extenuado por la fatiga, viaja de un pueblo a otro, en la Montaña de los drusos, sin rumbo fijo: era Adonis. Quien le conoció tres meses antes, no podría encontrar a Adonis en ese hombre con el pelo y la barba enormemente crecidos, y el rostro tostado por el sol. Aquel Adonis vivió muchos años durante esos tres meses de sufrimiento. Había apurado la copa de su juventud hasta la última gota. Ahora esta convertido en un hombre maduro, que carga el peso como de cuarenta años sobre sus hombros. Su dignidad no le permitió vivir mas de dos o tres días como huésped en un hogar druso. Quería encontrar trabajo para vivir dignamente. Algunos jefes de los pueblos, quisieron que fuera maestro de lectura para sus hijos. Pero al saber que era cristiano, desecharon su intento, pues la ley coránica dice terminantemente: "El infiel no puede poseer el Libro" y el Libro es el Corán. Quiso emplearse en las labores del campo, y no le fue posible, porque era un huésped y un "jatib", o maestro, para quien no estaba permitido este duro trabajo. Sin embargo, todos le ofrecían con sumo placer lo que necesitaba para la satisfacción de sus menesteres... Hasta la ciencia fue un obstáculo para Adonis, por lo que estaba convertido en el moderno judío errante. A mediados de mayo, llegó después del mediodía a un pueblo llamado Saljad. Buscaba la casa del jefe de la aldea para hospedarse en ella, según la costumbre, y en su búsqueda se encontró con una mansión elegante y espaciosa. "Esta debe ser", se dijo; se dirigió hacia el edificio, atravesó el patio, llegó a la puerta y llamó, — Adelante —contestó una voz. Entró Adonis, exclamando el saludo acostumbrado: —Alaicom essalam (La paz sea con vosotros). —Y también contigo. Al principio, Adonis no pudo distinguir a la persona que le hablaba, pues al pasar bruscamente del sol a la sombra del cuarto, sus pupilas aun no se acostumbraban a ella, para poder divisar los objetos. Admirado el viajero del cariño puesto en la voz, hizo lo posible para ver quién era. Cerró y abrió sucesivamente los ojos, hasta que se encontró con un hombre sentado a la mesa, como quien espera a un compañero para la comida. Vestía una túnica rosada. El cabello lo llevaba suelto y era blanca su barba. Era imposible calcular su edad: podía tener 40, como también 100 años... Miraban sus ojos profundamente a Adonis y parecían penetrar al fondo de su corazón. El rostro del hombre, libre ya de las sombras, parecía el de un dios esculpido. Su frente serena sería envidiada por cualquier joven hermosa de nuestra sociedad y nuestra época. Pero al encontrarse con sus ojos, al observar su mirada, es imposible tratar de describirlo. En ella había una amalgama de piedad y de ternura. Adonis se detuvo ante tal mirada, y se preguntaba estupefacto: "¿En dónde he visto antes este rostro angelical?" El hombre habló: —Siéntate, hijo mío. ¿No ves que te estoy esperando? —¿A mi, señor? —preguntó Adonis con sorpresa. —Sí, a ti, a ti... Debes tener mucho hambre. A comer. Tomó asiento el recién llegado, pero no podía retirar su mirada de aquel ser. Adonis sentía una hambre devoradora y acumulada. Comenzaron el almuerzo que se componía de platos sencillos. Pasados cinco minutos, el joven cesó de comer. —¿Por qué no comes, hijo? —¡Cosa rara! Tenía mucho hambre, pero ahora me siento satisfecho. Sonrió el dueño de la estancia, diciendo: — Tienes razón. Has absorbido el alma del alimento. Adonis no se atrevió a investigar el significado de esas palabras. El joven—anciano continuaba mirándolo dulcemente, con sus ojos saturados de paz. Luego con voz suave dijo: —Estás muy cansado y tu mente no puede