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BEAUTY MUST BE TRUTH

Para el común de las religiones, las enseñanzas del profeta o iluminado, o incluso las de
Dios mismo, a los efectos justamente de optimizar su captación, conviene abstraerlas de todo
contexto. Los aforismos y sentencias de todos los grandes maestros espirituales flotan —por
decirlo así— como suspendidos en el aire, libertados de la astringencia propia de tiempo y espacio,
clima y circunstancia. Justamente esa asepsia enaltece y preserva el divino mensaje de toda
erosión.

No ocurre igual con el cristianismo, intrínsecamente coyuntural. Para nosotros, las gestas y
verbas de nuestro Maestro están tan medulosamente ligados, que entender unas sin las otras, sería
como afrontar un alfabeto sin vocales o sin consonantes. La maravilla con que las aes o las úes
tañen lanzadas y trabadas por erres, jotas y eles, es análoga a los cenáculos, lagos, prados o
caminos en que el Verbo Encarnado lanza y traba sus sermones y sentencias.

Y así como, de tal combinación semántica surgen palabras peculiarmente musicales y


bellas, también en el caso de Jesús se dan conjunciones de gestos y palabras, de ámbito y contenido
que se anudan en un dictum absolutamente único, inefablemente bello e intenso con que expresa el
Misterio.
Una de esas “obras de arte” es sin duda la escena del Evangelio de hoy (Mt XVI, 13-20).
Quedarnos asépticamente con las solas y puras palabras del Señor —y tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia— no alcanzaría nunca, por más lustrosa hermenéutica que hiciéramos de
cada palabra. O, al menos, nos perderíamos gran parte del asunto, de la magia que sólo se habilita
cuando se conjuga bruma y letra, luz, aroma y sonido.
Sólo quien se adentra en la escena integral y se torna poroso a todos los detalles de la
misma, recibe el derribante impacto de una Verdad capaz de cautivar y transformar. O la de una
belleza capaz de convencer. Intentémoslo juntos:

No es cuestión —ante todo— de caer en paracaídas en Cesarea de Filipos y dejar correr la


escena sin más, in medias res, como decían los antiguos. Hay que retroceder algunos cuadros, para
presurizar la escena en su exacta atmósfera.
Habrá que recordar que la cosa viene mal, que las deserciones han sido inmensas, que su
reciente visita a Nazaret fue un fracaso rotundo —y un dolor tremendo—; que Herodes asesinó a
Juan Bautista. Y que tras eso, con que el grupo estaba ya diezmado y reducido, los desaciertos de
los pocos perseverantes estaban a la orden del día: Pedro desconfiando del Señor que lo desafía a
caminar sobre las aguas, deja al descubierto su magra fe, su espíritu timorato, su vasta
desorientación. Crece la confrontación con los Fariseos; crece la impaciencia de los discípulos ante
mujeres que gritan y el gentío que reclama milagros... y sobre todo: cada día, cada hora, los
discípulos parecieran entender menos y menos ante Quién están.

En este clima, el grupo emprende el largo camino al Norte, hasta los límites de Israel,
remontando el curso del río Jordán hasta su surgente. El viaje tiene algo de huida, o al menos de
alejarse de la peligrosa Jerusalén. Y no menos, tiene algo de revisión de vida (retorno a las fuentes),
de balances, o de recuento de tropa y de ladrillos para la torre. El Señor va secretamente resuelto a
hacerles, en privado, su primer gran aviso de que, humanamente hablando, todo esto no sólo va en
picada, sino que va a terminal mal: que lo van matar. Y nada menos que por blasfemo.
Pero antes de eso es que llegan al escenario que nos atañe hoy: los inmensos peñascos del
monte Hermón, donde antaño el valiente Josué libró batallas tan sangrientas como valientes. Allí
llegan, ya al atardecer, los deshilachados e hirsutos viandantes: traspirados, fatigados,
hambrientos, desganados. Un recodo del polvoriento camino, reparado por la verticalidad de estos
incólumes morros fue el elegido por el Maestro para dar al grupo la escueta seña: paremos aquí.

Recién entonces es que cabe apretar “play” para que Mateo XVI, 13 empiece a rodar solo. El
tremendo contraste entre la feble condición de estos harapientos peregrinos y el vigor y firmeza de
esas rocas inconmovibles, hay que dejarle “estar” allí, ante nuestros ojos interiores, y presenciar la
muda escena con largor.

Recién entonces, surgen las vocales, el audio, el diálogo.


—¿Qué dice la gente de Mí? —abre el juego Cristo, con cierto aire despreocupado.
El sol ya casi se escondía. El fuego recién hecho ya chirreaba. Los rudos palestinos
desvendaban sus pies, para descansarlos y atender a sus ampollas y llagas. Con desorden y
naturalidad, el grupo releva y repasa las versiones más oídas: que es el Bautista, que Elías, que
Jeremías.
El Maestro los dejó escurrir hasta la última gota. Y engordó ese silencio que se engolfó
luego entre ellos.
Juan notó algo inusual en el Señor: que no tenía la mirada puesta en ellos. Un poco en el
fuego; otro tanto en el rojizo horizonte: pero no en ellos.
Y fue entonces que vista ausente y voz silente mutaron conjuntamente: clavando la mirada
en los tuétanos de cada uno, con Voz límpida y firme, preguntó: —y ustedes, cada uno de ustedes,
¿quién soy Yo para ustedes?
La pregunta, el tono, la mirada, el clima: todo era de lo más inusual. Era claro que no se
trataba de una pregunta ni retórica ni académica, sino brotada de un abismo que clamaba por otro
abismo. Una pregunta entrañable, en busca de respuesta entrañable.
Sería el atardecer, o el largo y mudo andar; o la majestuosidad de esas rocas, o la
persecución ya desatada...: lo cierto es que en el timbre y mirada del Maestro había incluso un dejo
de añoranza, y de reclamo, y hasta de sed, por qué no.

