You are on page 1of 15

EL ESPÍRITU RELIGIOSO EN EL ESCENARIO

Concierto del 31 de enero de 2011


(Auditorio Nacional, Sala Sinfónica)

Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana


Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid

Ainhoa Arteta, soprano


Mª José Montiel, mezzosoprano
Ismael Jordi, tenor
Nicola Ulivieri, bajo
José Ramón Encinar, director

Gioachino ROSSINI (1792-1868)


Stabat Mater

1.- Introducción
Gracias a las transformaciones históricas que propiciaron la Revolución Francesa y las
Guerras Napoleónicas así como a los cambios económicos generados por la Revolución
Industrial, el siglo XIX contempló el surgimiento de un nuevo orden político y la trans-
formación de la economía. Las consecuencias de este proceso en la música trajo como
consecuencia un nuevo concepto social de la música y los compositores: quizás sea la
carrera artística y musical del compositor alemán Ludwig van Beethoven la que mejor
refleje los cambios tumultuosos de las décadas en torno a 18001.
El siglo XIX se caracterizó por ser, en lo fundamental, una época laica y materialista,
aunque hubo un importante movimiento de resurgimiento en la iglesia católica. Sin
embargo, el espíritu romántico esencial, una vez más en conflicto con una importante
tendencia de su tiempo, era a la vez idealista y laico. Las musicalizaciones de textos litúr-
gicos más características del siglo XIX fueron demasiado personales y grandiosas para el
uso eclesiástico ordinario, como es el caso de la Missa solemnis de Ludwig van Beethoven,
el Requiem y el Te Deum de Hector Berlioz, o el Requiem de Giuseppe Verdi. Los compo-
sitores románticos expresaron asimismo aspiraciones religiosas generalizadas en compo-
siciones no-litúrgicas, como el Réquiem alemán de Johannes Brahms, la ópera Parsifal de
Richard Wagner, o bien la Octava sinfonía de Gustav Mahler. Por otro lado, gran parte de
la música romántica se ve impregnada por una especie de anhelo idealista que podría ca-
lificarse de “religioso”, según un vago sentido panteísta.
1
Véase al respecto el capítulo del profesor de la Universidad de Indiana y célebre musicólogo J. Peter
Burkholder “Revolución y cambio”, en: Burkholder-Grout-Palisca: Historia de la música occidental, 7ª edi-
ción, Alianza Música, Madrid 2009, pág. 644ss.

1
2.- Definición y características generales del romanticismo musical
El romanticismo abarca el período de la historia comprendido entre 1820 y finales del
siglo XIX. El adjetivo “romántico” proviene de romance, cuyo significado literario origi-
nal es el de un cuento o poema medieval que trataba de personajes o sucesos heroicos, y
que estaba escrito en alguna de las lenguas romances, es decir, las lenguas vernáculas
descendientes del latín. Por consiguiente, cuando comenzó a utilizarse la palabra román-
tico a fines del siglo XVIII, llevaba la connotación de algo remoto, legendario, ficticio,
fantástico y maravilloso, mundo imaginario o ideal que contrastaba con el mundo real
del presente. A principios del siglo XIX, los albores del espíritu romántico se manifesta-
ron en un incipiente aprecio de los escenarios naturales salvajes y pintorescos. Otro sig-
no fue la transformación gradual de la palabra “gótico”, que pasó de ser un término inju-
rioso a otro encomioso; las gentes comenzaron a descubrir belleza en las catedrales
medievales, a admirarlas por su irregularidad y por la complejidad de sus detalles, tan
diferentes de la simetría y sencillez de la arquitectura clásica.
Por lo que hace referencia a las características del Romanticismo musical, pueden re-
sumirse en los siguientes aspectos, tal como lo han resumido los historiadores Donald J.
Grout y Claude V. Palisca:
1) La música romántica difiere de la clásica por el mayor énfasis que otorga a los atri-
butos de lo remoto y lo extraño, con todo cuanto tal énfasis pueda implicar en lo relativo
a elección y tratamiento del material. En este sentido general, el Romanticismo no es un
fenómeno de un período en particular, sino que se ha dado en épocas y formas diversas.
En la historia de la música, y en la de las otras artes, es posible observar tales alternancias
de Clasicismo y Romanticismo. Por ello, puede considerarse romántico al Barroco en
comparación con el Renacimiento, de la misma manera que el siglo XIX es romántico
en comparación con el clasicismo del XVIII.
2) Otro rasgo fundamental de la música romántica es su infinitud, en dos sentidos
diferentes, aunque relacionados entre sí: en primer lugar, la música romántica aspira a
trascender tiempos u ocasiones inmediatos, a aprehender la eternidad, a remontarse al
pasado y avanzar hasta el porvenir, abarcar la extensión del mundo y, en el exterior, el
universo. En contraposición a los ideales clásicos de orden, equilibrio, control y perfec-
ción dentro de límites reconocidos, la música romántica ama la libertad, el movimiento,
la pasión y persigue incesantemente lo inalcanzable.
3) La impaciencia romántica ante los límites lleva a una destrucción de las distincio-
nes. La personalidad del artista se funde con la obra de arte; la claridad clásica se ve susti-
tuida por cierta oscuridad y ambigüedad intencionales, y la manifestación definitiva, por
la sugerencia, la alusión o el símbolo. Las propias artes tienden a mezclarse; la poesía,
por ejemplo, aspira a adquirir los atributos de la música, y ésta, las características de
aquélla.
4) Si la lejanía y la infinitud son románticas, entonces la música es la más romántica
de las artes. Su material -sonido y ritmo ordenados- está casi por completo separado del
mundo concreto de los objetos, y esta misma separación confiere a la música una gran
aptitud para sugerir el torrente de impresiones, pensamientos y sentimientos que consti-
tuyen los dominios propios del arte romántico. Sólo la música instrumental -música pu-

2
ra, libre del lastre de las palabras- puede alcanzar a la perfección este objetivo de comu-
nicar emociones. Por consiguiente, la música instrumental es el arte romántico ideal2.

