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De safari con Wittgenstein, Quine y Davidson

Hans-Johann Glock

Un rasgo sorprendente de la filosofía analítica contemporánea es


su preocupación por escenarios antropológicos exóticos, historias en las
cuales nos encontramos con una tribu completamente aislada y extraña
y tratamos de entender su lenguaje y sus actividades. La fuente más
importante de este interés es la discusión de Quine de la traducción
radical, que fue continuada por su más eminente seguidor Davidson,
bajo el rótulo de interpretación radical. La traducción/interpretación
radical es interpretación desde el inicio, el intento de entender las
acciones y proferencias de una comunidad completamente desconocida
sin el beneficio de ninguna previa familiaridad1. Tanto Quine como
Davidson usan la idea de tales encuentros antropológicos como
recursos heurísticos. Su propósito es asegurar que nos aproximamos al
comportamiento lingüístico y al problema del significado desde una
perspectiva que ellos consideran la apropiada. La expedición a la jungla
es una campaña en apoyo de una antropología filosófica, una
explicación filosófica del lenguaje y del comportamiento humano en
general. En Quine, e incluso recientemente en Davidson, esta función
heurística está ligada a la idea que la “traducción radical comienza en
casa”: toda comprensión lingüística está basada en la traducción
radical, y tenemos que interpretar incluso nuestras propias
proferencias. En otra parte he argumentado que esto es un error2.
Desde mi punto de vista, está relacionado con un error que Wittgenstein
señaló en IF §§ 198-202, a saber, el de suponer que, puesto que
siempre puede ser necesario interpretar una regla, todo seguimiento de
reglas debe suponer interpretación.

1
Un punto terminológico: en la literatura “traducción radical” e “interpretación
radical” son a veces usados para denotar, respectivamente, los métodos
quineanos y davidsonianos de traducción. No sigo este uso, sino que más bien
empleo “traducción radical” para referirme a la traducción o interpretación
desde el inicio, con el objeto de resaltar los diferentes enfoques para esta tarea
adoptados por nuestros tres protagonistas.
2 “The Indispensability of Translation in Quine and Davidson”, Philosophical

Quarterly, 43 (1993); ver también M. Alvarez, “Radical Interpretation and


Semantic Nihilism: Reply to Glock”, Philosophical Quarterly, 44 (1944), y mi “A
Radical Interpretation of Davidson: Reply to Alvarez”, Philosophical Quarterly,
45 (1995).
Negar que siempre nos involucramos en una traducción radical
cuando nos comunicamos no es rechazar la aproximación de Quine y
Davidson respecto a casos genuinos de traducción radical. Más aún, la
consideración de la traducción radical puede tener un rol heurístico en
una antropología filosófica precisamente porque es un caso especial. De
cualquier manera, esa era la visión de Wittgenstein, cuyas
observaciones sobre las prácticas exóticas y las formas de vida
alternativas son la fuente secundaria importante del debate analítico.
Antes de Quine, Wittgenstein discutió, aunque muy brevemente, el
“punto de vista etnológico” o “el método antropológico” que adoptamos
cuando queremos entender una comunidad extraña (real o posible)3.
Como Quine y Davidson, Wittgenstein pensó que podemos aprender
algo acerca de la comprensión investigando la cuestión de si y cómo es
posible la traducción radical, y algo acerca del concepto de lenguaje
investigando la cuestión de si hay requerimientos mínimos que una
forma de comportamiento lingüístico deba satisfacer para ser inteligible
para nosotros.

En este capítulo argumentaré que aunque Quine y Davidson


proporcionan importantes ideas sobre la traducción radical, su
concepción integral de ella es defectuosa, y tendría que ser corregida
tomando como referencia la contribución de Wittgenstein. Comienzo
argumentando que la traducción quineana no puede ni siquiera
alcanzar los escasos resultados que permite sin apoyarse tácitamente
en presupuestos hermenéuticos y métodos que explícitamente
cuestiona en sus argumentos a favor de la indeterminación. La segunda
sección del capítulo indica cómo la concepción de Davidson de la
interpretación radical se aparta de Quine, pero lo critica manteniendo la
idea que la traducción radical es una cuestión de construir una teoría
sobre las bases de evidencia no semántica. Mientras las primeras dos
secciones emplean ideas wittgensteineanas para desafiar a Quine y a
Davidson, la sección final desarrolla la propia alternativa de
Wittgenstein. Concluye bosquejando muy brevemente las consecuencias
que tienen concepciones conflictivas de la traducción radical para el
tópico del relativismo conceptual.

Quine: la indeterminación de la traducción radical

3CV 37; “Some Developments in Wittgenstein´s View of Ethics”, Philosophical


Review, 74 (1965), 25.
La discusión de Quine de la traducción radical se propone proveer
una teoría científica que explica cómo un “input magro” de estimulación
sensorial da lugar a un “output torrencial” de teorización verbal
estructurada. De acuerdo a Quine, los seres humanos deben verse
como cajas negras cuyas “disposiciones al comportamiento verbal” son
desencadenadas por estímulos externos – “irritaciones físicas de la
superficie sensorial del sujeto” (ORE 83; PO 207, 235). El
comportamiento verbal no debe ser descripto en términos de
significados, o como correcto o incorrecto, sino sólo en términos de
regularidades estadísticas que se dan entre movimientos, sonidos y el
entorno. Este conductismo reduccionista es bosquejado en el capítulo 1
de Palabra y Objeto, que da el transfondo esencial para la célebre
discusión de la traducción radical en el capítulo 2. La discusión sobre la
traducción radical sirve como un experimento mental que describe al
lenguaje en términos puramente extensionales y conductistas. La única
evidencia para la traducción radical que Quine admite es a qué
oraciones asienten o disienten los nativos en qué circunstancias. El
problema central que él plantea es: “¿a cuánto lenguaje puede dársele
sentido en términos de condiciones estimulativas?” (PO, 26; ver también
PTb, 37, 48).

La respuesta de Quine es: muy poco. Más allá de ciertos límites,


la traducción de un lenguaje completamente extraño es
“indeterminada”. Hay “manuales de traducción” mutuamente
incompatibles (PO 27-8), diferentes maneras de correlacionar oraciones
nativas con las propias, todas las cuales se adecuan a los hechos acerca
del comportamiento lingüístico de los nativos igualmente bien. Lo que
podemos establecer, de acuerdo a Quine, es (PO 68):

(1) El “significado estimulativo” de las “oraciones observacionales”.


Esto significa que podemos determinar las circunstancias
(conjunto de estimulaciones) bajo las cuales los nativos
asienten a preferencias simples como “esto es rojo”, que
reportan rasgos observables del mundo externo (PO 31-4, 41-
4):

(2) Si una oración nativa es “estimulativamente analítica”, es


decir, es aceptada bajo cualesquiera circunstancias,
cualquiera sea la estimulación (PO 55, 66);

(3) Si dos oraciones nativas son “estimulativamente sinónimas”,


es decir, afirmadas bajo las mismas circunstancias por todos
los hablantes (PO 46-7);
(4) Cuáles expresiones nativas con las conectivas veritativo-
funcionales (PO 57-8).

Para ir más lejos necesitamos más que una descripción de la


lengua nativa en términos de estímulos y respuesta. Necesitamos
también el famoso “principio de caridad”. De acuerdo a este principio,
nuestros manuales de traducción tendrían que minimizar la adscripción
de falsas creencias, especialmente respecto a oraciones observacionales
y conectivas lógicas. Porque, argumenta Quine, es “menos probable”
que los sujetos interpretados tengan creencias obviamente estúpidas,
tales como contradicciones, que el que nuestra traducción esté
equivocada (PO 59).

Incluso con el apoyo del principio de caridad, sin embargo, la


traducción permanece indeterminada en muchos aspectos (ORE 67). El
primero de ellos resulta del holismo semántico (PO § 9). Lo que tiene un
contenido empírico especificable, y por lo tanto un significado
estimulativo especificable, no es una oración individual, sino el
“lenguaje” o la “teoría” como un todo. El holismo semántico tiene
sorprendentes consecuencias para la traducción radical. Podemos
establecer qué oraciones del lenguaje nativo son estimulativamente
sinónimas, pero no podemos traducir unívocamente estas oraciones en
nuestro lenguaje. Porque podemos traducir una oración dada de
manera diferente por medio de ajustes compensatorios en la traducción
de otras oraciones nativas. Por lo tanto, hay maneras mutuamente
incompatibles de emparejar oraciones individuales que sean
compatibles con la conducta de los nativos igualmente bien.

Una segunda dimensión de la indeterminación es la


“inescrutabilidad de la referencia” (PO §12). Incluso si pudiéramos
asignar un significado objetivo a las oraciones nativas, no podríamos
establecer los referentes de los términos que aparecen en estas
oraciones, puesto que dependería de cómo traducimos ciertas otras
expresiones nativas. Asumamos que hemos establecido que el
significado estimulativo de la oración nativa “gavagai” es idéntico con el
de nuestra oración “Hay un conejo”. Sin embargo, sigue siendo
imposible decir cuál es la extensión de “gavagai”, si refiere a un conejo,
o a una parte no separada de conejo, o a algo más. No podemos incluso
decir si es un término general concreto o un término singular abstracto
que refiere, por ejemplo, a un universal recurrente, por ejemplo, la
conejidad. Porque la única manera de remover estas incertidumbres es
formularse preguntas en el lenguaje nativo como “¿es lo mismo gavagai
que eso?”. Pero eso presupone una previa traducción del “aparato de
individuación”, expresiones como “lo mismo”, artículos, pronombres,
etc. Una vez más, hay diferentes maneras de construir los datos
conductuales de manera global.

