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Federico Navarrete ‐‐‐> Horizontal.mx
A de Aspiracional
La primera vez que escuché esta palabra pensé que se trataba de un nuevo po de electrodomés co. Sin
embargo, la sabiduría infinita de internet me proporcionó la siguiente definición mercadotécnica: “Se trata de
intentar asociar la compra del producto con la obtención de esa situación ideal que puede estar relacionada
con un estatus social superior, con la fama, con la belleza sica o con un lugar idílico.” En nuestro México
racista, diría cualquier publicista que se respete, ser “aspiracional” significa en primer lugar ser blanco . Sólo
las personas con aspecto europeo merecen ser asociadas con todo lo bueno de la vida, como los seres etéreos
y sublimes que aparece en los anuncios de Liverpool o del Palacio de Hierro. Hace un par de años, cuando una
funcionaria de un museo de la Ciudad de México intentó hacer un cartel promocional con un retrato de una
familia mexicana morena y feliz, no pudo conseguir ninguna fotogra a con ese po de modelos. Ante su
desconcierto, el empleado de una agencia de publicidad le explicó sin vacilación: “los morenos no son
aspiracionales”. En otras palabras, según los custodios de nuestro paraíso del consumo, nadie en México
soñaría con conver rse en moreno, sólo en güero. Esta afirmación lapidaria confirma lo que todos ya
sabemos: la publicidad y más en general la televisión y otros medios electrónicos prac can el racismo más
feroz e implacable. En ese régimen de apartheid mediá co los morenos, los negros, los chinos, sólo pueden
ocupar papeles de pobres o extranjeros; la nación del consumo pres gioso, de la riqueza y del glamour, es
exclusivamente blanca, como si viviéramos encerrados en la fantasía de un bóer sudafricano de hace
cincuenta años.
Bartra, Roger
(A propósito de esta entrada en el diccionario, publicamos esta carta editorial.)
“La CNTE pertenece al viejo mundo de la cultura nacionalista revolucionaria que lentamente se está
desvaneciendo y está contaminada por la putrefacción de una cultura sindical que se resiste a desaparecer del
panorama polí co. Su reacción contra la reforma educa va es el estertor de un magisterio decrépito que se
opone a la renovación y a la evaluación de su trabajo. […] Estamos ante el espectáculo de miles y miles de
pobres maestros, que vienen de un mundo que se ex ngue y que se pudre. […] Las protestas de la CNTE
revelan el peso de un mundo viejo que se derrumba, con sus caciques sindicales, sus mediaciones corruptas,
sus costumbres caducas y la decadencia de una gran masa de maestros mal educados y malos educadores,
que se resisten al cambio. Un mundo en camino de desaparecer es peligroso, pues alberga la desesperación
de sectores sociales enervados llenos de rencor. Son seres humanos que sufren una gran dislocación y que
deben hallar un lugar fuera del mundo que se deshace.” Estas palabras del famoso intelectual mexicano
fueron publicadas en el diario Reforma el 10 de sep embre de 2013, en el momento más álgido de la protesta
de la coordinadora de maestros contra la reforma educa va impulsada por el gobierno federal. Las incluyo en
este alfabeto porque reproducen sin pudor, y sin aparente autocrí ca, las principales figuras del discurso
racista más virulento de los úl mos dos siglos. Hablar de prác cas culturales y polí cas “putrefactas”,
“decadentes”, “condenadas a morir”, es retomar metáforas biológicas falsas y perniciosas que se han
empleado para jus ficar el exterminio de muchos pueblos, culturas y “tribus” en Europa y América . Claro que
el ar culo se refiere una cultura sindical que considera “corrupta”, pero en su retórica, como en todo discurso
racista, es demasiado fácil cruzar la línea de descalificar las acciones de un grupo a condenar a sus miembros.
El antropólogo se atribuye, como tantos profetas de la modernización, la capacidad de determinar qué formas
sociales son “caducas” y por lo tanto merecen “ex nguirse” y cuáles son modernas y merecen prosperar. En el
presente y en el pasado reciente esta retórica ha jus ficado las más variadas agresiones contra los grupos
definidos como obsoletos, transformados la descalificación en seres desechables: a nombre de la modernidad
se colonizaron África y Asia y se exterminó a los pueblos indígenas de Estados Unidos y de Argen na.
Finalmente, el discurso desacredita de antemano la racionalidad y el valor polí co de cualquier reacción de
los miembros del grupo discriminado, atribuyéndola al “enervamiento” y al “rencor”. Retóricas similares han
sido empleadas una y otra vez en nuestro país y en el mundo para denigrar las demandas y las
reivindicaciones de los movimientos campesinos y populares . Este po de discursos de descalificación, por
más que se pronuncien desde la supuesta neutralidad de una posición de sabiduría, son par cularmente
peligroso en un país como el nuestro, donde la impunidad (como en el caso de Topo Chico) y la crisis de
derechos humanos (como explica el nuevo informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos)
amenazan ya la vida misma de los grupos más marginales.
Colores
Nuestro racismo del siglo XXI es, antes que nada, una cues ón de colores, de piel, de cabello, de ojos. En
nuestra vida social las mexicanas y mexicanos nos colocamos con nuamente, y somos colocados por los
demás, en una escala cromá ca que asocia la blancura, natural o ar ficial, con el privilegio, el poder y la
riqueza, y su “contrario”, es decir, la piel morena, con la marginalidad y la pobreza. Este escalafón de feno pos
nos permite determinar, de manera casi automá ca, quienes merecen nuestra admiración y envidia y quienes
nuestro desprecio o lás ma. La jerarquización de colores nos demanda un constante esfuerzo de
transformación y ascenso. El uso estratégico de ntes de pelo y otras productos y tecnologías de modificación
corporal, la inversión en ropa a la moda, son los tributos que pagamos al dios de la blancura y su brillo
“aspiracional” . Sin embargo, como ha propuesto la socióloga Mónica Moreno Figueroa en sus estudios sobre
las mujeres mes zas y sus ideales racializados de belleza, nuestra posición en esta gradación siempre es
precaria, pues nunca falta quien esté dispuesto a rebajarnos un escalón; así como nosotros tampoco podemos
resis rnos a menospreciar a quienes están debajo de nosotros. Este racismo co diano, más implacable
porque ni siquiera lo reconocemos como tal, afecta constantemente nuestra imagen propia, pone en
entredicho de manera con nua nuestra propia hermosura. Vistos desde esta perspec va, los incesantes
despliegues de glamour y moda de nuestra “primera dama” Angélica Rivera, apuntalados por un uso
desmedido de cosmé cos y un derroche en costosísimos desplegados publicitarios, provocan más lás ma que
escándalo: son tes monio conmovedor de su desesperada necesidad de mantenerse a toda costa en la
primera posición de la resbalosa escalera cromá ca.
Ch de Chino
Aunque los chinos, originarios del país asiá co han sido tal vez las principales víc mas de la violencia racista
en México en el siglo XX, este tema se abordará en la S de “Sinofobia”. En este ar culo hablaremos en cambio
de otros seres humanos que fueron llamados “chinos”, las personas de origen africano que llegaron a México
en el periodo colonial y cuyos descendientes cons tuyen hoy un grupo generalmente ignorado de la
población naciona l. El término chino, como zambo, lobo, coyote o mulato se usaba en esos empos para
referirse a las personas de extracción africana. Pocos recuerdan que entre los siglos XVI y XVIII llegaron a
México decenas de miles de esclavos africanos, tal vez más que los inmigrantes europeos. Según las
es maciones de Gonzalo Aguirre Beltrán, en 1740 vivían en la Nueva España el doble de africanos que de
españoles (veinte mil contra diez mil) y los que él llama “afromes zos” eran casi medio millón, un mayor
número que los mes zos hijos de indígenas y españoles (Aguirre Beltrán, Gonzalo, La población negra en
México, un estudio etnohistórico, México, Fondo de Cultura Económica‐Universidad Veracruzana‐INI, 1989).
Por su condición de esclavitud, los africanos fueron el sector más despreciado y discriminado de la sociedad
novohispana, aunque muchos consiguieron la libertad de sus hijos gracias a matrimonios con mujeres
indígenas. Los resultantes chinos y mulatos, conservaban, sin embargo, el es gma de su origen africano, que
se consideraba imborrable. Las personas de origen africano (mezcladas o no) eran altamente visibles en la
sociedad novohispana: como capataces de los indios y de los otro esclavos, como arrieros, como pequeños
comerciantes. Dos de los más importantes dirigentes de los ejércitos insurgentes pertenecieron a este grupo:
José María Morelos y Vicente Guerrero. Sin embargo, cuando los gobiernos del México abolieron la esclavitud
y las dis nciones legales que segregaban a los mulatos y los africanos del resto de la población, los “negros”
se hicieron casi invisibles en el mapa social de nuestro país. Muchos de ellos han seguido viviendo hasta hoy
en las comunidades costeras de Veracruz, Oaxaca y Guerrero; otros se integraron a la creciente “plebe”
definida como “mes za” que incluía también a indios que habían abandonado sus pueblos y a “blancos”
pobres. Para fines del siglo XIX, pocos recordaban la existencia de las personas de origen africano en nuestra
población. Forjando patria, el himno al mes zaje mexicano escrito por Manuel Gamio en 1916, no menciona
una sola vez la existencia de este grupo humano. Fue hasta mediados del siglo XX que Aguirre Beltrán
“descubrió” el pasado “negro” de México y clasificó a las personas de origen africano grupos como
“afromes zos”, afirmando que debían mezclarse con el resto de la población nacional. En la actualidad, los
mexicanos que se definen a sí mismos como “afrodescendientes” son víc mas de todo po de discriminación
racial. La más grave es la duda de que sean realmente ciudadanos de nuestro país . Por ello, es frecuente que
se les pidan papeles para acreditar su nacionalidad y ha habido casos de mexicanos que han sido incluso
deportados por tener la piel “negra”. Los afrodescendientes mexicanos buscan hoy darse a conocer como
integrantes de pleno derecho de nuestra nación y pugnan por el reconocimiento cons tucional de su
existencia y de sus derechos.
D de Discriminación
Podríamos afirmar, sin exagerar, que en nuestro país lo único que no discriminamos es la discriminación
misma. Los mexicanos somos prac cantes con nuos e incansables de un autén co arcoíris de prejuicios:
desde el desprecio a las mujeres, a los homosexuales y a las personas transgénero, pasando por el cul vo de
todo un folclor despec vo contra “nacos”, “negros”, “argen nos” y “chinos”, hasta los menosprecios a los más
pobres y la exclusión a quienes prac can religiones diferentes o hablan dis nto. En nuestro humor y nuestra
vida co diana no desperdiciamos la oportunidad de ofender y menospreciar a todas y todos los que son
diferentes a nuestro modelo de masculinidad mes za y acomplejada, hispanoparlante y prepotente . De
hecho, hasta nuestros machos son objeto de escarnio si no lo demuestran suficientemente por medio de… la
prác ca de más discriminación. El reciente caso de Andrea Noel, quien sufrió un ataque sexual en las calles de
la Ciudad de México y luego fue agredida en las redes sociales y amenazada en la vida real por atreverse a
denunciarlo, es evidencia de cómo la discriminación contra las mujeres se transforma con espeluznante
facilidad en agresión y violencia. Claro que muchos aducen que esto no es racismo, que despreciar a las
mujeres y a los menos favorecidos socialmente, negar derechos a los miembros de “sectas” protestantes,
burlarse de los acentos diferentes, es pura y llana intolerancia o clasismo, como si eso fuera menos grave.
Cuando la antropóloga Eugenia Iturriaga denunció las prác cas racistas de las élites de la ciudad de Mérida, la
jus ficación de algunos fue que ellos desprecian a las personas por sus apellidos, no por su color de piel
(como si los apellidos en Yucatán no fueran producto de toda una historia de diferencia racial). Una escritora
afirmó incluso que los grupos encumbrados a los que ella se adscribe no son racistas porque tratan muy bien
a su servidumbre . El peligro es que el racismo acentúa todas las demás formas de discriminación y clasismo,
en una espiral de desprecio y agresión . Si el pobre, además de pobre es moreno, más razón para ningunearlo.
Si las mujeres son marginales y su aspecto sico no “aspiracional”, corren el riesgo de ser devoradas por una
de los vór ces de feminicidios que asuelan nuestro país sin que a nadie le importe. El etcétera es tan largo
que llenaría otro alfabeto de exclusión, odio y violencia. México no vive bajo un régimen “mul cultural” ni es
presa de la “corrección polí ca”, como lamentan algunos. Vivimos bajo la ranía de la “mul discriminación”
racista, sexista y clasista . La defensa de este régimen sin correcciones se ha conver do incluso en asunto de
orgullo nacional. En 2005 cuando los estadounidenses cri caron a Memín Pinguín por su representación
abiertamente estereo pica de los rasgos raciales africanos, tanto funcionarios como intelectuales salieron a la
defensa de nuestras burlas raciales, afirmando, como la escritora yucateca, que eran formas mal
comprendidas de amor fraterno. Nosotros somos así, como decía Bef con ironía: nos gusta burlarnos de los
que son diferentes, pero lo hacemos con afecto, porque no somos de ninguna manera racistas; simplemente
no toleramos las diferencias. Esa es nuestra idiosincrasia.
