You are on page 1of 5

Capítulo VIII

SUEÑO REALIZADO

A mediados del mes de mayo, un joven,


extenuado por la fatiga, viaja de un pueblo a
otro, en la Montaña de los drusos, sin rumbo
fijo: era Adonis. Quien le conoció tres meses
antes, no podría encontrar a Adonis en ese
hombre con el pelo y la barba enormemente
crecidos, y el rostro tostado por el sol.
Aquel Adonis vivió muchos años durante esos
tres meses de sufrimiento. Había apurado la
copa de su juventud hasta la última gota.
Ahora esta convertido en un hombre maduro,
que carga el peso como de cuarenta años sobre
sus hombros.
Su dignidad no le permitió vivir mas de dos
o tres días como huésped en un hogar druso.
Quería encontrar trabajo para vivir
dignamente.
Algunos jefes de los pueblos, quisieron que
fuera maestro de lectura para sus hijos. Pero
al saber que era cristiano, desecharon su
intento, pues la ley coránica dice
terminantemente: "El infiel no puede poseer
el Libro" y el Libro es el Corán.
Quiso emplearse en las labores del campo, y
no le fue posible, porque era un huésped y un
"jatib", o maestro, para quien no estaba
permitido este duro trabajo.
Sin embargo, todos le ofrecían con sumo
placer lo que necesitaba para la satisfacción
de sus menesteres... Hasta la ciencia fue un
obstáculo para Adonis, por lo que estaba
convertido en el moderno judío errante.
A mediados de mayo, llegó después del
mediodía a un pueblo llamado Saljad.
Buscaba la casa del jefe de la aldea para
hospedarse en ella, según la costumbre, y en
su búsqueda se encontró con una mansión
elegante y espaciosa. "Esta debe ser", se
dijo; se dirigió hacia el edificio, atravesó
el patio, llegó a la puerta y llamó, —
Adelante —contestó una voz. Entró Adonis,
exclamando el saludo acostumbrado: —Alaicom
essalam (La paz sea con vosotros).
—Y también contigo.
Al principio, Adonis no pudo distinguir a
la persona que le hablaba, pues al pasar
bruscamente del sol a la sombra del cuarto,
sus pupilas aun no se acostumbraban a ella,
para poder divisar los objetos.
Admirado el viajero del cariño puesto en la
voz, hizo lo posible para ver quién era.
Cerró y abrió sucesivamente los ojos, hasta
que se encontró con un hombre sentado a la
mesa, como quien espera a un compañero para
la comida. Vestía una túnica rosada. El
cabello lo llevaba suelto y era blanca su
barba. Era imposible calcular su edad: podía
tener 40, como también 100 años... Miraban
sus ojos profundamente a Adonis y parecían
penetrar al fondo de su corazón.
El rostro del hombre, libre ya de las
sombras, parecía el de un dios esculpido. Su
frente serena sería envidiada por cualquier
joven hermosa de nuestra sociedad y nuestra
época.
Pero al encontrarse con sus ojos, al
observar su mirada, es imposible tratar de
describirlo. En ella había una amalgama de
piedad y de ternura.
Adonis se detuvo ante tal mirada, y se
preguntaba estupefacto: "¿En dónde he visto
antes este rostro angelical?"
El hombre habló:
—Siéntate, hijo mío. ¿No ves que te estoy
esperando?
—¿A mi, señor? —preguntó Adonis con
sorpresa.
—Sí, a ti, a ti... Debes tener mucho
hambre. A comer.
Tomó asiento el recién llegado, pero no
podía retirar su mirada de aquel ser.
Adonis sentía una hambre devoradora y
acumulada.
Comenzaron el almuerzo que se componía de
platos sencillos. Pasados cinco minutos, el
joven cesó de comer.
—¿Por qué no comes, hijo?
—¡Cosa rara! Tenía mucho hambre, pero ahora
me siento satisfecho.
Sonrió el dueño de la estancia, diciendo: —
Tienes razón. Has absorbido el alma del
alimento.
Adonis no se atrevió a investigar el
significado de esas palabras.
El joven—anciano continuaba mirándolo
dulcemente, con sus ojos saturados de paz.
Luego con voz suave dijo:
