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Editorial Universidad del Cauca

2015
Ramos, Julio
Latinoamericanismo a contrapelo / Julio Ramos – Popayán: Universidad del Cauca, 2015.

Incluye referencias bibliográficas al final de cada capítulo; índice analítico: p.275-285


286p.

1. COMUNICACIÓN Y CULTURA 2. SOCIOLOGIA 3. IDENTIDAD CULTURAL 4. CRITICA


CULTURAL 5. MULTICULTURALISMO 6. ENSAYOS I. Título II. Universidad del Cauca.

306.4 R175 scdd 23


ISBN 978-958-732-161-6

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995


Catalogación en la fuente – Universidad del Cauca. Biblioteca

© Universidad del Cauca 2015


© raúl rodríguez freire 2015

Primera Edición en Castellano


Editorial Universidad del Cauca, febrero de 2015

Diseño de la Editorial: Área de Desarrollo Editorial - Universidad del Cauca


Diagramación: Cristian David Ordoñez Ordoñez
Diseño de carátula: Cristian David Ordoñez Ordoñez
Correctores de estilo: Elizabeth G. y Julian Perez Lizcano
Editor General de Publicaciones: Luis Guillermo Jaramillo E.

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Copyright: Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio,
sin autorización escrita de la editorial.

Impreso en Cali, Valle del Cauca, Colombia. Printed in Colombia.


Contenido

Prólogo
raúl rodríguez freire ........................................................................................................................ 7

El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello ..................................................... 15

La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano ................................... 35

Masa, cultura, latinoamericanismo ........................................................................................... 71

Las paradojas del deseo de Flora Tristán .............................................................................. 101

“Nuestra América”: arte del buen gobierno .......................................................................... 115

Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera) ....................... 131

El reposo de los héroes: las “Dos patrias”


de José Martí y la legitimidad de la poesía .......................................................................... 147

1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo ................................ 159

El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley .............................................................. 177

Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia .............................................................. 199

Descarga acústica ..................................................................................................................... 229

El derecho a la ficción: Tarrafal de Pedro Costa .................................................................. 257

Índice analítico ......................................................................................................................... 275


Prólogo
raúl rodríguez freire
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

[El ensayo] no pretende hoy “ex-poner” una visión o un


saber total (y muchas veces “totalitario”), sino, introducir
una mirada discontinua en un mundo que, en lo más
sustantivo, se oculta o se enmarcara con diferentes ropajes
y lenguajes “totales”, monolíticos y opresivos.

Martín Cerda, La palabra quebrada (1982).

S e podría convenir que el nombre de Julio Ramos no necesita presentación.


Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en
el siglo XIX, su primer libro –publicado inicialmente en 1989–, le otorgó un
reconocimiento que le dio a su firma amplia (y envidiable) circulación. En este
ensayo Ramos se plantea deconstruir y determinar las conflictivas condiciones de
posibilidad de aquello que Ángel Rama llamó ‘ciudad letrada’. No obstante, los
textos que han seguido a aquel imprescindible trabajo (y aquí la palabra texto
debe entenderse bajo el signo de Barthes, puesto que este solo se experimenta en
un trabajo –en una travesía, imposible de fijar– como el de Ramos), no han tenido
la misma repercusión, a pesar de su indudable relevancia para el pensamiento y
la afirmación de una crítica subversiva. Siete años más tarde publica Las paradojas
de la letra, título (y libro) que vendría a inscribirse en una política que se articula
con aquellas subjetividades que la ciudad letrada tenía por objeto disciplinar,
subjetividades que en su arrojo ante un mundo que les negaba la escritura, se la
apropian con la intención de ensanchar la ‘democracia’ que les excluye y así poder
constituirse en sujetos de derecho pleno; pequeños movimientos insurgentes que
no pretendían fortalecer el cinismo de la política oficial, sino reubicar “el campo
de su territorio”, “proyectando la redefinición de la ciudadanía” misma, como se
señala en uno de los ensayos que aquí hemos considerado. De ahí que su interés
pasara por leer en reversa, como diría Ranajit Guha, textos donde la marginalidad
empujaba los límites de los discursos modernos. Desde entones, a contrapelo

7
latinoamericanismo a contrapelo

de los requerimientos de la universidad contemporánea, fagocitada en el (auto)


exitismo de sus indicadores, Ramos, se podría decir, no publicó ‘mucho’, pero cada
uno de los textos que bajo su firma fueron apareciendo, mostraban la rigurosidad
de un crítico singular.

Sus ensayos recogen problemas que se podrían inscribir dentro de etiquetas


fácilmente identificables, como los estudios culturales, la crítica postcolonial y los
estudios subalternos, e incluso dentro de la crítica cultural, sin embargo, es notoria
la distancia que marca respecto de estos campos discursivos, pues pareciera que
rehúye de las etiquetas. Y si es así, si elude la territorialidad y axiomática de la
máquina académica, arriesgo a pensar que tal proceder estriba en la elaboración
de una política heterogénea que acontece por medio de la (su) escritura, pues
como ensayista, esta no se encuentra atada más que al objeto que le permite,
siempre momentáneamente, plantear problemas que ameritan una interrogación
pública. Con ello, Ramos encara el desafío de pensar no solo subjetividades otrora
marginadas (ciudadana y letradamente), sino también, y de manera fundamental,
de pensar al pensamiento que las transforma en su objeto y tranquiliza, así, su
‘privilegiada’ conciencia intelectual. En otras palabras, el trabajo de Ramos se
distancia tanto del latinoamericanismo vernáculo, terrícola, que hizo de su supuesta
especificidad identitaria la condición de su existencia, como de aquel que centra
su aspiración progresista en “el gesto de la mediación” que busca recuperar una
voz subalternizada. Por ello es que sus ensayos resultan cruciales para imaginar un
latinoamericano que suspenda las reificaciones (letradas y/o populistas) que han
alimentado de manera semejante prácticas representacionales que históricamente
han sido exhibidas como antagónicas. La política de Ramos, entonces, viene a
dislocar, por un lado, “las inflexiones variadas de la autoridad estético-cultural que
privilegia el papel de la literatura en la construcción de la ciudadanía”, y, por otro,
“esa ley de correspondencia que asume, sin mucha discusión, que a un mundo
pobre le corresponde un arte pobre”.

El año 2011 publicó en Monte Ávila Editores Sujeto al límite: ensayos de


cultura literaria y visual, y aquí ya vemos otro desplazamiento, no tanto en lo
referente a la preocupación política que devela su ensayística, pues esta persiste
magistralmente, sino en términos de registro, de objeto: en este libro la escritura
viene a ser suplementada por la imagen, que ha cobrado una relevancia notoria,
como lo muestran sus textos sobre un mural de Diego Rivera, el cine de Pedro
Costa o la fotografía de Sebastião Salgado y la de Paz Errázuriz. En Sujeto al
límite, Ramos muestra una preocupación rigurosa y antinostálgica respecto de
las mutaciones que descentralizaron las condiciones bajo las cuales la ciudad
letrada ejerció su dominio hasta bien entrado en siglo XX, dominio que ha sido
subsumido por un capitalismo neoliberal que ha puesto en su lugar, generalmente
en nombre de una dudosa democracia, a una política del espectáculo que ha
terminado desjerarquizando las antiguas y elitistas barreras culturales, a la
vez que suspendía el privilegio de quienes se movían bajo los sedimentados

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Prólogo

códigos de lo letrado. Situación, por cierto, que ha llevado a no pocos críticos


a esgrimir un discurso (neo)conservador con el fin de resguardar ‘las fronteras’
de un campo que hasta hace no mucho imaginaban bajo su rectorado. A ello
me refiero con que Ramos no romantiza un pasado que haya que proteger o
del cual se pueda hurgar para defender o encontrar la respuesta a los desafíos
a que nos exponen las condiciones bajo las cuales hoy debemos ejercer nuestro
inactual trabajo. “¿Cuál puede ser, entonces, ‘el futuro de los estudios literarios’”?
se pregunta Ramos en 1998: Genealogías del Panamericanismo, un fundamental
ensayo sobre su porvenir: “Puesto que se trata, precisamente, de una crisis de
los grandes relatos liberales del porvenir de la ciudadanía y de la integración,
relatos que fueron elaborados, en parte, por las humanidades mismas, acaso
solo las cartas o los caracoles del santero se atreverían a enunciar, como con
un sencillo golpe de dados, el secreto de la respuesta, que en el mejor de los
casos hablaría de futuros mínimos, de cartografías estratégicas, provisorias, para
las prácticas y los sujetos de saberes localizados”. La riqueza de esta respuesta nos
devela que lejos de lamentarse por la situación, nuestro ensayista encuentra en
la crisis la posibilidad para inventar, errando si se quiere, un ‘latinoamericanismo
antimetafísico’ y efectivamente democrático. La nostalgia, uno de los nombres que
vehiculiza la ley del padre, debe ser radicalmente obliterada si se quiere fortalecer
una práctica político-intelectual que, en medio del brutal descampado neoliberal
que habitamos, no solo no se ha permitido abdicar ante “los aplanamientos del
mercado”, sino que ha logrado una lucidez que los latinoamericanismos de antaño
no entrevieron ni buscaron. Latinoamericanismo a contrapelo resulta, así, una
invitación a compartir la trinchera y a disfrutar del don y la hospitalidad de un
trabajo que no descansa en multiplicar las zonas de contacto y las estrategias a
que debemos sumarnos en pos de recomponer, de reinventar, a América Latina
en su devenir global.

II

Antes de entrar a los ensayos, debiéramos detenernos un momento en la escritura


de Ramos, pues no conviene que se nos escape el cuidado y la precisión de lo
que podríamos llamar su estilo, un estilo que le permite sustraerse, como diría
Adorno, a la sobreescritura de la propia conciencia, como también a la falsa
acción a que empuja el miedo infligido por las exhaustas condiciones en que hoy
se desenvuelve la crítica. En tal sentido, por lo menos tres marcas o pulsiones
debieran ser resaltadas. Es necesario, en primer lugar, referir un uso particular
de la teoría, que desde el margen informa la comprensión conceptual del autor,
evitándose así la saturación o densidad escritural, en favor de la escritura misma.
Rara vez un pasaje teórico invade la hoja, saltando desde la nota al pie hacia el
despliegue argumental, y cuando lo hace, es solo para precisar un punto que no
debiera quedar en suspenso, como la categoría de interpelación althusseriana,
central para comprender la significancia de la escritura de Juan Francisco Manzano,
esclavo que escribe su biografía a solicitud de unos agentes pertenecientes al

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latinoamericanismo a contrapelo

campo letrado oficial por antonomasia: la tertulia de Domingo del Monte. De


manera que nombres como los de Michel Foucault, Walter Benjamin o Jacques
Derrida mantienen una distancia que el crítico usa según su conveniencia, o según
la necesidad del objeto sobre el que ha decido ensayar.

En segundo lugar, la escritura misma tiene su propio y particular ritmo. No


encontramos aquí textos desarrollados linealmente o hipótesis a las que se
responda de manera rígida y esquemática. Por el contrario, se podría decir
que la escritura de Ramos es fragmentaria y oblicua, y que, como tal, antes de
arribar a un punto final –para no decir conclusión, pues sus ensayos permanecen
siempre abiertos–, nos lleva por linderos que abren la reflexión, permitiéndole
al lector imaginar preguntas siguiendo su propia pulsión. Es más, se podría
señalar que estos ensayos, individual y colectivamente, se estructuran al modo
de una partitura, como si las líneas que les atraviesan fueran las notas de una
multiplicidad de instrumentos que si bien no explicitan sus texturas, nos permiten,
sin embargo, identificar sus rasgos principales, para luego ser articularlos desde
las inquietudes de quien lee. En este sentido es que su ensayística es un don,
cuando no una política hospitalaria para quien desee relacionarse con ella. Lo
es, empero, porque responde al ensayo como forma (Adorno), inscripción cuya
gratuidad está suspendida por la responsabilidad que como tal le compete: “Todo
escrito fragmentario”, recordó a su vez Martín Cerda, “implica, en efecto, una
fractura, crisis o quiebra social y, al mismo tiempo, una infracción de todos los
lenguajes que, de una manera u otra, intentan enmascararla o ‘taparla’”. De forma
que si ha de quebrar la identidad del texto, la identidad de la escritura y de su
objeto, Ramos debe encarar el desafío de lanzarse contra la lengua monolítica que
disciplina la heterogeneidad de la experiencia. Veremos que los ensayos reunidos
en este libro no han arredrado en ello, que no han desistido ante el desierto en el
que extraviada se mueve la crítica (Bolaño).

Por último, resta hablar de la elaboración misma de la escritura, de la composición


de estas piezas. Las notas de pie de página nos dan cuenta no solo de un
trabajo particular con –y un uso de– la teoría, sino también de la habilidad, diría
que artesanal, con la cual Ramos va hilvanando sus textos. Es reconocible, por
supuesto, un estilo y un motivo, pero ello no impide percibir que cada ensayo
guarda su propia especificidad. Tomemos como ejemplo Descarga acústica,
que inicia del siguiente modo: “Hay momentos cuando al filósofo lo sorprende
la estampida de una música nueva. El alboroto descarrila el pensamiento de
su ruta habitual, lo desborda de su interiorizado y a veces sordo discurrir. La
descarga acústica sacude al filósofo de pies a cabeza, le desencaja el tiempo de
su discurso”. Ese filósofo no es otro que Walter Benjamin, a quien una noche en
Marsella el jazz le hizo convulsionar: “He olvidado con qué motivación”, dice el
pensador alemán, “me permití marcar su ritmo con el pie. Eso va en contra de
mi educación y no ocurrió sin forcejeos interiores. Hubo momentos en los que
la intensidad de las impresiones acústicas eliminaba todas las demás”. Pues bien,

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Prólogo

el texto de Ramos desencaja o descarga al lector, desborda a ese que espera


encontrarse con un texto que nos refiera (solo) la experiencia de Benjamin en
uno de los bordes de Europa, pues si el inicio del texto así parecería indicarlo,
las páginas que siguen nos lo desmienten, al hablarnos de los usos de la droga,
del desarrollo desigual y combinado, de la racionalidad moderna… hasta
detenerse, algo, en la metafísica de la escucha y, cómo no, en su interrupción,
para luego pasar a una evaluación (que podríamos llamar política) de la salsa y
la conga, hasta acercarse a la oralidad y el fonocentrismo del discurso caribeñista
contemporáneo, y arribar posteriormente a las reflexiones que Benjamin
planteara en su famoso texto sobre la crisis del aura, con el fin de interrogar
“el privilegio del esquema óptico” y “reconocer el peso poderoso y a veces
saturado del orden acústico en las geografías sonoras”. “Tales órdenes”, agrega
Ramos para finalizar, “son claramente irreducibles a la cuestión de la ‘oralidad’
preletrada. Son en cambio órdenes mixtos, transitados por la complejidad de
la historia del capital, por las transformaciones tecnológicas, así como por las
pugnas encarnadas y descarnadas de los cuerpos que se liberan de los esquemas
heredados de la programación sensorial”. Como toda gran composición, esta
también cuenta con sus propias particellas, esto es, partituras que registran
los tonos y los movimientos de cada instrumento o grupo de instrumentos,
de manera que Ramos informa suficientemente los giros que realiza, en un
cuidado uso bibliográfico que nos permite comprender el lugar de inscripción
de cada uno de ellos. Cuando el trabajo con la escritura ha cedido ante el
factor de impacto, comprendemos que leer estos ensayos es un placer que el
formateo del paper indexado, normalizado y calculado nos va restringiendo, un
trabajo que adquiere una inusitada fuerza política en su desacomplamiento de
la estandarizada lengua universitaria a la que se entregan hoy por hoy incluso
las publicaciones académicas más ‘respetadas’ y que hasta hace no mucho
dominaban el campo del latinoamericanismo.

III

Como último punto, nos referiremos al libro que hoy prolo(n)gamos y que
conlleva la eventualidad de reconocer una escritura que, si hemos de intentar
delimitarla, se extiende a lo largo de veintidós años, pues dos de los más
antiguos ensayos fueron tomados de su primer libro, mientras que el más
reciente, Descarga acústica, apareció en la revista Papel máquina en 2011.
Latinoamericanismo a contrapelo está compuesto por doce textos. Se podría
señalar que estos ensayos constituyen un latinoamericanismo a contrapelo,
pues junto a sus reconocidas lecturas deconstructoras de Bello, Sarmiento y
Martí, aquí también encontraremos lecturas contrapuntísticas que se encargan
de desplazar el vínculo entre letra y ley, para potenciar, en su lugar, una
relación entre literatura y justicia o, si se quiere, también entre imagen y justicia,
pensando en los textos sobre Sebastião Salgado y Pedro Costa. De manera que
Ramos lee en reversa la historia literaria de Latinoamérica, esa que, a juicio

11
latinoamericanismo a contrapelo

de Pedro Henríquez Ureña, solo podía “escribirse alrededor de unos cuantos


nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó”, una historia,
como se ve, muy restringida y masculina, hasta el día de hoy. De ahí que no
sea errado señalar que en casi todos los ensayos de Ramos, encontramos un
interés constante, diría que casi una pulsión, por trabajar con “el reverso de la
memoria”, expresión suya, leyendo a contrapelo el archivo y a contrapelo del
archivo mismo, con materiales menores, alejados del canon o que derechamente
producen una cesura a la política canonizadora. De Martí, si bien se trata de
un autor central del ‘latinoamericanismo’, lee Coney Island, texto prácticamente
ignorado en su momento. Lo mismo de Diego Rivera, otro nombre canónico,
pero del que también considera una obra desconocida, Still Life and Blossoming
Almond Trees. Y en ambos casos, estas producciones, menores si se quiere,
son leídas de tal forma que logran inquietar el centro desde el cual eran
(des)consideradas. Este interés se radicaliza cuando pensamos en sus textos sobre
Flora Tristán, Juan Francisco Manzano o Alberto Mendoza, figuras periféricas que
intentan ampliar el archivo que sanciona y fija las posiciones que en su interior
han de ocuparse. Es en esta línea que Ramos realiza un impresionante trabajo
de archivo, viajando a Cuba y al siglo XIX cubano, para volver con el testimonio
de María Antonieta Mandinga, que reclama por su libertad, una libertad que no
conseguirá ella, sino su hijo ( Juan Lorenzo), luego de enfrentar durante décadas
una ley que desconsideraba el testimonio de aquellos que, por ser negros, no
podían dar cuenta de su libre condición. No obstante, Ramos lee en reversa
estos documentos, con el fin de recuperar “aquello que la ley misma con su
peso borra”. Su interés es, así, el de exponer cómo “La literatura se instituye
con la intervención en los límites del orden jurídico-simbólico de la esclavitud,
trabajando la peligrosidad de sus márgenes, proponiendo categorías para la
solución de los diferendos generados por la pluralidad de las legitimidades y,
sobre todo, explorando las condiciones que harían posible la subjetivación de los
esclavos”. Cabría agregar que a su preocupación por la escritura, estos ensayos
muestran que su interés por la letra, ha sido suplementado con un trabajo
sobre la imagen (pintura, fotografía, cine) y, más recientemente, con la música,
particularmente en ese bello ensayo que es Descarga acústica, ya referido. En
particular sus reflexiones sobre la fotografía y el cine ponen el acento en las
forzadas migraciones que los Estados que han hecho de la excepción la regla han
producido. En sus respectivos ensayos, la reflexión sobre la imagen le permite a
Ramos, por una parte, desencializar la noción de viaje que un multiculturalismo
liberal ha explotado bajo la noción de diáspora, y, por otra, “ensanchar la noción
de lo visible”, al “nombrar aquello que no se ve en los medios”, ni en los
discursos celebratorios de la globalización.

Queda señalar que esta colección se debe a la necesidad de reinscribir la fuerza


desestructuradora que para los tiempos que corren porta la escritura de Ramos.
Si en una época decimonónica “la crítica de la modernización posibilitó la
modernización de la crítica”, volviendo paradójico el lugar de la cultura, su captura

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Prólogo

por parte del proteico mercado, le ha arrancado su ilusa imagen moderna, para
presentársenos hoy desinvestida y marginal, salvo para el interés de rentabilizar
su intercambio. De ahí que Latinoamericanismo a contrapelo permita no solo
comprender la importancia de Julio Ramos para la crítica latinoamericana, sino
también reflexionar sobre el ejercicio de la crítica en el siglo XXI.

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El don de la lengua:
gramática y poder en Andrés Bello1

Lengua y trabajo

E n su propuesta de una filosofía de la risa, Peter Sloterdijk comenta un


curioso retrato de Einstein (1987: 140). Señala, en el irreverente sabio que
saca la lengua, un desafío irreductible: la fuga de las condiciones siempre
desiguales de un diálogo inexorablemente estratificado, por más nivelador que
pretendiera haber sido. En otras tradiciones, la soez creencia popular sostiene que
sacar la lengua también implica el riesgo de poner el cuerpo bajo el escrutinio de
la mirada médica, lo que convierte la lengua en la parte blanda y maleable donde
el médico lee los síntomas de la enfermedad que sufre el cuerpo entero. El que no
sabe sospecha así que en la lengua, en las inflexiones particulares de su colorido,
en sus desvíos de la salud y la normalidad, el examinante –ese que está supuesto
a saber– silenciosamente descifra los síntomas de un mal acaso sospechado y
hasta sentido por el paciente, pero innombrado o desconocido. Sospecha, el
paciente incauto, que la lengua expresa verdaderamente un profundo malestar. El
examinante, en cambio, provee la cura; él tiene el don de la lengua y la suya es
la lengua del don.

Ya que de entrada nos encontramos con el circuito de posiciones en la escena


que quisiéramos explorar –es decir, con la lengua, el paciente que la saca, y los
doctores examinantes– conviene advertir que en adelante el uso de la frase “sacar
la lengua” se acerca más a la astucia iletrada de la doxa popular que al irreverente
retrato de Einstein comentado por Sloterdijk.

Por otro lado, para evitar confusiones, y ya que se trata de Bello –un clásico de
la lengua–, también conviene aclarar que no habrá aquí que enseñarle la lengua
a nadie, aunque sí es necesario reconocer que, en el acto de enseñarla, la lengua
siempre se desliza en perturbadores equívocos que nos obligarán –al leer a Bello–

1 Publicado en Paradojas de la letra (1996). Presenté las primeras versiones en la Universidad


de Puerto Rico, Stanford University y en el Instituto Superior de Arte en La Habana.
Agradezco las estimulantes preguntas y comentarios de los colegas y estudiantes de dichas
instituciones. Una versión anterior se publicó en 1993 en Casa de las Américas.

15
Latinoamericanismo a contrapelo

a situarnos en los intersticios de las posibles implicaciones de la frase: entre


mostrarla, como cuando se le enseña la monstruosidad de su colorido al médico;
entre sacarla, en son de burla, como cuando no se tiene nada que decir, o no se
quiere decir nada; o simplemente enseñarla, como cuando se la pone a decir bien
en una clase. Este trabajo es precisamente una reflexión sobre tales deslices, sobre
los intersticios entre los discursos del saber de la lengua y las líneas de fuga de la
lengua popular, blanda y maldita.

No por casualidad, un breve cuento de Leopoldo Lugones, defensor protofascista


de la pureza lingüística, nos facilita la entrada a la escena pedagógica nacional.
Escrito alrededor de 1900, durante un período de intensa inmigración a Buenos
Aires, el relato –Yzur– es la ficción de un obsesivo hombre de ciencia –un
antropólogo con cierta vocación lingüística– que compra un mono en un circo
quebrado y se embarca en la empresa de enseñarle la lengua.2 La hipótesis de
esta paródica figura de la Ilustración es la siguiente: los simios no hablan “para
que no los hagan trabajar” (1982: 11). Con cierta lucidez, el delirante lingüista
establece una correlación entre la lengua, la sociabilidad y el trabajo: hablar, entrar
al territorio regulado por la ley de la lengua, es concomitante a la incorporación
del cuerpo a la fuerza laboral. De ahí, pronto advierte el investigador, el mutismo
radical del mono en tanto acto de rebeldía y resistencia:

su silencio, aquel desesperante silencio [...] no cedía. Desde un oscuro


fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario
mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas
de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al
suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto
formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria (1982: 20).

Según el narrador, el atavismo es una respuesta defensiva del mono en su lucha


contra la dominación del hombre, que lo sometía al trabajo forzado y a la esclavitud
(1982: 21); la regresión atávica del mono al bosque y al silencio implicaba una
estrategia de resistencia.

Lo que a su vez genera la sospecha de que tras el ‘mutismo rebelde’ del mono se
encontraba el secreto de una lengua ininteligible, incomprensible para la “sorda
animosidad” (1982: 18) de los grupos dominantes que tendían a interpretar el
silencio hermético del simio como mero índice de imbecilidad. Precisamente ahí
se erige la doble autoridad del lingüista-antropólogo: primero, en el gesto que
proclama el desciframiento de esa lengua-otra, secreta e ininteligible; segundo, en

2 Yzur forma parte de Las fuerzas extrañas (1906). Manejo la edición del relato presentada
por Jorge Luis Borges (1982).

16
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

la voluntad de someterla y purificarla en la escena pedagógica,3 en una coyuntura


–según sugiere el mismo narrador– en que descifrar el enigma del otro y hacerlo
hablar en la escena didáctica, equivaldría a la incorporación de su cuerpo a la ley
del trabajo y la sociabilidad. De hecho, “yo soy tu amo” será la primera frase que
el maestro intentará enseñarle al subalterno.

Con esta delirante hipótesis en mente, el obsesivo lingüista emprende la tarea de


incorporar el simio a la lengua. Se imagina, inicialmente, que por su joven edad
y por las facultades miméticas distintivas de los monos, el animal sería “un sujeto
pedagógico de los más favorables” (1982: 14). De ahí que el primer paso en el
aprendizaje de la lengua sería la imitación de ciertas posturas paradigmáticas,
como si la gramaticalidad implicara, en efecto, un trabajo previo sobre el cuerpo,
y particularmente un entrenamiento facial que con rigor traza las líneas –la
territorialidad– de esa peculiar geometría de la cara que siempre debe acompañar
las verdades bien dichas y las subjetividades bien disciplinadas.4 El mono, por
cierto, imita las ridículas posturas del maestro, quien sospecha, sin embargo,
que la reproducción imitativa del buen modelo, en ese circuito especular, bien
podía someter la palabra y la gesticulación del amo a una extraña duplicación
o simulacro,5 o incluso a la imprevista burla o parodia: “La primera inspección
confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca,
como una masa inerte [...]. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos
meses ya sabía sacar la lengua para burlar” (1982: 16). El maestro le enseña la
lengua al otro; el alumno se la enseña de vuelta y se la devuelve envuelta en el
irreprimible paquete de la burla y la gesticulación paródica.

La sospecha lleva al pedagogo a una nueva hipótesis, implícita a lo largo del


relato: los monos, como otros subalternos, primero aprenden a sacar la lengua,

3 Valentin N. Volosinov comenta sobre los orígenes del pensamiento lingüístico: “What is
a philologist? Despite the vast differences in cultural and historical lineaments from the
ancient Hindu priests to the modern European scholar of’ language, the philologist has
always been a decipherer of alien, “secret” scripts and words, and a teacher, a disseminator,
of that which has been deciphered and handed down by tradition. The first philologists
and the first linguists were always and everywhere priests. History knows no nation whose
sacred writings or oral tradition were not to some degree in a language foreign and
incomprehensible to the profane. To decipher the mystery of sacred words was the task
meant to be carried out by the priest-philologists” (1986: 74).
En las sociedades modernas o en proceso de modernización la secularización obliga a una
refuncionalización del lingüista-descifrador. Las lenguas “secretas” no serán ya sagradas,
sino ligadas al fenómeno de la heterogeneidad social y lingüística que los estados modernos
pugnan por centralizar.
4 Sobre el rostro como lugar de focalización de la subjetividad en las sociedades occidentales,
cfr. Gilles Deleuze y Félix Guattari: A Thousand Plateaus: Capitalism and Schizophrenia
(1987) particularmente “Year Zero: Faciality”, pp. 167-192.
5 Sobre el mimetismo como estrategia de constitución de discursos subalternos en contextos
coloniales, ver Homi Bhabha (1984: 125-133).

17
Latinoamericanismo a contrapelo

incluso antes de maldecir. El maldecir de Calibán refuerza y cierra el buen código


de Próspero; el audaz y burlón mimetismo del mono, en cambio, inseparable
a veces de su mutismo rebelde, desencadena una angustia en el maestro que
exaspera su paranoia y lo obliga a reformular las estrategias didácticas: enclaustra
al mono, lo deja sin agua y sin alimentos, lo azota para que aprenda a hablar –es
decir, a hablar la lengua del amo–; pero el mono, claro está, no habla.

Seguramente para instigar al obseso, el cocinero –subalterno como el mono–


le alimenta la inseguridad paranoica al amo-maestro, asegurándole que había
descubierto al simio en la cocina “hablando verdaderas palabras” (1982: 18). El
maestro tortura al alumno, quien sin embargo permanece en “un silencio absoluto”
que “excluía hasta los gemidos” (1982: 19). El pedagogo incrementa las medidas
disciplinarias y mata al mono de sed.

Paradójicamente, la última escena del cuento parece satisfacer los requisitos de


la empresa didáctica. Justo antes de morir el mono habla, pronuncia la frase
primaria, la primera frase articulada en la entrada a la lengua: “Amo, agua. Amo,
mi amo” (1982: 22), en una escena en que hablar es la representación del discurso
del Otro, la cita de la palabra magisterial o paterna. El mono entra a la escena
de la lengua, pero no como un sujeto libre: hablar, en la escena pedagógica,
suponía –para el mono– el aprendizaje previo, la cita del nombre propio del
poder: “Amo”. Pero acaso más importante aún, la entrada a la lengua requería una
íntima internalización de la jerarquía, un extraño amor por los maestros: “Amo, mi
amo”. Tal vez incluso podría pensarse que ese amor –que puede ser, nada menos,
que el amor por la lengua materna (cfr. Jean-Claude Milner 1980)– es más efectivo
que los azotes que inscriben la ley, la ley del amo, sobre la espalda del alumno.

Ahora bien: si detuviéramos el movimiento de la lectura en la corroboración


de ese amor, reduciríamos el estratégico lugar del subalterno a la posición
donde lo quiere tener, bien visto y disciplinado, la ley del amo. En cambio, al
registrar la excesiva necesidad del maestro de exhibir los instrumentos de su
poder, el cuento enfatiza la angustia del pedagogo, su ansiedad paranoica, ante
la insuficiencia de su control de la lengua propia en boca del otro, siempre
dispuesto a resistir y subvertir la escena didáctica con los medios disponibles,
transformando la aparente pasividad del mimetismo en duplicidad, simulacro o
burla. Esta alternativa nos obliga a leer la lengua desde abajo, como un proceso
irreductiblemente escindido por la misma repetición que exige la identificación
especular en la escena pedagógica. Nos obliga a leer, desde allí, la constitución
del subalterno no simplemente como un espacio vacío que pasivamente
recibe y se llena, al constituirse en habla, con los signos del poder,6 sino como

6 Me parece que ahí radica el problema de la categoría del “habla subalterna” articulada por
Gayatri Chakravorty Spivak en “Can the Subaltern Speak?” (1988). Para Spivak, el subalterno
es una categoría relativa, inscrita en el campo de las representaciones articuladas por el

18
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

un agente cuyos silencios, gesticulaciones, inflexiones y lenguas secretas,


despliegan estrategias de fuga y resistencia, cuando no abiertamente de burla y
contestación. En el caso de Yzur la ironía es contundente: solo antes de morir
el simio pronunciaría el nombre del reconocimiento. Se nombra el poder en el
momento de la fuga definitiva que la muerte le concede al cuerpo explotado
del subalterno. La frase final, entonces, registra la fugacidad del reconocimiento,
así como la inutilidad de la evocación del nombre de un poder constituido
precisamente en el momento de su inconsecuencia. La frase final constata –para
el amo– la burla eficaz del subalterno, quien allí demuestra, como para que no
quedaran dudas, que siempre hubiera podido hablar –hablar bien– y que, a
pesar de suplicios y latigazos, en vida había logrado resistirse a pronunciar la
frase del reconocimiento, la condición de posibilidad de la constitución del amo:
“Amo, mi amo”, en boca del esclavo.

