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RELACIONES OBJETALES
El término relaciones objetales se refiere a estructuras intrapsíquicas específicas, a un
aspecto de la organización del yo y no a las relaciones interpersonales. Sin embargo,
estas estructuras intrapsíquicas, las representaciones mentales del si – mismo y otros
(el objeto), si se manifiestan en la situación interpersonal. Esto es, “el mundo interno
de las relaciones objetales determina de una manera fundamental la relación del
individuo con las personas en el mundo exterior. Este mundo…es básicamente el residuo
de las relaciones del individuo con las personas de las que dependía para la satisfacción
de necesidades primitivas en la infancia y durante las etapas tempranas de la
maduración.”
En la otra punta del espectro está la visión, planteada en el presente trabajo, de que la
pulsión es solo un aspecto de la experiencia. Los controles del yo son el resultado de
esta integración. El fracaso en adquirir el control de la pulsión agresiva sugiere un fracaso
de los procesos de organización que llevan a la estructuración del yo, y del si – mismo
en particular. La estructuración de la pulsión, o la estructuración del afecto, da cuenta
de su integración dentro de una representación del si – mismo cohesionada y en relación
con el objeto.
Estos patrones evolucionan durante los tres o cuatro primeros años de vida y constituyen
la base para las configuraciones mentales duraderas. En el desarrollo sano estas
estructuras intrapsíquicas continúan siendo modificadas durante toda la vida por la
experiencia. Pero en el desarrollo patológico se organizan desde muy temprano de una
manera rígida y distorsionada que resulta en fijaciones en niveles patológicos e infantiles
del desarrollo en ciertos aspectos del sentir, pensar y comportarse. La naturaleza de
esta evolución, sus estadios y procesos (horner 1975) constituyen un marco contextual
evolutivo que nos permite entender tanto el desarrollo normal como el patológico, sus
consecuencias para el carácter del adulto y sus implicaciones para el tratamiento del
paciente adulto. Esto significa que, podemos esperar encontrar ciertos tipos de
perturbaciones asociadas con fallas maternas y/o la incapacidad del niño para responder
al maternaje normal en cualquiera de estos estadios del desarrollo o durante los procesos
transcisionales que llevan de un estadio al siguiente.
Blank y Blank (1974) estiman que conceptos tales como internalización y relaciones
objetales son básicos para una psicología evolutiva psicoanalítica, y que estos conceptos
son centrales a consideraciones tanto de teoría como de técnica. La estructuración de la
personalidad comprende internalización de representaciones de objeto, esto es, el
proceso de hacer aquello que alguna vez fue externo, parte del si – mismo. “la psicología
psicoanalítica es psicología evolutiva en tanto que da cuenta de la estructuración de la
personalidad desde el nacimiento en adelante”.
De la definición del funcionamiento del yo tal como es planteada por Beres, la función
sintética aparece como fundamental, representando por derecho la tendencia innata y
la capacidad del organismo para asimilar, organizar e integrar sus experiencias desde el
inicio mismo. Aún cuando esta tendencia es innata en el organismo, aún en un niño
orgánicamente competente estas capacidades pueden verse sobrecargadas por
condiciones ambientales excesivamente caóticas o perturbadoras.
Con relación al resto de funciones, la calidad de las relaciones objetales a medida que
ellas mismas se desarrollan, proveen la matriz al interior de la cual las otras funciones
se desplegarán. Incluyendo entre estas, funciones que son esencialmente autónomas en
tanto son la manifestación de la maduración biológica del niño, caminar, hablar, pensar,
sentir, etc. La autonomía de estas funciones puede darse por sentada hasta que
observamos desviaciones en su desarrollo como consecuencia de relaciones objetales
perturbadas. Y cuando estas funciones se desarrollan enteramente por fuera de la órbita
de las relaciones de objeto, de una manera aparentemente libre de conflictos, ocurren
serias repercusiones con respecto al sano desarrollo de la autoestima. En esta instancia,
el ejercicio de las funciones autónomas está asociado con la pérdida de objeto, y pueden
ser asimiladas en una estructura patológica de si mismo grandioso.
El trabajo de Hilde Bruch (1973) sobre la conciencia del hambre ilustra como “funciones
aparentemente innatas, específicamente el hambre, requieren experiencias tempranas
de aprendizaje para poder ser organizadas en patrones de comportamiento diferenciados
y útiles”. Ella reconoce como crucial en muchos pacientes con serios desordenes
alimenticios “el delirio básico de no poseer una identidad propia, ni aún de poseer su
propio cuerpo ni sus sensaciones”. En resumen, Bruch relaciona los desórdenes
alimenticios con el desarrollo desviado de las relaciones objetales. Por ejemplo, en la
anorexia nerviosa la relación con la comida es una manifestación de la relación con el
objeto. La necesidad de protegerse de una madre invasiva, devoradora (necesidad
manifiesta en el rechazo de alimento y lo movilización del si – mismo grandioso como
defensa contra la pérdida objetal) alterna con “hambre de objeto” (que se manifiesta en
la bulimia y en la prontitud a la fusión).
Wyatt también señala que tanto el sentido como el aprendizaje del lenguaje están
imbuidos en la relación total con la persona maternante. Las lenguas, para un niño
pequeño no pueden ser convertidas en abstractos sistemas simbólicos para ser
intercambiadas a voluntad.
Con respecto a la función de la realidad del yo, el desarrollo del sentido de realidad
también ocurre al interior y a través de la relación con la madre. “el paso transitorio más
importante en la adaptación a la realidad”, escribe Malher (1952), es aquel “en el cual
la madre va quedando gradualmente por fuera de la órbita omnipotente del si mismo”.
