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Análisis de “Instrucciones para dar

cuerda a un reloj” de Julio Cortázar


por elisapelayo100304779

El texto a analizar pertenece a Julio Cortázar, autor argentino cuya obra se enmarca en el
llamado boom hispanoamericano y en la que destaca el género del cuento. En
Hispanoamérica el cuento ha sido entendido como una forma de expresión a la misma
altura que la novela, la poesía o el teatro y el presente texto constituye, de hecho, un
cuento.

Respondiendo a su género, el texto a analizar es breve. Lo que parecía, por su título, un


texto meramente explicativo, constituye en realidad una verdadera reflexión sobre la
temporalidad y la muerte. Existe en el texto un personaje evocado por el autor, que es al
que se dirige el cuento de manera imperativa, dando “instrucciones” para no tener miedo
al paso del tiempo, a la muerte. El espacio del cuento no es un lugar específico, pero se
hace alusión a lugares que forman parte de la Tierra, de nuestro mundo, pues menciona
árboles, brisas y barcas. Gramaticalmente, los verbos utilizados dominantes son de tiempo
presente (está la muerte, se abre otro plazo, despliegan sus hojas, corren regatas, etc.),
aunque también se utilizan las formas pasadas pudo alcanzarse y fue olvidada. El texto,
como ya he dicho, es imperativo y por lo tanto se dirige a un “tú/usted”, al personaje
evocado; pero está escrito en primera persona: “si no corremos y llegamos antes y
comprendemos que no importa”. Por otra parte, se advierten en el texto determinadas
figuras literarias como son la metáfora (Va corroyendo las venas del reloj, gangrenando
la fría sangre de sus pequeños rubíes), el símil (El tiempo como un abanico se va llenando
de sí mismo), la personificación (Las barcas corren regatas) y la interrogación (¿Qué
más quiere, qué más quiere?) .

Considero de vital importancia, antes de nada, analizar lo que es una constante en la obra
de Cortázar (y que además es el tema central de “Instrucciones para dar cuerda a un
reloj”): el paso del tiempo, su temporalidad, su condena, su cotidianidad más nefasta;
todo ello bajo la parábola de los relojes, un elemento que llena de simbología gran parte
de sus relatos.

En “Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo” el reloj de pulsera personifica


al mismo Drácula (Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la
muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la
sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos). En “El perseguidor- Las
armas secretas”, el autor habla sobre nuestra condena a la obsesión con las agujas del
reloj y su consecuente impedimento al disfrute de la vida (Si encontráramos la manera
podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa
manía de minutos y de pasado mañana).

“Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj” es otro cuento al que, desde mi
punto de vista, también conviene prestar atención. Habla, de nuevo, sobre esa obsesión
que tenemos con respecto al tiempo, sobre cómo el tiempo se agarra a nuestra muñeca,
literalmente, haciéndonos sus esclavos; y sobre cómo el reloj, lo que creemos poseer,
termina poseyéndonos a nosotros, humanos, y no al revés (No te regalan un reloj, tú eres
regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj).

En “Instrucciones para dar cuerda al reloj”, además, Cortázar, asocia de manera


inevitable la temporalidad con la muerte. “Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga
miedo”, comienza. Y es que la muerte y el tiempo son enemigos, y resulta muy difícil no
tener miedo. Es difícil no tener miedo porque la muerte es ese punto en el que el tiempo
ya no existe más, ni existes tú ni nada; o sí existes pero no sabes que rostro tendrás, o
cómo serán las cosas, o cómo olerán, o cómo se oirán. Porque para alguien como yo, que
aunque lo intenta, no puede creer en cielos divinos donde todo es felicidad, lo que se
espera después del final, lo que va detrás de ese parón en mi reloj interno, no es nada. Y
quiero saber cómo es ese nada. Pero la nada no es nada. Es un vacío. No se puede
imaginar. No es blanco ni negro. No tiene color, porque si no ya sería algo. Y tiendo a
imaginarme flotando en una habitación transparente de paredes que no se ven y que no
están pero que se sienten, porque en mi mente oigo ecos de silencio cuando me pregunto
si estoy muerta. Pero es que en la nada el silencio tampoco existe, ni existe un fantasma
de mí misma, ni existe el infinito; en el que quiero creer y por el que cierro mis ojos con
todas mis fuerzas para imaginar una vida eterna, pero que mi ser no concibe y desecha a
los pocos instantes. Y en la vida no tenemos certeza de lo que vendrá después; ni siquiera
podemos acercarnos a conocer un hálito de ese luego que nos acompaña a cada segundo
de nuestras vidas. No podemos tener absoluta certeza de nada, de absolutamente nada que
no sea la muerte. La muerte es lo único que sabemos que, tarde o temprano, será. Y está
próxima, cada vez más. Y la vida, si lo pensamos, resulta muy contradictoria porque
queremos vivir, vivir mucho, y, sin embargo, vivir es precisamente lo que nos va
acercando más a la muerte. Y nos hacemos mayores y nos damos cuenta de que, ya no es
sólo que el paso de los años nos vaya aproximando más a ella sino que, además, cada
instante es más rápido. No sé por qué pero todo, cada vez, se vuelve más efímero. Y
supongo que todos esos miedos que yo tengo (y los que tendrá todo el mundo porque a
fin de cuentas yo no soy distinta a nadie) son a los que se refiere Cortázar con esa primera
frase.

“Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela
suavemente”; convierta el tiempo en un asunto al que poder manejar. Porque si paramos
las agujas del reloj, el tiempo no tiene por qué moverse. Y el tic-tac angustioso e
imparable de las saetas se vuelve manipulable. Y el tiempo, de pronto, se puede parar, y
adelantar, y atrasar. Porque qué es el tiempo. Una invención del hombre; algo que ni
siquiera existe de verdad. Y si despreciamos los segundos, los minutos y las horas, el
tiempo no es más que lunas, soles, y canas blanquecinas y arrugas cada vez más profundas
que surgen cuando les apetece. Cortázar nos anima a dar cuerda al reloj, a dejarlo correr,
y a imitarlo y seguir sus pasos. Los verbos se vuelven todos tiempo presente. No hay
aforo para pasados ni futuros. Y queda el aquí y ahora, el ser libre, libre de tiempo, el
ignorar la molestia de la correa apretando nuestra muñeca e intentando hacerse notar.

“Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas,
el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas
de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. ¿Que más quiere, qué más
quiere?Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante”. Le hago
caso. Imito a ese reloj, y me veo a mí misma despreocupada, con ansia de vivir como si
no hubiera ayer o mañana y descubro cosas que había visto pero no había mirado. En la
cotidianidad más aburrida irrumpen, de pronto, sensaciones a las que el miedo no daba
cabida. Desapareció el antagonista y, con él, el conflicto de esta obra de teatro que es la
vida. Y las diminutas manecillas van dibujando una órbita en el reloj, y el mundo da
vueltas, y yo me emborracho de sensaciones que antes ni siquiera olían; que ya estaban
pero que ahora son. El reloj se mueve y yo, y el mundo, lo hacemos a través de él.
Descubrimos lo escondido al vivir, y sólo vivir. Qué más queremos si hemos conseguido
superar la vulnerabilidad que el reloj creaba, que más queremos si hemos conseguido
burlar el hábito, el rigor y el control. Árboles desplegando sus hojas, barcas navegando,
el tiempo expandiéndose, el aire, las sombras, la brisa… todo es movimiento, es caminar
y crecer, es el paso de la vida. Debemos seguir el paso decidido del tiempo, darnos cuerda
a nosotros en nuestra propia dirección.

“El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va
corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes”.
Porque el miedo, siempre el miedo y en todas sus facetas, es lo que nos impide hacer
cosas. Y yo recuerdo los ojos pequeñitos de mi abuela, y sus párpados arrugados que
protegen el iris membranoso, frágil, casi roto, color miel, con textura de velo viejo; las
huellas irreversibles de su tiempo. Y esos ojos hablan de arrepentimiento y de “me hubiera
gustado hacer” y me doy cuenta de que, como las arrugas, las cosas no hechas, llegado
un punto muy avanzado de nuestras vidas, también terminan por convertirse en huellas
irreversibles difíciles de reescribir. Y me da pena por ella porque quisiera haber hecho y
no hizo, y pasan los años pero lo no hecho sigue pesando, tanto, que es difícil rehacer el
camino con un hatillo de escombros de cuatro toneladas a la espalda. Herrumbrar, corroer,
gangrenar; le ocurre al reloj, al tiempo, pero también a la garganta trémula cuando tiene
miedo, y está triste, y sola, y perdida, y quiere llorar y no puede, y no sabe a dónde ir. Y
el reloj no es de plástico, sino de rubíes, porque el tiempo es valioso.

“Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos y comprendemos que ya no


importa”.Qué más dará la muerte si no tenemos ni voz ni voto en ella. Llegará cuando le
plazca, nos llevará aunque no queramos. Sin llamar a la puerta. Por qué correr para llegar
temprano o pararse para llegar tarde, si está al final del todo, esperando y actuará sin
saberlo nosotros, cuando quiera.

Se cierra el movimiento circular de la manecillas del reloj, y también se cierra nuestra


vida que finaliza en el mismo punto de origen: en la nada, en una nada de la que no
sabemos nada. Y qué importa lo que hicimos o dejamos de hacer si el final es el mismo
para los que hicieron y los que no hicieron; para qué obsesionarse con el tiempo. ¿Para
qué? Si los segundos no existen, los segundos fueron.
Elisa Pelayo.

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