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EDICIÓN JUNIO 2018 | N°228

ANTES Y DESPUÉS DE LA CORRIDA CAMBIARIA

Todos los caminos conducían al


Fondo
Por Claudio Scaletta*
La decisión del gobierno de no atacar la principal fragilidad de la economía argentina, la escasez de
dólares, hacía previsible que en algún momento se produjera una crisis. La perspectiva de un futuro
recesivo subraya la insustentabilidad estructural del modelo.

Bolsa de Valores de Buenos Aires, 9-5-18 (Marcos Brindicci/Reuters)


El gobierno decidió regresar al Fondo Monetario Internacional. Para cualquier observador o analista
imparcial, una figura siempre improbable, se trató de un hecho previsible. Se sabía que un programa con el
FMI era una carta disponible, de hecho desde diciembre de 2015 se aplican, sin decirlo, las políticas
desreguladoras propias de un programa al estilo del organismo. Sin embargo, también se sabía que era
una jugada para el final del juego, de última instancia. Esta fue la novedad: la aceleración casi inimaginada
de los tiempos.
La parte predecible de esta historia se explica por el hecho de que el análisis económico dispone de
herramientas para anticipar la evolución de las principales variables. Por ejemplo, es posible predecir la
evolución del ciclo económico a partir del comportamiento de los componentes de la demanda agregada
y, en el camino, las tensiones que el movimiento de la economía producirá en función de las restricciones,
sean internas o externas. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la previsión de la fecha precisa en que
acaecerán los sucesos, por ejemplo el mes exacto en que ocurrirá una crisis externa, nigromancia
reservada sólo para los elegidos.
Las herramientas para la predicción comienzan por la teoría. Si hay teoría hay leyes, y si hay leyes hay
relaciones causa-efecto. El laboratorio de la teoría económica es la historia. En la historia es posible
observar cómo determinadas políticas económicas provocan determinados resultados y no otros. Teoría y
“teoría en la historia” son, entonces, las dos herramientas para la predicción. Se trata de una obviedad
absoluta, hasta repetitiva. Son principios epistemológicos muy rudimentarios, pero eternamente
desdeñados en el devenir del debate económico público, donde muy rara vez se pone sobre la mesa la
más elemental de las preguntas: ¿por qué la aplicación de medidas económicas que en el pasado
produjeron determinados resultados generán en el presente efectos distintos? Existe una respuesta. La
pregunta no está sobre la mesa porque la dinámica económica no es sólo un problema teórico, sino de
poder. El corpus teórico de la economía política incluye en su análisis al poder. La economía convencional
lo excluye y descarta el dato básico del conflicto social. Su mundo es el de los presuntos equilibrios de los
mercados. Por eso funciona como una ideología: es una teoría, pero también un discurso.
Lo que se sabía antes de la corrida de mayo, lo que podía predecirse a partir de las primeras medidas
económicas aplicadas por el gobierno, es que se trataba de la restauración del viejo orden neoliberal que
condujo los destinos de la economía local entre 1975 y 2001, y cuyo objetivo principal, en el marco de una
nueva integración internacional bajo un esquema de libre circulación de capitales y mercancías, era el
cambio de los precios relativos de la economía: salarios, tarifas y tipo de cambio. Los precios relativos
son también variables distributivas, es decir variables cuyos cambios provocan transferencias de recursos
entre sectores y clases sociales. Finalmente, sus variaciones combinadas son las causas principales de la
inflación, otro problema macroeconómico mal abordado por la corriente principal de la economía, que la
considera, contra toda evidencia, un fenómeno puramente monetario.