Ella se refiere aquí a la individuación y separación de la fusión simbiótica con la madre.
En su elaboración del concepto de falso self, Winnicott (1965) señala que la madre sirve
de puente entre las experiencias del si – mismo que se originan en su interior y aquellas
que se originan en el mundo exterior de la realidad.
Mientras que los psicólogos del yo conciben las relaciones objetales como una de las
funciones del yo, los teóricos de las relaciones objetales hacen énfasis en que todos los
aspectos del funcionamiento yoico se organizan al interior de la representación del si –
mismo en el desarrollo sano y no pueden ser separadas de este. El fracaso de tal
organización es considerado entonces como una patología del si – mismo (Kohut 1971
– 1977).
Tener en cuenta los procesos básicos de organización clarificará cómo surgen estas
estructuras, las configuraciones mentales internas del si – mismo y el objeto y sus
interrelaciones. Cuál es la naturaleza del proceso? Qué es lo que se organiza? Qué
interfiere con él? Cuál es el resultado de su fracaso?
Los teóricos de las relaciones objetales consideran que la gente puede ser entendida en
términos del nivel que ha alcanzado de tales relaciones (Blatt y Lerner 1983; Hamilton
1989; Westen 1991). Recuerde que la idea fundamental de las teorías de las relaciones
objetales es que tenemos modelos de trabajo internos del yo y otros; estos “objetos”
internos influyen enormemente en nuestros sentimientos hacia nosotros mismos y
nuestro trata con otras personas. Tanto más avanzado sea nuestro nivel de desarrollo
de las relaciones objetales mejores serán nuestro autoconcepto y nuestras relaciones
interpersonales. En concordancia con este punto de vista, se ha demostrado que el nivel
de las relaciones objetales de los adultos es un buen pronosticador de su funcionamiento
interpersonal.
Westen 1991 ha propuesto que el nivel de relaciones objetales de una persona tiene 4
aspectos:
2. El tono emocional
Mientras que este libro se ocupa de la aproximación desde las relaciones objetales a la
terapia psicoanalítica individual, otros autores han tratado en esta misma vía la terapia
de pareja (Scharff y Scharff 1991) y la terapia de familia (Scharff y Scharff 1989, slipp
1984).
Mientras que la matriz interpersonal familiar y las exigencias impuestas a los individuos por
el sistema tienen un impacto sobre lo que es internalizado y convertido en intrapsíquico,
la estructura del objeto relacional intrapsíquico se manifiesta en la dinámica diádica de
la pareja. Cada individuo de la diada aporta al interior de la relación su propio mundo de
relaciones objetales internas. Cada individuo tiene una transferencia particular con el
otro individuo predecible desde esa estructura. El tratamiento de pareja pone en claro
las transferencias cruzadas y clarifica las distorsiones de percepción que sobrevienen.
Cada uno puede apreciar y entender la realidad del otro.
2 DEFINICIÓN DE LAS RELACIONES OBJETALES
Las relaciones objetales internas funcionan como una especie de modelo que determina los
sentimientos, las creencias, las expectativas, los temores, los deseos y las emociones
de uno respecto a las relaciones interpersonales importantes. Es necesario tener
presente que estas imagos no son réplicas exactas de la experiencia temprana, sino que
son construidas por el niño pequeño con sus limitadas habilidades cognitivas y sus
primitivos mecanismos mentales. El mundo interno es, pues, una amalgama entre
experiencias y percepciones reales, y tales representaciones mentales evolucionan
durante los primeros años de acuerdo con la maduración de las capacidades cognitivas
del niño y su experiencia real. Mientras más temprano se presente el desarrollo
patológico, con mayor probabilidad veremos las organizaciones mentales más
tempranas, las más “primitivas”, presentes en la conciencia y experimentadas por el
individuo en la vida cotidiana real. En el desarrollo sano, las organizaciones más
primitivas son reprimidas y emergen en las fantasías, en los sueños o en la creación
artística, en contraposición, en las experiencias del aquí y el ahora se destaca la
organización más madura. Kernberg (1976) describe este proceso diciendo que la teoría
de las relaciones objetales subraya el refuerzo simultáneo del self (una estructura
compleja derivada de la integración de múltiples imágenes del self) y de las
representaciones objetales (u objetos internos derivados de la integración de múltiples
imágenes del objeto en representaciones de los otros más comprehensivas). La
terminología de estos componentes del self y del objeto varía de autor a autor, pero lo
importante es la naturaleza esencialmente diádica o bipolar de la internalización en la
que cada unidad de las imágenes del self y del objeto se establece en un contexto
afectivo particular.
Freud señala que uno tiende a acercarse a cada persona nueva con ideas preconcebidas, y
que ellas son dirigidas hacia el analista. Tal es, por supuesto, la esencia de la
transferencia. Freud dice que “esta catexia recurrirá a prototipos, y se fijará a uno de
los que estén presentes en el sujeto...” Esos estereotipos son lo que llamamos
actualmente el self y las representaciones objetales.
De este modo, si bien la conducta del infante no se puede describir como “autista”, la
ausencia de un otro estructurado mentalmente al comienzo de la vida puede ser
interpretada como la existencia de una condición (que alterna con la interacción social)
autista (o sin objeto), condición que se observa clínicamente en el caso de la depresión
anaclítica o en la emergencia del fenómeno del “agujero negro” {“black hole
phenomenon”} (Grotstein 1990).
