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PONENCIA:
Desde el año 2009 estamos realizando una investigación en los municipios de Belén y
de Villavil, de la Provincia de Catamarca, destinada a relevar recetas y alimentos
tradicionales de las comunidades rurales de los valles de la prepuna y la puna,
considerando tanto el modo en que se producen o producían localmente los ingredientes
y condimentos hasta sus formas de preparación y la ocasión en que son consumidos.
Esta primera etapa nos ha demostrado la enorme variedad de productos y formas de
preparación de alimentos que aún se preparan o se conservan en la memoria de los
mayores (más de 60 preparaciones entre platos salados, panes, conservas, quesos,
bebidas, postres, golosinas). Es una gastronomía en la que perviven saberes y prácticas
de raíz prehispánica y colonial, profundamente ligada al entorno ambiental.
Las comunidades rurales del noroeste de Catamarca, como muchas comunidades rurales
del país, han sufrido un constante proceso de despoblamiento y pauperización, debido a
la falta de ofertas de trabajo y al atractivo de un modelo de vida centrado en las grandes
ciudades. Han sufrido la desvalorización de las culturas locales y con ella su bagaje de
saberes sobre productos locales y formas de aprovechamiento de su medioambiente: el
modelo económico impregna de sentido de “pobre” el suelo o la geografía de la prepuna
y la puna. La cocina tradicional rural del Noroeste suele ser también considerada como
“de pobre” por los habitantes de las comunidades urbanas aledañas y estigmatizada en
ese sentido. En su repertorio de preparaciones se usa más grano que carne –sobre todo
maíz—y se usa más carne de llama, oveja o cabrito que de vaca. La carne de vaca está
mucho más jerarquizada que los granos y que la de otros ganados, a partir de la difusión
de gastronomías vinculadas a la pampa húmeda y a las grandes urbes.
La estigmatización de las gastronomías tradicionales campesinas o indígenas puede
llegar incluso a desestimar ingredientes negándoles su valor como alimentos. Se ha
estudiado, por ejemplo, cómo la desvalorización de las costumbres alimentarias rapanui
por parte de los colonos se trasladó a los grupos indígenas, lo que desembocó en una
percepción de escasez alimentaria porque no tenían acceso al alimento de los colonos
continentales (Ramírez Dobud, 2010). Lo mismo sucede entre los Tobas del Chaco
donde es la escuela la que deslegitima la comida tradicional local, imponiendo
ingredientes como fideo, arroz, o pan que no forman parte de la tradición toba. Entre los
tobas, la recolección de frutas cumplía un rol sustancial tanto en el acceso a nutrientes
como en el significado colectivo y cultural de las prácticas; hoy los biólogos constantan
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la riqueza nutritiva de los frutos del bosque chaqueño, sin embargo está tan devaluada
esa práctica (y también la de la marisca: consumo directo del campo), por considerarla
“de indio”, “de vago”, que esos profundos y complejos conocimientos ya no se
trasladan de una generación a otra y van desapareciendo a medida que mueren los
ancianos de las comunidades (Martínez, G.: 2010).
¿Pero cómo actúa esa desvalorización en los habitantes de las comunidades que estamos
investigando? Porque, en el primer acercamiento exploratorio de esta investigación, se
ha podido constatar que, se siguen comiendo esas frutas (pasacana, chañar, mistol,) y
esas golosinas (harina cocida, arrope, espesao) y esos platos (ancacho, mazamorra con
collpa, mote, charqui) que ahora pueden ser reemplazados fácilmente por los fideos, el
pan, el arroz y las golosinas que traen los camiones de las ciudades, a través de las
carreteras ya pavimentadas. Creemos que la respuesta al porqué de esa vigencia sólo
puede ser construida desde el punto de vista de las significaciones culturales y la
complejidad de la memoria colectiva.
canales de riego, construcciones, etc. Por ejemplo, para estas ocasiones se prefiere, en
Belén, la cabeza guateada o el gigote.
c. Son platos que, en la medida en que es posible conseguir los ingredientes principales,
se vuelven a hacer y se reeditan lejos, tanto espacialmente como temporalmente, de esas
prácticas que los requieren. Es el caso de los emigrantes de los pueblos que los vuelven
a hacer lejos de su lugar de origen, o en las ciudades cercanas cuando se disfrutan fuera
de las actividades colectivas mencionadas. Creemos que es en este caso cuando se
vuelven formas de la memoria ejercida materialmente: se come para recordar y se
recuerda comiendo. ¿Pero qué es lo que se recuerda cuando se comen estos alimentos
tradicionales?
Los de la comida tradicional son “alimentos con historia”, retomando un concepto de
Claude Fischler, quien señala que en la producción moderna agroalimentaria, el
comensal se vuelve en realidad consumidor y “entre el comensal-consumidor y sus
alimentos, no existe ningún vínculo de pertenencia común, ni tan sólo el que liga
comedor y comido a un mismo nicho ecológico o aun mismo territorio. El alimento se
ha convertido en un objeto sin historia conocida, en un artefacto en un vacío casi
sideral, entre pasado y futuro, a la vez amenazante y fascinante” (2002: 371).
