifica, pellizcar o torturar. Por sí fuera poco, el mismísimo capitán
Novak le indica, al llegar los lentes de reemplazo, la necesidad de
p gar su importe al teniente A, quien había puesto de su bolsillo
para tal efecto.
La relación con el ejército no comienza con esta historia. Su
padre fue militar, suboficial para mayor precisión. Hombre
bondadoso y amado por el paciente, se permitió contar algunas de
sus aventuras de soldado. Estas anécdotas, lejos de describirlo
como un valiente representante de las fuerzas armadas, lo
mostraban mucho más como un hombre lleno de fallas y
resbalones. Integrante del ejército en la época de los castigos
corporales, no se sustrajo a la experiencia, asestando un cachazo
con su fusil a un joven recluta. Además, algo dejaba entrever de
sus pasiones poco refinadas en relación con la fidelidad e, incluso,
con la frecuentación a casas de dudosa reputación. Pero lo más
significativo se refiere a una historia de juegos. El padre, por su
rango, guardaba diez florines destinados a gastos militares. Invitado
por unos camaradas a un juego de naipes, los jugó, los apostó y los
perdió. Compungido confesó a uno de los amigos su intención de
pegarse un tiro ante la falta cometida. El amigo lo invitó a hacerlo a
manera de crítica, pero luego le prestó el dinero para salvar tan
deshonrosa situación. La cosa no paró ahí. Una vez que el padre se
hizo de recursos económicos, buscó al amigo para pagarle ese
dinero, pero no lo encontró, Nunca se supo si la deuda se pagó,
pero la duda siempre quedó ahí.
Sin embargo, las intrigas truculentas del padre no se reducen ai
ejército. Cuenta la leyenda familiar, que el padre estaba enamorado
de una joven muy bella pero proveniente de una familia pobre y
que, se rumora, prefirió casarse con la madre pues esto le
aseguraba un futuro económicamente desahogado, al incluirse en
los negocios industriales del nuevo clan familiar.

c) Entramados de la enfermedad

A esta altura del relato, vale la pena aclarar que el padre al que
tanto se hace aquí referencia, había muerto mucho tiempo antes
del comienzo del tratamiento. De hecho Freud comparte la opinión
del aquejado sobre los motivos reales del establecimiento de su
enfermedad; el duelo portan dolorosa pérdida.
Tal vez, lo más llamativo sea el desencadenador de la
enfermedad y la lectura que de ello hace Freud. No hace mucho, la
madre le cuenta al paciente que un primo muy acaudalado, está
pensando en darle a una hija por esposa cuando éste termine sus
estudios, para que, mediante este casamiento, él pueda asegurarse
un promisorio futuro económico y la familia se estreche aún más.
Ante esa disyuntiva, aquélla de casarse con su amada pero pobre
prometida o aceptar tan tentadora oferta, cae enfermo impidiéndose
con ello llevar a final feliz sus estudios. La enfermedad lo sustrajo
de la penosa necesidad de decidir. Más claro: la enfermedad es la
respuesta ante la dificultad de la resolución, pues enfermando, no
podía terminar sus estudios. Cualquier parecido con la historia del
padre, no es mera coincidencia.

d) Muerte al perturbador

Es hora de abordar la relación de este joven abogado con su


complicado padre. Desde las primeras sesiones, algo comienza a
aparecer con el miedo a la muerte del padre: detrás de este miedo
se esconde, verdaderamente, un deseo. Un deseo antiguamente
soterrado pero aún actuante. Lo curioso es que este deseo de
muerte no surgía de la nada, sino que aparecía en momentos
privilegiados y desde hacía ya mucho tiempo. Desde niño, ante el
deseo de ver a una mujer desnuda, se le imponía que su padre
debía entonces morir. A los doce años, edad en que se enamoró de
una dulce niña, se le ocurrió que si su padre moría, ella se le
acercaría adolorida y le mostraría su amor ante tan penoso suceso.
En otra ocasión pensó que la muerte del padre le proporcionaría los
medios necesarios para llevar a cabo sus planes. Y tal vez la más
ílgnificativa es aquélla donde, ante la experiencia de un orgasmo,
pensó que eso bien valía la muerte del padre. Algo se hace
evidente: cada vez que el sujeto experimentaba un fuerte deseo, el

4410-
padre debía morir para que éste se cumpliese. Pero no se trataba
de cualquier deseo, sino de aquél referido al amor y,
fundamentalmente, al goce sexual. El padre entonces aparece ante
el sujeto como un perturbador del goce, ya que para poder
obtenerlo, había que matarlo.
La imposición del padre como obstáculo para la sexualidad no es
nuevo, pues esta dimensión se incorporó desde la infancia. Cuenta
la madre que teniendo él tres o cuatro años, se hizo merecedor de
una fuerte reprimenda por haber mordido a alguien. También se
narra que siendo también muy pequeño, no sólo recibió del padre
una frase fuerte, sino un severa golpiza. Freud infiere que en
ambas ocasiones algo de contenido sexual debe haber estado
incluido en la historia, y que desde entonces el padre se fijó como
perturbador del goce sexual. De ahí, el doble movimiento de las
obsesiones por un lado, la manifestación de un deseo y como
respuesta una culpa reparadora. Ante un deseo sexual se ligaba
otro que implicaba deshacerse del padre y, por ende, culpa. Es
como si el deseo del sujeto tuviese dos caras: una, la de su deseo
sexual, y otra la del deseo de la muerte del padre. Para que el
primero se pudiera realizar, era necesario que se realizara el otro.
La muerte del padre aparece entonces como la condición de la
realización del deseo del sujeto. El deseo del sujeto era eliminar tel
perturbador de sus pasiones, confrontándose así, el deseo del
sujeto al deseo del padre. De hecho, esta nueva dimensión del
padre lleva a Freud a proponer este lugar dentro de la subjetividad
deseante, como un elemento fundamental en la trama edípica, y a
elevar su mecanismo a la condición de operativo general... “A partir
de la uniformidad de este contenido y de la constancia de los
influjos modificadores posteriores, se explica con facilidad que
universalmente se formen las mismas fantasías sobre la infancia,
no importa cuán grandes o pequeñas contribuciones aporte a ello el
vivenciar efectivo. Responde por entero al complejo nuclear infantil
que el padre reciba el papel de oponente sexual y perturbador del
quehacer autoerótico ...”1
Esto abre nuevas dimensiones en el pensamiento de Freud. En
las hipótesis de estudios sobre la histeria, el deseo del padre, el
padre como deseante, aparecía en el centro de los males; después,
con los cambios efectuados en la trayectoria de Freud, la histeria no
se constituía tanto por el deseo del padre, sino por el padre
deseado. El entramado edípico implicaba no sólo un padre
deseante, sino un padre señalado por el deseo; un padre del que se
deseaba su deseo. Pero ahora surgen dos nuevas perspectivas.
Por un lado el padre ocupa el lugar de perturbador sexual y, por el
otro, que desde ese lugar, su deseo se opone al del sujeto. La
dialéctica de deseos, en el caso de la histeria, apuntaba a desear el
deseo del padre, el deseo del Otro, pero aquí se trata de algo
singular, la dialéctica opone a dos deseos; al del hijo contra el del
padre. Algo resulta muy importante e, incluso asombroso, sea como
padre deseante, como padre deseado o como deseo opositor del
padre, el deseo del padre, a lo largo de toda esta historia, está en el
centro de los síntomas y las “patologías” del sujeto. Lo que resulta
pernicioso en todos los casos sigue siendo el deseo del padre.
Ahora bien, en el caso referido, el deseo del padre frente al hijo
se manifiesta como voluntad de oposición. En repetidas ocasiones
así lo menciona Freud. Esto implica que, en el caso del deseo del
padre que perturba el deseo del hijo, éste se presenta como
mandato. Incluso, lo llamativo es que el padre está muerto pero
sigue funcionado como tal. Su voluntad sigue generando ruido. Más
preciso: sigue infringiendo órdenes. Algo aparece claro: el padre
muerto ejerce su función. Si esto es así, el padre no se reduce al
personaje que actúa de una o tal manera, se trata de un operador.
El padre muerto sigue operando, ejerciendo su función después de
desaparecida la persona. Esto implica que el padre es una función
simbólica. El padre ejerce su función simbólicamente a partir de
Intentar imponer su voluntad ... aunque esté muerto. El padre
Impone su voluntad en tanto obligación, es decir, en tanto ley. El
padre muerto funciona simbólicamente como ley, a través de la ley.
Es voz que manda, instancia punitiva; lenguaje de la imposición. El
padre es el operador simbólico de la ley. Sí, el padre muerto.
Pero la pregunta no se deja esperar ¿cómo funciona esa
dimensión simbólica del padre? ¿Cómo hace operar sus
mecanismos? ¿A través de qué caminos impone sus texturas?

e) El significante y el padre

El caso que nos convoca lleva en su nominación la clave de su


desciframiento. El llamado hombre de las ratas encuentra en la
palabra ratas la llave de sus derroteros. Ratas aparece como la
palabra brújula del caso. Ratas es una palabra, un nudo de
significaciones, un vocablo polivalente; un significante. El
significante ratas indica una multiplicidad de caminos y una
diversidad de sentidos. Es a través de él como se llega al
desentrañamiento del caso. A través de ese significante como
instancia del padre; como sustancia del padre muerto.
La fantasía que da nombre al caso es aquélla de la tortura de las
ratas. El capitán Novak cuenta la historia y el sujeto responde con
un temor obsesivo: que no le suceda eso a sus seres queridos, es
decir, a su amada y a su padre.
La primera relación que se puede hacer es entre el capitán y el
padre: ambos militares, ambos asociados a la crueldad. Pero el
punto disparador es aquél del significante ratas. El joven hijo no
puede dejar de asociar a las ratas con la suciedad, con suciedades
sexuales, con la penetración, específicamente, con la sífilis y a ésta,
con el ejército y su padre. De hecho realiza una serie de
asociaciones donde las ratas tienen que ver con el pene, al que se
le llama también gusano. Pene igual rata, rata igual gusano sucio.
No puede dejar de asociarla con los años que su padre pasara en
el ejército y con el miedo que siempre tuvo de que su padre hubiera
hecho suciedades; con el temor de que se hubiera infectado de
sífilis por alguna prostituta.
Las dudas de la fidelidad y buen comportamiento del padre no
son las únicas significaciones que abre el significante ratas. La
crueldad del capitán se asocia con la violencia del padre por aquel
episodio de la mordedura. En otra vía, la persecución de las ratas
es algo que siempre le impresionó, por la crueldad con que eran
aplastadas o quemadas. Además, una vez que fue al cementerio,
creyó ver salir una rata de la tumba de su padre y pensó que se lo
había devorado. No puede no asociarse morder con roer y esto con
las ratas. De hecho algunas veces llegó a pensar que él mismo era
una rata, un tipo asqueroso que podía morder y ser azotado por
ello.
Pero aún hay más. Recuérdese que este hombre asociaba a las
ratas con el dinero, incluso se había inventado para él una moneda-
rata: tantos florines, tantas ratas. La cuestión del dinero se asocia,
en el relato del capitán, con la deuda del padre por aquel
desdichado juego de naipes. ¿Pero cómo llegar a esa asociación?
Por dos rutas, en las cuales, las ratas nos muestran el camino. La
palabra alemana para ratas es ratten: para cuotas raten. Además,
la segunda vía y la más importante, apunta precisamente a la
cuestión de la deuda ligada al juego en que apostara el padre. Ese
desafortunado juego de naipes se llamaba Spielratte. En ese juego,
el padre echa las cartas. En el momento en que el capitán le
informa al muchacho que debe pagar la deuda al teniente A, él
escucha la orden de pagar la deuda impagada del padre. Peor,
impagable.
Pero, como dijimos, los yerros del padre no se limitaban al círculo
del ejército. Si hubo un disparador de todo el conflicto, lo señala
Freud, es el momento en que se le presenta al paciente la
posibilidad de repetir o no repetir, la historia del padre. Es decir, el
momento de decidir si se casa con la mujer pobre a la que ama o
con otra que no ama, pero es rica. Las ratas como significante
también se meten por el agujero de esta historia. Lo que ocasiona
la enfermedad, es la duda ante el matrimonio, la posibilidad de
casarse. Y casarse en alemán se dice heiraten. El significante
funciona como disparador del conflicto en tanto arremete contra la
cadena significante, anudando y realizando conexiones que, como
hemos visto, producen la textura de las pasiones y los sufrimientos
del sujeto.
Una vía más del significante ratten. Cuando referimos la
asociación donde él mismo se vive como una rata, la ocasión de la
ocurrencia sucede al observar una rata salir de la tumba del padre.
Si él es una rata frente al padre, las ratas se relacionan con hijos.
Aún más, según se lee en Freud, la luz sobre la idea obsesiva
surgida del relato del capitán, llega a partir de la aparición de la
Dama de las ratas de Pequeño Eyoff. Esta obra de Ibsen se
asemeja mucho a la historia del flautista de Hamelin, quien primero
se lleva las ratas y después a los niños. El punto importante es que
la dama de sus amores no podía tener hijos. Esta situación le
representaba una de las principales vacilaciones para casarse.
Algo fundamental salta a la vista, el significante ratten organiza
no sólo la lectura analítica que del caso hace Freud, sino la vida de
este sujeto. La palabra rata instaura, vincula y teje con los hilos de
la historia, los derroteros de esta existencia. Ahora, algo es
evidente, este significante remite al padre. Aún más, a la historia del
padre. Peor aún: a sus derroteros, a sus derrotas; a sus yerros. El
significante ordena, ordena las faltas; ordena las fallas. Y hfe aquí,
lo importante, el significante rata, organizador y llave del caso,
muestra cómo, a través de él y sus caminos, el padre transmite sus
propias fallas. Lo que el padre transmite es, principalmente, la duda
de una deuda, la tristeza de una renuncia y la imposibilidad de una
transmisión vital. Varias veces se muestra como un hombre con
errancias lastimosas, pero tres son las ocasiones más
determinantes. La deuda del padre en relación con aquel juego de
naipes, arroja una duda para el sujeto que se convierte en un
laberinto sin salida; ¿deberá él pagar lo que el padre no pudo?
También, en el momento del estallamiento de la enfermedad, el
sujeto se ve confrontado ante la posibilidad de repetir la historia de
una bajeza al preferir el dinero al amor: repetición o enfermedad,
parece ser la paradoja. Por último, tal vez donde más se visualice la
transmisión de una imposibilidad, es en el escollo que el sujeto
tiene para devenir, él mismo, padre. ¿Qué hiancia del padre empuja
al sujeto a tal vez no poder él, serlo a su vez? ¿Qué falló en la
función, que él se ve obstaculizado para ejercerla? La neurosis es
la respuesta dolorosa a las grietas del padre.
Lo que el significante ratas transmite son las fallas del padre. En
otro lugar se ha mostrado cómo el padre es fallido y cómo, al
menos en nuestra sociedad moderna, el padre es un personaje
carente y hasta humillado, pero aquí se trata de algo más radical,
de algo que apunta a la transmisión y sus operativos. El significante
rata es el elemento que vehiculiza la transmisión de esas grietas.
Estamos ante la falta, ante la falla no de un hombre, sino tal vez de
algo ligado a la estructura, a la función. Dicho de otro modo, desde
Freud, se podría afirmar que el término rata es la materialidad
operativa del complejo paterno. Desde Lacan se pensaría que
estamos ante el significante de la falta del Otro.

2. Juanito, el síntoma y el caballo

La cuarta parte de este texto versa sobre el padre. Siguiendo una


indicación de Lacan, tomamos ese filum. Primero una ubicación
histórica de la función paterna a lo largo del tiempo. Después, los
orígenes freudianos y el lugar que en ellos ocupaba el padre. Se ha
acudido a los casos paradigmáticos para mostrar las
discontinuidades y las permanencias de algunas dimensiones de la
cuestión del padre en Freud.
En el historial de Dora se privilegió el análisis de un sueño para
visualizar una cierta dialéctica del deseo. En el hombre de las ratas,
la deconstrucción de una fantasía, aquélla del tormento, fue el
punto nodal de la lectura del deseo del sujeto y su oposición con la
voluntad del padre.
Ahora nos avocaremos a trabajar el llamado caso Juanito. Sí,
aquél de la fobia de un niño de cinco años. Para abordarlo, en
primera instancia, se tomará la vía del síntoma; los caminos y las
Intrincaciones del síntoma.
El caso Juanito, como todo historial freudiano, puede ser leído
desde diversos lugares. Aquí se tomará el hilo de la relación del

4470
síntoma con el padre. Para ello se dividirá el caso en tres tiempos
(lógicos). El primero atañe a las vivencias de Juanito antes del
surgimiento del síntoma. El segundo versa sobre las modalidades y
la temporalidad en el nacimiento y establecimiento del síntoma. El
tercer tiempo, se inaugura a partir de la intervención de Freud aquel
lunes 30 de marzo.

a) Antes del síntoma

Juanito era un viejo conocido de Freud, a pesar de su corta edad.


El padre, discípulo del fundador, le había hecho llegar algunas
notas acerca del niño y sus pasiones. Una nueva ocasión acerca el
padre a Freud. De nuevo es respecto a Juanito, pero esta vez, se
trata de una afección que tenía muy preocupados a los padres. El
niño, a punto de cumplir cinco años, ha producido una neurosis de
angustia. Le teme, descontroladamente, a los caballos y a ciertas
circunstancias y objetos ligados a ellos.
Para poder visualizar el tempo de la formación de este síntoma,
vale decir que antes de la aparición de la fobia, tres particularidades
acontecían en el espacio vital de Juanito: por un lado, un interés
muy marcado por la cosita-de-hacer-pipí, la W¡wi-macher, por otro,
una relación harto estrecha con la madre y sus pasiones y, el tercer
elemento, que apunta a un intento por demás divertido por parte de
Juanito, de seducir a la madre.
A diferencia de las ocasiones anteriores, aquí se dejará el
espacio, principalmente, a la palabra de Juanito y sus
interlocutores. Se trata de una especie de collage discursivo, que
fungirá como la materia prima del análisis posterior.2
La preocupación de Juanito por la cosita-de-hacer-pipí comienza
a manifestarse desde muy pronto en la vida de este joven sujeto,
específicamente, antes de los tres años.
Cierto día Juanito pregunta a su mamá: "Mamá, ¿tú también
tienes un hace-pipí?"
Asimismo, antes de los tres años, sorprendido exclama en un
establo al mirar una vaca: "¡Mira, del hace-pipi sale leche!"
La jungla animal parece ser muy interesante para el niño en su
Investigación acerca de tan curioso artefacto.
A los tres años y medio, ante un león exclama alegremente
excitado: "¡He visto el hace-pipi del león!". Y ante un caballo que
orina mientras lo mira: "El caballo tiene el hace-pipí abajo, como
yo".
Sus indagaciones lo llevan a la conclusión de que sólo los seres
vivos tienen cosita-de-hacer-pipí: "Un perro y un caballo tienen un
hace-pipí; una mesa y un sillón, no".
Los seres vivos más cercanos a él, son su familia; a saber, su
padre, su madre y su hermanita Ana, que había nacido cuando él
tenía tres años y medio. Así, su investigación continúa con pasión.
A los tres años, nueve meses:
"Papá, ¿tú también tienes un hace-pipí?
Padre: sí, naturalmente.
Hans: Pero si nunca te lo he visto cuando te desvestías.
Otra vez, tenso, ve cómo su madre se desviste para meterse en
la cama. Ella pregunta: Pues, ¿por qué miras así?
Hans: Sólo para ver si tu también tienes un hace-pipí.
Mamá: Naturalmente. ¿No lo sabías?
Hans: No; pensé que como eres tan grande tendrías un hace-pipí
como el de un caballo."
Respecto a la hermanita, la observa primero a la semana de
nacida: "Pero su hace-pipí es todavía chico -tras lo cual agrega
como a modo de consuelo-: Ya cuando crezca se le hará más
grande” ,
Y, en el mismo tenor, tres meses después dice: "Tiene un hace-
pipí muy, pero muy chico".
La otra circunstancia muy particular antes del nacimiento del
ilntoma, es una relación (¿demasiado?) estrecha con la madre. De
hecho, se podría decir que la madre genera una relación edipica
muy especial. Siempre que Juanito va a la cama con los padres,

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ella, ante la oposición del padre, insiste y logra que el chiquillo se
instale entre ellos.
A los cuatro años y algunos meses, llora por la mañana y a la
pregunta por la causa de su llanto, responde: “Cuando dormía he
pensado que tú estabas lejos y yo no tengo ninguna mami para
hacer cumplidos (caricias)”.
Alrededor de esa misma edad, una vez que el niño ha caído
enamorado de una muchachita de 14 años, expresa su deseo de
irse a dormir abajo con ella, a lo que la madre celosa (¿desde
entonces?) exclama: “¿Quieres realmente separarte de mami para
dormir abajo?
Hans: No, mañana temprano volveré a subir para tomar el
desayuno y quedarme por acá”.
El tercer elemento significativo antes del miedo a los caballos, es
el intento de Juanito de “seducir” a la madre, a través de mostrar y
hacer tocar su cosita-de-hacer-pipí.
A los cuatro años tres meses, relata Freud: “como todos los días
Hans es bañado por su mamá y tras el baño, secado y entalcado.
Cuando la mamá le entalca el pene, y por cierto con cuidado para
no tocarlo, Hans dice: ¿Por qué no pasas el dedo ahí?
Mamá: Porque es una porquería.
Hans: ¿Qué es? ¿Una porquería? ¿Y por qué?
Mamá: Porque es indecente.
Hans: (riendo) ¡Pero me gusta!”

b) Nacimiento y establecimiento del síntoma

El padre escribe a Freud los primeros días del mes de enero de


1908:
“Estimado profesor: Le envío otro pequeño fragmento sobre
Hans, pero esta vez, desdichadamente, contribuciones para un
historial clínico. (...) En los últimos días se le ha desarrollado una
perturbación nerviosa que nos tiene muy intranquilos a mi mujer y a
mí, porque no podemos hallar ningún medio para eliminarla. (...) Sin
duda ha sido una hiperexcitación sexual por ternura de la madre,
pero no sé indicar el excitador de la perturbación. El miedo de que
un caballo lo muerda por la calle parece entramado de alguna
manera con el hecho de que le asusta un pene grande (...) en su
momento él reparó ya en el pene grande del caballo, y entonces
sacó la conclusión de que la mamá, puesto que es tan grande, por
fuerza ha de tener un hace-pipi como el de un caballo.”3
El establecimiento del síntoma se da en dos tiempos. El 7 de
enero sale con la niñera, comienza a llorar en la calle y pide le
regresen para hacer <caricias> con mamá. Al día siguiente, la
madre en persona lo saca a pasear. De nada sirvió, rompe a llorar y
confiesa su miedo a que un caballo lo muerda en la calle.
En el primer momento se trata efectivamente de angustia ya que
no hay objeto determinado. La instalación del síntoma es cuando la
•ngustia se torna en miedo a un objeto específico, en este caso a
un caballo.
El miedo no es al caballo en sí, sino a una acción que éste
realizaría: morderlo. La mordedura remite a la masturbación y ésta
.i ... la castración.

c) La am enaza de castración

I I interés de Juanito por la cosita-de-hacer-pipí no era solamente


teórico; también, como buen investigador, implicaba la práctica. Se
labia que Juanito se tocaba con singular entusiasmo su cosita. De
Hecho, no sólo se la tocaba sino que, en un principio, no lo
ocultaba.
Tales acciones le valen una amenaza que traerá importantes
i
■jonsecuencias. Un día frente al tocamiento de su hijo, la madre
■ispeta: “Sí haces eso, llamaré al doctor A, que te corte el hace-
pipi”4'
Esta amenaza proferida a los tres años y medio del niño se
.1 ocia al “oportuno" comentario de la madre precisamente el día
que comienza la fobia: “¿Te pasas la mano por el hace-pipí?” a lo
que, por supuesto, Juanito responde que sí.
En este punto Freud, por primera vez de manera categórica,
señala la importancia radical del llamado complejo de castración.
De hecho, en una nota agregada en 1923, asegura su infaltable
presencia en las neurosis y su carácter universal.
La relación que existe entre tocarse la cosita, la masturbación y la
mordedura, se hace evidente el 1 de marzo. El padre narra: “En el
camino a la estación ferroviaria, se desarrolla la siguiente plática.
Yo procuro volver a explicarle que los caballos no muerden: Él: pero
caballos blancos muerden; en Gmunden hay un caballo blanco que
muerde. Si uno le acerca los dedos, muerde. (Me llama la atención
que diga -los dedos- en lugar de -la mano-)”5
El padre acierta en la relación, pues existe una conexión entre
morder y tocarse con los dedos. Los niños se tocan por comezón ...
libidinal. Quien eso experimenta se rasca, sí, con los dedos. En
alemán, mire usted, “me pica”, se dice Es beisst mick, que
literalmente también significa “me muerde”.
La amenaza que la madre profiriera toma importancia y se
resignifica a posteriori. Sí, apres-coup. Aquella ocasión no hubo
acuse de recibo, pero sus efectos no tardaron mucho en aparecer.
Ahora, esa amenaza se vuelve un peligro inminente, tanto en lo
teórico como en lo fáctico, cuando el padre, a instancias de Freud,
le hace saber que las mujeres, como su mamá y su hermana, no
tienen cosita-de-hacer-pipí. No como la suya, vamos.
Ante semejante declaración, Juanito responde de dos maneras.
Primero, con una profunda sorpresa conceptual. Toda una teoría se
le venía abajo, aunque eso no era lo más difícil. Si no todos los
seres vivos tenían cosita-de-hacer-pipí, una de dos, o no lo traían
en el equipo, o lo que es peor, la habían perdido en el camino.
Ahora el universo se dividía en hombres que sí la tienen y mujeres
que la habían perdido. La segunda manera de responder es
negando tal posibilidad y, claro, una exacerbación del miedo y sus
derivados.
El tema de la cosita se complejiza porque ya no era tanto el verbo
tener el que contaba, conservar. Ya no le importaba tanto el porte,
sino la posible caída. Si existen quienes tienen y quienes la habían
perdido, él podía ser de los segundos ... es decir, devenir mujer. De
allí el enconado interés en conservar... la.

d) ¡¡Arre caballo!!

Los animales grandes la tienen grande, el caballo es un animal


grande, la mamá también, por lo tanto ... ella debe tenerla grande.
Ella debe ser como el caballo.
Es evidente que el término caballo se asocia y se puebla de
diversas significaciones.
Siendo la madre la portavoz de la amenaza y la representante de
los anímales grandes, ella es la primera en ser relacionada con el
caballo. Pero no nada más: El término, el significante caballo,
también remite a la cosita-de-hacer-pipí. Ante la explicación paterna
de que lo que le preocupaba no era el caballo, sino su cosita a la
que le pasaba la mano, responde ofendido en su intelecto: “Pero un
hace-pipí no muerde”.
El caballo también remite a él mismo. Por ejemplo narra el padre
alrededor del 5 de abril: “Hans juega en la casa al caballo, trota (...)
patalea, relincha. (...) Se abalanza sobre mí, y me muerde. (...) el
Juego está al servicio de una fantasía de deseo. (...) él es el caballo,
él muerde al padre; (...) así se identifica con el padre”.
El 9 de abril: “¿En Gmunden has jugado al caballito con los
niños?
Él: ¡Sí! (...) me parece que ahí he cogido la tontería.
-¿Quién era el caballito?
Él: Yo, y Berta era el cochero”.
Evidentemente, también el padre. Pero, he aquí lo importante,
esa asociación la revela Freud.
El lunes 30 de abril, sucede algo muy importante, tanto el niño
como el padre asisten al consultorio de Freud. Lo importante no es
la asistencia, sino la intervención que hace Freud ... la intervención
y sus efectos posteriores.
Una vez instalados frente a frente, Freud tiene "una visión": lo
negro de los caballos, eso que tienen en la boca, remite al bigote
del padre. Por lo tanto los caballos tienen que ver con el padre. Y
allí mismo, sin anestesia cuenta Freud que: "le revelé que tenía
miedo a su padre justamente por querer él tanto a su madre. Él no
podía menos que creer, le dije, que el padre le tenía rabia, pero eso
no era cierto: el padre le tenía cariño, y podía confesarle todo sin
miedo. Que hacía mucho tiempo, antes que él viniera al mundo, yo
sabía ya que llegaría un pequeño Hans que querría mucho a su
madre, y por eso se vería obligado a tener miedo del padre; y yo le
había contado esto a su padre”6
Ante tal relato, el padre brinca, e intentando disculparse dice:
"¿Por qué crees tú que te tengo rabia? (...) ¿Acaso te he insultado
o te he pegado alguna vez? <¡Oh, sí!, tú me has p e g a d o , lo
rectificó Hans. <Eso no es verdad. ¿Cuándo, pues?> <Hoy por la
mañana>, indicó el pequeño, y el padre se acordó de que Hans
inopinadamente lo chocó, con la cabeza, en el vientre, tras lo cual,
como por vía de reflejo, él le había dado un golpe con la mano. (...)
ahora él lo entendía como expresión de la predisposición hostil del
pequeño hacia él, quizá también como exteriorización de la
necesidad de recibir a cambio un castigo. (El muchacho repitió
luego esta reacción frente al padre de una manera más nítida y
completa, dándole primero un golpe sobre la mano y después
besándole tiernamente esa misma mano)"7
Lo que acontece es crucial. Freud interviene desde el oráculo y le
enchufa a Juanito el mito edípico. Ante ello el padre, intentando ser
uno bueno, quiere ir en contra del mito mismo y la teoría freudiana.
El padre intenta salirse de la escena edípica. Sí, lo intenta, pero
Juanito no lo deja. El padre no quiere ser como el padre edípico, el
padre que castiga y que prohíbe, pero Juanito es precisamente ahí
que lo convoca, es ahí que lo necesita. Juanito agrede al padre
para provocarlo, para provocar en él una intervención del lado del
límite, del castigo; del lado del padre que limita aunque sea con el
castigo. Juanito pide a gritos, a relinchos, a manazos, a cabezazos,
que el padre asuma su función. Esto no implica que Juan no quiera
a su padre, pero lo necesita asumiendo ese accionar.
A partir de todo esto se puede conjeturar lo siguiente.
El padre de Juanito no representa ningún peligro, no le hace
temer, no asume ese lugar, por lo tanto, el miedo al caballo viene a
suplir el que no le tiene al padre. Juanito, teme al caballo intentando
tener alguien que lo atemorice; el miedo al caballo es la metáfora
de un padre temible. Juanito le tiene miedo al caballo porque no se
lo tiene al padre. Con ello se aclara la cuestión del síntoma: el
síntoma, a través del término, del significante caballo, cumple la
función que el padre no realiza. El síntoma viene a suplir la función
fallida del padre; lo suple haciendo funcionar, en ese lugar, al
caballo como temible.

Esta primera lectura, a partir del síntoma, abre respecto al padre,


dimensiones hasta aquí no evidenciadas. El padre no es un
personaje, es quien cumple una función. Hasta ahora, el padre era
requerido al lugar del deseado o al de oponente. En Dora,
demasiado deseo y amor por el padre; en el hombre de las ratas,
demasiado odio contra el padre por fungir como perturbador
simbólico del deseo. En Dora, se ubicó al padre como deseado y en
el caso de las ratas, como oponente al deseo. En ambos momentos
se señalaron diversos lugares en la escena edípica. Se hizo
hincapié en el hecho de que en los dos casos, se trataba de un
padre fallido. Pero aquí su falla tiene que ver no con el lugar en la
trama edípica, sino con su intervención como prohibidor, es decir,
en el espacio del complejo de castración.
Las cosas cobran ahora otra densidad. La falla es respecto a una
función, sí, pero a una función de interdicción. Se trata de una
modalidad simbólica de transmisión de una ley; la ley de prohibición
del incesto. Allí deberá el padre intervenir. El padre es, entonces, un
operativo simbólico de límite y de interdicto. Es un accionista de la
Instauración de la prohibición, es decir, es el ejecutor simbólico del
complejo de castración.
Hasta ahora, el deseo del padre, fuese como padre deseante,
padre deseado o padre de deseo opositor, aparecía como núcleo
de las neurosis, pero ahora, su intervención permitiría salidas a las
tramas edípicas. La función del padre aparece así, no como
patológica o "enfermante", sino como posibilitadora de lo contrario a
partir de una intervención posible. Sí, su falla abriría las puertas, se
ha visto, a que se cuelen sabandijas, ratas o caballos, pero su
operación cambia radicalmente con la evidencia de su lugar en la
implementación del complejo de castración. Algo resulta innegable:
no se puede pensar el complejo de Edipo en la obra de Freud, sin el
complejo de castración.

Notas

1. S. Freud, Bemerkungen über einen Fall von Zwangsneurose


(1909), GW, t. 7; VE; A propósito de un caso de neurosis
obsesiva, AE, t. X, p. 163.
2. S. Freud, Anaiyse der Phobie eines fünfjáhrigen Knaben (1909),
GW, t. 13; VE: Análisis de la fobia de un niño de cinco años, AE,
t. X, p. 431
3. Ibid., p. 21.
4. Ibid., p. 9.
5. Ibid., p. 26
6. Ibid., p. 36
7. Ibid., p. 37
CAPÍTULO XV.
COMPLEJO DE EDIPO Y COMPLEJO DE CASTRACIÓN

... lo que no es mito, y lo que Freud formuló sin embargo tan


pronto como el Edipo, es el complejo de castración.
Encontramos en este complejo el resorte mayor de la
subversión misma que intentamos articular aquí con su
dialéctica.
Pues, propiamente desconocido hasta Freud, que lo introdujo
en la formación del deseo, el complejo de castración no puede
ya ser ignorado por ningún pensamiento sobre el sujeto.

J. Lacan

1. Arqueología del Edipo

Hasta ahora, se han trabajado las vertientes del padre desde


diversos lugares. Partimos de la aseveración lacaniana de tomar al
padre como filum de la explicación en psicoanálisis. También se
■ivanzó eligiendo como brújula su propuesta de que, la cuestión del
padre, era para Freud el problema central tanto de su obra como de
nú vida; que era lo que orientaba su investigación. Ahora bien, se
ha hecho evidente que en la indagación freudiana del padre existe
una dimensión que le es fundamental, a saber, el complejo de
lidipo. En esta línea, también para Lacan es imposible ubicar al
padre sin vincularlo con ese núcleo central del descubrimiento
freudíano. Así nos lo hace saber el 15 de enero de 1958: “No existe
lidipo si no está el padre; inversamente hablar de Edipo es
Introducir como esencial la función del padre”1. Es por ello que
la d re m o s que tomar el camino que siguió Freud y su elaboración
respecto al complejo de Edipo, para poder arribar de buen talante a
las propuestas lacanianas de la función del padre.

En la obra de Freud existen tres versiones del complejo de Edipo:


la trágica, emanada delos textos griegos; la mitológica,
materializada en su texto Tótem y tabú y, por último, la versión
histórica desarrollada en el libro sobre Moisés y la religión
monoteísta. La más conocida, la de mayor peso histórico y la que
más consecuencias ha tenido en la transmisión y la
problematización en el campo psicoanalítico, es la versión trágica.
Surgida de la pluma de Sófocles, cuenta la narración que Edipo
asesina a su padre Layo y goza de su madre Yocasta, incluso que
llegan a tener descendencia. Pero Edipo no conocía su linaje ni su
pecado; no sabía lo que estaba haciendo. Una peste le empuja, ya
que rey era de Tebas, a preguntar al oráculo y allí, en ese trágico
momento, se entera de la verdad. Aterrado, se infringe el cruel
castigo de arrancarse los ojos. Su destino será la ceguera y el
exilio. Exilio de su pueblo, exilio de la vida.
Por su lado, Lacan parte de esas premisas pero las presenta de
otro modo. Para él, existen tres mitos freudianos: el mito de Edipo,
el mito vertido en las páginas de Tótem y tabú, y el mito de Moisés.
La pregunta no se deja esperar: ¿cómo relacionar las dos
posiciones? ¿Cómo vincular la cuestión de la verdad con aquélla
del mito? ¿Desde dónde podrían engarzarse ambas versiones?
l.acan permite vislumbrar una respuesta. En su seminario sobre
el reverso del psicoanálisis, en la clase que tuvo lugar el 11 de
marzo de 1970, avanza algo muy interesante: la verdad se enuncia
como enigma. Más claro: la verdad no se dice toda, esto es, se
enuncia como medio-decir. El medio-decir es el modo como se
presenta la verdad cuando funciona como saber. La verdad en
relación con el saber no se soporta sino como medio-decir. Pero
¿esto en qué esclarece la cuestión de la verdad y el mito?
Precisamente, en que el modo privilegiado como se presenta la
verdad en su dimensión de medio-decir es, justamente, en el mito.
Lacan: “el medio decir es la ley interna de toda clase de enunciado
de la verdad, y quien mejor encarna esto es el mito”2.
Ahora ¿qué es un mito para Lacan? ¿Se trata de una mentira
encaramada como verdad, como se podría pensar desde el saber
popular? ¿Estaríamos ante una propuesta de mito como
construcción de alternativas opuestas, formalizables desde la
etnología? Lacan responde, en esa misma clase, la pregunta por él
mismo formulada “¿Qué es un mito? Es contenido manifiesto”3.
De todo esto surge la propuesta que aquí queremos hacer: el
complejo de Edipo, en tanto mito freudiano, es el contenido
manifiesto que hace, en su medio-decir, funcionar la verdad. Aún
más: si el complejo de Edipo es el contenido manifiesto y, desde
l :reud, no existe ese contenido sin relacionarlo con el latente, la
propuesta es que el contenido latente, el contenido radicalmente
niprimido y que estructura al de Edipo, es el complejo de
( astración. El complejo de Edipo es lo que aparece como contenido
manifiesto. De hecho, es casi una historia consciente en nuestros
lías; es ya una moneda cultural. El complejo de Edipo es el teatro
in que se representa socialmente la inclusión del sujeto en el
<-impo de lo social. Su escenografía es visible; es narrable. El
I dlpo es la escenificación de algo no reconocido y que sucumbe a
l< diversos modos psíquicos de su negación. Lo que se reprime, lo
jue se desmiente, lo que se forcluye, no es el saber sobre la
ixualidad sino lo que apunta a su verdad, a saber, la castración. El
• Omplejo de castración es aquello que estructura y constituye el
■jntenido latente del Edipo.
Para poder sostener lo avanzado se hace necesario, como Lacan
I ' m dice del contenido manifiesto, ponerlo a prueba. Para ello no
hiiy mejór camino que recurrir a los textos de Freud, para puntuar y
problematizar allí lo que aquí se avizora. Por esto, se comenzará
nn una arqueología del Edipo en diversos escritos freudianos.
I vldentemente, no se podrán tomar todos los textos en los que el
i idor del psicoanálisis trata estos temas, ya que tendríamos que
i ' urrir a casi toda su bibliografía. Se acudirá sólo a aquellos que
signifiquen o impliquen, una discontinuidad o una puntuación
importante para lo que aquí nos atañe.

La primera vez que Freud menciona, aún sin especificarlo, la


cuestión del Edipo, es al comienzo mismo de su trayectoria.
Específicamente el 25 de mayo de 1897. Se trata de una carta a
Fliess en la que se lee: “La agorafobia parece depender de una
novela de prostitución, que a su vez se remonta a esa novela
familiar. Una señora que no puede andar sola asevera con ello la
infidelidad de la madre”4. También lo insinúa el 31 de mayo del
mismo año y en la famosa carta del 21 de septiembre. En la
primera misiva se lee: “Los impulsos hostiles hacia los padres son,
de igual modo, un elemento integrante de la neurosis ... Parece
como si en los hijos varones este deseo de muerte se volviera
contra el padre, y en las hijas contra la madre”5. A diferencia de
ésta, en la famosa carta 69 el tema no se centra en el deseo de
muerte sino en el sexual. Allí, al momento de confesarle a Fliess el
derrumbamiento de su teoría de la seducción, Freud no puede
menos que desconfiar del hecho de que, en todos los casos
tratados, se debiese culpar al padre de las agresiones sexuales. La
solución que ya allí desliza es que: “la fantasía sexual se adueña
casi siempre del tema de los padres”6.
Ahora bien, no pasará mucho tiempo para que, de manera
explícita esta vez, Freud avizore y por ello escriba sobre la
dimensión del Edipo, a su amigo de laberintos teóricos y
personales. El 15 de octubre del mismo 1897, redacta lo siguiente:
“Un solo pensamiento me ha sido dado. También en mí he hallado
el enamoramiento de la madre y los celos hacia el padre, y ahora lo
considero un suceso universal de la niñez temprana (...) Si esto es
así, uno comprende el cautivador poder de Edipo rey (...) Cada uno
de los oyentes fue una vez en germen y en la fantasía un Edipo así,
ante el cumplimiento del sueño traído aquí a la realidad objetiva
retrocede espantado, con todo el monto de represión que divorcia
su estado infantil de su estado actual”7.
A pesar de que lo esencial ya estaba descubierto, Freud esperó
varios años antes de ponerlo ante el olor de la imprenta. Así, la
primera ocasión que expone sus indagaciones en forma de teoría y
en una obra impresa, llega en 1900. Esta referencia pública inicial
sobre la dimensión edipica, debió esperar tres años para aparecer
en su libro cúspide: La interpretación de los sueños. “Según mis
experiencias, y ya son muchas, los padres desempeñan el papel
principal en la vida anímica infantil de todos los que después serán
psiconeuróticos; y el enamoramiento hacia uno de los miembros de
la pareja parental y el odio hacia el otro, forman parte del material
de mociones psíquicas configurado en esa época como patrimonio
inalterable de enorme importancia para la sintomatología de la
neurosis posterior. Pero no creo que los psiconeuróticos se
distingan grandemente en esto de los otros niños que después
serán normales. (...) En apoyo de esta idea, la antigüedad nos ha
legado una saga cuya eficacia total y universal sólo se comprende
si es universalmente válida nuestra hipótesis sobre la psicología
infantil.
Me refiero a la saga de Edipo rey (...) Quizás a todos nos estuvo
deparado dirigir la primera moción sexual hacia la madre y el primer
odio y deseo violento hacia el padre. El rey Edipo (...) no es sino el
cumplimiento del deseo de nuestra infancia”8.
Freud avanza sus planteamientos de manera clara y concisa, y
hace evidente un movimiento muy importante: la cuestión edipica
no sólo es un pasaje en la vida de los psiconeuróticos, sino también
una trama fundamental en la vida de todo sujeto. Sí, se trata ya de
una dimensión estructural.
Si bieh es cierto que en sus cartas, así como en su libro de los
sueños se hacen evidentes los vericuetos edípicos, su
denominación específica como complejo de Edipo deberá esperar
hasta 1910. En el artículo Sobre un tipo particular de elección de
objeto en el hombre subtitulado Contribuciones a la psicología del
amor, Freud trabaja precisamente la peculiaridad de ciertas
elecciones amorosas en los varones. Allí plantea que existen
hombres que toman como objeto de sus pasiones amorosas a
mujeres que no son libres, es decir, que tienen un compañero,
novio o esposo; así como damas de mala reputación, dicho de un
modo machista, mujeres “fáciles”. En ambos casos se lee un
enredo edípico. En el primero, la elección de objeto incluye un
tercero perjudicado; en el otro, la mujer está signada por su
preferencia a otro que la posee. El tercero perjudicado sería el
padre, y esa mujer fácil evocaría a la madre. Así: “se empieza
anhelar a la propia madre y a odiar al propio padre como un
competidor que estorba ese deseo; en nuestra terminología: cae
bajo el complejo de Edipo. No perdona a su madre, y lo considera
una infidelidad, que no le haya regalado a él, sino al padre, el
comercio sexual”9.
El hecho de que Freud esperara hasta 1910 para bautizar la
dinámica inconsciente de las pasiones amorosas, no le impidió, tal
como se ha señalado, que la indagara y describiera en sus casos
clínicos. Así, en el historial de Dora, escrito en 1901 y publicado en
1905, al momento de analizar las vinculaciones entre sus
progenitores y los señores K, dice "... he expuesto cuán temprano
se ejerce la atracción sexual entre padres e hijos, y he mostrado
que la fábula de Edipo debe entenderse probablemente como la
elaboración literaria de lo que hay de típico en esos vínculos”10.
También cuando trabaja el caso de Juanito, así como el del llamado
“hombre de las ratas”, la relación de deseo y competencia aparece
en acto. De hecho en este último, se puede leer en una llamada a
pie de página que ya se ha comentado: “El contenido de la vida
sexual infantil consiste en el quehacer autoerótico de los
componentes sexuales predominantes, en huellas de amor de
objeto y en la formación de aquel complejo que uno podría llamar el
complejo nuclear de las neurosis, que abarca las primeras mociones
tanto tiernas como hostiles hacia padres y hermanos ...”11
La expresión “complejo nuclear de las neurosis” fue evocada
antes, en 1908, en relación con las preguntas que los niños se
formulan respecto al nacimiento de los bebés, sobre todo
provocadas por la llegada de un nuevo hermanito. Pero su
expresión directa vinculada con el Edipo no data del texto Sobre las
teorías sexuales infantiles, sino de uno mucho más capital como
Tótem y tabú. Allí, en 1914, Freud dice con todas sus letras: "...
hemos designado ccomplejo de Edipo> en el cual discernimos el
complejo nuclear de las neurosis”12. La trama ha sido descubierta,
el complejo bautizado y sus consecuencias advertidas. Pero se
abren nuevas cuestiones que incluir.
En 1917, en el artículo Sobre las transposiciones de la pulsión y
en particular del erotismo anal, Freud introduce algo muy
importante: la dimensión funcional del falo. Por primera vez se
especifica que no hay tres actores sino cuatro elementos, y que uno
de ellos adquiere un valor simbólico especial, sí, el falo, también por
primera vez, aparece la ecuación simbólica niño = pene con sus
debidas consecuencias. El pene pasa de elemento anatómico a
símbolo sustituible por las heces, el dinero, los regalos o los niños.
Analizando las producciones del inconsciente, Freud explica su
característica simbólica y privilegia ciertos elementos, tratándolos
como unidades relacionables del lenguaje: "... los conceptos de
caca, hijo y pene se distinguen con dificultad y fácilmente son
permutados entre sí”. Su carácter simbólico también es
especificado más adelante: esos elementos a menudo son
tratados en lo inconsciente como si fueran equivalentes entre sí y
se pudieran sustituir sin reparo unos por otros”. Específicamente,
en relación con cierta ecuación dice: “Esto se aprecia mejor
respecto a los vínculos entre ‘hijo’ y ‘pene’. Tiene que poseer algún
significado el hecho de que ambos puedan ser sustituidos por un
símbolo común, tanto en el lenguaje simbólico del sueño como en el
de la vida cotidiana”13. Más claro ni el cielo de Andalucía. El pene se
ha transformado de órgano biológico a elemento variable de una
ecuación. Se ha transmutado de evidencia anatómica a símbolo del
lenguaje; se ha evidenciado no como distintivo orgánico, sino como
función fálica.
Así, en Sobre la organización genital infantil de 1923, Freud
propone un primado del falo como organizador, no en el campo
biológico sino simbólico, para ambos sexos. Este elemento organiza
la sexualidad según su presencia o ausencia. Se convierte en el
dispositivo de esa alternancia. Esta dimensión permite plantearse la
diferencia de los sexos no por la vertiente de la naturaleza
biológica, sino de la evidencia simbólica. No se trata de ninguna
deficiencia anatómica, aquélla de que unos tienen y otras no, sino
de un problema, en todo caso, de justicia, de equidad; de derecho.
A la mujer no le falta nada en lo real, pero ¿por qué no exigir eso
que el otro porta en lo simbólico? Así se hace evidente que el falo
funciona como símbolo que operativiza la ausencia o la presencia,
como símbolo de completud o inclumpletud en la lógica de los
sexos. De sus diferencias, de sus caminos y confrontaciones.
Si la lógica apunta a tener o no tener, la presencia o ausencia de
dicho símbolo se torna fundamental. A partir de esto ¿cómo pensar,
desde dónde plantearse esa lógica? Sí, a partir del complejo de
castración. Dice Freud: “sólo puede apreciarse rectamente la
significatividad del complejo de castración si a la vez se toma en
cuenta su génesis en la fase del primado del falo”14. Se hace
entonces comprensible que se genere, al interior del pensamiento
freudiano, un cambio histórico-conceptual. Permítase entonces
apuntar las baterías arqueológicas hacia el llamado complejo de
castración.