Esta división de las etapas jerárquicas del desarrollo de las relaciones objetales, es retomada
de Mahler y sus colegas y se basa en la noción de estructura intrapsíquica y sus
vicisitudes evolutivas.
A medida que el niño trata de resolver una serie de procesos del desarrollo, comenzando
con el proceso del apego, cada etapa lo conduce a un nivel más alto de organización
estructural. Los esquemas del self y del objeto –las representaciones del self y del
objeto- se vuelven cada vez más complejos y más diferenciados uno de otro. Al mismo
tiempo, los aspectos desintegrados de la organización del self, se integran
progresivamente en un único self-esquema, a la vez que un proceso similar ocurre con
los aspectos de la representación de objeto desintegrados. Una única e integrada
representación del self se desarrolla gradualmente; lo mismo sucede con la
representación del objeto. La estructuración del afecto -es decir, su asociación con el
sistema específico de relaciones objetales- tiene lugar dentro del desarrollo de las
relaciones objetales. De manera similar se organizan otros aspectos del funcionamiento
mental dentro de, e integrados a, la representación del self. El Rorschach nos
proporciona evidencia de la presencia o de la ausencia de tal integración cuando la
integración de una respuesta color en un percepto bien formado contrasta con la
respuesta color puro, indicio de la falta de integración del afecto en una representación
estructurada del self.
La organización de la representación del self implica la integración del afecto, del impulso
(la agresión y la sexualidad), de la experiencia somática y la imagen del self corporal.
También implica la integración de aquellos aspectos del funcionamiento que resultan de
la maduración –las funciones autónomas del yo- tales como el desarrollo motor, el
pensamiento y la percepción. La teoría de las relaciones objetales es especialmente útil
ya que forma una especie de estructura para la sistematización de los conceptos de las
diversas orientaciones teóricas. Las fallas de esa integración mental son manifestaciones
patológicas, bien sean estructurales o de conflicto.
Cada una de las etapas del desarrollo de las relaciones objetales, definidas en términos de
la naturaleza de las representaciones del self y del objeto, deja sus huellas en el
inconsciente y pueden ser reactivadas, incluso en el individuo completamente
desarrollado, bajo condiciones de estrés y de regresión, o en un sueño, una fantasía o
una producción artística. En las relaciones interpersonales corrientes del aquí y el ahora,
se observa evidencia de los niveles primitivos del desarrollo cuando éste no ha sido sano.
Lo cual, por supuesto, es especialmente importante para la transferencia y la
psicoterapia.
Cada nivel de la organización psíquica determina en grado sumo en el niño la naturaleza del
sentimiento de sí mismo y del otro y su interacción característica. La organización
psíquica del individuo no es observable de forma directa y la mayor parte permanece
más allá de la percepción consciente, si bien lo que se deriva de ella sí es consciente.
Jacobson (1964) define la identidad como la experiencia consciente de la representación
del self.
En el capítulo sobre la evaluación de la estructura del carácter (capítulo 10), se alude a una
aproximación a la evaluación clínica de las relaciones objetales. En esta sección,
consideraremos las etapas jerárquicas del desarrollo como una base para comprender
ciertos fenómenos clínicos que se manifiestan en la situación interpersonal y,
especialmente, en las relaciones paciente-terapéuta.
Mahler (1968) describe un estado de “autismo normal” existente a la hora del nacimiento.
Como ya se indicó, esto no implica que el niño esté en un estado de repliegue autista
como sucede en el autismo patológico. Sin embargo, a pesar de la activación del proceso
de apego, todavía no hay una representación mental estructurada, sólida, del objeto.
Aún están por venir las experiencias interpersonales y sus huellas mnémicas
configuradas. Se podrá argüir que la preferencia innata por el diseño de una
configuración facial sobre un diseño geométrico u otro no humano (Fantz 1966) indica
la presencia desde el primer momento de una estructura objetal innata. Pero, aunque
los precursores de las representaciones del self y del objeto pueden estar presentes al
nacer en la forma de la preferencia, de la disposición y del potencial, aún no se ha dado
el desarrollo cognitivo necesario para la estructuración de los esquemas mentales, en el
sentido en que utilizamos este concepto.
El autismo infantil temprano es la patología relacionada de forma más clara con una etapa,
en la cual el niño permanece en la etapa de autismo y no se moviliza hacia el apego.
Junto con la ausencia de la conducta de exploración-apego, parece haber un defecto
cognitivo básico que interfiere con el proceso organizacional. Antes de descubrir estos
déficits innatos, las madres de tales niños eran tildadas de “madres nevera”, según la
hipótesis de que la falla del apego en estos niños era concecuencia directa de la falla de
la madre para facilitar ese proceso. En situaciones en las que el ambiente es muy
patológico, perturbando las capacidades de organización del niño, puede presentarse un
repliegue a un autismo secundario. La conducta de retracción autista como respuesta a
situaciones muy estresantes, sugiere que las fallas del ambiente datan de los primeros
meses de vida.
