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y revoluciones
De minifaldas, militancias
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De minifaldas, militancias y revoluciones : exploraciones sobre los 70


en la Argentina / ; compilado por Andrea Andújar ... [et al.] 1a ed. -
Buenos Aires : Luxemburg, 2009.
224 p. ; 23x16 cm. - (Un Cuarto Propio / Andrea Andújar y Valeria Pita)

ISBN 978-987-24286-7-9

1. Sociología. 2. Feminismo. 3. Militancia. I. Andújar, Andrea, comp.


CDD 305.42
Colección Un Cuarto Propio
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De minifaldas, militancias
y revoluciones
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Exploraciones sobre los 70


en la Argentina

Andrea Andújar, Débora D’Antonio,


Fernanda Gil Lozano, Karin Grammático
y María Laura Rosa
[compiladoras]

Andrea Andújar Laura Rodríguez Agüero


Isabella Cosse María Laura Rosa
Débora D’Antonio Luciana Seminara
Marina Franco Claudia F. Touris
Karim Grammático Marta Vassallo
Rebekah E. Pite Cristina Viano

Buenos Aires, Argentina


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Colección Un Cuarto Propio dirigida por Andrea Andújar y Valeria Pita


De minifaldas, militancias y revoluciones. Exploraciones sobre los 70 en la Argentina
1º Edición, Ciudad Buenos Aires, septiembre de 2009

© 2009 Ediciones Luxemburg


© 2009 Andrea Andújar, Débora D’Antonio, Fernanda Gil Lozano, Karim Grammático y María Laura Rosa

Ediciones Luxemburg
Tandil 3564 Dpto. E, C1407HHF Ciudad de Buenos Aires, Argentina
edicionesluxemburg@yahoo.com.ar
www.edicionesluxemburg.blogspot.com
Teléfonos: (54 11) 4611 6811 / 4304 2703

Edición: Ivana Brighenti y Mariana Enghel


Diseño editorial: Miguel A. Santángelo
Impresión: Imprenta de Las Madres

Distribución
Badaraco Distribuidor
Entre Ríos 1055 local 36, C1080ABE, Buenos Aires, Argentina
badaracodistribuidor@hotmail.com
Teléfono: (54 11) 4304 2703

ISBN 978-987-24286-7-9

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11723.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema


informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia
u otros métodos, sin el permiso previo del editor.

Impreso en Argentina
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Sumario
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Prólogo 9

Parte I
Espacios de militancia
y conflictividad

Capítulo 1
Marta Vassallo
Militancia y transgresión 19

Capítulo 2
Karin Grammático
Ortodoxos versus juveniles: disputas en el Movimiento Peronista
El caso del Segundo Congreso de la Rama Femenina, 1971 33

Capítulo 3
Claudia F. Touris
Entre Marianne y María. Los trayectos de las religiosas
tercermundistas en la Argentina 51

Capítulo 4
Luciana Seminara y Cristina Viano
Las dos Verónicas y los múltiples senderos de la militancia: de
las organizaciones revolucionarias de los años 70 al feminismo 69
Parte II
Prácticas terroristas,
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prácticas de resistencia

Capítulo 5
Débora D’Antonio
“Rejas, gritos, cadenas, ruidos, ollas”. La agencia política en
las cárceles del Estado terrorista en Argentina, 1974-1983 89
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Capítulo 6
Laura Rodríguez Agüero
Mujeres en situación de prostitución como blanco del
accionar represivo: el caso del Comando Moralizador Pío XII,
Mendoza, 1974-1976 109

Capítulo 7
Marina Franco
El exilio como espacio de transformaciones de género 127

Parte III
Representaciones,
imágenes y vida cotidiana

Capítulo 8
Andrea Andújar
El amor en tiempos de revolución: los vínculos de pareja
de la militancia de los 70. Batallas, telenovelas y rock and roll 149

Capítulo 9
Isabella Cosse
Los nuevos prototipos femeninos en los años 60 y 70:
de la mujer doméstica a la joven “liberada” 171

Capítulo 10
Rebekah E. Pite
¿Sólo se trata de cocinar? Repensando las tareas domésticas
de las mujeres argentinas con Doña Petrona, 1970-1983 187

Capítulo 11
María Laura Rosa
Rastros de la ausencia. Sobre la desaparición en la obra
de Claudia Contreras 207
Pró­lo­go
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En la última década, los estudios abocados a indagar la historia argen-


tina transcurrida entre los años 1960 y 1970 han aumentado significa-
tivamente. La consolidación de centros de investigación en diversas
universidades del país; el incremento en la cantidad de congresos, jor-
nadas y charlas debate; la proliferación de colecciones, libros y revistas
específicos; el desarrollo de archivos de acceso público que resguardan
y recuperan documentos y testimonios sobre lo ocurrido durante la
última dictadura militar y, fundamentalmente, la publicación de las
memorias y experiencias de opresión y resistencia relatadas por sobre-
vivientes de los campos clandestinos de detención y de las cárceles
penitenciarias constituyen una muestra suficientemente indicativa del
interés y el lugar protagónico que este tramo de la historia ocupa
actualmente para nuestra sociedad.
A su vez, todo este desarrollo atestigua la decisión por parte de
historiadores, sociólogos, politólogos, filósofos y antropólogos, y tam-
bién de aquellos que trabajan en otros ámbitos de la cultura, de respon-
der a la demanda social que reclama un saber más afinado sobre lo
sucedido durante esos años. De tal manera, preguntarse por esa histo-
ria pasada, por esa historia de la que fuimos parte o que nos involucra
de forma cercana, nos conduce a profundizar variadas problemáticas
respecto de las distintas formas de militancia, la violencia política y, en
general, sobre los sueños y anhelos de una generación que deseaba
cambiar el orden existente. Nos lleva también a escudriñar cuáles eran
los proyectos políticos en disputa, quiénes eran los militantes, cuáles
eran los grados de movilización y de enfrentamiento de las clases; cuá-
les fueron los orígenes del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 y
cómo se produjo su ulterior consolidación en una dictadura que, entre
el terror y el consenso, modificó sustancialmente las relaciones de fuer-
za entre las clases.
Este libro se propone contribuir con estas indagaciones focali-
zándose en la participación de las mujeres en los diversos ámbitos del

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De minifaldas, militancias y revoluciones

activismo político y en las distintas escenas de la vida social durante


aquellos años. Desde esta perspectiva, deudora de la historiografía
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feminista que en nuestro país vino a renovar la disciplina hace ya más


de dos décadas, nos proponemos facilitar una visión del período per-
meada por las relaciones de género. Para ello procuramos dejar a un
lado los relatos que presentan a las mujeres como víctimas del oculta-
miento de las historias oficiales y pasar a analizar sus experiencias
echando luz sobre la acción específica según grados y formas de inter-
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vención. Consideramos que ello hará posible, asimismo, repensar las


periodizaciones históricas, profundizando una lectura que insista en
develar las desiguales relaciones de poder entre los sexos.
Las décadas de los sesenta y setenta se vuelven un campo fértil
para profundizar en las experiencias de participación de las mujeres.
Este período resuena como un momento de ruptura respecto a las prác-
ticas y subjetividades previas.
En un contexto internacional caracterizado por grandes movi-
lizaciones populares y procesos revolucionarios, tales como la
Revolución Cubana, los movimientos de lucha y resistencia dinamiza-
dos por estudiantes y trabajadores en otros lugares de América y en
Europa, y los procesos de descolonización en Asia y África, la sociedad
argentina fue protagonista de una crisis política y social que, abierta
con el derrocamiento del segundo gobierno peronista en 1955, devino,
quince años después, en un cuestionamiento no sólo de la legitimidad
de un sistema político basado en el ejercicio del poder a través de dic-
taduras militares, sino también de la reproducción de las relaciones
capitalistas. Hacia fines de los años sesenta se produjo una fuerte
radicalización de los sectores medios y de la clase trabajadora que se
expresó de distintas maneras y con diversos niveles de organización,
alcanzando su punto de inflexión en la rebelión popular conocida
como el Cordobazo. En confrontación con las tradicionales formas de
organización de la izquierda, surgió una “nueva izquierda” que abra-
zó la lucha armada para la consecución de fines políticos. Pero ese
clima de movilización general, que estuvo presente asimismo en
otros países de América Latina1, excedería el campo de las organiza-
ciones de la izquierda. Los partidos políticos tradicionales también
vieron surgir tendencias que buscaban superar los límites democráti-
cos y reformistas de sus planteos y avanzar hacia nuevos sentidos de
la política, algunos incluso también por la vía armada. El ejemplo más

1 Ejemplos de ello pueden hallarse en los casos del Partido Socialista o Comunista de
Chile, del cual surge el Movimiento de Izquierda Revolucionario (mir), o el Partido
Socialista Uruguayo, cuya ruptura dio origen a las nuevas expresiones políticas del
Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (mln-t).

