Es casi imposible exigir de la sociedad actual que lea un
libro de religión. Los hay, sí, quienes leen librillos de pie- dad, y son dignos de respeto; desgraciadamente los tales libros son en su mayoría insignificantes, y como tales, solicitados por lectores que no pasan de la estatura inte- lectual de las novenas. Hoy día, en que toda una civilización se derrumba con estrépito, no es posible a ninguna persona culta—sobre todo en el occidente—desligarse del problema cristiano. Es su problema íntimo, social, económico, vital. La sociedad se hunde por haber desfigurado su primitiva civilización cristiana hasta los absurdos crueles del capitalismo actual, o por haberse apartado francamente de ella en las tristes experiencias del Soviet. Los errores de unos y otros han tenido su base princi- pal en las diversas «formas* religiosas de cristianismo, y en la mentalidad dogmática, mítica, casi mágica, que ha dominado aún en los medios intelectuales de las diversas religiones cristianas. De allí la reacción opuesta: ateísmo, y todas esas actitudes desprovistas de seriedad, desde la burla franca, pasando por la «ciencia» de un Renán y un Ludwig, hasta la fe del carbonero. (Cuando la tal fe indica renuncia a la personalidad, y no como debiera: CONFIANZA en Dios, base de toda religión moral). De allí también, esa aparente incompatibilidad entre la vida de los hombres y de las naciones y los principios religiosos, que cual artes de adorno, ACOMPAÑAN a la vida humana o política, SIN UNIRSE A ELLAS, sin formar La Vida. Un distinguido pensador uruguayo: Julio Navarro Monzó, ha tratado en una serie de libros, con una erudi- ción sorprendente, el vasto problema cristiano: libros de especialistas que requieren para su lectura amplios cono- cimientos de las civilizaciones de oriente, de la mitología griega y de la historia testamentaria. Tales libros son más bien evitados por aquellos que, no poseyendo una paciencia de especialistas, tienen sin embargo un interés vivo y una cultura apropiada para tener una idea sumaria e indepen- diente, a la vez que profunda, de lo que ha sido el cristia- nismo en su esencia y de lo que representa en sus valores actuales. Con este fin, hemos editado un capítulo de su monografía EL CRISTIANISMO. Nos parece de interés, y tal vez contribuya a despertar una curiosidad mayor por la doc- trina de Cristo, la única capaz, a juicio nuestro, para fijar las normas sobre que habrá de construirse el nuevo mundo que comienza.
BENJAMÍN SUBERCASEAUX. El valor actual del cristianismo
"J^ N el curso de veinte siglos, el Cristianismo ha sufri-
' do grandes transformaciones en el proceso de su adaptación al medio ambiente; en algunos casos pudié- ramos decir de su asimilación por el medio ambiente. Si en lugar de haberse propagado hacia occidente, conquistando el mundo greco-romano y luego los pue- blos eslavos y germánicos, se hubiese extendido hacia el oriente, por la Persia y la India hasta la China y el Japón, podemos estar seguros de que el Cristianismo hubiera desempeñado un papel muy distinto en la his- toria del mundo y sería algo profundamente diferente de lo que es hoy. El espectáculo que nos ofrecen ciertas Iglesias de la Siria, de Egipto, de Abisinia, petrifica- das, encerradas en sí mismas, son harto sugestivas al respecto. Inversamente, empero, no es posible cerrar los ojos ante la evidencia de que tal como se presenta en el oc- cidente, en sus formas greco-rusas, latina y protestan- te, el Cristianismo lleva el sello inequívoco que le im- primieron las razas griegas, latina y germánica, con sus respectivas idiosincrasias. 8 EL VALOR ACTUAL
Fruto de un medio y de una época determinada, de