En los primeros meses de vida del niño vemos la conducta innata de exploración-apego
interactuando con la conducta y la respuesta maternas de tal forma que, óptimamente,
da por resultado la etapa siguiente de simbiosis normal (Mahler 1968) cuando el niño ha
sintetizado la experiencia de sí mismo de manera que incluya al cuidador y las cualidades
predominantes de su interacción característica. Las bases para una relación afectiva y
para lo que Erikson (1950) llama “la confianza básica” se establecen aquí. La
disponibilidad emocional de la madre y su capacidad de respuesta empática son
esenciales para este proceso. Por el contrario, cuando este proceso se caracteriza por la
frustración abrumadora, el miedo y la ira en el niño, esperamos como resultado un
“núcleo paranoide”. Puede presentarse también un sentimiento de desesperanza
asociado a una depresión anaclítica. Estas depresiones tempranas se prestan para una
interpretación biológica cuando no se puede descubrir causa alguna en la vida del
paciente adulto. Los orígenes del desarrollo son oscuros y, en consecuencia,
incomprendidos. Una comprensión evolutiva desde las relaciones objetales de esa
depresión temprana, nos permite establecer lo que requiere la relación terapéutica para
ayudar a un individuo en esa situación. Esto será la formación de un vínculo que
eventualmente le permitirá al paciente internalizar al terapeuta de tal manera que
sustituya lo que le falla estructuralmente.
Puede haber una ruptura del vínculo debida a la separación y a la pérdida. El desarrollo
subsecuente depende de la disponibilidad de un vínculo objetal sustitutivo satisfactorio.
Tal interrupción puede conducir a un retraimiento esquizoide de por vida. Igual desenlace
puede tener los rompimientos repetidos del vínculo entre el infante y la madre causados
por la enfermedad crónica de uno de ellos, o por la depresión periódica de la madre.
Estas imágenes indiferenciadas del self y del objeto, a causa de las habilidades cognitivas
inmaduras, tampoco están integradas aún, son imágenes dispersas yuxtapuestas. En
lugar de ello, están organizadas sobre la base de las sensaciones predominantes
producto de las interacciones entre el self y el cuidador. Las imágenes buenas del self y
del objeto se encuentran ligadas a las sensaciones positivas y al buen estado de ánimo.
Las imágenes malas del self y del objeto están ligadas a las sensaciones negativas y al
mal estado de ánimo. No es sino hasta que en el segundo año de vida el desarrollo
cognitivo llega a su final, que las imágenes dispersas se integran en una única imagen,
representaciones cohesivas del self y del otro. La persistencia en la vida adulta de tal
escisión conduce a una incapacidad para establecer relaciones. Cuando el otro no es
completamente bueno por que no satisface todos los deseos, las necesidades o las
demandas del self, deviene completamente malo y es descartado o se vuelve objeto de
un odio intenso. Los “desórdenes de carácter” se caracterizan por tal situación. Se
conoce como escición y es la manifestación de una falla en el desarrollo. Cuando la
integración ya se ha dado, la escición puede usarse como mecanismo de defensa. Es
una defensa contra la ansiedad intolerable provocada por la ambivalencia intensa.
Cuando el cuidador ha sido capaz de ayudar al desarrollo del niño, la experiencia frente al
otro es parte del sentimiento positivo y confiable del self. Aquí encontramos la base
primitiva inconsciente para el sentimiento de unidad que a veces sobreviene con otro
amado, particularmente al hacer el amor y en el momento del orgasmo. Pero cualquiera
sea el éxtasis de esa experiencia, ella puede acarrear también una carga de ansiedad
por el sentimiento de pérdida en la separación. Tal temor puede ser la base de las
defensas contra la intimidad.
Perder la capacidad para diferenciar el self y el otro es una grave pérdida de la prueba de
realidad y, en el extremo, es considerado un síntoma psicótico. En los casos más graves
de desórdenes de carácter, esta clase de pérdida de la realidad puede ir y venir. El
paciente borderline podrá recobrarse de pérdidas momentáneas de la diferenciación.
Cuanto más ayude el compañero simbiótico al infante a prepararse para salir de la órbita
simbiótica tranquila y gradualmente –o sea, sin una indebida exigencia a sus propios
recursos- tanto mejor equipado estará el niño para separar y diferenciar su
representación del self de la, hasta ahora, representación simbiótica fundida self-mas-
objeto. [p. 18]
Durante el proceso de ruptura del cascarón, la madre funciona como un marco de referencia,
como un punto de orientación para el niño en proceso de individuación. Si esta seguridad
falta, habrá un trastorno del primitivo “sentimiento-del-self”, que se derivaría u
originaría de un estado simbiótico seguro y placentero, del cual el infante no tendría que
salir prematura y abruptamente. Es decir, mientras la representación del self permanece
entrelazada con la representación de objeto a un nivel cognitivo, la pérdida del objeto y
del sentimiento de conexión con esa persona evocará una sensación de desorganización
y disolución del self, del cual el objeto y el sentimiento de conexión son aún una parte.
Cuando esta situación domina la estructura psíquica subyacente, la persona puede
experimentar un intenso pánico de separación. Las separaciones pueden ser debidas a
una interrupción emocional con el otro significativo, así como a una separación física
real. Este es el sentimiento de conexión interna que sigue siendo crítico y que es tan
inseguro. Este punto será especialmente importante para el tratamiento y la relación
terapéutica. Una falla en la alianza terapéutica debida, por ejemplo, a un déficit en la
empatía o a las vacaciones del terapeuta, puede evocar esta clase de graves reacciones
de separación.
Aproximadamente, desde los 10 hasta los 16 meses de edad, el foco de interés del niño se
desplaza progresivamente hacia las funciones que se desarrollan como concecuencia de
la maduración del sistema nervioso central, como la locomoción, la percepción, el
lenguaje y el habla, y el proceso de aprendizaje. Se conocen como las funciones
autónomas del yo. El niño también se confronta progresivamente con la experiencia y la
conciencia de su separación de la madre como entidades psicológicas distintas. La
disponibilidad de la madre cuando el niño la necesita, y el placer que obtiene del dominio
de nuevas habilidades, hace tolerable para él esta pequeña separación. En la culminación
del período de ejercitación alrededor de la mitad del segundo año, el niño que empieza
a caminar parece estar de un ánimo jubiloso. Animo éste que acompaña la experiencia
de estar de pie y caminar solo. El l niño grita con júbilo. Este nivel máximo de la creencia
del niño en su omnipotencia mágica, “se deriva en gran parte, sin embargo, de su
sensación de compartir los poderes mágicos de la madre” (Mahler 1968, p. 20).