2. Los avalares de la castración

El primer esbozo en el que se hace una mención a la cuestión de la


amenaza de castración es en 1900, en el texto La interpretación de
los sueños. Pero la primera vez que aparece como dimensión en la
lógica freudiana, es hasta 1908 en el mencionado texto Sobre las
teorías sexuales infantiles. La primera de estas teorías consiste en
la atribución de pene tanto a hombres como a mujeres. Los niños
suponen que todos tienen un pene como el suyo. Incluso, a pesar
de experiencias visuales donde se evidencia que las mujeres no
tiene ese órgano, la teoría parece imponerse. Pero el tiempo y su
peso fáctico terminan por doblegar el deseo de que así fuese. Así
se presenta no tanto la cuestión de si todos tienen, sino de que
existe quien puede perderlo. Ante la curiosidad sexual que sus
genitales les implican, existe el toqueteo que las más de las veces
es sancionado con la amenaza de corte. La amenaza reenvía a la
posibilidad de pérdida, imponiéndose así el espanto ante la posible
herida. Freud: “El efecto de esta ‘amenaza de castración’ es, en su
típico nexo con la estima que se tiene por esa parte del cuerpo,
superlativo y extraordinariamente profundo y duradero. Sagas y
mitos dan testimonio del tumulto en la vida de los sentimientos
infantiles, el espanto que se anuda al complejo de castración ...”15
El texto freudiano donde se le da por primera vez un peso
específico en relación con la clínica es, claro está, el de Juanito. Allí
lo incluye como una pieza fundamental de la trama infantil. Sin
embargo, en este tiempo, no le da la importancia que algunos años
más adelante cobrará este complejo. Esto se hace evidente, por
ejemplo, en 1915, en Introducción del narcisismo, donde se afirma
que hay casos en que el complejo de castración no tiene
importancia.
Pero el timón cambiará, y la significación fundamental del
complejo de castración en la subjetividad cobrará mayor y mayor
importancia. Así, en 1917, apenas algunos años después de su
desvalorización, en aquel texto sobre las trasposiciones de la
pulsión, se retoma en relación con la sexualidad y sus avatares. Se
había señalado cómo, en este artículo, aparece el pene en su
dimensión de elemento sustituible en una ecuación simbólica. La
relación que se establece con las heces y con los hijos es
enteramente simbólica. Pero ¿por qué existe este vínculo entre
esos elementos relacionables en lo simbólico? Freud avanza un
movimiento muy interesante. La primera separación se puede
remontar a la del seno materno. Pero en un sentido estricto, la
vivencia de separación de una parte del cuerpo se establece con
las heces. La caca es ese primer fragmento que se separa de
cuerpo y que además es vivido como pérdida. Frente a la amenaza
de castración, el pene ocupa esa posibilidad simbólica. Tal como se
vivencíó la separación de la caca, se puede dar la del pene. Ahora,
esto es válido para el varón, pero las niñas no se encuentran en la
misma posición. Por primera vez en este texto, Freud se aboca a la
cuestión de la sexualidad infantil femenina. La lectura es la
siguiente: ante la visión de los genitales masculinos, las niñas
pueden experimentar un deseo de tenencia de la insignia fálica.
Ante esto puede buscarse tener uno, agenciarse de mayor un
hombre con uno de esos, o en el caso de la vivencia infantil se
establece una ecuación donde el pene, es sustituido por un hijo
otorgado por ei padre. El pene aparece entonces como símbolo
sustituible y operador de una deseada “completud”. Su función
deviene evidentemente simbólica. Algo a señalar: la dimensión de
símbolo expresada responde estrictamente a dos de las
condiciones de los movimientos simbólicos, el pene es sustituible
por otro elemento en el campo de lo simbólico y porque puede ser
desplazado, separado. Dos movimientos: desplazamiento, es decir,
ejercicio metonímico y sustitución como posibilidad metafórica. El
pene en tanto falo es un operador meramente simbólico.
En el campo de la clínica, la importancia que toma el complejo de
castración no se hace esperar. En 1918, en el famoso caso del
hombre de los lobos, Freud le dedica un capítulo entero al tema. El
punto VII de su texto se titula Erotismo anal y complejo de
castración. Pero no sólo se trata de una nominación en sí misma
muy ilustrativa; se puede decir que la explicación mayor del historial
reside en la cuestión de la escena primordial, relacionada con el
complejo de castración. En este caso no se puede entender la
importancia de la visión de la escena primitiva, la pululación de los
fantasmas y la sintomatología, sin una significancia enmarcada en
el espacio de la castración. Intentemos, aunque sea
extremadamente esquemático, señalar los caminos de esta
asociación. Desde muy niño, el llamado hombre de los lobos tuvo
problemas intestinales, incontinencia y terror de sangrado en las
heces. Estas dimensiones evidenciaban, en significaciones
posteriores, una vía de identificación con la madre, ya que ella
padecía y pregonaba, problemas con las hemorroides. Ahora, en el
período de mayores problemas intestinales, se ubica el famoso
sueño de angustia que es pilar de este caso. El sueño
desenmaraña el lugar de la mujer, de la madre en el acto sexual.
Explica Freud: “Bajo el influjo de la escena primordial se le reveló
este nexo: la madre había enfermado por lo que hacía el padre con
ella ...” La angustia del sujeto era que, precisamente en la escena
primordial, él ocupa el lugar de la madre, siendo por la zona anal
donde se efectuaría el acto sexual. Dice Freud: “Tenemos que
suponer, en efecto, que en el curso del proceso onírico comprendió
que la mujer era castrada, tenía en lugar del miembro masculino
una herida que servía para el comercio sexual; que la castración
era la condición de la feminidad ...”16 Lo medular del caso se
concentra en estas dimensiones.
Pero no sólo es el hombre de los lobos quien es leído desde la
óptica y la exégesis del complejo de castración, también los
primeros casos de Freud toman otra perspectiva a la luz de este
complejo. Así, en el importantísimo texto Inhibición, síntoma y
angustia, se puede leer con referencia a Juanito y al mismísimo
hombre de los lobos: “He aquí, pues, el resultado inesperado; en
■imbos casos es el miedo a la castración el motivo de la
represión”17. Si se plantea que la represión es el mecanismo
ospecífico que determina los derroteros de las neurosis, no es difícil
Inferir lo que esta aseveración freudiana implica: las neurosis no
pueden entenderse sino en relación con la castración. Para
reafirmarlo, podemos tomar esta otra frase de Freud en relación
con el trauma de nacimiento: "... no corremos ningún peligro en
considerar la angustia de castración como la única fuerza
motivacional de los procesos de defensa que conducen a la
neurosis”18.
Lo que en la clínica se evidenciaba, cobra para la doctrina,
carácter universal. En 1928, en el escrito Dostoivesky y el parricidio,
.>l complejo de castración, y no el de Edipo, se presenta como el
Módulo de las neurosis: “Y aún estoy seguro de que justamente el
Complejo de castración será objeto de la desautorización más
universal. No obstante, puedo aseverar que la experiencia
psicoanalítica ha destacado estas constelaciones por encima de
cualquier duda, y nos ordena a discernir en ellas la clave de todas

4670
las neurosis”19. La fuerza del enunciado no deja de sorprender:
estamos ante un imperativo clínico y teórico.
Y por si hubiera alguna duda, en uno de su textos más
importantes y luminosos, en aquel que funge como testamento de
reflexión y resignificación de sus propio recorrido, Freud asegura
que la roca viva de la castración es el fundamento, no sólo de la
sicopatología, sino de los procesos que determinan el enigma de lo
humano. El texto es, por supuesto (¿por su puesto?) Análisis
terminable e interminable; y el año de su publicación, 1937.
Tal vez no sea sin importancia evidenciar lo obvio: el complejo de
Edipo sigue siendo esencial en las elaboraciones freudianasr Es
imposible eludir el peso capital que en la construcción de la
segunda tópica tiene para la implementación del superyo, elaborado
en el esencial texto El yo y el ello de 1923. También es menester
puntuar la importancia que tiene en la configuración de las
dimensiones éticas y morales mostradas en El problema económico
del masoquismo escrito en 1924. Pero tampoco se puede negar el
lugar estructurante que adquiere el complejo de castración y que se
hace patente en los textos sobre sexualidad femenina que Freud
escribe a partir de 1924.
Tanto en El sepultamiento del complejo de Edipo como en
Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica
entre los sexos, los avatares de la castración consolidarán su
función radical en la configuración de la subjetividad, esta vez
también en el campo de lo femenino. Lo que se había avanzado en
1917, toma cuerpo y consistencia en estos escritos sobre la
sexualidad femenina. Durante mucho tiempo, Freud concibió una
equivalencia, una analogía entre los procesos psíquicos y,
específicamente, los sexuales, entre los hombres y las mujeres,
entre los niños y la niñas. Muchos textos dan cuenta de ello, desde
La interpretación de los sueños de 1900, hasta El Yo y el ello,
pasando por las Conferencias de introducción al psicoanálisis de
1917 y Psicología de las masas y análisis del yo de 1921. Pero las
cosas cambiarían en el momento que la cuestión de la castración
abre nuevos cauces y diversas posibilidades.
En los textos antes referidos, Freud avanza la diferencia radical
que existe entre los procesos masculinos y femeninos y, el punto
central es, precisamente, aquél de la castración.
En el caso del niño, la dimensión edipica se anuda a los deseos
sexuales hacia la madre y de rivalidad, odio y celos hacia el padre.
En el caso de la niña, sería parecida sólo transformando el
destinatario de los deseos sexuales y agresivos; el primero sería el
padre y la oponente odiada, la madre. He aquí, en ambos
dispositivos, tres personajes, pero falta uno, sí, el factor falo. Si el
escenario deseante se establece sólo con tres actores, estaríamos
frente a una cuestión eminentemente edipica. Pero en el momento
en que se incluye ese cuarto elemento, el escenario se transforma
en una estructura donde, a partir de su posición y su relación con
este elemento simbólico, se moverán las piezas y las coordenadas.
Algo se hace evidente: el operador que introduce esa dimensión es
el complejo de castración, ya que es el que permite la posibilidad
simbólica de la presencia y la ausencia.
Ahora bien, es solamente a partir del operador de la castración
como podrán instrumentarse las distintas perspectivas que, dentro
de la trama edipica, juegan el niño y la niña. En el caso del niño,
decíamos, la afluencia de pulsiones sexuales acentuada en los
genitales le lleva muchas veces a los toqueteos. Ante ello se
profiere la amenaza de castración. La masturbación, refiere Freud,
está ligada evidentemente a una sexualización edipica. La amenaza
parece no tener importancia en un principio, pero es ante la visión
de la falta de pene en las mujeres donde el problema se presenta,
no tanto de quien tiene, sino de quien puede perderlo. Para el niño,
la visióñ de las mujeres remite a la posibilidad realizada de la
castración. Ello pone fin a sus intentos y vectores edípicos, ante el
peligro de perder tan apreciado y valorado miembro de su cuerpo.
En el caso de la niña, sucede de un modo muy diferente. La niña
pasa por un proceso con sus complejidades singulares. Uno, debido
a que el primer objeto de amor es la madre y debe resignarlo,
cambiarlo por el padre. Dos, a la distinta posición que adopta frente
la castración. Freud describe cómo la niña, ante la visión de la
presencia de una diferencia sexual con los niños, no desestima lo
que mira y desde el principio acepta lo que ve. Lo que no implica
que acepte lo que mira. En un primer momento, la existencia de
pene en el otro y la vivencia de ausencia en ella, es vivido como un
perjuicio. Ella también quiere. No porque le falte algo en lo real, sino
porque quiere eso que el otro tiene. Eso que se porta deviene una
insignia del acto del don. Lo que le importa es que se le otorgue
uno igual o un sustituto que ocupe ese lugar y esa función. Sí, un
sustituto simbólico. Allí, señala Freud, es que interviene una
postulación al padre demandándole un hijo. Evidentemente el
proceso de sustitución y demanda es inconsciente. Lo que se
demanda es la intervención en lo simbólico del padre para efectuar
una sustitución en ese mismo registro. El mecanismo que pone en
marcha todo este proceso y que marca la diferencia subjetiva del
niño y la niña, no es tanto el complejo de Edipo, como el de
castración. Freud lo dice de modo magistral en su texto sobre las
diferencias anatómicas de los sexos: “Hasta ese momento no
estuvo en juego el complejo de Edipo ni había desempeñado papel
alguno. Pero ahora la libido de la niña se desliza -sólo cabe decirlo:
a lo largo de la ecuación simbólica prefigurada pene = h ijo- a una
nueva posición. Resigna el deseo de pene para reemplazarlo por el
deseo de un hijo, y con este propósito toma al padre como objeto
de amor. La madre pasa a ser objeto de los celos, y la niña deviene
una pequeña mujer”20. Algo interesante se transparenta en lo aquí
descrito: la posibilidad de desestimar el complejo de Edipo como la
única y más importante pieza de la posición sexual del sujeto, se le
presenta al creador del psicoanálisis, a partir de los enigmas de la
sexualidad femenina. Otra vez Freud: “En la niña, el complejo de
Edipo es una formación secundaria. Las repercusiones del complejo
de castración le preceden y lo preparan. En cuanto al nexo con el
complejo de Edipo y el complejo de castración, se establece una
oposición fundamental entre los dos sexos. Mientras que el
complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al
complejo de castración, el de la niña es introducido y posibilitado
por éste último”. Lo evidente se hace evidencia: lo que estructura al
complejo de Edipo es el complejo de castración. Esto en ambos
sexos, pero marcando, a partir de ello, las diferencias.

Después de este largo recorrido, creemos haber mostrado cómo


el complejo de castración opera como el contenido latente.
Contenido latente que debe ser leído como aquello que respalda,
impacta y estructura, en la lógica inconsciente, al contenido
manifiesto, es decir, al complejo de Edipo.
Pero tal vez allí esté sólo una parte de lo importante. A través de
este viaje por los textos de Freud, se puede reconocer porqué
Lacan retoma el privilegio estructural del complejo de castración
para intentar operativizarlo, en su relación algebraica con el de
Edipo en la llamada metáfora paterna. Lacan recupera la propuesta
freudiana de tomar al falo como un elemento simbólico en la lógica
del deseo, y en su instrumentalización operativa en la geografía de
los sexos. Esto sólo puede ser posible si se le da su justa
dimensión, como se ha desarrollado aquí, al complejo de
castración. La llamada metáfora del nombre del padre no es otra
cosa. La construcción de dicha propuesta es precisamente la
posibilidad de implementar el complejo de Edipo a partir de su
relación con el complejo de castración. Es su operación en acto. La
propuesta de Lacan es traer la dimensión mítica del Edipo para
trasliterarla en una dimensión estructural; es transformar el relato
trágico en ecuación simbólica. Lacan lo dice claramente el 22 de
enero de 1958: “Hemos arribado al punto donde yo afirmo que es
en la estructura, en eso que hemos promovido como siendo la
estructura de la metáfora, donde residen todas las posibilidades de
articular claramente el complejo de Edipo y su resorte, a saber, el
complejo de castración”21. Es hora de encajarle el diente a tan
singular dispositivo.
3. El complejo de castración en Lacan

Tal como se ha visto, el complejo de castración es estructural en la


obra freudiana. Lacan lo retoma y le da el lugar que la pluma de
Freud indicó: de pivote del complejo de Edipo. Lacan realiza una
lectura de Freud y, respecto a lo que nos atañe, escribe una
formalización. La metáfora del padre es la formalización no sólo del
complejo de Edipo, sino de su estructuración en relación con el de
castración. No se puede pensar la obra de Freud sin el lugar
fundante del padre. No puede concebirse al padre, sino en relación
con el complejo de Edipo. Pero éste no puede pensarse, sino
estructurado en el de castración. Complejo de Edipo y de castración
hacen estructura. Lacan lo dice claramente el 29 de enero de 1958:
“Yo les hablo de la metáfora paterna. Espero que hayan percibido
que les hablo del complejo de castración. No es sino porque les
hablo de la metáfora paterna que yo les hablo del Edipo”22.
Pero la llamada metáfora del padre, es un punto de llegada, no
de partida, en la enseñanza de Lacan. A ésta llega después de un
largo camino. Un camino que, como se puede suponer, avanza por
la problematización que hace del complejo de castración. Se hace
necesario entonces, visualizar el recorrido que hace Lacan para
poder pensar lo referente al padre y a su implementación
metafórica.

a) Relaciones de objeto

Para pensar la castración, Lacan parte de problematizar la cuestión


del objeto. Ante la inflación teórica que en su tiempo se daba a las
relaciones de objeto, él responde con un seminario y varias
propuestas.
Tomando a Freud como fuente y texto, afirma que en el
psicoanálisis no hay otro objeto que el perdido. El objeto no es lo
que aparece, es lo que se ha perdido. La búsqueda del objeto no
es, por tanto, sino un intento de reencuentro; una repetición fallida
de su hallazgo. Lo que se repite no es su hallazgo, sino su
ausencia. Si esto es así, el sujeto, desde el origen, se ve arrojado a
un errar por el objeto. No existe en lo humano, posibilidad de
encontrar un objeto ideal o armónico. La pulsión no tiene un objeto
preestablecido para su satisfacción. Las relaciones de objeto son
siempre problemáticas. No hay lugar para pensar en la obtención y
la apropiación de un objeto armónico que garantice relaciones
afinadas. La sexualidad humana es desde el inicio, una relación
conflictiva. Si el objeto está perdido, las relaciones a ello ligadas
son necesariamente relaciones frente a la falta del objeto. No se
trata de relaciones de objeto, sino de las operaciones de la falta del
mismo. La falta de objeto es lo que articula la vinculación del sujeto
con el mundo.
No sólo eso. El punto por donde se extravían quienes piensan en
el hallazgo del objeto armónico, sea en el amor o como horizonte de
la cura, no es sólo que éste no existe, sino que creen que se puede
encontrar en la realidad. La falta de objeto es lo que estructura la
realidad, no su supuesto encuentro. La realidad es lo que está
puesto como punto de ilusión en el encuentro del objeto. Es por ello
que Lacan debe introducir, primero, la cuestión de la falta de objeto
y segundo, los tres registros.
Para Lacan existen tres modalidades de falta de objeto: la
frustración, la privación y la castración. Pero para poder plantearlas
como tales, necesitan visualizarse a partir de los tres registros. La
castración atañe a lo simbólico, la frustración a lo imaginario y la
privación a lo real. Pero relacionarlas con los registros no basta. Se
necesita hacer algunas precisiones y hacer intervenir otros factores.
No se trata sólo de las modalidades, también entran en juego el
objeto sobre el que se ejercen y el agente que las hace operar. La
privación es una falta real cuyo objeto es simbólico; la castración
■iparece como una deuda simbólica cuyo objeto es imaginario y la
frustración es vivida como daño imaginario que se refiere a un
ijjeto real. El agente de la frustración es la Madre simbólica; el de
In castración, el padre real y para la privación, el padre imaginario.

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Agente Falta de objeto Objeto
Padre real Castración imaginario
Madre
Frustración real
simbólica
Padre
Privación simbólico
imaginario

Es importante señalar algo desde ahora. Si bien se trata de tres


modalidades de falta de objeto, es la castración la que hace de
dominante. La castración hace de punto nodal para las otras dos. Si
esto es así, evidentemente existe un “objeto” que aparece como
organizador privilegiado de estas dimensiones de la falta, a saber,
el falo. Para Lacan no se puede pensar la castración sin
relacionarla con las otras dos modalidades; no se pueden plantear
éstas, sin ubicar como estructurante a la castración, y el objeto que
aparece privilegiado por su dinámica y sus implicaciones, es el falo.
La castración aparece como pivote porque es desde ahí que
pueden articularse las otras dos. Y si esto es así, es porque la
castración es el nudo de lo estructurante del sujeto, a saber, el
complejo de Edipo. No hay Edipo sin la acción de la castración y sin
ambos complejos, no existen ni realidad ni sexualidad humana.
Pero, desde Lacan, la cuestión de la castración es impensable sin
la frustración y la privación. Veámoslo de cerca.
En las relaciones más primitivas del infante se encuentra su
vínculo con la madre. La madre alimenta a su crío. Le da leche, y
muchas cosas más. El objeto, el seno, aparece ahí; es como real
que se presenta. Pero la madre es un sujeto del mundo, está
incluida en él. La madre ya habita el mundo simbólico. Pero para el
niño es lo que existe. Sin embargo, esta madre no sólo existe, sino
que se mueve. La madre va y viene, es decir, aparece y
desaparece. Para el crío, entonces, aparece la primera y más
primitiva relación con el orden simbólico; la madre se puede
presentar o se puede ausentar. La primera alternancia, principio de
lo simbólico, hace acto; la madre participa de lo simbólico. Ahora
bien, esta madre, en su vaivén, responde al llamado del hijo. Pero
puede no responder. Surge entonces la frustración. Si no responde,
la ausencia se vive como una promesa incumplida. En ese
momento, lo que muestra es que puede dar-se o no. El niño espera
que se de toda, pero puede no suceder. Ella parece investida de
una facultad: puede dar o quitar. El objeto entonces deviene el
símbolo de una donación; el signo de una declaración. La donación
o negación del objeto la coloca en un lugar especial: en el lugar del
poder. Ella todo lo puede, puede donar, puede quitar. La madre
deviene real, y el objeto simbólico. Los objetos que aparecían como
satisfacción real devienen objetos de un don; representante del
amor materno. Los objetos devienen el símbolo del poder de la
madre. La madre aparece como todopoderosa. Pero es esta
condición la que la expondrá en la vida del niño a una circunstancia
compleja. La historia será, a partir de entonces, la trama de las
carencias y de las decepciones de esta madre omnipotente. Puede,
sin embargo, no suceder así.
Eso sucede del lado del niño. Pero ¿qué sucede del lado de la
madre? ¿Qué representa el niño? Según Lacan, el infante real
cumple la función simbólica de una pasión imaginaria. El niño
ocuparía el lugar del falo imaginario que “colmaría” esa necesidad.
El niño no está solo con ella, hay algo que le evidencia el deseo de
su madre. El falo, como objeto imaginario, funge como el objeto de
deseo de la madre. La madre lo desea en tanto falo, por ello el niño
realiza que es, en el espacio narcisista, que él debe ocupar ese
lugar. Él se ofrece a ella siendo eso. Si la madre desea el falo
Imaginario, dos cosas se presentan ante el infante: que no es
exactamente él a quien ella necesita y que, por ello, él quiere
ocupar ese lugar. El falo implica que el niño no es el único objeto,
que está ese que ella desea. Por curioso que parezca, el niño debe
colocarse como tercero para relacionarse, identificándose, con ese
falo imaginario. Aquí se abre una paradoja. La madre desea un
objeto imaginario, ese objeto lo reclama el falo. Es por ello que él
quiere ocupar ese lugar de falo imaginario, pero, en la misma
medida en que la madre aparece deseante y por tanto que io
necesita en lo imaginario, la madre se presenta como carente. El
falo implica que el niño no es el único objeto, que a ella le interesa
eso, por tanto él quiere ser ese objeto. Pero a partir de ese
reconocimiento, se puede percibir que la madre está privada, que a
ella le falta ese objeto imaginario; que ella está en falta.
Hasta aquí podría llamársele a este proceso, el tiempo
preedípico. Sin embargo, estos tres elementos, el infante, la madre
y el falo imaginario, ya se encuentran ligados al orden simbólico. Se
requiere que algo venga a operativizarlo. ¿Cómo opera este orden?
A partir de la alternancia. Por lo tanto, se necesita la inclusión del
falo en el espacio de lo simbólico. El falo deviene elemento de lo
simbólico cuando es remitido a su ausencia o su presencia. El falo
asume su dimensión significante en tanto puede estar (+) o no estar
(-); en tanto se puede perder o no. La evidencia de que algo le falta
a la madre, obliga al infante a percibir el valor simbólico del falo.
Esto no es fácil para el niño, tiene mucho de insoportable. Alguien
ha debido intervenir, algo interviene para que así ocurra; alguien
debe ser el agente de la privación de la madre. Quien ocupa ese
lugar de privador, es el padre.
La privación sería que la madre no tiene pene. Pero,
evidentemente, sólo puede plantearse que la madre no tiene pene
en lo real sí, anteriormente, eso ha entrado en el juego simbólico de
tener o no tener; de estar o no estar. Sólo un objeto simbolizado
puede ocupar un lugar en tanto ausente. Lo real no está privado de
nada; suponer que algo no está, es concebir su presencia posible)
es aprehender la acción de lo simbólico. A la madre en lo real no le
falta nada, si se le supone la privación de un objeto real, es decir
que esté ausente, implica ya haber introducido el orden simbólico
en lo real.
La madre desea, desea un falo, imaginario para el niño y por
ende alcanzable en su operación. Pero eso le muestra que la madre
está en falta; que está privada de algo. Algo que puede estar o no
estar. Ese falo, ya en su caracterización significante, muestra la
madre fallida. Fallida, es decir, privada. El agente de la privación es
el padre, pero también de la inclusión de la castración, en tanto le
niega al niño el acceso a la madre y la posibilidad de seguir siendo
el falo. El niño no lo tiene y el padre es el encargado de quitarle lo
que desea y el lugar que quiere ocupar. El padre es el encargado
pues, de ejercer la castración en el campo de lo simbólico. El
infante ha entrado en eso que se llama complejo de Edipo. “A partir
de ese momento decisivo, el objeto no es más el objeto imaginario
con el que el sujeto puede engañar, sino un objeto tal, que siempre
está en manos de Otro mostrar que el sujeto no lo tiene, o lo tiene
de forma insuficiente. Si la castración juega este papel esencial
para toda la continuación del desarrollo, es porque es necesaria
para la asunción del falo como objeto simbólico”23.
Aquí vale la pena señalar algo. El padre es quien ejecuta la
privación, principio de la constancia del Edipo, pero esta privación
forma parte de la lógica de la castración; es uno de sus caminos.
Quien realiza la castración, evidentemente simbólica, es el padre.
Para que ese objeto imaginario pueda ser receptáculo de una
castración simbólica, debe ocupar esa posibilidad de objeto faltante,
debe permitir la aprehensión en lo real de la falta de pene como
ausencia en lo simbólico. La privación es lo que posibilita la
simbolización del objeto real. La frustración, la privación y la
castración forman parte de la lógica de la castración. Son, por
decirlo de algún modo, diversos tiempos de la instauración de la
castración.
Algunas cuestiones más. Dos cosas suceden en el campo de la
subjetividad infantil. Por un lado, una tumultuosa intrusión de lo real
un el espacio corporal del niño: el pene recibe con toda su fuerza la
pulsión sexual. En el caso de las niñas sucede igual; la pulsión
lexual genital arremete con todo el poder de su gestión y su
desazón. Ante esto, muchas cosas se desacomodan, de
Ü8torsionan; se desbordan.
Por otro lado, aparece como evidente, un más allá de la madre,
l.l niño desea a la madre. Más precisamente: desea ser lo que ella
'l<ísea; desea el deseo de la madre. Lo dijimos, es porque ella está
on la falta que desea. El infante quiere ser eso que colme la falta.

4770
Ahora, con la inclusión del padre privador, aparece un espacio otro.
Ella desea Otra cosa que él. Ella desea el deseo de otro; el deseo
del Otro. La inclusión del padre implica desde ya, un cambio en la
embajada del Otro. El padre será el encargado de realizar en el
campo del Otro, lo que vehiculiza el deseo de la madre.

b) El complejo de Edipo

Tomemos una frase de Lacan, para apuntalar el texto: “La


castración es el signo de! drama de Edipo, además es su eje
implícito”. En este apartado no se hará otra cosa que desplegar
esta declaración.
Lo hasta aquí planteado, ha sido fundamentalmente una
mostración fenomenológica de la relación del sujeto frente al deseo
del Otro; de las vicisitudes en el errar del infante ante la falta de
objeto. La exposición ha tomado el camino de la temporalidad
desplegada: de las relaciones primitivas del infante, hasta la
llamada fase preedípica. También se dibujó el umbral de la entrada
al espacio de Edipo.
Recapitulemos avanzando. El niño al nacer se encuentra inmerso
en el universo de la madre. Ella ya está incluida en el mundo
simbólico. La manera de presentificarlo es por ese vaivén de su
ausencia y su presencia. Pero el niño debe incluirse en un sistema
de relaciones de intercambio en el que, esta primera alternancia,
resulta insuficiente. Se hace necesaria la inclusión de la dinámica
significante para que la densidad discursiva y la instauración del
mundo humano puedan operar. La instauración del sistema de
relaciones simbólicas no puede reducirse a esta primera relación de
dos. Para que la estructura opere se necesitan determinados
elementos; un número específico de ellos. La inclusión del falo
como tercero es importante, pero la operación del sistema de
relaciones implica cuatro términos. El padre vendrá a ocupar ese
cuarto elemento. Este cuarto elemento no es sólo uno más en la
serie de condiciones simbólicas, es quien introduce la dinámica del
significante como tal. El padre inscribe la cinética significante a
partir de presentarse como privador de la madre. El falo imaginario
que había jugado el rol de objeto del deseo, puede ahora faltar;
puede estar o no estar. En el momento en que este objeto
imaginario puede faltar, el padre empuja al infante a transformar la
naturaleza de su función. El elemento imaginario adquiere un valor
simbólico por la intervención del padre. El falo debe cambiar, de
objeto imaginario a instrumento de intercambio; de imagen de
objeto del deseo a elemento simbólico de relación.
El padre aparece como quien ejerce la castración. Esta función
implica algo curioso; pone en cuestión la posesión del pene pero en
tanto falo, en tanto elemento significante. Esto implica que el pene
puede desaparecer, pues hay quienes no “tienen” pero puede ser
repuesto. Claro está, todo ello en lo simbólico. De nuevo, sólo
porque este orden se ha introducido, puede vivenciarse que algo
falta en lo real; puede faltar en lo real. El padre no sólo lo pone en
cuestión, sino que puede “devolverlo”: a su lugar; a su dignidad no
de órgano físico, sino de símbolo de una cierta posición en el
mundo. El falo se convierte en un elemento de intercambio y
posicionamiento, no sólo de posesionamiento.
Algo importante aparece con todo ello. La castración puede ser
asumida por la madre o por el padre. El niño puede quedar
atrapado bajo una ley de la naturaleza perteneciendo a la madre.
Madre que puede encarnar el fantasma de devoración. La
castración paterna introduce la mediación de lo simbólico ahí donde
sólo habría posibilidad de engullición. Dice Lacan: “Si hay
castración, es en la medida en que el complejo de Edipo es
castración. Pero la castración tiene tanta relación con la madre
como con el padre. La castración materna implica para el niño la
posibilidad de la devoración y del mordisco. Hay anterioridad de la
castración materna y la castración paterna es un sustituto suyo”24.
La castración se acompaña siempre de la sombra de lo terrible,
pero la que acude del lado del padre incluye la mediación de lo
simbólico. Del lado del padre se puede ejercer la posibilidad dei
limite de las reglas y la dialéctica de los signos. La función del
padre es introducir la mediación de lo simbólico en la relación
cerrada y amenazada del fantasma de la engullición. ¿Cómo se
realizaría? A través del acto de la sustitución.

La acción del padre es introducir la operatívidad del orden


simbólico; es abrir al niño el mundo de los intercambios. Pero
¿cómo opera? La función del padre es precisamente esa: gestar a
partir de la sustitución. Sustitución ejercida en diversas direcciones.
El padre apura el reemplazo del objeto imaginario por un valor
simbólico, empuja a suplir el falo imaginario por un significante
intercambiable, sustituye la castración materna por la paterna. En
fin, cambia el orden materno, que incluye una cierta maternidad
simbólica aún precaria, por una legalidad de lenguaje y sus
operadores significantes. De manera más precisa: la función del
padre es sustituir la relación primitiva del niño y su madre, y suplir el
intercambio primordial por la dimensión simbólica y significante del
padre. A esta operación sustitutiva Lacan le llama la Metáfora
Paterna. La Metáfora Paterna formaliza la sustitución de la
dialéctica materna por los intercambios simbólicos. O lo que es lo
mismo, formaliza el complejo de Edipo, y su eje, el complejo de
castración.

c) La metáfora paterna y sus escrituras

La problematización del complejo de castración nos ha llevado


hasta la cuestión de la metáfora paterna. Ahora, esta propuesta de
Lacan se constituye en tres tiempos. Tres tiempos que
corresponden a tres declaraciones. El primero remite a las
elaboraciones lacanianas de las relaciones de objeto, el segundo se
especifica en el seminario llamado Las formaciones del
inconsciente y, el tercero, se escribe en el texto de Lacan De una
cuestión preeliminar a todo tratamiento posible de la psicosis,
Deconstruirlos no tiene sólo un perfil epistémico, sino valorativo.
Permite seguir el proceso de construcción conceptual y superar las
propuestas a él enraizadas.
La primera vez que Lacan anuncia la cuestión de la metáfora
paterna, es el 19 de junio de 1957. Allí avanza algo fundamental. La
función del padre, en tanto acción de sustitución, asume las
características de una metáfora. Si la metáfora es la operación
lingüística de sustitución, ella permitirá precisamente dar cuenta de
la operación de sustitución significante.
La metáfora paterna es la instrumentación del complejo de
castración en el complejo de Edipo. De hecho, Lacan la sitúa como
la formalización en pleno de la castración simbólica. En esa
ocasión escribe la siguiente fórmula:

M ~ 5 + s

La P representa la acción de la metáfora paterna sobre ei espacio


subjetivo de la relación del infante con el universo de la madre.
Lacan lo explica así: "En el complejo de Edipo tenemos el lugar por
donde se encuentra el niño con todos sus problemas respecto a la
madre, M. En la medida en que se haya producido algo que haya
constituido la metáfora paterna, podrá introducirse aquel elemento
significante esencial en todo desarrollo individual, llamado complejo
de castración, y ello tanto en el hombre como en la mujer"25. La 8 es
la fase en relación con el complejo de castración y la s, es la
significación que ésta adquiere.
En la metáfora hay sustitución, y más. El término sustituido es
reemplazado, pero al mismo tiempo, representado por el
sustituyente. El significante que sustituye, mantiene, absorbe,
representa, condensa al sustituido sin negar por ello el
reemplazamiento. Si la dialéctica materna es metaforizada por el
orden paterno, es en la medida en que transforma lo allí iniciado s><\
destruirlo.
Para que ello suceda es necesario que el padre adopte la
naturaleza de operador simbólico. Es lo que Lacan bautizará
después bajo la rúbrica Nombre-del-Padre. Pero ahora lo que se
especifica es el complejo de Edipo como esa intrusión simbólica del
padre, que pone en crisis la vinculación del niño con su madre. Eso
se puede escribir en una segunda fórmula que Lacan avanza de la
metáfora en ese mismo año, y que se presenta así:
[(P) M ~ ]
El Padre (P) afecta a la madre (M) en sus relaciones (~).
Continuando, Lacan escribe:

(P) M ~ ( - p) x
n

La n será ei pene real del niño que se verá objetado, amenazado


por la acción de oposición del padre imaginario, del padre castrante,
quedando afectado con ello el vínculo del niño, X, con la
aprehensión materna.
Ante esta fórmula que Lacan hace funcionar, en el tiempo que
realiza su lectura del caso Juanito, declara: "La experiencia
freudiana, si queremos formalizarla, debemos tomarla al pie de la
letra (...) Dicha experiencia afirma la constancia del complejo de
castración”26.
A esta primera aproximación y a estas dos escrituras, seguirán
diversas precisiones y otra escritura un año después. Destaquemos
de entrada dos diferencias muy llamativas entre lo planteado en el
seminario sobre las relaciones de objeto, y el otro dedicado a las
formaciones del inconsciente. Por un lado, aparece la grafía del
nombre del padre con mayúsculas y enlazada por guiones, y, por el
otro, la más importante, la inclusión de la cuestión de la ley.
Si se afina la mira se observará que en todo el desarrollo anterior,
en ese que comprende las modalidades de la falta de objeto,
castración, privación y frustración, Lacan no utilizó en la concepción
del Edipo y su implementación la dimensión de la ley.
Este será el cambio fundamental. El padre no es sólo aquel que
pone en crisis el vínculo materno con el no, no es sólo quien hace
sustituible el falo imaginario por los movimientos simbólicos a partir
de privar a la madre. No solamente es aquel que introduce al
infante en el orden genealógico y el funcionamiento estructural del
lenguaje y la cultura, sino es quien, a partir de su acción metafórica,
instaura la ley y sus modalidades.
La trama edípica es, desde su escenografía, la instauración de
una prohibición. El Padre es el encargado de la interdicción; es el
promotor de la ley. El padre es el representante de la ley; sí, de la
ley de prohibición del incesto. El padre prohíbe esencialmente dos
cosas. Prohíbe al niño usar su órgano real ante la impetuosa
aparición de la pulsión genital. Pero también, veda a la madre. El
padre ejerce la prohibición en dos instancias; la subjetividad
corporal del niño, y el espacio de apropiación incestuosa de la
madre. El ejercicio de la castración apunta al niño, pero también a
la madre.
Ahora, lo que vehiculiza la ley, es la insistencia de la instancia
significante. El padre es el encargado de imponer ese orden; es
quien, en el campo del Otro, del lenguaje, de la cultura, promulga la
ley. Es aquel que, en el campo del Otro, implementa la ley y la
articulación significante.
La evidencia salta a la vista: tal operación no la ejerce un
personaje, sino el padre en tanto función. El padre ejerce la función
de la sustitución significante y la imposición de la ley. El padre, en
tanto Nombre-del-Padre es una metáfora; es el ejecutor de la
metaforización del orden materno.
El padre, en tanto significante, sustituye el lugar de la madre.
Dice Lacan el 15 de enero de 1958: "La función del padre en el
complejo de Edipo es de ser un significante que sustituye al primer
significante introducido en la significación primordial, el significante
maternal"27. Y enseguida escribe:
Padre . Madre
Madre X
Para formalizar, un poco más adelante, en la misma clase:

4830
S' s*

El significante del padre, S, sustituye el de la madre, S’, y le


arrebata la posesión de aquello que aparecía como el objeto del
deseo de la madre, X. Así, se convierte en aquel que comanda la
ley, S (I / s’). Desde entonces, opera la función metafórica, y coloca
como I, aquello que organiza el deseo, el falo. El falo, I, organiza
con ello el significado del deslizamiento; incluso se ubica como el
significante del significado del deseo: S J_
s’

Lo que es fórmula, puede leerse también en prosa. No hay sujeto


que no habite el mundo simbólico. Su primer inmersión se establece
por su relación con la madre, la cual está sumergida (ella y sus
vaivenes) en ese mundo. Él desea ser eso que le da placer, eso
que la completaría. Él quiere ser el objeto de su deseo. Pero ella
desea Otra cosa. Ella desea el deseo del Otro. Ahora ese otro
aparece como aquel que permite la articulación del deseo en el
campo del significante. Aquella que aparecía como el Otro del cual
se buscaba ser su deseo, se ve atravesada por un más allá. Ante la
norma de la madre, ahora se impone la ley del padre. Esa ley
interviene sobre la ley de la madre. No sólo la posee, sino que la
remite a una ley del intercambio, donde lo que articula el deseo, a
saber, el falo, ha caído bajo el imperio de su legalidad. Algo
llamativo. En el momento en que Lacan introduce la cuestión de la
ley, la formalización vira hacia una escritura ligada a la lingüística.
Este viraje precisa las funciones.
El complejo de Edipo implica una operación específica: que la
madre pueda remitir a la ley del padre aquello que articula su
deseo. El Nombre-del-Padre es el significante que introduce la ley
de la prohibición, es quien hace efectiva la sustitución de la ley de la
madre, del significante materno de esa ley. Dicho de otro modo: "Lo
que es esencial, es que la madre funde al padre como mediador de
eso que está más allá de la ley de ella y de su capricho, a saber, la
ley como tal"28.

La presentación escrita de la llamada metáfora paterna se hará


pública hasta el escrito Una cuestión preeliminar a todo tratamiento
posible de la psicosis, en 1959.
Después de las primeras escrituras de la metáfora paterna en el
seminario Las relaciones de objeto, Lacan introduce, un año más
tarde, en el curso Las formaciones del inconsciente, la cuestión de
la ley, la nueva nomenclatura del Nombre-del-Padre, la grafía de la
metáfora paterna y, ahora agregamos, lo que llamó los tres tiempos
del complejo de Edipo.
En un primer tiempo, la instancia paterna aparece como telón de
fondo; como espacio del lenguaje que enmarca la realidad de la
madre intermitente. Pero lo importante de este primer momento, es
que el infante se identifica en espejo con el objeto imaginario de la
madre. Ese objeto del deseo materno se presenta como el falo al
cual él quiere encarnar. El niño está inmerso, y hasta aislado, en el
campo del deseo del Otro; del deseo materno. Es un momento en
el que la demanda del niño coincide con la necesidad imaginaria de
la madre: el crío se encuentra sujetado, sometido al capricho
materno.
El segundo tiempo marca lo picante del asunto. El padre se
devela no sólo como promotor del orden simbólico, sino como el
portador de la ley. La intervención del padre expulsa al niño de su
identificación imaginaria con el falo, al tiempo que se evidencia
como operando sus caminos. La ley de prohibición del incesto se
aplica al niño en tanto arrancado de la identificación, y a la madre
en tanto privada del mismo. La ley fabrica un nuevo lugar de poder;
el objeto del deseo de la madre, se convierte en un elemento
simbólico que puede tener o no tener el Otro. La madre abandona
la investidura del Otro inicial, para ceder posiciones y reenviar el
poder al padre, señalándolo como operador, en ese campo del
Otro, de la ley y el significante.

4850
El tercer tiempo, aparece como el momento de concluir o de
posible resolución del Edipo. El padre, soporte de la ley, es de
quien depende la posesión del falo. El padre aparece como
portador y dador del falo. Pero eso tiene que sostenerlo. No se trata
tanto de un padre todopoderoso, sino potente. Potente: que
mantiene laposibilidad de la tenencia del falo. Este es el tiempo
resolutivo,porque en él se anudan lasidentificaciones quellevarán
a la formación del Ideal del yo. Es también el momento del
establecimiento de las declaraciones y las diferencias en la posición
del hombre y la mujer.
Ahora sí, las condiciones y los elementos están dados para la
grafía de la metáfora paterna. En 1958, Lacan redacta su texto
sobre la cuestión preeliminar a todo tratamiento posible de las
psicosis. Allí concentra lo trabajado en sus dos seminarios y pone
negro sobre blanco ¡o que fue discurso hablado. La cuestión de la
metáfora encuentra, por fin, su enunciación escrita.
En el punto IV, precisamente comentando el caso Schreber y su
relación con la forclusión, escribe así la fórmula de la metáfora:
c ^
s $’ — ►S
S x

La única diferencia con la grafía del curso dictado en 1958, son


los dos trazos que barran el significante substituido.
Pero esto no es sin importancia. Renglones más abajo inscribe,
por fin, lo que llama la metáfora del Nombre-del-Padre.
r
Nom - d u - Pére Désir de la Mére — t Nom - d u - Pére
Désir de la Mére Signifié au sujet Phallus
■v- J

Esta escritura no es sin. relevancia respecto a la trayectoria de


Lacan, ya que acentúa mecanismos y precisa dimensiones. Pero
también ciñe la cuestión del complejo de Edipo.
En la primera escritura en junio de 1957, se propone:
r

Aquí aparece una grafía (8) que representa la fase de la


castración. En el mismo seminario, aparece también (P) M ~ (-p) ( x
IYÍ) donde, en un plano impregnado de fenomenología, el padre
imaginario, (-p), ejerce su función como padre castrador al
amenazar el pene real del niño, (]!)■
En la segunda grafía, aquélla de la clase del 15 de enero de
1958, desplegada en dos tiempos:

Padre Madre S_ s;
Madre S’ x S’

se efectúa una especie de condensación. La fórmula de la


metáfora se condensa con los significantes Padre y Madre,
aclarándose su función: el primero como Nombre-del-Padre, y la
segunda respecto al deseo. La narración fenomenológica no
aparece más. Pero la diferencia fundamental se centra en la
aclaración respecto al resultado de la operación.

Donde antes se leía: S


S'
r ~\
Después se lee: Nombre-del Padre A
vPhallus

Esta transliteración aclara que, la función del Nombre-del-Padre,


aparece afectando la relación entre el Otro y el falo. La grafía:
Nombre-del-Padre f A ^
PhallusJ
hace explícito que en el Otro falta el significante del deseo y que
esa operación sustentada por la acción metafórica, coloca al falo
como representante simbólico de la falta en el Otro, es decir, como
el significante de los significados.
Esto es fundamental. Lo que aquí se especifica es la escritura
operacional de la castración. Esta última fórmula condensa
algebraicamente el segundo tiempo del complejo de Edipo, sí, allí
donde se introducía el dispositivo de la castración.
Para visualizarlo, basta con constatar los cambios de las
escrituras.
Entre la formulación enunciada en el seminario del 58, y la
anotada en el escrito sobre las psicosis, aparecen diferencias de
explicitación. Pero respecto a las primeras, pronunciadas en aquel
seminario de 1957, algo se hace evidente: la grafía del complejo de
castración no aparece en las dos últimas. Decir no aparece es
inexacto. Lo que acontece es que la acción operativa de la
castración, se condensa en la escritura de los trazos que barran los
elementos y se especifica en relación con el significante que falta.
De este modo, esto es a lo que se quería llegar después de este
largo trayecto, podemos decir que la escritura de la metáfora
paterna, es la formalización más precisa y más exacta de la lógica
de la castración.
Resumamos para terminar. La escritura de la metáfora paterna,
conlleva un interesante movimiento en tres tiempos. En la primera
formulación de 1957, se trata de una propuesta inventada por
Lacan, donde la modalidad algebraica corresponde a una
traducción de sus propuestas sobre el Edipo. La segunda, en 1958,
se afianza no en una argumentación puramente lacaniana, sino que
remite a una formulación de aroma lingüístico. Se trata de la
escritura de la metáfora, lo que sigue remitiendo a lo lingüístico. Sí,
salvo en un punto: las barras. Los trazos que tachan son lo
específicamente psicoanalítico. ¿Por qué? Porque remite al
complejo de castración.
En la escritura definitiva, aquélla expuesta en el escrito del 58, se
retoma el origen lingüístico de la metáfora significante, pero se
especifica y se radicaliza en el campo del psicoanálisis al
bautizársele metáfora del Nombre-del-Padre. Como se ve, la
nominación no es lo único que la especifica y diferencia de sus
anteriores enunciaciones. Lo fundamental es la inclusión operativa
del complejo de castración. Las barras y el resultado de la
operación dan cuenta de ello. De este modo se podría decir,
concretando, que el complejo de castración se vuelve el dispositivo
mismo.
Después de este sinuoso recorrido, ahora sí, podemos sostener
la frase con la que empezó este apartado: “Yo les hablo de la
metáfora paterna. Espero que hayan percibido que les hablo del
complejo de castración. No es sino porque les hablo de la metáfora
paterna que yo les hablo del Edipo”.

Notas

1. J. Lacan, Les formations de r ’inconscient, op. cit., p. 116.


2. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 126; VE: p.
116.
3. Ibid., p. 130; VE: p. 119.
4. S. Freud, Aus den Anfágen der Psychoanalyse; Fragmentos de
correspondencia con Fliess, op. cit., p. 295.
5. Ibid., p. 300.
6. Ibid., p. 302.
7. S. Freud, Die Traumdeutung (1900), GW, t. 1; VE: La
interpretación de los sueños, t. II, p. 271.
8. S. Freud, Über einen besonderen Typus der Objektwahl beim
Manne(1910), GW, t. 8; VE: Sobre un tipo particular de elección
de objeto en el hombre, t. XI, p. 164.
9. S. Freud, Bruchstük einer Hysterie-Analyse (1901-05), t. 5; VE;
Fragmentos de un caso de histeria, AE, t. Vil, p. 50.
10. S. Freud, Bermerkugen über einen Fall von Zwangsneurose
(1909) t. 7; VE; A propósito de un caso de neurosis obsesiva,
AE, t. X, p. 163.

4890
11. S. Freud, Tótem und Tabú (1913), GW, t. 9; VE: Tótem y tabú,
AE, t. XIII, p. 131.
12. S. Freud, Über Triebumsetzungen, insbesondere der Analerotik
(1917), GW, t. 10; VE: Sobre las trasposiciones de la pulsión, en
particular del erotismo anal, AE, t. XVII, p. 118.
13. S. Freud, Die infantile Genitalorganitation (1923), GW, t. 13; VE:
La organización genital infantil, AE, t. XIX, p. 147.
14. S. Freud, Über infantile Sexualteorien (1908), GW, t. 7; VE:
Sobre las teorías sexuales infantiles, AE, t. IX, p. 193.
15. S. Freud, Aus der Geschichte einer infantilen Neurose (1914-
18), GW, t. 12; VE: De la historia de una neurosis infantil, AE, t.
XVII, p. 72.
16. S. Freud, Hemmung, Symptom und Angst (1926), G W t. 14; VE:
Inhibición, síntoma y angustia, AE, t. XX, p. 134.
17. Ibid., p. 135.
18. S. Freud, Dostojewski und die Vatertótund (1927-28), GW, t. 14;
VE: Dostoievski y el parricidio, AE, t. XXI, p. 182.
19. S. Freud, La organización genital infantil, op. cit., p. 274.
20. J. Lacan, Les formations de í’inconscient, op. cit., p. 179.
21. Ibid., p. 197.
22. J. Lacan, La relation d ’objet, op. cit., p. 209.
23. Ibid., p. 227.
24. Ibid., p. 379.
25. Ibid., p. 397.
26. J. Lacan, Les formations de l’inconscient, op. cit., p. 175.
27. Ibid., p.191.
CAPÍTULO XVI.
LOS TRES REGISTROS Y EL PADRE

1. Érase una vez el padre

Hemos llegado al punto de reconocer en la metáfora paterna la


estructura del complejo de Edipo articulado desde el complejo de
castración. Partimos de recorrer los caminos de Freud para llegar a
las escrituras de Lacan. Algo salta a la vista: la diferencia entre
Freud y Lacan, no atañe a las propuestas sobre el Edipo y la
castración, sino al modo de estructurarlas. Más claro: Freud escribe
ese proceso en su prosa elegante, Lacan lo formaliza
matemáticamente. La diferencia apunta a sus referentes
epistémicos. Freud, el fundador está empeñado en mostrar desde
su trabajo clínico, las coordenadas de la estructuración del sujeto y
los caminos de la psicopatología. Por su parte Lacan, aspira a una
lógica fundamentada en escrituras algebraicas. Ambos apuestan
por sus referentes epistemológicos, pero éstos no son los mismos.
Otro punto importante, una vez realizado todo el recorrido
anterior, también marca diferencias. En Freud, la castración se
relaciona con la trama edipica. En Lacan también, pero no puede
pensarse sino en relación con la frustración y la privación. Sin
embargo, existe una diferencia aún más radical. Desde Lacan no
puede pensarse la estructuración edipica y los mecanismos de la
castración sin vincularse con los tres registros, el imaginario, el
simbólico y el real. Si algo ha sido evidente en la lectura de Lacan,
es la intervención del padre ligado a estos registros. Ciertamente,
alendo una de sus aportaciones fundamentales, el anudamiento de
lo simbólico, lo imaginario y lo real, no podía faltar en tan importante
elaboración. Se hace necesario, entonces, abordar esta propuesta
del padre y los tres registros.
Lacan no espera a 1957 para hablar del padre vinculado con los
registros. Dicho anudamiento tenía lugar desde su comentario del
hombre de los lobos en 1952, y del hombre de las ratas en 1953.
Incluso se ha especulado que la invención misma de los tres
registros se debe a su implementación en relación con el padre. No
sólo para Freud la cuestión del padre atraviesa toda su obra. En
Lacan, ésta no deja de estar presente y se ubica, mire usted, en el
origen mismo de su enseñanza y en una de sus aportaciones más
fecundas y originales. Sea como fuere, para Lacan es impensable
la dimensión del padre sin anudarlo a lo simbólico, lo imaginario y lo
real.

El padre simbólico es, sin duda, el que más importancia y peso


tiene en la lectura de Lacan. La dimensión simbólica del padre
aparece por primera vez, en la conferencia que Lacan dictara sobre
el mito individual del neurótico y, de manera escrita, en su texto
Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis„
ambos de 1953. Pero donde es tratado de manera más extensiva y
ocupa un lugar central en su transmisión, es en el comentario que
sobre el caso Schreber hiciera en el marco de su seminario sobre
Las Psicosis en 1954-1955. Allí aparece bajo el designio de!
nombre del padre y aunque no se establece claramente su
operación, no deja de ser central en sus cogitaciones sobre la
paranoia.
El padre simbólico es central en los seminarios dedicados a las
relaciones de objeto y las formaciones del inconsciente. Allí, al lado
del padre imaginario y real, sostiene las propuestas sobre el
complejo de Edipo y de castración. También vuelve fecunda la
lectura que sobre el caso Juanito realizara en el primer seminario
mencionado.
El padre simbólico, es mencionado por primera vez por Lacan el
6 de marzo de 1957 y lo hace de una manera singular. Lacan
afirma: “El padre simbólico es propiamente hablando, impensable".
Y continúa diciendo: “El padre simbólico no está en ninguna parte.
Él no interviene en ninguna parte”1 Esta asombrosa declaración se
explica por la referencia al padre freudiano de Tótem y tabú. Para
Lacan, retomando el texto freudiano, el padre simbólico nace del
mito de un padre único y muerto en los orígenes de la cultura. De
hecho, asesinado. El carácter de unicidad e inmortalidad le confiere
todas las características de un mito. Sí, de un mito fundador. Ese
padre es el que es impensable, pero sin él, sería impensable no
sólo la subjetividad sino el psicoanálisis mismo. El padre simbólico
es el padre muerto, el asesinado. Es decir, no está en ningún lugar
como personaje empírico, se trata de una función. Ha muerto como
persona para subsistir como función. De hecho, Lacan señala que
la raíz de matar, tuer en francés, viene de tutare que significa
también conservar y conducir. Es curioso, porque en castellano la
palabra tutor, tiene el mismo origen.
El padre simbólico, adopta entonces la característica
transindividual de una función. La función que realiza es aquélla de
la metáfora. De hecho Lacan lo define tal cual el 15 de enero de
1958: “El padre es una metáfora”. Hemos visto cómo el padre funge
como metáfora en la realización de la estructura edipica y de
castración. Su nominación como metáfora es llamada Nombre-del-
Padre. Esta nominación transforma cualquier idea de personaje,
precisamente, en otra de un operador simbólico. El padre es el
sostén de la lógica significante, no una persona cualquiera; es la
materialidad de la cinética significante. El Nombre-del-Padre
“desubstancializa” al padre; lo evidencia como operador lógico. El
padre como metáfora, es decir, en tanto Nombre-del-Padre, permite
articular su función simbólica en tanto ley. Lo vimos, es el
encargado de gestar la sustitución del significante del deseo de la
madre por el del padre. Es el encargado de la instauración del
ejercicio metafórico del lenguaje. Dice Lacan sin anestesia: “Eso
que llamo el Nombre-del-Padre es el padre simbólico. Es un término
que subsiste a nivel del significante, que en el Otro, en tanto él es la
sede de la ley, representa al Otro”2. Estas dimensiones fueron
desplegadas a lo largo del capítulo anterior. También se intentó
demostrar que la metáfora paterna es la formalización de la relación
i»ntre el complejo de Edipo y el de castración.
El padre real es el que más dificultades implica. Vale la pena
aclarar que este padre, al igual que el imaginario, sufrirá cambios
importantes a lo largo de la enseñanza de Lacan. Abordaremos
aquí sólo sus primeras nominaciones. El padre real no se confunde
con el de la realidad, aunque tienen cosas en común. Este padre es
el que está, pero no se sabe bien a bien quién es. El padre real
mantiene siempre una cierta opacidad. Es el encargado de poner
en marcha la función del padre simbólico. Es quien da la cara. El
padre real es quien debe encarar la castración y sus avatares; es el
encargado de accionarla. Es la persona, en el sentido etimológica
del término, que intenta ejecutar las regulaciones simbólicas. De
algún modo aparece enmascarado. Tal vez la metáfora más
reveladora sea aquélla de los luchadores enmascarados. Los
enmascarados son, pero se invisten de un uniforme que represent§
otros poderes, aunque no dejan de estar ellos ahí, sosteniendo con
su cara tapada quienes son. Y sí, los hay rudos y técnicos. El padr^
real es el que da cuerpo a la castración.

El padre imaginario es quien da imagen a la función. Es aque|


que se convoca para la agresividad y la competencia, pero tambió®
para la identificación y la idealización. El padre imaginario es
también quien aparece como todopoderoso, el que comanda la
castración; es el padre que podría ser capaz de ejecutarla. En esta
sentido es quien se inviste de la figura de Dios. Dios omnipotente y,
por ello, también organizador del mundo y sus caminos.

No se trata de tres padres, sino del padre en tres registros. El


padre no puede pensarse en psicoanálisis sino a partir de su
participación, acción, pasión o fracaso en estas dimensiones. Este
es tal vez uno de los grandes aportes de Lacan. Si la cuestión del
padre, de la pregunta por lo que es un padre, fue el gran eje del
cuestionamiento freudiano, Lacan intenta responder a ellos desd®
sus tres registros. O tal vez, desde ello es que intenta responder a
los tres registros. Sea como fuere, este aporte abre grande|
posibilidades para pensar la función del padre, para concebir al
padre en su laberinto.
Para visualizar lo aquí declarado, tal vez se hace necesario
realizar un pequeño comentario de cómo Lacan, a partir de esta
triple dimensión del padre, pudo leer uno de los historiales clínicos
más importantes de Freud, a saber, el llamado caso Juanito.

2. Juanito, la fobia y el padre

Lacan comenta el caso Juanito en su seminario Las relaciones de


objeto. Le dedica doce clases de ese seminario, de marzo a julio de
1957. Muchos son los puntos tratados, rico el material allí aportado.
Es por eso que se hace imposible abordar todo lo allí tratado.
Absurdo e inútil, Lacan ya lo hizo, allí están los documentos. Aquí
sólo se abordarán algunas cuestiones referentes a las dimensiones
del padre y su vinculación con los tres registros.
En las puntuaciones que anteriormente se hicieron del caso
Juanito, se privilegió el lugar del síntoma. Ahora se intentará tocar
la cuestión de la estructura y el lugar que en ella ocupa el padre.
Lacan destaca tres situaciones de la historia de Juanito. La
primera, es lo que le sucede, en el ámbito de lo real, con su pene;
la segunda, el nacimiento de su hermanita Ana y la tercera, la
declaración del padre, aunada a sus investigaciones, de que había
seres humanos que no tenían pene.
Algo especial y muy fuerte hace eclosión en la vida de este
pequeño: el movimiento libidinal toma cuerpo; le toma el cuerpo.
Sus investigaciones no tienen que ver sólo con una cuestión
conceptual, en ello le va la vida, pues ella es la que ha cambiado. El
pene se llena de una fuerza y de una demanda nunca antes
experimentada. Pero eso no es el único problema, la intrusión de lo
real trastorna su mundo porque trastoca su relación con los otros.
Hasta hacía poco, su cosita-de-hacer-pipí era un elemento
fundamental en su relación con el mundo y, en especial, con su
madre. Pero algo grave sucede. Cuando Juanito se ve en la
situación de mostrar lo suyo y sostener con eso sus juegos de
seducción, la madre, en vez de caer rendida a sus pies, le responde
con un franco desprecio por su pequeño orgullo. Incluso le llama
cosa cochina. La madre desprecia lo que él tenía para conquistarla.
Su arma aparece como insuficiente y ridicula; su órgano ha sido
ridiculizado. Ante ello, queda totalmente expuesto a las opiniones
de ella, queda expuesto a su mirada y sus palabras; queda librado
al ojo de ella, del Otro. La cosa no es sin consecuencias, porque si
su cosita no vale o no sirve para darle lo que ella necesita, el peligro
es que todo entero tenga que ofrecerse, que todo entero sea lo
único que la sacie. El miedo es, a ser devorado.
El nacimiento de Ana, cuando él apenas tenía tres años y medio,
pone en cuestión todo su mundo. Hasta antes de tan especial
suceso, él era el único y el centro de mamá. Ahora no solamente lo
suyo no es suficiente, sino encima, existe alguien más.

Por curioso que parezca, la fobia, vía el síntoma, no atañe sólo a


su relación más inmediata con la madre. Lo que el síntoma viene a
decir, lo que el texto de la fobia devela, es el miedo de Juanito a
que todo su mundo, lo que hasta entonces era su mundo, se
desfigure; ya que se ha desestabilizado. Recuérdese que las dos
dimensiones del miedo a los caballos implicaban que ellos mordíaH
y caían. Sí, precisamente el texto de estos dos sucesos: el miedo a
ser mordido y a que las cosas se caigan. El mundo de Juanito ha
sido puesto en cuestión y se necesita reordenarlo. Esta es la
primera función del miedo a los caballos.

