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El texto a analizar pertenece a Julio Cortázar, autor argentino cuya obra se enmarca en el
llamado boom hispanoamericano y en la que destaca el género del cuento. En
Hispanoamérica el cuento ha sido entendido como una forma de expresión a la misma
altura que la novela, la poesía o el teatro y el presente texto constituye, de hecho, un
cuento.
Considero de vital importancia, antes de nada, analizar lo que es una constante en la obra
de Cortázar (y que además es el tema central de “Instrucciones para dar cuerda a un
reloj”): el paso del tiempo, su temporalidad, su condena, su cotidianidad más nefasta;
todo ello bajo la parábola de los relojes, un elemento que llena de simbología gran parte
de sus relatos.
“Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj” es otro cuento al que, desde mi
punto de vista, también conviene prestar atención. Habla, de nuevo, sobre esa obsesión
que tenemos con respecto al tiempo, sobre cómo el tiempo se agarra a nuestra muñeca,
literalmente, haciéndonos sus esclavos; y sobre cómo el reloj, lo que creemos poseer,
termina poseyéndonos a nosotros, humanos, y no al revés (No te regalan un reloj, tú eres
regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj).
“Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela
suavemente”; convierta el tiempo en un asunto al que poder manejar. Porque si paramos
las agujas del reloj, el tiempo no tiene por qué moverse. Y el tic-tac angustioso e
imparable de las saetas se vuelve manipulable. Y el tiempo, de pronto, se puede parar, y
adelantar, y atrasar. Porque qué es el tiempo. Una invención del hombre; algo que ni
siquiera existe de verdad. Y si despreciamos los segundos, los minutos y las horas, el
tiempo no es más que lunas, soles, y canas blanquecinas y arrugas cada vez más profundas
que surgen cuando les apetece. Cortázar nos anima a dar cuerda al reloj, a dejarlo correr,
y a imitarlo y seguir sus pasos. Los verbos se vuelven todos tiempo presente. No hay
aforo para pasados ni futuros. Y queda el aquí y ahora, el ser libre, libre de tiempo, el
ignorar la molestia de la correa apretando nuestra muñeca e intentando hacerse notar.
“Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas,
el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas
de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. ¿Que más quiere, qué más
quiere?Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante”. Le hago
caso. Imito a ese reloj, y me veo a mí misma despreocupada, con ansia de vivir como si
no hubiera ayer o mañana y descubro cosas que había visto pero no había mirado. En la
cotidianidad más aburrida irrumpen, de pronto, sensaciones a las que el miedo no daba
cabida. Desapareció el antagonista y, con él, el conflicto de esta obra de teatro que es la
vida. Y las diminutas manecillas van dibujando una órbita en el reloj, y el mundo da
vueltas, y yo me emborracho de sensaciones que antes ni siquiera olían; que ya estaban
pero que ahora son. El reloj se mueve y yo, y el mundo, lo hacemos a través de él.
Descubrimos lo escondido al vivir, y sólo vivir. Qué más queremos si hemos conseguido
superar la vulnerabilidad que el reloj creaba, que más queremos si hemos conseguido
burlar el hábito, el rigor y el control. Árboles desplegando sus hojas, barcas navegando,
el tiempo expandiéndose, el aire, las sombras, la brisa… todo es movimiento, es caminar
y crecer, es el paso de la vida. Debemos seguir el paso decidido del tiempo, darnos cuerda
a nosotros en nuestra propia dirección.
“El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va
corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes”.
Porque el miedo, siempre el miedo y en todas sus facetas, es lo que nos impide hacer
cosas. Y yo recuerdo los ojos pequeñitos de mi abuela, y sus párpados arrugados que
protegen el iris membranoso, frágil, casi roto, color miel, con textura de velo viejo; las
huellas irreversibles de su tiempo. Y esos ojos hablan de arrepentimiento y de “me hubiera
gustado hacer” y me doy cuenta de que, como las arrugas, las cosas no hechas, llegado
un punto muy avanzado de nuestras vidas, también terminan por convertirse en huellas
irreversibles difíciles de reescribir. Y me da pena por ella porque quisiera haber hecho y
no hizo, y pasan los años pero lo no hecho sigue pesando, tanto, que es difícil rehacer el
camino con un hatillo de escombros de cuatro toneladas a la espalda. Herrumbrar, corroer,
gangrenar; le ocurre al reloj, al tiempo, pero también a la garganta trémula cuando tiene
miedo, y está triste, y sola, y perdida, y quiere llorar y no puede, y no sabe a dónde ir. Y
el reloj no es de plástico, sino de rubíes, porque el tiempo es valioso.
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