E de Español, lengua nacional
Desde la segunda mitad del siglo XIX, México ha vivido una situación excepcional en su larguísima historia: un
sólo idioma, el español, se ha conver do en la lengua mayoritaria del país. Antes, el náhuatl era
probablemente la lengua más hablada y en el territorio nacional se usaban centenares de otros idiomas. Esta
unificación lingüís ca de México no sucedió por azar: fue una imposición deliberada del gobierno que forzó a
la mayoría del país a adoptar una lengua que no era suya. Las leyes se escribieron solo en español, que fue
u lizado de manera exclusiva en periódicos, radio y televisión, así como en la vida polí ca y económica.
También se convir ó en el único vehículo de la educación: en las escuelas públicas, los niños que habían
aprendido lenguas indígenas en sus casas, eran objeto de burla, escarnio e incluso cas gos sicos si
con nuaban hablándolas. Muchos padres no enseñaron lenguas diferentes a sus hijos porque sabían que
hablarlas los conver ría en objeto de desprecio y de discriminación. Desde hace 150 años cualquier camino al
ascenso social en México pasa por hablar español, considerado sin razón alguna como la única lengua
civilizada y moderna. Pese a esta intolerancia lingüís ca, México sigue siendo y no dejará de ser un país
plurilingüe. El día de hoy más de diez millones de ciudadanas y ciudadanos enen una lengua materna
diferente al castellano y hay también más de diez millones de personas de origen mexicano en Estados Unidos
que hablan inglés. De hecho, el número de mexicanos que no hablan español como su primer idioma está
creciendo, en vez de disminuir . Lamentablemente en nuestra cultura oficial se sigue prac cando una
discriminación feroz contra quienes no “hablan bien” el español. La lengua se ha hecho sinónimo de
nacionalidad y de patrio smo. Hace unos años, un comentarista ilustrado negaba a otro ciudadano la
posibilidad de ser “realmente mexicano” porque hablaba con acento extranjero: habla un idioma que, por
supuesto, ya no es chino; pero que mucho menos es español. Con oírlo hablar 30 segundos sale uno de dudas
y se establece el diagnós co: este no es mexicano, pero ni a mentadas de madre. Esta procaz defensa de la
integridad “nuestro” idioma y nuestra nacionalidad demuestra con qué facilidad la intolerancia en el idioma
deriva en el abierto racismo . Lo mismo pasa con el prejuicio que afirma que los indígenas hablan “mal
español” (sin entender que lo hablan como segunda lengua) y que, por lo tanto, los considera ridículos y
menos capaces que los hablantes na vos de castellano, en vez de reconocer la riqueza cultural y lingüís ca
que enen. La lingüista hablante de mixe Yásnaya Aguilar ha cri cado con lucidez estos prejuicios. Lo más
grave es que la intolerancia a nombre del español está en ascenso. Un ar culo en la reciente ley de
telecomunicaciones pretende imponer la “lengua nacional” (dando por sentado que es el español, desde
luego, no el mixteco o el triqui) como la única que se puede emplear legalmente en radio y televisión, fuera
de las áreas indígenas. Afortunadamente la valiente labor de Mardonio Carballo logró un amparo en la
Suprema Corte contra esta legislación abiertamente discriminatoria. En este contexto, me parece indefendible
la inicia va para conver r el español en el “idioma oficial” de México, una medida que no servirá para nada
más que para profundizar la discriminación contra los millones de mexicanos que hablan otros idiomas y para
perpetuar la iden ficación cada vez más falsa entre ser mexicano y hablar esa lengua.
F de Federico
El día en que nací, una a acomedida felicitó a mi madre con las siguientes palabras: “Por suerte no salió tan
morenito”. La pulla me colocó de lleno en la dolorosa historia de la escala cromá ca de mi familia (ver
Colores). En efecto, mi mamá era la “More” de su casa, y ese cariñoso epíteto racial la colocaba por debajo en
la escala de belleza y orgullo familiar de sus hermanas las “güeras”. El cabello de la More era “malo” (un
término que se aplica en todo nuestro con nente a las conformaciones capilares que no se ajustan al ideal
lacio y claro de la blancura), lo que jus ficó brutales ataques a su dignidad personal por parte de un o, quien
la hizo rapar contra su voluntad en una peluquería de varones al menos en dos ocasiones. Por cruel ironía, ella
había sido bau zada con el nombre del pariente agresor. Escuchar estas y otras anécdotas de la
discriminación racial de que fue víc ma mi madre cuando no podía ni sabía defenderse, y constatar las
profundas heridas que dejaron en la imagen que tenía de sí misma, me hizo crecer con la convicción de que
México era y es un país brutalmente racista, y que esta violencia, como tantas otras formas de agresión, se
ejerce de manera par cularmente cruel entre parientes y amigos . Tal vez su caso fue extremo, pero estoy
seguro que no ene nada de excepcional en el México de mediados del siglo XX, ni en el actual. Recuerdo que
cuando tenía seis años un fotógrafo de fiesta se negó a tomarme una instantánea al lado de mis primos
“güeros”, argumentando que yo no era suficientemente bonito. Pero, sobre todo, quedó marcada en mi
memoria la airada y dolorida reacción de mi madre. Ella seguramente trataba de protegerme del po de
desprecio que había sufrido, pero sólo consiguió que todo el incidente me resultara más humillante. Esa
convicción se comprobó cuando mis amigos de adolescencia, alumnos de escuelas progresistas e ilustradas
del sur de la Ciudad de México, me bau zaron con una serie de apodos racistas, aludiendo a mi parecido a
personajes indígenas del cine nacional y a ciertos monolitos prehispánicos, combinados, como debía de ser en
nuestro régimen mul discriminatorio (ver Discriminación), con el uso del femenino que ponía en duda mi
hombría. Debo señalar que todos prac cábamos las burlas más diversas a nuestros amigos por ser gorditos,
narigones, tener muchos barros, o por sus supuestas preferencias sexuales, o cualquier otro rasgo que los
diferenciara. Algunos de esos amigos, sin embargo, también u lizaban la palabra “indio” como un insulto , lo
que implica que la dimensión racial tenía un peso par cular en su imaginario, o más bien en la total falta de
imaginación con que regurgitaban los prejuicios del medio, pese a la educación marxista y ac va que recibían.
Todavía recuerdo la vehemencia con que uno de ellos argumentaba que “indio” sí era un insulto legí mo,
pues había aborígenes muy primi vos; lo mismo que “maricón” porque los “putos”… (no pienso repe r aquí
sus argumentos homófobos). No pretendo afirmar que estas discriminaciones hayan pasado nunca de la
humillación personal. Mi madre pudo estudiar y desempeñarse con gran éxito en la profesión que eligió. A lo
largo de mi vida, mi condición de miembro de la clase media me ha abierto mucho más puertas de las que me
pudo haber cerrado mi color de piel “no tan morenito”. Después de todo, en la década de 1980 y 1990, como
decía un amigo de entonces, había dos cosas absolutamente fáciles para los jóvenes clasemedieros con un
mínimo de educación (aunque quizá no tanto para las mujeres, pero eso no era algo que nos preocupara
entonces): publicar nuestros textos en revistas literarias y fumar mariguana. Hablando de puertas, sin
embargo, hasta hace pocos años, cada vez que me ponía huaraches, los guardias que vigilan los edificios
privados me examinaban de pies a cabeza con insolencia y me preguntaban con tono insultante por qué
mo vo me atrevía a penetrar en las ciudadelas de privilegio que les tocaba custodiar. Sospecho que mis
amigos más “güeritos” no eran tratados con el mismo desprecio, aun cuando ves an las mismas ropas
informales, pero no he realizado el experimento social correspondiente. Tampoco sé si la cosa sigue siendo
así, porque, la verdad, dejé de ponerme huaraches. Como tantos otros morenos y “no tan morenos”
mexicanos preferí gastar un poco más en zapatos y ahorrarme las humillaciones. Sin embargo, en la R de
Respeto discu ré varias encuestas que demuestran que en nuestro país la confianza, la respetabilidad y la
hones dad se asocian más fácilmente con personas de tez clara. En suma, estas historias de racismo familiar y
amistoso no han tenido consecuencias polí cas o sociales, no son la base de un régimen de apartheid ni han
derivado en linchamientos. Tal vez algunos podrían argumentar que no son como el racismo gringo o
sudafricano que tanto nos gusta invocar a los mexicanos para exculpar nuestras prác cas discriminatorias. A
mí, estas experiencias me han vuelto muy suscep ble a cualquier forma de discriminación; un poco
paranoico, incluso; excesivamente suspicaz de nuestras formas de burlarnos de los otros, de definir quién es
bello y quién no. Tal vez sea por estos complejos personales que defiendo la corrección polí ca que les gusta
denostar socarronamente a tantos de nuestros intelectuales. O tal vez sea porque no puedo olvidar que a lo
largo de su vida mi madre nunca dejó de sen r el dolor que le provocó la brutalidad de su o y las dis nciones
cromá cas de su familia.
G de Güero
“Cómprele, güero.”
“Caite para los chescos, güerito.”
“¿Cómo nos arreglamos, güera?”
Estas invitaciones y sus infinitas variantes se repiten todos los días en mercados y calles, en paraderos y
puestos de la Ciudad de México y de tantas otras ciudades del país. No importa que el “güero” invitado a
comprar una bara ja, a pagar un servicio informal, o a dar una mordida, tenga la piel morena y el cabello
oscuro. En nuestras interacciones co dianas el “güero” es el cliente, el que ene “la lana”, quien ocupa una
posición más elevada en la jerarquía social. En ese sen do el término social no siempre corresponde al color
de piel y de cabello al que alude, pero la correspondencia es tan frecuente como para que no pierda su
exac tud racial.Debido a su asociación con el privilegio y con el estatus “superior” de la blancura (ver Colores
y Whiteness/Blancura), “güero” suele ser un término adulatorio . Ser “güero” es Aspiracional, es “chido”, por
eso tantas personas añaden el califica vo a su nombre. El término se u liza para halagar a alguien y así
convencerlo de que pague, seducirla para que preste, chantajearlo para que se moche. En otras ocasiones, sin
embargo, cuando el adje vo es acompañado por una ac tud amenazante o por el despliegue de un arma,
llamar a alguien “güero” o peor “güerita”, puede ser mucho más ominoso: la advertencia de que se ha
conver do en blanco de violencia. El diminu vo “güerita” coloca a las mujeres de piel más blanca y de clase
social más alta en una posición que es a la vez de superioridad, frecuentemente inalcanzable, y de
vulnerabilidad, con frecuencia extrema . En el mundo social mexicano, las güeritas habitan las pantallas de la
tele y se exhiben en los espectaculares de la calle, se pasean en los espacios de privilegio y ahí se convierten
en imposibles objetos de deseo para buena parte de la población. Sin embargo cuando se suben al metro o
incursionan en espacios no tan “reservados” (que por otro lado les pertenecen plenamente) corren el riesgo
de conver rse en víc mas de acoso y agresión sexual. Tras nuestra implacable violencia contra las mujeres,
además de los complejos machistas y de las prác cas patriarcales, de la impunidad legal y de la complicidad
vergonzante de tantos varones, se agazapa también este fantasma racial y de clase: la dis nción brutal entre
la élite bonita y la mayoría que no lo es, la arrogancia de la primera transformada en resen miento de la
segunda . Ésta no pretende ser ningún po de jus ficación, simplemente una radiogra a de nuestras
escisiones feno picas y sociales. Por eso podemos decir que lo que da la fuerza social al término “güero” es la
dis nción que confirma, la manera en que nos recuerda en que hay mexicanos que lo son y otros que no.
Claro que existen los “güeros de rancho”. Esta expresión es el equivalente nacional de la brutal categoría de
white trash (basura blanca) con que se desprecia en Estados Unidos a los blancos pobres, una clase baja que
no enen ni siquiera el encanto mul cultural de la diferencia racial. Sin embargo, su carácter paradójico
también comprueba que los rubios pobres son considerados excepcionales en nuestro país , y en su honor nos
encanta tejer leyendas de prolíficos invasores franceses y de curas poco célibes. (En el ar culo de K de
Kapitalismo discu remos los colores de piel que asume la desigualdad económica en México, y la increíble y
triste historia de la niña güera que pedía limosna en Guadalajara.)
H de Homogeneidad racial
A fines del siglo XIX los varones educados, adinerados, serios e inteligentes que tenían que tomar esas
determinaciones decidieron que si México quería par cipar en el “concierto de las naciones civilizadas ” como
las potencias de Europa y de América del Norte, y también como el emergente imperio japonés, debía aspirar
a alcanzar la homogeneidad racial que los caracterizaba . Según las palabras de nuestros polí cos e
intelectuales, y de acuerdo con las acciones de los regímenes porfirista y revolucionario a lo largo de más de
cien años, homogeneizar racialmente a México en una nación mes za era indispensable para que pudiéramos
progresar . Según dice el lugar común de nuestra historia, y celebran muchos intelectuales, esta ansiada
homogeneización del pueblo mexicano se ha logrado de manera exitosa por medio del mes zaje. Sin
embargo, esto no es más que una ilusión o, peor, una men ra. No pretendo negar que el México de 1970 era
significa vamente más uniforme que lo que era la nación de 1850, aunque en los úl mos 50 años se ha vuelto
nuevamente diverso. Pero esta gran confluencia no tuvo casi ningún componente biológico o racial efec vo.