La dimensión final es la “relatividad ontológica”. Entender un


lenguaje –determinar sus significados y compromisos ontológicos, es
dudosamente relativo: no sólo uno de muchos posibles manuales de
traducción, sino también la elección de uno de muchos posibles
lenguajes a los cuales traducir. Estamos forzados a proyectar la
ontología de algunos “lenguajes de trasfondo” o “teoría” sobre el
lenguaje nativo (ORE 49, 67-8; PL 81-2).

Quine usa la tesis de la indeterminación para concluir que las


nociones de significado y sinonimia, y con ellas todas las otras nociones
intensionales, son ilegítimas, puesto que no hay criterios de identidad
para los “significados” (PL 1-2, 67-8; ORE 23). Hay varias maneras de
resistir esta conclusión. Una es insistir que el lenguaje acerca del
significado no requiere ningún criterio de sinonimia. De acuerdo a esta
línea, incluso si no hay manera de establecer en principio si dos
expresiones significan lo mismo, el resultado epistemológico es
irrelevante para la cuestión ontológica de si los “significados” existen4.
Tanto Wittgenstein como Quine trataron de evitar tal reificación de los
significados proponiendo reemplazar el idioma de significados con el de
la sinonimia (M 25b, AWL 30; FLPVa 11-12; Q 131-2). Quine
mantendría, y Wittgenstein negaría, que los criterios de identidad en
general y de sinonimia en particular deban ser independientes del
contexto y bien definidos (cf. PO 203 y IF §§ 214-6, 223-7). Sin
embargo, ambos insistirían que el lenguaje del significado presupone
que hay maneras de decir si dos expresiones significan lo mismo.
Aunque no puedo defender esto aquí, pienso que tienen razón. Adscribir
significado a una palabra no es relacionarla con una entidad, dejando
de lado una trascendente a la verificación. Tales adscripciones serían
sin sentido si no hubiera maneras de explicar lo que significaba una
palabra, lo que a su vez requiere la posibilidad de proporcionar
sinónimos.

Otra reacción a la tesis de la indeterminación es cuestionar sus


componentes específicos, especialmente la inescrutabilidad de la
referencia. Por ejemplo, incluso para los estándares austeros de Quine
parece posible determinar si “gavagai” es un sustantivo numerable
(count-noun) que refiere a un animal viviente, y por lo tanto tiene que
ser traducido como “un conejo”, o un sustantivo de masa como “conejo
asado”. Miramos a un conejo convertirse en un conejo asado en

4J. Katz, “The Refutation of Indeterminacy”, en R. Barrett y R. Gibson (eds.),


Perspectives on Quine (Blacwell, Oxford, 1990, pp. 182-3.
compañía de un nativo, y chequeamos si el nativo todavía asiente a la
aplicación de “gavagai”.

Incluso otra reacción es incrementar el campo de la traducción


radical mediante la introducción de elementos mentalistas en una
imagen conductista. Así Dummett y Evans argumentaron que mientras
un manual de traducción quineano que meramente empareje oraciones
nativas y del español es indeterminado, esto no vale para una teoría del
significado que explicaría cómo los nativos calculan el significado de las
oraciones a partir de las propiedades semánticas de sus
constituyentes5. Pero parecería que Quine puede afortunadamente
responder que la única evidencia legítima que tenemos de tales
procesos es el comportamiento de los nativos.

Para resistir la tesis de la indeterminación debemos superar la


metodología conductista en la que se apoya. Una manera de hacer esto
es mostrar que el método de traducción de Quine no puede arrojar
incluso ni los magros resultados que se supone que obtiene, sin que se
cuele tácitamente una previa comprensión de los nativos o bien los
métodos hermenéuticos y las nociones intensionales de los que él
reniega. La respuesta a la pregunta: “¿A cuánto lenguaje puede dársele
sentido mediante la construcción de la teoría quineana?” no es “muy
poco” sino “a nada en absoluto!”. O bien hay una mejor manera de
comprender la traducción radical que la de Quine, o bien tal traducción
es imposible.

Dada la naturaleza paradójica de la segunda posibilidad, es


tentador mirar a esta como una reductio ad absurdum de la
aproximación conductista de Quine. El rechaza esa acusación (PTb, 37-
8)6. Su fundamento es que “el enfoque conductista es forzoso” porque
para aprender un lenguaje “dependemos estrictamente del
comportamiento observable en situaciones observables”. Pero aunque
no hay alternativa para el aprendizaje del lenguaje de los nativos sobre
la base de lo que dicen y hacen, hay una alternativa para describir lo
que dicen y hacen en el idioma conductista de estímulo y respuesta,
una alternativa que se encuentra en Wittgenstein. Si es correcta, la

5 Dummett, Frege: Philosophy of Language (Duckworth, London, 1981), pp.


374ff; Evans, Collected Papers (Oxford University Press, Oxford, 1985) ch. 2.
6 No está claro en quien está pensando. Por supuesto, Searle (“Indeterminacy,

Empiricism and the First Person”, Journal of Philosophy, 83 (1987) ha


afirmado que el rechazo de Quine de la autoridad de la primera persona
respecto al significado es una consecuencia absurda de su conductismo, pero
este ataque dejaría intacta la aproximación a las palabras de otros, incluyendo
la traducción radical.
estrategia de mostrar que la traducción quineana es imposible resiste la
promesa de una reductio del conductismo7.

Tal estrategia debe evitar la antropología de sillón separando las


cuestiones fácticas de las conceptuales. Tanto Wittgenstein como Quine
correctamente acuerdan sobre el punto anti-genético que no importa
cómo se adquiere un lenguaje (ver BB 12; PG 188 y RTC 138, 95, 206;
WPEb 119-20). No hay contradicción en suponer que las criaturas
podrían comenzar a hablar español sin haberlo aprendido para nada.
Igualmente, Quine y Davidson podrían volver de la jungla con una
perfecta captación de la lengua nativa, más allá de la austeridad de sus
procedimientos. La cuestión es si distorsionan la traducción radical
mediante una equivocada explicación de qué es aprender un lenguaje
completamente extraño.

Esta lección anti-genética se aplica a una duda prima facie


plausible acerca del método de Quine. Incluso comentadores afines a
veces se quejan que la discusión quineana tiende a ignorar el hecho que
la traducción radical involucra interacción entre el traductor y el
nativo8. Sin embargo, tal como está, esta objeción es doblemente
incorrecta. Por una parte, el traductor quineano no está en la
desesperanzada posición de alguien que intenta aprender un lenguaje
con la ayuda exclusiva de grabadores y micrófonos que cuelgan de los
árboles9. Porque él también observa los movimientos de los nativos y su
entorno. Ni está confinado a la observación. Más bien, nos cuenta
Quine, él “toma la iniciativa” (PO 29) tratando de extraer respuestas
mediante la proferencia de oraciones observacionales por parte del
nativo, por ejemplo, para identificar el asentimiento y el disentimiento
(ver más abajo). Por otra parte, no obstante las apariencias en
contrario, la interacción no es una precondición esencial para la
traducción exitosa. Imaginemos un traductor invisible similar al
Invisible Man de H. G. Well, que puede moverse libremente entre los
nativos sin interactuar con ellos o ser advertido. No hay ninguna razón
a priori por la cual tal traductor invisible no tendría que ser capaz de
aprender el lenguaje nativo observando las instrucciones lingüísticas
dadas a los niños nativos. Si pueden hacerlo, ¿por qué no podría él?

7 En el mismo sentido, Blackburn (Spreading the Word (Oxford University


Press, Oxford, 1984), ch. 8) sostiene que la tarea de un “desolado” intérprete
quineano es imposible, pero sin mostrar por qué Quine no puede alcanzar lo
poco que pretende o mirar a esto como una reductio.
8 Ver, por ejemplo, Hookay, Quine (Polity Press, Cambridge, 1988), pp. 172-3.
9 Este escenario es sugerido por las explicaciones chomskianas, por ejemplo,

R. Bartsch y T. Vennemann, Semantic Structures (Athenaum Verlag, Frankfurt,


1972), p. 3.
Como ellos, necesitaría (como una cuestión de hecho) ser informado no
sólo de las estimulaciones y explicaciones iniciales dadas por los
nativos, sino también de las correcciones y clarificaciones con las
cuales reaccionan a los primeros intentos de sus niños. Por supuesto,
este aprendizaje estaría facilitado si pudiera hacer preguntas y fuera
corregido de sus propios errores. En principio, sin embargo, el traductor
invisible podría aprender a través de la mera observación, así como los
niños prodigios han aprendido el ajedrez.

Consecuentemente, Quine no puede ser acusado de ignorar la


necesidad de la interacción. De lo que puede acusárselo es de no
entender bien esta interacción. El está comprometido en describir la
interferencia del traductor en los asuntos nativos como un asunto de
proveer estímulos para una caja negra, un trozo de maquinaria verbal
con un cierto input y output. Es parcialmente a causa de este
conductismo reduccionista que Quine no puede incluso alcanzar el
magro resultado que promete. Hay otro aspecto también del método de
Quine que tiene este efecto. Como hemos visto, en su argumento a favor
de la inescrutabilidad de la referencia, Quine piensa que cualquier
procedimiento que esté basado en supuestos que son opcionales es
incapaz de proveer evidencia para la traducción. Esto está en evidente
contraste con lo que es conocido como el círculo hermenéutico, la idea
que para entender un texto o cultura remotos tenemos que comenzar
haciendo ciertas suposiciones prima facie plausibles acerca de pasajes o
acciones específicos, la validez de los cuales es luego chequeada frente a
la plausibilidad de la interpretación integral a la que conduce, la que a
su turno es modificada por referencia a la comprensión rectificada del
pasaje específico, y así sucesivamente. Este enfoque evitaría la
inescrutabilidad de la referencia de una manera realista. A menos que
tengamos razón para creer que los nativos están más interesados en
partes de conejos o en ideas platónicas que lo que lo están en conejos,
comenzaremos suponiendo que “gavagai” se refiere al animal completo.
Sobre la base de tal suposición, y de otras de un tipo similar, damos
luego una traducción del aparato de individuación de los nativos, que es
testeado por su plausibilidad en otros casos, y así sucesivamente.
Quine está comprometido en excluir este procedimiento como
inadecuado. Pero, como sostendré, tácitamente confía en él para
alcanzar sus propios resultados. El insiste en un método carente de
presuposiciones al negar la escrutabilidad de la referencia, pero es un
hermeneuta oculto en las traducciones que admite. Por lo tanto, o bien
podemos traducir mucho más que lo que Quine permite, o nada en
absoluto. Hay tres puntos prominentes en los cuales esta objeción
podría aplicarse, a saber, el paso más allá de las oraciones
observacionales, la traducción de conectivas veritativo-funcionales y la
identificación del asentimiento y el disentimiento.