ciertos gustos, tradiciones y mentalidades, la Iglesia Or- todoxa Oriental, la Iglesia Católica Romana y las Igle- sias de la Reforma, carecen de un valor universal y ab- soluto. No son transferibles. La Ortodoxia no ha conse- guido jamás franquear el Adriático. La Iglesia Latina no pudo conservar los pueblos nórdicos cuando éstos, a partir del despertar místico de la Alemania del siglo XIV, alcanzaron la conciencia de su personalidad. El Protes- tantismo no ha podido nunca aclimatarse en los pueblos latinos, y para que la cosa resulte bien clara, tenemos en Inglaterra, país fronterizo entre la cultura latina y el ge- nio nordico, la forma híbrida del Anglicanismo, mitad católico, mitad protestante (1). Hoy, sin embargo, el mundo pasa por una crisis no precisamente semejante sino comparable, aun cuando infinitamente mayor, a la que venció durante el Rena- cimiento, cuando los audaces navegantes portugueses y españoles, descubrieron nuevos continentes, circunna- vegaron el globo. En las nuevas circunstancias, crea- das por la navegación aérea, por las comunicaciones inalámbricas, por el contacto íntimo de todas las razas, un Cristianismo localista, fragmentario, parcial, no puede servir. Estamos abocados a una situación de la cual tiene que surgir una civilización mundial o el derrumbe de toda civilización. Nunca como hoy, el oriente y el occi- dente estuvieron en un contacto tan íntimo; nunca co- mo hoy se ha conocido en Europa y América las pro- fundidades del alma asiática; nunca como hoy en el
(1) Subrayado por el prologuista.
DEL CRISTIANISMO 9
Japón, la China y la India se conoció tan bien las inti-
midades espirituales del alma occidental. Los nombres de Lao-Tze y de Confucio, los Upanishads y el Bha- gavadgita, el Budismo y el Sufismo empiezan a sernos familiares. Los pensadores de oriente conocen y citan a Jesús... muchas veces para vergüenza nuestra. De todo esto tiene que salir una síntesis o un choque formidable. Si deseamos la primera tenemos que pen- sar muy seriamente en la contribución que el Cristianis- mo puede aportar a ella: en cuales son los valores po- sitivos, perdurables, que persisten del Cristianismo una vez hecha la crítica más inflexible de los elementos que lo integran. Si preferimos lo segundo, preparémonos para la mayor carnicería que hayan visto los siglos, para una catástrofe final junto a la cual la espantosa guerra europea de 1914-18, la mayor monstruosidad que haya registrado hasta ahora la historia, resultará pálida a insignificante. En otros términos: tenemos que escoger entre Cristo y la espada. Entre los valores morales y espirituales que el Cristo simboliza, la cultura que él representa, o la barbarie más desenfrenada, en todo su horror. El Cristo, hemos dicho. No el Cristianismo. A lo me- nos el Cristianismo en sus "petrificaciones históricas; el Cristianismo eclesiásticamente organizado; dogmática- mente formulado según las mentalidades parciales de las razas griegas, latina y germánica. No porque él ca- rezca absolutamente de valor (que lo tiene, y muy gran- de) sino porque, en cada una de esas facetas, es el pro- ducto de una adaptación temporal y parcial a deter- minadas circunstancias y a determinadas necesidades que no son las nuestras, que no son las del mundo moderno. 10 EL VALOR ACTUAL
El Cristianismo ha desempeñado un gran papel en
el pasado para los países del occidente. Hoy es menes- ter que lo desempeñe para el mundo y es evidente que, si ese ideal ha de ser una realidad, hace falta algo di- námico, algo vivo: una corriente espiritual, no las for- mas y fórmulas petrificadas de lo que antaño vivió. Cuando, durante el Renacimiento, Europa salió de su cascarón, el viejo Cristianismo Romano demostróse incapaz de adaptarse a las nuevas circunstancias. Con- denó a Copérnico y a Galileo, quemó a Giordano Bruno, puso obstáculo a Colón, no supo comprender el alma nórdica, ahogó o trató de ahogar el pensamiento en los pueblos del sur, no