El miedo que Juanito experimenta por los caballos es una


manera de poner puntos de reordenamiento; puntos de
reestructuración. Sus miedos le dan al menos coordenadas para
buscar su lugar en su universo.
Juanito necesita hacer una estructuración allí donde hay una
especie de caos subjetivo; necesita rearmar su mundo. Para ello
necesita introducir elementos simbólicos; sí, allí donde aparece la
intrusión de lo real, ahí donde hay una selva en lo imaginario. Este
pequeño necesita reformular su realidad. Los caballos, el miedo
que a ellos se asocia, es la primera intentona de lograrlo.
Digámoslo, al menos son visibles y temibles empíricamente.
Los animales, específicamente los caballos, evidentemente
funcionan en un orden simbólico; son elementos significantes, por
lo que Juanito intenta hacer con ellos un texto. Los caballos, pero
también las jirafas y los leones, son significantes que realizan una
función muy especial: suplir algo que, en ese registro, no está
funcionando. El caballo, elemento significante por excelencia, fue
encontrado por el niño en un libro. Un dibujo en un texto, una
representación. Sí, algo del orden del símbolo.
Lacan pone un énfasis especial en las producciones míticas de
Juanito. Muchas de sus ocurrencias, de sus fantasías, cumplen el
papel que en muchos pueblos cumplen los relatos míticos, a saber,
intentan resolver un conflicto radical referido a sus orígenes, a su
estructuración sexual y existencial. El mito es un sistema de
configuraciones simbólicas. Se trata de intentos de simbolizar
conflictos que parecen imposibles de resolver. Los elementos
simbólicos que los componen sufren transfiguraciones y múltiples
determinaciones. Además, se relacionan con otro grupo de factores
en transposiciones progresivas. Es por ello que el caballo no puede
ser leído ni como un elemento con una significación unívoca, ni
aislado en relación con otros del sistema simbólico. El caballo es un
significante que remite a diversas significaciones y no puede ser
ubicado sino en relación con otros significantes, como por ejemplo,
la jirafa.
Ahora bien, esos elementos simbólicos suplen una función que
no se está efectuando. Ante la amenaza del fantasma de
devoración, ante la urgencia de lo real afectando su sexualidad y
ante el miedo al derrumbe de su mundo, el padre es convocado a
intervenir. Ante la amenaza materna, fraterna y existencial, el padre
debe actuar. Eso es lo que se esperaría.
El problema comienza aquí. El padre real, ese padre bueno con
educación y preocupado por su hijo, no está a la altura que su
papel le exige. Es un papi demasiado complaciente. El padre no

4970
puede imponer su ley y gestar la castración. El padre real es
inoperante ante su función simbólica al no poder sostener su
dimensión imaginaria. El padre real fracasa en su accionar.
Tampoco introduce la ley que impida la absorción; la devoración.
Mucho menos aparece como el que profiere las amenazas de
castración. Aquí se hace necesario decir algunas cosas sobre la
castración.
Lacan asegura algo asombroso: “Por una parte es preciso que el
verdadero pene, el pene real, el pene válido, el pene del padre,
funcione. Por otra parte, el pene del niño que se sitúa en
comparación con el primero, ha de adquirir su misma función, su
dignidad. Y para conseguirlo, es preciso pasar por esa anulación
llamada complejo de castración”3
Cuando Lacan hace esta afirmación, camina en la froniera entre
lo fenoménico y lo analítico. Lo que no le quita validez, más bien
exige reflexión. Lo importante no atañe a la situación empírica, sino
a los registros implicados en la constitución de la realidad. La
castración aparece siempre bajo el signo de lo negativo. Pero no es
su única dimensión, existen otras. Es innecesario decir que se trata
de una situación habitada por lo simbólico. Una amenaza simbólica
hacia un objeto imaginario. Ahora, esta amenaza pone a prueba al
sujeto. Que el pene sea amenazado le permite legitimar su función.
Le permite legitimar su posición de sujeto ante el mundo, ya que
pasó por ello sin perderse en las cascadas de la pulsión ni en el
deseo del Otro. La amenaza de castración se ejerce para poder
soportar el pene real. Esta amenaza permite vectorizar el impulso y
asumir los límites. De algún modo saca de la decisión del niño el
qué hacer con esas pasiones imperiosas. Coloca en manos de otro
lo que es inmanejable. Al mismo tiempo permite simbolizar que algo
puede tenerse y perderse. La dimensión significante se afianza en
ello. Pero también comporta que eso puede nunca dejarse e incluso
recuperarse. La castración no sólo implica que el padre la puede
quitar sino que la puede dar, devolver u otorgar. Esa es la
dimensión que ejerce el padre imaginario, todopoderoso.
Pero hay algo más. Juanito se enfrenta ante la miseria e
insufuciencia de su pequeño pene, pero también ante la
devaluación y ridiculización por parte de la madre. Ante esto, que el
padre lo amenace con la castración, de algún modo le devuelve un
cierto valor. No tanto a su pene sino a su deseo, a la insignia que
eleva su deseo. La castración le dice que eso vale y por ello se
amenaza; que hay ahí un elemento de preocupación del padre.
Sólo un pene válido es peligroso. Sólo un pene habitado de deseo
es turbulento y, por lo tanto, debe ser amenazado. Pero al mismo
tiempo que valida, la amenaza estructura al trazar un límite. La ley
de prohibición se ejerce prohibiendo el uso de ese pene en esa
casa. La amenaza estructura legitimando. El niño se ve descargado
del terror del deseo y, al mismo tiempo, legislado por una ley más
allá de sus impulsos y los deseos de la madre.
Antes de pasar a la cuestión más radical de la operación de la
ley, vayamos a los otros dos puntos. Se dijo que dos situaciones
más marcan la vida de Juan: el nacimiento de su hermanita y la
noticia de que hay seres que están privados de pene; que no
poseen el falo imaginario. Ana, la pequeña hermanita, juega aquí
un papel destacado. Se decía que la madre busca satisfacer su
deseo en un falo imaginario, que el niño busca entonces
identificarse con él, al reconocer que eso es lo que ella desea. El
hecho de que la madre haya tenido otra hija muestra precisamente
eso: la madre deseaba otra cosa, no sólo a Juanito. La madre
deseaba un falo imaginario, por eso buscó en otro lado algo para
ella. La madre puede desear otra cosa. El falo imaginario y Ana
vienen como demostración de ello. Ana demuestra los extraños
caminos del deseo de mamá; es la pantalla de falo imaginario. No
sólo eso, sino que evidencia que hay quienes no tienen pene, o
peor aún, que lo perdieron. Si Ana no tiene, es que pudieron
habérselo quitado, por lo tanto a él, tal vez también se lo puedan
quitar. Si la inexistencia del pene de la madre fue negada por una
lógica de la denegación -no lo veo, pero aún así ahí debe estar- que
dos personas no lo tengan hace viable su pérdida. Ahora, perder el
pene no es sólo no tenerlo, es que alguien atentó contra él. Ya lo
dijo la madre, se le advirtió que si se lo seguía tocando se lo iban a
cortar. Debe existir, entonces, un ser todopoderoso capaz de hacer
semejante salvajada.
La cuestión de lacastración está entonces, en el centro de las
preocupaciones del pequeño. Pero es necesario pasar de la
fenomenología de la castración, a su matemática operativa. Dijimos
que la castración saca del universo de sus decisiones y sus
pasiones, la andanada de deseos incestuosos y pulsiones
arremolinadas alrededor de su órgano y su espíritu. Pero eso no es
lo único insoportable de vivir; el deseo de la madre tampoco es
soportable. Precisamente, la ley debe intervenir ahí para proteger al
niño de sus impulsos, pero también del deseo del Otro. La función
del padre como agente de la interdicción cobra aquí su relevancia.
El padre simbólico debe intervenir para introducir el orden del
símbolo a partir del ejercicio de la ley, quitando de las manos del
chiquillo la situación para arreglarla en otra parte. El problema
vuelve a aparecer pues precisamente, el gentil padre de Juanito no
ejerce esa función prohibitiva. Se hace necesaria ante esta orgía
imaginaria, no sólo la intervención directa del padre real, sino
también la instauración de la castración simbólica. El padre de
Juanito es incapaz de hacerla funcional, no puede. Es por ello que
debe venir otra cosa a suplir su falla, a operar en el vacío por él
dejado. Sí, esa es la función simbólica del caballo.
El caballo en un primer momento no ejerce esa suplencia, existe
toda una serie de permutaciones y transposiciones antes que llegue
a fungir como un significante que espante. No sólo no es un
significante al que se le ubica un sentido unívoco, pues es la madre,
el niño y la cosita-de-hacer-pipí, sino que es un significante que se
va desplazando a lo largo de la historia. De hecho, al principio,
aparece como un elemento vaciado de significado, es un
significante vacío al que se adhieren múltiples sentidos. El caballo,
al principio, aparece como un significante oscuro que permite*
solamente, afianzar un punto de fijación del movimiento pulsional.
Su primera función es marcar un umbral para la angustia, un punto
en el cual concentrarla. Para que la angustia flotante se transforme
en miedo localizado, es necesario un punto de anclaje, de
concentración; un soporte. Después, funge como un factor al cual
se le adjudican determinadas características esenciales, por
ejemplo, en tanto se le pueden enganchar carros y carruajes, puede
jalar cosas, pero también liga el carro con el movimiento; es una
mediación entre el jaleo y una cierta fuerza de estabilidad. El
caballo al principio es una x funcional. De hecho, es el mismo Freud
quien le da esa característica, llamando “el complejo de los
caballos” a todas estas refracciones. En relación con la fobia dice:
“De ese modo llegamos a saber cuán difusa es en verdad. Recae
sobre caballos y carruajes, sobre unos caballos que se caen o
muerden, sobre caballos de un tipo particular, sobre carruajes con
carga pesada. Revelamos desde ahora que todas esas
peculiaridades se deben a que la angustia no valía originalmente
para los caballos, sino que fue transportada a éstos en un segundo
momento y se fijó en aquellos lugares (elementos) del complejo del
caballo que resultaron apropiados para ciertas transferencias”4
Tal es el caso de la asociación que hace Juanito de una herida
con el caballo, ubicando ahí el momento del establecimiento de la
fobia. Recuérdese el diálogo del niño con el padre:
¿Jugaban a menudo al caballito?
- Muy a menudo. Fritz también una vez fue caballito y Franz era
cochero y Fritz corría muy fuerte y una vez se tropezó con una
piedra y le salió sangre
- ¿A menudo eras tú el caballito?
- Oh sí
- Y ahí fue donde cogiste la tontería
- Porque ellos siempre decían ‘por causa del caballo’, quizá
porque eso dijeron tanto yo cogí la tontería.’'5
Sí, Wagen es por causa de y Wágen, es carruaje.
Caída del caballo, herida, carruaje, por causa de. Todo un
enjambre de sistema de significaciones.
Precisamente por ello es traído aquí, porque Lacan pone especial
acento en la relación estructural del significante caballo con todo un
■sistema de permutaciones, sí, de relaciones estructurales, o dicho
de otro modo, de modalidades del mito. Estas permutaciones y
relaciones de un sistema a otro, le permiten a Juanito la posibilidad
de, a través de los relatos, introducir vía la imaginación, elementos
simbólicos que atemperarán la irrupción de lo real y la falla del
padre. Demos por ejemplo, el relato fantaseado de la bañera. El 11
de abril, Juanito cuenta: “Escucha lo que me ha pasado, yo estoy
en la bañera, entonces viene el mecánico y la desatornilla (para
repararla). Entonces toma un gran taladro y me lo mete en la
panza
A partir de pensar que algo puede ser desatornillado, también se
puede pensar que alli puede atornillarse otra cosa. Juanito está
haciendo la conversión de aquello que implica el movimiento, a un
esquema de sustitución. Sí, del movimiento de vaivén de la madre,
por la posibilidad de sustitución efectuada por el padre.
Sin embargo, es necesaria la intervención de un significante que
opere la falta del significante del padre. Ese significante, bien se
sabe, es el caballo. Es decir, es necesaria la instauración de la
función del padre simbólico para asegurar al niño frente a los
caudales del deseo, del suyo; del de la madre. Lacan lo dice
claramente: “la fobia ... le permite al sujeto manejar ese significante,
obteniendo de él posibilidades de desarrollo más ricas que las que
contiene ... el significante no contiene en sí mismo por adelantado
todas las significaciones que le haremos decir, las contiene más
bien por el lugar que ocupa, el lugar donde debería estar el padre
simbólico. Al estar ese significante ahí en la medida que
corresponde metafóricamente al padre, permite que se efectúen
todas las transferencias ...”7 Sí, el objeto fóbico, no es un objeto, es
un significante. Ante la ausencia de un padre que angustia, vien&
un significante que asusta.
Lacan, a diferencia de Freud, no se contenta con narrar la
situación y analizar sus consecuencias, él propone una escritura
lógica.
Juanito se encuentra atrapado en una compleja relación sin
salida, donde la madre M, se suma a falo (p y a Ana A, a saber, (M +
(p + A). No puede resolverla porque no existe el padre simbólico que
haga intervenir un corte. Juan ha llegado a ese callejón sin salida
por la inclusión en lo real m sumado a su propio pene n. Esto se
escribiría (M + (p + A ) M ~ m + 7t
El problema se resolvería si pudiese intervenir un elemento capaz
de gestar una mediación simbólica, sí, el caballo. La fobia se
escribiría por tanto: f I ‘'I M ~ m + n
M + (p + a

I es el significante caballo en tanto gesta metáfora, colocando en


el piso de abajo, en lo metaforizado, todo lo que cae, a saber, el
significante de la madre, el falo y Ana.
La escritura propuesta por Lacan, se hace evidente, constituye
una manera de condensar en un sistema de relaciones
matemáticas, todo lo hasta aquí narrado en un montón de cuartillas.
Tal es la apuesta de la transmisión y la elaboración de los
maternas.

Algunas puntuaciones finales


1. Si la fobia cede, mucho tiene que ver la intervención de Freud.
Si el padre real no funciona, por suerte tiene alguien detrás que
sanciona como padre simbólico. Pero parece que también como
padre imaginario. La escena en la que Freud le enchufa a Juanito el
mito edípico es del todo ilustrativa. Freud sabía lo que iba a pasar
antes de que el niño naciera. Él sabía cuál era la posición de
Juanito y también la de su padre. Ante ello, Lacan propone dos
veces que Freud representa al padre imaginario: “la posición del
padre simbólico, permanece velada. Colocarse como lo hace Freud,
como amo absoluto, releva no tanto al padre simbólico, sino al
padre imaginario”. También el 26 de junio, avanza algo parecido:
“Tenemos pues al padre real, actual, que dialoga con el niño. Este
es ya un padre que tiene la palabra. Pero más allá de él, está ese
padre a quien se le revela esta palabra y es como el testimonio de
su verdad, el padre omnipotente, representado por Freud”. Sin
embargo el 15 de mayo de 1957 lo ubica claramente como el padre

5030
simbólico. “El padre conduce a Juanito delante de Freud quien
representa el super padre, el padre simbólico".
Algunos comentarios al respecto. Si uno afina la vista, Freud, el
que sabe y el que se ubica en el lugar del oráculo, se ubica en el
lugar del padre simbólico. Es quien introduce los significantes, e
incluso es quien introduce la interpretación de la relación del caballo
con el padre. También es quien da las instrucciones sobre lo que
hay que decirle a Juanito, que si eso es una tontería, que si las
mujeres no tienen pene, que no debe temer al padre, etcétera. Es
quien está detrás del padre y más allá en la función de la palabra.
De hecho, no sin humor, Juanito se mofa al ubicar a Freud teniendo
comunicación con el buen Dios. Sí, en efecto, ese sí es el padre
imaginario, incluso más allá de Freud. Si Her Doctor sabe algo, es
porque el Dios bueno se lo dijo. Pero si tuviera que ubicar a ese
padre imaginario, precisamente en un más allá, sería de la madre.
Ese padre que vendría a efectuar la castración, lo dice la madre, es
el doctor A. El padre imaginario en todo caso, es ese doctor de la
amenaza que muestra que, por suerte, la madre no se ubica ni
como el padre real, ni como el padre omnipotente; ella reconoce no
a su marido como aquél capaz de venir a infringir el castigo, sino a
ese hombre que tiene las facultades, en el campo del todo poder,
de venir a cortarle la cosita-de-hacer-pipí. La madre remite a un
más allá de ella, a una ley que la rebasa. Por ello Juanito es
neurótico.
2. Más allá de la discusión de si Freud es el padre simbólico o
imaginario, tal vez la contradicción de Lacan no sea
verdaderamente una contradicción. Tal vez, como se ha mostrado a
lo largo de todo este apartado, los tres padres, de diferentes formas
y desde distintos lugares, intervienen en la lógica de la castración.
3. Algo no deja de evidenciarse. Cuando Lacan propone su
cuadro de la falta de objeto, aparecen tres agentes. El padre real
como agente de la castración simbólica, la madre simbólica como
quien ejerce la frustración imaginaria y el padre imaginario
ejerciendo la privación real. Tres registros ubicados en relación con
tres faltas de objeto, con tres modalidades de objeto y con tres
accionistas de dichas configuraciones. Pero el padre simbólico no
parece. Tal vez el Nombre-del-Padre ya aparezca desde entonces
como un cuarto elemento difícil de ubicar, pero también se puede
pensar que, precisamente a diferencia de los otros actores, el padre
simbólico no es un agente, no es una gente. Este padre en tanto
función no puede confundirse con alguien en un sentido
“sustancialista”. El padre simbólico en tanto operador de la
metáfora, no aparece como un personaje, sino como una operación
matemática.
4. Por último, tal vez no sea inútil acotar, que la tan comentada
intervención de Freud, tuvo un efecto importante en el desarrollo de
la fobia de Juanito. Aquí se lo ha especificado. Pero si tuvo efecto,
no fue sólo por su incidencia en Juanito, sino también en el padre
del niño. Freud interviene desde el lugar del padre simbólico,
también para el padre real del niño. Ese padre cuya presencia
legitima la ausencia de quien hace valer la ley, se ve avivado por la
intervención de Freud a ubicarse en el lugar que hasta entonces
había dejado vacío. La intervención de Freud mueve a Juan, pero
también al padre. Lo obliga a escuchar el mito; le exige que ocupe
su lugar. El padre se ve empujado a ocupar el lugar que ocupaba la
fobia, es decir, a metaforizar el síntoma. Puesto el padre, ya no se
requiere un caballo.

Notas

1. J. Lacan, La relation d’objet, op. cit. p. 210; VE: La relación de


objeto, Ed. Paidós, Bs. As. 1994. p. 212.
2. J. Lacan, Les formations de l'inconscient, op. cit. p. 146.
3. J. Lacan, La relation d’objet, op. cit. p. 364; VE: p. 366.
4. S. Freud, Análisis de la fobia de un niño de cinco años, op. cit.
p. 44.
5. Ibid., p. 52.
6. Ibid., p. 55.
7. J. Lacan, La relation d’objet, op. cit., p. 401; VE: p. 403.
CAPÍTULO XVII.
EL PADRE IMAGINARIO: DE LA HISTERIA A LA HISTORIA

1. Geografía textual

Esta cuarta parte empieza con una indicación de Lacan: “En el


discurso psicoanalítico, se da el caso que vemos que ciertos
términos sirven de filum en la explicación, el padre por ejemplo”.
Esta propuesta ha servido de brújula en el presente trabajo.
Comenzamos con una narración del padre y su lugar en el tiempo.
De ella se desprende cómo, a partir de un cierto tiempo histórico,
asistimos a la aparición de un padre fallido, carente y, en muchos
casos hasta humillado. Después, se acudió a los orígenes
freudianos, a los tiempos de los estudios sobre la histeria. Se
dibujó la silueta del padre allí especificado. La exégesis de la
muerte del padre y su lugar dentro del campo del deseo fue la
resultante de aquella semblanza. El camino siguió por los
historiales de Freud: Dora, Juanito y el hombre de las ratas. De
nuevo el padre con sus fallas y sus pasiones. El punto de enlace y
cruzamiento se da al trabajar el complejo de Edipo y castración. La
castración aparece como dispositivo estructural, y la metáfora
paterna como la operación del deseo del sujeto y su relación con el
Otro. Después, la relación del padre con los tres registros, y la
audacia clínica y conceptual que implica introducir la función del
padre simbólico, la existencia del imaginario y la intervención del
padre real.
Dos cosas aparecen como anudando lo aquí planteado: la
dimensión estructurante del complejo de castración y la cuestión de
la falla del padre. Ahora, la falla paterna no reenvía solamente a
una historia de crisis económica o a un análisis sociológico de las
diversas modalidades sociales de la crisis de la paternidad.

6070
Tampoco se trata de las deficiencias de un padre al interior de su
entorno familiar. Las fisuras paternas no se formaron por un mala
relación con la pareja o sus descendientes; no es del registro de lo
biográfico o psicológico. Para el psicoanálisis la falta, la carencia
paterna, apunta a una falla del padre al interior del espacio
estructural del complejo; a una falla en el campo de su función.
Pero las cosas no se reducen al espacio de la realidad social, se
trata de los tres registros y del padre interviniendo desde ahí. En
Dora, el padre no es fallido por sus enfermedades o su dudosa
decencia, lo es en tanto promotor de aquello que debía prohibir. El
hombre de las ratas no tiene un padre poco honorable por sus
manejos truculentos en el campo del amor y los juegos de dinero,
sino porque no puede transmitir a su hijo la posibilidad de acceder
a la paternidad. En el caso Juanito, el padre no falla por su
ignorancia o cándida ingenuidad, sino por la deficiente actuación en
la instauración de la prohibición y la castración simbólica.

Todo esto puede ser muy interesante, pero conviene hacer un


alto en el camino. Esta cuarta parte ha tomado al padre como un
hilo para andar el camino del saber. Sin embargo, la apuesta de
este texto apuntaba a cuestiones que parecen muy alejadas de las
errancias del padre. Historia, ética y política, se especificaba^
como los campos a problematizar y, en estos últimos capítulos,
nada de ello ha aparecido claramente.
No puede negarse que las dimensiones históricas no nan dejado
de guiar las elaboraciones sobre el padre. La historia se ha
presentado en acto. También se ha utilizado un método que vincula
las cuestiones genealógicas con los análisis estructurales. Desde el
punto de vista epistémico, es evidente que se ha seguido el camino
de la deconstrucción histórica de un concepto fundamental para el
psicoanálisis, como aquél del padre o el mismo complejo de Edipo,
Pero todo ello, sin desmerecer su importancia, no arroja luces
sobre lo inédito que puede ofrecer el pensamiento de Lacan al
campo de la historia, a los caminos de lo político o a las
problemáticas de la ética. Es por ello que se hace necesario
retomar, después de lo andado, los temas que constituyen lo
picante de este libro.

2. El discurso de la histérica

Lacan enuncia el 18 de febrero de 1970 la frase sobre el padre


como hilo conductor. En esa clase del seminario El reverso del
psicoanálisis, el tema a tratar, por curioso que parezca, es la
relación del amo y el discurso de la histérica. Lo curioso no reside
en esa relación, al fin y al cabo, son dos de los cuatro discursos
radicales que propone. Lo interesante es que Lacan intenta
vincularlos con el campo de lo político.
Para visualizar la problematización aquí presentada, es menester
recorrer algunos puntos referentes a la histeria y sus historias. Este
recorrido será un modo de presentar su escritura en tanto discurso.

Hace algunos siglos, las histéricas eran acusadas de practicar


las artes negras, y sus ataques convulsivos se tenían por
posesiones diabólicas. El destino de estas mujeres denunciadas
como brujas no era la escoba voladora, sino la hoguera.
La ciencia moderna, y con ella la psiquiatría, cambia las
modalidades de los tratamientos, pero no avanza mucho respecto a
sus conocimientos. Cambian los métodos, pero persiste la
ignorancia. De hecho, durante un gran lapso se catalogaban en los
cuadros de histeria, diversas afecciones como perturbaciones
psicóticas, parkinson, epilepsia e inclusive estados catatónicos.
Baste decir que, desde el comienzo del pensamiento occidental
con Hipócrates hasta mediados del siglo XVIII, más de la mitad de
las enfermedades crónicas se metían en el saco de las histerias.
Henri Ey, uno de los psiquiatras más agudos y más abiertos a
otras formas de comprensión de la histeria, empero la define, en
pleno siglo XX, así: “Sus principales signos son conocidos desde la
antigüedad y se extiende a toda una tradición de enfermedades
sin6 materia, (...) pero es tan sólo después de Freud cuando
podemos aprehender los contenidos de esta patología del
simulacro"1
Mire usted, sine materia significa, a pesar de los más destacados
neurólogos, una afección sin localización cerebral precisa y, por lo
tanto, impermeable a una definición anatomoclínica.
De hecho esto no es nada nuevo. No es sino hasta finales del
siglo XVIII que, en el terreno de la clínica médica, se definen las
neurosis. En 1785, se declara por fin, Neurosis: afección causada
por una lesión que no presenta inflamación localizada. Y habrá que
esperar casi un siglo para la definición médica de histeria. Grasset,
en 1889, la describe como una neurosis cuya lesión característica
se desconoce.
Es evidente que para la Edad media como para la psiquiatría, la
histeria se convierte en el síntoma de su ignorancia. Freud es el
primer médico en escuchar el enigma de la histeria. Fue su vía
privilegiada para la fundación de un nuevo saber. En la histeria el
cuerpo adquiere extrañas opacidades y expresiones
desconcertantes. Freud escuchó a las histéricas. No, más bien, a
sus cuerpos. A los gritos silenciosos de sus cuerpos. La histérica
habla con el cuerpo; a través del cuerpo. El cuerpo habla lo que el
decir calla. El síntoma corporal de la histérica habla de un dolor
histórico encarnado en un organismo que deviene extraño. Lo que
habla el cuerpo de la histérica son signos opacos del
atravesamiento de la sexualidad. El cuerpo habla aquello que la
histérica como sujeto no sabía. Sí, de sexualidad. El síntoma sabe
lo que ella no sabe que sabe. El síntoma recuerda lo que el sujetq
olvidó. Esas son dos definiciones del inconsciente. También es la
evidencia de su tachadura como sujeto, es decir, $. La histérica
aparece dividida ante un no saber de la sexualidad que la habita.
Freud irrumpe el campo psiquiátrico con un saber que atenta
contra los fundamentos neurológicos. La histeria encontraba su
causación, no en males orgánicos ilocalizables, sino en sucesos
históricos. Los traumas se vuelven causa y búsqueda. Pero no sólo
eso; como lo hemos señalado aquí, no hay histeria que no se
anude a los derroteros del padre. Detrás de un buena histérica hay
un mal padre. No se entienda la maldad paterna del lado de la
carencia afectiva o la incompetencia económica, sino de sus
errares subjetivos. Sin embargo, algo llama la atención. Tanto en la
historia de Emmy von M, como de Ana O, o de la misma Dora, el
padre, a pesar de sus dolencias e Infortunios físicos, aparecía
como apreciadísímo. No importaba su impotencia o su decadencia;
ellos, esos padres, aparecían idealizados. A esta idealización de la
histérica del padre, Lacan lo escribiría: $ —►SI.
El padre idealizado, el padre imaginario, se presenta como
detentando un saber. Un saber que despliega o esconde. Y sí, ella
se encarga de adjudicarle tal tesoro; sí, ella lo inviste. La pasión
histérica, construye un hombre que sepa; fabrica un otro capaz de
saber. ¿De saber qué? De saber del amor. Aún más: de saber
sobre la sexualidad; sobre la suya. Esto podría escribirse:
$ _ K S1
S2

La histérica, pasados los años, erige sobre la sombra del padre


un hombre capaz de saber sobre el deseo de una mujer. Más
radical: capaz de saber cómo y lo que desea una mujer. Sí, lo eleva
a esa aptitud sabiendo de su imposibilidad. Ella sabe de su
dificultad, pero sueña con su posibilidad.
Miremos a Dora. Lacan en 1970, avanza una lectura poco
ortodoxa. A Dora no le interesa el señor K, ni siquiera la señora K.
A ella lo que le apasiona es la relación; los vasos comunicantes del
deseo. Eso ya se ha dicho. Ahora la pregunta es ¿qué le ve Dora al
señor K? Más preciso ¿qué le ve que también (¿tan bien?) se
siente? Sí, su órgano. En la primera escena, la del apretujón junto
a la puerta, queda de manifiesto el deseo endurecido; el bulto
delator. Para Dora, el señor K, el interés por ese señor, reside en el
valor que ella le otorga a ese órgano. Pero lo curioso es que no lo
quiere para jugar al table dance, sino para ser privada de él. No lo
quiere para gozarlo, sino para ser privada de ese goce. La señora
K es esa mujer que puede, que sabe cómo sostener erecto ... el
deseo. El deseo ¿de quién? Del padre idealizado. Al mismo tiempo,
es también la que la excluye de gozar. La señora K mantiene al
padre idealizado en tanto este aparece, a pesar de sus
enfermedades y sus oscuridades, como potente. La fantasía es
que al padre sí le funciona con la señora K. Pero, Dora ¿cómo lo
sabe? Porque al señor K, esposo de la susodicha, sí le funciona.
La señora K hace que la cosa se ponga dura. Pero sólo para ella.
Por lo tanto, Dora, frente al padre, queda a salvo. Aunque no
salvada.
La segunda escena, aquélla junto al lago, lo sabemos, es
fundamental para la trama. En el momento en que, inspirado y
romántico, el señor K declara que su mujer no es nada para él, la
joven reacciona con una sorprendente bofetada. El hombre
perplejo, no entiende nada. Sí, como el padre. Él tampoedf
comprende y no sabe qué hacer para conseguir el intercambio1
deseado y que, al parecer, a todos convendría.
La primera conclusión que se puede sacar de esta historia, no
sólo en el campo de lo anecdótico, sino en el de lo estructural, es
que el discurso histérico, muestra que ese padre, ese padre ideal e
imaginario, no sabe.
Pero no sólo el padre sale raspado. El señor K muestra el brillo
de su estupidez. En el momento de la declaración, su ignorancia se
vuelve contra él. Él le ofrece todo, precisamente eso es lo que ella
no soporta. Dice Lacan: “... ella lo que quiere es el saber como
medio dei goce, pero paraque sirva a la verdad del amo que ella
encarna comoDora”2, Lapregunta no sedeja esperar ¿cuál es esa
verdad? La verdad que ella encarna es que al amo, al amo le falta
eso que ella quiere. Él no le puede dar lo que no tiene. Eso se
escribe así:
JL si
a *S 2

Una vez explicitada la escritura del discurso de la histérica se


puede leer de una manera estructural.
$ — ► si
a S2
En el momento en que el saber ocupa el lugar del goce, este
discurso abre los abismos del sujeto a la pregunta sobre el saber
de la sexualidad. Peor aún, sobre la densidad de la relación sexual.
La histérica es quien pregunta por la realidad sexual; por sus
barrancos y sus brillos; por sus imposibilidades. La pregunta no va
dirigida tanto a sus andares, como a quien quiere amarla. La
histérica pregunta sobre la relación sexual sabiendo de lo
desesperado del cuestionamiento. La ilusión es que exista alguien
que sepa la verdad de su goce. Pero el problema no es lanzar la
pregunta por desesperada que parezca, el problema es que hay
quienes creen que sí existe quien pueda saberlo.
En relación con los hombres, la histérica fabrica la ilusión de que
existe uno que sepa de ella. Más que de ella, de su deseo. Más
radical. La ilusión consiste en construir un hombre habitado de un
saber, no tanto sobre ella, ni siquiera sobre el sexo o el amor, sino
de un saber que logre atrapar el objeto precioso que es ella en el
contexto del discurso. Precisamente, ahí reside la barrera
insalvable. Ese hombre, por mucho que un legión se esfuerce en
creer que es posible, no atrapa nunca el saber sobre el goce. La
histérica invita a ese hombre a investirse de un saber que pudiera
estar al corriente de la verdad de su deseo, para sustraerse como
objeto que, en el acto se escabullirse, demuestra la ignorancia del
otro. Algo está claro: el amo no funciona frente a la histérica: no
sabe de su deseo; no puede atrapar su goce.
La relación de la histérica con las pasiones es bien conocida.
Pero en el momento en que se ubica como aparato discursivo,
otros valores se especifican. El discurso de la histérica no sólo
contempla la relación del sujeto con el deseo, sino que abre la
pregunta por la relación del discurso del amo con el goce.
Concretamente, la histérica desenmascara al amo, al sustraerse
como su objeto de deseo.
Pero la oleada va más allá. La histérica, en tanto discurso,
muestra una sustracción más radical: es eso que le hace falta al
padre que se presenta como ideal. Peor, el dispositivo discursivo
de la histérica muestra que el padre, colocado ahí, asume la ilusión
del amo. Más claro: el padre ideal en el discurso se inviste de amo;
es su prestanombres. El padre ideal colocado en ese lugar es
desenmascarado en su posición de amo. El punto es, que quien lo
instituye ahí es precisamente el sujeto. Como se señaló, los casos
presentados en los famosos estudios sobre la histeria, muestran un
padre enfermo o adolorido, y no por ello menos padre. La histérica
ubica al padre, aún al impotente, en un lugar de padre idealizado.
Lo importante es, que si bien ahí lo instituye, también le muestra
que su barranco es profundo. Peor: insalvable.
Es hora de decirlo con todas sus letras: el discurso histérico no
muestra tanto la verdad del deseo, como la verdad del amo. La
verdad del amo es que está castrado. En el discurso que nos
atañe, el objeto del deseo se ubica como la verdad que se vincula
con el goce, esa verdad; esa verdad es que ella como objeto del
deseo se escabulle tachando todo intento de sometimiento o de
saber sobre su sexualidad. Lo que el discurso histérico
desenmascara es que el padre imaginario, aquel que se aparecía
como todopoderoso, como omnipotente, está tachado. El punto
fundamental es ese, a partir de la escritura de los discursos, el
padre está castrado desde el principio. Esa es la verdad del amo
que la histérica abre a cielo abierto.

3. Del padre al héroe: Moisés y sus laberintos

La relación del padre con el amo, no es directa. El padre imaginario


es quien personifica al amo en el discurso. Ahora, esta dimensión
parece ceñirse, en el discurso de la histérica, a la función del padre
ideal.
La primera dimensión política a destacar, es la castración del
amo. Tal como se desarrolló en diversos capítulos de la tercera
parte, la tachadura del amo es una crítica estructural contra
cualquier intento de poder absoluto. La castración del amo es otra
manera de presentar una crítica radical contra cualquier
absolutismo. Se trata, para el psicoanálisis, de un hecho de
estructura. El amo está castrado, por ende no hay rey, sistema,
padre, concepción, teoría, orden ni universo, que no sea fallido.
Para el análisis no hay absolutos. Pero esto que aparece como
declaración política, es un hecho de estructura en la configuración
de la realidad del sujeto. La estructura misma de los discursos
muestra la evidencia de lo político desde el campo del
psicoanálisis.

El seminario de los cuatro discursos, tal como se ha señalado,


problematiza el asunto del padre porque cuestiona de raíz el sostén
del amo. Pero también existe una referencia directa a un texto
histórico, rico en reflexiones y fecundo en críticas y discusiones. Se
trata de Moisés y la religión monoteísta. Lacan retoma el polémico
libro de Freud por muchas razones, pero nos parece que la más
importante es la necesidad de mostrar, en el campo de lo histórico,
la verdad del padre; la verdad de su ruptura, su tachadura y, habrá
que decirlo, su castración. No se trata sólo del padre, de ese que
aparece en los historiales y en las historias subjetivas. Se trata de
algo que apunta a los orígenes, a los de la cultura, a los del
psicoanálisis.
El pasaje del padre a la saga de Moisés, se da precisamente por
intermedio del padre imaginario; del padre Ideal. El padre
imaginario es aquel que aparece como todopoderoso, por lo tanto,
digno de admiración. La figura de un padre que funja como amo,
promueve la figura de un personaje vigoroso que aparezca como
garante de la ley. Pero también de un padre fundador; de un padre
que garantice el origen. Ese padre imaginario es el que aparece en
el mito del origen de los pueblos. Este padre es el que promueve el
discurso del amo.
Se tomará el texto de Freud sobre Moisés, como un crisol que
permita pensar varias dimensiones. Será un pre-texto sobre el que
se bordarán, con los hilos allí existentes, diversas textualidades.
a) La muerte y (a ley

Después de bastantes letras, volvemos al campo de la historia.


Haciendo un resumen de lo trabajado en la primera y segunda
parte de este texto se podría decir que, desde Lacan, la historia
puede ser pensada relacionando el lenguaje, el deseo, la muerte y
la verdad. Este cuarteto forma una especie de cuadrilátero
epistemológico. Su exégesis no implica que los haya enunciado de
este modo, es sólo, a partir de una lectura de su obra, que
podemos ahora señalarlos.
Cuando, hacia los años cincuenta el pensamiento de Lacan se
apoyaba tanto en Hegel como en Heidegger, la palabra fungía
como materialidad de la historia y, la muerte, vinculaba el tiempq
del deseo con el estallido de la verdad en el poema y el conceptci
Cuando trabaja la dimensión de la ética, se hace evidente cómo la
ley se relaciona con el deseo y cómo éste danza en los límites de la
muerte.
Ahora, algo se hace patente, en este segundo tiempo articulada
en relación con la ética y la ley, la historia aparece sostenida sobra
la relación entre la muerte, el deseo y el lenguaje, pero no qued^
muy clara su vinculación con la verdad. Sin embargo, ello no implic®
que no se encuentre presente en el seminario dedicado a las
vicisitudes éticas. Así, el 16 de marzo de 1960, en el momento más
fecundo de la reflexión alrededor de la muerte y el goce, se señalai
“La verdad encuentra su vía por aquel que la Escritura llama sin
duda el Verbo, pero también el hijo del hombre, señalando así la
naturaleza humana del Padre”.
¿A qué se refiere Lacan con esta cita? A la relación entre Dios, la
muerte y la ley. Su comentario no surge de la nada, ya que al
problematizar, precisamente, las dimensiones de la ley, no podía no
invocar el origen mismo de la legislación occidental, a saber,
Moisés y su tablas legislativas. Pero la invocación de este héroe
religioso también convoca al Padre, a Dios y sus relaciones con la
muerte. Evidentemente, existe un libro surgido de la pluma de
Freud que toma estos temas como centro de su reflexión, a saber,
Moisés y la religión monoteísta.
Comencemos con algunas puntuaciones, para después ir
desarrollando algunas líneas e ideas.
Hacia el final de su vida, Freud realiza un proyecto acariciado
hacía ya algunos años: escribir acerca de Moisés. Sin embargo,
contra lo que se pudiera creer, no se trata de un escrito alabando al
libertador judío, sino un complicado enjambre de ideas sobre
historia, religión y psicoanálisis. De hecho, sus primeras reflexiones
bien pueden molestar a algunos radicales del judaismo. El fundador
del psicoanálisis intenta mostrar que Moisés, instaurador de la
religión de los hebreos, era egipcio. Por si eso no fuera poco, sus
reflexiones lo llevan a plantear que el gran Hombre que recibiera la
Tablas de la Ley del mismísimo Dios, fue asesinado por su propia
gente. No contento con tales propuestas, extiende su trabajo hasta
las costas del cristianismo, vinculando la muerte de Moisés con la
de Cristo.
Su interpretación se fundamenta teóricamente en lo que había
avanzado en su texto Tótem y tabú de 1913. Según Freud, Moisés
habría sido asesinado tal como sucedió en los orígenes de la
humanidad con el padre de la horda primitiva. Esta muerte implicó
un olvido de la religión por él propuesta, y una dimensión de culpa
disimulada pero existente. Con la llegada de una nueva religión, el
cristianismo permite la instauración definitiva del monoteísmo y.
además, un modo de solventar esa culpa. Al ser asesinado Cristo
siendo inocente, propone Freud, se tramitaba, de algún modo, la
culpa por haber asesinado al héroe fundador; al admitir
dolorosamente la culpa por la muerte del hijo, se aceptaba y se
dirimía el asesinato del Padre. De hecho, Cristo vendría a
representar a aquel mítico caudillo de la liga de los hermanos que
habría avasallado al Padre, cumpliendo con su aceptada muerte,
una especie de constricción de la falta original.
En 1960, Lacan señala algunas situaciones interesantes respecto
a la muerte y la ley.
Por curioso que parezca, la donación del mensaje monoteísta, no
se da por la vía del estudio o la ceremonia religiosa, sino por la de
la muerte y la represión; la transmisión no se da por la senda de la
luz, sino por la neblina de las tumbas. Al asesinato de Moisés, le
sobreviene el sepultamíento de su religión sustentada en un Dios
único y omnipotente, siendo necesaria la muerte de Cristo para que
dicha propuesta ocupe un lugar en la historia. La muerte aparece
como la transmisora de un texto reprimido; como el heraldo de una
verdad rechazada.
Pero no sólo eso. Con la referencia al asesinato del padre de la
horda primitiva, se hacía evidente la relación entre legislación,
deseo y goce. Si en los inicios hubo un Hombre todo poderoso que
impusiera su ley, y este fue eliminado, el goce buscado con su
desaparición, no sólo no advino a la legión de los hermanos, sino
que se instauró con mayor fuerza legal, Ante la evidencia de una ley
que impida el goce, la trasgresión de la misma no lleva a la
realización de lo anhelado, sino a una nueva instauración. El
Urvater, el Padre primordial, representaba una ley, aquélla de la
posesión de todas las mujeres; su asesinato fue promovido para
poder gozar de ellas, pero su muerte no trajo consigo la lujuria
esperada sino, por el contrario, la instauración definitiva de la
prohibición de la relación con mujeres del mismo grupo. La muerte
del Padre no trajo la posesión de las mujeres, sino la ley de
prohibición del incesto. Del mismo modo se podría decir, que la
muerte de Moisés no trajo la destrucción de sus mandamientos
religiosos, tampoco la muerte de Cristo. De hecho, esto lleva a
plantear que la muerte de Dios no implica que todo sea ahora
permitido, sino que ahora nada lo está.
Lo que se hace evidente, es la naturaleza compleja de la ley. Por
un lado, con ella se intenta limitar y espantar el deseo, pero es ella
quien lo convoca a la trasgresión, ya que sólo lo prohibido lo
provoca; y, por otro, muestra que su trasgresión no lleva a la
realización del goce, sino a un mayor rigor legislativo. Del mismo
modo, con la historia de Moisés y Cristo, se hace visible cómo la
dimensión de la culpa, aparece vinculada con el gran Libro de las
leyes y las deudas, donde el goce no es extranjero de los cauces de
la escritura.
A pesar de las puntuaciones que Lacan realiza en 1960 respecto
al texto de Moisés, las dimensiones de la verdad, a diferencia de
aquéllas de la ley, el deseo y la muerte, no quedan del todo
evidenciadas. Por ello es importante volver al texto freudiano, para
desmenuzar con mayor detalle, ciertas situaciones que en 1970
abrirán, para el pensamiento de Lacan y del psicoanálisis, nuevos
caminos.

Escrituras originales. Arquitectura de un texto


El libro Der Mann Moses und die monotheistische Religión: Drei
Abhandlugen, tiene una historia de escrituras revisadas y
publicaciones diferidas. Este texto está dividido en tres ensayos,
dos de los cuales fueron publicados en la revista Imago en 1937. La
sección 3 de la parte II, fue leída por Ana Freud el 2 de agosto de
1938 y, en tanto libro se imprime, el mismo año, en Holanda meses
después de la llegada de Freud al exilio en Londres. Su primer
nombre fue El hombre Moisés, una novela histórica, y su primer
borrador data de 1934, es decir, casi cuatro años antes de su
publicación. Mucho se ha escrito de las dudas, vacilaciones y
pasiones que despertó este libro en Freud, desde sus temores a
que la Iglesia Católica y Romana tomará represalias contra el
psicoanálisis en Viena, hasta el doloroso momento histórico donde
los nazis lo persiguen mientras él escribe sobre la historia del
pueblo judío.

El linaje de Moisés
El libro sobre Moisés es sorprendente por muchas razones, tal
vez la principal de ellas, es que Freud propone otra lectura de la
historia. Pero no de cualquiér historia, sino de aquella que da
fundamento a la religión judía y a las raíces de la sociedad
occidental. El intento freudiano es dar otra versión de los orígenes,
otra lectura, nada menos, que de la Biblia.
Freud gesta una diferencia con lo que podría llamarse la historia
oficial, citando 30 veces la Biblia. Su lectura se concentra en la
Tora, aunque incluye una cita del libro de Josué. Evidentemente del
Libro de los cinco rollos o Pentateuco, el más consultado es aquél
del Éxodo, del que hace 18 referencias abarcando casi todos sus
capítulos. Pero no están ausentes las citas de los Números, el
Génesis y el Deuteronomio.
La idea principal que atraviesa el primer ensayo es aquélla de
que Moisés no era judío, sino egipcio. Para sostenerla, presenta
dos pruebas lógicas. Una, fundamentada en una lectura filológica
del nombre de Moisés y otra, en relación con la configuración de los
mitos.
Para poder visualizar la diferencia con el texto bíblico, tal vez
valga la pena citarlo al pie de la letra. En el Éxodo, capítulo 2 del
versículo 1 al 10, se lee3:
(1) Un hombre de la tribu de Leví se casó con una mujer de la
misma tribu (2); ella concibió y dio luz a un niño. Viendo lo hermoso
que (3) era, lo tuvo escondido tres meses. No pudiendo tenerlo
escondido por más tiempo, tomó una cesta de mimbre, lo
embadurnó de barro y pez, colocó en ella a la criatura y la depositó
entre los juncos, a la orilla del Nilo.
(4) Una hermana del niño que observaba a distancia para ver en
qué paraba (5) aquéllo. La hija del Faraón bajó a bañarse en el Nilo,
mientras sus criadas la seguían por la orilla. Al descubrir la cesta
entre los (6) juncos, mandó a la criada a recogerla. La abrió, miró
dentro y encontró a un niño llorando. Conmovida comentó :
- Es un niño de los Hebreos.
(7) Entonces, la hermana del niño dijo a la hija del Faraón:
- ¿Quieres que vaya a buscar una nodriza hebrea que te críe el
niño?
(8) Respondió la hija del Faraón:
- Anda.
- La muchacha fue y llamó a la madre del niño.
(9) La hija del Faraón le dijo:
- Llévate este niño y críamelo, y yo te pagaré.
La mujer tomó al niño y lo crió.
(10) Cuando creció el muchacho, se lo llevó a la hija del Faraón,
que lo adoptó como hijo y lo llamó Sacado, diciendo: “Lo he sacado
del agua”.

Respecto al nombre, Freud señala que, aunque comúnmente se


puede relacionar Moisés con la forma activa hebrea de Mosche,
que significa “el que recoge” , también se puede suponer que viene
de la palabra egipcia mose, que significa hijo. La propuesta surge
no sólo de que la palabra del texto sagrado es más parecida al
vocablo egipcio, sino de la inferencia lógica de que una princesa
egipcia, difícilmente llamaría a su hijo adoptivo con un léxico judío.
Sin embargo, se da cuenta que esta propuesta no es del todo
sólida, así que recurre al análisis de los mitos como apoyo a su
hipótesis.
Tomando como referencia un texto de Otto Rank, Der Mythus on
der Geburt des Helden, Freud señala algunas diferencias del mito
de Moisés con otros originarios de diferentes culturas. Rank
encontró que casi todas las leyendas de la fundación de los pueblos
tenían rasgos en común. Desde la situación de que el héroe era
siempre un hijo de familia noble, hasta el relato de que una vez
abandonado y siendo recogido por una familia pobre, éste, al final,
no sólo se venga de aquel que propició esta triste situación, sino
que encuentra, tras duras peripecias, a su verdadera y noble
familia. Freud señala que la saga de Moisés, contradice esta
descripción, ya que él no aparece como hijo de nobles sino de
humildes levitas y, además, no crece en una casa pobre sino en
una rica.
Según su concepción de la novela familiar, la explicación de
estas dos familias míticas, se fundamenta en el hecho de que el
niño primero sobrestima al padre, para criticarlo y desobedecerlo en
un segundo momento; de hecho, no son dos familias, sino dos
tiempos de la relación afectiva del infante con los padres. Siguiendo
con esta línea, apunta que en esta novela la existencia de las dos
familias implica que una de ellas es, en realidad, la verdadera y que

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la otra es fantaseada u obra de la poesía de los pueblos. Según
esta descripción, la familia que abandona es en general la
inventada, siendo la verdadera aquella que recoge al niño. De aquí
se toma para decir que, si la familia verdadera es la que recoge,
Moisés es egipcio, ya que él fue rescatado por la princesa.
Sólo dos cosas. Primero, es evidente que las propuestas
freudianas no se sustentan principalmente en hechos históricos,
sino fundamentalmente en inferencias lógicas. Además, éstas
surgen no tanto de la ciencia bíblica o la arqueología, sino de
conceptos del mismo campo del psicoanálisis. Más adelante se
comentará al respecto, por ahora sólo se señala.
Siguiendo con esta metodología de la inferencia y la revisión
crítica de las Escrituras, en el segundo ensayo las propuestas son
aun más osadas. Freud señala dos situaciones: primera, que la
religión monoteísta es de origen egipcio c o m o Moisés y, segunda,
que éste fue asesinado.
Contra la primera propuesta se levantan serias objeciones que él
mismo señala. Mientras que en la religión judía existe un sólo Dios,
único y omnipotente, y su concepción parte de una forma abstracta
donde no existen ni imagen, ni ritos mágicos y hechicería, en la
religión egipcia, por el contrario, prevalece su esencia politeísta, y
existen infinidad de imágenes teológicas, así como rituales, fiestas y
actos de magia. Pero quizás el punto más decisivo además del
monoteísmo, sea la gran diferencia respecto a la muerte: mientras
la religión egipcia venera a Osiris, dios de la muerte y sus reinos, en
la judía hay un silencio respecto al culto de la muerte, su eternidad
y sus pasiones.
Para sostener su propuesta del origen egipcio del Dios universal»
Freud acude a la historia de las religiones y señala que el
monoteísmo, del cual surgiría la religión judía, tiene su origen en
una creencia que tuvo lugar en el reinado del faraón Amenhotep IV,
En 1375 a.C. la dinastía decimoctava fue sostenida por este rey que
intentó imponer una religión monoteísta en la cual se rendía culto a
Atón, deidad solar que exigía exclusividad. Tal fue la pasión de este
faraón que, amén de construir templos y hasta ciudades en honor a
este su único dios, incluso cambió su nombre al de Ikhanatón, que
significa “el dios está contento”. Sí, el dios Atón. En esta religión, no
sólo existe un único Dios, sino que no existe un culto a la muerte, y
se exige una abstinencia de adoraciones figurativas, hechicerías y
actos mágicos.
En apoyo al origen egipcio de la religión que devendría la de los
judíos, en el punto tres del segundo ensayo, se vuelve a atentar
contra las sagradas escrituras, ai proponerse que la circuncisión es,
también, de origen egipcio y un acto donado por Moisés. Según la
Biblia, en el Génesis capítulo 17, Dios hace un pacto con Abrahám.
En el versículo 1 se lee:
“Yo soy tu Dios Todopoderoso. Procede de acuerdo conmigo y sé
honrado, y haré una alianza contigo; haré que te multipliques sin
medida.”
Y en el versículo 9 dice:
“Dios añadió a Abrahám
Tú guarda el pacto que hago contigo y tus descendientes futuros.
Este es el pacto que hago con vosotros y con tus descendientes
futuros y que habéis de guardar: circuncidaréis el prepucio, y será
una señal de mi pacto con vosotros.”

La diferencia se nace evidente. Mientras que en la Biblia Dios


hace de la circuncisión un pacto con Abrahám, mucho tiempo antes
de Moisés, Freud propone otra temporalidad y un origen egipcio de
la misma. Su apoyo esta vez para contradecir al Libro de la ley,
viene del hecho de que los egipcios son el único pueblo del
Mediterráneo oriental que practicaba esa costumbre, además, cita
como apoyo, la declaración que hiciera Herodoto quien, en 450 a.
C. visitó el pueblo egipcio, quedando sorprendido, precisamente, de
su horror a los cerdos, su pureza, su piedad y el hecho de ser
circuncisos.
Precisamente en torno a la temporalidad, es que se anota otra de
las trasgresiones al texto bíblico desde el psicoanalítico. Para
Freud, el éxodo, tema central de la Tora, no aconteció en el tiempo
que lo menciona la Biblia, ni puede aceptar el lugar donde
supuestamente Moisés recibe las Tablas de la Ley. Ello lo lleva a
suponer la existencia no de un Moisés, sino de dos, además,
pertenecientes a diferentes épocas. Uno sería el legislador, el
religioso, el que libera al pueblo de la opresión egipcia; y otro, sería
un Moisés oscuro, yerno del sacerdote madianita llamado Jetrho,
ligado a la magia y al culto de un dios volcánico. Uno es jurista, el
otro pastor; éste viene del desierto, el otro habita en el monte; uno
venera al dios de origen egipcio Atón, el otro al dios de la montaña,
nombrado Yahvé.