La desdeñada
También desde la asunción del nuevo gobierno se hizo evidente que su diagnóstico desdeñaba la principal
restricción de la economía local, la escasez relativa de dólares o restricción externa, que había
determinado el freno del crecimiento desde 2011. En este punto aparece otra vez el riesgo de la
reiteración, de volver a relatar un problema que los buenos macroeconomistas argentinos vienen
contando desde hace por lo menos medio siglo. Sin embargo, dada la importancia del problema y el
desdén que las élites económicas y políticas mostraron históricamente por él, es necesario repetirlo . Una
forma sencilla de hacerlo es considerar que, dada la estructura económica local, cuando la economía
crece, las importaciones se expanden mucho más rápido que las exportaciones. En concreto, al doble de
velocidad. Para el promedio del período 1996-2013, por ejemplo, cuando el PBI, que es equivalente al
ingreso, aumentaba un punto, las exportaciones lo hacían 0,85, y las importaciones 1,72 (1)
El resultado concreto de esta diferencia de elasticidades, que podría complejizarse sumando el
comportamiento de los socios comerciales, es que, luego de períodos de crecimiento más o menos
largos, y partiendo de una situación externa superavitaria, los dólares comienzan a volverse escasos. Todo
lo que la economía exporta deja de alcanzar para hacer frente a sus necesidades de divisas. Dado que la
moneda estadounidense es una mercancía no reproducible, que no se puede imprimir internamente, su
precio depende de la oferta y la demanda. Si es escasa, el precio aumenta; el peso se devalúa, dando lugar
a fuertes “turbulencias” macroeconómicas.
Contra lo que suele repetirse, las devaluaciones no producen el efecto de aumentar las exportaciones. El
2016, por ejemplo, comenzó con una devaluación del 40 por ciento, pero el volumen de ventas al exterior
permaneció estancado. Ello es así porque, dada la naturaleza de la canasta de bienes y servicios que el
país le vende al mundo, el volumen de ventas depende de la demanda externa más que de los costos
internos. La estructura económica local es distinta a la de los países del Primer Mundo en donde se
elaboran los manuales ortodoxos que afirman que las exportaciones compiten por precio en el mercado
global. No es lo que ocurre cuando las canastas de exportación están integradas por commodities,
tomadoras de precios por definición. La devaluación, entonces, sólo genera un “efecto riqueza” para el
exportador y no un aumento de las cantidades vendidas. Como se dijo, el tipo de cambio es una variable
distributiva: cuando el dólar sube también lo hace la inflación; bajan los salarios, cae el consumo y con él
la actividad. El laboratorio de la historia confirma la secuencia: las devaluaciones no aumentan las
exportaciones, sino que frenan la economía y transfieren ingresos desde los salarios al capital. El ajuste
externo se produce por una caída de las importaciones dado su encarecimiento relativo y por la baja del
PIB.
En este marco, si lo que se busca es la continuidad del crecimiento sin afectar la estructura de distribución
del ingreso existen sólo dos maneras de atacar el problema de la restricción externa: aumentar las
cantidades exportadas y/o sustituir las importadas, lo que significa transformar la estructura productiva,
es decir desarrollarse, o endeudarse transitoriamente y atraer capitales.
Tomar deuda no es ni bueno ni malo, pero sí muy delicado. La deuda debe contribuir sí o sí al desarrollo,
que es lo que genera las condiciones para su repago. Si no es así, el problema de déficit externo que llevó
a endeudarse sólo se pospone y agrava, conduciendo inevitablemente a una nueva crisis de sostenimiento
de la estabilidad cambiaria que, en el límite, puede transformarse en una crisis de pago de los
compromisos internacionales.
Es necesario destacar que el problema de la restricción externa no se limita a la idea de aumentar
exportaciones, que constituyen uno de los componentes de la demanda. Aumentar las ventas al exterior
no es una tarea de incentivos puntuales, sino un trabajo arduo vinculado a la evolución del conjunto de la
economía. Los países no crecen porque exportan; exportan porque crecen.
La reaparición de la restricción externa era el rasgo central del escenario económico de 2015. Luego del
largo período de crecimiento registrado a partir de 2003, la falta de dólares comenzó a hacerse sentir a
partir de 2011 y provocó el freno relativo de la economía y las consecuentes presiones sobre el tipo de
cambio. Cuando irrumpe la restricción externa, un hecho predecible, toda la política económica queda
subordinada a su administración. En 2015 el desafío era avanzar en un proceso de desarrollo, lo que
suponía programar una transformación de la estructura productiva y, mientras tanto, financiar la
transición. Las principales fuerzas políticas que se enfrentaron en octubre de 2015, lideradas por Daniel
Scioli, Sergio Massa y Mauricio Macri, coincidían en el segundo punto, en la necesidad de financiamiento
externo, un imperativo de la hora que suponía la normalización de las relaciones con el capital financiero
global, algo que el gobierno kirchnerista intentó hasta que reapareció el conflicto con los fondos buitre.
Por último, el dato de que el crecimiento de la economía desemboca en una escasez de dólares establece
una relación necesaria entre inclusión y desarrollo. A medida que la masa salarial total crece, crece
también de demanda de productos con componentes importados: primero se consumen alimentos e
indumentaria, pero luego también “celulares y plasmas”. En el plano político, en tanto, el mayor poder
adquisitivo del salario y el empoderamiento de los trabajadores recrudece las tensiones entre el capital y
el trabajo.

