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Los Discursos del Arte Contemporáneo Tema 2: Pero...¿sólo pintura?

Asiertxo

Tema 2: Pero...¿sólo pintura?

1. El “contenido” del paisaje: la ambición de un formato

Los enemigos de Napoleón se agitaban ya en muchos lugares. La pintura de paisaje, sobre todo en
Alemania, no será ajena a ello, aunque se tenga que mover en un difícil terreno teórico.

Por un lado, no estará exenta de la búsqueda de determinadas “raíces nacionales”, en parte como
respuesta a la “universalidad” (impuesta, para muchos, por la fuerza) de la Revolución Francesa, y
en parte también (como el caso alemán) como reflejo de los primeros pasos hacia una unificación.
Muchas de las obras de un pintor como Caspar David Friedich implican un fuerte sentimiento
nacionalista. En este sentido, Friedrich pintó obras tanto conmemorativas como de llamamiento a la
lucha antinapoleónica: en 1812, el Sepulcro de los antiguos héroes; la versión en 1813 de La cueva
con sepulcro en la que un cazador francés desalentado se dirige a una caverna con un sepulcro
alemán medio abierto; o, el más evidente, Coracero en el bosque, representando el inicio de la
decadencia de Napoleón con un soldado francés en marcha, solitario, al encuentro de lo que
podríamos considerar su destino; un bosque alemán de abetos que le engullirá sin permitirle
ninguna otra salida.

Seremos testigos del desarrollo de un pintura con una sólida base filosófica pero, al mismo tiempo,
cada vez más preocupada por su propio lenguaje; por ser, sobre todo, pintura. O así, al menos,
quisieron verla los pintores que iniciaron el movimiento moderno. Por eso, frente a la pintura de
historia, el gran tema del arte del siglo XIX fue un paisaje que pugnó incansablemente por ocupar
un puestos más “digno” en una jerarquía de géneros considerada ya, de alguna manera, caduca.
Será, desde luego, una asombrosa ambición que pretenderá hacer que el paisaje por sí mismo, sin
figuras, sin excusas narrativas, tuviera la significación de “la gran pintura”. Porque lo que ha
cambiado, desde luego, es el mismo concepto de “pintura de paisaje”.

Para los paisajistas, van a ser tan importantes los bocetos y estudios tomados en el exterior.
Estrictamente hablando, un boceto no es lo mismo que un estudio para una composición.
Generalmente los estudios se utilizan para aportar algo a un boceto más completo, que representa
una etapa posterior del proceso artístico. Además, los estudios conservan una cierta autonomía y
pueden llegar a ser independientes con respecto a un cuadro acabado. En el caso del paisaje, el
estudio y el boceto a menudo se pueden distinguir, siendo ambos producidos en exteriores y en un
solo lugar.

En la época del neoclasicismo, el problema de boceto y acabado surgió como consecuencia de la


polémica en torno a la “ética” de la estética. Para personas como David, un perfecto acabado
significaba integridad y trabajo honesto, mientras que la pincelada virtuosa era sinónimo de
embuste, negligencia y elegancia lisonjera. La aparición del paisaje planteó un desafío a esta visión
al destacar la necesidad de efectos especiales que no estuvieran sujetos a un escrupuloso acabado.

Al paisajista se le permitía más libertad en un cuadro final que al pintor histórico, y podía dejar
huellas de pinceladas para crear un efecto textural siempre que lo justificara el efecto general,
término que se refería a la disposición de luces y sombras que reflejaba las verdaderas condiciones
de iluminación. Aunque tanto los paisajistas como los pintores históricos hacían bocetos, estos
últimos pasaban más tiempo trabajando con la imaginación y en el estudio, mientras que los

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primeros trabajaban principalmente en exteriores, aunque no de un modo completo.