Para superar el umbral de las oraciones observacionales como


“está lloviendo” a las cuales todos los hablantes asienten en las mismas
situaciones, independientemente de otra información de trasfondo,
necesitamos primero “hacernos bilingües”; esto es, debemos aprender el
lenguaje nativo como lo hacen los niños, y luego traducir “por medio de
la sinonimia estimulativa introspeccionada (introspected)” (PO 46-7).
Desafortunadamente, es poco claro lo que esta frase significa, o incluso
si quiere decir algo seriamente. La más plausible glosa que podemos dar
es que el traductor bilingüe observa cosas como “Cuando asentiría a
“Ich bin ein Berliner” también asentiría a “Soy una rosquilla” ”. Pero de
acuerdo a esa glosa, el traductor no introspecciona nada. Más bien
observa su propia conducta y hace inferencias acerca de sus
disposiciones, tal como lo hizo previamente con los nativos. Incluso es
altamente implausible sugerir que una persona bilingüe necesite
establecer sus disposiciones comportamentales para explicar las
palabras de un lenguaje en términos del otro.

Según lo reconoce el mismo Quine, “hacerse nativo” trasciende su


método de traducción, pero no trasciende su explicación global, puesto
que provee una explicación conductista de la adquisición del lenguaje
(PO, ch. 1). En cualquier caso, la primera ruptura no necesita
perturbarlo excesivamente, puesto que ir más allá de las oraciones
observacionales no está entre los resultados de su método. En
contraste, la traducción unívoca de las conectivas veritativo-funcionales
sí. A primera vista esto parece justificado. Podemos traducir, por
ejemplo, la palabra nativa “blip” como “y” si para cualesquiera dos
oraciones nativas “p” y “q”, el nativo asiente a “p blip q” si y sólo si
asiente a p y a q. Sin embargo, esta explicación ya depende de
supuestos que parecen no menos problemáticos que aquellos que Quine
cuestiona frente a la inescrutabilidad de la referencia. Así como
distinguir entre conejos y estadios de conejos presupone la previa
traducción del aparato de individuación, traducir las conectivas
veritativo-funcionales presupone que

(1) Todos los usos de “blip” son veritativo-funcionales, lo que no


es el caso para nuestro “y” (PO 58 reconoce el problema, pero
no indica cómo se tendría que resolver);

(2) Las oraciones pueden distinguirse de las palabras o de otros


componentes de las oraciones. Esto creará problemas
particularmente severos si, por ejemplo, el condicional es
expresado por un término como “si…entonces”, que no está
sólo compuesto sino que ambas partes juegan roles diferente
que el de la conectiva veritativo-funcional (“Ella es inteligente,
aunque superficial”( (“She is clever, if superficial”, “Entonces
ella dejó la habitación”) (“Then, she left the room”;

(3) Las oraciones declarativas pueden distinguirse de las


preguntas, órdenes, subjetivas, etc. La capacidad para hacer
eso, sin embargo, va de la mano con la traducción de palabras
como los pronombres interrogativos y una captación
aproximada de los patrones de los actos de habla.

La ruptura final del método de Quine concerniente a la


identificación del asentimiento/disentimiento, es la más fatal, puesto
que impediría a la traducción quineana incluso de ponerse en marcha.
La traducción radical no puede proceder por medio de la observación de
qué situaciones causan qué proferencias, puesto que los motivos para
hacer o retener una proferencia varían enormemente. Como lo
señalaron los primeros críticos de las teorías conductictas del
significado, incluso la clara presencia de un conejo puede no llevar al
nativo a decir “gavagai”: puede estar demasiado acostumbrado o harto
de ver conejos. Para evitar estas dificultades, Quine insiste que el
traductor mismo debe ofrecer oraciones en circunstancias apropiadas,
“sólo pidiendo un veredicto de si son verdaderas o falsas” (TT48). Pero,
al mismo tiempo, es esencial a su enfoque conductista que las
disposiciones a asentir o disentir que piensa que se establecen con este
procedimiento, proporcionan el único punto de partida de la traducción
radical.

Esta restricción de la base de la traducción radical es implausible.


Putnam ha insistido en que la base evidencial de la traducción radical
tendría que extenderse del asentimiento o disentimiento a las oraciones
declarativas, para incluir las preguntas y pedidos de explicación a los
nativos como “¿Qué significa esta palabra?”, que no son más difíciles de
identificar que el asentimiento o disentimiento10. Esto es plausible:
incluso un traductor invisible que no pudiera pedir explicaciones tendrá
que reconocer cuándo los nativos explican algo a sus hijos y cómo
corrigen los errores. Pero ésta no es sólo una leve modificación del
enfoque de Quine, como Putnam parece suponer. Porque, como mostró
Wittgenstein, las explicaciones de significado son estándares de
corrección en referencia a cuáles aplicaciones subsecuentes de una
palabra son evaluadas como correctas o incorrectas, significativas o

10Hilary Putnam, Philosophical Papers, vol. II (Cambridge University Press,


Cambridge, 1975), pp. 257-8.
carentes de sentido (IF § 54; PG 68, 143; M 276). Tomar en cuenta
explicaciones y correcciones introduce la idea que la traducción radical
supone aprender ciertas normas lingüísticas, un punto de desacuerdo
entre Quine y Davidson por una parte y Wittgenstein por la otra (ver la
segunda sección más abajo).

Si uno acepta el enfoque conductista de Quine, y por lo tanto que


la evidencia de la traducción radical está confinada al
asentimiento/disentimiento, la cuestión es si esta evidencia es accesible
a un traductor quineano. Quine sugiere que el
asentimiento/disentimiento nativo puede ser identificado como sigue:

al preguntar “Gavagai”…. en presencia manifiesta de conejos… ha


obtenido las respuestas “Evet” y “Yok” con la suficiente frecuencia como para
conjeturar que puede corresponder a “Si” y “No”, pero no tiene idea de cuál es
cuál. Entonces intenta hacerse eco de los propios pronunciamientos
voluntarios de los nativos. Si entonces él obtiene regularmente “Evet” más
que “Yok” está autorizado para tomar a “Evet” como “Sí”…. No obstante que
estos métodos son no concluyentes, generan una hipótesis de trabajo. (PO 29-
30; ver RIT 181n.)

Nótese al pasar que está poco claro qué clase de evidencia


conductual podría llevarlo a uno a conjeturar que “Evet” y “Yok” son
expresiones de asentimiento o disentimiento sin indicar cuál expresa
asentimiento y cuál expresa disentimiento. Dejaré de lado el problema
que nuestro “Sí” y “No” tienen otras funciones más allá de la expresión
de asentimiento y disentimiento. El problema real es que este
procedimiento no es carente de presupuestos. Desde el inicio presupone
que el traductor ha traducido correctamente la oración observacional –
en nuestro caso “gavagai”- que usa para obtener el asentimiento y el
disentimiento del nativo. Pero esa traducción está sometida a los
caprichos que el procedimiento conductista mejorado de transmitir
asentimiento y disentimiento se supone que excluye, a saber, que los
nativos profieren o dejan de proferir “gavagai” por razones que son
extrínsecas a la presencia o ausencia de conejos. Más aún, el
procedimiento de Quine presupone un mutuo entendimiento entre el
nativo y el traductor al que él no está autorizado. Se asume que el
nativo entiende que el “gavagai” del traductor es una pregunta relativa
al significado de esa expresión, y no un ritual religioso que incluye
conejos, un intento de averiguar por sus derechos de caza o
simplemente una tonta repetición. En este último caso, un “Evet” en
respuesta al hecho que el traductor se haga eco de las proferencias del
nativo no sería un signo de asentimiento, sino un reproche por hablar
como un loro.
Estas posibilidades de malentendidos están ilustradas por la
etimología (apócrifa) del término inglés “kangaroo”. Se supone que uno
de los primeros europeos señalaron a un kangaroo y preguntaron “¿Qué
es esto?”, a lo cual los aborígenes respondieron “kangaroo”, que en su
lenguaje significa “¡No tengo idea de qué estás hablando!” Hay también
la historia completamente real de los cazadores de cabezas en Nueva
Guinea que le daban a sus hijos los nombres de miembros de otras
tribus. Antes de matar a sus víctimas, siempre les preguntaban sus
nombres. Sin embargo, a menudo atacaban a comunidades distantes
con lenguajes completamente desconocidos para los cazadores de
cabezas. Como resultado, las respuestas que obtuvieron a punta de
navaja eran frases como “¡Andate al carajo!” o “¡Ten piedad!”, que no
obstante incorporaron como nombres propios en su lenguaje11. Un caso
más divertido es el de la primera traducción francesa de Tongan. Ese
lenguaje no contiene numerales por arriba de veinte. Pero cuando el
traductor francés Labillardiere persistió en buscar tales numerales,
recibió expletivos en respuesta, que él solemnemente anotó como los
numerales Tongan12. Finalmente, un caso del que he sido
personalmente testigo. En la cumbre de los Alpes, un prusiano
preguntó a una persona local por el nombre de una de las muchas
montañas para ver. El local respondió “¿Wehler?”, la versión bavariana
de “¿Welcher?” (“¿Cuál?”) del alto-alemán. El prusiano contento con
haber obtenido una respuesta, descendió con la creencia que había
visto el impresionante pico-Wehler.