Ni en ese siglo (ni antes en la historia de México) se juntaron grandes números de mujeres indígenas y
hombres europeos y tuvieron hijos racialmente mes zos. La mezcla racial es una leyenda de la historia
nacionalista y una ideología de poder en nuestra sociedad, no una verdad histórica (ver Mes zaje). La
unificación de México entre 1880 y 1970 no fue racial. Se logró en primer lugar por medio del idioma. La
educación y la administración pública, así como los medios de comunicación, atacaron de manera sistemá ca
a las lenguas indígenas que hablaba la mayoría de la población e impusieron sin cortapisas el español como la
única lengua del país (ver Español, lengua nacional). También se logró por medio de la generalización de la
ideología liberal entre la población y de las ideas de ciudadanía individual y de progreso económico que la
sustentaban. Otro componente fue el guadalupanismo católico . L a gran unificación fue producto, sobre todo,
del desarrollo del capitalismo: de la industrialización urbana y del crecimiento de las haciendas y minas en el
campo, de las grandes migraciones que produjo la modernización. También fue resultado de las guerras
extranjeras, civiles y revolucionarias que hicieron moverse y transformaron a la población. Sin embargo, la
unificación de la lengua, la polí ca, la religión y la economía mexicanas no produjeron nunca, y menos ahora
en el siglo XXI, una sociedad realmente homogénea, ni en lo racial, ni en lo lingüís co, ni en lo cultural. El
número de mexicanos que hablan una lengua materna dis nta al español crece cada día. Igualmente conviven
en México muchas maneras diferentes de concebir la polí ca y la par cipación ciudadana más allá del
individualismo y de los par dos polí cos. Además nuestro territorio está poblado con una amplia gama de
grupos sociales (“indígenas” y “mes zos”) que han encontrado maneras de crear y de defender ámbitos
económicos y sociales que escapan a las leyes de la ganancia y la acumulación capitalista. La milagrosa
supervivencia de la milpa de autosubsistencia, pese a los ataques incesantes de las reformas neoliberales de
los úl mos 20 años, es un ejemplo de ello. El problema con el proyecto de la homogeneización racial mes za
no es que haya fracasado: en realidad nuestras élites nunca quisieron construir una nación de iguales, sino
reproducir las diferencias que garan zaban su poder, y modernizar a la mayoría indígena de la población para
apropiarse de sus erras y conver rla en una masa manejable de trabajadores del campo y la ciudad. El
problema es que sigue vivo. A nombre de las supuestas ventajas de la homogeneidad se niegan derechos a los
indígenas y también a las mujeres, a las minorías sexuales, a las diferentes religiones, a todos aquellos que no
correspondan a los ideales patriarcales y excluyentes de la élite. Los defensores de la homogeneidad no se
cansan de buscar y denostar las diferencias condenables que siguen exis endo en México. A nombre de la
falsa homogeneidad mes za y de la pureza democrá ca, los intelectuales no dejan de despreciar y descalificar
las formas de hacer polí ca de la mayoría de la población como clientelares y corpora vas (como mostraron
en Horizontal Alejandra Leal y Antonio Álvarez Prieto). Cuando en 2006 el politólogo Carlos Elizondo afirmó
que en México existen dos “repúblicas” contrapuestas, una moderna, individualista, democrá ca,
eficientemente capitalista y obediente de la ley y la otra atrasada, corpora va, clientelista, aferrada a la
economía informal y fuera de la legalidad, no proponía un pacto entre dos formas dis ntas de ser mexicano,
sino clamaba por la eliminación de la república que consideraba inferior. Ya hemos visto la retórica racista que
llegan a adoptar en nuestro país los discursos modernizadores que preconizan la necesaria desaparición de
grupos y prác cas “caducos” , es decir que son diferentes a los que los intelectuales pretenden tener. En suma
la homogeneidad racial (y cultural) mexicana es una fantasía de una élite ilustrada, y de unos gobiernos
autoritarios, que quieren decidir cómo deben ser todos los mexicanos y que transforman la pluralidad y las
diferencias sociales, polí cas y culturales que nunca han dejado de exis r en nuestro país en defectos y en
amenazas. Es una forma de intolerancia que se disfraza de modernidad.
Indígenas
En días recientes una diputada local priista del estado de Guanajuato, presidenta de la Comisión de Derechos
Humanos y Atención a Grupos Vulnerables, respondió con estas palabras a un grupo de conciudadanas suyas,
hablantes de pame y chichimeco jonás, que acudieron a solicitarle apoyo para el desarrollo de empresas
propias y para tener acceso mejores oportunidades educa vas (ver Kapitalismo ):No me las imagino en una
fábrica, no me las imagino haciendo el aseo de un edificio, no me las imagino detrás de un escritorio, yo me
las imagino en el campo, yo las creo en sus casas haciendo artesanías, yo las pienso y las visualizo haciendo el
trabajo de sus comunidades indígenas. Y sé que eso es lo que ustedes quisieran realizar y hacer. […] Porque si
ustedes deciden abandonar sus erras y tradiciones, el pueblo mexicano nos quedamos sin nuestras raíces.
Esta cándida declaración muestra cómo amplios grupos de nuestra sociedad man enen un imaginario
colonial de castas en que los indios deben resignarse a ser felizmente la posición más humilde de la sociedad
(ver este ar culo sobre el gobernador de Chiapas y su esposa). Al mismo empo, la reacción generalizada de
indignación en las redes sociales y en la prensa es un indicio alentador de la creciente conciencia social contra
la discriminación que son objeto los pueblos indígenas de nuestro país. Tal vez sea esta una de las secuelas
más duraderas y posi vas del movimiento zapa sta de hace dos décadas. La explosión social, polí ca y
mediá ca de 1994 conquistó un lugar incues onable para los indígenas en el panorama social mexicano, que
ha sido mantenido y expandido por la movilización paralela y constante de centenares de grupos e inicia vas
polí cas y culturales procedentes de los más variados pueblos y animadas por agendas igualmente diversas.
Por ello, y no por ninguna generosidad de nuestra parte, muchos mexicanos hemos reconocido su existencia y
sus derechos culturales –que se han incluido, incluso, en la Cons tución . Esta es una posición infinitamente
mejor a la que ocupaban hace cinco décadas, cuando el Estado propugnaba su integración racial y su
etnocidio por medio del indigenismo. Hoy, grupos como los huicholes o los mayas de Chiapas disfrutan de un
alto grado de “carisma étnico”: la sociedad mexicana y mundial valora en gran medida sus manifestaciones
culturales, sus producciones ar s cas y sus demandas polí cas. No obstante, los indígenas del siglo XXI siguen
siendo asediados por las más variadas formas de racismo y discriminación. Para empezar son el grupo social
con menor ingreso, con menos acceso a los servicios públicos y a la jus cia. Para mostrarlo presento un solo
dato: el sueldo mensual promedio de los jornaleros agrícolas indígenas en México (una de las ocupaciones
más frecuentes de las mujeres, los hombres y los niños de estos pueblos) es de apenas 900 pesos, la mitad
exactamente de lo que ganan los que no son indígenas ( Desigualdad Extrema en México , informe de Oxfam
México). En las ciudades de todo el país viven hoy millones de hablantes de lenguas indígenas que son objeto
de discriminaciones muy diversas. Sus ves mentas tradicionales les pueden servir para vender “artesanías”,
pero nunca para conseguir un trabajo o entrar a un establecimiento comercial. ¿Por qué en Estados Unidos,
ese país que tanto nos gusta cri car por racista, los migrantes pueden tener una estación de radio en su
idioma y no en la Ciudad de México, o en Sinaloa, o en Baja California? Las mujeres indígenas padecen una
autén ca constelación de discriminaciones: de género, raciales, lingüís cas, educa vas, religiosas, polí cas,
muchas de ellas prac cadas por sus propias familias y sus propias comunidades (si bien hay también
excepciones como la comunidad de Guelatao en Oaxaca). También me parece que existe en nuestro país otra
forma de discriminación contra las mujeres y hombres indígenas, menos nega va desde luego, pero que
también amenaza con privarlos de su autonomía y capacidad de acción (una de las consecuencias nega vas
de todo racismo). De manera pedestre, la cita de la diputada hacía eco de una visión idealizadora que coloca a
los pueblos indígenas en una realidad “diferente” a la nuestra, que los quiere autén cos y ecologistas,
cercanos a la erra, mís cos, custodios obligados de la tradición milenaria de un México profundo que no
debe cambiar para que nosotros, los “mes zos” (ver Mes zo ), sí podamos seguir cambiando. Aun con la
mejor de las voluntades, esta posición encasilla a los indígenas, les niega la posibilidad de cambiar e
incorporar a sus culturas y a sus forma de vida los elementos modernos que nosotros tanto valoramos . Así
lamentamos que “pierdan” su lengua, pero tampoco les damos chance de hablar “bien” español o inglés; nos
quejamos de que ya no usen sus “trajes”, porque no concebimos que puedan ser punks. Tampoco concebimos
que puedan programar computadoras, como los ciberac vistas mixes y zapotecos. En suma, queremos que
sigan diferentes, pero de acuerdo con la manera en que nosotros definimos la diferencia, que no cambien
porque eso sería una traición a nuestro ideal de pureza.
Judíos
Hace unos años, una pareja de amigos me contaron la siguiente anécdota. Viajando en Israel, él conoció a un
joven amigable y cuando le contó que venía de México, él le dijo con visible resen miento: “Yo sé que a los
judíos les va muy bien en México, que enen mucho dinero. Pero no se con en, algún día también ahí serán
perseguidos y tendrán que huir, perdiéndolo todo.” Cuando mi amigo expresó su franco desconcierto ante
esta ominosa predicción, su mujer, nacida en el Medio Oriente, asin ó con fatalismo para darle la razón al
desconocido. Sin embargo, añadió que por el momento los mexicanos no le parecían muy proclives a actuar
violentamente a causa del odio, ni a los judíos ni a nadie. A lo largo de los años he escuchado diversos
comentarios an semitas, de personas más o menos educadas en México. Unos extrapolaban una experiencia
par cular con una persona a una condena más general de su “grupo” o “raza” . En otros casos se trataba de
prejuicios que fueron “confirmados”, casi inevitablemente como sucede con los estereo pos, en la interacción
con las personas que ya habían sido encasilladas por ellos. Un ejemplo par cularmente repulsivo del
funcionamiento de este an semi smo nacional lo encontramos en este oficio girado por un funcionario
migratorio mexicano en 1934 para negarle la entrada al país a un refugiado judío: [Debe evitarse] la
colonización del territorio de Baja California, a base del elemento extranjero, y menos del elemento judío,
cuya arrogancia y orgullo raciales son universalmente conocidos, y han provocado graves conflictos en otras
nacione s. No solamente en época de crisis, sino en cualquier época normal, debe buscarse de preferencia la
inmigración suscep ble de asimilación a nuestro medio y la adaptación a nuestras costumbres y a nuestras
leyes, y salta de manifiesto que en este caso no se encuentra la inmigración judía. Según la mezquina visión
de este burócrata los judíos eran culpables incluso de las persecuciones a las que los some an los nazis y
otros gobiernos intolerantes. Pese a ello México sí dejó entrar a otros muchos refugiados de este pueblo,
aunque nunca dejó de observarlos con un cierto recelo. El an semi smo, según nos dicen los académicos, no
llegó a cuajar en un movimiento fuerte, ni ha desencadenado los programas va cinados por la envidia de ese
joven israelí (ver, por ejemplo, los textos de Pablo Yankelevich ). En nuestro país, en general, el odio racial,
puro y simple, no ha sido el motor de par dos o regímenes polí cos. Toquemos madera, pero no olvidemos
que la xenofobia (par cularmente contra los chinos, ver Sinofobia ) y la misoginia sí han desencadenado
violencias más serias. Reconozcamos también que mientras no hagamos una autocrí ca sincera de nuestras
maneras de discriminar, la amenaza no dejará de estar latente. Por otro lado, en mi larga convivencia con
diversos miembros de la comunidad judía he aprendido las maneras su les y no tan su les como se dividen
entre sí. Recuerdo todavía la manera en que un amigo ilustrado menospreció a una colega suyo con la frase:
“seguro sus abuelos todavía comían cebollas en el gueto”. También aprendí la dis nción entre “idish” y
“shajatos”, en que los segundos son objeto frecuente de escarnio y desprecio por sus orígenes no tan
europeos. El léxico judío la noamericano define así este término: “palabra degradante para shamis y halebis;
alguien prepotente (MEX)”; frases ejemplares: “Es muy shajato gritar así al mesero”; E mología: del árabe:
“sandalia o chancla que llevaban los hombres en el mercado”. Como el término naco (ver ar culo), este
término combina de manera aviesa una designación rela va al origen, o “raza”, de una persona o grupo, con
un defecto de carácter, la prepotencia. Por ello mis amigos que lo empleaban con un tono claramente
despec vo, argumentaban, como quienes defienden el primer término, que no se referían a personas de
cierta proveniencia sino a una “forma de ser”. Durante años pensé que esta clasificación era universal, pero
colegas de otras la tudes me han aclarado que es endémica de la comunidad de nuestro país. Otra cereza en
nuestro pastel tricolor de discriminaciones y prejuicios .
