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Ideas fundamentales de los partidos políticos de la Nueva

Granada
Manuel Maria Madiedo

A mi distinguido maestro Dr. Florentino González, antiguo defensor de las libertades


suramericanas.
Tout mensonge répété, devient une vérité
CHATEAUBRIAND

ANTECEDENTES
Los hombres que al ruido del nombre de Colón abordaron a las comarcas de la
América, ¿qué encontraron en ellas? ¿Qué trajeron a ellas? ¿Qué fue lo que en
ellas establecieron?
Encontraron la barbarie: más o menos eso era la barbarie. Que esa situación social
de los aborígenes americanos fuera la ruina de una antigua civilización, o los
primeros pasos de la vida cerril hacia el progreso social, esta es cuestión de
arqueología, y estamos en el terreno político.
Los conquistadores trajeron aquí dos elementos contradictorios: la conquista y el
cristianismo. La primera con todas sus deformidades de violencia, de ferocidad
y de perfidia; el segundo con todos sus encantos íntimos; pero afeados por las
sombras que arrojaba sobre su bella santidad, el ultraje flagrante de todos los
derechos del hombre. Esta amalgama constituía una decrecencia de la
civilización, una barbarie no natural, sino formada: la parte fea de lo que se
llamaba vida civil en el mundo culto. En la barbarie natural hay cierta ingenua
belleza, ciertos rasgos en que asoma la primera inocencia del hombre: en la
barbarie engendrada en el seno de una sociedad adelantada, no se encuentra sino
una brutalidad estúpida, carcomida por todas las lepras que forman las
desigualdades sociales. Lo primero constituye un punto de partida de la tiniebla
a la luz, es como el exordio incomprensible de un libro portentoso; lo segundo no
es sino el último trago de un vino generoso, las heces... colores degradados hasta
la sombra, hasta la tiniebla más impenetrable.
Los conquistadores establecieron aquí lo que podían establecer. Su presencia era
una usurpación, su creencia, un fanatismo grosero; el brillo del sable eclipsaba la
lámpara del santuario. La ignorancia y la tiranía no darán jamás bellos frutos. Los
pueblos conquistadores forman siempre gobiernos de raza. El vencedor es
siempre noble y el vencido menos que criatura humana, ¡esclavo!... La raza es
una línea bien notable de demarcación. El español, cansado de degollar pobres
indios tímidos e indefensos, se tendió sobre sus trofeos y pidió el sudor a los
hombres de quienes ya había casi agotado la sangre. El indio pagó a peso de oro
la fortuna de tener un amo, hasta que la filosofía de aquellos tiempos, sintió
algunos remordimientos, o hizo otros cálculos, y levantándose de encima de la
osamenta de miríadas de hombres cobrizos degollados o muertos entre las
grietas de la tierra, fue a componer su conciencia y su bolsa arrancando al África
sus hijos para convertirlos en oro, y devorarlos tranquilamente. La tiranía y la
avaricia tienen su lógica: en vez de continuar hacinando indios para la tumba en
los socavones de las minas, valía más robar negros para el mismo destino: al
menos estos duraban más y sacaban más oro en menos tiempo. ¿Qué mejor razón
para aquietar la conciencia, que la adquisición de una gran fortuna? La
sensibilidad en favor de unos hombres que se han exterminado y que no sirven
bastante bien para el oficio de la exterminación, no pierde por ello sus mejores
timbres. En medio de ese cataclismo de barbarie y de iniquidad, Las Casas brilló
como esas luciérnagas que cruzan las tinieblas de nuestros bosques.
Pero el español, el español colonizador de las primeras incursiones, aunque
aventurero y poco culto, trajo aquí su lengua, sus nociones de vida civil y su
religión. El cristianismo difundido a guisa de mahometismo, es como un trozo
de oro envuelto en cieno: con el tiempo el precioso metal se liberta del frágil polvo
que lo afea y brilla en toda su pureza natural. El colono español vino a vengarse
a América de la tiranía que lo aquejaba en su patria. Las sombras de Carlos V y
de Felipe II, tendidas a través del océano, se reflejaron sobre el mundo de Colón.
¿Podría ser de otro modo? La Europa no había visto la libertad sino como un
fantasma en medio de las batallas de la República del 93. Antes, no había visto
sino la lucha de dos tiranías: los castillos y los tronos. Esta no era cuestión de
siervos: era una riña doméstica entre los amos: discusión sobre el metal o la forma
de las cadenas de los pueblos. Y al que se ahoga, ¿qué le importa que la onda que
le sirve de tumba sea dulce como la de un riachuelo, o amarga como la del
océano?...
Es preciso ser justos. Los aventureros colonizadores eran, en lo general, hombres
de la masa popular de España. Esa masa era entonces, bárbara y esclava en toda
la Europa. ¿Por qué se ha de exigir que al pasar a América fuese una tropa de
filósofos liberales? El mundo marcha con los siglos, y en historia, una exigencia
inoportuna es un anacronismo ridículo. El hombre educado en la servidumbre,
nada ve más allá de la tiranía en que ha sido amamantado.
El español colonizador no conocía sino dos condiciones: la de amo y la de siervo.
Planteó aquí lo que traía del hogar paterno; y pudiendo ser señor y encontrando
quiénes pudieran ser esclavos, tomó para sí lo mejor de su patria, el señorío. Todo
esto está en el orden lógico del corazón humano, a la altura de las tradiciones que
lo han nutrido. Si más tarde hubo entre nosotros un Nariño que tradujera Los
Derechos del Hombre, y héroes para la libertad, eso fue, cuando un siglo menos
sombrío, trajo para el mundo las glorias de Washington y el poderoso reflejo de
la libertad de la Francia.
¿Qué de extraño, pues, que el gobierno colonial de América fuera lo que fue?
¿Qué de extraño que más luego el incendio del mundo se propagara a estas
comarcas? ¿Era esa otra cosa que el soplo de Dios, que guía los destinos del
género humano?... La ley que por intervalos siembra la bóveda de los cielos de
astros desconocidos, es la misma que trae al mundo los héroes que nadie había
visto antes; pero que Dios guardaba entre sus arcanos providenciales.
En resumen, nuestro punto de partida, nuestros antecedentes como pueblos,
como naciones ante el mundo son estos:
La barbarie aborigen.
La barbarie de la colonización.
La barbarie del gobierno colonial.
Camino de tinieblas, desde la antropofagia americana, hasta la Inquisición
europea. ¡Tal es nuestra ejecutoria!

ESCUELA CONSERVADORA
Una vez los españoles en América, con ellos vino a estas regiones lo mejor que el
mundo poseía, el Cristianismo; bien que envuelto en la capa de la conquista y al
brillo del sable exterminador; pero vino, vino esa gran razón de la civilización
moderna; y en su seno, se fundieron como en un vasto crisol, los elementos
heterogéneos que ocultaban sus grandes perfecciones. En el fondo de ese gran
crisol, quedaron los elementos primitivos de una conquista providencial,
conjunto de lo malo de América y de lo pésimo de Europa: la barbarie del salvaje
idólatra y la barbarie del siervo cristiano. Esto constituyó el fondo de la
civilización hispano-americana, como punto de partida en la vida civil de los
pueblos de origen español en estas comarcas.