Tales malentendidos reales o posibles demuestran que el


procedimiento de Quine presupone que el intérprete y el nativo se
comprometen en una clase específica de diálogo, que es la realización de
ciertos tipos de actos de habla. Quine da por supuesto que el nativo
trata de enseñar su lenguaje al traductor, lo cual (entre otras cosas)
significa que aplicará las palabras en situaciones paradigmáticas, y
tratará de corregir los intentos del traductor por imitar su uso. Los
procedimientos austeros de Quine no dan cuenta y no pueden hacerlo
de este entendimiento mutuo. La única alternativa que hay que suponer
es asumir que el nativo conoce que el hombre pelado de Harvard está
tratando de establecer el significado estimulativo de sus palabras. Para
que la traducción quineana funcione, ¡los nativos harían mejor en leer
una traducción de Palabra y Objeto!

11 Paul Wirz, Die Marind-anim von Holländisch Neu-Guinea, vol. I (L. Fehlgruber
& Co., Hamburg 1922), pp. 31-6.
12 Ver A. H. Wood, History and Geography of Tonga (Wilson & Horton,
Auckland, 1938), p. 24. Quine menciona un caso de mala traducción basada
no en un malentendido por parte del nativo, sino por parte del traductor
radical.
A esto uno podría objetar que Quine reconoce que su método es
“inconcluyente” y genera meramente una “hipótesis de trabajo” (PO 30).
Sin embargo, sin asumir una estructura de interacción, identificar
asentimiento/disentimiento no sería sólo una suposición hipotética,
razonable aunque inconcluyente: sería completamente arbitraria. No
habría razón para suponer que la reacción del nativo es en absoluto
relevante para el asentimiento o el disentimiento. Más aún, cualquier
concesión respecto a que la identificación del
asentimiento/disentimiento no carece de presuposición significa que
Quine está aquí aplicando estándares diferentes a aquellos que
funcionan cuando propone la inescrutabilidad de la referencia. Si no
hay hecho de la cuestión respecto de si “gavagai” refiere a conejos,
entonces, por paridad de razonamiento, no hay hecho de la cuestión
respecto de si el nativo asiente al o disiente del “gavagai” del traductor.
En el marco de Quine se eliminaría la posibilidad de traducir algo, y
llevaría por lo tanto a la conclusión nihilista que la comprensión es
imposible.

Hay todavía otro problema con el procedimiento de Quine. Al


caracterizar la reacción del nativo al asentimiento y al disentimiento,
describe el output del experimento conductista en términos más ricos
que el input. El primero se afirma que consiste en irritaciones en la
superficie sensorial, más específicamente, patrones de estimulación en
la superficie de los órganos perceptuales. Quine prefiere las
estimulaciones neurales a datos sensoriales, porque los fundamentos
empíricos del conocimiento y del lenguaje son intersubjetivamente
accesibles (un punto reclamado por los fisicalistas del Círculo de Viena
en contra de los fenomenalistas). Pero esto tiene la desventaja que los
sujetos epistémicos no son conscientes de los supuestos fundamentos
de sus creencias. Quine advierte que la mayor parte de las oraciones no
son acerca de irritaciones en la superficie sensorial, pero insiste que
“algunas de ellas se obtienen por medio de las irritaciones en la
superficie sensorial, y otras están ligadas a irritaciones en la superficie
sensorial de maneras menos directas y más tenues” (TT 40). Sin
embargo, esto equivale a una confusión de las causas de nuestras
creencias –las que incluyen estimulaciones neurales- con la evidencia
en la que están basadas, que el sujeto debe ser capaz de alegar, al
menos cuando le es requerido. Sólo la evidencia del sujeto es relevante
para describir las condiciones de asentimiento y disentimiento. Porque
asentir o disentir no son reacciones mecánicas, sino formas de
comportamiento intencional (lingüístico). Si el nativo grita “Yok” a causa
de haber sido picado por una abeja, no está disintiendo del “gavagai”
del antropólogo. Son también intensionales. Uno asiente o disiente a lo
que es dicho, a saber, que las cosas son así-y-asá. Por el contrario,
Quine podría insistir que uno asiente a oraciones proferidas, puesto que
él considera a los “eventos de proferir” como los portadores de verdad o
falsedad (PL 13-14). Pero incluso si esta perspectiva fuera sostenible, no
resolvería el problema que tenemos entre manos. Porque Quine mismo
plantea que asentir a una oración es aprobar un veredicto sobre su
verdad que podría estar equivocado, que el sujeto cree en lo que es
proferido (TT 48). Esto, a su vez, implica que asentir o disentir no son
reacciones mecánicas, sino respuestas a algo que el nativo ha
entendido, a saber, la proferencia del antropólogo.

Esto muestra que el concepto de asentimiento que Quine


realmente emplea está íntimamente interconectado con nociones
epistémicas e intensionales. Quine podría tratar de escapar a la
objeción admitiendo (consistentemente con su tratamiento de las
nociones semánticas) que él no hablaría realmente acerca de asentir o
disentir sino sólo acerca de un sucedáneo conductista. No está claro,
sin embargo, a qué podría parecerse este sucedáneo. Para hablar
simplemente de respuestas positivas y negativas a estímulos verbales,
por ejemplo, deja abierto en qué sentido las respuestas tendrán que ser
clasificadas. En cualquier caso, Quine no podría conformarse con tal
sucedáneo. A menos que asentir exprese lo que el nativo cree que es
verdadero, éste (y a partir de allí, la noción de significado estimulativo
que es definida por referencia a él) se convierte en irrelevante no sólo
para cuestiones de significado, que Quine podría aceptar gustosamente,
sino también para la epistemología incluyendo su propia “epistemología
naturalizada”. No tendría sentido tratar de minimizar la adscripción de
falsas creencias, como el principio de caridad nos requiere hacer. Más
en general, toda la discusión de Quine sobre la traducción radical
perdería su sentido, que era el de explicar el lazo entre nuestras
creencias y las teorías y los datos sobre los cuales ellas descansan.

Otra manera de señalar este punto es la siguiente. Quine define al


significado estimulativo afirmativo de una oración como la clase de
todas las estimulaciones que causan el asentimiento a ella. El
significado estimulativo y la sinonimia estimulativa no se supone que
sean más que un sucedáneo conductista de las nociones intensionales
desechadas (PO 66). Sin embargo, no se supone que sean menos que las
“explicaciones” carnapianas de estas nociones. Es decir, hay
alternativas que evitan las desventajas de los originales (en nuestro
caso, falta de criterio de identidad) mientras cumplen con sus
propósitos cognitivos (PO §§ 53-4). En nuestro caso, esto significa que
las nociones de significado estimulativo y de sinonimia estimulativa
tendrían que capturar las ideas de significación cognitiva y equivalencia
cognitiva, respectivamente (TT 47-51)13.

Davidson: racionalidad y construcción de la teoría en la


interpretación radical

La “interpretación radical” davidsoniana difiere de la traducción


radical de Quine en cuatro importantes respectos14. Davidson rechaza
acertadamente la noción de Quine de significado estimulativo, con el
fundamento que está basada en el dogma empirista que hay
intermediarios epistémicos, en nuestro caso, estimulaciones neurales,
que intervienen entre el mundo y nuestras oraciones.
Consecuentemente, describe las condiciones de la emisión no en
términos de irritaciones en la superficie sensorial sino en términos e
objetos y eventos macroscópicos. En segundo lugar, Davidson busca
proveer una “teoría del significado” más que un mero manual de
traducción. Mientras éste último meramente correlaciona las oraciones
nativas con las nuestras, tal teoría se supone que especifica lo que las
oraciones de ambos lenguajes significan, a saber, expone sus
condiciones de verdad. Aunque no es consistente sobre esta materia,
Davidson a menudo reniega de la afirmación de que los hablantes
competentes tácitamente conocen su compleja teoría (lo que
introduciría elementos de los que el sujeto es inconsciente, como los
estímulos neurales de Quine). Más bien se limita a sí mismo a afirmar
que alguien que conociera la teoría sería capaz de hablar el lenguaje. En
tercer lugar, a diferencia de Quine (a diferencia de sus escritos
tempranos y del período intermedio), Davidson no rechaza la
terminología psicológica. Consecuentemente, describe la tarea de la
interpretación como la de asignar significado a las proferencias de los
nativos, atribuyéndoles “estados mentales” (en particular actitudes
proposicionales como creencias y deseos) y entender sus acciones.
Estas tareas son holísticamente consistentes (ITI 127). Podríamos

13 De acuerdo a Wittgenstein, este es un error que a menudo subyace a los


problemas filosóficos. Ver mi “Investigaciones Filosóficas § 128: Theses in
Philosophy and Undogmatic Procedure”, en Wittgenstein´s ´Philosopical
Investigations´: Text and Context, ed. R.L. Arrington and H. Glock, (Routledge,
London, 1991).
14 Ver Donald Davidson. Inquiries into Truth and Interpretation, (Oxford