10
Prólogo

evidente de este proceso tuvo lugar en el peronismo con el surgimien-


to de la agrupación Montoneros.
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Todas las esferas de la vida social se vieron envueltas, entonces,


en el “cimbronazo” que implicó este grado de movilización. En el movi-
miento obrero aparecieron tendencias combativas y/o clasistas que
cuestionaron las estructuras burocráticas de los sindicatos. En el movi-
miento estudiantil surgieron debates en el seno de las universidades en
torno a los fines sociales y el compromiso político de la construcción
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del conocimiento. También quedaron en evidencia las contradicciones


dentro de la iglesia católica, cuyos antagonismos se cristalizaron en el
nacimiento en 1967 del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer
Mundo. Incluso, en un marco más amplio, conceptos y palabras tales
como revolución, socialismo en sus diferentes variantes, la unidad en la
acción, liberación, victoria, entre otras, se incorporaron de manera
definitiva al lenguaje de la época.
A este grado de confrontación se sumó un tipo de cuestiona-
miento que afectaba directamente las relaciones jerárquicas entre los
sexos y que iría conduciendo poco a poco a transformaciones en la vida
familiar, la forma en que las mujeres se posicionaban en las relaciones
domésticas y público-políticas, la indagación del propio deseo, la
exploración del cuerpo y de la mente, la producción del conocimiento o
la búsqueda del cambio social radical (Feijoó y Nari, 1994).
Todo ello fue causa y consecuencia, a la par, de una irrupción
femenina en varios ámbitos de la escena social y política de una
manera que no tenía precedentes en las décadas anteriores, sobre
todo respecto de mujeres pertenecientes a las clases medias. Así, en la
vida universitaria, por ejemplo, en particular en las nuevas carreras
que fueron conformando espacios de grado, como psicología, sociolo-
gía o antropología, la matrícula femenina aumentó sustantivamente.
De tal suerte que se pasó de una presencia del 5% en la década del
treinta a un 30% en los sesenta y un 40% al finalizar los años setenta
(Barrancos, 2007).
Por su parte, en el mercado de trabajo también se produjeron
modificaciones importantes, sobre todo en las grandes ciudades y en lo
que refiere a las profesiones de cuello blanco, en las que participaron
mujeres ejecutivas, inspectoras de distintas agencias del estado, ban-
carias, administrativas, entre otras.
Estos cambios comenzaron a alterar en buena medida la relación
entre mujeres y varones, y se vieron reforzados con la aparición y difu-
sión de la píldora anticonceptiva que posibilitó a las mujeres la regula-
ción de la reproducción y mayor control del propio cuerpo, la exteriori-
zación de un deseo sexual menos sujeto al ejercicio de la maternidad, el
cuestionamiento de la maternidad como el fin último y único de la
vida, entre otras cuestiones (Felitti, 2000).

11
De minifaldas, militancias y revoluciones

Nuevos horizontes emergieron entonces y, con ellos, un involu-


cramiento y un deseo mucho más extendido de participar en política.
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Así, un importante grupo de mujeres optó por incorporarse a partidos


políticos fundamentalmente de la izquierda marxista o socialista, o
que comulgaban con el nacionalismo de izquierda y el antiimperialis-
mo. Dentro de este arco, cientos de ellas escogieron también integrarse
a las organizaciones político-armadas e incluso llegaron a participar en
la fundación de algunas de estas, tales como Norma Arrostito y Amanda
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Peralta, cofundadoras de la organización Montoneros y de las Fuerzas


Armadas Peronistas (fap), respectivamente.
Otras optaron por encarar la lucha desde el feminismo. Así, sur-
gieron organizaciones como la Unión Feminista Argentina (ufa) en el
año 1970, el Movimiento de Liberación Femenina (mlf), creado en 1972
y liderado por María Elena Oddone, y, dos años más tarde, la Asociación
para la Liberación de la Mujer Argentina (alma), fundada por antiguas
integrantes de la ufa y del mlf. Estas organizaciones, fuertemente influi-
das por las lecturas de escritoras y teóricas norteamericanas integrantes
de lo que se conoció como el feminismo de “la segunda ola”, estuvieron
conformadas por mujeres de variados intereses y profesiones. Sin
embargo, la presencia de artistas plásticas fue minoritaria: si bien una
gran parte de ellas se preocuparon por los cambios sociales, no actuaron
dentro de los movimientos feministas ni desarrollaron un arte específi-
camente feminista por aquellos años. Esto se debió a que las urgencias
de los procesos sociopolíticos eclipsaron las temáticas de las obras plás-
ticas y a que no se concebía al feminismo dentro del campo de lo políti-
co. Por este motivo, no se vinculaba arte político con arte feminista. Una
excepción de ello fue María Luisa Bemberg, integrante fundadora de la
ufa, a quien se debe destacar como una de las primeras artistas que
relacionó los reclamos feministas con su producción fílmica.
Por otro lado, algunas mujeres también fueron protagonistas de
diálogos desde dos orillas: el feminismo y las agrupaciones de izquier-
da. Hubo líneas de contacto entre ellas, estableciéndose vínculos entre
las militantes. Este fue el caso de agrupaciones como Muchacha –el
frente feminista del Partido Socialista de los Trabajadores (pst)–, el
Movimiento Feminista Popular –organización creada en el seno del
Frente de Izquierda Popular (fip)– y el efímero frente de mujeres del
Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt), entre otros pequeños
grupos de activistas (Grammático, 2005). No obstante, el cruce no estu-
vo exento de confrontaciones, pues puso de manifiesto la distancia que
existía entre unas y otras respecto de las cuestiones de género. Las mili-
tantes políticas de la izquierda revolucionaria consideraban que la
lucha contra la desigualdad y la jerarquía sexual formaba parte de una
reivindicación burguesa y era secundaria frente a la contradicción
entre el capital y el trabajo. Se creía que la igualdad entre varones y

12
Prólogo

mujeres se efectivizaba al interior de las organizaciones revoluciona-


rias y que una igualdad plena se alcanzaría luego de la revolución, por
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lo que no se consideraba problemático postergar la lucha en este terre-


no. Por el contrario, las feministas organizaban sus denuncias y sus
prácticas políticas en torno al género como un factor crucial de opre-
sión. El punto de vista dominante en las organizaciones de la izquierda
revolucionaria no pudo enmascarar, sin embargo, las tensiones y con-
tradicciones que implicaban para las mujeres la militancia y el ejercicio
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de la maternidad. La misma práctica política las llevó a repensar su


situación y tener expectativas muy diferentes a las que habían tenido
sus madres y abuelas. Recién en el exilio de los años setenta, unas y
otras empezarían a validar el hecho de que la lucha de género era polí-
tica y que la política debía incluir al género entre sus prioridades.
La presente compilación reúne once artículos dedicados a explo-
rar este pasado reciente y contribuye a conocer mejor el papel asumido
por las mujeres en dicho período. A tal fin, el recorrido que este libro
propone incluye la militancia y algunos de sus novedosos niveles de
participación, la construcción de ciertas representaciones sobre el
“mundo femenino”, la represión de la actividad reiteradamente insur-
gente llevada a cabo por las mujeres, la resistencia que en diversos
ámbitos ellas asumieron y algunos fragmentos de las trazas que su par-
ticipación política en ese pasado han inspirado en el presente.
No pretendemos presentar en esta compilación una historia total
ni una contra-historia femenina. Por el contrario, somos conscientes de
que los relatos seleccionados conforman investigaciones sensibles al
campo en crecimiento de la historia reciente, y tienen el objeto de redi-
mensionar y problematizar el relato histórico-social con herramientas
teóricas y metodológicas propias de los estudios de género y del femi-
nismo. En este sentido, la fortaleza de esta contribución reside en
reunir diversos relatos de historias femeninas, inscriptos en un sistema
de relaciones no igualitario y a la vez saturado de conflictos y en per-
manente cambio.
Los artículos aquí reunidos están agrupados en tres secciones.
La primera de ellas, Espacios de militancia y conflictividad, está com-
puesta por cuatro textos. Un artículo de Marta Vasallo, titulado
“Militancia y transgresión”, da apertura a la sección. En él se problema-
tiza, bajo la forma del ensayo, la transgresión femenina de su condición
tradicional. Vasallo indaga los cruces y confluencias de esta transgre-
sión con un reguero de resistencias femeninas características de los
años setenta.
Por su parte, Karin Grammático, en su trabajo “Ortodoxos versus
juveniles: disputas en el Movimiento Peronista. El caso del Segundo
Congreso de la Rama Femenina, 1971”, se propone estudiar la celebra-
ción del Segundo Congreso Nacional de la Rama Femenina del

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De minifaldas, militancias y revoluciones

Movimiento Peronista como parte del proceso de institucionalización


y disciplinamiento del peronismo en la particular coyuntura de 1971-
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1973, y como un nuevo momento en el cual este movimiento define sus


expectativas respecto de sus militantes mujeres.
En el artículo “Entre Marianne y María. Los trayectos de las reli-
giosas tercermundistas en la Argentina”, Claudia F. Touris nos introdu-
ce en un tema escasamente explorado por la historiografía dedicada a
los estudios de la religión: las activas congregaciones de religiosas ins-
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criptas en el movimiento tercermundista católico. Con detalle, la auto-


ra analiza el impacto de la renovación conciliar y la Teología del Tercer
Mundo en la vida religiosa femenina, deteniéndose en las tensiones y
los puntos de ruptura y de continuidad con los modelos que la iglesia
católica ha asignado tradicionalmente a las mujeres consagradas.
Cierra este primer apartado el trabajo de Luciana Seminara y
Cristina Viano: “Las dos Verónicas y los múltiples senderos de la mili-
tancia: de las organizaciones revolucionarias de los años 70 al feminis-
mo”, en el cual, a partir de la historia de vida de dos mujeres militantes,
las autoras analizan las biografías políticas de estas buscando diluci-
dar las transformaciones de la militancia revolucionaria de los años
setenta y sus posibles derivaciones hacia el feminismo.
La segunda sección, Prácticas terroristas, prácticas de resisten-
cia, la conforman tres textos. Inaugura el apartado el trabajo “‘Rejas,
gritos, cadenas, ruidos, ollas’. La agencia política en las cárceles del
Estado terrorista en Argentina, 1974-1983”. La autora, Débora D’Antonio,
tiene por objeto analizar las formas en que el Estado fue diseñando un
conjunto de leyes, decretos y disposiciones que convirtieron a la prisión
política en una institución medular para el despliegue de la estrategia
represiva. En relación con este punto, el texto analiza el impacto de la
cuestión de género en la resistencia que hombres y mujeres opusieron
al poder penitenciario-militar.
El artículo de Laura Rodríguez Agüero, “Mujeres en situación de
prostitución como blanco del accionar represivo: el caso del Comando
Moralizador Pío XII, Mendoza, 1974-1976”, nos presenta un novedoso
estudio en el que reconstruye el accionar del aparato represivo mendo-
cino en las postrimerías del tercer gobierno peronista. Rodríguez
Agüero ensaya diversos argumentos para explicar el ensañamiento de
los grupos paramilitares y parapoliciales con las mujeres en situación
de prostitución, emparentando la situación de estas últimas con la de
las militantes políticas también perseguidas.
Finalmente, contamos con el artículo de Marina Franco, “El exilio
como espacio de transformaciones de género”. El exilio es estudiado aquí
como un espacio en el cual operan cambios en torno a las concepciones
de género. A partir de la experiencia que los emigrados políticos argenti-
nos vivieron en Francia entre 1973 y 1983, Franco analiza la nueva

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Prólogo

situación vital de los exiliados y cómo esta propició diversas reflexiones


sobre la militancia, incentivando el acercamiento a nuevas iniciativas
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políticas, como la defensa de los derechos humanos y el feminismo.