A esta altura del desarrollo, la representación interna del self y del otro se encuentra aún
en gran medida indiferenciada, y es el anlage de una estructura patológica conocida
como el “sí-mismo grandioso” (Kohut 1971). Ella se esboza sobre la primitiva experiencia
de omnipotencia mágica. Si las cosas salen mal en las subsecuentes relaciones del niño
con sus cuidadores, al tiempo que se da cuenta de cuán relativamente pequeño y
dependiente es en realidad, el sí-mismo grandioso, ahora una ilusión de omnipotencia y
perfección, se convierte en una posición de repliegue defensiva. El niño que deviene
adulto puede negar sus deseos de dependencia y la ansiedad mientras esté al mando
este self omnipotente inflado. El otro ya no tiene ninguna consecuencia emocional en él.
Por supuesto, la persona debe hacer grandes esfuerzos para proteger la ilusión, y si ella
es amenazada, por ejemplo por las malas notas en el colegio o la pérdida de un trabajo,
la reacción será intensa e implicará el desarrollo de síntomas como la depresión o la
conducta suicida. Algunas veces los otros deben ser degradados para proteger su forma
de vida. Cuando se activa este libreto en la relación terapéutica, puede presentarse un
momento muy difícil para el terapeuta, y su manejo es muy importante para el
restablecimiento de una relación de trabajo positiva.
En el estadio más temprano del desarrollo, antes del logro cognitivo que permite reconocer
que realmente hay un único self que puede vivenciarse y expresarse de diversas
maneras y una única madre afuera a quien puede anunciar toda una variedad de deseos
y sentimientos, las representaciones del self y del objeto estaban escindidas sobre la
base de la naturaleza del sentimiento y de la emoción que se ponían en juego en la
interacción. La madre era totalmente buena, idealizada, adorada, o era totalmente mala
y odiada. Cuando se evocaban el odio y la imagen de la madre mala, era como si la
madre dejara de existir, como si hubiese sido destruida. En la terapia, la resistencia a
(las defensas contra) la emergencia de la ira se puede basar en el temor de destruir el
objeto bueno, el terapeuta.
El self diferenciado, complejo, y el sentimiento de tener una identidad singular, son producto
de la integración, y proveen la base para una individualidad desarrollada. Dentro del
desarrollo sano, con una imagen del otro más realista, las relaciones se definen cada
vez más sobre la base del aquí y del ahora, aunque ciertos deseos, actitudes y
expectativas, al igual que la naturaleza de las emociones, aún se encuentren teñidas por
el pasado olvidado. Sin embargo, el grado de transferencia que opera es mínimo. (La
transferencia tiene lugar dentro y fuera de la terapia).
Si bien las representaciones arcaicas del self y del objeto persisten en el inconsciente, el
poder del pensamiento y de la percepción dominados por la realidad mitiga su impacto.
Las imágenes inconscientes pueden aparecer en los sueños o en la fantasía, o pueden
recrearse en producciones artísticas. El hada madrina y la bruja malvada de los cuentos
de hadas de la niñez tocan una fibra íntima en niños y adultos por igual, resonando con
las imágenes escindidas, ahora inconscientes, que dominaron los primeros meses de la
vida. Una serie de películas de terror sugieren un mundo inconsciente aún más
atemorizador activado, quizás, por el incremento de la violencia en el mundo-en-general.
En ocasiones podemos anhelar la unidad dichosa de la simbiosis o irritarnos ante lo que
percibimos como el engolfamiento en una relación. Pero en general, la percepción de la
realidad nos mantiene arraigados firmemente en nuestra propia individualidad y en la
del otro. Con las últimas fases de la diferenciación del self y del objeto, ciertas
identificaciones permanecen formando parte del self y son vividas como tal. El bebé
necesitaba a la madre para que lo confortara y aliviara su ansiedad. Ahora la capacidad
de confortar el self y de aliviar la propia ansiedad mediante una variedad de mecanismos
psicológicos forma parte del self, y se derivó de aquello que una vez vino de afuera. El
proceso de esta transformación se puede observar en la relación que tiene el niño que
empieza a caminar con su oso de peluche o su cobija –el así llamado “objeto transicional”
(Winnicott 1951).
El “¡bien por ti!” de los padres que reflejó su placer ante el éxito del niño, es expresado
ahora por la parte del self conocida como el “superyó” (Freud 1923 a). Schafer estima
que esta voz es el “superyó amoroso”. El superyó está compuesto por el yo-ideal (el self
que uno desea ser) y la conciencia. El superyó no solamente censura al self por las
transgresiones; también lo elogia cuando actúa de acuerdo al yo-ideal y es la fuente de
una autoestima sana y segura. Estas identificaciones le permiten a la persona hacer por
sí misma lo que una vez sólo pudo ser hecho por las figuras parentales; ellas son
necesarias para el completo desarrollo de la autonomía emocional. Mientras el “objeto
constante” sea el otro confiable cuya imagen no fluctúa y que provee el ambiente de
holding, la constancia objetal designará las internalizaciones e identificaciones cuyo
resultado es una madre buena interna, ahora experimentada como parte del self.