University Press, Oxford, 1984), ch. 9-10, 16, 18. (en adelante abreviado como
ITI); Hookway, op. cit., pp. 167ss.; Evnine, Donald Davidson, ed. LePore
(Blackwell, Oxford, 1986), p. 313.
adscribir significado a las proferencias de los nativos si conociéramos
sus creencias y deseos, y viceversa. Pero al comienzo de la traducción
radical no conocemos ni lo que los nativos quieren decir ni lo que creen
y desean. Este holismo de los significados, las creencias y los deseos
conduce a una diferencia final. Davidson trata a la caridad no
meramente como una máxima pragmática del teorizar interpretativo,
sino como un principio que es esencial para la corrección de una
interpretación. Una interpretación que no consiga hacer aparecer a las
creencias de los nativos como siendo mayormente verdaderas y a sus
deseos como siendo mayormente inteligibles, no sólo es menos probable
que sea adecuada: debe ser inadecuada. La razón por la cual Davidson
adopta esta postura es que nuestra única manera de ingresar al
holismo de los significados, las creencias y los deseos, es maximizar el
acuerdo con las de los intérpretes, asumiendo que la mayor parte de
sus creencias son verdaderas y por lo tanto armonizan bastante con
nuestras creencias. Si encontramos que la traducción es imposible
porque no podemos interpretar las creencias y los deseos de los nativos
como siendo mayormente racionales, terminaríamos no con una
traducción menos probable, sino con la conclusión que ellos no hablan
un lenguaje y no se comprometen en una acción intencional. De
acuerdo a esto, no podríamos nunca estar en una posición de juzgar
que los nativos tenían creencias y deseos radicalmente diferentes de los
nuestros (ITI 197). Esto introduce un elemento normativo en la
comprensión lingüística. Podemos dar sentido a los otros sólo en la
medida en que podemos tratarlos como agentes que respetan ciertos
estándares de racionalidad.

Por lo tanto, en una medida considerable, la antropología


filosófica de Davidson se aparta del conductismo reduccionista de
Quine. Al mismo tiempo, sin embargo, este movimiento queda a medio
camino y conduce a tensiones. Para empezar, no está claro si Davidson
puede reconciliar su declarado propósito de adscribir significado a las
proferencias con su explícita aceptación de la tesis de Quine de la
inescrutabilidad de la referencia15. Más aún, usar a la caridad como un
principio normativo que es constitutivo de la comprensión lingüística
parece incompatible con la tesis de Davidson que el rechazo de la
distinción analítico/sintético de Quine “ha salvado a la filosofía del
lenguaje como una disciplina seria”16. Obviamente, no hay garantía
lógica que las formas nativas de comportamiento que podríamos

15Ver mi “A Radical Interpretation of Davidson”, op. cit., p. 211.


16Donald Davidson, “A Coherence Theory of Truth and Knowledge”, en Truth
and Interpretation: Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, ed. E.
LePore (Blackwell, Oxford, 1986), p. 313.
encontrar serán racionales en el sentido requerido por el principio de
caridad. La fuerza normativa del principio debe ser que a menos que
podamos tratar a los nativos como seres racionales, no podemos
describir su comportamiento como lenguaje. Esto sugiere que esta
fuerza normativa deriva de lo que llamamos “lenguaje”, “acción
intencional”, “comportamiento racional”, etc. Por lo tanto era solamente
natural para David Lewis decirle a Davidson que según su explicación
debe ser analítico que cualquiera a quien podamos adscribirle actitudes
proposicionales deba satisfacer las condiciones del principio de caridad.
Como quineano, Davidson rechazó esa imputación difamatoria17. Más
recientemente, sin embargo, él se encontró obligado a admitir que “no
puede ser una cuestión fáctica” si una criatura con actitudes
proposicionales es aproximadamente racional18. Davidson necesita
tratar sus propios pronunciamientos sobre la racionalidad como
conceptuales precisamente en el mismo sentido que él denuncia en otra
parte.

Más serio que este apartamiento del enfoque quineano es que en


otros aspectos Davidson sigue a Quine muy estrechamente. Por una
parte, como Quine, Davidson identifica lenguaje y teoría. Pero un
lenguaje como el inglés no es una teoría. Incluso si Quine y Davidson
tuvieran razón en tratar al lenguaje como un conjunto de oraciones, no
es una teoría, puesto que debe contener tanto oraciones como sus
negaciones, lo que una teoría coherente no podría hacer. Más aún, la
identidad de un lenguaje está determinada no por oraciones, sino por
los principios para la formación de las oraciones, a saber, lo que
Wittgenstein llama reglas gramaticales. El hecho que los americanos no
usen la oración “¡Dios salve a la Reina!” no muestra que su lenguaje
difiere del de los ingleses, puesto que las reglas de ambos idiomas
admite la construcción de esa oración. Finalmente, a diferencia de una
teoría, un lenguaje no predice nada, no ajusta o enfrenta la realidad, y
no puede ser verdadero o falso. Más bien, son enunciados en un
lenguaje los que hacen eso, y los que son constituyentes potenciales de
las teorías.

En línea con esta asimilación, Davidson caracteriza el aprender


un lenguaje como construir una teoría. Igualmente, la comprensión
doméstica, por ejemplo, mi comprensión de una particular proferencia

17 Donald Davidson, Essays on Actions and Events (Oxford University Press,


Oxford, 1982), pp. 272-3 (en adelante abreviado como EAE).
18 “Replay to Essays”, en Essays on Davidson: Action and Events, ed.

Vermazen and M. Hintikka (Oxford Universitiy Press, Oxford, 1985), p. 245; cf.
D. Lewis, Philosophical Papers (Oxford University Press, Oxford, 1983), vol. I,
p. 112.
en español, es caracterizada como una cuestión de derivar hipótesis
sobre esa proferencia a partir de la teoría general, la que a su turno es
modificada a la luz del éxito de esa hipótesis. A diferencia de Quine,
distingue entre construcción de la teoría en las ciencias naturales y la
psicología, puesto que ésta última inevitablemente depende de cánones
de racionalidad, especialmente del principio de caridad. Sin embargo, el
requerimiento de racionalidad es sobreimpuesto por el intérprete sobre
una diversidad de datos brutos. La evidencia de comprensión, tanto
doméstica como antropológica, no son “eventos no lingüísticos” como el
movimiento de los labios y la laringe19. Todo lo que realmente
percibimos son patrones sonoros y movimientos corporales20. Como
Quine, Davidson extiende el mito empirista de lo dado desde la
percepción al lenguaje y la acción. La comprensión lingüística es un
caso de construcción de la teoría sobre la base de observar condiciones
de la proferencia. Esta teorización no necesita conformarse a los
requerimientos del conductismo de Quine. Las condiciones
estimulativas pueden ser descriptas en términos de objetos y eventos
macroscópicos más que por referencia a estimulaciones neurales. Pero
deben no ser descriptos en términos semánticos o intensionales como
significado, creencias, deseos, intenciones. Una teoría “específicamente
semántica” que emplee tales conceptos tiene que emerger como el
resultado de teorizar sobre la base de “evidencia no semántica”21.

Más aún, Davidson se une a Quine en negar que el lenguaje


tendría que ser descripto en términos de reglas lingüísticas,
convenciones o juegos de lenguaje22. Incluso en nuestro propio
lenguaje, afirman, lo que encontramos no son proferencias que puedan
ser descriptas como correctas o incorrectas, significativas o sin sentido
en referencia a las reglas aceptadas por una comunidad lingüística.
Más bien, lo que se da es una diversidad de sonidos y movimientos no
normativos, y afrontamos la tarea de extrapolar sus “significados” a
través de hipótesis explicativas informadas por, y a su turno que
informan a, una teoría veritativo-funcional del significado. Un intérprete
davidsoniano teoriza bajo la guía de los principios de racionalidad, pero
permanece vigente un proceso de construcción empirista de la teoría.

19 ITI 126.
20 Ibid., 161.
21 Ibid., 142-3.
22 Ver respectivamente WPEb 104-28; RTC 93-5, 138, 207-8 y ITI 171, 280; “A

Nice Derangement of Epitaphs”, en Truth and Interpretation: Perspectives on


the Philosophy of Donald Davidson, ed. E. LePore (Blackwell, Oxford, 1986), pp.
433-46.
Esto contrasta nítidamente con el enfoque normativo y anti-
reduccionista de Wittgenstein. Wittgenstein ve al lenguaje como una
actividad que está estructurada por medio de reglas, estándares para el
uso correcto de las palabras que son evidentes en nuestras
explicaciones y correcciones. Más aún, Wittgenstein insistió que no
tendríamos que tratar de reducir conceptos como seguir una regla en
algo más básico, puesto que son “FUNDAMENTALES” para nuestras
prácticas lingüísticas (RFM 330). Para los naturalistas, el enfoque de
Davidson puede parecer que tiene una ventaja sobre el de Wittgenstein,
incluso si rechazan el reduccionismo de Quine. Mientras Wittgenstein
parece dar por supuestos los “fenómenos de orden superior” como la
naturaleza normativa del lenguaje, Davidson mantiene la promesa de
un argumento naturalista trascendental: acaba con la idea de las reglas
lingüísticas, y deriva los estándares normativos de racionalidad como
precondiciones de la construcción de una teoría interpretativa.

