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Arte-Tecnología para reinventar

la fiesta del conocimiento

Dra. Denise Najmanovich

En los lejanos tiempos de Homero aprender era una actividad comunitaria, una

fiesta emocional y afectivamente comprometida. Arte y técnica no se concebían

como dos dominios separados: “tekne” era el único término para designar la

actividad creativa humana, nuestra natural disposición al artificio, la aplicación de

nuestra potencia transformadora.

Arte y técnica pues, nacieron unidos ¿cuándo se separaron? ¿cómo entender

este desgarramiento? ¿qué consecuencias ha tenido? ¿es inevitable? Estas

preguntas guiarán toda mi reflexión pues considero que este viaje histórico nos

dará la oportunidad de crear nuevos lazos, de concebir otros derroteros, de

aprovechar las oportunidades que nos abren las nuevas tecnologías de la palabra

para re-ligar la experiencia creando nuevas opciones.

La “tekne” griega fue traducida al latín como “ars”, y aún en la edad media se

utilizaba frecuentemente este término como equivalente de la tekne griega. Fue a

partir del Renacimiento que comenzó la separación entre ambas, y la distancia

fue aumentando progresivamente hasta llegar a ser un verdadero abismo en la

Modernidad. El clivaje entre arte y técnica fue correlativo a la separación del

sujeto y el objeto, del cuerpo y el alma, del individuo y la comunidad. Los

procesos sociales, cognitivos, relacionales, políticos y éticos que condujeron al


Presentado en las Jornadas “AS REDES COTIDIANAS DE CONHECIMENTOS E A TECNOLOGIA no
espaço/tempo da escola e em outros espaços/tempos educativos”, Organizadas por la Universidad del
Estado de Río de Janeiro, Junio 2001.

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establecimiento de la Modernidad llevaron a una nueva concepción de la

experiencia humana. Dimensiones experienciales que eran vividas como únicas o

a lo sumo como relativamente autónomas, es decir con un nivel de organización

propio pero íntimamente entrelazadas, fueron separadas en compartimentos

estancos. La filosofía y la ciencia, la educación y la poesía, la imaginación y el

conocimiento, la emoción y la razón, el “yo” y los otros empezaron a ser vividos

de una manera dicotómica. Esta forma experiencial escindida fue concebida y

presentada como “La Naturaleza Humana”, de la misma manera que el

conocimiento producto de ella fue declarado y encumbrado como “EL

Conocimiento Objetivo”. El absolutismo moderno no dejó lugar para la diversidad,

la creencia en un tipo de conocimiento garantizado llevó al establecimiento de un

único punto de vista legítimo, de una única perspectiva privilegiada. En la

contemporaneidad estas creencias han perdido su aura de certeza y han sido

puestas en tela de juicio. El desarrollo de nuevas tecnologías y discursos

diferentes, la aparición de otros actores sociales y formas relacionales, la

formación de nuevas instituciones y espacios de interacción han ido marcando el

ritmo del desmoronamiento del pretendido saber absoluto y abierto las puertas a

nuevas tanto a nuevas formas de sentir, pensar, vivir.

Las corrientes post-positivistas han desarrollado nuevas perspectivas para pensar

la experiencia humana del mundo que rompen radicalmente con las nociones

dualistas modernas del positivismo y el romanticismo. El mundo humano, desde

estas perspectivas, no es un mundo “natural”, la experiencia no es algo que nos

sucede pasivamente, sino el fruto de nuestras posibilidades poiéticas, de nuestra

capacidad de construir un sistema de símbolos, de producir sentido, de

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apropiarnos del mundo y re-crearlo en nuestra interacción con él. La tekne ha sido

justamente esa expresión de la actividad creativa humana, de nuestra posibilidad

de transformar el entorno, y a nosotros mismos. Técnica no es sólo o meramente

la posibilidad de construir artefactos, sino el arte de transformar el entorno, de

recrearlo según nuestras necesidades, deseos, posibilidades.

