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Tal vez, sólo tengamos en claro evitar cordonear sobre los extremos de la pura pasividad o del cuentapropismo
engreído y suficiente. Y solamos apostarle —como casi siempre que media la perplejidad— a que “el punto” esté a
mitad de camino entre ambos extremos. Ante lo cual acotaría la indomable Simone Weil: no siempre la verdad
equidista de extremos erróneos y arbitrarios; no es serio determinarla de este modo geométrico...
Gracia divina y voluntad humana: ¿cómo se trenzan vuestras hebras para tejer la trama del hombre evangélico?
Un modo en que solemos hilvanar este tapiz es haciéndonos a la idea de que el Año Litúrgico, en su vasto recorrido,
nos promoviera, según el color de la estación, uno u otro ovillo. Es decir, que hubiera —diría Salomón— un tiempo para
la gracia y un tiempo para el esfuerzo. O al menos (para no morder banquina), un tiempo para acentuar la Gracia y un
tiempo en que acentuar la voluntad propia. Conforme a esta hoja de ruta, Navidad y Pascua lucirán como los tiempos
óptimos del don divino: regalo del Dios humanado; regalo del Resucitado. Y a contrapunto: Adviento y Cuaresma, como
tiempos de tarea, de esfuerzo y trabajo espiritual.
Hoy, Miércoles de Ceniza, los católicos comenzamos un tiempo especial, dedicado a buscar con mayor fervor el
camino de retorno, la vuelta al Evangelio. Un tiempo “de conversión”.
Y ante este reto reflota la acuciante pregunta: ¿qué hilo enhebrar?, ¿quién transformará mis rencores en perdones, mis
iras en mansedumbre, mis acritudes en dulzura? ¿Quién podrá transfigurar este tullido egoísmo en amor grácil?
¿Quién me quitará de la vista la paja del ojo ajeno? Y más adentro aún: ¿cómo se tornará vidrio cristalino mi empañada
fe, florecerá mi esperanza, cobrará color mi anémica caridad?
¡Esfuérzate! —susurra una seca voz interior—. Dios ya hizo su parte —insiste—; la ceniza en tu frente marca el inicio
de tu tarea: toma tú la posta y corre la carrera que te toca. Dios mismo te arenga y desafía: “¡conviértete y cree en el
Evangelio!”
***
Sería más sensato si esas palabras las dijera en nombre propio y por cuenta propia. Pero no. Ella tan sólo presta voz a
la Palabra Omnipotente del Señor Jesús. Al mismo Señor que en el origen protagonizó aquel “y dijo Dios: que haya luz,
y hubo luz”; al mismo que, nacido de María, dijo: Lázaro sal fuera; la niña no está muerta; o, ¡levántate y camina! Ese
mismo Cristo, me mira a los ojos, me recuerda mi inerte nada y sopla sobre mis huesos secos Su hálito de Vida:
¡conviértete y cree en el Evangelio!”
Sí. Es Su Voz. Es la Voz del Señor sobre las aguas de mi vida diluida, bramando con el vigor de su divinidad, capaz de
arrancar de cuajo los cedros antiquísimos de mi malicia. El mismo que puede decir sobre un mendrugo de pan “esto es
mi Cuerpo”, ¿cómo no ha de poder inclinarse sobre mi miseria, tomarla y partirla, diciendo: “ora a tu Padre”, “ayuda a tu
hermano”, “perdona, consuela, ama”, “vete y no peques más”, y dar con ello, mucho más que consignas y mandatos,
una palabra creadora, viva y eficaz, que hace lo que dice.
Y no sólo hoy. Durante toda la Cuaresma la Iglesia espiga de los evangelios los textos más intensos en que se nos
anima a la conversión. El tiempo verbal suele estar en imperativo: haz esto, evita aquello.
Mal entendido, se nos puede tornar un fatigoso camino recolectando piedras a cargar en la mochila de propósitos
vanos, intentos fallidos, tareas pendientes...
Bien entendido, podemos ante cada uno de estos Evangelios, abrir las puertas del corazón y dejar que esa Palabra
Poderosa actúe. Haga lo que dice.
***
Con ambos brazos estirados, y un cerrado regalo nimbando entre las yemas de sus dedos, Dios nos extiende la
Cuaresma, nos regala la conversión. Y con divinas ansias, anhela que, sin miedo ni desconfianza, sin traumada lectura
ni retorcido análisis, con la simpleza y candor de un niño, lo aceptemos, desenvolvamos, agradezcamos y disfrutemos.
Es el arte de la irresistencia.
Es que, tal vez, la vida cristiana no trate de mucho más que de eso: de saber reaccionar ante un regalo...
DdJ