3.- Principales géneros musicales religiosos en la época romántica


En torno a la mitad del siglo XIX surgió en el seno de la iglesia católica un movimiento
que propugnaba la reforma de la música sacra, movimiento que fue denominado “ceci-
liano”, en honor de la patrona de la música, Santa Cecilia. La mencionada tendencia ce-
ciliana se vio estimulada en parte por el interés del Romanticismo por la música histórica
y hasta cierto punto actuó en favor de una resurrección del supuesto estilo a cappella pro-
pio del siglo XVI, y de la restauración del canto gregoriano según las fuentes originales,
aunque sólo dio pie a una escasa producción de música nueva de importancia por parte
de los compositores que se dedicaron a estos ideales.

3.1.- La misa
La misa constituye el principal componente de la liturgia romano-católica junto al Ofi-
cio divino. Al conmemorar la Última Cena de Cristo, la misa es el más importante rito
de la Iglesia cristiana y ha significado el marco más solemne para la expresión musical
religiosa durante siglos. El término “misa” procede de la frase “Ite missa est” (Idos, ya
está [hecho]) con la que se concluía el rito y que actualmente es sustituido por “podéis ir
en paz”. En la celebración de la misa existe una serie de textos comunes a todas las fiestas
("Ordinarium missae", compuesto de Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei) mien-
tras que otros textos son exclusivos de cada una de dichas fiestas ("Proprium missae").

3.1.1 La misa de Gloria


Las primeras misas conocidas se remontan al siglo XIV y por lo general las diferentes
partes estaban compuestas por un autor distinto: tales partes se agrupaban después de
manera indistinta, tal como ocurría antiguamente con las misas grogorianas. El primer
autor conocido que compone una misa en su totalidad es Guillaume de Machaut
(1300?-1377), a la que dota de la unidad estilística que las anteriores carecían. Samuel
Rubio diferencia distintos tipos de misa polifónica durante el Renacimiento: la misa de
cantus firmus o misa tenor, la misa paráfrasis, misa parodia y misa original o sine nomine.
Respecto a la primera, se fundamenta en base a un canto o melodía preexistente, ya
sea religioso o profano, que era ofrecido por la voz tenor y que se presentaba a lo largo
de toda la obra con mayor o menor insistencia. Asimismo era habitual que dicho canto o
melodía otorgara su denominación al título de la misa: uno de los más comunes del re-
pertorio profano fue la canción del soldado L´homme armé; el Concilio de Trento, sin
embargo, prohibió el empleo de temas profanos en las misas católicas. Por otra parte, la
melodía que desempeñaba la función de cantus firmus podía derivar del repertorio grego-
riano o bien de otras fuentes. Por último, el cantus firmus puede adoptar la forma ostinato,
es decir la repetición constante de la melodía o tema principal durante toda la misa. Por
lo que se refiere a la misa paráfrasis, una melodía o tema de carácter preexistente era
asimismo su base y al igual que la misa de cantus firmus, procedía por lo general del reper-
torio gregoriano. Las diferentes partes de que consta dicha melodía o tema constituían el
2
Donald J. Grout y Claude V. Palisca: Historia de la música occidental, 2ª edición, vol. 2, Alianza Música,
Madrid 1990, págs. 664ss.

3
fundamento temático de toda la misa paráfrasis, en la que dichas partes podían ser reela-
boradas mediante diferentes procedimientos técnicos. En cuanto a la misa parodia, el
compositor recurre a fragmentos de motetes propios o de otros autores. Para finalizar, el
cuarto tipo de misa polifónica, la misa original o sine nomine, es aquel que no recurre a
ninguna de las técnicas compositivas antes mencionadas sino que es la propia inspiración
del autor quien gobierna su desarrollo3.
Ya en pleno barroco musical, la misa capitular era casi siempre cantada: los días ordi-
narios en canto llano y los días de fiesta en canto de órgano o polifonía, tradición que se
mantuvo prácticamente inalterada a lo largo de todo el siglo XVII, pero conforme avan-
zaban los años, se impuso cada vez más la costumbre de cantar las misas de forma poli-
fónica en alguna de las dos modalidades presentes en dicha centuria: en estilo clásico
(estilo antiguo o prima prattica), o bien en estilo moderno (seconda prattica), en detrimento
de las misas cantadas en canto llano4. Dentro del estilo antiguo, los tipos de misa más
empleados en el siglo XVII, herencia del siglo anterior, son la misa de cantus firmus y la
misa parodia: un ejemplo del primer tipo está representado por la Misa a seis voces de
Claudio Monteverdi (1567-1643), que incluyó en el marco de sus Visperas (1610), una
misa que está basada en el motete de Gombert In illo tempore: esta misa, que pretende
mostrar cómo su compositor es también un maestro del viejo estilo, utiliza motivos del
motete de Gombert y está llena de imitaciones (incluido el canon), secuencias y el con-
trapunto denso tan característico del compositor que toma como modelo.
Así pues, la mayor parte de las misas compuestas en el siglo XVII se atuvieron al stile
antico aunque poco a poco los propios compositores fueron adoptando los rasgos del stile
moderno, cuyas características más importantes pueden resumirse de la siguiente manera:
inclusión de más de cuatro voces, frecuentemente organizadas en varios coros; presencia
del bajo continuo, incluso en ocasiones uno propio para cada coro; dotación instrumen-
tal tratada como un coro más ya que la intercambiabilidad temática pertenece al trata-
miento vocal-instrumental de esta época; principios de fragmentación textual y melódica
mediante la oposición entre partes solistas y partes en ripieno; recursos de efectismos so-
noros. Todas estas características se aprecian en el Gloria perteneciente a la Selva morale e
spirituale (1641) del propio Monteverdi o en la Messa concertata (1656) de su alumno
Francesco Cavalli.
En el siglo XVIII, sobre todo en Italia, se escribieron un gran número de misas mez-
clando el estilo antiguo y el nuevo, empleando solistas y orquesta jnto con el coro y to-
mando prestadas técnicas de la música instrumental y de la ópera. A partir de entonces,
las misas dejaron de estar basadas en modelos preexistentes (un rasgo definitorio del stile
antico) y comenzaron a hacer uso de otros medios de unificación como la tonalidad co-
mún a los cinco movimientos de la misa. A su vez, el “Gloria” y el “Credo” se dividieron
en más secciones que antiguamente: así por ejemplo en la Misa en Fa (1732) de Pergole-
si, el “Gloria” ofrece siete partes; también fue posible escribir obras sustanciales e inde-
pendientes poniendo música a un solo texto (el “Gloria” de Vivaldi). Sin embargo, la
identificación básica de la misa con el stile antico no se perdió nunca del todo, como lo
demuestran las misas de Antonio Caldara (1670-1736) y las de Johann Joseph Fux
(1660-1741): este último creía que el stile antico era el que mejor se adecuaba a la misa
3
Samuel Rubio: Historia de la música española. 2. Desde el ars nova hasta 1600, Alianza Música, Madrid 1983,
pág. 77ss.
4
José López-Calo: Historia de la música española. 3. El siglo XVII, Alianza Música, Madrid 1983, pág. 96.