El hombre se vuelve siempre con encanto hacia lo pasado: por eso es tan difícil
reformar el mundo: es que cada individuo recuerda con deleite los juegos de su
niñez, las fantasías de su juventud y los goces saboreados por el cálculo y la
reflexión de la edad madura. Esto explica el poder de las tradiciones. ¿Y qué no
es tradicional en el hombre? Desde el primer vocablo de nuestra infancia, hasta
la plegaria de nuestra última agonía.
Desde 1492 hasta 1810 ¿qué hubo en la América española? Ignorancia general,
orgullo de raza, tiranía política y fanatismo religioso. Esto éramos; y esto
queríamos ser, esto queríamos conservar. ¿Por qué? porque no conocíamos nada
mejor; y el hombre, si no lo enseñan, no aprende. Toda civilización, desde el Edén
hasta hoy, tiene un iniciador de otra parte.
El gobierno era un gobierno fuerte; ni podía ser de otra manera, siendo la
expresión de una sociedad cuyos elementos reclamaban esa fórmula política.
Conservar eso, era vivir. Por eso, cuando aparecieron nuestros libertadores,
hombres emancipados moralmente por el estudio de otros antecedentes, el
pueblo no podía comprenderlos, y los vio degollar sin saber que eran sus
redentores: de otro modo, habría muerto con ellos o despedazado a sus
victimarios, antes de una lucha tan prolongada y costosa.
Con el siglo pasado, expiraban en Europa sus fórmulas y sus tradiciones. Voltaire
y Rousseau habían sembrado la semilla que cosecharon desde Mirabeau hasta el
emperador Napoleón: lo que no recogió el tribuno, lo puso el soldado en sus
vivaques; hombres, instituciones y glorias.
La Francia fue un volcán cuyas lavas cubrían a toda la Europa; y los ecos de sus
rugidos vinieron a reflejarse sobre las cumbres de los Andes. La América se
estremeció como volviendo de un sueño agitado por espectros. Ella no sabía lo
que quería; pero quería algo que estaba encerrado en el genio de sus grandes
hombres.
En Europa, las viejas ideas pasaban como nieblas con los tiempos que las habían
traído; y un porvenir inexplicable abría para el mundo sus más fecundos arcanos.
Pero la libertad vino aquí como a un viajero extraviado, que no entiende la lengua
de los moradores de una región desconocida. Su belleza sedujo, su acento halló
ecos en los corazones; pero no esa fuerza de convicción, que hace de cada hombre
una doctrina, de cada mirada un rayo, de cada instante un siglo, y de un pueblo
la humanidad.
Una región de ciegos, el día que recobra la vista, si se fija en el sol, queda más
ciega que nunca. Pero había en la atmósfera del globo, un elemento de inquietud
vibrante, que lo sacudía con violencia de un polo al otro. La vida de Napoleón
comunicaba su fuego a toda la tierra. El paso de sus legiones resonó hasta
nosotros al descolgarse por los Pirineos. Era necesario que la cola de ese inmenso
cometa se viera hasta en los desiertos de nuestras soledades…
Todo se agitó aquí; porque todo se agitaba en el mundo. Era una época de
combates, presidida por el genio de la guerra. Las armas vinieron a las manos sin
saber cómo: era preciso agitarse, batirse, morir y cubrirse de gloria; porque esa
era la ley providencial de esos tiempos.
Nuestro pueblo, como tantos pueblos de la tierra, se lanzó al combate por la
libertad; luchó, murió y se cubrió del lauro de los héroes... ¿Supo lo que hizo?
¿Comprendió a los hombres que tocaron el clarín y le enseñaron el enemigo?...
Los resultados hablan.
El pueblo se enamoró de ese sonido libertad: algunos soñaron con la República;
los más sólo pensaron en lanzar de aquí a los españoles, estorbos venidos de
ultramar hacía trescientos años; pero era preciso vengar sobre ellos, sangre
nuestra, nuestra propia sangre derramada por ellos en el degüello general de
nuestros bárbaros bisabuelos. Era preciso que se alejaran, para que otros señores
ocuparan sus dominios, vistieran sus insignias y hasta hablaran sus baldones.
El pueblo dio su sangre, porque el pueblo, como los niños, da cuanto se le pide:
él no había visto nunca la República, ni tenía la cultura bastante para adivinarla.
Los magnates que le habían enseñado el campo de batalla, le presentaron un
mamarracho y le dijeron: esta es la República; un gobierno sin realidad, con las
leyes de un pueblo libre, y en contraste con las costumbres coloniales. Durante la
revolución, el pueblo no hizo sino luchar, y no aprendió sino a vencer: esto no es
la República.
El soldado libertador se acordó del conquistador ultramarino y dijo: —¡ese soy
yo!, para eso hemos echado a los españoles.
El criollo, por su origen español, se acordó de los señores que antes venían de
España a los obispados, a las gobernaciones, a las audiencias, a las presidencias,
a las capitanías generales, a los virreinatos, etc., etc., y dijo: —¡ese soy yo!, para
eso hemos echados a los españoles...
El ricacho monopolista recordó los bellos días en que sus abuelos, a favor de las
leyes coloniales, ganaban un quinientos por ciento sobre sus baratijas traídas de
la Península y dijo también: —¡ese soy yo!, para eso hemos echado a los
españoles.
El sacerdote leyó la historia de la conquista del Perú y de México, vio cuántas
riquezas había amontonado su clase, rodeada de exenciones legales, y de respetos
sociales, y dijo: —¡esos somos nosotros!, para eso hemos echado a los españoles.
El propietario rural recordó que en otro tiempo hubo señores con encomiendas,
para remedar el feudalismo del viejo mundo, y dar solaz al conquistador español,
mientras que el indio lanzado a latigazos de su hamaca, se enterraba vivo en
busca de un oro que no sería para él, familiarizándose con el sepulcro en las
entrañas de la tierra, como con un amigo, único que podría libertarlo de la codicia
y de la tiranía; y el hacendado, mirándose rodeado de numerosos colonos, dijo:—
¡ese soy yo!, para eso hemos echado a los españoles.
Cada uno fue tomando su puesto.
El pueblo, la masa, se puso a contemplar lo que había ganado en la sangrienta
lucha de la Independencia; contó sus hazañas por las tumbas de sus padres, de
sus hijos y de sus hermanos; en sus brazos miró las cicatrices de las cadenas de
tres siglos, confundidas con las señales que el acero enemigo había dejado en sus
miembros; reconoció la honda sima que lo separaba del antiguo criollo, del
antiguo soldado, del antiguo comerciante, del antiguo sacerdote, del antiguo
propietario, y vio que ese foso aún no había sido suficientemente colmado por
los cadáveres de una batalla de diez años, a pesar de la gloria que le servía de
aureola. Se encontró pobre, mutilado, explotado en su sangre para la guerra y en
su sudor para la paz; y en medio de las más bellas leyes, los hombres por cuya
libertad se había sacrificado, todavía lo llamaron la plebe, la canalla; y le dieron
un puntapié cuando quiso ser algo, apenas algo más, que lo que había sido bajo
los esbirros de la tiranía ultramarina.
