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Fiestas Tradicionales de Venezuela.

Daría Hernández/ Cecilia Fuentes


Fundación Bigott

El Cristianismo en España. Fundación Bigott.

Antes de considerar las características del cristianismo en España, creemos conveniente


referirnos a los pueblos cuyos aportes contribuyeron históricamente a la formación del nucleo
fundamental de la cultura popular española.

El actual territorio español estuvo poblado desde tiempos prehistóricos por pueblos
denominados por los historiadores preceltas y preibéricos, quienes se asentaron en diversas regiones.
Posteriormente penetran procedentes del norte de Africa los pueblos iberos que se establecieron en
el área. Por los desfiladeros de los Pirineos y procedentes de Europa central, ingresaron los pueblos
celtas, que se establecen en extensas regiones. Los celtas celebran un festival de fertilidad el 1ro de
mayo en honor al dios Beltane, en el que se representaban combates rituales entre el rey y la reina de
Mayo, principios masculino y femenino de la fecundidad.

De la fusión de celtas e iberos surgen los pueblos celtíberos, fundamentalmente agrícolas y


ganaderos y en menor proporción mineros, que establecen centros poblados permanentes en diversas
regiones del país. En el área mediterránea se asentaron desde la antigüedad pueblos procedentes del
Proximo Oriente, donde establecieron colonias que ejercieron gran influencia cultural sobre los
pueblos autóctonos de la Península. Aún hoy, en el sur de España –por citar sólo un ejemplo entre
muchos de la vigencia de los aportes de los pueblos antiguos– es en la única región en Europa en que
se emplean las castañuelas como instrumento acompañante de danzas; su empleo fue difundido por
los fenicios. Son característicos en esta misma zona los granados, planta cuyo cultivo fue extendido
gracias a este pueblo por todo el Mediterráneo; el jugo de sus frutos era empleado en las ceremonias
religiosas como bebida ritual.

La dominación romana abarcó el período comprendido entre el año 218 antes de Cristo y el
406 de nuestra historia: más de seis siglos durante los cuales España fue una de las provincias del
Imperio Romano y aunque su influencia cultural fue considerada por ser un gobierno centralizado, no
borró totalmente la huella de los pueblos que habían ocupado antes el territorio peninsular.

La romanización fue más evidente en las costas mediterráneas habituadas desde la


antigüedad al contacto con diferentes pueblos y culturas, cuyo acceso se facilitó por la vía marítima.

A partir del año 409 invaden los bárbaros el territorio español donde perduraron casi tres
siglos (409 – 711). Durante el dominio visigodo se disolvió la unidad del imperio y la lengua común
comenzó a fraccionarse. Coexistieron durante este lapso diversas culturas entre las que hubo fallidos
intentos de integración: “Vemos pues que el pueblo español es producto de la amalgama de gentes
de muy diversa procedencia. Este pueblo, fraccionado en tribus o provincias, vivió esparcido por
diferentes regiones del país, separadas unas de otras por sierras y cordilleras. La agreste naturaleza
del terreno, y la escasa comunicación entre los varios grupos de españoles ha facilitado el desarrollo
de lenguas y culturas regionales y su continuación hasta nuestros días”.1

En el año 711 penetran y conquistan el territorio ibérico las hueses islámicas, que arribaron a
la Península por el sur, procedentes del norte de Africa. Hubo cierta resistencia a la invasión pero los
musulmanes conquistaron el territorio visigodo “en una sola batalla… De mucho le sirvieron algunas
de sus virtudes, como la tolerancia con la religión de los vencidos, no incompatible con el entusiasmo
por la propia, y la fidelidad en el cumplimiento de los pactos y su habilidad para apoyarse en los
oprimidos hebreos. La mayor parte de las ciudades se rindieron por capitulación. El Estado musulmán
se quedó con la quinta parte de las tierras y casas y los demás continuaron con sus bienes, y con sus
condes, jueces, obispos e iglesias”.2 Se produce una nueva y enriquecedora fusión de configuraciones
culturales. Los musulmanes trataron con bastante tolerancia a los que se unían a su gobierno,
concediéndoles libertad de culto. Los que se sometían voluntariamente eran llamados mostarabuna
o semiárabes y su liturgia mozárabe, en la que se unían lo árabe y lo cristiano. Los musulmanes
estimaban el saber y la integridad de los cristianos, muchos de los cuales conocieron más
profundamente el árabe que el latín, y a los que emplearon los gobernantes orientales en algunas
oportunidades designándolos para ocupar cargos diplomáticos.

Durante siete siglos permaneció el dominio islámico en gran parte del territorio y aunque es
cierto que hubo algunas persecuciones, en líneas generales había libertad religiosa. En el norte de la
Península permanecieron los reinos cristianos de León, Castilla, Navarra y Aragón.

Durante siglos hubo combates entre musulmanes y cristianos que aspiraban expulsar a los
árabes de la península y recuperar la totalidad de su territorio. De hecho fueron recobrando terreno,
y ya en el siglo XI habían avanzado considerablemente en la búsqueda de su objetivo. La desaparición
del Califato Cordobés y el fraccionamiento del poderío musulmán en una serie de reinos aislados,
unido a la fusión de los reinos cristianos de Castilla y Aragón en 1479, fueron las causas que hicieron
posible la recuperación total del territorio en 1492.