Kapitalismo
(Me atengo a los usos de Horizontal, y a la tradición de Eduardo del Río.) Comienzo con la increíble y triste
historia de la güerita limosnera. En octubre de 2012 un conductor de Guadalajara encontró en una esquina de
esa ciudad a una niña rubia y de ojos claros que mendigaba entre otros chiquillos y adultos de piel más
morena. Esto le produjo tal sorpresa que dedujo de inmediato que la güerita debía haber sido víc ma de un
secuestro. Sin vacilar, le tomó una foto con su celular y acudió a la policía para denunciar el presunto delito.
Cuando las autoridades le informaron que solo podían atender una queja de los parientes de la menor, el
preocupado automovilista “posteó” la foto en su página de Facebook para intentar localizar a la familia de la
niña. En el texto explicaba su recelo de que ella fuera rubia y sus “papás” (así, entre comillas) fueran morenos
y su sospecha o más bien certeza de que había sido “secuestrada, trasquilada y quién sabe qué otras cosas”.
En un fin de semana la imagen se “viralizó”, siendo compar da más de sesenta mil veces. Otra mujer
aventuró: “si lo pueden ver con lupa la niña se ve que ene poco de haber sido raptada ya que su ves menta
y su apariencia es de una niña nutrida y de casa”. Según este razonamiento la evidencia misma de que la niña
era bien atendida por sus familiares confirmaba que había sido víc ma de un secuestro. Orillados por esta
pequeña tormenta en las redes sociales, las autoridades de la ciudad detuvieron a la “güerita” y a sus
hermano, a su mamá y a su a. La madre explicó que la niña tenía el cabello claro porque su padre era un
turista de Estados Unidos y exhibió el acta de nacimiento que acreditaba legalmente su maternidad de sus dos
hijos. Pese a ello, el DIF separó a la familia . Ni siquiera las pruebas forzosas de ADN que confirmaron la
filiación fueron suficientes para que regresaran a los niños a la custodia legal de su madre. A esas alturas las
autoridades argüían que ella era negligente porque los obligaba a pedir limosna; consideración que, sin
embargo, no las ha conducido a detener a todos los padres de niños pordioseros la ciudad de Guadalajara.
Solo al cabo de nueve meses de separación forzosa y arbitraria, la madre pudo recuperar la custodia de su
hija. E sta lamentable anécdota nos confirma lo que todos sabemos: en México la pobreza ene piel morena.
Los automovilistas que cada día pasan con naturalidad o indiferencia frente a decenas, si no es que
centenares, de niños limosneros de piel morena y cabello oscuro, estallaron en una tormenta de
preocupaciones al encontrar a una “güerita” en esa triste condición. Las historias de secuestro y abuso que
tejieron para explicar tal imposibilidad dicen mucho también de la visión que enen del sector más
marginado de nuestra sociedad: no solo son pobres y prietos, sino también criminales y abusadores. La
racialización de la desigualdad económica de nuestro kapitalismo es confirmada por un estudio sociológico de
Andrés Villarreal de 2010. El profesor de la Universidad de Maryland aprovechó la encuesta nacional de
electores realizada por el IFE en 2005 para cruzar la información sobre su condición socioeconómica con el
color de piel de los encuestados. La muestra es suficientemente amplia y representa va para darnos un
panorama confiable de la sociedad mexicana, y los hallazgos de Villarreal son contundentes: 1) La dis nción
de los encuestados por su color de piel (20% fueron definidos como blancos, 50% como morenos claros y 30%
como morenos oscuros) fue consistente a lo largo de las etapas de la encuesta. Esto confirma que los
mexicanos estamos acostumbrados a clasificar a las personas por su aspecto sico. Significa vamente, la
dis nción entre personas con piel blanca y morena es más consistente y tajante que la que existe entre
personas con piel morena clara y morena oscura. 2) Hay una clara correlación clara entre el color de piel y el
nivel educa vo: las personas con piel morena clara enen 30% menos probabilidad, según el estudio, de
tener educación superior que las de piel blanca; las de piel morena oscura enen 58% menos probabilidad. 3)
Las mismas diferencias por color de piel se encuentran en el trabajo. 91% de los trabajadores manuales enen
piel morena (clara u obscura) y solo el 9% enen piel blanca. En contraste, 28% de los profesionistas enen la
piel blanca. En la categoría más alta, personas que son dueñas de un negocio con más de 10 empleados, la
muestra casi no encontró a personas con piel morena oscura, mientras que el 45% tenían la piel blanca. 4)
También la pobreza y la riqueza se reparten de manera diferente por el color de piel. Las personas de piel
morena oscura enen 51% menos de probabilidad de ser ricas que las personas de piel blanca. Sin embargo,
Villarreal no encontró evidencias de que las personas con piel morena en su conjunto (80% de la población)
tengan más probabilidades de ser pobres, si tomamos en cuenta otros factores como su nivel educa vo y su
ocupación. Esto lo llevó a concluir que si bien las personas de piel más oscura pueden escapar de la pobreza
(por medio de la educación y el avance profesional), enen menos posibilidades de ser aceptados en los
círculos más ricos de la sociedad. En otras palabras, la discriminación prac cada por los grupos privilegiados
del país puede ser un obstáculo al ascenso social de las personas con piel morena (ver Whiteness/Blancura ).
5) El estudio de Villarreal sugiere que la diferencia de nivel socioeconómico entre personas con piel más
blanca y más morena ene como factor principal, pero no único, la diferencia en su acceso a la educación, es
decir, a un servicio público. En este caso (como en el de Ayotzinapa , a mi juicio) podemos afirmar entonces
que sí “Fue el Estado”: pues es él quien discrimina de manera generalizada a las personas más pobres (que
enen en general la piel más oscura) limitando su acceso a la educación y otros servicios de calidad . Tal vez
nuestro Estado no sea estructuralmente racista, pero la única defensa que le queda es que es
irremediablemente inepto (aunque las declaraciones , por ejemplo, que hizo Rosario Robles, antes encargada
de los programas sociales del país, sobre las familias indígenas con más de tres hijos sí rayan en el terreno del
racismo abierto). 6) Las conclusiones de Villarreal merecen ser citadas: Las diferencias en la condición
socioeconómica entre los mexicanos con diferente color de piel son realmente grandes […] comparables a las
que existen entre los africanoamericanos y los blancos en Estados Unidos. Volviendo a nuestra increíble y
triste historia: el automovilista que desató el escándalo que condujo al brutal atropello de los derechos de la
niña limosnera y de su familia negó en todo momento haber sido impulsado por el racismo. No tengo ninguna
razón para dudarlo. Después de todo e l hecho de que la pobreza en nuestro país tenga la piel morena no es
un asunto de prejuicios privados, ni de sesgos cogni vos de personas resen das, sino es una realidad social
innegable, producto de siglos y décadas de desigualdades y explotación, perpetuada por prác cas
discriminatorias, acentuada por polí cas públicas fallidas. Reconocer esto debería hacer dudar a quienes
disculpan nuestro racismo alegando que no es tan grave como el de Estados Unidos o Sudáfrica (ver U de
Universal ).
La no internacional
Un amigo que lleva muchos años inves gando sobre el racismo en la industria de la publicidad le preguntó
recientemente a un “crea vo” –hipster y alterna vo como corresponde a su profesión– si él veía posible que
un día los anuncios en México pudieran incluir algunas personas de piel morena. Tras cavilar, el otro
respondió que lo veía di cil a corto plazo, pero que tal vez en el futuro si aparecerían “personas feas, como tú
y como yo”. El automa smo con que este ejecu vo denigró su propio aspecto sico e insultó a su
entrevistador, dando por sentado que se tenía que sen r tan feo como él mismo se siente, nos habla más de
prejuicios que de complejos personales. Nos demuestra la fortaleza del autén co régimen de apartheid que
impera en nuestros medios de comunicación . En ese paraíso ar ficial la inmensa mayoría de los modelos son
güeros y de ojos claros, con pos sicos nórdicos que serían la envidia de la propaganda de los par dos
neo‐fascistas de Europa (un ejemplo reciente: de La Comer, que para colmo u liza una canción de Nina
Simone, ar sta emblemá ca de la lucha de los afroamericanos por sus derechos civiles). El límite de la
inclusión cromá ca en este coto privado está claramente marcado por el término “la no internacional” que
se usa en incontables cas ngs, o por eufemismos como “look Condesa” o “ po Polanco” . Como contaba una
modelo morena, la frase significa que buscan personas que parezcan italianas o criollas, pero no “la nos
mexicanos” y mucho menos modelos “ po Iztapalapa”. Hace unos diez años, cuando el jabón Dove lanzó a
nivel mundial una campaña para presentar mujeres con cuerpos que no mostraran los estragos de la anorexia
avanzada, en México se incluyeron modelos curvilíneas y “llenitas”, altas y chaparras, pero ninguna morena y
menos con rasgos indígenas. Cuando Sanicté Bas da, de la revista Expansión, le preguntó al “ejecu vo de
cuenta” las razones de esta exclusión él respondió con total cer dumbre: “No queremos llegar a extremos
que sean poco representa vos; ésta es una campaña inclusiva”. Según su razonamiento, en el mundo de la
publicidad mexicana incluir modelos que se parezcan al aspecto sico del 80% de la población mexicana sería
una acción “extremista” y poco representa va ; tan inconcebible como dejar ingresar a un negro a un espacio
reservado para blancos en la Sudáfrica del apartheid. Esto, no obstante que la marca Dove, como señaló la
reportera, realiza la mayor parte de sus ventas entre personas humildes que enen precisamente en su
mayoría ese po sico (ver Kapitalismo ). Cuenta la leyenda que hace 30 años una marca de bebidas dulces
realizó una campaña con modelos morenos que fue un absoluto fracaso. Tal vez por eso ningún “crea vo” se
atreve a correr de nuevo ese riesgo. Tal vez los ejecu vos enen en sus manos las encuestas y los estudios de
“mercadeo” que demuestran de manera fehaciente que los consumidores morenos se niegan a comprar
productos anunciados por gente que se parece a ellos . O tal vez, en ese medio el racismo se prac ca de
manera tan automá ca que la gente morena es simplemente considerada “fea” y no merece la menor
consideración. Si alguno de esos brillantes publicistas leyera este Alfabeto le agradecería mucho que me
saque de dudas, mostrándome los números que sustentan sus prác cas discriminatorias o confirmándome sin
más rodeos los prejuicios que lo llevan a excluir de manera sistemá ca a la mayor parte de los mexicanos.
Mes zo
Mauricio Tenorio contaba en un ar culo sobre el mes zaje que en un día el antropólogo norteamericano
Charles R. Hale, que trabaja en América Central, lo definió como un “intelectual mes zo”. Ante el evidente
desconcierto del mexicano por ese califica vo, el padre de Hale, un destacado historiador mexicanista, le
explicó que en nuestro país no “se habla así”. Tenorio comenta con ironía que para el joven Hale su propia
reacción de sorpresa al ser definido como “mes zo” fue la prueba “irrefutable de que el mes zaje era y es
una ideología de dominación racial tan poderosa que ni quienes la ejercemos nos damos cuenta” . Más allá de
que concuerdo con el análisis de Hale hijo respecto al poder de la leyenda del mes zaje creo también que la
sorpresa de Tenorio señala una realidad incómoda: aunque los mexicanos nos proclamamos como mes zos,
en realidad nadie quiere serlo realmente . En los medios de clase media y alta, ilustrados o no, llamar a alguien
mes zo puede ser interpretado como un recordatorio grosero de un mal disimulado origen indígena o
popular, un pasado “naco” por usar un término más brutal (ver Naco ). En general, preferimos sacar a relucir
nuestros orígenes extranjeros o exhibir nuestras medallas cosmopolitas. La mayoría de nuestros intelectuales
y comentaristas (que no Tenorio) sacan a relucir su propio carácter mes zo únicamente en las ocasiones en
que quieren aleccionar a otros mexicanos menos modernos y más morenos que ellos. En suma, como
mes zos, los mexicanos solemos ocupar una posición molesta entre la vergüenza y el regaño, la jerarquía y el
desprecio (ver Colores ). Por ello no sorprende que la sesuda literatura del siglo XX sobre las formas de ser de
nuestra raza de bronce tuviera un tono abiertamente paternalista y regañón. Nuestros intelectuales cri caban
sin piedad a sus objetos de estudio, a quienes consideraban soeces, pueriles, acomplejados, resen dos,
hipócritas, solitarios, traumados y criminales. Según esta visión, los mexicanos, par cularmente los más
morenos, estaban literalmente “tarados” por sus orígenes. Por ello, los mes zos eran siempre sospechosos: la
alquimia racial y cultural que habría de conver rlos en la raza cósmica, es decir hacerlos parecerse más a los
propios intelectuales, estaba siempre en peligro de dejar aflorar unos orígenes indios nunca enteramente
superados y siempre despreciados. El drama del mes zo mexicano, en úl ma instancia es que nunca quiso
serlo en verdad. En su biblioteca y en su árbol genealógico, en su forma de ves r y de pensar aspiró siempre a
adquirir todos los atributos idealizados de la blancura occidental (ver Whiteness/Blancura ), asociados a la
cultura moderna y al progreso, a la civilización y al buen gusto, al glamour y a la belleza. Aun en nuestro
convulso siglo XXI algunos de nuestros intelectuales no han abandonado el sueño de blanquear (ahora
culturalmente) a la población nacional a nombre de la democracia electoral, del neoliberalismo o de la
compe vidad mundial (ver Homogeneidad racial ). Afortunadamente podemos afirmar que esos mes zos
tarados y traumados nunca exis eron fuera de las fantasías de nuestras élites. La cacareada “mezcla
biológica” que produjo la “raza de bronce” no se llevó a cabo ni en el siglo XVI, ni en el XIX o el XX. Desde
luego que ha habido uniones entre personas de orígenes diferentes (incluidos más africanos y asiá cos de lo
que nos gusta admi r) pero en total fueron mucho menos frecuentes de lo que hemos imaginado. La
población mexicana ha sido siempre más diversa y menos homogénea de lo que pretendía la leyenda del
mes zaje y nunca ha tendido a unificarse en una sola raza. Lo que sí hay en el México de hoy es un alto grado
de “indefinición racial”, es decir, que sectores muy amplios de la población no saben cuál es su origen étnico o
han sido obligados a olvidarlo o hacerlo invisible (ver Razas, ¿qué carajo es eso? ). El ejemplo más dramá co
de esta invisibilidad ha sido la manera en que hemos hecho desaparecer de nuestra conciencia a la población
mexicana de origen africano (ver Chinos ). Hoy es hora de que los mexicanos nos demos cuenta que nunca
hemos sido mes zos y de que inventemos nuevas maneras de definir nuestras iden dades, siempre diversas y
plurales, que no pasen por la raza y por las leyendas que la idea del mes zaje nos ha hecho creer (ver
Pigmentocracia ).