Por otro lado, si el cuento de Lugones no hubiera sido escrito en los primeros
años del siglo XX, acaso podríamos leerlo –con Borges– como una historia
fantástica más cercana a la ficción de Edgar Allan Poe que a los debates distintivos
del campo intelectual argentino del cambio de siglo.7 Sin embargo, hay que
notar, aunque sea de pasada, que cuando se escribió Yzur–hacia 1906– muchos
intelectuales argentinos –científicos sociales, pedagogos y literatos, incluyendo
al mismo Lugones– se encontraban en plena elaboración de discursos sobre las
intensas transformaciones sociales acarreadas por la inmigración –hecho que
marcó un cambio de rumbo irrevocable en el destino nacional–. Para muchos
intelectuales, como para el mismo Lugones, por ejemplo, la inmigración generaba
–según las metáforas de más circulación en la época– una crisis del ‘alma’ nacional;
crisis cristalizada en la ‘contaminación’ de la lengua en boca de los millones de
inmigrantes proletarios.8

Tal vez Yzur sería simplemente eso, un mono, si el propio Lugones no hubiera
minado su texto con sugerencias de una posible lectura alegórica. En dos ocasiones

poder. De ahí que el discurso subalterno sea siempre, para Spivak, una construcción
de intelectuales que responde, más que a la presencia (habla) del otro, a los debates e
intereses cruzados en el campo del poder que representa al otro.
7 Véase la “Introducción” de Borges en la edición citada (1982).
8 Lugones señala en Didáctica [1910]: “La inmigración tiende a deformarnos el idioma con
aportes generalmente perniciosos, dada la condición inferior de aquélla. Y esto es muy
grave, pues por ahí empieza la desintegración de la patria. La leyenda de la Torre de Babel
es bien significativa al respecto: la dispersión de los hombres comenzó por la anarquía del
lenguaje” (citado en Ara 1979: 285).
Emilio Renzi, personaje de Ricardo Piglia, comenta en Respiración artificial: “La autonomía
de la literatura, la correlativa noción de estilo como valor al que el escritor se debe
someter, nace en la Argentina como reacción frente al impacto de la inmigración. [...] La
literatura, decían a cada rato y en todo lugar, tiene ahora una sagrada misión que cumplir:
preservar y defender la pureza de la lengua nacional frente a la mezcla, el entrevero, la
disgregación producida por los inmigrantes” (Piglia 1980: 168).

19
Latinoamericanismo a contrapelo

los gestos del chimpancé se comparan con la expresión de un negro o mulato. Hacia
comienzos de siglo no quedaban muchos negros ni mulatos en la Argentina. Sin
embargo, el discurso racista de las elites comenzaba a identificar a los inmigrantes
del sur de Europa con la metáfora estereotípica de la negritud. Más aún, el lingüista-
antropólogo de Lugones interpreta el silencio del simio como efecto atávico; es
decir, como una regresión en la que zonas de una sociedad civilizada reencarnan,
por deficiencias genéticas, rasgos de un comportamiento bárbaro o primitivo. El
concepto, traducido de la biología genética mendeliana, era clave en la explicación
que la emergente antropología criminológica de la época utilizaba para explicar el
comportamiento regresivo, propenso a la delincuencia, de muchos inmigrantes.9
Se trata, evidentemente, de una metáfora racista mediante la cual el criminólogo
lee –y patologiza– la diferencia étnica como la inscripción física de una supuesta
inferioridad y peligrosidad social. Los criminólogos argentinos –todos lectores de
Cesare Lombroso– también interpretaban las particularidades lingüísticas de los
inmigrantes como marcas de su barbarie y de la contaminación de lo que en esa
época se consideraba el fundamento mismo del espíritu nacional: la lengua.10 De ahí
que Yzur no sea simplemente un relato grotesco, de delirio científico, sino también
una reflexión, irónica por momentos, sobre las condiciones de incorporación de un
otro –étnica y lingüísticamente marcado– al espacio racionalizado –administrado–
de la lengua nacional. Se trata, entonces, de un relato sobre la dominación y
subordinación que implica la constitución de la ciudadanía moderna.11 Exploración
notable, sin duda, sobre la violencia –y el amor– desatados entre los actantes de la
escena pedagógica nacional.

Ley y gramática en Andrés Bello

Quisiera ahora aproximarme a la cuestión de la lengua desde otro ángulo y


preguntar: primero, ¿cuándo se constituyó la lengua como un objeto de reflexión
intelectual en América Latina, y a qué tipo de contradicciones sociales respondían
los persistentes intentos de definirla y purificarla? Segundo, ¿cuáles fueron las
prácticas disciplinarias que constituyeron la lengua como el objeto problemático
de su discursividad, cómo la representaron y, al representarla, qué modelos de
control de su dispersión propusieron?

En respuesta a estas preguntas conviene releer las primeras gramáticas


latinoamericanas, sobre todo las de Andrés Bello, escritas en Chile mientras

9 Sobre la antropología criminológica en la Argentina, ver Vezzeti (1983).


10 Analizo la patologización y criminalización de la diferencia lingüística en la Argentina de
los criminólogos en “Faceless Tongues: Language and Citizenship in 19th Century Latin
America”, en el volumen Displacements. Cultural Identities in Question (Bammer1994).
11 Sobre la constitución de la ciudadanía moderna, cfr. Etienne Balibar (1991).

20
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

el intelectual venezolano ejercía de rector de la Universidad en 1840.12 En


términos generales, la escritura de Andrés Bello, ya sea en el lugar de la poesía,
la historia, la geografía, la gramática o el derecho, desborda las categorías del
trabajo intelectual especializado a las que hoy estamos habituados. En efecto, esa
multiplicidad de voces y lugares de intervención era distintiva de la mayoría de los
intelectuales latinoamericanos del siglo XIX cuya autoridad social, particularmente
en las décadas posteriores a las guerras de independencia, se fundamentaba en el
proyecto de organización y administración de los Estados nacionales aún en vías
de consolidación.13

Sin embargo, a pesar de la heterogeneidad de la obra de Bello, sus intervenciones


se conjugan en una notable voluntad de pensar las condiciones que posibilitarían,
en América Latina, la precisión de los códigos de una virtual normatividad: el
proyecto de “quitarle a la costumbre la fuerza de la ley” (1855: 4).14 Inscrito en la
ideología de la Ilustración15–que a la vez, según veremos, se problematiza en él–,
el trabajo de Bello es una múltiple y diversa reflexión sobre la relación entre lo
local y lo universal, entre la particularidad y la totalidad, entre la especificidad de
la acción y la ley social, entre el accidente y la norma, o –en términos más cercanos
al tema que nos concierne aquí– entre la espontaneidad del habla popular y la
sistematización de la lengua generada en el proceso de depuración y abstracción
que posibilita la escritura.16

12 Nos concierne particularmente su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los


americanos, en Obras completas, IV (1951 [1847]). Todas las citas de la Gramática parten
de esta edición. Además, entre paréntesis señalaremos arriba la página correspondiente.
13 Sobre la relación entre los intelectuales y el Estado en el siglo XIX cfr.: Rama (1984);
Ludmer (1988) y Ramos (1989).
14 Andrés Bello: “Exposición de motivos”, Código Civil de la República de Chile, en Obras
completas, XII (1951 [1855]: 4).
15 Sobre las ideologías racionalizadoras de la Ilustración, cfr.: Theodor W. Adorno y Max
Horkheimer Dialectic of Enlightenment, particularmente “The Concept of Enlightenment”
(1972: 3-42) y Timothy Reiss (1982).
Sobre el pensamiento lingüístico de la Ilustración, ver Hans Aarleff (1982).
16 La escritura para Bello es un mecanismo de ‘globalización’, ligado al proyecto de “fijar el
más fugitivo de los accidentes de la materia, y encadenar de este modo el pensamiento
mismo, suministrando a cada hombre medios de comunicarse con todos los puntos del
globo y con todas las generaciones que han de sucederle [...]. La escritura no podía ser
sino el resultado de una multitud de pequeñas invenciones graduales a que contribuyeron
gran número de siglos y probablemente de pueblos, y que no estará del todo completo,
sino cuando poseamos un alfabeto perfecto, cual no tiene, ni tal vez ha tenido nación
alguna” (1951: 79).
Sobre la relación entre la oralidad y la escritura en el siglo XIX hispanoamericano, cfr.
los trabajos citados de Rama (1984), Ludmer (1988) y Ramos (1989), y particularmente
el trabajo más abarcador de Antonio Cornejo Polar: Escribir en el aire: ensayo sobre la
heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas (1994).

21
Latinoamericanismo a contrapelo

Para Bello la gramática era un discurso fundacional del Estado moderno. Dada
la diversidad geográfica, étnica y lingüística del continente, Bello concibió la
gramática como uno de los discursos capaces de imponer, sobre las partículas
heterogéneas de América Latina, una estructura normativa y unificadora;
estructura, a su vez, concomitante a una ética del habla que Bello consideraba
fundamental para la constitución de la ciudadanía moderna. No es casual, en ese
sentido, que al escribir su Gramática Bello apelara a un destinatario continental:
“No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen
a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América” (1951: 11). En el acto mismo
de nombrar a tal destinatario, mediante la metáfora interpelativa y familiar, el
discurso prospectivo de la gramática contribuía a formar ese campo imaginario
de identidad, trazando –precisamente en el mapa de una lengua unificada y
administrada– los lugares y las fronteras posibles de la ‘familia’ hispanoamericana
futura.17 Acaso hoy la pulsión sistematizadora que moviliza el discurso de la
gramática en Bello pueda leerse como una instancia de ciencia ficción, como
una ficción de la lengua. Pero nuestra ironía ante proyectos totalizadores como el
de Bello no debe permitirnos olvidar los efectos reales, institucionales, que bien
pueden tener las ficciones de totalización. La gramática de Bello sigue siendo
hoy un texto canónico en su género, un clásico de la lengua donde se aprende
el curso, el camino correcto, la ética del bien decir delineada por la lengua
nacional, no solo en América Latina, por cierto, sino incluso en España. De
modo que pensar a Bello como uno de los grandes elaboradores de la ficción
latinoamericana del siglo XIX no contradice el hecho de que su sueño de la
lengua efectivamente contribuyó a la institucionalización del español estándar en
el continente, al menos a nivel de las elites dominantes.

¿Cuáles son los límites, las fronteras, de la representación gramatical? En Bello el


discurso gramatical se erige en respuesta a un terror específico: la monstruosidad,
para el intelectual ilustrado, de la dispersión y fragmentación acarreadas por el uso
popular de la lengua. Con gran temor, Bello frecuentemente compara la situación
de la lengua en la América poscolonial, disueltas ya las redes institucionales del
poder español, con la dispersión del latín en los años finales del Imperio Romano.
Sobre la peligrosidad de los neologismos populares, es decir, sobre la presión que
ejerce el cambio y la trasformación social en la estructura de la lengua, escribe Bello:

[…] el mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos


de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de
neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo
que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a
convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros;

17 Mary L. Pratt explora la relación entre la lingüística y los procesos de configuración nacional
en “Linguistic Utopias”, en The Linguistics of Writing: Arguments between Language and
Literature (1987).

22
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración


reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período
de la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México, hablarían
cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en
España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales,
pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de
las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la
unidad nacional. Una lengua es como un cuerpo viviente: su vitalidad
no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular
uniformidad de las funciones que estos ejercen, y de que proceden la
forma y la índole que distinguen al todo (1951: 12).

La metáfora de la lengua como ‘cuerpo viviente’, de la estructura como subordinación


de los ‘órganos’ particulares en función de la ‘uniformidad’ del todo, es uno de los
principios organizadores de la reflexión lingüística en Bello. La metáfora del cuerpo,
a su vez, desencadena cierta analogía higiénica o terapéutica, que establece una
equivalencia entre la normatividad lingüística provista por el discurso gramatical y
la salud de ese cuerpo que confronta la amenaza de una enfermedad o corrupción:
“Son muchos los vicios que bajo todos los aspectos se han introducido en el
lenguaje de los chilenos y de los demás americanos [...]. Sobre todo [señala Bello]
conviene extirpar estos hábitos viciosos en la primera edad, mediante el cuidado de
los padres de familia y preceptores, a quienes dirigimos particularmente nuestras
advertencias” (1951 [1847]: 147; énfasis nuestro).18 El cambio se representa como
la energía incontenible de un flujo que altera y enturbia la estructura. El cambio
–ligado a su vez a la instancia dialectal, local, de la lengua– es el flujo de la
irregularidad, de embriones opuestos a la coherencia y plenitud de la estructura
que la gramática busca instituir. La monstruosidad del dialecto es en Bello lo otro
del discurso gramatical, así como el objeto de su representación, en una lógica en
que representar el dialecto implicaba la regularización de su forma, el sometimiento
de su flujo a la estabilidad de la estructura.

Representar la barbarie del dialecto implica ahí una estrategia de contención,


un intento de dominar la caótica espontaneidad y dispersión del habla popular
mediante la codificación e implementación pedagógica de la ley de la lengua.
No es casual, entonces, que la metáfora de la lengua como cuerpo equilibrado

18 En efecto, habría que pensar la higiene como un modelo que le provee a la gramática y a
otros discursos sobre el contacto (social, lingüístico, étnico) una serie de metáforas claves
sobre la pureza, el contagio y la traza de límites simbólicos que posibilitan la constitución
de la identidad.
Analizamos la relación entre los discursos sobre el cuerpo y la lengua en “Cuerpo, lengua,
subjetividad” en Paradojas de la letra (1996); y los usos disciplinarios de la higiene en
la construcción del cuerpo-ciudadano moderno en “A Citizen-Body. Cholera in Havana
(1833)” (1994).

23
Latinoamericanismo a contrapelo

se deslice hacia otra analogía sumamente importante para nosotros: la lengua


debe tener funciones y mecanismos de regulación, como el Estado mismo. En ese
sentido, la representación y subordinación del habla popular en Bello proyecta,
en el proceso mismo de depuración que implica su normatividad, el impulso
de territorialización social generada en el proceso de constitución estatal. Más
adelante retomaremos la relación entre lengua y Estado.

Por ahora digamos que el peso ideológico que Bello pone en la corrección y el
bien decir no se explica en términos de un desinteresado formalismo. Para Bello
la estructura gramatical era la condición misma de la racionalidad. Como para los
ideólogos de la Ilustración francesa –Condillac, sobre todo–,19 que influyeron en
su teoría de la lengua, para Bello la estructura lingüística, particularmente en su
disposición sintáctica, constituye la armazón lógico-temporal de la racionalidad.
Como señala Hans Aarleff, en su discusión de las teorías lingüísticas de la Ilustración:

Aunque el pensamiento no tiene una sucesión clara en la mente, sí


tiene una articulación en el discurso, donde el pensar se descompone
en tantas partes como ideas contiene el discurso. En la medida en que
ocurre tal articulación, podemos darnos cuenta de lo que hacemos al
pensar, y explicárnoslo a nosotros mismos; así aprendemos a dirigir
nuestra reflexión. El pensar se convierte en un arte, es decir, el arte de la
elocuencia (1982: 164).20

En los discursos de la Ilustración operaba una visión teleológica de la historia


lingüística, el movimiento progresivo, desde el grito que se suponía como la
escena originaria de la comunicación, hacia una lengua más completa y purificada;
es decir, depurada de todo vestigio de la desarticulación bárbara o primitiva
e idealmente proyectada por la reflexión teórica en el registro estrictamente
organizado y formal del código matemático.

Sin embargo, para Bello, el progreso –desde la barbarie de la pasión primitiva


hacia la plenitud de una lengua estrictamente racionalizada– no era un proceso

19 Véase Amado Alonso: “Introducción a los estudios gramaticales de Andrés Bello” (Bello
1951 [1847]: IX-LXXXVI).
20 M. Foucault enfatiza la importancia del bien decir como paradigma de la racionalidad
en la episteme clásica: “Saber es hablar como se debe y como lo prescribe la marcha del
espíritu [...]. Las ciencias son idiomas bien hechos, en la medida misma en que los idiomas
son ciencias sin cultivo. Así, pues, todo idioma está por rehacer: es decir, por explicar y
juzgar a partir de este orden analítico que ninguno de ellos sigue con exactitud; y por
reajustar eventualmente a fin de que la cadena de conocimientos pueda aparecer con toda
claridad, sin sombras ni lagunas. Así pertenece a la naturaleza misma de la gramática ser
prescriptiva, no porque quiera imponer las normas de un lenguaje bello, fiel a las reglas
del gusto, sino porque refiere la posibilidad radical de hablar al ordenamiento de la
representación” (1976: 92).

24
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

espontáneo ni continuo, sino que se encontraba condicionado por accidentes


históricos –como la crisis política e institucional en que se encontraba América
tras su emancipación, por ejemplo; crisis en que se anulaban las instituciones
directrices de la sociedad, lo que acarreaba un estado de dispersión similar al de
la barbarie originaria–. En el plano de la lengua –y de la racionalidad que el orden
lingüístico cristaliza– la crisis social generaba la incontenible dialectalización; es
decir, la ausencia o desgaste de los mecanismos de centralización lingüística cuya
anulación posibilitaba la reemergencia de la oralidad reprimida y el impacto de
la particularidad del habla local y popular sobre el código central caído en crisis.

De ahí que la tarea fundamental del discurso gramatical fuera la representación


de las tendencias dispersantes y fragmentadoras de la oralidad popular, en una
lógica, nuevamente, en que representar “las prácticas viciosas de los americanos”,
implicaba un ejercicio de subordinación y control. Para Bello, la gramática no era
meramente el efecto escolástico de una vocación anticuaria –según le reclamaban
a Bello sus críticos románticos, sobre todo Sarmiento–.21 Inseparable del discurso
de la ley, la gramática se autoriza en función del proyecto modernizador,
racionalizador, de las sociedades latinoamericanas, y se proyecta como un
paradigma de la racionalidad y como un dispositivo, un tekne, mediante el cual
las sociedades podían dominar y transformar la ‘naturaleza’ y espontaneidad
de la pasión en el caótico mundo americano. La gramática, para Bello, era una
sofisticada máquina moderna que destilaba una lógica ordenada del sentido –y
de las estructuras verbales y morales de la ciudadanía– de la barbarie reinstaurada
por la oralidad. No es casual, entonces, que según Bello la misión civilizadora del
discurso gramatical –y su inevitable corolario: el canon literario– contribuiría a
diferenciar a América de la ‘barbarie’ africana y asiática:

¿A qué se debe este progreso de civilización, esta ansia de mejoras


sociales, esta sed de libertad? Si queremos saberlo, comparemos a
la Europa y a la afortunada América, con los sombríos imperios del
Asia, en que el despotismo hace pesar su cetro de hierro sobre cuellos
encorvados de antemano por la ignorancia, o con las hordas africanas,
en que el hombre, apenas superior a los brutos, es, como ellos, un
artículo de tráfico para sus propios hermanos. ¿Quién prendió en la
Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿No fueron las
letras? (Bello 1935: 305).

En Bello la misión civilizadora de la gramática y las letras se fundamenta en


el proyecto de consolidación estatal por lo menos de tres modos específicos:
primero, el discurso gramatical generaría, en su distribución pedagógica, una

21 Las intervenciones de Sarmiento sobre las políticas de la lengua se encuentran reproducidas


en Sarmiento en el destierro (1927).

25
Latinoamericanismo a contrapelo

estabilización de la lengua y un código para la articulación del orden mercantil


entre las regiones internas de las naciones y, sobre todo, para el comercio
internacional hispanoamericano. Sin ese código provisto por la centralización
lingüística, “nuestra América reproducirá dentro de poco la confusión de idiomas,
dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de la Edad Media; y diez pueblos
perderán uno de sus vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más
preciosos instrumentos de correspondencia y comercio” (1935: 315).

Aclaramos: en términos de la constitución del orden moderno mercantil, la gramática


no es meramente un ‘reflejo’ de cambios ‘infraestructurales’ o económicos de la
nación. Complementado por otros dispositivos que intervienen en la administración
lingüística –como la ortografía y la sistematización de la nomenclatura de pesos
y medidas– el discurso gramatical posibilita esos cambios ‘infraestructurales’
contribuyendo a racionalizar y a satisfacer las condiciones jurídico-lingüísticas
presupuestas por el orden mercantil, precisamente al establecer la lengua franca
del contrato y del intercambio, el nombre propio e insustituible de la mercancía.22

También ligada a la constitución jurídico-política de la nación, la segunda función


estatal de la gramática se relaciona con la escritura de la ley. Para Bello, la
centralización lingüística proyectada por el discurso gramatical era un requisito
para “la ejecución de las leyes, [de] la administración del Estado, [de] la unidad
nacional”. Esto, por un lado, porque la escritura de la ley requería, nuevamente, la
fijación de su normatividad mediante un cogido ‘transparente’ y ‘blanco’, depurado
de cualquier tendencia al equívoco, al ruido que limitaría la interpretación exacta
de sus sentencias. No es casual, entonces, que mientras redactaba el Código Civil
de Chile, Bello escribiera gramáticas: como si la escritura de la ley presupusiera,
en el lugar de la gramática, una reflexión igualmente ineluctable para la nación
moderna sobre las condiciones de la lengua de la ley: la reflexión sobre las
condiciones de su emisión e interpretación correctas administradas por la teoría y
las políticas de la lengua.

Finalmente, la función jurídico-política de la gramática se desprende de su


trabajo en la invención de la ciudadanía. Y decimos invención porque, para Bello
–como para tantos letrados fundadores de los Estados americanos– la ciudadanía,

22 Sobre esto, Renée Balibar y Dominique Laporte señalan lo siguiente: “La constitución del
mercado interior [y en el caso de Hispanoamérica, continental, añadiría Bello en su registro
americanista] es un proceso tendencial que aparece cuando aparece la economía del
mercado y que solo adquiere su forma capitalista ‘acabada’ (precisamente como mercado
nacional) con el tipo especial de división del trabajo que caracteriza el modo de producción
capitalista. Pero las condiciones que permiten el desarrollo de un mercado nacional
–capitalista– no dependen única y enteramente de la ‘infraestructura’, sino también de la
superestructura jurídico-política, la cual incluye también un aspecto jurídico-lingüístico de
este proceso tendencia), que hace ir a la par la constitución de un mercado nacional con
la uniformación lingüística”. En: Burguesía y lengua nacional (1976: 61).

26
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

la constitución de un sujeto jurídico moderno, evidentemente no era una


categoría dada por la naturaleza ni por la historia colonial hispanoamericana;
era más bien un campo de identidad que debía construirse precisamente en la
transformación de los materiales ‘bárbaros’ e indisciplinados de las poblaciones,
sobre todo campesinas y subalternas, que se resistían a los distintos órdenes de la
centralización política y cultural requerida por la nación.

A primera vista, la relación entre lengua y ciudadanía parecería remitir al hecho


bastante obvio de que el manejo del código estándar provee los instrumentos
adecuados para el ejercicio, según señala el propio Bello, de “los derechos del
ciudadano, y [de] los cargos a que son llamados en el servicio de las comunidades
o en la administración inferior de la justicia” (Bello 1951: 66). Sin embargo, la
relación lengua-ley rebasa esa instancia instrumental. La lengua, hay que insistir,
no es simplemente un instrumento de la ley. En la superficie de su forma, la lengua
que la gramática busca instituir es la estructura misma, y no meramente el medio,
en que se fragua la racionalidad de la ley; racionalidad que, a su vez, es inseparable
de la ética del bien decir que fundamenta las categorías modernas de ciudadanía.

¿En qué consiste la moralidad del hablar bien, y cuál es su relación con la categoría
del ciudadano moderno en Bello? En las correcciones que Bello opera en el
habla popular, conviene analizar los deslices figurativos de su propio discurso.
Los dialectos que fragmentan la lengua, por ejemplo, son ‘licenciosos’, ‘bárbaros’.
Asimismo, el uso del vos entre la ‘ínfima plebe’ no solo es un ‘barbarismo grosero’,
sino ‘repugnante y vulgar’. Sistemáticamente la autoridad magisterial del que
escribe se construye en la degradación de la palabra-otra, por encima de los
‘intolerables vulgarismos’ estigmatizados como ‘viciosos’ y ‘corruptos’. La autoridad
que se erige sobre la palabra maldita del pueblo no es simplemente normativa
en un sentido lingüístico; la retórica de este discurso, el peso sentencioso de sus
metáforas, apunta a la normatividad ética que la gramática contribuye a instituir.
Esto porque el mal-decir implicaba, para Bello, un uso de la lengua demasiado
pegado al cuerpo, a la oralidad y a las pasiones identificadas con la oralidad y
el cuerpo que debían ser supeditadas, redirigidas –en el afecto-patrio– por la
racionalización estatal.23 La moralidad del bien decir es asimismo notable en los
contenidos de las citas del canon literario que, para Bello, forma el paradigma
de la corrección de donde abstrae su ley la gramática al corregir la lengua baja
del habla popular. Se trata, en efecto, de la articulación epistémica que conjuga
el bien decir, la racionalidad y la moralidad en el proyecto de constitución del
ciudadano moderno. Así comenta Bello la relación entre la enseñanza de las
letras, la lengua y la ciudadanía:

23 Doris Sommer analiza la relación entre el amor y el patriotismo en Foundational Fictions.


The National Romances of Latin America (1991).

27
Latinoamericanismo a contrapelo

Aquel departamento literario que posee de un modo peculiar y


eminente la cualidad de pulir las costumbres, que afina el lenguaje,
haciéndolo vehículo fiel, hermoso, diáfano de las ideas [...]; que por
la contemplación de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras
del genio, purifica el gusto, y concilia con los raptos audaces de
la fantasía los derechos imprescriptibles de la razón; que iniciando
al mismo tiempo el alma en estudios severos [...] forma la primera
disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de
la inteligencia a fin de dirigir y afirmar sus pasos y desenvuelve
los pliegues profundos del corazón, para preservarlo de extravíos
funestos, para establecer sobre sólidas bases los derechos y los
deberes del hombre (1956: 16).24

Al mediar entre los “raptos audaces de la fantasía y los derechos [...] de la


razón”, la educación literaria y gramatical contribuye a la internalización de
la ley, “desenvolviendo los pliegues profundos del corazón”, convirtiendo
precisamente la pasión y el cuerpo en el objeto de su maquinaria. De esta
manera, hace posible el curso recto y sin extravíos del afecto, la instancia del
amor civil en el que la pasión de la lengua pegada al cuerpo quedaría anclada
en las “sólidas bases” de los “derechos y los deberes del hombre”. De ahí, por
cierto, su reacción contra la poesía romántica, cuya progresiva autonomización
de la ley retórica y gramatical era identificada por Bello con la tendencia a la
incorrección lingüística y a los excesos eróticos. También para la poesía Bello
concebía la tarea de mediar entre la lengua alta de la razón cristalizada en la
gramática y la tendencia al flujo, al extravío de la fantasía y la pasión del cuerpo.25
La poesía debía contribuir al sometimiento de la pasión y a su redistribución en
la economía del afecto y la moralidad del bien decir.

Pero, a su vez, el concepto de la ciudadanía en Bello –precisamente en la


corrección de la ley colonial que el Estado futuro vendría a superar– presupone
un excedente pasional sin el cual el amor por la lengua nacional sería
impensable. La pasión es, en ese sentido, el límite y el objeto de los discursos
de la racionalidad estatal, pero a su vez es el excedente físico necesario a partir

24 Andrés Bello: “Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile”, Obras


completas, XXI: Opúsculos literarios y críticos (1951: 314).
25 Véase particularmente la crítica de Bello a las prácticas lingüísticas de José María Heredia
en “Juicio sobre las poesías de José María Heredia”, Obras completas, Temas de crítica
literaria: “Volviendo al joven Heredia, desearíamos que hubiese escrito algo más en
este estilo sencillo y natural, a que sabe dar tanta dulzura, y que fuesen mayor número
de composiciones destinadas a los afectos domésticos e inocentes, y menos las del
género erótico, de que tenemos ya en nuestra lengua una perniciosa superabundancia”
(Bello 1951: 242). Nótese ahí cómo el discurso magisterial de Bello se desliza entre la
exigencia de un estilo ‘claro’ y ‘natural’, y la insistencia en el “afecto doméstico” como
repudio del erotismo.

28
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

del cual la ley del estado y de la lengua nacional es encarnada en el afecto y el


bien decir del ciudadano moderno. Tal es precisamente la paradoja de un poder
que ya no funciona estrictamente mediante la mordaza y el silenciamiento del
cuerpo, sino más bien con el proyecto –acaso nunca realizable– de fundar su
legitimidad no ya en el castigo corporal, sino en el afecto del ciudadano que, a
cambio de la protección estatal, internaliza y enfraila la ley, y la convierte en
el aparato directriz de sus pasiones. En la lógica de ese poder profundamente
dividido y ambivalente –pues se nutre justamente de la pasión– la lengua es
la mediadora por excelencia entre el cuerpo y la ley, entre el movimiento
de los órganos y la voz articulada, entre la accidentalidad de la pasión y la
normatividad del afecto.

Esa lógica en la que la pasión es doblemente el objeto temido y la materia prima


de los discursos de la racionalización estatal se relaciona en Bello con su proto-
nacionalismo lingüístico. Si bien la relación entre lengua y racionalidad parecería
situar a Bello en el marco epistemológico de la Ilustración, por momentos la
pasión americanista atraviesa su discurso racionalizador con notables efectos
desestabilizadores. En varios momentos claves, Bello explícitamente renuncia
a la tarea de una gramática universal, aunque señala que “hay ciertas leyes
generales [que] dominan a todas las lenguas y constituyen una gramática
universal”. Asimismo, insiste en diferenciar los límites nacionales de su objeto,
que significativamente denomina “lengua nativa” (1951: 5). Cierto nacionalismo
lingüístico comienza a ser evidente en la introducción de Bello a Gramática de
la lengua castellana:

El habla de un pueblo es un sistema artificial de signos, que bajo muchos


aspectos se diferencia de los otros sistemas de la misma especie: de
que sigue que cada lengua tiene su teoría particular, su gramática. No
debemos, pues, aplicar indistintamente a un idioma los principios, los
términos, las analogías en que se resumen bien o mal las prácticas de
otro. Esta misma palabra idioma está diciendo que cada lengua tiene su
genio, su fisonomía, sus giros (1951: 5-6).

¿En qué consistía el grado de especificidad de la lengua nativa o nacional?


Distanciándose del universalismo de la Ilustración, para Bello la teoría de la lengua
era un aspecto fundamental de los emergentes discursos de la nacionalidad. Por
cierto, la noción de la fisonomía, como particularización de una categoría general
o universal, reaparece en el debate clave entre Bello y Jacinto Chacón sobre el
modo adecuado de escribir la historia chilena. Allí, cuando rechaza la posibilidad
de la imitación de los modelos historiográficos europeos, Bello postula la diferencia
y la particularidad chilena precisamente como un punto ciego, impresentable,
digamos, de acuerdo a los modelos europeos:

29
Latinoamericanismo a contrapelo

¿Podemos hallar en ellas [las historias europeas] a Chile, con sus


accidentes, su fisonomía característica? [...] La nación chilena no es la
humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales
como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales;
como las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales
y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla (Bello
citado en Ripoll 1964: 48).

La fisonomía nacional no es, insiste Bello, la norma abstracta de la humanidad.


Lo nacional se define, más bien, como un accidente de la norma universal. El
accidente –que bien puede ser, para Bello, un desvío de la norma abstracta
universal (i. e. europea)– marca la especificidad del carácter nacional. El genio de
la nación “tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos particulares”
(Ripoll 1964: 48). Y, según Bello, al intelectual poscolonial le correspondía la
tarea de producir un saber capaz de precisar lo propio de esa fisonomía, los
rasgos que diferenciarían la nación chilena (y en otro nivel, latinoamericana) de
la humanidad en abstracto.