Las huellas del asesinato


Si las propuestas del origen egipcio de Moisés, de la circuncisión
y del monoteísmo ya eran fuertes, la dimensión del asesinato del
legislador y fundador del pueblo judío, brilla por su osadía.
Aquí quizás valga la pena aclarar ciertas cosas de carácter
histórico. Si bien es cierto que las ideas de Freud respecto al origen
y destino fatal de Moisés, eran atrevidas, no era el único en
expresarlas. Gohete ya había mencionado la posibilidad de que
Moisés hubiera sido asesinado, asimismo, ciertos estudiosos como
Max Weber, y destacados escritores como Joseph Popper y
Friedich Schiller señalaban, a su modo, el linaje egipcio del
personaje bíblico. Además, cierta irreverencia hacia el texto
sagrado y una crítica a la veracidad histórica de los datos
contenidos en la Biblia, era la actitud que algunos exegeta
alemanes habían adoptado hacia mediados del siglo XIX.
Ahora bien, si es verdad que estos señalamientos polémicos eran
comentados y avalados en diferentes círculos, la idea del asesinato
de Moisés, no corría con la misma suerte. Sólo un autor de
renombre lo sostenía. Sí, Ernst Sellin. En 1922 aparece el texto
escrito por este biblista nacido en 1867, Mose und seine Bedeutung
für die isralitisch jüdishche Geschite (Moisés y su significación para
la historia israelita y judía). En este libro se hace un examen de la
Biblia en el que, sobre todo en las versiones del profeta Oseas, se
puede rastrear el indicio del asesinato del hombre fuerte de Israel.
Allí también se indica que, a partir de este hecho violento, se
desarrolló la esperanza del retorno del héroe que, a pesar del
terrible acto, volviese para conducir al arrepentido pueblo a una
nueva época dorada.
Si volvemos al texto bíblico, en el libro del Deuteronomio, en el
capítulo 34, versículos del 1 al 9, no se dice nada respecto a una
muerte violenta. El señor le dice a Moisés en la cima del Fasga:
Esta es la tierra que prometí a Abrahám, a Isaac y a Jacob,
diciéndoles: Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver
con tus propios ojos, pero no entrarás en ella.
(5) Y allí murió Moisés, siervo del Señor, en Moab, como había
dicho el Señor.
(6) Lo enterraron en el valle de Moab, frente a Bet Fegor, y hasta
el día de hoy nadie ha conocido el lugar de su tumba.”
El comentario de Sellin se basa, principalmente, en un análisis
filológico e histórico de los capítulos 5, versículo 2a; del 9, versículo
9, y de los capítulos 12, 13 y 14 del libro de Oseas. Su lectura
desemboca en la propuesta de que Moisés habría sido asesinado
por un sacrificio expiatorio para calmar la cólera de Dios. Tan
penoso acto fue después encubierto por los sacerdotes para seguir
sosteniendo un canto de gloria al pueblo y al fundador de Israel.
Incluso expresa que el lugar de la muerte del elegido de Dios, no
fue el que señalan las Escrituras, sino Schittim, en la Transjordania.
La transliteración del texto bíblico es evidente.
Freud se apoya en este estudioso de la Biblia y profesor de la
Universidad de Berlín, para desarrollar su idea sobre la muerte
violenta de Moisés. A partir de allí se despliega la posibilidad de que
la amalgama del Moisés legislador, siervo de Atón y el Moisés
pastor, seguidor de Yahvé, haya tenido lugar por una especie de
solución de compromiso. Por un lado, los seguidores de Moisés
habrían pactado con los pastores de los montes, la síntesis del Dios
único venido de Egipto y el dios del volcán, intentando borrar con
ello la huella del asesinato de su héroe, aceptando, por su lado, la
elección de este otro Moisés, el yerno de Jethro, como fundador de
la religión judía. Entre el éxodo y el llamado de Dios, pudo haber

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pasado mucho tiempo, pero, según Freud, eso forma parte de los
acomodos que la tradición realizó para encubrir dicho pacto.

Lecturas e interpretaciones
Una vez esbozados los puntos principales de los dos ensayos
anteriores, podemos revisar la lectura que el mismo Freud realiza,
en relación con ellos, en el tercero. Más que una lectura, se trata de
interpretaciones que, desde la teoría analítica, permitan comprender
la antes detallado.
Partamos de la tesis que constituye el nodulo de la propuesta
freudiana: lo acontecido en el género humano es análogo a lo que
sucede en el sujeto. Para Freud, la posibilidad de entender lo
ocurrido en la historia de la civilización puede ser leído y también,
comprendido, a partir de pensar desde postulados psicoanalíticos,
lo que sucede en el individuo. Desde hacía ya varios textos, había
avanzado la ¡dea de que los fenómenos religiosos se asemejaban
mucho a ciertos síntomas psíquicos, principalmente los enlazados a
la neurosis obsesiva, pero ahora va mucho más lejos y vincula lo
acontecido en el sujeto, con lo ocurrido en la historia misma de la
humanidad.
Para sostener lo declarado, se apoya en dos pilares de la
doctrina del psicoanálisis, a saber, la importancia de los traumas y
su relación con las neurosis y, segundo, una reflexión sobre la
latencia. Veámoslo de cerca, primero en la vida de los sujetos.

Trauma y neurosis
Para pensar el origen de una afección llamada nerviosa, es
necesario remontarse tanto al campo de su etiología, como de las
constelaciones psíquicas que permitieron su estallamiento. En la
génesis de las neurosis se encuentran en general dos factores
fundamentales: impresiones infantiles de gran intensidad y un
tiempo complejo en la configuración de las afecciones y los
síntomas. Para comprender el modo como esto se efectúa es
necesario plantear la existencia de traumas que conmovieron al
sujeto en cuestión.
Un trauma es una impresión que deja una marca importante en ia
configuración de una neurosis. Ahora, estos traumas tienen tres
características esenciales: acontecen en la primera infancia, son
vivencias que han caído en el olvido y se refieren a experiencias de
contenido sexual y agresivo. Ahora, los traumas por sí mismos no
necesariamente son la causa de una neurosis, en muchos casos
son elementos altamente significativos, pero en sí mismos no son
causales. Para que sobrevenga una neurosis, señala Freud, es
necesaria una serie complementaria donde diferentes factores
coadyuven en la instauración de una “enfermedad”. Es entonces
preciso, pensar en la particular manera del establecimiento de los
fenómenos neuróticos.
En estos fenómenos vale destacar dos puntos. En el primero, los
traumas pueden tener características positivas y negativas. En el
sentido positivo, existen intentos de recordar la vivencia traumática,
estamos entonces ante una fijación y un intento de repetición. La
reacción negativa funciona en sentido inverso, existen empeños
que promueven el olvido; su mecanismo es claramente defensivo y
se sostiene en evitaciones que pueden llevar a fobias o
inhibiciones. El segundo punto a resaltar es que, los fenómenos
neuróticos, son de características compulsivas, es decir, que
insisten pasando por alto muchas veces, reclamos del mundo
exterior; gestan una lógica interna que desestima la llamada
realidad externa.

Siguiendo con la instauración de las neurosis, Freud pone un


acento especial en las relaciones temporales. A la vivencia de un
trauma en la infancia pueden seguir tres destinos: un estallido
inmediato de la neurosis, perturbaciones sin tal estallido, o pueden
no presentarse afecciones por largo tiempo y manifestarse
tardíamente ya en la vida adulta. Lo evidente en este último destino,
es el tiempo donde no aparecen signos evidentes; esto, sin
embargo, no implica que los traumas no hayan tenido efecto, sino
que funcionan como cicatrices psíquicas que ante diversas

5 2 70
circunstancias volverán a abrirse y provocar problemas y
dificultades. Esto es lo que se llama un período de latencia.

Historia y verdad
Ahora sí, una vez desarrollados algunos conceptos básicos,
Freud se propone interpretar, desde ellos, las circunstancias de la
configuración tanto de la religión judía, como de la sociedad
occidental.
El creador del psicoanálisis propone:
“Ahora invitamos al lector a dar el siguiente paso: adoptar el
supuesto de que en la vida del género humano ha ocurrido algo
semejante a lo que sucede en la vida de los individuos. Vale decir,
que también en aquélla hubo procesos de contenido sexual-
agresivo que dejaron secuelas duraderas, pero la más de las veces
cayeron bajo la defensa, fueron olvidados; y más tarde, tras un
largo período de latencia, volvieron a adquirir eficacia y crearon
fenómenos parecidos a los síntomas por su arquitectura y
tendencia.”4
A partir de este supuesto, Freud emprende la tarea de construir
una historia de las religiones, que sería el fundamento para
comprender la genealogía y ciertas características fundamentales
de la sociedad de origen judeocristiana.
Freud vuelve a su texto Tótem y tabú como apoyo, pero lo rebasa
a partir de su Moisés. Sigámoslo de cerca
En el principio de los tiempos humanos, hubo un modo de
organización donde la ley de un solo Hombre fuerte imperaba sobre
los otros. La mujeres estaban prohibidas y reservadas para Él. En
tan desigual situación, se realizó la sublevación de los hermanos
ante este Padre primordial. Frente el asesinato perpetrado, ninguno
de ellos, luego de una tenaz lucha por ocupar ese lugar, pudo
devenir ese Padre, pactando una renuncia pulsional a dicha
usurpación y a la posesión tanto de la madre como de las
hermanas. Este pacto implicó el establecimiento de leyes
prohibitivas, pero también morales e institucionales. De aquí surge
la religión.
En un segundo momento, este padre asesinado fue venerado y
elevado a la categoría de símbolo legal; de dios. Su representación
en tanto tal desembocó en una religión donde se erigió un tótem, de
características animales, para rendirle culto. Este tótem
representaba al padre y sus atributos, es decir, se erigieron
animales totémicos que implicaban una ambivalencia de amor y
temor. De allí surge, específicamente, la primera forma religiosa de
la humanidad.
El primer gran paso en la conformación de las religiones, fue la
humanización de los dioses. Así, aunque por mucho tiempo los
dioses tuvieron todavía rostros o cuerpos animales, llegó el
momento de adorar dioses humanizados. Quizá en un primer
momento, estas deidades estaban representadas por figuras y
atributos maternos, pero tiempo después, fueron suplantadas por
divinidades masculinas que, siendo primero hijos varones junto a
las diosas, devinieron dioses propiamente con atributos paternos.
Estos nuevos dioses implantaron un régimen patriarcal, pero nunca
pudieron compararse con aquel primer gran Padre. No sólo eían
muchos y tenían que compartir sus altares, sino que las leyes les
exigían tolerarse y hasta respetarse. Eran dioses alegres, pero
limitados.
El siguiente paso fue el retorno, después de un largo período de
latencia, de aquel Padre venerado. El politeísmo antes relatado, dio
paso al regreso de un Dios único que gobernaría universalmente;
es el tiempo del monoteísmo. Llega entonces, el tiempo donde
surge una religión que propone un Dios Padre omnipotente, venida
de Atón y transferida después a Yahvé. Aparece la propuesta judía.
Pero la historia no terminaría ahí. Un miembro de esta religión
monoteísta, un judío llamado Pablo, haría suya, según Freud, la
pesada conciencia de culpa por aquel asesinato (el del Padre, el de
Moisés) y propondría la existencia de un “pecado original” que sólo
podría expiarse con la muerte. En el origen estaba la culpa y en la
historia, quien la hiciera suya. El cristianismo nace marcado tanto
por el monoteísmo como por su pecado original. Un hijo de Dios,
Jesús, había cargado sobre sí tan pesado legado y habíase hecho
crucificar para expiar, con su muerte, aquella muerte ancestral,
aquélla del Padre ... aquélla del Fundador. La muerte del Hijo
recuerda la olvidada muerte del padre y la tramita junto a su
pecado.
Freud lo resume de manera magistral: “El asesinato de Moisés
por su pueblo judío (...) pasa a ser entonces una pieza
indispensable de nuestra construcción, un importante eslabón
unitivo entre el proceso olvidado del tiempo primordial y su tardío
reafloramiento en la forma de las religiones monoteístas (...) Si
Moisés fue este primer Mesías, Cristo es su sustituto y sucesor (...)
en la resurrección de Cristo hay cierta verdad histórico-vivencial,
pues era Moisés resurrecto y, tras él, el padre primordial retornado,
de la horda primitiva; glorificado y situado como hijo en el lugar del
padre”5

Ahora, si bien es cierto que a partir de su teoría sobre el trauma y


las neurosis en el campo individual se pueda entender que, a un
trauma (como sería el asesinato del Padre), siguió un período de
latencia (del Padre a Moisés y de Moisés a Cristo), donde retorna
algo que había intentado ser olvidado (el asesinato), existen en el
plano metodológico, cuando eso se traslada al campo de la historia,
algunas dificultades. Quizá la más evidente sea el modo como
estas dimensiones fueron instauradas. Más claro: ¿cómo el
asesinato del Padre fue transmitido tanto tiempo después? ¿Cómo
funciona en el campo de lo social la instauración de largos período#
de latencia, donde lo aparentemente olvidado reposa sin gestar
efectos, para, acontecido un período extraño, retorne causando loa
revuelos aquí mencionados? ¿Cómo funciona la memoria en el
campo de lo social?
La primera respuesta freudiana apunta al campo de la tradición,
Muchas cosas que no han tenido cabida en los libros de historia,
sea ésta sagrada o civil, encuentran lugar y forma en las tradiciones
que los pueblos cultivan y protegen. En el caso que nos convoca,
por ejemplo, respecto al asesinato de Moisés y el sepultamiento de
su religión, lo que se plantea es que, si bien la noticia de su muerte
no tuvo una presencia escrita de manera explícita, en la fiestas, en
ciertos gestos, leyendas y actitudes simbólicas, ésta se conservó y,
no sólo eso, sino que también fue transmitida de generación en
generación por los actos ceremoniales, los relatos y los actos
expiatorios. Las escrituras historiográficas entonces, no son el único
medio de transmisión de los hechos que han ocurrido. Muchas
veces aquello que ha sido omitido por los historiadores oficiales o
los escribas de los libros sagrados, ha sido conservado en la
tradición. De hecho, los rastros de ciertos eventos se vuelven
recuerdo vivo allí donde se pensaban olvido muerto. Sus maneras
no son siempre claras y transparentes, las más de las veces se
trasminan por fisuras poco visibles y se conservan en signos
opacos y desfiguraciones borrosas.
Pero un argumento así, si bien es interesante, no contiene una
contundencia evidente. Es por ello que Freud tiene que recurrir, una
vez más, al tesoro de su teoría para poder explicar, desde ahí, el
problema de la conservación y transferencia de ciertas
circunstancias, hechos y olvidos. La explicación toma forma de
postulado: no sólo en el individuo existe una memoria, también en
los pueblos. Así lo dice con todas sus letras:
“Opino que la coincidencia entre el individuo y la masa es en este
punto casi perfecta: también en las masas se conserva la impresión
(impronta) del pasado en unas huellas mnémicas inconscientes.”6
No se trata de señalar un inconsciente colectivo, sino de
proponer que en lo social existe el mismo mecanismo que en el
individuo en el campo de la memoria y el olvido
Las consecuencias no se dejan esperar, ya que si existe una
coincidencia entre el modo como se conservan los recuerdos y las
marcas de la historia tanto en el individuo como en lo social, es
menester pensar que también en ese campo, existe una represión
que impide que aquello que remite a la huella impresa no sea
fácilmente recuperable por la memoria. Existen entonces, según
Freud, dimensiones en el espacio de la cultura donde el intento de
desalojo de ciertos “contenidos” es efectuado tanto por la represión
como por los mecanismos de “contrainvestidura” y defensa.
El hecho que las cosas sean planteadas así, ilustra pero no
convence pues aún persisten las dificultades. En el caso del sujeto,
las huellas mnémicas se inscriben en un espacio especial, pero en
general son marcas de experiencias vividas; en cambio, en el caso
de las sagas históricas ¿cómo puede el sujeto tener noticia de algo
que no fue experimentado por él, sino que ocurrió hace miles de
años? Más preciso: ¿Cómo se ejerce la transmisión allí donde lo
ocurrido no data de un período de vida fechable y experimentado?
Para responder esta pregunta, Freud recurre a un argumento
muy sorprendente: existe una transmisión filogenética, es decir,
algo del orden de una herencia primitiva que permite transportar,
por el flujo de los tiempos, contenidos no vivenciados por el
individuo. Escribe Freud:
“(se puede) formular la tesis de que la herencia arcaica del ser
humano no abarca sólo predisposiciones, sino también contenidos,
huellas mnémicas de lo vivenciado por generaciones anteriores.”7
Todo lo anteriormente planteado lo lleva a postular de manera
categórica, la relación entre historia individual y colectiva. Dice a la
letra:
“Tras estas elucidaciones, no vacilo en declarar que los seres
hum anos han sabido desde siem pre que antaño Doseyeron un
padre prim ordial y lo m ataron .”8

Quedaría todavía una cuestión pendiente, si existen huellas


mnémicas que permiten la existencia de un estado de latencia de
ciertos contenidos y esto implica la evidencia del mecanismo de la
represión, ¿qué es lo que sucumbe a la represión? ¿Cuáles son
aquellos “contenidos” que se desalojan de la evidencia de las
historias? Todo parece indicar que se trata de aquello que atañe al
campo de la verdad.
b) La otredad y el sujeto

Una vez recorridos los senderos freudianos, es menester detenerse


a señalar ciertas cuestiones y realizar algunas consideraciones.
Hace unos párrafos, en el comienzo del apartado anterior, se
avanzaban las puntuaciones que Lacan realizara de este texto
sobre Moisés en aquel su seminario sobre la ética. Se señaló que,
si estaba trabajando el problema de la ley, la naturaleza de la
trasgresión y la importancia de la muerte en los procesos subjetivos
y sociales, no podía no mencionar el momento cumbre de la obra
de Freud, cuando éstos aparecen articulados en un sólo texto.
Pero, cuando está desplegando su seminario de los cuatro
discursos, cuando en repetidas ocasiones alertó contra la tentación
de leer sus discursos desde un marco histórico, cuando está
construyendo el discurso del amo, de la universidad, de la histérica
y del analista, allí ¿qué tiene que hacer una referencia al texto
sobre Moisés? ¿Cuál es el sentido de remitirlo en ese momento de
su reflexión? Eso es lo que se intentará responder enseguida. Vale
una aclaración: lo que se diga a continuación no implica en todos lo
casos que Lacan lo haya hecho explícito, pero se apuesta que, al
menos, haya sido sugerido o se pueda inferir de lo que realizara en
ese seminario de 1970.

Algo que salta a la vista después del análisis realizado por Freud:
hay una relación muy estrecha entre el sujeto y el campo de lo
social. Él plantea que lo que ocurre a nivel de sujeto, también se
realiza en el espacio de lo histórico; pero quizá, desde Lacan, se
podría decir que lo inédito es que desde la historia, también se
puede señalar lo estructural del sujeto, a saber, su división. Freud,
a todo lo largo de este texto de historia, muestra al sujeto en tanto
dividido por la otredad: Moisés, el héroe hebreo, es egipcio; el
cristianismo surge de las entrañas del judaismo; escribe en alemán
aquel que narra la historia del éxodo y la persecución de los judíos.
¿No muestra con esto Freud cómo la radicalidad de la subjetividad
tiene que ver precisamente con esta división que florece en el
territorio de lo otro, del Otro? Tal vez por más que se esfuercen
algunos en encontrar en la otredad signos de decadencia,
degradación, inferioridad o peligro, la historia nos enseña que ésta
no se deja reducir, ni se puede exiliar sin arrancarse, al menos, la
mitad de lo que se es. Si lo reprimido por la historia es el hecho de
que Moisés era egipcio, si lo intentado desalojar de lo evidente es
que fue asesinado, si lo suprimido de la narración es el asesinato
del padre, bien se podría plantear que eso que hace al sujeto tiene
que ver con lo reprimido, lo soterrado y lo exiliado. La verdad de lo
que se es y no se es está allí, a la vuelta de la otredad y, además,
esta división es inconsciente. Sí, se trata del sujeto del
inconsciente.

c) Nuevos dispositivos

Sin embargo, esta dimensión no encubre las dificultades de vinculad


lo social con lo subjetivo, de hecho, la analogía entre la historia
individual y la colectiva no es sin dificultades. Pero tal vez, tampooíj
sea un callejón sin salida. De hecho se puede establecer que, a su
modo y desde otro marco epistemológico, Lacan toma posición al
respecto, precisamente en el seminario sobre el reverso del
psicoanálisis. La pregunta podría formularse así: ¿Cómo incluir al
sujeto en la lógica de la historia y, al mismo tiempo, cómo pensar
esa lógica sin tener que vaciarla de su relación con el mismo? Tal
vez algunas directrices de respuesta se encuentren en la escrituri
de los cuatro discursos. Cuando Lacan llama a sus aparatos de
cuatro patas discursos, y da por definición de los mismos, la forma
que adquieren los lazos sociales ¿no está gestando, a nivel de
estructura, la inclusión del sujeto, no sólo en el dispositivo analítico*
sino también en otras formas de vínculo y operación social? ¿No
son los discursos la manera en que socialmente el sujeto se incluya
en los lazos que configuran las estructuras sociales? En los
discursos, el sujeto aparece incluido en diferentes relaciones y
diversas funciones, de ahí su inclusión en lo social; pero, del mismo
modo, aquello que llamamos el mundo, está estructurado a partir de
modos de relación discursiva del que dicho sujeto, no sólo forma
parte, sino que es una pieza estructural. Los discursos del amo, de
la universidad, de la histérica y del analista, son los lazos que
gestan una estructura social, pero allí, en cada uno de ellos, el
sujeto tiene un lugar. ¿No es esta una respuesta, desde otros
parámetros, de la relación entre lo social y el sujeto? Si bien esto
parece claro para el espacio de lo social, no se puede olvidar que
Freud pone también el acento en lo histórico y Lacan propone
esencialmente, una lógica como fundamento de sus discursos. Este
punto será tratado más adelante.

d) Freud v sus historias

Otro punto que es importante resaltar referente al sujeto, respecto


al discurso del sujeto, es lo que atañe al mismo fundador del
psicoanálisis. Algunos autores han querido criticar la metodología y
el proceder de Freud en su texto sobre la religión monoteísta. Se le
ha cuestionado sobre la veracidad antropológica de sus inferencias
y, también, sobre lo poco sólido que resultan algunos de sus
apoyos bibliográficos o históricos. Se alega que nunca ha habido
señal arqueológica del Padre de la Horda, que su interpretación del
linaje de Moisés no sólo no se ha comprobado, sino que se duda de
la misma existencia histórica de dicho héroe, incluso, se
desestiman, cuando se trata el tema del asesinato del Fundador,
las referencias tomadas de Sellin, ya que éste mismo, con el
tiempo, toma con mayor precaución esa hipótesis, y sus colegas no
le dan demasiado crédito a sus inferencias filológicas en relación
con el texto bíblico.
Si todas sus propuestas quedan en suspenso, tal vez, caen
algunos en la tentación de pensar, el texto sobre Moisés es un
escrito que muestra las preocupaciones del fundador del
psicoanálisis por su relación con el judaismo, con su padre y por su
papel mesiánico, e incluso en su identificación con Moisés.

5350-
Lo impórtente de señalar es que todo esto no es un obstácul®
para su trabajo teórico, ni representa un arma contra la rigurosidad
de sus inferencias y referencias. Tal vez se trate de algo que
interese a la epistemología, no a la policiaca, sino a la analítica.
El hecho de que Freud se encuentre incluido en el tema que
trata, ni es del todo nuevo, ni tiene porqué mermar rigurosidad e
importancia a sus reflexiones sobre la religión, la sociedad y el
sujeto.
Desde el principio de su práctica epistemológica, Freud incluyó la
presencia de la subjetividad en las redes del saber; introdujo el
color del sujeto en las texturas del pensamiento.
Tal como lo señalamos, en 1884 se adentró en los caminos de
las sustancias y las promesas dionisiacas cuando realiza sua
investigaciones sobre la cocaína. También señalamos cómo su
investigación no fue sólo bibliográfica, sino que él mismo hizo uso
de la sustancia durante doce años. Sí, el pincel de la coca quedó de
lado el día de la muerte de su padre.
Entre 1887 y 1902, sostiene una vigorosa relación epistolar con
Fliess mientras va forjando, entre ires y venires, y a parar del
análisis de sus propios laberintos, importantes elucidaciones en
torno a las neurosis e, incluso, al complejo de Edipo. También de
ello dimos cuenta.
En 1900 publica Die Trautendumg. La ciencia de los sueñot
incluye muchos que atañen a su autor. Muchos análisis versan
sobre pasajes de su vida o recuerdos que lo atormentaban y
atravesaban. También en su obra cúspide, Freud se incluyó como
sujeto de la historia a desentrañar.
¿Habrá un modo más radical de mostrar la inclusión del sujeto en
el campo de la producción del saber? Con todo esto no sólo se
escribe la historia del advenimiento de una nueva praxis clínica y
doctrinal, sino una manera inédita de pensar la relación entre el
sujeto, el saber, el discurso y los vericuetos de la verdad. Tal ve*
eso se pueda escribir también así:
51
a 52
Ahora, como es evidente, no se trata de un sujeto dueño del
saber que produce, sino efecto del mismo. No es un retorno a un
sujeto amo de su producción, sino producto de coordenadas que
escapan a su razón. Se trata de una saber que no se sabe y de un
sujeto dependiente de ese extraño saber. Con su descubrimiento,
Freud señala dos inéditos con una sola praxis: hay un saber que no
se sabe que se llama inconsciente y existe un sujeto descentrado
de la conciencia.
Evidentemente esto atenta contra la concepción tradicional que
del lugar del sujeto se hace la ciencia. Para las reglamentaciones
científicas, el sujeto no sólo aparece como soberano de su
conciencia y dueño voluntarioso de la historia y las coordenadas del
saber, sino que debería quedar excluido de su intervención en la
producción del saber y la problematización de la verdad. De allí que
Lacan definiera la ciencia, precisamente en 1970, como la ideología
de la forclusión del sujeto.

El descubrimiento freudiano, sus construcciones epistemológicas,


como es de suponerse, no a todos convenció. Los golpes a la
soberbia de los humanos no son bien recibidos; las tres heridas
narcisistas que Freud señaló, aún siguen manando sangre y tinta.
Los estudios de Darwin sobre un posible origen primate de
nuestra especie, aún continúan levantando ampollas entre los
afectos al escapulario. Las propuestas de Copernico de una
desestimación geocéntrica, no acaban de gustar a los soñadores de
los centros y los imperios de origen divino. Pero es la propuesta
freudiana la que pone más incómodos a los defensores de la razón
instrumental y la hegemonía de la conciencia.
Las críticas a la teoría de la evolución y la del centro solar, siguen
algunos cánones científicos; las vertidas sobre el psicoanálisis, si
bien también se ajustan a ello algunas veces, existen otras que
intentan desacreditar los descubrimientos freudianos, atacando,
precisamente, la inclusión de dimensiones subjetivas de su
fundador. Se cuestionan los fundamentos conceptuales a partir del
supuesto que, la neurosis de Freud y no sus investigaciones, están

5370
en la base de sus teorías. El punto más frecuente de esta crítica,
atañe a la relación con su padre.
Para muestra un botón. En 1929 un autor norteamericano de
origen alemán, Charles Maylan, escribe un libro titulado Freuds
tragischer Komplex: Eine Analyse der Psychoanalyse (El complejo
trágico de Freud: un análisis del psicoanálisis). El argumento se
resume en esto: los errores del psicoanálisis son efecto de una
mala y no analizada relación con el padre.
Llamativo, pero, llegados a este punto del texto cabría
preguntarse ¿qué tiene que ver toda esta historia con la saga de
Moisés?
Mucho, ya que prácticamente todos los que han abordado la
relación de Freud con su padre, ponen el acento en los enredos,
amores y ambigüedades con su origen judío, y colocan el libro
sobre Atón, el éxodo y el asesinato primordial, como un síntoma
privilegiado de ello.
Tal es el caso de Marthe Robert que titula su ensayo: D'Oedipe a
Móise. Freud et la concience jüif. Ahí, tomando las tramas de
Jacob, el padre y de Sigmund, el hijo, intenta mostrar cómo la vida
del creador del psicoanálisis es fundamental para entender sus
textos, específicamente, aquél sobre Moisés.
Otro estudioso, esta vez venido de las letras de la Biblia y la
historia, Yosef Hayim Yerushalmi, en su libro Freud's Moses:
Judaism Terminable and Interminable (El Moisés de Freud!
judaismo terminable e interminable), analiza diferentes puntos del
libro sobre el legislador judío, y llega a la conclusión que, si bien se
trata de una toma de posición sobre el judaismo, la historia judía, el
cristianismo y el antisemitismo, ese texto es, esencialmente, una
trama autobiográfica.
Existen muchos otros, pero estos tienen algo en común: la
importancia prestada al único texto, dirigido a su hijo, que dejara el
padre de Freud. Se trata de una dedicatoria; de una declaración
sembrada en los umbrales de otro texto. Jacob deja testimonio
escrito en un regalo muy especial. Se trata de una Biblia que, con
motivo del treinta y cinco aniversario del joven médico, le fuera
otorgado para celebrar tal ocasión. Este obsequio tiene su
importancia. Se trata de la Biblia, pero no de cualquiera, sino de
aquélla en la que Freud estudió, cuando niño, la historia sagrada.
Aquella que lo acompañó en sus primeras lecturas sobre los inicios
y los laberintos del pueblo judío. Texto de orígenes, personales e
históricos; memoria del tiempo.
Se trata de una Biblia, sí de la primera, pero revestida;
reinvestida. El padre de Freud, realiza dos actos en la entrega de
este libro. El libro infantil es recubierto de otra epidermis; es
recibido en una otra casa, en una nueva casa de piel. El viejo padre
forra el antiguo libro y le propone una nueva envoltura de cuero ...
también de significados. Además, produce un metatexto: en la
primera hoja, aparece una dedicatoria en hebreo que, como un
collage ordenado, amalgama diversos textos sagrados; imán de
historias, remolino de mensajes. La dedicatoria del padre no sólo
muestra su gran amor, también un velado reproche y una erudita
invitación a no abandonar la lectura del Libro de los libros.
Jacob escribe su amorosa dedicatoria haciendo alusión a 20
pasajes de la Biblia, en los que, curiosamente, predominan las
referencias al Éxodo y al Génesis. También se convoca al libro de
los Números, al Deuteronomio, al de los Jueces y a pasajes del
profeta Jeremías. Del Pentateuco Sapiencial, se hace mención al
libro de Job. También hay invocaciones al Talmud de Babilonia y a
las dieciocho bendiciones de Rosh ha-Shanah.
Del texto escrito en 16 renglones, sólo se comentarán dos
circunstancias. Cuando Yosef Hayim Yerushalmi analiza la
dedicatoria paterna, pone el énfasis en diversas cuestiones, pero
dos llaman la atención. La primera se refiere a la inferencia e
importancia de Moisés dentro del texto; la segunda a la obediencia
que, según él a posteríorí, realiza Freud del estudio de la Biblia.
Es verdad, leyendo la dedicatoria, se hace evidente la
importancia conferida a los libros que tratan de Moisés, pero la
referencia más intensa envía al acto de donar dos veces el mismo
aposento de la ley. Recuérdese que Dios entrega dos veces a
Moisés las Tablas de la ley Del mismo modo, Jacob entrega dos
veces la misma Biblia, primero a los siete años, después a los
treinta y cinco. Moisés recibe por segunda vez las Tablas, porque
había roto las primeras; Freud, porque las había abandonado.
Ahora, esto parece conjetura, pero no es sólo eso. El padre de
Freud, hace una referencia explícita a las tablas y al tiempo de una
segunda donación cuando dice: “(ei libro) queda en resguardo,
como los fragmentos de las Tablas, en un arca junto a mí”9 Un
detalle: en hebreo, ‘aron, designa tanto un armario como la antigua
Arca de la Alianza. Evidencia lingüística, pero, fundamentalmente,
bíblica.
La segunda dimensión que nos ocupa se refiere a una especie de
mandato paterno de regresar a las enseñanzas y leyes de la Biblia.
El padre de Freud escribe textual: “He aquí el Libro de los Libros del
cual excavaron los sabios y los legisladores aprendieron
conocimiento y justicia”. Pero anteriormente a esta frase, invocando
a Dios, dice por su boca: “Ve, lee en mi Libro, aquel que yo he
escrito y se abrirán a ti repentinamente, las fuentes de la
inteligencia, el saber y la sabiduría”10
Ante estas dimensiones, Yerushalmi comenta que el padre de
Freud se coloca como Moisés, y que el mandato de leer la Biblia, lo
realiza á pres coup, cuando trabaja el texto sobre el Padre fundador
del judaismo y su religión monoteísta. Tal vez, pero existen otras
posibles lecturas.
Cuando Jacob hace mención de los dos momentos en que se
entregan las Tablas de la ley, relacionándolas eruditamente con I03
dos momentos en que le entrega a su hijo la Biblia, él no está
colocado en el lugar de Moisés, sino de Dios. Eso se corrobora
cuando en la frase antes citada, él se coloca en la voz de Dios para
promulgar la Biblia, como la fuente de toda sabiduría. Si Jacob está
en el lugar de Dios, Sigmund está en el de Moisés. Además,
difícilmente se negaría que Freud no haya leído el Libro sagrado. El
punto no está en que lo haya leído sino que, a partir de sus
lecturas, atenta contra las verdades ahí explicadas. Freud lee la
Biblia no para seguirla como letra de verdad, sino para contestarla.
Tal vez no se trate de una obediencia a posteriori sino,
precisamente, de una subversión ante el mandato paterno. Ante las
verdades que la Biblia contiene y que son señaladas por el padre
como la fuente del más alto saber, el hijo intenta reescribir esa
historia, colocándose en franca rebeldía contra el padre. ¿No trata
de eso, en su nivel más manifiesto, el texto de Moisés? ¿No se ve
claramente en este pedazo de la historia íntima de Freud, que por
muy amorosa que haya sido la enseñanza del padre, él se rebela
contra esas verdades, poniendo en entredicho el saber ahí
desplegado? ¿No será que ante la autoridad paterna el hijo se
levanta relativizando la verdad y desestimando el saber del padre?
¿No estamos ante la evidencia de un intento de tachadura del Otro,
de una sublevación ante la propuesta del amo? Algo así como: S I
$
Tal vez se tenga que reconocer que el sujeto está implicado en el
acto del saber y que Freud como fundador del psicoanálisis, no sólo
no intentó escapar a su inclusión, sino que hizo de ello una fuente
de reflexión y análisis. Tal vez la cuestión del padre comienza con
un análisis de lo particular, pero pueda permitir pensar algo mucho
más estructural.

4. Del mito a la estructura

Después de este largo recorrido, llegamos al punto de enunciar lo


fundamental del asunto. Uno de los puntos más difíciles de asimilar
de la historia freudiana de Moisés, es aquélla de la transmisión por
vía filogenética. A pesar de que no se puede negar que tal vez,
algún día, la ciencia avale tal propuesta, por ahora parece del todo
impensable.
Ante tal situación, Lacan permite avanzar y leer desde otro lugar
el texto freudiano. Allí donde se propone a la filogenética como el
hilo de transmisión, existe fundamentalmente, un hecho de
estructura. El asesinato del padre primordial, el asesinato de
Moisés, es un modo de plantear en la tesitura de la historia, el
hecho estructural de la muerte del padre. Esa muerte del padre es,

5410-
para el psicoanálisis, otra manera de decir que, desde la estructura
discursiva, el padre está tachado; que el padre es función simbólica
de la transmisión de una falta. La hipótesis de la muerte, más
radical, del asesinato del padre, muestra, en un sentido operativo,
algo que atraviesa no sólo los tiempos sino también el espacio del
sujeto, a saber, que el padre, en tanto lugar de amo, en tanto
asumiendo la dimensión de padre imaginario, de padre mítico, de
héroe todopoderoso, el padre colocado ahí, está castrado.
De hecho, la dimensión mítica no miente al presentar las cosas
así, pero enmascara la verdad ahí emergente. Lacan lo dice con
todas sus letras el 18 de febrero de 1970:
“... ya pueden ver lo principal, todo conduce a la ¡dea del
asesinato, a saber que el padre original es aquél a quien los hijos
han matado (...) ¿no parece tan sólo una defensa contra las
verdades que articulan claramente en su proliferación todos los
mitos, antes de que Freud, al elegir el de Edipo, restringiera esas
verdades? ¿Qué es lo que trata de disimular? Que, cuando entra en
el campo del discurso del amo con el que ahora nos estamos
orientando, el padre está castrado desde el origen."v Lacan da el
paso del mito a la estructura.
Su propuesta permite franquear algo del todo insostenible en esa
transmisión y ubica la cuestión del asesinato en un espacio, en un
orden de estructura.
Sin embargo, plantear las cosas así, aclara la función del
asesinato pero no avanza nada respecto a la transmisión. Allí de
nuevo, la castración ocupa un lugar fundamental. Si algo se
transmite a lo largo de las densidades de la historia y los
pentagramas de la subjetividad, es precisamente la castración. Esta
función está en el origen y en la cotidianeidad de la transmisión
generacional. Lacan otra vez, el 18 de marzo de 1970, sí.
comentando los textos míticos de Freud, dice: “Si la castración
golpea al hijo, ¿no le hace acceder también por el camino adecuado
a lo que constituye la función del padre? Toda la experiencia nos lo
muestra. ¿No se indica así que es de padre a hijo como se
transmite la castración?” Y continúa comentado sobre el asesinato
el padre ... “Si es asi, ¿qué hay de la muerte, si se presenta como
lo que está en el origen? ¿No hallamos aquí una indicación de que
es tal vez un modo de encubrimiento?”12
La historia y la dimensión estructural se anudan para abrir otras
brechas, pero también lo subjetivo y lo objetivo toman cuerpo en las
propuestas planteadas. Como mencionara Lacan, las coyunturas
subjetivas debido a su articulación significante, reciben una
estructura de objetividad.
Pero no sólo lo histórico y lo estructural, o lo subjetivo y lo
objetivo se anudan, también la dimensión subjetiva con las
operaciones políticas. Si el padre tiene que ver con el amo cuando
asume esas funciones, desenmascara al padre y al amo, no es sin
consecuencias. No sólo al interior del espacio del sujeto, del niño,
se juegan las dimensiones del barramiento del padre, en el campo
de lo político, como ya se señaló, ésta tiene implicaciones. La
castración abre verdades, por ejemplo que para el infante, para el
sujeto, el padre es quien no sabe nada. No sabe ¿respecto a qué?
El padre no sabe nada de la verdad, es decir, tampoco él sabe que
el amo está castrado; que como amo está castrado. De eso está
hecha la historia del sujeto; eso es medular para la historia de los
sujetos.

Notas

1. Henry Ey y otros, Tratado de psiquiatría, Ed. Toray-masson,


Barcelona, 1980, p. 418.
2. J. Lacan, L’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 101; VE: p.
110.
3. Todas las referencias que aquí se presentan han sido tomadas
de: Nueva Biblia Española, Ediciones de la cristiandad, Madrid,
1975,
4. S. Freud, Der Moses und die monotheistische Religión: Drei
Abhandlungen (1934-38-39), GW t. 16; VE: Moisés y la religión
monoteísta, AE, t. XXIII, p. 77.
5. Ibid., p. 86.
6. Ibid., p. 90.
7. Ibid., p. 96.
8. Ibid., p. 98.
9. Dedicatoria del padre de Freud, Jacob, en la Biblia que le diese
como regalo de cumpleaños. Citada por Yosef Hayim
Yerushalmi en El Moisés de Freud, Ed. Nueva Visión, Bs. As...
1996, p. 207
10. Idem.
11. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 115; VE: p.
106
12. Ibid., p. 141; VE: p. 141.
CAPÍTULO XVIII.
ESTRUCTURAS, HISTORIA Y POLÍTICA

1. Refazos articulados

Existen tres versiones del Edipo en Freud. Aquella surgida de la


tragedia griega, la que se afianza en el mito fundador de un Padre
primordial y la que se presenta como una versión histórica de la
importancia demostrativa de Moisés y sus intrigas. Todas estas
versiones colocan al padre como epicentro del volcán de las
pasiones subjetivas y los entramados históricos.
Por otra parte, en Lacan el padre ocupa un lugar fundamental en
su propuesta de los tres registros y la multideterminación del sujeto
del inconsciente. Tres tiempos de problematización se han
puntuado aquí. Aquél del padre como imago, como metáfora
accionando la estructura y, en su veta más innovadora, ligado al
discurso del amo, es decir, en su dimensión política. A lo largo de
estas tres discontinuidades, en Lacan se vislumbran y se
despliegan diversos modos de ver la historia; se evidencia una
manera radical de pensar lo histórico y sus transformaciones.
En este último recorrido, la trama de Moisés permite mostrar las
dimensiones del sujeto dividido (Moisés/egipcio; Freud/lengua
alemana) y la inclusión del sujeto en el campo de la ciencia (el
pasaje de la coca, la relación con Fliess, el texto de los sueños).
Pero también en lo político, nos permite visualizar al padre, en tanto
amo, en tanto padre ideal, en tanto amo investido del atuendo de
héroe fundador y personaje todopoderoso, como un padre tachado.
Nos permite concebir que este padre todopoderoso y heroico está
barrado desde el inicio, desde un lugar estructural. Él no sabe todo,
él no lo puede todo.

6450
La evide icia del padre como carente aparece en el campo de la
singularidad del sujeto. Tal es el caso de los historiales clínicos.
También en el espacio de lo histórico y lo político, véase la trama de
Antígona en su enfrentamiento con el poder, asi como la novela
histórica de Moisés.

En el primer capítulo de esta segunda parte, se propuso que en


la historia del padre, el psicoanálisis presentaba una lectura
singular. Dos cuestiones a subrayar. Una, la carencia del padre, se
ha venido evidenciado a lo largo del tiempo, esa falta, es de orden
estructural. Segunda, en esa historia, el análisis señala la
importancia de la relación que existe entre el padre, el poder y el
sujeto. Esta relación y esta evidencia de la falta, muestran diversos
lazos en distintos tiempos; abren nuevas maneras de pensar la
historia.
En la historia del padre, la modernidad no puede escapar de la
problematización desde el psicoanálisis. La pregunta histórica por
las consecuencias del declinar del poder del padre, fue tensada a
partir del cambio que tuvo lugar en las elaboraciones de Lacan.
Pero tal vez valga la pena, después de todo el recorrido
realizado, replantear algunas cuestiones y reformular algunas
preguntas. La modernidad, con sus brillos y sus oscuridades ¿es
mucho más calamitosa, desquiciada y violenta que otros modos
históricos y sociales de vida y vinculación? En el campo de la
historia ¿se tratará de justipreciar las diversas épocas de acuerdo
con una tabla de valores comparativos o de gestar una lectura de
las diversas legalidades que han estructurado ciertos tiempos
históricos? Los movimientos de emancipación social, las nuevas
vinculaciones civiles homosexuales, la violencia doméstica ¿será un
producto exclusivo de la bancarrota del padre en el campo del
poder? Si el padre se hubiese mantenido en su lugar de monarca,
si su función y su lugar no se hubiesen mostrado fallidos ¿el mundo
marcharía de una manera ordenada, progresiva y sin dificultades,
como creen algunos ilusos que defienden la monarquía, el
imperialismo y la familia troncal y tradicional? ¿Será que el
desorden familiar es nuevo y se debe directamente a la debacle
paterna, o será que han existido en diversos momentos, distintas
modalidades de conflictos, y que es a esas desemejantes maneras
históricas hacia donde puede apuntar el análisis histórico? ¿Qué
importancia tiene para la política y la historia señalar la tachadura
del padre, ligada al discurso del amo? ¿Qué implicaciones tiene el
descubrimiento freudiano ante la historia y el pensamiento crítico?
En relación con el Edipo ¿se puede seguir sosteniendo una
dimensión normativizante, después de lo aquí tratado? Las
dimensiones del mito edípico ¿se reducen a una explicación
psicologista e individualista del sujeto y su teatro familiar?
Como se puede observar, estas preguntas de corte histórico
implican un cuestionamiento ético y también político. Es por ello
que, desde lo que aquí se propone, no pueden no abordarse.
Escabullirse no es un verbo grato para quien ejerce este oficio.
Para abordar estas tensiones, estos cuestionamientos y estas
interrogantes, pueden tomarse múltiples caminos. El que aquí se ha
elegido, es el de problematizar uno de los mitos fundamentales y el
lugar que el padre ocupa en él. Sí, se trata del mito de Edipo.

Desde hace ya algunos años, han aparecido ante las propuestas


freudianas del Edipo, diversas lecturas críticas1. Fundamentalmente
desde la filosofía y la sociología, se han vertido sospechas sobre
las implicaciones política y social de las vicisitudes edípicas. El
triángulo que parece inferirse de la determinación subjetiva del
deseo, se muestra como un entramado familiarista que encajona y
reduce las coordenadas sociales de la subjetividad. Se ha leído ahí,
en esa relación entre un niño o una niña y sus progenitores, un
modo de negar la importancia de diversos factores de orden político
y social, al mismo tiempo que se ha problematizado el trío edípico
como una célula que sólo respondería a una. necesidad de reducir
lo familiar a un núcleo de corte burgués con sus resonancias
ahistóricas. También se ha señalado la posibilidad de que esta
lectura de la subjetividad, no sea otra cosa que la manera que
tienen lo psicoanalistas de conservar modos de intervención que
justifiquen una práctica harto cuestionable del poder. Se ha escrito
sobre el hecho de que con la trama edípica, se niegan las
dimensiones de poder actuantes en la práctica analítica, dejando
fuera su dimensión política.
Desde las prácticas clínícas, también se ha criticado al edipismo
de construir un modelo de lazo familiar, donde la vida se reduce a la
posibilidad normativizante de cumplir con los requerimientos de una
supuesta resolución del Edipo que lleva, como es de esperarse, a
una idea de normalidad y adaptación social. Las críticas no son
siempre injustificadas, pues se ha realizado una lectura familiarista
de la propuesta freudiana y, también, se ha construido una
psicología del individuo normal, a partir de tomar de ahí ciertas
coordenadas de adaptación. Quien supere su Edipo, y esto quiere
decir, quien lleve a buen término la represión de sus pulsiones
agresivas contra el progenitor del mismo sexo, vía la identificación y
pueda sublimar, ubicándose en una relación de objeto, sus
mociones sexuales hacia las del sexo contrario, encontrará una
resolución a sus tensiones vitales. Además, quien no lo hiciere así,
seguramente tomaría caminos que desembocan en “desviaciones!
sexuales y sociales.
Lejos de tales posicionamientos, nos encontramos en este texto.
Aquí se ha tomado otro camino y otra posición ante las ideas
freudianas. Se ha insistido en repetidas ocasiones, sobre la
importancia que tiene el hecho que no existe posibilidad de pensar
el Edipo, sin incluir la cuestión del padre. Padre que se presenta
antes que nada carenciado, incapacitado e imposibilitado de
abarcar con su función simbólica, el sostenimiento en lo imaginario
de la resolución de lo real. También, se ha insistido en el hecho que
el complejo de Edipo no es sino el contenido manifiesto de un mito
y que, lo estructurante y radicalmente inconsciente, está en la
operatividad, o no, del complejo de castración.
Pero es necesario ir más allá, y tomar en serio y en cuenta los
cuestionamientos, que se le han hecho al psicoanálisis y a su
propuesta, de la estructuración de la subjetividad.
La familia, se insiste desde muchos lados, representa el primer
conglomerado de los dispositivos sociales. Allí se gesta la
transmisión no sólo del lenguaje y las legalidades regionales, sino
también el peso de las dinastías, las ubicaciones geográficas en el
campo de las pasiones y los encargos intra generacionales. La
familia es la célula operativa del sistema social y político. Aquí es
donde comienza la cuestión. Si algo revela Freud con la propuesta
de los complejos de Edipo y de castración, es que en el seno del
núcleo familiar, no pueden exiliarse los lazos empapados de
sexualidad y violencia. Más radical: los vínculos que relacionan a los
miembros de una familia, se constituyen a partir de la sexualidad y
la agresión reprimidas. Hay, en la arquitectura freudiana de la
familia, un núcleo trágico. Pero no nada más. Para el psicoanálisis
no existe posibilidad de pensar al sujeto, sino en su vínculo con el
Otro. No hay sujeto sin otredad. Una otredad bifurcada pues existe
tanto en el campo de lo imaginario, como de lo simbólico. Desde
Freud, no puede negarse que en la familia se establecen los
primeros lazos de constitución de lo subjetivo, a partir de la
implantación de la relación entre ley, deseo y goce. Es decir, en la
relación del sujeto en su laberinto. Laberinto que se materializa en
su relación con el Otro. La familia es la red de legalidades que
preceden el nacimiento de un niño o niña, ubicando con ello una
serie de entramados que no responden ni a voluntades ni a
claridades de la conciencia.
Pero aún hay más. Lo que Freud introduce amén de lo antes
señalado, específicamente con la puesta en evidencia de la trama
edípica, es que en el seno de lo social, así como en el corazón del
sujeto, existe una ruptura en relación con el poder del padre. El
psicoanálisis muestra que el sujeto está habitado de un política de
la subversión del poder paterno. No otra cosa es el Edipo. La
propuesta freudiana hace patente que, al interior de la estructura
básica del orden social y de las modalidades mismas de la
subjetividad, existe un cuestionamiento a la potencia paterna y,
específicamente en el campo de la niña, de un impulso por
desasirse de las trabas que la madre impone a la sexualidad de la
hija.
La trama edípica, articula la existencia de deseos sexuales
reprimidos y pulsiones mortíferas silenciadas. Esto es lo
insoportable. Si Freud produce algo al interior de la historia del
padre y ahora se puede extender a la de la familia, es la evidencia
de una crisis de las pulsiones del sujeto, una crisis que expone al
sujeto impulsado por pasiones poco tolerables para el orden y la
distensión, pero también porque muestra un espejo insoportable
para ciertas concepciones de lo humano, que quieren desoír los
jadeos del deseo sexual y las gemidos de la pulsión de muerte.
Freud no inventa los laberintos del sujeto; sólo los hace visibles,
sólo los enuncia desde un pensamiento riguroso y complejo.
La cuestión del incesto en Edipo, la violencia ejercida contra el
padre y los enredos que ligan al sujeto con los melindres del poder,
perdone usted, pero no los inventó Freud ni los creó Sófocles. La
mitología freudiana tiene mucho de original, pero también mucho de
tradicional. Freud pone negro sobre blanco ante la modernidad
mojigata, en el campo del sujeto, lo que la historia de las
civilizaciones ha mostrado desde los orígenes del tiempo y lo
humano.

2. Mitológica*

En los anales de la historia del mundo occidental, existen al menos


tres mitos del origen y la creación del mundo desde la sabiduría
griega2. Los tres mitos más extendidos son el pelasgo, el homérico,
el órfico y el olímpico.
El mito pelasgo ubica a Eurínome como diosa de Todas las
Cosas. Esta diosa que nace desnuda del caos, origina el mundo a
partir de una danza sobre las olas. Sus movimientos toman los
vientos como cómplices y hacen surgir una serpiente, Ofión, que
excitado por los contoneos de la diosa, la fecunda. El sol, la tierra,
la luna, los planetas, las estrellas y todas las cosas brillantes y
vivas, surgen del Huevo Universal que la diosa, convertida en
paloma, posa sobre las olas del mar.
En el mito homérico, estampado en la llíada, XVI, 201, se relata
cómo los dioses y todos los seres vivos, nacen en el océano a partir
de Tetis, madre de todo lo creado.
Para los órfícos, el universo surge del romance entre la Noche de
alas negras y el viento. Su pasión hace nacer un huevo de plata,
que es depositado en las densidades de la Oscuridad y del que
surge Eros, promotor del movimiento y la vida.
Pero, el más conocido y extendido de los mitos, es el que
configura el sistema religioso y político de Olimpia. Del silencio del
caos, en un momento fulgurante, nace Gea, la Madre tierra. Gea al
principio estaba sola, pero un día en que dormía, parió a Urano, su
hijo, pero también su compañero. Gea es la Madre tierra y Urano, el
cielo. La tierra y el cielo se enlazan en el horizonte por el imán de
Eros, quien los mantiene unidos en ese abrazo. Urano, siendo el
cielo, derrama sobre Gea su lluvia, y de las grietas de la tierra brota
todo lo verde, todo lo vivo. La madre se arquea de deseo con ese
líquido y de allí surgen las montañas y sus habitantes. La niebla se
le impregna en su verdor y, al inundarla, nacen los mares y sus
colores. La lluvia fértil también engendra los primeros seres vivos.
Primero son gigantes de cien manos como Briareo, Giges y Coto.
Después los cíclopes y, por fin, los primeros seres pensantes, los
titanes. Dos entre ellos destacan por sus virtudes. Cronos y Rea
nacen orgullosos del vientre de la Madre tierra y Urano, el cielo.
Urano no era fácil. A él no le gustaban los gigantes, y con su
enorme Falo los regresaba al vientre de Gea. Tampoco quería a los
cíclopes, que arrojó a un lugar tenebroso y alejado de todo signo
luminoso. Un día, cuenta la leyenda, a instancias de la madre, los
titanes se insurrectan contra su padre. Cronos, quien comanda la
revuelta, castra a Urano con una hoz donada por la madre. Una vez
realizado el violento acto, arroja el Falo de Urano al mar. En su
vuelo caen unas gotas de sangre que, fecundadas por la Madre
tierra, dan origen a las diosas de la venganza, Alecto, Tisífone y
Mégera, también conocidas como furias. El Falo de Urano tenía
semen cuando es cortado, así que al caer al oleaje, de ese líquido
espeso y blanco nace la espuma del mar, y de esa espuma blanca,
nace Afrodita, diosa del amor.
Cronos queda al frente, pero en vez de ejercer un poder
compartido, reenvía a los Cíclopes al Tártaro y exilia ahí también, a
los gigantes de cien manos. Cronos, hijo del cielo y la tierra, decide
hacer a Rea, su hermana, su sometida esposa. En castigo por las
acciones emprendidas, Gea lanza una maldición: “Uno de tus hijos
te hará lo mismo que hiciste a tu padre, él te destronará”. Ante tal
amenaza, Cronos devora a cada uno de los hijos que le daba Rea.
Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón, que después devendrían
dioses, fueron engullidos por su enloquecido padre. El último de los
hijos de Rea no corrió con la misma suerte. Llena de rabia por la
violencia del padre, la madre esconde a su hijo Zeus, y entrega a
Cronos un costal con una piedra en vez del hijo, para que se lo
tragara. Ayudada por la Madre tierra, Rea entrega a Zeus a la ninfa
Adastrea y su hermana ló, que vivían en Creta. Allí crece fuerte y
sano hasta que un día, alentado por Metis la Titanide, entrega a su
Madre una poción vomitiva preparada por la ninfa para que se la
hiciese beber a Cronos. El padre, sin saber lo que se tramaba, toma
su diaria bebida enmelada y vomita a todos sus hijos, incluida la
piedra engañosa. Al frente de sus hermanos, Zeus se enfrenta al
poder de su padre y, tras una violenta guerra contra los titanes
dirigidos por Atlante, logra derrocar a Urano y toma desde
entonces, el mando y la guía.

