Professional Documents
Culture Documents
CITATIONS READS
0 210
2 authors, including:
SEE PROFILE
Some of the authors of this publication are also working on these related projects:
All content following this page was uploaded by Dader Jose Luis on 21 May 2014.
Tema 2
Comunicación política y teoría democrática: La filosofía política
de la democracia desde la perspectiva mediológica
“La comunicación es, en efecto, el recurso fundamental de la política y una de las categorías
básicas de la democracia (…) La política pasa por la comunicación (…) porque gobernantes y
gobernados necesitan reducir la incertidumbre que ambos tienen: aquéllos sobre la opinión de
éstos, y éstos sobre las decisiones de aquéllos (…) sólo hay dos formas de gobernar (…) por la
comunicación o por la policía (…) La comunicación (…) (es) una de las instancias que primero
es anulada cuando la democracia cae bajo la razón de la espada” (J. Del Rey, 96:37 y 40)
El objetivo crucial de la democracia como sistema político no es conseguir que los miembros de
la comunidad política se comuniquen mejor, más satisfactoriamente o de determinada manera entre sí;
sino conseguir que las decisiones de supuesto bien común y el orden establecido para su determinación
integren a todos los componentes del cuerpo político en un proceso efectivo de coordinación
colectivamente respaldada. Sin embargo, y aunque inicialmente los filósofos de la política democrática
no parten del análisis de las formas de comunicación para alcanzar sus objetivos de representación,
responsabilización y participación de todos los ciudadanos, implícita y aun inconscientemente han tenido
que estar asumiendo que la consecución de dichos objetivos es inseparable de la realización práctica de
ciertas condiciones y modos de comunicación. Aunque en ese sentido, la filosofía política en general y la
teoría democrática en particular no han afrontado en sus formulaciones clásicas el problema de la
comunicación, es hora ya de poner de relieve, sobre todo a través de la especialidad académica de la
COMUNICACIÓN POLÍTICA, que los principales objetivos y valores de cualquier tipo de teorización
política se asientan y traducen en determinados objetivos y prescripciones de comunicación social.
Como ha escrito Javier Del Rey (autor que servirá de guía principal para este capítulo del
temario), “La comunicación es, en efecto, el recurso fundamental de la política y una de las categorías
básicas de la democracia” (1996:37).
Tal y como ya quedó planteado en el Capítulo 1, el concepto básico de política puede ser
reinterpretado desde una perspectiva comunicacional. Como también explica Del Rey (96:165-166), el
concepto de comunicación e intercambio de mensajes puede plantearse como un nuevo paradigma desde
el que analizar toda la política (165-166).
“la política es una cuestión de comunicación , en la que los mensajes generados por el líder
político, el partido o el gobierno, tienen que contrastarse con los mensajes que llegan desde la
realidad, es decir, de la economía, de los sindicatos, de la patronal empresarial, de otros partidos
o de otros gobiernos”. (p. 169)
“La base de toda política es una información incompleta (…) la decisión de actuar se toma en
una situación de relativa incertidumbre” (p. 170).
15
“Cuando el sistema no es capaz de actuar sobre los recursos y sobre su distribución (…) la
política puede idear recursos de otra naturaleza, que tienen un gasto energético mínimo para el
sistema: se trata de la emisión de productos simbólicos. Y es aquí donde demuestra su eficacia la
comunicación política, pero también sus límites (379). “Porque la acción política es siempre
restrictiva: no todas las exigencias sociales serán convertidas en necesidades políticas, esto es,
no todas las demandas serán igualmente atendidas por las élites ni todas encontrarán satisfacción
(380).
Por otra parte, y en sentido inverso, hasta el gobierno más totalitario hace saber a sus súbditos lo
que quiere o espera de ellos. No se limita a someterlos por la fuerza mediante acciones por sorpresa, sino
que le resulta mucho eficaz un sistema de anuncios, por simple que éste sea, de premios y amenazas, de
realizaciones y proyectos, etc. Parodiando el chiste del español que tras la aventura sexual necesita tener
con quién comentarlo, cabría decir que ningún dictador se sentiría satisfecho si, además de imponer su
plena voluntad, no pudiera disponer de un sistema para que todo el mundo se enterara. Dicho sistema
informativo conllevará en tales casos un proceso de persuasión y convencimiento para la aquiescencia.
Pero por muy fraudulentos y alejados de los modelos ideales de comunicación que dichos mecanismos
fueran, seguirían siendo procesos de comunicación (llámeseles propaganda política, manipulación
informativa o como se quiera), a los que el más tiránico de los gobiernos siempre dedicará y ha dedicado
(dentro de su contexto histórico y posibilidades organizativo-tecnológicas) la mayor cantidad de recursos
posibles en términos de dinero, organización o inteligencia política.
Unos y otros procesos (de información del gobernante a los gobernados, de los gobernados al
gobernante, de aquellos entre sí o de éste con potenciales competidores o ‘colegas exteriores’),
constituyen en definitiva una materia política de primer orden, calificable incluso de materia prima
indispensable para muchos otros elementos o componentes de la globalidad de la política. Analizar tales
procesos forma parte cosustancial de la teoría política (aunque hasta ahora la teoría política convencional
se haya limitado a la mención sumaria o las referencias esporádicas) y su descripción y evaluación jugará
un importante papel en el futuro de la teoría política, para identificar, comparar y prescribir la situación y
evolución de cualquier sociedad políticamente constituida.
La visión física del Estado como continente territorial ha aparecido siempre presente en
cualquier filosofía o interpretación filosófica que se haya hecho del mismo. Todo lo más, y a medida que
la teoría y filosofía política han adquirido mayor complejidad, la idea de Estado ha quedado asociada a la
de organización institucional y burocrática del colectivo. Pero siempre suponiendo -o dejando resuelto
previamente-, que esa organización institucional carecería de sentido sin un marco territorial al que
referirse. De ahí que el primer elemento para la creación de un Estado -y el detonante más agudo para su
desintegración-, no son las discusiones sobre la estructura organizativa del Estado, la forma de gobierno,
el modelo de sociedad o las reglas fundamentales de su marco normativo, sino pura y simplemente la
delimitación territorial. Si este Estado llega hasta allí o hasta aquí, si formamos uno o varios territorios
independientes, qué tipo de independencia o dependencia mantenemos con los otros territorios, etc.
Pero esas dos visiones naturales y lógicamente superpuestas de Estado (como territorio primero
más organización institucional después), pueden asimismo encontrar un nuevo punto de enriquecimiento
interpretativo si se complementan con una conceptuación comunicacional del Estado.
Visto desde el prisma comunicacional, y en un primer acercamiento, puede señalarse, como hace
Del Rey (96:199) que “el Estado es sujeto y objeto de la información de actualidad”. Pero yendo más
lejos, y también siguiendo al mismo autor, (el Estado) “es en definitiva el referente de la organización
perceptiva del material informativo (…) Esa realidad convierte al Estado en el marco perceptivo en el que
se produce la conciencia de la sociedad, que acepta y vive en el “dentro” perceptivo creado por una
organización” (Ibid:199).
La interpretación, desde la comunicación política, del Estado como una especialmente intensa
comunidad de comunicación, común territorio simbólico de percepción política, o comunidad de opinión
pública política, puede no sólo servir para volver a definir lo que muchos otros ya concibieron desde
paradigmas territoriales y organizacionales. Sino para empezar a interpretar problemas y realidades de
una nueva sociedad que, en consonancia con sus nuevas formas y situaciones comunicacionales-, está en
los albores, cuando no en el pleno desarrollo, de nuevas formas o ensayos de configuración política
estatal.