En el plano de la lengua, la noción del accidente corresponde a la intervención del


cambio, a la temporalización de la estructura en la fluidez del uso. La gramática
nacional constituye su objeto en ese nivel accidentado de la lengua: “La filosofía de
la gramática la reduciría yo a representar el uso bajo las fórmulas más comprensivas
y simples. Fundar estas fórmulas en otros procederes intelectuales que los que
real y verdaderamente guían al uso, es un lujo que la gramática no ha menester”
(1951: 7). Solo a partir del uso, y del accidente que sufre la norma lingüística en
la oralidad, es posible precisar el territorio de lo propio, la fisonomía o el genio
particular del idioma nacional. De ahí que, a pesar del terror que en Bello produce
la dispersión y la materia accidentada, fluida, de la oralidad, al mismo tiempo
el desvío efectuado por la palabra oral en su temporalización de la norma es la
condición que posibilita la fisonomía nacional, su diferenciación de la humanidad
en abstracto. La palabra oral –y la dialectalización que Bello identifica con ella–
bien podía implicar un estado instintivo, bárbaro o primitivo, de la comunicación,
pero asimismo es la materia, el origen, el fundamento mismo de la diferencia
que las nuevas naciones postulan al constituirse. Por ello, paradójicamente, el
discurso de la lengua nacional reconoce en la palabra-otra –popular– su doble
condición de posibilidad: primero, la palabra-otra –la mala palabra– posibilita,
por negación, la constitución del código del bien decir y la necesidad de la
corrección pedagógica, y configura –digamos– una de las fronteras que demarcan
el campo interior de la lengua nacional; y segundo, la palabra-otra –local o
regional– constituye la instancia de particularización que le permite a la lengua
nacional postular su especificidad. Esta doble necesidad escinde el discurso de la
lengua nacional desde adentro, en la trayectoria misma de su postulación de una
estructura nacional centralizada, obliterante de la heterogeneidad de los materiales
con que trabaja, pero a su vez dependiente de la misma accidentalidad peligrosa

30
El don de la lengua: gramática y poder en Andrés Bello

que pretendía dominar, controlar, en su impulso centralizador. Se trata, en efecto,


de la ambivalencia que en el discurso nacionalista genera su dependencia de la
palabra ‘pueblo’; el pueblo que figura, para los intelectuales, como la categoría en
nombre de la cual se legitima el discurso nacional, pero cuya indisciplina a la vez
había que domesticar y subordinar. La palabra dialectal es irregular y monstruosa,
demasiado pegada al cuerpo de la pasión, pero es lo que, al mismo tiempo,
define la diferencia latinoamericana. Tal es precisamente la aporía irreductible
y constitutiva del discurso gramatical que funda su legitimidad en nombre de la
diferencia, y con el mismo movimiento intenta categorizar la particularidad de su
objeto, sometiéndolo al discurso generalizador de la nación.

La lengua de un paranoide

No quisiera concluir sin retomar –aunque sea lateral y desplazadamente– la escena


alegórica que dio inicio a esta lectura. Quisiera comentar brevemente un cuento
contemporáneo de Yzur, que bien puede leerse como su doble invertido. Un
cuento de Horacio Quiroga escrito precisamente en la Argentina en plena época
de militancia contra los inmigrantes y su efecto de ‘contaminación’ sobre la lengua
nacional. El cuento se titula nada más y nada menos que La lengua (1960), título
que bien podríamos leer en términos del contenido particular del relato en el
que, nuevamente, alguien le saca la lengua al otro, literalmente, según veremos
enseguida, pero que también remite a la lengua, en el sentido analítico. Se trata
otra vez de un relato sobre un médico, un dentista –un cirujano oral, digamos–
quien tiene un desencuentro con un paciente. El paciente, Felippone, de evidente
ascendencia italiana e inmigrante, es un lengualargo (Quiroga 1960: 86) que habla
mal –o maldice, en más de un sentido– del dentista. Sobre todo habla mal de las
“impulsividades de sangre” del médico, al cual hasta la más mínima “gota de sangre
enloquecía” (Quiroga 1960: 86). La circulación del maldecir de Felippone deja al
dentista sin pacientes, quienes previsiblemente se protegen de la obsesión sanguínea
del médico. Según declara el dentista, quien no por casualidad narra su historia,
“cuando me convencí claramente de que su lengua había quebrado para siempre mi
porvenir, resolví una cosa muy sencilla: arrancársela” (Quiroga 1960: 87).

Con paciencia el médico restablece el diálogo con Felippone, hasta que un día
el incauto italiano, perturbado por un dolor de muelas, le pide asistencia médica
al dentista. Se sienta en la butaca y abre la boca: “–Abre más la boca– le dije.
Felippone la abrió. Metí la mano izquierda, le sujeté rápidamente la lengua y se la
corté de raíz” (Quiroga 1960: 88). Después del primer corte –esa incisión radical
del estilete en la lengua, bien atrás, casi cerca de la garganta– el médico comete
la imprudencia de mirar dentro de la boca sangrienta de Felippone. Observa,
entre la ola de sangre, un “maldito retoño”, y más, “¡maldición!, que subían dos
nuevas lengüitas moviéndose” (Quiroga 1960: 87). Las arranca nuevamente y mira
adentro, solo para descubrir que las lengüitas se multiplicaban vertiginosamente

31
Latinoamericanismo a contrapelo

(Quiroga 1960: 87) con una demencial velocidad (Quiroga 1960: 88). Entonces,
pierde esperanza de “poder dominar aquella monstruosa reproducción”. El dentista
saca un revólver y le pega un tiro en la cara a Felippone. Pero de la “boca salía
un pulpo de lenguas” (Qiroga 1960: 88). Con una rapidez vertiginosa e indecible,
más allá del dominio de la gramaticalidad, las lenguas descaradas continuaron la
tiesta de su proliferación: “¡Las lenguas! Ya comenzaban a pronunciar mi nombre
[...]” (Quiroga 1960: 88) concluye el dentista. Insoportable pesadilla, no cabe duda,
la de ese paranoico médico de la lengua.

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Latinoamericanismo a contrapelo

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34
La ley es otra: María Antonia Mandinga
y Juan Francisco Manzano1

María Antonia Mandinga en el archivo de la ley

D e entrada me sitúo en el archivo de un letrado cubano del siglo XIX,


Antonio Bachiller y Morales, donde se encuentra el extraordinario relato
de María Antonia Mandinga ante la ley:2

Hacia fines del siglo XVIII, el corsario francés El Hijo de la Patria


intercepta y captura un bergantín británico que navegaba rumbo a
Jamaica con un cargamento de más de cien esclavos. En esa época
de tensiones entre Inglaterra y España, era común que los corsarios
operaran un cortocircuito en el tráfico del Caribe, en vista de que suplían
una fuente barata de esclavos para los negreros cubanos quienes, con
el contrabando, se ahorraban los costosos y peligrosos viajes a la costa
occidental del continente africano. El Hijo de la Patria lleva los esclavos
al Cayo Blanco, cerca de la costa de Trinidad, ciudad al sur de Cuba,
donde un comerciante de origen vasco, José Irarragori, transborda los
bozales y los lleva a la Isla en la goleta Nuestra Señora del Carmen.3

1 Publicado en Paradojas de la letra (1996).


2 “Extracto del alegato y del dictamen fiscal del Tribunal Superior en los autos promovidos
por María Antonia Parda contra María Leocadia Trimiño reclamando su libertad” (en
adelante nos referiremos al “Extracto del alegato”). El texto se encuentra entre los papeles
de Bachiller y Morales en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, en La
Habana. Mi profundo agradecimiento a los encargados de la Sala y a los investigadores de
la Biblioteca, especialmente Araceli García Carranza y Zoila Lapique. El historiador Carlos
Venegas Fornias me estimuló a que siguiera las pistas del pleito de María Antonia y orientó
mi búsqueda en el Archivo Nacional. Dejo también constancia del apoyo de la Social
Science Research Council, cuya beca en el otoño de 1993 me permitió concluir esta parte
de mi investigación sobre el siglo XIX cubano en la Biblioteca, en el Archivo Nacional y
en el Archivo Municipal de Trinidad.
3 Los detalles de la expedición y el contrabando se encuentran en el Archivo Nacional de
Cuba, Fondo de la Junta de Fomento de la Isla de Cuba, Negociado de Negros, expediente
363, legajo 150, número 7406 (JF, 363 en adelante).

35
Latinoamericanismo a contrapelo

Hasta el Congreso de Viena de 1815 y el consiguiente pacto de Fernando VII con


Gran Bretaña en 1817, la trata internacional de esclavos era legal.4 La acción contra
la propiedad de un país enemigo tampoco transgredía ninguna ley. Sin embargo,
Irarragori había introducido a los bozales en Cuba sin consentimiento oficial. El
Gobierno Supremo interviene desde La Habana en 1800, exigiéndole al negrero
y conocido agente de corsarios una notable indemnización para los propietarios
que ya habían comprado a los africanos. El Gobierno además decreta, en una
movida poco común para la época, la libertad de los 94 bozales que habían
sobrevivido a la travesía y al contrabando.

Las artimañas narrativas que Irarragori despliega en su defensa merecen una


historia aparte.5 El oidor síndico de la apelación fue nada menos que Francisco
de Arango y Parreño –letrado e ideólogo clave de la emergente sacarocracia, y
ya para esos años uno de los promotores principales de la esclavitud en Cuba–.6
Al explicar su decisión, Arango insiste en la necesidad de aumentar la entrada de
esclavos a un “país de corta población y comercio” (JF, 363), pero a su vez, bajo las
presiones de las reformas administrativas de los Borbones, recalca la importancia
de los controles oficiales en la pugna contra la piratería y el contrabando.

Entre los bozales contrabandeados por el corsario se encontraba una niña


de origen mandinga que sería bautizada con el nombre de María Antonia.
Seguramente por su corta edad, Irarragori mantiene a la joven esclava entre
su servidumbre, pero pronto la regala a Tomás Pardo –oficial segundo de la
Marina y ministro de Matrículas de la Provincia de Trinidad–. Pardo Osorio
cede a la joven esclava en donación a Rafaela Jiménez y Fernández, otra

4 Las referencias básicas a la legislación esclavista vigente en la Cuba colonial se encuentran


en José María Zamora y Coronado Biblioteca de legislación ultramarina en forma de
diccionario alfabético, tomo III (1845).
5 Así declara el representante de Irarragori en La Habana ante la Junta de Gobierno presidida
por el Marqués de Someruelos, Gobernador y Capitán General: “Fue pues el caso éste:
Celebrando los franceses en uno de los días después de dicho apresamiento [del bergantín
inglés] cierto festín, se excedieron en la gula, y acalorados con los [ilegible] de ella se
descuidaron en la custodia de los negros; quienes valiéndose de la ocasión abrieron
la escotilla de la bodega del barco apresado, sacaron aguardiente, bacalao y demás
comestibles, y de consiguiente incurrieron en el propio exceso de la gula en términos que
rompiendo el [ilegible] que dividía los sexos, se mezclaron unos con otros. Luego que los
franceses notaron este desorden, empezaron a descargar sobre los negros con la mayor
furia, golpes con palos, sables, y con cuanto encontraban a mano, resueltos a acabarlos y a
echarlos al mar, como lo ejecutaron con uno, que lo arrojaron vivo, el mismo que [ilegible]
de la guerra presentada. Viendo Irarragori la trágica suerte que iban a experimentar los
negros, se compadeció sobre manera; y así como por un efecto de humanidad había
interpuesto desde el apresamiento sus ruegos con el capitán del Corsario [intervino para
salvar a los negros, venciendo a los franceses]” (JF, 363).
6 Véase Francisco de Arango y Parreño Obras (1952). Años después Arango se declararía en
contra de la esclavitud.

36
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

notable propietaria y esclavista de Trinidad, quien a su vez la vende a María


Leocadia Trimiño. Considerándola su esclava, Trimiño lleva a María Antonia
Mandinga, ya adolescente, a su pequeña hacienda en Malagana –en el Partido
de Cumanayagua– cerca de la Villa de Cienfuegos.

No se sabe cómo llega María Antonia a contar su historia y a exigir la libertad


en las cortes de Trinidad en 1815. Para la joven africana la travesía a Trinidad
ha de haber sido ardua. Resulta casi imposible imaginarla entrando en la
abigarrada red de la burocracia colonial, entre síndicos y escribanos, pidiendo
representación. Imposible, en el archivo de la ley, imaginar su palabra, aún
marcada por la inflexión de la lengua materna, resonando en el complejo
circuito de los enunciados y las sentencias del aparato judicial. En efecto: ¿Cómo
se habla ante la ley? ¿A quién le cuenta la esclava su relato? Ante las normas –no
meramente protocolares, por cierto– que regulan la producción de la verdad
jurídica, ¿cuál era el estatuto de la palabra de una mujer esclava? ¿Cuál podía
ser el efecto de una verdad contada por un no-sujeto?7 Y más aún: ¿Cómo se
reconstruye ese relato, las marcas ilegibles de una voz silenciada por el peso de
las fórmulas, entre papeles carcomidos y expedientes judiciales ya hoy en su
mayoría inexistentes, acaso destruidos por el fuego durante una guerra futura
que María Antonia no pudo haber previsto? ¿Qué provoca la búsqueda, los
pasos del arqueólogo que se introduce en el archivo de la ley, para leer allí,
a contrapelo del aparato judicial, aquello que la ley misma con su peso borra?
Imposible imaginar el registro de su voz. Pero acaso no lo sea trazar el mapa
de los canales abigarrados por donde circuló su historia, las condiciones de la
borradura de su voz, la elisión violenta de su presencia ante la ley. Por ahora,

7 No-sujeto con respecto a las categorías del derecho de la persona en el orden jurídico
esclavista. Esto no significa, por supuesto, que María Antonia no tuviera identidad.
Jurídicamente, sin embargo, su existencia se definía aún principalmente como el objeto de
la propiedad del amo, como un ‘objeto legal’. La legislación esclavista colonial se basaba
en la tradición de Las Siete Partidas de Alfonso El Sabio que, sin impedir la esclavitud, la
concebía “contra razón de natura”, y le garantizaba al esclavo ciertos derechos básicos de
seguridad física e incluso propiedad (1972: 57-85). Véase también José Antonio Doerig:
“La situación de los esclavos a partir de Las Siete Partidas de Alfonso El Sabio” (1966).
También es importante notar que desde fines de siglo XVIII los debates sobre el estatuto
jurídico del esclavo establecían una distinción fundamental entre el derecho del amo
sobre su propiedad, por un lado, y el derecho natural del esclavo, por el otro. Ese
debate abre una fisura clave en la categoría del sujeto, su relación con el cuerpo y la
propiedad. El debate registra la inestabilidad interna en el orden jurídico que hace posible
una disputa como la de María Antonia. El debate recorrerá luego tanto los reclamos
abolicionistas como las defensas de la esclavitud hasta la abolición en 1886. Todavía
la Condesa de Merlin reinscribe la posición esclavista en Los esclavos en las colonias
españolas “[s]i la trata es un abuso insultante de la fuerza, un atentado contra el derecho
natural, la emancipación sería una violación de la propiedad, de los derechos adquiridos
y consagrados por las leyes, un verdadero despojo” (1841: 2). Para una reflexión sobre los
debates en torno al derecho natural en la historia de la filosofía del derecho, véase Ernst
Bloch: Natural Law and Human Dignity (1987).

37
Latinoamericanismo a contrapelo

digamos que se trata de una disputa que nos permite reflexionar sobre las
condiciones que hacen posible la emergencia de un nuevo sujeto jurídico y
sobre los modos mediante los cuales una institución reajusta sus límites –su
relación con la violencia y la legitimidad–.

En corte, María Antonia reclama su libertad argumentando que el Gobierno


Supremo la había decretado libre en 1800, cuando emancipó a todos los
bozales contrabandeados por el corsario francés y el negrero Irarragori. Trimiño
responde que María Antonia ya se encontraba en Trinidad antes del incidente del
contrabando y que, por lo tanto, “solo tenía [la esclava] que probar su procedencia
para obtener la gracia” (“Extracto del alegato”). En representación de María
Antonia, el Síndico Procurador interpela el testimonio de varios de los bozales
capturados del bergantín británico.8 Los africanos libertos declaran que María
Antonia había formado parte del grupo contrabandeado por el corsario. Pero
¿cuál podía ser el crédito de esos testigos recién llegados de África, de mínima –si
alguna– educación, y seguramente limitados en el manejo de la lengua?9

8 En el orden colonial, los primeros pasos hacia la representación jurídica de los esclavos
se dieron mediante la intervención de este funcionario: “El Síndico Procurador de un
pueblo es el constituido protector de ESCLAVOS [sic]. Debe ejercer tan noble encargo
con la prudencia necesaria que concilie los justos derechos de los amos, y el deber
del trato suave, racional y cristiano, que recomiendan nuestras leyes se dispense a
los siervos, y con que efectivamente se les considera, hasta merecer por ello de los
extrangeros [sic] muy distinguidos, elogios a la sabiduría de la legislación española. En el
ejercicio de esta protección desempeña una especie de magistratura de avenencia, muy
saludable para cortar el vuelo a pretensiones y demandas muchas veces temerarias e
hijas de estúpida ignorancia, y persuadir en otras a los dueños (con discreta reserva y el
debido miramiento a que no se menoscaben sus fueros dominicos), los acomodamientos
que dicten la razón y justicia de cada caso, sin consentir por sentado, se les mantenga
privados del servicio de sus esclavos a presto de quejas, más que el tiempo debido para
la averiguación o giro, que haya de recibir el negocio [...]. No habiendo conformidad
se ocurre al tribunal de justicia a ventilar la cuestión judicialmente pero con la sencillez
de trámites repetidamente encargada para semejantes demandas, en que de avenidor
pasa el síndico a ser un verdadero representante del esclavo en su concepto justamente
querelloso” (Zamora y Coronado 1846: 463). La representación de los esclavos mediante
la intervención del síndico procurador cobraría mayor importancia en la segunda
mitad del siglo XIX. Véase Bienvenido Cano y Federico Zalba El libro de los síndicos
de Ayuntamiento y de las Juntas Protectoras de libertos (recopilación cronológica de
lasdisposiciones legales a que deben sujetarse los actos de unos y otros) (1875).
9 Hasta bien entrado el siglo XIX, el orden jurídico mantuvo una relación fundamental con el
orden gramatical y lingüístico: hablar bien era una de las condiciones para la enunciación
de la verdad jurídica; de ahí, por el reverso de la trama, la insistencia en el mal decir como
marca de la delincuencia. La producción y distribución de la verdad estaba regulada por la
economía de una lengua administrada que cristalizaba, en la disposición del orden gramatical,
el modelo de la racionalidad y la moral pública. En ese sentido, son reveladores los debates
sobre la educación gramatical entre los miembros de la Sociedad Patriótica de La Habana
(luego Sociedad Económica de Amigos del País) desde 1796 (ver José Agustín Caballero:
Papeles inéditos, entre los manuscritos recopilados por Vidal y Morales, en la Sala Cubana

38
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

Dada la complejidad del caso y la desigualdad de la autoridad de los sujetos en


disputa, no es sorprendente que la Corte de Trinidad postergara indefinidamente
el juicio hasta la muerte de la supuesta ama y de la misma María Antonia, quien
nunca obtendría su libertad. Trimiño declara en su testamento unos años antes
de su muerte en 1823:

Declaro por mis bienes ocho piezas de esclavos, nombrados el primero


Pablo, José Criollo, María Antonia Carta Mandinga, Ma. Ignacia, Ma.
Gregoria, Francisco, Joaquina y Cirilo; previniendo que la referida negra
María Antonia hace tiempo de cinco años que está presentada ante las
Reales Justicias de Trinidad alegando que es libre; y como quiera que no
se ha acabado de decidir este [litigio]; porque los pleitos no se pueden
continuar con prontitud hago presente a mis albaceas y herederos que
luego que sea vencido este obstáculo, y la declare la Justicia por ser mi
legítima esclava, serán partibles dichos esclavos, aquellos que son hijos de
la referida negra María Antonia entre mis legítimos herederos.10

Pero el relato de la disputa no concluye ahí. María Antonia tuvo por lo menos
dos hijos, y uno de ellos –nombrado Juan Lorenzo– permaneció esclavizado en
la hacienda heredada por los hijos de Trimiño en Cumanayagua. En 1846 Juan
Lorenzo lleva nuevamente el caso ante los tribunales de Trinidad. Sustanciada
la causa, el tribunal dispone que “el negro Juan Lorenzo acudiese a los autos
promovidos por su madre para reclamar su libertad porque del resultado de
aquéllos sería consecuencia forzosa la suya” (“Extracto del alegato”). En 1857
el Alcalde Mayor de Trinidad declara sentencia favoreciendo a los herederos de
Trimiño. Pero Juan Lorenzo apela el caso y varios años después obtiene su libertad.

Juan Lorenzo no presentó evidencia nueva a su favor. La variable que decide la


resolución de la disputa más bien tuvo que ver con la transformación del estatuto
del testimonio de los bozales, “testigos que aunque negros –escribe el abogado que
somete el extracto del caso a Bachiller y Morales hacia fines de 1860– no son indignos
de crédito”. En efecto, en el interior de los modelos hermenéuticos del aparato
judicial se operaba una alteración, un desliz mínimo y acaso aún sin grandes efectos
en otros campos del tejido social. Sin embargo, esa mínima alteración registraba una
sintomática reubicación de la ley ante la palabra dicha por un esclavo.

de la Biblioteca Nacional). También en los escritos de Andrés Bello aparecen numerosos


ejemplos de la importancia de la corrección gramatical como condición de la ciudadanía y la
moral pública. Exploro este tema con más detenimiento en “Faceless Tongues: Language and
Citizenship in Nineteenth-Century Latin America”(1994) y en “El don de la lengua: discurso
y poder en el siglo XIX”, en este volumen.
10 Archivo Municipal de Trinidad. Escribanía de Blas Dionisio Piedra, Testamento de María
Leocadia Trimiño, 1823, folio 266, p. 3, dorso. Testamento jurado en 1820 en la Hacienda
de Malagana, cerca de Santa Clara.

39
Latinoamericanismo a contrapelo

Es evidente que no podemos hablar ahí, más de una década antes de la Ley
Moret de 1870, que prepara el terreno jurídico para los cambios que instituye
la abolición de la esclavitud en 188611 de una instancia de morfogénesis
institucional. La noción de morfogénesis, incluso en sus versiones más complejas
–como en el modelo de la teoría de la catástrofe de René Thom (1987)– solo
piensa el cambio en función de variables sistémicas que afectan la estructura de
un orden en su totalidad. Sin duda, la variación en el orden jurídico-simbólico
registrada por la decisión de la corte en el caso de Juan Lorenzo es mínima, y al
parecer no trastoca el sistema de los derechos –sobre todo la noción del esclavo
como propiedad del amo– constitutivo del orden esclavista. Sin embargo, esa
mínima variación está preñada, como diría Bloch, de los presupuestos aún
no formalizados, no categorizables, de una normatividad futura.12 Y ello nos
permite preguntarnos sobre la energía que presiona para transformar los límites
de la institución, abriendo una “zona de contacto”13 entre dos o más instancias
de agencia y producción cultural desigualmente ubicadas en el mapa de las
contiendas sociales. Esa energía que trabaja los umbrales de una territorialidad
y que posibilita el cruce de su frontera es la intensidad que desencadena los
procesos que Fernando Ortiz analizó, ya en los años cuarenta, bajo el concepto
de la transculturación. Con Ortiz nos preguntaremos sobre la transformación
que sufre un campo al entrar en contacto con el impulso de un elemento extraño
o foráneola –palabra del esclavo, en el caso que nos concierne– que atraviesa y
redefine un dominio institucional.14

11 Sobre la Ley Moret y los antecedentes jurídicos y sociales del paso al trabajo asalariado y a
la abolición, véase el libro fundamental de Rebecca J. Scott: Slave Emancipation in Cuba.
The Transition to Free Labor, 1860-1899 (1985).
12 La pregunta por el futuro ocupó buena parte del pensamiento de Bloch, tanto en sus trabajos
sobre la teoría del derecho (Natural Law and Human Dignity), como en su reflexión sobre
la función “utópica” de la literatura. Véase en particular “The Conscious and Known Activity
Within the Not-Yet-Conscious” (1959) y “The Artistic Illusion as the Visible Anticipatory
Illumination” (1959) en The Utopian Function of Art and Literature. Selected Essays (1988).
13 Mary L. Pratt: “By using the term “contact”, I aim to foreground the interactive,
improvisational dimensions of colonial encounters so easily ignored, or suppressed by
diffusionist accounts of conquest and domination. A ‘contact’ perspective emphasizes
how subjects are constituted in and by their relations to each other. It treats the relations
among colonizers and colonized, or travelers and ‘traveless’, not in terms of separateness
or apartheid, but in terms of copresence, interaction, interlocking understanding and
practices, often within radically asymmetrical relations of power” (1992: 6-7). Por otro
lado, nos referimos aquí al contacto en los límites de la institución jurídica, donde nos
resulta imposible idealizar las ‘improvisaciones’ y el intercambio de prácticas entre el
dominado y la ley. Ahí la interacción se encuentra sobredeterminada por la formalidad
del aparato judicial y, por lo tanto, no tiene el mismo espacio que en la dinámica de los
viajes coloniales que analiza Pratt.
14 Fernando Ortiz (1978) en su espléndido análisis del proceso “transmigratorio” del tabaco
colonial y su lenta incorporación a la cultura metropolitana, Ortiz invierte el mapa con
que tradicionalmente se había representado el flujo de la dominación colonial. En vez de
situarse ante el recorrido de un objeto cultural de la metrópoli a la colonia, Ortiz le da

40
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

En la apertura del caso de María Antonia en 1815, por cierto, el argumento de


la Trimiño no cuestionó tanto la verdad o incluso la falsedad de la información
provista por los testigos. Su estrategia fue más radical. Cuestionó el derecho de
los libertos africanos a testificar en corte. Como sugerimos antes, de acuerdo al
sumario del caso, la disputa erigida por Trimiño se basó en la cuestión del estatuto
de los bozales en tanto sujetos jurídicos. Por eso, el sumario del caso –que de
por sí participa en la reforma legal presupuesta por la resolución de la disputa
en 1860– insiste en que los testigos no tenían “tacha” y que, a pesar de haber
sido negros, eran “[dignos] de crédito”. Se trata, entonces, de una disputa que en
su prolongada trayectoria cristaliza un debate fundamental sobre las condiciones
de enunciación e interpretación del testimonio, sobre la transformación de la
hermenéutica judicial en los orígenes de la sociedad civil en Cuba y, en términos
más generales, sobre las condiciones institucionales que sobredeterminan la
representación de la verdad en la escena jurídica.

Conviene enfatizar la relación profunda entre el derecho al testimonio y la


historia del concepto de la ciudadanía. En los orígenes griegos del pensamiento
jurídico occidental, según señala Page duBois, la enunciación de la verdad en
un testimonio era una actividad definitoria de la ciudadanía: “Los esclavos son
cuerpos; en cambio, los ciudadanos poseen la razón, el logos” (1991: 52). Se
pensaba que el esclavo –y en ciertas situaciones, el bárbaro extranjero– era
incapaz de decir la verdad y solo podía testificar bajo los efectos de la tortura
y el suplicio. En los Estados Unidos, desde 1723 hasta bien entrado el siglo
XIX, según comenta Herbert S. Klein, la legislación de Virginia estipulaba que
“[s]e les prohibía testificar a los negros y mulatos en cualquier caso judicial
[...] porque, según declaraba el preámbulo de la prohibición, “‘ellos son gente
de naturaleza tan vil y corrupta que la credibilidad de su testimonio no era
confiable’” (1967: 232).15

En Las Siete Partidas, fundamento de la legislación esclavista colonial, el


testimonio del esclavo no tenía crédito. Únicamente en ciertos casos de asesinato,
adulterio de la mujer del amo, traición o fraude contra el rey, podía el esclavo ser
testigo; pero solo después de que la tortura “purificara” su palabra y garantizara
la fidelidad del testimonio:

la vuelta a la cuestión metafísica del origen y se pregunta por las transformaciones que
opera el objeto colonial, con su demoníaco aroma nativo, en su transmigración a Europa.
Se pregunta sobre los cambios que tienen que sufrir las instituciones metropolitanas
antes de incorporar y legitimar el dulce vicio americano. Nos inspira aquí, más que los
particulares de su historia del tabaco, la paradigmática estrategia irónica de Ortiz ante el
mapa etnográfico de la dominación.
15 Traducción del autor.

41
Latinoamericanismo a contrapelo

[...] debenlo tormentar quando dixiere el testimonio, preguntandol et


amonestandol que diga verdat del feclio non nombrandol ninguna
persona: et el tormento le deben dar por esta razón, porque los siervos
son como homes desesperados por la servidumbre en que están, et todo
home debe sospechar que dirien de ligero mentira et que encobrieren la
verdat quando alguna premia non les fuese fecha (1972: 522).16

Ante la cuestión del testimonio de los esclavos, la legislación colonial es


sumamente ambigua a lo largo del siglo XIX. Por ejemplo, al discutir las variables
de la evidencia aceptable en un pleito civil, un jurista cubano señala: “Si estos
criados [que uno de los disputantes llama como testigos] fuesen esclavos, la
ley no da fuerza a sus dichos; mas consintiendo el dueño la providencia del
juez, parece que sería legal oírlos”.17 Para J. Escriche, en cambio, el testigo es
“la persona fidedigna de uno u otro sexo que puede manifestar la verdad o
falsedad de los hechos controvertidos” (1863);18 “todos los ciudadanos están
obligados a declarar cuando se les mande”; en las causas criminales “todos
sin distinción alguna están obligados, en cuanto la ley no los exima [por edad,
enfermedad, etc.], a ayudar a las autoridades cuando sean interpelados por ella
para el descubrimiento, persecución y arresto de los delincuentes” (1863: 1500).
Pero enseguida aclara: “Esto es lo que dicen nuestras leyes sobre la prueba de
testigos, sobre esta prueba tan peligrosa y terrible como antigua o necesaria;
mas ya que sea indispensable valernos de ella, no acordemos nuestra confianza
sino a personas que por ningún título la desmerezcan” (1863: 1501). E insiste en
precisar las condiciones de entrada a la enunciación testimonial:

16 Las Siete Partidas de Don Alfonso El Sabio. Cotejadas con varios códices antiguos por la
Real Academia de la Historia, Madrid, Ediciones Alias, 1972; reimpresión de la Imprenta
Real de Madrid de 1807, tomo II, Partida III, Ley XIII, p. 522. Le agradezco a mi colega
alfonsinista de Berkeley, Jerry Craddock, esta y otras referencias bibliográficas sobre
los antecedentes alfonsinos del legado colonial esclavista. En Torture and Truth, P.
DuBois explora el sentido de la palabra griega basanos, que designaba tanto la piedra
en que se examinaba la pureza del oro, como la tortura que extraía la verdad “pura”
del cuerpo del esclavo. En tanto condición de la verdad del testimonio, la tortura, según
duBois, diferenciaba al amo del esclavo: “the master possesses reason, logos. When
giving evidence in court, he knows the difference between truth and falsehood, he can
reason and produce true speech, logos, and he can reason about the consequences
of falsehood: the deprivation of his rights as a citizen. The slave, on the other hand,
possessing not reason, but rather a body strong for service [...] must be forced to utter
the truth, which he can apprehend, although not possessing reason as such. Unlike
an animal, a being that possesses only feelings, and therefore can neither apprehend
reason, logos, nor speak, legein, the slave can testify when his body is tortured because
he recognizes reason without possessing it himself” (1991: 65-66).
17 Antonio Franchi de Alfaro Algunas observaciones sobre el método de enjuiciar, nota 56 (1845).
18 Joaquín Escriche: Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. Nueva edición
corregida notablemente y aumentada con nuevos artículos, notas y adiciones sobre el
derecho americano por Juan B. Guim (1863). Este era un libro de referencia jurídica de
mucha circulación en Cuba.

42
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

Debe asimismo darse menos crédito a un hombre que es un individuo


de un cuerpo, casta, orden o asociación particular, cuyas máximas y
costumbres no son generalmente conocidas o se diferencian de los usos
comunes, porque además de sus propias pasiones tiene este hombre
todavía las pasiones de la sociedad a que pertenece (1863: 1501).

Para Escriche, la condición lingüística también sobredetermina el crédito del


enunciado testimonial:

Los testigos son por lo común hombres rústicos y sencillos, que


difícilmente pueden expresar sus ideas con propiedad, claridad y
precisión; unas veces dicen más o menos de lo que quieren, otras no
entienden bien las preguntas que se les hace y responden una cosa por
otra, y sucede tal vez que por su mala explicación no se comprende el
verdadero sentido que ellos dan a sus palabras (1863: 1502).

