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El crepúsculo de la cultura americana

Morris Berman
Traducción de Eduardo Rabasa

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Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original
The Twilight of American Culture

Copyright © Morris Berman, 2000


First published by W. W. Norton & Company, Inc., New York, N. Y.
All rights reserved
Published by arrangement with Candice Fuhrman Literary Agency

Traducción
Eduardo Rabasa

Primera edición: 2002


Segunda edición: 2005
Tercera edición: 2007
Cuarta edición: 2011

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2011


San Miguel # 36
Colonia Barrio San Lucas
Coyoacán, 04030
México D. F., México

Sexto Piso España, S. L.


c/ Monte Esquinza 13, 4.º Dcha.
28010, Madrid, España.

www.sextopiso.com

Diseño
Estudio Joaquín Gallego

Formación
Quinta del Agua Ediciones

ISBN: 978-607-7781-21-9

Impreso y hecho en México

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Para tres amigos:
Kelly Gerling
Jane Shofer
John Whitney

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Índice

Prefacio para la segunda edición mexicana 13

Prefacio para la segunda edición americana 17

Agradecimientos 23

Introducción: la crisis americana 25

Uno. ¿Colapso o transformación? 39

Dos. La opción monástica 97

Intermezzo: el testimonio de la literatura 117

Tres. Dialéctica de la Ilustración 129

Cuatro. La opción monástica en el siglo xxi 159

Cinco. Visiones alternativas 187

Fuentes bibliográficas 213

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Nadie puede ser ignorante y libre a la vez.
Thomas Jefferson

Cuando una población se distrae con lo trivial,


cuando la vida cultural se redefine como una
perpetua ronda de entretenimientos, cuando el
discurso público serio se vuelve una especie de
balbuceo, cuando, en breve, la gente se convierte en
una audiencia y su participación en los asuntos
públicos en un acto teatral, entonces una nación
se halla en peligro; la muerte cultural es una clara
posibilidad.
Neil Postman, Divertirse hasta morir

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Prefacio para la segunda edición mexicana

La idea de que los Estados Unidos son la mejor nación del mun-
do está arraigada en la conciencia de casi todos los habitantes
del planeta. Como la única superpotencia restante, su poderío
militar, junto con su riqueza material, no tienen parangón. La
población de los Estados Unidos, que equivale a tan sólo el
6 por ciento de la población mundial, utiliza el 25 por ciento de
la energía mundial. A millones de personas les gustaría vivir
en los Estados Unidos; cada año, miles de mexicanos cruzan ile-
galmente la frontera en busca de empleos que les pagarán más
de lo que podrían ganar en casa. Ante los ojos de muchos, sospe-
cho, los Estados Unidos han entrado en su Edad de Oro.
Sin embargo, no todo está bien en la Land of the Free; la
cuestión depende de cómo se defina «mejor». El eminente his-
toriador británico, Arnold Toynbee, advirtió que justo en el
punto en el que una civilización alcanzaba su apogeo, por así
decirlo, ya había iniciado su declive. Tengo la sensación de que
en estos momentos esto aplica a los Estados Unidos; de ahí el
«crepúsculo» de la cultura americana. Está en juego el asunto
de los valores, que en última instancia cuenta más que el poder
militar o la riqueza material. ¿Qué debemos pensar de un estu-
dio divulgado en 2003 por la World Values Survey (y publicado
en la revista británica New Scientist) que indicaba que, de los
más de 65 países estudiados, México estaba en el segundo lugar
en términos del nivel de felicidad, mientras que Estados Unidos
estaba en el lugar dieciséis? ¿O de la aseveración que hizo la
madre Teresa cuando visitó los Estados Unidos hace unos años,
de que la pobreza de la nación era peor que la de la India por-
que (dijo) la pobreza americana era espiritual, una soledad que
proviene de desear las cosas equivocadas?