Está claro que, bajo estos presupuestos, la figura del paisajista trabajando sur le motif se convirtió
en una estampa familiar. Pero es un poco engañosa. El pintor no es todavía “sólo un ojo”, si es que
alguna vez llega a serlo. De hecho, dese los teóricos neoclásicos se había hecho un especial hincapié
en la importancia de sacar bocetos del natural, aunque nunca se pretendió que esos estudios fueran
fines en sí mismos, sino más bien memorandums para el artista que trabajaba en su estudio sobre
cuadros que representaban la naturaleza tal como era.

Los filósofos (idealistas) no serán ajenos a todo esto, pero su pensamiento tampoco dejará de
generar conflictos y contradicciones entre los propios pintores. Lo que ésta claro es que
francamente difícil encontrar, en todo el siglo XIX, un pintor que, de una manera u otra, no se haya
empeñado en subrayar la importancia también del contenido del paisaje.

El origen de todo esto, cómo no, está en el pensamiento de Kant y en sus propios límites, muy
precisamente definidos por la prohibición teórica en la Crítica de la Razón Pura de dar sentido
objetivo, y así posibilidad de protagonismo histórico, a la acción libre del sujeto. Pero la verdad es
que no estaban los tiempos para que la libertad aceptara sus propios límites y menos que ninguno
aquéllos que pretenden cerrar su operatividad en el mundo. El mismo Kant los traspasa publicando
en 1790 La Crítica del Juicio y, en ella, un intrigante análisis de la creatividad artística que, según
entendemos, consiste precisamente en eso: en la “transformación” del mundo natural, en el que la
libertad es imposible (porque todo acontecimiento está inmerso y es resultado de la cadena de sus
condiciones), en un mundo artificial, generado a priori por el genio (importante concepto con
numerosas secuelas) que de este modo da a la naturaleza una nueva vida que procede de su libertad.

El Idealismo absoluto será, en esta línea, la continuidad lógica del ímpetu que mueve su filosofía,
sobre todo si acudimos a la Doctrina de la Ciencia de Fitche.

Para Fitche, realista es el que su consideración del mundo, y más concretamente en la valoración de
las posibilidades de su acción, pesan más las condiciones objetivas que las subjetivas, la fuerza de
las cosas que el ímpetu de la propia libertad. “Las cosas son como son”, sería su lema.

Tras la reanudación de las hostilidades entre Francia e Inglaterra en mayo de 1803, hubo un periodo
de guerra prácticamente ininterrumpida entre ambas potencias hasta Waterloo. En los dos países la
población pobre urbana y rural sufrió el impacto de estas campañas. El sistema de impuestos
directos del gobierno inglés, destinados a financiar la guerra, exprimió a las ya empobrecidas gentes
de pueblos y ciudades, y las estrecheces derivadas del bloqueo continental empujaron a las clases
trabajadoras a asaltar almacenes de alimentos y a destrozar la maquinaria de las fábricas. El arte y
las letras inglesas expresaron el desgarro de estos años de forma un tanto escapista, trasladando con
frecuencia a la vida rural y el paisaje los temores y angustias del momento.

Los patrones ingleses de Constable eran la nobleza provinciana y sus suplicantes profesionales,
cuya visión del mundo estaba determinada por la explotación y protección de la propiedad. En
resumen, al igual que el mismo Constable, eran tories rurales que proclamaban las ventajas del
campo sobre la vida urbana y que veían en sus granjas o propiedades el ideal de armonía social y
estabilidad. Constable trabajó para esta clase no sólo en su país, sino también en el extranjero a
partir de 1815.

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Los lienzos que Constable expuso en la Real Academia de Londres en 1819, y que dieron el
espaldarazo definitivo a su arte, pueden leerse en este sentido. Estampa del río Stour, Paisaje
mediodía (El carro de heno), Barco pasando de una esclusa y Paisaje (Caballo saltando), son
todos el escenario modesto y monótono de su niñez convertido en temas para cuadros de gran
tamaño. Su actuación en este sentido es, desde luego, literaria, casi poética. La visión de la
naturaleza de su niñez había quedado grabada en la memoria de Constable de un modo tan brillante
que se constituyó en su principal fuente de inspiración adquiriendo con el tiempo una virtud
renovadora.