4
pero también dejaba lugar a lo que él denominaba stylus mixtus y lo utilizó en muchas de
sus 50 misas.
Pero la misa más importante del siglo XVIII que mejor representa la aplicación del
stylus mixtus propugnado por Fux es la Misa en si menor de Johann Sebastian Bach (1685-
1750), que se cree fue compilada a partir de un “Sanctus” escrito en 1724, un “Kyrie” y
un “Gloria” de 1733 y otras secciones añadidas más tarde, tal como señala von Dadel-
sen5. Por su parte, Richard Sherr destaca que desde fines del siglo XVIII se desarrolló la
tradición de la misa sinfónica, especialmente en Austria gracias a la labor compositiva de
Joseph Haydn (1732-1809) y Wolfgang A. Mozart (1756-1791): se trata de misas conce-
bidas para orquesta, coro y cuatro solistas, introduciéndose nuevas formas musicales,
como es el caso de la Missa in tempore belli (1796) de Haydn, cuyo “Kyrie” está compuesto
en forma sonata, al mismo tiempo que se adoptaron vías convencionales para traducir
musicalmente el contenido textual: melodías de corte ascendente para reflejar la eleva-
ción de las manos del celebrante durante el “Gloria”, música de carácter cromático o di-
sonante para el “Crucifixus”, etc.6. Todas estas convenciones las encontramos asimismo
en las misas de Ludwig van Beethoven (1770-1827): su Missa solemnis en re mayor
(1823) representa un ejemplo supremo de la misa sinfónica y continúa la tradición del
siglo XVIII, tal como ha puesto de manifiesto Warren Kirkendale7, a pesar de que sus
dimensiones catedralicias y la intensidad de su expresión puedan mantenerla al margen
como una extraordinario obra maestra del período tardío del compositor de Bonn. La
escritura fugada y la técnica contrapuntística constituyen el lenguaje habitual de la Missa
solemnis, en la cual tanto para el coro como para los solistas se disponen inicios en imita-
ción en todos los movimientos8.
Los compositores del siglo XIX siguieron componiendo misas sinfónicas, ejemplo de
lo cual viene demostrado por la Missa solemnis en re menor de Luigi Cherubini (1760-
1842) y por las misas de Franz Schubert (1797-1828). Por otra parte, las misas del parisi-
no Charles Gounod (1818-1893) gozaron asimismo de elevada estima en su época, pero
este compositor, debido a su peculiar mezcla de piedad y suave romanticismo, tuvo la
desdicha de verlas parodiadas tan asiduamente por compositores posteriores que su mú-
sica perdió cuanta validez pudiera tener; la misa más famosa de Gounod, la de Santa Ce-
cilia (1885), también se vio declarada como inservible por motivos litúrgicos a causa de la
inserción de palabras que normalmente no forman parte del texto cantado en el último
movimiento. Por lo que se refiere a Franz Liszt (1811-1886), su misa solemne para la
consagración de la catedral de Gran (Esztergom, Hungría), escrita en 1855, así como su
Misa para la coronación del rey de Hungría de 1867, están compuestas a una escala y en
un estilo que corresponden al ideal que el propio Liszt tenia de la música sacra románti-
ca, ideal que expresó de esta manera en 1834:
5
Georg von Dadelsen: “Exkurs über die h-Moll-Messe”, en: Johann Sebastián Bach, ed. de Walter Blaken-
berg, Wissenschatliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1970.
6
Richard Sherr: “Misa”, en Diccionario Harvard de Música, Alianza Diccionarios, Madrid 2009, pág. 657.
7
Warren Kirkendale: “New Roads to old ideas in Beethoven’s Missa solemnis”, The Musical Quarterly, 56
(1970), págs. 334-352.
8
Leon Planttinga: La música romántica, Akal música, Madrid 1992, pág. 74s.

5
“A falta de un término mejor, podemos calificar a la música nueva de «humanitaria».
Debe ser piadosa, fuerte y drástica y aunar a escala colosal el teatro y la iglesia de un
modo a la vez dramático y sacro, espléndido y sencillo, ceremonial y serio, fogoso y
libre, tempestuoso y sereno, transparente y emotivo”9.

Anton Bruckner (1824-1896), logró aunar, como nadie lo había logrado antes, los re-
cursos técnicos y espirituales de la sinfonía tradicional con un enfoque reverente y litúr-
gico de los textos sacros10. Es por esta razón que sus misas y sinfonías poseen muchas
cualidades e incluso algunos temas musicales en común. Persona solitaria, apocada y
profundamente religiosa, Bruckner poseía una profunda preparación contrapuntística.
Fue organista de la catedral de Linz y, a partir de 1867, desempeñó también este cargo en
la corte de Viena. La Misa en Re menor fue compuesta en 1864 mientras que la Misa en Fa
menor (la más extensa de las dos) se remonta al año 1867: al igual que ocurrió con otras
obras del compositor austriaco, éste las sometió a numerosas revisiones antes de publi-
carlas debido a su inseguridad y a la influencia que ejercían en él las críticas adversas.
Una obra única de índole neomedieval es su breve Misa en Mi menor (1866; publicada en
1890) para coro a ocho voces y quince instrumentos de viento (parejas de oboes, clarine-
tes, fagots y trompetas, cuatro trompas y tres trombones).