Un modo de interacción social y con el mundo físico, una peculiar sensibilidad y

estilo cognitivo unido a una praxis específica que se gestó en el Renacimiento y

desarrolló en la Modernidad parieron un tipo de experiencia que llevó a un cisma

entre la cultura “científica” y la civilización “técnica” por un lado y el arte, la

emoción, la pasión, la creación por otro. Este divorcio fue impulsado y certificado

por los filósofos modernos que depuraron la “razón” hasta hacer de ella un

mecanismo, expulsando la imaginación del proceso cognitivo legítimo, cortando

las raíces sensibles del conocimiento y estereotipando la expresión de los

resultados.

Una de las creencias más extendidas que ha dado esta concepción positivista del

conocimiento ha sido la que sostiene la versión utilitarista sobre el origen de la

técnica. Según esta concepción el ser humano desarrolló la técnica para

garantizar su supervivencia, es decir para satisfacer lo que se ha dado en llamar

"necesidades básicas": comer, beber, dormir, abrigarse. Desde esta mirada la

técnica es fundamentalmente una sofisticación de la adaptación biológica.

Durante la primera mitad del siglo pasado esta fue la idea que prevaleció

ampliamente, al amparo tanto de las concepciones darwinianas que parecían

fundamentarla, como de los soportes ideológicos que tanto el liberalismo como el

marxismo le brindaron a las perspectivas utilitaristas-economicistas sobre el

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quehacer y el devenir humanos. En la actualidad estas tendencias, aunque

todavía extendidas, e incluso llevadas a extremos escandalosos como en el caso

de la sociobiología, han comenzado a declinar. Además, en las últimas décadas

han surgido y se han consolidado perspectivas alternativas desde diversas

corrientes de pensamiento de la antropología, la filosofía y la sociología

contemporáneas. Estas nuevas miradas nos proponen una versión radicalmente

distinta del "homo tecnicus". Desde hace más de 30 años una catarata de

resultados de diversas investigaciones han mostrado que en las sociedades

“primitivas” el uso de armas para cazar estuvo tan extendido como la utilización

de sustancias embriagadoras, la creación de instrumentos musicales o la

costumbre de enterrar a los muertos, actividades que difícilmente puedan

justificarse aludiendo a un supuesto “valor adaptativo”. A partir de estas

constataciones se ha planteado que el hombre tiene tanta necesidad de satisfacer

sus "necesidades biológicas" como de proporcionarse ciertos estados placenteros

o hacer lugar a necesidades espirituales que no tienen como fin garantizar la

supervivencia, aunque desde luego no son opuestos a ella. Más aún, las

investigaciones arqueológicas contemporáneas muestran que los objetos de culto

y los decorativos fueron creados antes que las armas. Estos hallazgos que fueron

sucediendo a lo largo de todo el siglo XX, han llevado a que algunos pensadores,

entre los que se destaca Ortega y Gasset, sostengan que la necesidad humana

abarca indiferentemente lo biológicamente necesario y lo superfluo. Nos dice este

pensador:

"(...)las necesidades que pensando a priori parecen más


elementales e ineludibles -alimento, calor- tienen en el hombre una

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elasticidad increíble. (...) En cambio, le cuesta mucho, o
directamente no logra prescindir de ciertas cosas "superfluas" y
cuando le faltan quiere morir. (...) El BIEN_ESTAR y no el ESTAR es
la necesidad fundamental para el hombre. "
Por medio de estos análisis llega Ortega a la formulación de una paradoja que

considero fundante de la hominización:

"El hombre no tiene empeño alguno en estar en el mundo. En lo que


tiene empeño es en estar bien. Sólo esto le parece necesario y todo
lo demás es necesidad en la medida que haga posible el bienestar.
Por lo tanto, para el hombre sólo es necesario lo objetivamente
superfluo (...) Y esto es lo esencial para entender la técnica. La
técnica es la producción de lo superfluo: hoy y en la era paleolítica".

"Navegar es preciso, vivir no es preciso", dijo el poeta. Una bellísima, sintética y

potente expresión que muestra la peculiaridad de las “necesidades humanas”.