#Cambiamos
El diagnóstico del gobierno de Mauricio Macri fue que el déficit de la cuenta corriente de la balanza de
pagos, la restricción externa, no era un problema grave. Cuando el primer ministro de Economía macrista,
Alfonso Prat-Gay, presentó sus proyecciones iniciales sobre la evolución de los principales indicadores,
desde el producto a los déficits y la inflación, el rojo externo aparecía como una variable creciente y
prolongada a lo largo de todos los años de gestión, es decir se proyectaba su crecimiento y continuidad.
Sin embargo, se confiaba en que no faltarían los dólares para financiarlo. Y de hecho, en los primeros dos
años, no faltaron. Aprovechando la herencia de desendeudamiento, la nueva administración tomó deuda
desaforada y despreocupadamente.
Aunque en perspectiva histórica resulte un poco insólito, el diagnóstico era que la sola existencia de un
gobierno “amistoso con los mercados” provocaría la ya legendaria “lluvia de inversiones”, y que la
maduración de estas inversiones del exterior, junto con su efecto espejo local, impulsarían el crecimiento.
Luego, el crecimiento licuaría progresivamente la relación deuda/producto a la vez que generaría los
dólares para su repago.
Desde el punto de vista teórico, lo que está por detrás del diagnóstico es el famoso axioma oficial del
reemplazo del consumo por la inversión. El pensamiento ortodoxo cree que para crecer es necesario crear
“condiciones favorables para la inversión” por el lado de la oferta, es decir bajar los costos de todo tipo
para el capital, principalmente los salariales e impositivos, pero también los “costos de transacción”
implícitos en la existencia de regulaciones. Esto supone la reducción del peso y de la injerencia del Estado
en la economía. Sobre esta base debe entenderse la desregulación financiera y comercial, con la
eliminación de cualquier barrera de entrada y salida de capitales, incluida la supresión de la obligatoriedad
de la liquidación de las divisas de exportación, y la desregulación comercial parcial, con la quita y baja de
aranceles al comercio exterior.
El pago a los fondos buitre se consideró como la primera señal de amistad con las finanzas globales. De
hecho, una vez concretado el pago, los capitales financieros comenzaron a fluir hacia Argentina para
aprovechar las altas tasas de interés, tanto por la toma de deuda gubernamental como por el diferencial
de tasas ofrecido por las Letras del Banco Central, las Lebacs, la famosa bicicleta financiera o carry trade.
La entrada de dólares de deuda y financieros tuvo como contrapartida la posibilidad, luego del shock
devaluatorio inicial, de mantener relativamente estable el tipo de cambio a pesar del impresionante déficit
de cuenta corriente, que en el último año alcanzó los 5 puntos del PIB, repartido en tercios casi iguales
entre importaciones, turismo y remisión de utilidades de las multinacionales (el costo de volver al mundo).
A ello debe sumarse el hábito local de ahorrar en divisas.