Como se hace evidente, el incesto, el asesinato del padre y la


rebelión del hijo son la narración de los orígenes humanos. Cuando
Freud retoma la tragedia de Edipo para mostrar los entramados de
la pasión humana, no hace otra cosa que evidenciar lo que los
hombres no querían saber: las pasiones, violencias y lujurias de los
dioses, son un espejo simbólico de los derroteros del sujeto. Las
religiones no son sólo instituciones sociales encargadas de
promover dogmas y hacer tratos sucios con el poder en turno. Las
religiones son el texto de lo sagrado. Son las que archivan los
textos de la historia sagrada. La religión es la instancia encargada
de mantener la memoria de la otredad, es decir, de lo que fue y no
se sabrá. Los hombres y las mujeres quieren olvidar de dónde
vienen y cómo surgieron. La paradoja es que se quiere olvidar lo
que no se sabe. Hay siempre algo de insoportable en los orígenes.
Pero el origen es otro modo de decir lo olvidado; lo ignoto. La
religión es la encargada de hacer texto esa otredad insoportable e
incognoscible. La religión es la memoria de lo otro y el texto de la
memoria. Los seres humanos olvidamos lo que fuimos y de dónde
venimos. Lo ignoramos y jamás lo sabremos. Las religiones de
todos los tiempos, con sus hermosos y terribles mitos, fungen como
la memoria de lo incognoscible; son su poesía y su prosa. La
religión escribe metafóricamente el olvido de un origen ignoto. El
punto es, que la religión con todo esto legitima que hubo un origen;
que existe algo originario. El paso freudiano, es trastocar lo sagrado
en profano y humanizar la estructuración del sujeto, sin necesidad
de promover una religión, ni legitimar un supuesto origen divino. En
el corazón del sujeto se agitan la sexualidad y la muerte. En cada
sujeto se enfrentan los deseos incestuosos y las pasiones
mortíferas a la ley y sus instituciones. El mito de Edipo es el texto
de la desacralización del saber sobre el sujeto.

3. Otras lecturas

A partir de la introducción de la tipología de los discursos en 1970,


se abren distintas posibilidades de hacer otra lectura incluso, de la
saga de Edipo. De entrada, las propuestas lacanianas responden a
cualquier intento de psicologización del Edipo. Dos puntos
solamente. Primero, no se trata de ningún triángulo de personajes,
sino de una red de implicaciones estructurales de cuatro funciones
donde uno, el falo, opera como organizador a partir de su falta. El
paso es claro: del teatro imaginario y burgués, a la operatividad
estructural de la falta. Segundo, la cuestión de Edipo es un modo
mítico de pensar la estructuración del sujeto. Para Lacan no existe
tal, sino a partir de la metáfora paterna. El complejo de Edipo en
Freud, es la metáfora paterna en Lacan. La metáfora paterna es la
matematización de la relación de los entramados edípicos y el
complejo de castración. Hemos desarrollado lo que esto implica. No
se trata de la psicología del enamoramiento de un niñito o una niñita
por su progenitor del sexo opuesto y su enemistad con el del
mismo; se trata de la instauración, por medio de la metáfora, de las
ubicaciones que tanto el sujeto como los suplentes del Otro,
ocuparán a partir de una red compleja de relaciones simbólicas.
También se especifica que la no instauración de la función
metafórica del padre, entraña una serie de implicaciones radicales
para la ubicación del sujeto en el mundo. No hay desde aquí,
ninguna posibilidad de pensar en adaptación, normalidad o
normatividad social. Para el sujeto, los caminos que se derivan y se
gestan en las encrucijadas de su relación con el Otro, no son
mejores ni peores las unas de las otras; son diferentes. Psicosis,
neurosis o perversión, ni son categorías psicopatológicas, ni
representan, en vinculación con la otra, ningún ordenamiento
valorativo. No sólo eso, la vida de cada sujeto es un laberinto que
pasa por infinitas posibilidades de escritura, a partir de un número
finito de estructuraciones. De este modo, la normatividad o la
adaptación, son conceptos ideológicos inútiles y ajenos a la
concepción del sujeto aquí expuesta.

Pero dejemos lo obvio. El punto tal vez más novedoso de la


escritura de los cuatro discursos, atañe a la posibilidad de realizar
una lectura política que incluya la cuestión del sujeto. La escritura
del discurso del amo y su vinculación con el padre, en su vertiente
ideal e imaginaria, abre vías inéditas.
La historia del padre, se presenta como las diversas
discontinuidades que en el transcurso del tiempo, va generando la
bancarrota del poder del padre. El padre aparece en la modernidad
como una figura ausente, lastimada y fracturada. Esto no se puede
negar. Pero la historia del padre no puede reducirse a la evolución
del declinar de su poder. La fractura del padre, su posición de
carente, no sólo es histórica, también es estructural. Si algo
muestra el discurso del amo, es que el padre ideal, aquel que ha
adoptado el oficio de amo todopoderoso, está estructuralmente
tachado. Esto no niega lo que ha venido sucediendo con el
descalabro paterno a lo largo de los siglos, pero relativiza su verdad
como absoluta y, además, abre otra vía histórica de pensar, no
tanto lo que hace generalidad, sino las maneras cómo la relación
entre el poder del padre y sus carencias, han actuado a lo largo del
tiempo.
En la historia narrada, si existe una época donde el padre
gobernaba soberano tanto en su casa como en la cité, es la de la
sabia Grecia y la encumbrada Roma. Pero las cosas no son así de
contundentes. En la sociedad romana, si bien todo lo que tenía el
hijo era del padre mientras viviera con él, y no podía hacer uso de
ello hasta que se librara matrimonio de por medio, la mayoría de los
hijos se iban de casa de los padres evitando así el yugo que
representaba su tutelaje. El matrimonio era la vía privilegiada de
soslayar el poder paterno y comenzar otra familia, ya sin la
vigilancia del padre. La familia conyugal no comienza como muchos
quieren hacer parecer en el siglo XVII, ni siquiera en el XV. La
familia troncal, esa que bajo el mando de un padre todopoderoso
mantenía el orden de las diversas subfamilias que se formaban bajo
su legislación, esa que se presentaba como modelo de armonía y
como de origen natural de las propuestas y los ejemplos de Dios
Padre, no se rompe con la revolución francesa sino, al parecer,
muchísimo tiempo antes. Así nos lo hace saber Paul Vien, un
importante historiador francés, en diversos textos como Commnet
on écrit l ’histoire, L ’empire romain y De l ’Empire romain á l’an mil.
En su artículo escrito específicamente para L’Histoire de la vie
príve, dice algo asombroso: “El padre de familia no dejó poco a
poco de ser su monarca, porque nunca lo había sido: la Roma
arcaica no fue un grupo de clanes cada uno de ellos bajo la
autoridad del ancestro”3
Además, las cosas no son tan lineales como parece. Por ejemplo,
en Roma existían al menos dos grandes zonas de establecimiento
social, estaban los hombres libres que podían ejercer y detentar el
poder, pero también existían las mujeres y los esclavos
imposibilitados para gobernar. Sí, la historia presenta al padre
romano como amo de su esposa y su casa, propietario de sus hijos,
sus instrumentos de trabajo, patrón de sus libertos, así como
poseedor de los esclavos y su trabajo. Pero los esclavos también
tenían hijos. Un padre esclavo, evidentemente, no es un retrato fiel
de lo aquí presentado. En Roma también había padres a los que no
les pertenecía su hijo y que vagaban errantes por los caminos, pero
sin perder las cadenas de sus piernas y su corazón. No se crea que
los esclavos en Roma eran pocos, ya que existían al menos dos
millones de ellos ante seis millones de hombres libres. Sí, no se
puede decir que se trata de un número poco representativo.
En las leyes que regían Roma, si bien el padre tenía privilegios
incontestables, también se generaban situaciones interesantes. Una
mujer casada, es decir, sostenida por su esposo, podía heredar una
fortuna de su padre. Ese dinero no pasaba a manos del esposo y
podía quedar a la entera disposición de ella, lo que, nos
imaginamos, no debía hacer muy feliz al “poderoso” padre de
familia que tal situación vivía. Las herederas, además, podían venir
de una casa noble y ante la herencia obtenida no sólo recibían
dinero y títulos nobiliarios sino que, en virtud de ello, también
podían a su vez heredar, sin pasar por la voluntad ni el poder de su
sonrojado esposo y padre de sus hijos. En esta línea, un hijo liberto
podía comprar a su padre esclavo y tenerlo bajo sus órdenes. Pero,
para beneplácito de los gustosos de los dramas familiares, podía
también suceder que una madre liberta comprase a su hijo esclavo,
quedando a su entera disposición en todos los sentidos. Y sí, como
nos lo podemos imaginar, un hijo ahora liberto podía comprar a su
madre y dejar a su padre esclavo. Para aquellos puritanos que
piensan que la modernidad es la peor de las épocas y que suspiran
con aquello de que todo tiempo anterior fue mejor, compartamos la
pregunta que se hace Markos Zafiropoulus: “¿Quién podría
sostener aún que las condiciones del edipismo de la familia
conyugal del siglo XIX, están naturalmente más degradadas que las
de los hijos de esclavos por fin liberados y en condiciones de
rescatar a sus padres en Roma?”4

En la Grecia de los sabios y las tragedias, las constelaciones


familiares tampoco parecen ser el ejemplo de situaciones ideales y
sin conflictos. Lejos de ello. Para mostrarlo podemos volver,
precisamente, á\ la historia de Edipo, pero esta vez desde una
lectura que acentúe otras dimensiones, incluidas las familiares.5
El padre de Edipo es Layo. Este hombre que es el más olvidado
en la trama de Edipo Rey de Sófocles, también tiene su historia.
Hijo de Lábdaco, descendiente directo del rey Cadmos, debía ser
heredero del trono, pero fue exiliado. Sus pasos le llevan hasta el
palacio del Rey Pélope, quien lo recibe como a un hermano. Layo,
ante la hospitalidad, responde con la seducción y violación del hijo
menor del monarca, Crisipo, a quien lleva después a vivir con él a
su ciudad natal.
De regreso a Tebas, Layo toma por esposa a Yocasta, ella
misma descendiente también de Cadmos, sin por ello dejar de tener
relaciones homosexuales con el bello mancebo. Yocasta por algún
tiempo no puede tener descendencia. Los rumores no se dejan
esperar, Layo no sólo prefiere los encantos de Crisipo, sino que
mantiene con su esposa relaciones por el camino que lleva a la
colina o, de plano, no las tiene. Yocasta desesperada acude a Hera,
diosa del matrimonio, le pide ayuda y castigo. La diosa envía
entonces a la Esfinge. El monstruo aterrorizaba a los ciudadanos,
pero también estaba llevando la ciudad a un desastre económico,
pues el comercio se había venido abajo por el impedimento de
intercambiar mercancías con otras ciudades. Ante ello, el consejo
obliga a Layo a separase de Crisipo y enviarlo de nuevo con su
padre. El joven se suicida. Lo curioso es que, una vez que Layo
cumple la obligada separación, la Esfinge sigue ahí con su cabeza
de mujer, cuerpo de León, cola de serpiente y alas de águila. La
sospecha no se deja esperar, Layo ha cumplido la mitad de la
tarea, ahora debe engendrar un hijo. El malogrado padre, buscando
una respuesta ante la no gravidez de su mujer, va a visitar a Pitia
en Delfos. La sacerdotisa de Apolo le intenta calmar diciéndole que
en buena hora su mujer no ha sido madre, pues existe la maldición
de que el hijo que él engendre lo matará.
La bella historia familiar no termina ahí, lo sabemos. Yocasta
decide que si los dioses no pueden hacer que su marido le cumpla
y engendre un hijo, ella encontrará los medios. Y claro, los
encuentra. En una ocasión en que las circunstancias eran propicias,
emborracha a Layo y se introduce en la noche a su cama para que
él se introduzca en sus humedades. De esa noche viene Edipo. El
padre, ante la amenaza proferida, tal como se expuso en el capítulo
histórico, opta por exponer a su hijo y propiciar su muerte. Yocasta
es la encargada de entregar a su hijo a un pastor para que lleve a
cabo tan terrible situación. El padre, para asegurarse que las cosas
no fallarán, agujera los dos piecesitos del niño y los amarra con un
cabo. El esclavo encargado de la muerte de Edipo, no se atreve a
ejecutar tal fechoría y se lo entrega a otro pastor, que a su vez lo
lleva a vivir con el rey Polibio de Corinto. Él y su esposa adoptan
como hijo suyo a Edipo, quien crece en esa familia noble señalado
como sucesor del trono. Pero un día, ante la imputación de que no
se parecía en nada a sus padres, decide visitar el oráculo de Delfos
para preguntar la verdad de su origen. Allí, ante su asombro, Pitia
en vez de acogerlo lo corre, profiriendo 1a espantosa condena:
“Aléjate de aquí miserable, matarás a tu padre y casarás con tu
madre”.
Edipo sale espantado e intenta huir lo más lejos posible de la
casa del Rey que toma como padre. Es justo en esa huida cuando
se encuentra a Layo quien, a su vez, viajaba al oráculo para
preguntar por la persistencia maldita de la esfinge. La pelea se
desata ante la bifurcación de los caminos y Edipo, además de
matar a los acompañantes del rey, asesina a su propio padre, cuyo
cuerpo es arrastrado por un caballo. Edipo sigue con su camino,
llega a las puertas de Tebas y resuelve el enigma de la Esfinge que
se desbarranca ante la respuesta correcta. En premio a su hazaña,
el joven caminante recibe de Creonte, quien entonces gobernaba
transitoriamente Tebas, el trono de la ciudad y con ello la
posibilidad de cohabitar con la viuda de Layo que, desde entonces,
devendrá su esposa. Edipo gobernará prudentemente Tebas junto
a su mujer, Yocasta, y engendrará dos mancebos, Polinices y
Eteocles, así como dos niñas, Antígona e Isemene. El tomará el
mando de la ciudad sin saber ni lo que ha hecho, ni lo que se
avecina. Las cosas van bien hasta que una peste azota la ciudad.
Es aquí que comienza la tragedia de Sófocles.

4. Edipo, el tirano

Hasta aquí, se ha puntuado cómo el padre, incluso en la Roma


encumbrada de los patricios y los pater familias, es fallido e
incompleto, y que la historia no puede ser total, lineal ni unificadora.
También se ha señalado cómo existe una serie de variantes que,
históricamente, no se puede dejar de lado si se quiere hacer una
historia del padre. Asimismo, se mostró que las constelaciones
familiares no vienen necesariamente de una evolución de la familia
troncal a una conyugal, y que es difícil sostener el ideal de una
familia perfecta y ordenada por el poder incontestable del padre,
tomando como modelo la familia romana, ni siquiera la griega. Es
cierto también que la historia de Edipo es, al mismo tiempo, la
historia de los infortunios del padre; de los padres. Padres que
además eran reyes. Polidoros, hijo del rey Cadamos, no puede
trasmitir su poder a su hijo Layo. Layo repudia a su hijo, además de
haber traicionado la confianza de Pelio, quien lo trató como hijo. A
su vez, Edipo es adoptado por el rey Polibio de Corintos, quien no
podía tener hijos. Pero, de ahí la tragedia, su destino lo lleva a
convertirse en asesino de su padre, marido de su madre y por ello,
padre de sus hermanas y hermanos, así como hijo de su esposa.
La historia de Edipo es la historia de las fallas del padre, del padre
fallido.
Pero ahora se hace necesario dar un paso más y leer la saga de
Edipo a la luz de los cuatro discursos, específicamente en relación
con el del amo, para generar una lectura que incluya la cuestión del
poder en el texto de Sófocles y las propuestas de Freud.
La tragedia de Edipo también puede ser leída desde una
perspectiva discursiva; desde una óptica política. Los elementos
que atraviesan la obra permiten vislumbrar ahí que se trata de un
enjambre relacional entre la cuestión del sujeto, las dimensiones de
la verdad, la importancia del poder y los dispositivos del saber.
Saber, verdad, poder y sujeto son los hilos con los que se tejen los
caminos de Edipo. También son los componentes del análisis
discursivo que Lacan propone para presentar los lazos sociales.
Edipo es el representante humano de los artilugios de los dioses.
Él es un hombre que ha atravesado las desdichas terrestres a las
que los mortales estamos expuestos. Sus dolores vienen de lejos,
de la sangre derramada por sus ancestros y de los enredos que el
destino tejió para sus padres e hijos. Edipo asesina a su padre y
desposa a su madre. De ello nada sabía. Es un claro sujeto del
inconsciente. Sí, eso se escribe $.
Él no sabía la verdad de su historia. Pero también es cierto que
esa verdad ignorada no atañe sólo a su lugar como sujeto; Edipo
era rey de Tebas cuando se impone la necesidad de resolver un
problema social que lo llevará al barranco subjetivo, pero también
político. Edipo, siendo quien detenta el poder y la ley (S1), es
convocado por el pueblo de Tebas para que resuelva la peste que
azota la ciudad. Su respuesta es categórica: él se encargará de
resolver el problema y si alguien es responsable, él mismo lo
castigará echándolo de la ciudad; sancionándolo violentamente.
Para poder hacerlo, necesita saber la verdad. Ante su ignorancia,
recurre a quienes son los dueños de la verdad. Primero los dioses y
después el vidente. El dios Apolo con su oráculo y después Tiresias
el clarividente, ocupan ese lugar de quien presenta la verdad. La
verdad de los dioses y la de los humanos, debe ser buscada en otro
lugar que en su entendimiento, pues allí no sabe el rey cómo
encontrarla. El rey hace trabajar al otro en su saber, para producir
una verdad que ignora.
Pero la verdad inferida de la palabra de los dioses y reafirmada
por la boca del adivino, no es soportable para el poderoso. Apolo
por su oráculo, dice que la peste tiene que ver con un asesinato.
Desterrar al asesino es la puerta de salvación de la cuidad. Apolo
enuncia la causa y el modo de resolverla pero dice la verdad a
medias. Dice quién fue asesinado, Layo, pero no dice quién es el
asesino. Para saberlo hay que hacer traer a Tiresias. Él devela la
otra parte de la verdad: el asesino es el mismísimo Edipo. Ante tan
terrible aseveración, el rey acusa a Tiresias de confabularse con
Creonte para derrocarlo del poder. Ante la verdad, el amo politiza la
cuestión y rebela que la trama de Edipo, es también una historia
sobre el poder.
El poder tiembla ante la verdad y desestima lo que dicen los
dioses y habla la lengua del mago. El amo no puede aceptar que la
verdad no sea la que él dice saber: él es un héroe, no un asesino.
Lo que al amo no sirve, no puede imponerse como verdad. Sólo hay
una posibilidad de llegar a la verdad, convocar a quienes pueden
saber por lo que han visto. Los dioses están muy lejos y el adivino
es ciego. Debe haber testigos. Edipo entonces ubica el saber en
otro lado. El saber que dice y afirma la verdad lo detentan una
mujer y dos esclavos.
Yocasta, en su intento de caimar a Edipo, abre la sombra de la
duda. En unas cuantas palabras, ella relata la entrega y muerte
segura de ese niño que habían vaticinado mataría a Layo. Para ella
era evidente, los dioses y los oráculos se equivocan. Para él era el
principio del desbarranco. Fuera de sí, le ruega detalle de cómo
ocurrió el asesinato de su antiguo esposo. La reina cuenta que
Layo fue asesinado en un cruce de caminos. La leyenda dice que
fueron bandoleros, pero quien asombrado escucha reconoce la
escena. La descripción concuerda y la sospecha se vuelve negra.
Desesperado, el rey pregunta si existe algún testigo que pueda
reconocer al asesino o decir qué pasó ahí. Sí, un esclavo de la
corte que ahora vive alejado del castillo. La trama se acelera y
Edipo debe confesar a Yocasta lo ocurrido en aquel viaje al oráculo.
El vértigo no se hace esperar y muy pronto la verdad cegará al
rey con su resplandor. Lo que parecía un buena noticia por un mal
suceso, es el comienzo del final. Un mensajero llega de Corinto
trayendo la noticia de la muerte de Pólibo. Edipo respira tranquilo,
pues la maldición ya no puede cumplirse; él no mató a su padre.
Aliviado, comparte con el mensajero el trago amargo que acaba de
pasar y la respuesta que recibe lo deja helado: Pólibo no era su
padre. Él mismo, siendo siervo de palacio, lo recibió de manos de
un pastor. Lo llevo recién nacido a la corte donde fue recibido y
presentado como hijo de los reyes de Corinto. La noticia era
terrible, porque si bien Edipo ya sabía que él había matado a Layo,
eso no era sino una parte del infortunio. La otra parte debía
demostrar que Layo era su padre.
La verdad no tarda en llegar, pues el mismo esclavo que había
presenciado el asesinato es quien abandonó al desdichado rey
cuando era apenas un bebé. Tras mucho trastabillar, este esclavo
narra lo que sabe: Yocasta le entregó un niño de pies agujerados
que, por no atreverse a matar, entregó a su vez a ese mensajero
que entonces fungía como pastor. Un rayo de dolor cae sobre
Edipo no sólo al saber esa verdad, sino al recibir la noticia de que
su madre, que era también su esposa, se había colgado dándose
terrible muerte. Desecho y atravesado por la maldición que lo
alcanzó, se vacía los ojos pinchándoselos con las agujas de un
prendedor que, del cuerpo pendido de Yocasta, acababa de
arrancar.
Edipo rey de Tebas (S1), sucumbe ante el peso de la historia que
lo atraviesa. La historia del sujeto alcanzaba al rey, tachando su
poderío. Sí, S1/$. El saber reside en los esclavos que verifican la
verdad de los dioses: S1 — ►S2. La producción de su verdad es el
vacío dejado por los ojos inertes; Edipo se transforma todo él, en el
desecho de sus ojos ciegos; se produce como desecho (a). Todo
esto puede escribirse así:
S1 __ ^ S2
$ a

La vida de Edipo rey es una tragedia que incluye las dimensiones


de! sujeto, pero también del poder, del saber y la verdad. Edipo
puede ahora ser leído desde otra perspectiva que no se reduzca a
las dimensiones del deseo y la culpa, se trata también de un historia
sobre el poder. La propuesta que aquí se abre, es que no puede
pensarse la dimensión del poder como el ejercicio de un imposición
en un sentido fenoménico o empírico. Los vericuetos del poder
incluyen el campo del saber y se tejen con los hilos de la
investigación por la verdad, sea en el campo del sujeto o de la
historia.

Para terminar este capítulo, algunas puntuaciones finales:


1. Las dimensiones del Edipo, difícilmente podrían servir para
proponer una normatividad o alguna característica de adaptación a
lo social. Lo que la lectura freudiana del Edipo avanza, es que el
sujeto está habitado de dimensiones trágicas. El sujeto no sólo está
confrontado con su propio abismo insalvable; no sólo se enfrenta a
un real que lo habita y que jamás podrá controlar, domeñar o
resarcir para negar su tachadura y su imposibilidad de completud.
El sujeto también está confrontado con la dimensión trágica de su
posición como ser humano. Se trate de hombres o de mujeres, los
seres humanos estamos confrontados con el remolino de las
pasiones que nos habitan. Pasiones que se alimentan de deseos
sexuales incestuosos y pulsiones que anidan la muerte. El deseo, el
goce y la muerte son los componentes con los que el sujeto debe
vérsela en su relación con los otros, con el Otro; en sus distintos
lazos sociales. Los caminos en los laberintos del sujeto son
incontables, como incontables son las historias que pueblan el
mundo y la historia. Pero el sujeto no puede negar la dimensión
trágica que empuja su sexualidad y arremete desde la muerte.
2. Freud hace de la tragedia de Edipo el espejo de las verdades
de las mitologías divinas. Pero también de las propuestas de la

56 3 0
religión judeocristiana. El Dios judío es un dios celoso. El
monoteísmo cristiano no puede negar la muerte, la traición y lo
oscuro de la trasmisión. Moisés es la otra saga mitológica que
Freud desglosa para mostrar que el padre, desde su origen, está
tachado; que en el origen de las religiones hay una asesinato
primordial y que esa es otra manera de mostrar al padre barrado.
3. La lectura que hace Freud de la tragedia de Sófocles es harto
ilustrativa de las configuraciones subjetivas. Pero el psicoanalista
realiza una torsión para transformar Edipo de mitología a complejo.
En la historia griega, Edipo ni anhela matar a su padre ni desea
sexualmente a su madre. Peor: no solamente no mata al padre para
tener a la madre, sino que primero mata a Layo sin saber que era
su progenitor, y después desposa a Yocasta no por amor, sino por
un legado de la cuidad de Tebas. A Freud, la genialidad y el
desacato de introducir ahí la cuestión del deseo. Es Freud quien,
retomando la saga griega, produce una irrupción del campo del
deseo para dar cuenta de los laberintos del sujeto. El complejo de
Edipo no es una calca de la historia sofoclena, sino una reinvención
de la misma para mostrar lo impactante de los caminos del deseo y
la muerte, cuando se hace presente el espesor legislativo de!
inconsciente.
4. Lacan con sus cuatro discursos, permite ir más allá de
cualquier reducción individualista y extiende la posibilidad del
análisis de la trama de Edipo hasta incluir, en las escrituras
discursivas, las relaciones entre lo político, lo clínico y lo
epistemológico. Lacan abre la configuración del sujeto hasta las
costas de lo político y lo social. Pero él no es el único en presentar
la narración de Sófocles como una trama política.
No otra cosa plantea Foucault en su análisis sobre el texto de
Edipo. En 1973, tres años después del seminario de Lacan, el
filósofo francés, dicta una serie de conferencias en Brasil.
Específicamente la tercera, versa sobre la desventura de Edipo. Allí
dice: “... la tragedia de Edipo que puede leerse en Sófocles es
representativa y en cierta manera instauradora de un determinado
tipo de relación entre poder y saber, entre poder político y
conocimiento ...”6
Foucault propone desentrañar los modos como en la trama se
llega a la verdad y emprende un extraordinario análisis del texto. El
mecanismo utilizado es la explicitación de pares de oposiciones
binarias que se presentan en el texto. Busca la ley de mitades
binomiales. Así, presenta la verdad expuesta en dos partes, los
pares de personajes vinculados por su lugar en la trama y las
implicaciones de esas parejas funcionales.
Respecto a la verdad, ubica dos tiempos: Apolo dice que se trata
de un asesinato, pero no quién lo realizó. Pero también dos
naturalezas de la misma: existe una verdad divina que debe ser
refrendada por una verdad de lo mirado. La verdad, señala, los
modos como se presenta la verdad en el texto de Sófocles,
responde a lo que los griegos llamaban cpv^PoA-ov el símbolo. Se
trata de una técnica donde los diversos fragmentos deben
ensamblarse para poder encontrar la verdad. Cualquier parecido
con una lectura analítica no es mera coincidencia. Tampoco en el
hecho de que el filósofo ubique la verdad como medio decir, ni a
este proceder del lado de lo político.
De lado de los personajes, propone relacionar a Apolo con
Tiresias, a Edipo con Yocasta y a los dos pastores. Cada pareja
tiene una función al interior de la trama. Los dos primeros
representan la cuestión de la verdad del lado de los dioses; la
pareja real, la dimensión del poder y los dos esclavos, la cuestión
del saber empírico. El trío de elementos se especifica en las
relaciones binomiales.
A partir de allí, Foucault señala que lo que está en cuestión es la
dimensión del poder y sus vericuetos. Muestra los momentos en
que Edipo responde como rey en peligro: llamado por su pueblo,
impugnada su autoridad por Creonte, fracturada su soberanía por
Tiresias y sospechado su linaje por el mensajero. También analiza
la función y las características del tirano en los siglos VI y VII,
mostrando cómo el tirano en esas épocas, es quien detenta un
saber y un poder simultáneos. El filósofo declara lo que será un
viraje en el curso de sus investigaciones: no se puede pensar el
campo del poder sin incluir el saber, pero sobre todo no se pueden
problematizar las instauraciones, los dispositivos y los discursos del
saber, sin incluir la cuestión del poder. Otra vez, la coincidencia con
Lacan, a pesar de sus diferencias, es asombrosa.
La convergencia con los planteamientos de Lacan no es sin
importancia ni sin consecuencias. Pero tal vez valga la pena
subrayar dos diferencias. Foucault, desde el inicio de su texto,
critica la propuesta freudiana siguiendo las cuestiones adelantadas
en el libro de Deleuze y Guatari, El antiedipo, publicado en 1972.
Allí arremete contra las posiciones psicoanalíticas que quieren
reducir los caminos del sujeto a la triangulación edípica. Además
asegura: “Si hay algo parecido al complejo de Edipo, éste no se da
a nivel de lo individual sino a nivel colectivo; no a propósito del
deseo y el inconsciente sino a propósito del poder y el saber”7
Otro punto fundamental, es la lectura histórica que hace de la
trama de Edipo ubicando al personaje de ésta como un
representante de los tiranos que gobernaban en la Grecia de los
siglos VI y VII. Su lectura quiere ser política e histórica. Retoma la
traducción misma de la trama y, desdeñando lo que tiene que ver
con el incesto, apunta que Sófocles mismo tituló su obra Edipo rey
y no, por ejemplo, El incestuoso. Retoma la escritura original griega
donde lo que en francés o castellano se ha traducido rey, en griego
aparece la palabra Tirano. Tirano es aquel que, en los siglos
señalados, no sólo tenía el poder, sino también un determinado
saber. Edipo es tan tirano como Cípsilo de Corintia o Solón de
Atenas. Incluso llega a decir en la tercera conferencia, que la
confabulación de Edipo, al ubicar a los esclavos como los que
detentan el poder, inaugura el modo como la sociedad occidental
implementará una nueva dimensión del poder político. A partir de
entonces, el pueblo se apoderará del poder del derecho y sus
instituciones.
La propuesta de Lacan no se opone a la puntuación histórica de
Foucault, pero sí implementa que el saber está en otro que en el
amo y su poder. Tal vez no se trata de la misma concepción de
saber. El tirano no tiene el poder aunque posea información. Edipo
no es un ignorante, pero no sabe la verdad que lo habita y lo
acecha. Desde Lacan, podemos decir que lo que hace a Edipo
tirano no es la información que se adjudica, sino querer imponer,
desde un lugar de amo, su saber como verdad. Lo que lo inviste en
el lugar de dictador en el discurso del amo, es que no está ahí para
hacer valer la ley de la ciudad, sino para imponer su voluntad.
Digamos lo obvio. El discurso del amo no señala que aquellos que
detentan el poder están en un lugar desdeñable, criticable y
execrable. El discurso del amo no es sinónimo de negatividad, ni
convierte a quien lo ejerce en un déspota. El discurso del amo es
un lazo social que tiene como dominante la ley y como agente el
poder. En ese sentido es un lazo social al que el sujeto se enfrenta
y que representa una de las bases de lo social. El punto es que
cuando quien debiese ejercer la ley, quien debiera mandar
obedeciendo, quiere hacer del aparato legal el instrumento de su
poder personal, y del ejercicio de su función una plataforma para la
imposición de la voluntad, ahí asistimos a la figura del dictador. Un
dictador que, por otro lado, es también un sujeto, es decir, un ser
sujetado a la ley y expuesto a la carencia. Los dictadores son
sujetos limitados, carentes y fracturados, aunque con sus uniformes
relucientes y sus armas brillantes quieran negarlo.
Y este es el punto de donde podemos partir para hacer una
diferencia con Foucault en su lectura de Edipo. El filósofo
concuerda con el psicoanálisis al leer en Edipo una trama del poder.
También en pensar que no existen dimensiones del saber que no
tengan que ver con el poder. Pero Foucault, en su intento de criticar
el psicoanálisis, olvida algo fundamental incluso caro a su propio
desarrollo: el lugar del sujeto, el emplazamiento del sujeto en el
campo de lo discursivo. Foucault detalla las tres parejas y sus
funciones al interior de,la investigación de la verdad. Apolo, el dios y
Tiresias el adivino, están en el campo de la verdad; Edipo y
Yocasta, en tanto la pareja real, en el del poder, y el mensajero y el
pastor en el del saber. Los componentes del análisis se hacen
presentes, poder, saber y verdad. Pero en Foucault se desestima y
se olvida el lugar del sujeto. El psicoanálisis no puede hacer tal
cosa. Edipo es rey y se vincula con el poder, está atravesado por la
verdad y expuesto al saber de los esclavos, pero también es un
sujeto con historia y barrancos. En Edipo se narra una investigación
jurídica de la verdad, se evidencia el lugar del saber de lado de los
esclavos, se hace patente el abuso del poder del lado del rey, pero
también se relatan las peripecias de un sujeto con toda la historia
de su familia encima. Edipo es un sujeto que también está habitado
de deseo y muertes. Es un hombre cuyo nombre remite a su
historia y a significantes que lo representan. Si el filósofo omite
esto, la diferencia es radical con lo aquí propuesto. Incluso su
argumentación del tirano como quien detenta al mismo tiempo el
poder y el saber, lo extravía en la consistencia de la lectura. Edipo
tiene información pero no el saber. Cuando Edipo resuelve el
enigma de la Esfinge no es su categoría de monarca, no es desde
su lugar de rey que lo hace. Edipo vaga intentando escapar del
destino que, como sujeto, lo acechaba. Su enfrentamiento con el
monstruo alado, lo hace desde su lugar de sujeto, no de soberano(
La discusión con Foucault a partir de esos años se convierte en
confrontación. Tal vez no podía ser de otro modo. A pesar de que la
problematización de sujeto del conocimiento clásico y la subversión
de un sujeto de la conciencia sea el horizonte crítico de ambos
autores, las plataformas de pensamiento y los pilares epistémicot
difieren y se alejan. Aquí dejamos, la tinta no se acaba con esto,
pero tampoco se puede agotar el tema. Sólo una probada lo
expuesto aquí. Sólo eso.

Notas

1. La crítica vino desde dentro del psicoanálisis en sus fronteras


con la filosofía especialmente en el libro El antiedipo de Félix
Guatari y Gilíes Deleuze. Desde la sociología destaca el texto dfr
Robert Castel sobre la cuestión del poder en psicoanálisis.
2. R. Graves, Los mitos griegos, t. i y II, Alianza Editorial, Madrid,
2001 .
3. P. Veyne, en Historia de la vida privada, t. 1 El imperio Romano
y la antigüedad tardía, op. cit. p. 85.
4. M. Zafiropoulus, Lacan y las ciencias sociales, Ed. Nueva visión,
Bs. As., 2002, p. 61.
5. Sófocles, Edipo rey, op. cit.
6. M. Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Ed. Gedisa,
México, 1988, p. 38.
7. Idem.

6690-
CAPÍTULO XIX.
EL PADRE REAL, EL DIABLO Y OTRAS HISTORIAS

1. La crítica al Edipo

Dos propuestas de Lacan han guiado las letras de este texto.


Aquélla del padre como fílum, y la dimensión del complejo de Edipo
como contenido manifiesto. La primera fue comentada a lo largo de
estos capítulos, la segunda constituyó el nudo de un capítulo que
busca ser punto de capitón.
Lacan propone que el complejo de Edipo es el contenido
manifiesto, en tanto mito. Pero nunca especifica cuál es el latente.
Aquí se ha propuesto que el contenido latente sea la castración. La
castración aparece entonces, como lo verdaderamente inconsciente
y como el articulador estructural.
El complejo de Edipo se presenta en nuestros tiempos, como la
escenografía de una trama que se cuenta sin que el sujeto se
cimbre. Tanto para Freud como para Lacan, es impensable el Edipo
sin introducir la función del padre. Específicamente para Lacan, el
complejo de Edipo es la prosa inexacta de la metáfora paterna. De
hecho, para él, no hay otra manera de pensarlo. De algún modo
desestima el argumento del Edipo. No su importancia, pero sí su
fenomenología. Con ello se gesta un descentramiento. Lo que
cuenta no es la relación teatral de un niño enamorado de su madre
y competitivo con su padre, o viceversa para la niña. Lo que cuenta,
es la intervención de la metáfora sustituyendo el significante del
deseo de la madre por aquél del padre. De nuevo, no son tres los
personajes, sino cuatro los elementos estructurales. No hay Edipo
sin que intervenga la significación del falo, es decir, sin la
estructuración desde la castración.
La estructura subjetiva es impensable sin la metáfora del
Nombre-del-Padre; sin su presencia, falla, desmentida, forclusión o
sus modos de instauración. Del mismo modo, no se puede plantear
la constitución del sujeto en relación con el deseo y con el goce, sin
hacer intervenir al padre desde los tres registros. Pero no sólo se
trata del sujeto; la historia y la cultura pueden leerse desde otra
perspectiva con la entrada en escena del padre simbólico,
imaginario y real. Es por ello que el análisis llegó hasta el mito de
los orígenes y la saga de Moisés. Todo ello permite la inclusión de
la propuesta sobre la castración como estructurante. Lacan, el
mismo día que introduce la cuestión del mito y lo manifiesto,
pregunta: “¿Qué tiene que ver Moisés, carajo de Dios -viene al caso
decirlo-, qué tiene que ver con Edipo y con el padre de la horda
primitiva?” Y él mismo responde: “Ahí hay algo que tiene que venir
del contenido manifiesto y del contenido latente”. Los capítulos
anteriores intentaron responder y merodear esos temas.
Señalar el Edipo como metáfora paterna, y colocarlo en el lugar
del contenido manifiesto, no es sólo un crítica a las concepcional
que lo reducen a su desarrollo fenomenológico o psicológico, es
trastocar el lugar desde el que se lee y se piensa tanto en la
doctrina como en la clínica.
La problematización de Lacan también alcanza a Freud. El
complejo de Edipo es el contenido manifiesto, porque algo en la cita
freudiana elude la cuestión de la castración. La elude en su
vertiente trágica. Edipo aparece como ese personaje cuya historia
es narrada por Sófocles. Edipo se acuesta con su madre por haber
matado a su padre. Pero él, de eso, no tenía noticia. He ahí la
dimensión inconsciente. Sin embargo, la saga no termina ahí; es
necesario incluir el peso de la verdad; su violencia y su función,
También el de la castración. El rey, buscando la verdad, sólo
consigue la oscuridad. Revelada la verdad de su origen, lo trágico
de su destino se impone dolorosamente y lo terrible de su recorrido
no es sin consecuencias. El precio que paga Edipo por sus
acciones y por saber la verdad, es nada menos que la castración.
Edipo se convierte en la castración misma al dejar en su rostro sólo
el rastro de lo perdido. Se convierte en el vacío que 10 condena. La
condena es errar sin rumbo, sin salvación. Edipo el ciego, el
maldito, vaga usando como bastón una mano tersa y como ojos, el
amor de su hija. Edipo es un rey en el exilio, pero también un padre
en desgracia. Se trata de un padre castrado. Eso es lo que Lacan le
espeta a Freud, no haber reconocido la importancia de la castración
del padre. No haberle dado la importancia que tiene tanto en la
vertiente trágica de la trama, como en lo que implica en la
constitución de la subjetividad. Volveremos a ello.
La existencia de un padre castrado desde el origen, nos llevó a la
historia del padre primitivo y de allí a Moisés. Es hora de abordar no
tanto la castración del padre, sino su lugar como agente de la
castración.

El agente de la castración es el padre real. Muchas aristas tiene


esta función. Tomaremos sólo dos por el momento: su lugar de
agente y su relación con el goce. El padre real es el agente, pero no
el ejecutor de la castración. No es lo mismo decir que el padre es
castrador, a plantear que es el agente de la castración. Agente es el
que representa. El padre real es el agente de una función; es quien
la instrumenta. Es el instrumento que acciona una aplicación; no la
mano que corta. El agente, en tanto realiza la acción, toma el lugar
del actor. En tanto tal, representa y lo hace incluido en un mundo
simbólico.
El padre real es el que trabaja, el que se presenta ahí con su
oficio y sus cuentas. Pero en tanto llamado a la función de la
castración simbólica, aparece como un padre animado de una cierta
violencia del ejecutor. El padre real tiene una labor imposible, pues
su espectro en lo real debe accionarse en lo simbólico. El padre real
aparece ante el sujeto como el padre todopoderoso, capaz de
realizar dicha acción, el padre real es imaginado como el verdugo,
de ahí que el padre real se presente sin cesar, como el padre
imaginario.
El padre real es ubicado en lo imaginario por su aureola de
ejecutor, pero su tarea se topa con lo imposible; imposible realizar
esa operación en lo real. Sólo en el campo de la estructuración
significante es posible llevarla a cabo. Pero su relación con lo
imposible no se reduce a su condición de agente.
Desde Tótem y tabú, Freud propone la existencia de un padre del
goce. Para Freud, en esos orígenes, existió un padre dueño del
goce. Su lugar le valió ser destituido y erigido, en un segundo
tiempo, como ley. El padre del goce aparece como el padre
asesinado. Freud insiste que ese hecho fue real. Tan real que la
semblanza de Moisés viene a repetir la historia de los orígenes.
Que el padre del goce sea el padre muerto, aparece para Lacan
como un imposible. El padre del goce en tanto padre originario, es
imposible. Su registro es el de lo real porque su lugar tiene que ver
precisamente, con lo imposible. Como se ve, ya no se trata
exactamente del mismo padre real que en 1957, ahora, no sólo
tiene que ver con la castración, sino también con ei goce y lo
imposible.
Para merodear esta dimensión del padre real y su relación con 9l
goce, nos valdremos de una estrategia textual. Tomaremos de
nuevo el camino de la historia y de los textos freudianos, para dar
cuenta de tan enigmática relación. Para pensar al padre real, se
invitará a escena a un extraño personaje, a Satanás. Avancemos la
propuesta: si alguien puede encarnar la dimensión del padre real
ese es el Diablo.

2. Los caminos del infierno

El diablo es un personaje que ha atravesado los tiempos y los


campos humanos. Sus vestimentas y sus aparatosa!
presentaciones han poblado la imaginación de las cultural
europeas y americanas. Su iconografía excede en mucho la de
otros personajes, y su nombre sigue generando escalofrío en
algunas almas sensibles. Si bien su presencia y sus arrebatos
exceden el dominio de la religión, es ésta la que más importancia le
ha dado. El diablo aparece como la personificación del mal. Como
su ejecutor y soberano. Es por ello que, tanto para la tradición
monoteísta del judaismo y del cristianismo, como para el Islam, el
mal y su ejecutor ocupan un lugar fundamental.
El mal es, en sí mismo, un problema teológico, pues tensa la idea
que se tenga de Dios. Si Dios es todopoderoso y totalmente bueno
¿cómo puede existir el mal? O no es todopoderoso o no es
totalmente bueno. Ambas declaraciones atentan contra la
concepción misma de Dios. Ante ello, han existido diversas
posturas. Hay quien afirma que Dios es tan poderoso que también
creó el mal. Esta posición agudiza la justificación del mal, pues si lo
creó Dios, también deviene obra magnánima; el mal es, entonces,
divino. Otros señalan que el mal se liga a la idea de pecado y, por
ende, ofrece a las voluntades humanas el ejercicio del libre
albedrío. El mal sería una dimensión creada por Dios para la puesta
en acto de la libertad. Situación interesante pero que no deja de
tener problemas, pues hay muchos que piensan que, respecto a
algunos pecados, la cuestión del albedrío se justifica, pero que no
en todas las situaciones. Los niños que mueren en las guerras,
nunca deciden entre el bien y el mal e igual son castigados por el
mal; por un mal que ellos no llamaron, ni conocen. Es difícil
imaginar, se argumenta, que la peste, la leucemia, el cáncer infantil
o el Nepalm, implican la libertad de elegir ente aquellos que la han
sufrido inocentemente.
Sea como fuere, el mal tiene existencia y amo: el Diablo. El
Maligno aparece en la Teodicea como un obstructor del buen Dios.
Es una ley negra que se opone a la ley de la luz.
En el nuevo testamento, el diablo aparece como aquel que dirige
las tentaciones y los actos malvados. De hecho, es en la versión
griega donde aparece la palabra Diabolos que significa “El
adversario”. Traducción de la palabra hebrea Satán que remite a
‘ Obstructor”. De hecho, según la etimología estricta de la palabra
diablo derivada del griego diabolo, significa, “el que desune, el que
calumnia”. Ésta a su vez viene de bailo que implica “yo arrojo”.
En la religión cristiana, el diablo funge como aquel que se opone
al hijo de Dios. Él es el príncipe de las tinieblas y la oscuridad, pero

5750
también del espacio y el tiempo. En cambio, la deidad cristiana lo es
de la eternidad y el cielo. Satán es el soberano de la carne y la
materia; Cristo, del espíritu.
En el pensamiento judío, el diablo no tiene la misma importancia
que en la liturgia cristiana. Su lugar ocupa más bien una posición
secundaria, ligada a viejas leyendas llamadas aggadah. De hecho,
en el Talmud no existe una versión dualista de Dios. Él es todo
poder y toda bondad. La mayoría de los rabinos rechazan la idea de
una personificación del mal en un príncipe negativo. Por otro lado,
según las enseñanzas rabínicas, existen en el individuo dos
tendencias antagónicas, aquélla del bien o yetser ha tob, y una
tendencia al mal o yetser ha ra. Los Rabinos señalan que Dios donó
ambas tendencias, pero obsequió la Tora para que se pudiera
superar y vencer la tendencia que empuja al mal. La tan comentada
versión de un ángel rebelde es contraria a la visión judía, pues I09
ángeles no tienen yetser ha ra, o presencia maligna, por lo que no
pueden conocer el mal ni rebelarse contra el señor. También ponen
en duda que la serpiente que aparece en el Génesis, sea una
representante del demonio. Para ellos, son versiones infundadas y
falsas.
En la Cábala se pone más atención al diablo. También aparece
una nueva versión de su origen. Dios es esencialmente bueno, pero
también malo. Su mano derecha es el amor y la izquierda, el odio,
Se dice que la dimensión de la destrucción, es decir, la mano
izquierda, se separó del Dios bueno y se convirtió en Satanás. Tal
vez de ahí se pueda entender cómo, en la etimología, existe otra
palabra para nombrar al diablo, a saber, el Demonio. Demonio
deriva de daemonium que también significa Dios.
Después de este breve recorrido, se puede asegurar que en
todas las religiones, el Diablo, Satán o el Demonio es la entidad
dedicada al mal y sus expansiones. No importa qué máscaras use o
qué nombre lo cubra, el Maligno es el príncipe de los goces de l«
carne y la perdición del espíritu. El diablo se transforma en animalan
deformados o en bestias extrañas, se disfraza de elegancia o 80
recubre de velos porosos, pero su papel siempre es el mismo:
empujar al mal; abismar la voluntad.

3. Freud y el diablo

Para el creador del psicoanálisis, el demonio ha tenido una extraña


importancia dentro de su obra. De hecho, este extraño personaje no
deja de aparecer, a lo largo de sus escritos, bajo diversas
investiduras y ejerciendo distintas funciones1. A grosso modo y
arriesgándonos de esquemáticos, se podrían señalar cuatro
modalidades y cuatro figuras del diablo dentro de la obra de Freud.
La primera se remonta al origen mismo del psicoanálisis. Desde
1892, el diablo aparece como el responsable de ejercer una fuerza
maligna. Esta fuerza del mal tiene la peculiaridad de oponerse a la
voluntad. El sujeto se encuentra como poseído por un ser exterior
que lo domina y lo subyuga. Es el caso de los ataques histéricos,
donde las mujeres se vivían como poseídas por espíritus
terroríficos. En este tiempo, el diablo aparecía como la fuerza de la
contravoluntad o voluntad contraria. Freud, en un olvidado artículo
titulado Un caso de curación por hipnosis con algunas
puntualizaciones sobre la génesis de síntomas histéricos por obra
de la “voluntad contraria”, analiza el caso de una mujer que, contra
su voluntad, no podía amamantar a sus crios. Diagnosticada como
histéríque d ’occasion, esta mujer tres veces no pudo realizar tan
anhelada función. No sólo no lo conseguía, sino que se veía
constreñida por ataques de anorexia e insomnio cada vez que era
partícipe de un parto y del acto de amamantar. Comentando el
caso, Freud señala: “ No es casual que en las epidemias de la Edad
Media los delirios histéricos de las monjas consistieran en graves
blasfemias y un erotismo desenfrenado ...” Continuando más
adelante con la explicación: “Las series de representaciones
sofocadas son las que aquí, a consecuencia de una voluntad
contraria, se transponen en acción (...) En líneas generales, la
histeria debe a este salir la luz de la voluntad contraria, el sesgo
demoníaco que tan a menudo se presenta ...”2 De hecho, esta
propuesta de la histérica como poseída, le viene directamente de su
maestro francés. Charcot escribe en uno de sus artículos de finales
del siglo XIX: “La posesión es una forma de histeria; el enfermo se
convierte <como en otro>”.
En una segunda figura, Freud hace aparecer al diablo como el
inconsciente mismo. Para muestra un botón. En un texto importante
como Carácter y erotismo anal de 1908, se puede leer: “En verdad,
el dinero es puesto en los más íntimos vínculos con el excremento,
dondequiera que domine, o que haya perdurado, el modo arcaico
de pensamiento: en las culturas antiguas, en el mito, los cuentQS
tradicionales, la superstición, en el pensar inconsciente, en el sueño
y la neurosis. Es fama que el dinero que el diablo obsequia a las
mujeres con quienes tiene comercio, se muda en excremento
después de que él se ausenta, y el diablo no es por cierto otra cosa
que la personificación de la vida pulsional inconsciente reprimida’%
Las cursivas son nuestras.
En una tercera modalidad, el diablo aparece como una figura
metafórica de las pulsiones, fundamentalmente, de las sexuales. Su
aparición, en tanto han sido reprimidas, llena de espanto a quien las
experimenta y lo empuja a la desquiciante sospecha de haberse
convertido en un ser malo y peligroso. Pero la relación del diablo
con las pulsiones, no se detiene en las costas de lo sexual.
Evidentemente, tratándose de tan violento personaje, el demoni®
también aparece en algunos textos freudianos representando la
pulsión, sí, la de muerte. El hecho de que exista siempre un extraña
retorno, la insistente compulsión a la repetición y su accionar ligadQ
a la destrucción del sujeto y de los otros, muestran un rostro
diabólico de la pulsión satánica que habita el cuerpo y el alma.
Por último y, evidentemente la que más nos interesa, el diablo se
presenta en la obra de Freud como una extraña representación del
padre. Más bien, como una representación extraña del padre
Desde muy temprano, el creador del psicoanálisis vincula al diablo
con el padre. Pero no con cualquier padre, sino con uno seductop,
con un padre que induce al mal, a la sexualidad clandestina y a Ui
trasgresión de la ley. Recuérdese la primera hipótesis de las
afecciones nerviosas provocadas por la acción de un pervertido, de
un adulto seductor, que muchas veces desembocaba en el padre.
No es necesario volver a referirse a la carta 52 de diciembre de
1896, ni a la 69 del 21 de septiembre, para citar a la letra tales
inferencias. p ero tal vez sí valga la pena remitirnos a dos cartas
más, en las que se detalla, de manera directa, esta relación.
El 17 de enero de 1897, Freud escribe a Fliess: “... ¿Recuerdas
que siempre insistí en que la teoría medieval de la posesión
sustentada también por los fueros eclesiásticos, sería idéntica con
nuestra teoría del cuerpo extraño y de la escisión de la conciencia?
Pero ese diablo que se posesionaba de sus míseras víctimas, ¿por
qué fornicaba siempre con ellas y de tan repugnantes maneras?
¿Por qué esas confesiones arrancadas bajo tormento son tan
similares a las que mis pacientes me cuentan en el tratamiento
psicológico? Próximamente habré de dedicarme un poco a la
literatura respectiva. Por otra parte, las crueldades contribuyen a
aclarar algunos síntomas de la histeria que hasta ahora resultaban
enigmáticos”4.
Freud intenta responder esas preguntas esculcando en textos
históricos. Pero no se trataba de cualquier texto. La literatura que le
convoca es aquella que daba cuenta de los procesos de la
inquisición. Seis días después de la carta anterior, confiesa la
fuente buscada: “He encargado el Malleus maleficarum, y ahora
que he dado el último plumazo a las parálisis infantiles, lo estudiaré
con ahínco. La historia del diablo, el léxico popular y usos de los
niños, todo ello cobra significatividad para mi”5.
Freud buscaba en esos archivos, iluminaciones para su clínica,
claves para su desciframiento. El diablo aparece como el seductor,
como aquel que comercia sexualmente. Las historias de las
procesadas por brujas, no sólo se parecen en su expresión mórbida
a las biografías de las histéricas. Las brujas padecían de posesión.
Sí, en todos los sentidos. Las habitaba un cuerpo extraño; alguien
las tomaba en las llamas de su desenfreno. En la primera
modalidad no hay evidencia sexual, pero en la segunda es

5790
innegable. El diablo las fornica; las posee. Las analogías comienzan
a ponerse calientes. La hipótesis de un seductor perverso, se
parece mucho a estas leyendas de posesión. Si las brujas eran
poseídas por el Espíritu maligno, y se asegura que las confesiones
arrancadas a esas desdichadas se parecen a las escuchadas en las
sesiones clínicas, no se necesita ser muy osado para relacionar al
diablo con el padre. Las brujas eran corrompidas por el demonio,
las histéricas por el perverso. En un caso las poseía el diablo, en el
otro el padre. Se hace evidente la relación entre el padre seductor y
el diablo violador.
Para refrendar lo sugerido, basta mirar los temas y las
narraciones que aparecen en el Malleus maleficarum. Se trata de
un manual de tortura más que de otra cosa. Esta Biblia de los
inquisidores se convierte en el compendio obligado de las
crueldades eclesiásticas. Escrito en el siglo XV por Henry Institoris y
Jacques Sprengler, pronto deviene en un clásico de jurisprudencia y
el castigo ejercido por la iglesia. Este manual de la tortura se divide
en tres partes. La primera versa sobre la justificación teológica de la
persecución, señalamiento y castigo de las brujas, así como de la
realidad del diablo y sus servidoras. La segunda parte, organizad®
en 18 capítulos, responde a los cuestionamientos sobre los modo*
de protegerse de los maleficios, los diversos encantamientos de las
brujas y los remedios ante estas maléficas acciones del Maligno y
sus súbditas. La tercera versa sobre los distintos modos de
expiación, castigo y exterminio de estas peligrosas mujereti
Resumiendo al máximo, se podría decir que el libro gira alrededor
de dos temas principales: las confesiones sexuales arrancadas a
las brujas, y el rencor y desprecio a las mujeres. Algo a resaltar es
que, en todos los casos, el Maligno utiliza el acto sexual como el
elemento esencial de la alianza maldita. Todas las condenadas lo
practican. En los actos de posesión, las brujas le prometen a Satán
pertenecerle con la carne y el espíritu, mientras que, a cambio, él
les brinda una serie de poderes y goces terrenales. El pacto
demoníaco genera así su texto. En el capítulo II de la segundu
parte, se da cuenta de las formas en que las brujas realizan su
ordenamiento al Señor de los infiernos y cómo se realizan sus
pactos. Allí se detallan las modalidades de los juramentos rendidos
al Maléfico. A pesar de que existen, según ellos, tres tipos de
brujas, pueden afirmar que: “Sin embargo, es común a todas
librarse a infamias, bajezas e impurezas carnales con los
demonios”. Además, señalan que estos pactos no son otra cosa
que una ofrenda al Príncipe del mal: “El homenaje a él consiste en
una donación de su cuerpo y alma”6.
La versión del padre ligada al diablo y a sus artes clandestinas,
fue abandonada por mucho tiempo, hasta la aparición de un texto
donde Freud analiza una posesión demoníaca de un pintor del siglo
XVII. La lectura freudiana de la triste historia de ese poseso,
permitirá retomar lo aquí señalado y anudar cabos que han
quedado sueltos. Pero antes ...