A la luz tan sólo de la concepción territorial u organizativa del Estado no pueden entenderse
plenamente ni los problemas suscitados ni los logros habidos a pesar de los anteriores, en la constitución
de la Unión Europea, por ejemplo. La propia idea de construcción vertiginosa de un macro-estado, a
partir de pequeños y heterogéneos mini-estados, sólo es posible por el estímulo de lazos comunicativos,
políticas informativas, diálogo político intensamente incrementado, etc.. Algunos preferirán hablar de
cultura compartida y de vínculos culturales para explicar ese fenómeno, pero esos elementos existieron
en Europa hace ya muchos siglos, incluso en condiciones mucho mejores para la integración, como era la
existencia de una ‘lingua franca’ indiscutiblemente dominante (el latín) y una homogeneidad de valores
(religión única y respaldo al gobierno centralizado). El substrato cultural común puede entonces ser un
componente, (también existe el concepto cultural de Iberoamérica, Hispanoamérica o Latinoamérica, con
su correspondiente ‘lingua franca’, incluso) pero su activación implica intensos procesos comunicativos.
Los procesos de creación o evolución de los Estados desde el punto de vista del paradigma
comunicativo tiene un extenso elenco de casos que merecen ser considerados, cada uno de ellos con
interrogantes no resueltos por la teoría política convencional y que desde la comunicación política
suscitan cuando menos nuevas hipótesis: ¿Cómo explicar por ejemplo, la vertiginosa desintegración del
organizativamente férreo Estado de la Unión Soviética y su satelizado ‘Pacto de Varsovia’, sin que
apenas, además, se produjera una confrontación interna aguda y violenta? ¿Cómo puede pervivir, en
cambio, una unidad estatal de Gibraltar con su metrópoli, o de las Falklands Islands con el mismo Estado
nodriza? ¿Qué circunstancias comunicativas apoyarán el experimento de reunificación de Hong-Kong
con China, o qué otras hacen diferente el proceso probable en las relaciones entre China y Taiwan? Son
sólo una muestra del tipo de análisis que la idea de Estado es susceptible de experimentar desde este
nuevo enfoque.
compartida” (que, sin embargo, según acabo de exponer, es algo más que una mera comunidad cultural.
Por ello, la idea de una opinión pública compartida o espacio público común (los vasco-franceses y los
vasco-españoles comparten una raíz cultural pero no un mismo espacio público), expresa mejor la
peculiaridad del nuevo enfoque.
El concepto de democracia constituye sin duda el punto central de buena parte de la filosofía y
teoría política, al menos en el marco cultural del llamado “Occidente”. De nuevo estamos en presencia de
un concepto político que analizado desde enfoques clásicos no incluye la cuestión de las formas
comunicativas entre los elementos esenciales de sus reflexiones. Según las concepciones clásicas de
“democracia”, ésta ha sido definida, en efecto, como:
Sin embargo, también el concepto de democracia puede y merece ser reinterpretado desde el
enfoque de la comunicación política, poniendo de relieve que dicho régimen político exige y es
inseparable de un determinado catálogo de valores comunicativos y modalidades específicas de ejercer y
posibilitar la comunicación política. Así, Javier Del Rey advierte en una primera aproximación que:
Sin incurrir, no obstante, en la exclusiva identificación que en diferentes pasajes el referido autor
realiza entre democracia y comunicación política, resulta muy atinada su visión de la democracia como,
“juego de lenguaje y ordenamiento del espacio público en el que se da la novedad de que las minorías
también son emisoras (…) y en el que las relaciones entre los valores se revelan conflictivas,
contradictorias (…) (lo) que es el presupuesto de la libertad, para elegir y decantarse por unos valores”
(Ibid:154).
Integrando entonces dicha perspectiva y buscando una definición lo más nítida posible de
democracia en términos comunicacionales, podría ensayarse el siguiente par de definiciones:
La comunicación política aparece así entendida como una variable nuclear de la democracia
(aunque también sea una variable secundaria o de otro tipo en otros ordenamientos políticos), y se
convierte en uno de los instrumentos indispensables en el juego/lucha/ejercicio de la deliberación y
participación democráticas. Como también interpreta Del Rey (p. 213), la comunicación política es “la
agonística de la democracia, (…) que viene del griego “agón -lucha-“ 1 .
Aunque más adelante cabrá plantearse qué peculiaridades o que fórmulas específicas presenta la
comunicación política de las democracias contemporáneas (Del Rey junto con muchos otros autores las
califican de “democracias mediáticas”, “teledemocracias”, etc.), de momento queda ya patente la
indisoluble asociación del modelo democrático con el ejercicio predominante de actividades
comunicacionales.
• Primera: El contrato entre los jugadores: Las reglas de un juego de lenguaje no tienen
legitimación en ellas mismas, sino que forman parte de un contrato, explícito o no, entre los
jugadores.
• Segunda: Primacía de las reglas: A falta de reglas no hay juego.
• Tercera: Relación reglas-juego: La modificación de una regla modifica el juego.
• Cuarta: Límites para los enunciados: Una jugada o un enunciado que defraude las reglas no
pertenece al juego definido por ellas.
• Quinta: Naturaleza de los enunciados: Todo enunciado debe ser considerado como una
jugada hecha en un juego.
• Sexta: La doble relación: La relación entre las reglas y el juego de lenguaje es de doble
dirección: aquéllas fundamentan a éste, éste da credibilidad y estabilidad a aquéllas.
(Ibid:221)
Al hilo de esas reglas enunciadas faltaría hacer una transposición a la práctica concreta de la
comunicación política en una democracia (deducir por ejemplo de la primera regla el contrato entre
jugadores comunicativos tácitamente observado en las democracias, y así sucesivamente). No obstante,
una aplicación concreta de la teoría de los juegos al análisis de la política, y específicamente a la política
española de la transición, lo encontramos en la obra del catedrático de ciencia política, Josep Mª
Colomer, El arte de la manipulación política (1990), donde buena parte de los juegos de decisión que
1
Efectivamente, “agonística” proviene del griego M, que además de lucha significa
contienda, certamen, pleito y disputa, y realmente todas esas cosas a la vez están presentes
en el papel ejercido por la comunicación política dentro de una democracia.
19
Pero además de resaltar la dimensión comunicacional que toda democracia contiene para su
propia realización, incluidas incluso las interpretaciones extremas de toda decisión o deliberación política
en términos de “juegos de lenguaje”, conviene analizar los principios políticamente claves en que se
asienta la propia idea de democracia, al efecto de observar también la dimensión comunicativa que éstos
conllevan o, de otro modo, hasta qué punto su evolución contemporánea depende de su reinterpretación
en clave comunicativa.
Así, Giovanni Sartori, considerado internacionalmente como uno de los principales teóricos
vivos del concepto de democracia, considera que la democracia moderna se asienta fundamentalmente en
dos principios: el de representatividad de los dirigentes respecto a los dirigidos y el de responsabilidad
de los dirigentes ante los dirigidos. A partir de esto Del Rey considera (Ibid:54 y ss.) que la primera se
construye principalmente a través de las elecciones, mientras que la responsabilidad -y los mecanismos
de verificarla- se basan en el ejercicio de la comunicación: “…a la teoría electoral de la representación
hay que añadir los deberes que impone una representación responsable, a saber, el dar cuenta
periódicamente de aquello que se administra” (Ibid:57)
El propio Sartori también señala (mencionado por Del Rey, p. 65) el principio de la discusión o
deliberación, como componente esencial o instrumento de realización de los dos anteriores, ya que para
el teórico italo-norteamericano, la democracia carece de directriz política específica (fuera de los valores
de procedimiento -añadíria yo-, sobre los que se articula), ya que “se trata de un gobierno mediante la
discusión” (…) y pone al debate público y a la comunicación política en el centro de atención” (Ibid:65).