retener nada. Ven, voy a conducirte a tu cama; hablaremos mañana. En realidad, los ojos de Adonis se cerraban por el sueño... El desconocido le tomó el brazo y le condujo a un cuarto apartado. Descorrió las colchas del lecho, hizo sentar a Adonis y se inclinó para desabrocharle los zapatos. El joven fugitivo quiso protestar, pero no pudo articular una sola palabra. Sintió luego que dos brazos lo alzaron, y recostándolo en el lecho bien preparado, le cubrieron con cariño. Después, entraba en el desconocido mundo de los sueños. Al siguiente día, Adonis despertó y con indecible sorpresa vio a su huésped sentado a su cabecera, preguntándole: —¿Cómo has amanecido, hijo mío? Pasaron algunos instantes para que pudiera reponerse de su sorpresa y contestar: —Bien. Yo estoy muy bien, señor, y os pido perdón por la molestia que os he ocasionado. —¿Llamas molestia al cumplimiento del deber? No, hijito, es éste el gran placer de servir y ayudar... Levántate ahora, porque necesitas un baño. Se levantó Adonis y fue conducido a otro cuarto en el que había una tina grande de agua. Su bienhechor le dijo: —Báñate bien. Después debes vestirte con esta ropa, porque la tuya no sirve. Hay que quemarla. Dijo esto, y salió cerrando la puerta. Antes de desvestirse, Adonis contempló su ropa nueva. Se componía de una túnica blanca, de seda y con mangas largas; un calzón bien ancho; un manto, semejante al albornoz, de lana de camello, y por último, un par de sandalias, cuya suela era de una materia como de lona, pero muy gruesa, y que se anudaban con cintas de seda. Rememorando todas sus gratas impresiones desde el día anterior, Adonis entró en la tina. Después de jabonarse varias veces, salió de aquel rústico y posiblemente recién improvisado baño, y con agua pura de otro recipiente mojó su cuerpo, echándola desde la cabeza. Después de secarse con una toalla de hilo, vistió su nueva ropa. Puso en los bolsillos los papeles y documentos que guardaba en los de su antigua vestimenta, tales como tarjetas con su nombre, cartas de Eva y algunos poemas compuestos por él. Cuando se disponía a salir, entró nuevamente el dueño de la mansión con un sirviente, a quien ordenó: —Lleva esta ropa y quémala. El sirviente que era un hombre maduro, de barba negra y tez morena, se inclinó, arrolló la ropa y salió silencioso. Entonces el amo dijo a Adonis: —Vamos, que el desayuno nos espera. Quiso agradecer a su benefactor por los vestidos que le donaba, pero no encontró las palabras adecuadas. Mas, al llegar al comedor, levantó hacia él su mirada, diciéndole: —Señor, hasta ahora no conozco vuestro nombre para bendecirlo. —Por el momento, llámame Aristóteles. —Y yo me llamo... Calló sin saber qué decir. Dudaba entre darle su verdadero nombre o el nombre supuesto para despistar a los agentes turcos. Pero ante este hombre no quería mentir. El, observándole y quizás adivinando la lucha interna, le dijo bondadosamente: —No he preguntado por tu nombre, joven. —Me llamo Adonis, señor, y os agradezco por esta ropa. —Soy yo quien debo agradecerte. Ahora, a desayunar porque debes tener hambre. —A decir verdad, no tengo mucho apetito. —No importa. Come, pues debes recuperar tus fuerzas, porque te espera un trabajo largo. Alegre, Adonis preguntó: —¿Puedo trabajar aquí, señor? —Mucho, mucho... Ahora después del desayuno te conduciré ante el jefe y te colocaré como contador, en su casa. Allí aparentemente debes trabajar; pero el verdadero trabajo es conmigo, mientras yo me encuentre aquí. En seguida tendió ambas manos sobre los alimentos servidos, y tras unos segundos en esta actitud, ofreció a Adonis una taza de leche.