Después de la guerra nacional de la emancipación de estos países, ¿qué ganaron
los pueblos, las masas, qué habían hecho el enorme gasto de esa fiesta terrible?
Donde estaban sentados los españoles de Europa, se sentaron los españoles de
América, con todas sus viejas tradiciones coloniales y con sobrado campo para
remedar a los antiguos opresores. El mundo de Colón era un inmenso osario
mezclado de trofeos de guerra, sobre cuyo conjunto, la espada de Bolívar brillaba
suspendida como el astro de la victoria. Pero esto, ¿qué vale para la
muchedumbre? La gloria de Alejandro no es de sus falanges, ni la de César la de
sus legiones. En Francia, cuando cayó la cabeza de Luis XVI, cayó un mundo con
ella, porque allá la transformación del espíritu humano precedió a la práctica de
la peripecia: el orden lógico, el espíritu antes que la materia. Aquí fue todo lo
contrario: se ejecutó un movimiento de remolque, porque nuestra fiebre
revolucionaria no nos vino de nosotros mismos, sino por un gran contagio
atmosférico. En Francia un mundo dio un paso a otro mundo: aquí no hubo sino
un cambio de hombres; dejando el cambio de las ideas, que debía haber
precedido, relegado a un aplazamiento sin término.
Las victorias de la Independencia no constituyeron una Nación de estas viejas
colonias, sino las colonias separadas de la España por una inmensa línea de
cadáveres. ¿Qué otra cosa tuvimos después de los triunfos que no lo tuviéramos
antes del combate? una sola cosa: la Independencia. En cuanto a la libertad, la
libertad no se aprende con el sable en la mano, después de trescientos años de ir
diariamente a la escuela del vasallaje. La venganza no sabe enseñar cosa alguna
a los hombres.
En 1819, el general Santander se descalzó las espuelas de Boyacá en las antesalas
del palacio de gobierno: colgó la espada del soldado y tomó la pluma del
estadista para demostrar sus grandes talentos administrativos. Bolívar era un
poseído, poseído por el genio de los combates, por la ambición de la gloría. ¿Qué
le importaba entonces a él el gobierno? Él no quería sino gobernar a la fortuna, y
remedar los destellos del grande astro de la Francia, de quien apenas fue el más
bello satélite.
Esos dos hombres se encontraron, al fin, frente a frente. Santander con su clientela
de empleados, Bolívar con sus veteranos victoriosos. ¿Qué quería cada uno de
ellos? ¿El gobierno? Pero no podían compartírselo; porque en sus pretensiones
exclusivas, cada cual lo quería todo para sí, con un tipo propio recíprocamente
inadmisible.
Alrededor de Santander se agrupó el antiguo criollaje, vestido de todos colores,
y buscando la antigua preponderancia, al arrimo del orden civil de que Santander
se había hecho el patrono.
Alrededor de Bolívar estaba la democracia del sable, con la victoria por título.
En nada de esto había ideas de verdadera República. Esto no era más que la
antigua colonia española, con otros vestidos que los que le venían antes de la
España.
Los prohombres creyeron que el odio a los españoles era amor a la democracia;
pero una vez que los españoles desaparecieron, los criollos dijeron: ¿quién hay
aquí igual a nosotros fuera de nosotros mismos? ¿Quién nos impide ser ahora
más que los españoles que hemos arrojado de aquí? ¡Es preciso tomar la revancha
de tres siglos de humillaciones!...
El gobierno español había creado aquí una larga serie de filiaciones de sangre,
desde el infeliz esclavo africano, hasta el fidalgo de ultramar. Duraba todavía el
combate contra la madre-patria, y ya esas filiaciones habían desaparecido bajo la
igualdad de hierro del cuartel y de la ordenanza; pero allá dentro del cuartel. En
los ejércitos, las balas establecen la igualdad de la muerte, como un título para los
honores comunes: la derrota o la gloria une a los hombres y los pesa en una
misma balanza. La jerarquía militar no es más que una organización
indispensable para el oficio de los combates; pero la punta del sable o de la
bayoneta alcanza a todas las alturas. Bajo este aspecto, la democracia guerrera del
héroe de Colombia, tenía más títulos a la República, que las estudiadas
clasificaciones de lo que entonces se llamaba el partido civil; y sin embargo, este
partido se llamó el partido liberal.
La Colonia vestida con la fornitura ofrecía todos sus rangos a todas las clases del
pueblo, cuando en el gran núcleo de la colonia civil, las ideas del pasado se
oponían con el poder de las tradiciones, a la admisión de todos los hombres en
todas las categorías sociales.
La rudeza del soldado tuvo entonces todo el aspecto de una tiranía verdadera, y
la oculta petulancia del partido civil afectaba, bajo la casaca negra del ciudadano
pacífico, sus viejos resabios de las distinciones coloniales.
El ejército era una democracia de hombres afiliados bajo la dura ley de la
ordenanza militar.
El partido civil, aunque profundamente aristocrático, oponía sus leyes
impotentes y sus tradiciones poderosas, a esa democracia semi-salvaje, sin más
brillo que el lustre de sus armas victoriosas.
Podía decirse que en esos tiempos la República estaba en el cuartel.
En el fondo de las poblaciones, el antiguo colono invocaba la libertad, sin olvidar
las viejas pretensiones del antiguo señor ultramarino; que deseaba emancipar de
la democracia del cuartel, como antes trabajó para emanciparla del exclusivismo
insultante del gobierno español.
Bolívar había tenido la debilidad de preferir en grados y decoraciones a sus
paisanos de Venezuela, y esto perjudicó inmensamente el éxito de sus ideas,
cuando ese grande antagonismo del soldado y del ciudadano vino a combate
sobre un terreno extraño para el soldado venezolano. Ideas mezquinas de
provincialismo, tomaron las proporciones colosales de grandes principios; y los
compañeros del Libertador sucumbieron bajo los nombres odiosos de enemigos
del pueblo, en una región en que la parte civil de la sociedad aspiraba a las viejas
jerarquías borradas por el sable y los bigotes.
Muerto el Libertador, sus amigos huyeron o abdicaron. El partido civil quedó
solo en el teatro de sus triunfos, sin enemigos que combatir, pero acostumbrados
a la lucha. Colombia se había desplomado sobre la tumba de su creador, y
algunos pigmeos se ilustraron en la magna obra de escupir sobre los restos del
hombre que había ilustrado la barbarie de un mundo con la gloria de su nombre...
Estos mirmidones se hicieron un teatro proporcionado a sus estaturas de enanos,
y allí aparecieron como gigantes entre las pequeñeces que los rodeaban. Entonces
los corifeos que se habían lanzado contra la democracia del sable y de la gloria,
no pudieron entenderse unos con otros: generación pendenciera, para quien la
paz parece un ideal irrealizable. Ya no se trató más de gobernar con la espada o
con la ley: cada cual, con la ley en la mano, quiso un sistema más o menos
conforme con el pasado o con el porvenir. Los hombres que apoyados en el
ejército habían lanzado a los españoles más allá del océano, cavaron a Bolívar una
sepultura vulgar y no pudieron gozar de la paz de aquel sepulcro.