3.1.2 La misa de Difuntos


La Misa de Difuntos, también denominada Pro defunctis o Requiem, pertenece a la liturgia
mortuoria. Su composición es, por lo general, la siguiente: introito, gradual, tracto, se-
cuencia, ofertorio, Sanctus-Benedictus, Agnus Dei, comunión y responsorio.
Fue Guillaume Dufay el compositor del que conservamos noticias como el primero
que abordó tal género pero su Requiem se ha perdido. La primera Misa de difuntos que sí
ha llegado a nosotros, si bien parcialmente, es la de Johannes Ockeghem (1410?-1497).
A Ockeghem le siguieron otros autores como Antoine Brumel o Pierre de la Rue mien-
tras que las primeras misas de requiem escritas en España datan de finales del siglo XV y
fueron compuestas por Pedro Escobar y Juan García de Basurto, pero fue Cristóbal de
Morales quien estableció el modelo para generaciones posteriores debido a la repercu-
sión que tuvieron en buena parte de las iglesias y catedrales españolas. De los Requiem de
Morales, Rubio opina que

“todo intento comparativo entre estas piezas y las de Brumel, Pierrre de la Rue, Fe-
vin y otros autores neerlandeses o de países afines es ocioso. El estilo de las misas Pro
defunctis de Morales es neta y exclusivamente español, como lo demuestran sus simi-
lares de J. Vázquez, Guerrero y Victoria, cuya afinidad con las del primero es eviden-
te, pero no por mera dependencia servil, sino porque todos obedecen a un mismo
principio estético, cifrado en un modo peculiar de concebir la música exequial”11.

9
Franz Liszt: Gesammelte Schriften, vol. 2, Breitkopf, Leipzig 1881, pág. 55.
10
Sobre Bruckner y su aportación a la música religiosa, véase nuestro artículo “El compositor Anton
Bruckner († 1896)”, Historia 16, vol. 249, 1996, pp. 112-121.
11
Samuel Rubio: Cristóbal de Morales. Estudio crítico de su polifonía, Biblioteca La Ciudad de Dios, San
Lorenzo del Escorial 1969, pág. 296s.

6
Las melodías gregorianas suelen servir de fuente de inspiración, en ocasiones en
forma de cantus firmus o bien circulando en diferentes voces. Las características que im-
pregnan las misas de requiem del Renacimiento son las de seriedad, gravedad y recogi-
miento, “reflejadas en los largos acordes que comentan la melodía gregoriana y la en-
vuelven en una sonoridad de resonancia ultramundana”12.
Una vez fijada litúrgicamente la Misa de Requiem, aumentó considerablemente el
número de obras. En el siglo XVII, y al igual que ocurría con la misa de gloria, solían es-
tar escritas en stilo antico, incorporándose más tarde elementos del nuevo estilo propia-
mente barroco. En España hemos de destacar el influjo que las obras de Morales, Gue-
rrero y Victoria ejercieron en los músicos españoles de los siglos XVII y XVIII que
abordaron la liturgia mortuoria: sus obras no sólo se cantaron en la mayor parte de las
catedrales e iglesias españolas gracias a las ediciones originales, sino que se continuaron
copiando. Para José López-Calo no sería de extrañar que debido a tal hecho, la composi-
ción de Misas de Requiem no fueran muy numerosas ya que “las de los tres grandes maes-
tros del renacimiento satisfacían cumplidamente las necesidades y, por otra parte, su
misma perfección desanimaba a cualquier compositor”13.
En los siglos XVIII y XIX se compusieron Requiem de gran importancia: Mozart,
Cherubini, Berlioz, Verdi, Liszt o Fauré fueron algunos de los compositores que abor-
daron este género mortuorio, todos los cuales se sintieron fascinados por las posibilida-
des dramáticas que ofrecía el texto. En tales obras, el antiguamente desdeñado “Dies
irae” pasó a convertirse en el centro musical siendo expandido y dividido en varias sec-
ciones, gracias a lo cual se saca partido de las implicaciones dramáticas del Juicio Final:
así por ejemplo, el “Dies irae” del Requiem en do menor (1816) de Luigi Cherubini co-
mienza con el sonido magnificente de las trompetas y de un gong chino.
Una deslumbrante conflagración se originó con el choque entre la energía musical
romántica y los temas sacros en la Grande Messe des Morts de Hector Berlioz (1803-1869),
estrenada en 1837. Se trata de una magnífica obra religiosa no apropiada para el servicio
eclesiástico a causa de su índole totalmente original y romántica: en realidad lo que se
escucha en esta obra son sinfonías dramáticas para orquesta y voces, en las que se em-
plean textos poéticamente exultantes que casualmente son litúrgicos. La tradición a la
cual pertenece el Requiem de Berlioz no es religiosa, sino profana y patriótica ya que en-
tronca con los grandes festivales musicales de la Revolución Francesa. Es una obra de
vastas dimensiones, no sólo en extensión y número de ejecutantes, sino también en
grandeza de concepción y brillantez de ejecución. Sobre ello, afirman Grout y Palisca lo
siguiente:

“Demasiado se ha hablado de la orquesta de ciento cuarenta instrumentistas, las cua-


tro bandas de instrumentos de metal, los cuatro tam-tams, los diez pares de platillos
y los dieciséis timbales que exige Berlioz para el coro del “Tuba mirum” de su Ré-
quiem y demasiado poco del soberbio efecto musical que obtiene en los momentos
relativamente escasos en que suenan todos ellos”14.

12
Rubio: Historia, pág. 80.
13
José López-Calo y Joám Trillo: Melchor López: Misa de Requiem. El Requiem en la música española,
Cuadernos de Música en Compostela, vol. I, Santiago de Compostela 1987, pág. 15.
14
Grout y Palisca: op. cit., pág. 681.