Naco
El carácter racista del califica vo “naco” es confirmado más allá de toda duda por la fuente de toda nuestra
sabiduría contemporánea: el buscador de Google . Todas las fotos y memes que aparecen cuando se busca ese
término son abiertamente denigratorios y presentan como “nacos” exclusivamente a personas con piel
morena, rasgos indígenas y de extracción socioeconómica humilde . La definición de la palabra en la Wikipedia
en inglés confirma, con frialdad clínica, la indisoluble vinculación entre racismo, clasismo y pretensión: Naco
(fem. naca) is a pejora ve word o en used in Mexican Spanish to describe the bad‐mannered, poorly
educated people or those with bad taste. A naco is usually associated with lower socio‐economic classes
and/or the indigenous, but it also includes the nouveau riche. Me disculpo por la “naquez” de citar en otro
idioma, pero me dio pudor traducirlo al español y no pude dar con un ar culo equivalente en la Wikipedia en
nuestro idioma. Encontré, eso sí, que el Diccionario de Mejicanismos de 1959 de Francisco J. Santamaría
ofrecía dos hipótesis respecto al origen de este vocablo que confirman su carácter racial: “En Tlaxcala, indio
de calzones blancos” y “en Guerrero llaman así a los indígenas na vos del estado y, por extensión, al torpe,
ignorante e iletrado”. Como el término “shajato” usado solamente en México para menospreciar a los judíos
de origen no europeo (ver Judíos ), naco combina la referencia a un origen étnico par cular con la “crí ca” o
burla a supuestos defectos personales y culturales: la fealdad, los malos modales, el mal gusto, la falta de
educación, las pretensiones sociales. Así ene una función doblemente discriminatoria: en principio todos los
morenos pobres están en peligro de ser despreciados como nacos, pero los que mejoran de “condición” son
objeto de renovado escarnio por “advenedizos”, es decir, por intentar escapar en vano del lugar de
inferioridad que les corresponde en el imaginario de quienes se creen mejores que ellos. En ese sen do, naco
se parece al término “cholo”, usado en los países andinos para referirse a las personas de origen campesino e
indígena que han emigrado a las ciudades y han prosperado económicamente, “escapando” de esta manera
del lugar geográfico y social subordinado y marginal que les correspondía según la mentalidad de las élites
blancas de ese país. Recuerdo todavía las palabras que escuché una vez de boca de un exponente nada
brillante de ese grupo: “Yo no tengo problema con los cholos cuando viven en la sierra. Lo que me molesta es
que vengan a Lima.” D esde hace unas décadas, ciertos personajes de la televisión, ese semillero inagotable de
discriminaciones , clasismos y sexismos , han pretendido imprimir un carácter didác co a este insulto. Según
ellos, el naco es aquel que no cumple las leyes, el que no respeta las reglas de convivencia social. Este
hipócrita barniz no hace sino agravar el racismo, pues confirma el prejuicio ya de por sí muy difundido que
atribuye a las personas más morenas y más humildes una supuesta falta de civismo y de “cultura” (ver ¿Y…la
democracia qué? y Homogeneidad racial ). El moralismo ramplón de esta postura sirve para exhibir la
posición del no‐naco, es decir, de quien blande el término para despreciar y humillar a los demás . En el mejor
de los casos el no‐naco exhibe falta de generosidad y poca imaginación; en el peor, una propensión regañona
digna de un prefecto de escuela primaria o de un maestro de catecismo. Así, la postura del no‐naco se revela
como desesperadamente vacía: ene que recurrir al insulto y al desprecio para defender su superioridad tan
precaria . En suma exhibe todos atributos morales dignos de una persona que merece ocupar la portada de la
revista Hola o Quién (ver Quién ).
Octavio Paz y la Malinche
Esta es la historia de un parentesco marcado por el resen miento y la violencia. El hijo no es otro que nuestro
máximo poeta e intelectual, erigido en portavoz de todo su pueblo, o más bien del reducido sector que, según
él, “ enen consciencia de su ser en tanto que mexicanos” (aquellos que no viven “paralizados” en el pasado,
como los indios bárbaros, o que no han sido expulsados de la historia, como los otomíes). Su madre
imaginaria es una mujer que vivió cuatro siglos antes que él, pero a quien transformó en paradigma de toda
su raza y de todo su género. La filiación entre ambos nunca exis ó fuera de las páginas de El laberinto de la
soledad, pero desde ahí se transformó en un mito fundador de nuestra raza mes za. La relación familiar
estuvo marcada desde su origen por la fatalidad, uno de los fantasmas perniciosos que rondan las páginas del
libro de Paz. A sus ojos, el pueblo mexicano apenas consigue sobrevivir bajo la sombra de trágicas herencias
históricas y raciales . Así, los pachucos que observó en California ya no pueden ser realmente mexicanos, pues
han sido separados de la raíz de su cultura, de su lengua, de su religión, pero tampoco conseguirán jamás
transformarse en norteamericanos. Por ello, su vida es un simulacro grotesco, una provocación huera y solo
logran exis r plenamente cuando su descaro provoca la agresión racista de los blancos: Entonces, en la
persecución alcanza su verdadero ser, su desnudez suprema de paria, de hombre que no pertenece a parte
alguna . Desde la atalaya de su prosa, Paz no disimula su desprecio por esos despatriados y los despoja de
cualquier posibilidad de escapar a los sinos que los oprimen, de defender su dignidad, de inventar nuevos
formas de ser. Las mujeres en su conjunto merecen un tratamiento análogo. Ellas no son más que: […] seres
inferiores que al entregarse, se abren . Su inferioridad es cons tucional y radica en su sexo, en su “rajada”. El
poeta describe con minucia, y sin asomo de distanciamiento ni crí ca, el vocabulario y la prác ca del
some miento de las mujeres mexicanas a los ojos y al poder masculinos. Solo en una ocasión plantea la
posibilidad de preguntarles a ellas su opinión, de reconocer su posible rebeldía, pero la clausura de
inmediato: ¿Cómo vamos a consen r que ellas se expresen, si toda nuestra vida ende aparalizarse en una
máscara que oculta nuestra in midad? Así, las aprisiona en el laberinto que él mismo les construye. De todo
ese sexo doblegado, sin embargo, nadie peor que la Chingada: Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a
la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es cons tucional [¡otra vez!] y reside
[¡siempre!] en su sexo. Se confunde con la nada, es la Nada. [Los comentarios son míos] Y la Chingada por
excelencia es la Malinche, a quien Paz designa como su propia madre y la de todos los mexicanos. Si la
Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la conquista, que fue
también una violación, no solamente en el sen do histórico, sino también en la carne misma de las indias. El
símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al
conquistador, pero éste, apenas deja de serle ú l, la olvida. Doña Marina se ha conver do en una figura que
representa a las indias fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no
perdona a su madre que la abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición
a la Malinche. La ira del hijo ultrajado aniquila sin miramientos la voluntad de todas las mujeres indígenas:
nada importa lo que hayan sen do o deseado; no pueden, no deben, ser más que víc mas y traidoras,
cuerpos violados y desechables. La violencia de estas líneas no proviene de su descripción, por demás vaga,
de las acciones de los conquistadores, sino del encono con que mancillan a las mujeres indígenas, las reducen
a abyectas chingadas. Frente a estas mujeres que ha hecho deleznables, Paz solo nos puede ofrecer la
evanescente figura masculina de Cuauhtémoc, el joven abuelo, demasiado vencido para ser nuestro padre,
demasiado perdido para prometernos algo más que una vaga redención viril: Encontrar [su tumba] significa
nada menos que volver a nuestro origen, reanudar nuestra filiación, romper la soledad. Resucitar.
Abandonados con la madre a la que no pueden dejar de despreciar y violentar, el sino del escritor, y de
aquellos que reconoce como mexicanos, es peor que el de los negros en Estados Unidos: [Ellos] entablan un
combate con una realidad concreta. Nosotros, en cambio, luchamos con en dades imaginarias, ves gios del
pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos . E n este rapto de lucidez Paz señala, sin saberlo tal
vez, la salida de su laberinto. La relación rencorosa entre el hijo y la madre traidora no es más que otro de los
espectros raciales inventados por la leyenda del mes zaje, como el del indio resen do y taimado, el de las
masas irredentas, el del pelado (ver Mes zo ). Si nos liberamos de estos engendros nacionalistas, las
mexicanas y los mexicanos ya no tenemos por qué creernos vástagos de ningún ultraje imaginario, ni cargar
sobre nuestras cabezas un fic cio “trauma de la conquista”. Así podemos reconocer con toda claridad el
racismo y el sexismo que apuntalaban esas fantasías: la necesidad de perpetuar en la retórica y en la prác ca
la humillación de las mujeres indígenas para así someter a toda la “raza” india; el impera vo de confirmar a
punta de infundios la precaria supremacía de los varones no indios y de los intelectuales mes zos.
Pigmentocracia
Hace ya mucho una amiga me contaba, con ironía autocrí ca, que su familia había emigrado a México porque
en este país basta con ser blanco y tener un apellido europeo para pertenecer a la clase media. Así tenían
acceso a círculos sociales y escuelas a las que no hubiera podido entrar en otras partes del mundo. Más
recientemente, un cien fico universitario con doctorado y una destacada carrera internacional me relató
indignado que debido a su color de piel moreno es frecuente que los burócratas le hablen “len to”, como si
fuera tonto, y que algunos le han preguntado si puede usar una computadora o incluso si sabe leer y escribir.
Estas estampas contrastantes reiteran lo que todos sabemos: en el mapa social de México la blancura suele
ser una ventaja mientras que la piel morena se convierte fácilmente en un obstáculo (ver Colores ,
Kapitalismo ). En las úl mas décadas diversas sociólogas han acuñado el término “pigmentocracia” para
referirse a la discriminación por el color de piel prevalente en nuestro país y en toda América La na. El
atrac vo de la palabra es que engloba y vincula de manera contundente todas las pequeñas humillaciones y
los vergonzantes prejuicios que marcan nuestra vida co diana con las abismales desigualdades sociales y las
diferencias de poder a nivel nacional (ver Aspiracional , La no internacional ). Con un poco de paranoia, el
concepto nos puede llevar a imaginarnos a los “güeros” apoltronados en sus sofás, vedando a todos los
“nacos” el paso a sus jardines de privilegio. Esta pesadilla digna de Sudáfrica me hace recordar otra anécdota
de mi amigo regiomontano. Un empleado de origen humilde y piel oscura ascendió por sus propios méritos
hasta las posiciones de mando medio de una empresa nacional de primera línea. Sin embargo, tanto talento y
lealtad no bastaron para que fuera promovido a un puesto direc vo; en privado, la mujer del presidente de la
compañía se jactaba de que su marido era tan considerado que nunca le haría a ella la descortesía de forzarla
a cenar y convivir, en los eventos de la empresa y en su club social, con un empleado como ese y con su
familia. Esta discriminación es tan feroz como frívola, pero no cons tuye una autén ca pigmentocracia, es
decir, un poder racial. Me parece más exacto definir al régimen que padecemos como una oligarquía
autoritaria, una orden social brutalmente clasista y desigual regido por el malsano contubernio entre una
clase polí ca corrupta y una burguesía inepta que solo saben medrar de las canonjías del estado; como estas
castas privilegiadas no enen la menor intención de compar r su poder y su riqueza con el resto de los
mexicanos, la necropolí ca se ha conver do en la única alterna va a una verdadera democracia . El racismo (y
las otras formas de discriminación) no son la causa de esta ranía venal y asesina, pero sí un serio agravante
de todas las injus cias que genera (ver Discriminación ). Cuando el gobierno, por comisión y por omisión,
provoca o ignora la muerte de millares , cientos de miles de mexicanas y mexicanos, su color de piel más
oscuro resta resonancia a estos crímenes: el racismo los hizo invisibles en vida y así los ha vuelto también
asesinables y olvidables (ver Violencia ). Cuando todos contemplamos indiferentes cada día a centenares,
decenas de millones de nuestros conciudadanos hundidos en la miseria, su aspecto sico diferente hace que
ésta marginación nos parezca ajena, inevitable y más aceptable (ver Kapitalismo ). Cuando todos los días, en
las calles y en las pantallas, en las revistas y en la publicidad, unos cuantos miles de miembros de nuestras
élites presumen su privilegio con desparpajo, el halo importado de pres gio de su blancura provoca que la
riqueza y el poder que usurpan les parezcan y nos parezcan tan naturales como la estulta prepotencia de los
mirreyes y las ladies. Este es el verdadero y nocivo poder de la pigmentocracia: naturalizar la desigualdad,
hacer invisibles a los marginados y volverlos exterminables, convencernos de que lo que debería ser
inaceptable es inevitable, acostumbrarnos a la iniquidad .