En resumen, la escuela conservadora en estos países, no ha sido una teoría de
principios fundamentales, sino la simple liberación de la vieja Colonia entregada
a sus propios instintos de pasadas jerarquías, opresiones y tendencias. Detrás del
conquistador español, está el Libertador de Colombia: detrás del héroe, los hijos
de tres siglos de esclavitud, sin más diferencia que la que imprime el soplo de los
tiempos en todas las cosas del universo.

ESCUELA LIBERAL

¿Hay realmente en este país una teoría social o política que pueda llamarse
liberal, en presencia de los restos de la colonia libre?... Los enemigos de Bolívar
se llamaron liberales, en vez de llamarse legistas. ¿Qué los diferenciaba de Bolívar
y de sus soldados? Algunos cuadernos con leyes de papel sin apoyo en las
costumbres, ni en el carácter de los mismos que las habían dictado. El liberalismo
no es el legismo. Santander, el hombre de las leyes, no puede aparecer sino como
un patricio romano, en los bellos días de aquella República, cuando los Gracos
morían apaleados por los senadores, a causa de sus tendencias democráticas. El
hombre que al morir, cuando las verdaderas grandezas humanas se evaporan a
las puertas de la eternidad, se pone a narrar sus títulos a una oscura hidalguía,
seria todo, menos un liberal en sentido democrático. ¿Valían algo esas miserias,
esas polvosas vejeces, al lado del título de libertador de un mundo? La teoría
gubernativa del Libertador, era la ordenanza del ejército: sus títulos al gobierno,
las batallas de la Independencia. Él quería un gobierno a su modo; como
Santander quería un gobierno al suyo.
De la lucha de estos dos hombres resultó alguna vislumbre. La teoría de
Santander era cualquier cosa, con tal que eso fuera una ley. Con esto, puede un
hombre quedarse muy inferior a su tiempo. Antes de Justiniano existieron Nerón,
Calígula y Heliogábalo, y nunca hubo más leyes en Roma. En medio de esas leyes
se depravó el pueblo rey y bajó la frente ante los soldados de Alarico. ¿Acaso
valen las leyes escritas, donde las leyes de una educación viciada tienen hondas
raíces en las conciencias populares?... Un hombre que no es más que fiel al
cumplimiento de las leyes, no es más tampoco, ni puede llegar a ser más, que un
buen empleado público. Entre esto y una escuela política cabe un mundo.
Lo que se ha llamado liberalismo en Nueva Granada hasta 1849, no va más allá
de la proclamación del gobierno regularizado por la ley; y nada, casi nada más
allá. El general Santander gustaba de la retrógrada contribución de la alcabala, y,
mucho más, de la pena de muerte en los delitos políticos. Con tal que el gobierno
fuera electivo y ajustado a las leyes, dadas por un congreso, se había llegado al
cielo. Esto no era más que una expresión de la práctica, conservadora en el fondo,
de un gobierno regular, pero de carácter estacionario.
Sin embargo, sería injusto el desconocer que durante la administración del
general Mosquera, la sociedad tuvo sus arranques de verdadera reforma en el
orden material, en el orden moral y en el orden inteligente. En ese tiempo se habló
de caminos, de institutos, de monedas, de navegación, de grandes edificios;
durante esa administración se trató de inmigración, de tolerancia de cultos y de
la verdadera libertad de imprenta. Entonces hubo un buen colegio militar,
profesores científicos europeos; en fin, algo que antes no se había visto, y que si
hubiera continuado, habría transformado profundamente la fisonomía de la
sociedad en el sentido de la verdadera civilización. Pero el general Mosquera
tenía que habérselas con hombres de rutina y de laisser aller; tenía que combatir
el espíritu egoísta, engendro de la vida de inseguridad revolucionaria que le
había precedido: tenía el inconveniente de ser corifeo de un partido, que se había
conservado en el poder por encima de montones de muertos, y los muertos
políticos hablan, gritan más que los vivos. Por eso, este hábil gobernante, hombre
de talento y de patriotismo, no pudo encontrar a su derredor el esfuerzo reunido
y compacto de todos los ciudadanos. Mientras que él miraba al porvenir del país,
un partido numeroso que él había contribuido a postrar en la más indebida
anulación, en vez de secundario, preparaba su elevación en las fraguas ardientes
de una democracia tumultuosa. Con todo, al general Mosquera se deben en este
país bastantes gérmenes de progreso, que a pesar de mil elementos
perturbadores, han servido y servirán de exordio a los grandes destinos de esta
República. La organización de la contabilidad nacional, el sistema de monedas,
la navegación por vapor, la libertad de la industria y la descentralización
municipal que él inició, le deben a este distinguido general, los beneficios de
carácter permanente, que de tan útiles reformas deriva hoy la nación.
Los matices de partido liberal y partido conservador, que, tan torpemente, han
traído agitada a la Nueva Granada por un período de treinta años, no prueban
otra cosa, sino la falta de criterio y la sobra de pasiones revolucionarias,
engendradas por ambiciones ruines de adquisiciones de sueldos y de empleos.
El liberalismo no puede consistir sino en la inviolabilidad práctica de los
derechos constitutivos del hombre, como axioma fundamental de todo el orden
público de una sociedad: en la estricta igualdad legal y moral en la ley, y más que
en la ley, en la conciencia, como el gran nivel de la justicia y del derecho; y todo
esto, basado en la gran ley del progreso cristiano, derivación de una protección
de la fuerza de todos para la conservación del derecho de cada uno.
¿Pero ha sido este el liberalismo en la Nueva Granada? ¿Puede este liberalismo,
tomando cuanto es y cuanto ha sido, decir éste soy yo? y a su viejo adversario,
¿ese eres tú?… Veámoslo.
El partido conservador reconoció una religión dominante, hasta 1843.
El partido liberal reconoció una religión dominante, hasta 1832.
El partido conservador estampó las facultades extraordinarias del poder
ejecutivo en la Constitución colombiana de 1821; antigualla de los dictadores
transitorios de Roma.
El partido liberal reconoció las facultades extraordinarias del poder ejecutivo en
la Constitución granadina sancionada en 1832, copiando servilmente tan
peligrosa y anti-liberal institución.
El partido conservador hizo una dictadura contra el orden legal en 1828.
El partido liberal, en 1830, oprimió al Congreso de Colombia y lo hizo votar por
magistrados del sabor de una barra tumultuaria.
El partido conservador conspiró en julio de 1833 y en octubre de 1834, contra la
legalidad.
El partido liberal se alzó contra esa misma legalidad desde 1839 a 1842, y en 1849
repitió la zambra de la barra del Congreso colombiano de 1830, oprimiendo al
Congreso nacional para arrancarle un presidente de su agrado.
El partido conservador conspiró y se rebeló contra el gobierno legal en 1851.
El partido liberal conspiró y se rebeló contra el gobierno legal en 1854.
Durante estos deplorables escándalos, la tierra ha bebido la sangre del pueblo en
los combates y en los cadalsos... ¿Habrán tenido razón todos estos
revolucionarios? Ellos lo pretenden.
Si estos crímenes, errores o locuras, son comunes a ambas parcialidades, las
buenas instituciones del país tienen el mismo carácter de comunidad.