7
Podríamos referirnos asimismo a otros ejemplos memorables de la genialidad or-
questal de Berlioz en su Requiem: acordes para flautas y trombones que alternan con el
coro masculino en “Hostias” y el ulterior desarrollo de este tipo de sonoridad al comien-
zo del “Agnus Dei” o bien las severas líneas de los cornos ingleses, fagotes y cuerdas gra-
ves en combinación con las voces de los tenores al unísono en el “Quid sum miser”, o el
retorno de la maravillosa y extensa melodía del tenor del “Sanctus”, donde las frases de
réplica de cinco compases de solista y coro se ven subrayadas por golpes en pianissimo del
bombo y los platillos.
Por su parte, la Messa da Requiem (1874) de Giuseppe Verdi (1913-1901) fue com-
puesta en memoria de Alessandro Manzoni (1785-1873), autor de I promessi sposi, la no-
vela italiana más famosa del siglo XIX: se trata de una obra inmensa, profundamente
conmovedora, vívidamente dramática y, al mismo tiempo, de un espíritu hondamente
católico.
Otros compositores fueron más comedidos, en especial Franz Liszt, cuyo Requiem
(1867-68) está escrito en estilo a capella, y Gabriel Fauré (1845-1924), que optó incluso
por no poner música al “Dies Irae” en su Requiem de 188715.
Caso aparte es el Requiem alemán (1868) de Johannes Brahms, para soprano y baríto-
no, solistas, coro y orquesta, pues se aparta por completo del Requiem católico en latín al
hacer uso de pasajes bíblicos en alemán de meditación y consuelo, admirablemente es-
cogidos por el propio compositor. La música de Brahms, como la de Schütz y Bach an-
teriormente, está inspirada por una profunda preocupación por el destino mortal del
hombre y su esperanza en el cielo; sin embargo, en el Requiem alemán estos solemnes
pensamientos se expresan con la peculiar intensidad de los sentimientos románticos y se
ven revestidos por los opulentos colores de la armonía decimonónica, siempre regida
por una amplia arquitectura formal y guiada por un juicio infalible a la hora de escoger
los efectos corales y orquestales.
Sin embargo, la teatralidad imperante en la mayoría de las misas románticas (tanto
misas de Gloria como Misas de Difuntos)16 provocó una reacción en la segunda mitad
del siglo XIX que desembocó en el movimiento ceciliano y en los pronunciamientos ofi-
ciales de las autoridades católicas: así por ejemplo, en 1893 el cardenal Giuseppe Sarto
(1835-1914), por entonces Patriarca de Venecia, se quejó de las melodías operísticas que
se cantaban en la Iglesia sobre textos sacros y declaró que la única música adecuada para
la liturgia era el canto gregoriano y la polifonía encarnada en Palestrina. Cuando el cita-
do cardenal fue elegido Papa bajo el nombre de Pío X, sus ideas en torno a la música re-
ligiosa quedaron reflejadas en el Motu Propio de 1903, prohibiendo todo lo que “recuerde
a las piezas teatrales”17.
15
Richard Sherr: “Requiem”, en Diccionario Harvard de Música, Alianza Diccionarios, Madrid 2009, pág.
864.
16
Una de las escasa misas del siglo XIX que fue considerada apta para el culto litúrgico fue el Requiem de
Anton Bruckner, tal como destaca Basil Smallman: “Bruckner's Requiem (1848–9) reveals, in its busy
string figuration against slower-moving choral writing, persistent metrical patterns and organ figured bass,
the influence of the Viennese masses of the late 18th century. Its modest length and faithful adherence to
the Latin text make it entirely suitable for liturgical use”, en: “Requiem Mass”, New Grove online.
17
Véase Robert F. Hayburn: Papal Legislation on Sacred Music, 95 A. D. to 1977 A. D., Liturgical Press,
Collegeville 1979.

8
3.2.- El oratorio18
En un principio el término “oratorio” significaba lugar de oración, un edificio ubicado
normalmente junto a una iglesia y concebido como escenario de experiencias comunita-
rias que son distintas de la liturgia habitual. Este tipo de edificios surgieron bajo los aus-
picios de la Congregación del Oratorio, un movimiento reformista religioso de la Iglesia
católica que había sido fundado por san Felipe Neri (1515-1595). El oratorio como gé-
nero musical nace en el barroco, cuyos elementos estilísticos fueron aplicados al ámbito
de la música religiosa. A diferencia de la ópera, el oratorio no conllevaba la presencia de
decorados o vestuarios mientras que el coro desempeñaba un papel más relevante. La
Rappresentatione di Anima et di Corpo (1600) de Emilio de Cavalieri constituyó un audaz
intento de crear una ópera religiosa y es considerado como el primer oratorio musical.
Nació en pleno apogeo de la corriente contrarreformista como un intento de que los fie-
les se sintieran atraídos por la iglesia, razón por la que se escribieron en italiano (oratorio
volgare). A mediados del siglo XVII comenzaron a componerse en latín (oratorio latino)
gracias a la labor de Giacomo Carissimi, cuyos oratorios incluían un narrador. El orato-
rio del siglo XVIII alcanzó su apogeo con Bach, Haendel y Haydn. Bach cultivó el de-
nominado oratorio-pasión, cuyo tema exclusivo trataba la muerte de Jesucristo: la Pasión
según san Juan (1724) y Pasión según san Mateo (1727) constituyeron obras maestras de este
género. En ambas obras Bach alternaba textos literales de las Escrituras con poesías con-
templativas, desempeñando el coral luterano un papel destacado. Por su parte Haendel
compuso un gran número de oratorios cuando el público inglés empezó a perder interés
por la ópera italiana. El oratorio alemán del período clásico culminó con La Creación
(1798) y Las Estaciones (1801) de Haydn.
El siglo XIX fue testigo de la construcción de grandes salas de concierto en la mayo-
ría de las ciudades así como de la creación de grandes orquestas y sociedades corales. Es-
tos factores estimularon la composición de nuevos oratorios, generalmente con plantillas
muy expandidas. Tal como señala el musicólogo Owen Jander, “en el siglo XIX, el ora-
torio se vio influido por los números corales masivos de la gran ópera contemporánea.
Los oratorios de esta época proporcionaron a una sociedad cada vez más profana una ex-
periencia cuasi-religiosa, generalmente fuera del ámbito de la iglesia”19.
Los principales oratorios del romanticismo fueron Paulus (1834-36) y Elijah (1844-
46) de Mendelssohn, L'enfance du Christ (1850-54) de Berlioz, Christus (1856) y La Leyen-
da de Santa Isabel (1857-62) de Liszt, Les Béatitudes (1879) y Redemption (1882) de César
Frank y Mors et vita (1885) de Gounod
La principal característica del oratorio del siglo XIX reside en su empleo del coro, y
en este aspecto queda clara su descendencia de la forma establecida por Haendel. Como
éste, Mendelssohn sabía escribir música coral que “sonase” como, por ejemplo, los coros
de Baal o el exquisito “El vigila sobre Israel”, del Elias. Desdichadamente, la mayor parte
de sus imitadores en Inglaterra y de sus sucesores en Europa continental carecían de este
don o, si lo poseían, no tenían ni la imaginación ni el buen gusto de Mendelssohn. La
18
La mejor monografía sobre este género musical religioso es la serie en cuatro volúmenes publicada por
el prestigioso musicólogo norteamericano Howard E. Smither bajo el título de A history of the oratorio así
como su artículo “Oratorio” para el Diccionario The New Grove Dictionary of Music and Musicians.
19
Owen Jander: “Oratorio”, en: Diccionario Harvard de Música, Alianza Diccionarios, Madrid 2009, pág.
737.