Frente al énfasis de Del Rey por los llamados “medios de comunicación de masas” y por la
identificación entre comunicación política y democracia, conviene advertir que si bien es un estado o
entorno específico de comunicación política el que permite verificar la realización procedimental de una
20
democracia (tal vez de manera más radical y genuina que mediante las convencionales evaluaciones del
derecho político), sería un reduccionismo entender que donde existe cualquier tipo de comunicación
política hay democracia, y viceversa. Lo anterior equivaldría a ignorar que hay otras formas de
comunicación política en sociedades no democráticas, salvo que se entienda por “comunicación política”
un tipo muy específico y altamente idealizado de comunicación, coincidente con las características
definitorias que antes han quedado reservadas al concepto de comunicación política democrática. Tal vez
cabría matizar que en sentido genuino -e identificando “comunicación” con el cumplimiento de los
ideales fudamentalmente teorizados por Habermas (ed. 1987)-, la comunicación política plena sólo es
factible en sociedades democráticas. Pero, desde una perspectiva sociológica y comparativa, cabe
describir diferentes formas de comunicación política imperfecta (o no ideal) en cualquier tipo de sociedad
política.
Incluso la institución de los partidos políticos, sujeto central del ejercicio de la representación en
las democracias, puede ser interpretada comunicacionalmente y definir aquéllos lisa y llanamente como
medios de comunicación política por antonomasia: Un instrumento de comunicación entre el pueblo
global e indeterminado y las instituciones de gobierno para ejercer de manera fluida y eficaz la necesaria
interacción democrática entre la voluntad popular y la decisión política institucionalizada (avala esta
misma idea Mancini, 1995:148). Ya el primer partido político fundado por Shaftesbury en 1640 en
Inglaterra surge asociado -como recuerda Del Rey (p. 193)-, a la necesidad de escoger representantes
para organizar una asamblea de intermediarios que pueda hacer lo que todos los miembros de la
comunidad no podrían por sí mismos. Y es evidente que la tarea principal que se espera de esta
institución es que sirva de intermediario comunicativo entre quienes apoyan y se sienten representados
por el partido y las decisiones de gobierno en la que los dirigentes del partido puedan intervenir. A su
vez, la intervención de los delegados, provengan éstos de una organización partidaria o de la elección
directa de los representados, consistirá en una actuación comunicativa de deliberación con sus iguales y
de transmisión informativa en un doble sentido: desde los representados hacia los dirigentes y desde éstos
hacia los representados.
Las paulatinas transformaciones sufridas a su vez por los distintos instrumentos institucionales
de la representación democrática (Cámaras, Gobierno Ejecutivo, etc.) pueden seguirse viendo como la
constante búsqueda de la mejor forma de comunicar plenamente a los gobernantes con los gobernados,
permitiendo que todos los ciudadanos, con independencia de su situación educativa, económica o
especialización organizativa y política puedan participar con la suficiente involucración en la
deliberación directa o delegada de los asuntos que afectan a la globalidad del cuerpo político. La
actividad de esos intrumentos o medios específicos de la comunicación política democrática llamadas
instituciones representativas (Parlamento, Ejecutivo, partidos, etc.) desemboca a menudo en una
paradoja: Tal y como advierte Dahl (ed. 1994) esas instituciones creadas en su momento para la mejor
realización práctica de aquellos principios “alejaron tanto al gobierno del contacto directo con el demos,
que sería razonable preguntarse (…) si el nuevo sistema tenía derecho a adoptar el venerable nombre de
democracia” (según cita de Del Rey, 1996:109). No es extraño entonces que este último autor se plantee
que “sabemos que a una democracia de espectadores urge oponerle una democracia de participación”
(ibid:98).
adaptándose a nuevas circunstancias y que tal vez las nuevas condiciones mediáticas están exigiendo una
respuesta mucho más profunda de la filosofía política democrática ante los nuevos retos. “De ahí que en
la democracia moderna la teorización de las categorías modernas de la representación y la comunicación,
y la práctica social de una y otra, se hayan convertido en cuestiones fundamentales para la buena marcha
de la democracia”, apostilla Del Rey (p. 116).
Entre los muchos problemas pendientes de solución para la recuperación del principio
democrático de la representación genuina en el marco de las nuevas condiciones sociopolíticas, cabe
destacar unos cuantos en los que, de nuevo el ejercicio de la comunicación política juega un papel estelar:
La dificultad de los ciudadanos para captar, comprender y deducir sus propias posturas
personales a partir de la información política que circula, es una dificultad puesta de relieve
entre otros por Dahl. A ese respecto se pregunta Del Rey si al no estar capacitados los
ciudadanos para interpretar lo que les concierne, no se estará convirtiendo la democracia en un
tutelaje (p. 136). La idea del tutelaje ya fue anunciada por Tocqueville al indicar que “no me
parece probable que se den tiranos entre sus dirigentes, sino más bien tutores” (cfr. Del Rey,
137).
• La tentación tecnocrática: Denunciada hace casi cuarenta años por Habermas, (1962) se trata
de una segunda dimensión estrechamente asociada a la anterior. Dada esa complejidad de
detalles técnicos, legales y socioculturales que se mezclan en cualquier proceso de decisión
política, la voluntad política queda en muchos ocasiones relegada y sustituida por la supuesta
primacía de la “voluntad de los expertos” (la voluntad tecnocrática), entregándose entonces
el poder otorgado a unos delegados, por el ejercicio de la representación, a unos decisores
que sin ninguna delegación de representatividad acaban imponiendo sin ninguna deliberación
política, sus criterios, amparados en la supuesta “racionalidad técnica” que les inspira. Como
aclarara Habermas en su momento, es lógico y necesario que el político se asesore con los
informes y las opiniones de los técnicos, dada la infinidad de cuestiones que requieren un
conocimiento preciso de implicaciones, consecuencias, etc.; pero una cosa es el análisis
documentado y otra el ejercicio político de la decisión, donde además de las razones técnicas,
el representante democrático se supone que ha de aportar -y como mínimo sopesar frente a
las anteriores-, las razones éticas, políticas, sociales y aun ideológicas (en virtud de con qué
respaldo y para qué ha sido elegido: un determinado programa, etc.), que legitimatoriamente
le avalan como representante.
No es extraño que ante la intimidación intelectual que genera el tecnócrata, tanto el político
como el ciudadano, acaben desentendiéndose de la discusión política de los asuntos y cayendo
en el pesismismo de su abandono de los asuntos públicos en manos de los burócratas y los
“expertos”; pesimismo antidemocrático que ya denunciara Pericles (citado por Popper, ed.
1984:22): “si bien sólo unos pocos son capaces de dar origen a una política, todos nosotros
somos capaces de juzgarla”. En la misma línea de estos argumentos, Del Rey (p.141) aporta el
comentario del evidente peligro que para la democracia contiene un sistema de decisiones en
manos de los propietarios de conocimientos especiales, las élites estratégicas de Keller, o de los
intelectuales convertidos en tutores al modo platónico.