En sus cuadros, el pintor no solamente intentó recuperar la esencia original de su visión, sino
también, reexaminándola a la luz de la experiencia madura, intentó emplearla como piedra de toque
con la que contrastar las experiencias posteriores sobre la naturaleza y el arte. Es, ni más ni menos,
la expresión de una idea que está detrás de The Prelude y que se puede resumir pensando que
precisamente en la intuición de la armonía del universo que tiene el niño encontramos un claro
indicio de que tal armonía existe. La visión de armonía universal de Constable nace de un paisaje
que los hombres contribuyen a configurar y del que se benefician tanto material como
espiritualmente, y la mayor parte de sus cuadros son equivalentes pictóricos de lo que Wordsworth
llamó “puntos del tiempo”, momentos de la niñez a los que el artista vuelve con la mirada
cambiante de un mundo que también estaba cambiando.

No todos los estudiosos están de acuerdo en proceder a una lectura romántica de Constable y, de
hecho, en nuestros días, a muchas personas el pintor inglés les puede parecer el menos subversivo
de todos los artistas románticos quizás porque, a primera vista, sus cuadros se acercan
excesivamente a la idea de “lo pintoresco”. Constable no dudó en renunciar a la tradicional (casi
paradigmática) estructura pictórica de Claudio de Lorena, con su bastidores colocados con esmero y
la insinuación de un fragmento de naturaleza aislado del resto del mundo. Reveladoramente en casi
todas sus obras se insinúan los comienzos de nuevas composiciones: junto al borde hay casi siempre
algún objeto de interés, y las formaciones nubosas, que representaba íntegras en su bocetos, solía
cortarlas luego en los cuadros acabados. El incómodo desasosiego que podía crear esta sutil ruptura
con la estructura clásica de Claudio de Lorena se veía sabiamente contrapesada por la armonía de
color.

Pero las cosas no son tan sencillas. Hasta tal punto el Idealismo no es en absoluto negación de la
naturaleza exterior que, de hecho, precisa de esa naturaleza exterior que, de hecho, precisa de esa
naturaleza como límite frente al que afirmarse en concreto. Y entonces son la inquietud, el miedo, la
sensación de abandono el verdadero camino hacia nosotros mismos. Cuando, entre 1808 y 1809,
Friedrich pinta su Monje contemplando el mar no hace sino confirmar esta nueva visión del paisaje
y, con él, de la naturaleza.

Y desde aquí, lejos de Constable, la naturaleza se presenta desde dos aspectos distintos pero
complementarios: por un lado, una naturaleza saturniana, alejada, inalcanzable, suavemente
inmóvil, perdida siempre para el hombre y reflejada impecablemente en el paisaje pacífico, distante
e inasequible hasta la desesperación de Friedrich; por otro, una naturaleza jupiterina, como el gran
poder destructivo, como el Infinito negativo que, con brutal convulsión se abate sobre el hombre
haciendo imposible cualquier intento de unificación.

Caspar David Friedrich fue un artista reservado y solitario, habitante de un mundo privado creado
por él mismo (y volvemos a juguetear con la idea de “genio”). Su objetivo era elevar el paisaje “a

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una potencia más alta”, por usar la metáfora matemática de Novalis, pero, aunque la mayor parte de
sus cuadros representan paisajes imaginarios, admiten también una lectura literal que viera en ellos
simple topografía. Todos son por completo creíbles y, al mismo tiempo, poseen una cualidad
ambivalente, casi alucinatoria. Intentar leer en sus cuadros un código esotérico de símbolos tan
fáciles de entender como la cruz de la fe, el ancla de la esperanza o la barca del tiempo de la vida,
sería falsear no sólo su arte, sino también todo su sentido religioso. Es erróneo buscar en su obra
una relación biunívoca directa entre las ideas y elementos figurativos tales como las plantas, los
abetos perennes o las hiedras. Para él, como para Runge, toda la Naturaleza constituía el lenguaje
jeroglífico de Dios.