supo cristianizar él Nuevo Mundo que, aparte del cristianismo superficial que puedan tener las poblaciones importadas de origen europeo, se halla hoy espiritualmente en el mismo estado en que lo encontraron los conquistadores españoles. La razón de ellos se encuentra en el hecho de que el Cristianismo Romano, como su mismo nombre lo indi- ca, era romano, pero no era católico, no era universal. Era, y es, un producto de la mentalidad latina, del ge- nio jurídico de Roma. Carecía y carece de elasticidad. Confundía y confunde, lo accidental con lo esencial. Daba, y da, más importancia a la misa ¡en latín! que al Sermón de la Montaña: a ritos de carácter y tradi- ción local, mediterráneos, que a lo que el Cristianismo, como torrente vital, a lo que el Cristo, cómo energía eterna, como fuerza cósmica, como personalidad uni- versal, representa y significa. Quien se atreva, sin embargo, a tirar la primera pie- dra contra la Iglesia Católica Romana cuide mucho de estar absolutamente puro de los mismos o idénticos DEL CRISTIANISMO 11
pecados: de localismo, preconceptos, peso muerto, tradi-
cionalismo particularista, nacionalismo, supuesta supe- rioridad racial, orgullo de cultura. Por falta de tradición clásica, por no tener en su acervo intelectual nada semejante a la Iliada y a la Odisea, a Platón o a Aristóteles, a Virgilio, al Dante o a Tomás de Aquino, los pueblos nórdicos han podido hacer de la Biblia la piedra angular de su cultura: lo que nunca fué y (hoy menos que nunca) jamás podrá ser para la raza latina. La versión de Lutero, y la co- nocida bajo el nombre de King James son, respectiva- mente, los monumentos clásicos de las lenguas alemana e inglesa. Sus páginas han plasmado la mentalidad de los pueblos nórdicos. La ideología del Viejo Testamen- to llegó a ser su propia ideología, la que desearían im- poner al mundo. Pretender que la vieja China se doblegue delante de la civilización romana y que los aztecas e incas recen en latín, es absurdo. Pero ¿lo es menos querer que acep- te al pie de la letra toda la tonta y vieja ideología ju- daica en la cual va envuelto el verdadero mensaje evan- gélico? (1) ¿Qué todos acepten, como sagrados, libros a los cuales ya Jesús rechazaba como tales y, para entender a éste, tenga el mundo moderno que ponerse los lentes ahumados de aquellos que, ya desde la primera genera- ción, tan mal interpretaron y tan perfectamente fal- searon el espíritu del Maestro? Durante siglos, católicos y protestantes entretuvié- ronse en disputar si la autoridad, en materia de doc- trina, residía en la Iglesia o en la Biblia. Alegaban los
(1) Protestante. 12 EL VALOR ACTUAL
primeros, no sin razón, que ésta es un producto de aqué-
lla y no aquélla un producto de ésta. Fué la Iglesia quien hizo el canon. Los escritos llamados sagrados brotaron del seno de la grey cristiana y fué ésta quien seleccionó, entre esos escritos, aquellos que, a su juicio y según su sentimiento, representaban mejor su espíri- tu. El Pastor de Hermas que durante el segundo siglo fué tan leído como las Epístolas paulinas dejó de serlo subsiguientemente. Los Evangelios relativos a la in- fancia de Jesús fueron relegados a la categoría de los escritos clasificados de apócrifos. Al decir esto los católicos tenían y tienen razón. Só- lo que, consciente o inconscientemente, al decir Igle- sia incurren en un anacronismo al pretender dar a en- tender que la ekklesia, la grey cristiana de los prime- ros tiempos, era el organismo jerarquizado que fué des- pués; que la obra espontánea, natural, de producción y selección de los escritos sagrados, fué un trabajo sis- temático llevado a cabo por alguna Congregación del Indice, aprobada subsiguientemente por el Papa o por un Concilio. Lo que los Concilios hicieron no fué sino ratificar, registrar, lo que ya estaba hecho. La obra había sido llevada a cabo, colectiva y anónimamente, por el sen- timiento religioso de la grey, que se complacía en Ma- teo y Lucas pero no en el Evangelio según Pedro o el Evangelio de los Hebreos. Ahora bien: lo que el sentimiento religioso hizo en- tonces ¿por qué no lo ha de hacer ahora? ¿Por qué ese proceso de depuración del canon neotestamentario se ha de considerar realizado de una vez por todas en el segundo siglo? ¿Por qué si al alma moderna, iluminada DEL CRISTIANISMO 13