Para nosotros la necesidad de significado, de invención, de aventura, de creación

es equiparable, y a veces supera, a la de comida y abrigo. El sentido de la vida

para el hombre, no se reduce a sobrevivir, sino que escapa de la biología hacia un

territorio ilimitado y variable: el que él mismo puede construir. Desde este punto

de vista la técnica es lo contrario de la adaptación pasiva del sujeto al medio, se

trata de la adaptación del medio por el sujeto. Los asentamientos urbanos se

reconocen en las fotografías satelitales por sus formas geométricas regulares,

muy distantes de la desprolijidad de la naturaleza: donde esta el hombre el medio

ambiente toma la forma que este va esculpiendo en él.

Esta primera puntualización respecto a la “natural artificialidad” de nuestro

mundo humano es esencial porque este punto de vista impregnará todo el resto

de la exposición y además porque va a contramano de los saberes instituidos. La

perspectiva desde la cual he construido este trabajo surge de la aceptación de las

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concepciones que sostienen el privilegio de lo imaginario en la vida social

humana. Lo imaginario como condición de posibilidad de toda vida psíquica, de

todo sistema semiótico, de toda producción de significado. Las concepciones

modernas han aislado y desvalorizado a la imaginación, la han asimilado al delirio

y le han otorgado un único espacio posible: el de la fantasía. De la misma manera

que ataron la realidad al carro de la razón y separaron la ciencia del arte, o la

técnica de la creatividad.

En la contemporaneidad estas dicotomías han estallado, vivimos en un mundo de

“realidades virtuales” en el que se hace imperioso concebir nuevos paisajes

cognitivos que permitan tejer vínculos entre áreas de la experiencia que estaban

escindidas y minusvaloradas en las perspectivas clásicas y hacer lugar a la

emergencia de nuevas posibilidades completamente inéditas. Para ello he elegido

un camino que comienza con una afirmación estremecedora de Cornelius

Castoriadis:

“ La lógica, así simplemente dicha, es lo que compartimos con los


animales. (...) Lo propio del hombre no es la lógica sino la
imaginación desenfrenada, disfuncionalizada i ”

Esta perspectiva nos invita a la superación tanto de los esquemas utilitaristas que

privilegian la “función adaptativa” del conocimiento como de los modelos

racionalistas que subestiman la función imaginaria. Las concepciones post-

positivistas contemporáneas en general constituyen un terreno fértil para la ir más

allá del racionalismo estrecho, que concibe a la razón como una máquina de

transmisión de la verdad, sin caer en el empirismo pedestre que supone una

experiencia pasiva y natural. Castoriadis, en particular, nos convida a pensar el

mundo experiencial como nuestra propia creación, aunque de ninguna manera

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desde una perspectiva solipsista. Con el término “imaginario” lejos de referirnos a

una función psíquica de un sujeto cerrado en si mismo estamos hablando de la

actividad creativa de una persona vinculada activamente a su entorno, tanto al

medio social humano como al entorno orgánico y físico-químico. La imaginación,

lejos de ser una actividad puramente subjetiva, es concebida como la instancia

personal de una interacción social dentro de la cual y a partir de la cual encuentra

los nutrientes necesarios para producir sentido y hacer sentir sus efectos.

En la Modernidad el positivismo presentó a la imaginación como una actividad

confinada al campo del arte, atrapada en el ámbito de una subjetividad desligada,

separada por decreto del conocimiento “científico”. La actividad imaginaria quedó

confinada en el estrecho marco del “contexto de invención”, que según los

epistemólogos clásicos no pertenece genuinamente al campo de la ciencia. Ésta

se desarrolla en un compartimento estanco al que bautizaron “contexto de

justificación”. En ese territorio la lógica es la reina y ella garantiza la validez de

las teorías y otorga la legitimidad al conocimiento. Todo el modelo cognitivo se

asentó firmemente en esta división de contextos estancos, completamente

aislados unos de otros: la invención era una “terra incógnita”, un área

completamente irracional y no sujeta a leyes, caótica e impredecible, reino de las

musas y los hados. Paradójicamente, la imaginación se reconocía como

imprescindible y a la vez totalmente ajena a la “verdadera” ciencia. El

conocimiento científico era concebido como aquel que podía justificarse

plenamente, el que aceptaba someterse a las leyes de la investigación, el se

sometía a los dictados de los tribunales de objetivistas y resultaba “verificado” o