Muchos de los alimentos de la cocina tradicional de la zona son de origen prehispánico,
otros se remontan a la colonia (comparando con registro de preparaciones de los
cronistas, recopilados por Sophie Cohen, 2004 ). Es decir, cargan una historia de siglos.
¿Por qué permanecieron, después de tantos siglos y de la catástrofe que significó la
conquista y el posterior desarrollo de los estados nacionales con sus prácticas de
exterminio y su permanente exclusión de los grupos originarios?
Halbwach, al distinguir la Historia de la memoria colectiva, enfatiza que, a diferencia de
aquella, que destaca los acontecimientos, lo que se sale de lo común en la vida de un
grupo, “en la memoria colectiva las semejanzas pasan (…) al primer plano”. En la
memoria colectiva es central el tema de la duración como experiencia específica del
tiempo en los seres humanos, diferente a la medida del tiempo, a la acción de medirlo.
Platos como el gigote, la cabeza guateada (que viene del quechua “huatear” o cocinar
con piedras calientes) se reeditan una y otra vez, y en cada ocasión se modifican, al
mismo tiempo que se actualizan, se mantienen, se busca deliberadamente la
reproducción del sabor, del aspecto que se conocía, que fue aprendido. La acción de
repetir, rehacer el plato, la golosina, la bebida, creemos es una práctica de memoria,
memoria materializada.
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Pero Halbwach también ha demostrado que una tradición no sobrevive sino encuentra
un sentido dentro de los marcos sociales del presente: “los marcos sociales son los
instrumentos que la memoria colectiva utiliza para reconstruir una imagen del pasado
acorde con cada época y en sintonía con los pensamientos dominantes de la sociedad”
(2004: 10). Es por eso que se vuelve muy inquietante preguntarse por qué y cómo es
que una forma de preparación de un alimento que tiene un linaje de siglos sigue
teniendo sentido para un grupo: existirían, por lo tanto, marcos sociales que habilitan la
vigencia de una forma de alimentación, o al menos de una forma de preparación de
algunos alimentos. La antropología ha señalado que la vigencia de creencias y rituales
de larga duración se puede explicar por la vigencia de un modo de vida del cual son
parte coherente. Tomamos una reflexión de E. Florescano que podría servir de
orientación, aun cuando está haciendo referencia a México. Se pregunta, en realidad,
por qué no cambiaron las creencias de grupos indígenas mexicanos a lo largo de varios
siglos y se responde: porque “se trata de colectividades unidas por prácticas agrícolas
dedicadas a la sobrevivencia del grupo. Los antropólogos y los historiadores, al
sobrevalorar las ideologías, olvidaron que las identidades son resultado de prácticas
sociales repetidas a través de los siglos. Frente a la evanescente duración de las
ideologías debe recordarse que la práctica de sembrar, regar, desyerbar, proteger,
cosechar y almacenar el maíz ha sido la tarea colectiva absorbente de los indígenas
desde hace 5000 mil años por lo menos. Esta costumbre fue la que creó el vínculo
milenario entre el campesino y la milpa, entre el ser humano y la tierra que lo alimenta.
Esta práctica cotidiana forjó los lazos de identidad que unieron a un campesino con otro,
y fue el crisol donde cristalizaron las formas de vida campesina que perduran hasta
nuestros días.” (Florescano, 1999: 314)
Pero esto no explicaría la reedición de estos mismos platos fuera de las comunidades
que todavía los preparan para las fiestas comunitarias y ocasiones de trabajo colectivo,
como vimos más arriba. Es aquí cuando me parece que se vuelve más interesante:
podemos entender a la cocina tradicional como un acto de memoria en sí mismo,
memoria de una identidad ligada a un modo de vida que ya no se vive.
Halbwach, otorga importancia a los marcos espaciales como sostenedores de procesos
de rememoración. En ese sentido, podríamos en principio reconocer como marco
espacial al paisaje y ambiente natural que provee de los ingredientes, la fisonomía de
algunas cocinas y fogones que no parecen haber cambiado en mucho tiempo, aún
cuando ahora también se disponga de cocina a gas, y las fiestas y ocasiones de trabajo
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Gustavo Esteva advierte que la comida, entre los indios y los campesinos, se refiere a
una compleja relación con la tierra, que no es equivalente a la actividad técnica de
producir alimentos (Esteva, 2003: 13). Hay en estos saberes una capacidad de gestión
autónoma de la propia vida que Esteva pone en evidencia al retomar el concepto de
escasez de Iván Illich: “Aludo a una condición crónica y general de las minorías
globalizadas, en que la gente debe ser alimentada y vive en continua dependencia de
aparatos institucionales, públicos o privados, que crean en ella adicciones permanentes a
servicios que se asumen como logros magníficos de la civilización”. (Esteva, 2003: 14)
O como explica gráficamente Wendel Berry, citado por Esteva, refiriéndose a la
alimentación industrial: “Los fabricantes de alimentos han logrado persuadir a millones
de consumidores para que prefieran alimentos ya preparados. Los fabricantes se los
cultivarán, se los cocinarán y se los entregarán, e incluso (exactamente como haría su
madre), les rogarán que los coman. No se han ofrecido aún a ponérselos masticados en
la boca porque todavía no encuentran una manera lucrativa de hacerlo, pero es seguro
que les encantaría descubrirla.” (Berry 1990: 146).