por el Cristianismo, le repugna el homicidio perpetra-
do por Pedro en las personas de Ananías y Sáfira, ha de seguir considerando al Libro de los Hechos como sagrado y fuente de pura doctrina, autoritativo e infa- lible en moral? Sobre todo ¿por qué tiene el Cristianis- mo que exponerse a las befas del mundo empeñándose en dar igual valor al Sermón de la Montaña que a los vaticinios del próximo fin del mundo que tales o cuales evangelistas quisieron poner en labios del Cristo? El Cristo tiene algo que decir al mundo hoy día, co- mo lo prueba el hecho de que la China y la India lo invoquen precisamente para enrostrar al occidente sus deslealtades al Cristianismo. Pero éste, en sus formas tradicionales, necesita ser depurado, no precisamente por el proceso meramente racional de la crítica, sino por el sentimiento religioso intensamente cristiano, va- le decir: iluminado por el Cristo, al cual no puede me- nos que escandalizar lo que no escandalizó a generacio- nes anteriores quizás más fanáticas, pero seguramente menos próximas que nosotros al espíritu del Maestro. El fermento de la palabra del Nazareno ha ido leu- dando la masa, según él mismo vaticinó. Es natural, por lo tanto, que el mundo sea hoy más cristiano de lo que era hace veinte siglos. En sus formas ideológi- cas laicas, de pacifismo, defensa de la personalidad humana, derechos de la mujer y del niño, considera- ción por los débiles, espíritu de conciliación y frater- nidad raciales, el mundo moderno está mucho más cerca de Jesús que jamás lo estuvieron Pedro, Santia- go y Juan, las «columnas» dé la Iglesia de Jerusalén. Aun cuando haya mucho que luchar contra la vieja barbarie armada, contra los rezagos del antiguo paga- 14 E L VALOR ACTUAL
nismo que perduran en el mundo y se encubren bajo
las formas del Cristianismo organizado, es más fácil hoy, a cualquier obrero dotado de fsentimientos huma- nitarios, entender al Cristo, que no lo era, hace veinte siglos, a los que componían las iglesias de Galilea, Efe- so o Corinto. El Cristo, por lo tanto, no nos cansaremos de repe- tirlo, tiene algo que decir al mundo moderno. Y no tan sólo, como algunos suponen, el rabí liberal que predica- ba a orillas del Lago de Nazaret, en contra del Deute- ronomio y del Levítico, de los ritos lústrales y de la superstición sabatista, sino el Cristo, en la significación cósmica que este vocablo comporta en la versión joa- nina. La Iglesia, sin duda alguna, ha cometido un grave error, desde la segunda generación, en dar más impor- tancia a la definición de la personalidad del Cristo que a la observancia de su doctrina. El Cristianismo ha sido, así, no la religión que el Cristo* profesaba sino una religión que tiene por objeto al Cristo. Pero, sin menos- cabo de volver hoy más que nunca a la religión de Jesús, a las doctrinas por él predicadas no podemos tampoco hacer caso omiso de su personalidad irradiante, que los siglos agigantan, del significado cósmico de esa figura extraordinaria que surge en la historia como una llama- rada central. En el curso de la última cena, según el relato joani- no, Felipe, el apóstol, dice a Jesús: ¡Señor, muéstra- nos al Padre! Es el anhelo que, durante siglos y siglos, movió a los hombres de Grecia e Israel en el curso de esa lenta, pero segura evolución religiosa, cuyo ascenso hemos tratado DEL CRISTIANISMO 15