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Experimenté en persona las diferencias entre México y
Estados Unidos en octubre de 2002, cuando viajé a México pa-
ra impartir unas conferencias, basadas en las ideas de este
libro. El viaje iniciaba en Mazatlán, así que llegué al aeropuerto
de la Ciudad de México con dos amigos mexicanos que me
acompañaban por el país. Tras registrar nuestro equipaje y ob-
tener nuestros pases de abordar, fuimos al área de restaurantes
a desayunar. Café y pan dulce en mano, empezamos a buscar
dónde sentarnos; todas las mesas estaban ocupadas. Final-
mente, le preguntamos a dos hombres de negocios de cuarenta
y tantos años, que estaban sentados en una mesa y trabajaban
juntos con diligencia en algún proyecto, si podíamos sentar-
nos. «Sí, sí, naturalmente».* Inmediatamente hicieron a un
lado su trabajo, nos presentamos y nos dimos la mano, y des-
pués conversamos amigablemente durante los siguientes quin-
ce minutos. El mensaje era claro: la gente (por no hablar de la
cortesía) viene primero; el trabajo después.
Como gringo** que presenciaba este ritual, quedé estupe-
facto. No había estado en México desde 1989 y supongo que
olvidé lo distinto que es el ethos. En una situación similar en
los Estados Unidos, los equivalentes americanos de estos dos
hombres hubieran alzado la cabeza rápidamente, gruñido y
después vuelto al trabajo. No nos hubiéramos presentado ni
charlado; cuando ellos —o nosotros— tuvieran que irse, como
mucho podría haberse producido una ligera despedida con la
cabeza (quizá no). Ahora bien, un americano podría señalar el
hecho de que el 50 por ciento de la población mexicana vive en
la pobreza, de que la economía siempre es frágil y de que mu-
cho de esto pueda deberse incluso a la ética laboral de «lo haré
mañana»,*** así como al hecho de que los hombres de negocios
«pierden el tiempo» en diversiones. Ciertamente, ésa es una
forma de verlo. La perspectiva mexicana, sin embargo, sería la

* En español en el original. (N. del T.)


** En español en el original. (N. del T.)
*** En español en el original. (N. del T.)

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de ver a estas ocupadas e importantes personas como descor-
teses, groseras y poco agraciadas. Reflexionando posteriormen-
te sobre todo esto, no pude evitar recordar lo que el sociólogo
americano Robert Bellah escribió en su libro The Broken Cove-
nant: «Nuestro éxito material es nuestro castigo en términos
de lo que ese éxito ha hecho a nuestro entorno natural, a nues-
tra estructura social y a nuestras vidas personales».
Relacionado con esto está el asunto de la soberbia. Cuando
el embajador de México ante las Naciones Unidas afirmó (en
noviembre de 2003) que los Estados Unidos trataban a México
como su patio trasero, el gobierno de Bush reaccionó con mo-
lestia y negación, hasta el punto de que el presidente Fox se
sintió obligado a pedirle la renuncia al diplomático. Sin em-
bargo, este hombre sólo señalaba lo obvio. De hecho, lo que
dijo vale para toda América Latina, me parece. Así, una recien-
te encuesta de Zogby International indicaba que el 87 por ciento
de la opinión pública latinoamericana estaba en desacuerdo
con la política de los Estados Unidos hacia Latinoamérica, y
otra encuesta de Latinobarómetro reveló que casi una tercera
parte de los latinoamericanos tenían una imagen negativa de
los Estados Unidos. Parte de esto se debe sin duda a la guerra
contra Irak y a la desastrosa política del ataque preventivo. Pe-
ro sospecho que también buena parte de esto es una aversión
a la enorme soberbia de los Estados Unidos; a su creencia de
que la fuerza tiene la razón, de que los sentimientos y las opi-
niones de los aliados no cuentan y de que los otros países sólo
existen para su beneficio. La correlación con la observación de
Toynbee es el resultado tradicional de la soberbia: si se ve a
todo el mundo como de segunda clase, tan sólo es cuestión de
tiempo antes de que uno mismo se convierta en eso; antes
de perder el poder. En El crepúsculo de la cultura americana
analicé el declive de los Estados Unidos en términos de debi-
lidad estructural interna, y aún creo que ese análisis es válido.
Pero a la luz del 11 de septiembre y los acontecimientos subsi-
guientes, es evidente que los eventos externos —incluyendo
una política exterior completamente equívoca y un arrogante

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desdén por los amigos y vecinos— contribuyen también al de-
clive americano. Sólo una profunda reevaluación de sus méto-
dos y objetivos puede modificar esta trayectoria, me parece; y
en estos momentos, no hay señales visibles de que esto esté
ocurriendo.
En cuanto a lo que México necesita hacer ante todo esto,
cuando se me hacía esta pregunta durante el viaje en el que di
varias conferencias, lo único que podía sugerir era que México
volteara hacia el sur, antes que hacia el norte, para afirmar su
herencia cultural: Borges y García Márquez, por ejemplo, no
Disney y Burger King. También aplaudo la valiente negativa de
México, como miembro del Consejo de Seguridad de las Na-
ciones Unidas, a apoyar la resolución que habría autorizado la
invasión de Irak. El gigante ante la puerta ha perdido su ins-
piración y dirección originales, y se ha convertido —en pala-
bras (de aprobación) de Colin Powell (cuando era presidente
del Joint Chiefs of Staff)*— en el «abusón de la cuadra». Los
abusones pueden ser temidos, pero nunca son queridos o
genuinamente admirados; y, finalmente, su forma de tratar a
otros termina por perjudicarlos. México dista de carecer de
problemas, desde luego, pero distanciarse de los Estados Uni-
dos me parece una maniobra sana. A mis lectores ­mexicanos
les diría, entonces: tienen una gran tradición de respeto a sí
mismos, de afirmativa discordancia y de mantener su distan-
cia, con gracia y estilo. Ésta es la cara que necesitan mostrar
ante su vecino del norte; y, si es necesario, ante el mundo
entero.