Ningún partido puede reclamar para sí y ante sí en esta sociedad la apropiación
exclusiva de las reformas liberales que hacen parte de nuestras leyes. Semejante
pretensión no sería sino una jactancia insostenible.
Liberales y conservadores han abogado por la libertad de imprenta, por la
libertad religiosa, por la abolición de la esclavitud, por la abolición del cadalso
político, por instrucción gratuita, por la descentralización municipal, por la
reducción del presupuesto de gastos, por la libertad industrial, etc., etc.
En resumen, estos dos partidos no son sino dos hijos unos mismos padres, con
unas mismas enseñanzas, con unas mismas ideas, que una vez huérfanos, se han
disociado por razón de la herencia, EL PODER, y se han dado puñaladas sobre
la tumba de sus padres. No es más, hasta cierto límite.
Con un nombre o con otro, la misma terquedad, el mismo exclusivismo, el mismo
espíritu parcial de partido, el mismo odio de bandería, el mismo espíritu
mezquino godo e insolente de familia, la misma ambición interesada, las mismas
inconsecuencias de hacer hoy lo que se censuraba ayer; en fin, los mismos
defectos, los mismos hombres. ¡Círculo vicioso trazado con la sangre de los
pueblos por el egoísmo y la mala fe!...
Al oírlos, todos son patriotas, desinteresados, amigos de la justicia y de la moral.
¡Lástima que todo esto no sea más que una falsa moneda con que se pagan las
lágrimas de las generaciones vestidas de luto!...
Lo que se ha llamado partido liberal en este país, no es más que una variación de
la escuela conservadora. Si aquí hubiera habido una verdadera escuela liberal
desde que hay hombres que llevan ese nombre, no se habría ensangrentado la
historia de nuestra vida, ni denigrado con tantos escándalos nuestro nombre ante
el extranjero.
Una escuela liberal reposa sobre cuanto tiene de civilizador y de fraternal el
cristianismo; y de cuanto tiene de progresivo el principio de justicia escrita y de
justicia práctica. Una escuela liberal haría esto:
En religión, libertad perfecta.
En Industria, libertad y fomento.
En libertad política, toda la del hombre.
En libertad de imprenta, la garantía moral del honor.
En legislación general, sencillez.
En elecciones, la directa.
En el impuesto, el directo.
En el ejército, el sorteo con el reemplazo voluntario.
En la justicia criminal, el jurado.
En la propiedad raíz, la organización.
En la instrucción, la gratuidad.
No es que varías de estas bases del orden social no existan ni hayan existido en
las leyes. Pero los partidos no están sólo en el gobierno: están en la sociedad; pues
no es sólo gobernando como un partido pone en acción sus ideas: las profesa en
la tribuna y en el periodismo; realizándolas también en la acción práctica del
ejercicio de la autoridad.
Pero si al lado de la libertad de la idea religiosa escrita en la ley, están la
intolerancia y el fanatismo prácticos, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!.
Si al lado de la libertad industrial, escrita en la ley, están los monopolios y las
contribuciones vejatorias, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!.
Si al lado de la libertad política escrita en la ley, está la persecución contra el
sufragio, las exclusiones políticas por causa de la opinión, las contribuciones
exorbitantes por causa de la opinión, el odio y la calumnia por causa de la
opinión, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado de la libertad de imprenta, escrita en la ley, está la completa impunidad
de la calumnia, sin que la sociedad diga únicamente al calumniador ¡has
mentido! ¿qué es lo que realmente hay?: ¡algo peor que la burla!, ¡algo del estado
salvaje, el desenfreno impune de la violencia, y esto es inferior a la nada, porque
es el crimen! ¡el crimen con carta de impunidad!....
Si al lado de los jueces y tribunales creados en la ley, están los prevaricatos, las
compadrerías y el espíritu de secta o de favoritismo, las reglas de procedimientos
rancios y embrollados, el cohecho y la iniquidad, ¿qué es lo que realmente hay?
¡la burla!
Si al lado de un sistema regular eleccionario escrito en la ley, están las exclusiones
antojadizas de los ciudadanos, los votos suplantados y los robos de los dineros
de la nación obtenidos en empleos alcanzados por medio de la violencia y del
fraude, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado del impuesto directo, escrito en la ley, se sanciona el comunismo, la
guerra a los ricos con exigencias monstruosas, o la guerra a la opinión con
exacciones que no son sino robos escandalosos, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la
burla!
Si al lado del precepto escrito en la ley, de hacer igual para todos los ciudadanos
el deber de defender a la patria, sólo se exige el servicio militar del infeliz
labriego, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado de la institución del jurado escrita en la ley, se hacen sorteos
fraudulentos para absolver a los criminales, o para condenar a los inocentes, por
intereses de partido, o por compadrerías inicuas, ¿qué es lo que realmente hay?
¡la burla!
Si al lado de la consagración legal de la propiedad raíz, está la tiranía feudal del
propietario sobre hombres libres que tienen los mismos derechos que él, ante
Dios y ante la sociedad, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado de la instrucción gratuita escrita en la ley, se eligen preceptores, que en
vez de aptitud pedagógica, no tienen sino la aptitud de agentes eleccionarios,
¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Sí; ¡la burla más amarga!... ¿Qué valen las mejores leyes sin la aplicación práctica?
lo que los más pomposos epitafios para el polvo de los sepulcros...
Si la escuela conservadora reposa sobre el sello de una tradición sin vida ni
movimiento, la escuela liberal debe marchar con la palabra y el acto que la
confirma.
¡Vana esperanza la de los hombres que creen que las burlas, que las ficciones
pueden ocupar el rango de la verdad! El labrador que finge sembrar trigo y sólo
echa piedras en la tierra, ¿qué frutos podrá recoger?...
La escuela liberal no es la escuela del desgobierno, ni el sistema de la fuerza
antojadiza de los particulares. La escuela liberal reconoce la autoridad como base
de su evolución. Su diferencia en esto de la escuela conservadora, consiste en que
esta última vegeta aferrada al pasado, queriendo resucitar los tiempos que, como
las generaciones, pasando han muerto para el mundo. Consiste en que la escuela
conservadora es la escuela del miedo a una libertad completa pero inocente;
consiste en que la escuela conservadora rechaza de hecho y en virtud de sus
repugnancias heredadas de la Colonia, la igualdad moral de los hombres, crea el
pupilaje gubernativo, niega de hecho la soberanía popular, y se encierra en el
principio del statu quo, confiándose en las tradiciones y en el espíritu de
autoridad llevado hasta la obediencia pasiva. Es una traslación de la autoridad
religiosa a la vida civil, política y social de los pueblos. El espíritu de una
dirección confiada a nombres y apellidos, separa a los conservadores de los
verdaderos liberales. La escuela liberal no es que niegue la autoridad ni el
gobierno, sino que en vez de asentar esas bases del orden público en la dirección
absoluta de círculos de familia semimonárquicos, parte del dogma de la
soberanía del hombre, y coloca la autoridad y la dirección de los negocios
públicos en manos de la sociedad entera, es decir, en manos del pueblo, como
dueño de sus propios destinos. La escuela liberal marcha al progreso; pero
cuando destruye, es porque antes ha creado algo.