de analizar en esta serie de estudios que ahora se ter-
mina. Bajo el apremio de la sensación de sobrecogi- miento y asombro, de fascinación y de espanto que el universo le produce y le causa la vida, el hombre ha tratado siempre, y siempre tratará, de penetrar el gran misterio cósmico; las causas, o la Causa, no sólo de su propia existencia sino del gran conjunto, 'solidario y único, del cual formamos parte. Extrañas e incongruentes fueron las respuestas que a sí mismo se dió, en las centurias más lejanas, cuan- do los hombres se sentían presa de poderes opuestos, invisibles e incontenibles, caprichosos y crueles, a los cuales trataban de apaciguar y propiciar con sangrien- tos ritos. Poco a poco, sin embargo, se fué poniendo orden en el caos de sus sentimientos, unidad en sus pensamien- tos y, en medio de la legión de los númenes y dioses, fué sobresaliendo y descollando uno que encarnación de un principio moral, personificación de Justicia, 11a- márase Zeus o llamárase Yahveh, se encumbró sobre todos los otros; hasta excluirlos, hasta ser único. Acerca de El especularon los filósofos y en su nom- bre vaticinaron los profetas. En sus lucubraciones lle- garon, y llegarán siempre los primeros, a la conclusión de que lo eterno y lo infinito, lo Absoluto, es inefable e incomprensible, colocado más allá, de cuanto alcanza la razón humana; tan imposible de imaginar como ese universo sin límites que la mente intuye cuando contem- pla de noche el abismo inmenso del cielo estrellado. En su ardiente anhelo de compenetrarse con El, de com- prender sus designios, de conocer su voluntad y de obedecerle, llegaron los segundos a oir su voz, como un 16 EL VALOR ACTUAL
soplo, como un murmullo, en lo más íntimo de su per-
sona: la esencia misma, el eje de su yo. La luz inmensa, que por todas partes nos rodea, es- tá también en lo más íntimo de nuestro ser. La vida infinita, que por todas partes se manifiesta, brota tam- bién en nosotros y a ella debemos la existencia. Lo que no podemos comprender, en su inmensidad e infinitud, podemos sentir en nuestra propia mezquina persona- lidad. A la pregunta de Felipe, el Cristo joanino contestó: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Las pala- bras que os hablo, no las hablo de mi mismo; más el Padre, morando en mí, hace sus obras».: Todo hombre que penetre en sí mismo y reconozca su verdadera naturaleza, puede llegar a decir lo propio. Para ello, empero, hace falta una rendición absoluta, una identificación total con lo divino y esa rendición y esa identificación están determinadas por el conoci- miento que tengamos de Dios por la revelación que el Cristo nos trajo, y ejemplificó. El que le ha visto a El ha visto en realidad al Pa- dre, en la única forma en la cual lo infinito y eterno, lo absoluto, puede ser visto y aprehendido: por sus ma- nifestaciones, por sus obras. Hoy no se especula más acerca de lo que sea la energía: la identificamos bajo las formas de luz, de calor, de electricidad. No preten- demos definir la Vida: la vemos en sus manifestacio- nes cada vez más perfectas, cada vez más bellas, más inteligentes y más buenas. A la luz de la ciencia, el hombre moderno no puede aceptar ninguna explicación mecánica del universo; no puede creer que el mundo sea un reloj y que el futuro DEL CRISTIANISMO 17
se halle necesariamente determinado por el pasado;