En contra de esto yo querría sostener que no es ni posible ni


necesario reemplazar la imagen normativista del lenguaje por la de la
construcción de una teoría interpretativista. Tanto los conductistas
como Quine como los mentalistas como Chomsky han caracterizado a la
adquisición del lenguaje como la construcción de una teoría,
manteniendo o negando, respectivamente, que pueda ser hecha sobre
austeras bases empiristas. Davidson parece comprometido con una
visión similar. Las “teorías previas” que, de acuerdo a él, adoptamos en
la comunicación cotidiana y adaptamos de acuerdo al principio de
caridad, deben presumiblemente haber sido el resultado de teorizar
durante el proceso de adquisición del lenguaje. Este supuesto
subyacente, sin embargo, es absurdo. La capacidad para
comprometerse en la construcción de una teoría científica claramente
presupone la habilidad para hablar un lenguaje, y uno más complejo
además23. Algunos de los seguidores de Chomsky han estado atentos a
este punto y han llegado a la conclusión que para aprender un
lenguaje el niño debe ya poseer un “lenguaje del pensamiento”. Pero esa
idea sufre de el mismo defecto que la explicación de Platón del
conocimiento por referencia a la anamnesis: simplemente hace
retroceder un paso atrás el problema de cómo llegamos a adquirir
cualquier lenguaje24.

23 Ver G.P. Baker y P.M.S. Hacker, Language, Sense and Nonsense (Blackwell,
Oxford, 1984), p. 292.
24 J. A. Fodor, The Language of Thought (Crowell, New York, 1975). P.M. S.

Hacker presenta una crítica potente de esta idea en Meaning and Mind
(Blackwell, Oxford, 1990), “Thinking the Soul of Language”.
Incluso si estamos autorizados a presumir posesión del lenguaje
de parte del oyente, la visión de Davidson es errada. Por una parte,
como Quine, insiste que la única evidencia empírica accesible a
cualquier empresa concierne a qué asiente la gente bajo qué
circunstancias25. En el caso de Davidson, esta suposición parece
principalmente motivada por su deseo de aplicar a la traducción radical
una teoría tarskiana de la verdad. Pero, como hemos visto, esta
suposición no tiene fundamentos. Un antropólogo a menudo confiará en
identificar preguntas y explicaciones. Y hay situaciones en las cuales
tendríamos más convicentemente que comenzar con órdenes,
exclamaciones y pedidos.

Más aún, entender no es una cuestión de inferir el significado de


las proferencias o los estados mentales de los hablantes a partir de una
descripción de meros sonidos o movimientos corporales. Mientras
encontramos fácil describir a las acciones humanas y las proferencias
en los “ricos” términos semánticos e intencionales que Davidson
precludes, somos ignorantes de las austeras descripciones físicas he
condenes. Como Wittgenstein advirtió, podemos describir los rasgos de
una persona como “triste”, “radiante” o “aburrido”, pero no sabemos
cómo describir el rostro de una persona en términos físicos (Z §225). Y
como alguien que ha tomado un curso de fonética doy fe de la
afirmación que incluso una compleja conferencia filosófica es más fácil
de entender que describirla en términos de sus rasgos físicos o
fonéticos. En otras palabras, somos capaces de sacar conclusiones de la
teorización davidsoniana sin necesariamente ser capaces de incluso
entender los datos a partir de los cuales supuestamente ellas derivan.
Esto sugiere que la idea de inferencias teóricas está mal ubicada en este
contexto.

Uno podría replicar que la inferencia es inconsciente. Sin


embargo, mientras el habla humana supone complejos procesos
causales de los cuales no somos conscientes, las causas físicas y
neurofisiológicas de nuestro comportamiento lingüístico no son trozos
de evidencia a partir de la cual derivamos el significado de lo que se ha
dicho. El mismo Davidson no negaría esto. En cambio, podría optar por
una línea de defensa diferente26. La evidencia no semántica que
subyace a la construcción de la teoría no es una descripción fonética de
la proferencia del hablante, sino simplemente una reproducción de la
proferencia que el oyente es capaz de dar. A la luz de su teoría previa,
derivará una oración-T como “La proferencia de A de “La nieve es

25 ITI 230.
26 EAE 50-2.
blanca” es verdadera si y solo si la nieve es blanca”. En respuesta me
gustaría preguntar qué es lo que el oyente tiene que ser capaz de
reproducir. O es el preciso fenómeno acústico –pero es incluso más
difícil que dar una descripción fonética, y ciertamente no se requiere
para entender; o es una instancia de la oración-tipo como “La nieve es
blanca”. Pero en ese caso, la evidencia no es pre-semántica, puesto que
caracterizar algo como una instancia de una oración-tipo del español es
caracterizarla como perteneciendo a un particular sistema lingüístico.

Estas consideraciones dejan intacta la austera versión del


proyecto de Davidson. Esa versión está comprometida solamente con la
visión que el significado de las oraciones y la significación de las
acciones intencionales podría derivarse a partir de la evidencia lo que
concierne sólo a qué asiente la gente y bajo qué circunstancias.
Podemos proveer descripciones fonéticas neutrales del lenguaje
humano, y podríamos desarrollar un equipamiento para proveer
similarmente descripciones neutrales de las expresiones faciales. Sin
embargo, esto no basta para asegurar la evidencia que Davidson
requiere. Porque, como se dijo más arriba, identificar el asentimiento y
el disentimiento presupone que el antropólogo y el nativo se
comprometen en un cierto tipo de comunicación, y por lo tanto en una
cierta clase de conocimiento semántico.

Incluso si uno concede al intérprete davidsoniano esa evidencia,


hay razones para suponer que su tarea no es menos desesperanzada
que la del quineano. Porque carecemos de los procedimientos
inferenciales que nos permitirían inferir a partir de tales descripciones
el significado de las proferencias y las acciones. Davidson mismo no
especifica tales procedimientos. Este punto está oscurecido por el hecho
que en sus ejemplos concretos describe a los objetos y eventos
macroscópicos en los entornos del intérprete en términos no
completamente neutrales –incluso macroscópicos- sino en la clase de
términos que aparecen en las oraciones nativas de observación, por
ejemplo como un barco que pasa por ahí, o un tarro de pintura, o
alguien profiriendo “La nieve es blanca”. Estos términos, sin embargo,
no son puramente geométricos o físicos. Son los términos cotidianos
que incorporan la significación (epistémica y conativa) de aquellos
objetos y eventos para creaturas como nosotros. Y es solamente a causa
que ellos hacen eso, que podemos aplicar los principios de racionalidad
como el principio de caridad a las oraciones observacionales que las
contienen.

En mi punto de vista el fracaso de Davidson para especificar


procedimientos inferenciales no es casual. El intento de extrapolar el
significado de las proferencias de una descripción física de los sonidos y
movimientos es tan absurdo como tratar de resolver el problema “Un
barco tiene 20 pies de largo y 6 pies de ancho: ¿cuántos años tiene el
capitán?” (ver BT 494). Este es el punto en el cual la discusión
quineana de la traducción radical converge con la discusión
wittgensteineana de seguir una regla. Ambas muestran, de diferentes
maneras, que tal evidencia pre-semántica deja al significado de
nuestras palabras y al sentido de nuestras proferencias necesariamente
sub-determinado. Cualquier secuencia finita de números es compatible
con indefinidamente muchas funciones. Del mismo modo, cualquier
variedad finita de comportamientos es compatible con “cualquier
número de reglas”, si es descripta en términos pre-semánticos (BB 13).
Esto significa que cualquier extrapolación de reglas a partir del
comportamiento neutralmente descripto está, en principio, sub-
determinada. Mientras la relación entre los fenómenos descriptos en
términos neutrales (conductistas, fisicalistas o naturalistas) es externa,
la relación entre la regla y su aplicación es, como Wittgenstein muestra,
interna (WWWK, 152-7); es lógicamente imposible que no tuvieran esa
relación, puesto que la relación es constitutiva de los relata. Que un
comportamiento dado es conducido de acuerdo con tales y cuales reglas
puede además ser una hipótesis explicativa o una conjetura de un
observador no iniciado. Pero eso no significa que aquellas reglas no
determinen lo que cuenta como su aplicación correcta.

Tales relaciones internas son de dicto, es decir, dependen de cómo


describimos las cosas (esto es algo que Davidson acepta en su celebrado
ataque de la distinción entre razones y causas). La relación interna
entre una regla y su aplicación se pierde si los relata son descriptos
según el enfoque de Quine y Davidson, es decir, en términos pre-
semánticos, no-normativos. Si la formulación de la regla “Suma 2” y la
proferencia “1000, 1002, 1004” son descriptas fonéticamente, es
imposible decir si la última es una correcta aplicación de la primera.
Sin embargo, es posible que ambas sean descriptas en términos de
nuestra práctica normativa en la cual la regla funciona como un
estándar de corrección. Insistir en relaciones internas no introduce ni
entidades abstractas ni mentales. Ellas estás efectuadas por nuestra
práctica normativa –el hecho que introducimos, enseñamos y
explicamos estándares de corrección y criticamos o justificamos
performances por referencia a ellos (ver PI 201, LFM 83). Pero tales
relaciones emergen solamente si describimos a las actividades humanas
al nivel normativo en el cual los participantes mismos lo hacen.

Tanto Quine como Davidson se niegan a hacer esto. A lo sumo


reconocen el asentimiento/disentimiento bajo ciertas condiciones. La
normatividad, en contraste, implica una distinción entre dos clases de
disentimiento: (a) rechazar una proferencia como falsa, es decir,
injustificada respecto de los hechos; (b) rechazarla como incorrecta,
carente de significado o sin sentido en referencia a estándares de
corrección. Quine y Davidson repudian esta dicotomía. Pero puede
argumentarse que sin significado lingüístico, el punto de partida de la
interpretación radical se desvanece. Si una proferencia como “El
número 1 tiene un peluquero italiano” tiene el mismo status lógico que
una proferencia como “Hanjo Glock tiene un peluquero italiano”, la que
es perfectamente inteligible pero falsa respecto a los hechos, el uso de
los términos de número se convertiría en completamente arbitrario, y
por lo tanto estos términos perderían todo su significado. Una práctica
sin esa distinción entre lo falso y lo sin sentido a lo sumo sería un
balbuceo fonético comunitario. En una práctica de ese tipo, yo podría
tratar a tu proferencia “Acabo de ver al al número 1 con su nuevo corte
de pelo” como inusual, fuera de la norma estadística. Pero no podría
rechazarla como ininteligible o pedir una explicación. En tal escenario
quineano las proferencias y las situaciones podrían todavía vincularse
por medio de regularidades. Como un resultado de ello, los oyentes
podrían predecir el comportamiento de los hablantes sobre la base de
sus proferencias, y los hablantes podrían usar las palabras con la
intención de causar un cierto comportamiento en los oyentes. Pero las
proferencias lingüísticas meramente serían indicadores empíricos de
otros fenómenos, tal como las nubes indican lluvia. Tendrían el mismo
valor indicativo (significado natural), pero no podrían ser entendidas
como poseyendo significado lingüístico. Pero sin significado lingüístico
no hay tal cosa como oraciones verdaderas o falsas, y por lo tanto no
hay tal cosa como asentir o disentir, que tanto preocupaban a Quine y a
Davidson27.