LA SECTA RADICAL

En 1849 fue elevado a la Presidencia de la Nueva Granada el general José Hilario


López, antiguo defensor de la independencia hispano-americana.
En la elevación de este sujeto a la magistratura suprema ejecutiva, hubo
ocurrencias que pintan el estado de esa política de palabras articuladas sin ideas
que le correspondan; comedia en un jergón semi-bárbaro, a que conducen a los
pueblos los continuos escándalos revolucionarios.
El general López había obtenido una gran mayoría nacional de sufragios para ser
presidente de la República; y por este aspecto, sus títulos a ese puesto eran
innegables. Pero el Congreso granadino tenía la incalificable facultad de
perfeccionar la elección presidencial en ciertos casos, y la muy absurda atribución
de poder imponer un candidato impopular a la bien expresada opinión de las
mayorías: es decir, el derecho de burlarse del sentimiento nacional como lo haría
un señor feudal con sus siervos.
El Congreso del 49 quiso abusar de sus facultades, desoyendo la expresión
popular manifestada en las urnas electorales a favor del general López; en lo cual,
si el Congreso no cometió un delito, sí una inconsecuencia, siendo el
representante del pueblo y burlándose de la mayoría de la opinión de ese pueblo
que afectaba representar. Esta era una zancadilla conservadora de mala ley ante
los dogmas de la soberanía popular. El Congreso debió, a todo trance, y aunque
se desplomara el firmamento, haber confirmado la opinión en mayoría; por que
es la ley de la República y el tipo político de las conciencias populares. Pero quiso
lanzar un reto a la nación, desdeñando el voto del pueblo hasta el extremo de
querer imponerle el candidato presidencial que menos sufragios había obtenido
para tal magistratura. Entonces una parte del pueblo de Bogotá, tan mal
aconsejada, como lo estaba el Congreso, y sin derecho de ninguna clase para
oprimir a la representación nacional, hizo una zambra demagógica y obligó al
Congreso, con mengua de la dignidad del pueblo granadino, a confirmar la
indicación popular del general López para presidente de la República. Los que
hicieron la absurda Constitución de 1843, son los culpables de este atentado.
Por este tiempo la Francia acababa de volcar el trono de Luis Felipe, y sus acentos
poderosos hacían estremecer el mundo. La Francia tiene el gran privilegio de
remolcar las naciones a su destino. Su palabra se escucha en los últimos confines
de la tierra; y cuando sus cañones truenan, todos los pueblos ponen el oído y
esperan el fin de la batalla, para saber qué se hará y cómo deberá pensarse. Más
grande que Roma, la Francia tiene en sus manos por cetro una antorcha, que,
como el sol, arropa el mundo y se refleja en los espacios del porvenir.
El general López debió la mayoría electoral a esa vibración repentina de los
espíritus, ocasionada por el vuelco de la dinastía de Orleáns, que de un momento
a otro, rodó por las gradas del trono, al soplo de una democracia socialista.
Hombres de aliento y de cabeza volcánica, inspirados por el infortunio del
proletario, habían levantado su voz, si no como un argumento, sí como una
inmensa queja contra las desigualdades de la vida humana. Voceros del pobre,
abogados del desamparo y de la inocencia entregada a peores agonías que el
crimen, los socialistas de Europa tienen una excusa en sus vaporosas
lucubraciones: sus teorías no son sino los tremendos alaridos de las
muchedumbres desheredadas; y cuando se habla en nombre de una desgracia
tan gigantesca, lo grande del objeto magnífica al orador. El rumor de estos
gemidos armonizados en sistemas más o menos bellos e inadmisibles, venían
rodando sobre los mares a dejar en nuestras playas ecos ininteligibles; pero ecos
del dolor de la humanidad, que si no llegaban al fondo de las cabezas, sí
penetraban y poseían los corazones. . . En esas teorías, fuera del sentimiento que
las patrocina y del motivo que las provoca, lo demás es el sueño de una alma
generosa, la embriaguez de unos corazones dignos de recursos más eficaces, de
medios menos fantásticos.
Ese rumor aquí, era en Francia una tempestad. Esa borrasca proscribió a la
dinastía de Julio, y en sus exigencias exageradas fue hasta acusar de traición a la
República que había engendrado. Cavaignac y Changarnier salvaron a la hija de
la revolución, de los raptos de su propia madre... y el pueblo de París aprendió
esa vez, que la gloria no conoce a las muchedumbres...
La atmósfera del mundo estaba recargada de elementos revolucionarios, y
nosotros, reflejo del vasto incendio revolucionario de la Francia del 89, no
podíamos dejar de vibrar, cuando el vasto arsenal de los combustibles del mundo
tronaba en tan grandes detonaciones.
El partido liberal de la Nueva Granada era por esos tiempos un fantasma
agobiado por el pesar, la impotencia y quizás el remordimiento. Su adversario se
había hecho indigno de sus triunfos por el abuso que había hecho de ellos. Desde
1837 a 1849, los liberales fueron en este país como los parias en la India. Tanto se
les había gritado que eran ladrones, bandidos y salvajes, que es probable que
ellos mismos llegaran a creerlo; cuando no eran ni son más que lo que somos
todos nosotros, hijos de los españoles de otros tiempos, hermanos de los
españoles de hoy.
Con el 7 de marzo del 49 el partido liberal tomó un aspecto de expansión
estupenda. Doce años de represión, acumularon en su seno los gérmenes de una
explosión parecida a la venganza. El partido liberal salió de su tumba como un
fantasma lleno de rabia y cubierto de cicatrices...
El general López, que tenía el poder de crear un ministerio, lo recibió de los
mismos a quienes debía el solio presidencial. Él creyó que sólo se trataba del
liberalismo, única doctrina que él conocía y había servido. Pero los hombres que
lo rodearon habían leído a Luis Blanc, a Fourier, a Cabet, a Proudhon... Una lucha
terrible se empeñó entre las conocidas por ambos partidos, vencido y vencedor,
y de en medio de una borrasca estrepitosa, al través de sus ráfagas y de sus
tinieblas, el socialismo, un socialismo degenerado, levantó su cabeza de hidra y
todos temblaron... El presidente mismo retrocedió espantado...
Entonces el jefe de la idea social, con una risa semejante a la convulsión de la ira,
volvió la espalda al jefe de la nación, y llamando a sus clientes, gritó con el acento
de un inspirado: ¡el porvenir es nuestro! A este grito, el espíritu de novedad halló
un grande eco en la juventud, y sin saberlo, un embrión político apareció en
escena: la secta radical levantó una bandera, en cuyo fondo se leyó esta sola
palabra: ¡Adelante!...
¿Pero es esa la voz, el eco propio de la secta radical? ¡No! Ella, para tener un
lábaro más simbólico, debería haber escrito en él este otro mote: ¡sálvese quien
pueda!... Ya justificaremos este concepto a la luz de un examen despreocupado.
En vano se ha pedido a la secta radical el conjunto de sus verdades
fundamentales, el programa de sus axiomas. Estrechado el jefe de esta lucida
falange, al fin, como para ceder a una importuna y apremiante exigencia,
exclamó, acaso sin pensar mucho en lo que decía: Nuestras doctrinas están
consignadas en la historia del partido liberal. ¿Es esto exacto?... ¡No!, no lo es. La
verdad habría sido ésta:
“Abrid las puertas de San Simón, de Fourier, de Luis Blanc, de Cabet, de
Proudhon, y si en esas teorías no encontráis las nuestras, no os fatiguéis en
buscarlas en otra parte”. Esto habría sido más franco, más veraz.