no puede creer en ciclos cerrados, en leyes fatales. En el desarrollo de la evolución cósmica, desde la nebulosa hasta el sol, desde la tierra ígnea hasta la apa- rición de la vida en el fondo del mar, se nota un im- pulso vital, una ascensión creadora. En el proceso de la evolución biológica se observan saltos, mutaciones, nuevas especies que perfeccionan y hacen subir el nivel de la vida, manifestando un es- fuerzo consciente de la vida misma. En el curso de la evolución social, desde el hombre de las cavernas hasta Jesús, vemos una sucesión de ge- nios que surgen, que nos inician en nuevas verdades, que nos hacen sentir nuevos aspectos de la belleza y, sobre todo, que nos hacen conocer y comprender nue* vos deberes, nuevas relaciones morales. ¿Cómo no percibir, en todo el proceso, el esfuerzo de una Voluntad de Bien que busca realizarse; un an- helo cósmico de perfección, de belleza; la manifestación de una Inteligencia que se revela Como luz, vida y amor; la acción de una voluntad creadora que lucha y sufre, que parece morir en millones de muertos y renacer en millones de vidas? La naturaleza en un símbolo, un sacramento divino; la manifestación visible de una gracia invisible de fuer- zas ocultas y, si el hombre vuelve en sí y conoce su verdadera personalidad, verá que lleva adentro, en lo más íntimo de su ser, el testimonio de que tales fuer- zas son espirituales, vale decir: divinas. En todo el proceso de la evolución cósmica, biológica y social, hay el desarrollo de un drama, una pasión divina. Pero es especialmente en el proceso de la histo- 18 E L VALOR ACTUAL
ría de la humanidad, y particularmente en su evolu-
ción religiosa, que se siente más agudamente el carác- ter trágico de ese drama. El esfuerzo creador, como re- sultado supremo de su agonfa, aspira a una finalidad moral: a manifestarse en el hombre por medio de los profetas, a encarnarse en los santos. Desde luego la evolución religiosa es inseparable del desarrollo intelectual, de la progresión de los conoci- mientos de la humanidad. Es una búsqueda milenaria de valores universales. El hombre necesita y quiere conocer el universo en el cual vive y busca ajustarse a él. Este doble esfuerzo importa ciencia y religión. Lo que la ciencia hace con el pensamiento, la religión lo hace con los sentimientos: los unlversaliza. En esta búsqueda, empero, el hombre no se halla solo ni entre- gado exclusivamente a sus fuerzas. La eterna fuerza creadora, esa Voluntad de Bien que se manifiesta en el devenir cósmico, trata también de manifestarse, de encarnarse en la humanidad. Es la luz interior «que alumbra a todo hombre» de la cual nos habla el Cuarto Evangelio. Algunos están cons- cientes de su presencia en lo más íntimo de su ser, en el fondo de su alma. Otros no. Algunos se le entregan; los más se le resisten. Pero siempre esa gran fuerza divina que nos ha creado, que nos satura y rodea, en la cual «vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser»» está presente y actuando. Cuando el hombre se le rinde, asciende a una vida superior. De carnal que era, se vuelve espiritual. Es un nuevo hombre cuyo modelo y dechado es Jesús. Consideradas las manifestaciones de esa fuerza divi- na en el devenir cósmico y en el desarrollo histórico de DEL CRISTIANISMO 19
la especie humana, además de concebir el universo como
la manifestación de una fuerza espiritual, la experien- cia religiosa tiene, en efecto, derecho a afirmar que Jesús, el Cristo, representa históricamente la culmina- ción humana de aquel esfuerzo creador. Ese anhelo de perfección, esa Voluntad de Bien que, en él seno de nuestra especie trata de producir el tipo del hombre perfecto, del hombre social, en guien los ins- tintos altruistas han anulado enteramente a los egoístas, ha hallado su expresión suprema en la vida del Nazareno. Su característica, única, y exclusiva, no es la de ser un filósofo, un sabio, un poeta sino sencillamente, pero en forma absoluta, la encarnación de un ideal moral: El Hombre. Jesús es asi la revelación de Dios. Su acatamiento y rendición ante la Voluntad Divina, su identificación filial, total, con ella, han hecho de él la expresión de lo divino en forma humana. Usando el lenguaje filosó- fico