El comercio no sólo disminuyó sino que, sobre todo, cambió de carácter.
Ya no se trataba, como en la época del Imperio, de abastecer la población de las grandes ciudades, sino de proveer de objetos pequeños y de mucho valor, joyas, libros, marfiles, sedas, vestimentas litúrgicas, a una minoría de ricos. En gran parte, eran productos que se fabricaban en el Imperio de Oriente, lo que suponía que, para pagarlos, los occidentales debían remitir oro y, en ocasiones, esclavos a Bizancio. Este mismo tipo de comercio que apenas utilizaba la moneda caracterizaba los intercambios que se realizaban en el interior de los reinos bárbaros. Almenos, por dos razones. En principio, por la tendencia a la autosubsistencia de las villae o grandes explotaciones latifundiarias. Y, en segundo lugar, porque muchos de esos intercambios respondían a modelos que tenían que ver más con la estructura y manifestaciones del poder que con el comercio propiamente dicho. En especial, con el principio, de obligado cumplimiento, de «dar, aceptar y devolver acrecentados» los regalos. La fórmula adquirió todo su valor cuando la Iglesia entró en el circuito como destinataria de ofrendas y limosnas que ella devolvía en forma de beneficios espirituales que aseguraban la salvación eterna de los donantes.