—¿Quién soy yo para ti, Simón Barjonás? ¡Dímelo! Y no me salgas con el Credo ni el Catecismo.
Dime, qué significo yo para vos. Háblame desde el corazón.

Sed en la voz, notó Juan. Ante semejante planteo, el clima general del grupo viró por
completo. Los más desentendidos del diálogo inicial se acercaron. Todos dejaron sus trapos,
tientos y cuerdas y demás faenas propias de la desensillada para hacer foco en la inusual pregunta
del Maestro.
Y se habilita entonces la escena de la que viven los cristianos desde hace dos mil años: el
harapiento hijo de Jonás, ese brioso y apasionado pescador galileo, mezcla de polvo y sudor, se
acerca con torpor hasta el Cristo y se postra ante Él. Antes que con cercenada voz, habla con sus
copiosos gestos: clamaba en secreto que por una vez, por una única vez, su rotunda y aciaga brutez
no lo inhibiera de expresar con palabras esa certeza entrañable y meridiana de Quién era el
Maestro para él. Captó perfectamente el reclamo que denotaran las palabras de Jesús; ese sutil
lamento por la humana incomprensión, por la universal apatía ante la encarnación de Dios. Pedro
derrama su desesperante mirada, cual inmensas bellotas negras, en los ojos calmos del Señor.

Cae la tarde sobre el monte Hermón. Sobre la cresta del filoso peñasco, se erige la inmensa
fortaleza del palacio que hiciera construir Filipos: es todo un ícono del poder del mundo.
Aguerridos guardias escoltan, con cara de piedra y acero, cada una de sus majestuosas entradas. A
los pies de esa doble mole —de naturaleza y de imperio— yace el enjuto Simón, el andrajoso
Simón, el analfabeto Simón, orillando una confesión que ni los más sapientes griegos ni los más
lustrosos alejandrinos sabrían formular: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.

Nadie en el orbe se enteró que en aquel ocaso, al borde de aquel polvoriento camino, se
desplegaba tamaño acontecimiento. Y en absoluto es impostado imaginar que todo ello ocurrió con
gravedad, con detenida solemnidad. Que incluso los otros Once se han incorporado —uno por uno
— ante esta peculiar Liturgia pontifical, sita en el improvisado santuario del recodo acantilado. Sin
más baldaquino que el sobrio halago de las primeras estrellas; sin mejor altar que la fatigada Carne
del humanado Logos; sin más incienso que el sinuoso hilo de humo del fuego en ciernes; sin más
alfombra y mosaico que el monocrómico yermo inerte; sin más ceremonieri que este puñado de
agotados linyeras devenidos en príncipes. Un desgreñado enebro ornamenta la Liturgia como
única nota de verdor.

Y el majestuoso Cristo se ha incorporado y erguido sobre el confeso galileo y con gesto


ceremonial apoya su mano y manto sobre su paje y escudero, Simón, hijo de Jonás. Y con voz ritual
y vehemente inicia su proclama —alzando su cuello cual si estuviera ante una inmensa
muchedumbre— diciendo con demorada modulación: y Yo, a mi vez te digo. Magnífico acorde.
Solemnísimo acorde. Gallardo inicio.
Para luego ofrecerle su timbre palestino a la descuajante Voz del Logos; aquella de los y dijo
Dios, del Génesis.
Y dijo Dios en la penumbrosa Cesarea de Filipos:
tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

Por puro azar, en ese preciso instante la guardia romana enciende las antorchas que
alumbran y engalanan el pórtico del Palacio imperial.
Un hombre hecho de polvo, que del polvo surge y hacia el polvo derrota sus días; cuyo
rostro es un surcado y labrado polvaderal, cuya alma es diminuta como el polvillo, cuyo inestable
temperamento es volátil cual la pólvora; cuya firmeza y fidelidad es pulverizable de un soplo... ese
hombre-polvo, nunca más minúsculo que allí, al pie de los majestuosos peñascos rocosos, recibe el
nombre y la identidad, el rol y la misión de ser Roca.

***

Valga como coda, adherir a aquella intuición del último Wilde: no sé qué dirán los
arqueólogos, los científicos, los lógicos y filósofos, exégetas y hermeneutas en sus pulcros intentos
por ofrecer apologética a nuestra Fe; mas para mí, hay una razón incontestable, irrebatible,
que demuestra de un solo golpe la veracidad del cristianismo: y es, sin más esto: que semejante
belleza, no puedo no ser cierta.
Beauty must be truth, rematará años después John Keats.
Quien, en puntas de pie, se acerca a este rocoso atardecer palestino, no puede no concluir lo
mismo.

p. Diego de Jesús
21.VIII.11

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