Según la creencia cristiana fue el Apóstol Santiago –a quien popularmente llamaron en la


época Santiago Mata Moros– el que condujo a la victoria a los ejércitos cristianos. A partir de 1492,
desde la caída de Granada, último bastión musulmán, comienza uno de los períodos más importantes
en la historia de España, y aunque se extiende hasta el año 1681 –por ciento ochenta y nueve años,
mucho más de un siglo–, es conocido como el Siglo de Oro, que corresponde a los días del
descubrimiento e inicio de la conquista y colonización de América, cuando España alcanza el más
grande poder económico y político y la mayor expansión territorial. Una época en la que surgieron
brillantes genios literarios y alcanzó una altura inusitada el teatro español, que desde siglos había sido
una de las manifestaciones más importantes de la cultura en la península y que se desarrolló a partir
de las representaciones dramáticas que se efectuaban dentro y fuera de las iglesias para reforzar los
misterios fundamentales de la religión cristiana.

El cristianismo llegó a tempranas épocas a España y se difundió en primer lugar por las
regiones más romanizadas. La que puede considerarse la primera iglesia cristiana organizada en el
territorio español se estableció en la rica provincia cerealera de Hispania Bética, al sur de la península,
entre el río Guadiana y Sierra Nevada. Fue fundada por seis misioneros de nombre romano. Esta iglesia
tuvo otras sedes en la misma región del sur –Almería, Guadix, Granada, Huercal y Jaén– y su
importancia puede medirse por la realización del Primer Concilio Cristiano de España, convocado entre
los años 300 y 304 en Illiberis (Elvira), provincia de Granada. Aunque mantuvo sus lazos con la iglesia
romana, la rama española cristiana se identificó mucho más con los problemas sociales del pueblo, tal
como lo atestiguan las actas de este Primer Concilio. La iglesia continúa expandiéndose y adquiere
gran importancia ya en el 589 cuando se celebra el Concilio Toledano.
Los cristianos continuaron ganando terreno. Cuando la Iglesia contó con recursos para edificar
templos dedicados a Cristo y por la costumbre adquirida de realizar danzas y representaciones
teatrales como parte de los rituales, destinaron un área elevada de la iglesia a la que llamaron “coro”
para la realización de estas actividades, el coro cumplía la función de un escenario. separado del altar,
los fieles podían verlo desde todos los puntos, y los propios sacerdotes ejecutaban allí danzas sagradas
en honor y gloria de Dios.

Durante la dominación visigoda se mantuvo este incremento de adeptos al cristianismo que


no fue interrumpido por la invasión de los moriscos, quienes, como ya hemos apuntado, fueron
indulgentes con las prácticas religiosas, lo que favoreció la expansión de la religión cristiana.

Estos vistosos actos fueron utilizados para atraer al pueblo a las iglesias. Puede decirse que en
la Edad Media y más allá, todas las fiestas colectivas se celebran en el templo; éste era el asilo de los
pobres y sala pública en las grandes festividades. Las efemérides religiosas se incrementaron de
acuerdo a los nuevos personajes que fueron incorporados al santoral por su vida ejemplar y/o por el
martirio. Eran los únicos espectáculos de participación colectiva a los que el pueblo estaba habituado
a asistir, y los clérigos notaron que podían difundir a través de estas actividades, a una población en
su mayoría analfabeta, los dogmas y conceptos fundamentales del cristianismo, y los ejemplos y
beneficios de una vida santa adaptada a las normas de la religión.

Así mismo, los juglares, que recorrían en la Edad Media extensas reiones, realizaban sesiones
en sitios públicos en las que divulgaban cuentos, canciones, historias, noticias; y podrían decirse que
cumplieron una labor informativa a veces equivalente a los periódicos de hoy. Contribuyeron también
a extender la religión cristiana al narrar, ante los asombrados auditorios que se congregaban a su
alrededor, las circunstancias dramáticas de la vida de los santos y los milagros con que habían
favorecido a sus devotos, despertando admiración y fe en los grupos que se acercaban a contemplar
sus dramatizaciones y bailes.

Los islámicos, que durante su larga permanencia influenciaron todos los campos de la cultura,
ejercieron también su acción sobre el teatro, la música y la danza. Los géneros musicales y bailes en
práctica desde tiempos inmemoriales, se enriquecieron con la poesía, música y coreografías árabes.
Se adoptaron los instrumentos musicales de los islámicos para acompañarlas, especialmente los de
cuerda, panderos y panderetas.

Durante siglos y a pesar de tempranas prohibiciones –no acatadas en su mayoría–, dentro de


los mismos templos se habían realizado espectáculos en los que se empleaban máscaras y atuendos
para caracterizar a los personajes que participarían en estas piezas. Hasta los propios sacerdotes
intervenían en ellas ataviados con trajes especiales, dejando a un lado los instrumentos sagrados del
culto para incorporarse a estas actividades. En estas piezas se unían a las enseñanzas sobre los
misterios y dogmas de la religión, la fe y valentía de sus mártires, la vida, pasión y muerte de Cristo,
acciones totalmente profanas en las que los participantes de sexo masculino –incluidos los
sacerdotes– representaban todo tipo de papeles, hasta los femeninos, como en la más antigua
tradición mediterránea. Estos actos eran parte de la liturgia y en la cristiana –y la musulmana– estaba
terminantemente prohibida la participación de las mujeres. Como indica Fernández de Moratín, en
estas representaciones dentro de las iglesias se: “Unieron a la pompa católica las libertades del teatro,
y los mismos que predicaban en el púlpito y sacrificaban en el altar, divertían después a los fieles con
bufonadas y chocarrerías, depuestas las vestiduras sacerdotales, disfrazándose de rameras,
matachines y botargas.3

Esto provocó incontables abusos, por lo cual el Papa Inocencio III a comienzos del siglo XIII
prohibió la participación de los clérigos en estas acciones. En Roma los clérigos moderaron un poco su
participación, no así en otros países del territorio europeo en los que se había generalizado tal
costumbre.