Morris Berman
Washington D. C.
Enero de 2004

* El Joint Chiefs of Staff se compone de los comandantes de la armada, la


marina, la fuerza aérea y los marines. (N. del T.)

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Prefacio para la segunda edición americana

El crepúsculo de la cultura americana fue publicado alrededor de


quince meses antes de la destrucción del World Trade Center,
el 11 de septiembre de 2001. El libro, que está basado en una
comparación entre la Roma del periodo del Imperio tardío y
la situación contemporánea en los Estados Unidos, se centra
en los factores estructurales endémicos de la sociedad ame-
ricana que están, sostuve, trayendo consigo su declive; facto-
res como la brecha creciente entre ricos y pobres, el creciente
clima de apatía, cinismo y corrupción, y las dramáticas caídas
en los niveles de alfabetización y conciencia intelectual en ge-
neral. Tales factores —que componen lo que colectivamente
se denomina «barbarismo interno»— fueron cruciales para
el colapso de Roma y, creo, están también en el corazón de la
crisis americana.
Sin embargo, pasé por alto lo que quizás era el punto de
comparación más obvio; al menos así parece con la ayuda de
la retrospectiva. Me refiero al factor de barbarismo externo, o la
destrucción desde fuera. Los eventos del 11 de septiembre mos-
traron esa posibilidad de manera cruda. De hecho, tanto la Casa
Blanca como el Pentágono señalaron rápidamente lo evidente:
que probablemente este ataque no sería el último. La red de
Al-Qaeda es global, es un movimiento que tiene millones
de simpatizantes y, a la luz de la guerra iraquí de 2003, mi-
les de nuevos activistas. Muchos de sus operadores proba-
blemente ya están en territorio americano. Si ahora, como
declaró el presidente Bush, estamos embarcados en una «cru-
zada contra el mal», parece muy claro que el enemigo ve su
propia misión —es decir, desestabilizar a los Estados Unidos—
de una forma muy similar. Esto podría fácilmente convertirse

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en una guerra de desgaste, especialmente para nosotros. Sólo
podemos intentar adivinar cuál será el desenlace político de
esto dentro de un siglo, pero en el caso de Roma, una causa
fundamental de su declive fue lo que se ha llamado «estirón
imperialista», el esfuerzo por controlar militarmente un vasto
territorio, un proyecto que en última instancia acabó con el
Imperio. En cuanto al costo doméstico de tal proyecto, es una
cuestión de registro histórico en el caso de Roma, y rápidamen-
te se está convirtiendo en lo mismo en el caso de los Estados
Unidos.
En los Estados Unidos, se marca el 911 en casos de emer-
gencia, y el que Al-Qaeda haya atacado en esta fecha en par-
ticular* quiere decir que el ataque fue planeado como una
llamada de alerta. Una y otra vez, en conversaciones impresas
y en entrevistas, Osama bin Laden ha reiterado las quejas de
los musulmanes —o, al menos, de una gran parte de ellos—
contra los Estados Unidos, y no les hemos dado mucha validez,
o, en realidad, ni siquiera les hemos prestado mucha atención.
Como en el caso de Roma, los Estados Unidos no han logrado
comprender que el mundo exterior mira su comportamiento
a través de una lente muy distinta de la que utilizan los ameri-
canos para verse a sí mismos; esto significa que ninguna de las
dos entidades políticas fue o es capaz de comprender su papel
en la precipitación de algunos eventos. En el caso romano, la
reacción fue hablar de «bárbaros»; nuestra reacción apenas
fue más sofisticada. Ambas civilizaciones exacerbaron la situa-
ción, y se debilitaron a sí mismas, proyectando un enemigo que
está «ahí afuera», creyendo que los ataques sufridos emergie-
ron de un vacío político. Si el 9/11 fue una llamada de alerta,
los Estados Unidos ciertamente no lograron despertar; y lo que
afirmo en la secuela de este libro, Edad oscura americana, es
que eso va a ser nuestro toque de defunción. Más precisamen-
te, si nuestro declive es inevitable, entonces esta falta de ima-

* El autor hace referencia a que en los Estados Unidos la fecha de los aten-
tados se conoce habitualmente como 9/11. (N. del T.)