Por último, la tercera sección, titulada Representaciones, imáge-
nes y vida cotidiana, está compuesta por cuatro textos. El primero es el
de Andrea Andújar, “El amor en tiempos de revolución. Los vínculos de
pareja de la militancia de los 70. Batallas, telenovelas y rock and roll”. La
autora pone en disputa variados modelos femeninos, explorando los
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significados asignados al amor y a los vínculos de pareja dentro del


activismo revolucionario. En esa dirección, busca las tensiones y con-
gruencias entre los relatos de las mujeres militantes sobre estas relacio-
nes, por un lado, y los discursos expresados en las telenovelas y las
letras de canciones populares de rock and roll, por el otro.
Por su parte, Isabella Cosse, en “Los nuevos prototipos femeni-
nos en los años 60 y 70: de la mujer doméstica a la joven ‘liberada’”,
aborda la emergencia, hacia mediados de los años sesenta, de un nuevo
modelo femenino que pone en entredicho el longevo “modelo de la
domesticidad”. Este nuevo prototipo femenino es analizado mediante
el estudio de las representaciones que el mismo asumió en distintos
medios gráficos de la época, tanto en las revistas femeninas convencio-
nales como Para Ti y Vosotras, como en aquellas asociadas a lo que se
denominó el nuevo periodismo: Primera Plana, Confirmado y
Panorama.
Rebeka E. Pite, en “¿Sólo se trata de cocinar? Repensando las
tareas domésticas de las mujeres argentinas con Doña Petrona, 1970-
1983”, contrasta la figura de la famosa cocinera Doña Petrona C. de
Gandufo, una mujer tradicional, doméstica y “políticamente inofensi-
va”, con la de las feministas de los años setenta que denunciaron la
invisibilización del trabajo doméstico y los peligros de la naturaliza-
ción de una conciencia femenina tradicional. Pite problematiza la figu-
ra de Doña Petrona quien, durante su programa, invitaba a sus invita-
dos a callarse la boca mediante un cartel colocado en el centro de la
mesa que rezaba: “Prohibido hablar de política”.
Cierra el libro el artículo de María Laura Rosa, “Rastros de la
ausencia. Sobre la desaparición en la obra de Claudia Contreras”. Allí la
autora analiza la obra de la artista plástica Claudia Contreras y su sin-
gular modo de representar, en tiempo presente, la cuestión del desapa-
recido en la última dictadura militar argentina. Se trata de un ejercicio
en el cual Rosa, a partir de la obra de esta artista plástica, reflexiona en
torno al tema del brutal proceso de fragmentación, primero, y disolu-
ción de la identidad, después.
Esperamos que un recorrido por los distintos textos que este libro
ofrece permita a un público interesado, pero no necesariamente espe-
cialista, recuperar una pluralidad de voces y prácticas de mujeres para

15
De minifaldas, militancias y revoluciones

(re)pensar un pasado todavía presente y articular una cantidad de pre-


guntas que sigan estimulando la renovación de los relatos históricos.
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Finalmente, queremos señalar que este libro no hubiera sido posi-


ble sin la colaboración, pericia y generosidad de muchas personas e
instituciones. Queremos agradecer, entonces, a la Agencia Nacional de
Promoción Científica y Tecnológica-Fondo para la Investigación
Científica y Tecnológica (foncyt), RC 2005-1116, cuyo subsidio nos per-
mitió no sólo llevar a cabo las Jornadas de Reflexión “Historia, género y
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política en los 70. (A los 30 años del golpe militar)” en el mes de agosto de
2006, sino también financiar este libro, que se nutrió de muchos de los
trabajos allí presentados. También, al Instituto Interdisciplinario de
Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la uba y, en
particular, a Dora Barrancos y a Nora Domínguez, cuyo compromiso y
aliento permanentes fueron sostenes centrales para que la idea de esta
compilación se volviera proyecto y para que el proyecto se convirtiera en
realidad. A María Inés Rodríguez, directora del Museo Roca, siempre
dispuesta a cobijar nuestras andanzas por la historia argentina reciente.
A Isabella Cosse, Marina Franco, Rebekah Pite, Laura Rodríguez Agüero,
Luciana Seminara, Claudia Touris, Marta Vassallo y Cristina Viano,
quienes brindaron su confianza y profesionalismo, así como su infinita
paciencia para con nosotras. Y, finalmente, a Marcelo Rodriguez, Ivana
Brighenti y todas/os las/os integrantes de Ediciones Luxemburg, que
decidieron apostar a esta aventura colectiva, estimulando y enrique-
ciendo el intercambio de ideas y perspectivas que este libro propone.

Las compiladoras

Bibliografía
Barrancos, Dora 2007 Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco
siglos (Buenos Aires: Sudamericana).
Feijoó, María del Carmen y Nari, Marcela M.A. 1994 “Los 60 de las mujeres”
en Todo es historia, Año xxvii, Nº 321, abril.
Felitti, Karina 2000 “El placer de elegir. Anticoncepción y liberación sexual en
la década del sesenta” en Gil Lozano, Fernanda; Pita, Valeria Silvina e
Ini, María Gabriela (dirs.) Historia de las mujeres en la Argentina.
Siglo xx (Buenos Aires: Taurus).
Grammático, Karin 2005 “Las ‘mujeres políticas’ y las feministas en los
tempranos setenta: ¿un diálogo (im)posible?” en Andújar, Andrea et al.
(comps.) Historia, género y política en los 70 (Buenos Aires: ffyl-uba/
Feminaria). En <www.feminaria.com.ar>.

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Capítulo 5
“Rejas, gritos, cadenas, ruidos, ollas”
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La agencia política en las


cárceles del Estado terrorista
en Argentina, 1974-1983*
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Débora D’Antonio**

La devaluación de la política
La última dictadura militar argentina estableció como uno de sus obje-
tivos fundamentales disciplinar a una sociedad con fuertes inquietu-
des políticas. Para ello, diseñó una estrategia represiva de gran radica-
lidad que tuvo en la mira centralmente a los sectores más movilizados
y organizados. La eficacia del plan se sostuvo en el conveniente oculta-
miento de los aspectos más siniestros de la violencia estatal, a la par
que se mostraban aquellos otros que, si bien también de carácter repre-
sivo, eran percibidos como legítimos por la sociedad. De esta forma,
mientras en el nivel visible se desplegaron, por ejemplo, infinidad de
operativos en la vía pública por parte de las fuerzas de seguridad, en el
nivel oculto se establecieron alrededor de 500 centros clandestinos de
detención en todo el territorio del país, donde se torturó, se asesinó y se
desapareció el cuerpo de decenas de miles de personas. Así, al tiempo
que se negó la responsabilidad del Estado en la masacre de los militan-
tes políticos ante los familiares y organismos internacionales veedores,
se visibilizó a los presos de las cárceles penitenciarias como trofeos de
una guerra ganada.
La relación fundamental del plan disciplinador se desarrolló,
entonces, entre los campos de detención y la masacre de prisioneros
clandestinos, por un lado, y la existencia de cárceles y presos políticos,
por otro. Lo legal permitió revelar lo visible a la vez que invisibilizar lo
criminal. En esta estrategia, las penitenciarías –especialmente algunas

* La expresión entrecomillada evoca el clima carcelario de los años del terrorismo de


Estado y fue extraída del libro Psicología y dialéctica del represor y el reprimido de
Carlos Samojedny (1986: 67).
** Historiadora, Universidad de Buenos Aires (uba). Integrante del grupo de estudios e
investigación “Mujer, política y diversidad en los 70” del Instituto Interdisciplinario
de Estudios de Género (iiege), Facultad de Filosofía y Letras, uba.

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De minifaldas, militancias y revoluciones

de ellas– ocuparon el rol de vidrieras de resguardo y legalidad para las


acciones criminales del régimen.
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A pesar de que un nivel y otro fueron copartícipes de la experien-


cia represiva, lo sucedido en la faz legal no atrajo la atención de la
comunidad sino hasta tiempos muy recientes. Si inicialmente la falta
de interés estuvo relacionada con urgencias políticas tales como la apa-
rición con vida de los desaparecidos o la búsqueda de los niños apropia-
dos, también es cierto que entre los gobernantes existió la intención de
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que se abandonara la forma en la que se había comprendido la política


tan sólo una década atrás. La figura del desaparecido fue encuadrada
como víctima de los excesos de la represión militar y, por esa vía, des-
politizada. Por medio de representaciones tales como la “teoría de los
dos demonios”1 o el célebre concepto de “Nunca Más”2, formulados
ambos por los factores de poder pero también avalados por la opinión
pública, se proyectó dejar atrás el salvajismo del régimen militar y pro-
mover una suerte de borrón y cuenta nueva del espíritu insurreccional
y rebelde que había atravesado a la sociedad argentina en un contexto
regional también por demás agitado.
La devaluación, invisibilización o soslayamiento de la política
ayudó a erigir condiciones para que los presos y presas que remitían
inmediatamente al calificativo de subversivos no encontraran un lugar
de escucha ni tampoco pudieran construir un lugar de habla.
Con la explosión memorialista que se instaló en la Argentina en la
última década, surgieron inquietudes y demandas sociales acerca de la
historia del pasado reciente, y nuevas preguntas sobre lo sucedido. Una