En España, Alfonso X el Sabio, en su compendio de leyes, Las Siete Partidas, que escribió ya
entrada la segunda mitad del siglo XIII, limita la participación de los clérigos en acciones teatrales
(Primera Partida, título VI, Ley 34). Estas leyes entraron en vigor muy posteriormente en el siglo XIV
(1348), cuando son declaradas texto legal por el rey Alfonso XI.

En relación a las representaciones en que podían participar los religiosos, apunta lo siguiente:
“… Pero representaciones hay que pueden los clérigos facer, así como de la nacencia de Nuestro Señor
Jesucristo en que muestra como el ángel vino a los pastores, é como les dijo como era Jesucristo
nacido. E otro sí de su aparición como los tres reyes magos le vinieron a adorar. E de su resurrección
que muestra que fue crucificado é resucitó al tercero día. Tales cosas como estas que mueven al ome
a hacer bien é á haver devoción en la fé, puédenlas facer, é demás, por que los omes hayan
remembranza que según aquellas fueron las otras fechas de verdad. Mas esto deben facer
apuestamente é con muy grande devoción é en las cibdades grandes donde oviere arzobispos ó
obispos, é con su mandado de ellos ó de los otros que tovieren sus veces, é non lo deben facer en las
aldeas”.4

Aunque prohibidas a los clérigos, las danzas y representaciones dentro de las iglesias
continuaron realizándose dentro de los templos. Es a partir de los Concilios de Aranda y Toledano
(1565–66) cuando la iglesia prohíbe su ejecución dentro de las iglesias y comienzan entonces a
celebrarse fuera del local eclesiástico, en lugares o plazas vecinas, con la condición de que las danzas
y piezas a representar debían ser previamente examinadas por autoridades de la iglesia para que
determinasen si se trataba de un asunto sagrado y honesto, que servía para ilustrar al pueblo en el
conocimiento de la religión católica: “La representación sacra al salir del interior de los templos se
instala en el exterior, en las plazas de las iglesias donde el templo, al fondo le sirvió de escenografía,
a diferencia del teatro griego y romano donde existían arquitectónicamente el teatro, el escenario y
el coro. Los actores pertenecían a hermandades religiosas, todos de sexo masculino por que las
mujeres no eran admitidas en el escenario”.5

Se danzaba frente a imágenes colocadas en altares, incorporando en cada una de las regiones
las danzas tradicionales locales. Muchas veces, además de las representaciones frente a las iglesias,
los grupos de danzantes y de improvisados actores, recorrían los mercados y sitios públicos para
propagar su mensaje de fe.

Durante los siglos XIV y XV se multiplicaron asombrosamente las asociaciones religiosas que
se colocaban bajo el patrocinio de un santo o símbolo religioso, a cuyo culto consagraban sus
esfuerzos; estas agrupaciones se denominaron cofradías. Las cofradías o hermandades regulaban la
vida del individuo imponiéndole numerosas obligaciones, tanto honrar a su patrón como solidaridad
con sus compañeros; a cambio les ofrecía protección y socorro. Hasta en los pueblos más pequeños
existían estas organizaciones que en las ciudades se contaban por decenas. Al santo o símbolo
cristiano que se escogía como patrón se le rendía un culto constante, los cofrades participaban en
trabajos comunitarios, organizaban peregrinaciones, recogían limosnas para construir o mantener
hospicios, cuidaban a los enfermos, cooperaban para enterrar a los muertos solitarios, oraban en
común, asistían a los funerales de los hermanos fallecidos y a los de sus familiares. Se ayudaban en los
infortunios, enfermedades, malos negocios y pobreza repentina. Estas asociaciones predecieron a las
que se constituyeron más adelante como agrupaciones gremiales que incorporaban a personas del
mismo oficio.

Se reunían frecuentemente y por tal razón se creaban fuertes lazos de solidaridad entre sus
miembros. La ocasión más importante para la cofradía era el día consagrado a su patrón, fecha que
procuraban celebrar con la mayor brillantez. En la procesión, la cual estaba encabezada por la imagen
del patrón, los hermanos utilizaban atuendos espaciales característicos que los distinguían del resto
de los participantes, llevando hachones o cirios encendidos en las procesiones. En ocasiones portaban
látigo de flagelantes. Era característica la celebración de comidas en común “que eran supervivencia
de prácticas precristianas. Estos banquetes anuales celebrados en el día de las fiestas (llamados
beauveries, potions, soupes del Espíritu Santo) reunían durante todo el día a la asamblea de los
convidados. Todas eran viejas tradiciones, festejos y comilonas propias de una sociedad donde la vida
de grupo adquirió tanta importancia”.6

Festividades del Siglo de Oro

EL SIGLO DE ORO

En el Siglo de Oro, período de la historia española en que se descubre a América y comienza


su conquista y colonización, la iglesia cristiana, por las circunstancias que antes hemos descrito, había
alcanzado gran fuerza e importancia. Ya en esta época se habían establecido numerosas fiestas
dedicadas a santos y vírgenes –divinidades maternales a las que eran tan afectos los españoles desde
la antigüedad– que por sus vidas ejemplares y martirios habían merecido su incorporación en el
calendario cristiano, uniéndose a las más antiguas ceremonias, asociadas con los solsticios y cambios
estacionales.