9
escritura coral de Gounod, Liszt y Franck es demasiado uniformemente homófona co-
mo para ser siempre eficaz.

3.3.- El motete
Constituye uno de los géneros religiosos más antiguos al remontarse su origen al siglo
XIII. La mayor parte del repertorio vocal de los siglos XIII y XIV se compone de motetes
pues gran parte de la música compuesta para el Ordinarium missae sigue las pautas de la
forma motete e incluso las canciones amorosas y otras obras profanas adoptaban su es-
tructura formal a la del motete
A comienzos del Renacimiento, el motete consiste en una composición vocal sagra-
da, polifónica y politemática con texto latino. Por lo que se refiere a su texto, puede no
tener su origen en los textos litúrgicos oficiales, si bien puede apoyarse en ellos; incluso
el origen del texto es en algunas ocasiones de inspiración propia. Por otra parte, el mote-
te podía sustituir a piezas litúrgicas en el marco de los diferentes oficios religiosos. El es-
tilo musical del motete de aquella época, normalmente escrito a 4 o 5 voces a capella co-
rrespondía al estilo imitativo, tal como lo empleaba la escuela palestriniana o romana, al
cual el musicólogo holandés Charles van den Borren denominó "estilo imitativo sintác-
tico": el primer autor en emplear dicho estilo fue el compositor Nikolaus Gombert
(1505-1560); en esta técnica compositiva, el texto del motete se divide en frases gramati-
cales, a cada una de las cuales se le aplica un tema musical diferente, frases que son arti-
culadas en las cadencias intermedias, que actúan de puente entre el final de una frase y el
comienzo de una nueva. De esta manera, los temas musicales, que son recorridos por la
totalidad de las voces del motete, nacen y se desarrollan en medio de un fluir contrapun-
tístico constante que hace del motete un todo bien estructurado. Bajo el principio co-
mún del estilo imitativo sintáctico, se diferencian varias modalidades de motetes: los
motetes de cantus firmus, motetes de cantus firmus ostinato, los motetes parodia y los mote-
tes canónicos son los más habituales.
Al no ser una pieza litúrgica, el motete gozaba de mayor libertad expresiva que nin-
gún otro género religioso al no estar sujeto a la objetividad litúrgica y en él son visibles
los denominados madrigalismos en un intento de traducir musicalmente el contenido
textual mediante intervalos, conducción melódica, uso expresivo de silencios, etc. En el
motete se pueden hallar auténticas obras maestras por su perfección técnica, por su be-
lleza formal y por su alto poder expresivo. Mientras que el motete atrae con la simpatía
de una bella miniatura, la misa impone con la majestuosidad de un gran lienzo.
A partir de 1600 el término “motete” empezó a poseer dos significados: por un lado
se asociaba con el stilus moteticus o stilus ecclesiasticus, haciendo alusión a la técnica polifóni-
ca de raigambre palestriniana: un estilo, por lo tanto, solemne y comedido que se consi-
deraba adecuado para su empleo en la iglesia; por otra parte, el motete se refería en un
sentido no tan específico a una composición vocal sacra destinada al uso litúrgico o de-
vocional y en su evolución se observan una tendencia conservadora y otra progresista20.
Entre los motetes adscritos a la segunda de las mencionadas tendencias cabe destacar los
motetes en estilo veneciano compuestos por Heinrich Schütz en 1619 (Psalmen Davids)
o los seis motetes de Bach en el siglo XVIII, que representan la culminación de la escue-
20
Jessie Ann Owens: “Motete”, en: Diccionario Harvard de Música, Alianza Diccionarios, Madrid 2009, pág.
676.

10
la barroca alemana. Asimismo adquirió importancia este género en Francia, donde se
cultivó tanto el grand motet como el petit motet con destino a la corte, gracias a composito-
res como Du Mont, Lully, Chapentier, Lalande, Campra, Couperin y Rameau. Sin em-
bargo a partir de 1750, dos factores contribuyeron a la decadencia del género, tal como
ha puesto de manifiesto Jessie Ann Owens: en primer lugar, los cambios en las condi-
ciones de patronazgo, que se tradujeron en que los grandes compositores no obtenían
sus ingresos de las iglesias o las cortes, por lo que la composición de música religiosa pa-
só a ocupar un papel incidental dentro de la producción principal. El segundo factor fue
de carácter estilístico: la moda de lo “antiguo”, ejemplificada en el anteriormente citado
movimiento “cecilianista” así como las restricciones impuestas por las autoridades de la
Iglesia Católica dictó un estilo artificial apartado de la práctica vigente21, tal como puede
comprobarse en los motetes de Anton Bruckner, por ejemplo, en el estrictamente modal
Os justi (1879) para coro sin acompañamiento y en Virga Jesse (1885), motete a cappella
que muestra un stile antico modernizado: sin embargo, las sencillas líneas diatónicas que
cantan las voces individuales resultan engañosas, porque las texturas resultantes, las ar-
monías y las modulaciones están colmadas de sorpresas que se anticipan a la escritura
coral del siglo XIX. En realidad, Bruckner diseñó su producción sacra para que pudiese
ser interpretada como parte de la liturgia o como música de concierto, objetivo que lo-
gró plenamente, y con el fin de proyectar una sensación de intemporalidad, incorporó
armonías actuales, pero equilibrando estos requisitos opuestos entre sí como quizá nin-
guno de sus contemporáneos.

3.4.- El Stabat Mater


Stabat Mater (en latín ”Estaba la Madre”) es una secuencia católica del siglo XIII atribuida
a Inocencio III y al monje franciscano Jacopone da Todi († 1306) y adoptada en el rito
católico en 1727, asignada a la Fiesta de los Siete Dolores de la Virgen (15 de septiem-
bre). Debido al contenido dramático del texto (medita sobre el sufrimiento de María, la
madre de Jesús, durante la crucifixión) han sido numerosos los compositores que se han
visto atraídos por esta secuencia hasta convertirse en uno de los textos religiosos que
mayor número de musicalizaciones ha deparado, entre las que cabe destacar las versio-
nes de Palestrina, Mozart (perdida), Haydn, Alessandro y Domenico Scarlatti, Vivaldi,
Pergolesi, Rossini, Meterbeer, Liszt, Dvorak, Szymanovski, Kodály, Persichetti, Pende-
recki, Stanford y Thomson.