• La pérdida de democracia interna en los partidos: “El nombramiento por cooptación que
realiza el partido termina siendo la elección real (…) los ciudadanos eligen al partido, pero el
partido selecciona a los elegidos” (Del Rey, 96:118). Si los actores implicados son
representantes, partidos y representados, “algo habrá que haga posible esa relación,
acortando esa distancia (…) ese algo es la comunicación política (ibid:119). De hecho los
partidos han acabando siendo criticados en muchas sociedades con la calificación de
22
Todo el análisis anterior sobre la razón última del principio de la representación, su evolución y
dificultades, permite vislumbrar el amplio recorrido experimentado en la historia de la propia
democracia, pudiendo establecer, como propone Del Rey (p. 128) un Cuadro de evolución de la
“poliarquía” como forma contemporánea de democracia, junto con los sucesivos estadios de
comunicación política ligados a las innovaciones mediáticas más significativas. (VER CUADRO, Del
Rey, ibid.: 128).
“La Poliarquía III es la sociedad de la comunicación en la que a las élites surgidas en momentos
anteriores de la evolución de la Poliarquía, se añaden las élites de la comunicación y del marketing, élites
ocultas que conocen los secretos de la comunicación política y funcionan como asesores de gobiernos,
administraciones y partidos” (p.130). Esa evidencia de constantes transformaciones, al hilo de las
dificultades o crisis que van surgiendo, lleva asimismo a plantearse nuevas transformaciones, como la
sugerida por Toynbee (ed. 1977, citado por Del Rey, p. 117) sobre el abandono de la territorialidad
(circunscripción electoral) como base de la representación, y la exploración alternativa de una base
profesional de representación, dado que el verdadero distrito electoral ha dejado de ser local y se ha
convertido en profesional.
En última instancia parece evidente que la representación en parte podría estar hoy
sobreviviendo a su crisis “precisamente por la irrupción en la arena política de los medios de
23
comunicación social, y por el auxilio y complemento que aquélla recibe de éstos” (…) “ni la
representación sería operativa sin la comunicación, ni la comunicación sería satisfactoria si faltase el acto
legitimador de la representación”. “Sin publicidad y comprensión de los asuntos públicos ni hay
representación ni tampoco democracia” (Del Rey, pp. 123-124). Pero también es cierto que la irrupción
de estos medios como instrumentos estelares de la comunicación política democrática altera y trastoca,
con amenaza de nuevas deformaciones del espíritu democrático, las condiciones ideales del ejercicio del
principio de representación.
En todo caso, y aun teniendo presente que no cabe confundir de forma simplista comunicación
con medios periodísticos o con medios masivos de comunicación, parece ya fuera de discusión que la
teoría política de la democracia, y en particular el subapartado del análisis teórico de la representación, no
estará ya en condiciones de encontrar soluciones para su objeto de estudio que no pasen o contemplen el
aspecto de los procesos de comunicación. En esa línea, el prestigioso científico de la política Robert Dahl
(cfr. Del Rey, pp. 138-139) explícitamente plantea la necesidad de: 1) Asegurar que la información sobre
el programa de acción política sea accesible a todos los ciudadanos 2) Influir en la elección de los temas
para dicho programa, 3) Participar en forma significativa en los debates políticos. Dahl llega a proponer
la creación de una masa crítica de ciudadanos informados, un minipopulus, que no sustituiría a los
organismos legislativos pero que los complementaría y sus juicios representarían los del demos. Según
Del Rey, en parte esa figura ya la ostentan los lectores de periódicos y ciudadanos que siguen de manera
atenta la actualidad sociopolítica en los medios (…) “El espacio mediático de la comunicación es el
escenario que hace posible la creación de esa masa crítica, ese minipopulus” (Ibid:142). No obstante, el
tipo de alteraciones y manipulaciones potenciales que en dicho ámbito mediático cabe suponer -según lo
apuntado en la anterior enunciación básica de problemas-, obliga a volver a analizar más adelante, de
manera minuciosa, la situación de hecho en el ejercicio de dicho papel.
A modo de colofón cabría decir que, frente al ejercicio formal de la representación, “sin la
categoría mediática de la comunicación las élites estarían acantonadas en la ciudad de los políticos” (Del
Rey, p.18). Sin llegar a deducir como dicho autor que “la categoría de la comunicación es probablemente
más relevante que la categoría medieval de la representación” (cfr. ibid:148), si cabe cuando menos
coincidir en que los procesos y mecanismos de la representación se reducen hoy a huecos formulismos si
no se traducen y asientan en procesos específicos de comunicación plural, transparente y fluida que
posibiliten en términos comunicacionales los principios y valores clásicos del concepto de democracia.
Por otra parte, toda la aplicación de la óptica comunicacional realizada hasta aquí sobre el
principio democrático de la representatividad, es trasladable al principio de la responsabilidad,
igualmente enunciado al inicio de este epígrafe. Sin necesidad de reiterar todo aquello que cabe aplicarle
también a él de forma automática, bastará señalar que sin un genuino ejercicio de comunicación plural,
transparente y fluida no se concibe responsabilidad que valga: Ni en el sentido de que los representantes
o dirigientes rindan cuentas ante quienes les han legitimado democráticamente para actuar, ni en el
sentido de que las decisiones de éstos sean acordes con el conocimiento suficiente de las demandas de los
ciudadanos y de los factores implicados en cada problema o conflicto solventado. Los cauces
establecidos para la comunicación política, sean éstos de tipo formal e institucionalizado (regulación de
los debates parlamentarios, fórmulas de comunicación entre los poderes constitucionales, entre el
Gobierno y los partidos de oposición, etc.), o sean los medios masivos de comunicación, constituyen de
nuevo la plataforma o el instrumento para la realización efectiva de la citada responsabilidad.
Loa sofistas fueron -en efecto-, los primeros pensadores conocidos de la cultura occidental que
se plantearon la importancia de la comunicación como herramienta capital de la actividad política. Fruto
de ello se entiende todo su esfuerzo por descubrir y mostrar reglas prácticas, en sus diferentes aspectos -
oratoria, retórica, etc.- de una nueva fuerza política distinta de la fuerza militar, la supeditación a castas
rígidas o la dependencia económica.
En todo caso, y como plantea Del Rey (1996:242) “si la democracia alcanza su legitimidad
cuando sus decisiones son el resultado de un debate abierto y libre (…) urge liberar a ese debate de los
vicios asociados a patrones de comportamiento que no utilizan el lenguaje para el análisis de la realidad
“. Se trata, en definitiva, de detectar las señales de riesgo, como esas matrices de la argumentación
engañosa que Albert Hirschman (Retóricas de la intransigencia, 1991) ha desmenuzado en los arquetipos
retóricos de los pensamientos progresista y reaccionario.
• Primero: que la retórica que prospera en una democracia no siempre es propicia para la mejora de una
democracia, siendo a veces un recurso antidemocrático.
• Segundo: que han sido varias las veces en que la democracia ha salido victoriosa de la ofensiva
retórica esgrimida contra sus progresos.
• Tercero: que los recursos argumentales de unos y otros no siempre guardan relación con la realidad,
siendo más bien matrices retóricas que se repiten una y otra vez (a lo largo del tiempo y con
independencia de los temas o ideologías defendidas)..
Por esa razón, cobra especial interés la publicación de un nuevo libro de Javier Del Rey (Los
juegos de los políticos, 1997), en el que este autor intenta superar la mera proclamación genérica de la
necesidad de contemplar la comunicación política desde dicha perspectiva, para adentrarse en el trabajo
de campo de detectar, describir y clasificar en un cuadro categorial de carácter estable, las formas
dominantes de la retórica argumentativa y persuasiva que despliegan los políticos contemporáneos en las
llamadas democracias de masas. Partiendo de la adaptación contemporánea que de la retórica clásica
realizara Perelman (1970, 1977, 1989) para reinterpretar y actualizar una concepción global de la Lógica,
así como de los enfoques inaugurados por Wittgestein en filosofía del lenguaje, Del Rey se propone
analizar las “jugadas de lenguaje” que practican los políticos, o “el arsenal de recursos semánticos de que
se valen los partidos” (Del Rey, 1997:102) en distintos países del mundo democrático contemporáneo, y
con especial hincapié, durante esos festivales del ‘juego dialéctico’ y las batallas comunicativas
(%#Ê+ = en estado de guerra; y polémica = a lucha en general) que son las campañas
electorales.