1 La estrategia consistió en igualar las responsabilidades entre las fuerzas de seguri-


dad del Estado y las formaciones de civiles que empuñaron las armas; asimilar el
compromiso que tuvieron ambos sectores para forzar una espiral de violencia que
devino en el golpe más cruento de la historia argentina; posicionar a todos los que
quedaron por fuera de estos bandos como simples perejiles (activistas de baja res-
ponsabilidad política), primero manipulados por las aspiraciones de los dirigentes
de las organizaciones guerrilleras y luego convertidos por los militares en un cúmu-
lo de cuerpos asesinados; construir la figura del desaparecido como una víctima
sacrificial, apartada de intenciones políticas vitales; invisibilizar el alto grado de
confrontación, movilización y organización alcanzado por el conjunto de la pobla-
ción; representar a la sociedad argentina de esos años como ajena a la violencia
política y social y, a la vez, exenta de la responsabilidad de haber brindado consen-
so al golpe militar; por último, manejar una hipótesis de excepcionalidad sobre lo
sucedido durante este período, con el objetivo de morigerar los lazos de continui-
dad entre las prácticas represivas de gobiernos electos y de gobiernos de facto.
2 “Nunca Más” fue una frase empleada por el fiscal Julio César Strassera en la audiencia
del Juicio a la Junta de Comandantes, celebrado entre abril y diciembre de 1985, donde
se dictó sentencia. La alocución que provocó la ovación y el aplauso del público pre-
sente aludía al informe presentado en septiembre del año anterior por la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep) al presidente Raúl Alfonsín.

90
Débora D’Antonio

variedad de libros, revistas, documentos históricos, investigaciones, fil-


mes y políticas públicas así lo atestiguan. En este nuevo contexto, los
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presos políticos encontraron un lugar para narrarse a sí mismos, sintién-


dose capaces de transferir la experiencia vivida en las cárceles del Estado
terrorista (Abrile et al., 2003; Beguán et al., 2006; Kaufman y Schmerkin,
2005). En buena medida, las memorias, testimonios e itinerarios biográ-
ficos por ellos diseñados son los que nos permiten a los historiadores
abordar, en la actualidad, ciertos tópicos insuficientemente explorados3.
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El presente artículo tiene por objeto analizar concisamente el


contexto y las formas en que se expresó la política en los años setenta,
para posteriormente indagar las leyes, decretos, atributos del código
penal y otras instancias represivas que permitieron el encierro masivo
de los militantes. También se recorrerán algunos aspectos de la expe-
riencia por la que transitaron hombres y mujeres durante el período
carcelario, enfatizando en la respuesta sexuada que ofrecieron al poder
penitenciario-militar y el impacto que tuvo la cuestión de género en el
diseño de la tecnología represiva.

Conformación de la estrategia represiva


Al breve gobierno de Héctor Cámpora, en el que se derogó la legislación
punitiva de las dictaduras militares en ejercicio desde 1966, le siguió
interinamente el de Raúl Lastiri –presidente de la cámara de diputa-
dos–, con quien sobrevino una aguda represión. Fue en ese período que
se concretó el decreto de ilegalidad para el Partido Revolucionario de
los Trabajadores y el Ejército Revolucionario del Pueblo (prt-erp) y se
produjo el envío al parlamento de un proyecto de modificación del
código penal, cuyo fin era acrecentar las condenas para los activistas
calificados de terroristas. Mediante un documento reservado del
Consejo Superior Peronista se intimó, además, a los gobernadores de
dicho movimiento a contener todo avance de la ideología marxista.
El 1 de julio de 1974 falleció Juan Domingo Perón y fue sucedido
en el cargo por su vicepresidenta y esposa, María Estela Martínez. En
este marco, los sectores económicos dominantes intentaron un mayor
control de la renta por medio del disciplinamiento de los trabajadores,
los cuales no tardaron en responder con una importante movilización
contra las antipopulares medidas del ministro de Economía. En este
escenario político de lucha de clases en ascenso se desarrolló el accionar

3 Es importante señalar que fue una estrategia del régimen militar ocultar toda
documentación respecto del accionar represivo de las fuerzas de seguridad. Por
ello, los testimonios de las personas que pasaron por esta experiencia son funda-
mentales para documentar el período histórico en discusión.

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De minifaldas, militancias y revoluciones

represivo de bandas parapoliciales apuntaladas por el Estado mismo,


que provocaron, en menos de dos años, alrededor de 400 asesinatos.
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Asimismo, entre 1974 y 1976 se consolidó un crecimiento expo-


nencial del número de presos y presas políticos concentrados en cárce-
les de máxima seguridad. El sistema carcelario aplicó sobre estos pre-
sos procedimientos cualitativamente nuevos, así como un reglamento
aún más punitivo que en épocas precedentes. Una expresión de esta
política correctiva fue la decisión del Servicio Penitenciario Federal
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(spf) de mediados de 1974 de denominar como delincuentes terroristas


(dt) a todos los detenidos políticos.
En septiembre del mismo año se sancionó la Ley 20840 o de
Seguridad Nacional, por la cual cualquier ciudadano que alterara o
suprimiera el orden institucional y la paz social de la nación podía que-
dar a disposición de la justicia civil. Gran cantidad de personas que
recibieron condena por esta legislación, así como también por la inten-
sificación en la severidad de ciertos artículos del código penal, siguie-
ron pernoctando en las cárceles a disposición del poder ejecutivo
nacional después de haber cumplido su sentencia. Los presos engrosa-
ban los presidios también por el decreto de Estado de sitio que firmó la
presidenta en noviembre del mismo año, una prerrogativa presidencial
por la que numerosas personas eran castigados por actos de divulga-
ción y propaganda contrarios a los intereses nacionales, permanecien-
do en las cárceles sin proceso judicial alguno4.
El año 1974 señaló un incremento autoritario fundado en una
legislación que multiplicaba la cantidad de apresados y el tiempo que
estos permanecerían en las cárceles, y un notable deterioro de las con-
diciones de vida penitenciarias. En 1975 el proceso se profundizó y los
cambios más significativos fueron consecuencia de una transforma-
ción de tipo más estructural de la estrategia represiva que estableció el
Estado en otras áreas.
La incapacidad del último período del gobierno de la presidenta
Martínez de Perón para contener a las fuerzas que los militares identifi-
caban como enemigas, llevó a que estos presionaran para obtener el
control absoluto de la coerción5. En virtud de lo dispuesto por una direc-
tiva del Consejo de Defensa y de un redoblamiento de la lucha

4 En el Archivo General de la Nación pueden encontrarse los decretos que la presiden-


ta firmó por medio de esta atribución. En ellos se detallan los nombres de las perso-
nas que quedaron bajo la égida del poder ejecutivo nacional, ya fuera que se tratara
de la detención de una persona o de un puñado de militantes políticos.
5 Es relevante destacar que también las organizaciones político militares veían a las
fuerzas armadas como enemigas. Ambas partes se influenciaban mutuamente con
la idea de que se estaba librando una guerra.

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Débora D’Antonio

antisubversiva, se le confirió al ejército el rol medular en el desarrollo de


la contienda. Jorge Rafael Videla, comandante general por ese entonces,
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puntualizó que, para cumplimentar este objetivo, los casi 200 mil hom-
bres de las fuerzas armadas, policía federal y provinciales, prefectura
naval, gendarmería nacional, servicios penitenciarios y delegaciones de
la Secretaría de Inteligencia del Estado (side) quedarían bajo control de
los comandantes de zona militares6. Con este esquema, el ejército ins-
truyó al spf para centralizar a los detenidos políticos en un manojo de
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unidades penitenciarias caracterizadas como de máxima seguridad. El


coronel Jorge Dotti, jefe del spf7, cerebro de la reclusión de los presos
políticos, definió a las cárceles como “un frente más de lucha” en el
marco de la guerra que estaban librando (Samojedny, 1986: 22).
La seguridad del Estado frente a la actividad del enemigo interno
implicó, entonces, una maniobra articulada en diversas esferas y, si bien
la convivencia de los poderes no se desarrolló sin confrontaciones,
coexistieron jefaturas de centros clandestinos de detención, de policía,
de prefectura, de gendarmería y del servicio penitenciario. A la hora de
estipular una tecnología carcelaria, el presidio fue considerado un fren-
te más de la guerra contra la subversión, practicándose formas de disci-
plinamiento sin precedentes en la historia correccional argentina.
En los primeros meses de 1976, la consolidación y el consenso
que adquirió el poder militar, brazo armado legal del Estado, encontra-
ron su punto máximo en la tendencia a multiplicar la captura de miles
de activistas. Esta decisión se reforzó con el golpe de Estado del 24 de
marzo, cuando la junta militar que asumió el gobierno implantó conse-
jos de guerra para juzgar a civiles en todo el territorio nacional. Estos
consejos, previstos en el Código de Justicia Militar, fueron utilizados
para legalizar procedimientos extraordinarios que promovían penas
de hasta diez años para quienes “incitaren a la violencia y/o alterasen
el orden público”, y reclusión perpetua o pena de muerte para quien
“mediante incendio, explosión u otro medio análogo creare un peligro
común para personas y bienes”8.
Luego del golpe, el número de reclusos a disposición del poder
ejecutivo nacional se elevó a 8.625 personas, con un incremento respecto

6 Directiva 404/75 de lucha contra la subversión promovida por el comandante gene-


ral del ejército, Jorge Rafael Videla (obrante en el Archivo de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, csjn).
7 Jefe del Servicio Penitenciario Federal desde marzo de 1976 hasta 1980. Se lo consi-
dera responsable de los delitos cometidos en las unidades carcelarias que de él
dependían, así como también de lo sucedido en el centro clandestino de detención
“El Vesubio”, dependiente del spf.
8 Ley 21264 de represión del sabotaje, sancionada el 24 de marzo de 1976 (obrante en
el Archivo de la csjn).