Ceremonias cristianas de obligación sacramental –bautizo, confirmación, confesión,


comunión, matrimonio, extremaunción– eran seguidas por los individuos con la esperanza de alcanzar
la salvación eterna. Estos sacramentos determinaban las etapas de la vida desde el nacimiento hasta
la muerte y algunos motivaron la celebración de eventos cuya rumbosidad estaba acorde con la
condición económica de cada grupo familiar y que se encuentran bien descritos en las obras literarias
de los clásicos de este período. Al lado de estas ceremonias individuales estaban las de carácter
público, en las que se incorporaban los rituales de cada región.

En el curso del año había ciclos religiosos festivos con sus características específicas. Julio Caro
Baroja7, eminente investigador de la tradición popular española, establece seis ciclos en el Siglo de
Oro y destaca, en forma muy general, las fiestas más difundidas e importantes en cada lapso.

El primer ciclo, que denomina de Navidad, tiene como elemento principal el nacimiento de
Cristo y la celebración de año nuevo y corresponden al solsticio de invierno, o sea, a los días más cortos
del año.
Dentro de este período se festejaba el Día de los Inocentes y la Fiesta de los Locos, de gran
importancia en los países europeos en la Edad Media y terminaba con el día de la Epifanía o Fiesta de
los Reyes Magos. Este primer ciclo era de singular importancia, pues se instalaban representaciones
del portal de Belén que fueron propagadas por los religiosos franciscanos. Representaciones teatrales
del nacimiento de Jesús, música y diferentes danzas fueron frecuentes en este lapso. Los campos y las
ciudades eran el escenario de grandes procesiones y cortejos que realizaban rituales para expulsar al
año viejo y los sucesos infortunados.

El segundo ciclo lo sitúa entre la fiesta de los Santos Reyes y el comienzo de la Cuaresma,
cuando se conmemoraban los días de santos muy populares –San Blas y Santa Agata–, terminando el
día de la Candelaría, fecha en que se bendecían los cirios que acostumbraban encenderse en
situaciones de enfermedad, muerte y tribulaciones.

En la temporada que abarcan estos dos ciclos –desde Navidad a la Candelaría– y hasta el
Miércoles de Ceniza, podían usarse de manera lícita máscaras y con ellas recorrer las calles. De esta
costumbre existen referencias ya desde el siglo IV, cuando los hombres vestidos de mujer, de
soldados, de burriquitas, y de viejos y viejas, recorrían los pueblos realizando sencillas
representaciones. Esta costumbre se había condenado muchas veces; sin embargo, los cortejos de
enmascarados durante este período perduran en algunas regiones hasta el presente. Aunque las
máscaras y atavíos distintos a la indumentaria cotidiana estaban ligados a un concepto de carnaval,
las referencias nos indican que no sólo en estas fiestas se usaron.

El tercer ciclo festivo en el Siglo de Oro lo iniciaba el Carnaval, palabra que es posiblemente
un italianismo. Términos más antiguos para designar este período fueron Carnal, Carnestolendas y
Antruejo. El Carnaval era “….un período de regocijo. De transformación o modificación del orden
establecido. El hombre se viste de mujer, la mujerde hombre, se inventan refranes equívocos, se hacen
farsas, se improvisan sermones burlescos, se cambian de personalidad, se simulan batallas, se mezclan
perfumes y malos olores, se arrojan agua y otras substancias, se esconden en las colchas títeres y
animales. Hasta el siglo XIX, el carnaval fue el período en que uno creaba o representaba ciertas piezas
de teatro y donde en las aldeas y las ciudades grupos de enmascarados ejecutaban la música adecuada
para las circunstancias, que variaba según la región. Se producían óperas bufas, piezas de teatro
cómicas y las bandas enmascaradas preparaban sátiras y censuras burlescas. El carnaval se expresaba
por supuesto bajo formas muy diferentes según que fuese celebrado por la aristocracia y la burguesía
o las clases populares.

En los siglos XVI y XVII, el carnaval fue objeto de numerosas composiciones poéticas de
grandes personajes como Calderón de la Barca, así como también de descripciones de costumbristas
como Zabaleta, de reflexiones morales y sermones. En efecto, la iglesia organizaba ceremonias de
expiación para los numerosos pecados que suponían cometidos, especialmente durante los tres
últimos días, es decir, el domingo, el lunes y martes de Carnestolendas, fechas culminantes. Este
período era clausurado por el Miéroles de Ceniza en el que se ha celebrado hasta el presente ‘El
Entierro de la Sardina’”.8

El cuarto ciclo comenzaba en la Cuaresma y terminaba con la Semana Santa, que se festejó en
España con una pomposidad inusitada, especialmente a partir del siglo XVII. La población se dedicaba
fundamentalmente a actividades religiosas, de ninguna forma se podía trabajar y este tiempo libre era
empleado por la población en la ejecución de acciones devotas, tales como: piadosas visitas a templos;
participación en procesiones que encabezaban estatuas que representaban a los protagonistas de la
pasión: Cristos ensangrentados, atormentados por crueles verdugos; vírgenes sufrientes; imágenes
que producían un inmenso sentimiento de dolor en todos los asistentes.