En los días que cruzamos, el mundo tiene una ardiente sed de curiosidad y una
incansable vehemencia de investigación: los hombres de hoy mueren perdidos
sobre los hielos desiertos del polo, buscando el paso al Oriente a la luz de las
auroras boreales; se sepultan en las entrañas de la tierra preguntando a la muerte
por las obras de una creación desconocida; revuelven el polvo de los imperios y
las obras de las generaciones, y no se contentarán jamás con una respuesta
evasiva. Hoy es preciso oír al poeta inglés: to be or not to be; so pena de que el
poeta francés responda desde su tumba:
Rien n’ est beau que le vrai, le vrai seul est aimable...
El viejo veterano que no había temblado al sentarse sobre un patíbulo para dar
su sangre por la patria, se estremeció al borde de un abismo abierto a sus pies, y
protestó contra los que pretendían empujarlo a aquella honda sima. El tribuno
radical sonrió con el aire de una burla amenazante, y esgrimió su bien cortada
pluma contra el hombre a quien él mismo había elevado y que lo había elevado
a él mismo. El general López vio a su antiguo amigo, a su fogoso secretario de
Hacienda, asestar a su autoridad los golpes redoblados de un enemigo en ideas.
El presidente contestó con una Protesta permanente en un periódico redactado
en las altas regiones del gobierno; pero Lutero quemó la bula de su excomunión...
De entonces acá, la secta radical ha ido de exageración en exageración,
arrancándonos día por día una ilusión sobre sus miras, sobre sus armas y sobre
las consecuencias de sus problemas.
Hoy su programa es éste:
Libertad ilimitada de la prensa. Sí un hombre calumnia a otro, que ese
calumniado se defienda como pueda: si no puede o no sabe defenderse, ¡que
sucumba! La sociedad no debe darle ninguna protección, ningún amparo contra
un agresor inicuo... ¡Sálvese quien pueda!
Libertad absoluta de la palabra: no hay injuria en hablar; aunque lo que se habla
sea una imputación del mayor crimen, de la peor infamia, y que esa imputación
sea una atroz impostura: uno se defiende como puede, y si no lo puede, ¡que
sucumba! La sociedad no debe mezclarse en esas miserias: ella no debe sino fallar,
y fallará a favor del más diestro o del más poderoso; sin hacer nada para salvar
el derecho del débil, aunque la justicia lo favorezca. ¡Sálvese quien pueda!
Libertad de hacer moneda concedida a todo el mundo. Es verdad que las pobres
masas populares no entienden de metalurgia ni de química; es cierto que serán
robadas sin misericordia; pero que vean bien lo que hacen; y si no saben ver bien
lo que hacen, porque eso no depende de la voluntad humana, ¡que sucumban!...
¡Sálvese quien pueda!
Abolición de las aduanas. Es cierto que los artefactos extranjeros llegando a
extrema baratura, dejaron a nuestros artesanos con los brazos cruzados; pero que
el zapatero aprenda a albañil; el sastre a boga o a pescador, y el herrero a agrícola;
¿y mientras aprenden? ¿y si no aprenden? ¡qué sucumban! ¡Sálvese quien pueda!
Abolición de toda fuerza armada permanente. Es cierto que una nación
cualquiera puede declararnos la guerra; pero, ¿quién ha dicho que para hacer la
guerra se necesitan soldados? Se envían unos cincuenta discursos al enemigo
sobre la barbarie de derramar la sangre humana, y el enemigo habrá de someterse
... ¡Vanidad de vanidades!... Pero si el enemigo se burla de los discursos y se burla
de nuestra vanidad, y nos prueba que una nación sin verdadera cincunspección
es un pueblo sin respetabilidad, incapaz de figurar dignamente en la familia de
las naciones, y sucumben nuestras fronteras, y nuestras leyes... ¡qué sucumban!
¡Sálvese quien pueda!
Abolición de la pena de muerte. Las más graves naciones del globo, llenas de
ciencias y de grandes moralistas y de grandes filósofos y de grandes estadistas,
han discutido esa gran reforma sin atreverse a plantearla, a la luz de su alta
civilización, y de su gran moralidad; pero nosotros valemos más que esos
grandes pueblos: nosotros, pobres colonos de ayer, sin más títulos que una
vislumbre de civilización prestada, ¡al través de medio siglo de escándalos
afrentosos valemos moralmente más que la Europa! ¡Qué vanidad! ¡Qué
delirante jactancia!... Es cierto que habrá sicarios a bajo precio; que donde no se
han podido hacer verdaderas cárceles, no pueden suponerse buenos panópticos;
pero eso ¿qué importa? “La sociedad no tiene otro derecho, respecto de los
delincuentes, que exigirles la confesión de su crimen”1. “El criminal que se escapa
de sus jueces, confiesa su delito y queda a paz y salvo con La sociedad...”2 Con
estas máximas, bajo tal sistema, ¿quién tendrá seguridad?... El que pueda dársela
por su brazo; la sociedad no debe meterse en más honduras... ¿y el que no puede
precaverse o defenderse, qué hará? ¡Qué sucumba! ¡Sálvese quien pueda!...
Mazzini ha rechazado con indignación, con horror, su alianza con las cárceles de
Génova: en nuestra América, esas delicadezas pasarían por pura necedad.
Abolición de toda educación social gratuita. ¿Por qué se le ha de pedir a un
hombre con qué educar al hijo ajeno? Aunque el primero sea rico y pobre el
segundo. ¿Acaso esa máxima del vetusto catolicismo: enseñar al que no sabe, vale
algo? ¿Y por qué se le ha de pedir a un rico para pagar un gobierno que él se
puede proporcionar con sus criados bien armados?... ¡Sin duda!... Es verdad que
en este sistema el pueblo queda eternamente sepultado entre las tinieblas de una
barbarie inapelable; pero el pobre no se educa nunca, según el gobernador de
Santander. Se educarán los hijos de los ricos; Porque esos sí tienen cómo pagar
maestros para sus hijos. ¡Los de los pobres sucumbirán! ¡que sucumban! ¡Sálvese
quien pueda! Esto formaría un país como el imperio ruso. Alta clase bien nutrida
de conocimientos: pueblo perdido entre las sombras de la nada: ¡situación
provocante para un despotismo normal!... Esto explica las simpatías ruso-
radicales de la Nueva Granada en los días de la cuestión de Oriente... ¡Oh
malvado! ¡Sálvese quien pueda!
Nada de hospitales, ni de hospicios, ni de cunas de expósitos costeadas por la
sociedad. Por la misma razón porque no hay derecho para pedirle al rico para
educar al hijo del pobre, que acaso ha nacido con talentos que pueden luego
servir al mismo rico y de gloria al país, se dirá por el rico: ¿por qué he de pagar
yo, para curar, para hospedar ni para salvar al hijo de otro? Que cada cual se cure,
se hospede y se críe como pueda; y el que no lo pueda, ¡que sucumba!... ¡Sálvese
quien pueda!...
