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“Cuando leo que Ella estuvo junto a la cruz, no leo que lloró allí.

Mientras los apóstoles


huían, Ella estaba de pie junto a la cruz. Ninguna otra cosa hubiese sido decorosa en la
Madre de Cristo” (San Ambrosio)

No es posible para ningún cristiano meditar y recorrer el camino de la Cruz sin evitar
encontrarse con la Madre de Dios, la Madre de Aquel que cargó con nuestras culpas y nos
redimió con su sangre; es la Madre del Nazareno Crucificado, María la Madre de Jesús y
también Madre nuestra, la mujer del “fiat” y el “Magnificat”, la sierva del Señor, la del
“hagan lo que Él les diga”; la misma que con su silencio y escucha nos invita a ser verdaderos
discípulos de Jesús, a seguirle incondicionalmente hasta la entrega de la propia vida por causa
del Evangelio.

En muchos países hispanoamericanos, los católicos conocen al viernes anterior al Domingo


de Ramos como “viernes de Dolores”, en memoria de nuestra Madre María, bajo la
advocación de “Nuestra Señora de los Dolores”, “La Virgen de la Soledad”, “la Virgen
Dolorosa”, entre otras. No obstante, su fiesta litúrgica oficial es cada 15 de septiembre, el
amor y el recuerdo por la Madre en esta antesala a los días santos de la Semana Mayor, anima
la reflexión espiritual y la vivencia cristiana de los misterios de la Pasión.

En esta advocación de Nuestra Señora de los Dolores, María nos enseña una gran
lección a todos los cristianos: Creer en Jesús duele. No, no estoy diciendo nada fuera de
lugar, de verdad duele; decirle “sí” al Señor implica la negación de uno mismo y el rechazo
e incomprensión del mundo, de todos aquellos para quienes seguir el Camino es un sin
sentido y servirle a un Rey Crucificado es absurdo y ridículo. Muy bien lo sabe nuestra Madre
María, la que vivió este discipulado tan especial de principio a fin; María es la Madre del
amor en el dolor, María sabe lo que es el dolor de la fe.

Pero el dolor de la fe no es un vacío o una derrota, más bien es la certeza de que se ama algo
auténtico y verdadero, por lo que se es capaz de permanecer firme y traspasar cualquier
dificultad. Nos lo decía la Beata Teresa de Calcuta: “Ama hasta que te duela, sí no duele no
es amor”. El de María es verdadero amor, porque responde con amor fiel a la llamada de
Dios a ser la Madre del Salvador; en su “sí” se mantiene firme de principio a fin, por toda la
eternidad, y por amor entrega todo a Jesús, pone su vida entera a disposición de la obra
salvadora de su Hijo Jesús, entrega hasta su dolor, porque, aunque sabía y creía que era
necesario que su Hijo padeciera para nuestra salvación, no le era fácil verlo sufrir sin evitar
sufrir Ella.

María es la madre del amor, Madre del Amor Encarnado: Jesús, nuestro Redentor. Ella nos
enseña, silenciosamente en esta advocación, que se puede tener fe en Dios frente a las
pruebas, al sufrimiento y las dificultades, que, a pesar de la existencia de la Cruz, el dolor
puede convertirse en esperanza de salvación. Normalmente se identifican 7 dolores de la
Virgen María, relacionados con 7 momentos difíciles que como Madre de Jesús afrontó; pero
nada como el dolor de ver a Jesús, su hijo, clavado en la cruz: Las palabras son insuficientes
para describir el dolor de María en ese momento, el dolor de la Madre no es poco, es
profundo, es sufriente, desgarra su corazón… Pero sin importar la magnitud del dolor, Ella
permanece firme, fiel a la voluntad de Dios.
Nos narra el Evangelio según San Juan 19, 25 que junto a la cruz de Jesús estaba su Madre;
fíjate en un detalle de este pasaje del Evangelio: San Juan no nos dice que María estaba “de
pie”, solo nos dice que estaba “junto a la cruz de Jesús”; es como si el Evangelista quisiera
decirnos en este detalle “Sí, Ella sufrió, no fue fácil para Ella ver a su Hijo en la Cruz, pero
allí estaba, fielmente unida a la Cruz de Jesús”. Por eso la Iglesia presenta habitualmente esta
escena en su predicación y en el arte sagrado con una Virgen María, dolorosa sí, pero de pie,
al lado de la cruz de Jesús.

Y tú, ante la cruz de Jesús ¿dónde estás? ¿Estás de pie junto a la cruz como María? Lo más
fácil siempre será huir y dejar la Cruz, pero es de cristianos valientes permanecer de pie junto
a la Cruz, junto a Jesús, uniendo mi sufrimiento al de mi Señor, cristianos dolorosos pero
firmes, como María. Humanamente esto es imposible y hasta absurdo, pero con Dios sí es
posible. Estas palabras de San Pablo nos dicen por qué: “llevamos este tesoro en recipientes
de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros.
Atribulados en todo, más no aplastados; perplejos, más no desesperados; perseguidos, más
no abandonados; derribados, más no aniquilados. Llevemos siempre en nuestros cuerpos
por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestro cuerpo” (2ª Corintios 4, 7-10).

El creer y seguir a Jesús no te promete que dejarás de sufrir y de tener problemas, pero
estando con Dios tu yugo será liviano, porque el Señor Jesucristo te ayudará a llevarlo, Él
lleva ya sobre sus hombros nuestras cargas y se entrega nuevamente ante el altar del Padre
como cordero por amor a nosotros; Él es el “varón de dolores” y junto a Él siempre fiel está
María, Nuestra Señora de los Dolores, acompañando y rogando por nuestras dificultades,
cargas, sufrimientos… acompañando a Jesús, siempre fiel en el Calvario, siempre firme junto
a la Cruz.

Finalizando estas líneas y después de todo lo que antes he escrito me pongo a pensar, de
dónde María sacó tremenda fortaleza para superar la prueba de la Cruz de Cristo y me vienen
a la mente dos cosas que pueden ayudarnos a nosotros a vivir el dolor de la fe: Primero, María
creyó, su dolor estaba sostenido por la fe en Dios que le había dicho desde el inicio por medio
del ángel “llena eres de gracia, el Señor está contigo”; Ella sabía que el Señor estaba siempre
con Ella y que la voluntad de Dios siempre es buena y perfecta, aunque no se entienda.
Segundo, me imagino a María mirando a Jesús Crucificado, cara a cara con el Hijo, cruzando
sus miradas de amor en un diálogo silencioso de madre con el hijo amado… Eso debe haber
fortalecido tanto a María, incluso para entender la encomienda que luego su propio hijo le
daría: “Mujer, allí tienes a tu hijo”; estar junto a la Cruz es mirar a Jesús y si lo miras con fe,
Él te fortalecerá, te consolará, te sostendrá. Solo cree, míralo, permanece firme. ¿Duele? Sí,
duele; ¿cuesta? Sí, cuesta, no es fácil. Pero “Allí tienes a tu Madre”.

“Dios te salve, María, llena eres de fe en el dolor; Jesús crucificado está contigo; digna
eres de ser llorada y compadecida entre todas las mujeres y digno es de ser llorado y
compadecido Jesús, fruto bendito de tu vientre. Santa María, Madre del Crucificado, ruega
por nosotros los crucificadores de tu Hijo, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.”

Artículo escrito por nuestro colaborador y católico con acción Ernesto Martínez

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