“falsado” (según únicas alternativas en el menú cientificista). Finalmente, los

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epistemólogos positivistas hablaban de un “contexto de aplicación”, responsable

del desarrollo de la utilización práctica del saber “puro”. La ciencia, gracias al

control de veracidad de los lógicos, proveía según esta perspectiva, un

conocimiento puro e incontaminado Sólo las aplicaciones técnicas podían ser

sometidas a juicio ético.

Las investigaciones de los últimos 30 años han derrumbado estas concepciones

estancas en compartimentos independientes, la sociología de la ciencia ha

mostrado las profundas ligazones y retroalimentaciones entre las investigaciones

y desarrollos tecnológicos y la producción de los científicos, la epistemología post-

positivista ha mostrado cómo los paradigmas científicos están atravesados por las

creencias, saberes y prácticas de la sociedad que los ha parido, las

investigaciones en lingüística cognitiva han mostrado el papel fundamental de la

metáfora en la producción de sentido y han abierto las puertas para poder pensar

la dinámica de la invención, en el contexto de producción de conocimiento. Desde

esta nueva mirada la técnica, la ciencia y el arte están profundamente imbricados,

entretejidos y articulados. Los contextos son distinciones artificiosas producto de

la necesidad de sostener la creencia en una razón pura, no contaminada por la

subjetividad y por lo tanto por la imaginación creadora, ni por las “sucias”

aplicaciones. De esta manera, sea lo que fueren los productos de la actividad

científica, se podía tener la ilusión de una virginidad ética. Los positivistas

sustituyeron al espíritu santo por la lógica de la investigación.

Estas creencias se han sostenido merced a la construcción de un discurso que se

presenta como neutro y que sostiene la posibilidad de separar radicalmente la

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forma del contenido, la retórica de la semántica, el medio del mensaje. Este tipo

de narración ha sido bautizado por Derrida ii como “discurso afabulado”.

La afabulación fue el resultado de la creencia, extendida en la Modernidad, de

que es posible una narración que re-presente una realidad que se concibe externa

e independiente al lenguaje con que se la presenta y a la propia experiencia del

sujeto. Quienes sostienen la posibilidad de un discurso “neutro”, de una

“descripción pura” pretenden que los hechos hablan por si mismos y no a través

nuestro. La creencia en un discurso neutral niega toda capacidad formativa al

lenguaje y a los medios de comunicación y expresión. La operación de a-

fabulación se montó sobre un proceso de abstracción y depuración de la

experiencia histórica. Se eliminó la retórica merced al grosero pero eficaz recurso

de dictaminar un solo modo canónico de expresión caracterizado por el

borramiento del sujeto de todo trabajo científico y su reemplazo por los

pronombres impersonales y los plurales genéricos. De la misma manera que se

pretendió eliminar a la imaginación, separando artificialmente el proceso histórico

de producción del conocimiento del producto obtenido. Al anular la historia se

escamotea el hecho de que las teorías y conocimientos científicos fueron

inventados, diseñados y producidos por alguien. Que es la creatividad humana la

que engendra hipótesis y lleva a la posibilidad de construir puentes, de establecer

lazos entre teorías y experimentos u observaciones. Y que no se trata sólo de las

musas inspiradoras, que desde luego también participan activamente, sino que

estas creaciones se nutren de los sistemas simbólicos, de los dispositivos

instrumentales, de las herramientas conceptuales disponibles en una cultura y

hacia ella vierten sus productos. No se trata de un proceso puramente individual

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sino enraizado y nutrido por el intercambio social en y a través de instituciones,

utilizando los medios disponibles y generando otros nuevos que a su vez pasarán

a formar parte del bucle infinito de la creación.

