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Los antiguos gustaban distinguir entre el inicio y el principio de algo.

Distinción sutil y abrupta a la vez. Lo primero alude al comienzo o primer elemento de


todo lo que se da después. Principio, en cambio, es lo que subyace como fundamento
estable de un todo. Ambos son primeros. Pero graficaban los griegos: uno es primero
de la fila, el otro, primero de una columna. Digo esto al iniciarse la Cuaresma, pues
este inicio se da sin exigirnos más destreza que pasar el primer fragmento de una serie
de cuarenta. El desafío real es intentar “principiar” la Cuaresma, otorgándole cimiento
firme al tiempo fuerte que afrontamos.

La Iglesia -madre y maestra- se esmera en elegir el pasaje evangélico con que


quiere abrirnos este Tiempo. Y en todas las iglesias del mundo, junto al impactante
gesto de la ceniza proclama con fuego la consigna: ama, ora y ayuna en lo secreto.
Y acá es que vale traer el preámbulo de esta reflexión: ¿pretende este texto hacer
tan sólo de inicio de 40 pasajes evangélicos más, o habrá que creer que Dios -a través de
la Iglesia- nos lo propone para que haga de “principio” de nuestra Cuaresma? Y como
el sí a lo segundo es bastante fácil de sospechar, apuro el meollo de una pregunta
menos retórica y más genuina: este consejo contra la vanidad y ostentación, ¿tiene la
densidad de un “primer principio” o resulta más bien un primer elemento de muchos
otros defectos a pulir en este tiempo? ¿No resulta demasiado puntual fundar Cuaresma
en el no-hacer como los Fariseos? En ninguna “pirámide” de los vicios humanos la
jactancia y la vanidad se han propuesto como basamento del edificio... ¿Cuál es
entonces la propuesta fundacional de este texto o cómo entenderlo para que trabaje
como cimiento firme de la conversión pretendida?

Para dar con la “exégesis” de este amar, orar y ayunar en lo secreto, la pista nos la
puede dar la interpretación de otro texto evangélico, menos alejado del texto de Mateo
de lo que primeras impresiones pueden sugerirnos. Y es que -siguiendo a un gran
teólogo dominico, el padre Philippe- tal vez valga decir que “En el principio era el Secreto
y el Secreto estaba junto a Dios y el Secreto era Dios... Y el Secreto se hizo carne y (sin dejar de
ser Secreto) se nos ha manifestado...”
Y entonces sí, pulsar la obertura a la Cuaresma de Mateo ya saca otra música:
ya no se trata de un “consejito piadoso” contra la ostentación sino de una coordenada
precisa desde la cual vivir esta experiencia cuaresmal. Lo secreto, más que un cómo es
un dónde, o mejor aun, es un quién. Ya no se trata de un mero no-ser-visto sino que es
Cristo mismo, el Hijo, el Secreto entrañable del Padre donde hay que “encerrarse” a
hacer Cuaresma. ¡Ecce principium!
La consigna matriz de la Cuaresma es entonces amar, orar y ayunar en Cristo.
Como Él amó, como Él oró, como Él ayunó. O bañando con la luz de la segunda lectura
de esta “Obertura”: haciendo de nuestra porción de ser una “embajada” del amor, de la
oración y de la penitencia del Señor. Es elocuente la figura paulina pues una embajada
no es una “representación” de otro país, sino que es territorio soberano de ese país
incrustado en el extranjero. Arriar las banderas de nuestra diminuta comarca, dejar
expropiar nuestro lote y ver izarse en él las soberanas banderas del Reino... eso funda
diferencia. Constatar que en nuestro desolado paraje un amor extranjero ha tomado
posesión, y que ama y ora y ayuna con el lenguaje y costumbre con que se hace en su
lejana Patria... ya no es un consejito... es la revolución religiosa más audaz que la
historia de las religiones haya osado plantear. Cuando ores, no ores tú, deja que el Otro
ore en ti. Cuando ayunes, no ayunes tú, déjalo a Él. Cuando des limosna, no la des tú,
deja al Extranjero vivir sus eternas costumbres en tu expropiado distrito. Disminuye y
déjalo crecer. Y así, al llegar la Pascua, podrás decir con Saulo: ya no oro yo, ya no
ayuno yo, ya no amo yo: es Otro quien lo hace en mí.
Si llegada la Pascua, siguiendo la expresión bíblica, la Liturgia gusta cantar con
fervor y convicción: ¡Es la Pascua, es la Pascua del Señor!, deberíamos caer en la cuenta
que tamaño milagro no ha de darse jamás si en estos 40 días no nos atrevemos con
idéntico fervor y convicción a sostener un gozoso y aliviante: ¡Es la Cuaresma de
Jesús! La Suya vale y salva. No la nuestra.