4. Lo siniestro

En la puntual arqueología que sobre el diablo en Freud estamos


realizando, un texto destaca por su contenido y su ubicación en la
textualidad freudiana, Das Unheimlich. El escrito sobre lo ominoso
no deja de asombrar por su metodología, audacia y apertura a
diversos temas. Evidentemente, no se intentará abordar todo lo ahí
avanzado; sólo lo tocaremos de paso. Tal vez porque su páginas
hacen de puente en la relación entre el padre y el diablo.
Freud utiliza, para analizar una vertiente de lo estético, un camino
singular, el de la deconstrucción filológica. A partir de desglosar los
caminos lingüísticos tanto de la palabra heimlich como unheimlich,
llega a sus primeras conclusiones sobre el tema de lo siniestro. En
alemán, heimlich significa familiar, pero si se dice unheimlich,
remite a ominoso. De este curioso tejido parte la investigación.
Internándose en las lenguas, recurre al latín, al griego, al inglés, al
francés, al español, al italiano y al portugués, para indagar las
acepciones de la palabra que le convoca. Dos lenguas le dan más
de una pista, el árabe y el hebreo. En ambos idiomas, unheimlich

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remite a horrendo y demoníaco. Pero, evidentemente, es el alemán
el que le abre las compuertas de la construcción: ambos vocablos
coinciden en un momento determinado. Heimlich deviene
unheimlich cuando, tocando los bordes de la magia y el
encantamiento, lo familiar deviene extraño; cuando lo que debía de
permanecer oculto, sale a la luz.
Vayamos al grano. Para Freud, una experiencia siniestra es
cuando algo que antaño resultaba familiar retorna como extrañot
provocando terror. Decir familiar es inexacto, habría que decir
infantil. Cuando una experiencia infantil fue desalojada y después
reincorporada, se produce lo siniestro. Más preciso: si un complejQt
infantil fue reprimido y después es reanimado a partir de una
repetición, se establece la vivencia de lo ominoso.
Dos más son los caminos para llegar a esa conclusión. Dos
caminos pero sólo un campo: el lenguaje. A partir de revisar
algunas obras literarias y de analizar algunos mitos, Freud se
acerca a su cometido. Si existe un autor que camine sobre las
costas de lo siniestro, ese es E. T. A. Hoffmann. Dos obras
destacan por su fuerza y sus revelaciones: el cuento El Hombre de
la Arena y la novela El elixir del Diablo.
El texto El Hombre de la Arena, Der Sandmann7, amén de segujjj
la línea de lo siniestro al mostrar cómo, una experiencia infantil que
regresa después de un proceso de desahucio, puede devenlf
ominosa, incluye dimensiones fundamentales para lo que aquí nos
atañe.
La historia comienza con dos cartas que un narrador sin nombr®
nos presenta. La primera es motivo de una confusión. Nathanael
escribe a su amigo Lothar, pero pone en el sobre el nombre di
Clara, hermana del amigo y prometida suya. La segunda carta, es
la respuesta de esta dulce y virgen joven a su desdichado novio, til
equívoco tiene la función de mostrarnos los personajes principal^
de la historia en tiempo presente. Lothar y Clara fueron recogido^*
por la madre a la muerte de un pariente lejano. El muchacho devino
el mejor amigo de Nathanael, y Clara su prometida, hasta ni
momento en que el joven estudiante viaja para proseguir sufc
estudios. Los mensajes postales son los textos que explicarán los
enredos y los terrores de la trama.
La primera carta, narra sucesos de la infancia de Nathanael. Allí
se cuenta cómo, de niño, le aterrorizaba la figura del hombre de la
arena. Esta leyenda, negada por la madre pero explicada por una
vieja criada, se resume en la historia de un personaje que,
arrojándole arena a los niños en la cara, les arrancaba los ojos
para, en noches de cuarto creciente, entregárselos a sus hijos
como botín gastronómico. Lo terrorífico no era sólo la narración,
sino la asociación que después se establece entre ese cruel
personaje y un desagradable abogado de nombre Coppelius,
asiduo visitante de su padre. Entre ambos hombres, cuando la
noche cubría de oscuridad la casa, los niños dormían y la madre
guardaba enojoso silencio, realizaban extrañas alquimias. En una
ocasión, movido por la suposición que de noche venía el terrible
personaje, el chiquillo descubre al abogado, al padre y sus extraños
oficios. No sólo los descubre, sino que se hace descubrir. La
escena será fundamental para la vida del niño. El abogado lo
acerca al horno que usaban para sus experimentos clandestinos, y
le amenaza con echarle carbones encendidos en los ojos. El padre
interviene y el malvado Coppelius, en medio de sonoras carcajadas;
examina y cruje sus articulaciones como si estudiara un extraño
mecanismo. No mucho tiempo después, la explosión de ese horno
produce la muerte del padre. El abogado que lo acompañaba en
esa ocasión, es acusado de asesinato y desaparece para siempre
del pueblo.
El retorno que se vuelve ominoso y que precipita la comunicación
epistolar, es la visión que tuvo Nathanael del regreso del diabólico
Coppelius. Viviendo ya en la ciudad de sus estudios, un día, un
hombre llamado Giuseppe Coppola, se presenta vendiendo
barómetros, pero también ¡Skóne O/ce/, que el joven aterrado
interpreta como “hermosos ojos".
Tranquilizado por su maestro de física, el profesor Spalanzani, se
entera que ese hombre es un piamontés siempre vecino de esa
ciudad. Esta Información ya no viene en las cartas, sino que forma
parte de la historia que, este relator anónimo, nos comparte al
interior del cuento. Es precisamente este narrador, quien nos
detalla cómo Nathanael cae enamorado de la hija de su profesor
quien, a la larga, resulta ser una muñeca animada obra del profesor
y del malvado Coppola. Al final de la historia, como era de
esperarse, el joven cae en el vértigo de la locura, intentando
asesinar a Clara en un ataque de furia y teniendo, como triste
destino, una casa de alienados.
El análisis que Freud realiza de esta pieza es harto ilustrativo y
lleno de agudeza. El ojo del huracán es la cuestión del padre. Lo
insoportable en la historia del muchacho, es la muerte de su amado
progenitor. Su muerte y la asociación del padre con ese temible
abogado. De hecho, la lectura que realiza, vincula lo siniestro con
los derroteros del padre. Freud no tarda en proponer el motivo de la
angustia que despierta este personaje y el carácter ominoso de la
historia de Hoffmann. Si algo invade de terror el ambiente de la
narración, incluida la impactante historia de la muñeca viviente, es
la insistencia en los ojos y su posibilidad de ser arrancados. Pero
aun: vaciados de sus órbitas. Pero si los niños se aterran ante tales
narraciones, y el lector es presa del desasosiego y una sorda
incertidumbre, es porque la historia de los ojos arrancados remite a
la angustia de castración. Ahora bien, lo complejo del asunto es que
quien realizaría la castración, quien sería el artífice de tan terrorífico
acto, es nada menos que el padre. En este cuento, el agente de la
castración es el padre y sus sustitutos; y sus suplentes. En esta
narración de Hoffmann, el padre aparece en distintos registros y
desde diversas dimensiones. Freud lo dice claramente: “En la
historia infantil, el padre y Coppelius figuran la imago-padf|j
fragmentada en dos opuestos por obra de la ambivalencia: uno
amenaza con dejarlo ciego (castración), y el otro, el padre bueno,
intercede para salvar los ojos del niño”. Más claro ni el agua de
Cancún. El padre aparece actuando en distintos niveles, pero
predominantemente como agente.de la castración. De hecho, Freud
avanza que la muerte del padre bueno es una formación reactiva
del deseo de muerte del padre castrador. Además, el padre, la serlfi
paterna, no se detiene con la fragmentación entre el progenitor y
Coppelius, sino que se continúa en la dualidad representada por
Giuseppe Coppola y el profesor Spalanzani. El punto de relación
entre los dos terribles nigromantes es del orden del lenguaje. Tanto
Coppola como Coppelius remiten a la raíz coppo, derivada del
italiano, que significa copa, vaso, pero también cuenca de los ojos,
amén de que, coppella, es el diminutivo de coppo que remite a
crisol, instrumento usado en la alquimia. La relación paterna con el
profesor se debe a que este hombre era el padre de Olimpia, la
muñeca viviente, además de trabajar junto a Coppola en la
fabricación de oscuros proyectos.
La asociación de Spalanzani con el padre de Natahael, permite a
Freud avanzar una lectura sorprendente. Otra de las dimensiones
que abre la cuestión de la castración ubicando al padre como su
agente, es la evidencia de una posición femenina del joven
estudiante frente a su padre. Si Coppola sustituye a Coppelius en la
dualidad paterna, Spalanzani sería el sustituto del padre en la
segunda fragmentación. Además, este es el argumento más
contundente para Freud, en la escena terrorífica donde el abogado
acerca el niño al fuego y lo amenaza con echarle carbones
calientes, ante la intervención del padre, el malvado le estudia las
articulaciones como avanzando sus experimentos futuros con la
autómata Olimpia.
Todas estas cuestiones, no dejan de arrojar luz sobre la
complicación del complejo paterno y su relación con la castración.
La dimensión de la castración y la angustia siniestra es una de
ellas; otra, el deseo reprimido de muerte del padre ante la amenaza
y peligro de la castración, pero también esta última línea de la
relación entre padre castrador y una cierta posición femenina.
Freud retomará estas cuestiones capitales en relación con el padre.
Ya lo veremos.

La otra obra de Hoffmann que empuja el pensamiento hacia los


caminos de las tinieblas luminosas, es Los elíxires del diablo.
Muchas cosas pueden ser comentadas. Nos ceñiremos al tema que
nos aboca.
En la narración del hombre de la arena, se hace evidente la
relación del padre con la castración, su lugar de agente de la
misma, pero, no es del todo claro, su relación con Satanás, con los
caminos de lo satánico. Sí, el personaje de Coppola no deja de ser
diabólico y, en la trama, todo el tiempo se le vincula con el maligno.
Pero para poder visualizar la cuestión del padre, el diablo y lo
siniestro, nada mejor que esta obra citada también por Freud en el
texto de 1919.
La novela sobre el brebaje del Maligno es sumamente compleja y
complicada. No solamente la trama vuelve en trayectorias de
espiral, sino que su estructura misma, así como su contenido, se
nutren todo el tiempo de la tensión que se establece entre el
suspenso y la zozobra. La narración que seguirá a continuación no
beberá de la estética del texto, pues no es su cometido resaltar la
belleza de su textualidad amenazadora y su impacto dramático.
La historia, a grosso modo, cuenta los errares y los caminos
pasionales de un monje llamado Medrano. Su infancia se desarrolla
bajo una atmósfera impregnada de la presencia de la madre. El
padre del monje Medrano muere el día de su nacimiento. Hombre
de pasado oscuro, carga sobre su conciencia y semblante la
sombra de un infame sacrilegio. La posibilidad de expiar sus
pecados aparece sugerida por una visión de San Bernardo. El santa
le comunicó que sólo expiaría su culpa el día que naciera un hija
suyo. Así, el nacimiento de este niño se convierte en el agua que
borraría la presencia de Satanás en la vida de su padre. Pero el
Maligno no se alejará de los caminos del desdichado. Medrano se
ordena en un convento capuchino, bajo los cuidados paternales del
prior Leonardo. Los remolinos de su alma no se apaciguan en Id
paz del monasterio y lo llevan de la soberbia al desacato. Alertado
por uno de los hermanos, descubre una botella que, según lo
leyenda del convento, perteneció al mismísimo San Bernardo. EI
frasco maldito contenía un brebaje con el que el diablo quiso tentl»
al santo. Como es de suponerse, el monje, en un momento de
arrebato, vacía e! contenido del relicario sobre su boca, su alma y
su destino. El efecto del brebaje fue inmediato. Los fulgores de la
pasión lo empujan y descubre el esplendor del amor por una joven
mujer que confunde con santa Rosalía. Intentando escapar de la
lujuria que quemaba su cuerpo, decide huir del convento rumbo a
Roma. Con su huida, comienza la trama dolorosa y también su
perdición.
En un paraje conocido como la silla del diablo, empuja sin querer
a un hombre que ahí reposaba. Toma las ropas, el portafolio y la
espada del desgraciado que se precipitó al fondo del barranco.
Ataviado así, es confundido con el difunto por une de sus sirvientes.
El muerto era el llamado conde Victorino, quien se dirigía a la casa
cercana del barón. Desde que Medrano ocupa el lugar del conde,
todo el tiempo es amenazado por una división y por un
desdoblamiento macabro. Ya internado en los aposentos del castillo
del barón, al ser reconocido como monje por un habitante el
mismo,exclama: “¡Evidentemente Victorino fue al que la fatalidad,
que guiaba mi mano pero no mi voluntad, despeñó en el abismo!
Aparezco en su lugar, pero Reinaldo conoce al padre Medrano y
entonces soy realmente el que soy ... Soy lo que parezco y no
parezco lo que soy; soy un enigma inexplicable para mí mismo: ¡Mi
yo se ha escindido!”8.
Lo terrible se precipita por la osadía del monje de hacerse pasar
por el conde. En el castillo vivían, además del barón, su hija Aurelia,
su hijo Hemógenes, un amigo queridísimo nombrado Reinaldo y la
nueva esposa del noble, una joven mujer, llamada Eufemia. Los
enredos del amor y la intriga no se dejan esperar. Eufemia es una
mujer a quien la pasión mueve de manera singular. Se casa con el
barón no por amor, sino por dinero, no sin antes haber seducido a
su hijo Hemógenes. Pero no se trataba de un alma sin amor. Esta
bella mujer estaba perdidamente enamorada del conde Victorino, a
quien cree reencontrar en Medrano; a quien confunde con el monje,
como antes hizo su sirviente. El hermano capuchino lleva entonces
una doble vida pues, ante la dama, vive la lujuria del amante, y ante
la familia, representa el papel del religioso. Pero una poderosa
tentación abraza a este hombre que había bebido el elixir del diablo.
Aurelia aparece ante sus ojos como aquella mujer de la que quiso
huir y que relaciona con la santa de su parroquia. Así, empujado
por la lujuria y el amor loco, despecha a Eufemia a quien le da un
veneno que ella le había preparado y, en una noche mortal, asesina
al hermano de la doncella en el momento en que se disponía, lleno
de furor, a poseer a la joven.
A partir de entonces, el ahora múltiple asesino, escapa del
castillo ensangrentado pero no de un implacable perseguidor, él
mismo. A lo largo de la historia del monje renegado, a pesar de los
diferentes personajes que quiere representar para olvidar su
historia y su errar, recibe un violento tormento propiciado por un
personaje que lo condena y lo aterroriza. Permítanse aquí algunos
ejemplos. Reposaba en una ciudad cuando ... “A pesar de mi
intención de permanecer con los ojos cerrados, no lo conseguí ...
Entonces se abrió la puerta y una figura oscura penetró en la
habitación; comprobé horrorizado que era yo mismo, vestido con el
hábito de capuchino, con barba y tonsura ... Sentí cómo la figura
me agarraba y me alzaba; entonces recobré la fuerza. -Tú no eres
yo, tú eres el demonio- grité y arañé el rostro del amenazador
fantasma como si mis manos fueran garras"9. En otra ocasión: “La
campana del castillo acababa de tocar las doce, cuando empezaron
a oirse de nuevo los golpes que el día anterior tanto me habían
desosegado ... Un balbuceo se hizo audible -Her-ma-ni-to, her-ma-
ni-to ..., quiero ir contigo ... ¡abre! Her-ma-ni-to ... Me-dardo está
aquí! ¡Huye!- El que estaba abajo presionaba con fuerza. (...) de
repente se alzó desde la profundidad un hombre desnudo hasta la
cintura que me miró fijamente, de un modo espectral. Sus ojos,
como su horrible risa, eran propios de un demente. El resplandor de
la lámpara iluminó su rostro. Me reconocí a mí mismo y pensé que
mis sentidos me fallaban”10. Er otra ocasión, estando con un
médico: “Muy bajo comenzó a sonar aquel golpeteo. Intenté
combatir el horror que me ínvadía pero fue inútil. (...) el golpeteo se
hizo más fuerte y se empezaron a escuchar suspiros y gemidos.
Una risa ligera silbó en la habitación, sonaba como -Medardo ...
¡ayúdame!- La puerta se abrió con un golpe tan terrible que hizo
saltar los goznes. Una risa espectral resonó en mi interior. Jo ... jo
hermanito -grité como un demente- a q u í... a q u í... si quieres luchar
conmigo ... el búho se casa ... yo estaba paralizado ante la puerta
abierta. Temía que entrase mi doble, pero no vi nada y pude
recuperarme del espanto salvaje que me había atrapado con garras
heladas”11.
Una de las líneas de la trama que más impactan e influencian al
psicoanalista vienés, es, precisamente, aquélla del doble. En esta
novela, como se ha visto, los dobles aparecen por doquier y de la
manera más estrafalaria. Pero no solamente es la presencia
especular del doble lo que impacta, sino fundamentalmente, sus
retornos. En el doble lo que retorna es lo familiar trastocado en
extraño. El retorno de lo igual pero diferente. De allí se desprenden
dos reflexiones esenciales para Freud: los acertijos del retorno y la
violencia de la repetición.
Apoyándose en la novela de Hoffmann, Freud realiza importantes
puntuaciones. Los dobles, en la mitología y el folklore, muestran
que algo que antaño fue querido y tranquilizante, puede devenir
ominoso y terrible si es reavivado desde el fondo de los tiempos. El
doble tiene que ver con la propia imagen; la imagen que en el
espejo devolvía una contención narcisista deviene, con el paso del
tiempo y la acción de la represión, una imago devastadora. Tal es el
destino de algunos dioses. Los dioses que antaño gobernaron,
pueden devenir con el tiempo y su supresión, violentos demonios.
No sólo los dioses que dejaron de funcionar, sino aquellos que son
desalojados de sus fueros por otros dioses, sean irreverentes o
impuestos por otra cultura sojuzgante, también sufren una diabólica
transformación. Los dioses en el exilio, devienen demonios en las
sombras.
El doble que retorna puede mostrar el rostro de la muerte. El
tiempo visible en el retorno de lo doble anuncia la muerte. La
dimensión de la repetición terrorífica le permite a Freud mostrar
precisamente, la incidencia repetitiva de una pulsión que hasta hace
poco, permanecía escondida en el silencio. La repetición de lo igual

5890-
transformado, es también la presentificación de la insistencia de la
pulsión de muerte. La repetición, el retorno, la insistencia de la
muerte y las veredas de lo siniestro, encuentran un mismo territorio.
Pero no sóio lo diabólico se muestra en los reflejos del doble.
Freud, curiosamente al comentar la novela de Hoffmann, omite una
cuestión fundamental. El diablo, en ese texto, también tiene que ver
con el padre. Del mismo modo que en el cuento antes referido, la
trama se anuda a la muerte del padre, en la novela de los elíxires
sucede algo similar. El padre adquiere dimensiones diabólicas que,
en la pluma de Hoffmann, alcanzan la iuz de las tinieblas. Si algo es
siniestro y diabólico en estos enredos del monje, es que la
repetición tiene que ver, precisamente, con la historia de su padre.
A lo largo de toda la trama, aparece un personaje escalofriante: un
pintor. Un pintor que es muchos personajes pero que,
evidentemente, representa al demonio. Un demonio que es también
un hombre, pero, fundamentalmente, una memoria del tiempo. En
un pergamino escrito por ese pintor y que Medrano encuentra, se
puede leer como él, sin saberlo, repite la historia del padre, la
historia ensangrentada del padre pecador. Hace muchos años,
cuenta la historia, en la corte sucedieron hechos escalofriantes y
terribles. El soberano vivía tranquilo en palacio junto con su amada
esposa, cuando el príncipe, hermano menor del soberano, regresó
acompañado de un hombre llamado Francesco, y un pintor. El
príncipe era un hombre hermoso, y la soberana una mujer1
abandonada a la sombra del palacio y de su esposo. Así se
estableció entre los dos una ardiente, inflamada, pero ingenua y
casta relación. Francesco por su lado, entabló una apasionada
relación con la hermana mayor de la soberana. Se trataba de una
joven princesa que cayó rendida ante los encantos dei nuevo
habitante del castillo. No mucho tiempo después, llegó a palacio
una hermosa italiana que cambiaría el ritmo y la trama de la vida
palaciega. La joven italiana pronto devino ia prometida y deseada
consorte del príncipe. Francesco se volvió sombrío y taciturno; la
soberana aceptó su lugar y sus funciones, mientras que el pintor
entablaba una amistosa e intensa relación artística con la joven
recién llegada. La boda entre el principe y la italiana se convirtió en
el centro de la actividad y de los ajetreos. Pero una noche,
sucedieron cosas que ennegrecerían para siempre la luz de la
familia real. El príncipe fue asesinado al tiempo que su prometida
había sido mancillada por el asesino. No habiendo más explicación
que la enemistad entre el hermano del soberano y el pintor, éste fue
acusado de asesinato, a pesar de haber desaparecido dos días
antes. Por insistencia de los soberanos, Francesco y la princesa
realizarían una boda privada para alegrar los corazones de la casa.
Pero, en el momento que se realizaban las nupcias, apareció el
pintor con su capa y su mirada. El futuro esposo se descompuso
nada más de verlo e intentó m a ^ r al aparecido. Un golpe certero se
lo impidió. Francesco des pareció llevándose las joyas
obsequiadas, al tiempo que se daba la noticia de la muerte de la
italiana al momento de alumbrar a un varoncito. La historia se
aclaraba a los ojos del monje: Francesco era su padre, él había
cometido el asesinato y ultrajado a la italiana. El conde Victorino era
el hijo de esa relación, lo que implicaba que él era su hermano y, lo
más ignominioso de todo, es que él no sólo había matado a su
hermano, sino que había repetido la misma historia de su padre. El
asesinato repetía el infortunio por el que el padre siempre penó. Por
el que él siempre se persiguió.
Algo más llama la atención. No sólo en el origen de la narración
está el padre muerto, no solamente los dobles retornan llenando la
atmósfera de un lúgubre vacío, no sólo se trata de la repetición
ligada a la muerte, no nada más el diablo se viste con las capas de
lo paterno, sino que, la historia que se cuenta, se despliega a partir
del hallazgo de un manuscrito en un monasterio. Un narrador nos
hace partícipes a los lectores, de la historia de un monje que se
permitió dejar constancia escrita de sus pesares y aventuras. En las
primeras páginas del libro se puede leer una nota de quien nos da a
conocer la triste historia del monje atormentado: “Hace tiempo
cuando permanecí unos días en este monasterio, su venerable prior
me mostró los papeles postumos del hermano Medardo, que
conservaban en el archivo como una auténtica rareza”12. Pero ¿por
qué sería especial esta situación? Porque precisamente, no mucho
tiempo después, Freud analizaría un texto muy parecido. No es
absurdo pensar que, cuando el psicoanalista descubre los
manuscritos y las andanzas que cuentan los monjes de un
monasterio, sobre el caso de posesión demoníaca, la historia de
Hoffmann le haya abrazado en más de un pasaje.

5. Un caso de exorcismo del siglo XVII

a) Arquitectura de un texto

Muchas veces se ha hecho referencia a los historiales clínicos de


Freud. Mucha tinta ha corrido desglozando sus casos escritos. La
cuestión es que se nombran sólo cinco de ellos. Las historias
clínicas que aparecen como paradigmáticas, son aquélla de Dora
en relación con la histeria; de Juanito, referente a la fobia; del
hombre de las ratas, con su neurosis obsesiva y del presidente
Schreber, atormentado por una paranoia mística. Pero casi nunca
se incluye en la saga de los escritos clínicos, el caso del pintor
Christoph Haizmann. Eso no implica que algunos psicoanalistas no
lo hayan comentado y trabajado, pero parece que este historial no
mereciera un lugar en los casos célebres analizados por Freud. Lo
interesante, es que de ninguna manera se podría decir que se trata
de una historia sin importancia o de una escritura marginal. El caso
del pintor que visitó el diablo, abre interesantes dimensiones tanto
para la clínica, como para la doctrina freudiana.
Lo primero que llama la atención, es que se trata del análisis de
un texto histórico. Más claro, de un archivo. De la misma manera
que en el escrutinio del caso Schreber, Freud realiza aquí un
trabajo sobre la textura de un enigma. Se trata de un ejercido
textual, de una gimnasia de la letra. La diferencia con el libro sobre
las psicosis, es que en este caso, estamos ante un paquete
antiguo; ante un hallazgo hístoriográfico. El psicoanalista no sólo se
enfrenta con la escritura del sujeto, sino también con su pintura.
Además, no sólo se analizan las letras y los trazos del desdichado,
sino las pruebas documentales que diversos personajes adhieren al
caso mencionado.
La tarea que se sitúa en el litoral entre el psicoanálisis y la
historia, fue abordada por Freud en cinco capítulos y una pequeña
introducción. El análisis, como era de esperarse, gira alrededor de
dos pactos que figuran en la trama. La lectura de desarrolla atenta
a los detalles y los deslices de la escritura y los pinceles. Las
propuestas surgidas de este ejercicio inédito son altamente
significativas. El escrutinio lleva a señalar al diablo como un
sustituto del padre y el diagnóstico se realiza de una manera harto
asombrosa. Pero no sólo eso.
La historia es la siguiente. Un pintor bávaro que realizaba su
oficio en el poblado de Poterbrunn, fue presa de violentas
convulsiones. Ante la oleada de sus males se presentó con el
párroco de la iglesia, quien le preguntó sobre una posible relación
con el diablo. La respuesta no se hizo esperar y narró cómo, nueve
años antes, debido a un profundo desaliento y una pesada dificultad
para mantenerse, había entablado un pacto con el diablo que ya
nueve veces le había tentado. El diablo se le había aproximado ante
el desconsuelo que padecía por la muerte de su padre. El demonio
prometió ayudarle y el aceptó mediante un escrito. El problema es
que el pacto estaba a punto de expirar, y él se había comprometido
a entregársele en cuerpo y alma una vez transcurrido el tiempo
convenido. Es por eso que solicitaba la posibilidad de un exorcismo
bajo la gracia de la virgen de Mariazell.
El pintor había permanecido bajo oración y penitencia al amparo
de la iglesia erigida para la amadísima Señora. El día que se
celebra el nacimiento de la virgen, el diablo le entregó su pacto.
Encarnado en la figura de un dragón alado, a las doce de la noche
le devolvió un pacto escrito con sangre. La curación y el consuelo
alcanzaron el alma del desdichado, pero no por mucho tiempo. Una
vez que se sintió sanado, el pintor dirigió sus pasos a Viena para
continuar con su interrumpido oficio. Pero sólo un mes después
volvió a experimentar convulsiones, parálisis y apariciones que le

5930
llenaban de terror. Atormentado por los dolores y los espíritus,
regresó con los padres para ser ayudado por segunda vez. Hubo de
confesarles que no fue uno el pacto entablado con el demonio, sino
dos. Aquel que le fue devuelto, escrito con sangre, y, otro, anterior,
redactado con tinta negra. Una vez más el milagro se realizó, y el
Maligno le devolvió también ese pacto en tinta. Una vez realizado
este segundo exorcismo, no volvió a padecer las tormentosas
visiones y vivió en paz bajo la gracia de la Iglesia al integrarse a la
comunidad religiosa de la Orden de los Hermanos Hospitalarios.

b) Escrutando los archivos

El manuscrito al que se aboca Freud, consta de tres partes. Una de


orden iconográfico donde aparece una portada escenificando el
pacto y la redención, así como ocho dibujos de las apariciones del
demonio. El llamado Trophaeum Maríano-Cellense que se compone
de una carta del párroco de Pottenbrunn, Leopoldus Braun, el
informe del abad Franciscus de Mariazell escrita en latín, una
introducción de un compilador que firma P. E. A., así como un
testimonio del abad Kilian, asentado muchos años después. La
tercera parte la constituye un fragmento del diario íntimo del pintor,
escrito en alemán.
Esta composición documental implica que existen diversas
versiones de lo sucedido. Al menos tres: la de la carta del párrocQ,
el informe del abad y la intromisión dei relator. De la lectura de ellas
saldrá el análisis de Freud. Habrá que decir de las diferencias y
repeticiones de estas tres versiones, pues lo interesante del asunto
es que, en tanto archivistas, lo que el psicoanalista realiza es una
puntuación de las diferencias documentales.
La lectura que realiza Freud, se fundamenta en la confrontación
de algunas fechas. Existe un serie de situaciones textuales que lo
llevan a ciertas conclusiones. La carta de presentación del párroco
data de los primeros días de septiembre de 1677. El plazo que el
pintor acota del pacto escrito con sangre, vencería el 24 del mismo
mes. La curación milagrosa acontece, según la versión del abad, el
ocho de septiembre de 1677, es decir, apenas unos días después
de recibida la carta. El once de octubre de ese mismo año, una vez
instalado en Viena, el pintor vuelve a sufrir sus dolores y sus
visiones. Regresa al monasterio de Mariazell en mayo de 1678,
para repetir la cura y la entrega del pacto escrito con tinta negra y,
según declaraba, anterior al escrito con sangre.
El texto de los pactos es el siguiente:
Primer pacto escrito con tinta negra: “Yo, Cristóbal Haitzmann,
me obligo a este Señor, como hijo suyo fidelísimo, por nueve años”.
Año, 1669.
El segundo, redactado con sangre: “Año 1669. Cristóbal
Haitzmann. Me obligo a Satanás y me comprometo a ser su hijo
fidelísimo y a entregarle, dentro de nueve años, mi cuerpo y mi
alma”.

Muchas cosas llaman la atención. En los pactos, el pintor se


ofrece, pero parece no pedir nada a cambio. Se evidencia la
extraña repetición de los pactos; el pintor le ofrenda dos veces su
alma al diablo sin que se contradigan ni se anulen los escritos,
¿para qué dos veces? Además, está la cuestión de las fechas.
Ambos pactos están fechados en 1669.
La carta del párroco sólo nombra un pacto, aquél escrito con
sangre. Si ese pacto fue realizado en 1669 y se entregó por nueve
años, expiraría el 24 de septiembre ... pero de 1678, y su apuro era
que su vencimiento se precipitaba para ese mes de 1677. El pacto
escrito con sangre no expiraría en 1677, sino un año después. Por
otro lado, en el informe del abad Franciscus, fechado también en
septiembre de 1677, no sólo se habla de los dos pactos, sino que
se especifica que el texto escrito con tinta se realizó en 1668.
También se menciona que el otro pacto, se firmó sequenti anno
1669. Si un pacto expiraría en septiembre de 1667, no era el escrito
con sangre, sino el escrito con tinta, pues aparece realizado en
1668. Lo curioso es que el pintor rescata el escrito con sangre que
no expiraba, dejando vencer el anterior, escrito con tinta.

6950
Ante esto, Freud deduce que cuando el pintor arribó la primera
vez y narró lo del pacto, pensaba sólo en el de sangre que habría
sido firmado en 1669, tal como lo comunica el párroco en su carta.
Pero apremiado por sus visiones, tuvo que inventar otro pacto que
necesariamente debía ser anterior, para pedir otra vez la venia y la
intervención de los padres de Mariazell.

c) Develamíento freudiano

Una vez analizadas las contradicciones del pintor y las distintas


versiones de los sacerdotes, Freud no duda en afirmar: “El pacto
con sangre había sido tan fantaseado como el supuestamente
escrito con tinta. En realidad, nunca se le apareció Diablo alguno,
todo el pacto con el Diablo existía solamente en su fantasía”13.
La cuestión no termina allí, ante la evidencia material de los
pactos en el archivo del monasterio, la única explicación que cabe
es que el pintor no sólo los fantaseó, sino que además los
construyó. En los dos momentos de las apariciones cuando el
diablo le entrega los pactos, el primero en la capilla engendrado en
dragón y el segundo, que le fue arrojado a la novena hora del
nueve de mayo de 1678, ninguno de los padres ahí presentes vio
demonio alguno. Sí pudieron constatar un arrebatamiento violento,
pero nunca vieron al Señor de los infiernos. De allí el “diagnóstíci^|
de Freud. No se trata de una psicosis como en el caso Schreoer
las visones no son alucinaciones. El Demonio nunca se le apareclí
y los pactos fueron urdidos para engañar a los religiosos. Si el
pintor tenía algo que ver con el diablo, era simplemente que él era
un pobre diablo. Haizmann era demasiado terrenal para abandonar
las coordenadas de este mundo. Pero principalmente, era un
desgraciado, es decir, sin gracia alguna para ganarse la vida. En el
fondo sus dos pasajes demonológicos, apunta Freud, no aspiraban
sino a una sola cosa: solucionar su precaria situación económica y
solventar sus apremios materiales. Quiso resolver su vida con I»
ayuda del demonio y después con la de los padres. Al final lo logró,
su inscripción a una orden religiosa le proveyó de aquello material
que necesitaba, aunque el precio fuera renunciar a los goces de la
vida. Freud lo ubica dentro de la neurosis que aqueja a los eternos
lactantes. Lástima para quienes creyeron que estábamos ante una
aventura mística e, incluso, ante una epopeya psicótica. Se trata de
un pobre tipo, tal vez incapaz de mantenerse a sí mismo y que
caminó por el mundo pidiendo que alguien lo sostuviera, lo
alimentara y hasta lo amamantara. No importaba si era un terrible
Diablo, un bondadoso Dios o un Padre de la iglesia. Aunque, la
verdad, no es sin importancia que el convocado sea Satanás.

d) El padre y el diablo

Al principio se señaló que una de las cuestiones importantes de


este texto era la manera en la que Freud lee los manuscritos y
cómo de allí, de su auscultación textual, puede emitir una opinión
clínica. Pero el otro punto señalado, atañía a la relación del diablo
con el padre.
Freud lo enuncia sin anestesia en el tercer punto de su escrito: el
diablo es un sustituto del padre. Dios también lo es, sólo que el
Demonio aparece como su negativo. Dios representa al padre
idealizado de la infancia, mientras que el Diablo se enlaza al padre
temido. La dualidad Dios-Demonio remite a la ambivalencia que
frente al padre, experimentan los infantes. No se trata de una
contradicción, sino de la naturaleza dual del lazo con el padre. De
hecho, tal como se especificó en el punto anterior, los demonios
son descendientes de los dioses caídos en desgracia. El demonio
es el retorno siniestro de un dios en el exilio. Freud: “Dios y
Demonio fueron originalmente idénticos, una misma figura que más
tarde se descompuso en dos, con propiedades contrapuestas”14.
Dios representaría una dimensión amorosa, mientras que el
Diablo la hostilidad despertada por el padre. Lo curioso es que el
joven llamase al Diablo y no a Dios.
La enfermedad que atormenta al pintor se remonta a la muerte
de su padre. Una vez que acontece el deceso paterno, el hijo cae
preso de una tristeza profunda y de una gran dificultad para
procurarse el sustento. Es en este marco donde se precipita la
relación con el diablo. El Maligno le ofrece su consuelo. Los pactos
son fantasías producidas por el pintor, pero eso no los desmerece
como documentos de una verdad; la verdad del deseo. El pintor se
ofrece al diablo pero ¿qué obtendría él ante tan costoso contrato?
Lo que el desdichado recibiría a cambio de ofrecerse al Maligno era
nada más y nada menos que un Padre sustituto. Ante la muerte del
padre, él se ofrece como hijo para recibir un padre. El demonio
viene al lugar del padre. Sí, pero evidentemente no cualquier padre.
Se trata de un padre ligado al mal. Este es el punto candente. El
diablo es el príncipe de las tinieblas. Sus poderes se extienden por
la tierra pero en general, por la geografía de los cuerpos. Lucifer es
el amo de la lujuria y los desenfrenos. Es el mago y el dueño de las
fuerzas ocultas. Él tiene el poder de dar, promover y prometer algo
muy solicitado por sus adeptos: el goce. Al demonio se le conoce
como el príncipe del goce. Eso es lo que más le solicitan en los
pactos; es lo que más promete. Tiene poder ilimitado, pero siempre
pide cosas a cambio. Tal como se relató en el punto anterior, el
Maligno exige. Satanás exige fornicar con sus víctimas, que le
pertenezcan en cuerpo y alma; busca tomarlas para sus dominios.
Precisamente por eso llaman la atención los pactos del pintor
pues, al ofrendarse en cuerpo y alma, se ofrecía en una dimensión
que implica la de la sexualidad. Al padre que convoca es aquél de
los desenfrenos.
Freud, evidentemente, no deja pasar esta situación. En una
primera aproximación, señala cómo el duelo y la muerte del padre,
empujan al sujeto a revivir dimensiones que, ligadas a su
ambivalencia, le postran en la enfermedad. Dos son los campos
que retoma para realizar su análisis: las repeticiones en el texto y
las imágenes de las apariciones del demonio.
Un dato es notorio: la insistencia y la repetición del número
nueve. El pintor concreta el pacto con el demonio por nueve años,
el Maligno lo tentó en nueve ocasiones, ambos pactos son tecnados
con una cifra que termina en nueve, el segundo pacto es devuelto a
la novena hora del nueve de mayo. Freud lee esa repetición como
una insistencia de la verdad: el número nueve remite a una fantasía
de gravidez. El pintor, al sufrir la añoranza por el padre, revivió una
antigua fantasía de embarazo del padre. La neurosis es una
respuesta a esta situación. Más radical: la neurosis es una defensa
ante la posición femenina del pintor frente al padre. De ahí su
llamado al Diablo, por ello degradar al padre presentándolo como
diablo y no como Dios.
La segunda dimensión, atañe al análisis iconográfico de las
apariciones. En la primera visión, el diablo aparece como un
elegante Señor. A partir de la segunda, se va deformando al
adquirir rasgos animales. Pero es de llamar la atención que desde
esa segunda aparición, el diablo es pintado con senos. ¿Cómo
sostener que el Diablo es un sustituto paterno si sus imágenes lo
feminizan? Freud responde colocando en el centro de la explicación
el complejo de castración. El hijo sentía una propensión erótica ante
el padre. Ante la amenaza de castración, dicha posición femenina,
cayó bajo la represión, sepultando dichas mociones pulsionales.
Ante su muerte, se reavivan estas modalidades. Los senos son el
resultado de la proyección de su propia feminidad en la figura del
padre maligno. La neurosis es una respuesta al nudo pulsional con
el padre.

e) Puntuaciones lacanianas

Es momento de señalar algunas cuestiones que nos parecen


relevantes del caso presentado por Freud.
1. La metodología que el fundador del psicoanálisis emplea es
harto ilustrativa. Ante el manuscrito, ante ese paquete
historiográfico, la letra ocupa el lugar fundamental. Freud realiza
una lectura a la letra del caso Haizmann. El lenguaje tiene una
instancia y es allí donde apuntan las baterías de la lectura. La letra
como apos ento material del discurso. Pero no la letra en su
presencia fenoménica. Freud lee las repeticiones y las diferencias.
La letra es trazo vacío de significado; es diferencia material. La
lectura se hace de las repeticiones de números desmembrados de
sus referentes. La repetición no tanto de lo igual, sino de lo
diferente; de lo igual como diferente. El análisis versa sobre el
establecimiento repetitivo de diferencias significativas. En sí
mismos, los números no significan, sólo en su relación diferencial y
repetitiva generan una cadena. Las fechas se vinculan en un
contexto otro que el de la referencia temporal cronológica. Los
trazos son leídos en su insistencia significante y no en relación con
algún significado preestablecido. Estamos ante una lectura radical
de los archivos; ante una lectura significante de la historia.
Pero no se lee solamente el documento textual. No sólo cuenta la
letra. Las producciones plásticas dicen en su específica textura. Las
pinturas también son analizadas como trazos signantes. La
iconografía es eso, escritura de la imagen. Eso no niega su
especificidad. Las pinturas son discurso; dicen. Pero lo que se dice
ahí debe leerse como trazos vacíos de referencia. Las pinturas de
Haizmann son colocadas en el terreno del análisis en tanto texto
visual. Las apariciones reseñadas en las pinturas devienen
documento iconográfico y como tal, son leídas también en relación
con la repetición y la diferencia.
2. Siguiendo con esta línea, es importante señalar el trato que se
le da a los pactos. No son pedazos de infierno regresados por
ninguna entidad metafísica. Sean verídicos o no, ciertos son; son
textos del deseo. Para Freud, los pactos son la materialización
escrita del deseo. El pintor se ofrenda a Satán para escribir esos
pactos llamando al padre perdido. Se ofrece a él para pertenecer!#,
A cambio le pide que devenga su padre. Los pactos son la letra de
su deseo por el padre. En este sentido, esos escritos tienen la
misma dignidad que para el psicoanálisis tiene un sueño. Los
pactos son la escritura material de una fantasía; son el texto escrito
del deseo. Son la evidencia de las formaciones del inconsciente. Se
escriban con sangre o con tinta, lo que inscriben son los caminoft
del deseo de Haizmann. Claro, las pinturas también. No deja de
llamar la atención que las imágenes vayan acompañadas de un
texto escrito por el pintor. Se trata de imágenes textuales, tal como
aparecen en los sueños. Las pinturas son los sueños de un artista
despierto. Sí, las pinturas como los pactos son realizaciones
figuradas de un deseo; son realizaciones simbólicas del deseo por
el padre. Sí, en todos los sentidos; con todos los sentidos.
Freud realiza con su lectura del caso del pintor Haizmann, un
verdadero trabajo de archivo. El archivo no es el documento de la
memoria de un fragmento de historia; no es sólo una memoria
documental. El archivo es el conjunto de relaciones que se
establecen entre distintos componentes de un monumento
temporal. El paquete historiográfico que Freud analiza es tratado
como un conjunto de elementos relacionados por una ley de
asociación. La ley vincula relacionalmente la cuestión del padre, el
ofrecimiento al goce del Otro, sus textos del deseo y la materialidad
multiforme de su subjetividad. La lectura realizada pone en
evidencia la instancia del archivo. El psicoanalista no sólo vislumbra
las letras, sino que toma en cuenta las relaciones de escritura. La
pinturas, los relatos del prior, la carta del padre, los sellos y
certificaciones de los padres de la iglesia, las copias de los pactos y
el diario del pintor forman parte de este corpus relacional. La
historia de Haizmann no se sabrá, sólo se puede inferir una serie de
relaciones que lo ubican frente al Otro y frente a los caminos del
deseo y los laberintos del goce. Dos ejemplos. Las pinturas son
tratadas como escrituras, no como conjunto alfabético. Las
ilustraciones son un modo de escritura otro que el de los textos
manuscritos, pero son escritura. Las pinturas son trazo de enigmas,
recorrido de temporalidad; silencio de la letra. Por las ilustraciones
de las apariciones, el sujeto es dicho; éstas dicen del sujeto sin
pasar por la densidad fonética. Son trazos mudos de otra
materialidad. La escritura pictural es litoral de registros.
Ahora, estas grafías a color no pueden ser pensadas, sino
vinculadas con el conjunto de relaciones que se establecen con las
otras partituras del sujeto. De aquí el segundo ejemplo. No deja de
asombrar el diagnóstico de Freud de una neurosis demoníaca. En
primera instancia, da la impresión que estamos ante un caso de
psicosis con sus alucinaciones, sus delirios y sus extraños llamados
al padre muerto. De hecho, es el mismo Freud quien lo vincula con
Schreber en su pasaje por el campo de la feminidad. Pero también
es claro: se trata de un caso de neurosis. Estamos ante un pobre
diablo enfermo de necesidad de lactancia, no ante un delirante que
ha sido fecundado por los rayos divinos. A pesar de sus pesares, el
pintor es investido por malestares que corresponden a retornos de
lo reprimido y no a un regreso en lo real de aquello que no pudo ser
simbolizado. Estamos ante una dimensión del duelo muy dolorosa,
pero no del orden de la psicosis. Pero ¿dónde pudo Freud leer tan
claramente estas dimensiones? En las relaciones que se
establecían entre los diversos componentes del archivo. En las
pinturas de las versiones, en los escritos ubicados debajo de las
mismas, pero también en el único documento directo de Haizmann,
a saber, su diario. El pintor bábaro, narra en un pequeño
documento las apariciones que siguieron a la devolución del primer
pacto. Allí se puede leer cómo, en todas sus ensoñaciones, aparece
un deseo de cuestiones materiales y un gran rechazo a la pobreza y
sus caminos. Las visiones que tiene en Viena se arman de acuerdo
con estas dos modalidades de la presentación de su deseo. En las
narraciones del 11,12, 14 y 16 de octubre, lo referido por el pintor
atañe a composiciones de su deseo en el campo de las apetencias
terrenales más evidentes. El doce dice: "... tuve la sensación de
hallarme en una sala ricamente engalanada, llena de candelabros
de plata con velas encendidas; caballeros magníficamente vestidos
bailaban a mi alrededor con las más hermosas mujeres” . Nótese
que no es lo mismo “tuve la sensación” que “estuve en ...” El 14, la
misma sala, sólo que “en ella había una larga mesa con los
manjares más exquisitos y adornada con las más bellas copas de
oro y plata”. Ya para el 16, el deseo va in crescendo y llega su
clímax. La misma sala pero esta vez ... “más bellamente decorada
con preciosas piezas de plata y candelabros de oro con velas
encendidas; en el centro un trono labrado en oro”15. Sí, no es difícil
imaginar que el trono era para él. La otra vertiente señala el camino
contrario pero que lleva a lo mismo: él no quiere pasar penurias ni
sacrificios ... innecesarios. El 20 y el 21 de octubre, así como el
primero de noviembre, ante la petición de santísimas y terroríficas
figuras de residir seis años en el desierto o pasar penurias
expiatorias, él prefiere despertarse o invocar a la divina trinidad.
Cualquiera lo haría. La evidencia es clara: las ensoñaciones no son
alucinaciones sicóticas son realizaciones figurativas de su deseo.
No hay delirio de persecución, sino persecución de un deseo
clarísimo: no pasar penurias económicas y acceder a ciertos bienes
materiales, caros a cualquier ser humano. Neurosis sí, pero
¿demoníaca? Sí, un mal del siglo XVII históricamente ubicado.
3. Algo se hace evidente en el caso Haizmann, el análisis que
emprende Freud no apunta en ningún momento a una prioridad del
llamado complejo de Edipo. Un punto importante, el único caso que
Freud presentará, después de haber introducido la pulsión de
muerte, es este. El inmediatamente anterior había sido el hombre
de los lobos escrito en 1914 y publicado en 1918. Ya se ha
comentado que ese historial es uno de los más ricos e importantes
y donde se avanzan cuestiones importantes, como las fantasías
originales y la importancia radical del complejo de castración. Pero
este es el único historial escrito después de 1919, fecha de las
elaboraciones de Freud sobre la pulsión destructiva. Pero no sólo
eso llama la atención, sino que tal vez este sea el único historial
donde el complejo de Edipo aparece totalmente desdibujado y, en
cambio, adquiere una dimensión explicativa el complejo de
castración. Veámoslo a la letra.
Cuando Freud está comentado la posición femenina del pintor,
señala algo fundamental: “La actitud femenina hacia el padre cayó
bajo la represión al comprender el varoncito que la competencia con
la mujer por el amor del padre tenía como condición resignar su
propio genital masculino, o sea, la castración. La desautorización de
la actitud femenina es por tanto, la consecuencia de la revuelta
frente a la castración”. Y agrega respecto a la imagen de los senos

6030
de las apariciones: por regla general encuentra su expresión
más intensa en la fantasía opuesta, la de castrar al padre mismo”16.
La competencia por el amor del padre y la amenaza de
castración, empujan al sujeto a resignar sus deseos incestuosos.
Es menester señalar lo evidente: el complejo de Edipo no es
nombrado, sólo la castración. El ojo del huracán del caso, así como
la explosión de la neurosis, se anudan a esta dimensión. Lo
estructurante es la castración simbólica enunciada como posible en
lo real. Pero algo más, la fantasía femenina del sujeto permite
visualizar la castración del padre comentada anteriormente. Tal vez
como en ningún otro historial sea tan evidente la importancia de la
castración no sólo referida al hijo, sino también al padre. Este dato
no es sin importancia, pues permite visualizar desde otra
perspectiva la cuestión subjetiva y paterna. La castración no es
como parece, una acción ligada a la barbarie parental, se trata de
un hecho de estructura en el campo de lo simbólico.
4. En el caso Haizmann el padre aparece diversificado. Se ha
insistido a lo largo de este texto en la importancia operativa y
conceptual de la relación del padre con los registros. Ya desde el
análisis que se realiza del texto de Hoffmann sobre el Hombre de la
Arena, la dimensión de la castración empuja a Freud a proponer
diversas modalidades del padre. Incluso sitúa al profesor, a
Coppola y Coppelius en lo que él llama la serie paterna. El padre
puede ocupar diversos lugares y puede operar desde diferentes
posiciones. El padre se diversifica y los distintos registros de su
intervención comienzan a ser visibles.
En el caso del pintor y sus pactos con el demonio, la aparición de
distintas figuras paternas abren el análisis al acercamiento de la
verdad del sujeto. Dios encarna al padre todopoderoso e idealizado;
el padre Ideal toma allí su lugar. El padre ubicado en el campo de la
violencia y el castigo estaría representado, por supuesto (¿por su
puesto?), en el demonio. El padre simbólico, aquel que debe gestar
la separación, aquel que separa del peligro incestuoso del goce,
sería actuado por los padres del monasterio. No es sorprendente
que Haizmann se acoja a los hábitos para protegerse de las
tentaciones del Padre-Demonio. Allí no sólo obtendría la
manutención requerida, sino la protección de los padres de la
Iglesia ante el pecado y la perdición.

El padre real se viste con las telas del demonio. No sólo se le


insinúa como agente de la castración, sino que se muestra con un
rostro desfigurado en su lugar de padre. El padre real, aquí se hace
evidente, es el padre que tiene que ver con el goce. El padre que
en vez de ejercer la función de la separación promueve lo contrario,
el abismo del goce incestuoso. El padre real en las ropas del diablo
se presenta como el promotor del goce. El príncipe del goce
llamamos al Maligno, sí, ahí el padre ocuparía precisamente ese
lugar. Esta nueva visión del padre real implica algo muy importante.
Se trata de una versión del padre no edípica pues no prohíbe el
incesto ni exige el cumplimiento de la ley. Todo lo contrario, se trata
de una instancia que empuja a la lujuria, a la permisión desaforada;
a la trasgresión. Su mandato aparece del lado de la sumisión a sus
pasiones y no de un envío a la regulación de la ley. Se trata de un
padre que viola la ley del padre; es un demonio que burla la ley de
Dios. Es un padre ubicado en lo imposible del goce porque
representa la negación misma de la función del padre. Un nuevo
rostro se descubre aquí, debajo de la máscara de cuernos y la
mirada lasciva. La versión demoníaca es una versión perversa del
padre.

6. Del padre real al real del padre

a) Contradicciones

El espectro del goce permite señalar la novedad que se introduce


en 1970. E! padre real al desacatar la función del padre simbólico,
muestra una contradicción al interior del corpus conceptual
freudiano. El padre que Freud construye en Tótem y tabú, se opone

6050
al padre del Edipo. Dicho de otro modo, existe una contradicción
entre el padre primordial, Urvatery la versión sofocleana del padre.
En Freud existen, se señaló anteriormente, tres versiones del
complejo de Edipo. La versión trágica surgida de las letras de
Sófocles, la mítica expresada en el libro Tótem y tabú y la vertiente
histórica narrada en Moisés y la religión monoteísta. Lacan lo dice a
la letra: “Nadie parece haberse sorprendido nunca por esto tan
curioso, hasta qué punto Tótem y tabú no tiene nada que ver con el
uso corriente de la referencia sofocleana”17.
La versión trágica y la mítica no son ni equivalentes ni
equiparables. Los dos puntos de distancia son la dimensión del
goce y la temporalidad de la ley. En la versión emanada de
Sófocles, la muerte del padre es condición del goce, la ley es rota
para acceder al goce; mientras que en la narración del padre
primitivo el goce precede a la ley. El Goce del padre aparece al
principio en la versión mítica, mientras que en la otra, el Goce de la
madre, que ella goce y que el hijo goce de ella, aparece después.
Lacan lo dice el 9 de junio de 1971 en el marco del seminario De un
discurso que no sería del semblante: “Debo subrayar que la función
clave del mito se opone estrictamente en los dos casos, ley de
entrada (/o/ d’abord) en el primero ... En el segundo: goce al origen,
ley después”.
Se puede entonces enunciar cómo, en la propuesta de la lectura
de Lacan, se rompe la alianza que existía entre el padre real y el
simbólico; entre el edípico y el del goce. El padre real tiene que ver
con el goce del padre, con el padre que goza y esto es,
estrictamente contrario al padre edípico cuya función es prohibir el
goce; sí, también el goce del padre. El padre real es aquel que
desacata la función simbólica del padre que consiste en impulsar la
ley de prohibición del incesto. El padre real aparece como imposiblt
porque hace aparecer un padre antes de! advenimiento de la ley, lo
que es imposible. Es un padre mítico, un padre que se presenta
como pudiendo dar el goce a todas las mujeres. La nueva
concepción de lo real que se comienza a dibujar a finales de ios
sesenta en la obra de Lacan, permite plantear desde esta nueva
perspectiva, la cuestión del padre real.

b) ¡Azótame padre!