Sus cuadros deben su extraordinaria fuerza menos a los símbolos que a su enorme sutileza visual, a
esa extraña e intensa polaridad de la proximidad y la distancia, del detalle preciso y el aura sublime.
Por ejemplo, el punto de vista del cuadro rara vez es de un naturalista con los pies en el suelo. Lo
normal es que el espectador sorprendido se encuentre suspendido en el aire gracias a que el pintor
unas veces ha suprimido directamente el primer plano, y otras, a pesar de haberlo pintado con gran
detalle, abre sin rodeos un inconmensurable abismo entre él y un horizonte distante, casi visionario,
atormentadamente fuera de su alcance. Y además están las figuras. En muchos de sus cuadros la
estructura iconográfica es común: en primer plano alguna o algunas figuras humanas, siempre
dando la espalda al espectador, induciéndole a asumir en la propia mirada un modo de
contemplación vivido en el interior del cuadro.

Su arte, está claro, es un arte de pura idea, de pura emoción desvinculada de la sensibilidad propia
de la tradición europea. Su desprecio por la técnica y el virtuosismo mecánico no debe interpretarse
como una carencia, sino más bien como un acto deliberado.

El cuadro más famoso de Friedrich es la Cruz en la montaña. Aunque a primera vista pudiera
confundirse con un ejercicio en la tradición de las perspectivas sublimes del siglo XVIII, y aunque
todo esté representado con meticulosa fidelidad a la naturaleza, el cuadro transmite con fuerza una
sensación de quietud ensimismada, una tranquilidad sobrenatural casi alucinante. Friedrich lo pintó
sin habérselo encargado nadie, pero poco después le convencieron para que lo vendiera para la
capilla privada del castillo de Tetschen. En él, el pintor abate radicalmente la estructura paisajística
del siglo XVIII al eliminar el primer plano y presentar el panorama como si el espectador estuviera
suspendido en el aire. Pero no sólo eso. El marco continúa simbólicamente la idea del cuadro. A
ambos lados se eleva una columna gótica de la cual salen ramas de palma para formar un arco
ojival; de las ramas surgen las cabezas y las alas de cinco angelitos que contemplan la escena con
adoración. Justo encima de la cabeza del angelito central brilla la Estrella Vespertina, la que guió a
los Reyes Magos hasta el portal. Abajo, el Ojo que todo lo ve de Dios se haya encerrado en un
triángulo de cuyo centro parten los rayos de la Luz Divina.

Von Ramdohr publicara una extensa crítica de la obra poniendo sobre el tapete su más importante
problemática, no exenta de política. Cuestionaba el uso del paisaje para expresar una idea religiosa
específica y creía que la manipulación que había hecho Friedrich de la naturaleza era incompatible
con la verdadera piedad, pero sobre todo identificaba el cuadro claramente con la filosofía de la
escuela de Jena y con aquellos filósofos, poetas y artistas que se alimentaron de las ideas de Fichte
y Schelling. Evidentemente, la reacción de Ramdohr tenía una alta dosis de posicionamiento
político, lo que demuestra que el cuadro tampoco era neutral.

En Inglaterra, Jospeh-Mallord-William Turner, secundado por la incomparable elocuencia de John

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Ruskin, esta acaparando toda la atención y los críticos más conservadores ya estaban manifestando
su franco espanto ante sus obras. De hecho, durante todo el periodo napoleónico, Turner produjo
una serie de cuadros basados en temas catastróficos.

En 1799, Turner fue elegido miembro de la Real Academia y por estas fechas, frente al artista
oficial (que ejecutaba obras en la vena wordworthiana), empezó a surgir otro creador original y
subterráneo. Son cuadros de su propia cosecha hechos de manchas coloreadas y de huellas
luminosas en los que nuestro siglo ha querido descubrir fulgurantes premoniciones de la
modernidad. De hecho, tres cuartas partes de la producción de este pintor no fue expuesta en su
época; muchos de ellos ni siquiera tuvieron bastidores ni fueron vistos por ningún otro ser humano
hasta pasados más de 50 años de su muerte.