Los imaginarios sociales no están formados por figuras platónicas en el cielo de

las abstracciones, sino por significados compartidos por hombres y mujeres

organizados en instituciones, relacionados a través de juegos del lenguaje que

sólo producen sentidos entramados en formas de vida y relación que los han

hecho nacer y los sostienen, utilizando medios de comunicación que forman y

conforman sus posibilidades de pensar y transmitir conocimientos.

Para presentar más claramente estas ideas me propongo focalizar la cuestión

pensando en un tipo particular de técnicas que han sido bautizadas como

“tecnologías de la palabra”: la oralidad, la escritura, la imprenta y hoy la

computadora interconectada. Merced a ellas la imaginación humana es capaz de

producir sentido y de expresarlo a través de distintos medios. La imaginación no

existe ni produce en el vacío, sino en y a través de diversos medios de expresión.

Lejos de ser inertes éstos medios forman, conforman y transforman nuestra

posibilidad de construir sentido. No pensamos igual durante una conversación

coloquial que cuando estamos escribiendo un trabajo científico, o cuando lo que

vamos a producir es un poema o una carta empresarial. Tampoco es indiferente si

utilizamos lápiz y papel o una máquina de escribir o una computadora. Ni si lo

hacemos en la soledad o en una comunidad virtual. Como ha mostrado

magistralmente Marshall McLuhan el medio y mensaje se influyen mutuamente,

son autónomos pero no independientes, coevolucionan en un campo de

interacciones sociales.

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La institución escolar de la Modernidad fue el producto de un tipo particular de

experiencia y de una cierta epistemología. Como ya hemos visto, el conocimiento

era concebido como un “producto” abstracto, algo estable y definido, que podía

transmitirse. La escuela se organizó a partir de estas creencias, de las

tecnologías de la palabra disponibles (los libros impresos) y adoptó las

configuraciones vinculares que permisibles por ellas. El modelo puede describirse

muy esquemáticamente como un sistema de transmisión pasiva en el que el

“alumno” recibía el saber de sus maestros, que a su vez lo obtenían de los suyos

y/o de los libros. Las virtudes cardinales del sistema eran la disciplina y la

aplicación al trabajo, la memoria y la prolijidad. La configuración vincular

establecida era totalmente asimétrica, con un saber depositado en el maestro que

iba inoculándolo en los alumnos que lo recibían sin poder transformarlo, ni

digerirlo, ni cuestionarlo. Ni la imaginación ni la sensibilidad tuvieron cabida en

este esquema. La tekne, como capacidad humana transformadora estaba afuera

de este modelo pedagógico, que se limitaba a transmitir sin modificaciones un

saber pre-cocinado e incluso muchas veces pre-digerido. El alumno no era

pensado como un productor (ni siquiera el docente lo era), sino como un

consumidor pasivo un mero receptáculo. Las pedagogías alternativas pusieron un

énfasis desmedido en cambiar las formas pero al desentenderse de los

contenidos, de las configuraciones vinculares y de las creencias epistemológicas

que les había dado origen sólo produjeron modificaciones superficiales en las

relaciones sin cambiar la organización básica del sistema.

Si focalizamos ahora en las posibilidades que nos brinda la computación en red

tanto a nivel de la producción de conocimiento como en los procesos de

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enseñanza y aprendizaje veremos un panorama completamente distinto al

tradicional. Una transformación en las tecnologías de la palabra nos da la

oportunidad para la reorganización global del paisaje institucional, de las

prácticas pedagógicas, de las configuraciones vinculares, de los lugares de los

distintos actores sociales involucrados, de la concepción del conocimiento y de

su relación con la praxis. En la era de Internet tecnología y arte vuelven a ser

compañeras de andanzas, pueden llegar incluso a fundirse o al menos a

enlazarse de una manera poderosa y fértil. Sin embargo, este proceso no se da

necesariamente ni meramente por la introducción de unas computadoras en la

escuela. Ni tampoco por la incorporación de una materia sobre “informática”. La

transformación del paisaje educativo es un desafío, no una certeza asociada al

“hardware”. Somos nosotros quienes tenemos la posibilidad de reinventar la

educación y apoyarnos para ello en los nuevos territorios cibernéticos para

trabajar con ahínco en la creación de nuevos espacios y prácticas educativas. No

se trata de garantías de cambio sino de nuevos mundos a construir socialmente

en la comunidad.