La historia de Haizmann permitió visualizar de una manera clara la


dimensión del goce del padre, el rostro diabólico del padre real.
Ahora, no se puede pasar por alto que la relación con el demonio,
era una fantasía del sujeto. Es el pintor quien construye los pactos
en los que se entregaba al Maligno. Es él quien desea ser tomado e
incluso castigado por el Padre-Diablo. Esto abre las líneas del lado
de la experiencia del infante; se trata, según Freud, de una fantasía
del lado del niño. La dificultad no se hace esperar ¿cómo pensar al
padre real ligado al goce en el campo de la clínica y no en las
construcciones míticas de un Padre primordial? ¿Cómo puede
plantearse la cuestión de lo imposible en la clínica y dentro del
espacio subjetivo del infante? Para ello habremos de recurrir a otro
texto freudiano. Sí, Pegan a un niño.
En el origen de las investigaciones freudianas, se culpaba a un
padre trasgresor de la causación de los traumas psíquicos. Se
señalaba al padre ubicado en una posición diabólica en tanto
abusaba de sus crios contraviniendo su lugar de interdictor. Con el
advenimiento de la teoría del fantasma, ahí donde Freud descubre
que la escena de seducción no había sucedido en la realidad
fáctica, sino en aquélla del deseo, se abre el horizonte de las
teorías sexuales infantiles y la evidencia del deseo en los niños.
Con ello, el padre deviene de deseante a deseado, estableciéndose
la importancia del complejo de Edipo en la configuración de la
subjetividad. El hecho de que el padre debiese procurar la ley de
prohibición del incesto, que su función estuviese ligada a la
metáfora del nombre del padre, permitía analizar su incidencia y sus
errancias dentro del campo del lenguaje y la función de la palabra.
Hubo historiadores que acusaron a Freud de haber abandonado la
primera teoría de la seducción para salvar al padre y volver viable la

6070
clínica psicoanalítíca. Si se trataba de una violación en lo real ¿el
psicoanálisis que podía hacer? ¿Cuál sería su función clínica o
terapéutica luego de un acto de tal envergadura ya consumado? El
padre edípico abría la clínica a la deconstrucción de las
significaciones que para el sujeto implicaba toda la trama de deseos
y odios en el campo de lo simbólico; volvía analizable el laberinto
del padre y el del sujeto.
Posiblemente existan casos en los que el padre devenga un
violador real, pero en otros no. En otros casos se trata de algo de
otro orden aunque implique también al padre real. Existen,
descubrió Freud muchos años después, fantasías infantiles de
azotes ligadas directamente al deseo sexual por el agresor, valga
decirlo por el padre violento. La fantasía del ser azotado remitía al
deseo sexual de ser gozada o gozado por el padre. La gran
diferencia con aquellos años de los inicios freudianos, allá cuando
una escena sexual ligada al padre se colocaba como trauma
patógeno, es que esta dimensión se liga directamente a la
violencia, y está excluida conscientemente, de una referencia
directa a la sexualidad. La dimensión erótica aparece totalmente
ausente de la memoria y la palabra del sujeto.
En 1919, Freud escribe un texto sobre una fantasía-
representación que acude a diversas personas. El estudio tiene que
ver con el espacio de las neurosis, pero apunta a un mayor
conocimiento de las perversiones. La fantasía analizada es aquélla
de un niño golpeado. Un niño golpeado, pero que es mirado por
otro que da cuenta de la escena. Para su cabal esclarecimiento,
Freud construye un dispositivo teórico dividido en tres tiempos con
tres escenas.
En la primera escena, un infante mira cómo el padre azota a otro
niño. Esta escenificación no denota una excitación sexual, sino que
se coloca más del lado del amor. El texto sería así; “Mi padre
golpea a otro niño porque a mí me ama. A ese niño que golpea yo
lo odio y él no lo ama”.
En el tercer tiempo, la escena es parecida a la primera: un infante
mira que otros niños son golpeados por un adulto (un sustituto del
padre, como puede ser un maestro o un policía). El cambio es
mínimo en cuanto a la escenificación: el infante que narra la escena
no es el que es golpeado como sucede en el primer tiempo, pero
los niños aparecen en plural y quien ejerce el castigo es un
representante paterno, no directamente el padre. Otro cambio es
que los niños golpeados son siempre de sexo masculino. Lo que
permuta es el matiz de la carga afectiva. Mientras en la primera
escena se evidencia el tinte amoroso, aquí se deja traslucir una
excitación intensa de carácter sexual. Entre el primer tiempo y el
tercero, la sexualidad hace su aparición. Digámoslo más claro: el
goce impone su presencia.
De allí parte Freud para proponer que entre la primera y la
tercera escena, debe existir una intermedia. Esta escena está
totalmente ausente de la memoria y del decir del sujeto. La
segunda escena, cambiaría el escenario y el rol de los actores. El
que golpea sigue siendo el padre, pero ahora quien es golpeado es
el infante que narra la golpiza. Freud señala que lo indecible pasa
por la evidencia de una conjunción entre la culpa y la erotízación.
Culpa de los deseos hacia el padre, y presencia de una evidente
excitación sexual genital. Lo importante a señalar es que, esta
escena implica un evidente deseo edípico y una colocación del
sujeto demandado gozar con el padre. Se trataría de una demanda
de goce; de una realización del deseo en goce. Freud señala que
esta escenificación no adviene nunca a la conciencia. Sí, la
evidencia se hace letra, el goce no es abarcable enteramente por el
lenguaje. Existe algo del goce que no pasa por el registro de la
palabra ni por el campo del lenguaje. El goce es el silencio de la
pulsión que erotiza la muerte.
Un último punto a señalar, cuando se habla de este texto de
Freud, comúnmente se olvida que las tres escenas se construyen
en relación con la fantasía de golpiza en las niñas. En el caso del
varón, señala Freud, la fantasía que se puede narrar es aquélla de
ser golpeado por la madre. Sin embargo, si se afina la escucha, lo
que sucede es que esta fantasía consciente representaría lo que
para la niña es el tercer tiempo. En el caso de los niños, el primer
tiempo no aparece en la escenificación. Aparece sólo el segundo y
el tercero en relación con lo que pasa con las niñas. En el caso de
los niños, de aquí lo asombroso, el tercer tiempo encubre con un
“Mi mamá me golpea” -que remite a una escena edípica clásica- el
segundo tiempo. El segundo tiempo es igual que en la niña: “Mi
padre me golpea y eso me excita sexualmente”. Lo que produce un
trastrocamiento de la escena edípica clásica, pues ubica al padre
como objeto de deseo y como propiciador del goce. El niño se
coloca en posición femenina ofreciéndose al goce del padre y
demandando gozar con él. Se trataría de una doble trasgresión, al
interdicto del padre simbólico y a la ligazón sexual con el mismp
padre. Freud lo dice claramente, tanto en el niño como en la niña,
quien golpea, quien produce la excitación, es el padre. Freud a la
letra: “En ambos casos la fantasía de paliza deriva de la ligazón
incestuosa con el padre”18 (Las cursivas son de Freud). El padre
simbólico se vería trasgredido por este padre real en el campo de la
fantasía. La fantasía invitaría a que el padre real, el del goce,
desacatase la prohibición del simbólico. En el caso del niño, eso no
implica necesariamente un camino homosexual, sino que especifica
una modalidad de goce que, sea en el niño o la niña, incumbe al
padre como agente del goce. Sí, la dimensión que se abre y que
convoca al campo del goce no es fácil de decir. Pero no por una
dimensión de inhibición, sino porque, como se señaló, existe una
densidad del goce que no adviene a la palabra, que no se
materializa en el lenguaje. El lenguaje no puede decir enteramente
al goce; existe en ello una opacidad, un vaciamiento de lo
simbólico. El goce se presenta como el límite de lo simbólico. Sí,
también del padre simbólico.

c) Lo real del padre

Existe una última dimensión a comentar sobre la relación del padre


con el registro de lo real. No se trata tanto del padre real, sino de lo
real que habita al padre.
Es necesario retornar para desplazar aún más la lupa. Es
menester volver al padre y los tres registros. El padre simbólico es
aquel que se introduce como un tercero; el que sustituye el
significante de la madre por el del padre, es quien permite con la
metáfora la significación del falo. El padre simbólico introduce la
posibilidad de la falta en el Otro en el momento en que la madre
también busque el falo como significante. Ahora, quien transmite la
existencia de un tercero, es la madre. La madre, en tanto ella
también está incluida en el orden simbólico, es quien operativiza la
introducción del padre. Ella tiene que gestar un vacío que el padre
deberá ocupar. Ella es quien vehiculiza la instancia de la ley.
Pongámoslo en una dimensión fenomenológica. La madre es quien,
mirando hacia otro lado donde no está el infante, le señala que hay
alguien más. Ese alguien más es el padre. Si existe alguien capaz
de arrancar a la madre de la mutua fascinación con el niño, debe
ser muy poderoso; más poderoso que el niño, ya que le roba la
atención, el cariño y la presencia de la madre. La madre se ausenta
porque se va con ese Otro que la llama. Si la madre necesita otra
cosa que al niño, es que la madre necesita otra cosa; la madre se
muestra en falta por la convocatoria el padre. Ese que llama, que la
empuja a la ausencia para ofrecerle lo que le falta, es el padre. Un
padre que le puede dar lo que el niño no logra. Ese que tiene u
ostenta el falo. El padre, entonces, en la vivencia del niño, es
poderoso, pues puede propiciar los desplazamientos de la madre.
El padre privador debe ser maravilloso y poderoso para lograr los
movimientos narrados. Ese padre privador es la imagen del padre
todopoderoso. Se trata del padre imaginario. A ese padre
todopoderoso, habrá que agradarle. Todo desde la perspectiva del
infante. Ese padre exige atributos; exige. Ya no es el tiempo
cuando, por ser, se era amado; ahora hay que realizar
determinadas acciones para ganar el cariño y el reconocimiento. El
tiempo del yo ideal da paso al del Ideal del yo. El padre imaginario
activa la presencia del superyo en tanto promotor del ideal del yo.
Estamos ante la figura del padre ideal. Ese padre hace las veces de
amo, lo dijimos. Pero en tanto tal, también aparece como
proveedor. Su poder se presenta tan grande, que parece ser que a
él se le debe la existencia misma. El punto es este, si ese padre es
tan poderoso, ¿por qué no da lo que se le pide? Si fuese tan
poderoso, debería darlo todo. Si no lo hace es porque no ama lo
suficiente o no quiere darlo todo. Al padre ideal es a quien se le
dirigen los reproches. Si es ideal debe amar, cuidar, proteger,
sostener. La gran conflictiva con el padre se concentra en este
registro. Para él, todos los reproches, todas estas preguntas: ¿Por
qué te fuiste papá? ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Por qué
nunca me quisiste lo suficiente? ¿Por qué nunca me amaste como
a mi hermano? ¿Por qué nunca me hablaste papá, por qué tu
silencio negro, por qué tu distancia abismal? ¿Por qué carajos te
fuiste a morir? ¿Por qué no quisiste a mamá? ¿Por qué no estuviste
ese día, esa tarde, esta vida? Padre mío ¿por qué me has
abandonado?
Ahora ¿cómo elaborar el duelo por ese padre ideal? Las dos
opciones son: odiándolo o reconociendo que no lo puede todo o, tal
vez, no lo sabe todo. Siempre se ha perseguido al odio; es una
blasfemia para el cristianismo; contra el catolicismo. Pero el odio
hospeda luz en lo oscuro de su vientre. El odio hacia el padre
permite descarapelar la ilusión de una superficie brillante; de un filo
peligroso. Se trata de un odio benéfico; un odio rebelde. Rebelde a
los absolutos; a los Ideales de totalidad. Odiaral padre es
reconocer que no lo puede todo; que todo, no lo sabe. Aquí es
donde entra lo real del padre.
Lo real del padre implica que un no-saber lo habita. Si el padre
real es el que promueve lo imposible, es porque hay un real del
padre que es imposible de saber. Hay algo de la paternidad opaco
al entendimiento. Existe un hierro que no es muro en la
comprensión de la apuesta por la paternidad. La roca viene de
muchas arenas, de muchos tiempos que amasan la sustancia del
ser padre. En cada padre hay muchos padres, muchos hijos. El
tiempo se retuerce en la configuración de la nube de instantes que
pregunta por la densidad de ser padre. Sí, tanto para el hijo como
para el padre.
La ignorancia del padre no solo se enfrenta al enigma de la
paternidad, sino a la tesitura misma del goce. Dos rocas se le
presentan a su cincel: el goce de ser padre y el goce del Otro. El
padre real es el que goza, pero, en tanto relacionado con lo real,
hay algo del goce que siempre escapa al padre. A su control, pero
sobre todo a su saber. No solamente existe un lado oscuro del
padre, un incognoscible de su lugar y su ser. No sólo hay una
dimensión del padre que siempre se desconocerá, sino que el
padre mismo se enfrenta a un no saber del goce. Ese no saber del
goce no sólo atañe al goce del padre, incluso al goce de ser padre.
Lo radical se anuncia del lado del no saber del goce ... femenino.
Para ser padre, por lo menos hasta ahora, se necesita la existencia
imaginaria, simbólica y real de una madre. El goce del padre lo
vincula a una mujer. Esa mujer es convocada por el padre para ser
madre. Ahora ¿qué necesitó, qué activó, qué movió el padre para
que una mujer decidiese arriesgarse al lugar de la madre? ¿Qué
extraños mecanismos, qué misteriosas cuerdas, qué oscuros
recodos tocó el padre? Él no lo sabe, porque esos espacios tienen
que ver con el goce femenino. ¿Qué pudo haber hecho este
hombre para rozar algo de las fibras del goce femenino? ¿Qué
necesita saber un hombre para sacudir ese goce? El padre no sabe
del goce de la mujer, no puede saber, porque ese es precisamente
su límite. No hay diagrama, no hay estrategia para convocarla sin
escape; no existe el elixir del diablo que rinda la pasión de una
mujer para un hombre. No existe ningún libro mágico que lo
explique, ningún código escondido que lo abra, ningún brebaje
místico que lo ablande; ninguna fórmula matemática que lo descifre.
El enigma femenino es fuego que deja frío; es borde sin frontera.
Existe un real que habita al padre, un imposible de saber, una
barrera a todo lo que soñase conocer sobre el goce femenino. El
padre ideal sucumbe ante este no saber del goce. Sí, el amo no
sabe del goce de la mujer. El agente del discurso del amo, el padre
real, sucumbe ante el no-saber del goce. El goce se vuelve muro,
roca para el discurso, pero no sólo del amo. La cuestión del goce y

6130
sus límites e imposibilidades planteadas al saber, gestará fronteras
también para el psicoanálisis.

Llegamos al final del camino. Este lugar del límite que


desemboca en los litorales del goce, es precisamente lo que
empuja a Lacan a dar un giro radical en su enseñanza. En 1970,
Lacan se da cuenta que no es en relación con el sujeto que se
anuda el campo del psicoanálisis, sino en lo que se refiere al goce.
Las preguntas que el discurso de la histérica precipitan en relación
con el del amo, lo llevan a cimbrar el edificio conceptual de su
enseñanza.
Dice Lacan el 10 de junio de 1970:
“... la mirada que aportó el análisis nos introduce a lo que puede
ser un paso fecundo, no del pensamiento sino del acto. Y por esto
parece revolucionario.
No se sitúa en torno al sujeto. Sea cual sea la fecundidad que
haya mostrado la interrogación histérica que, ya lo he dicho, es la
primera que lo introduce en la historia, y si bien la entrada del sujeto
como agente del discurso ha tenido resultados muy sorprendentes,
el primero de los cuales es el de la ciencia, no está aquí, sin
embargo, la clave de todos los mecanismos. La clave está en el
cuestionamiento de lo que se refiere al goce.”19
Esta asombrosa afirmación transforma no sólo las maneras de
abordar la teoría y la clínica, sino la definición misma del
inconsciente. Es por ello que, el 8 de mayo de 1973, en su
seminario dedicado a problematizar precisamente los caminos del
goce, Lacan afirma:
“el inconsciente no es que el ser piense ... el inconsciente es que
el ser, hablando, goce y, agrego yo, no quiere saber nada más de
eso. Añado que esto quiere decir: no saber absolutamente nada.”20
Esto llevará muy lejos la enseñanza de Lacan y señalará una
puntuación esencial en su pensamiento.
d) Epílogo epistemológico

Dos discontinuidades radicales marcan la enseñanza de Lacan. La


primera se arremolina alrededor de 1953. En ese entonces se
proponen los registros, se enuncia la posibilidad de pensar el
inconsciente en relación con el significante, y se señala al sujeto del
inconsciente.
La otra gran discontinuidad se inicia en 1970, en el contexto del
seminario El reverso del psicoanálisis. La escritura de los cuatro
discursos no es inicio, es momento de conclusión. La cuestión del
sujeto del inconsciente que había marcado la enseñanza y había
servido de brújula en la invención doctrinal, encuentra en la
escritura de los discursos, su momento estructural más fecundo y
más riguroso. Pero también, el momento de ceder a la dimensión
del goce, la función de dominante epistémica.
Tres momentos se puntuaron en relación con la teoría del sujeto
en Lacan. La primera, que hace muchos años señalamos como el
instante de la mirada, se da precisamente en 1953, con su
introducción al campo freudiano. El segundo período, o tiempo para
comprender, abarca las determinaciones del sujeto por la cinética
significante, la relación con el objeto a y su escritura en la fórmula
lacaniana del fantasma. El tercer tiempo, o momento de concluir, se
inscribe con la propuesta estructural de los cuatro discursos
radicales. Aquí se escribe la geografía más radical del sujeto en
relación con el campo de lo social, lo histórico y lo político. Eso ha
sido lo que se ha intentado mostrar a lo largo de este libro.
El sujeto del inconsciente en 1970, cede su lugar de brújula
doctrinal al goce. Algo sucede con la escritura de los cuatro
discursos, específicamente, en lo que respecta al de la histérica. El
sujeto es lo que es representado por un significante para otro
significante, rezaba la definición que tanto del sujeto como del
significante había enunciado Lacan, en 1960. Esta definición abrió
muchos caminos y resultó fértil en muchos campos. Pero algo
sucede cuando, escribiendo el discurso de la histérica, debe
ponerse en género femenino. El sujeto del inconsciente tiene una
estructura discursiva: el discurso de la histérica. La cuestión estalla:
¿en qué género está ubicado $? ¿La histérica es sujeto en
masculino? Pero no existe sólo un goce ¿cuál es la posición de ese
sujeto ante la diversidad del goce? La escritura del sujeto como $
ya no podía sostenerse ante el impacto que respecto al goce se
había precipitado, luego de la escritura del discurso de la histérica.
Ahora la investigación debía versar sobre el goce y sus laberintos.
Lacan da un giro en su enseñanza y la escritura de una lógica
que incluya la castración como operación matemática, habita sus
sueños. Una lógica de la castración que aebe desembocar en una
de la sexuación. Las fórmulas de la sexuación son el horizonte del l
trabajo del psicoanalista francés. Pensar la escrituras del goce de la
mujer y del goce masculino, obsesiona desde entonces su trabajo
conceptual. Los seminarios que vendrán después pueden dar
cuenta de ello: De un discurso que no sería del semblante, ... Ou
pire y, por supuesto, Encoré.
Después de 1970, una discontinuidad se hace patente. Ya no se
puede seguir hablando sólo del sujeto, es necesario abrirle las
entrañas y pulsar su sexualidad. La escritura es convocada y el
litoral entre lo simbólico y lo real marca con su filo. Lacan deberá
recurrir a otra nominación. Sí, aquélla del parlétre. En parlétre,
aparece la relación con la letra, el ser, el goce y la escritura. El
sujeto ha dejado su lugar a una nueva manera de pensar la
subjetividad. Precisamente aquí surge algo importante. Tal vez el
único autor que ha logrado una dislocación radical del sujeto, sea
Lacan. Él promovió, junto con otros autores, entre ellos Foucault,
una crítica radical al sujeto de la conciencia, al sujeto como centro
de la percepción, la razón y la voluntad. Pero sólo en esta nueva
modalidad del parlétre, un sujeto radicalmente descentrado, incluso
de una cierta hegemonía de lo simbólico, puede gestar una nueva
modalidad de la subjetividad. Tal vez la misma palabra, la misma
concepción de subjetividad, se encuentre aquí cuestionada hasta
sus cimientos.
La inclusión de goce en ese lugar estructural y la marginación del
sujeto del inconsciente, también precipitan cambios importantes al
interior del pensamiento de Lacan. El hecho de poner en crisis la
cuestión del sujeto, también cuestiona la dimensión del significante.
La definición del sujeto es solidaria con aquélla del significante. Son
dos definiciones en un solo enunciado. De este modo, si el sujeto
es radicalmente cuestionado, el significante también lo es. A partir
de 1970, un nuevo camino se abre para pensar la escritura. Lo real
hace litoral, y la hegemonía epistémica y clínica que el lenguaje y
su operador fundamental, el significante, habían gozado, pierden
pie. La crisis de la escritura afianzada solamente en el campo de lo
simbólico, llevará a Lacan, no mucho tiempo después, a proponer
una escritura que no bebiese de las aguas del significante ... ni
siquiera de su instancia material. El significante y la letra son
desatendidos con la inclusión de la escritura topológica. La
topología permitía pensar una escritura con otra materialidad que
aquélla de la letra y el significante. La crisis epistemológica del
sujeto y el significante, desemboca en una nueva concepción del
espacio y la escritura. La topología y el tiempo se escriben en otra
materialidad. El sujeto ya no tiene quien le escriba.

Notas

1. Un libro importante para el tema es, evidentemente, Freud y el


diablo de Luisa de Urtubey, Ed. AKAL, Madrid, 1986. De él
obtuvimos interesantes informaciones, pero también
posibilidades repetidas de diferencias.
2. S. Freud, Ein Fall von hypnotischer Heilung nebst Bemerkugen
über die Enstehung hysterischer Symptome durch den
Gegenwillen (1892-93), GW t. 1; VE: Un caso de curación por
hipnosis. Con algunas puntualizaciones sobre la génesis de
síntomas histéricos por obra de la “voluntad contraria” , AE, t. I,
p. 160.
3. S. Freud, Charakter und Analerotik (1908), GW, t 7; VE:
Carácter y erotismo anal, AE, t. IX, p. 157.

6170
4. S. Freud, Fragmentos de la correspondencia con Fliess, op. cit.,
p. 283.
5. Ibid., p. 284.
6. H. Institoris y J. Sprenger. Malleus Maleficarum (1486), Le
Marteau de sorciéres, Editions Jeróme Millón, Paris, 1997, p.
277.
7. E. T. A. Hoffmann, El Hombre de la Arena (1815), Valdemar-
Gótica, Madrid, 1998.
8. E. T. A. Hoffmann, Los elíxires del diablo (1814-16), Valdemar,
Gótica, Madrid, 1998, p. 75.
9. Ibid., p. 118.
10. Ibid., p. 185.
11. Ibid., p. 94.
12. Ibid., p. 21.
13. S. Freud, Eine Teufelsneurose im siebzehnten Jahrhunders
(1923), GW t. 13; VE: Una neurosis demoníaca del siglo XVII,
AE, t XIX, p. 13.
14. Ibid., p. 88.
15. Trofeo de Marianzell (Diario de C. Haizmann), Ed. Argonauta,
Barcelona, 1981, pp. 92-113.
16. S. Freud. Una neurosis demoníaca del siglo XVII, op. cit., p. 92.
17. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse, op. cit. p. 132; VE: p.
121.
18. S. Freud, Ein Kind wird geschlagen ( 1919), GW t. 12; VE:
Pegan a un niño, AE, t XVII, p. 194.
19. J. Lacan, L ’envers de la psychanalyse, op. cit., p. 205; VE: p.
191.
20. J. Lacan, Aún (1972-73), Ed. Paidós, Bs. As., 1981, p. 128.
INTERSTICIO IV.
A M A N E R A DE EPÍLOGO
TRAZOS EN LA HISTORIA DE LAS PASIONES FEMENINAS

Lo que aquí se presenta no es la historia de las pasiones


femeninas. Se trata de otra cosa. De la importancia que en esa
historia tienen las aportaciones del psicoanálisis. Frente a la historia
de la sexualidad, hace ya muchos años que se presentan textos y
avances. Michel Foucault es uno de sus principales promotores.
Sus libros y sus letras han llevado lejos esa historia. Pero el acento
ha recaído en las laderas de la homosexualidad. La intención de
este texto, es promover una lectura de la historia de la sexualidad
desde los parajes de lo femenino. Para ello, se tomarán tres
campos y tres figuras sociales. Los campos son el de la
antropología, la historia de las religiones y el terreno de la ciencia.
Desde ahí se leerán tres personajes históricos en el campo de las
mujeres. Tres mariposas negras iluminadas por la oscuridad de la
luz del saber occidental. Nos referimos a la prostituta, a la bruja y a
la histérica.

1. La puta en la historia

Oh puta amiga, amante, amada, recodo de este día de


siempre, te reconozco, te canonizo a un lado de los hipócritas y
los perversos, te doy todo mi dinero, te corono con hojas de
yerba y me dispongo a aprender de ti todo el tiempo. Eres la
libertad y el equilibrio; no sujetas ni detienes a nadie; no
sometes a los recuerdos ni a la espera. Eres pura presencia,
fluidez, perpetuidad
Jaime Sabines
Uno de los oficios más antiguos, es el de la prostitución.
Remontemos entonces a los tiempos inaugurales. Los primeros
ancestros de los humanos aparecen hace un millón de años. El
llamado hombre de Neandertal prefigura el eslabón entre el mundo
animal y lo propiamente humano. A pesar de su morfología todavía
influenciada por lo simiesco, su postura ante el mundo ya nos
vincula. Este hombre mono, no sólo se levanta sobre sus dos pies,
sino que representa un cambio fundamental: realiza labores
económicas. Desde muchos ángulos se sabe que lo que transformó
al simio en hombre fue su capacidad, mediante el trabajo, de
transformar la naturaleza. El trabajo cambia la naturaleza y con ellp
el hombre mismo. Pero era necesario un paso más. Este hombre
fabrica utensilios y armas. Herramientas para labrar y puntas para
cazar. Pero hace cien mil años, construyó las primeras tumbas. No
sólo trabaja para la vida, también construye frente a la muerte. La
conciencia de muerte implica atravesar un umbral definitivo. La
tumba es el símbolo del tiempo de lo humano. Es la respuesta
simbólica ante la virulencia del tiempo de la muerte. Las tumbas son
el primer monumento de un tiempo complejo. Los monumentos
funerarios representan la evidencia de la conciencia de la muerte y
además un acto de escritura. Se necesitarán 70 mil años más para
que el Homo Sapiens presente sus cartas definitivas con las
primeras escrituras rupestres en el paleolítico superior. El trabajo
transforma al mono en hombre, la conciencia de muerte y la
escritura lo humanizan definitivamente, pero faltaba un extraño
invento: la guerra. Hace apenas 10 mil años que se tiene noticia de
las primeras confrontaciones humanas. En aquellas primeras
grescas, los contendientes aniquilaban a los perdedores. Pero se
descubre que los derrotados son mejores vivos que muertos. Las
guerras dejan de ser violencia de exterminio, para convertirse en
ejercicio de captura. Los vencedores ya no aniquilan, ahora utilizan
la fuerza de trabajo de los vencidos. Nace con ello la esclavitud.
Pero no sólo se utiliza al otro para que labore, también para los
goces personales. Aquel que decide sobre el cuerpo del otro, puede
hacerlo también en el campo de la sexualidad. Así surge la
prostitución. De la incautación del cuerpo del otro, de su explotación
en el campo de lo sexual y la posibilidad de apropiarse de su goce,
surgen las primeras prostitutas. Es claro: la puta es un personaje
nacido de la división de clases; de la instauración de la esclavitud.
Pero los esclavos no estaban exentos de sexualidad. Los
esclavos no sólo sostienen la economía, no sólo transforman el
mundo, también introducen un tiempo singular. De día el esclavo
trabaja, se somete a la ley del amo. Pero no sucede así cuando el
sol se va. Bajo el manto oscuro de la noche, lejos de la mirada del
amo, los esclavos se contonean, convocan los sudores y se
apropian del aire. Los ritos de los esclavos se convierten en fiesta,
en carnaval; en orgía. Las bacanales de los esclavos griegos eran
festividades nocturnas; clandestinas. Sí, pero eran
fundamentalmente fiestas sagradas. El furor de los cuerpos
dibujaba un tiempo sagrado: los dioses eran convocados y
adorados. Aquí es donde aparece lo fundamental; si la jornada
diurna pertenecía a la ley del amo, la celebración nocturna, estaba
bajo el manto de lo divino. Existen así dos instancias, aquélla de la
ley, la sobriedad y la producción y otra que, trasgrediéndola,
instaura el tiempo sagrado de la fiesta. La ley regula la producción*
la fiesta el derroche. Ahora, lo singular es que el carnaval ni es
ilegal, ni se encuentra fuera de los contornos de lo social. La
producción es el tiempo de la reglamentación, la fiesta de la
trasgresión. Pero de la trasgresión regulada. ¿Quién regulaba las
bacanales griegas? La religión. La religión en el origen occidental
reglamentaba los excesos, los excedentes, el derroche. El par
dialéctico que sostenía la sociedad era la producción y el derroche,
la acumulación y el dispendio; la ley y la trasgresión.
Pero las cosas cambiarán con la llegada del cristianismo. La
religión no se abocará más a legitimar el dispendio y el derroche,
Los cuerpos se deben a la producción. Los humanos están aquí
para trabajar y mantenerse bajo los límites de la sobriedad y la
continencia. El cristianismo juzga y condena las orgías. La
sexualidad desenfrenada remite a la animalidad, a la caída de lo
humano en el campo de lo bestial. El cuerpo deviene en aposento
del pecado, y el diablo ocupa su lugar de seductor de los cuerpos
para la perdición de las almas. La carne llamada a la voluptuosidad,
desciende al infierno de las pasiones prohibidas y perseguidas. El
erotismo en el cristianismo abandona su luz sagrada y es
condenado a la degradación y la decadencia espiritual. Nadie
representa más cabalmente esta persecución y este señalamiento
que la prostituta.
La puta es quien se ofrece como objeto para el deseo; se
muestra animada de sensualidad; llama al cuerpo a deslizarse en
sus humedades. Como el objeto del deseo, la puta se muestra para
escabullirse. Si ella no se escapa cabalmente, es por la miseria. La
miseria se establece sólo en lo económico. Las putas no fueron
siempre lo que son. En otras épocas eran cortesanas consentidas.
Se presentaban ataviadas con hermosas telas e intensas funciones
palaciegas. Hubo un tiempo en que su oficio se llenaba de honores
y regalos. Eran mitad hechiceras, mitad sacerdotisas. Sus favores
se pagaban con oro, mirra e incienso. Con el advenimiento del
cristianismo, sus cuerpos fueron condenados, sus favores
arrinconados en zonas marginales y sus devaneos controlados por
las mafias masculinas. La puta deja su oficio mágico y se convierte
en un personaje degradado. Antes se les llamaba diosas; ahora,
rameras. Pero digámoslo claro, lo que se persigue en la puta es su
oficio de convocatoria del deseo. No se trata de negar que ahora se
entrega por hambre, pero el cambio histórico obedeció a otra cosa.
La prostituta se engalanaba en el campo del deseo y se presentaba
en el espacio de la belleza. Lo perseguido es el deseo. Puta se le
llama a toda aquella mujer que se atreve a presentarse bella ante
los brillos del deseo. La puta fue condenada por la religión de la
abstinencia porque en su belleza estaba su brillo. El brillo de la puta
es la belleza de su deseo. Desde entonces, la putería no es sólo un
oficio degradado, es el país al que quieren ser enviadas todas
aquellas que se atreven a mostrar su belleza en el deseo; la belleza
de su deseo. En el horizonte de la sexualidad femenina se amenaza
con el señalamiento de la prostitución. La prostitución no es sólo un
oficio, ha devenido un adjetivo para intentar desactivar la belleza de
las mujeres deseantes. Puta: mujer que muestra su deseo; que se
muestra bella en su deseo.
Por ello han sido estigmatizadas, marcadas; señaladas. No sólo,
lo sabemos en el campo de la religión, la ciencia, como muchas
veces sucede, se convirtió en la ideología de las prohibiciones. Ya
en la Edad media, a las prostitutas se les presentaba como una
enfermedad social. Peor aún, como enfermas del alma y el cuerpo.
El alma estaba envenenada de sexo, el cuerpo de castigo divino. Si
bien es cierto que es en el siglo XIX cuando la prostitución deviene
el flagelo social por excelencia, desde el siglo XII se intentaba
señalar a la prostituta como enferma natural. El anatema que caía
sobre la ramera era su condición de esterilidad. Desde ese siglo
pesa sobre el oficio y sobre sus mujeres la idea que la esterilidad es
el precio de sus devaneos. Las causas alegadas son de diversos
matices y condiciones. Van desde el exceso de calor, hasta la falta
excesiva del mismo; desde un sobrante de humedad en el útero,
hasta la neutralización de la función del esperma por la mezcla
intensa de líquidos blancos. En el siglo XVI, por dar un ejemplo, se
seguían sosteniendo tales afirmaciones. Tan es así, que alguien
como Lorenz Fries aseguraba que las prostitutas quedaban
estériles por falta de temperatura en el cuerpo y por ende, no había
el ardor que el corazón debía al buen Dios. La verdad es otra. El
estigma de esterilidad no acusa razones biológicas, a pesar que es
allí donde se ha querido apuntalar. Las prostitutas no son estériles
en el campo de la procreación. Desde los tiempos inmemoriales, si
no tienen muchos hijos es porque conocen los secretos de la
contracepción o han sufrido los embates del aborto. La condena a
su esterilidad se refiere al campo de lo productivo. Las putas
aparecen estigmatizadas porque su oficio no se encuadra en la
lógica del trabajo productivo. La acusación es clara: las putas no
sólo usan su cuerpo para los placeres, sino que no producen nada.
Su esterilidad es económica. Ese es el motivo de la condena y del
intento biológico de pensar su supuesta esterilidad. El atentado que
señala ese oficio es claro: el cuerpo puede ser el aposento del
erotismo, y existen mujeres que no acatan el mandato de eclipsarse

6230
tras el manto sagrado de la maternidad. El pecado de las putas es
doble: se dedican al placer, se aprovechan de la usura. Ni
recatadas ni embarazadas. Semejante desfachatez no se puede, no
se pudo tolerar por muchos siglos.

2. La bruja y el diablo

Los temores de los hombres parecieran girar, en todos los


tiempos, alrededor de un par de motivos. La materia de que
están hechos los miedos es casi siempre la misma para la
gran mayoría de las sociedades: la muerte, la sexualidad sin
límites, la incertidumbre del más allá. Todo parece
concentrarse en lo que Freud llama lo heimlich y lo unheimlich.

Esther Cohén

Toda época ha tenido su personaje detestable; su enemigo visible.


En todas las sociedades existe un miedo, una persecución y una
guerra contra lo que representa lo otro. La otredad ha sido
perseguida desde siempre. Los espejos de las verdades humanas
no son soportables. La puta no ha sido la única perseguida por el
pecado de no participar en la lógica de la producción; de la
actividad productiva. Los judíos también fueron acusados de
usureros. Acusados y perseguidos desde el siglo XII. Su pecado, no
participar de la religión oficial y, además, dedicarse a formas no
convencionales de ganar dinero. A los judíos se les acusaba de
matar niños ¡nocentes, de traficar con sangre y de envenenar los
pozos de agua cristiana. La figura de su condena no deja de ser
emblemática: son chupadores de sangre. Desde el siglo XII hasta el
XIV, los judíos aparecen como el enemigo de una sociedad
medieval azotada por la peste y la pobreza. Ante la usura de los
hijos de Abrahám, la acusación de daños y vampirismo no se deja
esperar. En 1490 son expulsados de España, en 1114 de
Inglaterra, en 1182 y en 1243 de Francia. Los argumentos se
parecen: desollaban niños y usaban su sangre para fines oscuros.
La verdad era otra. Su delito, dedicarse a la usura, es decir, ganar
dinero sin producir. Igual que la puta, el judío es acusado de males
económicos justificados por la religión.
Pero no son los únicos. A partir del siglo XV, una nueva figura
resplandece por las hogueras encendidas. Las brujas se convierten
en mujeres perseguidas, torturadas, condenadas y calcinadas. Las
brujas que antaño fungían como amigas de las aldeas, serán
condenadas por la inquisición. Las brujas durante siglos, fungieron
como magas socialmente aceptadas. Curaban al pueblo, sabían del
mundo. Eran hechiceras consultadas por su sabiduría y su
efectividad en el arte de la curación. ¿Qué fue lo que aconteció en
aquellos siglos? ¿Qué impulsó a los teólogos a castigar tan
cruelmente a quienes antes aparecían como curanderas benignas?
Dos cosas, fundamentalmente. La necesidad de un síntoma
filosófico y su relación con Satanás. El Renacimiento es una
respuesta a la Edad media. Una respuesta que incluye en sus
entrañas lo que quiere acabar. Muchos filósofos se prestan, a partir
del siglo XV, a sustentar su aportación en un sincretismo entre
saberes cultos y conocimientos mágicos. Allí esta Masilio Ficino y
su filosofía naturalista. También Picco Della Mirándola y el intento
de demostrar la creación y la verdad de Cristo, a partir de la magia
de las letras y los números de la Cábala judía. No se puede olvidar
al célebre Agippa con su perro negro y su De Occulta Philosophia.
El punto es claro: los filósofos deben detractar la magia negra para
salvar su alma blanca. Ellos incluyen la magia en su saber y, por
ello, deben deslindarse de la que ejercen las brujas. Un filósofo no
puede ser un brujo si no quiere terminar con leños ardientes bajo
los pies. La filosofía se convierte en un arma de la persecución.
Las brujas son señaladas por los filósofos en su agujero
epistémico y su peligrosa cercanía. La brujería, siendo un saber
milenario, no constituía un saber discursivo. Se trataba de un saber
ilegítimo y, por ello, perseguible y condenable. Las brujas no
poseían un saber defendible y que las defendiera. Actuaban su
saber, pero no lo hacían discurso. Podían manipular fetos,

6260
placentas con sangre, uñas de mujeres muertas, y hacer de las
palabras una maravillosa combinación entre la efectividad y el
milagro. Pero no sabían defenderlo en el campo del discurso. Sin
embargo, este no era el mayor problema al que se enfrentaban las
hechiceras. El punto caliente apuntaba a su vinculación con el
Diablo. A partir del siglo XV, las curanderas del pueblo se
transforman en peligrosas brujas por su asociación con los
malignos caminos del Demonio. Es cierto que desde el mismísimo
libro sagrado, exactamente en el Éxodo versículo 22, se lee que a
la hechicera no hay que dejarla con vida, pero eso no se vuelve ley
eclesiástica y persecución generalizada, sino en los albores del
Renacimiento.
Citemos un texto de finales del siglo XV. Se trata de un libro para
cazar brujas. Allí se lee, a partir de una pregunta que los
inquisidores se hacen: “Las brujas antiguas, antes del año mil
cuatrocientos de la Encarnación del Señor ¿acaso ellas no se
abandonaban a esas impurezas como las brujas modernas? Sí,
pero lo hacían contra su voluntad (...) las brujas de hoy son
infectadas de estas impurezas diabólicas (...) sometiéndose
voluntariamente a esta miserable servidumbre”1. Esta cita y este
texto nos permiten ver qué ocurre en la discontinuidad que se
presenta en ese siglo. Por un lado, las brujas se asocian con el
demonio y por el otro, aparece un texto que imprimirá una
puntuación en la historia de las cómplices del mal.
Las brujas no son perseguidas a partir del siglo XV, pero algo
acontece que les acerca vertiginosamente a la hoguera: surge un
manual inquisitorial legitimado y animado por su Santidad, el papa
Inocencio VIII. En 1486, Henry Institoris y Jaques Sprenger publican
su célebre y terrible Malleus Maleficarum. Se trata del manual
perfecto para cazadores de brujas. Es verdad, este compendio
escrito por estos dos doctores en teología de procedencia alemana,
no es el primero en su especie. En el siglo XIII se publica el Manual
del inquisidor David de Augsburg. También se había hecho circular,
en el siglo XIV, el famoso Directoire des Inquissiteurs, del
dominicano catalán Nicolás Eymerich. Ambos versan sobre la
persecución de brujas, pero el Malleus se convierte en la primera
gran Summa demonológica. Más aún, sus páginas representan la
primera demostración teórica y escolástica del maleficio de las
brujas. Este Martillo de la Brujas no es sólo un manual de torturas,
es la primera gran justificación teórica de su persecución y
exterminio. Escrito en el más puro estilo escolástico, presenta
argumentos en contra de los suyos para después refutarlos a partir
de la anuencia de autoridades de la iglesia. Así, Santo Tomás de
Aquino es citado 143 veces y San Agustín, al menos en 77
ocasiones. Pero el punto no es nada más editorial o teórico, la
importancia de este libro es lo que instaura. A partir de la puesta en
blanco y negro, la presencia de las brujas, así como su exterminio,
cobra validez histórica. El Malleus es el documento que da
existencia legal a las brujas, y justificación teológica a su
aniquilación; es su acta de nacimiento. Antes de ese texto, las
brujas eran perseguidas pero no tenían existencia discursiva. El
libro de los inquisidores testimonia la verdad de la existencia del
mal en el cuerpo de mujeres poseídas por el demonio. A partir de
allí, cobran ciudadanía eclesiástica y veracidad histórica. Es
imposible presentar aquí un resumen, aunque más no fuera
somero, de tal obra. Sin embargo, podemos adelantar lo central de
la misma. El motivo principal por el que las brujas deben ser
perseguidas, juzgadas y destruidas, es su sexualidad
desenfrenada, es su comercio carnal y lascivo con el diablo. Las
brujas son las putas de Satanás. Su sexualidad no sólo atenta
contra la continencia requerida por el buen cristiano, sino que se
muestra insaciable. Ese es el meollo. La bruja es una mujer que
ejerce y promueve una sexualidad depravada y, sobre todo, sin
límites. Por ello depravada. Así se visualiza desde la primera parte
de este texto donde se lee: “Concluyamos pues: todas estas cosas
de brujería provienen de la pasión carnal, que es insaciable en
estas mujeres. Como dice el libro de los proverbios: hay tres cosas
insaciables y cuatro que jamás dicen bastante: el infierno, el seno
estéril, la tierra que da el agua que no puede saciar, el fuego que
nunca dice bastante. Para nosotros aquí: la boca de la vulva”2 (Las
cursivas son nuestras).
El Malleus Maleficarum muestra a las brujas atacadas de pecado
sexual, pero el punto es su exceso, su insaciabilidad. Ahora, esto
tiene un peso mayor porque implica un pacto con el diablo. En la
parte II de este manual, amén de ser la demostración de los
métodos que las infieles adoptan para realizar sus maleficios, se
detallan los distintos tipos de brujas. Existen tres clases de ellas.
Las que pueden curar, las que pueden dañar y las que pueden
curar y dañar. Pero las peores de todas, las más poderosas, son las
que usan la sangre de los niños que procrean para fines maléficos.
Estas brujas pueden volver impotentes a los hombres, pueden
rendir estériles a las mujeres, provocar ciclones, tormentas y
terremotos. Pueden además inducir abortos, propiciar temblores de
los miembros y hasta la castración de los hombres. Pero lo
importante no son tanto sus poderes sino que: “Es común a todas
ellas de librarse a impurezas e infamias (turpitudes) con los
demonios”3.
Estas bajezas las realizan a partir de un juramento, de una
promesa de pertenencia al demonio. La promesa que infieren al
Diablo es más que nada un homenaje y una entrega sexual. Un
homenaje que implica entregársele en cuerpo y alma. De allí su
maldad. Las brujas se entregan a sus juegos sexuales y macabros
por voluntad propia, por lujuria desenfrenada.
El pacto se hace transparente: las brujas usan al maligno para
poder dar rienda suelta a su sexualidad corrompida, y el malvado a
su vez, las utiliza sexualmente además de usarlas en sus terribles
proyectos. El pacto se hace en acto; en el acto. Se trata de una
complicidad; de un contrato radical.
El Diablo se convierte en el enemigo número uno de la Iglesia y
sus fieles creyentes, a partir de su instauración institucional, a
través del Concilio de Letrán, en 12154. Pero el Maligno no tiene
cuerpo; es aire que puede, por la vaporización, tomar otro cuerpo,
pero él no es una entidad material. Satanás es vapor negro que
inflama el alma y debe poseer los cuerpos. La bruja se convierte en
el cuerpo del demonio. Cuerpo que ha sido poseído por el Príncipe
del mal y señalado por los pontífices de la Iglesia. La bruja
representa el cuerpo material donde se puede castigar la obra y el
poder de Satanás. Sí, no es difícil de colegir, si el cuerpo de la bruja
es el aposento del Diablo, su pecado tendrá que ver con la carne;
con la carne exaltada de sexo. En la densidad oscura del anochecer
se convoca al mal en las carnes de una mujer inflamada. Las brujas
arañan de espanto la luna que tiembla inerme ante el aquelarre
clandestino. Ellas abren su sexo mientras gimen llenas de lasciva
ansiedad. El aire se llena de vapores negros y los testigos nada ven
que no sea una mujer tirada en el suelo, con la espalda llena de
hojas muertas y sus piernas balanceándose en señal de posesión.
La noche se hincha de batracios muertos y sexos mojados. La
condena es clara: la bruja, es la mujer insaciable de sexo que ha
sido tomada por el mal para proseguir los caminos del demonio.
Los demonios íncubos se valen de ellas para perseguir sus fines.
Su fin mayor: desafiar a la Iglesia y ofender a Dios. Evidentemente,
para eso están los siervos del señor: para no permitir tal ignominia.
Ante el mal, la fe; frente a la mujer tomada por una sexualidad
desenfrenada, la hoguera y, haciéndole frente al demonio y sus
rameras, la Iglesia con sus teorías demonológicas, sus sacerdotes,
sus pontífices, sus doctores en teología y sus antorchas
encendidas.

3. El cuerpo de la mujer: del clítoris a Freud

Processus igitur ab útero exorti id foramen, quod os maticis


vocatur illa praecipue sedes est delections.

Cristophe Colomb

El judío y la prostituta tenían en común su desobediencia a los


cánones económicos de la Edad media. La puta y la bruja tenían un
amigo compartido: el demonio. También un mal equivalente: estar

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habitadas por la pasión sexual. Habitadas, es un decir, su cuerpo
las habitaba y a él lo infectaba la sexualidad. La hechicera y la
ramera comparten un cuerpo infestado de sexo caliente. El cuerpo,
tanto en la curandera maldita, como en la mujer de la calle, se
convierte en el aposento del pecado, del mal y del desenfreno. El
cuerpo es la sede de sus historias y de su femenina condición. No
sólo la religión quiere decir sobre el cuerpo de la mujer; la ciencia,
levanta la mano y exige galardones al respecto. La ciencia dice del
cuerpo. Lo clasifica, lo divide, lo diseca y lo llena de ideologías.
También lo nombra para descubrirlo. Entre los descubrimientos
más asombrosos, está el llamado tesoro de las pasiones
femeninas.
En 1492, un nuevo continente se descubre. La historia gesta
movimientos curiosos. Mientras la tierra se demostraba esférica y
se cerraba en su finitud, el universo se abría a lo infinito. A partir de
los textos e ideas de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno en el siglo
XIV y XV, el cielo ya no representa el aposento de Dios, sino una
inmensidad inconmensurable. Mientras tanto, en la tierra, un viajero
genovés llamado Cristóbal Colón, trazaba un nuevo rostro del
mundo. La tierra, a partir del descubrimiento del italiano, ya no se
podía concebir como un cuadrado limitado por barrancos de agua.
Un círculo se dibujaba en el horizonte del saber, y donde habitaban
los monstruos de la imaginación medieval, emerge un nuevo
continente. América es el nombre de esta tierra nueva para los
europeos. El orbe se presentaba completo, y de este nuevo mundo
surge una geografía nunca soñada. El tiempo se abría a encuentros
novedosos y nuevas violencias. El siglo XV se convierte en una
época de alianzas y guerras intercontinentales. Con la América
descubierta, con su “descubrimiento”, se presenta un mapa inédito
de lo humano.
En 1558, en Venecia, otro Colón, exactamente Mateo Renaldo
Colón, descubre otro mundo que cambiará la geografía y los modos
de concebirla. Sólo que esta vez, los continentes no eran de tierra y
lodo, sino de carne y humedades. El 16 de marzo, Mateo Colón
termina y entrega su texto De re Anatómica, donde muestra y
demuestra su asombroso hallazgo: el Amor veneris o vel Dulcedo
Apeleteur. Sí, lo que ahora se llama, de manera más sobria, el
clítoris. Hasta antes del capítulo XVI de esa obra, nadie en el
mundo de los doctos y los conocimientos había nombrado,
catalogado ni especificado, tan escondido territorio genital. En
medio de la espesura del sexo femenino, aparecía un montículo
lleno de carnosidades y significaciones. Su descubrimiento, en el
sentido amplio de la palabra, habría de cambiar el mapa del cuerpo
de la mujer. También aquí se abren nuevos continentes. También
con este descubrimiento se cierran, se ciernen y se consolidan
ideologías y reyertas.
Mateo Colón es acusado ante el Santo Oficio de herejía,
blasfemia, brujería y satanismo5. Y como no, con semejante
descubrimiento. Este célebre anatomista estudia Cirugía y Farmacia
en la Universidad de Padua. Allí conoce las cualidades medicinales
de algunas plantas y la magia del bisturí. Quien sería médico del
papa, como hombre de ciencia, se desempeña de manera cabal en
su cátedra de anatomía; pero en tanto sujeto de sus pasiones,
utiliza su saber con fines poco académicos. Enamorado de una
bellísima prostituta veneciana, busca un brebaje capaz de rendir
bajo sus pies a la dueña de sus deseos. Para ello estudia las
propiedades de la mandrágora y la belladona, conocidas por su
potencia generadora de exotismos carnales. También se dedica a
investigar la cicuta y el apio, así como a preparar pomadas con
atropa y beleño. Las rarezas de la ciencia lo llevan a descubrir, de
una manera harto azarosa, la existencia del montículo del amor
femenino. Por el acto de curación de una mujer de origen español,
descubre el punto en el que cree discernir el secreto de las
pasiones femeninas. Ante él se encontraba, así lo creyó, en medio
de los pliegues de un sexo húmedo, la llave mágica que abría el
corazón de las mujeres.
El anatomista examina un total de 107 mujeres para comprobar
su descubrimiento. Algunas estaban muertas y otras bien vivas. Lo
importante es aue ello da pie para su obra sobre el clítoris
femenino. Evidentemente, ese atrevimiento no podía quedar así. La

6 3 10
inquisición y sus sabios doctores del siglo XVI, condenaron a De re
Anatómica al silencio de los Idices Librorum Prohibitorium e,
invocando los dogmas de la religión y las Santas Escrituras,
cuestionan de raíz tan sorprendente hallazgo. La religión condenó a
Mateo Colón, pero, no mucho tiempo después, retomó sus
descubrimientos para sostener, desde la teología, pero apoyada en
la ciencia, la inexistencia del alma femenina. El razonamiento es
bien preciso. Si existe un botón para el amor de las mujeres, si
existe un montículo exclusivamente biológico que comanda la
voluntad y las acciones de las hembras humanas, ellas no se
comportan de acuerdo con un principio espiritual. Luego entonces,
no tienen alma. Además, ese punto anatómico que dirige sus
pasiones y sus derroteros, como la ciencia lo evidencia, está bien
lejos de la cabeza. Quod demonstradum erat.
Evidentemente la semblanza de Mateo Colón y el destino de sus
ideas, forman parte de la historia de saberes erróneos que, sobre el
cuerpo de la mujer, han circulado por los pensamientos más ágiles
y los libros más comentados de la Antigüedad al siglo XIX. De
hecho, el cuerpo femenino y sus pasiones, ha generado una serie
de equívocos muy significativos en el campo del llamado saber
científico. Parece ser que el goce femenino ha hecho derrapar a
más de un sabio y a muchos estudiosos e investigadores. Para
mostrarlo no es ocioso puntuar lo que, históricamente, desde la
ciencia, se ha planteado sobre el orgasmo femenino y, por ejemplo,
su relación con la procreación.
Dos son los sabios más influyentes en el campo de la anatomía y
las funciones biológicas y espirituales de la mujer. Galeno y
Aristóteles dedican sendos estudios a pensar el cuerpo y sus
destinos6. Ambos parten de dos ideas centrales de la antigua
sapiencia griega: el calor es el principio motor de la Naturaleza y,
por ende, de toda actividad humana, y el hombre es una especie
superior a la mujer.
De hecho para Galeno, expone en su libro De Semine, la gran
diferencia biológica reside en que el hombre tiene más calor que la
mujer. “Lo mismo que la especie humana es la más perfecta de
todos los animales, en el seno de la humanidad el hombre es más
perfecto que la mujer, y la razón de su perfección es su exceso de
calor, pues el calor es el instrumento primero de la Naturaleza”7. No
se trata de ningún desprecio hacia las mujeres, sino de una
suposición que parte de una evidencia para él anatómica: los
órganos sexuales y de reproducción femenina son el reverso de los
del hombre. La matriz aparece como un gran escroto del pene
masculino, el útero como un prepucio mayor y la misma vagina es
un pene invertido. Sí, evidentemente, el modelo, el punto de
referencia por su lugar en la escala evolutiva, era el hombre. De allí
que para Galeno la mujer, en el momento de la relación sexual,
debía experimentar placer orgásmico para que se pudiese dar un
embarazo. Tanto el hombre como la mujer en el momento del
orgasmo, expulsan semen y de su mezcla calorífica depende la
fecundación.
Aristóteles se aboca a reflexionar sobre los procesos placenteros
y reproductivos en dos textos principalmente. Aquél llamado La
Generación de los animales y su célebre Metafísica. Para él,
existían dos sexos con sus características específicas. El hombre
representaba la causa eficiente y la mujer, la causa material. Para
Aristóteles, el semen del hombre funcionaba como un organón,
proveyendo a la mujer de las dimensiones espirituales. El semen no
es una sustancia en el sentido cabal, es un halo, es un componente
metafísico. El semen masculino, que viene de seminare que
significa semilla, transmite el principio motor. El semen proporciona
el hálito vital a la carne humana; sí, él transmite el alma. La mujer
tiene un papel de causa material, es la encargada de recibir y
desarrollar al humano que crece dentro de ella. Ella es la materia.
Ella es el cuerpo; el hombre, el principio creador. Si esto es así,
para Aristóteles no era necesario el placer femenino para la
procreación. La mujer no participaba desde la dimensión creadora,
luego entonces, aunque se reconocía una producción biológica en
el acto sexual, no se trataba de semen sino de catamenia. El
orgasmo femenino era independiente y no necesario para la
fecundación.
Algo importante de referir es que, para los griegos, el semen sea
masculino o femenino, dependía de la alimentación y
fundamentalmente, de los residuos de sangre que se
transformaban en materia sexual. En esta época se pensaba que el
semen era un secreción y que debía, una vez que se establecía un
exceso de calor, expulsarse para generar el equilibrio necesario. El
semen era concebido como una especie de flema cerebral de
consistencia viscosa y temperatura baja, que debía desecharse en
el momento del orgasmo para no perturbar la economía de
excedentes.
Es difícil no proponer que estas disertaciones griegas, así como
sus aseveraciones sobre la sexualidad femenina y masculina,
formaban parte de una ideología que concibe al hombre como
superior y, específicamente, intenta sostener la función del padre
como filum de la organización social. Las concepciones griegas
parten del principio de ubicar al padre como fundamento del orden
social, así como de mostrar a la mujer como incapaz de procrear
por ella misma.
Pero volviendo a la cuestión del orgasmo femenino y sus distintas
lecturas históricas, se puede visualizar cómo la discusión en torno
al orgasmo y su vínculo con la fecundación, no termina en los
ateneos griegos. Los teólogos del cristianismo de la Edad media, se
enfrentan a una embarazosa situación. Si se parte de la base
bíblica del acto sexual como camino para la procreación y, ésta a su
vez, debía fundamentarse en el orgasmo femenino, habría que
condenar todo acto sexual no placentero. No se podía censurar el
acto sexual pues era el medio para la fecundación, pero qué hacer
con el pecado de la lujuria. San Agustín sale a quite y señala,
contradiciendo la propuesta griega, que el acto sexual no se debía a
un exceso de calor generado por el semen y la excitación, sino que
las experiencias sexuales eran una caída, ante la cual debiese
voluntariamente acudir la sexualidad como medio explícito de la
procreación. El cuerpo no debía ser un receptáculo de calor, sino un
instrumento de la voluntad.
Pero no todos pensaban que el placer y el orgasmo remenino
eran necesarios para que se gestase un embarazo. Por ejemplo, en
el siglo XIII, Giles de Rome aseguraba que el semen femenino era
innecesario para la procreación. Asimismo, Averroes, un filósofo
árabe del siglo XII, señalaba que el orgasmo femenino no tenía
ninguna función procreativa.
La discusión sigue y las posiciones se afianzan. Por un lado se
propone la idea aristotélica de la no necesidad del orgasmo
femenino para la procreación. Por otro lado, se asegura que era
necesaria la mezcla del semen de ambos sexos para fines
reproductivos. El Renacimiento llega con su pasión empírica y sus
investigaciones anatómicas. Los avances médicos no ayudan
mucho al debate. El sexo femenino sigue siendo el reverso del
masculino. Mateo Colón, como vimos, no escapa a esta propuesta,
y ubica el clítoris como un pene femenino. Desde esta óptica, los
anatomistas siguen defendiendo la postura de un semen femenino
y la importancia capital del orgasmo en la mujer. De hecho, el
avance técnico es en ese sentido. El Renacimiento aporta diversas
maneras de promover la fecundación a partir, por ejemplo, de un
orgasmo simultáneo. Ambroise Paré en pleno siglo XVI, adelanta
que es necesario un calentamiento previo al acto sexual y la
necesidad de un orgasmo compartido. El ritmo deviene una
preocupación y se señala la necesidad biológica de la expulsión de
semen de manera simultánea. Es importante también, que no exista
un calor excesivo en la mujer, pues esto podría propiciar infertilidad.
El calor debe ser el necesario y el semen debe estar a la
temperatura requerida. La ciencia no perdía su aguda capacidad de
comando operativo, tecnológico y teórico.
Las cosas cambiarán con la llegada de la Ilustración y el
advenimiento de la ciencia moderna. A finales del siglo XVII y
principios del XVIII, se desacredita definitivamente la importancia
del orgasmo femenino para la reproducción. Se demuestra, a partir
de la genética microscópica, cómo ni la menstruación, ni la sangre,
ni el orgasmo femenino eran fundamento para la fecundación. Una
serie de investigaciones de laboratorio llevan a la inteligencia de

6350
señalar el rechazo definitivo a la hipótesis galena. En 1651, Harvey
descubre la función y la consistencia anatómica del huevo como
principio de la fecundación femenina. En 1672, en esa misma línea,
se comprueba microscópicamente el folículo ovariano. En 1670,
Lauwenhoek y Hartsoeker dan a conocer sus investigaciones del
semen masculino. La materia seminal está poblada de millones de
animalillos que recibirán el nombre de espermatozoides. La
fecundación es la vinculación húmeda entre estos minúsculos
cuerpos vivos y un óvulo femenino. El llamado semen femenino, por
su lado, es presentado no como una necesidad biológica de la
procreación, sino como una sustancia mucosa cuya secreción
proviene de las glándulas de la vagina, y cuya función se reduce,
fundamentalmente, a facilitar el acto sexual.
Evidentemente, muchos sectores de la Iglesia respiraban en paz
pues por fin podían condenar de nuevo el placer sexual y la lujuria
de la mujer. Para la ciencia, se abre con el siglo XIX un tiempo de
investigaciones genéticas y microscópicas. Los estudios se abocan
principalmente, a señalar las diferencias y resaltar las
singularidades de los procesos. Para la sociedad, el silencio vuelve
a cubrir grandes capas de las pasiones sexuales, y la pregunta por
el goce femenino se resguarda en el mutismo de la ciencia, al
tiempo que se eclipsa ante el culto microbiológico de la
investigación sobre la maternidad.
Lo llamativo es que la sexualidad vuelve a reducirse al espacio de
lo biológico. Salvo contadas y extraordinarias excepciones, en el
campo científico se abandona la investigación por las dimensiones
placenteras y el goce en la mujer. Con su descubrimiento, Mateo
Colón, anatomista del siglo XV, abre un continente de preguntas y
cuestionamientos. Pero su propuesta se circunscribía a explicar el
ser femenino a partir de un botón biológico. Parece ser que, en sus
diferencias abismales, la Ilustración y la ciencia moderna se
encuentran con la propuesta de Colón, ya que la mujer es pensada
desde sus procesos hormonales y glandulares. El cuerpo femenino
es un espacio de investigación pero encaminada, la mayoría de las
veces, a problematizar el campo de la fecundidad y la esterilidad,
La mujer, su cuerpo, deviene un laboratorio biológico de la
maternidad. La mujer vuelve a ser explicada desde su relación con
la fecundación y su especificidad aparece, otra vez, ligada a lo
biológico.
Pero no todos los discursos surgidos en el siglo XIX toman ese
camino. A finales de ese siglo y principios del XX, surge otra
posición frente al sujeto, a partir de pensar de una manera
totalmente distinta al cuerpo, al cuerpo de la mujer. Este nuevo
saber, recibe el nombre de psicoanálisis.