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De minifaldas, militancias y revoluciones

del año anterior de alrededor de un 40%. Hacia 1977 otras 1.200 personas
fueron arrojadas a los presidios. A pesar de la elocuencia de las cifras, en
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el mensaje que la junta militar dirigió por cadena nacional el día de la


asunción de mando señaló que el objetivo fundamental era resguardar a
la patria del desgobierno y la disolución nacional, lo que no suponía “dis-
criminaciones contra ninguna militancia cívica ni sector social alguno”9.
En sentido acorde, Jorge Rafael Videla, a poco del aniversario del asalto
al poder, manifestó que en las cárceles no había personas recluidas por
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sus ideas “sino solamente por ser parte o haber apoyado en algún nivel a
la subversión” (La Opinión, 1977). Subrepticiamente se instalaba la idea
de que los subversivos no eran ciudadanos con otra perspectiva política
sino individuos ajenos y hostiles a la nación.
A partir del golpe, la vida de los presos sufrió sustanciales modi-
ficaciones. Si hasta comienzos de 1975 la reclusión contemplaba visitas
familiares, lecturas, recreación en espacios comunes, una alimenta-
ción aceptable, la realización de ejercicio físico y tareas diversas en los
talleres del presidio, el trato hacia los detenidos cambió hacia uno
semejante al sufrido por las personas desaparecidas. Los presos tam-
bién comenzaban su cautiverio con una detención ilegal, que por lo
general se iniciaba a altas horas de la noche entre golpizas y capuchas.
Luego pasaban por casas para interrogatorios, centros clandestinos de
detención (ccd) temporarios o los sótanos de alguna jefatura policial
comprometida directamente con la represión clandestina. Aunque
quienes quedaban privados de su libertad en el circuito de detención
del servicio penitenciario tenían mayores posibilidades de sobrevivir
que aquellos que eran llevados a un ccd10, los distintos espacios de
encierro reproducían la ilegalidad de los chupaderos11.
Durante 1976 se definieron nuevos procedimientos de segrega-
ción y aislamiento respecto de los presos comunes, y entre varones y
mujeres que eran presos políticos. De hecho, el régimen asumió una
primera división por género, determinando que la Unidad Penitenciaria

9 Ver <www.nuncamas.org>.
10 Esto fue así a excepción del recurso que utilizó el poder militar a través de la tan
mentada “ley de fugas”. Bajo esta figura se provocaron diversas masacres que com-
prometieron la vida de varones y mujeres por igual. Este es el caso de la Unidad
Penitenciaria Nº 1 de Córdoba, Margarita Belén en Formosa, el paraje Las Palomitas
en Salta o el penal de Villa Gorriti en Jujuy. La investigación que realiza la Comisión
Nacional por la Desaparición de Personas (conadep), y que se encuentra en estado
permanente de actualización, ha registrado 157 personas que perdieron su vida en
estas condiciones, así como otras 20 asesinadas luego de que autoridades judiciales
intervinientes decidieran su puesta en libertad, subrayando, una vez más, que la
represión clandestina y la legalizada tuvieron variados vasos comunicantes.
11 Eufemismo utilizado por las fuerzas represivas para denominar a los ccd.

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Débora D’Antonio

de Devoto (Capital Federal) alojaría a las mujeres y las unidades peni-


tenciarias de Resistencia (Chaco), Coronda (Santa Fe), Sierra Chica
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(Olavarría, provincia de Buenos Aires), La Plata (provincia de Buenos


Aires) y Rawson (Chubut) albergarían a los varones. En ambos casos, la
prescripción consistía en una política de centralización, aislamiento,
desarraigo y destrucción, aunque con diferentes implicancias para un
grupo que para el otro.
Mientras que las mujeres fueron reunidas en la cárcel de Villa
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Devoto, los varones fueron rotados sistemáticamente entre los varios


presidios, provocando desconcierto y desesperación en los familiares12.
A lo largo de los siete años de dictadura, los presos y presas fueron
tomados como rehenes por el régimen y, si se sospechaba que en el
exterior las organizaciones político militares podían tramar algún
atentado contra las fuerzas de seguridad, se seleccionaba y aislaba bajo
amenaza indistintamente a unos o a otros como factor de presión.
Pasados los dos primeros años de la dictadura militar, el período en que
se registró mayor cantidad de asesinatos y desapariciones, y en coinci-
dencia con la visita de organismos internacionales como la oea,
Amnesty International o la Cruz Roja por denuncias de violaciones a los
derechos humanos, las mujeres presas fueron manipuladas y colocadas
como objetos de exposición. Para esos fines servía la cárcel de Villa
Devoto, situada en un barrio de clase media en el perímetro metropoli-
tano. Si la representación habitual era que la guerra la hacían los hom-
bres –como en toda guerra–, las mujeres se transformarían en un botín
preciado para los dominadores. La articulación entre ser mujeres exhi-
bidas y ser mujeres rehenes potenció la idea del régimen de construir-
las, además, como trofeos políticos.
En cárceles donde fueron alojados los varones, como por ejemplo
el penal de Coronda en la provincia de Santa Fe, los recreos fueron
suprimidos por largos períodos, quedando los presos políticos encerra-
dos sin luz solar. Allí transcurría el encierro entre celdillas de castigo
individual y las requisas que casi siempre terminaban en golpizas seve-
ras. Los presos no podían levantar la cabeza en los recreos y debían
mirar siempre hacia el piso. Tampoco podían hablar, ni reírse, ni sen-
tarse, pero sí debían girar en círculo sin posibilidad alguna de descan-
so. Las visitas de los familiares fueron suprimidas durante el primer
año de dictadura y, cuando se reanudaron, sólo fueron admitidas por
escasos minutos, cada cuarenta y cinco días y siempre manteniendo a

12 La rotación permanente era desmoralizante, pues se utilizaba esta metodología de


control para evitar toda posibilidad de humanización. El objetivo era impedir la
socialización en los penales, cualquier cercanía con los carceleros, así como atenuar
la posibilidad de vislumbrar un plan de fuga.

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De minifaldas, militancias y revoluciones

los presos detrás de una reja mosquitero o de un vidrio, vedando así


todo contacto físico de los detenidos con los seres queridos. Por mucho
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tiempo ni siquiera los menores pudieron visitar a sus padres. Durante


el mundial de fútbol del año 1978 se colocaron altoparlantes en los
patios, haciendo creer a los internos que se los instalaba para permitir-
les escuchar los partidos. Sin embargo, lo único que se transmitiría
serían marchas militares a un volumen tan estridente que impedía
todo tipo de comunicación.
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En todas las cárceles se intentó practicar la destrucción física y


psicológica de los presos por medio de la despolitización y la trasforma-
ción de los militantes con clara voluntad política en seres pasivos. El
penal de Rawson, enclavado en la aislada Patagonia, fue utilizado espe-
cialmente como “campo de internación de lavado de cerebro experi-
mental y como ensayo piloto aplicado a presos políticos cautivos en
calidad de rehenes” (Samojedny, 1986: 29). Cualquier falta podía impli-
car duros castigos, tales como quedar desnudos por horas en la helada
sureña a más de 15 grados bajo cero.
De este modo, con la vigilancia y el hostigamiento constante se
pretendió construir territorios diversos para separar a los presos entre
sí y evitar la formación de prácticas solidarias (Antognazzi, 1988).
También se formó tanto al personal del servicio penitenciario como al
de los servicios de inteligencia con una normativa congruente con la
política de aniquilamiento global, y se promulgaron a tal efecto nuevas
ordenanzas y reglamentos internos con el fin de sujetar a los cuerpos
apresados en los más mínimos e innumerables detalles (Filc, 2000).
Una de las características centrales de este accionar fue la confección
de una clasificación de los presos políticos según grados de responsa-
bilidad militante.
Hacia mediados de 1977, el régimen ya tenía un diagnóstico
sobre los presos y presas políticos, y envió a todos los penales una orden
secreta denominada “Recuperación de pensionistas”13. En ella se esta-
bleció que, siendo los reclusos y reclusas indoblegables en sus convic-
ciones ideológicas, era necesario implementar un cuadro disciplinario
más desafiante y severo que abarcara aspectos todavía no explorados.
En esta nueva disposición se incluía el hostigamiento a los familiares
de los detenidos y el aislamiento de los presos considerados irrecupera-
bles con el fin de evitar que las cárceles operaran como escuelas de
subversión de valores. Los métodos prescriptos para llevar adelante
esta directiva también fueron múltiples e incluían desde la sugestión y
persuasión hasta la compulsión por medio de acciones de propaganda,

13 Consultado en el Archivo Nacional de la Memoria, Secretaría de Derechos Humanos


de la Nación.