Al respecto cabe desplegar esa hoja de ruta con que san Agustín gusta
simplificar los rumbos de la vida a tomar. Ante la rotonda de los “dos caminos” con
que se abre el Salterio en su inicio/principio, el Doctor de la Gracia lo simplifica así: o
bien nos volvemos hacia Dios, o bien nos volvemos sobre nosotros mismos. El bien está
en la centrífuga expropiación de los propios suelos para ser humanidad suplementaria
donde Él pueda seguir amando, orando y expiando el pecado de su Pueblo. El mal está
en el centrípeto ensimismamiento y el tullido repliegue sobre el propio yo.
Pero vaya paradoja... el tiempo de Cuaresma, pensado y diseñado como tiempo
favorable para optar por el bien, puede tornársenos un tiempo de peculiar inclinación
sobre nosotros mismos. ¿Dónde posar la mirada en estos 40 días con sus 40 noches? La
alternativa es clara: los ojos del Nazareno o el ombligo del rancio Adán. Puedo
abocarme intensa y minuciosamente a reinventariar, uno por uno, todos mis pecados y
defectos, y aplicarme día y noche a una suerte de fisiculturismo espiritual, examinando
a cada rato cuántos centímetros crecí en humildad, en paciencia o en fortaleza. O bien
puedo fundar Cuaresma en los ojos del que mirándome sabe hacerme nuevo, sabe
“ganarme terreno”, sabe hacerme Suyo. Volviendo al Evangelio: tú, cuando ames, cuando
ores, cuando ayunes, no hagas como todos los hombres de todos los tiempos de todos los cultos,
desde los estoicos hasta los poskantianos, que verifican al espejo sus acciones; tú en
cambio, rompe tus espejos y abre tus ventanas y déjate invadir por la secreta Luz del Padre,
y el Padre, que te ve en esa Luz, te dirá: ¡tú eres mi hijo bienamado!

Una Cuaresma expropiada significa una Cuaresma en que, como el chivo


expiatorio del campamento judío, me interne desierto adentro, con todo el pecado del
mundo para clamar piedad. La primera lectura de esta “Obertura” lo expresa con
escalofriante belleza: es entre el atrio y el altar -o sea: entre los otros y el Otro- que
hemos de postrarnos para llorar el pecado del mundo al Cordero que lo carga, que lo
quita, que lo cura y devora. Y Él nos salvará.
Una Cuaresma donde me duela más la paja del ojo ajeno que la viga del propio.
Una Cuaresma -una, al menos una- en la que hasta animarse al colmo de postergar la
propia conversión con tal de negociarla y ganarla para un infiel más. Una Cuaresma
para los otros. Donde me duela más la indiferencia religiosa o la macabra blasfemia de
ese vecino; el pesado rencor de aquel pariente que no logra perdonar; el mundo oscuro
y húmedo de esa triste prostituta, de ese angustioso borracho, de ese adúltero que no
logra escapar de las redes de su amante... antes -esa es la palabra clave: antes- que ese
defecto propio que me aguijonea en las entrañas.
Y esto en un ejercicio muy concreto y perseverante: en cada Kyrie, en
cada Miserere, en cada acto de compunción cuaresmal, en cada suspiro por el peso del
mal, vuelvo a optar o por centrarme en mí o asumir el ministerio de la mediación, la
reconciliación, la sustitución. Constantemente deberé “desorbitar” ese girar connatural
de todos mis pensamientos y sentimientos en torno al gran astro de mi grávido yo (nos
acecha el cristal, anota Borges en su legendario poema sobre los temibles espejos). A
cada momento podré o bien replegarme en el mezquino secreto de mis húmedos
subsuelos, lleno de macabros espejos en que verificar mis crípticas intrigas... o bien
abrirme de par en par al ancho y dilatado, luminoso y fresco Secreto del Padre. La
palabra misma “secreto” delata esta disyuntiva, pues puede significar tanto el
mezquino celo por un dato que no quiero compartir y que oculto ávidamente para mí,
como puede significar el desbordante encuentro con el Misterio que me atrae y supera
y hace suyo. El término griego -kruptw- puede ser referido tanto a lo tenebroso y
mortecino (Mt 10,26) como a la luminosa interioridad (Rom 2,29) donde crece la vida.