Del Rey interpreta, en efecto, que la actividad dominante de los políticos contemporáneos va
encaminada a realizar unas serie de jugadas lingüísticas con las que ganarse la adhesión plebiscitaria o el
26
voto en las urnas (o ambas cosas). Entiende que los candidatos a ocupar cargos “suelen tener disciplina
dramática, es decir, capacidad para no involucrarse afectivamente en el papel que representan” (ibid.90),
ya que, según su análisis, se trata de actores -cuestión ya señalada en su día por Ortega y Gasset-, que
realizan una serie de jugadas retóricas. Entendida la comunicación política en este sentido, el autor
confiesa que en esta investigación no se pregunta por lo que la gente hace con la comunicación, sino “qué
hacen los políticos con la comunicación y qué deberían hacer los ciudadanos con la comunicación” (ibid.
86). Considera incluso que:
“son los juegos de lenguaje -y no la agenda de temas- los que consiguen polarizar la atención
del electorado, sin olvidar que la agenda temática también es una creación de los juegos de
lenguaje” (ibid. 87).
Por consiguiente se aplica a analizar “cuáles son las reglas del juego (retórico), cuáles son los
juegos posibles, qué jugadas están a su alcance (del político), qué jugadas son desaconsejables, cómo
contrarrestar las jugadas del adversario, y qué jugadas le serán más rentables electoralmente” (ibid. 90), y
acto seguido despliega un vasto abanico de jugadas tipificadas (como “el juego de la promesa oportuna”,
“el juego de la crispación calculada”, “los juegos de los espacios políticos” y un largo etcétera),
contempladas todas ellas en campañas electorales recientes de diversos países.
Tal vez el resultado de su análisis queda un tanto limitado a un primer logro descriptivo que
habrá de ser complementado y profundizado en ulteriores investigaciones sobre cuándo y por qué esas
jugadas retóricas de la argumentación política tienen éxito o fracasan, teniendo presente, de paso, que la
comunicación política, con su estructura, funciones y efectos múltiples, no puede quedar reducida a esta
importante pero no exclusiva faceta. Aun así, este autor demuestra cumplidamente el interés de asumir
una perspectiva cuya hipótesis central es expresamente formulada de la siguiente manera:
“el candidato que ejecute mejores jugadas en los distintos registros que admiten los juegos de
lenguaje que enumeramos, estará en situación de ventaja respecto a sus adversarios, para
mantener su cuota de mercado -o ampliarlo a expensas de ellos-, para mejorar su instalación en
la política y, eventualmente, para acceder al Poder” (Del Rey, 1997:87).
Establecida, pues, la relación natural que existe entre democracia, comunicación política y
estrategias de persuasión simbólica o argumentación para la obtención del respaldo ciudadano, resulta
vital describir y valorar el papel desempeñado por los medios de comunicación de masas, la información
periodística y el periodista como actores e instrumentos de la comunicación política de las sociedades
contemporáneas.
Respecto a los periodistas cabe decir, al igual que Del Rey (1996: 267) que “una sociedad sin
periodistas, o una sociedad en la que los periodistas asumieran un papel pasivo (…) no sólo sería
inimaginable, sino que sería tanto como poner a la democracia en manos de los políticos (…) Al
desplazamiento de la soberanía de unos actores a otros le corresponde un parecido desplazamiento en el
universo profesional: (…) sin duda alguna el periodista representa a la sociedad civil de muchas maneras
no accesibles a ese representante institucional que es el parlamentario”.
Asimismo, y aun con un papel mucho más polémico en términos de principios democráticos, los
expertos de las relaciones públicas, el marketing electoral, la publicidad política o los gabinetes de
suministro de información institucional, irrumpen también en la escena de la actual comunicación
política transformando completamente su tradicional fisonomía.
motivaciones o criterios de quienes las manejen, “terminan sustituyendo en cierta medida a las cámaras
parlamentarias cuya actividad filman: creen filmar un acontecimiento y el acontecimiento son ellas” (Del
Rey, p.190)
La aparición y protagonismo de estos tres nuevos tipos de actores políticos (a menudo asociados
entre sí o intervinientes de modo simultáneo y en confusa mezcolanza) suscita un abanico de problemas
mucho más concretos que los enunciados hasta ahora en los epígrafes precedentes. Entre ellos, y sin
ánimo exhaustivo se podrían destacar algunos:
• La nueva prioridad para los políticos profesionales del acceso y comunicación con el resto
del cuerpo político a través de los medios de comunicación de masas, en lugar de a través de
los cauces tradicionales de la comunicación político-institucional; con lo que la lucha por el
poder, en cierto modo se convierte en una lucha por el acceso a los medios de comunicación
(cuestión ya planteada por Halloran en los años sesenta, según recoge Del Rey, p. 191)
• La contaminación de cualquier argumento o debate político (lo mismo que social, cultural o
científico) por la lógica o epistémica que imponen los nuevos medios y su ‘cultura
mediática’: De acuerdo con Swanson (1995:13-14), “los intereses institucionales de la
mayoría de las organizaciones informativas en mantener y ampliar sus audiencias, con
frecuencia conduce a formas de informar que están pensadas para hacer las noticias más
interesantes y atractivas para las audiencias, gran parte de las cuales en muchos países no
tienen ningún interés especial en seguir en detalle el día-a-día de las actividades del gobierno
y de los políticos. Así que es bastante común ver las noticias construidas de manera que haga
que el gobierno y los políticos sean más interesantes para la audiencia”.
Pero planteando este aspecto en un marco aún más global, puede señalarse con Del Rey
(1996:296 y 298) que “en la Edad Mediada prospera la credibilidad a expensas de la verdad (…)
es la epistemología del narrador que se impone a la epistemología del argumento (…) Si la Edad
Media tenía que ver con el mensaje, la Edad Mediada tiene que ver con la verosimilitud” (…) La
posmodernidad está asociada al lenguaje de la publicidad, que es uno de los fragmentos
narrativos de las sociedades modernas”.
Al hilo de esta última cuestión, cabe plantearse si parte de tales conflictos derivan de la
naturaleza específica de los nuevos medios y profesionales, o de factores culturales más profundos -que a
su vez podrían en parte venir influidos por las actuales formas comunicativas-. En cierto modo, lo que en
el párrafo anterior Del Rey atribuye a la “Edad Mediada” puede considerarse como uno más de los
efluvios característicos de la “cultura de la postmodernidad”, mucho más genérica y determinante que la
parcela acotada -aunque preponderante-, de los medios de comunicación.
El propio Del Rey señala en otro momento (p. 532) que “el paradigma de nuestro tiempo es el
entretenimiento, su epistemología es la del anuncio publicitario -o la del titular periodístico-, su cultura es
un ‘pret-à-penser’ mediático, y su receptor es muchas veces, un ciudadano prisionero de su orientación
afectiva hacia los objetos mediáticos”. Pero todo ello, aun manifestándose necesariamente a través de los
medios de comunicación, el problema forma parte de un universo cultural mucho más genérico cuyas
causas y factores de transformación no provienen sólo del entorno mediático.
307): “…nos queda el relato de la democracia liberal. Aunque no sabemos muy bien en qué consiste (…)
Los actores son los políticos y los periodistas. Las nuevas sedes, catedrales de nuestro tiempo, son los
medios de comunicación social (…) El relato es plural, y no remite a un mundo trascendente -yo añadiría
que ni a una interpretación ideológica siquiera), sino a las cosas de la política”.