corriente en aquella época, se ha podido decir así, en el segundo siglo, que se ha encarnado en él esa Ra- zón Divina, inmanente en las cosas, de la cual nos ha- blaba ya Tales de Mileto: el Logos, o Verbo, de Herá- clito de Efeso y de los estoicos. «El Verbo se ha hecho carne», como dice el Cuarto Evangelio. Desde entonces, esa fuerza divina, encauza- da en el ejemplo que la vida de Jesús encierra, valién- dose del dinamismo que su personalidad irradia, sigue esforzándose por encarnarse a la humanidad entera, por producir una superhumanidad, espiritual y fra- ternal. La Iglesia, o conjunto de personas que se dicen dis- cípulos y seguidores del Cristo, no siempre ha estado 20 EL VALOR ACTUAL
ni a la altura de su Maestro ni a la medida de su mi-
sión. Desde principio fueron los más que no le com- prendieron y los menos los que supieron interpretarle. Los más allegados no fueron los más fieles. Pero, a medida que fué creciendo en número, la grey de Cris- to fué perdiendo en calidad. De una oleada gigantesca de entusiasmo, que fué en el primer siglo, se volvió, ya desde el segundo, en una organización eclesiástica; en una teocracia más preocupada con los dogmas que con la espiritualidad. Ideas pueriles de la escalólogia judía, prácticas má- gicas de los cultos paganos, influencia mitológicas de los pueblos en los cuales se propagó, ayudaron al Cris- tianismo a ofuscarnos la visión del Cristo, a no compren- der su primigenia, altísima y originalísima personali- dad. Una y otra vez, desde Pablo de Tarso, intrépidos lu- chadores se han levantado para rasgar el velo con el cual el Cristianismo ha cubierto al Cristo, pero ese velo ha vuelto a ser zurcido por el inmenso esfuerzo de las ideas supersticiosas, de la ignorancia tradiciona- lista, del orgullo de los que se arrogaban puesto de je- fes, de los intereses creados. Ninguna reforma fué tan hondo cuanto debiera. Los más audaces no han cortado bastante. En la vastísima maraña, que ha crecido sobre el sepulcro del Cristo, hay mucho que podar antes que los hombres puedan ver que él no está allí. Sólo cuando ese trabajo se haya terminado—y recién se inicia—los hombres aprende- rán a no buscarlo ni en la vegetación que brotó sobre la sepultura ni en la sepultura misma, sino en donde él se encuentra: en las fuerzas cósmicas, eternas, siem- DEL CRISTIANISMO 21
pre vivas, que en él se manifestaron y siguen empu-
jando hacia adelante a la humanidad. «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre jamás. No seáis llevado pues de acá para allá con en- señanzas diversas y extrañas; porque conviene que el corazón sea fortalecido con la gracia, no con viandas que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas. «Nosotros tenemos un altar del cual no tiene derecho de comer los que viven del Tabernáculo. Porque los cuerpos que aquellos animales cuya sangre es presen- tada por el sumo sacerdote, en el santuario, por el pe- cado, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, pareció fuera de la puerta. «Salgamos pues a él, fuera del campamento, llevan- do su vituperio, porque no tenemos aquí ciudad per- manente, pero buscamos con solicitud la que está por venir». Así escribió el autor de la Epístola a los Hebreos cuando, en su contacto con los misterios helénicos, el Cristianismo empezaba a dar un carácter teúrgico a la conmemoración eucarística y él pretendía indicar que, dentro de la tradición judaica y dado el carácter de la muerte del Cristo, esas ideas y prácticas no de- bían prosperar. Hoy, bajo otros conceptos, deben ellas ser recorda- das, frente a la necesidad de volver una vez más, y por todas, al espíritu y a las enseñanzas de ese Galileo que fué demasiado grande para caber dentro del cua- dro de Israél y sigue siendo demasiado dinámico, de- masiado poderoso en su originalidad, para poder ser 22 EL VALOR ACTUAL