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ginación o entendimiento masivo sirve para acelerar el proceso
vertiginosamente.
Una razón de lo anterior es que lo interno y lo externo van
de la mano: la política interior y exterior son dos caras de la
misma moneda. Por tomar tan sólo un ejemplo, consideren la
aseveración del conocido comediante y experto político, Bill
Maher, en la antesala de las elecciones presidenciales de 2004,
en la que estableció que ningún candidato presidencial se ha
apoyado tanto en la «pereza intelectual» del pueblo americano
como George W. Bush. Pero ciertamente fue demasiado ama-
ble: un país en el que el 87 por ciento de la gente de entre 18 y
24 años (de acuerdo con una encuesta de 2002 de la National
Geographic Society/Roper Poll) no puede señalar Irán o Irak
en un mapa mundi, y ¡el 11 por ciento no puede señalar los Esta-
dos Unidos!, no es simplemente «perezoso intelectualmente».
Sería más certero llamarlo idiotizado, sujeto a ser engañado
para que crea cualquier cosa, incluyendo la idea de que Irak
estuvo detrás del 9/11, que constituía una amenaza inminente
o que nuestros enemigos son «dementes» o inherentemen-
te malos. Está muy bien criticar —como muchos hacen— al
Sr. Bush por ser un idiota, o creer que alguien como John Kerry
podría ofrecer una agenda política muy distinta; pero esto ig-
nora el hecho de que el «niño emperador», como Chalmers
Johnson llama al Sr. Bush, no es en este caso más que la pun-
ta del iceberg. En este momento, George W. Bush es Estados
Unidos, de la misma forma que Richard Nixon lo fue hace unas
décadas. Sus valores son los nuestros; y si muestra una espe-
cie de «demencia» o vacío mental, si da la impresión de ser
un muñeco mecánico con un casete en la boca, hay que decir
que está bien acompañado. De hecho, muchísimos americanos
lo consideran sincero y valeroso; posiblemente, incluso como
sabio. En breve, el problema es sistémico, y no va a resolverse
mediante un «cambio de régimen» doméstico.
Lo anterior me conduce al asunto de optimismo frente
a pesimismo. De manera extraña —ciertamente a mí me sor-
prendió—, los correos electrónicos que recibí después de la

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publicación de este libro fueron abrumadoramente positivos,
por dos razones en particular. La primera era que los lectores
valoraron el hecho de que fui honesto con ellos; que no intenté
sugerir que había esperanza cuando es muy claro que no la hay.
¿Cuántos libros han leído, tanto ellos como yo, que documen-
tan el claro declive de este país prácticamente en todos sus
aspectos —pérdida de comunidad, constante erosión de la clase
media pensante, degradación progresiva de nuestras ciudades
y nuestra cultura, etc.—, que repentinamente, justo al final,
sacan un conejo de la chistera y le dicen al lector que todo esto
puede revertirse? El que las palancas necesarias para un cam-
bio social sustancial sean inexistentes no perturba en absoluto
a estos escritores. No, habrá un levantamiento de algún supues-
to «centro radical» o de alguna nueva especie de conciencia
ilustrada, y con sólo una aceitada emergerá una Nueva Nación,
tendremos ante nosotros un Nuevo Renacimiento. Estos lec-
tores son gente que trata de conocer la verdad sobre nuestra
situación, y no encontrarse con otro analgésico más que les iba
a hacer sentir bien por un tiempo. Es cierto que constituyen
tan sólo la fracción más minúscula del pueblo americano —si
fuera de otra forma, no estaríamos inmersos en este declive—,
pero al menos existen, y están comprometidos con reconocer
la diferencia entre apariencia y realidad.
El segundo punto que apreciaron fue (según ellos) que El
crepúsculo les proporcionaba un marco con el cual orientar sus
vidas. En primer lugar, al demostrar que los Estados Unidos
no tenían futuro, que atravesaban una inevitable fase de fin-
del-imperio, el libro les alivió de la presión de tener que hacer
algo «serio» —en el sentido de algo monumental o transforma-
tivo— en cuanto al estado de la nación. Después de todo, nuestro
colapso es una fuerza inexorable, ¿qué queda por «hacer»? El
corolario es que, incluso si en realidad no es una solución,
la «opción monástica», la preservación de lo que es valioso
e incluso hermoso en la historia de la civilización americana,
se convierte en una actividad valiosa por y en sí misma. Así que
incluso si no hay un Sentido con S mayúscula, sí lo hay con