En más de un sentido, entonces, la verdad dicha por los bozales en sus testimonios
a favor de María Antonia Mandinga constituye un diferendo, un enunciado
que se desliza en el intersticio entre dos o más sistemas de validación o crédito
(Lyotard 1988). El testimonio de los esclavos contiene una verdad impresentable en
términos de las reglas de un juego lingüístico incapaz aún de proveer la sintaxis
y los parámetros de validación e interpretación del relato. Pero si hablamos, en
el caso del testimonio de los bozales y del relato mismo de María Antonia, de
un diferendo, de un enunciado cuya verdad se escabulle entre las normas de
presentación del aparato que la interpreta y la juzga, no es para sugerir que más
allá de los límites de esa ley, y como medida misma de su injusticia, se encontraba
un sujeto originario e irreductible, un sujeto desde siempre capaz de articular el
relato de una verdad alternativa. Ese sujeto más bien emerge en el acto mismo
de presentarse ante una ley que, sin embargo, posterga indefinidamente la
resolución de la disputa. Claro está, tampoco debemos esperar que los estatutos
y las posiciones posibles que configuran el orden “real” instituido por esa ley
den cuenta de la emergencia del nuevo sujeto cuyo testimonio inscribe un
nuevo límite en el aparato legal. De algún modo sospechamos que ese límite
está intervenido desde el exterior del aparato judicial –en la proyección de
un orden “posible”– por un contra-discurso que garantiza la posibilidad y el
ordenamiento mismo del relato que coloca al sujeto emergente ante una ley que
comienza a ser caduca. Irreductible a los canales de las prácticas letradas, ese
otro campo discursivo, profundamente ligado a la constitución de la literatura
como institución moderna, genera ficciones del derecho, en las que se proyecta
precisamente el derecho al habla del nuevo sujeto cuyo testimonio presiona
y reinscribe los límites del orden judicial. Luego elaboraremos la categoría de
la ficción del derecho que nos llevará a explorar el rol de la narrativa en la

43
Latinoamericanismo a contrapelo

configuración del cambio en los presupuestos normativos del discurso legal.19


Por ahora digamos que en una de sus zonas claves, la literatura moderna
latinoamericana –particularmente la narrativa– se funda mediante el trabajo
sobre los diferendos del orden jurídico instituido, proyectando resoluciones y
estableciendo un espacio virtual para el testimonio del otro que la ley “real” no
podía aún interpretar.

Cuerpo-testimonio-sentido jurídico

Dame tu cuerpo y yo te doy


sentido, yo te hago nombre
y palabra de mi discurso.

De certeau (citado en Mari 1987: 23)

El orden jurídico-simbólico de la esclavitud tardó casi medio siglo en procesar


categorías para interpretar y juzgar el relato de María Antonia Mandinga. En
cambio, mucho antes de la reconsideración del testimonio de los bozales en las
cortes coloniales, ya en la década de 1830, el emergente campo literario cubano
interpelaba a un esclavo –al mulato Juan Francisco Manzano– y le pedía una

19 La bibliografía teórica sobre la problemática relación entre la ficción y el derecho es


amplia. Véase, de entrada, J. Derrida: “Kafka: Ante la ley”, en La filosofía como institución
(1984); y J. Ludmer: El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988). También
nos ha resultado valiosa la lectura que propone Drucilla Cornell de Levinas y Derrida,
y su análisis de la función ética en la interpretación jurídica en The Philosofy of the
Limit (1992). El trabajo de Cornell nos remitió al importante ensayo de Robert M. Cover,
“The Suprem Court. 1982 Tenn. Foreword: Nomos and Narrative (1983), que sintetiza
muchos de los debates en torno a la narrativa y la ficción en el campo norteamericano
de los “critical legal studies”. Discutimos el texto de Cover en las páginas finales de este
capítulo. Muchos trabajos en el campo de los estudios jurídicos contemporáneos remiten,
como punto posible de partida, al trabajo clásico de Ernst H. Kantorowicz sobre el peso
de la metáfora corporativa de los “dos cuerpos del rey” en la jurisprudencia medieval.
Ahí Kantorowicz ya insistía en la importancia del “teorema” de los dos cuerpos del rey en
tanto “heuristic fiction which served the lawyers at a certain time to ‘harmonize modern
with ancient law’, or to bring into agreement the personal with the more impersonal
concepts of government” (1957: 5).
Véase también Enrique E. Mari: “Teoría de las ficciones”, en Pierre Legendre y otros: Derecho
y psicoanálisis. Teoría de las ficciones y función dogmática (1987) y P. Legendre: “Los
amos de la ley”, en el mismo volumen (pp. 129-168). Ambos, historiadores del Derecho
y lacanianos, plantean la producción de la ley como una “ficción fundadora” (Legendre
citado en Mari 1687: 17) que presupone la movilización de creencias y la identificación
amorosa en que se sostiene el poder.

44
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

narración de sus experiencias.20 El resultado fue el acontecimiento de la única


autobiografía escrita por un esclavo que conocemos en la lengua. La interpelación
de Manzano en la tertulia de Domingo del Monte es una de las posibles escenas
originarias de la literatura nacional cubana; cristaliza, como ha señalado Antonio
Vera-León en su trabajo clave sobre Manzano, el proyecto de incorporación del
esclavo a los discursos de la nación en ciernes (1991).

La escena ubica a Manzano ante un grupo de intelectuales, tímidamente abolicionistas


y de variada inserción ideológica y profesional, quienes reunidos en torno a la figura
decisiva del periodista y editor Domingo del Monte reflexionaban sobre asuntos
diversos, especialmente ligados a las condiciones de la cultura en una sociedad
profundamente marcada por la heterogeneidad racial y la violencia de la esclavitud.21
En esa tertulia donde se debaten –y en la práctica se fundan– las bases de la literatura

20 Decimos interpelar en el sentido más literal de la palabra: el gesto de una autoridad que
nombra a un sujeto y lo compele, en este caso, a contar el relato de su propia vida. La
interpelación nombra, y al nombrar constituye al sujeto en una red de identificación especular
y de reconocimiento. Ese proceso de subjetivación es, según Althusser, el rasgo distintivo de
la ideología y su relación con las formas modernas de dominación: “la categoría del sujeto
es constitutiva de toda ideología solo en tanto toda ideología tiene por función (función que
la define) la ‘constitución’ de los individuos concretos en sujetos”: “toda ideología interpela
a los individuos concretos como sujetos concretos, por el funcionamiento de la categoría del
sujeto. [...] Sugerimos entonces que la ideología “actúa” o “funciona” de tal modo que recluta
sujetos entre los individuos (los recluta a todos) o “transforma”a los individuos en sujetos (los
transforma a todos) por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación
[...]”. Louis Althusser (1974: 64 y 66, respectivamente). No entraremos en la conocida crítica
a la categoría de la ‘ciencia’ en Althusser; concepto que lo lleva a postular –en la mejor
tradición de la crítica ilustrada a las creencias– la posibilidad de un saber (i. e. la dialéctica
materialista) capaz de superar las trampas de la subjetivación ideológica. Pero aún nos
parece útil su concepto de la interpelación en tanto proceso de identificación que somete y
transforma la experiencia concreta del individuo al constituirlo en sujeto –en el doble sentido
de la palabra– de una ley. Luego retomaremos la reflexión sobre esta categoría que, por otro
lado, en Althusser, tiende a reducir la subjetivación a un proceso de identificación especular
centrado, como dice él mismo, en la repetición de la imagen de un “Sujeto Absoluto que
ocupa el lugar único del centro” (1974: 77) de la identificación. Digamos por ahora que
Manzano es interpelado, que entra al circuito del discurso letrado, y que allí es constituido en
‘autor’, no por su acto autónomo o independiente, sino en respuesta a la interpelación, pero
que asimismo su posición en ese circuito ‘especular’ no repite simplemente el ‘referente’ de
un Otro poderoso, sino que inevitablemente desubica y desajusta la imagen misma de la
autoridad letrada que lo interpela al habla.
21 Del Monte le pide la autobiografía a Manzano en 1835. Del Monte incluye luego la primera
parte del relato (la segunda, aludida por Manzano al final de la que conocemos, se extravió)
en el dossier de materiales sobre la esclavitud en Cuba que prepara en 1838 para Richard R.
Madden, representante del gobierno británico en el Tribunal Mixto de Justicia para asuntos
de la trata y libertos. Madden publica la primera edición de la Autobiografía (que en español
permanece inédita hasta 1937), su traducción o versión en The Life and Poems of a Cuban
Slave en Londres (1840), tras haber utilizado el testimonio del esclavo como base de sus
argumentos abolicionistas en un congreso internacional contra la esclavitud.

45
Latinoamericanismo a contrapelo

y la nación futura, Manzano ya era conocido como poeta.22 En una ocasión allí
intercambia, literalmente, su escritura por el costo de la manumisión. Pero incluso antes
que Del Monte y José de la Luz y Caballero organizaran la colecta de 850 pesos para
pagarle su carta de libertad en 1835, desde la década anterior, la literatura –la poesía,
más específicamente– le había garantizado a Manzano una serie de derechos que lo
constituían en autor de dos poemarios, en propietario de su discurso, a pesar de que
jurídicamente “los esclavos se consideran más bien como cosas comerciales que como
personas; y así se adquiere su propiedad por los mismos medios que la de las cosas”
(Escriche 1863: 629). Si para Manzano “el esclavo es un ser muerto ante su señor”
(1792: 86),23 como señala Sylvia Molloy en su lúcida reflexión sobre la Autobiografía
(1991), la escritura le otorga vida, desatando el proceso de transformación del serf
en self. En el desliz de la letra, la práctica de la escritura cancela la muerte. ¿Pero qué
forma de ser erige el acto escriturario que, como señala Rama en La ciudad letrada
(1984), era uno de los dispositivos más exclusivos del poder? Y más aún, ¿cuál es
el rasgo de la literatura que posibilita la configuración de una nueva categoría del
ser, la del esclavo como discursante, en plena época de esclavitud y de censura?
Nos interesa, entonces, desplazar la problemática de la subjetivación del terreno
ontológico –de la pregunta abstracta por la relación entre la escritura y la identidad
del ser– y precisar las redes simbólicas, el orden de la discursividad en que se inscribe
esa escritura que posibilita la constitución de un nuevo sujeto que en el acto mismo
de contar su verdad proyecta la apertura de la ciudadanía futura.

En ese sentido, conviene enfatizar la tesitura testimonial de la Autobiografía de


Manzano y su relación con el modelo confesional:

Se qe. nunca pr. mas qe. me esfuerze con la verdad en los lavios ocupare
el lugar de un hombre perfecto o de vien pero a lo menos ante el
juisio sensato del hombre imparsial se berá hasta qe. punto llega la
preocupasión del mayor numero de los hombres contra el infeliz qe. ha
incurrido en alguna flaqueza [sic] (1972: 24).24

22 Antes de la redacción de la Autobiografía, Manzano había publicado dos poemarios: Poesías


líricas (1821) y Flores pasajeras (1830). En 1842 publica su tragedia en cinco actos, Zafira. Véase
Juan Francisco Manzano Obras (1972). Todas nuestras referencias a la Autobiografía parten
de esta edición que reproduce la que preparó José Luciano Franco (Cuadernos de Historia
Habanera, núm. 8) en 1937; esta fue la primera edición del manuscrito de la Autobiografía que
se encuentra entre los papeles de Anselmo Suárez y Romero en la Sala Cubana de la Biblioteca
Nacional. En adelante colocaremos la página citada directamente en el texto.
También hemos consultado el manuscrito. Roberto Friol detalla la historia de las obras de
Manzano e incluye otros textos inéditos o desconocidos en su importante Suite para Juan
Francisco Manzano (1977).
Véase también la introducción de Iván Schulman a su edición de la Autobiografía de un
esclavo (1975).
23 Carta de Manzano a Domingo del Monte, 25 de junio de 1835.
24 En términos de la tesitura testimonial del discurso de Manzano, más allá de la Autobiografía,
conviene recordar sus intervenciones (interpeladas) en los juicios contra los supuestos

46
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

Decir la verdad, llevarla ante el juicio de un hombre imparcial, en el intento de


ocupar el lugar de un hombre perfecto. ¿No remite ese hombre perfecto a la categoría
del sujeto universal –lo que nos recuerda, por cierto, la dolorosa aseveración
de Fanon cuando en Piel negra, máscaras blancas declara polémicamente que
el negro “no es hombre”–, al mismo tiempo que cuestiona la universalidad de
la categoría? (1967: 8). Como en varios momentos de la Autobiografía, en el
pasaje citado Manzano reflexiona sobre las condiciones de su acceso al discurso.
Reflexiona sobre los lugares, la distribución jerárquica de las posiciones en una
escena testimonial. Son por lo menos cuatro las posiciones inscritas: primero, la
del sujeto que se presenta ante la ley, con la verdad en los labios; sujeto que, sin
embargo, ‘sabe’ de la insuficiencia que limita la recepción de esa verdad. Segundo,
el lugar del hombre imparcial, figura de autoridad de quien espera sensatez y
justicia. Tercero, la posición de otro hombre, también figura de autoridad, aunque
incapaz de juzgar la ‘flaqueza’ del ‘infeliz’. Y, por último, el lugar imposible del
hombre perfecto que trasciende las posiciones materiales en ese pequeño mapa del
circuito por el que circula la verdad del esclavo. Notemos ahí cómo el testimonio
de Manzano escinde y multiplica la figura del hombre, descentrando la ubicación
de la legitimidad, y situando su verdad entre dos instancias contrapuestas de
autoridad:25 una es la figura de una ley de cuya injusticia intentará dar prueba; la
otra es la figura de una justicia sin ley.

Se trata, como sugiere él mismo, de la posición del testimoniante ante dos modos
irreconciliables de juzgar, ante –o acaso entre– las figuras de dos órdenes jurídicos

conspiradores de La Escalera en 1844, parcialmente reproducidas por Friol en Suite (1977:


188-209), y en especial la extensa carta del liberto a Rosa Alfonzo, esposa de Domingo del
Monte, quien también había sido acusado de conspirador, en la que Manzano enfatiza su
rol como testimoniante que prueba la inocencia de su protector: “despues de aber pasado
por el consejo de guerra más rigido que allí se selebró [...] fui puesto en plena livertad,
con gozo aplauso y admiración de la mayor parte de sus abitantes que no hubieran
dado una contra abellanos por mi vida ¡tales eran los rumores que corrian! este consejo
fuecomo en Roma, publico, toda la juventud del foro y del comercio ha concurrido a
presenciar este acto, y era tanta la impaciencia que tenian por conocerme [...]” (1972: 92,
énfasis nuestro). Iván Schulman generosamente me remitió a esta importante carta, cuyo
manuscrito, firmado por Manzano, hemos consultado entre los papeles de Del Monte en
la Sección de Manuscritos en la Biblioteca del Congreso en Washington, D.C.
25 Manzano escinde y multiplica la figura de la ley en varios momentos claves de su
Autobiografía: “Ocurrió una vez qe. estando yo muy majadero me sacudió, mi padre pero
resio; súpolo mi señora y fue lo bastante pa. qe. no lo quisiera ver en muchos días, hasta
qe. a instansia de su confesor, el padre Moya, Religioso de Sn. Franco, le bolvió su grasia
después de enseñarle aquel apelar a los derechos de padre qe. a mi le correspondian
como a tal y los que a ella como a los de ama, ocupando el lugar de madre [...] [sic]”
(1972: 5). La pugna entre diferentes fuentes de autoridad le da al esclavo cierto espacio
de agencia y autodefensa. Boaventura de Sousa Santos enfatiza la coexistencia y tensión
entre la pluralidad de legitimidades que siempre atraviesan el campo de la ley; véase “Una
cartografía simbólica de las representaciones sociales. Prolegómenos a una concepción
posmoderna del derecho” (1991).

47
Latinoamericanismo a contrapelo

en pugna. Por un lado, el juicio determinado por la “preocupación del mayor


número de los hombres contra el infeliz qe. ha incurrido en alguna flaqueza” [sic];
es decir, el juicio que lo constituye, a lo largo del relato, en ladrón y mentiroso.
Por otro lado, “el juisio sensato del hombre imparsial” [sic], de quien espera
Manzano la interpretación correcta de su verdad. Dos órdenes jurídicos que a su
vez presuponen dos políticas del cuerpo en su relación con el discurso y la verdad.

Políticas del cuerpo

El primer modo de juzgar aparece representado a lo largo del relato en las figuras
de los amos y su control casi absoluto sobre el cuerpo del esclavo. Su poder se
funda en la violencia de un aparato punitivo que inscribe sus sentencias sobre la
piel misma del esclavo. Significativamente, Manzano con insistencia identifica la
escritura del amo con el castigo corporal: “asi –dice el esclavo sobre uno de sus
amos más benevolentes cuando llegué a su escritorio qe. todo fue un relámpago,
él estaba escriviendo pa. su ingenio y al berme hecharme a sus pies me preguntó
lo qe. abia se lo dije y me dijo gran perrazo y pr. qe. le fuistes a robar la peseta a tu
ama”. Cartas, papeletas, permisos, dispositivos de la propiedad y de la burocracia,
la escritura lo acusa y funciona en su mundo como un shifter que introduce las
escenas de violencia y el castigo corporal.26 Al pie de la letra, el torturador busca
sustraerle al esclavo el secreto de una transgresión:

26 Pierre Clastres señala en “Of Torture in Primitive Societies”: “No one is meant to forget the
severity of the law. Dura lex sed lex. Various means have been devised, depending on the
epoch and the society, for keeping the memory of that severity ever fresh. [...] For, in its
severity, the law is at the same time writing. Writing is on the side of the law, the law lives in
writing; and knowing the one means that unfamiliarity with the other is no longer possible.
Hence all law is written; all writing is an index of law. This is one of the lessons to be
drawn from the procession of history’s great despots, all the kings, emperors, and pharaons,
all the Suns who were able to impose their Law on the peoples under them: everywhere
and without exception, the reinvented writing directly bespeaks the power of the law, be it
engraved in stone, painted on animal skins, or drawn on papyrus” (1987: 177). Y procede a
comentar la “triple alianza” entre la ley, la escritura y el cuerpo en La colonia penal, en la cual
la máquina del castigo escribe su sentencia –honrarás a tus superiores– sobre la piel legible
del prisionero. Pero habría que señalar un cuarto elemento que interviene en La colonia
penal: la figura del explorador, quien habla la lengua de la civilización moderna (el francés)
y observa el arcaísmo del dispositivo punitivo desde una marcada distancia, abriendo
precisamente la perspectiva de una forma de poder que no aparece allí representada, pero
que opera como el presupuesto que sostiene la distancia, la extrañeza del explorador ante
la máquina de tortura. El explorador es la figura de un poder moderno y el relato de Kafka
una reflexión sobre los orígenes de una nueva ley, sobre el paso de un orden basado en la
tortura a otro para el cual la tortura es una forma arcaica de dominación. Ese es, para Michel
Foucault, el paso de la tortura a la disciplina y la subjetivación; véase La verdad y las formas
jurídicas (1983) y Discipline and Punish. The Birth of the Prison (1979).

48
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

[…] llegó la noche fatal toda la gente esta en ila se me sacó al medio
un contramayoral y el mayoral y sinco negros me rodean a la voz de
tumba dieron conmigo en tierra sin la menor caridad como quien tira
un fardo qe. nada siente uno a cada manos y pieses y otro sentado
sobre mi espalda se me preguntaba pr. el pollo o capon [que según un
informe de contaduría faltaba en la cocina], yo no sabia qe. desir pues
nada sabia sufrí 25 azotes disiendo mil cosas diferentes [...] dige y dige
y dige tantas cosas pr. ber con qe. me libraba de tanto tormento nueve
noches padesí este tormento nueve mil cosas diferentes desia pues al
desirme di la verdad (1972: 28).

En efecto, para Manzano ese poder articula una relación fundamental entre el
acto de escribir y la tortura. Su ‘verdad’ se encuentra profundamente ligada a la
violencia de la extracción y develación de un secreto que se supone escondido en
el cuerpo mismo del esclavo. ¿Cuál es el secreto de Manzano? Las cartas, cuentas y
órdenes de castigo continuamente acusan al joven esclavo de ladrón y ‘fasineroso’.
Tan es así que en el centro de su relato se encuentra la concatenación de varias
acusaciones de robo –de monedas, de un pollo, hasta de una flor– que constituyen
al esclavo en transgresor y desencadenan sus intensos recuerdos del castigo.

Propiedad, robo, intervención de cartas y castigo para extraer el secreto del


esclavo: tales son los momentos que Manzano identifica en la trama de la ‘verdad’
del poder. Con notable agilidad narrativa, en esa misma distribución de posiciones
y secuencias introduce una de las inversiones en que se funda su impugnación,
la base de su verdad alternativa. Así recuerda la noticia de la muerte de su madre:

acontesió […] la muerte casi sudvitanea de mi madre qe. se privó y nada


pudo declarar a los cuatro dias de este caso lo supe tribútele como hijo
y amante cuanto sentimiento se puede considerar entonses mi señora
me dió los tres pesos de las missas del alma [...] algunos dias después
me mandó mi señora al Molino pa. qe. recojise lo qe. mi madre abia
dejado, di al arministrador una esquela con la qe. me entregó la llave
de su casa en la cual solo allé una caja grande muy antigua pero basia,
tenia esta caja un secreto qe. yo conosia ise saltar el resorte y allé en su
hueco algunas jollas de oro fino [...] allé también un lio de papeles qe.
testificaban barias deudas abiendo entre ellos uno de dosientos y pico
de pesos y otro de cuatrosientos y tantos pesos estos debían cobrarse
a mi señora [...] llegado el dia siguiente di cuenta a mi ama de lo qe.
avia y también los resibos o papeletas [...] me determiné a ablar a mi
señora en segunda vez lleno de las mas alhagueñas esperanzas; pero
cual seria mi asombro cuando incomoda me respondió mi señora qe. si
estaba muy apurado pr. la erensia qe. si yo no sabia qe. ella era eredera
forsosa de sus esclavos en cuanto me buelbas a ablar de la erensia te
pongo donde no beas el sol ni la luna [sic] (1972: 37-38).

49
Latinoamericanismo a contrapelo

Propiedad, usurpación, papeles que testifican (sin castigo). Parecería que Manzano
se introduce en el archivo de la misma ley que lo acusa. Y allí encuentra otro
secreto que le permite invertir las jerarquías de esa ley. El secreto del esclavo,
evidenciado por cuentas y papeletas fechadas, impugna la usurpación de la ama
quien ahí le roba su herencia –la antigua deuda que la ama había mantenido con
su madre liberta–. Y esa deuda corresponde casi exactamente, por cierto, al costo
de la carta de libertad de Manzano. Tal usurpación sitúa la figura del poder en la
posición del transgresor, en una lúcida inversión de roles que motiva al esclavo
–al final de su historia– a convertirse en cimarrón, una de las ofensas máximas
que podía cometer él contra el amo, contra la propiedad ilegítima del amo. La
transgresión (el robo) del amo es el secreto que legitima el testimonio escrito del
esclavo, su presencia ante otro modo de juzgar.

Naturalmente, no debemos perder de vista que ya en el mundo de Manzano


había otra escritura –la del testimonio mismo– e incluso, con anterioridad, “la
poesía [que] en todos los trámites de mi vida me suministraba versos análogos
a mi situación ya prozpera ya adversa [sic]” (1972: 31). Si en la tortura el esclavo
es tratado como un fardo que no siente, en esa otra escritura se construye como
el sujeto del sentimiento. De ahí, sin duda, la insistencia y el regocijo con que
Manzano comenta su otro padecer: la melancolía, la enfermedad de los poetas.27
La melancolía apunta al importante rol de la lírica –al tipo de persona que la
misma instituye– como lugar donde Manzano aprende el vocabulario de la
subjetividad. En efecto, a medida que se separaba del orden retórico, la lírica se
convertía en un dominio clave para el procesamiento de nuevas subjetividades.
Esa otra es la escritura que Manzano miméticamente apropia del mundo del amo
–por lo cual también se le castiga– y que le abre el camino a la manumisión, a
un grado de autonomía jurídica. Esa otra lo conduce a la tertulia de Del Monte;
lo constituye, incluso antes de la manumisión, en propietario,28 y lo sitúa luego

27 Con frecuencia Manzano reflexiona sobre su carácter “tasiturno y melancolico [sic]” (1972:
13) y su “melancolico estado [sic]” (1972: 30). Sobre su joven esposa, le escribe a Del
Monte en 1835: “los versos que ella componia eran antes tiernos y amorosos, y ahora
son melancolicos, yo adivino la causa por mas que se empeña en ocultarmela, es poetisa
y el alma del poeta se ve en sus rimas [sic]” (1972: 88). Por su parte, tras la revisión del
manuscrito de Manzano, Suárez y Romero le escribe a Del Monte que había intentado
mantener “la melancolía con que fue escrito” (Papeles de Suárez y Romero en la Sala
Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, p. 297; carta del 20 de agosto de 1839). La
melancolía es un valor en la economía de la verdad del texto y su circulación.
28 La lírica instituye un sujeto de la posesión. Conviene recordar la poesía del esclavo de
Trinidad, Mácsimo Hero de Neiba (seudónimo de Ambrosio Echemendía), autor de un
poemario poco conocido fuera de Trinidad: Murmurios del Tayaba. Poesías (1865). El
poemario comienza con la siguiente defensa de los derechos de propiedad intelectual:
Si algún prójimo se atreve
A reimprimir esta obra.
Razón en la Ley me sobra
Para que el castigo lleve.

50
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

–con el testimonio mismo que leemos– ante un nuevo modo de juzgar fundado
precisamente en el derecho primero de la persona sobre el cuerpo propio (Locke
1952: 17). Ello nos conduce a pensar que la escritura, el mundo de la letra y los
letrados, a comienzos del siglo XIX –bastante antes de la consolidación estatal– ya
era un sistema cruzado por tipos diversos de prácticas discursivas, regímenes de la
verdad, contradicciones internas, pugnas y desniveles en su relación con el poder.

En una de esas zonas Manzano agencia cierto espacio y cuenta sobre la violencia
de la letra, autorizando su testimonio con la letra misma, en función del dolor
que la escritura de la ley de la tortura ha inscrito en su piel: “sicatrices [que]
están perpetuas a pesar de los años qe. han pasado [sic]” (1972: 27). Parecería
incluso, como sugiere Molloy, que la narrativa de su vida se organiza en torno
a esas cicatrices, las “[diarias] rompeduras de narices” (Manzano 1972: 88) que
concatenan el curso de sus recuerdos, y operan como el excedente físico, la
stigmata a la cual remite continuamente la articulación temporal de su relato.
Sobre la piel el esclavo lleva las marcas de la injusticia de la ley, la evidencia
empírica, visible, en la cual se basa su impugnación, y que autoriza la otra verdad
que enuncia el testimonio.

El testimonio, en efecto, es un relato sobre el cuerpo. Se produce en la red de


un discurso emergente –como señala Michel de Certeau– que postula su estricta
fidelidad remitiendo a la experiencia tangible, ‘real’, del cuerpo de otro (1986: 75).
El testimonio se erige en el orden de un discurso que, en su pugna por legitimidad,
reclama para sus palabras la visibilidad de la presencia de aquel cuerpo que sobre la
piel lleva inscrita la evidencia, las marcas que garantizan la impugnación del artificio,
la falsedad o la injusticia de un orden anterior. En el caso específico de Manzano,
el testimonio despliega –por supuesto– una crítica de la brutalidad esclavista. Y
con el mismo movimiento de esa impugnación, apunta también a la afirmación del
derecho a la representación del otro de la ley, en una reinscripción de la categoría
de la humanidad y la subjetividad jurídica.29 Al reinscribir y ampliar los límites de la

En el siglo diez y nueve


Está de moda abusar,
Pero si hallo un ejemplar
Que no acompañe mi firma,
Esto el fraude me confirma
Y juro le ha de pesar.
Sobre la relación entre la poesía y la libertad añade:
Al publicar mis pobres concepciones.
Manumitirme solamente espero;
Por eso ruego abiertas suscriciones [sic]
Le agradezco a Barbarita Venegas, bibliotecaria en la Biblioteca Municipal de Trinidad, la
referencia al libro y el acceso a una copia del mismo.
29 Richard R. Madden sobre Manzano: “I am sensible I have not done justice to these
Poems, but I trust I have done enough to vindicate in some degree the character of negro
intellect, at least the attempt affords me an opportunity of recording my conviction, that

51
Latinoamericanismo a contrapelo

humanidad, el proceso de subjetivación del esclavo en el testimonio es una ficción


que proyecta su ciudadanía. Pero el mismo movimiento de la subjetivación se orienta
hacia la constitución de las categorías de la nueva ley que interpela el testimonio
y que, en el testimonio, funda la fábula de su legitimidad, el fundamento empírico,
particularizado, de su derecho.30 Valga la insistencia: no se trata simplemente de
un espacio virtual que proyecta la transformación del esclavo en ciudadano, y
que así hace posible la constitución de un nuevo estado de subjetividad; se trata
simultáneamente, con el mismo movimiento de la relación especular desplegada
por la interpelación, del testimonio en tanto instancia narrativa sin la cual sería
impensable la constitución de la nueva ley que ahí se particulariza, realizándose,
encarnándose, en el cuerpo sufriente de otro.

Demos un paso atrás. Como señala Elaine Scarry la tortura establece, en su momento
más extremo, una distancia irreductible entre el cuerpo doliente y el discurso, o
incluso la lengua, de la víctima (1985: 27-51). En la tortura, la experiencia de la
víctima y su capacidad de representación son reducidas al grito y la desarticulación,
a la disolución de la conciencia de la persona en la intensificación del dolor.
Para Scarry, toda forma de poder, “fraudulento o legítimo, se basa siempre en la
distancia del cuerpo” (1985: 47)31 así, el cuerpo es “la ubicación del dolor, y el
discurso el lugar del poder” (1985: 51).32 De igual modo, respondiendo al imperativo
ético que recorre las páginas de su valioso y problemático libro, y refiriéndose
específicamente a la tortura de presos políticos latinoamericanos y al trabajo de
Amnesty International, Scarry propone la intervención terapéutica, reintegradora,
del testimonio, de “usar el lenguaje para permitir que el dolor ofrezca una relación
precisa de sí mismo, presentando ante los regímenes de la tortura [...] un diluvio de
voces que hablen por el otro, voces que hablen en la voz de la persona silenciada”
(1985: 50).33 Si el grito de la víctima, en la lógica de Scarry, registra la reducción
de la persona a un estadio prelingüístico del ser, el testimonio es el lugar donde la
víctima reconstruye su mundo mediante la representación que ‘objetiva’ y permite
un distanciamiento del dolor, por medio de la cual se restaura la ‘conciencia’ de
la víctima que con el testimonio se reinserta en la lengua. ¿Pero la reinserción
en la lengua no presupone la restauración de la ‘conciencia’ de la víctima, la

the blessings of education and good government are only wanting to make the natives of
Africa, intellectually and morally, equal to the people of any nation on the surface of the
globe” (1981: 37).
30 Althusser nota lo siguiente sobre la encarnación en la ideología cristiana: “Dios necesita
pues ‘hacerse’ hombre él mismo, el Sujeto necesita convertirse en sujeto, como para
demostrar empíricamente, de manera visible para los ojos, tangible para las manos (véase
Santo Tomás)” (1974: 77).
Véase también De Certeau (1986: 75-76).
31 (Trad. del autor).
32 (Trad. del autor).
33 (Trad. del autor).

52
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

intervención de un orden simbólico –no meramente gramatical o lingüístico, por


cierto– que garantiza el sentido del discurso testimonial sobre el dolor?