encerrado dentro del marco que le trazó la Iglesia, el
Cristianismo Tradicional. Jesús pertenece a la humanidad. Ninguna Iglesia lo puede monopolizar porque no es una figura eclesiástica. No es una figura del pasado. Tiene un valor para el presente. Es una garantía del porvenir porque su vida y su pasión son como un símbolo, son como una crista- lización, en el tiempo y en el espacio, del eterno drama cósmico, de la infinita pasión divina. El mundo puede, hoy como nunca, proclamarle Salvador y Maestro. La juventud, especialmente, puede considerarle como ada- lid, modelo y guía, porque la Cruz, en la cual murió, tiene un valor universal y eterno. Jesús, que murió en ella a causa de la maldad huma- na, de nuestra ceguera, de nuestro egoísmo; incompren- dido de las muchedumbres, escarnecido por los escri- bas, abandonado por los discípulos, perseguido por los sacerdotes y muerto por los gobernantes; es la más pura manifestación de la divinidad en forma humana, es Dios integralmente encarnado en el hombre. El ca- mino que él señala conduce hacia, las altas cumbres espirituales, hacia el único verdadero progreso: de la humanidad sobre la animalidad, de la cultura sobre la barbarie. Por su purísima vida y por su santa muerte, Jesús afirmó el valor absoluto de sus enseñanzas morales, so- ciales y religiosas tales como se pueden deducir del aná- lisis científico de los tres primeros Evangelios. Su vida es un ejemplo, su personalidad una fuente permanente de inspiración y el mundo necesita hoy como siempre, hoy más que nunca, hombres que, confiando en Dios DEL CRISTIANISMO 23
más que en sí mismos, aspiren a ser fieles discípulos
suyos, tanto en sus vidas privadas como en su vida pú- blica. Inspirada en sus enseñanzas sobre la Paternidad Di- vina y la fraternidad humana, guiada por su confianza en la superioridad absoluta de los valores morales, la juventud puede y debe trazarse un programa de acción religiosa, ética y social, anhelante de un orden de cosas en el cual domine el espíritu de Cristo y reine la soli- daridad cristiana. Si el mundo ha de vencer la hora tremenda de crisis por la cual está pasando la civilización, hace falta que la influencia del Cristo sea soberana en las relaciones raciales, internacionales, sociales e individuales, plas- mando enteramente el mundo de mañana. Mediante el esfuerzo de los discípulos de Cristo, co- operando con la Suprema Voluntad de Bien que en Cristo se manifestó y que rige el universo, el Sermón de la Montaña tiene que llegar a ser el código moral, social y político de la humanidad redimida. Para que tales aspiraciones se realicen, es menester que todos los hombres de buena voluntad se unan, prescindiendo de pequeñas divergencias en su creencia y de la oposición creada por sus vínculos eclesiásticos, a fin de extender la influencia libertadora del Cristo y luchar para que esa influencia reine en el mundo y sobre el mundo. Todo esto requiere abnegación y, hogaño como an- taño, todo esto requiere mártires. Si, en esta lucha y a la zaga del Maestro, tenemos que sufrir desprecios y persecuciones, odios, burlas y traiciones; si, en todo 24 EL VALOR ACTUAL
o en parte, es forzoso seguir el mismo camino de la Cruz
que Jesús siguió, debemos hallarnos dispuestos a ha- cerlo. «El siervo no es mayor que su Señor» y si éste sólo recibió pruebas y contradicciones, sus verdaderos discí- pulos no pueden esperar ni implorar sino la ayuda di- vina para sostener su flaqueza; la gracia de que, a pe- sar de todas las humanas imperfecciones, a pesar de uno mismo, nos sea dable perseverar hasta el fin.
Hispanic Review Volume 49 Issue 1 1981 (Doi 10.2307 - 472656) E. Michael Gerli - Williams Memorial Issue - La - Religión Del Amor - y El Antifeminismo en Las Letras Castellanas Del Siglo XV