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s minúscula, y para muchos, ésta fue una fuente de alivio, y
(aparentemente) de renovada dirección. Después de todo, sólo
podemos vivir nuestro particular tiempo histórico, no el de
alguien más; y si El crepúsculo muestra algo, es que el momento
actual en los Estados Unidos es propicio para la inteligencia
privada, no para grandes gestos. Estos últimos, en este periodo
histórico, probablemente produzcan gran violencia y destruc-
ción, por ejemplo, el mundo de Rumsfeld y Wolfowitz. Jimmy
Carter, por otro lado, no pudo detener a estos hombres, pero
sí logró publicar un editorial en el Washington Post, varios me-
ses antes de la invasión de 2003 a Irak, argumentando que la
guerra propuesta en realidad no era relativa a Irak, sino a las
hasta entonces reprimidas y frustradas motivaciones psicoló-
gicas de estos funcionarios («conservadores que tratan de
alcanzar ambiciones largamente ocultas bajo la fachada de la
declarada guerra contra el terrorismo»). ¿Produjo algún cam-
bio su editorial? Desde luego que no. ¿Valió la pena escribirla?
Desde luego que sí.
«Aunque los Estados Unidos serán parte del futuro», es-
cribió un colega británico, «la mayor parte de éste tendrá lugar
fuera de los Estados Unidos». Éste será un tema de estudio
para futuros historiadores (posiblemente no americanos); qué
tan amables o generosos serán en sus juicios, nadie puede sa-
berlo. Pero lo que no está en duda es lo siguiente: el momento
histórico americano está llegando a su fin; por así decirlo, el
futuro sí se encuentra en otro lado. ¿Por qué no aceptar esto
con gracia y continuar viviendo lo mejor que podamos?

Morris Berman
Washington D. C., 2005

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Agradecimientos

Mi mayor deuda es con mi amiga y colega Kelly Gerling, quien


leyó el manuscrito completo más de una vez y me ofreció nu-
merosas sugerencias e invaluables correcciones. Jane Shofer y
Alain Carrière también ayudaron al darme detallados comen-
tarios sobre la versión original del libro, y John Whitney fue,
como siempre, generoso con su tiempo como mi asistente de
investigación y bienintencionado, aunque implacable, como
crítico. Patricia Wertman, de la Biblioteca del Congreso, fue lo
suficientemente amable como para proporcionarme documen-
tos del Servicio de Investigación del Congreso, relevantes para
la cuestión de los derechos sociales abordada en el capítulo 1;
Paul Dutton, de la Simon Fraser University, me condujo hacia
varias de las fuentes sobre el monacato citadas en el capítulo 2;
y Ann Medlock y A. T. Birmingham-Young, del Giraffe Project,
me dieron datos fundamentales sobre algunos de los «mon-
jes» descritos en el capítulo 4. Los errores que permanezcan
en el libro son únicamente responsabilidad mía.
También le debo bastante a mi agente, Candice Fuhrman,
quien creyó en este libro y permaneció a mi lado mientras re-
colectábamos irónicas evidencias para sostener mi tesis, en
forma de cartas de editores que, en lenguaje codificado, le de-
cían que no creían que pudieran hacer dinero con él. Una parte
de mí estuvo tentada a publicarlas en un apéndice, para el en-
tretenimiento del lector, porque, como mencioné a Candice,
«demuestran mi argumento». Por alguna razón me abstuve;
pero el lector debe ser consciente, si es que aún no lo es, de
que en una situación en la que grandes conglomerados de em-
presas controlan casi toda la propiedad intelectual americana
y están principalmente interesados en contratos multimillo-

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narios para libros sobre Bill y Monica (o lo que sea), esto equi-
vale a una censura cultural tan poderosa como la que prevalecía
en la antigua Unión Soviética. Se es, desde luego, libre para
comprar y leer lo que se desee en los Estados Unidos, pero en
términos de lo que está disponible a través del mundo de la
edición comercial, el 96 por ciento de ello es prácticamente
lo mismo.
Lo que me conduce a mi agradecimiento final a mi editor
en W. W. Norton, Robert Weil. Norton es la única casa editorial
comercial grande que permanece independiente en los Esta-
dos Unidos, y Bob es quizá uno de esos cuantos editores que
todavía tiene la loca idea de que si hay alguna esperanza para
la cultura americana y para las editoriales americanas, van a
tener que interesarse por algo más que por las ventas. Sin él,
no hay libro.

Morris Berman
Washington, D. C., 1999

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