Pero otros sí se mostraron al público. Una parte de la obra más innovadora y atrevida del pintor fue
expuesta en la Real Academia o en su taller. Cuando en 1810, por ejemplo, sacó a la luz su Caída
de un alud en los Grisones, el escándalo estuvo servido. La acción se concentra en una enorme
piedra que está a punto de aplastar una pequeña choza que hay abajo.

Su primera gran obra maestra, Tempestad de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes,
comunica, con mayor intensidad aún, la misma experiencia: una turbadora intuición de la futilidad
del heroísmo lo mismo ante la historia que ante la naturaleza. Es la tantas veces utilizada
composición en espiral del pintor, cuyo movimiento envuelve todos los elementos del cuadro. Y es
que Turner fue además el primer artista que reparó en que el color podía hablarnos directa e
independientemente de la forma y del tema principal. Le llegó a obsesionar tanto el color que puso
todo su empeño en estudiar los efectos e incluso la teoría y, aunque fue probablemente el menos
analítico de los hombres, intentó centrar su desorganizada pero poderosa mente en el problema de la
combinación del color.

Es obvio que existe un conflicto entre Constable y Friedrich, quizás también con Turner. Y la clave
vuelve a estar en Fichte. Porque algo tiene Fichte de patrón filosófico de los ingenieros, ya que
darle a la naturaleza la forma de la libertad es lo que la hace técnica. Las piedras son cosas, están
condicionadas por el acontecer geológico. Y fue así hasta que un día a alguien se le ocurrió tomar
una piedra y hacer algo con ella, como por ejemplo, tallar otra piedra. En ese momento, la
naturaleza dejó de ser lo que era. Insisto, desde fuera del curso natural de las cosas, algo que
actuaba desde sí mismo dijo frente a la totalidad de ese curso: “así no, sino así”, es decir, “como yo
quiero”.

Esta inversión de la naturaleza de límite a medio es la que realiza el trabajo, este trabajo cuyo
resultado aparece constantemente en la obra de Constable y que es el progreso. Ese progreso es
técnico, por un lado, pero es sobre todo, para Fichte, un progreso de libertad. Mediante él, el
hombre es cada vez menos esclavo de la naturaleza y cada vez más su señor. No hay más que ver
los paisajes de Constable. Por todos lados son visibles las huellas del trabajo y el paisaje se ha
convertido en el resultado de la historia humana: en sus puentes y caminos, en sus esclusas,
pantanos y campanarios.

Desde el punto de vista del Idealismo subjetivo la naturaleza tenía que ser transformada por el
trabajo, pero ahora es al revés: la conciencia particular (la de todos esos personajes que Friedrich
pinta mirando el paisaje en nuestro lugar) es el medio por el que la naturaleza despliega su esencial
carácter espiritual y alcanza su plenitud.

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Lejos de esto, Turner prefiere estar inmenso en la naturaleza destructiva, ciega, poderosa,
probablemente porque le permite desplegar lo mejor de su pintura. Y será él, sobre todo él, gracias a
las dos obras que presentó en París en la Exposición de 1824, una de las fuentes de toda la Escuela
de Barbizon.

2. Los últimos revolucionarios franceses

Lógicamente, al idealismo alemán iban a responder, casi de manera inmediata, las primeras ideas
socialistas fraguadas en una Francia que estaba plagando el siglo de revoluciones. Y los pintores
volverán a tomar posiciones.

La influencia del socialismo sobre las artes sólo se hizo sentir de un modo evidente después de las
guerras napoleónicas, aunque las simientes se encontraron sobre todo en la Revolución Francesa.
Tras la caída de Napoleón varios acontecimientos estimularon el desarrollo del radicalismo y, entre
ellos, la descontrolada Revolución Industrial no fue un problema menor al provocar diferentes crisis
económicas.

