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ADVERTENCIA

When I am an old woman I shall wear purple


With a red hat which doesn´t go and doesn´t suit me. (...)
“Warning”, Jenny Joseph.

Frente al mar, todavía se siente joven. No corre, pero camina muy ligero, a un ritmo que podrá mantener sin
demasiado esfuerzo para recorrer la playa hasta su extremo norte, allí donde empiezan las rocas y se va
quedando cada vez más despoblada, cada vez más playa salvaje sin gente, sin sombrillas, ni olor a bronceador.
Va con los ojos entrecerrados, quiere mantener cierto clima de ensoñación que le provoca el mar y al mismo
tiempo no perder nunca de vista el efecto hipnótico del oleaje rompiendo contra la orilla -la furia inicial de la
ola, su derrumbe, la retirada mansa de la espuma-, ese espectáculo inagotable y perfecto.

Pese a todo, o tal vez precisamente a causa del mar, de su enormidad, ella va pensando en la fragilidad de la
vida, en sus cincuenta años y el miedo a la vejez. Todo el invierno se la ha pasado mirando mujeres viejas,
considerando modelos posibles, como si fuera, la vejez, una ropa que pronto va a vestir. Porque es un
consuelo, podría ser un consuelo, piensa, encontrar mujeres que han entrado por fin en esa última curva y que
lo han hecho con cierta elegancia, con cierta alegría, sin excederse en el maquillaje, en el color del pelo, en la
ropa, mujeres que han encontrado un estilo, señal de que mantienen un buen acuerdo con la vida, tienen
todavía amores, intereses, imaginación. En general, ha comprobado cada día, en la calle, en el subte, en la
plaza, en el cine, en las colas del banco, que lo que más abunda es el desánimo, y, cuanto más avanza hacia la
vejez, la melancolía irremisible, esa mirada vacía de todo brillo, inclinada hacia el suelo, como una anticipación
de la muerte.

Pero cada tanto aparece, como una piedra rara, una mujer vieja que le gusta, (se alegra cuando la descubre,
imagina entonces que puede elegir), recuerda aquella que vio caminando por Florida, de impermeable oscuro
y ojos audaces que la miraron con la misma curiosidad con que ella la miró, aunque seguramente por motivos
diferentes. Desde sus probables setenta años, pensó entonces, los cincuenta son de una juventud envidiable.
Recordó también al personaje de Doris Lessing en Buenas vecinas. Los larguísimos baños de espuma que se
daba, el tiempo que dedicaba a la elección de sus camisas de seda, a su ropa exquisita.

Así es ella ahora. Una mujer joven todavía, los sentidos bien despiertos para percibir el olor a yodo, la fina
lluvia de agua salada sobre la cara, el contacto de la arena que con un leve crujido, cada vez, cede bajo la
planta de sus pies.

Pero también los cincuenta es una edad donde planea la amenaza. Su amiga Iris, tan cercana, luchando contra
el cáncer. La hermana de Laura y sus convulsiones. Los análisis de rutina, cada vez más frecuentes, cada vez
más cruentos. Los detalles horrorosos de los que era capaz el maldito cuerpo. ¿Qué eran unas arrugas frente a
eso?

Habría entonces un momento de sensatez, de conciencia. (La practicidad de la muerte, aniquilando toda
pretensión de belleza, imponiendo la preocupación de la salud, de los zapatos cómodos, la ropa ancha). Un
momento de alivio en que se dejaría atrás ese combate monótono y estéril contra las arrugas o la flaccidez, en

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que se podría mirar desde lejos, con indiferencia tierna, ese apremiante deseo de juventud, de gustar a los
hombres, de gustarse. Aceptar frente al espejo la decepción cotidiana de no encontrar más la imagen querida,
la perplejidad y la rabia de que nos hubieran arrebatado lo que siempre había sido nuestro. (Y esto era, esta
traición, la que llenaba de rencor a las mujeres, la fuente secreta de su malevolencia o su amargura).
Suponiendo entonces que hubiera llegado ese momento, inmersa ya en la vejez, ¿Qué mujer vieja le resultaba
aceptable? ¿Con cuál podría quedarse?