La Semana Santa finalizaba el sábado, en una explosión de alegría en la que se quemaban


monigotes representando a Judas el traidor en medio de la ruidosa explosión de fuegos de artificio.

El cuarto ciclo festivo comprendía los meses de abril, mayo y culminaba el 24 de junio el día
de San Juan, fiesta que aún conservaba su antigua importancia por corresponder al solsticio de verano.
Todas las fiestas de este ciclo tenían un importante contenido social y económico. Como es el tiempo
en que la naturaleza reverdece después del invierno, es un lapso muy importante para el inicio de las
faenas agrícolas. Desde tiempos muy antiguos se acostumbraba celebrar la fiesta del primero de mayo
en toda Europa con ritos diversos de inicio del verano; es importante recordar que esta fecha los
pueblos Celtas celebraron el comienzo del año solar.

Es el período que simboliza la juventud y el amor. Existían una serie de alegres fiestas en las
cuales participaban jóvenes de ambos sexos. En Galicia aparecían personajes que simbolizaban seres
vegetales. En Madrid era muy celebrada la fiesta de Santiago el Verde; en extensas regiones se
celebraba la fiesta de Maya, eligiendo una reina, una hermosa muchacha a la que llamaban la Maya,
por la cual pedían dinero para celebración de una fiesta colectiva. Las mayas se colocaban en altares
muy decorados con elementos vegetales y hermosas flores multicolores. Poetas, autores teatrales y
escritores costumbristas escribieron profusamente sobre las fiestas de este tercer ciclo dentro del
Siglo de Oro.

Paralelamente a estos festejos, la Iglesia celebraba el tres de mayo el día de la cruz, fecha en
que se bendecían los campos, los cursos de agua y los alimentos, por lo que la conmemoración
adquirió gran popularidad en las comunidades rurales. En el siglo XVII se produce la canonización de
San Isidro, patrón de los labradores, y la Iglesia situó su día el 15 del mes por su conexión con las
actividades que se acostumbraban exaltar en este período. Los labradores castellanos crearon
composiciones en alabanza al árbol de mayo y de la cruz, con métrica y rima semejantes a viejas
composiciones árabes de poetas callejeros.

En la fiesta de San Juan, que finalizaba el ciclo, se reverenciaba la exhuberancia de la


naturaleza y los ríos y arroyos, elementos fundamentales de su culto. Se recogían a su víspera -23 de
junio a la medianoche– hierbas aromáticas que adquirían poderes curativos. Se rendía homenaje a los
cursos de agua en los que se bañaban niños y adultos para librarse de enfermedades y obtener
prosperidad y fortuna.

Se encendían enormes fuegos (para propiciar y perpetuar el brillo del sol) sobre los que
saltaban hombres y mujeres de todas las edades, con la creencia de que se preservarían de las
enfermedades y les traería suerte. Se practicaban numerosas costumbres en la fecha, tales como subir
a los montes a ver bailar el sol, danzas, procesiones con desfiles de abanderados, representaciones
teatrales, recolección de hierbas que adquieren especiales poderes al ser recogidas en la medianoche
de San Juan, baños rituales, cortes de pelo con la esperanza de que crezca frondoso, etc.

Se practicaban ritos adivinatorios, especialmente los ligados con el amor, costumbres


populares que fueron recogidas por dramaturgos y poetas –Lope de Vega, entre otros– para incluirlos
en sus piezas teatrales. Hasta los moros celebraban la fecha y participaban de los eventos misteriosos
de la mañana de San Juan.

Fue durante el Siglo de Oro que adquirió en España gran importancia la fiesta del Santísimo
Sacramento o Corpus Christi, que se unió a las ceremonias cristianas más antiguas.

Esta fiesta comenzó a extenderse en España a mediados del siglo XIV y fue durante los siglos
XV y XVI el símbolo por excelencia del catolicismo español; era celebrada el octavo jueves después de
jueves santo. Pretendió en sus comienzos emplearse como una cruzada contra los moros y
paradójicamente incorporó a sus ceremonias numerosos rasgos de procedencia oriental.

Las procesiones fueron características de la ocasión, a las que adhirieron una serie de
antiquísimos elementos provenientes de las tradiciones populares locales; lo que le dio gran variedad
y colorido. A esto se unían representaciones teatrales de tema sagrado como en otras fiestas
religiosas. Era una conmemoración eminentemente alegre como todas las del ciclo. Caro Baroja
califica la fiesta de Corpus como una fiesta morisca debido a los elementos que se fundieron en su
conmemoración.

En las rumbosas procesiones de las ciudades (que recorrían una ruta preestablecida a lo largo
de la cual se erigían altares adornados con flores, cirios e imágenes sagradas, sobre un telón de fondo
de colchas de finas telas brocadas) figuraron las autoridades, las cofradías, los gremios de artesanos
con sus emblemas característicos y atributos de trabajo; algunos de ellos con sus danzas particulares,
de arcos, de espadas, de bastones, que también se ejecutaban en las fiestas patronales. La procesión
al Santísimo Sacramento respetaba un orden jerárquico al que se unían alegorías como la tarasca y el
dragón; animales sobrenaturales que simbolizaban la idolatría vencida, animados con ingeniosos
mecanismos, que asustaban a los pobladores, sobre todo a los niños; gigantes de cartón ataviados con
la moda en boga; enanos; dos parejas reales-cristianos y moros–; burriquitas y cabezudos; grupos de
diablos, etc. Las ciudades y poblaciones pequeñas trataron de imitar la magnificencia y variedad de
los elementos presentes de las grandes urbes. Celébres fueron las fiestas de Corpus de Barcelona,
Toledo, Madrid, Sevilla, entre otras.