Eugêne Delacroix presentará en el Salón uno de sus cuadros más famosos, La Libertad guiando al
pueblo, referido, naturalmente, a la reciente revolución. Aunque, desde luego, el centro de interés es
la historia contemporánea, el pintor no puede evitar dar un carácter alegórico a todas las figuras. El
propio Delacroix definió su cuadro como “un lienzo alegórico sobre los sucesos de julio”: la gran
máquina de la revolución avanzando imparable. Está claro que el hecho histórico es reducido, una
vez más, a mito. Pintores como Courbet sabrán cambiar este tipo de representación.

El reinado de Luis Felipe de Orleáns, sin embargo, no mejoró en absoluto las cosas. Los radicales
franceses, convencidos de que habían sido traicionados, volvieron a oponerse al sistema establecido
con una violencia tan creciente que acabó derivando en otra revolución tan sólo 18 años más tarde.
La Revolución de 1848 representó en realidad la primera gran confrontación de intereses entre la
clase trabajadora y la burguesía, porque fue la primera revolución auténticamente proletaria que
además se propagó como un seísmo a la mayor parte de los países de Europa. En este momento
aparece ya de una forma nítida una idea que se venía forjando desde 1830: la idea de un arte que
debe tomar conciencia de su misión social y que acabará fundiéndose en lo que se ha conocido
como la Escuela Realista con Gustave Courbet como máximo, pero no único, representante.

El Realismo es un movimiento científico, naturalista, anticlásico, antirromántico, antiacadémico,


pero, sobre todo, progresista y social. No cree en la belleza única, ni en lo sublime, ni en los
modelos clásicos. Su única fuente, en principio al menos, ha de ser la directa observación del
natural porque el artista tiene una misión concreta que cumplir: copiar las costumbres y usos de la
sociedad para poder reformarlos, preferentemente los de las clases mas humildes. Sin embargo, por
muy importante que pueda parecer, la fidelidad a la realidad visual constituyó tan sólo un aspecto
del programa realista y sería erróneo basar nuestra compresión de un movimiento tan complejo sólo
en el rasgo de su verosimilitud.

Como señala Drew Egbert, Courbet no era un marxista y sus opiniones sociales fueron, en
principio, las de su amigo Pierre Joseph Proudhon. La amistad de Proudhon con Courbet estimuló
su propio interés por el arte y, a su vez, el interés de Courbet por la importancia social del arte. En
1863, Courbet pidió a Proudhon que escribiera un breve ensayo exponiendo la base teórica de uno
de sus cuadros, Le Retour de la Conference, que había sido recientemente rechazado por el Salón.

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Aunque Proudhon intentó inicialmente que este ensayo tuviera sólo cuatro páginas, se interesó tanto
por el tema que lo amplió hasta un libro completo, Del principio del arte y su destino social, uno de
los primeros estudios dedicados íntegramente a la importancia social del arte. Sin embargo, Courbet
fue capaz de contestar a Proudhon con una devastadora crítica de doce páginas enviada en una carta
arrugada y manchada.

Un artista, claro está, como señala Linda Nochlin, no se hacía realista por pintar un campesino con
una azada o una pastora con un cordero; su compromiso debía ser más profundo: decir toda la
verdad, y esta exigencia se convirtió en un imperativo moral tanto epistemológico como estético.
Será Courbet el que satisfaga de un modo aceptable esta demanda.

1848 será el punto de inflexión decisivo. La propia Revolución hace que los jurados sean más
comprensivos y admiten sin dificultad los seis cuadros enviados por Courbet, pero, en boca de su
primer defensor, el siempre interesado Champfleury el pintor empieza a existir en 1849 con
Sobremesa en Ornans y, un poco más tarde, con el desaparecido Los picapedreros y el más que
famoso Entierro en Ornans.

