You are on page 1of 3

La historia, la masacre de las bananeras y el paramilitarismo

ELESPECTADOR.COM | jueves 07 de diciembre

Yo soy pariente del general Carlos Cortés Vargas, quien dio la orden de disparar sobre los
huelguistas de Ciénaga el 6 de diciembre de 1928. Crecí con historias encontradas sobre la
masacre de las bananeras. Cien años de soledad era un libro ligeramente contencioso en el
ámbito familiar y en parte por eso quise, como tema de mi monografía de grado de la carrera
de Literatura, hacer un análisis de las dimensiones históricas y literarias de esta novela (aquí un
resumen para quien esté interesado en el tema) .

La masacre fue denunciada en un primer momento por el entonces joven parlamentario Jorge
Eliécer Gaitán, el Partido Liberal, el naciente sindicalismo colombiano y el caricaturista Ricardo
Rendón, quien hizo varios editoriales gráficos demoledores contra el presidente Miguel Abadía
Méndez. Este, de 1929, es el mejor. Al año siguiente, en parte a causa de este crimen, naufragó
la hegemonía conservadora, tras 44 años en el poder.

La versión que la congresista María Fernanda Cabal expone no es nueva. La escuché de mis
ancestros más conservadores. Según ellos, la huelga fue una asonada comunista y las víctimas
no habían sido los trabajadores, sino la United Fruit Company y, sobre todo, el Ejército
Nacional, Carlos Cortés Vargas y el presidente Miguel Abadía Méndez. Cuando Gabriel García
Márquez escribió la novela su propósito fue denunciar esta tergiversación avalada por el
Partido Conservador.

La siniestra alquimia que hace de las víctimas los victimarios es una estrategia política de María
Fernanda Cabal. Curiosamente, porque tengo ancestros Cabal, no sólo soy pariente de Cortés
Vargas, sino también de ella, la hoy abanderada del revisionismo histórico de ultraderecha.

Esta semana he reflexionado más de lo usual —que de por sí es bastante— sobre el peso y el
inmerecido privilegio que aún conceden los apellidos en Colombia. También sobre la historia y
la memoria. Son asuntos muy afines. Y si le sumamos la tenencia de la tierra y la estructura del
empleo, son incluso explosivos.

De la historia se dicen muchas tonterías. Que la escriben los vencedores. Que se repite. Que
absuelve. Y que no hay hechos históricos sino sólo interpretaciones, o representaciones que
cierta confusa epistemología equipara a la escritura de ficción.

Ninguno de estos refranes —blandos axiomas que calan a fuerza de repetición— se sostiene
ante el imperativo ético de la historia: reconocer que hay hechos verificables en el pasado. Esto
porque los crímenes y las transgresiones morales de los vencedores, no sólo de los vencidos,
deben ser imputables y no absolverse por el simple paso de los años, o banalizarse en una
simple iteración. Y porque si bien una novela en la que llueven mariposas y la gente nace con
cola de marrano no debe tomarse al pie de la letra —faltaba más—, la obra literaria de ficción sí
tiene la capacidad de decir algo sobre el pasado y de hacer una denuncia sobre cómo se
tergiversa la memoria.

Es lo importante de Cien años de soledad. El mensaje ético de este episodio y la lección para
nosotros no es que hayan sido 3.000 muertos —que seguramente no lo fueron—, sino la
alegoría implícita en que, cuando José Arcadio Segundo regresa a Macondo después de haber
visto la matanza, nadie le cree. Más tarde, ya nadie la recuerda. Quienes leemos Cien años de
soledad después de que la historia de la masacre fue restituida a la historia nacional no
entendemos que, antes de García Márquez, la gente en efecto la había olvidado o todavía la
debatía. María Fernanda Cabal pretende devolver el casete. Eso tiene una intención clarísima.
Los descendientes de familias con haciendas esclavistas, como los Cabal y los Molina (los
apellidos de María Fernanda), o de cualquier estirpe que se haya visto materialmente
favorecida por prácticas abominables, tienen una deuda con el pasado de Colombia que no es
monetaria, sino moral. Una deuda como la tengo yo y que asumo con escritos como éste.

Cuando se elude esa responsabilidad, como lo hace María Fernanda Cabal, para defender o
menospreciar el maltrato de los trabajadores y de los campesinos, sea en las haciendas de
esclavos de sus ancestros, en los enclaves bananeros de 1928 o en las muchas masacres
paramilitares y asesinatos a sindicalistas que ha tenido este país, se vulnera a los trabajadores
de Colombia y su legado.

Cabal hace estas afirmaciones porque su proyecto político es violentamente clasista y es


heredero directo de la visión de mundo de un oligarca del Partido Conservador de 1950. De La
Violencia. Un Laureano Gómez, digamos, o para no salirnos de los apellidos del partido político
que ella hoy representa, un Guillermo León Valencia, que fue además el precursor de las
ejecuciones extrajudiciales.

Un mismo hilo sombrío recorre la lectura de la historia según María Fernanda Cabal. Apuesta a
borrar la masacre de las bananeras de la memoria histórica porque su propósito es también
borrar las masacres de Trujillo, de El Salado, de El Aro, de Mapiripán, y todas las que se
cometieron para defender a los intereses terratenientes que se vieron favorecidos y protegidos
por el paramilitarismo.

Ella no es tonta. Sabe que en el terreno de la historia se juega la justificación ideológica de sus
posiciones complacientes con esta violencia de clase. Lo que debemos criticar, entonces, no es
su ignorancia, sino su mala fe.

You might also like