Respaldo la propuesta en dos testimonios muy disímiles pero igualmente


elocuentes. Cada cual elija cuál le sabe mejor...
William Callifer es sacerdote inglés. Amén de ello, aunque cumple a la letra su
ministerio, es un borracho empedernido y ha perdido por completo su fe. Se trata del
protagonista de La casilla de las macetas de Graham Greene. Treinta años atrás un chico
de catorce años se colgó de una cuerda para ahorcarse... y de hecho se ahorcó. Pero hoy
vive y tal episodio ni siquiera es recuerdo. Pero un día logra relevar lo ocurrido y el
testimonio es contundente: usted estaba tendido en el suelo y respiraba tanto como un
pescado muerto. También entonces se entera que a la escena llegó su tío cura, y ahora lo
va a visitar a fin de echar luz sobre el oscuro suceso que literalmente sostiene su
vida. Yo hubiera dado mi vida por ti -le dice el impío clérigo alcohólico- Pero, ¿qué podía
hacer? Sólo quedaba rezar. Y dije: Dios mío, permite que él viva. Lo quiero. Que él viva. Te daré
cualquier cosa con tal de que él viva. Toma mi fe, pero déjalo vivir.
La sustitución vicaria es frecuente en la novela de Greene y se cumple en sus
protagonistas con un rigor escalofriante. Tal vez no le haga justicia a Dios, pero sí al
hombre, llamado al olvido radical de sí. El cardenal Newman -inglés también- tiene
una frase recurrente, que en realidad es sólo una palabra: postergarse: he ahí todo el
mandato.
El segundo testimonio es femenino (vaya si una madre sabe de estas cosas...) y
además es mística y doctora de la Iglesia. Teresa de Jesús. Y a sus monjas les insiste en
que encerrarse en monasterio no ha de ser para sacarse lustre a sí mismas sino para
ganar muchas almas para el Señor. Que incluso “si tenéis pena porque no se os descontará
la pena del purgatorio, también se os quitará por esta oración (la oración por los demás), y lo que
faltare, que falte. ¿Qué va en que esté yo hasta el día del juicio en el purgatorio, si por mi
oración se salvase sola un alma? ¡Cuánto más, el provecho de muchas!”

Este año puedo intentar una Cuaresma distinta, una Cuaresma que podríamos
llamar “católica”: ancha y espaciosa, donde estire cuerdas y clave más lejos las estacas
de mi compunción, para lograr llorar a las puertas del Paraíso cerrado por todos los
que compartimos la nostalgia y la intemperie. Que cuando ore, entre y descienda en mi
aposento interior, y después de darle la espalda y cerrarle la puerta con llave a mi
propio yo, al levantar la mirada, vea que en ese reducto interior están y caben todos: la
multitud de cautivos. Y que empiece la fiesta. La Fiesta del Nosotros. Del
Miserere nobis... Y aunque muy solo, seré multitud. Y aunque muy adentro y de
profundis, sentiré la frescura del aire de terraza en la cara. Y aunque tal descenso sepa a
oscuro y nocturno, tal noche será clara como el día, y mi sótano, radiante habitación a
pleno sol.

Hay un cuento curioso de Chejov -creo que se llama La cripta luminosa- en que
su protagonista -al modo de las escaleras de Escher- desciende y desciende
interminables gradas espiraladas, hasta llegar al último subsuelo, donde la
profundidad era tal que la ausencia de ruido lastimaba el oído. Y cuando, fatigado y
asustado abrió la puerta de este secreto y abisal “cubiculum” se encontró con el salón
más luminoso, ventilado y radiante que ninguna torre o campanario podría igualar...
Una suerte de Escala de Jacob invertida.
Es que en el Reino del Evangelio, las borrosas certezas del mundo se cumplen
en nítido espejo: allí bajar es subir, perder es ganar, olvidar es recordar, morir es
resucitar. Los sótanos son terrazas y lo íntimo, ajeno; las vírgenes son madres y el
ermitaño, misionero.

Y Dios parece insistir: mira, yo pongo ante ti vida y felicidad, muerte y


desgracia. Si retienes tu yo y procuras protagonizar tu Cuaresma, perecerás sin
remedio. Si, en cambio, rompes tus espejos y abres tus crípticas ventanas, la secreta y
gozosa Luz del Padre te invadirá, y en la noche pascual verás alborear una nueva
Creación.

Diego de Jesús

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