Cierto es, en todo caso, que la legitimidad del testimonio se funda en la fábula
de llevar de vuelta la palabra al cuerpo de la víctima, en darle forma al dolor,
en devolverle la voz a la persona silenciada por el terror. La Autobiografía de
Manzano es, en ese sentido, un testimonio sobre el dolor y la tortura. Sin embargo,
su relato del sufrimiento nos obliga a cuestionar la división tan tajante entre cuerpo
y poder, entre dolor y discurso, que en Scarry remite, aún en la inversión más
obvia, a la clásica escisión que –al menos desde Descartes– decide los límites de la
categoría del sujeto en el pensamiento occidental. El testimonio de Manzano nos
lleva a problematizar el concepto del poder como una fuerza única y homogénea
que encuentra en el cuerpo tanto su límite infranqueable como el objeto de su
“grotesco drama compensatorio” (Scarry 1985: 28).34

Con más espacio para el análisis podríamos ver cómo en el texto de Manzano
el acceso a la escritura y la representación testimonial producen –más que un
encuentro jubiloso con la corporalidad– una distancia notable del cuerpo propio,
convertido en objeto de la autorreflexión. Esto no tiene por qué extrañarnos: en la
esclavitud, el cuerpo del esclavo es el objeto de la propiedad y de la representación
del amo. Por eso decía Manzano (y luego Orlando Patterson 1982), que el esclavo
es un ser muerto, un ser sin acceso a su propio cuerpo ni a la representación.
En el orden esclavista la representación era uno de los dispositivos constitutivos
del poder del amo sobre el cuerpo del esclavo. De ahí, por cierto, que los amos
de Manzano sistemáticamente le prohíban escribir, y lo castiguen –reduciéndolo
al lugar del cuerpo– cuando lo descubren “en aquel entretenimiento [...] nada
correspondiente a [su] clase” (1972: 31). “Proivioseme la escritura pero en vano
todo se abian de acostar y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba
a mi gusto [sic]” (1972: 31), responde Manzano. Pero aun así, escribir, ejercer el
poder que consigna la representación, es para Manzano una práctica doblemente
paradójica y difícil que registra, particularmente en sus descripciones del dolor
físico –propio o ajeno–, una notable distancia ante el cuerpo: “[en el cuidado
de un enfermo] en toda la noche pegaba mis ojos con el reloz delante papel y
tintero donde allaba el medico pr. la mañana un apunte de todo lo ocurrido en
la noche asta de las veses qe. escupia dormia roncaba sueño tranquilo o quieto
[sic]” (1972: 33). También la escritura propia vigila y reporta sobre el cuerpo. La
escritura sitúa al sujeto en el lugar del que mira y representa el cuerpo, registrando
con la mirada hasta el más mínimo de los movimientos. De modo que escribir
sobre sí mismo, sobre el dolor propio, genera una intensa escisión en el sujeto
que al escribir ocupa simultáneamente tanto el lugar del que mira como el sitio
del dolor del cuerpo propio. También en Manzano, entre la cicatriz que deja el

34 (Trad. del autor).

53
Latinoamericanismo a contrapelo

dolor y el acto testimonial media la red simbólica e institucional del discurso. En la


escritura el sujeto testimoniante incorpora la jerarquía del discurso que lo escinde
al convertirlo en objeto de sí mismo.

No queremos sugerir, mediante una inversión fácil de las posiciones, que la


escritura convierte al esclavo en amo (o torturador) de sí mismo. Por el contrario,
el hecho de que Manzano escriba sobre su cuerpo trastoca la jerarquía y redefine
radicalmente la función y el orden de la representación en la ley esclavista, que
hasta cierto punto definía la escritura como uno de los derechos ‘esenciales’,
constitutivos de la identidad y del poder del amo. No subestimamos, entonces, el
modo en que la escritura de Manzano desubica y desnaturaliza la ‘esencia’ de la
jerarquía. Pero al mismo tiempo nos preguntamos sobre la intervención de otra
forma de poder, otra política del cuerpo que, si bien emerge como impugnación
de la mordaza y la tortura, despliega –en el proceso mismo de la subjetivación–
nuevas formas de dominación y disciplina.35

Al menos en una de sus zonas, en el lugar emergente de una nueva institución, una
instancia de ese poder dividido interpela a Manzano y lo constituye en hablante,
en testimoniante de su dolor, en un sujeto legítimo que se presenta “con la verdad

35 La nueva política del cuerpo es un aspecto de lo que Manuel Moreno Fraginals (1978)
ha llamado la época del ‘buen tratamiento’ de los esclavos a partir de la década de 1840.
Respondía, según Moreno, a la necesidad de cuidar más la mano de obra en una época en
que se incrementa el mercado del azúcar y en que subía dramáticamente el valor de los
esclavos, en parte por las dificultades de la trata, que ya era ilegal. En esta época se publica
el primer manual médico sobre enfermedades de esclavos en Cuba: Honorato Bernard de
Chateausalins: El vademécum de los hacendados cubanos (Nueva York, 1831; manejamos
la edición de La Habana, 1854). Aunque no circuló en el siglo XIX, el médico de la casa
del Marqués de Peñalver, el español Francisco Barrera y Domingo, escribió tres notables
volúmenes sobre la condición médica de los esclavos en 1798: Reflexiones histórico físico
naturales, médico quirúrgicas. Prácticos y especulativos entretenimientos acerca de la
vida, usos, costumbres, alimentos, vestidos [sic], color y enfermedades a que propenden los
negros de África, venidos a las Américas. Breve análisis de los reinos mineral, vegetal y
animal. Es muy notable cómo Barrera construye el espacio de la subjetividad médica del
esclavo, en un libro que comienza como un tratado de historia natural y zoología y que sin
embargo progresivamente abre el espacio a un acercamiento antropológico a la psicología
de los esclavos: Barrera se interesa mucho por la ‘nostalgia’ como una causa principal del
alto índice de suicidio entre los esclavos, quienes al quitarse la vida esperaban volver al
país natal. El manuscrito se encuentra en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional. Habría
que reflexionar más sobre la relación entre la consolidación del régimen de la sanidad
y la salud pública en la década del treinta y el proyecto de subjetivación como nueva
política del cuerpo y la dominación. En la Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba
([1832] 1946), de José Antonio Saco, por ejemplo, encontraríamos el papel fundamental
que la ‘cultura’ cumple en la construcción del cuerpo disciplinado del ciudadano ideal,
“purgando nuestro suelo de la plaga que hoy la infecta [i.e. la vagancia]” (1946: 44). El
resultado sería un cuerpo administrado por la “moralidad de los individuos” (1946: 49).
Doble economía, la de ese cuerpo sano y dispuesto al trabajo, y asimismo capaz de juzgar
sus propios actos, incorporando la verdad de la ley y la moral.

54
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

en los labios”. Evidentemente, entonces, esa zona del poder y de la letra, que ya
hemos identificado con la literatura y su imperativo de justicia, no es reducible al
régimen de la tortura ni al esquema que concibe al cuerpo del subalterno como
el límite infranqueable del discurso o de la lengua misma: por el reverso del
silencio al que la tortura reduce la presencia del cuerpo victimado, esa otra forma
de poder exige un discurso sobre el cuerpo, pide –digámoslo así– la encarnación
del nuevo concepto de la justicia que autoriza tanto la constitución del sujeto
testimoniante como la legitimidad del campo que produce la interpelación, la
paradójica invitación al habla que la literatura le tiende al otro.

Interpelación y dispositivo mimético

Casi lo mismo pero no del todo [...]


Casi igual pero no blanco.

Bhabha (1984: 130)

Ahora bien, ¿cuál es el estatuto del ‘habla’ del sujeto interpelado por la literatura?
Y por el reverso, ¿cuál es el efecto de la escritura del esclavo en la escena de
la interpelación? ¿Diremos simplemente que Manzano se constituye como
sujeto en la escena de un orden simbólico que desde siempre le tenía un lugar
asignado, un nombre que el otro ocupa –que ocupa al otro– en el despliegue
de la identificación especular? ¿Cómo pensar la práctica de ese nuevo sujeto, los
efectos que produce en los límites de la institución, sin remitirlo –por un lado– a
la ficción de una exterioridad originaria o autónoma de la red de dominación que
paradójicamente ha hecho posible la proliferación del discurso del nuevo sujeto;
cómo pensar a ese sujeto sin reducirlo –por otro lado– a la posición inmóvil de
un efecto estructural de la institución que garantiza los derechos de su nombre y
su afiliación? El problema, como sugerimos antes, tiene que ver con la categoría
de la interpelación. Al respecto, Althusser señala:

Observamos que la estructura de toda ideología, al interpelar a los


individuos como sujetos en nombre de un Sujeto Único y Absoluto,
es especular –i. e. una estructura de espejos– y doblemente especular:
la duplicación especular es constitutiva de la ideología y asegura su
funcionamiento. Lo cual significa que toda ideología está centrada,
que el Sujeto Absoluto ocupa el lugar único del Centro, e interpela en
torno de sí la infinidad de los individuos [convirtiéndolos] en sujetos en
una doble conexión especular que sujeta los sujetos al Sujeto, mientras
les otorga en el Sujeto –en el cual cada sujeto puede contemplar su
propia imagen (presente y futura)– la garantía de que esto realmente
les concierne a ellos y a Él, y que ya que todo tiene lugar en la Familia

55
Latinoamericanismo a contrapelo

(la Sagrada Familia: la Familia es en esencia Sagrada), “Dios reconocerá


a los suyos en Ella”; i. e. aquéllos que hayan reconocido a Dios y que se
reconozcan a sí mismos en Él, serán salvos (1974: 54).

Según Althusser, la interpelación constituye al individuo en sujeto y lo sujeta a una


ley –a la estructura de la lengua– que el sujeto de algún modo duplica o repite.
El sujeto es pensado ahí claramente como el efecto de una estructura que lo
precede “desde siempre”, desde antes del nacimiento mismo del individuo, “desde
el momento en que se sabe de antemano que llevará el Nombre del Padre, y que
así tendrá una identidad y será irremplazable. Desde antes de su nacimiento, la
criatura es por lo tanto desde siempre un sujeto” (1974: 50). El sujeto se concibe
ahí como secundariedad, como duplicado o imagen del orden –ese “centro único
y absoluto” del Sujeto– que garantiza el proceso de la identificación: el amor por
la ley, “La Ley convertida en Amor” (1974: 52). Lo que presupone, a su vez, que en
el centro ‘único y absoluto’ del orden se encontraba ‘desde siempre’ el referente
originario de la repetición especular: una especie de causa primera e irreductible
que garantiza el sentido de las ‘imágenes’ o duplicados. ¿Qué hay –si no es Dios–
en el ‘centro’ de ese ‘espejeo’?

En el despliegue de su insaciable mimetismo, la escritura de Manzano nos obliga


a repensar los efectos de la ‘duplicación’ en la escena de la constitución del sujeto.
Así recuerda el esclavo la escena originaria de su escritura:

biendolo qe. apenas aclaraba cuando puesto en pie le preparaba


antes de todo la mesa sillon y libros pa. entregarse al estudio me fui
identificando de tal modo con sus costumbres qe. empese yo tambien
a darme estudios, la poesia en todos los tramites de mi vida me
suministraba versos analogos a mi situasion ya prozpera ya adversa,
tomaba sus libros de retorica me ponia mi lección de memoria la
aprendia como el papagallo y ya creia yo qe. sabia algo pero conosia
el poco fruto qe. sacaba de aquello pues nunca abia ocasion de aser
uso de ello, entonses determiné darme otro mas útil qe. fue el de
aprender a escrivir este fue otro apuro no sabia como empesar no
sabia cortar pluma y me guardaria de tomar ninguna de las de mi
señor sin embargo compre mi taja pluma y plumas compre papel muy
fino y con algun pedaso de los qe. mi señor botaba de papel escrito
de su letra lo metia entre llana y llana con el fin de acostumbrar el
pulso a formar letras iva siguiendo la forma qe. de la qe. tenia debajo
con esta imbension antes de un mes ya asía renglones logrando la
forma de la letra de mi señor causa pr. qe. hay sierta identidad entre
su letra y la mia [...] yo pasaba todo el tiempo embrollando con mis
papeles no pocas veces me sorprendió en la punta de una mesa que
abia en un rincón imponiendome dejase aquel entretenimiento como
nada correspondiente a mi clase [...] proivioseme la escritura pero

56
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

en vano todos se avian de acostar y entonces ensendia mi cabito de


bela y me desquitaba a mi gusto copiando las mas bonitas letrillas de
Arriaza [sic] (1972: 31).36

El dispositivo mimético, la ‘imbension’ de Manzano decide su posición ante la


escritura del amo y ante la literatura misma: “sierta identidad entre su letra y
la mia”. Nótese, por cierto, cómo la máquina del calco, cuyas piezas describe
detalladamente Manzano, presupone un trabajo sobre el cuerpo: el entrenamiento
del pulso calibrado para formar letras casi idénticas a las inscritas en los papeles
desechados por la figura del poder. Insistimos: casi idénticas, en principio, por
la distancia ineluctable entre la forma de la letra del primero y la del segundo.
Pero más importante aún, la ‘copia’ de la letra del amo somete la jerarquía a una
transformación intensa que rebasa la cuestión ontológica de la identificación y
trastoca más bien las posiciones en esa escena de dominio. Dicho de otro modo:
las letras incluso podrían parecer idénticas, y el segundo una imagen fiel del
primero, pero aún si así lo fuera, la instancia de la ‘repetición’ saca la letra –la
esencia del poder del amo– del sitio que la define, y la escabulle incluso entre
las mallas del interdicto o la prohibición.37 Si el estricto control de la escritura
y la representación (al menos en la esclavitud) era constitutivo del poder del
amo, la copia sitúa la ‘esencia’ de ese poder en manos del negro esclavo. Es
revelador cómo Manzano detalla los instrumentos que componen su compleja
máquina mimética –la taja, la pluma, el papel fino, el pulso calibrado–, y enfatiza
la laboriosidad de la ‘imbension’ prohibida que lo lleva al uso estratégico de uno
de los atributos ‘esenciales’ del poder del amo. La copia desesencializa el atributo,
al registrar la materialidad de la letra (“que paresia gravada” [sic] 1972: 31). La
copia reifica la letra, cuando convierte su ‘espíritu’ en materia imitable, en un
objeto reproducible y por lo mismo controlable. De esta manera, abre una grieta
entre la escritura y la identidad del amo.38

36 Ver también las lecturas de Vera-León (1991: 3-4) y Molloy (1991: 51) de esta escena.
37 No he logrado encontrar ninguna ley colonial que prohibiera explícitamente la escritura de
los esclavos. La “Real Cédula e Instrucción Circular a Indias del 31 de mayo de 1789 sobre
la educación, trato y ocupación de los esclavos” decreta: “La primera y principal ocupación
de los esclavos debe ser la agricultura y demás labores del campo, y no los oficios de
la vida sedentaria” (Zamora y Coronado 1845: 132). Desde el siglo XVII varias cédulas
prohibían que los negros o libertos de color ocuparan el cargo de escribanos. Ver “Real
Cédula disponiendo que los mulatos y mestizos no pueden ejercer oficios de notarios ni
escribanos” (16 de agosto de 1628 y 3 de octubre de 1646). Las cédulas se encuentran entre
los papeles de Bachiller y Morales en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional.
38 Además del trabajo de Bhabha sobre las estrategias miméticas en el colonialismo, sobre
el mimetismo y la simulación, véase a Philippe Lacoue-Labarthe, Typography. Mimesis,
Philosophy, Politics (1989), particularmente “Diderot: Paradox and Mimesis” (1989: 248-266)
(Sobre “La paradoja del comediante”).

57
Latinoamericanismo a contrapelo

Por ello los amos continuamente castigan a Manzano cuando lo descubren


escribiendo, narrando historias, recitando poemas o ejercitando su elocuencia. La
facultad mimética del subalterno produce en el amo una ansiedad insoportable:
la sospecha de que el espejeo no era pasivo, y que la letra calcada trastocaba la
estabilidad, los lugares fijos de la jerarquía, la economía de las diferencias que
garantizaba los límites del sentido, la identidad misma del poder. No se trata
ahí, por cierto, de parodia o simulacro, ni de una apropiación que implique,
por parte de Manzano, la postulación de una identidad que tras la ‘máscara’
del mimetismo escondiera el secreto de un ser alternativo. El desajuste que
opera Manzano en la jerarquía no es simplemente el efecto de una rebelde
reinscripción de su diferencia ni de una enfática afirmación de su ‘otredad’ ante
el poder. El desajuste tiene más bien que ver con la similaridad que en su
consecuencia más extrema imposibilitaría el reconocimiento del ‘otro’ en tanto
función diferenciadora de la identidad del amo.

En ese extremo se sitúa, por cierto, el personaje mimético por excelencia de


la literatura cubana del siglo XIX: la mulata Cecilia quien, lejos de condensar
la figura de un contacto armonioso entre las razas, pasa por blanca. El cuerpo
perturbador –casi blanco e indiferenciable– de Cecilia representa para Villaverde
el límite mismo de la visibilidad en que se funda el cuadro ordenador de las
diferencias (Villaverde 1979). En Cecilia, el narrador frecuentemente insiste en
la dificultad de fijar el cuerpo de su protagonista en el cuadro de las diferencias
raciales: “¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin
embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios tenían un
borde o filete oscuro. [...] Su sangre no era pura y bien podía asegurarse [...]
que estaba mezclada con la etíope” (1979: 7). Asimismo, para distinguirla, poco
después del nacimiento de la niña, su abuela Josefa le hace “una media luna
azul en el hombro izquierdo” (1979: 3, 237, 295). Ese tatuaje que inscribe en
el cuerpo una marca identificatoria imborrable bien puede leerse como una
metáfora del proyecto mismo de la ficción en Villaverde: del ‘ojo conocedor’ que
separa lo puro de lo impuro, en la medida en que examina compulsivamente
la complejidad de las mezclas. Para Villaverde, escribir es tatuar el cuerpo de
Cecilia para someterlo al cuadro jerárquico de la identificación y la diferencia.
El mimetismo que Cecilia lleva inscrito en su cuerpo casi blanco, y que en la
construcción de Villaverde es inseparable del impulso sexual que traspasa y
ablanda las fronteras raciales de la jerarquía, amenaza con disolver los lugares
fijos del cuadro clasificador que, de otro modo, superado el riesgo de la mezcla
racial, garantizaría la estabilidad de la nación futura. Por el contrario, Manzano
lleva la marca visible de la diferencia en el color estigmatizado de su cuerpo.
Pero, en su caso, el registro de esa diferencia intensifica la peligrosidad del
hecho profundamente perturbador, para el amo, de la elocuencia –marca de la
distinción– en boca de un negro esclavo.

58
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

Con mayor detenimiento, convendría trazar, más allá del orden esclavista, las
figuras de los discursos que se elaboraron en respuesta a la estrategia mimética
de los sujetos subordinados. En efecto, la inestabilidad que el mimetismo opera
en el cuadro de las diferencias motivó la elaboración de notables estereotipos
que en general proyectan una radical ambivalencia.39 Tales intentos de reducir y
fijar el espejeo y el disimulo subalterno, no siempre remiten al aspecto corrosivo
del gesto mimético. Por ejemplo, ya hacia 1880, en la apertura relativa que
registra la consolidación de los discursos liberales en Cuba, basados en parte
en el proyecto de interpelación de un sujeto pedagógico y ciudadano, Antonio
Bachiller y Morales señala:

El hombre negro tiene sobre los otros de distinto origen que el blanco
una cualidad recomendable: su espíritu de imitación. Yo no diré que
en eso se parece al mono como han escrito los sostenedores de la
antimiscegenación. Los monos imitan al hombre y como no son hombres
se reducen a la mímica: pero ¿dónde están sus obras semejantes? Hay en
la humanidad cierta atracción moral que explicó uno de los escritores
castellanos más originales, D. Ramón Campos en su interesante libro
sobre la Desigualdad personal; considera esa ley de imitación moral, cuyo
fin es la bondad hasta aparente tan eficaz y cierta ley como de atracción.
Y la bondad del ánimo es casi siempre un antecedente favorable de la
sociabilidad, y por consiguiente del espíritu de imitación (Bachiller y
Morales 1887: 132-133).

Pero a su vez, según comprobaría el análisis de la fobia al doble y a los parecidos


entre los personajes blancos y mulatos que recorren las páginas de Cecilia, el
‘espíritu de imitación’ también desencadenaba estereotipos en reacción al aspecto
‘siniestro’ del disimulo o la repetición. Como declara el “Informe fiscal sobre el
fomento de la población blanca en la Isla de Cuba” de 1844, “la procreación de las
castas mestizas [es] mil veces más temible que la primera [raza pura africana], por
su conocida osadía y pretensiones de igualarse con la blanca”.40

Por otro lado, no estamos proponiendo la máquina mimética de Manzano como


un modelo capaz de dar cuenta de todas las estrategias posibles de los sujetos
subalternos en la escena de la dominación. Es evidente, por ejemplo, que las
plantaciones cubanas del siglo XIX fueron escenas tanto de una explotación
brutal como de notables instancias de rebeldía. También podría pensarse que
la agencia de esos esclavos rebeldes –sujetos que se constituían en redes de

39 Sobre la ambivalencia constitutiva de los estereotipos, ver Homi K. Bhabha (1983).


40 Informe fiscal sobre el fomento de la población blanca en la Isla de Cuba y emancipación
progresiva de la esclava presentado a la Superintendencia General Delegada de la Real
Hacienda en diciembre de 1844 por el Fiscal de la Misma, Madrid, Imprenta de J. Martín
Alegría, 1845, p. 33.

59
Latinoamericanismo a contrapelo

acción e identificación muy distintas del tipo de interpelación jurídico-literaria


que aquí nos concierne– fue un acicate capaz de generar en las élites blancas,
incluso las de tendencia abolicionista, las fobias más radicales de esa minoría
dominante en un país cuya población de color era predominante y se encontraba
a pocas millas de Haití. Esas fobias son constitutivas de los discursos sobre la
nacionalidad cubana y en buena medida atraviesan el orden de sus instituciones
modernas, no solo esclavistas.

Sin embargo, nuestro acercamiento al pleito de María Antonia y a las disputas


de Manzano, nos sitúa ante una problemática distinta, que tiene más bien que
ver con el modo en que las instituciones –los regímenes normativos que ellas
presuponen– reinscriben sus límites en la coyuntura de un cambio que trastoca
la posición interpelada del otro ante la ley. Sin idealizar el juego de poder en
que se inscribe el mimetismo –ni la subordinación que implica– la estrategia de
Manzano en la escena de su entrada al espacio vedado de la escritura nos obligó
a repensar la categoría de la interpelación, a cuestionar la constitución del sujeto
como un simple efecto estructural de la institución que lo nombra; y, con el
mismo movimiento, nos llevó a cuestionar una lectura bastante generalizada de
Manzano que, subestimando el aspecto estratégico de la ‘identificación’ mimética,
ha tendido a reducir su agencia, la máquina de su ‘imbension’, a los efectos de una
imitación pasiva que “suprime el ser” del esclavo.41 Solo desde la perspectiva de un
radical ‘possesive individualism’, como sugiere M. Taussig, podríamos subestimar
la importancia de las estrategias miméticas en las dinámicas de la dominación
(1993: 97). Solo acobijados por la sombra del fantasma de la originalidad le
exigiríamos a Manzano la voz de una diferencia ‘pura’ o autónoma de la escena
de la dominación en que Manzano se constituye –peligrosamente, para los amos–
en sujeto de la escritura.

41 William Luis: “Psicológicamente, [el esclavo] tenía que suprimir su ser y convertirse en otra
persona para poder escribir sobre su condición, desde la estética blanca, la única estética.
El negro tenía que involucrarse dentro de un sistema lingüístico que por definición es
cerrado. El español era una lengua foránea e impuesta que excluía su propia cultura.
Para escribir, tenía que participar dentro de su estructura rígida que le obligaba a pensar
con palabras cargadas por determinadas definiciones y con expresiones y conceptos
prefigurados por la cultura dominante” (1981: 114). ¿Cuál podía ser, en la Cuba del XIX,
la otra lengua de un esclavo doméstico, mulato, hijo de criollos? La lengua de Manzano
es inevitablemente la lengua dominante, lo que a su vez nos obliga a pensarla como
una lengua escindida por inflexiones, por las posiciones que pugnan en la escena de la
dominación, más que como una estructura fija o cerrada. Esto nos llevará enseguida a
la cuestión del contacto y la porosidad de la “estética blanca”, que ya en la década del
treinta, como sugerimos antes, se define en parte por la interpelación del testimonio, y que
asimismo tiene que negociar, en el marco de un nuevo modo de subordinación, los límites
del espacio con el nuevo sujeto.

60
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

La cuestión del límite y la fobia del contacto

Además, ¿no habíamos señalado ya que la interpelación testimonial despliega


el movimiento de la constitución del campo institucional en el momento mismo
en que le pide a Manzano el relato de su vida? Ante la escena de ese doble
movimiento especular ¿no deberíamos también enfatizar el mimetismo, el camuflaje
de la institución, que en el pacto testimonial –en la solapada guerra contra la ley
anterior– disimula su intervención y ventrílocuamente enuncia el nuevo sentido
de su justicia desde el cuerpo marcado del otro? ¿No consigna el proyecto de
incorporación de la palabra del esclavo al nuevo orden de la representación
liberal –tanto en la tertulia delmontina como en las compulsivas imitaciones del
habla dialectal en las ficciones de la lengua nacional que elaboran ansiosamente
las novelas abolicionistas–42 un impulso mimético al menos tan intenso como las
apropiaciones de Manzano? Pensado como un doble movimiento especular, como
un doble intercambio de prácticas y de uso, el proceso de la “identificación” del
sujeto desborda la pregunta por el modelo o la prioridad, y nos sitúa nuevamente
ante las estrategias y negociaciones que se despliegan en la escena. Digamos que
en la interpelación –precisamente porque la escritura de Manzano no es pasiva– la
institución que lo llama y que con su testimonio se funda tiene que rediseñar el
trazado de sus límites y su política del contacto.

En su lúcida lectura de la Autobiografía, Antonio Vera-León explora cierto


desequilibrio desencadenado por el texto de Manzano en el interior del “canon”
de la literatura nacional aún en vías de formación (1991: 3-22). En la escritura
fonética de Manzano, Vera-León señala la cristalización de una “retórica del
mestizaje” (1991: 15) que conjugaba, en la superficie misma de su forma –escrita y
oral– “una alianza o conspiración literaria desde donde negociar un lenguaje para
narrar la nación” (1991: 14). La incorporación de la palabra del esclavo respondía
a la doble pugna del campo intelectual criollo que, por un lado, encontraba en
el “estilo bárbaro” (1991: 19) de Manzano –en el excedente de su oralidad– un
mecanismo de diferenciación del canon metropolitano; campo intelectual criollo
que, por otro lado, en el proceso de la incorporación de la palabra ‘otra’ en la
literatura, proyectaba la “domesticación [de la oralidad, signo de barbarie] en la
escritura”,43 en un intento disciplinario de contener las profundas contradicciones
internas de la nación (futura), cruzada aún por los efectos de la esclavitud y
la irreductible heterogeneidad racial. Con precisión Vera-León señala las nuevas
contradicciones que desata la propia “alianza” que sitúa la emergente literatura
nacional ante la ‘barbarie’ de ese estilo que –si bien posibilitaba la especificación
de la diferencia ante España– al mismo tiempo exponía la literatura al riesgo de

42 Sobre las novelas abolicionistas como ficciones que exploran la construcción de la lengua
nacional, véase “Cuerpo, lengua, subjetividad”, en Paradojas de la letra (1996).
43 Ídem.

61
Latinoamericanismo a contrapelo

la ‘desfiguración’44 de la escritura. De ahí las reiteradas revisiones a que ha sido


sometida hasta nuestros días la escritura de Manzano: intentos letrados de retocar
su escritura fonética, de ajustarla a las normas gramaticales de la institución. O,
como señalara todavía años después Max Henríquez Ureña, intentos de “pasar en
limpio ese texto, librándolo de impurezas” (1963: 184).

La interpelación provoca en la institución la sospecha de que la respuesta del


subalterno a su llamado, a su paradójica invitación al habla –en la reubicación
del límite de la ley– resultaba en una escritura demasiado pegada al cuerpo,
demasiado porosa y expuesta al riesgo de la contaminación. Esa sospecha constata
la manifestación del síntoma de la institución, el nudo impensable –desde la
institución– de que en lo más íntimo de su dominio la nueva ley incorporaba
la negación de sí misma. En sus momentos más exasperados, la sospecha
desencadena una intensa tropología de la pureza y el contagio y las consecuentes
operaciones fóbicas de limpieza que, como señalara Mary Douglas en Purity and
Danger, remiten a una redistribución de las categorías de integridad y de mezcla
en una coyuntura de reorganización social (1969).

Más allá del texto de Manzano, y de la reacción literaria al mismo, esa tropología
de la pureza y el contagio contribuye a reorganizar otras zonas del poder y a
sobredeterminar el modo en que sus instituciones (médicas, escolares, penitenciarias,
etc.) –sobre todo a partir de la década de 1830– pensaron la reorganización del espacio
público y la cuestión de los límites en una sociedad cambiante, profundamente
marcada por la heterogeneidad racial e incluso lingüística. Para comprender el peso
de la problemática de los límites y de su concomitante tropología de la pureza en
los discursos fundadores de las instituciones modernas cubanas, habría que ver con
detenimiento el impacto que tiene la devastadora epidemia del cólera de 1833 en
el ‘imaginario’ de las instituciones. Comprobaríamos, entre otras cosas, el desarrollo
imperioso del discurso higiénico como paradigma que provee figuras, metáforas,
para pensar diversos tipos de límites y contacto, más allá del territorio pertinente a la
salud pública.45 Por el momento digamos, para retomar la metáfora de la ‘limpieza’
en la reacción de la institución literaria contra la escritura de Manzano, que el
discurso higiénico marcó intensamente el pensamiento de los intelectuales sobre el
contacto etno-lingüístico, según comprueban los deslices en el siguiente comentario
del novelista Anselmo Suárez y Romero –el primer ‘transcriptor’ de Manzano– sobre
el efecto nocivo de las nodrizas negras y mulatas en la “lengua castiza”:

La leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos


de Cuba; una nodriza abyecta nos da la suya, porque muchas madres
creen hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes.

44 Ídem.
45 Véase Julio Ramos “A Citizen-Body. Cholera in Havana (1833)” (1994).

62
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

[La] palabra de aquella nodriza ignorante y corrompida es la que más


escuchamos, sus acciones son las que más vemos en esa edad cándida de
la infancia, que, como el cristal refleja súbito y cabal cuanto se les acerca,
así reproduce lo que se le presentó por modelo. [...] Ahí se nos inspiran
ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y
creciendo después, convierten en inútil o vituperable nuestra vida; ahí se
corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores (1859: 30).46

De ahí que la compulsión a revisar el manuscrito de Manzano, los reiterados


intentos de ordenar su prosa “caótica y desaliñada” como condición de entrada a
la institución, inmediatamente se deslice en la operación metafórica de ‘limpiar’
sus ‘impurezas’. Esa compulsión remite, nuevamente, a la cuestión de la porosidad
y maleabilidad de una escritura constituida en la reubicación del límite de la
institución, en esa zona de negociaciones donde la literatura, en su pugna con
la legalidad del orden colonial y esclavista, postula el derecho del otro a ocupar
un sitio en el orden de la ciudadanía: la inscripción de su palabra en el orden
de la representación. La zona de contacto, en los márgenes de la institución
–en el testimonio que la constituye al reinscribir sus nuevos límites– es recorrida
por una energía tan necesaria para la demarcación del territorio como peligrosa.
Como señala Douglas, “all margins are dangerous. If they are pulled this way
or that the shape of fundamental experience is altered. Any structure of ideas is
vulnerable at its margins” (1969: 121). Por ello, para la antropóloga británica, las
fronteras del cuerpo, sus orificios, sus secreciones, son el objeto de una operación
simbólica particular que convierte el cuerpo en una figura clave para el diseño
del espacio social y de los modelos de integridad, de límites, de transmisión y
de comunicación que rigen el imaginario de sus instituciones, sobre todo en la
coyuntura de transformaciones profundas.

En el contexto específico de una sociedad pluriétnica como la cubana, no es


casual que los discursos que se plantearon la tarea de proyectar la “integración”
nacional sintomáticamente reaccionaran al contacto ineluctable que la reubicación
de los límites implicaría. El miedo a la mezcla recorre la escena testimonial y
sobredetermina luego el ambiguo rol que la ficción narrativa cumple en la
elaboración de esos discursos. Como el testimonio de Manzano, la novela
–género híbrido por excelencia– era un suplemento tan necesario como peligroso
para los discursos de la “homogeneización” nacional. Si bien contribuía, con el
don prospectivo de la ficción, a pensar las condiciones que harían posible la
transformación del esclavo en ciudadano, en sujeto de una ley más justa, en
hablante de una lengua nacional más democrática, la novela –como el testimonio
de Manzano– situaba al poder en una zona arriesgada de contacto y porosidad.