Si, como también dice Del Rey (p. 313), tenemos “un escenario que exige una actitud flexible,
para nada dogmática”, no nos queda ningún gran discurso o código de valores al que atenernos, luego
sólo nos sustenta la comunicación política. Lo que hagamos dentro de ella o a través de ella será lo que
tengamos como resultado en cualquiera otro de los ámbitos de la acción política (normas, instituciones,
leyes, decisiones, etc.). Tal vez nunca como ahora, y no ya por compromiso con los valores democráticos,
sino por imperativos culturales, puede afirmarse que la política depende, se reduce o se resume en
comunicación política y que, en consecuencia, la teoría de la política necesita configurarse en torno a, o a
partir de, una teoría -o por lo menos un análisis- de la comunicación política.
En ese escenario se funden un criterio democrático con una tendencia típica de la sociedad
postmoderna: “lo que hace la democracia: el método de ensayo y error, en un escenario público
mediático, en el que el pluralismo periodístico es un atenuante para los errores y una garantía para la
denuncia y la corrección de los mismos” (Del Rey, p. 319).
Pero a partir de ahí, la acción mediadora de los profesionales del periodismo puede desembocar
en dos modelos de comunicación política de consecuencias políticas y culturales bien distintas. El
primero de ellos es una vez más el que viene inscrito en el programa demoliberal clásico de la Ilustración,
y que queda patente en el proyecto al que Del Rey, como muchos otros autores, se apunta: “Sobre
periodistas y medios de comunicación, administradores de ese distrito de nuestra cultura que es la
comunicación política, recae la responsabilidad de construir un marco cognitivo inspirado en el
pluralismo filosófico” (Ibid:341) “La sociedad que manifiesta su voluntad de vivir en democracia
necesita una comunicación política plural” (Ibid:345).
29
El segundo en cambio, menos verbalizado explícitamente por cuanto su contenido real no puede
resultar más cínico y derrotista para con los ideales del pluralismo filosófico y el racionalismo
democrático, tal vez está mucho más presente en la práctica, tal y como corresponde al dominio difuso de
un ambiente cultural postmodernista: Simplemente consiste en aplicar los aspectos formales de la
mediación aséptica y aparentemente plural de la actividad periodística pero desgajados de cualquier
compromiso de servicio a la racionalidad del debate público y la búsqueda crítica de las informaciones de
máxima utilidad para el principio de la responsabilidad democrática. Los ideales del pluralismo se
sustituyen en la práctica -dentro de este segundo modelo-, por algo de gran semejanza formal y extrema
diferencia de fondo: el relativismo. La óptica que predomina en este caso no es la óptica pluralista,
inherente al espíritu democrático, sino la relativista, según la cual, el profesional de la comunicación es
capaz de hacer equivalentes, sin el menor escrúpulo epistémico, una argumentación científica y el
exabrupto de un nazi, pues ambas merecen a sus ojos el mismo tiempo en antena, o incluso cabe destacar
más el segundo si el envoltorio escénico que le rodea resulta más impactante. El periodista o profesional
postmoderno de la comunicación no persigue tanto fomentar y contribuir a la libre discusión orientada a
la obtención de acuerdos favorables al máximo interés general, sino simplemente ofrecer un
caleidoscopio de imágenes, cuanto más variadas y episódicas mejor. No es extraño entonces que los
programas televisivos de debate intelectual y político se sustituyan por ese sucedáneo de los “debates-
basura” cuyo arquetipo incomparable sería una sesión sobre las ideas políticas de Chichiolina frente a la
madre Teresa de Calcuta hablando de sexo.
Qué duda cabe que cualquier ciudadano con un vestigio de identificación con el proyecto de la
Modernidad seguirá abogando por la superación de las dificultades que pudieran estorbar el desarrollo
del primer modelo. Pero aun así, y aun abjurando radicalmente de la falsificación contenida en el
segundo, conviene no llevarse a engaño por un exceso de utopía respecto al papel político que cabe
atribuir en el mejor de los casos a los medios periodísticos de comunicación. Como ya señalara Lippmann
en 1922 (igualmente recordado por Del Rey, p. 510), la prensa -léase los medios de uso periodístico-, es
una institución demasiado frágil para llevar toda la carga que la propia teoría política democrática les
asigna en cuanto a orientación o soporte de la soberanía popular.
En ese sentido, además de seguir vigentes muchos otros canales de comunicación política
alternativos y mucho más decisivos que los ‘mass media’ -permitiendo en cambio una comunicación
bastante menos democrática por su sometimiento a lógicas autoritarias y su falta de transparencia-, no
está claro ni siquiera que la potencialidad de transformación política que se atribuye sin discusión a los
‘mass media’ sea verdaderamente controlada por los periodistas y profesionales de dichos medios:
Subsiste, en efecto, una visión que cabría catalogar de ‘clásica’, para la que los profesionales de los
medios administran a su criterio un inmenso poder político. Dichos profesionales -como resume también
Del Rey (541-542)-, transmitirían al subsistema político las demandas del entorno social sobre las que los
responsables institucionales habrán de reaccionar. En la transmisión de dichas demandas, además, los
periodistas e informadores profesionales añadirían también su particular enfoque, contribuyendo así a
‘interpretar’ y no sólo a mediar en la relación entre gobernantes y gobernados.
Tal visión subraya la capacidad de influencia, no ya de los medios en sí, como estructuras
imprescindibles y con lógicas propias inevitables, sino de los propios profesionales de los mismos; como
nuevos actores políticos con voluntad, valores e intereses políticos personales, capaces de imponerlos al
resto desde su privilegiada situación en el control de acceso a los medios de comunicación política más
inevitables. Frente a todo eso, la advertencia lippmanniana sobre la fragilidad institucional de los medios
viene a recordar que, a pesar de la innegable potencialidad de los medios como agencias de poder, nada
habría cambiado respecto a quienes son los actores que verdaderamente tienen poder final para manejar
la situación (aunque sea a través de nuevos procedimientos):
Investigaciones empíricas concretas, como la de Víctor Sampedro (1996) para el caso español, y
en un asunto específico (las políticas sobre objeción de conciencia y servicio militar en España),
redescubren que, aun a través de los canales mediáticos, los actores políticos clásicos -instituciones
políticas y sus detentadores-, construyen, apoyados en ciertos medios masivos de comunicación, una
imagen que refuerza lo ya creído o maquinado por ciertos actores e instituciones políticas, que trasladan
al resto de la sociedad una determinada definición de la realidad. La única diferencia entre los
procedimientos tradicionales de la manipulación política o cuando menos de la presentación interesada de
los asuntos públicos en beneficio de quienes ejercen el poder institucional, estaría en la sustitución de
30
viejas y burdas fórmulas de presión física o simbólica, por la apariencia de acatamiento y seguimiento de
lo que la sociedad civil y unos medios de comunicación formalmente autónomos fuesen configurando.
A la amenaza entonces de una comunicación política diluida por la vacuidad del carrusel de
imágenes postmodernistas, hay que añadir ahora la debilidad inherente de los propios medios masivos de
comunicación como potenciales instituciones de genuina confrontación democrática y pluralista. El
estrecho margen en apariencia existente para esta última opción no equivale sin embargo a la negación de
su posibilidad, dadas las a su vez numerosas evidencias en que los medios periodísticos de nuestras
sociedades demuestran capacidad de alterar los repertorios preestablecidos por las élites.