El conocimiento ya no puede ser presentado tan fácilmente como un producto

único y estable. Cualquier temática que investiguemos admite múltiples miradas.

Con sólo hacer una búsqueda mínima en la Web aparecen varias perspectivas

sobre la cuestión que estamos investigando, muchas veces expresadas en

modalidades diferentes (orales, escritas, en video, en presentación audiovisual,

con gráficos o sin ellos), y a veces en formato interactivo. El emisor o productor de

conocimiento ya no esta siempre en un mundo inaccesible, es habitual que se

formen comunidades de trabajo, o grupos de interés sobre un tema cualquiera. Se

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ha vuelto a la dinámica del “foro”, pero con una organización mucho más

democrática que en la Grecia Antigua. En el ciberespacio los textos muchas veces

admiten revisiones y transformaciones, la noción de autor se va transformando

rápidamente, junto con la de que el conocimiento es un producto de una “mente

individual”. Las nuevas formas de interacción humana que permiten las

computadoras en red no implican solamente la posibilidad de expresar el

conocimiento de forma diferente sino que van mucho más allá: nos permiten

pensar de otro modo.

Hoy tenemos la oportunidad de volver hacer una fiesta de la educación aunque

muy diferente de los encuentros danzantes frente al fuego en los bosques.

Podemos abrir el espacio del aula a un ámbito comunitario mucho más amplio,

estimular la participación activa de los alumnos. El ciberespacio atraviesa y se

entreteje con el espacio del aula de múltiples maneras y nos brindan la posibilidad

de buscar nuevas configuraciones relacionales y crear nuevas prácticas de

aprendizaje. El arte y la imaginación, la técnica y la sensibilidad se enlazan hoy de

maneras inesperadas. Los valores privilegiados son otros: la capacidad de

exploración, el procesamiento veloz y la posibilidad de tejer múltiples relaciones,

puentes y ligazones a través de navegaciones, la jerarquización de los datos y la

organización de información, la producción de sentido y su presentación estética.

Al transformarse los procesos y los valores desde una concepción basada en la

adquisición de información a otra centrada en la producción se genera una

tensión insostenible entre los viejos modos vinculares de las prácticas educativas

y las nuevas exigencias: el maestro no es ni lejanamente el poseedor de un saber

definitivo y completo, su rol no puede concebirse más como el del encargado de

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brindar la información sino que debe ayudar a organizarla, en muchos casos con

menos conocimientos de la tecnología que sus propios alumnos. Poseer

información no es hoy ningún mérito cuando todos los que tenemos acceso a la

Web disponemos de una inmensa biblioteca universal “abierta” las 24 horas. Hoy

es preciso, incluso imperioso, explorar más que poseer o adquirir, aprender a

desplazarse, a buscar y a encontrar documentos en ese espacio virtual, así como

a desechar, comparar y transformar la información para poder organizar

creativamente los hallazgos. El foco de atención de la educación contemporánea

debería ubicarse en los procesos de producción de sentido y de estimulación de

las habilidades necesarias para que los alumnos sean capaces de generar

nuevos productos. Estamos ante el desafío de pasar de una educación para la

reproducción y la recepción pasiva de saberes preestablecidos a encarar una

educación productiva, es decir poiética, que incluya la tekne en todas sus

dimensiones, para seguir recreando nuestro mundo humano. Mundo de sentido y

de imaginación desbocada, de creación y desafío permanente, gracias a nuestra

natural artificialidad que nos permite transformar y también transformarnos.

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i Castoriadis, C. “Lógica, imaginación, reflexión” en AA. VV. “El inconsciente y la ciencia”, Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1993.

ii Derrida, J. “Historia de la mentira: prolegómenos” Ediciones del CBC, UBA, Buenos Aires, 1997.

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