Con la diferenciación total del self y del objeto, hay una diferenciación más firme de la madre
y del padre. El bebé, ciertamente, puede determinar en los primeros meses de vida la
diferencia entre ellos, pero en este nivel superior devienen, progresivamente, gente real
en vez de selfobjetos en el sentido de Kohut. El género se vuelve cada vez más
importante y con él los aspectos de la sexualidad y el erotismo. Aunque, por supuesto,
vemos el modelo del “padre preferido” surgir claramente desde muy temprano –algunas
veces la madre, otras el padre- el modelo de las relaciones parentales es, en mayor
grado, uno de los elementos bivalentes paralelos. No es sino hasta el período edípico
que la percepción del triángulo, de desearlos y necesitarlos a los dos y de desear ser
especial para ambos, y las consecuencias de la elección se vuelven importantes para el
niño. Reconoce y valora de forma diferente la individualidad de cada padre. La que era
una visión diádica del mundo interpersonal, ahora incluye dos otros significativos. Una
competitividad dentro del triángulo orientada en dos direcciones genera nuevos deseos,
ansiedades y defensas. El niño quiere que la madre lo prefiera antes que al padre y que
éste lo prefiera antes que a la madre. A la par con la envidia, el niño ahora experimenta
celos por un rival que a la vez ama. Por lo tanto, se genera una ambivalencia incómoda.
Este sentimiento de celos es diferente de los que experimenta por un nuevo bebé a quien
no ama a la vez, también. De hecho, podría ser muy feliz ignorándolo por completo.
Greenson (1968) se preocupa por la importancia que tiene para el niño el hecho de
desidentificarse de la madre al servicio de la seguridad de la identidad de género
masculina. Greenson utiliza el término desidentificar para referirse a la lucha del niño
por liberarse de la primitiva fusión simbiótica con la madre. Al mismo tiempo, tiene que
contraidentificarse con el padre. La disposición de la madre para permitirle al niño
identificarse con la figura del padre, la disponibilidad de éste y las razones que él le dé
al niño para identificase con él, determinan el desenlace del proceso. Una parte de tales
razones proviene del amor de la madre hacia el padre. Cuando el padre se convierte en
un modelo inaceptable para el niño a causa de sus cualidades reales, el proceso se ve
comprometido. En algunos casos de la pérdida del padre por muerte o separación antes
de la resolución del complejo de edipo, probablemente la cuestión de la masculinidad
se convierta en un problema si no hay otras figuras masculinas que tomen su lugar.
Greenson (1968) sienta la cuestión sobre lo que sucede con la identificación primaria original
con la madre de la simbiosis. También se pregunta qué tanto de la identificación con el
padre sirve para contrarrestar aquella identificación. Postula que es justamente en este
campo donde podemos encontrar una respuesta acerca del por qué muchos hombres no
han definido su masculinidad.
El deseo de la niña de ser como el papá no puede representar una identificación real pues
no tiene como efecto un cambio en la estructura del self ni en la del superyó. Puede ser
una pseudo-identificación y puede representar una ilusión de ser igual que el padre
{illusion of twinship} al servicio del deseo de ser especial para él, sobre todo si la niña
percibe el placer que le causa al ser ella como él o al ser más como un hijo que como
una hija. Esto puede originar la paradójica situación en la cual la hija trata de ganar la
atención edípica siendo el hijo. Esta dinámica puede conducirla entonces a encontrarse
a sí misma como competidor del padre (y luego de otros hombres), una situación que
evoca la confusión y la ansiedad.
En la clínica el terapeuta busca los tipos de conflictos del desarrollo descritos en este capítulo
a medida que aparecen en el material del paciente o en la misma relación terapéutica.
Ellos serán utilizados para la que el paciente logre comprenderse a sí mismo y
comprender cómo se ubica en el mundo. También se utilizarán directamente al servicio
de la curación y del crecimiento psicológico del paciente.
La resolución exitosa de las tareas evolutivas de los primeros años de vida da por resultado
un sentimiento de “poder intrínseco” (Horner 1989). Tal poder es definido en términos
de identidad (yo soy), competencia (yo puedo) e intencionalidad (yo quiero). Con un
sentimiento de poder intrínseco saludable, el niño está bien equipado para enfrentar los
retos de los años que vendrán.
Juan Tubert-Oklander2
La teoría de las relaciones objetales puede verse, según como la definamos, como un
capítulo de la teoría psicoanalítica freudiana o como una de las versiones contrastantes
de la teoría psicoanalítica que existen en la actualidad. La posición del autor se ubica en
la segunda línea de pensamiento, ya que cuestiona la hipótesis de que las pulsiones
impersonales a la búsqueda de descarga tensional constituyen el principal —o tal vez el
único— sistema motivacional del ser humano. La teoría de las relaciones objetales
plantea la existencia de una necesidad primaria de objetos, que no puede reducirse a la
búsqueda del placer.
Si uno acepta la existencia de esta búsqueda primaria de relaciones, esto cambia nuestra
comprensión del proceso psicoanalítico. El trabajo describe, brevemente, cómo puede
verse este proceso a partir de una concepción que privilegia el vínculo analítico como
factor terapéutico fundamental.
La teoría de las relaciones objetales puede verse, según como la definamos, como un
capítulo de la teoría psicoanalítica freudiana, o como una de las versiones contrastantes
de la teoría psicoanalítica que existen en la actualidad (Kernberg, 1976). Mi propia
perspectiva se ubica en la segunda línea de pensamiento, por lo que dejaré de lado las
consideraciones referentes al concepto de objeto en la obra de Freud. En particular, el
concepto de “objeto de la pulsión” poco o nada tiene que ver con la forma en que se
concibe al objeto en la teoría de las relaciones objetales.