Wittgenstein: “El comportamiento común de la humanidad”

He sostenido que ni la comprensión doméstica ni la traducción


radical son o podrían ser una cuestión de construir teorías explicativas
sobre la base de evidencia pre-semántica. Los métodos quineanos y
davidsonianos de traducción no sólo difieren de lo que realmente

27Desarrollo este argumento contra la asimilación quineana del sinsentido y la


falsedad extensamente en mi “Wittgenstein vs. Quine sobre la Necesidad
Lógica”, en S. Teghrarian (ed.), Wittgenstein and Contemporary Philosophy
(Thoemmes Press, Bristol, 1994), pp. 216-20.
hacemos en la comunicación o la traducción radical; no están en
condiciones de encarar esa tarea. Lo que hace posible la comprensión y
la interpretación ordinarias no es evidencia más allá del
comportamiento humano, como los oponentes mentalistas de Quine y
Davidson han sostenido. Más bien, es el hecho que para los
participantes tal comportamiento está ab initio infundido con significado
e intenciones. Lo que encontramos no son meros patrones sonoros y
movimientos corporales, sino comportamiento guiado por reglas.

Desafortunadamente, incluso si son correctas, estas


consideraciones no resuelven el problema de cómo es posible la
traducción radical. Todo lo que muestran es a qué equivale no construir
una teoría sino ser introducido en una práctica normativa. Aprendemos
que ciertas circunstancias en ciertas situaciones cuentan como decir tal
y tal, que las palabras pueden ser combinadas de maneras específicas
pero no de otras, que es un error referir a ciertos objetos por medio de
ciertas palabras, etc. Adquirimos una técnica, y eso usualmente será un
proceso comunicativo e interactivo: recibimos explicaciones e
instrucciones, practicamos ciertas construcciones, y somos corregidos o
alentados.

El problema es que en la interpretación radical ex hypothesi no


estamos al inicio en posición de describir las proferencias y actividades
de los nativos en términos normativos accesibles a los participantes.
Aquí estamos construyendo lo que Quine llama “hipótesis analíticas”.
Pero, ¿cuál es su base, dado que no es una cuestión ni de aplicar
directamente reglas familiares, ni de construir una teoría empirista?
Está claro que debemos entrar aquí a un círculo hermenéutico, y
corregir la comprensión provisional de partes del lenguaje nativo por
medio de una referencia a nuestra comprensión de la totalidad. A pesar
de la descartada pretensión de una traducción carente de
presuposiciones, la historia real de la traducción radical muestra que
este círculo no es vicioso, y no conduce a ninguna indeterminación. Se
han cometido los errores definidos que se han cometido, y han sido
definitivamente rectificados (como hemos visto). Pero esto deja abierta la
cuestión de cómo precisamente el círculo opera en los procesos
comunicativos de la traducción radical. ¿Cómo reconocemos, por
ejemplo, que los nativos nos están explicando algo o corrigiendo
nuestros mejores esfuerzos? Y ¿cómo damos sentido a sus explicaciones
y correcciones? Wittgenstein sugiere una respuesta a estas cuestiones
urgentes:

El comportamiento común de la humanidad es el sistema de referencia


por medio del cual interpretamos un lenguaje desconocido (IF § 206)
Podemos resolver el problema de la traducción radical porque
compartimos con los nativos ciertas formas básicas de conducta
humana28. Esta idea está ligada a la tesis que “hablar un lenguaje es
parte de una forma de vida”, es decir, de una práctica comunitaria en la
cual están embebidos nuestros juegos de lenguaje (IF §23; RFM 335).

Algunos comentadores han sostenido que para Wittgenstein hay


sólo una forma de vida para los seres humanos, y que diferentes formas
de vida, especialmente aquellas de los animales no humanos,
simplemente son ininteligibles para nosotros29. Esto significaría que lo
que nos permite traducir un lenguaje extraño es el hecho que
compartidos con sus hablantes una forma común de vida, a saber la
forma humana de vida. Wittgenstein a menudo habla de formas de vida
en plural (por ejemplo, IF II 226; RPPI §630; CE 404). Pero lo que tiene
en mente son específicos hechos acerca del comportamiento humano –
que también llama “hechos de la vida”- los cuales reunidos caracterizan
una forma de vida, una totalidad de actividades comunitarias.

Sin embargo, hay otras razones en contra de adscribir a


Wittgenstein la idea que hay una única forma de vida. Una es su
insistencia que las alternativas a nuestros propios esquemas
conceptuales (lo que él llama “gramáticas” o “formas de representación”)
se hacen ininteligibles si asumimos que sus protagonistas llevan una
diferente clase de vida, es decir, tienen prácticas sociales basadas en
diferentes tipos de entrenamiento y sirven a propósitos diferentes (IF II
230: Z §§ 352, 387-8; RFM 38, 91; LFM 83, 201-2). Así imagina
comunidades en las cuales la gente mide con reglas elásticas, o incluso
vende postes de madera de acuerdo al área que ocupan, sin tomar en
consideración el peso. Otra razón es que lo que Wittgenstein llama “la
historia natural de los seres humanos” (IF §415) incluye no sólo
actividades básicas que son compartidas por todos los seres humanos a
causa de su inflexible conformación biológica, sino también actividades

28 Von Savigny, “Common Behavior of Mankind”, en Arrington and Glock, op.


cit., argumenta que este pasaje hace depender la comprensión no de algo que
compartimos con los interpretados, sino solamente del hecho que su
comportamiento comparta ciertas regularidades. Wittgenstein insistió que tal
consenso es una condición básica del seguir una regla, y por lo tanto de
hablar un lenguaje. Pero, como veremos, también insistió que podemos
aprender un lenguaje extraño solamente si compartimos una cierto marco
común con sus hablantes; y el pasaje citado es más naturalmente
interpretado como expresando ese pensamiento.
29 Por ejemplo, N. Garver, “Naturalism and Trascendentality: The Case of Form

of Life”, en Teghrarian (ed.) Wittgenstein and Contemporary Philosophy, op. cit.;


A. Kenny, “Wittgenstein´s Meaning of Life”, Times Higher Education
Supplement, 19 May 1989.
culturales que varían de acuerdo a diferentes épocas y lugares, tales
como medir o hacer matemáticas y lógica (RFM 352-3, 356, 399; RPPI §
1109. En vista de estos hechos es razonable asumir que “forma de vida”
no refiere a nuestra común naturaleza biológica sino a la cultura o a la
formación social que no es compartida por todos los seres humanos.

Al mismo tiempo, como Quine y Davidson, Wittgenstein insiste


que hay un mínimum de requerimientos que una forma de
comportamiento lingüístico debe satisfacer para ser inteligible a
nosotros. Nuestra forma de vida no necesita ser idéntica con la de los
nativos; después de todo, incluso si dejamos de lado los casos
ficcionales de Wittgenstein, nos las hemos arreglado bien para traducir
lenguajes muy remotos tales como el Linear B y para interpretar
culturas muy extrañas, como las de los cazadores de cabeza de Nueva
Guinea. Pero podríamos no iniciar nunca el proceso hermenéutico a
menos que compartiéramos con los interpretados ciertas formas o
hechos de la vida (RFM 414, 421).

La idea está detrás de la desconcerante observación de


Wittgenstein: “Si un león pudiera hablar, no podríamos entenderlo” (IF
II 223). En una interpretación esto significa que no podríamos entender
a un león que profiriera oraciones como “No estoy interesado en tí: yo
sólo estaba pensando en un antílope”, la que obviamente es falsa
(aunque uno podría, siguiendo a Austin, preguntarse si tal creatura
conversadora podría ser como un león). En una lectura caritativa,
significa que si los leones tuvieran un lenguaje felino, de complejos
gruñidos, rugidos, etc., nunca podríamos llegar a aprenderlo. ¿Por qué?
Porque su forma de vida, y su repertorio comportamental son tan
diferentes a los nuestros. No podríamos dirigir o acompañar sus
expresiones faciales, gestos y conducta. Más aún, nuestra habilidad
para interactuar incluso con un león domesticado es estrictamente
limitada. Por razones similares “no podríamos familiarizarnos” con seres
humanos que no expresan sentimientos de ninguna clase y no
sabríamos qué hacer en absoluto con marcianos esféricos (RPPII §568;
Z §390; LC 2-3).

En este punto es imperativo ser claro acerca de qué clase de


cosas necesitamos compartir con los nativos. ¿Qué incluye
precisamente “el comportamiento común de la humanidad” de
Wittgenstein? ¿Qué tendría que incluir? ¿Y cómo sus precondiciones de
la traducción radical difieren de aquellas de Quine y Davidson? Un
claro ejemplo es la clase de interacción tácitamente presupuesta por
Quine. A menos que los nativos compartieran nuestro deseo de
comunicarse con extraños, así como los juegos de lenguaje del
interrogar y el corregir, la instrucción mutua entre exploradores y
nativos no tendría lugar. Esta clase de interacción caracteriza el trabajo
de campo antropológico real. Pero si la ficción planteada del intérprete
invisible es coherente, no es conceptualmente esencial para la
traducción radical. Sin embargo, otros rasgos mencionados por
Wittgenstein sí lo son.