Vió a lo lejos a una mujer que hacía gimnasia. Imaginó que la aparición, borrosa todavía, estaba dedicada a
ella. No podía distinguirla con claridad, pero sí seguir la secuencia rítmica de unos brazos que se estiraban
hacia arriba y luego se inclinaban hacia adelante y hacia abajo hasta tocar la arena, podía adivinar una malla
negra de dos piezas y en la cabeza un pañuelo o una gorra de baño. A medida que se fue acercando pudo ver
que la gorra de baño era en realidad un pelo blanquísimo y muy corto que contrastaba con una piel
bronceada. Se detuvo en seco. ¿Ella quería una mujer vieja que la reconciliara con la vida? Allí la tenía. Se la
traía el mar, como esos objetos inesperados que la marea deja en la orilla. ¿Qué edad tendría su sirena?
¿setenta y cinco, setenta y ocho? ¿Llegaría a los ochenta? En todo caso tenía muchos años, pero era alta y
bien plantada.

Se tiró en la arena, a unos veinte metros de ella, para observarla mejor. Ahora hacía rotaciones de cintura
balanceando los brazos de un lado hacia el otro. Sí, era cierto, el cuerpo, cuando es delgado, se va pareciendo
cada vez más al cadáver en que se va a convertir. La piel como desgajada ya de los huesos. Sin embargo, bajo
la piel seca y floja, los músculos pueden conservar cierta elasticidad. Ella se imaginaba así, vieja pero flexible.
Pero sobre todo, lo más extraordinario, eran las ganas y la decisión de hacer gimnasia, sola, frente al mar.
Desentenderse totalmente de lo que ese cuerpo viejo podía suscitar en los otros. Ser su propio centro. Sonrió.
Y la vieja, a cada rotación a su derecha, le fue mostrando también una cara sonriente de ojos claros y trazos
angulosos donde nada se podía leer de amargura o melancolía. ¿Cómo se llamaría? Se imaginó un nombre
extranjero, un nombre de actriz como Marlene o Ivonne.

Por fin Marlene o Ivonne dio el ejercicio por terminado, respiró hondo dos o tres veces y después entró
saltando al mar. Nada de esos baños lastimosos de los viejos con el agua a las rodillas, ni de echarse con la
mano unos míseros chorritos de agua sobre los hombros renunciando al regocijante juego de las olas. Su vieja
extranjera (sí, decididamente debía ser extranjera, habría venido a la Argentina muy joven) retozaba en el mar
con movimientos casi de niña. La vio girar levantando espuma con las manos como aspas contra el agua, meter
la cabeza bajo una ola y después de otra, correr hacia adelante para remontar las olas allí donde alcanzan su
máxima altura y después, ya detrás de la rompiente, hacer la plancha, con la cara distendida al sol. Mirarla le
hacía bien, un bálsamo que disipaba los pensamientos negros. Suponiendo que sorteara la zona de riesgo de
los cincuenta a los sesenta años, ella podría llegar a ser una vieja como Marlene. ¿Era posible elegir? ¿Hacer un
pacto secreto frente a ese mar y ese cielo? El corazón se le sobresaltó. ¿Por qué daba tanto pánico la idea de
cambiarse por otro? Era correr un riesgo, de acuerdo. ¿Pero y las viejas y los viejos fantasmales que había
observado durante todo el año? Una caravana del horror. Esta mujer, en cambio. Había en ella vitalidad y
alegría. Más que eso. Debía haber sido hermosa de joven, con ese tipo de hermosura resistente, capaz de
dejar hasta el fin su toque de gracia. Entonces ¿por qué dudarlo más? Tal vez no tuviera otra oportunidad. La
tomaba, como se toma un esposo. Aceptaba después cualquier muerte a cambio de esa vejez.

