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El
acompañamiento terapéutico en un
proceso depresivo
9 marzo, 2012ArtículosSilvina Fernández
Todo en la sociedad está pensado por y para la gente joven. La publicidad nos invade con
imágenes de cuerpos esbeltos y treintañeros. En contraposición a esas imágenes repetidas
constantemente, la vejez está caracterizada por aspectos deficitarios, enfermedades,
pérdidas, etc. Con este panorama por delante, ¿quién querrá pertenecer al grupo de la
tercera edad?
En algunos casos, expresan esta distancia con frases como “Las cosas en mi tiempo…”
marcando que éste ya no es su tiempo.
En otros, intentan mantener todas las actividades que hacían antes, competir con el que eran
hace 20 años. Competencia fallida que genera mucha angustia e insatisfacción, porque a esa
edad no se trata que trabaje la misma cantidad de horas, que vaya al gimnasio cuatro veces
a la semana y mantenga la vida sexual que tenía a los cuarenta años, sino que encuentre el
mismo nivel de satisfacción en aquello que hace, “el secreto del buen envejecer estará
dado por la capacidad que tenga el sujeto de aceptar y acompañar estas inevitables
declinaciones sin insistir en mantenerse joven a cualquier precio”. 1
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Nuestra labor terapéutica consiste en promover una vida activa, promover la participación
en actividades sociales, mantener los posibles vínculos laborales, suscitando así el deseo y,
según el caso, procurando sustitutos cuando sea necesario.
En nuestro quehacer, la queja más extendida por parte de los viejos es la pérdida de la vida
social. A medida que pasan los años van perdiendo sus lugares en la sociedad, retrayéndose
más al ámbito doméstico con la consecuente pérdida de ideales y proyectos. A su vez, se
producen cambios a nivel corporal: modificaciones en la visión, disminución en la
audición, alteraciones fisiológicas, pérdida de turgencia en la piel, acumulación de grasa,
etc. Y a nivel cognitivo: pérdida de la memoria de hechos recientes, disminución de la
curiosidad, irritabilidad, etc. Esto conlleva una serie de duelos de esos lugares, capacidades
y objetos perdidos que satisfacían sus deseos.
Para afrontar estos duelos, es necesario que el adulto mayor cuente con recursos para
procesar psíquicamente ese momento de su vida, ya que los duelos no resueltos pueden
conducir a una depresión.
La tercera edad es un momento vital donde finaliza la vida productiva en cuanto a lo laboral
-ya que la productividad en otros campos no tiene por qué terminar- y esto implica una
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serie de cambios orgánicos, psíquicos y cognitivos frente a los cuales, los recursos con los
que se resolvía las situaciones vitales que se le planteaban se muestran insuficientes.
Muchas son las vicisitudes que pueden rodear este momento y contribuir de esa manera a
agravar o aliviar las consecuencias de este estado. Es una época en la que suelen coincidir
el momento del fallecimiento de los seres más cercanos: pareja, amigos, y el nacimiento de
los nietos.
También sabemos que cada uno de los actos, orientaciones y decisiones que damos a
nuestra vida –aún los más inocentes- responden a frases, ideas, prejuicios que, la mayoría
de las veces, son desconocidos, inconcientes para nosotros mismos.
Aceptando esto, un anciano y un sujeto de cualquier edad que –aún sin saberlo- viva de
acuerdo a la idea que dice que en la vejez uno ya no sirve para nada, vivirá este momento
como el final de su vida útil, verá por delante un páramo donde el sentido de su vida ha
desaparecido. Y esto se puede manifestar como una depresión, una ansiedad desbordada,
preocupaciones angustiosas sobre enfermedades corporales y el deterioro cognitivo, etc.
Si, por el contrario, su vida responde a pensamientos que colocan a la vejez más cerca de
las palabras que de los deterioros, seguramente podrá disfrutar de la insidiosa dicha de
envejecer.
Uno de los cambios que acontece en la vejez es la percepción del tiempo. A lo largo de
nuestras vidas, es difícil tomar conciencia de nuestro envejecimiento y pensar la muerte
propia, generalmente lo hacemos a través de la mirada de otros: cuando nos encontramos
con alguien que hace años que no vemos y observamos en él lo que los años hicieron,
automáticamente reflexionamos acerca del paso de tiempo en nosotros.
A su vez, la muerte de amigos y pares hace de la muerte una posibilidad más cercana, ya no
es un acontecer lejano que nada tiene que ver con uno. Sobreviene una pérdida, nos
sorprende una muerte cercana a nuestro amor.
La muerte se torna palpable, cercana e inquietante, pero el sujeto puede hacer como si
nada hubiera pasado, ponerle un plato al muerto todas las noches para la cena y querer –
eufórico- vivir cincuenta años más. Pero puede, también trabajar el duelo, renunciar a lo
perdido, hacerse mortal aceptando que si no renuncia a lo perdido es porque no soporta
enterarse de que alguna vez será lo perdido.
Y junto con esto la preocupación por la trascendencia ocupa un lugar importante: a nadie le
gusta pensar que su paso por esta vida no dejó huella alguna, abriendo una serie de
preguntas y planteamientos acerca de la vida que llevó, de las cosas que hizo y de los
motivos por los cuales piensa que será recordado o no.
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En este trabajo presentaremos un tratamiento posible para un caso de depresión en la vejez.
Haremos un breve desarrollo de un caso clínico y el dispositivo terapéutico utilizado.
Dadas las dificultades diarias descritas y el estado depresivo, María pide, al familiar más
directo, ayuda para poder desenvolverse mejor en sus hábitos diarios y para no estar largas
horas en soledad. En este momento, se inicia un trabajo conjunto entre la familia y el
terapeuta que trata a María. Evalúan la posibilidad de un ingreso en una residencia, pero
queda descartado por los bruscos cambios que conllevaría.
Los objetivos del acompañamiento fueron tender a mejorar la calidad de vida, sostener los
lazos familiares y sociales y acompañar a María en las tareas que presentaban más
dificultades y de alguna manera funcionar como su ayuda memoria ante sus olvidos.
El lugar del acompañante es poder escuchar cuando algo insiste para hacerse oír. Esto no
quiere decir que el acompañante confunda su posición con la del terapeuta; pero ante la
falta del mismo en la vida cotidiana, podemos ubicar una cierta suplencia de esta función.
El dispositivo en sus inicios se pensó con treinta horas semanales tratando de llenar los
vacíos de actividad y la compañía en la vida diaria. A lo largo del tiempo se evaluó la
necesidad de tener cuidadoras durante las veinticuatro horas del día que se encargan de su
alimentación y de sus cuidados debido a petición de María, que ya no podía realizar las
tareas mínimas por sí misma, sin que éstas conlleven un peligro para ella.
De este modo, la labor del acompañante terapéutico quedo reducida a un encuentro semanal
en el que se la acompaña al cine, se coordina el trabajo de las cuidadoras, se la lleva a los
controles médicos y se informa a los familiares y al terapeuta sobre estas cuestiones.
Ahora, María comparte con la acompañante las películas que ven juntas, los libros y las
noticias que lee, habla acerca de las cuidadoras, sin dificultad alguna. El deterioro
cognitivo, inevitable para su edad, sigue su curso pero su calidad de vida no se ve dañada
por ello.
Hasta la muerte hay que aprender a vivir. Con la muerte convivimos y aprenderemos hasta
morir.