46 A. Suárez y Romero “Vigilancia de las madres”, Colección de artículos (1859).

63
Latinoamericanismo a contrapelo

Literatura y ficciones del derecho

Según sugerimos al comienzo de este ensayo, la literatura moderna se instaura en


ese umbral donde recorre los diferendos del orden jurídico-simbólico (esclavista)
desde un nuevo sentido de la justicia; es decir, desde la elaboración de la ficción
del derecho (liberal) futuro.

En su notable exploración del proceso de jurisgenesis, inspirado en parte por los


debates contra el positivismo legalista en el campo de los “critical legal studies”.
Robert M. Cover enfatiza el rol de la narrativa en la construcción del “universo
normativo” que garantiza la producción del sentido en las instituciones formales
de la ley (1983: 4). Para Cover:

La ley puede ser comprendida como un sistema de tensiones o como


un puente que conjuga un concepto de lo real con una alternativa
imaginaria; es decir, como la articulación entre esos dos niveles del asunto,
cuya significación normativa solo puede ser representada plenamente
mediante dispositivos narrativos. De allí que uno de los elementos
constitutivos del nomos consiste en lo que George Steiner denomina la
“alteridad”: “lo otro del caso” [“the other than the case”] [...]. El concepto
del nomos, en tanto mundo-de-ley, implica por un lado la aplicación
de la voluntad humana a un estado actual de las cosas, así como la
perspectiva hacia nuevas visiones de futuros alternativos. El nomos es
un mundo normativo constituido por el sistema de las tensiones entre la
realidad y la visión (1983: 9).47

Irreductible a la codificación del derecho, o a la administración del mismo en


el aparato legal, el discurso de la ley cristaliza –y pugna por resolver, en el
devenir de sus transformaciones– esa tensión matriz entre la institucionalidad
existente y la proyección de una justicia futura. Para Cover, la narrativa es el
lugar donde se elabora, en el presente mismo de las instituciones existentes,
la ficción del futuro que trabaja, mediante el gesto prospectivo, las zonas
impensables de la institución ‘formal’ que en ese sentido nunca puede dar
cuenta de la pluralidad de las legitimidades que circulan y pugnan en el
campo de las contradicciones sociales.48 De ahí que el “nomos no requiera
necesariamente de un estado [de las instituciones formales de la ley], y que la
creación del sentido jurídico –la jurisgenesis– siempre tenga lugar en un medio
esencialmente cultural” (1983: 11).49

47 Traducción del autor.


48 Sobre la competencia de legitimidades en el orden jurídico, ver también B. de Sousa Santos
(1991).
49 Traducción del autor.

64
La ley es otra: María Antonia Mandinga y Juan Francisco Manzano

En su debate contra el positivismo, Cover intenta oponer el sentido jurídico a la


organización social y la administración de la ley (1983: 18) con lo cual reduce
la función del Estado a las prácticas administrativas del ‘control social’ que
ejercen las ‘instituciones formales’. El debate lo lleva, asimismo, a reclamar una
autonomía radical para las prácticas simbólicas que generan el nomos en la zona
‘esencialmente cultural’ que Cover opone a las instituciones del Estado:

Tal dicotomía, manifiesta en las culturas folclóricas y clandestinas


[underground] incluso en las sociedades más autoritarias, es
particularmente visible en la sociedad liberal que renuncia al control
de la narrativa. El carácter incontrolado del sentido ejerce un efecto
desestabilizador sobre el poder. Es decir, los preceptos deben tener
sentido, pero necesariamente abstraen ese sentido de materiales creados
por prácticas sociales que no están sujetas a las normas que condicionan
la legislación y la producción formal de las leyes.50

La crítica al positivismo sitúa a Cover en una tajante oposición entre el Estado


y esa especie de sentido salvaje que la práctica simbólica desata en el exterior
de la institución. Acaso podría pensarse que la articulación de ese sentido
–en la ficción del derecho– es constitutiva de la institución, en tanto función de
las creencias, relatos, procesos de identificación e interpelación de los sujetos
que intervienen incluso en las operaciones aparentemente más ‘formales’ de la
administración o del control social. Además, según hemos argüido a lo largo
de este trabajo, la producción del sentido que Cover opone al poder circula
mediante la intervención de otras instituciones culturales, sobre todo la literatura,
en sociedades secularizadas. En todo caso, el trabajo de Cover manifiesta las
posibilidades abiertas por el contacto entre el análisis del discurso y los debates
sobre la interpretación y la constitución de la ‘verdad’ jurídica.

En el relato de María Antonia Mandinga –en el recorrido de su palabra por los


canales de un aparato judicial que no era aún capaz de dar crédito a su sentido–
ubicamos una de las ‘verdades’ impensables de la ley esclavista. Señalamos
también que la larga trayectoria de su desafío, en el pleito que se prolonga por
más de medio siglo, se nutría de las contradicciones internas de los presupuestos
interpretativos de un orden judicial que, entre otras tensiones, evidenciaba un
progresivo desequilibrio entre las categorías del derecho natural del esclavo y el
derecho de propiedad del amo. Pero, de igual modo, sugerimos que las tensiones
internas de la institución no podían dar cuenta de las transformaciones cristalizadas
por la resolución de la disputa en favor de Juan Lorenzo –el hijo de María Antonia–
en la década de 1860. Más allá de este caso en particular, propusimos que el
proceso de constitución del esclavo en sujeto de la ‘verdad’, en sujeto de derecho

50 Traducción del autor.

65
Latinoamericanismo a contrapelo

(al testimonio) en el orden de la representación liberal, implicaba la intervención de


otro discurso que operaba sobre los límites de la institución jurídica, reubicando el
campo de su territorio y proyectando la redefinición de la ciudadanía. La literatura
se instituye con la intervención en los límites del orden jurídico-simbólico de la
esclavitud, trabajando la peligrosidad de sus márgenes, proponiendo categorías
para la solución de los diferendos generados por la pluralidad de las legitimidades
y, sobre todo, explorando las condiciones que harían posible la subjetivación
de los esclavos: la interpelación de los sujetos en una nueva red de dominación
e identificación. Allí, en el cielo de la lengua nacional cubana, la escritura de
Manzano brilla como una estrella errante y, al final del relato, cimarrona.51

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qe. me dijo Dios te lleve con bien arrea duro yo creia qe. nadien me beia y todos me
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70
Masa, cultura, latinoamericanismo1

La relación entre los intelectuales y el mundo de la


producción no es inmediata, como ocurre con los
grupos sociales fundamentales, sino que pasa por la
“mediación”, en grado diverso, de todo el tejido social, del
mismo complejo superestructural de que los intelectuales
son, precisamente, los “funcionarios”.

Antonio Gramsci (1977: 34-35).

C oney Island es un texto menor, de limitada circulación e influencia en su


época y hoy prácticamente olvidado. Esa pequeña crónica, sin embargo,
registra y participa en algunos de los debates fundamentales del campo
literario finisecular, lo que nos recuerda que la confluencia y pugna de discursos
que conforman un campo son irreductibles a los espacios perimidos, aunque
canónicos, de los ‘grandes textos’.

Ya a comienzos de los años ochenta, Coney Island comprueba la operación de un


concepto de ‘cultura’ como defensa de los valores espirituales ante el mercado,
y dispositivo clave de especificación del territorio del escritor en la sociedad
cambiante. Incluso en la superficie de su entonación, en el tipo de autoridad
que reclama el sujeto y en su distribución (antitética) del sentido, Coney Island
proyecta la emergencia de lo que Rodó llamará luego “nuestra moderna literatura
de ideas” (1976: 31), ligada al ensayismo arielista del novecientos. Ya en “Coney
Island” y en otras Escenas norteamericanas el escritor figura como ‘pensador’ en
medio de la materialidad de la masa. Figura como crítico cultural,2 defensor, y en
muchos sentidos, generador del mundo superior de la alta cultura:

1 Publicado en Desencuentros de la modernidad en América Latina: literatura y política en


el siglo XIX (1989) y más recientemente en Ensayos próximos (2012).
2 No usamos el concepto de crítica cultural en su acepción neutra, descriptiva: lo usamos,
siguiendo a Adorno, para referirnos a un tipo de discurso ‘alto’ que legitimó su práctica
escindiendo los valores culturales entre bajos y altos, y criticando los males de la sociedad
moderna, mercantilizada (Spengler y Ortega y Gasset serían ejemplos básicos). Véase “La
crítica de la cultura y la sociedad”, Crítica cultural y sociedad (Adorno 1973). Véase también

71
Latinoamericanismo a contrapelo

En balde procura el antiguo espíritu puritánico, acorralado con esta


constante invasión, sujetar las riendas que se le van cayendo de las manos.
En balde pretenden los hombres previsores dirigir por la cultura y por
el sentido religioso esta masa pujante que busca sin freno la satisfacción
rápida y amplia de sus apetitos (1975, XI: 84).

Masa/cultura: desde lo alto el crítico cultural mira con extrañeza la bajeza material
de la masa: “la muchedumbre que de apetitos sabe más que de ideas” (1975, X: 43).

Para Ortega y Gasset –epítome en este siglo de esa especialidad moderna que es la
crítica de la cultura de masas– la extrañeza es ‘el gesto gremial’ y el “lujo específico
del intelectual”. Al menos lo fue para cierto tipo de intelectuales tradicionales en
pugna por especificar un lugar en el interior de la redistribución de la autoridad
social que implicó la nueva división del trabajo, sobre todo tras la emergencia, ya
hacia fines de siglo, de una industria cultural, orgánica al mercado.

En efecto, la ciudad produce su ‘arte’. En Coney Island, insiste Martí, hay “museos
de a 50 céntimos, en que se exhiben monstruos humanos, peces extravagantes,
mujeres barbudas, enanos melancólicos, y elefantes raquíticos, de los que dice
pomposamente el anuncio que son los elefantes más grandes de la Tierra” (1975,
IX: 124). Hay “óperas cantadas sobre mesas de café” (1975, IX: 125), y “negros
minstrels que no deben ser, ¡ay! como los minstrels de Escocia”.3 Para Martí esa
incorporación del arte al mercado implicaba una degradación:

[…] un grupo admira absorto a un artista que recorta en papel negro


que estampa luego en cartulina blanca, la silueta del que quiere
retratarse de esta manera singular; otro grupo celebra la habilidad de
una dama que en un tendunchín que no medirá más de tres cuartos de
vara, elabora curiosas flores con pieles de pescado; con grandes risas
aplauden otros la habilidad del que ha conseguido dar un pelotazo en
la nariz a un desventurado hombre de color que, a cambio de un jornal
miserable, se está día y noche con la cabeza asomada por un agujero
hecho en lienzo esquivando con movimientos ridículos y extravagantes
muecas los golpes de los tiradores; otros barbudos y venerados, se
sientan gravemente en un tigre de madera, en un hipogrifo, en una
efigie, en el lomo de un constrictor, colocados en círculos, a guisa de
caballos, que giran unos cuantos minutos alrededor del mástil central,
en cuyo torno tocan descompuestas sonatas unos cuantos sedicientes
músicos (1975, IX: 127).

Fredric Jameson (1979), particularmente “The Jaundiced Eye”, pp. 122-155. También resulta
importante la lectura de El laberinto de la soledad en Jorge Aguilar Mora (1978).
3 Ídem.

72
Masa, cultura, latinoamericanismo

El arte incorporado al mercado aparece ahí cruzado por las mismas leyes de lo
descomunal que orienta la nueva cultura urbana. La figura del negro abusado,
que paradójicamente vive de la agresión de la muchedumbre, no es gratuita: para
Martí el mercado somete al artista a una intensa degradación, paralela también a
la transformación de los signos de la tradición, del Libro de la Cultura –hipogrifos,
efigies y constrictors–, en extrañas máquinas de entretenimiento. La incorporación
descompone las sonatas. Hace del artista una figura social sediciente.

Coney Island es seguramente una de las primeras críticas latinoamericanas a la


industria cultural. Su capacidad previsora se desprende, en parte, de la experiencia
martiana en Nueva York, donde el debate en torno a la creciente cultura de
masas ya era decisivo en el campo intelectual. Como señala John F. Kasson, en su
notable historia de Coney Island:

Los parques de diversiones surgieron como laboratorios de la nueva


cultura de masas, facilitando lugares y atracciones que inmediatamente
afectaron el comportamiento social. Sus creadores y administradores
promovieron una nueva institución cultural que desafió las nociones
prevalecientes de la conducta pública y el orden social, el concepto del
entretenimiento sano, del arte democrático –de todas las instituciones
y los valores de la cultura de carácter elitista y aristocrático–. Por lo
tanto, los centros de diversión como Coney Island elucidan la transición
cultural y la lucha por la autoridad moral, social y estética que se dio en
los Estados Unidos en el fin de siglo (1978: 8).

Para Kasson el debate sobre Coney Island comprueba una redistribución de la


autoridad cultural que resultó particularmente amenazadora para los intelectuales
tradicionales que presentían su eventual desplazamiento o al menos la necesidad
de relegitimar sus funciones sociales:

[Coney Island] surgió como la “capital” de la nueva cultura de masas y


especialmente provocó el interés de los artistas, escritores y críticos […]
El parque les causó profundos temores y dudas sobre el carácter de la
muchedumbre, el impacto ulterior de ese tipo de entretenimiento y sobre
el futuro de la cultura norteamericana en una era urbana e industrial
(Kasson 1978: 87).

[…] En efecto, Coney Island contribuyó a suplantar la cultura de élite con


una nueva cultura de masas (1978: 106).

En América Latina esa redistribución de las tareas intelectuales es más lenta,


aunque el debate de muchos intelectuales contra el nuevo periodismo, a partir
del último cuarto de siglo, registra ya la tensión entre una producción intelectual
orgánica al mercado y otra que reclama autonomía y distancia del mismo. Se trata,

73
Latinoamericanismo a contrapelo

en efecto, de la escisión (todavía hoy vigente) entre el emergente concepto de


literatura y uno de sus gemelos infernales: la producción intelectual ‘baja’ de la
industria cultural. Esa producción intelectual otra constituye uno de los límites del
sujeto literario moderno; sujeto producido a partir de una operación excluyente
que posibilita, por el reverso de lo excluido, la formulación de un territorio propio
de identidad. El intelectual “alto”, nostálgico de “un mundo espiritual superior”
(1975, IX: 125), representa la cultura de masas como una fuente de la crisis del
espíritu, de la ‘cultura’, en la modernidad. Las crisis, es sabido, se institucionalizan.
Tendremos aquí que preguntarnos si el campo-otro de la cultura de masas fue
simplemente un generador de la ‘crisis’ de los ‘verdaderos’ valores espirituales, o
si en cambio constituye –como límite y chivo expiatorio– una de las condiciones
de posibilidad del discurso de la crisis que legitima y estimula la proliferación de
la ‘alta cultura’ en el fin de siglo.

Hay que aclarar: no descartamos como falsa la crítica martiana a la reificación


de la vida diaria en la sociedad capitalista; impacta la actualidad de esa crítica,
la intensidad de su lenguaje, que por cierto anticipa algunos rasgos del Lorca
de Poeta en Nueva York. Sin embargo, no podemos asumir la ideologización
de los términos (cultura/falsa cultura) que presupone la organización antitética,
demasiado esquemática, de esa crítica a la reificación. En cambio, asumimos esa
crítica cultural como objeto de nuestro análisis, como estrategia de legitimación
del sujeto literario en Martí y el fin de siglo.

Para Ortega y Gasset la ciudad es un espacio lleno: “Lo que antes no solía ser un
problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio” (1983: 144). ¿Dónde
cabía el escritor? La “cultura” bien podía ser su territorio social específico, autorizando
su palabra como crítica del desplazamiento del espíritu en la ciudad de las masas.
Es cierto que Martí, profundamente marcado por la experiencia desublimadora del
periodismo y del trabajo asalariado, elabora una crítica de ese concepto aurático de
cultura. Pero es necesario reconocer que tal concepto de cultura no solo opera en
él, sino que encuentra una de sus primeras formulaciones latinoamericanas en las
Escenas. En efecto, en su rol de crítico cultural, Martí, en Coney Island contribuye a
formular una de las grandes narrativas de legitimación que orienta, por lo menos, a
una zona amplia del campo literario hasta los Centenarios, ligada también a cierto
latinoamericanismo culturalista que prolifera, en parte, a raíz del 98, como respuesta
al impulso expansivo del imperialismo norteamericano.

1) Cultura y experiencia de lo bello. ¿Qué significa ‘cultura’? ¿Cuándo se produce


su campo semántico por exclusión de ‘masa’? El Diccionario de autoridades, hacia
mediados del siglo XVIII, registra dos acepciones principales de ‘cultura’. El primer uso,
cercano a su raíz latina, significa cultivo de la tierra. La segunda acepción, metafórica,
significa cultivo de las facultades mentales. El ejemplo que cita el Diccionario es
significativo para nosotros: “Reprehenfible cofa fería en el hombre, fer inferior en la
docilidad y cultúra, à los brutos, haciendole fuperior à ellos el império de la razón”.

74
Masa, cultura, latinoamericanismo

Ya ahí ‘cultura’ está ligada, por analogía, al cultivo de la mente, en oposición a la


irracionalidad animal, aunque su campo no distingue entre diferentes facultades
intelectuales. Todavía el Gran diccionario de la lengua castellana (1902) mantiene
ambos significados. Sobre la segunda acepción, señala: “Resultado o efecto de cultivar
los conocimientos humanos y de afinarse por medio del ejercicio las facultades
intelectuales del hombre”. Por otro lado, el Diccionario enciclopédico de la lengua
castellana (1915) registra la acepción antropológica de ‘cultura’, como el “estado de
adelanto o progreso intelectual o material de un pueblo o nación”.

Aun en el Ariel la ambigüedad del término es notable: puede significar


aprendizaje de un saber, en el sentido de cultura “unilateral” de las
profesiones, y también se usa en su sentido antropológico, como cultura latina
o norteamericana. Pero el campo de la palabra, si bien extenso en Rodó,
comienza a relacionarse con un tipo específico de facultades intelectuales,
‘espirituales’, ‘desinteresadas’, y frecuentemente en oposición a la vida práctica:
“el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura”
(1976: 3). ‘Cultura’ ahí es el territorio de Ariel, opuesto a Calibán –“símbolo de
sensualidad y de torpeza”– ‘Cultura’, ‘alta cultura’, (1976: 26, 42, 48, etc.) en
Rodó ya claramente se opone a la “barbarie irruptora”, (1976: 26) de la masa
urbana. Evidentemente este uso del concepto, nada descriptivo, implica una
valoración de connotación clasista.

Por otro lado, en Rodó –y anteriormente en Martí– esta acepción de ‘cultura’


presupone una diferenciación entre distintos tipos de facultades intelectuales;
implica cierta reducción del campo de lo cultural al territorio de la actividad
intelectual desinteresada, relacionada con la experiencia de lo bello y la facultad
específicamente estética.4 ‘Cultura’, en ese uso que comienza a operar a fines de
siglo, es corolario del arte en su oposición matriz a la “concepción utilitaria”. Rodó:

A la concepción de la vida racional que se funda en el libre desenvolvimiento


de nuestra naturaleza e incluye, por lo tanto, entre sus fines esenciales, el
que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso, se opone
–como norma de conducta humana– la concepción utilitaria, por lo
cual nuestra actividad, toda entera, se orienta en relación a la inmediata
finalidad del interés (1976: 22).

4 El concepto de ‘lo bello’ como ‘desinterés’ remite a Schiller (Sobre la educación estética
del hombre, 1795) que desarrolla el concepto kantiano de la esfera estética como libre
interrelación de facultades, ya autonomizadas. Martí seguramente conoció a Schiller por
medio de Emerson y los trascendentalistas norteamericanos, aunque ya en 1822 José de
la Luz y Caballero había introducido a Schiller en Cuba con la traducción de una biografía
del alemán (reproducida en José de la Luz y Caballero: Escritos literarios 1946: 3-79).

75
Latinoamericanismo a contrapelo

Claro está: la cultura ahí no se opone a racionalidad. Por el contrario, el sentimiento


de lo bello forma parte de “los elementos superiores de la existencia racional”
(1976: 16). La cultura es antítesis del utilitarismo de la vida económica, y su tiempo
en la sociedad corresponde, según Rodó, al “ocio creador”: “la vida interior […], la
vida de que son parte la meditación desinteresada, la contemplación ideal, el ocio
antiguo […]”;5tiempo de una existencia “verdaderamente racional”: (1976: 15) el
énfasis registra la voluntad de vaciar el concepto de lo racional de su identificación
(iluminista) con la racionalización burguesa, utilitaria, en época de positivismo
aún sólido. La “verdadera” racionalidad se hallaba en el reverso de la racionalidad
utilitaria, en el territorio de la experiencia estética, en la cultura. La poesía,
previsiblemente, se convierte en el paradigma de la “cultura”, como ya vemos en
“El poeta Walt Whitman” (1887) de Martí:

¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los


pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta
se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o
angustia, que apuntala o derriba almas, que da o quita a los hombres la fe y
el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta
les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les da el deseo
y la fuerza de la vida. […] Los mejores, los que unge la Naturaleza con el
sacro deseo de lo futuro, perderán, en un aniquilamiento doloroso y sordo,
todo estímulo para sobrellevar las fealdades humanas, y la masa, lo vulgar, la
gente de apetitos, los comunes, procrearán hijos vacíos, elevarán a facultades
esenciales las que deben servirles de meros instrumentos y aturdirán con el
bullicio de una prosperidad siempre incompleta la aflicción irremediable del
alma, que solo se complace en lo bello y grandioso (Martí 1975, XIII: 135).

En este texto fundamental es importante notar la diferenciación entre el territorio de


lo bello y la industria, oposición que presupone la noción moderna de autonomía, y
que hubiese sido impensable entre los patricios, marcados por una noción iluminista,
utilitaria, de la ‘literatura’. Ahí también comprobamos la oposición vida práctica/
contemplación (“¿A dónde irá un pueblo de hombres que hayan perdido el hábito
de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos?”, [énfasis nuestro]),
aunque no de modo enfático, como en Rodó. Y nuevamente reaparece la “masa”
como exterior de “lo bello”, como materialidad carente y desplazante de lo cultural.

Se trata, en efecto, de un concepto aurático de la cultura, ligado a la ‘experiencia


verdadera’ del arte que se va redefiniendo en oposición a la experiencia
masificada de la cotidianidad capitalista. En su arqueología del concepto de
‘cultura’ en Gran Bretaña, Raymond Williams señala la relación histórica entre
su emergencia y la modernización:

5 Ídem.

76
Masa, cultura, latinoamericanismo

La palabra [cultura] que había indicado un proceso de aprendizaje en


una sociedad más segura, se transformó en el siglo XIX en el eje de una
respuesta profundamente significativa a una sociedad que atravesaba por
cambios radicales y angustiosos. Me parece que la idea de la Cultura se
estudia mejor como una respuesta de ese tipo: la respuesta de ciertos
individuos, afiliados a ciertos valores, que confrontaron el cambio y
sus consecuencias. En efecto, la idea de la Cultura forma parte de una
respuesta más amplia y compleja de los individuos de los siglos XIX a la
Revolución Industrial y sus consecuencias (1978: 34).6

Por otro lado, habría que preguntarse desde qué lugar en la sociedad, desde qué
territorio en la división del trabajo que instaura la modernización, se enuncia el
concepto de cultura.

Cuando Martí, Rodó y tantos literatos de su época postulan los riesgos de la


modernización y la superioridad de la esfera estética (como respuesta a tales
riesgos), lo hacen en función de productores de la misma esfera cultural que ellos
defienden y definen. Es decir, su discurso está comprometido con la legitimación
de la esfera cultural en el interior de la modernización que ellos pretenden
‘ver’ o representar. En su reclamo de distancia (el ‘ver de lejos’ de Martí) estos
intelectuales proyectan la representación objetiva y desinteresada de la sociedad.
Pero su representación –su versión, más bien– es en sí un hecho social, sujeto
también al impacto de la modernización, y participante en las pugnas que forman
el mundo social “representado”. La representación –nunca neutra o inocente–
está mediada por los intereses, por el lugar que intelectuales como Martí o Rodó
ocupan en la competencia entre discursos que la modernización instaura.

¿Significa esto que la ‘crisis’ de los valores espirituales fue simplemente un


objeto creado por la representación parcial, interesada, que ciertos intelectuales
tradicionales generan sobre (en) la modernización? En La ciudad letrada,
Ángel Rama comenta sobre los efectos de la modernización en las ciudades
latinoamericanas del último cuarto de siglo:

el problema era más amplio y circunscribía a todos: la movilidad de la


ciudad real, su tráfago de desconocidos, sus sucesivas construcciones
y demoliciones, su ritmo acelerado, las mutaciones que introducían las
nuevas costumbres, todo contribuyó a la inestabilidad, a la pérdida de
pasado, a la conquista de futuro. La ciudad empezó a vivir para un
imprevisible futuro y dejó de vivir para el ayer nostálgico e identificador.
Difícil situación para los ciudadanos. Su experiencia cotidiana fue la del
extrañamiento (1984: 96).

6 Véase también Herbert Marcuse ([1947] 1968: 88-133).

77
Latinoamericanismo a contrapelo

Sin duda, la modernización finisecular significó una intensa transformación de


la vida diaria. La experiencia del extrañamiento no fue meramente una ficción
maquinada por intelectuales afectados y frecuentemente desplazados por la
modernización, que entre otras cosas les retiraba a los letrados la encomienda
clave de administrar el proyecto de la racionalización, la puesta en orden de la
‘bárbara naturaleza’ americana.

Sin embargo, habría que precisar la distancia entre las transformaciones (sin duda
experimentadas, a veces sufridas) y su representación en términos de una crisis.
Si bien las transformaciones constituyen un hecho empírico, lo que leemos en
los apasionados comentarios de intelectuales finiseculares sobre esos cambios
no es un ‘reflejo’ pasivo de una realidad externa al discurso y al campo literario.
El comentario mismo, la propia representación, es una actividad inscrita en
la sociedad que luego podrá aparecer como objeto representado. La crisis es
inseparable del comentario (1976), de la representación, y de los proyectos del
grupo social –en este caso intelectual, literario– que autorizan a ese sujeto.

En el campo literario finisecular (y seguramente en otras zonas del campo


intelectual, en particular la emergente sociología) las transformaciones efectuadas
por la modernización se convirtieron en el objeto de un discurso de la crisis. Hablar
de la muerte de la cultura, hablar de la crisis de los valores espirituales, hablar de
la marginalidad y vulnerabilidad de lo estético en oposición absoluta a la masa y
al mercado, toda esa ‘crisis’ paradójicamente posibilitó la expansión del territorio
‘cultural’ que reclamaba autonomía de la vida ‘alienada’ del mercado y de la masa.
La ‘crisis’ fue –acaso sigue siendo– una condición de posibilidad de la emergencia
de la ‘cultura’, que incluso ganaba especificidad social con respecto a otras zonas
y discursos de la modernidad. La ‘crisis’ se convirtió en una notable narrativa de
legitimación, de apelación carismática, mediante la cual intelectuales desplazados
de sus funciones tradicionales (como administradores del sueño racionalizador,
modernizador) reclamaban autoridad precisamente argumentando que eran voces
autónomas del mercado y por eso capaces de criticar la modernización.

La crítica de la modernización posibilitó la modernización de la crítica, la especificación


de las funciones sociales del escritor en el interior de la nueva división del trabajo
que la modernización establecía. De ahí la importancia del reclamo de autonomía,
el distanciamiento en que los escritores insisten al representar la modernización.
Ver de lejos: la autonomía, que proyectaba el carácter ‘puro’, incontaminado (por el
mercado) del campo literario, fue uno de los fundamentos de su virtual autoridad
social. Ellos podían hablar de la crisis de los ‘verdaderos’ valores, porque –según
se autorrepresentaban– no estaban sujetos al fluir desestabilizador de la ciudad
y el mercado. Podían hablar, tenían autoridad, porque estaban arriba y afuera.
La ‘marginalidad’, ligada al tópico del martirio y el exilio del arte en la sociedad
capitalista, permitió la especificación del lugar del escritor dentro de la sociedad,
e incluso la ampliación relativa de las funciones públicas del escritor, del literato,

78
Masa, cultura, latinoamericanismo

sobre todo a raíz del impacto que los ensayistas del 900 llegan a ejercer sobre la
educación, y también a raíz de la identificación, ya comprobable en Martí, de ‘lo
cultural’ con el ser latinoamericano, opuesto al poder económico de ‘ellos’.

Ahora bien: ¿significa la voluntad de autonomía, promovedora de la especificación


del territorio cultural, una oposición asocial por parte de los escritores? La noción
de autonomía de lo cultural con respecto a las exigencias del mercado no puede
reducirse de ningún modo a la ideología del “arte por el arte”, que en América
Latina tuvo muy escasos seguidores. Martí es enfático al proponer la función
social de la belleza:

Crean otros que la belleza no es más que el florecimiento pasajero de una


hora, o la elaborada exhibición de la riqueza, o un simple intermezzo en
los asuntos serios de la vida. Conformar la vida a la belleza es el único
asunto serio de la vida. Allí donde la vida disiente de la belleza […] allí
empieza la desgracia y la real infelicidad y la degradación y mengua de
nuestra verdadera existencia.7

El propio Rodó se distancia del “arte por el arte” e insiste en la “función realísima”
(1976: 21) del arte en la modernidad:

Si os proponéis vulgarizar el respeto por lo hermoso, empezad por


hacer comprender la posibilidad de un armónico concierto de todas
las legítimas actividades humanas, y ésa será más fácil tarea que la de
convertir directamente el amor de la hermosura, por ella misma, en
atributo de la multitud (1976: 22, énfasis nuestro).

La cultura, si bien se opone al utilitarismo dominante en la vida práctica, no


escatima su funcionalidad. Para Martí “la poesía […] es más necesaria a los pueblos
que la industria misma” (Martí 1975, XIII: 135). En ese sentido, lejos de consignar
una postura asocial, la voluntad de especificar el territorio cultural presuponía el
carácter socialmente indispensable de la autonomía para la sociedad cambiante,
propensa a la crisis. Por ser autónoma de las fuerzas generadoras de la crisis, la
cultura podía postular su valor compensatorio.

Martí –ya lo hemos visto– relaciona la modernización con la progresiva ineficacia


de las imágenes tradicionales, religiosas, para representar y otorgar coherencia
al mundo: “Y a más, en esta época de renovación del mundo humano, los ojos
desconsolados se vuelven llenos de preguntas al cielo vacío, gimiendo junto a
los cadáveres de los dioses […] Vivir en ciudad enjuta” (Martí 1975, X: 226).

7 José Martí: Anuario del Centro de Estudios Martianos, 4, 1981, p. 13. El Anuario no cita la
procedencia.

79
Latinoamericanismo a contrapelo

La literatura, pendiente al cambio, atenta a las transformaciones y necesidades


de la vida moderna, negadora de dogmas, bien podía proponerse como la única
religión posible en la ciudad. Ya en Martí –fervoroso lector de Whitman– la
literatura reclama el lugar vacío que dejan los dioses en el mundo secularizado:8

La literatura que anuncie y propague el concierto final y dichoso de las


contradicciones aparentes; la literatura que, como espontáneo consejo y
enseñanza de la Naturaleza, promulgue la identidad en una paz superior
a los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los pueblos
los dividen y ensangrientan; la literatura que inculque en el espíritu
espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia
y belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia no las
descorazonen ni acibaren, no solo revelará un estado social más cercano
a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente
la razón y la gracia proveerá a la Humanidad, ansiosa de maravilla y de
poesía, con la religión que confusamente aguarda desde que conoció la
oquedad e insuficiencia de sus antiguos credos (Martí 1975, XIII: 135).

Ahí está clara la insistencia en la funcionalidad social de la belleza, aunque no


debemos confundir tal reclamo de valor social con indiferenciación o ausencia de
especificidad de lo cultural. Ya en Martí lo cultural conforma un territorio social
que defiende su autonomía, su especificidad con respecto a las funciones sociales
que podían cumplir otros discursos, también sujetos al ineludible régimen de
la especialización. La cultura era socialmente indispensable por ser autónoma,
diferenciada, y hasta opuesta a los discursos ‘fuertes’ de la modernización.