¿Quién es respetable?
En un ar culo tulado “¿Quién no es quién?” Mario Arriagada realizó una mordaz y precisa radiogra a del
régimen de apartheid que impera en las revistas de sociales de nuestro paí s, idén co al que impera en
nuestra publicidad y nuestros medios de comunicación (ver La no internacional ). Por medio de un
improvisado pero eficaz Conteo de Blancura Editorial demostró que en esos paraísos fotográficos del
privilegio por cada 100 personas blancas aparece en promedio solo una morena, y estas úl mas son
generalmente ayudantes, meseros u otro po de personal de servicio, cuyos nombres casi nunca son
mencionados. Un fotógrafo de sociales le describió, un tanto apenado, la discriminación que prac caba:
Entonces, te voy a ser honesto, yo como fotógrafo también selecciono a la persona, es decir, si yo veo alguien
gordito, chaparrito, morenito, quizá es el director del centro Banamex pero yo no sé, y si esté ca y
visualmente no persigue el perfil que nosotros estamos trabajando, pues lo desprecias, lo quito […]. El
“target” de estas revistas, como explicó una editora usando el lenguaje racista de la publicidad o el lenguaje
publicitario del racismo (ya no conozco la dis nción), son personas blancas, o que se imaginan blancas, y que
solo quieren ver a quienes correspondan a sus ideales aspiracionales . Más allá de estas frivolidades, lo
peligroso es que la asociación entre privilegio y color de piel se ex ende también a las cualidades morales. En
2013, la socióloga Rosario Aguilar del CIDE realizó una encuesta experimental en universidades públicas y
privadas de la Ciudad de México. En ella mostraba fotogra as y perfiles polí cos de candidatos electorales
fic cios con rasgos europeos, “mes zos” e indígenas. Cuando preguntó a los estudiantes cuál aspirante les
parecía más capacitado, más confiable y más digno de su voto, la mayoría se inclinó por los de piel clara, aun
cuando la información asociada a las fotos fuera la misma. También atribuyeron a los más blancos una
posición social elevada y, por lo tanto, una postura más conservadora, y a los más morenos, una más humilde
y una proclividad izquierdista. Según Aguilar, este resultado demuestra que el clasismo y el racismo van de la
mano en nuestro país. En otro experimento social, la antropóloga Eugenia Iturriaga de la UADY mostró a los
alumnos de una preparatoria privada de Mérida fotos de personas blancas y de personas con apariencia
indígena y les pidió que imaginaran sus biogra as, sin contarles quiénes eran en realidad. Invariablemente, los
muchachos atribuyeron a los “güeros” vidas exitosas, llenas de felicidad, con familias funcionales, mascotas y
viajes al extranjero (perfectamente consonantes con sus fantasías aspiracionales). A los morenos, en cambio,
los convir eron en protagonistas de trágicas historias de alcoholismo y violencia, miseria, criminalidad e
infelicidad familiar (acordes a las representaciones dominantes de las personas de piel más oscura en la nota
roja de los periódicos locales); en el mejor de los casos, los transformaron en abnegados empleados
domés cos. Cuando la antropóloga les reveló que en la vida real los blancos eran personas modestas que
padecían todo po de problemas familiares y de adicciones, y que los morenos eran ar stas exitosos o
profesionistas de clase media, la reacción de los chicos de la élite yucateca fue de abierta sorpresa. A la luz de
estas asociaciones per naces entre ser blanco y ser “decente” podemos entender mejor el mandamiento
social que desde hace siglos obliga a los mexicanos y mexicanas en ascenso social a “mejorar la raza”, es decir
a buscar parejas con piel más clara para procrear vástagos “güeros” . Blanquearse implica acumular pres gio y
conquistar respeto, portar en la piel la demostración del éxito y la certeza de la moralidad. Como las madres y
padres indígenas que no enseñan su lengua a sus hijos para ahorrarles el peso de la discriminación que ellos
mismos han padecido, los morenos que buscan tener hijos más blancos les quieren ahorrar las incontables
humillaciones, las perpetuas desconfianzas, las constantes expresiones de incredulidad que acarrea tener la
piel más oscura en los círculos privilegiados de nuestra sociedad. No quieren que ellos sean también “el
prie to en el arroz”, para recordar uno más de nuestros refranes racistas .
¿Racismo al revés?
Anoche soñé que vivía en un país enteramente justo y democrá co. La pobreza había disminuido
radicalmente y todas las mexicanas y los mexicanos, independientemente de su origen, de su cultura y de su
aspecto sico, tenían acceso a servicios públicos de la más alta calidad. El salario mínimo era más que
suficiente para cubrir las necesidades de todas las familias y el desempleo había desaparecido, por lo que la
mayoría de nuestras compatriotas se definían a justo tulo como pertenecientes a la “clase media” . Nuestra
vida polí ca era plenamente democrá ca y se respetaban los derechos, y las formas de organización de todos
los dis ntos grupos sociales, sin descalificar a ninguna de ellas como “decadentes” o “clientelares”. En el
debate público par cipaban las voces más variadas: al lado de las opiniones de los expertos calificados se
escuchaban con respeto las de los ac vistas y las ciudadanas de a pie, sin importar si hablaban o no un
español “correcto” . En el sistema de jus cia privaba una cultura de pleno respeto a los derechos humanos y
de cas go expedito a todos las violaciones a la ley, empezando por las que come an los más poderosos. La
corrupción y la violencia no eran más que malos recuerdos del an guo régimen. Igualmente, México
respetaba escrupulosamente los derechos de los migrantes que atravesaban su territorio, sin importar su
estatus migratorio, y también la del creciente número de extranjeros de todos orígenes que se vivían en un
país tan próspero y pacífico, tan tolerante y recep vo. La televisión y la publicidad eran un arco iris de todo
po de locutoras y modelos, con los más variados pos sicos, con pieles claras y oscuras, rasgos africanos y
asiá cos, que hablaban además las 70 lenguas nacionales, incluido el español. Todos los grupos sociales,
culturales y sexuales podían hacer escuchar sus voces en los medios de comunicación gracias a las leyes de
par cipación pública incluyente. En el mundo de la cultura, el Estado y la inicia va privada fomentaban y
financiaban las más variadas manifestaciones ar s cas, dejando atrás la dis nción entre cultura “popular” y
“alta cultura” . Por desgracia, en el país se prac caba aún una discriminación intolerable: algunos compatriotas
trataban mal a la minoría de personas que tenían la piel blanca y los cabellos claros, o que tenían nombres
extranjeros. Los antropólogos comentaban preocupados, y un poco burlones, que ese prejuicio pernicioso
hacía incluso que los padres rubios consideraran mejores a sus hijos morenos. Al reconocer la existencia de
este racismo intolerable la sociedad en su conjunto emprendió un profundo examen de conciencia
haciéndose las siguientes preguntas. ¿Acaso la discriminación contra los rubios los hace víc mas preferentes
de la violencia policial o de la criminalidad? ¿Estamos tan acostumbrados a asociar la pobreza y la ignorancia
con la piel blanca que por ello menospreciamos a los “pobres güeritos”? ¿Reciben estas ciudadanas y
ciudadanos servicios públicos inferiores? ¿Se les dificulta el acceso a edificios y establecimientos privados por
su aspecto sico? ¿Se les excluye de manera sistemá ca de los medios de comunicación porque su po racial
no corresponde al ideal moreno de la belleza? ¿Cuándo una mujer de piel blanca pide trabajo se le niega por
no tener “buena presentación”? Todas estas preguntas se decantaron en una sola interrogante clave: ¿acaso
la discriminación contra las personas con aspecto europeo ha sido comparable a la que sufrieron
históricamente los indígenas (ver Indígenas ), los negros (ver Chinos ), los chinos (ver Sinofobia )? Los güeros
discriminados respondieron con toda hones dad que no podían afirmar que así lo era y entonces el resto de
los mexicanos les dijeron, quizá con excesiva impaciencia, las mismas frases que habían escuchado tantas
veces de sus bocas en ese pasado remoto y ya casi olvidado en que eran ellos quienes ejercían el racismo:
“estás exagerando”, “es sólo clasismo”, “ya supéralo”.
Sinofobia y otras fobias nacionales
Hace poco más de cien años, no contento con expulsar de México a los “chinos” (muchos de ellos ya nacidos
en México) que vivían en la región noroeste, el gobierno de Porfirio Díaz internó durante nueve meses a sus
mujeres mexicanas para asegurarse de que no estaban embarazadas. En los casos en que sí lo estaban, ellas
también fueron enviadas a China con sus hijos recién nacidos, sin importar si hablaban el idioma o tenían
manera de encontrar a sus esposos previamente deportados . Este es tan solo uno, y tal vez ni siquiera el peor,
de los múl ples atropellos contras los inmigrantes del país asiá co y a los mexicanos de ese origen que por su
aspecto sico siguen siendo considerados extranjeros, aunque lleven generaciones en nuestro país. Sin la
menor jus ficación han sido privados de su ciudadanía, desterrados, perseguidos e incluso masacrados en
múl ples ocasiones. Hay que decir, sin embargo, que el gobierno de Cárdenas reconoció las querellas de
algunos de los mexicanos de origen chino expulsados décadas atrás y les res tuyó la nacionalidad. A la fecha
el folklore mexicano está lleno de expresiones que les atribuyen a la vez mala leche y torpeza: “cobrarse a lo
chino” y “cuentos chinos”, pero también “me engañaron como chino”. El diminu vo “chinito” es un ejemplo
más de nuestra condescendencia agresiva . Los niños aprenden (o aprendían hace mucho empo, cuando yo
lo era) a cantar, “Chino, chino, japonés…” Un columnista cultural escribió no hace mucho respecto a un
conciudadano nacido en China: [Su] único problema de iden ficación es el de cualquier chino: les pones un
bisquet al lado y todos resultan igualitos. Esta pésima broma, puede ser considerada un ejemplo más de la
xenofobia que impera en nuestro país y que afecta a todos los inmigrantes, burlándose de su acento y sus
costumbres. Pero en este terreno, como en otros, nuestro racismo está lleno de finas dis nciones:
sinceramente no me imagino a ningún columnista diciendo lo mismo de los franceses y los croissants, o de los
ingleses y el té, ni siquiera de los “gringos” y las hamburguesas. Si hemos creado mexicanos de primera y de
segunda, ¿por qué no habríamos de tener también extranjeros de las dos clases (ver X de Exiliados )? Pero lo
que no ene nada de chistoso es la manera en que tratamos en el México actual a los nuevos extranjeros “de
segunda”: los inmigrantes centroamericanos que atraviesan el país para llegar a Estados Unidos o que se han
avecindado en varias regiones de nuestro país. Las fosas clandes nas halladas en San Fernando , Tamaulipas,
son ejemplo de los peligros mortales que los acechan y de la indiferencia con que vemos su des no. En sus
países de origen muchas mujeres que van a emprender este azaroso viaje se recetan la “inyección
an ‐México” , un an concep vo que las libra de quedar embarazadas en el caso de ser violadas por “agentes
de la ley” u otros mexicanos, como le sucede hasta el 70% de ellas. En Guatemala, los futuros migrantes
acuden a presentar ofrendas de alcohol y de dólares a los santuarios de Machimón, dios tenebroso de las
empresas turbias, un personaje ves do de hacendado catrín o de militar asesino, con sombrero, lentes
oscuros de gota y puro en la boca. En su templo clandes no en Itzapa, recuerdo haber escuchado a un
chamán maya recitar con solemnidad, entre bocanadas de puro y aspersiones de alcohol, los nombres de
cada una de las localidades en el largo camino entre las fronteras: “Mina tlan, Coatzacoalcos, Alvarado,
Orizaba”. Luego usó la sangre de un gallo sacrificado para obtener el favor de la poderosa deidad y así
conjurar amenazas tan terribles como un “retén de la policía federal”. Tal vez todos los mexicanos
necesitamos una limpia de ese po para librarnos por fin de nuestra intolerancia contra aquellos extranjeros
que no corresponden a los ideales de nuestro racismo.