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Débora D’Antonio

de sorpresa y violentas (a veces a cara tapada), administrativas y de


reeducación. El control de la actividad carcelaria suponía censura de
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toda información externa; restricciones alimentarias; instalación de


epidemias sanitarias; propagación de rumores desmoralizadores, soni-
dos extremos y rotación sistemática entre pisos, pabellones o celdas
para bloquear la socialización; desacreditación de los líderes y prohibi-
ción de toda forma colectiva de organización; imposibilidad de ejerci-
tar el cuerpo; etc. Un anexo de la misma orden determinaba la actitud
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que debía asumir el personal penitenciario, destacando la cohesión de


grupo, la disciplina, la instrucción militar, el entrenamiento físico
inquebrantable y la idea de que los carceleros debían infundir respeto
con una actitud victoriosa.
Hacia abril de 1979 circuló otro nuevo reglamento en el que se
subrayaba la necesidad de controlar a los apresados de modo aún más
depurado. El carácter microscópico de la vigilancia exigía una sujeción
exhaustiva. Por ejemplo, en el artículo 15 del documento se detallaban
los deberes del delincuente terrorista: “Abstenerse de cantar, silbar, gri-
tar, mantener conversaciones furtivas por señas o indecorosas o de ele-
var la voz”. La intrusión en la subjetividad implicaba una humillación
corporal similar, simbólicamente, a la de una persona esclavizada. Los
presos no eran dueños ni de su propio cuerpo y debían estar dispuestos
a visibilizarlo permanentemente para favorecer el control del personal
penitenciario. Se fiscalizaron de este modo la comunicación y el cuerpo
individual, pero también se planeó una vigilancia entre los sujetos.
Cada una de las personas, aun teniendo negada su individualidad, sólo
podía actuar de forma individual, pues lo colectivo era identificado
como instrumento de lucha y era representativo de lo rebelde y subver-
sivo. Así también rezaba el artículo 16 del mismo reglamento: “Los dt
detenidos podrán formular individualmente sus peticiones y/o escritos
a las autoridades del establecimiento constituyendo infracción discipli-
naria grave toda petición en forma colectiva. El dt detenido podrá for-
mular su petición atendiendo a problemas personales, quedando prohi-
bido ser portavoz de problemas de terceros y/o colectivos”.
En las cárceles de máxima seguridad se dio el juego de negación
de lo íntimo e individual a la par que se obligó a negar lo colectivo, lo
común y lo público. El sufrimiento era provocado para extirpar lo sub-
versivo, y se pretendía reformar las conciencias mediente el aprendiza-
je por arrepentimiento.

La sexuación del castigo


Reparando en este aspecto es posible construir una lectura de la rela-
ción entre (in)visibilidad y poder. Si por un lado el régimen ostentaba
su carácter represivo en las calles, en sus discursos y en su simbología

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De minifaldas, militancias y revoluciones

cultural hablando de guerra contra la subversión y visibilizando su


desprecio hacia el activismo de los sectores populares y las organiza-
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ciones político militares y hacia toda simpatía que estas prácticas


pudieran producir en la población, por otro lado, y al mismo tiempo,
negaba tal carácter al encubrir las pérdidas de la feroz represión que
diariamente arrojaba miles de personas asesinadas.
El género fue un clivaje decisivo a la hora de diseñar las tecnolo-
gías de dominación. El poder invisibilizó, ocultó y, en ocasiones, direc-
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tamente extirpó todas las formas subjetivas perturbadoras. Esto fue


particularmente decisivo en el caso de las mujeres, pues mientras los
militares apostaban a imaginarlas y a representarlas como subjetivida-
des apolíticas, dueñas del espacio doméstico y familiar, paradójica-
mente se vieron obligados a acorralar a muchas de ellas por haber
abandonado el destino prescripto y haber ocupado un lugar clave en las
luchas populares del período.
Con el propósito de inmaterializar esta contundente presencia, el
régimen transformó a la mayor parte de sus víctimas femeninas en
desaparecidas, llegando a cubrir la cifra de 33% del total de las perso-
nas asesinadas (Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas). Si bien las presas políticas fueron muy
numerosas respecto de épocas precedentes, alcanzando en el momen-
to de mayor concentración el 12% del total de los apresados por razones
políticas, constituyeron un número sensiblemente inferior que las
mujeres ocultamente asesinadas.
Los atributos femeninos con los que la dictadura militar se pro-
ponía educar a la población les adjudicaban a las mujeres un rol, en el
ámbito privado, de garantes del cuidado y de resguardo de los valores
de la tradición nacional y cristiana (Filc, 1997). Empero, mediante la
educación superior, la politización y la liberación sexual, las mujeres se
opusieron a este “deber ser”, abandonando ese lugar subordinado. Esta
posición asumida explícitamente por las militantes llevó al régimen a
visibilizar el castigo tomando cuerpo en las mujeres presas políticas, a
la vez que desapareciendo a una porción altamente significativa de
ellas. Creemos que al régimen sólo le era posible exhibir a una porción
de esas mujeres rebeldes pues, de otra forma, perdía verosimilitud la
prédica de “la mujer” como reaseguro de la célula familiar. En sentido
similar, mientras se enaltecía a la mujer y al maternaje en la retórica
pública, un cuerpo especializado de médicos, enfermeros, parteras y
sacerdotes bajo órdenes militares ejercía en los ccd una operación de
exterminio sobre las militantes que eran madres, apropiándose del
linaje de sus niños y niñas nacidos en cautiverio.
Si bien en las cárceles penitenciarias esta subversión de sentidos
no alcanzó el mismo nivel de violencia, la finalidad del castigo era coin-
cidente también con una cuestión de género. Es así que si una mujer

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Débora D’Antonio

podía emular a los hombres en el combate y en las cuestiones de Estado,


entonces debía ser igualmente confinada, obstruidas sus facultades
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intelectuales y retirados sus pequeños hijos aún lactantes de las celdas.


La maternidad, por tanto, recibió un trato específico. Si todavía en
junio de 1976 las presas podían pernoctar en sus celdas con sus hijos e
hijas hasta que estos cumplieran dos años de edad, desde ese momento
y a partir del decreto 955/76, sólo les fue posible retener a los niños un
breve lapso de tiempo y “si el progenitor o demás parientes obligados a
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prestarle alimentos no estuvieren en condiciones de hacerse cargo del


mismo”, la penitenciaria debía interponer un recurso antes las autorida-
des jurisdiccionales correspondientes, promoviendo la adopción.
En un sentido coincidente con el espíritu de este decreto se crea-
ron las juntas interdisciplinarias, organismos constituidos en los pena-
les para dividir internamente a los presos y presas entre sí, por medio
de una “nota de arrepentimiento”14. El objetivo de estas juntas era pro-
ducir un mecanismo similar al que la dictadura había ideado en otras
áreas, originando una escisión en grupos según grados de colaboración
con el poder15. Esta política fue ampliamente practicada en los penales
que albergaban varones con el fin de quebrar los lazos de solidaridad
interna. En el caso de las mujeres del penal de Villa Devoto, a esta prác-
tica se le sumó la inducción de un fuerte sentimiento de culpa entre las
detenidas en torno a lo que ellas habían abandonado por participar en
la vida pública (militancia en sindicatos, organizaciones armadas, par-
tidos de izquierda o populares y barrios, entre otros ámbitos de lucha).
La acusación más frecuente que surgía de las entrevistas que formali-
zaba la junta con las madres presas era la de haber cometido actos de
filicidio, por no haberse ocupado en tiempo y forma de sus hijos e hijas
y haberse dedicado a otros menesteres. Al resto de las mujeres se las
culpaba de haber renunciado a otros lazos parentales como el de hija,
esposa o hermana. Una ex presa política subrayó que lo que pretendían
los militares era hacerles creer que eran ellas mismas las que buscaban

14 Este reglamento tuvo como fin dividir y enfrentar a los presos y presas. En la cár-
cel de Villa Devoto se utilizó de modo experimental, según el siguiente criterio:
“quien manifestara por escrito esta abjuración era recuperable”, dejando de ser de
“máxima peligrosidad”, pudiendo “ser trasladada, segregada e indagada por el
psiquiatra y/o la psicóloga a condiciones de mejoría de vida carcelaria y registran-
do su ubicación como posible de ser liberada en una lista del Poder Ejecutivo
Nacional” (Clara, 1998).
15 En la Escuela de Mecánica de la Armada (esma) –uno de los ccd dependientes de la
Marina y el más emblemático del accionar criminal del Estado– se creó una catego-
ría de apresados forzada a trabajar como mano de obra esclava en diversas tareas.
Asimismo, un puñado de personas fueron convertidas en colaboradores durante la
tortura, quienes posteriormente terminaron como empleados de la Armada.

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De minifaldas, militancias y revoluciones

la muerte, la tortura, y las que abandonaban a sus bebés, así como los
deberes y responsabilidades como madres (Clara, 1998).
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El presidio para las mujeres tenía como objetivo actuar como una
instancia punitiva, pero también como fuente de adoctrinamiento y
ortopedia de las prácticas en las que ellas no debían incurrir en térmi-
nos de género. Cuestionar la autonomía natural del cuerpo y sus atribu-
tos socialmente asignados las acorralaba y castigaba doblemente, tanto
por su racionalidad política como por el renunciamiento a su natural
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condición femenina.
También a los varones se pretendió dominarlos mediante cues-
tiones sexuales, ya que se buscó quitarles su virilidad por medio del
atenazamiento del cuerpo. Se sancionaba su uso con variados casti-
gos, como la prohibición de hacer gimnasia, la provisión de una ali-
mentación deficitaria y la negación del ejercicio de cualquier tipo de
sexualidad para acallar todo contacto humano. Esta penalización de la
condición de género y de la sexualidad fue utilizada como una estrate-
gia de feminización para ultrajarlos y humillarlos y colocarlos así en
posición de víctimas y no de adversarios políticos, a fin de redoblar los
efectos deshumanizantes, despersonalizantes y destructivos de la
estrategia correccional.
Tanto en el caso de varones como en el de mujeres, la violencia
sexual y de género se enlazó de modo profundo con la violencia políti-
ca, materializándose juntas en los cuerpos en situación de encierro. En
este sentido, las torturas en los presidios tuvieron como objetivo degra-
dar la subjetividad a través de la carne, operando en las zonas erógenas
como espacios privilegiados para los carceleros. El relato de uno de los
presos así lo indica:
Nos tenían desnudos, de espaldas sobre los pasillos, prohibién-
donos mirarnos, y se nos preguntaba sobre la actividad que desa-
rrollábamos afuera, sindicatos, partidos políticos, etc. Nos gol-
peaban con bastones de goma, con núcleos de acero. Como
rúbrica, elegían uno al azar y le daban sesiones más prolongadas
de golpes, hematomas en los genitales.

La golpiza era una tortura que tenía como objetivo quebrar física y
moralmente al militante, con el fin de convertir a los presos “en seres
atemorizados, recelosos y dóciles por efecto del terror”16.
Naturalmente, todos los espacios de reclusión son un terreno
apto para fingir obediencia y simular conductas, tanto sea para prote-
gerse como para atenuar el poder represivo. Se finge ante la observancia

16 Estos dos testimonios fueron extractadas de las entrevistas a ex presos (ver el sitio
<www.pparg.org> último acceso: diciembre de 2008).