Libertad de pesas y medidas. Las masas no saben qué diferencia hay entre el
metro y la vara, entre el gramo y la onza; serán estafadas sin que lo adviertan;
pero que aprendan a advertirlo, y si no lo advierten, ¡que sucumban! ¡Sálvese
quien pueda!
En fin, ¡abajo la autoridad social! ¡Abajo el gobierno! Esta es la última palabra del
sacerdocio radical. Pero ¿cómo? ¿Acaso gradualmente, moralizando al hombre
por la santidad del derecho y la armonía de la justicia universal? ¡No tal! que esa
sería obra de romanos y los romanos no son hoy sino un poco de polvo, mudo

1 El Tiempo, número 162. 1858.


2 Ibídem
ante el viajero asombrado... La tarea es más fácil: se deroga el Código Penal... ¿Y
qué queda para mantener ileso el derecho ante el egoísmo brutal de los
malvados? ¿qué queda? ¡Pues la opinión!... ¡Los malvados contenidos por la
opinión!... ¡Ellos que son malvados porque desprecian la moral y toda noción de
dignidad personal!... ¡Ya no es la confesión de su crimen lo que los pone a paz y
salvo con una familia cubierta de duelo y de lágrimas por el puñal de un
facineroso!... La risa humana es impotente para celebrar estas luminosas
concepciones... ¡La opinión, sombra sin vida para todos los hombres sin pudor,
para todos los peores enemigos del derecho ajeno, el incendiario, el salteador y
el asesino!; y sin embargo, ¡sirviendo de obstáculo a los desbordes de los más
atroces instintos! El imperio de la opinión supone probidad, delicadeza, posición
social, y deseos de la estimación pública. ¿Tienen todo esto los salteadores, los
calumniadores, y los asesinos?... El hombre que concibe y ejecuta un robo, ¿tiene
honor? ¿conoce la dignidad o el decoro personal? Si la opinión, ese espectro sin
vida ni significación para el crimen, es lo que ha de contenerlo, ¿qué será del
porvenir social?...
He aquí la escuela radical de nuestro país. ¿Hay quién se levante a desmentirnos?
Que lo ose; pero que no retroceda ante las pruebas... Alce la frente y pídalas: ¡se
le darán!...
¿Es eso el cristianismo? ¡No! ¡Blasfemia!...
El cristianismo es la fraternidad. Ante la Cruz, el mundo no es sino una vasta
hermandad, con el Cristo por padre, por maestro y por redentor del género
humano. La fraternidad es la mutua protección entre todos los hombres; y el
sálvese quien pueda, no es sino el eco áspero de un corazón de bronce. Esto
merece la más seria meditación de todo hombre humano y patriota.
¿Es posible que una juventud bella, inteligente y cristiana, una juventud que es
la heredera de nuestras últimas conquistas, que es el eslabón que une nuestras
tumbas a sus glorias, caiga, y caiga a nuestros ojos atónitos en tan deplorables
delirios?
¡Qué! ¿ha muerto para nosotros el amor del prójimo? La sangre de ese inmenso
martirio del Cristo y de sus confesores, muriendo trescientos años en los circos
romanos, ¿no nos dará ni una sola gota de tanta sangre para salvarnos de tanta
ignominia?... No, ¡no hay fatalidad! La fatalidad no es sino un fantasma del caos,
sin poder y sin vida.
Siquiera los socialistas europeos son los apóstoles del infortunio, son los santos
del hambre de las muchedumbres. Sus medios pueden ser erróneos, alarmantes,
inadmisibles; pero al menos en esos tremendos alaridos, en el fondo de esas
negras tempestades, brilla algo parecido a la caridad del Evangelio...
Los hombres que queriendo remedar aquí a esos grandes genios de la
desesperación de las masas atormentadas por el desamparo, se han levantado
para sistematizar la filosofía del laissez faire, van por otro camino que sus
modelos; van en pos del reinado del hombre por sí y para sí... Y en esta lucha,
más gloria alcanzarían en la derrota que en los mayores triunfos... Sí, van en pos
de una desheredación de la humanidad desvalida... El pobre para ellos es un
espectro de otro mundo: sus dolores, sus ayes no deben encontrar un solo eco...
Digámoslo de una vez: ¡van en pos de un monstruoso egoísmo! ¡Qué gran
conquista!...
¿Es esto ir adelante? Sí, ir adelante, como las agonías de la muerte van adelante
de las tumbas.
¿Triunfará esta secta? ¡Imposible! Pero podrá hacer algo perecido a una victoria
satánica: barbarizar la sociedad por algunos años, secar todos los corazones y
ahogar millares de hombres entre un océano de sangre y de lágrimas... ¡Este es
su porvenir!... ¿Por qué? Por lo que hemos dicho antes de empezar este trabajo:
Tout mensonge répété, devient une vérité: no para siempre; pero eso sucede por
algún tiempo.
Ahora decidme, vosotros los que detestáis la autoridad y el gobierno, ¿cómo es
que con tales ideas buscáis, empero, por todas partes, el solio del poder? ¿A qué
esas candidaturas para jueces, legisladores y gobernantes? ¿Es que deseáis poseer
la autoridad, para hacer por la fuerza de su poder lo que no alcanzáis a hacer con
vuestras contradictorias pretensiones? Pero entonces, ¿en qué queda vuestra
soberanía individual, si el individuo soberano en vez de un convencimiento
previo, recibe de vuestras manos la eliminación de lo que vuestra palabra no
alcanza siquiera a conmover?... ¡Oh! Esto sería ya algo peor que el simple error:
esto no haría honor a vuestra probidad. El hombre dañino por equivocación,
merece todavía algunas consideraciones. El que daña sin esa disculpa, vosotros
sabéis qué es lo que merece.
Si vosotros no queréis leyes ni gobierno, sed consecuentes; quedáos en vuestra
tribuna y buscad desde allí la desistencia [sic] popular, respecto de orden social
y de funcionarios públicos; porque un hombre de bien, no anhela un puesto que
él mira como una usurpación: si lo acepta, es para honrarlo: la sociedad le exige
siempre esta promesa previa; y ningún ser moralizado acepta un compromiso
con la arriére pensée de violarlo indignamente.
To be or not to be. Sed lo que queráis; pero sed siempre dignos de nuestro aprecio,
y hasta de nuestro respeto; porque al fin, sois hombres y sois además nuestros
caros compatriotas.
Si realmente detestáis el gobierno y sus leyes, ¡retiráos de las urnas electorales!
De esta manera, aunque no aceptemos vuestras ideas, no tendremos un derecho
a negaros nuestra estimación.
Esto es justo; y vuestro escepticismo respecto del poder social, no podrá ir jamás
hasta la negación de la justicia; porque entonces negaríais a Dios y dejaríais de
ser hombres... ¡Vana esperanza! Vosotros no entráis en discusiones
fundamentales: calláis y repetís millares de veces lo que no podéis demostrar;
confiados en una verdad de disfraz encerrada en nuestro texto: Tout mensónge
répété, devient une vérité... “Toda mentira repetida viene a ser como una
verdad”...
M.M.M.
1858.

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