Por otra lado, sólo mediante la combinación compensada de dos descripciones aparentemente
contradictorias (inevitabilidad cuasiomnipotente de las lógicas mediáticas frente a fragilidad y
dependencia externa de los profesionales de los medios), puede empezar a comprenderse el auténtico y
total papel político jugado por los medios contemporáneos de comunicación de masas: En cierto modo
constriñen, desbaratan y someten a los políticos -lo que explica el temor y desconfianza que éstos sienten
frente a aquéllos-, y en cierto modo son el canal pasivo de los datos, argumentos y propuestas que los
políticos deciden filtrar a la sociedad a través de unos medios que, o bien se rigen por la cínica asepsia
postmodernista de no buscarse complicaciones anticomerciales, o bien son fáciles de ‘llamar al orden’ en
caso de ‘despiste’ -lo que aclararía la recurrente sensación de insignificancia entre los profesionales de
los medios-.
“El telégrafo -escribe Postman (ed. 1991:70 y 75)-, llevó a cabo un ataque a tres bandas
sobre la definición tipográfica del discurso, introduciendo a gran escala, la irrelevancia, la
31
impotencia y la incoherencia (…) El telégrafo sólo es adecuado para emitir mensajes urgentes,
reemplazando a cada uno rápidamente por otro mensaje más actualizado. Los hechos empujan
otros hechos dentro y luego fuera de nuestra conciencia a velocidades que ni permiten ni
requieren evaluación alguna (…) Para el telégrafo, inteligencia quería decir conocer muchas
cosas, pero no saber nada acerca de ellas (…) (es) un mundo de fragmentos y discontinuidades”.
Con mayor o menor responsabilidad del medio televisión en cuanto tal, el hecho al parecer
irrebatible es que, en palabras de Del Rey (p. 23), “el coup d’Etat mediático evoluciona sin sobresaltos”.
La televisión aparece desde luego como el máximo exponente de una nueva situación cultural y política
en la que, hasta el propio Popper llega a señalar que la televisión “es el poder más importante de todos,
como si fuera Dios que habla” (cfr. Del Rey, p. 23). Del Rey, asimismo agrega que:
“La pequeña pantalla es el sitio por excelencia para la producción de acontecimientos (…) es el
lugar en el que se encuentran el espacio público y el privado” (…) “Si es Hobbes quien consagra
la separación conceptual entre lo público y lo privado, la tecnología se ha encargado de
cuestionar la separación” (ibid:149)
Resulta también indiscutible que “casi toda la reflexión filosófica sobre la democracia fue
acuñada antes de la aparición de la televisión, lo cual es tanto como decir que nos urge reflexionar sobre
el nuevo objeto político que podemos llamar democracia mediática” (Del Rey, p. 24). A ese respecto el
mismo autor trae a colación la reflexión de Sartori (1993), cuando comenta que las revoluciones que
tuvieron lugar en Europa Oriental fueron posibles porque la gente vio en la tele que se podía salir a la
calle a protestar, sin peligro. Bajaron en masa, y la revolución triunfó rápidamente. Y eso fue posible por
el tele-ver y el video-poder. China en cambio -continúa escribiendo Del Rey (p. 432) “creó un escotoma
cognitivo en el espacio audiovisual, silenció a los medios de comunicación, antes de aplastar a los
estudiantes. Hoy al homo sapiens le sucede el homo videns (…) el animal ocular conoce lo que ve, puede
prescindir del saber. Su vida está entretejida, no por conceptos, sino por imágenes”. Y desde luego la
sucesión de nuevos sucesos dramáticos en la misma dirección no hacen sino confirmar esa impresión: Las
multitudinarias manifestaciones en Belgrado contra el dictador y genocida Milosevic, o los
acontecimientos, en el caso español, desatados tras el secuestro y posterior asesinato por ETA de Miguel
Angel Blanco, el 12 de julio de 1997, resultan de una contundencia diáfana.
“El ojo no es la mente -prosigue Sartori, 1993:127-. La televisión traduce los problemas en
imágenes pero si después las imágenes no se retraducen en problemas, el ojo se come a la mente: el puro
y simple ver no nos ilumina en absoluto sobre cómo enmarcar los problemas, afrontarlos y resolverlos” Y
añade que al tiempo que la realidad se complica, los problemas se simplifican”.
Ignacio Ramonet, por su parte, citado también por Del Rey dice que “se establece poco a poco la
engañosa ilusión de que ver es comprender” y el segundo apostilla que “el objetivo prioritario para el
ciudadano ya no es comprender el alcance del acontecimiento, sino simplemente verlo, mirar cómo se
produce y evoluciona bajo sus ojos” (p. 533). Personalmente considero la afirmación anterior algo
32
Pero, aun con el contrapunto indicado, resulta pertinente retener la observación de Sartori (en
Teoría de la Democracia I. El debate contemporáneo) en el sentido de que “demasiada visibilidad sobre
demasiadas cosas dificulta la visibilidad” (cfr. Del Rey, 435), cuestión ésta que ya cuenta con una relativa
antigüedad entre los especialistas en comunicación de masas, como tuve ocasión de poner de relieve en el
apartado titulado “Una democracia visiva”, en el cap. final de “Periodismo y pseudocomunicación
política” (1983).
Del estado de cosas que de manera sumaria queda aquí planteado respecto a la naturaleza
intrínseca o epistemología de la televisión, puede extraerse un importante número de implicaciones para
la vida política, tal y como por ejemplo desarrolla el citado Jarol Manheim, y que serán analizadas en
detalle en los siguientes capítulos más específicos de este curso.
• “No se puede hacer filosofía política en televisión, porque su forma conspira contra el
contenido” (Postman, ed. 91:11)
• “La potencia mediática abole la acción en provecho exclusivo de la reacción. Minc (1995)
afirma que a menudo son las imágenes de la televisión las que condicionan la política
extranjera, antes que los cálculos de las grandes potencias”. (Del Rey, p. 442).
• “El triunfo es para el estereotipo y la simplicidad, y la derrota queda para la epistemología de
la complejidad y para la realidad” (Del Rey, p. 447).
• “El punto fuerte de la televisión es que introduce personalidades en nuestro corazón y no
abstracciones en nuestra mente” (Postman, ed. 94:128)
• (Tenemos una) “cultura de telediarios, que supuestamente nos pone al día de asuntos sin
encuadramiento y sin contexto, o sin otro contexto que la propia estructura del telediario, que
parece un corto cinematográfico” (Del Rey, p. 451).
• “El pensamiento mediático del ‘prêt-à-penser’ se parece a la ideología y de alguna manera
suple su ausencia y la sustituye (…) el ‘prêt-à-penser’, con su generosa cosecha de
estereotipos, fórmulas verbales, párrafos felices, slogans, y el estrecho vocabulario que
maneja es, ciertamente, como una ideología aunque no tenga ese estatuto, ni tenga que
recurrir a un impresionante aparato teórico avalado por presuntos sesudos científicos y una
abundante y prestigiosa bibliografía” (Del Rey, 469). De hecho hace ya casi dos décadas que
diversos especialistas en comunicación de masas hablan de la “media logic” o de la
“ideología mediática’ para referirse a esta nueva estructura perceptiva y cognitiva subyacente
que habría desbancado a cualquier otra trama ideológica en la argumentación y formas de
reflexión de los políticos, condenados a enfocar e interpretar cualquier asunto político en
clave de percepción y exposición mediática. Ello permite hablar, en efecto, de “el
pensamiento mediático (…) un pensamiento que piensa por nosotros, como un pensamiento
de nadie” (Del Rey, p. 470).
• Por otra parte, y como afirma Domenach (ed. 1962:129), también citado por Del Rey (p.