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del poder, suscribiendo la obediencia y simulando la pauta prescripta


(Dobón, 1996: 174). En ese delicado equilibrio entre simular por un
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lado e imaginar y practicar la resistencia por otro, los hombres y muje-


res construyeron una cultura política carcelaria que en ocasiones
reivindicó, y en otras rechazó, las prácticas políticas que los conduje-
ron al encierro.
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Figuras de la resistencia
No es sencillo transponer y comparar cómo fueron experimentadas las
formas de oposición a la vida carcelaria, pues variaron según la historia
de cada uno de los penales, según las formas que adquirió el vínculo
entre el poder militar y el penitenciario y, sobre todo, según los cambios
de la coyuntura política local. Sin embargo, a pesar del alto grado de
heterogeneidad (dirigentes gremiales y políticos, guerrilleros, familia-
res, abogados defensores de detenidos políticos, varones y mujeres,
jóvenes y ancianos, etc.), la población carcelaria fue homogeneizada,
como ya dijimos, por leyes, decretos y prerrogativas represivas, por la
concentración en establecimientos seguros y, lógicamente, por el clima
político de época que disponía para todos un clima similar.
Lo que les permitió a los presos y presas políticos ir más allá de la
simple supervivencia fue la organización metódica interna que facilitó
coordinar productivamente el tiempo carcelario. A la planificación del
desgaste, la despolitización y la desubjetivación que inducía el poder
penitenciario, se le oponían una organización rigurosa y puentes de
comunicación que permitieron tender una red que se rearmaba conti-
nuamente. Esta organización se sostuvo en la actividad discutida y
planificada de los presos por barrio, que en la jerga carcelaria aludía a
un conjunto reducido de celdas. Estas a la vez construían lazos con
otros barrios de otros pisos u otros pabellones. Sobre esta base, el pre-
sidio funcionó durante este período como una escuela clandestina de
distribución de bienes culturales. En ella se ofrecían cursos de alfabe-
tización, de historia o de política y, en todas las instancias, se retrans-
mitían los conocimientos. La organización se aplicaba a todas las
actividades, lo que permitía definir de forma cuidadosa, planeada y
rotativa quién limpiaba, quién cocinaba, quién conseguía medicamen-
tos para los enfermos, etcétera.
La cárcel también fue un espacio de experimentación y de puesta
en práctica de una cantidad de conocimientos sofisticados, adquiridos
previamente, y que intentaban menguar las durezas de la vida en el
encierro. De esta forma, con escasos materiales, los presos y presas
políticos hicieron surgir con su trabajo cotidiano cientos de esculturi-
llas, artefactos de ingeniería electrónica como por ejemplo radios que
no necesitaban fuente de energía externa, submarinos para indagar el

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De minifaldas, militancias y revoluciones

recorrido de las cloacas y el ancho de los desagües a fin de evaluar la


posibilidad de un plan de fuga, periscopios para observar por encima
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del nivel de los ojos y resguardarse de la mirada de los carceleros del


pabellón, entre otros artilugios.
En la cárcel, los presos y presas se convirtieron en hermeneutas,
en descifradores de códigos y en aprendices de variados sistemas de
comunicación que tenían por objeto no perder el contacto entre sí, así
como no dilapidar la facultad de abstraer y simbolizar. Como ha indi-
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cado Samojedny, el empobrecimiento del lenguaje limitado a verbali-


zar la realidad más inmediata “constriñe funcionalmente la actividad
de la conciencia, que se retrotrae y limita a un estado de alerta perma-
nente frente a un entorno y contexto amenazante” (Samojedny, 1986:
323). De esta manera se desarrollaron infinidad de formas de conexión,
tales como pequeños escritos envueltos que circulaban a través del
correo por letrinas (un hilo tejido de un largo que pudiera traspasar los
diferentes pisos del penal con una envoltura en la punta simulando un
anzuelo), el caramelo (en la boca o en la oreja), el canuto en la vagina o
en el ano (un papel de cigarrillo escrito con datos o novedades), men-
sajes en libros que transitaban las celdas y que debían ser interpretados
(Guglielmucci, 2006). También se desplegó la comunicación a través de
las ventanas o por medio de un código tipo morse en los caños de los
camastros, en que cada letra tenía un sonido más corto o más largo. Las
inclinaciones de los párpados con distintos compases, los leves movi-
mientos con los pies o las palomas entre ventanas (“hilos muchas veces
fabricados por nosotros, con finas hebras de medias, y un peso en la
punta por los que subían, bajaban o se transportaban lateralmente
todo tipo de cosas necesarias”) permitían ejercitar el debate de ideas
políticas, de películas, y en ocasiones hasta discutir problemas perso-
nales, entre otras cuestiones (Abrile et al., 2003: 116).
El rumor carcelario o bemba, que tuvo mucha relevancia, se
construía con la participación masiva de todos los presos y se ejercitaba
después de las visitas de familiares o abogados con el fin de permane-
cer informados y superar la censura y el aislamiento. En oportunida-
des, la bemba tenía vinculación con la realidad y en otras excedía con
creces lo que pudieran comunicar los abogados defensores, los familia-
res o las mismas organizaciones políticas que actuaban en el exterior.
Muchas veces era efectivamente un rumor sin justificación alguna,
como una suerte de juego, que sólo condimentaba la agrisada vida car-
celaria (De Ipola, 2005).
La recreación también fue concebida como una forma de resis-
tencia, no sólo porque toda distracción estaba prohibida, sino porque
era una forma de fomentar la socialización. De este modo se inventaron
obras de teatro, se releyeron libros o se jugó al ajedrez con piezas ima-
ginarias. Otro objetivo de este tiempo de recreo era descentrar “el

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Débora D’Antonio

pensamiento que en situaciones límite tiende a girar alrededor de


situaciones traumatizantes” (Samojedny, 1986: 345-346).
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Por otro lado, en las cárceles se mantuvieron o se recrearon


similares lazos orgánicos a los que se habían construido en la vida
política previa al encierro carcelario. A pesar de que las distintas
organizaciones políticas perdieron contacto con sus militantes por-
que se destrozaron casi todas las redes o nexos con el afuera, al inte-
rior del penal la mayoría reorganizó sus vínculos políticos. De esta
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forma, dos tipos de lazos se entremezclaban permanentemente. Por


un lado, los encuadrados en las decisiones consideradas vitales que
tomaban las organizaciones políticas; por otra parte, los vínculos
transversales que instaban a la cooperación general por fuera de las
especificidades políticas.
Los lazos políticos fueron un modo natural de continuar la lucha
revolucionaria en el encierro. En ese microclima interno, donde cada
organización exponía sus propias estrategias, se discutía políticamente
tanto el vínculo con las autoridades del penal como con las otras orga-
nizaciones. Estas relaciones no se mantuvieron ajenas a las tensiones
ya que se debatían cuestiones tales como si se debía ceder algo para
negociar en mejores condiciones o no ceder nada ya que ello llevaría
directamente a la desmoralización y al aislamiento. Algunos creían que
el más mínimo acto de consentimiento habilitaría las condiciones para
que aparecieran delatores y colaboradores (Abrile et al., 2003: 253). En
algunas oportunidades se reprodujeron las prácticas desarrolladas
afuera del mundo penitenciario, como juicios revolucionarios contra
militantes presos que no respondían favorablemente a las decisiones de
la organización, la degradación de un cuadro político por no acatar
órdenes o el castigo a un militante por no respetar las decisiones toma-
das por el conjunto. También se expresaron disputas entre los presos
caracterizados como políticos y los que eran vistos como independien-
tes. El discurso de los primeros fagocitaba las inquietudes de los que
tenían un punto de vista menos encuadrado o menos ideológico, pro-
duciendo interferencia entre los lazos verticales (políticos) y los hori-
zontales (humanos).
La resistencia femenina por las ventajas que acarreó su visibili-
dad pudo explotar ciertas prerrogativas que el dispositivo represivo
no ofreció en otras áreas. Tal vez por eso desarrollaron, a lo largo de
todo el período de encierro, un enfrentamiento bastante más abierto
que oculto. Esto que interpretamos como una ventaja de género fue
efectivamente aprovechado, ya que los militares y los penitenciarios
no veían en las mujeres presas el verdadero peligro, pues las caracte-
rizaban de locas. En concordancia con la visión de no peligrosidad,
una ex presa política manifestó que los compañeros de su propia
organización decían que las mujeres “no estábamos acordes a la

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De minifaldas, militancias y revoluciones

situación y que seguíamos provocándolos”17. Los mismos varones


determinaron exagerado y atrevido el rol asumido por las mujeres en
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la cárcel de Villa Devoto.


