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Los exégetas modernos (y tras ellos, muchedumbre de teólogos) son muy dados al
arte de adelgazar lo que por los evangelios nos enteramos de Jesús. Tienen una obsesiva
adicción (o una adictiva obsesión) por bajarle de peso: que esto no lo dijo, que aquello sí
pero no como nos llega, que tal escena está armada y tal otra retocada… con el penoso
adicional, pobres, de percibir que de todos modos, con todas las dietas hechas, Cristo sigue
obeso.
Casi todos los derrapes teológicos (y digo “casi” por no ser apodíctico, pero tiendo
a creer que es sin el casi), surgen de este adelgazamiento, de esta erosión, de esta
relativización de las palabras y gestos del Señor anoticiados por los evangelios. Pues como
una cebolla que se empieza a pelar o una hilacha del sweater de la que se empieza a tirar,
cuando se quieren acordar, no queda cebolla sobre la tabla y el pullover entero devino en
madeja. Alcanza con empezar, despacito, a tironear del Cristo que no camina sobre las
aguas o no multiplicó los panes, o del Ángel de la Anunciación, o que no dijo exactamente
eso que nos avisa Lucas o Mateo… para que el hilo nos lleve derecho al centro del
laberinto donde ser devorados.
Sí. Los exégetas modernos, movidos por este impulso obsesivo, no cuentan ni con
domingos ni feriados: trabajan a destajo por bajarlo de peso a Nuestro Señor. No pueden
hallar reposo hasta no verlo reducido a un traslúcido fantasma. Quieren adelgazado hasta
tornarlo un exiguo y pálido espectro, sin ademanes concretos, sin gestos precisos, sin
timbre de voz, sin contundentes parlamentos, sin miradas penetrantes, sin llanto ni risa ni
estornudo… sin Carne. Para ellos es todo lenguaje, puro logos; Verbo pálido sin Sangre.
Están siempre, ante cada escena evangélica, afilando su cuchilla con la chaira, cual
hábito de carnicero, alistados para desgrasar la pieza puesta delante: que seguramente no
fue allí donde avisa el evangelista; ni fue probablemente a esa hora; ni estaban presentes
los que registra el texto; ni dijo exactamente lo que consigna el relato…
Ante la “Buena-Noticia” procuran que el primer término le vaya comiendo la orilla
al segundo… hasta devorarlo. Sin caer en la cuenta de que sin noticia no hay mordiente
para que lo bueno pueda hacer bien alguno.
Digan que el Señor no es revanchista; que si no, uno podría imaginar la vengativa
escena de uno de estos lustrosos exégetas presentándose en Juicio. Y que el alguacil avise:
Su Majestad, comparece ante este divino Tribunal, el señor Fulano de Tal. Y el Juez
Soberano, revolviendo papeles con notorio desconcierto, repita el nombre en tono
dubitativo… hasta decir: no, no, aquí no hay registro alguno de Fulano de Tal. ¿Está
seguro? Y el alguacil insistiera, hasta que nuestro Señor, como acordándose de golpe,
zanjara: ¡no, claro, ya sé de dónde la confusión! ¡Fulano de Tal jamás existió!, ¡no fue más
que un recurso literario! ¡Que pase el siguiente!
Pero volvamos a nuestro mundo sublunar. Donde crece el Reino, sin venganzas,
por la acción poderosa del amor.
Pues ante esta avanzada de los exégetas ocurre algo curioso. Más que curioso:
maravilloso.
Y es lo que les pasa a los amigos del Señor. A los muchos amigos que aún le
quedan. La mayoría de ellos ni saben que existe esta penosa enfermedad. Para todos ellos
los evangelios no precisan ser esmerilados ni abreviados, ni adelgazados ni reducidos.
Estos amigos del Señor padecen un “mal” muy inverso: viven disconformes con lo
apocado del testimonio apostólico. Que Marcos es escueto; que Mateo puede llegar a ser
lacónico; que Lucas, cuando empieza a mostrar y deleitar con un Cristo de doce años, salta
sin anestesia a los treinta del Jordán.
Los amigos del Señor están enfermos también, pero enfermos de amor.
Los de Belén, los de Egipto, los de Nazaret. Demanda pormenores. El amor vive de
las minucias del Amado. De si miró más así o más asá. Muere por un detalle sobre el
amigo de infancia o sobre cómo terminó lo del pescado asado a orillas del Tiberíades. Los
amigos del Señor no pugnan por un Jesús más flaco, con menos Carne, sino todo lo
contrario: batallan reclamando más noticia, más testimonio, más información. Los amigos
del Señor, insaciables, tampoco cuentan con domingos y feriados: buscan sin descanso el
Rostro vivo de Jesús y no se contentan con menos que el timbre exacto de su Voz.
Si sabemos por Juan que fue con ellos a las bodas de Caná, ¿cómo no presumir que
ha ido a docenas de otros casamientos, cumpleaños y fiestas? ¿Cuántas nazarenas se
habrán enamorado perdidamente del hijo de José? ¿Cuántos nazarenos habrán disfrutado
de la amistad franca, noble y viril del taciturno carpintero? ¿Pero cómo saberlo? ¿Cómo
acceder a esa data sin inventar? Los amigos del Señor saben de este cómo. Son expertos en
este cómo. Si los exégetas hacen cursos interminables para aprender a adelgazarlo, los
amigos del Señor, sin más ciencia que el amor, saben engordar los evangelios.
Saben que lo que los evangelistas recogieron es Palabra de Dios. Pero saben, a su
vez, que lo que éstos omitieron son también gestos y palabras del Verbo divino, y por eso,
Palabra de Dios. Y así se deleitan en Ellas.
Cuando el exégeta, con voz engolada, avisa que el texto no expresa con exactitud lo
ocurrido, el amigo del Señor responde: ¡claro que no! ¡lo acontecido fue eso y mucho más!
¡No mucho menos!
Ellos son los custodios de aquella inefable biblioteca de las que habla san Juan (Jn
21,25) donde están registradas todas y cada una de sus palabras y de sus gestos.
Desmesuradas bibliotecas que no entrarían en el mundo entero pero caben, holgadas, en el
ensanchado corazón del amigo de Jesús.
Diego de Jesús