4.- El Stabat Mater de Gioacchino Rossini

4.1.- Introducción: la obra sacra de Rossini


Las obras que forman el corpus religioso de Rossini y que a continuación describimos se
elevan a 22 obras (entre paréntesis aparece el año de composición): 1. Misa de Lugo
(1802-1808). 2. Víspera Luquesa (1802-1804). 3. Qui tollis (de 1802 a 1804). 4. Crucifixus
(de 1802 a 1804). 5. Misa de Bolonia (1808). 6. Misa de Ravena (1808). 7. Ave Maria (1808).
8. Alleluia (1808). 9. Misa de Rímini (1808). 10. Miserere (de 1810 a 1813). 11. Kyrie (1813).
12. Quoniam (1813). 13. Misa de Gloria (1820). 14. Plegaria (1820). 15. Tantum ergo (1824).
16. Stabat Mater (versión completa, 1842). 17. Tres coros religiosos (de 1840 a 1844). 18.
21
Rubio: Historia, pág. 73.

11
Tantum ergo (1847). 19. O salutaris hostia (1857). 20. Laus Deo (1861). 21. Pequeña Misa
Solemne (versión original, 1863). 22. Pequeña Misa Solemne (versión orquestada, 1867).

4.2.- El Stabat Mater


La historia sobre la génesis del Stabat Mater rossiniano es compleja. En el año 1831 Ros-
sini se encontraba de visita en España, acompañado por el banquero Aguado. Un prelado
español, Manuel Fernández Varela, aprovechó la ocasión de la estancia en España del re-
putado compositor italiano para encargarle la composición de un Stabat Mater: Rossini
no quiso desairarlo y aceptó la oferta, y tampoco dudó al tener que rivalizar con la céle-
bre versión anterior de Pergolesi, obra que el compositor de Pésaro admiraba profun-
damente. Sin embargo, Rossini recelaba ante el estreno de una nueva obra después del
relativo fracaso que había cosechado el reciente estreno de su ópera Guillermo Tell, razón
por la cual exigió a Fernández Varela que la obra no se editase. Por otra parte, sólo logró
componer seis partes, y si a ello unimos el hecho de que en aquella misma época sufrió
un ataque de lumbago, es por lo que decidió solicitar al director musical del Teatro Ita-
liano y antiguo discípulo suyo, Giuseppe Tadolini, que completase la partitura, de tal
manera que Rossini compuso el primer, quinto, sexto, séptimo, octavo y noveno núme-
ros mientras que Tadolini se encargó del segundo, tercero, cuarto y décimo. El estreno
(y única interpretación) de este Stabat Mater híbrido de Rossini-Tadolini tuvo lugar el
Viernes Santo de 1833 en la iglesia del Convento de San Felipe del Real de Madrid. Más
tarde, en 1837 Rossini se vio forzado a completar la obra debido a las circunstancias: fa-
llecido el prelado Fernández Varela, sus herederos tomaron la decisión de vender la par-
titura del Stabat Mater a un editor francés, que estaba dispuesto a publicarla. Al tener no-
ticia de ello, el compositor recurrió a los tribunales para impedirlo ya que aquel Stabat
Mater no era completamente suyo: el compositor italiano ganó el proceso, finalizó la
obra y se la cedió a su amigo Troupenas para que la publicara a cambio de seis mil fran-
cos. Algunos fragmentos de esta segunda versión ya totalmente rossiniana del Stabat Ma-
ter fueron interpretados en una casa particular en octubre de 1841. Asimismo, la prensa
francesa fue convocada por el editor Troupenas para que escucharan la ejecución parcial
de la obra. Por último, y ante la impaiencia del público, el 7 de enero en la sala parisina
Ventadour (donde se refugió el Teatro Italiano a causa de un incendio) se llevó a cabo el
estreno absoluto del Stabat, obteniendo un gran triunfo, por lo que tuvieron que repetir-
se tres fragmentos: el “Inflammatus” para soprano y coro, el cuarteto “Sancta mater” y el
“Pro peccatis” para bajo. Sin embargo, a partir del estreno, Rossini fue acusado por algu-
nos críticos de exceso de teatralidad en la composición, una acusación bastante común
durante el sigo XIX cuando se refería a obras escritas por autores identificados con la
producción operística. Unos críticos afirmaban que se trataba de una obra demasiado
lujosa, de una armonía demasiado flamante, lo mismo que las modulaciones y la orna-
mentación, que les parecían incompatibles con el espíritu de la música religiosa. Tam-
bién Wagner se unió al coro de las críticas negativas en un artículo publicado en la revis-
ta Neue Zeitschrift für Musik. Otras voces, por el contrario, se hicieron oír para defender la
concepción de la música religiosa por parte de Rossini: entre ellas, la de Heinrich Heine:

“Los mejores artistas, ya sean pintores o músicos, se han esforzado por adornar con
el mayor número de flores los terrores excesivos de la Pasión, y en aliviar la gravedad
de la tragedia con una acariciadora ternura … actualmente Rossini se ha retirado de

12
la escena, y absorto en su sueño, evoca su infancia católica, cuando era un muchacho
que cantaba en la catedral de Pésaro o ayudaba a misa como monaguillo. El órgano
suena de nuevo en su memoria, y al coger la pluma para escribir un Stabat, no nece-
sita reconstruir científicamente el espíritu del cristianismo o fabricar una servil imi-
tación de Haendel o de Sebastian Bach. Le basta con recordar los primeros sones que
conmovieron su infancia, y el gran milagro es que, por dolorosos que puedan ser pa-
ra él los ecos de aquellas armonías, sus recuerdos que sangran o suspiran tiene al
menos para quienes los escuchamos, todo el encanto de la primera edad del hom-
bre…”22.

En opinión de Frédéric Vitoux, gran estudioso de la obra de Rossini, lo que llama la


atención al escuchar el Stabat Mater es el adiós del compositor italiano a la música italiana
de su adolescencia. Aunque el duelo de la Virgen el Viernes Santo está inspirado por el
poema sacro, “por debajo de esta intención encontramos el duelo del músico por la ópe-
ra italiana, con sus últimos suspiros melancólicos y su encanto rococó. Pero como en
definitiva la tristeza no es el fuerte de Rossini, este adiós es más sonriente que trágico…
Su melodía tiene la transparencia de las primeras óperas serias de los años 1810”23.