Uno de esos rasgos es el universal comportamental. Así escribe


que la justificación para traducir palabras de un lenguaje extraño como
expresiones de duda o certeza “estriba principal, sino exclusivamente,
en gestos, las expresiones faciales de los hablantes, y su tono de voz”
(EPB 149); mi traducción). Desafortunadamente, Wittgenstein no
siempre se apegó a esta idea, porque a veces está demasiado
impresionado por la diversidad cultural de gestos. Sugiere no sólo que
“no sabríamos cómo es la alegría para los chinos” (LWPPII 89; mi
traducción), sino incluso que “entendemos los gestos chinos tan poco
como las oraciones chinas” (Z §219). En el mismo sentido, Quine
menciona la idea de la traducción radical podría estar basada en formas
características de comportamiento como los gestos, sólo para objetar
que los gestos “no pueden ser tomados al pie de la letra; los de los
turcos son casi lo contrario de los nuestros” (PO 29).

Este rechazo es precipitado. Por ejemplo, aunque el gesto turco de


disentimiento supone un movimiento vertical de la cabeza, no es asentir
con la cabeza y puede ser reconocido como un gesto de rechazo puesto
que también supone un sonido que es claramente desdeñoso.
Igualmente, la primera afirmación de Wittgenstein es plausible, porque
la distinción entre expresiones genuinas y simulación a menudo
depende no de criterios claros sino de muy “finas matices del
comportamiento”, que son accesibles sólo a observadores familiares con
la cultura y el carácter personal del sujeto (ver, por ejemplo, LWPP II
61-8). Pero esto no admite la implausible afirmación que somos tan
ignorantes de los gestos y expresiones faciales de los chinos como lo
somos de su lenguaje. Sin un conocimiento de la cultura china
podríamos tener dificultades para distinguir una sonrisa genuina de
una insincera, o una sonrisa tímida de una sonrisa relajada, pero
podemos distinguir cualquiera de ellas del ceño fruncido, por ejemplo.
Más aún, incluso la distinción entre genuina e insincera plantea
problemas sólo en aquellos casos en los cuales la significación
emocional de la situación no está clara o es ambivalente. Similarmente,
no es generalmente claro distinguir gestos intimidatorios y sumisos,
puesto que están ligados a formas características de la acción humana,
y el gesto de señalar es compartido por todas las culturas conocidas.
Como una cuestión empírica, algunos rasgos del comportamiento
humano- relativos a gestos, expresiones faciales, comportamiento y
entonación- tienen una significación transcultural30. En otro pasaje,
Wittgenstein sugiere que uno puede reconocer el comportamiento
característico de corregir la violación de una regla incluso en un
lenguaje desconocido (IF §54). Si está en lo cierto, incluso un traductor
radical invisible podría establecer si el comportamiento nativo está
realmente gobernado por reglas, y sacar provecho de las correcciones
específicas de los nativos. Incluso por sí mismo, este punto de contacto
es insuficiente, por más importante que pueda ser. Porque él podría no
hacer nunca razonables suposiciones tales como los estímulos de una
corrección a menos que él compartiera otros rasgos con los nativos.
Algunos de estos rasgos compartidos son parte de nuestra naturaleza
animal, tales como nuestra necesidad de bebida, comida y albergue,
nuestros impulsos sexuales y nuestras reacciones al peligro físico.
Otras son parte del dominio de los seres históricos y culturales –tales
como nuestra curiosidad acerca de lo que es extraño, o nuestra
fascinación con la muerte. Estos rasgos compartidos no son
exclusivamente, ni incluso primariamente cognitivos en su naturaleza,
sino que comprenden aspectos conativos y afectivos de nuestras vidas.
Así no podríamos identificar el asentimiento y el disentimiento a menos
que los nativos compartieran ciertas preferencias fundamentales con
nosotros, tales como la aceptación de alimento o bebida, o el rechazo de
cosas no placenteras. Esta idea es clara en la insistencia de
Wittgenstein que la traducción radical requiere una coincidencia en las
forma de vida. Esto está ausente en la versión de Quine del principio de
caridad pero está presente en la de Davidson, puesto que éste último
insiste que debe ser posible tratar tanto a las creencias como a los
deseos de los extraños como ampliamente racionales.

Al mismo tiempo el principio de caridad de Quine y de Davidson


expresa importantes ideas acerca de las precondiciones cognitivas de la
traducción radical. Por una parte, a menos que podamos tratar al
comportamiento de los nativos como obedeciendo ciertas leyes
fundamentales de la racionalidad, no podemos traducirlos. Como
Davidson ha indicado en su celebrado ataque a la idea de esquemas
conceptuales alternativos, no podemos incluso tener fundamentos para
describirla como racional, y podemos incluso retirar el término
“lenguaje”31. Esto está en línea con la idea de Wittgenstein que u na

30 Ver, por ejemplo, C. E. Izard, The Face of Emotion (Appleton-Century-Crofts,


New York, 1969); R. van Beldoyen, Characteristics and Recognizability of Vocal
Expressions of Emotions (Foris, Dordrecht, 1984).
31 ITI, ch. 13.
práctica que no se adecua a las así llamadas “leyes lógicas”
simplemente no califica como lo que nosotros llamamos “inferir”,
“razonar” o “hablar un lenguaje” (RFM 80, 89-95, 336; LFM 201-2, 214).
Hay otro costado del principio de caridad que no tiene eco en la
discusión de Wittgenstein de la traducción radical, aunque está en línea
con otras observaciones suyas. No podemos incluso comenzar a
traducir la preferencias de los nativos a menos que demos por supuesto
que comparten con nosotros capacidades perceptuales básicas. Damos
por supuesto que pueden inspeccionar la escena a su alrededor y son
conscientes de lo que sucede en su rango perceptual. Y esta es una
precondición para adscribirles necesidades y deseos compartidos. No
podemos reconocerlos, por ejemplo, como rechazando cosas no
placenteras a menos que asumamos que conocen que están siendo
confrontados con un cuchillo y no con un trozo de fruta.

Sin embargo, Quine y Davidson distorsionan estas ideas al


aproximarse a la traducción exclusivamente desde el principio de
caridad. A diferencia de Quine, quien en este aspecto está más cerca de
Wittgenstein, Davidson aplica el principio no sólo a las verdades
necesarias o a las verdades empíricas auto-evidentes, sino
“globalmente”32, es decir, indiscriminadamente a todos los tipos de
creencias. Esto sugiere que una precondición para traducir a los
nativos es que podemos considerarlos en lo cierto no sólo en cuestiones
fundamentales, donde el desacuerdo los tornaría ininteligibles, sino en
la mayor parte de las cuestiones. La comprensión dependería de
maximizar el acuerdo en términos cuantitativos. Esto contrasta con la
observación de Wittgenstein:

Si el lenguaje es un medio de comunicación debe haber acuerdo no sólo


en las definiciones sino también… en los juicios. (IF §242)

Davidson correctamente enfatiza el segundo punto, pero en el


proceso equivocadamente descarta el primero. Al insistir que
necesitamos maximizar el acuerdo para entender a otros, pone el carro
(la verdad) antes que el caballo (el significado). Porque, en líneas
generales, debemos entender lo que la gente dice para juzgar si están
diciendo la verdad. Compartir un lenguaje “no es un acuerdo en las
opiniones sino en la forma de vida” (IF § 241; ver también RFM 353). De
la misma manera, entender un lenguaje extraño presupone
convergencia no de creencias, sino de patrones de comportamiento, lo
que a su vez presupone un marco compartido de capacidades
cognitivas, necesidades, emociones y actitudes.

32 Ibid., xvii.
Sobre esa base, sin embargo, hay espacio para el desacuerdo
genuino, por ejemplo, acerca de creencias sobre las causas de
fenómenos físicos, o acerca de la aceptabilidad (moral o estética) de
ciertos deseos. Tal descuerdo a menudo incluirá aquellas creencias que
juegan un rol fundamental en las respectivas “figuras del mundo”, las
que Wittgenstein discutió en On Certainty, especialmente las
proposiciones concernientes a cuestiones científicas fundamentales.
Finalmente, una vez que excluimos la necesidad de maximizar el
acuerdo, no hay prima facie razones a favor de la tesis de Davidson que
no podría haber esquemas conceptuales genuinamente diferentes de la
clase imaginada por Wittgenstein. Pero esta cuestión compleja deberá
ser dejada para otra ocasión33.

Mi conclusión es que Wittgenstein presenta una pintura más


certera de la traducción radical, y por lo tanto de la comprensión
humana, que las de Quine o Davidson. Por otra parte, es sólo ante el
trasfondo de su elaborada y contundente discusión que podemos
apreciar la relevancia y el valor de sus someras observaciones. Lo más
importante, sin embargo, es confrontar sus contribuciones unas frente
con otras. Porque como los tres han mostrado, el safari de la traducción
radical puede producir importantes ideas no sólo para la antropología
filosófica o la filosofía del lenguaje, sino para la epistemología,
especialmente para el problema del relativismo34.

(Traducción: Carolina Scotto)

33 Ver mi “Radical Translation and Conceptual Relativism”, The European


Legacy I (1996).
34 Agradezco a Bob Arrington, Peter Hacker, John Hyman, James Young y a

las audiencias en Graz, Oxford y Reading por los comentarios y la


ssugerencias.

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