2) Cultura: especialización de la crítica de la especialización. Sobre el rol social


del escritor que presupone esta narrativa de legitimación, ahora nos preguntamos:
¿qué grupo podía administrar el territorio social y discursivamente específico
de la cultura? Como la bolsa, el Estado o la ciencia, la cultura requería cuadros
especializados, cualificados (por cierto tipo de ‘saber’) para administrar su esfera ya
diferenciada de otros ‘saberes’. La defensa de la cultura –la producción de la esfera
cultural, más bien– se convirtió en un medio para la refuncionalización de una
zona amplia de los intelectuales tradicionales. La cultura, en ese sentido, fue un
paradójico dispositivo de adaptación a las exigencias de la modernidad, al requisito

8 W. Whitman: Prefacio a Leaves of Grass (1853): “There will soon be no more priests. Their
work is done. They may wait a while [...] perhaps a generation or two [...] dropping off by
degrees. A superior breed shall take their place [...] the gang of kosmos and prophets (the
poets) en masse shall take their place” (1982: 24). Junto a “El poeta Walt Whitman” habría
que leer el Prólogode Martí al Poema del Niágara de Pérez Bonalde, en el cual también
opera esta narrativa de legitimación. La noción de la literatura como sustituto religioso en
el modernismo es uno de los núcleos del importante trabajo de Rafael Gutiérrez Girardot:
Modernismo (1983).

80
Masa, cultura, latinoamericanismo

de especialización que el capitalismo imponía como modelo a los diferentes tipos


de trabajo. Paradójico modo de adaptarse, porque si bien estos intelectuales
responden a la división del trabajo con una insistente voluntad autonómica, legitiman
y representan esa autonomía como condición de su crítica de la especialización.
En su papel de críticos culturales, estos intelectuales sistemáticamente condenan la
fragmentación de las facultades operada por la especialización.

La reflexión crítica sobre la división del trabajo es fundamental a lo largo de


las Escenas. Por ejemplo, veamos la siguiente crítica martiana al especialismo
en la educación norteamericana, que más allá de los Estados Unidos, era una
de las tendencias fomentadas por la modernización también en los países
latinoamericanos, ya muy marcados por el pragmatismo positivista:9

El hombre, máquina rutinaria, habilísimo en el ramo a que se consagra,


cerrado por completo fuera de él a todo conocimiento, comercio y
simpatía con lo humano. Ese es el resultado directo de una instrucción
elemental y exclusivamente práctica. Como que no hay alma suficiente
en este pueblo gigantesco: y sin esa juntura maravillosa, todo se viene en
los pueblos, con gran catástrofe, a tierra. Los hombres, a pesar de todas
las apariencias, solo están unidos en este pueblo por los intereses, por
el odio amoroso que se tienen entre sí los que regatean por un mismo
premio. Es necesario que se unan por algo más durable. Es indispensable
crear a los espíritus aislados una atmósfera común.

[…] De este empequeñecimiento es necesario sacar estas almas. En


el hombre debe cultivarse el comerciante –sí; pero debe cultivarse
también el sacerdote.

[…] La lectura de las cosas bellas, el conocimiento de la armonía del


universo, el contacto mental con las grandes ideas y hechos nobles […]

9 El ejemplo de Sarmiento es canónico. Menos estudiado, aunque sin duda fundamental en


la Cuba de la etapa formativa de Martí, fue José de la Luz y Caballero. Gran admirador del
pragmatismo inglés, de la Luz y Caballero señala en su “Informe sobre la Escuela Náutica”
(1833): “Pero ya llegan a los oídos de la Comisión los acentos que se levantan contra
este arreglo, clamando por la división del trabajo, móvil principal de los adelantamientos
industriales y científicos de este siglo esencialmente mejorador. Sin duda que ha obrado
prodigios la subdivisión del trabajo particularmente en la soberbia Albión, y acaso entre las
inmensas ventajas que ha acarreado, ninguna más provechosa a la causa de las ciencias como
la de haber atacado de frente y servido de correctivo al enciclopedismo que ha invadido la
educación moderna”. Escritos educativos (1952: 277). Por otro lado, es cierto que de la Luz
y Caballero ahí mismo advierte contra la especialización prematura en el contexto cubano.
Pero no cabe duda de la operación en él del modelo de la especialización que comienzan a
criticar los literatos hacia el ochenta. La especialización, en ese modelo, era un rasgo esencial
de la modernización deseada, de la racionalización de todos los aspectos de la vida social.

81
Latinoamericanismo a contrapelo

avivan y ensanchan la inteligencia, […] y crean, por la unión de hombres


semejantes en lo alto, el alma nacional (Martí 1975, X: 375-376).

La literatura podía proveerle a la sociedad moderna, al borde de la fragmentación,


esa mediación con lo uno, la “juntura maravillosa” que la atomización supeditaba.

En “El poeta Walt Whitman” añade Martí: “Las universidades y latines han puesto a
los hombres de manera que ya no se reconocen; en vez de echarse unos en brazos
de los otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como
placeras, por diferencias de mero accidente” (Martí 1975, XIII: 132). El contexto de
esta semblanza –primer estudio de Whitman en español– es significativo. “El poeta
Walt Whitman” forma parte de la serie Norte-Americanos, denominada así por
el propio Martí, quien proyectaba su publicación en forma de libro desde 1887.
Estas semblanzas, publicadas inicialmente como crónicas, fueron en su mayoría
notas necrológicas (la de Whitman es una excepción). Su conjunto bien podría
leerse como una reflexión, prolongada y fragmentaria, sobre la autoridad social
–a veces sobre la ‘muerte’ de la autoridad– de diferentes tipos de intelectuales
en la sociedad cambiante: predicadores, políticos, militares, dirigentes obreros,
ingenieros, poetas, e incluso figuras de la emergente industria del entretenimiento,
como Buffalo Bill. Las semblanzas confirman la constante reflexión martiana sobre
la división del trabajo. En el interior de esa especie de mapa martiano de la nueva
división del trabajo intelectual, el poeta ocupa un lugar céntrico. El poeta es el
héroe mayor, acaso el único héroe posible en la modernidad. Porque el poeta ve
la juntura. Su discurso –el de lo bello– articula lo uno, armonizando las diferentes
facultades que la especialización disgregaba y ponía en contradicción.

La crítica al especialismo –ya insistente en Martí– es uno de los núcleos


fundamentales del ensayismo latinoamericano de comienzos de siglo. Esa crítica
de la división del trabajo prácticamente da apertura a la discusión de la crisis
moderna que constituye el Ariel:

Cuando cierto falsísimo y vulgarizado concepto de la educación, que


la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en
mutilar, por medio de ese utilitarismo y de una especialización prematura,
la integridad natural de los espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza
todo elemento desinteresado e ideal, no repara suficientemente en el
peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos que incapaces
de considerar más que el único aspecto de la realidad con que estén
inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de
los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras
manifestaciones de la vida (1976: 11).

Desde el presente de la fragmentación el sujeto de la cultura recuerda la armonía


de Atenas: “La belleza incomparable de Atenas, lo imperecedero del modelo

82
Masa, cultura, latinoamericanismo

legado por sus manos de diosa a la admiración y el encanto de la humanidad,


nacen de que aquella ciudad de prodigios fundó su concepción de la vida en el
concierto de todas las facultades humanas […]” (1976: 2). Atenas es el modelo de
una totalidad perdida que sin embargo había que recordar. La ciudad moderna,
en cambio, es el espacio segmentado, atomizado, de la especialización. Aunque
Rodó recuerda –inventa más bien– ese pasado armonioso, a la vez reconoce
su ineludible presente en la dispersión: “En nuestros tiempos, la creciente
complejidad de nuestra civilización privaría de toda seriedad al pensamiento
de restaurar esa armonía, solo posible entre los elementos de una graciosa
sencillez” (1976: 12).

Esta crítica de la división del trabajo, ya operante en Martí, no presupone un


concepto de cultura y de literatura anterior al régimen de la especialización. El
campo literario finisecular genera un discurso de la cultura como respuesta a la
fragmentación moderna. La respuesta reconoce su condición de posibilidad en la
intensificación del régimen de la especialidad, en la explosión del discurso, de la
racionalidad (indiferenciada hasta entonces de la ‘literatura’, su depósito de formas)
en múltiples campos discursivos, con aparatos propios de formalización, que ya no
reconocían a las letras como modelo. El “concierto” que la literatura le promete a su
mundo no podía ser anterior a la especialización: opera como reacción a la misma,
y como respuesta al relativo desplazamiento de la literatura de sus funciones en la
administración (del sueño modernizador) de la sociedad tradicional.

Rodó cita a Guyau: “Hay una profesión universal, que es la de hombre” (1976: 11).
La literatura, eje de la cultura, podía constituir el refugio de la experiencia total
de “lo humano”, ya en Martí opuesta a la “máquina rutinaria” de la especialidad.
La literatura –mediante su impacto virtual en la educación– podía constituir una
meta-especialidad, cuya función, perfectamente moderna, sería la de mantener el
balance, la organicidad de las facultades que, dada la inevitable especialización,
tendían a la dispersión en el actual régimen ‘utilitario’, orientado a la eficiencia,
al rigor productivo.

En su tono habitualmente defensivo –que por cierto registra el nerviosismo de


un discurso en pugna por justificar y autorizar su existencia– Rodó comenta la
importancia del arte para la educación, que en esta época de transformaciones
también reorienta su función social:

La superfluidad del arte no vale para la masa anónima los trescientos


denarios. Si acaso la respeta, es como un culto esotérico. Y sin embargo,
entre todos los elementos de la educación humana que pueden contribuir
a formar un amplio y noble concepto de la vida, ninguno encierra –según
la tesis desenvuelta en elocuentes páginas de Schiller–, la virtualidad de
una cultura más extensa y completa, en el sentido de prestarse a un
acordado estímulo de todas las facultades del alma (1976: 17).

83
Latinoamericanismo a contrapelo

El Ariel, en efecto, emerge de (y contribuye a formular) una de las narrativas claves


de legitimación (y especialización) de la literatura en el fin de siglo. Narrativa que
operaba en Martí desde mediados de los ochenta, en parte por su lugar, en esto
privilegiado, en Nueva York, y su contacto con el campo literario norteamericano.10
‘Cultura’: síntesis de las facultades intelectuales, forma superior de la racionalidad,
capaz de articular los fragmentos diseminados por la división del trabajo. Nuevamente,
en esta narrativa, encontramos la voluntad de armonía, la mirada distanciada y
totalizadora de cierto tipo de intelectual, que a pesar de su voluntad registra –en su
insistente búsqueda del todo– el carácter inagotable de la fragmentación.

Paradójico modo de especializarse, decíamos. Y esa paradoja –la especialidad de la


crítica de la especialización– acaso elucide la importancia del ensayo como forma,
y de su antecedente modernista, la crónica, en la elaboración de esta estrategia
de legitimación, defensora y a la vez generadora de la cultura. No es casual que
en las primeras décadas de este siglo el ensayo prolifere en concomitancia con el
proyecto culturalista. La forma del ensayo representa el lugar ambiguo del literato
ante la voluntad disciplinaria que distingue la modernización. El ensayo –oscilando
entre el modo expositivo y argumentativo, y la imagen poética– consigna, en su
propia disposición formal, la relación paradójica, de emulación y condena, de los
escritores ante la especialización. El ensayo –entre la poesía y la ciencia, como
argüía Lukács–11 se resiste a la norma de pureza discursiva, a la reglamentación de
los discursos especializados. El ensayo opera, sin embargo, sobre esos discursos:
los presupone como materia prima de la mirada integradora, aunque nunca
definitiva (teórica), de la cultura. El ensayo es la forma de la metaespecialidad,
reflexión sobre la especialización y crítica de la misma.

Por otro lado, la forma del ensayo es el acto de intermediación por excelencia:
mediatiza, gracias al acto interpretativo, entre el interior de lo bello (la poesía) y las
exigencias de la sociedad. Y esta mediación fue fundamental para los escritores,
que desde que comenzaron a reformular sus roles, en el último cuarto del siglo,
solían reflexionar sobre la falta de un público capacitado para recibir su discurso
especializado. El literato amplía su territorio social como intérprete y divulgador
de lo bello, primero en la crónica y luego en el ensayo, forma privilegiada de
los “maestros” de comienzos de siglo. El literato impacta como ensayista y como
maestro, prometiéndole a la sociedad la orientación que su novísima especialidad

10 Sobre el concepto de ‘cultura’ en los Estados Unidos resulta importante el ensayo de Ralph
Waldo Emerson: “The Progress of Culture”, Letters and Social Aims ([1875] 1883).
11 Cfr.: György Lukács: “On the Nature and Form of the Essay” ([1910] 1974) y Theodor W.
Adorno: “El ensayo como forma” (1962), que sitúa al ensayo entre la disciplina filosófica
(particularmente, especializada en Alemania) y la producción literaria. Véase también
Roberto González Echevarría: “The Case of the Speaking Statue: Ariel and the Magisterial
Rhetoric of the Latin American Essay (1985).

84
Masa, cultura, latinoamericanismo

(que rápidamente se fragua una historia tan antigua como la humanidad misma)
era capaz de ofrecer.

No es casual que muchas crónicas finiseculares, especialmente las de Martí


(“Nuestra América” sería el mejor ejemplo) pasaran a la historia literaria y a las
antologías bajo la rúbrica más noble y prestigiosa del ensayo. La asimilación es
comprensible: la crónica martiana, como hemos visto en “Coney Island”, proyecta
un concepto de cultura que en muchos sentidos es matriz del ensayo, de la
“moderna literatura de ideas” del novecientos.

Hay, sin embargo, una diferencia notable, cuyas consecuencias en Martí,


particularmente en “Coney Island”, no podemos subestimar: en la crónica
el literato está sujeto a las exigencias del periódico. En el ensayo, dado
un emergente mercado del libro (que la función divulgadora de la crónica
contribuyó a fomentar), el literato ha obtenido mayor autonomía. De ahí la
indisciplina, la impureza aún mayor de la crónica con respecto al ensayo, que
en la forma del libro al menos podía reclamar distancia del lugar no grato
del periódico, médula entonces de la industria cultural en la ciudad de las
masas. En efecto, el Ariel registra la institucionalización de una autoridad que
en Martí operaba aún de modo desigual y contradictorio. El Ariel marca la
consolidación de la ‘cultura’ y, concomitantemente, un cambio decisivo en la
relación entre ese discurso y el poder.

A pesar de la aparente continuidad entre las ‘figuras’ del discurso culturalista


en ambos, Martí y Rodó no enuncian su crítica de la modernización desde el
mismo campo institucional. No nos referimos, simplemente, al hecho –de por sí
revelador– de que hacia 1900 la autoridad de la cultura se encuentra cristalizada,
relativamente especializada, en el lugar institucional del libro. Martí, en cambio,
opera entre la materia heterogénea y problemática del periódico. Más importante
aún, a comienzos de siglo, y particularmente en la época de fervor nacionalista
de los centenarios de independencia, la relación entre la autoridad cultural y
el estado cambia notablemente. En esa coyuntura, la mirada estetizante del
sujeto culturalista cobraría gran importancia, constituyendo el eje de una crítica
antiimperialista que tuvo gran impacto sobre la política de la época.

Aunque en Martí ya comprobamos la tendencia a hipostasiar los contenidos de


la cultura y a identificar la autoridad cultural como el eje normativo del ‘nosotros’
latinoamericano, ese discurso implica una crítica –desde afuera del poder– contra
el proyecto modernizador que aún legitimaba la política de los estados. En
cambio, la influencia del Ariel en los sistemas educativos del continente confirma
su estrecha relación con los grupos dirigentes que, sobre todo después de 1898,
debatían sobre sus posiciones ante la modernización dependiente.

85
Latinoamericanismo a contrapelo

3) El dispositivo pedagógico: cultura y orden

Si la aparición y el florecimiento, en la sociedad, de las más elevadas


actividades humanas, de las que determinan la alta cultura, requieren
como condición indispensable la existencia de una población cuantiosa
y densa, es precisamente porque esa importancia cuantitativa de la
población, dando lugar a la más completa división del trabajo, posibilita la
formación de fuertes elementos dirigentes que hagan efectivo el dominio
de la calidad sobre el número. –La multitud, la masa anónima, no es nada
por sí misma. La multitud será un instrumento de barbarie o civilización
según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral (1976: 25).

Ensanchemos el campo del espíritu. Pedro Henríquez Ureña (1978: 5).12

En varios sentidos, el ensayismo del novecientos repolitiza las estrategias de


legitimación –el ‘interior’, la religión del arte, la crítica de la masificación y de la
fragmentación– que antes había elaborado la literatura finisecular. Mediante el
concepto de la cultura –matriz del latinoamericanismo– los ensayistas logran ampliar
el horizonte de la autoridad estética, llevando la crítica del arte contra la modernización
al centro mismo de los debates políticos y apelando –más allá del reducido campo
literario– a zonas del poder cuya relación con el proyecto modernizador se había
problematizado. En efecto, si para los modernistas –y sobre todo para Martí– la
proyectada autonomización literaria, además de carecer de soportes institucionales,
implicaba el peligro de su alienación, de su inefectividad pública,13 los ensayistas
encuentran una aparente superación de aquella aporía mediante la estetización de la
política. Esto lo logran, por un lado, ontologizando el concepto del interior –la ‘casa’ del
discurso– que rápidamente se va llenando con los supuestos signos de la ‘identidad’
latinoamericana, opuesta al mundo mercantil de ‘ellos’: el capital extranjero. Y, por
otro lado, mediante la educación, los ensayistas refuncionalizan las retóricas literarias,
normativas, contra el ‘caos’ social y la masificación, reclamando para la disciplina de
las humanidades un lugar rector en la administración y control de un mundo donde
proliferaba una nueva forma de la ‘barbarie’: la ‘masa’ obrera. Paradójicamente, como
explícitamente reconoce Rodó, esa misma ‘masa’ es la condición que posibilita la
necesidad de la “alta dirección moral” (1976: 25) que provee la cultura. El interior de
Ariel presupone la amenaza de Calibán; el ‘caos’ y el ‘desastre’ eran las condiciones
presupuestas por el “ensanchamiento del espíritu”.

12 Pedro Henríquez Ureña: “La utopía de América” ([1922] 1978).


13 Americanos. 3:edad (pngo a mano la edici de un archivo judicial. dios de contrabando,
hierbas curativas y videocaseteIncluso el Darío de Cantos de vida y esperanza (1905),
respondiendo a las críticas de Rodó (a quien dedica el primer poema del libro) escribe: “La
torre de marfil tentó mi anhelo; / quise encerrarme dentro de mí mismo, / y tuve hambre de
espacio y sed de cielo / desde las sombras de mi propio abismo”. Poesía, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1977. A partir de ahí su poesía incurre en cierto latinoamericanismo e hispanismo.

86
Masa, cultura, latinoamericanismo

Ahora bien: aunque el carácter normativo y disciplinario de la autoridad cultural


es un rasgo generalizado en el ensayismo, los usos y la institucionalización de
esa retórica, en los diferentes contextos latinoamericanos, no son homogéneos.
Nuevamente resulta necesario distinguir entre las ‘figuras’ de una autoridad
discursiva y su relación con el poder en una coyuntura dada. Tomemos, por
ejemplo, los primeros debates en torno a la institucionalización de la cultura en la
universidad en el México revolucionario y la Argentina del primer nacionalismo,
donde las diferencias entre las fuerzas que pugnan en el campo del poder,
sobredeterminan variaciones decisivas en la configuración y, sobre todo, en los
usos políticos de la autoridad cultural.

En la Argentina del Centenario el pragmatismo modernizador que había dominado


en la educación desde la presidencia de Sarmiento (1868-1874) se convirtió en
foco de intensos debates relacionados casi siempre con una reflexión, cada vez
más enfática, sobre la importancia de las humanidades como disciplina capaz
de compensar la crisis generada por la modernización. Por cierto, el proyecto
de incorporar y especializar los estudios literarios antecede la fundación de la
Facultad de Filosofía y Letras (1896) en la Universidad de Buenos Aires. Aunque
la institucionalización de la literatura argentina se relaciona con la labor de
Ricardo Rojas (quien fue primero decano de la Facultad y luego rector de la
Universidad), ya en los ochenta Norberto Piñero y Eduardo L. Bidau, secretarios de
la Universidad, defendían la importancia de la educación literaria en un ambiente
que, sin embargo, permanecía hostil a la misma:

Precisamente, porque la riqueza, los bienes de fortuna, las industrias, el


anhelo de la opulencia y los negocios se desarrollarían […] es necesario
difundir los altos conocimientos filosóficos, las artes y las letras, para que
los caracteres no se rebajen y no miren, como el propósito supremo, la
acumulación de intereses materiales (1888: 290).

Es cierto, por otro lado, que no es hasta comienzos de siglo cuando el concepto
de la educación como compensación del utilitarismo logra consolidarse.

Ya en la segunda década del siglo, en plena época del llamado de retorno a la


‘cultura’ del Ariel, la noción utilitaria y positivista de la educación encontraba
una amplia resistencia. Uno de los primeros ideólogos de la reforma pedagógica
fue Ricardo Rojas, de formación literaria, y uno de los fundadores de la literatura
como disciplina universitaria en la Argentina.14 En su primer libro fundamental
–significativamente comisionado por el Estado–, La restauración nacionalista
(1909), Rojas proponía una revaluación general de la educación argentina,

14 Véase el trabajo de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo: “La Argentina del Centenario: campo
intelectual y temas ideológicos” (1980).

87
Latinoamericanismo a contrapelo

enfatizando la importancia de las “humanidades modernas”, particularmente la


historia y literatura nacionales. Tal como anuncia el programático título de ese
libro, para Rojas las humanidades debían “responder a la crisis de la conciencia
argentina” (1922: 10), que identificaba con los efectos de la modernización,
la ‘muerte’ de las tradiciones y el influjo inmigratorio, que efectivamente
transformaba la composición del país. Sobre la importancia de la Facultad de
Filosofía y Letras en tal ‘restauración’ y homogenización nacional, señala Rojas:
“Institución que habrá que prestar capitales servicios en esta obra de restauración
histórica es nuestra Facultad de Filosofía y Letras. Es el envilecimiento de su
función puramente profesional y de granjería en los fines […] lo que ha alejado
de nuestras [universidades] a muchos espíritus esclarecidos” (1922: 298).

Unos años después, en 1921, mientras ya era decano de la Facultad, Rojas recuerda
la historia de tropiezos de la misma y lanza –desde la autoridad consolidada de la
‘cultura’– su crítica del utilitarismo en la educación:

La historia, la filosofía, el arte, eran pues no solo conciliables sino


necesarias a un pueblo de pastores; pero algunos de nuestros maestros
no lo entendieron así. Dos de los más influyentes, Alberdi y Sarmiento,
habían desde temprano exagerado en sus predicaciones la doctrina
funesta, y bueno es que empecemos a desautorizarlos por todo aquello
en que evidentemente se equivocaron. Ambos llevaban razón en cuanto
dijeron a favor de nuestros progresos utilitarios y de la enseñanza
pragmática que nuestra indigencia reclamaba, pero no llevaron razón en
su notorio desdén por ciertas formas desinteresadas de la vida espiritual.
[…] Ambos dejaron creer que bancos, ferias, bolsas, congresos, cosechas,
escuelas prácticas, puertos y ferrocarriles bastaban a la civilización […].
Sin ese desinterés espiritual, lo que resta no sirve sino para acrecentar
colonias o para enriquecer factorías (1924: 298-299).

La ‘desautorización’ del discurso modernizador y del positivismo registra


el campo del debate en que emergen las “nuevas humanidades”, dispositivo
pedagógico que asumía, como modelo, las “formas desinteresadas de la vida
espiritual”, es decir, los mecanismos de autorización que la literatura, desde el
modernismo, venía elaborando.

En efecto, esa posición –capaz de ‘desautorizar’ a Sarmiento– ya no se enunciaba


desde un lugar marginal. En la Argentina el concepto de la cultura se adaptaba,
más bien, a las necesidades y orientaciones dominantes de la sociedad. En Rojas la
cultura se opone al caos, en una coyuntura en la que el ‘caos’ no era simplemente
un impulso abstracto de la modernidad, sino más bien un signo de la emergente
clase obrera, nutrida de la heterogeneidad cultural y de la radicalidad política
de los inmigrantes. Como ya antes para Rodó, una función clave de la cultura,
y especialmente de la literatura, en La restauración nacionalista, era purificar la

88
Masa, cultura, latinoamericanismo

lengua nacional: “Trátase de defender nuestra lengua en la propia casa, y defenderla


de quienes vienen, no solo a corromperla, sino a suplantarla. La calle es de dominio
público, y así como el Estado interviene en ella por razones de salubridad y de
moral, debe intervenir por razones de nacionalidad o de estética” (1922: 316).

Casa/calle: la configuración, en esa retórica terapéutica de la cultura, nos resulta


conocida. Por otro lado, ahí es notable cómo la autoridad cultural no se mantiene
perimida en el ámbito interior. En su llamado a las fuerzas del orden, la defensa
de la ‘casa’ sale a purificar el ámbito contaminado, ‘enfermo’ de la calle, espacio
del ‘otro’ obrero e inmigrante. Desde una perspectiva similar, Leopoldo Lugones
añade en Didáctica (1910): “La inmigración cosmopolita tiende a deformarnos
el idioma con aportes generalmente perniciosos, dada la condición inferior de
aquélla. Y esto es muy grave, pues por ahí empieza la desintegración de la patria.
La leyenda de la Torre de Babel es bien significativa al respecto: la dispersión de
los hombres comenzó por la anarquía del lenguaje” (1979: 285).

La inmigración –flujo desatado por la modernidad– fragmentaba, dispersaba.


En oposición a la ‘anarquía’ que ‘contaminaba’ el ‘fundamento’ mismo de la
nacionalidad, la lengua materna, la cultura se postula como mecanismo de orden,
como dispositivo de homogeneización:

Nuestro fin, por ahora, debe ser el crear una comunidad de ideas nacionales
entre todos los argentinos, complementando con ello la caracterización
nacional que realiza de por sí la influencia del territorio. La anarquía que
hoy nos aflige ha de ser pasajera. Débese a la inmigración y a los vicios
de nuestra educación (1922: 193).

Aunque esa retórica encuentra un antecedente directo en el etnocentrismo de


muchos intelectuales de la generación del ochenta, como por ejemplo, en La gran
aldea de Lucio V. López, En la sangre de Cambaceres o La bolsa de Julián Martel,
no es hasta comienzos de siglo que este discurso comienza a institucionalizarse.
La voz de Lugones en el Teatro Odeón en 1916, en una notable reflexión sobre el
origen ‘épico’ de la literatura argentina en la gauchesca, marca la apoteosis de ese
discurso nacionalista en la Argentina.15 Nervioso relato del origen ‘puro’, mediante
el cual el poeta modernista, en función de crítico cultural, proponía su particular
hermenéutica como un modo privilegiado, superior, para resolver los enigmas de
la política, interpelando a sectores amplios de la oligarquía, en plena época de
emergencia de las nuevas clases medias y obreras.

15 Los discursos de Lugones sobre la gauchesca fueron publicados luego en el volumen


titulado El payador (1916).

89
Latinoamericanismo a contrapelo

También en México, desde los primeros años de la Revolución, el concepto de la


cultura se cristaliza en una retórica de la crisis, del caos social, en cuyo reverso
adquiere efectividad la postulación de la autoridad compensatoria y terapéutica
de la cultura, que se va reificando en las disciplinas humanísticas. Hay que
aclarar: no pretendemos establecer simetrías entre el México insurrecto de los
ateneístas y la Argentina del Centenario. Sin embargo, es cierto que en ambas
sociedades la autoridad cultural y su definitorio cuestionamiento del utilitarismo
proliferan, más allá del estrecho campo literario, apelando a zonas del poder
cuya relación con la modernización se había problematizado. Tanto en México
como en la Argentina, aunque desde distantes y contradictorias perspectivas,
incluso los grupos dirigentes comenzaban a identificar la modernización con su
evidente subordinación al capital extranjero. Y tal cuestionamiento del sueño
desarrollista sin duda aumentó la autoridad de los literatos, que desde los ochenta
venían elaborando un discurso crítico de la modernización. La literatura nutre al
(y se nutre del) emergente nacionalismo y latinoamericanismo de la época,
basados en el discurso de la cultura que el campo literario generaba.

Por otro lado, en México esas zonas del poder –si bien nacionalistas– son
evidentemente distintas de la oligarquía argentina. De ahí que el discurso de la
cultura, en el contexto radicalizado y populista de la Revolución, confrontara la
necesidad de reescribir y en buena medida radicalizar su propio legado arielista.

Aún en 1932 Alfonso Reyes recordaba la crisis intensa que la Revolución Mexicana
había representado para él. En “Atenea Política” señala:

Tengo algún derecho a aconsejaros la vida de la cultura como garantía


de equilibrio en medio de las crisis morales. Traigo bien provistas de
experiencias mis alforjas de caminante. No olvidéis que un universitario
mexicano de mis años sabe ya lo que es cruzar una ciudad asediada por
el bombardeo durante diez días seguidos, para acudir al deber de hijo y
de hermano, y aun de esposo y padre, con el luto en el corazón y el libro
de escolar bajo el brazo. Nunca, ni en medio de dolores que todavía no
pueden contarse, nos abandonó la Atenea Política (1960: 202).

La alusión a la Decena Trágica de febrero de 1913 (que marca la toma de poder


de Victoriano Huerta) es intensa y emotiva; entonces murió el padre de Reyes,
exgeneral del porfiriato, a la vez que se deshacían, para muchos intelectuales,
los proyectos de reforma y apertura que acompañaron los primeros años de la
Revolución. Y por el reverso de las ‘crisis morales’ y del ‘caos’ revolucionario,
también es intenso el reclamo de poder compensatorio de la cultura.

No obstante, la relación entre los intelectuales y la Revolución había sido más


compleja. Sin subestimar la indudable incertidumbre que la Revolución tuvo que
haber generado entre ciudadanos de diferentes registros sociales, también es

90
Masa, cultura, latinoamericanismo

evidente que para los jóvenes intelectuales afiliados al Ateneo de la Juventud


de México (fundado en 1909) –Alfonso Reyes, Antonio Caso, José Vasconcelos
y Pedro Henríquez Ureña, quien cursaba estudios de Derecho en México–, la
violencia revolucionaria produjo una apertura favorable a la consolidación de
la autoridad cultural y literaria, desarticulando las redes institucionales de los
‘científicos’ porfiristas.16

En un texto clave, Pasado inmediato (1939), Reyes reproduce una analogía común
entre los nuevos intelectuales: el paralelo entre la Revolución y la lucha por el
poder en el interior del campo intelectual:

Han comenzado los motines, los estallidos dispersos, los primeros pasos
de la Revolución. En tanto, la campaña de la cultura comienza a tener
resultados […] Rota la fortaleza del positivismo, las legiones de la filosofía
–precedidas por la caballería ligera del llamado antiintelectualismo–
avanzaban resueltamente. Se había dado una primera sacudida en la
atmósfera cultural (1960: 212).

Pedro Henríquez Ureña también maneja la metáfora de la guerra intelectual:

Entre tanto, la agitación política que había comenzado en 1910 no cesaba, sino que
se acrecentaba de día en día, hasta culminar en los años terribles de 1913 a 1916,
años que hubieran dado fin a toda vida intelectual a no ser por la persistencia
en el amor de la cultura que es inherente a la tradición latina. Mientras la guerra
asolaba el país, y hasta los hombres de los grupos intelectuales se convertían
en soldados, los esfuerzos de renovación espiritual, aunque desorganizados,
seguían adelante. Los frutos de nuestra revolución filosófica, literaria y artística
iban cuajando gradualmente (1978: 370).

Es notable el tono beligerante: la Revolución intensificaba no solo las luchas por


el poder estatal, sino la guerra antipositivista de la generación del Centenario.
La Revolución redistribuía el poder y los nuevos intelectuales –ligados al campo
literario– preveían el posible ascenso de sus discursos, de nuevos modos de
interpretar la realidad del país cuya revolución, en efecto, demolía las retóricas
positivistas, alineadas con el antiguo régimen. En su tesis de licenciatura en
Derecho de 1914, Henríquez Ureña escribe:

En los pueblos de lengua castellana, sobre todo los de América, que


desgraciadamente sufren la exclusiva influencia de Francia en orden de

16 Véase Carlos Monsiváis (1976), especialmente pp. 1390-1434; E. Krauze: Caudillos culturales
de la Revolución mexicana, en especial el capítulo II, “La genealogía intelectual”, sobre
los ateneístas (1976); y Leopoldo Zea: El positivismo en México (1968) especialmente “El
ocaso”, donde discute la emergencia del antipositivismo.