Televisión
La composición exacta de la fórmula mágica es un secreto, desde luego, pero quienes no pertenecemos al
Olimpo de nuestras pantallas televisivas alcanzamos a imaginar sus ingredientes. Nuestras mo vaciones son
la envidia, desde luego, y la desesperación de saber que no somos suficientemente blancos ni ricos ni bonitos
para pertenecer a ese mundo encantado. Para empezar la futura estrella, o el futuro galán, debe haber nacido
con un color de piel y cabello, rasgos faciales y po corporal correspondientes a los ideales aspiracionales de
la blancura (ver Aspiracional , Colores y Whiteness ) o de lo contrario, estar dispuesto a someterse a las
intervenciones cosmé cas y quirúrgicas necesarias para obtenerlos . De hecho, los milagros del bisturí y de la
silicona matan a la naturalidad y hay una clara predilección por los cuerpos neumá cos, inflados con una
válvula de alta presión. Los aspirantes también deberán tomar unas cuantas lecciones para cul var sus
“talentos”, aunque en el mundo del apuntador y del playback las dotes histriónicas y musicales no son de
ninguna manera requisitos para el éxito. Solo así se puede iniciar una fulgurante carrera entre los
extraterrestres que respiran la enrarecida atmósfera blanqueadora tras la escafandra de nuestras pantallas.
Estas estrellas, privilegiadas de su propio privilegio, no hace muchos años presumían su ar ficial belleza y sus
nombres famosos en una revista para adolescentes: “¡Yo soy Tal y Tal! Y tú, ¿quién eres?”, seguros de que la
única respuesta posible del resto de nosotros sería “Yo no soy nadie”, o mejor aún “Yo sólo quiero ser como
tú”. Un poco de escándalo en las revistas de pornochismes, fotos que revelen lo más posible de sus
anatomías, aún más infladas que sus talentos, convenientes promiscuidades con los productores claves,
permi rán el ascenso a las cumbres del glamour, donde, según nos cuentan, el dinero, la fama y otras
sustancias intoxicantes fluyen con más abundancia que la leche y la miel en el paraíso. Pero el verdadero
triunfo reservado a las Brunildas de ese Valhalla televisivo, más blancas aún que la diosa nórdica, es
protagonizar un “romance de la vida real” con algún polí co prometedor y telegénico, otra mercancía
mediá ca tan ar ficial como ellas mismas. Las uniones de conveniencia y de connivencia entre las empresas
televisivas y los par dos polí cos transforman a la nación entera en escenario de su ostentación . Fuera de la
pantalla, las gentes bonitas se comportan como zombis que contagian su innato racismo hasta conver rlo en
una calamidad pública. Sin asomo de autocrí ca, el gobernador y su novia sinté ca posan acompañados por
un grupo de mujeres indígenas recreando un cuadro de castas colonial para el siglo XXI. Nuestra reina no
coronada vive su fantasía de princesa de Disney, estrenando ves dos para depar r con los reyes y ranos del
mundo. En su mundo encantado, el tráfico de influencias se disimula tras cuentos de hadas que hacen llover
las casas blancas. Ay de nosotros si somos tan envidiosos como para desconfiar de esos encantamientos. Ay
de nosotros si somos tan “nacos” que no entendemos que ella está hecha de otra materia que no es la
nuestra y que su blancura y su belleza sinté ca se lo permiten todo.
Universal
“No, hombre, racismo, lo que se dice racismo, de ése no hay en México, mira nada más Estados Unidos, o
Sudáfrica, o …”. Esta coartada que he escuchado tantas veces para menospreciar la discriminación en nuestro
país solo merece ser respondida con un refrán igualmente trillado: “mal de muchos consuelo de… ”. Algunos
arguyen a con nuación que aquí no hay un Ku Klux Klan ni hubo Apartheid o los crímenes de los nazis ni priva
la intolerancia hacia los inmigrantes o la islamofobia (la lista puede extenderse de acuerdo a la voluntad o la
cultura del interesado). No falta, incluso, quien presuma nuestra proverbial generosidad con los exiliados (más
sobre el tema en X de eXilio ). Estos argumentos más específicos enen algo de verdad. En nuestras la tudes
no se ha cons tuido, todavía, un club de cobardes ignorantes que se disfracen con capuchas ridículas para
linchar o in midar a quienes enen la piel más oscura. Más ampliamente, desde la Independencia, las
cons tuciones de México no han hecho dis nción legal entre las personas por su imaginaria “raza”, es decir
por su origen con nental y por su aspecto sico. Podríamos presumir, incluso, que abolimos la esclavitud 40
años antes que Estados Unidos y 60 antes que Brasil. Pero nuestro orgullo se desvanecería si reconocemos las
leyes menores que sí han discriminado a quienes hablan una lengua indígena, prac can una religión no
católica o come eron la gravísima falta de haber nacido en el extranjero . Además, todos sabemos para qué
sirven las leyes en nuestro país. En la prác ca, nuestro racismo sí compite con los países supuestamente más
racistas. Nuestra disparidad económica le gana de calle a la de Estados Unidos, puede compararse con la de
Brasil y no está muy por detrás de Sudáfrica (ver Kapitalismo ). De hecho, cuando un mexicano visita ese país,
liberado del régimen racista más opresivo hace apenas 20 años, lo sorprendente es lo poco sorprendente que
resulta: ahí también el color de la piel es un indicio casi infalible de la condición social (ver Pigmentocracia ) y
la discriminación ha creado una implacable geogra a de injus cia y desigualdad. Los brutales paisajes
urbanos de Cape Town o Johannesburgo no enen nada que pedirle al de la Ciudad de México. Aunque, eso
sí, en los anuncios de ese país hay mucho más modelos negros y de dis ntos pos raciales que en México (ver
La no internacional ). Además de parecerse también a Sudáfrica, Brasil comparte con nosotros una ideología
racialista supuestamente incluyente, su “democracia racial” para nuestro “mes zaje”. Sin embargo, para
desmen r esta supuesta igualdad basta con comparar el color mayoritariamente oscuro de los miles de
jóvenes que son “ajus ciados” cada año por la policía militar con los rostros exclusivamente blancos de los
ministros del gobierno golpista de Temer. Con Estados Unidos la comparación se complica. Si bien en México
no segregamos de la misma manera obsesiva en función del color de piel , no pocos compatriotas avecindados
allá consideran que nuestra discriminación puede ser más insidiosa, pues no es tan explícita y, por eso, no
permite medidas compensatorias. En empos de Trump se dificulta defender la inclusión y la tolerancia en su
país, pero nadie puede negar las conquistas de los movimientos negros, la nos e incluso indígenas en las
úl mas décadas. La acción afirma va y la corrección polí ca (pese al reiterado horror de nuestros
intelectuales “liberales”) han logrado diversificar efec vamente las universidades, los medios de
comunicación, las empresas y muchos otros ámbitos sociales, algo que ni siquiera se plantea en México (y
aquí dejo que se persignen los moratos para conjurar a este fantasma que tanto los desvela). Además,
Estados Unidos puede presumir su (único) presidente africano americano con mucho más actualidad con la
que nosotros pavoneamos nuestro (único) presidente indígena de hace ciento cincuenta años, que además
llegó al poder precisamente porque había dejado de ser indio. En suma, la comparación internacional, si la
hacemos con hones dad, nos muestra que México es mucho más racista, y menos tolerante y mes zo de lo
que se imagina .
Violencia
Eran secuestradores y asesinos… Vil basura, para que los querían vivos, para que los arrestaran y algún
abogado corrupto los sacara de la cárcel falsificando papelería y volvieran a ser lo mismo, ni la vida de miles
de estas lacras vale lo que una sola persona secuestrada…Esta fue la reacción de un lector de Monterrey al
reportaje publicado por la revista Esquire a fines del 2014 sobre cómo el ejército mexicano “ejecutó” a sangre
fría a un grupo de supuestos criminales en Tlatlaya, Estado de México. Sin vacilación, esta persona jus ficó el
asesinato de otros seres humanos a par r de la suposición no demostrada de que eran delincuentes y de la
convicción de que su vida no valía ni la milésima parte de la de una persona secuestrada, es decir, de una
“gente decente”. Sus palabras, para nada extraordinarias, muestran la manera en que se ha naturalizado en
México un discurso de violencia y exterminio . La deshumanización de personas y grupos sociales a par r de
sus imaginarios defectos morales (“son criminales”), la u lización de metáforas biológicas descalificatorias
para referirse a ellos (“son ratas, pertenecen a un mundo putrefacto, están en decadencia”) y la jus ficación y
celebración de su muerte son figuras propias de las peores retóricas racistas, como la de los nazis. En efecto,
la malhadada “guerra contra el narcotráfico” declarada por Felipe Calderón en 2006 introdujo en nuestra vida
polí ca un léxico mor fero que parece provenir directamente del pensamiento de Carl Schmi , el teórico
jurídico de Hitler: “estado de excepción”, “guerra permanente”, “enemigos”, “muertos jus ficados” y
“muertos inocentes”. En diez años todos hemos sido presos de este régimen necropolí co que emplea la
violencia como forma de gobierno y concibe la muerte como obje vo de la jus cia (ver el ar culo de Achille
Mbembe sobre la necropolí ca ). Al señalar esta filiación no pretendo demostrar que el racismo sea la causa
de la violencia que nos aqueja, como tampoco lo es de la desigualdad (ver Pigmentocracia ). Como en ese
caso, sin embargo, me parece que el racismo naturaliza la muerte de tantas personas, gracias a la invisibilidad
que ya las hacía sufrir en vida. S i las personas con pieles morenas, rasgos indígenas y con una condición social
precaria no aparecen en los medios de comunicación es porque no corresponden a los ideales cromá cos de
belleza y el privilegio (ver Colores ), si estamos acostumbrados a pensar que todos son pobres y marginales
(ver Kapitalismo ), si no reconocemos su papel en la vida pública, acusándolos con tanta facilidad de estar del
lado equivocado de la historia (ver Homogeneidad racial ), esto hace que su vida nos importe menos y que,
por lo tanto, su muerte nos parezca más aceptable . En sep embre de 2014, tras los ataques realizados en
Iguala y la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa , muchos mexicanos nos confrontamos
con la verdadera oscuridad de ese pozo de impunidad y silencio que entre todos hemos permi do crecer. Su
profundidad se pudo medir en la can dad de fosas clandes nas que se encontraron en la búsqueda de estos
jóvenes: muertas y muertos sin nombre ni rostro, sin jus cia ni memoria. Su dimensión se comprueba con la
falta de respuestas sobre el des no de todos ellos , los 43 y los demás, casi dos años después. A fines de ese
año, Aurelio Nuño, entonces Jefe de la Oficina del Presidencia, declaró con grandilocuencia : “No vamos a
ceder aunque la plaza pública pida sangre y espectáculo…” Llama la atención que dos meses después de que
la sangre real de tantos mexicanos había sido derramada en las plazas de Iguala, este funcionario haya
recurrido a una metáfora tan cruenta para referirse a la posible renuncia de algún funcionario del gobierno. Se
me ocurre tal vez que para él, como para tantos mexicanos afortunados, su poder, sus prebendas y sus fueros
son la única “sangre” que cuenta y valen más que los derechos, e incluso la vida de aquellos que no
comparten su privilegio. Tal vez, en un rapto de hones dad, hubiera podido añadir: “Es México. ¿Captas,
güey?”
Whiteness
He elegido tular esta entrada en inglés en homenaje al espíritu orgullosamente cosmopolita de la blancura
mexicana, esa forma de privilegio social, económico, cultural y sico que mide su valor siempre en relación
con ideales siempre importados de las naciones “civilizadas” y “bonitas”, es decir, de los países de Europa y
Norteamérica . En los úl mos años se ha conver do en el único ideal en el que todos creemos, es la meta de
nuestras aspiraciones individuales, la culminación de nuestras pretensiones intelectuales y el obje vo de
nuestras polí cas públicas: ¿qué será un México de middle classes/clases medias sino un país finalmente
whitened/blanqueado? L a whiteness/blancura funciona también como la confirmación, tan epidérmica como
irrefutable, de los bien merecidos privilegios de nuestras élites y la demostración de las deficiencias y taras
insuperables de quienes no logran dejar de ser brown/morenos (ver Güero y Naco ). Por ejemplo, cuando
nuestros thinkers/intelectuales exhortan al resto de los mexicanos a subirse (por fin, una vez más, ahora sí de
a de veras) al tren de la prosperidad, de la democracia, del liberalismo, o de la simple y llana “normalidad”, no
se les ocurre ni por un segundo que los ejemplos de estos valores incues onablemente universales puedan
encontrarse entre personas que no sean western/occidentales y en la tudes que no sean las del north/norte.
Cuando en el siglo XIX los liberales conminaban a México a unirse al “concierto de las naciones civilizadas”,
soñaban con un país más parecido a Europa o Estados Unidos, de ninguna manera a África y ni siquiera a
América La na; hoy en día, cuando nos exhortan a ser “contemporáneos de todos los hombres” quieren que
sincronicemos nuestros watches/relojes importados con la hora de New York, no con la de Delhi o São Paulo.