Las mujeres presas no suspendieron en ningún momento los
reclamos por mejores condiciones de vida, y tampoco dejaron de
enfrentarse a las carceleras por temas cotidianos ni renunciaron a dia-
logar con el director del penal si se presentaba algún problema impor-
tante, todas peticiones que se realizaban aun en momentos muy
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restrictivos del régimen penitenciario. La manera que tuvieron de peti-


cionar frente a las autoridades del penal fue la resistencia colectiva y la
obstaculización de cualquier medida caracterizada como perniciosa.
Así, se diseñaron desde “notas de reclamo, de denuncia, rechazo de
comidas, gritos, campañas de habeas corpus y recursos de amparo,
gestiones masivas de visas, rechazo a acceder a ciertas imposiciones
como requisas vejatorias y caminar con la cabeza baja y las manos
atrás, etcétera” (Antognazzi, 1988).
Algunos ex presos han argumentado que este grado de oposición
y confrontación sólo era factible en el marco de las condiciones de una
cárcel vidriera como fue la penitenciaría de Villa Devoto18. Cuenta una
ex presa que en este presidio “los penitenciarios tenían una actitud
muy despectiva con respecto a nosotras, éramos como todas las muje-
res, hincha pelotas”. Ante la violencia oral, “las mujeres muchas veces
nos manteníamos en silencio […] y sentábamos precedente de otra
manera, por ejemplo: cuando nos llevaban compañeras a traslados [en]
que corrían peligro sus vidas, organizábamos jarreos” (Clara, 1998).
Esta era una forma de llamar la atención de los vecinos del barrio, si
sospechaban de la posibilidad de que alguna presa pudiera engrosar las
filas de los asesinados.
Las formas de resistencia fueron complejas y variadas. Si las presas
aceptaban ir a misa, muchas lo hacían con la intención de intercambiar
miradas, papelitos escritos o pequeños objetos con otras compañeras de
otros pabellones o de otros pisos. Si insistían en la visita a los médicos del
penal, no era necesariamente para lograr una mejora en la dieta, sino
para romper la rutina y obtener alguna información del exterior. Si logra-
ban ingeniárselas para que les hicieran un estudio en un hospital públi-
co, se regocijaban con la ilusión de una fuga o simplemente con la posi-
bilidad de espiar la ciudad por las rendijas del vehículo celular.

17 Extractado de las entrevistas a ex presos y presas (ver el sitio <www.pparg.org>


acceso diciembre de 2008).
18 Las mismas presas políticas llamaron a Devoto “cárcel vidriera” por haber estado
expuesta a las visitas de veedores internacionales con el objetivo de ocultar lo que
sucedía en otros presidios y en los ccd.

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La construcción de un mundo a espaldas de los carceleros fue un


modo de convivir con las nuevas circunstancias a la vez que una manera
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de actualizar las formas clandestinas que se habían practicado previa-


mente en libertad. En sentido similar a los “embutes” donde se guarda-
ban armas o documentos importantes, en las cárceles se confeccionaron
escondrijos de distintos tamaños, elaborados en “baldosas, paredes,
piletas, inodoros, rejillas, puertas” (Abrile et al., 2003: 113). Estas no eran
sólo formas de oposición a la requisa carcelaria, sino que era también un
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modo de mantener, sostener y recrear la vitalidad de la política que muje-


res y varones habían ejercido en las calles antes de ser apresados.
A pesar de la dureza del régimen a lo largo de todo el período dic-
tatorial, la cantidad de presos que se suicidaron, enloquecieron o se
convirtieron en colaboradores fue verdaderamente exigua. Sostiene un
relevamiento hecho en la cárcel de Rawson que el porcentaje de presos
que “sufrieron alienación (un 15%) fue relativamente bajo y se debió a
las contramedidas y métodos de autopreservación que aplicamos los
detenidos políticos” (Samojedny, 1986: 506). Si bien la alienación puede
expresarse mediante variadas formas, tales como estar desganado, no
ingerir alimentos o perder todo grado de contacto con los otros, es nota-
ble que hayan sido muy escasos los cuadros declarados de psicosis.
Algunas memorias de ex presos señalan que, cada vez que el régi-
men carcelario debilitaba sus controles, aparecían distintos puntos de
vista acerca de cómo resistir. En relación con esto, los ex presos de la
cárcel de Coronda sostienen que los pocos casos de suicidio o locura se
produjeron recién hacia 1980, “cuando, a raíz de la venida de la cidh
[Comisión Interamericana de Derechos Humanos] y los progresivos
cambios en la política interna, los regímenes carcelarios empezaron
paulatinamente a mejorar” (Abrile et al., 2003: 259).
Podríamos decir que, a pesar de que el régimen carcelario fue
especialmente riguroso, los presos y presas políticos continuaron
durante su encierro desarrollando tanto su formación política, como el
ingenio y la creatividad para inventar y fabricar objetos que hicieran la
vida más llevadera, así como construir relaciones que les permitieran
soportar con entereza el encierro.
El rechazo a la desmoralización, la parálisis y la inactividad sig-
nificó que los detenidos hicieran lo imposible para estar informados,
ideando permanentemente modos de trabajo con la palabra escrita y
hablada.

A modo de cierre
Si bien la cárcel de la etapa dictatorial practicó un régimen despiadado,
la mayoría de los testimonios señalan que a partir del golpe de Estado
comenzó el final de una espantosa secuencia (Beguán et al., 2006). De

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De minifaldas, militancias y revoluciones

modo paradójico, la institucionalización del encierro redujo las cruen-


tas arbitrariedades en las detenciones que se sucedieron entre media-
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dos de 1975 y marzo de 1976, en que los presos atravesaban situaciones


clandestinas y eran víctimas de todo tipo de apremios ilegales.
El encierro para hombres y mujeres que habían participado del
clima insurreccional de los años previos supuso una redefinición de
sus prácticas políticas al interior de la cárcel. En principio, esta fue con-
cebida como un frente más de lucha y como parte de las consecuencias
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de la lucha revolucionaria. El presidio no significaba entonces el fin


sino el comienzo de una política en términos de resistencia. Por esta
razón, cualquier logro, por más pequeño que fuese, era concebido
como una batalla ganada contra el poder carcelario e, incluso, en cier-
tas oportunidades, contra el poder militar.
Salvo contadas excepciones, la ortopedia represiva no recuperó ni
rehabilitó a los militantes revolucionarios. En este sentido, la cárcel de
la dictadura militar no pudo evitar que se cultivara una cultura de la
resistencia y que se erigiera un espacio de agencia política y de gran
intercambio cultural y humano. Fue también, aunque con limitacio-
nes, un espacio significativo por su carácter legal, por las visitas de
familiares, compañeros, amigos y abogados, en claro contraste con lo
que sucedía en los ccd.
La política no desapareció de la cárcel; por el contrario, se ade-
cuó, se redefinió y se recreó.
En parte por ello a los militantes que compartieron un magma
imaginario construido y atravesado por el clasismo, el antiburocratis-
mo, el socialismo y la lucha armada les costó visualizar la derrota polí-
tica ya palpable en el año 1975. Una derrota que no sólo implicó el fin
de un proyecto emancipador sino, sobre todo, un tendal de amigos,
familiares y conocidos asesinados, desaparecidos o exiliados. La rigi-
dez de las estructuras orgánicas –tanto adentro como afuera de la cár-
cel– abonó el retraso en la comprensión de las nuevas condiciones de la
vida política. Una estrategia débil en torno al necesario balance crítico,
pero muy fuerte en lo relativo a la construcción de un puente hacia la
supervivencia.
La memoria construida por los ex presos y presas respecto del
período de encierro tiende a aligerar las contradicciones internas entre
grupos políticos y entre cuadros dirigentes. Las desavenencias, diferen-
cias, disputas e intereses diversos, propios de todo grupo humano,
existieron y modularon los anhelos y deseos de los proyectos individua-
les y colectivos en el entorno carcelario.
En variados relatos de los ex presos irrumpe una manifiesta nos-
talgia por el tiempo de encierro, de “aguante”, de vida colectiva y de
juventud. Algunas ex presas han identificado, sin embargo, tensiones,
contradicciones y desavenencias internas entre organizaciones en

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Débora D’Antonio

determinadas coyunturas políticas. Que se haya construido una cultu-


ra de la resistencia no significa que no haya habido intereses encontra-
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dos, rupturas, distancias y hasta colaboracionismo con el poder. Las


memorias de Graciela Loprete, escritas primero en su encierro de Villa
Devoto y luego en su exilio en París antes de su suicidio en 1983, nos
invitan a una relectura de ese tiempo “dorado”, en tanto la experiencia
de encierro estuvo cruzada también por dogmas, rigideces partidarias
y distancias políticas y humanas (Loprete, 2006).
Prohibida su reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial.

Específicamente, Villa Devoto se convirtió, dentro del espectro de


los penales existentes, en un espacio de denuncia y de garantía de vida,
y fue esa su mayor particularidad. Las mujeres se apropiaron de ese
desafío porque fueron capaces de asumir y utilizar sus ventajas de géne-
ro. La vidriera se construyó no casualmente en una cárcel que albergaba
mujeres. La ecuación de casi 10 mil mujeres desaparecidas y ocultas y
1.200 presas políticas visibles fue efectiva para que el régimen pudiera
restituir una imagen femenina adecuada. “Son sólo unas pocas locas”,
podrían decir. Las fuerzas de seguridad las “buscaban” invisibilizando
las razones propias de su causa, y si en ocasiones resultaba cierto que
ellas caían por la militancia de sus hijos o maridos, la mayoría de las
presas tenía un itinerario político propio. Sin embargo, la conciencia
política en los años de febril militancia se sostenía en una idea muy
general de igualdad entre los géneros, una igualdad que era deseable en
abstracto pero que se alcanzaría de modo natural cuando se resolvieran
otras encrucijadas prioritarias de la sociedad capitalista.
Naturalmente, en el presente muchos de aquellos sentidos se han
desestabilizado, generando la experiencia carcelaria pasada, especial-
mente en las mujeres, nuevas inquietudes. Así surgen interrogantes de
diverso orden, tales como: ¿fue correcta la forma de entender la política?
¿Comprendimos las contradicciones fundamentales de aquella época?
¿Debería haber sido menos estricta la actitud asumida en los penales,
ello nos hubiera permitido tener una mejor calidad de vida? ¿Por qué si
éramos tantas mujeres sólo unas pocas ocuparon lugares decisivos en
las organizaciones? ¿Era sincera la igualdad entre los géneros que se
prescribía en los documentos políticos? ¿Fue justa la relación entre
nuestra maternidad y la militancia?, etcétera.
Congruente con la búsqueda de nuevos sentidos y aproximacio-
nes a la historia recientemente pasada ya no es posible soslayar la
riqueza de escrutar al género para comprender adecuadamente la polí-
tica de los años setenta, tanto en lo que respecta a las prácticas y repre-
sentaciones de la cultura popular y de izquierdas como a la trazada por
la propia tecnología represiva.

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De minifaldas, militancias y revoluciones

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