El tamaño importa
Para justificar el megaendeudamiento, el gobierno se autoimpuso la regla de financiar los gastos en pesos
con los dólares financieros, lo que supuso emitir pesos equivalentes para luego esterilizarlos colocando
Lebacs, teóricamente para mantener a raya la inflación, considerada por el oficialismo como un fenómeno
monetario, no de precios relativos o costos (teoría esta última que fue descalificada por el presidente del
Banco Central, Federico Sturzenegger, como “vernácula”, aunque remonte sus orígenes a la Inglaterra de
entreguerras). En cambio, en el mundo real, el que ocurre por fuera de la imaginación de los actuales
hacedores de la política monetaria, fueron los precios relativos los que marcaron el ritmo de las subas
generalizadas de precios.
Al cabo de un tiempo, con las Lebacs empezó a suceder lo que también se había previsto: frente a las
primeras señales de escasez de divisas, ahora por el cierre del financiamiento externo, comenzaron a
funcionar retroalimentando la tendencia, es decir como una masa de pesos gigantesca que presiona por
la compra de dólares o, en contrapartida, obliga a un alza de la tasa de interés de referencia de la
economía. Si las magnitudes de deuda en divisas y Lebacs se mantuviesen relativamente estables o
guardasen relación con la generación real de divisas de la economía, serían lo que son en todo el mundo:
simples instrumentos financieros. El problema es que en sólo dos años de gobierno la “deuda relevante” –
la deuda nominada en divisas con acreedores privados y organismos financieros– se duplicó, y el stock de
Lebacs registró un crecimiento exponencial.
El stock total de deuda pública ya ronda los 320 mil millones de dólares, en tanto que la “deuda relevante”
pasó de 73 mil millones de dólares a fines de 2015 a alrededor de 140 mil millones en el presente. Si a
este pasivo se le suma un acuerdo stand by con el FMI el año próximo, podría ubicarse en un piso de 170
mil millones. Pero incluso sin viajar al futuro Cambiemos ya duplicó la deuda relevante. Fue el pulmotor
del modelo, que no se destinó a financiar el desarrollo ni a generar las condiciones para su repago. El
contexto del presente no es el de 2001, pero en aquel año la “impagable” deuda relevante que
desencadenó la cesación de pagos rondaba los 140 mil millones de dólares.
La evolución del stock de Lebacs, mientras tanto, pasó de algo menos de 350.000 millones de pesos en
diciembre de 2015 a casi 700 mil a fines de 2016. En los últimos meses se estacionó en torno a los 1,2
billones. La inflación en pesos acumulada desde noviembre de 2015 llega, según el Instituto Estadístico de
los Trabajadores (IET), a alrededor del 100 por ciento.
La relación futura entre estas dos magnitudes, deuda externa y Lebacs, es tan impredecible como
explosiva. La corrida de la última semana de abril y las primeras de mayo, en las que la moneda se
devaluó el 20 por ciento y se liquidaron 8.000 millones de dólares de reservas, con una elevación de la
tasa de referencia desde 27,25 puntos a 40, respondió, más allá de las sospechas y deficiencias en la
gestión del proceso, a que algunos fondos de inversión internacionales y capitales locales desarmaron
posiciones en pesos para pasarse a dólares, en un nuevo contexto en el que el crédito en divisas ya no
fluye hacia el país. La razón principal fue que el capital financiero comenzó a advertir los problemas de
liquidez externa que pesan sobre la economía local, pero además apareció el desencanto de corto plazo,
central en la lógica de funcionamiento del capital financiero, por las pérdidas originadas en la bicicleta
debidas a la combinación, a partir del último 28 de diciembre, de baja de tasas y suba del dólar.
Como señalamos, el relato oficial sostenía que, gracias al crecimiento de la economía generado por la
inversión, la relación deuda/PBI, después de incrementarse durante unos años, se estabilizaría. Pero las
inversiones nunca llegaron. La cabecera de playa fue ocupada, en cambio, por el capital financiero, la
inversión disponible más rentable y sin compromisos que tuvo para ofrecer la economía local. Vale
recordar que no existen en el mundo experiencias de inversión y crecimiento libradas al mercado, es decir
que no hayan sido dirigidas y orientadas por el sector público.
Al mismo tiempo, el gran capital, del exterior y local, reaccionó al objetivo del Poder Ejecutivo de utilizar al
dólar como ancla antiinflacionaria. Otra vez, una cosa es el discurso monetarista del Banco Central y otra
el mundo real. Con tarifas y combustibles dolarizados, petróleo en alza y listas de precios mayoristas que
también comienzan a estar en moneda dura, ningún formador de precios duda de que las subas en la
divisa se trasladan a precios. Por otro lado, la densidad sindical y la fuerza de los gremios, más allá de
algunas conductas, continúa siendo un dato duro de la economía local: los techos salariales no resultaron
tan exitosos como se esperaba. Hasta abril al gobierno sólo le quedaba el freno del dólar, pero ahora
deberá volver contra los salarios.
En una segunda línea de análisis, la corrida pudo detenerse gracias a negociaciones políticas con fondos
de inversión que asumieron el riesgo de quedarse en pesos a cambio de tasas de largo plazo altísimas,
incluidos los Botes, los Bonos del Tesoro en pesos, es decir a cambio de un elevado costo futuro para el
erario. Los hechos borraron de un plumazo todas las zonceras ideológicas acumuladas desde diciembre
de 2015, entre ellas la supuesta independencia del Banco Central y la peregrina idea de que un tipo de
cambio flotante conjuraba el problema de la restricción externa.
La pulseada con el mercado de abril-mayo fue la primera corrida que debió afrontar el oficialismo, y la
perdió. Antes, había creado todas las condiciones para quedarse sin herramientas, es decir para que ello
sucediera. Los presuntos pesos pesados de las finanzas que conducen la economía tiraron la toalla en el
primer round y, ya de espaldas y en el rincón, cayeron mansos en los brazos del FMI. Podría conjeturarse
que fue un hecho buscado, funcional a los objetivos políticos del macrismo, pero no debe descartarse la
impericia como aceleradora de los procesos.