El quinto ciclo abarca el lapso que va desde San Juan hasta septiembre, cuando las cosechas –
especialmente de trigo y uva– alcanzaban su madurez. En este ciclo las fiestas en homenaje a la Virgen
eran numerosas y de gran lucimiento, pues en los hogares de las regiones agrícolas, sobre todo, se
contaba con recursos adicionales por la recolección de las cosechas. Eran célebres las de Santiago de
Compostela, patrón de los guerreros y de los caballeros; la de la Virgen del Carmen el 16 de Julio, y las
que a diversas advocaciones se celebraban el 8 de septiembre. La devoción a la Virgen María reunió
en su seno los atributos de las antiguas divinidades maternales de oriente, cuyo culto había sido tan
apreciado por los españoles cuando la Península formaba parte del Imperio Romano.

La devoción mariana alcanzó en el Siglo de Oro una fuerza inusitada; especialmente en Sevilla,
donde en 1615 salía la población cantando canciones piadosas a la Virgen. (Fue prohibida esta
actividad en horas nocturnas, pero con poco éxito). Los sacerdotes de la orden dominica estimularon
la devoción de Nuestra Señora del Rosario, y en el siglo XVII el rezo del rosario se tranformó de una
práctica privada a una pública. En casi todas las ciudades se realizaron manifestaciones públicas
acompañadas de música y cantos en su honor.
Estas fiestas se caracterizaban por procesiones y desfiles “acompañados de bailes o de danzas
de tipo ritual, como por ejemplo las danzas de espada, de bastones (paloteados), de arcos, de escudos
y cintas”9, que estaban presentes también en eventos religiosos de otros ciclos del año.

Además de todas estas fiestas eran comunes en muchas de las fiestas de vastas regiones de la
Península Ibérica de todos los períodos, las carreras de bueyes atados (toros y vacas auténticos o
simulados a los que se capeaba con un capote existían desde mucho antes de a Edad Media).

El sexto ciclo festivo que establece Caro Baroja comprendían los meses de noviembre y
diciembre y es el que considera de menor importancia. A este ciclo le denomina de las Fiestas de
Otoño, en el cual están incluidos los días de San Miguel Arcángel y el de San Martín en noviembre. En
el transcurso de este ciclo se iniciaban las fiestas precursoras del nacimiento de Jesús, que se semejan
y acercan, según este autor, más por su espíritu al ciclo de navidad que al de otoño. Todas estas fiestas
cristianas vigentes en el Siglo de Oro y en épocas anteriores, se mantuvieron con firmeza dentro de
las comunidades por su aceptación popular, a pesar de las continuas y numerosas prohibiciones de la
Iglesia, que en un principio las estimuló para atraer al pueblo a los templos. Más adelante trató de
suprimirlas totalmente como parte de las ceremonias religiosas debido a los excesos cometidos.

Fue en el año 1777, casi finalizado el siglo XVIII, que a las reiteradas restricciones de la Iglesia
para la celebración de ceremonias religiosas, se unen a las reales. Ese año por Real Cédula se prohíbe:
“La costumbre o corruptela de baylar los días de fiesta delante de alguna imagen a que se pretende
dar culto en aquel día, o bien dentro de la misma Iglesia o en su Atrio o Cementerio, o cuando no se
permite en estos sitios, sacándola a la Plaza pública con las insignias de Cruz, Pendón y Capa Pluvial y
haciendo allí sus bayles que terminan en alguna ofrenda o limosna, con que se atiende no solo
cohonestada la irreverencia, sino convertida en un acto piadoso y de devoción… No toleréis bayles en
las Iglesias, sus Atrios y Cementerios, ni delante de las imágenes de los Santos, sacándolas a este fin a
otros sitios con el pretexto de celebrar su festividad, darles culto, ofrenda, limosna, ni otro alguno,
guardando en los templos la reverencia, en los Atrios y Cementerios el respeto, y delante de las
imágenes la veneración que es debida conforme a los principios de la Religión”.

Vemos así en estas prohibiciones reales, que las impuestas por la Iglesia no habían tenido
efecto en todas las localidades y que aún se continuaban realizando danzas frente a las imágenes
sagradas y dentro de los mismos templos; lo que nos demuestra la fuerza incontenible de la tradición
y su resistencia al cambio. Muy posiblemente cuando se emitió esta Cédula Real, fue acatada sólo en
el tiempo en que se dictó y “paulativamente debió renovarse la antigua tradición, recobrando su
primitivo prestigio”.10

Creemos importante referirnos a los Autos Sacramentales, representaciones teatrales


comunes a muchas celebraciones religiosas de la época –Navidad, Carnaval, Semana Santa, Corpus
Christi y San Juan entre otras– y a las danzas que más frecuentemente se encuentran presentes en las
fiestas tradicionales españolas vigentes en los siglos XVI y XVII y las cuales fueron trasladadas a los
pueblos americanos. En ocasiones su práctica fue establecida por los propios misioneros que conocían
su efectividad y según la Congregación a que pertenecían estimularon la devoción hacia los santos o
símbolos religiosos que eran más importantes para sus hermandades religiosas. Los grupos de
europeos que se trasladaron a los territorios de ultramar también contribuyeron a afianzar en las
colonias los aspectos más tradicionales de la cultura popular española de su tiempo y de sus regiones
de origen, siguiendo en la medida de lo posible las disposiciones establecidas en las Leyes de Indias.
Las fiestas religiosas y sus actividades asociadas fueron tan efectivas en América como antes
lo fueron en España a la hora de atraer al pueblo a los templos.