Nuestro fic cio mes zaje no es, en úl ma instancia, más que una forma local, y ni siquiera tan original, del
whitening/blanquemiento que se ha realizado en casi todas las naciones de nuestro con nente; es decir, de la
imposición del español como única lengua aceptable y de la cultura occidental como única forma de
pensamiento y comportamiento . Para sus ideólogos, el resultado de la fic cia mezcla racial debía ser que los
indios se hicieran más white/blancos como ellos lo pretendían ser, no que las élites se volvieran más
na ve/indígenas. Como señala Yásnaya Agular , el día de hoy, cuando el secretario de Educación promete
conver r al nuestro en un país “bilingüe”, da por sentado que todos aprenderemos english/inglés, no que
tomaremos clases de ayuuk/mixe . Los anuncios de Liverpool o incluso los de La Comer demuestran hasta qué
punto la beauty/belleza se ha racializado en nuestro país y se asocia con todo lo que es imported/importado
y, por ello, debe ser be er/mejor (a menos que resulte chino, desde luego, ver Sinofobia ). Y como las
modelos que no tuvieron la fortuna de nacer blonde/rubias deben recurrir al peróxido y la ingeniería corporal
para aproximarse al ideal de belleza único e innegociable (ver Televisión ), los consumidores acudimos
corriendo a los almacenes a comprar los productos que los volverán más cosmopolitan/glamurosos, y
nuestros hombres de razón, siempre tan afanosos, presumen la educa on/cultura que adquieren gracias a sus
lecturas tan sophis cated/sofis cadas y debaten si es mejor leer al úl mo philosophe/filósofo galo o al más
reciente writer/escritor norteamericano. Dios, que desde luego también es white/blanco, nos libre a todos
nosotros de tener jamás una aspiración diferente o una idea original.
eXilios
Aprovecho esta letra poco u lizable para referirme tal vez al único po de eXtranjeros que se han librado de
nuestra implacable xenofobia (ver Sinofobia ): los exiliados polí cos llegados en dos grandes oleadas en el
siglo XX: primero de España, durante y después de la Guerra Civil de 1936 a 1939; después de los países del
Cono Sur y de América Central, en los años setenta y ochenta. A la fecha muchos mexicanos se enorgullecen
con razón de la hospitalidad de nuestro gobierno y de nuestra sociedad con estos refugiados, a muchos de los
cuales salvaron de una muerte segura a manos del fascismo y las dictaduras militares. Sin embargo, la manera
en que nos contamos esta historia también ene su sombra racista. Hace unos años, un inves gador
extranjero confirmó mis sospechas sobre la forma en que se ha dado por recordar el primero de estos exilios,
el español. Tras mucho inves gar, se dio cuenta que buena parte de los relatos sobre el asunto repe an sin
mucha crí ca una exaltación de los republicanos como pertenecientes a una élite intelectual que llegó a
México a sembrar la luz de la verdad en todos los campos del conocimiento y la cultura. Este relato, añado yo,
no es muy dis nto al que se cuenta de los frailes del siglo XVI que vinieron a estas erras a enseñar la
verdadera religión a unos indígenas cegados por las nieblas del demonio. Cuando el historiador trató de
publicar un ar culo en que planteaba que este po de narra vas tenían incluso un carácter cercano al
racismo, el editor de la pres giosa revista “cien fica” en la que lo presentó le exigió que suprimiera esta
afirmación o se negaría siquiera a someterlo a dictamen académico. Este lamentable ejercicio de censura
confirmó, de alguna manera, sus peores sospechas respecto a la forma oficial de recordar el exilio. ¿Por qué
pensar que esta visión idealizadora puede tener ntes racistas? Me parece que las narraciones sobre los
republicanos españoles se han integrado de manera poco reflexiva con, y han venido a fortalecer, nuestra
tradicional glorificación de la blancura y de la cultura “occidental” como las formas únicas de la verdad y del
progreso (ver Whiteness/blancura y Homogeneidad racial ). Eso ha hecho casi natural atribuir a un grupo de
exiliados europeos de clase media y de alto nivel educa vo un papel providencial de redentores culturales.
Tres o cuatro generaciones después esta visión ha prohijado un criollismo un poco petulante, reproducido en
ciertas escuelas privadas de la Ciudad de México, que da por cierto que todo lo bueno de nuestro país no
puede más que provenir de esta élite brillante . Esta convicción desprecia a otros republicanos menos
educados y menos privilegiados que llegaron en los mismos barcos; también excluye de manera mucho más
tajante a los “gachupines”, sus compatriotas que emigraron a México por razones económicas o personales.
Ya la difunta historiadora de origen español Dolores Pla señaló con sensibilidad estas dis nciones y realizó un
examen honesto de los privilegios de que gozaron en México los españoles en general, y más par cularmente
los republicanos de élite y sus descendientes. Con esta reflexión no pretendo acusar de racismo a los
admiradores del eXilio español. Hago tan solo un llamado a recordar que en nuestro país es demasiado fácil
dar por hecho que las ventajas que nos da el color de piel y el privilegio social son méritos propios y también
corremos siempre el peligro de que esta confianza en uno mismo (por llamarla de alguna manera) se
transforme en discriminación, consciente o inconsciente, contra los que no son tan afortunados como uno.
¿Y la democracia qué?
Ya van a ser 30 años de que la democracia “sin adje vos” , de una concepción formalista y puramente
electoral de lo que debía ser la vida polí ca que se convir ó en la meta de nuestra imaginaria transición
polí ca y en la bandera de generaciones de “demócratas profesionales” en la academia y los periódicos. Hoy
en día basta con observar la mediocridad insalvable de nuestros polí cos, la corrupción descarada de
nuestros par dos, la inu lidad faraónica de nuestras ins tuciones electorales y la creciente falta de
legi midad de todo nuestro sistema electoral para que concluir que una visión tan empobrecida de la
democracia tenía que llevar a resultados igualmente paupérrimos. No soy yo el perito legal ni forense que
pueda levantar la autopsia de este cadáver. Lo que me interesa proponer es que una de las deficiencias más
graves de este proyecto ha sido su repe da negación de la diversidad cultural mexicana y su ignorante
menosprecio por las formas realmente existentes de hacer polí ca en nuestro país: en otras palabras, su
racismo encubierto y pernicioso . Esta ac tud prejuiciosa resultó par cularmente grave porque en la úl ma
década del siglo pasado México también vivió la movilización polí ca de muchos pueblos indígenas para
conseguir el reconocimiento legal de sus formas de gobierno locales y par cularmente de las elecciones por
“usos y costumbres”. La formalización de estas prác cas polí cas tan difundidas en muchas regiones del país
despertó la ira de los demócratas profesionales: argüían que eran incompa bles con los valores democrá cos
“universales” que ellos defendían y que sus múl ples deficiencias (la exclusión de las mujeres, la intolerancia
religiosa, el autoritarismo) las volvían una amenaza a la naciente democracia mexicana. Cuando traté de
señalar a uno de estos exaltados crí cos que los mismos defectos eran tanto o más notorios en el sistema
polí co nacional, él respondió que la democracia que defendía era un ideal, no la triste realidad. Su
razonamiento muestra el tamaño del privilegio que ejercen los demócratas profesionales: pueden
considerarse superiores al resto de los mexicanos no por lo que son y hacen realmente, sino por lo que
pretenden ser. En términos publicitarios la democracia no es más que otro ideal aspiracional que permite que
sus defensores presuman que su cabello será más lindo que la greña oscura de su rival porque ya se
compraron el nte de pelo número 37 que los volverá rubios “pla nados”. Según esta lógica, las innegables
deficiencias de las ins tuciones y prác cas polí cas indígenas son condenadas como fallas sin solución y taras
esenciales, son un cabello irremediablemente “feo”, mientras que los defectos igualmente flagrantes de la
polí ca “mes za” se consideran errores aún no corregidos, máculas que se podrán superar con la aplicación
de los cosmé cos importados. En suma, podemos concluir que esa democracia que negó todos los adje vos
nunca pudo prescindir de uno no confesado: siempre se imaginó “blanca”. La democra zación nacional
requería el whitening/blanqueamiento de nuestras formas de pensar, hacer y par cipar en la polí ca . Para
sus promotores más exaltados, la transición democrá ca del siglo XXI habría de lograr por fin lo que el
liberalismo del XIX y el mes zaje del XX no pudieron: esa transformación milagrosa casi alquímica que nos
libraría por fin de la mancha de nuestra cultura indígena intrínsecamente autoritaria. Para profundizar en la
crí ca de esta perspec va sesgada, recomiendo los ar culos de Antonio Álvarez Prieto y Alejandra Leal en
Horizontal. Una fantasía similar se agazapa, a mi juicio, tras las aspiraciones de quienes han clamado por
décadas para que México tenga una “izquierda moderna”. Ya fuera que se acogieran al modelo del
eurocomunismo en los años setenta y ochenta del siglo pasado (disculpen ustedes este paseo por la
prehistoria) o de la socialdemocracia neoliberal de los noventa hasta hoy, esta izquierda se imagina
cosmopolita, integrada por individuos conscientes y leídos con una cultura plenamente occidental (es decir,
white/blanca); librada por fin de esos vergonzosos compañeros clientelares y corpora vos, demasiado
ignorantes, demasiado populares, demasiado poco modernos y sofis cados. Hoy en día, el fracaso nacional
de la democracia sin obje vos no nos debe cegar al hecho de que a nivel local la democracia está más viva
que nunca. Incontables comunidades indígenas y pueblos “mes zos” realizan hoy en día en muchos rincones
de México experimentos de gobierno y de autoges ón muy diversos : desde Cherán hasta los caracoles, desde
las redes polí cas que permi eron a los wixarika (huicholes) salvar Wirikuta hasta los experimentos de
cons tuciones locales de tantos pueblos oaxaqueños. Estos sistemas polí cos padecen de muchos de los
defectos señalados por los demócratas profesionales, desde luego, pero diversos pueblos y comunidades han
realizado esfuerzos conscientes por reformar sus ins tuciones y sus prác cas para resolver estos problemas.
Zapa stas
La úl ma letra y la entrada final de este alfabeto corresponde a uno de los fenómenos más esperanzadores y
revolucionarios, en el verdadero sen do de la palabra, que han sacudido a México en el úl mo cuarto de
siglo: la insurrección zapa sta y la subsecuente irrupción de los pueblos indígenas en la escena polí ca y
cultural mexicana. Los zapa stas (es decir, el Ejército Zapa sta de Liberación Nacional ) desataron (o, más bien,
hicieron visible) el florecimiento social, polí co y cultural de los pueblos indígenas . Hoy en México se
escuchan como nunca antes las voces de polí cos, intelectuales, académicos, ar stas y poetas en las 68
lenguas nacionales. Hoy ya casi nadie se atrevería a afirmar que “los indios ya se están acabando”, como
hacían personas educadas y progresistas antes de 1994. México es hoy un país más plural y un poco menos
excluyente gracias a ellos. Al mismo empo, sin embargo, la marginación social y económica de los pueblos
indígenas (ver I ndígenas ) sigue siendo una de los mayores problemas de nuestro país y es acompañada por
una persistente discriminación cultural y racial. Este fue, precisamente, uno de los obstáculos que los
zapa stas no lograron superar: los prejuicios de la sociedad mexicana que se cree mes za, que asume que
todos los mexicanos deben ser iguales y que descon a de quienes no lo son. Todavía recuerdo la indignación
con que un conocido reaccionó a la aparición de la Comandante Ramona ante el Congreso cri cando
precisamente el hecho de que vis era, pareciera y hablara como lo que era: una mujer campesina y hablante
de tzeltal. En México la idea de quién es respetable e inteligente, de cómo se debe hablar y ves r está
indisolublemente asociada a una definición racializada: se trata siempre de un mes zo hispanoparlante (ver
Español ) lo más whitened/blanqueado (ver Whitening ) y lo mejor “educado” posible (es decir, lo más
familiarizado con la cultura occidental y sus modas del momento). Estos prejuicios sobrevivieron, como
zombies indestruc bles, incluso el periodo más álgido de la manía zapa sta. Muchas de las personas
progresistas que abrazaron la causa como la fiebre del momento no examinaron a fondo sus propias
concepciones culturales ni las modificaron de manera profunda. Así adoptaron las reivindicaciones étnicas y
polí cas del movimiento por simple solidaridad sin pensar a fondo sus consecuencias para la definición de lo
que significa ser “mes zo” en el México actual. Roger Bartra tuvo la claridad de oponerse a esta epidemia un
poco irreflexiva con el argumento de que este po de demandas se contraponían al programa tradicional de la
izquierda, basado en los valores universales de la Ilustración. Los demás, no se preocuparon por la
contradicción, ni por resolverla, dejando intacta así la hegemonía de la cultura occidental en nuestra
sociedad. En este sen do me parece que la figura del Subcomandante Marcos jugó un papel ambiguo. Por un
lado, el portavoz del movimiento indígena, como “mes zo”, tenía todas las caracterís cas “posi vas” para
lograr que muchos más sectores de la sociedad mexicana (y mundial) escucharan a los zapa stas y prestaran
atención a sus demandas. Estoy seguro que si el vocero hubiera sido un indígena los prejuicios contra su
forma de hablar, su aspecto sico y su cultura hubieran cerrado mucho oídos y ojos, bien intencionados y
progresistas, a su propuesta. Tác camente la figura occidentalizada y mes za de Marcos ganó una batalla
clave: la de la aceptación de la opinión pública. Estratégicamente, sin embargo, su éxito no contribuyó a
desmontar los prejuicios mes zos, incluso los fortaleció. La marcomanía se convir ó en parte en una
confirmación perversa de los prejuicios de superioridad de los “mes zos” (y de bastantes extranjeros) erigidos
en salvadores y redentores de los indígenas. En suma, la revolución zapa sta sigue inconclusa no por el
“problema indígena” sino por el “problema mes zo”: nuestra nega va e incapacidad para renunciar a esa
ideología racista y eli sta que nos clasifica todavía según nuestro color de piel y nuestra “cultura” privilegiada.