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Se sintió exaltada. La vio salir del mar y detenerse en la orilla, arreglarse el pelo de una forma que le pareció
única, tal vez fueran sus manos largas y elegantes, la manera singular de moverlas sobre su cabeza y de
llevarlas después hacia adelante mostrando primero el dorso y después las palmas, y de levantar al mismo
tiempo la cara, como si ofreciera en esa ceremonia todo su cuerpo al sol. Así, dijo en voz muy baja, y le
hablaba o más bien le advertía al mundo en general, a su indiferencia o a su crueldad, voy a ser yo. La miró con
orgullo, como a aquello que se acaba de adquirir. Y de esa manera, como una dueña, se permitió considerar
con un poco más de descaro algunos detalles. Observó la malla de dos piezas de Marlene que con el agua se le
había pegado a la piel. Notó que algo desafinaba en el conjunto. La consistencia de la tela, su flojedad, la
bombacha demasiado alta, o tal vez esos breteles tan finos...¿Era una malla de dos piezas un poco anticuada?
¿O era, en realidad, ropa interior? La idea la perturbó. Por más que se parecieran tanto, por más que fuera una
pura convención social, ¿a quién se le ocurría bañarse en bombacha y corpiño?

Ajena a su inquietud, Marlene abandonó la orilla y se encaminó hacia las rocas.

Ella tuvo un momento de vacilación. El cielo ya no era de un azul tan perfecto y algunas ráfagas de viento
enfriaban el aire. Descubrió una arañita dorada sobre su pierna. Era minúscula, casi un grano de arena, y
ascendía con decisión por su muslo, una tarea colosal para sus fuerzas. Pensó que si fuera diez veces más
grande, le provocaría horror, y no esa admiración ingenua por la miniatura. La recogió con un dedo y la
depositó sobre la arena. Después se levantó de un salto y empezó a caminar en la misma dirección que
Marlene. Igual que Su Elegida, tomó el sendero de arena que permitía pasar a la playa contigua sorteando las
rocas y la fue siguiendo a una distancia discreta, de manera que la veía aparecer y desaparecer de forma
intermitente. Se resistía, ahora que la había encontrado, a separarse de ella. No porque quisiera pedirle más
pruebas. Al final de cuentas, si se bañaba en bombacha y corpiño ¿qué? Un ramalazo de orgullo barrió con su
alarma inicial. ¿A Marlene qué podía importarle? Sintió por un instante que no la merecía, que era todavía un
poco estúpida, ella, lenta para entender la independencia y el humor que podía haber en la decisión de
bañarse de cualquier manera. Y si Marlene en ese mismo momento se sacaba la malla, o lo que fuera, detrás
de las rocas, y se metía desnuda al mar, mejor todavía. Ella se iba a parar sobre la roca más alta y la iba a
aplaudir.

Las voces que oyó a lo lejos la sacaron de sus pensamientos.

Era Marlene ¡Su voz! Se habría encontrado probablemente con algún conocido o amigo -una mujer como ella
los tendría- los estaría saludando o conversando. Desde donde estaba, le llegaban solo palabras o sílabas
sueltas, distorsionadas por el viento. “Hey”, “nooo”, “¿cuándo?”, “precioso” “Juan” o, tal vez, “van”...

Decidió abandonar su actitud furtiva, seguir caminando, pasar de largo frente a Marlene y sus amigos y darse
por contenta. Al final de cuentas lo principal, entre ellas dos, ya había sucedido.

Entonces avanza mirando el sendero para no pisar las piedras que sobresalen, como puntas de icebergs bajo
la arena, y unos pocos metros más allá la ve. Está sentada con la espalda derecha apoyada contra la roca. Sus
manos largas gesticulan mientras habla, exclama, pregunta y responde con vivacidad, como en cualquier
conversación normal. Sólo que no es una conversación normal, porque frente a ella no hay nadie. Un
interlocutor imaginario que debe responder con pocas palabras pero las suficientes como para que ella,
Marlene, le replique airada, inicie una larga perorata que va mutando de un tono sibilante de amenaza a una

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voz de falsete que culmina con una carcajada corta y dura. Ella pasa sin levantar los ojos del suelo, aunque
escucha un chistido, pero seguramente no es a ella, sino al oponente imaginario con el que Marlene se irrita
cada vez más, porque le grita ahora con unos gritos destemplados, y ella apura el paso, no es fácil con tantas
piedras en el camino, pero ya no le importa si se lastima, ávida por llegar lo antes posible a la playa vecina
donde podrá seguir caminando ligero, casi corriendo, para que la vejez, que ya le está pisando los talones, no
la alcance tan rápido. Y para que los pactos hechos con solemnidad frente al mar se deshagan como se
deshace la espuma sobre la arena húmeda.

Inés Fernández Moreno

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