Los Autos Sacramentales eran piezas teatrales en las que se representaban dogmas de la
religión, pasajes de vidas de santos, del Antiguo y Nuevo Testamento, naciminto, pasión y muerte de
Jesucristo. Para divulgarlos al pueblo conllevaban una intención didáctica. En ellos se resaltaba la
naturaleza humana y divina de Jesús por medio de escenificaciones en un principio muy sencillas, que
fueron haciéndose más complejas y diversificando sus temas a medida que transcurrían los siglos.
Estos son el punto de partida del célebre teatro español que se inció en los templos como parte del
ceremonial.

Los Autos que se representaban en Navidad estaban dedicados al nacimiento del Niño Jesús y
a otros episodios de este extraordinario acontecimiento. Estas piezas eran acompañadas por danzas
y canciones –villancicos– interpretadas con instrumentos musicales de diverso origen étnico, entre los
que destacaban el pandero y los instrumentos de cuerda llevados a Europa por orientales y la
zambomba (conocida en nuestro país con el nombre de “furruco”, que desde tiempos antiguos se
habían empleado en ceremonias en honor al Sol, en el solsticio de invierno).

La pieza teatral más antigua en lengua castellana es un Auto de los Reyes Magos del siglo XII,
del cual se conserva sólo un fragmento que registra una disputa entre los rabinos estrelleros llamados
por Herodes para consultarlos sobre el origen y significado de la estrella de oriente; la cual, según la
extendida creencia, alumbró el portal de un recién nacido y desconocido rey que presentaba una
amenaza para su poder. Aparece allí la escena del ángel avisando el nacimiento del divino niño a José
y los pastores y concluye con una “Canción de Cuna para acallar al Niño”. Este testimonio da idea de
la anitgüedad de las representaciones navideñas.

La Semana Santa, al inicio de la primavera, era ocasión para montar con gran realismo la
pasión y muerte de Jesús. Todo estaba teñido de duelo por este acontecimiento y las cofradías tenían
este período una oportunidad para lucirse en la organización de los eventos.

Durante el Siglo de Oro el teatro religioso y el profano alcanzaron su máximo apogeo. El


religioso continúo siendo un medio efectivo de comunicación con intensión didáctica; a través de la
cual se transmitían a la población los dogmas y misterios de la religión cristiana, episodios de la Biblia
a los que se le añadieron costumbres, lugares y personajes populares conocidos en las diferentes
regiones, y en los que incorporaron como antes indicamos, formas poéticas, danzas e instrumentos
musicales de influencia musulmana, cuya presencia cultural se había enraizado hondamente en la
Península Ibérica en siete siglos de coexistencia y dominación. Por sus características, son estas piezas
teatrales un importante documento para estudiar las costumbres populares de la época.

Durante los siglos XVI y XVII toda fiesta religiosa, cortesana o popular incluía dentro de sus
actividades principales una representación teatral que se llevaba a cabo en templos, plazas abiertas y
casas particulares, hasta que se establecieron locales especiales para su escenificación –Corrales–
fuera de los templosen los que se representaban obras de diversos temas. “A nadie se le oculta que la
diversión principal de los madrileños durante todo el siglo XVII fue el teatro, a pesar de las
prohibiciones y de las curiosas alternativas para su desarrollo. Dispuso Madrid de dos de los más
famosos corrales de representación de España y podemos atrevernos a decir que la mitad de la
literatura que floreció en el siglo, a las tablas iba destinada.
“Por otra parte, este teatro pretendía cumplir con uanserie de funciones no tan sólo de tipo
literario, sino de tipo histórico, social, ideológico y recreativo. No es nada díficil de demostrar que
entre este género literario de tan varia imaginación y la sociedad española que se solazaba con él
había un entramado indispensable: realidad, invención literaria, acción constante y la magia de un
lenguaje propio”.11

Surgieron en este período numerosos y brillantes autores tales como Juan de la Encina, Lope
de Rueda, Gil Vicente, Juan de Timoneda, Juan de la Cueva, y Lope de Vega quien “domina con su
personalidad solar, deslumbrante, todo el teatro del siglo XVII, y al lado de él los nombres más ilustres:
Cervantes, Tirso de Molina, Juan Ruiz de Alarcón y Pedro Calderón de la Barca” 12, cuya muerte en
1681 marca el final del Siglo de Oro.

Alos autores se les encargaba escribiesen una obra para ser representada en una ocasión
festiva en sitios públicos o privados, las propias cofradías religiosas encomendaban esta labor a los
escritores conocidos por la excelencia de sus obras, como su aporte al brillo de las celebraciones de
su santo patrón en su fecha.

El Corral de la Pacheca y el de la Cruz en Madrid, fueron los más antiguos locales de teatro
permanente en España. El de la Pacheca “había sido comprado por las cofradías de la Pasión y de la
Soledad, que habían fundado las casas de Expósitos y luego rigieron el Hospital General Madrileño.
Para favorecer estas caritativas instituciones se beneficiaban de un privilegio real, según el cual dichas
instituciones podían granjear medios para tan abnegadas obras piadosas, organizar representaciones
teatrales”.13

Parte integrante de las representaciones teatrales religiosas y profanas, junto a las


procesiones, eran las danzas. En el período coetáneo con el descubrimiento de América y los incios de
su conquista y colonización, las más ejecutadas en las fiestas públicas objeto de nuestra atención
fueron las denominadas genéricamente Moriscas, que incluían una serie de elementos precristianos
y múltiple origen étnico. Las principales características de las moriscas eran:

- Danzas de Espadas o de palos (paloteados).