—Estás muy cansado y tu mente no puede
retener nada. Ven, voy a conducirte a tu
cama; hablaremos mañana.
En realidad, los ojos de Adonis se cerraban
por el sueño... El desconocido le tomó el
brazo y le condujo a un cuarto apartado.
Descorrió las colchas del lecho, hizo
sentar a Adonis y se inclinó para
desabrocharle los zapatos.
El joven fugitivo quiso protestar, pero no
pudo articular una sola palabra. Sintió luego
que dos brazos lo alzaron, y recostándolo en
el lecho bien preparado, le cubrieron con
cariño.
Después, entraba en el desconocido mundo de
los sueños.
Al siguiente día, Adonis despertó y con
indecible sorpresa vio a su huésped sentado a
su cabecera, preguntándole:
—¿Cómo has amanecido, hijo mío?
Pasaron algunos instantes para que pudiera
reponerse de su sorpresa y contestar:
—Bien. Yo estoy muy bien, señor, y os pido
perdón por la molestia que os he ocasionado.
—¿Llamas molestia al cumplimiento del
deber? No, hijito, es éste el gran placer de
servir y ayudar... Levántate ahora, porque
necesitas un baño.
Se levantó Adonis y fue conducido a otro
cuarto en el que había una tina grande de
agua. Su bienhechor le dijo:
—Báñate bien. Después debes vestirte con
esta ropa, porque la tuya no sirve. Hay que
quemarla. Dijo esto, y salió cerrando la
puerta.
Antes de desvestirse, Adonis contempló su
ropa nueva. Se componía de una túnica blanca,
de seda y con mangas largas; un calzón bien
ancho; un manto, semejante al albornoz, de
lana de camello, y por último, un par de
sandalias, cuya suela era de una materia como
de lona, pero muy gruesa, y que se anudaban
con cintas de seda.
Rememorando todas sus gratas impresiones
desde el día anterior, Adonis entró en la
tina. Después de jabonarse varias veces,
salió de aquel rústico y posiblemente recién
improvisado baño, y con agua pura de otro
recipiente mojó su cuerpo, echándola desde la
cabeza.
Después de secarse con una toalla de hilo,
vistió su nueva ropa. Puso en los bolsillos
los papeles y documentos que guardaba en los
de su antigua vestimenta, tales como tarjetas
con su nombre, cartas de Eva y algunos poemas
compuestos por él.
Cuando se disponía a salir, entró
nuevamente el dueño de la mansión con un
sirviente, a quien ordenó:
—Lleva esta ropa y quémala.
El sirviente que era un hombre maduro, de
barba negra y tez morena, se inclinó, arrolló
la ropa y salió silencioso. Entonces el amo
dijo a Adonis:
—Vamos, que el desayuno nos espera.
Quiso agradecer a su benefactor por los
vestidos que le donaba, pero no encontró las
palabras adecuadas. Mas, al llegar al
comedor, levantó hacia él su mirada,
diciéndole:
—Señor, hasta ahora no conozco vuestro
nombre para bendecirlo.
—Por el momento, llámame Aristóteles.
—Y yo me llamo...
Calló sin saber qué decir. Dudaba entre
darle su verdadero nombre o el nombre
supuesto para despistar a los agentes turcos.
Pero ante este hombre no quería mentir.
El, observándole y quizás adivinando la
lucha interna, le dijo bondadosamente:
—No he preguntado por tu nombre, joven.
—Me llamo Adonis, señor, y os agradezco por
esta ropa.
—Soy yo quien debo agradecerte. Ahora, a
desayunar porque debes tener hambre.
—A decir verdad, no tengo mucho apetito.
—No importa. Come, pues debes recuperar tus
fuerzas, porque te espera un trabajo largo.
Alegre, Adonis preguntó:
—¿Puedo trabajar aquí, señor?
—Mucho, mucho... Ahora después del desayuno
te conduciré ante el jefe y te colocaré como
contador, en su casa. Allí aparentemente
debes trabajar; pero el verdadero trabajo es
conmigo, mientras yo me encuentre aquí.
En seguida tendió ambas manos sobre los
alimentos servidos, y tras unos segundos en
esta actitud, ofreció a Adonis una taza de
leche.

You might also like