El objeto de la pulsión es aquella entidad —ya sea externa al cuerpo del sujeto o parte del
mismo— que permite la descarga de tensión pulsional, generadora de placer, a través
de una conducta consumatoria que constituye el “fin” de la pulsión. En este contexto, el
objeto es el elemento más variable de la dinámica pulsional, ya que es infinitamente
reemplazable (Freud, 1915).
En cambio, cuando hablamos de objeto en la teoría de las relaciones objetales nos estamos
refiriendo siempre a un “objeto humano”, es decir, a una persona, una parte de una
persona, o una imagen más o menos distorsionada de éstas. Aquí el objeto deja de ser
impersonal y reemplazable, para volverse intensamente personal. No es el objeto de una
pulsión, un mero requisito para la obtención del placer, sino un objeto de amor o de
odio, que el yo busca para encontrar respuesta a su necesidad de relación. Y, una vez
encontrado, estos sentimientos quedan tan ligados a ese objeto específico, que sólo a
través de un duro y difícil trabajo de duelo podrá abandonarlo y volver a colocarse en
las condiciones que permitirían una nueva elección.
Una forma de definir la teoría de las relaciones objetales es afirmar que ésta pretende dar
cuenta de cómo la experiencia de la relación con los objetos genera organizaciones
internas perdurables de la mente. En otras palabras, se trata del desarrollo, hasta sus
últimas consecuencias, de la hipótesis de que las estructuras psíquicas se originan en la
internalización de las experiencias de relación con los objetos. Existe, desde luego, una
interacción entre la internalización de las experiencias de relación, por una parte, y la
actualización de las estructuras relacionales internalizadas, encarnándose en nuevas
relaciones, que a su vez serán internalizadas. En consecuencia, la vida de relación toma
la forma de un proceso circular, semejante a los descritos por los teóricos de los sistemas
generales (Bateson, 1972; Foerster, 1991).
Como puede apreciarse, esta teoría permitiría integrar, en forma armoniosa, los elementos
“internos” y “externos” de la experiencia humana, ya que investiga y conceptualiza la
influencia de las relaciones interpersonales “externas” sobre la organización de las
estructuras mentales “internas”, así como la forma en que estas últimas determinan las
nuevas relaciones interpersonales que se establecen posteriormente.
Sin embargo, la antigua discusión sobre lo “interno” y lo “externo” continúa siendo una
importante fuente de conflicto en psicoanálisis. En la medida en que nuestra tradición
ubica el origen oficial del psicoanálisis en el abandono de la mal llamada “teoría de la
seducción”, esto ha sido el origen del prejuicio que afirma que toda muestra de interés
por los factores “externos” simplemente “no es psicoanálisis” (Tubert-Oklander, 1994).
Éste fue el principal motivo del violento rechazo padecido por Sándor Ferenczi cuando
pretendió reformular el problema teórico-clínico del efecto estructurante de las
experiencias reales de maltrato vividas por los niños (Masson, 1984).
La teoría de las relaciones objetales rompe desde un comienzo con la teoría de las pulsiones
al destacar otras motivaciones del ser humano, no relacionadas con la búsqueda del
placer impersonal, sino con las necesidades de relación, altamente personales. Es por
eso que Fairbairn afirmó que “la libido es esencialmente buscadora de objetos” (pág.
163) y no de placer. En la misma línea, Winnicott (1960) distinguió entre las
“necesidades del ello”, es decir, los deseos pulsionales, y las “necesidades del yo”. De
estas últimas afirmó que no es adecuado decir que se gratifican o se frustran, ya que
nada tienen que ver con la búsqueda del placer como descarga, sino que simplemente
encuentran respuesta en el objeto, o no la encuentran. Estas necesidades incluyen
anhelos tales como el de ser visto, reconocido o comprendido, o el de compartir la propia
experiencia subjetiva con otro ser humano. Cuando éstas no encuentran respuesta, la
reacción emocional del sujeto no es de frustración, sino de vacío y desesperanza. Cuando
sí la encuentran, lo que surge no es una experiencia de placer sino de armonía y plenitud.
El vínculo analítico oscila, como todas las relaciones humanas, entre los polos representados
por la objetivación del otro, tomado como un “objeto” a conocer, explicar, manejar o
explotar, y el encuentro intersubjetivo. Los pacientes llegan a tratamiento porque, en su
vida emocional, las relaciones se han deshumanizado, objetivándose, al punto de que
llegan a tratar a los demás seres humanos como “cosas” a ser utilizadas para su propia
conveniencia o placer. Esta degradación de las relaciones alcanza también al medio
ambiente no humano (Searles, 1960), que pasa a revestir características inanimadas, y
al propio ser, que se despersonaliza y desvitaliza, llegando a tornarse, en algunas de las
patologías más graves, en una grotesca caricatura mecánica de un ser humano (Tustin,
1972, 1981, 1986, 1990). Lo mismo ocurre con la historia, que pierde su vitalidad,
transformándose en un pasado muerto, solo susceptible de actuar como una “causa”
mecánica e impersonal de un presente absolutamente predeterminado.
Ésta es precisamente la situación que debe resolverse en el curso del tratamiento analítico.