- Uso de máscaras.

- Participantes masculinos con rostros ennegrecidos.

- Hombres ataviados de mujer.

- Recorridos en procesión en fila doble.

- Burriquitas.

- Dramatizaciones con argumento de muerte y resurrección.

- Participantes masculinos ataviados con vistosa indumentaria de payaso de vistosos colores.

- Uso de cascabeles y otros ornamentos sonoros en los trajes.


- Danzas en fila doble con ejecución de figuras (serpenteos, espirales, entrecruzamiento, giros
y mudanza de lugares).

- Danzantes en fila doble que avanzan y retroceden ante una imagen.

- Danzas de simulación de faenas agrícolas.

- Danzas con el palo de cintas o palo de mayo.

Estás características podían estar presentes todas en una misma ceremonia o solamente en
parte de ellas.

Las más extendidas eran las danzas masculinas de espadas, simulacros de batalla que se
practicaron desde tiempos muy remotos y se difundieron por toda Europa. Según Rodrigo Caro eran
ya ejecutadas por los griegos que las llamaban “saltación pirrhica o ballimaquia de que primero dijimos
que hiriendo el suelo al compás, usan de las espadas y broqueles haciendo un género de batalla muy
graciosa”.14 Estas danzas podían ejecutarse llevando palos en lugar de espadas.

Covarrubias en su Diccionario habla de la Ballimachia o Danza de Espadas que “se usa en el


Reino de Toledo y dancanla en camisa y en gregüescos de lienco muy anchos, con unos tocados en la
cabeza, y traen espadas blancas y hacen de ellas grandes vueltas y revueltas y una mudanza que llaman
la degollada”,15 había sido prohibida su representación desde 1486 por los escándalos y accidentes
que ocasionaban con ellas, sin embargo ésta como otras prohibiciones, no fue acatada.

En la versión española en boga en los siglos XVI y XVII, estos combates en los que participaban
dos bandos opuestos colocados en fila doble o en sucesión de parejas en combate se llamaban Moros
y Cristianos; en ocasiones entre los dos bandos en el transcurso de la danza recitaban diálogos con
intención claramente didáctica, en los que se identificaban a los moros como personificaciones del
mal en contraposición con los cristianos que representaban el bien. Se ejecutaban en diversas fiestas
entre ellas Corpus Christi, Carnaval, San Juan y en otras fiestas populares. Resulta paradójico que en
la festividad del Santísimo Sacramento, instaurada en España como parte de una cruzada contra los
moros, se incorporasen en sus procesiones estas danzas de origen oriental. Las danzas en las que los
participantes se ennegrecían los rostros con hollín eran también parte de las moriscas, las caras
tiznadas de negro fueron características de antiquísimas ceremonias paganas.

Así mismo eran muy extendidas no solamente en España sino también en otros países
europeos, las representaciones de danzas con argumento de muerte y resurrección, que algunos
autores asocian con antiguos ritos de fertilidad que era común representar en el cambio de las
estaciones y que seguían en líneas generales las tres etapas del drama griego: competencia o disputa,
muerte y resurrección.

Así mismo se atribuyen características de danzas propiciatorias de la fertilidad a las danzas en


fila doble en las cuales se ejecutan figuras y entrecruzamientos.
Hombres caracterizados de mujer, de payasos, de diablos, con trajes de vivos colores, ornados
de cascabeles y otros objetos sonoros, enmascarados en algunos casos, era frecuente hallar entre los
danzantes.

Especialmente graciosos eran los bailarines que representaban a un jinete montado sobre su
burro mañoso, ejecutando en los giros de la danza los movimientos característicos de la bestia cuando
está cansada y/o desobedece las órdenes del jinete, que proporcionaban la nota de humor en los
recorridos procesionales para solaz del público asistente. Muchas veces en son de broma ofrecían en
venta su rebelde cabalgadura en medio del regocijo popular.

Algunas de las moriscas finalizaban con el baile del palo de cintas o palo de Mayo, alrededor
del cual se ejecutaban danzas que formaron parte de antiquísimos rituales de fertilidad que
procedentes del Oriente se difundieron por casi toda Europa y están hoy presentes en la tradición
popular de muchas naciones de ese continente.

El tronco, adornado de cintas multicolores, en ocasiones estaba coronado con una cabeza.
Dos círculos de danzantes realizaban sus giros en direcciones opuestas sosteniendo cada uno una
cinta; tejían y destejían mediante movimientos coordinados con precisión, un patrón sobre el tronco,
entrecruzando los listones multicolores. En algunos casos los bailarines realizaban sus giros con
acompañamiento del golpeteo de espadas a ritmo rápido, cuando estos dos tipos de danzas coincidían
en una misma manifestación.

Otras innumerables danzas se practicaban en las fiestas de los salones y en tabernas y sitios
populares de las regiones españolas, que en las líneas generales no eran incluidas en actos religiosos:
la chacona, la zarabanda, danzas de cascabel, la zácara, y la pironda entre muchas.

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