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Para dar con la “exégesis” de este amar, orar y ayunar en lo secreto, la pista nos la
puede dar la interpretación de otro texto evangélico, menos alejado del texto de Mateo
de lo que primeras impresiones pueden sugerirnos. Y es que -siguiendo a un gran
teólogo dominico, el padre Philippe- tal vez valga decir que “En el principio era el Secreto
y el Secreto estaba junto a Dios y el Secreto era Dios... Y el Secreto se hizo carne y (sin dejar de
ser Secreto) se nos ha manifestado...”
Y entonces sí, pulsar la obertura a la Cuaresma de Mateo ya saca otra música:
ya no se trata de un “consejito piadoso” contra la ostentación sino de una coordenada
precisa desde la cual vivir esta experiencia cuaresmal. Lo secreto, más que un cómo es
un dónde, o mejor aun, es un quién. Ya no se trata de un mero no-ser-visto sino que es
Cristo mismo, el Hijo, el Secreto entrañable del Padre donde hay que “encerrarse” a
hacer Cuaresma. ¡Ecce principium!
La consigna matriz de la Cuaresma es entonces amar, orar y ayunar en Cristo.
Como Él amó, como Él oró, como Él ayunó. O bañando con la luz de la segunda lectura
de esta “Obertura”: haciendo de nuestra porción de ser una “embajada” del amor, de la
oración y de la penitencia del Señor. Es elocuente la figura paulina pues una embajada
no es una “representación” de otro país, sino que es territorio soberano de ese país
incrustado en el extranjero. Arriar las banderas de nuestra diminuta comarca, dejar
expropiar nuestro lote y ver izarse en él las soberanas banderas del Reino... eso funda
diferencia. Constatar que en nuestro desolado paraje un amor extranjero ha tomado
posesión, y que ama y ora y ayuna con el lenguaje y costumbre con que se hace en su
lejana Patria... ya no es un consejito... es la revolución religiosa más audaz que la
historia de las religiones haya osado plantear. Cuando ores, no ores tú, deja que el Otro
ore en ti. Cuando ayunes, no ayunes tú, déjalo a Él. Cuando des limosna, no la des tú,
deja al Extranjero vivir sus eternas costumbres en tu expropiado distrito. Disminuye y
déjalo crecer. Y así, al llegar la Pascua, podrás decir con Saulo: ya no oro yo, ya no
ayuno yo, ya no amo yo: es Otro quien lo hace en mí.
Si llegada la Pascua, siguiendo la expresión bíblica, la Liturgia gusta cantar con
fervor y convicción: ¡Es la Pascua, es la Pascua del Señor!, deberíamos caer en la cuenta
que tamaño milagro no ha de darse jamás si en estos 40 días no nos atrevemos con
idéntico fervor y convicción a sostener un gozoso y aliviante: ¡Es la Cuaresma de
Jesús! La Suya vale y salva. No la nuestra.
Al respecto cabe desplegar esa hoja de ruta con que san Agustín gusta
simplificar los rumbos de la vida a tomar. Ante la rotonda de los “dos caminos” con
que se abre el Salterio en su inicio/principio, el Doctor de la Gracia lo simplifica así: o
bien nos volvemos hacia Dios, o bien nos volvemos sobre nosotros mismos. El bien está
en la centrífuga expropiación de los propios suelos para ser humanidad suplementaria
donde Él pueda seguir amando, orando y expiando el pecado de su Pueblo. El mal está
en el centrípeto ensimismamiento y el tullido repliegue sobre el propio yo.
Pero vaya paradoja... el tiempo de Cuaresma, pensado y diseñado como tiempo
favorable para optar por el bien, puede tornársenos un tiempo de peculiar inclinación
sobre nosotros mismos. ¿Dónde posar la mirada en estos 40 días con sus 40 noches? La
alternativa es clara: los ojos del Nazareno o el ombligo del rancio Adán. Puedo
abocarme intensa y minuciosamente a reinventariar, uno por uno, todos mis pecados y
defectos, y aplicarme día y noche a una suerte de fisiculturismo espiritual, examinando
a cada rato cuántos centímetros crecí en humildad, en paciencia o en fortaleza. O bien
puedo fundar Cuaresma en los ojos del que mirándome sabe hacerme nuevo, sabe
“ganarme terreno”, sabe hacerme Suyo. Volviendo al Evangelio: tú, cuando ames, cuando
ores, cuando ayunes, no hagas como todos los hombres de todos los tiempos de todos los cultos,
desde los estoicos hasta los poskantianos, que verifican al espejo sus acciones; tú en
cambio, rompe tus espejos y abre tus ventanas y déjate invadir por la secreta Luz del Padre,
y el Padre, que te ve en esa Luz, te dirá: ¡tú eres mi hijo bienamado!
Este año puedo intentar una Cuaresma distinta, una Cuaresma que podríamos
llamar “católica”: ancha y espaciosa, donde estire cuerdas y clave más lejos las estacas
de mi compunción, para lograr llorar a las puertas del Paraíso cerrado por todos los
que compartimos la nostalgia y la intemperie. Que cuando ore, entre y descienda en mi
aposento interior, y después de darle la espalda y cerrarle la puerta con llave a mi
propio yo, al levantar la mirada, vea que en ese reducto interior están y caben todos: la
multitud de cautivos. Y que empiece la fiesta. La Fiesta del Nosotros. Del
Miserere nobis... Y aunque muy solo, seré multitud. Y aunque muy adentro y de
profundis, sentiré la frescura del aire de terraza en la cara. Y aunque tal descenso sepa a
oscuro y nocturno, tal noche será clara como el día, y mi sótano, radiante habitación a
pleno sol.
Hay un cuento curioso de Chejov -creo que se llama La cripta luminosa- en que
su protagonista -al modo de las escaleras de Escher- desciende y desciende
interminables gradas espiraladas, hasta llegar al último subsuelo, donde la
profundidad era tal que la ausencia de ruido lastimaba el oído. Y cuando, fatigado y
asustado abrió la puerta de este secreto y abisal “cubiculum” se encontró con el salón
más luminoso, ventilado y radiante que ninguna torre o campanario podría igualar...
Una suerte de Escala de Jacob invertida.
Es que en el Reino del Evangelio, las borrosas certezas del mundo se cumplen
en nítido espejo: allí bajar es subir, perder es ganar, olvidar es recordar, morir es
resucitar. Los sótanos son terrazas y lo íntimo, ajeno; las vírgenes son madres y el
ermitaño, misionero.
Diego de Jesús