A tal fin, el analista debe maniobrar para resolver las múltiples trampas relacionales que
mecanizan y estereotipan el vínculo, deshumanizándolo e impidiendo aquel encuentro
que reavivaría ese mundo muerto en el que se debate el paciente. A esto lo llamamos
el “análisis de la transferencia”, si bien resultaría mucho más adecuado denominarlo
“análisis de la transferencia-contratransferencia” (Racker, 1960; Baranger y Baranger,
1969).
El diálogo analítico comienza como un encuentro entre dos extraños, que sólo pueden
percibirse como “objetos” a conocer y sobre los cuales habrá que operar, en formas más
o menos racionales. Éste es el momento de máxima objetivación del otro, en el cual éste
sólo puede ser explicado, pero no comprendido (Jaspers, 1946). Esta situación pronto
da lugar al mutuo involucramiento de la transferencia-contratransfrencia. En ese
momento, el analista se encuentra con que el paciente, al igual que él mismo, si bien no
son extraños tampoco le resultan totalmente comprensibles, ya que existen importantes
áreas de su experiencia mutua que han sido secuestradas de la relación, operando desde
lo inconsciente. De esta nueva situación busca rescatarse por medio de la interpretación.
Esta última es una operación intelectual —mucho menos objetivante y despersonalizada
que la explicación— que media entre estas dos personas que no han podido todavía
encontrarse, actuando a la manera de un puente que los une y los separa a la vez,
pasando por encima del abismo de su mutuo extrañamiento. En esta circunstancia, el
paciente ya no se nos presenta con un ente impersonal a ser explicado en términos
causales, ya que su presencia y su accionar nos han herido en lo más profundo de
nuestra intimidad, tornando personal la relación. Sin embargo nuestras mutuas defensas
nos tornan todavía extraños el uno para el otro. Es en esta paradójica situación de ser
a la vez objetos totalmente ajenos y personas intensamente comprometidas en lo
emocional que debemos recurrir a la interpretación, como la única forma de reunir estas
dos visiones incompatibles en un todo armonioso (Tubert-Oklander, 1994). Cuando
tenemos éxito, logramos pasar, tal vez sólo por breves momentos, a un nuevo
entendimiento intersubjetivo, en el que el otro se torna nuestro semejante y en el que
logramos comprenderlo empáticamente, sin que medie operación intelectual alguna, ni
explicativa ni interpretativa. Esto constituye una nueva vía para el conocimiento del ser
humano, a la que Kohut (1981) denominara la “inmersión empática total”.
Pero estos breves encuentros pronto ceden su lugar a nuevos momentos de extrañamiento,
en los que tendremos que lidiar, con todos nuestros recursos, para recuperar el contacto
con ese desconocido que tenemos enfrente. Y así volveremos a explicar, hasta que nos
encontremos en condiciones de interpretar, e interpretaremos una y otra vez, hasta que
la repentina comprensión torne innecesarias todas estas operaciones. El proceso se
desarrolla así como una espiral progresiva, en la cual cada vuelta del ciclo nos acerca un
poco más a ese intercambio pleno, novedoso y creativo que denominamos la “relación
real” (Greenson, 1967; Tubert-Oklander, 1991). De esta forma van cediendo los
aspectos repetitivos y estereotipados de la relación, iluminando los rincones más oscuros
de la experiencia de ambos y revitalizando aquellas áreas muertas e inanimadas que
transforman al paciente en una especie de autómata causalmente determinado.
Entonces el pasado y el presente cobran una nueva vida, abriendo el camino para un
futuro difícil e indeterminado, pero pleno de esperanzas. Éste es el momento en el que
paciente y analista comienzan, paradójicamente, a pensar en su separación.
A lo largo de todo este proceso, la relación del paciente con su familia, amigos, enemigos,
vecinos y compañeros de trabajo ha sufrido también un proceso de reanimación,
revitalización y rehumanización (Solís Garza, 1981; Tubert-Oklander, 1987, 1996). Lo
mismo ha ocurrido con sus relaciones consigo mismo, con su cuerpo, con la comida, con
sus necesidades físicas y emocionales, con el trabajo, con la sociedad y con su entorno
físico y ecológico. Si esta evolución ha resultado exitosa, ya no le resultará posible
deteriorar impunemente el medio ambiente, actuar en formas deshonestas o abusivas
con sus semejantes, explotarlos en el terreno sexual, agresivo, económico o narcisista,
o aceptar pasivamente unas condiciones de vida inadecuadas o un trabajo enajenante.
En otras palabras, se habrá convertido en una mejor persona, si bien esto no deja de
provocarle problemas, ya que se encuentra ahora mucho menos adaptado a un medio
poco adecuado para la existencia humana. Pero allí donde acaba la adaptación pasiva a
la realidad, se inicia el largo y difícil camino de la adaptación activa, a de través acciones
transformadoras de ese entorno inhóspito. Camino que no es fácil ni agradable, y que
implica una larga lucha y un arduo trabajo pero, al fin y al cabo, ¿no es ésta, acaso, la
esencia de la vida humana?
Espero haber logrado transmitir, en esta breve comunicación, algunos de los aspectos
esenciales de la forma en que concibo el desarrollo de un proceso analítico, en el
contexto de esa particular concepción del ser humano a la que denominamos “teoría de
las relaciones objetales”. Confío en que esta particular versión de lo que hacemos en
nuestro trabajo clínico cotidiano, nos dé la oportunidad de abrir una enriquecedora y
vital discusión acerca de cómo concebimos nuestra profesión.
Referencias
http://psicologiadinamicahoy.blogspot.com.ar/2015/04/31definicion-de-las-relaciones-
objetales.html