El Stabat Mater de Rossini se divide en las siguientes diez partes:

1. Stabat mater dolorosa. Concebido para los cuatro solistas y el coro, no plantea
grandes exigencias vocales. De carácter profundamente religioso, su desarrollo mu-
sical es lúgubre y melancólico (“Stabat mater dolorosa, juxta Crucem lacrimosa,
dum pendebat Filius”).
2. Cuius animam. Destinado al tenor solista, presenta un curioso y extraño ca-
rácter nostálgico que contrasta con el sombrío ambiente ofrecido en la anterior par-
te. El tenor solista precisa de un adecuado dominio sobre su región aguda para re-
solver satisfactoriamente varios de los ascensos que se producen en la pieza hacia el
agudo así como las escalas ascendentes al final de la pieza (“Cuius animam gemen-
tem, contristatam et dolentem, pertransivit gladius. O quam tristis et afflicta, fuit
illa benedicta, Mater Unigeniti. Quae moerebat et dolebat, pia Mater cum videbat,
nati poenas incliti”).
3. Quis est homo. Se trata de un dúo para las solistas femeninas y su desarrollo es-
tá impregnado de una sutil elegancia, presentando desde el punto de vista vocal al-
gunas dificultades al ser frecuente la coloratura y la ornamentación vocal (“Quis est
homo qui non fleret, Matrem Christi si videret in tanto supplicio? Quis non posset
contristari, Christi Matrem contemplari dolentem cum Filio?”).
4. Pro peccatis. Concebido para el bajo solista, está caracterizado por su pausado
desarrollo y su tono de recogimiento. Es una parte vocalmente cómoda para el so-
lista y no presenta grandes dificultades vocales, salvo la emisión de notas modera-
damente agudas en ciertas partes de la pieza (“Pro peccatis suae gentis, vidit Jesum
in tormentis, et flagellis subditum. Vidit suum dulcem natum, moriendo desola-
tum, dum emisit spiritum”).
22
Citado en Frédéric Vitoux: Rossini, Alianza Música, Madrid 1989, pág. 56.
23
Ibidem, pág. 56.

13
5. Eia Mater. Destinado al coro mixto con participación del bajo solista, consti-
tuye una sección a cappella de sobrecogedora y dolorosa religiosidad. Las puntuales
apariciones de esperanzadoras voces blancas contrastan como si de ángeles se trata-
ran con las sombrías voces de los bajos, creando el adecuado ambiente para el desa-
rrollo de esta parte (“Eia Mater, fons amoris, me sentire vim doloris fac, ut tecum
lugeam. Fac ut ardeat cor meum, in amando Christum Deum, ut sibi
complaceam”).
6. Sancta Mater. Destinado al cuarteto de solistas, esta pieza representa un soplo
de aire fresco tras el sepulcral ambiente respirado en la parte anterior. Se trata de
una parte con claras resonancias operísticas, de contrapuntístico, relajado y vivaz
desarrollo y sin grandes exigencias vocales, aunque la cadencia final, de aparente
facilidad, presenta ciertas dificultades (“Sancta mater, istud agas, crucifixi fige pla-
gas, cordi meo valide. Tui nati vulnerati, tam dignati pro me pati, poenas mecum
divide. Fac me tecum pie flere, crucifixo condolere, donec ego vixero. Iuxta crucem
tecum stare, et me tibi sociare, in planctu desidero. Virgo virginum praeclara, mihi
iam non sis amara: fac me tecum plangere”).
7. Fac ut portem. Destinado a la mezzosoprano solista, es de desarrollo pausado y
tono pacífico, recogedor y melancólico, a lo cual colabora en gran medida la conti-
nua presencia de la trompa. Vocalmente requiere un buen control del registro agu-
do y dominio sobre el fiato para abordar frases de considerable longitud (“Fac ut
portem Christi mortem, passionis fac consortem, et plagas recolere. Fac me plagis
vulnerari, fac me cruce inebriari, et cruore Filii”).
8. Inflammatus et accensus. Concebido para la soprano solista y el coro, se trata de
la pieza de mayor carga emocional de todas las que forman este Stabat Mater. En tan
sólo cuatro minutos y medio, el compositor, gracias al impresionante empleo de las
cuerda, el viento y la percusión, es capaz de hacer experimentar al oyente tensión,
expectación, desasosiego, tristeza y emoción, así como de trasladarle desde profun-
didades infernales hasta lagunas celestiales. Especialmente destacable es el contraste
existente entre los dos versos que conforman esta parte, marcadamente apocalíptico
el primero (“Inflammatus et accensus, per te, virgo, sim defensus, in die judicii”) y
absolutamente piadoso el segundo (“Fac me cruce custodiri, Morte Christi prae-
muniri, conforevi gratia”). Vocalmente es una sección bastante exigente para la so-
prano ya que requiere un buen dominio del fiato, la coloratura y la región aguda de
su vocalidad así como una constante matización del texto.
9. Quando corpus. Se trata de una pieza a cappella destinada a los solistas, poseedo-
ra de reminiscencias medievales y por momentos gregorianas. Es una parte de desa-
rrollo pausado y tono triste, recogido, fantasmagórico y profundamente religioso.
Vocalmente es muy exigente, en especial desde el punto de vista de la afinación
(“Quando corpus morietur, fac ut animae donetur, Paradisi gloria”).
10. Amen. De nuevo destinado al coro mixto, esta parte, monumental, fervorosa
y totalmente religiosa, está expuesta a base de una apocalíptica fuga de nervioso de-
sarrollo y angustioso carácter. Rossini enfatiza este momento absolutamente so-
lemne al final de la pieza: tras la reaparición del tema inicial del “Sancta Mater Do-
lorosa” y un silencio que parece anunciar el final de la obra, se produce una
explosión orquestal y el coro retoma de nuevo el tema principal de esta parte. El

14
contraste y efecto logrado es devastador, creando en el oyente una sensación sor-
presiva y angustiosa aunque esperanzadora por momentos, que constituye una in-
mejorable conclusión para esta experiencia sacra, única en la historia de la música
(“Amen. In sempiterna saecula”).

Paulino Capdepón Verdú


Profesor Titular de Universidad
Real Academia de la Historia

15

You might also like