Mi interés por la pervivencia de prácticas lejanas en el tiempo se basa en esa posibilidad
de mantener vivo el recuerdo de que era y es posible otra experiencia de vida, como
estrategias de resguardo de “otras” culturas frente al creciente y poderoso proceso de
mercantilización de todos los órdenes de la vida y de ruptura de los tradicionales límites
a esos procesos.
Son múltiples y complejos los factores que entran en juego en el desarrollo de un tipo
de alimentación, Patricia Aguirre lo ha demostrado claramente (Aguirre, 2005). El
acceso a los alimentos, entre ellos, es central. Dice refiriéndose a la “comida de la
escasez” propia de los grupos carenciados de las zonas urbanas:
“El gusto que hace que se acepte como comida cotidiana lo que de todas
maneras estarían obligados a comer porque es lo que se puede (no lo que se
quiere), tiene en nuestro análisis diferentes dimensiones. Una de ellas es la
función protectiva: se aprende a gustar lo que permite la supervivencia. Los
padres transmiten a sus hijos - por acción y omisión - un mapa de las
posibilidades del gusto como las opciones posibles a partir de las cuales los
niños se moverán con variaciones individuales y sociales incorporando y
variando productos en respuesta a los cambios del acceso. Las familias ejercen
sobre los niños una presión indirecta que tiene efectos sobre lo que aprenden a
gustar. Esta presión se ejerce principalmente a través de un sistema de reglas y
representaciones que no sólo restringe de hecho el abanico de los alimentos que
puede probar el niño sino a nominar los fundamentos que hacen de esta comida
parte de la identidad, la construcción del “nosotros” de pertenencia donde esas
reglas y representaciones tienen valor.” (Aguirre, 2005:184-185)
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Bibliografía
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pobreza” En Temas de Patrimonio Cultural 6. La cocina como patrimonio (in) tangible.
Comisión para la preservación del patrimonio cultural de Buenos Aires. Buenos Aires:
imprenta del Gobierno de la Ciudad.
. Alfaro, Alfonso (2002): “Los espacios de la sazón. La sombrita, el antojo y el altar” en
Cuadernos de Patrimonio Cultural y turismo. Tomo 1. México: CONACULTA,
. Álvarez, Marcelo: (2005): “La cocina como patrimonio (in) tangible” en Temas de
Patrimonio Cultural 6. La cocina como patrimonio (in) tangible. Comisión para la
preservación del patrimonio cultural de Buenos Aires. Buenos Aires: imprenta del
Gobierno de la Ciudad
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Sociologique, 1970, traducido por Gilberto Gimenez en la compilación de este autor
(2005): Teoría y análisis de la cultura, vol. II, México: CONACULTA
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. Cohen, Sophie D. (2004, 1ra edición 1994): Las primeras cocinas de América,
México: FCE.
. Fischler, Claude: “Gastronomía y gastro-anomía: sabiduría del cuerpo y crisis
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Alimentación y cultura. Necesidades, gustos y costumbres. México: Alfaomega editores.
. Florescano, Enrique (1999): Memoria Indígena. México: Taurus
. Goody, Jack: “Alimentación industrial: hacia una cocina mundial” en Contreras, Jesús
(comp. (2002):) Alimentación y cultura. Necesidades, gustos y costumbres. México:
Alfaomega editores.
. Halbwachs, Maurice (2004): Los marcos sociales de la memoria. Barcelona:
Anthropos.
. Martínez, Gustavo Javier: “Diversidad de plantas silvestres comestibles entre los tobas
del Chaco central: un enfoque ambiental y diacrónico” en las Jornadas de Arqueología
de la Alimentación. Museo de Antropología, Córdoba, UNC, agosto 2010
. Ramírez Dobud, Francisca: “Inseguridad alimentaria y políticas de colonización: la
realidad actual del sistema alimentario rapanui”, en las Jornadas de Arqueología de la
Alimentación. Museo de Antropología, Córdoba, UNC, agosto 2010
. Esteva, Gustavo: “Volver a la mesa” en VVAA: (2008) Volver a la mesa. Soberanía y
cultura de la comida en la América Profunda. Lima: PRATEC (Proyecto Andino de
Tecnologías Campesinas)