En el Entierro de Ornans. Como han señalado Rosen y Zerner, no hay nada anecdótico: no sabemos
con certeza a quien están enterrando pero nuestra comprensión del cuadro tampoco sería un ápice
mejor si pudiéramos enterarnos. El espectador está por completo ocupado con la agresiva presencia
de los personajes, la cual corre pareja a la agresiva presencia del cuadro. Se trata de una escena de
género elevada a la dignidad de la pintura de historia. Lo cierto es que Courbet pidió a muchos
lugareños que posaran para él antes de agruparlos a todos en el lienzo y cada uno de ellos está tan
individualizado que sentimos una confrontación totalmente auténtica y directa con toda la plana de
personajes que componen la pequeña comunidad de Ornans. La genialidad de Courbet reside aquí,
entre otras cosas, en la firmeza de su visión, que se niega a idealizar, componer o ennoblecer la
escena de acuerdo con los convencionalismos ya conocidos. Tan insistentemente tradicional es el
Entierro de Ornans que la composición de las figuras casi parece una anticomposición en la que
sentimos que los extremos del cuadro cortan arbitrariamente la procesión de los acompañantes. La
clave está en la inspiración que Courbet tuvo en la imaginería popular, concretamente en la
imágenes de Los escalones de la vida.

Pero el cuadro ha sido construido con meticulosidad. Las formas repetitivas del arte popular se han
revitalizado y reorganizado. Si lo estudiamos nos damos cuenta de cómo ha quebrado y dado la
vuelta a la larga hilera de cabezas, acumulado el negro en racimos densos y convertido el área del
blanco en un intermedio más eficaz para la composición del conjunto; cómo ha dejado entre el
crucifijo y el incensario, o entre el sacerdote y el enterrador, el suficiente espacio para que los
diferentes grupos resalten.

Unos grupos que, además han pensado muy detenidamente: aunque las figuras parezcan
desordenadas están, sin embargo, ordenadas con la mayor sutileza, en una estructura poco precisa
pero penetrante, que reserva el tercio izquierdo al clero, el tercio central a las figuras laicas
importantes y el tercio derecho a un coro de afligidas mujeres y niños. El conjunto forma un trío
visual que refleja la realidad social y que presta un ritmo solemne y ondulante a las figuras que se
abren paso alrededor de la tumba.

Cuando empezamos a preguntarnos por el sentido de la pintura es cuando nos encontramos


dificultades. No hay un foco único que atraiga la mirada del espectador, no existe un clímax hacia el

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que se vuelvan las forma y la caras, y, lo que es mas, el cuadro no está precisamente organizado
alrededor del acto sagrado en sí. Lo que ofendía a todo el mundo era precisamente esa falta de
significado, la manera en que el cuadro parecía ocultar su intención y contener tantas
contradicciones, la capacidad del pintor de incluir tantos elementos dispares, su sangre fría, su
exactitud y su crueldad.

El caso de Jean-François Millet es completamente distinto. Los temas de algunas de sus obras más
conseguidas, es cierto, son intensamente románticos, pero su proceder en cuanto al tratamiento de la
figura humana se refiere, es típicamente clásico. Los campesinos se habían convertido en una
temática artística muy popular, pero su peligrosa y latente fuerza como grupo social se había
minimizado con el fin de dar cabida a unas interpretaciones más árcadicas que evocaban un mundo
nostálgico de sencillez e inocencia.

Los primeros trabajos de Millet suelen seguir esta línea pero, poco antes de 1848, algo cambió. En
1849 el pintor partió hacia el Bosque de Barbizon, donde habría de permanecer hasta su muerte, y
allí nació la versión definitiva de Las espigadoras.

Se requiere un considerable conocimiento histórico para entender exactamente el significado de este


cuadro. Aunque a primera vista pueda evocar la idílica armonía de las mujeres de la granja
espigando la cosecha, constituye también una denuncia de las jerarquías económicas que, en la
década de 1850, comenzaban rápidamente a establecerse entre las clases campesinas. Las tres
espigadoras en primer término pertenecen al nivel más bajo de la sociedad campesina, son aquellos
a los que se permite recoger los escasos restos que quedaban en los campos un vez que los ricos han
terminado la cosecha, el equivalente rural de los mendigos urbanos. Sin embargo, Millet transforma
esta escena de un trabajo y de una pobreza terribles, en una imagen de nobleza épica. La razón la
encontramos en la composición: dos de las espigadoras se inclinan sobre las míseras sobras con una
cierta simetría en sus posturas, mientras la tercera, con la espalda arqueada todavía, comienza a
levantarse hacia el horizonte, aunque permanezca bajo él, como arraigada para siempre en la tierra.
Lo importante es la dignidad pictórica que, por diversos medios, Millet decidió otorgarle a la
población rural más pobre de Francia.