500): “El debate político se limita a las disputas que desde hace un siglo son el tema
tradicional de las elecciones, mientras los verdaderos problemas del Estado moderno no son
discutidos, ni siquiera planteados, sino que siguen constituyendo el privilegio de algunos
especialistas”.
deprisa de lo que permite la economía. Y quieren crear puestos de trabajo en plazos en los que la
economía política tal vez no sea capaz de crearlos” (ibid:539).
Sin embargo este autor sólo vincula de pasada este asunto con el problema de los actuales
medios de comunicación política cuando añade: “Si el tiempo de la sociedad y el tiempo en que la
política puede cambiar la sociedad es más largo, el tiempo de la comunicación puede violentarlos”
(ibid:539). Un poco más adelante, no obstante, el mismo autor (ibid:541) recoge de Jean Marie
Domenach otra frase reveladora, señalando que: “el misil inteligente golpea en un minuto, pero la
diplomacia avanza a paso de mula”.
Surge aquí toda una nueva dimensión de las potenciales alteraciones de la política inseparable de
los nuevos medios de comunicación y consistente en el problema de la aceleración de la atención
simbólica, en contradicción con la ralentización de las resoluciones políticas reales. Esa contradicción
genera frustración política, distorsión del sentido de las urgencias políticas, etc. Conviene recordar aquí
otro de los matices habitualmente atribuidos a la cultura postmoderna: el de la ‘sociedad del consumismo’
en el sentido de productos de ‘usar y tirar’, satisfacciones inmediatas y vertiginosamente sustituidas por
otras, comida rápida, etc. Tal vez cuando se critica a la cultura audiovisual y el ‘influjo de la televisión’,
se pone demasiado énfasis en la obviedad de que estos medios muestran imágenes y nos invitan a ver en
lugar de a analizar conceptos, sin reparar en que hay muchas formas de ver o mirar. Por eso, la radical
transformación de la mirada a la actualidad que ofrece la televisión no consiste tanto en que se trata de
imágenes sino en que se trata de imágenes sincopadas, nerviosas y celéricamente sustituidas unas por
otras.
Es por tanto esa influencia de la ‘cultura de la publicidad’, quizá más precisamente que la
‘cultura de la televisión’, la que ha contaminado hasta las formas académicas de la reflexión y el
conocimiento. Así por ejemplo, para describir esta situación el propio Del Rey afirma en un determinado
momento (p. 448) que “Aristóteles ha sido sustituido por el pato Donald”, frase que en sentido estricto
carece de contenido y más aún de rigor científico, pero que, en cambio, resulta tremendamente expresiva
y cargada de sentido para cualquier lector de nuestro contexto cultural, al tiempo que responde a las
reglas no escritas de la postmoderna eficacia de la comunicación social mediante “soundbites”, es decir,
burbujas conceptuales, huecas por dentro pero de destellante aspecto, que puedan ser expresadas en
menos de veinte segundos, y por consiguiente fáciles de recordar y aprobar por el auditorio, sin más
averiguaciones.
Como Del Rey también recuerda (p. 420), Karl Deutsch en Política y Gobierno (ed. 1976)
comentaba que: “Cuando un gato observa durante un rato un agujero de ratón, por lo general allí hay un
ratón, pues los gatos son animales muy realistas, y rara vez equivocan el diagnóstico. Pero los gobiernos
no siempre son tan realistas como los gatos, y la política ofrece numerosos ejemplos de partidos y
gobiernos que han dirigido su atención durante mucho tiempo a políticas y situaciones que resultaron ser
auténticos desastres epistemológicos, y han producido catástrofes económicas y políticas”.
“Si nuestra atención no va por ahí (por las cuestiones más pertinentes) si la agenda mediática
opta por otras preferencias y otras prioridades, y no define como necesidad la urgente solución de esas u
otras carencias (se refiere a cuestiones de tipo económico), esa torpe orientación de la atención tiene un
desenlace previsible”, lamenta Del Rey (p. 421). Tal es el grave problema político al que cualquier
sociedad, y no sólo una organizada democráticamente, se enfrentará siempre que sus medios de
comunicación no le permitan una atinada “vigilancia social del entorno”, tal y como ya tuve ocasión de
apuntar en mi libro antes citado (Dader, 1983).
Sobre la posibilidad de ese tipo de uso político de la televisión escribe Del Rey (p.547): “La
pregunta de si esa situación responde al modelo de comunicación propio de una democracia es bizantina,
y su respuesta es obvia: esas alocuciones remiten a una situación más próxima a una dictadura que a una
democracia”. Por ello, el mismo autor añade: “Si la sociedad se queda sin intermediarios (…) con
tecnologías que permiten alocuciones no mediadas, como las del General De Gaulle (…) sólo nos queda
ese rol mediador de los periodistas, sin los cuales quedaríamos indemnes, indefensos, a merced de los
poderosos” (ibid:549).
“Sólo la educación de los ciudadanos para la democracia mediática, catódica, y una seria
vigilancia del entorno por parte de la prensa escrita (habría que añadir que no sólo hay que aludir a la
prensa escrita), harán posible un minipopulus en estado de alerta” (Del Rey:476).
Pero para lograr dicho estado de vigilancia o educación crítica es preciso comprender y analizar
antes con mucha mayor minuciosidad las interacciones, tendencias, alternativas, etc. que operan en el
seno de cualquier sistema de comunicación política. En ese sentido, la integración expuesta hasta aquí
entre filosofía/teoría política y comunicación política vale como punto global de partida y en cierto modo
como diseño de metas finales en consonancia con un marco de valores. Pero falta en medio, la
verificación empírica de los procesos y el análisis de lo mismos. Sin dicha exposición e investigación
35
BIBLIOGRAFIA:
ARISTÓTELES, Política. (Primera traducción directa del griego al castellano por Pedro Simón Abril, en
1584). Madrid. Orbis. Ed. 1985.
DEL REY, Javier. Los juegos de los políticos. Teoría general de la información y comunicación política.
Madrid. Tecnos. 1997.
DEUTSCH, Karl. Las naciones en crisis. Méjico. Fondo de Cultura Económica. Ed. 1981.
DEUTSCH, Karl. Política y Gobierno. Madrid. Fondo de Cultura Económica. Ed. 1976.
HABERMAS, Jürgen. Teoría de la acción comunicativa. (v.o. 1981). Madrid. Taurus. 1987.
HIRSCHMAN, Albert. Retóricas de la intransigencia. Méjico. Fondo de Cultura Económica. Ed. 1991.
HUME, David. Essays on Moral, Political and Literary (v.o. 1741-42) London- Univ. Press. Ed. 1963.
/ed. en castellano Unión Editorial, SA. 1975.
MANHEIM, Jarol. “¿Puede la democracia sobrevivir a la televisión? (v.o. 1976), en Doris GRABER
(ed.) El poder de los medios en la política. (v.o. 1984) Buenos Aires. Grupo Editor Latinoamericano.
1986.
36
POPPER, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. (v.o. 1945). Barcelona. Orbis. Ed. 1984.
POSTMAN, Neil. Divertirse hasta morir. El discurso político en la era del “show business”. Barcelona.
Ediciones de La Tempestad. 1991.
SARTORI, Giovanni. La democracia después del comunismo. Madrid. Alianza. Ed. 1993.
SWANSON, David. “El campo de la comunicación política. La democracia centrada en los medios”. En
MUÑOZ ALONSO, A./ ROSPIR, J.I. (eds.) Comunicación política. Madrid. Universitas. 1995.
ULLMANN, Walter. Principios de gobierno y política en la Edad Media. (v.o. 1961). Madrid. Alianza.
Ed. 1985.
*****