Volver
Argentina adhirió a los convenios de Bretton Woods de 1944 que crearon el FMI recién en 1956, bajo la
“Revolución Libertadora” que derrocó al primer peronismo, y se mantuvo bajo su égida hasta 2004, cuando
se suspendió el último acuerdo. En 2006 el gobierno de Néstor Kirchner se desembarazó de su injerencia
pagando anticipadamente lo adeudado. La investigadora Noemí Brenta señala que durante este período
se suscribieron 21 acuerdos de condicionalidad fuerte, que sumaron 38 años de vigencia. Esta
dependencia se agudizó desde comienzos de los 80. “Desde fines de 1982 hasta diciembre de 2001, la
Argentina estuvo continuamente bajo programas del organismo o procurando negociar y/o implementar
las condiciones para su aprobación” (2). La profunda crisis económica y social que estalló en 2001 y que
en 2002 llevó el desempleo al 21,5 por ciento, la pobreza al 57,5 y la indigencia al 27,5, debería ser un
argumento suficiente para cualquier balance de los resultados de casi dos décadas ininterrumpidas de
programas del FMI. Si se cree que aquel final fue un hecho aislado, “un golpe impulsado por el peronismo”,
como siguen releyendo la historia algunos sectores, se pueden repasar los números de todo el período y
no sólo el resultado final. Brenta detalla que entre 1982 y 2001 la variación promedio anual del PIB fue del
1,6 por ciento, con un aumento del desempleo de 15 puntos porcentuales. No obstante, existieron dos
subperíodos bien diferenciados, el antes y el después de las disciplinadoras hiperinflaciones de 1989 y
1990. Entre 1982 y 1988 el crecimiento fue de apenas el 0,4 por ciento anual y la inflación promedio del
286,3 por ciento, pero con un desempleo que aumentó sólo dos puntos. La década negra para la
desocupación fue la de 1991-2001, cuando subió 13 puntos (del 6 al 19 por ciento), a pesar de una
expansión del PIB del 3,3 por ciento anual promedio y de una inflación anclada por el tipo de cambio fijo de
la Convertibilidad en el 3,5 por ciento, siempre anual y promedio.
Mientras la inmediata posdictadura fue una etapa de estancamiento e inestabilidad macroeconómica, los
90 fueron un período de ajuste social. El desempleo aumentó por el tipo de modelo económico emergente
de las políticas fondomonetaristas, una liberalización comercial y financiera que consolida una inserción
internacional basada en la producción de los sectores con ventajas comparativas estáticas. Para el caso
argentino se trata de los sectores vinculados a los recursos naturales y la gran industria ya establecida,
que por su naturaleza no son dinámicos en la creación de empleo, lo que agrega a la insustentabilidad
financiera una cuota de inestabilidad social.
El fracaso de los planes del FMI, juzgándolos en sus propios términos, se explica fundamentalmente por
las decisiones que imponen sobre los precios relativos, ya que siempre comienzan con devaluaciones,
ajustes tarifarios y represión de salarios. Como el dólar y las tarifas se ajustan al alza, la inflación es
elevada. Por eso señalamos que el actual gobierno aplica desde su asunción un plan “al estilo FMI” sin
decirlo.
La creencia es que estas medidas ayudarían a sanear los presupuestos, las cuentas externas y los
mercados laborales, mejorando la competitividad de las empresas. La realidad es que, en tanto los tres
precios –salarios, tarifas y tipo de cambios– son variables distributivas, su represión termina estallando y
provocando el incumplimiento de los planes. En el camino se consiguen los objetivos tácitos de este tipo
de programas: mantener la libre circulación de capitales y mercancías, desregular mercados y asegurar el
pago de los compromisos internacionales. La contrapartida es la disminución de las funciones del Estado
y, especialmente, el aumento del endeudamiento en divisas. El resultado final es la significativa reducción
de los grados de libertad de la política económica, incluso para los gobiernos venideros.
La pregunta es, entonces, la del comienzo de esta nota: ¿por qué planes que durante décadas produjeron
determinados efectos producirían en el presente resultados distintos? ¿Cambió el FMI? Si la experiencia
argentina desde la recuperación democrática corresponde al pasado y provincianamente se la considera
particular, puede acudirse al ejemplo contemporáneo de la economía griega, donde un “nuevo” FMI
provocó los resultados que consigue en todo tiempo y lugar: estancamiento, desocupación,
endeudamiento y dependencia.

1. Guido Zack y Demián Dalle, “Elasticidades del comercio exterior de la Argentina: ¿una limitación para el
crecimiento?”, CEI, Revista Argentina de Economía Internacional, N°3, Buenos Aires, octubre de 2014.
2. Noemí Brenta, “Argentina y el FMI: efectos económicos de los programas de ajuste de larga duración”,
Anuario del Centro de Estudios Históricos Carlos Segreti , N° 11, Córdoba, 2011.

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