Como estamos viendo a través de la complicada construcción de las obras de Courbet y de Millet
(la fuente popular en el primer caso y la clásica en el segundo), la noción según la cual el Realismo
es un mero simulacro o espejo de la realidad visual constituye un obstáculo más en el camino de su
comprensión como fenómeno histórico y estilístico. Como en el caso de Goya, los “testigos” están
demasiados limpios, ajenos a lo que realmente pasa, sorprendentemente pasivos ante los tumultos
callejeros del 48.

Con todas sus preocupaciones políticas y sociales, el Realismo no fue un mero espejo de la realidad,
aunque aparente lo contrario. Es más, uno de los principales avances de los realistas podría
producirse en el campo contrario, tal y como se ha preocupado de demostrar Rosen y Zerner en su
empeño por incluir este movimiento en la gran narrativa del arte moderno.

Courbet no tiene una única estrategia. En El origen del mundo no duda en llevar el Realismo (o lo
que se había definido como Realismo) a sus últimas consecuencias. Este cuadro fuerte y
tremendamente audaz, proyecta una luz más que saludable sobre la propia historia de la pintura, o
mejor, sobre el vacío dejado por todos los desnudos pintados antes de él. Efectivamente, como dijo
Proudhon, “nada es impresentable” aunque sí puede presentar una larga historia de invisibilidades.

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En sus Tres ensayos sobre la Teoría de la Sexualidad, Freud sostiene: “La ocultación progresiva del
cuerpo que se ha producido a lo largo de la civilización, mantiene despierta la curiosidad sexual
[algo que no caerá en saco roto para Foucault]. “Esta curiosidad trata de completar el objeto sexual
revelando sus partes escondidas. No obstante, puede ser desviada (sublimada) hacia el arte si su
interés puede ser desplazado de los genitales a la forma del cuerpo como todo”. Lo que supone
“desplazamiento” realmente indecoroso. Courbet es más honesto.

“A veces”, dice Rosalind Krauss, “nos contábamos historias de Duchamp”. De ese Duchamp que
arrugaba la nariz ante el arte abstracto porque apelaba a la retina y no a la “materia gris”. Pero no es
tan fácil. En las instrucciones que dejó para la instalación (póstuma) de Étant Donnés, una obra en
la que había trabajado desde 1946 hasta el momento de su muerte, Duchamp habla constantemente
del espectador, pero le llama voyeur. Estamos pues ante una obra en la que hacer la idea el destino
de la visión resulta algo extraño. Porque ser descubierto mirando por los agujeros de la puerta de
Étant Donnés para ver una revisión del cuadro de Courbet, significa ser descubierto como cuerpo.
Sartre ronda alrededor de todo esto. Cuando comprender una obra de arte ya no es una revelación
inmediata y holística (como hubiera deseado Greenberg), la trayectoria de la mirada empieza a
surcar las dimensiones reales y el espectador descubre que tiene un cuerpo que es soporte de esa
mirada, un cuerpo cargado de sí mismo. El cuerpo de un voyeur, situado frente a los agujeros de la
puerta de Duchamp, quitando el lienzo de Masson ante El origen del mundo, penetrando el velo,
concentrando toda su atención y haciendo que su mirada converja en la exhibición que le aguarda.
Nada rompe el circuito, nada impide que el deseo sea satisfecho. Imposible no ver. Porque lo que a
Duchamp le disgusta de los “modernos” es la detención del proceso analítico en la retina, su
conversión en una especie de centro de acciones autosuficiente y autónomo, sin deseos.

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