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Para el común de las religiones, las enseñanzas del profeta o iluminado, o incluso las de
Dios mismo, a los efectos justamente de optimizar su captación, conviene abstraerlas de todo
contexto. Los aforismos y sentencias de todos los grandes maestros espirituales flotan —por
decirlo así— como suspendidos en el aire, libertados de la astringencia propia de tiempo y espacio,
clima y circunstancia. Justamente esa asepsia enaltece y preserva el divino mensaje de toda
erosión.
No ocurre igual con el cristianismo, intrínsecamente coyuntural. Para nosotros, las gestas y
verbas de nuestro Maestro están tan medulosamente ligados, que entender unas sin las otras, sería
como afrontar un alfabeto sin vocales o sin consonantes. La maravilla con que las aes o las úes
tañen lanzadas y trabadas por erres, jotas y eles, es análoga a los cenáculos, lagos, prados o
caminos en que el Verbo Encarnado lanza y traba sus sermones y sentencias.
En este clima, el grupo emprende el largo camino al Norte, hasta los límites de Israel,
remontando el curso del río Jordán hasta su surgente. El viaje tiene algo de huida, o al menos de
alejarse de la peligrosa Jerusalén. Y no menos, tiene algo de revisión de vida (retorno a las fuentes),
de balances, o de recuento de tropa y de ladrillos para la torre. El Señor va secretamente resuelto a
hacerles, en privado, su primer gran aviso de que, humanamente hablando, todo esto no sólo va en
picada, sino que va a terminal mal: que lo van matar. Y nada menos que por blasfemo.
Pero antes de eso es que llegan al escenario que nos atañe hoy: los inmensos peñascos del
monte Hermón, donde antaño el valiente Josué libró batallas tan sangrientas como valientes. Allí
llegan, ya al atardecer, los deshilachados e hirsutos viandantes: traspirados, fatigados,
hambrientos, desganados. Un recodo del polvoriento camino, reparado por la verticalidad de estos
incólumes morros fue el elegido por el Maestro para dar al grupo la escueta seña: paremos aquí.
Recién entonces es que cabe apretar “play” para que Mateo XVI, 13 empiece a rodar solo. El
tremendo contraste entre la feble condición de estos harapientos peregrinos y el vigor y firmeza de
esas rocas inconmovibles, hay que dejarle “estar” allí, ante nuestros ojos interiores, y presenciar la
muda escena con largor.
—¿Quién soy yo para ti, Simón Barjonás? ¡Dímelo! Y no me salgas con el Credo ni el Catecismo.
Dime, qué significo yo para vos. Háblame desde el corazón.
Sed en la voz, notó Juan. Ante semejante planteo, el clima general del grupo viró por
completo. Los más desentendidos del diálogo inicial se acercaron. Todos dejaron sus trapos,
tientos y cuerdas y demás faenas propias de la desensillada para hacer foco en la inusual pregunta
del Maestro.
Y se habilita entonces la escena de la que viven los cristianos desde hace dos mil años: el
harapiento hijo de Jonás, ese brioso y apasionado pescador galileo, mezcla de polvo y sudor, se
acerca con torpor hasta el Cristo y se postra ante Él. Antes que con cercenada voz, habla con sus
copiosos gestos: clamaba en secreto que por una vez, por una única vez, su rotunda y aciaga brutez
no lo inhibiera de expresar con palabras esa certeza entrañable y meridiana de Quién era el
Maestro para él. Captó perfectamente el reclamo que denotaran las palabras de Jesús; ese sutil
lamento por la humana incomprensión, por la universal apatía ante la encarnación de Dios. Pedro
derrama su desesperante mirada, cual inmensas bellotas negras, en los ojos calmos del Señor.
Cae la tarde sobre el monte Hermón. Sobre la cresta del filoso peñasco, se erige la inmensa
fortaleza del palacio que hiciera construir Filipos: es todo un ícono del poder del mundo.
Aguerridos guardias escoltan, con cara de piedra y acero, cada una de sus majestuosas entradas. A
los pies de esa doble mole —de naturaleza y de imperio— yace el enjuto Simón, el andrajoso
Simón, el analfabeto Simón, orillando una confesión que ni los más sapientes griegos ni los más
lustrosos alejandrinos sabrían formular: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.
Nadie en el orbe se enteró que en aquel ocaso, al borde de aquel polvoriento camino, se
desplegaba tamaño acontecimiento. Y en absoluto es impostado imaginar que todo ello ocurrió con
gravedad, con detenida solemnidad. Que incluso los otros Once se han incorporado —uno por uno
— ante esta peculiar Liturgia pontifical, sita en el improvisado santuario del recodo acantilado. Sin
más baldaquino que el sobrio halago de las primeras estrellas; sin mejor altar que la fatigada Carne
del humanado Logos; sin más incienso que el sinuoso hilo de humo del fuego en ciernes; sin más
alfombra y mosaico que el monocrómico yermo inerte; sin más ceremonieri que este puñado de
agotados linyeras devenidos en príncipes. Un desgreñado enebro ornamenta la Liturgia como
única nota de verdor.
Por puro azar, en ese preciso instante la guardia romana enciende las antorchas que
alumbran y engalanan el pórtico del Palacio imperial.
Un hombre hecho de polvo, que del polvo surge y hacia el polvo derrota sus días; cuyo
rostro es un surcado y labrado polvaderal, cuya alma es diminuta como el polvillo, cuyo inestable
temperamento es volátil cual la pólvora; cuya firmeza y fidelidad es pulverizable de un soplo... ese
hombre-polvo, nunca más minúsculo que allí, al pie de los majestuosos peñascos rocosos, recibe el
nombre y la identidad, el rol y la misión de ser Roca.
***
Valga como coda, adherir a aquella intuición del último Wilde: no sé qué dirán los
arqueólogos, los científicos, los lógicos y filósofos, exégetas y hermeneutas en sus pulcros intentos
por ofrecer apologética a nuestra Fe; mas para mí, hay una razón incontestable, irrebatible,
que demuestra de un solo golpe la veracidad del cristianismo: y es, sin más esto: que semejante
belleza, no puedo no ser cierta.
Beauty must be truth, rematará años después John Keats.
Quien, en puntas de pie, se acerca a este rocoso atardecer palestino, no puede no concluir lo
mismo.
p. Diego de Jesús
21.VIII.11