4. Las pasiones femeninas. Freud y Lacan

La mujer, es precisamente en esta relación, en ligazón con el


hombre, la hora de la verdad.

Lacan

El psicoanálisis señala otra vertiente en relación con el cuerpo, con


el cuerpo femenino. El primer paso es relacionarlo con el lenguaje.
El cuerpo habla. El nacimiento del psicoanálisis y con ello, de otro
modo de pensar al sujeto, viene de una escucha del cuerpo de la
mujer. Freud se atreve a escuchar los sonidos del silencio con que
el cuerpo femenino hablaba en medio del embrollo del dolor. Las
mujeres, a través de quienes el cuerpo hablaba lo que no se
soportaba escuchar, fueron llamadas histéricas. La histérica
hablaba con su cuerpo lo que su palabra no podía decir. Su cuerpo
hablaba por medio de enigmas que tomaban el estatuto de
síntomas somáticos. El síntoma decía lo que el sujeto no recordaba.
El síntoma era el lenguaje de una historia femenina silenciada y
encarnada en los órganos y los sistemas. El síntoma recordaba
historias que utilizaban el cuerpo como lenguaje. El decir de estas
historias por el cuerpo se presenta cifrado, es decir, como enigma.
El síntoma es el enigma por el que habla un cuerpo habitado de
historia. De allí que Freud reconozca en el síntoma, el lenguaje de

6370
lo olvidado por el sujeto, pero recordado por el cuerpo. El síntoma
es una memoria del olvido. Sí, es una formación del inconsciente. Él
recuerda lo que la mujer olvidó. Pero también lo que ella no sabe
que sabe. La histérica no sabe que lo olvidado tiene que ver con
una verdad. La verdad que el síntoma recordaba y que la histérica
no sabía, era que la verdad de su inconsciente es sexual. El cuerpo
de la histérica habla de sexualidad.
La sexualidad para el psicoanálisis, a diferencia de otros saberes,
no se circunscribe al destino biológico. Para la biología, existen dos
sexos con sus características ahora bien definidas por la ciencia.
Para el análisis, la sexualidad no es efecto de los órganos ni los
sistemas reproductivos. Se trata de modalidades de relación. Desde
Freud y a partir de Lacan, la sexualidad tiene que ver con una
declaración. Declaración ante le deseo y frente al goce. La
sexualidad no es un aposento anatómico, es un modo de responder
al Otro. Sí, también al Otro sexo. La diferencia con la biología es
evidente, pero también con la zoología. Los animales tienen sexo
para procrear, los humanos para deslizarse por el laberinto de la
pasión. Que ésta pueda ser mortal poco importa. La sexualidad
humana se constituye a partir de relaciones, la animal de instintos.
El sujeto está sujetado a los embrollos y los circuitos de la pulsión.
El problema es que la pulsión no tiene ni objeto predeterminado, ni
satisfacción completa. El problema se convierte en su especificidad,
pues el sujeto, sea hombre o mujer, se abre a las pasiones
pulsionales que no pueden ser sino lazos sociales. Esto se parece a
la dimensión del género. El punto es este: sólo los humanos tienen
relaciones sexuales, los animales apareamientos. La llamada
sexualidad humana es erotismo relaciona!. Lacan lo dice así en su
seminario D ’un Discours qui ne serait pas du sem blant: "... lo que
ha revelado Freud del funcionamiento del inconsciente no tiene
nada de biológico. Eso no tiene el derecho de llamarse sexualidad
más que por el hecho de que le llamamos relación sexual”8. Ahora,
la cuestión es compleja, pues lo que llamamos hombre o mujer,
sólo se especifica en relación con el otro, es decir, en tanto posición
relaciona! uno diferente del otro. Lacan, otra vez en ese seminario
hablando precisamente de género: para hablar de identidad do
género, que no es otra cosa que lo que acabo de expresar con el
término del hombre y la mujer, es el destino de los seres hablante*
de repartirse entre hombres y mujeres y que para comprend <f el
acento puesto en estas cosas, sobre esta instancia, hay que darso
cuenta que aquello que define al hombre, es su relación con la
mujer, e inversamente”9.

La sexualidad, el lugar que frente al Otro declare el sujeto y su


vinculación con la otredad sexual, desde Freud, es impensable sin
remitirse al complejo de Edipo y al complejo de castración. El
complejo de Edipo, para el fundador del psicoanálisis, es la
estructura donde el sujeto adviene al campo de las relaciones; al
espacio de lo social. En esa estructura se arman y desarman las
coordenadas del deseo que cercarán y constituirán los modos de
vinculación del sujeto con el Otro. Para el análisis, el cuerpo es un
espacio de relación social, un territorio de vinculación. Pero es
impensable el cuerpo sin la dimensión del deseo. Precisamente
porque el deseo tiene que ver con el Otro. Para Freud, el complejo
de Edipo no es otra cosa que el modo operacional por el cual el
sujeto se constituye en su relación con las redes del deseo. El paso
es grande: no hay cuerpo que no tenga que ver con la historia, no
hay historia que no se anude con los lazos del deseo, es decir, en
un campo de relaciones, y las relaciones se constituyen en los
circuitos de la pasión del deseo. Pero esta estructuración no puede
pensarse sin incluir la cuestión de la ley y, por ende, del complejo
de castración. El complejo de Edipo en su relación con el de
castración, representa los modos humanos como puede instalarse
la cuestión de la ley y sus caminos. El complejo de Edipo no es el
teatro imaginario de un niño o una niña, enamorándose del padre o
de la madre. Tampoco es la novela de los infantes hinchados de
odio por los límites que impone el padre para poseer a la madre o al
mismo padre. Eso, lo sabemos, no es más que el contenido
manifiesto de un mito. El complejo de Edipo es el contenido
manifiesto, y el de castración es el latente. El complejo de
castración es el dispositivo de la instauración de la ley de
prohibición del incesto; es la implementación de la ley. Por ello
representa lo más complicado, lo más inconsciente. Pero aún más
radical: el complejo de castración es el dispositivo diferencial de la
subjetividad. La diferencia en las posiciones frente a la sexualidad
no surge del Edipo con todo su peligro normalizante, sino de las
modalidades de implementación del campo de la castración.
También las diferencias en relación con la posición hombre o mujer
y los distintos caminos que estas modalidades adoptan, surgen de
este complejo.
El complejo de castración, marca la diferencia de la posición
subjetiva en el niño y en la niña. Es lo que inicia la disimetría del
complejo de Edipo. Con el complejo de castración termina el de
Edipo en el niño, y se inicia estrictamente el de la niña.
En el caso del niño, la angustia de perder su órgano sede de la
evidencia de su deseo, lo empuja a abandonar sus estrategias
incestuosas de tinte edípíco. Pero en la niña no sucede así. En la
subjetividad infantil femenina, tal angustia de castración, tal
amenaza, no tiene lugar, pues la niña no tiene nada que perder. A
ella no le falta nada en el plano biológico, por ello no tiene órgano
que perder. Lo que le falta a la mujer es la angustia de castración.
La cuestión se torna compleja ya que, si ella no puede ser
amenazada con el ejercicio de la castración, si en ella falta la
angustia de castración ¿cómo puede abandonar sus artificios
incestuosos? ¿Con qué se le amenaza entonces? Más preciso: si la
posibilidad de abandonar los lazos amorosos con el padre, no
pasan por el miedo a perder el pene pues ella allí no tiene nada que
perder ¿de qué radicalidad puede ser la amenaza para que ella
abandone tan fuerte vínculo amoroso y sexual? A la niña se le
amenaza con perder a quien ella ama. Más claro: a ella no se le
puede amenazar con perder el pene, entonces se le amenaza con
perder el amor. La angustia de perder el amor o a quien ella ama
viene, en el caso de la niña, al lugar de la angustia de castración en
el niño. La complejidad reside en que se trata de una paradoja. Ella
debe abandonar por orden de quien ella ama, precisamente a quien
ella ama, o perderá su amor. Esto implica que, en el caso de la
subjetividad femenina, no existe una radical disolución del complejo
de Edipo. La niña dificultosamente dejará de demandar amor y
pruebas de que el padre no ha dejado de amarla ya que difícilmente
ella abandona ese amor por él. Pero también es cierto que no deja
de estremecerse ante la posibilidad de su pérdida, de la pérdida de
amor; de su posible partida.
Pero dejemos el plano fenomenológico. En el caso del niño, la
instauración de la metáfora paterna implica que él deja de ser el
falo de la madre, lo que la completaría, y desde entonces el falo
deviene un significante de la completud que no tiene, pero que se
presenta en el campo el padre. El padre aparece como el portador
del falo. El niño, ante la evidencia de ese poder de privar a la madre
de la completud a partir de ejercer la metáfora simbólica de la
castración, se identifica con las insignias simbólicas del padre.
Estas insignias tienen como referente simbólico al falo. El falo
devendrá el significante de la identificación masculina. Pero en el
caso de la niña, ella, una vez instaurado el dispositivo de castración
simbólica que recae fundamentalmente sobre la madre, difícilmente
se identificará a una madre que aparece privada y hasta castrada.
Ante ello, o se identifica una madre pre-edípica, es decir fálica, lo
que pone en riesgo su feminidad, o se identifica un padre edípico
con su referente fálico, lo que también cuestiona su posibilidad de
posición femenina. Lo importante está aquí, en el dispositivo de la
instauración de la metáfora paterna, el registro simbólico se
muestra incompetente para adjudicarle a la mujer un significante
que la represente ante su sexualidad. C. Millot lo dice claramente:
“allí donde una mujer busca el significante de la feminidad se le
responde con la significación obtusa del falo”10. El registro de lo
simbólico se muestra incapaz de proporcionar a la mujer su lugar en
el campo de la sexualidad pues el significante que le ofrece, el del
falo, no puede representarla en su diferencia con el hombre.
El desenlace es histórico. Siempre, frente al orden simbólico o la
legalidad fálica, la mujer aparecía en falta. Desde su cuerpo
pensado como el del hombre al revés, hasta su incapacidad de

6410
adaptarse al mundo y su legalidad masculina. Se le adjudicó una
envidia de lo que no tenía. Sí, desde lo que el orden fálico suponía
debía tener y, mire usted, pues no poseía. Ahora, el psicoanálisis lo
evidencia, es el orden simbólico el que aparece fallido. Es la
legalidad fálica la que se muestra incompetente para proporcionar
un significante femenino que la represente en su sexualidad. La
legalidad simbólica no puede darle a la mujer un lugar en el campo
diferencial de la sexualidad, presentándose como carente del poder
que siempre se le supone, y fallido en su posibilidad de gestar una
diferencia desde ese registro. Un punto más. El orden se muestra
malogrado en esa posibilidad pero, al mismo tiempo, evidencia al
significante fálico, como incompetente para hacer funcionar la
sexualidad en el campo de la mujer. El falo, como significante y
como operador de la legalidad simbólica, no sirve para sostener un
universal de lo válido para todos, ni en su función de representar el
campo de lo sexuado. La mujer desacredita el significante falo y lo
desenmascara en su ilegalidad de representante universal.

Desde Freud existe otra dimensión fundamental que cambia el


modo de pensar el cuerpo: la cuestión de la muerte. El psicoanálisis
reconoce que en el campo de lo humano existe una fuerza que
empuja a la destrucción. La muerte no es el fin de la vida, la muerte
es eso que insiste mientras la vida transcurre. Freud debe aceptar,
después de muchos años, que existe algo que va contra el bien del
sujeto e incluso contra el análisis mismo. A eso que insiste en la
destrucción, y que atenta contra toda temperancia del lado del
placer, eso que está más allá del principio del placer, se le reconoce
como la pulsión de muerte. La pulsión aspira a un retorno al reposo
original. Insiste en ello. El reposo original no es otra cosa que el
cese del movimiento, del movimiento vital. La pulsión de muerte
trabaja en silencio en medio del ruido de la vida. Pero esta pulsión
no acota ninguna consistencia metafísica, su sede es el cuerpo del
sujeto. La muerte insiste y se enclava en la carne que, desde
entonces, cobra estatuto de pizarra de esa insistencia. El cuerpo
está atravesado por esa pulsión que pugna por la destrucción
La propuesta freudiana va más allá de estas dimensiones
fenoménicas. Lo que la pulsión de muerte señala, es la existencia
de otra pasión humana que no se reduce al campo del deseo. Se
trata del goce. El goce es el modo como la pulsión se instala en el
espacio subjetivo, y en la geografía de su cuerpo. No hay goce que
no sea del cuerpo, como no hay pulsión que no insista en el
retorno.
Ahora bien, el goce no es el placer, es su paradoja. Tampoco es
el deseo, sino su excedente. El goce no tiene que ver con el placer,
porque su horizonte es el dolor. La paradoja es esta: el goce es
placer en el dolor, es cuando el placer se vuelve contra sí mismo.
La complicación es que, si el placer es dolor, deja de ser placer
para convertirse en otra cosa. Esa paradoja del placer y el dolor
recibe el nombre de goce. El goce es la experiencia del cuerpo que
muestra que hay un placer en el dolor y la destrucción. Es cuando
Eros y Tánatos pactan en los linderos de las humedades y las
heridas. El sujeto goza porque su sede es el cuerpo, porque es
sustancia de vida e insistencia de muerte. El goce tampoco tiene
que ver con el deseo. El deseo se inflama con la prohibición, el
goce con la trasgresión. El deseo está más acá de la ley, el goce
más allá. El goce es la utopía perversa del deseo; es su horizonte
mítico. El goce es lo prohibido; el deseo, lo reprimido. El deseo
tiene que ver con la falta, el goce con el excedente.
La cuestión de goce y la prosa de la pulsión de muerte que se
vislumbra en Freud, Lacan la formaliza de otro modo. Su camino es
relacionar, en un primer momento, la repetición con la insistencia en
el campo del significante, para, en un segundo tiempo, introducir la
cuestión del objeto a. Para ello parte de la letra freudiana. En los
inicios del psicoanálisis, Freud propone un funcionamiento complejo
del aparato psíquico. Habría, en un momento mítico, una
experiencia de satisfacción total. De ello no queda sino una marca
de la ausencia del objeto colmador. El aparato, intentando
satisfacer las mociones de deseo, busca no tanto encontrar el
objeto, pues este se ha perdido, sino, precisamente, reencontrarlo.
A partir de la relación de percepción e identidad, la búsqueda se

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efectúa en el campo de la realidad preceptual. La dinámica se
tensa, pues ese objeto que se intenta reencontrar no coincide con
los que se topa el aparato en su búsqueda. Es por ello que no deja
de repetir su insistencia. ¿Qué busca el aparato en esa tensión
llamada deseo? La satisfacción total ¿Qué encuentra? No sólo no
encuentra la satisfacción que le falta, sino que encuentra más falta.
Lacan intenta describir esta trama freudiana al escribir la
experiencia de satisfacción total como el Uno del goce absoluto.
Ante ese Uno del goce, en el intento de repetirle, de reencontrarle,
se instaura otro uno, que sería su diferencia, es decir, el uno de lo
simbólico, de la insistencia y diferencia significante. La búsqueda
del Uno del goce total, implica la repetición de su diferencia, pues
ese uno que repite al primero es, precisamente, lo que no es ese
primero. Además, en la búsqueda de ese Uno del goce total, lo que
el otro uno muestra, el de la diferencia, es que lo que se repite es la
no satisfacción total. Más aún, lo que se encuentra no es lo que
falta, sino más falta. Con lo que se topa el aparato no es con el
goce total, sino con más pérdida de goce. Lacan, a esa falta, a ese
plus de goce en falta, la escribe como (a). Esta dimensión de la
pérdida y su repetición es lo que después se instrumenta en el
momento de la instauración de la metáfora paterna. Lo que se
efectúa al momento de la metáfora es la imposibilidad del goce
total. El sujeto es tachado, pero el Otro también. El goce total, es
decir incestuoso, queda excluido por la intervención de la
castración. Desde entonces, el significante que representa esa
operación simbólica, es el falo. El falo representa la falta de goce
completo. El falo es el significante del goce en tanto el goce
absoluto es imposible. Es el representante de la falta de ese goce.
El falo es el significante que operativiza la falta de goce en la
repetición del intento de obtenerlo.
La pregunta no se deja esperar ¿qué tiene que ver todo esto con
la cuestión de la sexualidad en la mujer? ¿Qué aporte se puede
encontrar aquí en relación con la cuestión del erotismo femenino?
El punto está en que esto que aquí se escribe, no es otra cosa que
el testimonio de que el Otro está incompleto en tanto le falta la
posibilidad del Goce total. La evidencia de este significante de la
falta del Otro S(A), empuja al sujeto a reconocer que el goce falta.
El goce falta porque, en el campo de lo simbólico, no todo se puede
y porque el goce, ese Goce total, es imposible. Pero aún más, si el
goce falta, ese goce del Otro viene a ser soportado por el otro sexo.
El otro sexo aparece como el campo del goce del Otro.
La falta del goce del Otro y el hecho de que el otro sexo podría
representarlo, lleva a la evidencia de que la relación sexual no
existe. No existe en tanto no se puede nunca encontrar en el otro,
el goce que se busca del Otro. La relación sexual no existe en tanto
no hay posibilidad de concordancia y completud; no hay
complementariedad. Allí donde se busca ser Uno con el otro, se
encuentra (a). El orden simbólico se muestra fallido para ofrecer al
sujeto, tanto al hombre como a la mujer, la posibilidad de la
realización del goce. El meollo del asunto está en que el significante
que se encarga de mostrar que la completud no existe, que la
relación sexual no existe, no es otro que el significante falo, que
representa lo que surge de la castración. El significante falo es lo
que representa la falta en el campo del orden simbólico. Pero
también lo que, frente a lo real, no se puede escribir. El falo sería el
significante del goce en tanto ese goce, el goce total, no se puede
obtener por el hecho de la instauración de la castración. El
problema se vuelve evidencia, porque ese significante no
representa la posibilidad de la mujer en el campo de la sexualidad.
Si el falo es el significante del goce, y él es incapaz de dar a la
mujer un lugar como ser sexuado, es necesario reconocer que debe
existir un goce que no sea del falo. El orden simbólico se mostró
incapaz de proporcionar un significante a la mujer para propiciar un
lugar en el campo de la sexuación y ahora, se muestra también
incompetente para ofrecer, en el campo del goce, una posibilidad
singular y diferencial.
Ante la dimensión fálica, frente al orden simbólico que él
instrumenta, la mujer es no-toda. Ella, no-toda ella, puede ser
representada por ese orden. Ella aparece como fuera de lo
simbólico. No es ella la que aparece en falta, sino el significante
que no puede representarla para su sexo. Eso no implica que como
sujeto no esté habitada por la falta, sino que, ante la ausencia de un
significante que la represente, ella es quien muestra fallido el orden
simbólico, es decir, ella encarna, precisamente S(A). Ahora, en el
campo del goce, decir ella es no-toda, implica que debe existir otro
goce, un goce que no sea del falo. Dice Lacan en 1973: “Hay un
goce, ya que al goce nos atenemos, un goce del cuerpo que está,
si se me permite, más allá del falo”. Y continúa más adelante: “Hay
un goce de ella, de esa ella que no existe y nada significa. Hay un
goce suyo del cual quizá nada sabe ella misma, a no ser que lo
siente: eso sí lo sabe”11.
A partir de todo ello, el psicoanálisis señala la necesidad de
pensar dos goces en el campo de lo humano. Un goce que tendría
que ver con el hombre, un goce fálico y otro goce, un goce más allá
del falo.
Todo ser humano, por el hecho de ser hablante, se ubica en
alguna de las dos posibilidades de goce. Se trate de un goce fálico
o del goce otro. El goce del lado del hombre, el goce fálico, se
fundamenta en un imperialismo del uso del órgano como
instrumento de presencia en el mundo. Es como si el erotismo se
circunscribiera a una zona altamente privilegiada. Pero no se trata
sólo de territorios corporales, es una modalidad de presentarse ante
el erotismo. En el goce fálico hay un predominio de la ilusión por
tener. Detentar esa insignia fálica legisla un modo de gozar del
mundo. Desde esa perspectiva, el goce aparece referido a la
tenencia. Tenencia de títulos académicos, carros falocromáticos,
mujeres convertidas en fetiche o cualquier otro estandarte del tener
como poder. El goce apunta a la presunción de un supuesto
dominio por el hecho de tener. Un supuesto poder de tener frente a
quien aparece como carente, ante quien no tiene. De aquí puede
surgir un desprecio por los que se presentan como en desventaja
frente al tener. Hay un peligro de violencia del desprecio de la
diferencia vivida en mengua. Pero el psicoanálisis es claro; ese
modo de gozar, si se afianza como único, lleva a las costas de la
masturbación. Se trata del goce del idiota. Es el goce de aquel que
cuando se relaciona sexualmente, circunscribe toda la intensidad a
una zona exclusiva. Es aquel que reduce la locura del encuentro
erótico al tiempo acotado de la erección. Es quien estúpidamente
usa al otro como medio de satisfacer su preciado órgano, sus
presuntuosas o pequeñas tenencias.
Pero existe un goce otro, un goce del lado de las mujeres; en el
campo de la mujer. Allí donde ese, la de la mujer, es un significante,
no un artículo. Un significante que señale un espacio en el lenguaje
y no una sustancia de lo sexual.
Se trata de un goce otro. Un goce que no precisa para su
expansión portar ninguna insignia fálica. Un goce que hospeda a
las mujeres porque no se necesita ni se requiere al falo como
símbolo de nada, ni al significante falo como representante de su no
representación en el campo de lo sexuado. Un goce que no se
somete al caminar de las manecillas del reloj ni acepta su prisa
mecánica. Ese que no acata los tiempos de la biología ni transa con
las legalidades de los fluidos. El goce otro, ese que convoca a las
mujeres, no quiere reducirse a una zona específica del cuerpo por
más que esté poblada de bosques genitales y humedades viscosas.
Ese goce busca más la expansión que la reducción. Se expande en
una geografía que se extralimita más allá de las fronteras del
órgano y sus excelencias. Su territorio es extenso como el cuerpo
mismo, por ello busca delicias en cualquier pliegue el codo, en los
silencios de la boca abierta, en la rugosa llanura de la rodilla; en el
infinito abismo de un ombligo sudado. No niega la dulzura salada
del caracol en pliegues, pero quiere ir más allá de la comisura del
barranco humeante o la verga dura. Se trata de gozar no sólo del
órgano, sino de toda la planicie del cuerpo y sus recovecos. Pero no
sólo se evidencia otra modalidad de encuentro en el país de las
superficies y las honduras, también se vislumbra otro tiempo. Sin la
prisa ni la presión de la presunción fálica, el encuentro erótico
puede extenderse hasta intentar tocar con la punta de los dedos y
la lengua, las costas de lo infinito humano. El tiempo de los
movimientos se convierte en danza de jadeos y contorsiones
espirales. A diferencia del goce fálico cuyo verbo es penetrar, el del

6470-
goce otro, el de las mujeres, es acariciar. No es una negación de la
penetración, es su cuestionamiento como imperio. Ante la
hegemonía de la incisión, puede convocarse a la caricia como
alternativa de otra temporalidad de los cuerpos. La caricia exige
otro ciclo. En su legalidad no puede haber prisa ni brutalidad, pues
perdería su especificidad. Una caricia apurada se vuelve saludo y
una rispida, empujón. La caricia es el viento matinal del ecuador. Es
masaje; es también ternura encendida. Acariciar tu pezón con mi
boca para que se llene de peces nuevos, acariciar con mis ojos los
pliegues de tu axila convocando la selva de tu piel, rozar mi ombligo
con tus ojos hasta que quieras cerrarlos a gritos, tocar con mis
manos tu pasado, con mis cabellos tu futuro y con mi espalda la
marea de tu lengua. En este goce, el límite se abre al horizonte y
una nueva geografía erótica se despliega ante la piel y los latidos.
Evidentemente, hay un exceso, una turbación ante la otra
propuesta de goce. En este goce de la mujer, frente al límite
desechado que implica tener o no tener, existe la posibilidad de un
vértigo y un salto a lo absoluto. De esta insaciabilidad acusaban a
las brujas, de hacer negocio de ello a las putas y de hablar con el
cuerpo de su ausencia a las histéricas. Allí donde el sistema
simbólico se presenta como fallido y carenciado, se puede beber de
la tentación de aspirar a lo absoluto. Pero el absoluto del goce lleva
a las costas de lo destructivo, de lo incestuoso. De allí que el
fantasma de la mujer sea un velo de terror. Un fantasma puede ser
encontrarse con un hombre que no perdiera nunca la erección,
cuya verga estuviera siempre erecta. El fantasma resulta
insoportable, porque implicaría un goce absoluto y una esclavitud
sexual ante el sueño cumplido. Como dice Lacan, las mujeres
agradecen que después de usarle duramente, el pene se convierta
en ese trapito que tanta ternura ofrece. Otro fantasma ligado al
orgasmo, es dejarse ir totalmente. Dejarse venir toda. El horizonte
que se abre es la locura por goce e incluso ia desintegración misma
del cuerpo.
La propuesta del psicoanálisis, su importancia en la historia de
las pasiones femeninas, apunta diversas cuestiones: el cuerpo es
impensable sin el lenguaje, la sexualidad no está circunscrita a la
biología, la sexualidad es erotismo, el erotismo es relacional, la
erótica humana implica una red de vínculos y de caminos que
enfrentan la ley y el deseo, los géneros como diferencia especifican
al hombre en relación con la mujer y viceversa; no existe vida sin
insistencia de la muerte, ni cuerpo que no sea atravesado por el
goce, el orden simbólico se muestra incapaz de dar un lugar a la
mujer. Pero -su moción más radical, es aquella que puntualiza la
existencia de los dos goces con sus diferencias y especificidades.
El señalamiento de este goce otro que se relaciona con las
mujeres, permite pensar, cuánto tiempo se ha querido imponer un
solo modo de gozar. Durante muchos años, casi se escribe siglos,
el goce fálico, ha sido propuesto como el único modo de estar en el
mundo. Al goce fálico se le presentó como ley. Pero, a decir verdad,
siempre fracasó. El goce de las mujeres, a pesar de que no lo
sabían, nunca se dejó representar del todo por la insignia fálica. No
de todas, digamos. Es evidente que la hegemonía impuesta del
goce fálico no se reduce a la cama, su legalidad quiso imponer su
lógica de poder, a través de las posesiones y el modo de sobornar
al deseo con símbolos, significantes y signos que prometían una
posible completud.

En los albores del psicoanálisis, las mujeres fueron oídas, sus


cuerpos escuchados. El cuerpo de la histérica hablaba lo que su
conciencia había olvidado; su síntoma recordaba la dimensión
sexual y simbólica en que se presenta la verdad de una historia
femenina, en un cuerpo habitado de voces. Su cuerpo hablaba de
un deseo espinado y de un goce anhelado. El deseo siempre
implica al Otro, el goce al cuerpo. En la primera teoría de la
seducción, el padre aparece como ese personaje deseante que
promueve escenas traumáticas, que desembocan en parálisis
corporales. Con la introducción de la propuesta del fantasma, el
padre pasa de deseante a deseado, pero siempre en el ojo del
huracán. El padre del Edipo, concentra en sí la dimensión de padre
deseado, pero castigador al mismo tiempo. Es el padre que

6490
promueve la ley. Pero este no es el único padre que aparece en la
obra freudiana. En Freud, existen dos mitos en relación con el
padre. Existe por un lado, ese padre del Edipo y la castración, ese
padre inspirado en las letras de Sófocles. Pero existe además otro
padre, aquél surgido no de la mitología griega, sino estrictamente
freudiana. Se trata del padre primitivo del Urvater.
Una vez recorrida toda esta historia de las pasiones femeninas,
es difícil terminar sin invocar las paradojas y las dificultades a las
que estas pasiones se ven confrontadas en relación con el padre;
con relación al padre. La propuesta freudiana, avanza estos dos
padres. Un padre ligado al Edipo y otro originario. La cuestión es
que, estrictamente, estos padres se oponen, tienen caminos
encontrados. En el caso del Edipo, el padre sería el obstáculo para
acceder a la madre. Matándolo terminaría su reinado. En este padre
edípico, la ley es primero y su muerte deseada, después. En el caso
del padre de la horda primitiva, es al revés, su muerte propiciaría,
después de ocurrida, la ley. Desde Lacan sabemos que al padre
hay que ubicarlo desde distintos registros. Así, se podría decir que
el padre edípico es un padre ubicado en el registro de lo simbólico;
es quien promueve que se cumpla la ley. En el caso del Padre
primitivo en tanto imposible y acaparador del goce de todas las
mujeres, por ello imposible de plantear, se le ubicaría como el padre
en el registro de lo real. La dificultad a la que se enfrenta la mujer,
es que no sólo existen dos mitos del padre y tres registros donde se
desenvuelven, sino que, mostrando la falla del padre en sus
distintas versiones, ella se ve expuesta a las consecuencias de las
carencias y fallas del padre.
El padre simbólico, el edípico, es un padre que se presenta como
impotente. ¿En qué sentido podría plantearse esa impotencia?
Impotente no para prohibir el deseo, sino para darle a la mujer el
goce que reclama, es decir, un goce total. Impotente, porque es él
quien está encargado de excluir precisamente ese goce. El padre
simbólico, el de la ley, no puede promover ni agenciar el goce que
él impide. Impotente, pues sólo puede darle significantes, allí donde
ni el significante falo puede representarla como mujer ante su ser;
ante su lugar sexuado. Pero por otro lado, el padre real se presenta
no como impotente, sino como imposible. El Urvater, el padre
primordial es quien, en tanto está antes de la ley, podría darle,
ofrecerle el goce absoluto. Él es quien sí puede, quien tiene la llave
del goce; la cosecha de ese goce infinito. Pero ese padre es
imposible porque si accediese a él, sería el incesto, la destrucción,
la desbancada frente al goce del Otro. Sí, sería la muerte, sea
como sujeto, sea en lo real de su singularidad vital. El padre que
desacatando lo simbólico, se prestara a la satisfacción total del
goce en lo real, aparecería como el padre Ideal. Como el padre que
sostendría el ideal del goce. Pero sabemos que los ideales son,
precisamente, aquéllo con que se aplasta al sujeto en el campo del
deseo. Muchas mujeres pueden pagar con su vida intentando
sostener que un padre así, existe ... debe existir. Otras se afanan,
ya que no pueden o no pudieron tener u obtener un padre así, un
padre así de Ideal, se empeñan en educar a alguien que sí pudiera
llegar a serlo.
La paradoja del goce en la mujer no se deja encubrir. El padre
simbólico no puede darles el goce que requieren, y el padre real, el
primitivo, si les diese el goce pedido, las destruiría, las arrojaría a
las oscuridades del incesto. Su pasión por el goce lleva a las
mujeres a enfrentarse a estos dos caminos. Dos caminos que no
solamente las dejan, de muchos modos, solas, sino advertidas de
que el padre en cualquiera de sus dimensiones, es un padre fallido.
Sea por carencia o por exceso, el padre deja en falta por su
impotencia o por su imposible, las pasiones femeninas. Sí, se
vislumbran otros caminos, aquellos que convocan al amor. Pero,
evidentemente, eso es ya harina de otro costal. Eso sería otro libro
a escribir.
Para terminar. La cuestión de la mujer, de sus pasiones y de sus
figuras míticas no puede no llevar a posiciones en el campo ético,
político e histórico. Allí, en esos tres países, el psicoanálisis puede
aportar con su discurso y con sus preguntas. No por nada, Antígona
es una de las pocas heroínas del panteón del psicoanálisis. Al final
de su enseñanza, Lgcan promueve la posibilidad de, una vez

6510
señaladas las dos modalidades del goce, vislumbrar dos caminos
éticos. Uno, el que ha sido pensado, escrito y propuesto desde los
albores de la filosofía por los hombres y sus discursos y, otro que,
retomando la crítica a la cuestión del ideal y el universal, pueda
surgir del campo de las mujeres. Una posibilidad ética diferencial de
las mujeres puede vislumbrarse en el horizonte de los tiempos.
Porque, a partir de esto, la pregunta ética podría formularse así:
¿cómo ser mujer y no ceder en el intento? Sí, no ceder en su
especificidad de gozar, de desear, de crear y de enfrentarse a las
paradojas de la ley y, sí también, de la cuestión del padre. Pero las
preguntas pueden extenderse a los otros dos campos
problematizados ¿Es posible, desde esta nueva posibilidad ética de
las mujeres, sustraerse de una posición política? ¿De una
perspectiva política que implica los senderos de la diferencia, y la
importancia de la belleza de lo singular e irrepetible?
La historia está ahí, con sus letras y sus infamias sobre las
mujeres y los mitos que han poblado ese campo de la vida y el
tiempo. Lilith, las sirenas, las mujeres indígenas, las sirvientas,
Cornelia, las matronas, las doctoras, las cenicientas de porcelana,
la princesa de Sabina, Cleopatra, las madrastras, Sor Juana, las
cortesanas, la tía Mela, las vampiresas, las nuevas mujeres
transexuales y mil ciudadanas anónimas más, que no pueden ser
olvidadas en esta historia de sus pasiones. Acusadas de putas,
quemadas por brujas o encasilladas como histéricas, ante las
mujeres, en estos tiempos modernos, se abre la posibilidad de
hacer de su diferencia, discurso; de su deseo, ética y de su historia,
un arte singular ante la vida y la muerte. Está claro que tienen, en el
campo de los hombres, un ejército de aliados. Además, orgullosos
de serlo y contentos de declararlo. Pero también de enemigos
dentro y fuera de esas fronteras de cristal y alambre. Y la cuestión
también puede tornarse hacia otros vientos.
La historia tal vez pueda cambiar, tal vez no. Si no cambia, la
situación puede seguir siendo como Lacan decía, no sin dolor, de lo
que se ha generado discursivamente en otros siglos: “A ella se la
mal-dice, se la almadice (on la dit-femme, on la diffame). Lo más
famoso que de las mujeres ha guardado la historia es, propiamente
hablando, lo más infame que puede decirse”12.

Notas

1. H. Institoris y J. Sprenger, Malleus maleficarum, op. cit., p. 298.


2. Ibid., p. 106.
3. Ibid., p. 276.
4. E. Cohén, Con el diablo en el cuerpo, Taurus, México, 2003.
5. F. Andahazi, El anatomista, Planeta, Bs. As., 1997.
6. Galeno, De l’utilité des parties du corps, texto en Opera omnia,
Ed. G. C. Kühn, reimpresión, Hildeshein, 1964, t. II (traducción
francesa).
7. T. Laqueur, La fabrique du sexe, Gallimard, Paris, 1992.
8. J. Lacan, D ’un discours qui ne serait pas du semblant (1970-71),
clase del 20 de enero de 1971.
9. C. Millot, Nobodaddy, Points hors ligne, Paris, 1987, p. 72.
10. J. Lacan, Aún, op. cit., p. 90.
11. Ibid., p. 103.
LOCUCIONES FINALES

Este libro termina aquí. Con las últimas palabras, concluye un


trabajo que ha permitido la materialización del presente volumen.
Pero también se cierra un tiempo más largo de escritura.
Hace casi 14 años y varios sueños, se presentaron ante mis ojos
tres libros. Me visitó un bosquejo loco, por eso me interesó. El
proyecto surgido de esos mis sueños, de un kilo de hojas de orate,
y litro y medio de agua azul de lago de narciso, se manifestaba
como la posibilidad de escribir tres libros sobre un solo tema, sobre
la cuestión del sujeto del inconsciente. La intención, la arquitectura
y sus tiempos, se escribieron, de manera definitiva, en 1987. El
artículo “Puntuaciones sobre la teoría del sujeto” publicado en Las
lecturas de Lacan en 1989, da cuenta de ello. No cabe duda que el
yo es más iluso que un seguidor de las Chivas. De aquel esquema
de estudio, de trabajo y de pasión, sólo se sostuvo el esqueleto
(con algunas fracturas) y el deseo obtuso de realizar una tarea así
de anacrónica.
Hoy, frente a este mar que vio concluir el primer libro comenzado
en París, pongo el punto final a esta apuesta. Muchas entidades le
dieron hospedaje a la escritura que hoy se puntúa. Gracias a las
ciudades de Cuernavaca, Oaxaca, Morelia, San Luis Potosí, mi villa
natal Guadalajara, mi querido Distrito Federal y, por supuesto, a
este puerto de olas y letras. Nada mejor para escribir, permítaseme
compartir, que encontrar un puerto escondido después de recorrer
muchas carreteras.
También quiero agradecer aquí, al momento de finalizar el
camino, a Marcela, mi compañera. Decir que sin su presencia, sus
besos, su apasionada invitación a la vida, su solidaridad y su loca
ternura, esto no hubiera sido posible, suena cursi. Lo sé. No me
importa. Bueno, sí me importa, pero aun así. Además, quiero dar
las gracias a mi hijo Bruno y mi pequeña hija Emilia. Sé que por

6550
escribir este libro, me perdí muchos goles, divertidos momentos
junto al mar, algunos cuentos de hadas y duendes, diversos juegos
con piratas aventureros y princesas secuestradas y, en fin,
complicados combates electrónicos. Este texto es la metáfora de
ese tiempo; de esa otra escritura.
No quiero pasar por alto mencionar mi gratitud a las voces de
bilis y a los enanos del pensamiento, que a través de chismes y
calumnias me han endilgado fantasías surgidas de su frustración y
envidia. La verdad no han hecho otra cosa que azuzar el fuego.
Como alguien dijo: “Déjalos que ladren Sancho, es que
caminamos”.
Al final pero nunca al último, mi agradecimiento a todos y todas
que con sus voces y sus historias, han tejido el espacio y la pasión
que alberga mi oficio. Creo como Lacan, que estamos del mismo
lado del muro y que es por encima de ese muro como intentamos
responder al eco de la palabra.
Cuando se comienza un libro, pasa con las palabras como a
veces ocurre con las palomas en los quioscos de los pueblos: al
acercarse a tomar una, todas vuelan asustadas. Al final, cuando
ese libro se ha terminado, cuando se cierra la pluma y se guarda la
máquina, uno muchas veces piensa que, las palabras que volaron,
hubieran sido mejores que las que se quedaron atrapadas por la
humedad de la tinta. Pero las palabras que aquí están, son las que
armaron los argumentos, sostuvieron las propuestas,
circunnavegaron los silencios y lubricaron los desasosiegos. A ellas,
torpes palabras amigas, mi agradecimiento.
Llega el final y con él, mire usted, el sentido de este trabajo.
Punto. Punto final. Consumatum est.

Distrito Federal 1999


Puerto Escondido 2003
ÍNDICE.
C3 Introducción ...................................................................

[3 PRIMERA PARTE
PARTITURAS DE LA PALABRA

Capítulo I. Los surcos del lenguaje .................................. 17


1. P anoram a.......................................................... 17
2. Dimensiones epistemológicas ........................ 21
3. Entramados c lín ic o s ......................................... 24
4. Senderos freudianos ....................................... 29
Secreto a voces................. .................................... 29
Atril técnico ..................... ..................................... 30

Capítulo II. Voces c o n v e rg e n te s .......................................... 45


1. Palabra y tiempo: H eidegger.......................... 45
Poesía e historia ................. ............................... 45
Movimientos de verdad ........................................ 48
2. La muerte y la historia: H e g e l............. .......... 54
3. Primeras puntuaciones..................................... 67

Intersticio I. A rqueología del e strem ecim iento: Georges


Bataille ................................................................... 71
1. Lo diabólico, el erotismo y la muerte ........... 71
Relación en silencio ............................................ 71
Ubicación y arquitectura de un texto ................... 72
Aquellos tiempos de oscura luminosidad............. 73
Un asombroso hallazgo........................................ 75
Del trabajo al arte ................................................ 76
La antigüedad: la guerra y otros inventos........... 79
Una religión erótica: los griegos y Dionisio.......... 81
La moral del trabajo y lo satánico. El cristianismo 82
De lo negro de la Edad media a la luz del Renacimiento 83
Los libertinos atormentados. El siglo XVIII ........... 85
Lo imposible y el siglo XX .................................. 86
El filósofo dialéctico y el pensador de la teología negra 88
2. La trasgresión y el interdicto ............................. 89
Escenarios ........................................................ 89
Prohibición y violencia ..................................... 93
La trasgresión .................................................. 96
3. Las bellas p ro stitu ta s....................................... 98
4. Constructor de espejos eróticos: Michel Leiris 102
ra SEGUNDA PARTE
Ltf! DE LEYES, ÉTICA E HISTORIA

Intersticio II. Archivo: Textura del t ie m p o .......................... 117


1. El correo m oderno ......................................... 118
2. El concepto de archivo ................................. 121
3. La geografía freudiana ................................. 123
4. El inconsciente y la memoria ...................... 125
5. De la memoria al archivo ............................ 130
6. Pulsión de muerte y a rc h iv o ........................ 131
7. Vientos de exterminio: el cuerpo y sus destinos 136
8. Memoria v iv a ........................................... .. 141
9. Colofón .......................................................... 145

Capítulo III. Prismas éticos ................................................. 151


1. El imperativo y sus razones ........................ 152
2. Los desenfrenos de la virtud ...................... 155
3. Epistéme y le y ................................................ 161
4. Anudamientos ................................................ 162

Capítulo IV. Los caminos de la cosa ................................ 167


1. El vacío y el cántaro. Heídegger ............... 167
2. Lo real en el sujeto. F re u d .......................... 171
3. La cosa, la madre y el d e s e o ...................... 175

Capítulo V. El deseo, la muerte y la ley: Antígona y


Creonte ............................................................... 181
1. El caminar de A ntígona................................ 181
2. Una ética del deseo ..................................... 182
3. Antígona, Creonte y la muerte ................... 185

Capítulo VI. Historia, memoria y pulsión .......................... 189


1. Marx y las necesidades .............................. 189
2. Pulsión, satisfacción y m u e rte ...................... 192
3. Concatenaciones finales .............................. 202
i TERCERA PARTE
ARCHIPIÉLAGOS DISCURSIVOS

Capítulo VII. Estructura discursiva .................................... 209


1. Puntuación ................................................... 209
2. Estructura básica ........................................ 210
3. Matriz discursiva........................................... 211
4. Configuración de los discursos ............. 218

Capítulo VIII. Los cuatro discursos radicales .................... 225


1. Panorama ................................................... 225
2. Discurso del amo ........................................ 231
3. El amo moderno: discurso de launiversidad 236
4. El reverso del amo: el discurso delanalista 241

Capítulo IX. Historia y estructuralism o: Lacan y el m o vi­


m iento del 68 .................................................... 249
1. ¡Corre camarada, el mundo viejo quedó atrás! 249
2. Estructuralismo fracturado .......................... 252
3. Las estructuras descienden a la calle . . . . 255
4. Lacan y el 68 ............................................... 256

Intersticio III. Discurso y archivo: Michel Foucault ........ 263


1. Historias ....................................................... 263
2. El campo del a n á lisis.................................. 265
3. Las cuatro dim ensiones............................. 270
4. Cuatro espacios de reflexión ..................... 282
La relación historia y estructura..................... 282
Metodología arqueológica.............................. 286
Relaciones con el estructuralismo ............. 289
La cuestión del sujeto.................................... 294

Capítulo X. D iscontinuidad y dom inante discursiva . .. 309


1. Diacronía ...................................................... 309
2. Sincronía ...................................................... 313
3. Nuevo método, otra h isto ria ........................ 318

Capítulo XI. Ética y p o lític a .................................................. 327


1. Sujeto en el laberinto.................................. 327
Viniendo de las tinieblas: la ruta deAntígona .. 329
Emergiendo de la muerte: El perfil deCreonte 330
Drama humano y desenlace trágico ............... 330
Del laberinto a la tumba: la virgen b e lla .......... 331
Del trono al extravío: las declaraciones del amo 338
La muerte y la p rin ce sa .............................. 347
Conclusiones preeliminares ............................. 349
2. De la ética del sujeto a la política del analista 353
Lógica del sujeto y cálculo de la diferencia .. . 355
La cuestión del poder y la c u ra ....................... 358
El no-todo, el discurso y el objeto a ............... 365

wn CUARTA PARTE
LJ EL PADRE, EL DIABLO Y OTRAS HISTORIAS

Capítulo XII. El padre y la historia ..................................... 381


1. El padre en la antigüedad: Roma y Grecia 381
2. Del derecho romano al dominio canónico: la
Edad media .................................................. 384
3. La monarquía paterna: siglos XVII y XVIII 386
4. Caen las cabezas: comienza la revolución 388
5. Amor y revolución ...................................... 389
6. Tiempos de ruptura. El siglo XIX ............. 391
7. Desmoronamiento y fragmentación. El siglo XX 394
8. La irrupción del inconsciente ...................... 404

Capítulo XIII. Los orígenes freudianos. El padre y el deseo 415


1. Introducción ............................................... 415
2. La histeria, sus encajes y sus escuchas . . 418
3. Escritos sobre p a sio n e s.............................. 424
4. Dora, el padre y los deseos ..................... 426
En el principio era el padre ........................... 428
Dolencias del alma, inscripciones en el cuerpo 428
Escuchar el síntoma para descifrar la historia . 429
Otro secreto a voces ...................................... .430
Partituras del deseo ........................................ 432
Texturas de la verdad...................................... 433

Capítulo XIV. Zoológico psíquico: de ratas y caballos . . 437


1. El hombre de las ratas .............................. 438
El comienzo..................................................... 438
Las ratas, el ejército y las errancias del padre 439
Entramados de la enfermedad......................... 440
Muerte al perturbador ...................................... 441
El significante y el p a d re .................................... 444
2. Juanito, el síntoma y el caballo ............. 447
Antes del síntoma ............................................... 448
Nacimiento y establecimiento del síntoma . . . . 450
La amenaza de castración ................................ 451
¡¡Arre caballo!! ..................................................... 453

Capítulo XV. Complejo de Edipo y complejo de castración 457


1. Arqueología del E d ip o ............................... 457
2. Los avatares de la castración.................. 464
3. El complejo de castración en Lacan . . . . 472
Relaciones de objeto ......................................... 472
El complejo de E d ip o ........................................... 478
La metáfora paterna y sus e scritu ra s............... 480

Capítulo XVI. Los tres registros y el padre ...................... 491


1. Érase una vez el padre ........................... 491
2. Juanito, la fobia y el p a d re ....................... 495

Capítulo XVII. El padre imaginario: de la histeria alahistoria 507


1. Geografía te x tu a l........................................ 507
2. El discurso de la histérica ....................... 509
3. D e l pacte a lh é io e : M oÉés y sus K b e m to s 514
La muerte y la ley ............................................... 516
La otredad y el sujeto ........................................ 533
Nuevos dispositivos ............................................. 534
Freud y sus historias ........................................... 535
4. Del mito a la estructura ........................... 541

Capítulo XVIII. Estructuras, historia y p o lític a .................... 545


1. Retazos articulados.................................... 545
2. M itológicas................................................... 550
3. Otras lecturas ............................................ 553
4. Edipo, el tirano .......................................... 559

Capítulo XIX. El padre real, el diablo y otras historias . 571


1. La crítica al E d ip o ...................................... 571
2. Los caminos del in fie rn o ........................... 574
3. Freud y el d ia b lo ........................................ 577
4. Lo siniestro ................................................ 581
5. Un caso de exorcismo del siglo XVII . . . . 592
Arquitectura de un texto .................................... 592
Escrutando los a rch ivo s...................................... 594
Develamiento fre u d ia n o .............................. 596
El padre y el diablo ............................................. 597
Puntuaciones lacanianas .................................... 599
6. Del padre real al real del p a d re ............... 605
Contradicciones ................................................... 605
¡Azótame p a d re !................................................... 607
Lo real del padre ................................................. 610
Epílogo epistemológico ...................................... 615

Intersticio IV. A manera de epílogo


Trazos en la historia de las pasiones fe m e n in a s ............. 619
1. La puta en la historia ................................ 619
2. La bruja y el d ia b lo .................................... 624
3. El cuerpo de la mujer:del clítoris aFreud 629
4. Las pasiones femeninas.Freud y Lacan 637

Locuciones finales ................................................................... 655


Kk t e r m in ó esta obra en el m es de s e p t ie m b r e de 2003 en

CASA ALD O M A N U ZIO


l< uneiRcc núm . 6, Col. N ápoles - 0 3 8 1 0 M éxico, D. F.

La e d ic ió n co n sta de 1 000 e je m p l a r e s

más so brantes para r e p o s ic ió n

AL ’l l \ UVS

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