91
Latinoamericanismo a contrapelo

la cultura e ignoran la vida intelectual de otros pueblos más ricos que


el francés en variedad de orientaciones y extensión de trabajos, existe
vulgarmente la equivocada idea de que la universidad es solo la reunión
de escuelas profesionales, que bien podían vivir solas […] Hay quienes
llegan a más (por ejemplo, los comtistas mexicanos) y declaran que las
instituciones universitarias son sostenedoras de la tradición, acaso hasta la
rutina, y enemigas de nuevas ideas (1969: 63).

Ya lo hemos visto antes: la crítica del positivismo era un tópico frecuentado y


hasta distintivo del campo literario desde los ochenta.17 Sin embargo, las citas de
Reyes y Henríquez Ureña, si bien remiten al concepto de la cultura que comienza
a formularse en la época de Gutiérrez Nájera y de Martí, y que se cristaliza en
el arielismo, nos sitúa ante una lucha por el control del espacio universitario
que ni Martí ni sus contemporáneos pudieron haber previsto.18 Ya la tesis de
Henríquez Ureña, escrita en plena época de turbulencia revolucionaria, registra
el progresivo agotamiento de los cuadros intelectuales del antiguo régimen
de Porfirio Díaz. En la educación, ese agotamiento iba acompañado por la
emergencia de la autoridad cultural como alternativa y crítica del pragmatismo
y especialismo que dominaba aún en la educación superior. Alfonso Reyes,
reflexionando precisamente sobre la meta-especialidad cristalizada por la forma
del ensayo, comenta en “Homilía por la cultura”:

Querer encontrar el equilibrio moral en el solo ejercicio de una actividad


técnica, más o menos estrecha, sin dejar abierta a la circulación de las
corrientes espirituales, conduce a los pueblos y a los hombres a una
manera de desnutrición y de escorbuto”. Y añade: “reconstruyamos, con
una voluntad permanente, nuestra unidad necesaria. Esta, y no otra,
amigos míos, es la tarea de la cultura (1960: 205).

Aún en La raza cósmica de Vasconcelos el debate ateneísta contra el positivismo


es un núcleo productor:

Solo un salto del espíritu, nutrido de datos, podrá darnos una visión que
levante por encima de la microideología del especialista. Sondeamos
entonces en el conjuro de los sucesos para descubrir en ellos una

17 Por ejemplo, Gutiérrez Nájera: “El arte y el materialismo” ([1876] 1959: 49-64). Véase
también los apuntes de Martí sobre su polémica contra los positivistas cubanos, (Martí
1975, XIX: 409-431).
18 A. Reyes: “Entre la vida universitaria y la vida libre de las letras hubo entonces una
trabazón que indica ya, por parte de la llamada Generación del Centenario, una
preocupación educativa y social. Este solo rasgo la distingue de la literatura anterior, la
brillante generación del Modernismo, que –esa sí– soñó todavía en la torre de marfil”
(Pasado inmediato 1960: 186).

92
Masa, cultura, latinoamericanismo

dirección, un ritmo y un propósito. Y justamente allí donde nada descubre


el analista, el sintetizador y el creador se ilumina (1942: 89).

En La raza cósmica, la crítica del especialismo y la fragmentación tiene


consecuencias que no habían sido previstas por Reyes ni Henríquez Ureña. En
Vasconcelos la crítica cultural se ontologiza, constituyendo la base de una peculiar
teoría de la ‘raza latina’. En él, la súper-visión de la cultura, materializada en
la forma ‘total’ del ensayo, pasa a representar el atributo distintivo de la raza
‘cósmica’, ‘latina’, que alcanzando un estadio superior del progreso humano,
lograría superar las limitaciones del estadio inferior del ‘sajonismo’, dominado
aún por la mirada fragmentaria de la ciencia y por la tecnología. La forma misma
de la metaespecialidad del ensayo y la autoridad de la cultura proyectan para
Vasconcelos la finalidad utópica en esa delirante teleología.

En los primeros años de la Revolución, el foco de la ‘guerra’ ateneísta contra


el positivismo fue sobre todo la pugna para reorientar la enseñanza superior.
Aunque en la Revolución, como señala Henríquez Ureña, “el pueblo ha
descubierto que posee derechos, y entre ellos el derecho de educarse”, (1978:
375) la función que las humanidades debían cumplir en un país devastado
por la guerra no estaba aún bien definida. En ese sentido, la relación entre
el Estado y la Escuela de Altos Estudios, bastión ateneísta fundado en 1910
por Justo Sierra, es emblemático de una aguda crisis de legitimación que aún
después de la caída del porfiriato (y de los ‘científicos’) continuó relativizando
la autoridad cultural. La Escuela de Altos Estudios fue el antecedente de la
Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional, que no logra constituirse
hasta los años veinte (1925). En la Escuela de Altos Estudios, que se definía
como recinto de la labor intelectual ‘desinteresada’, autónoma de los fines
inmediatos, se fundó en 1913 la primera Subsección de Estudios Literarios,
primer departamento institucionalizado de literatura en México. Ese año Reyes,
Henríquez Ureña y González Martínez dan cursos especializados de literatura
española, inglesa y francesa, respectivamente. En Pasado inmediato Reyes
reflexiona sobre la transformación del concepto de literatura que la Escuela
de Altos Estudios intentó institucionalizar. Hasta entonces, la literatura en la
educación superior era un depósito de formas ligadas a la oratoria y los estudios
en Derecho: “Creían los hombres de entonces ser prácticos; pretendían que la
historia y la literatura solo sirven para adornar con metáforas o reminiscencias
los alegatos jurídicos” (1960: 195). Paradójicamente, en oposición al concepto
de las letras como recurso de la oratoria, Reyes propone el estudio ‘científico’
de la literatura, “que vino a ser una de las campañas de los jóvenes del
Centenario” (1960: 191).

Sin embargo, la institucionalización de la literatura y de las humanidades encontró


resistencia en el Estado. En “La cultura de las humanidades”, Henríquez Ureña señala:

93
Latinoamericanismo a contrapelo

Sobrevino a poco la caída del antiguo régimen, y la Escuela, desdeñada


por los gobiernos, huérfana de programa definido, comenzó a vivir
vida azarosa y a ser la víctima escogida para los ataques del que no
comprende. En torno de ella se formaron leyendas: las enseñanzas eran
abstrusas; la concurrencia, mínima; las retribuciones, fabulosas […] Todo
ello ¿para qué? (1978: 57).

‘Cultura’: ¿para qué? Aunque la hegemonía de los ‘científicos’ en el campo


intelectual se desmoronaba, la legitimidad del discurso de la cultura, punta de
lanza de los nuevos intelectuales, no venía automáticamente con la Revolución.
En ese sentido “La cultura de las humanidades” es un texto fundamental: reflexión
sobre la historia de las humanidades y reclamo de autoridad para la nueva
disciplina universitaria que emerge de la matriz de la autoridad estética y cultural.
Así explica Henríquez Ureña la situación aporética de las humanidades en la
América Latina del momento: “Las sociedades de la América española, agitadas
por inmensas necesidades que no logra satisfacer nuestra impericia, miran con
nativo recelo toda orientación esquiva a las aplicaciones fructuosas” (1978: 57).
Pero a la vez insiste en su importancia y narra, con detenimiento, la historia de las
humanidades modernas, ligadas a la Filología, en el sistema universitario alemán,
donde en efecto la disciplina se encontraba firmemente desarrollada.

No retrocedieron los ateneístas. Se dedicaron, sobre todo, a legitimar su virtual


poder en el terreno un tanto baldío de la Universidad, que debía reorientarse
hacia el estudio ‘desinteresado’ de la “alta cultura”.19 Dando muestra de su legado
arielista, Henríquez Ureña insiste:

La alta cultura no es un lujo: los pocos que plenamente la alcanzan


son los guardianes del conocimiento; solo ellos poseen el laboratorio
y sutil secreto de la perfección en el saber; solo ellos, maestros de
maestros, saben dar normas ciertas y nociones seguras a los demás, a
los profesionales, a los hombres de acción superior, a los guías de la
juventud (1978: 74).

Como para Rojas en la Argentina –aunque en el contexto democratizante de


la Revolución– para los ateneístas las humanidades podían ser el eje de la
‘reconstrucción’: dispositivo de orden.20 Las humanidades debían cumplir una
función superior, vigilante de las otras disciplinas; debían ser lugar de síntesis. Y
precisamente por su poder de distanciamiento y autonomía de la vida práctica

19 Sobre la universidad como recinto de la ‘alta cultura’, véase su tesis de licenciatura en


Universidad y educación (1969: 58).
20 Para una crítica del concepto de las humanidades en un contexto más amplio, véase
Hayden White (1971: 55-69).

94
Masa, cultura, latinoamericanismo

(que no era rechazo ni independencia), las humanidades contribuirían a fomentar


la paz interior, necesaria para la reorganización social. Henríquez Ureña:

Las humanidades, viejo timbre de honor en México, han de ejercer sutil


influjo espiritual en la reconstrucción que nos espera. Porque ellas son
más, mucho más, que el esqueleto de las formas intelectuales del mundo
antiguo: son la musa portadora de dones y de ventura interior, jors
olavigera para los secretos de la perfección humana (1978: 60).

Las humanidades –con la literatura al centro– serían la disciplina proveedora de


la estabilidad ante la turbulencia del mundo de la calle.21 Experiencia interior:
ahí, entre otras cosas, el punto de referencia es el arielismo: la cultura como
fortificación de la ‘verdadera experiencia’.

Ahora bien, ¿qué resonancia podía tener ese lenguaje –de estirpe arielista–
en el México populista de la Revolución? Sin duda ese discurso activaba una
desconfianza general contra los intelectuales ‘elitistas’. Reyes recuerda: “Los
diputados, sin conocer la Escuela, decían que hablar de Altos Estudios en México
[…] era vestir de frac a un pueblo descalzo” (Pasado inmediato 1960: 210).

En la coyuntura de la Revolución las narrativas legitimadoras debían popularizar


y democratizar el concepto de la cultura. El espacio público del campo podía
ensancharse, a condición de que los escritores adaptaran y promovieran su
discurso de acuerdo con las necesidades de la Revolución. Aclaramos: no se trata
de oportunismo, al menos en términos del campo en general; se trata del efecto
que las luchas sociales tienen sobre el campo y sus discursos. Se trata de las
exigencias sociales a las que el campo responde, renovándose y autocriticando
sus lenguajes y parámetros de valoración, incluso formal. El propio Henríquez
Ureña, por ejemplo, unos años después, cuestiona severamente el concepto de
‘alta cultura’ que, según vimos, él mismo había promovido en los primeros años
de la Revolución. En “La utopía de América” (1922) escribe:

México sabe qué instrumentos ha de emplear para la obra (de


reconstrucción) en que está empeñado; y esos instrumentos son la cultura
y el nacionalismo. Pero la cultura y el nacionalismo no los entiende, por
dicha, a la manera del siglo XIX. No se piensa en la cultura reinante
en la era del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes
exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivaban flores artificiales, torre

21 Así recuerda Henríquez Ureña el ‘resurgir’ de los estudios clásicos entre los ateneístas,
hacia fines de la primera década: “una vez nos citamos para releer en común el Banquete
de Platón […]. La lectura acaso duró tres horas; nunca hubo mayor olvido del mundo de
lacalle, por más que esto ocurría en un taller de arquitecto, inmediato a la más populosa
avenida de la ciudad [...]” (“La cultura de las humanidades”, p. 60; énfasis del autor).

95
Latinoamericanismo a contrapelo

de marfil donde se guardaba la ciencia muerta, como en los museos. Se


piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada
en el trabajo: aprender no es solo aprender a conocer sino igualmente
aprender a hacer. No debe haber alta cultura, porque será falsa y efímera,
donde no haya cultura popular (1978: 5, énfasis nuestro).

La reescritura correctora del arielismo es notable. La cultura ahí no es el efecto


del sublime ‘ocio creador’, sino del ‘trabajo’. En ese llamado al “aprender a
hacer”, Henríquez Ureña invierte la antítesis contemplación/acción, uno de los
fundamentos retóricos de la cultura-estética en Rodó. Más enfático aún, el ex
discípulo desarma el recinto de la ‘alta cultura’, defendiendo el acercamiento a la
‘cultura popular’ –otro exterior del campo estético en el Ariel–. Y en respuesta al
clasicismo y occidentalismo de Rodó, Henríquez Ureña propone un retorno a la
tierra, porque “lo autóctono, en México es una realidad” (1978: 4).

La inflexión nacionalista que progresivamente asume la autoridad cultural era


impensable entre los primeros ateneístas. El reclamo de la literatura como un
discurso privilegiado para la rearticulación del origen, de los rasgos primarios de
la identidad nacional, responde a –y busca superar– las aporías que la autoridad
cultural confrontó durante los primeros años de la Revolución.

El contexto de La utopía de América resulta iluminador: el texto fue originalmente


un discurso pronunciado por Henríquez Ureña en la Universidad de La Plata
(Argentina) mientras formaba parte de una delegación de la recién fundada Secretaría
de Educación Pública de México. La delegación iba presidida por José Vasconcelos,
ministro de la Secretaría. La cultura –nada marginal ni perimida– había llegado al
Estado mexicano,22 aunque entre el arielismo notable de los primeros ateneístas
(incluido Vasconcelos) y el concepto de cultura ‘social’ y ‘popular’ del Henríquez
del 22, media todo un proceso de revisión de lo cultural sobredeterminado por las
exigencias de la sociedad mexicana en aquellas primeras décadas revolucionarias.
Las humanidades, en esa coyuntura, comienzan a legitimarse como tesoro de la
tradición autóctona, en plena época nacionalista: “Yo quiero las humanidades
–señala Reyes– como el vehículo natural para todo lo autóctono” (Discurso por

22 En cuanto a la institucionalización de la cultura en México resulta importante el discurso


de Vasconcelos en la inauguración del nuevo edificio de la Secretaría. Ahí Vasconcelos
explica, dando muestras de su imaginación alegórica, la decoración del edificio, que
mezcla figuras aztecas con emblemas budistas y clásicos. La meta, dice, es “Una verdadera
cultura que sea el florecimiento de lo nativo dentro de un ambiente universal […]”. La
creación del edificio, insiste Vasconcelos, como la Secretaría misma, incorporó muchos
artistas al proyecto oficial, entre ellos Diego Rivera, proyectando así una de las tendencias
de la política cultural del Estado mexicano en las décadas posteriores. El discurso está
reproducido en el Boletín de la Secretaría de Educación Pública (1922).

96
Masa, cultura, latinoamericanismo

Virgilio 1960: 161).23 Tal narrativa de legitimación encuentra una instancia ejemplar
en “Atenea Política” de Reyes (precisamente el mismo ensayo que habla de la
cultura como respuesta al ‘cataclismo’ y a la ‘crisis moral’):

La transformación mexicana, al disiparse el humo de los combates,


descubre frente a sí el espectáculo del ser mexicano, de la tradición
nacional, de la cual las vicisitudes históricas nos habían venido alejando
insensiblemente al correr del siglo XIX. Hablo aquí de tal transformación
como un fenómeno total, superior a los gustos individuales, a los partidos
y a las personas, superior a sus directores. Lo que ha salido a flor de
patria –la gran preocupación por la educación del pueblo y el desarrollo
incalculable de las artes plásticas y la arqueología– son movimientos
de perfecta relación histórica, que rectifican el titubeo anterior de
descastamiento: se afianzan sobre el pasado vetusto y trascendente,
recogiendo cada nota de la melodía que dan los siglos; se inspiran en él,
lo aprovechan como resorte del presente y sobre este resorte, saltan con
una robusta confianza sobre el mar movible del porvenir. […] No se trata
aquí de querer traducir el presente hacia el pasado, sino, al contrario, el
pasado hacia el presente (1960: 195).

La cultura, entonces, no solo proveería el orden interior, compensatorio de las


‘crisis morales’. Además, se encargaría de recomponer la memoria de un pasado
particularmente necesario en época de rupturas. Reyes: “La continuidad que así
se establece es la cultura, la obra de las Musas, hijas de la memoria” (1960: 194).
Y esa memoria no debía confundirse con pasión anticuaria: la continuidad, el
pasado nacional, era lo que el antiguo régimen, miméticamente modernizador,
había intentado eliminar. Mediante la cultura –y sus intelectuales– la Revolución
debía recomponer, al decir de Reyes, “el espectáculo del ser mexicano”.

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23 Es reveladora la maniobra de Reyes para adaptar las humanidades clásicas al ambiente


político de su país. Al leer a Virgilio, por ejemplo, insiste en su importancia como
“fermento para la noción de la patria” (1960: 164). Luego representa a Virgilio como un
poeta modelo para una sociedad campesina: “Y para ser más nuestro, Virgilio es el cantor
de los pequeños labradores, de los modestos propietarios rústicos” (1960: 175). Poco le
falta para añadir que Virgilio era el verdadero poeta de la Revolución.

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100
Las paradojas del deseo de Flora Tristán1

Será todavía necesario enfatizar la crisis de los principios territoriales de


identificación y demarcación de objetos (de estudio), fundamentadas en
nociones reificadas de la localidad o de la especificidad irreductible e
intraducible de la lengua o de la rememoración? ¿Implican tales dislocaciones la
clausura o la disolución del proyecto latinoamericanista? ¿No será posible en
cambio pensar que la porosidad de las categorías territoriales en este momento
autorreflexivo del campo más bien posibilita la construcción de nuevos espacios
de reflexión que –por el reverso de cualquier clausura– dan lugar a nuevas
contradicciones, a luchas que incitan a la renovación de una nueva ética del deseo
y de la interpretación? Entre otras cosas –para dar solo un ejemplo– una posible
historiografía cultural latinoamericanista, inspirada acaso por las estrategias de la
intervención genealógica, transita y explora los bordes fracturados de las categorías
territoriales, investigando precisamente las exclusiones y los silenciamientos
históricamente producidos por los discursos identitarios latinoamericanistas y sus
intentos de demarcar y controlar sus campos de inmanencia.

Y ya que pareciera que la disputa por la definición del legado se encuentra


en el corazón mismo de los intereses, de las deudas, de la moral erecta por la
empresa latinoamericanista, permítanme particularizar las líneas generales de esta
intervención en la crisis de la empresa con un comentario sobre un texto de
difícil inserción en el archivo del canon. Su dislocación y desborde nos permite
reflexionar diacríticamente sobre los límites del archivo y las condiciones de su ley.

Se trata del regreso imposible de un sujeto, el homecoming de una mujer que


viaja para cobrar una herencia en el país natal. Me refiero a las Peregrinaciones
de una paria de Flora Tristán (1803-1844), las extraordinarias memorias del
viaje a Arequipa de una hija natural, nacida en París de madre francesa y padre
peruano. Figura bien conocida (desde los orígenes del latinoamericanismo que
después la borra) por Bolívar y Simón Rodríguez, bien ubicada en la historia del
movimiento obrero francés, una agitadora inquebrantable, leída por Marx y por

1 Este ensayo es una revisión de “Genealogías de la moral latinoamericanista”, en Mabel


Moraña (ed.): Nuevas perspectivas desde / sobre América Latina: el desafío de los estudios
culturales (2000). Más recientemente se publicó en Sujeto al límite (2011) y en Ensayos
próximos (2012).

101
Latinoamericanismo a contrapelo

Engels, antepasado directo de Gauguin, quien alguna vez evocaría el recuerdo del
destino dramático y a veces trágico de su abuela viajera, iconoclasta y militante.
Todo esto lo cuentan sus biógrafos cuando nerviosamente intentan atraparla en
las redes de un orden simbólico entre cuyas mallas se escabulle la figura en fuga
–y a la vez deseante de inserción– de Flora Tristán.

No estaría demás recorrer con mayor detenimiento algunos de los momentos


emblemáticos en la historia de la recepción de las Peregrinaciones de una
paria en el Perú, la trayectoria de su lento proceso de incorporación al corpus
nacional que no llega a aceptarla prácticamente hasta mediados de este siglo.
Cuentan que poco después de la publicación del libro en Francia (1838), los
primeros ejemplares de las Peregrinaciones de una paria que llegaron al Perú
fueron quemados públicamente en Arequipa.2 La primera traducción al español la
intentó un viajero polaco, Szilard de Havas en 1923, pero se extravió el manuscrito
antes de su impresión. Se publicaron luego un par de ediciones abreviadas y,
finalmente, la edición de la traducción completa de Emilia Romero en 1946. Esta
edición apareció prologada por Jorge Basadre (entonces director de la Biblioteca
Nacional en Lima) y acompañada asimismo de un aparato de notas que intenta
exasperadamente enmendar y contradecir las impresiones de Tristán sobre la
sociedad peruana y la historia nacional, contraponiendo las posiciones de la
viajera a las versiones de los baluartes del crédito institucional: gajes y placeres de
la labor filológica; máquina de erudición que busca reubicar a Tristán en el lugar
que ‘le corresponde’: fuera de los regímenes de la verdad nacional.

Acaso debo mencionar, para explicitar las estrategias de nuestra aproximación, que
un texto como las Peregrinaciones de una paria no nos llama tanto la atención
solo por el hecho bien obvio, por cierto, de su sitio subalterno o marginal en el
corpus nacional y latinoamericanista. No intentamos revisar los principios canónicos
del corpus con el fin de incorporar nuevos materiales a su dominio institucional.
Tampoco podríamos postular aquí la soberanía o la resistencia absoluta de un
sujeto cuya heroicidad (y la reducción de sus complejidades) vendría a sostener el
drama de las políticas identitarias de nuestro fin de siglo XX. En cambio, podríamos
leer allí, en la superficie misma del texto llamado menor o subalterno, el registro
cabal de los principios de exclusión que posibilitan la ley del corpus nacional y
sus legados. Hay al menos tres principios de interpelación a los cuales el texto
de Tristán no responde: 1. ¿De dónde eres? 2. ¿Qué lengua hablas? 3. ¿Cuál es la
herencia que garantiza tu derecho de entrada a la ciudadanía literaria?

Sobre la superficie solo en apariencia exterior de los márgenes se inscriben


los límites necesarios que la institución esgrime para constituir y asegurar la

2 Para las fuentes bio-bibliográficas véase el Prólogo de Jorge Basadre a la edición de


Peregrinaciones de una paria (1946).

102
Las par adojas del deseo de Flor a Tristán

inmanencia de su legado, la economía de valores que decide lo que entra y lo que


queda afuera de su archivo. Por cierto, Tristán no solo había nacido en Francia,
y seguramente no hablaba ‘bien’ el español, sino que además escribió un libro
extraordinario precisamente sobre la herencia, es decir, sobre la violencia ejercida
en la construcción y en la defensa de ciertos legados.

La crisis contemporánea de los principios territoriales de los legados nacionalistas


y latinoamericanistas es seguramente una de las condiciones que nos permite
hoy aproximarnos a una escritura aparentemente excéntrica y subalterna como
la de Tristán. Se trata de una escritura cuya excentricidad podría incitarnos a
reflexionar sobre todo un corpus ‘latinoamericano’ alternativo de difícil ubicación;
corpus liminar constituido, por ejemplo, por el trabajo de numerosos intelectuales
‘extranjeros’ que sin embargo llegan a ejercer un impacto clave en los campos
nacionales. Me refiero a Paul Groussac en la Argentina, por ejemplo, o a Witold
Gombrowicz mientras trabajaba en la traducción de Ferdidurke con Virgilio Piñera
y otros cómplices en los cafés de Buenos Aires. Me refiero también a la figura central
de Nelly Richard quien inflexiona las planicies del pensamiento latinoamericanista
contemporáneo con sus cruces teóricos y un acento fuerte, digamos.3

Cierto es, por otro lado, que Flora Tristán no fue una extranjera nacionalizada y
pasó apenas un año en el Perú. Peregrinaciones de una paria podría leerse en
diálogo con una serie de homecomings de difícil inserción territorial, relatos de
retorno al país natal de escritores que habían pasado a otra zona cultural, o como
es el caso de Tristán, que se habían formado en otra lengua.

Para recordar por el momento solo un ejemplo, vale la pena remitirnos al regreso
tan distinto de la cubana la Condesa de Merlín, cuyo Viaje a La Habana, publicado
originalmente en francés, la sitúa como un personaje mediador muy importante
para la constitución del campo literario cubano en la década de los 1840 (1974).
Contemporánea de Tristán, la Condesa fue en un comienzo bien recibida por los
intelectuales cubanos, quienes la consideraron una intermediaria capaz de dar a
conocer su emergente producción local en los círculos parisienses. En París, en
cambio, la Condesa de Merlín firmaría sus escritos cubanos con el apodo de la
criolla, aprovechando así su contacto con Cuba (y sus escritores) para introducir
un estilo que le ganaría cierta distinción en los salones parisienses (incluido el
propio). Allí exhibiría lo que traía fresco y ‘embriagador’ de Cuba: el exotismo de

3 Salvando las distancias ineluctables, se trata también del acento fuerte de Tato Laviera o
Pedro Pietri cuando hablan puertorriqueño (ya sea en inglés o español), o la inflexión
de Tomás Rivera cuando lee a Rulfo. Tal vez no haga falta decir que Gloria Anzaldúa
(Borderlands/La frontera) es la Descartes de una nueva era (podría pensarse la analogía
como una estrategia de legitimación) para reconocer que las literaturas minoritarias nos
sitúan ante prácticas culturales que efectivamente presionan a la reconsideración misma
de la ‘tradición’ latinoamericana.

103
Latinoamericanismo a contrapelo

su literatura tropical, tónico de cuño relativamente reciente en su época. Se trata


de ‘regresos’, que en nuestros días bien puede ser que estimulen y autoricen el
trabajo de una zona amplia de la profesión latinoamericanista en las universidades
metropolitanas, o las funciones de traducción y promoción cultural que ejercen
frecuentemente los intelectuales del exilio.

El pasaporte y el reconocimiento

Hacia las seis de la mañana el capitán de puerto vino a bordo a hacer la


inspección, como se practica en todas partes a la llegada de los barcos.
Se pidieron los pasaportes y cuando leyó el mío, se elevó entre los dos
o tres hombres de la aduana un grito de admiración. Aquellos hombres
me preguntaron si yo era pariente de don Pío de Tristán y mi respuesta
afirmativa suscitó entre ellos una larga conversación en voz baja. El
resultado de esta deliberación fue que se me trataría con todas las
muestras de deferencia y distinción propias de los personajes eminentes
de la república. El capitán del puerto vino respetuosamente a decirme
que era un antiguo servidor de mi tío (1946: 122).

La escena del reconocimiento –ligada ahí al nombre inscrito en la legalidad de un


pasaporte– es fundamental en el proceso de identificación del sujeto en tránsito,
particularmente del viajero o la viajera que ‘regresa’.4 El nombre, el apellido
paterno, es un punto de enlace que bien podría restablecer los lazos y las suturas
y reparar así la discontinuidad y la ausencia que se intenta cerrar en el ‘regreso’ del
sujeto al país paterno. En efecto, las Peregrinaciones de una paria son una intensa
y dramática reflexión sobre la relación entre el nombre (paterno), los legados y
el reconocimiento en la larga travesía de una mujer huérfana, (ambiguamente)
extranjera, que viaja al Perú a cobrar una herencia.

La ironía en la escena del reconocimiento de Flora Tristán en la aduana de Islay es


contundente. Porque si bien el capitán del puerto no conoce la historia completa de
Flora Tristán, en otro registro, ya para ese momento de su relato, el lector estaba al
tanto de la historia de la supuesta ‘ilegitimidad’ de su nacimiento. Hasta el cansancio
el psicoanálisis nos recuerda que el nombre es el punto de inserción del sujeto en un
orden simbólico. El nombre es el punto de mediación entre la ley y la particularidad

4 En la Condesa de Merlín encontramos nuevamente una escena paralela: “El corazón se me


oprime, hija mía, al pensar que vengo aquí como una extranjera. ¡La nueva generación que
voy a encontrar no me reconocerá a mí [...]!” (1974: 86). Y luego: “Acabamos de echar el
ancla [...]. Los pasajeros preparan su pasaporte; me acuerdo yo del mío, y pudiera estarlo
buscando todavía. Después de haber rebujado todos mis papeles, he visto que lo he
dejado en París” (1974: 89). Significativamente, el primero que reconoce a la Condesa en
el puerto de La Habana es un sirviente esclavo de su familia.

104
Las par adojas del deseo de Flor a Tristán

del cuerpo del sujeto. Es un punto de amarre que garantiza la ubicación del sujeto
en el orden de los nombres (la lengua), en el orden de los orígenes (la genealogía)
y en el orden de la propiedad (la herencia). ¿No son estos los tres órdenes a los que
nos referíamos antes, cuando nos preguntamos sobre las condiciones de entrada
(y de salida) de un sujeto al corpus nacional o latinoamericanista? Tres preguntas
y tres ordenamientos de los nombres en el corpus nacional: ¿De dónde eres? ¿Qué
lengua hablas, y en qué grado de pureza? ¿Cuál es la herencia, el legado que
reconoces y en el que reclamas una participación? Lengua, genealogía y propiedad:
el nombre propio, el apellido paterno, es el punto de enlace entre los tres principios
o vectores que ordenan la red simbólica patriarcal.

Flora Tristán registra la ironía de la escena primaria de su reconocimiento, un


leve desliz, digamos, un defecto de forma en el modo en que se porta y se
inscribe el nombre paterno sobre el cuerpo ‘indocumentado’ de una hija natural.
Tras contar el recibimiento del capitán, la viajera pronto insiste en precisar la
condición que ya conocíamos:

Es necesario que, para la ilustración del lector, le ponga al corriente de


las relaciones existentes entre mi tío y yo y que le instruya acerca de la
posición de mi tío respecto a los habitantes del país.

Se ha visto en mi prefacio que el matrimonio de mi madre no había


sido regularizado en Francia y que, como resultado de aquel defecto de
forma, se me consideraba como hija natural (1946: 123).

Flora Tristán es portadora de un apellido paterno que visto desde la perspectiva


de la ley, por “aquel defecto de forma” y sus “monstruosas consecuencias”
(1946: 123-124) no le correspondía. Un apellido notable de Arequipa, los Tristán y
Moscoso: marca de distinción de una familia aristocrática criolla, un nombre que
resuena por su amplia presencia protagónica en las etapas de independencia y
fundación de república. Es decir, nombre identificatorio del cuerpo y la memoria
histórica nacional. El tío de Flora Tristán –don Pío Tristán y Moscoso– era el pilar
de una familia de provincia a la que llega Flora Tristán como un terremoto5 tras
una larga y difícil travesía que había comenzado en Francia con una fuga de
un marido persecutor en 1832, y que continuaría en el largo viaje transoceánico
de varios meses que la llevaría en 1833 a la costa occidental africana, a Praya,
a Valparaíso, y finalmente a Arequipa, a la casa, nos dice, “donde había nacido
mi padre” (1946: 159).

5 ¿Será coincidencia que muy poco después de la llegada de Flora Tristán a Arequipa
temblara la tierra? Me refiero por supuesto a la función narrativa del desastre en su relato
de la llegada a la casa paterna: “Había llegado a Arequipa el 13 de septiembre. El 18 del
mismo mes sentí por primera vez en mi vida un temblor. Fue aquél tan famoso por sus
desastres [...]” (1946: 166).

105
Latinoamericanismo a contrapelo

En las Peregrinaciones de una paria, el tropo del regreso a la casa paterna empalma
con la cuestión de la herencia. “Usted sabe que me dirijo donde mi familia con
la esperanza de recoger, si no la totalidad, por lo menos una parte de la herencia
de mi padre” (1946: 97). Ya en su correspondencia de 1829 Flora Tristán había
reclamado sus derechos de heredera, argumentando que si bien el matrimonio
de sus padres no había sido formalmente sancionado por la ley (aunque sí había
alguna evidencia de la contracción de nupcias religiosas), su acta de bautismo
documentaba su reconocimiento pleno como hija de Mariano Pío y Moscoso,
muerto repentinamente cuando Flora era apenas una niña. Y añade en su carta
al tío: “Me ha visto educar por mi padre, cuya casa frecuentaba continuamente.
Puede usted también ver a mi amigo, conocido por nosotros con el nombre de
Robinson [...]” (1946: 124).

Robinson era el apodo nada menos que de Simón Rodríguez, el joven e iconoclasta
maestro de Bolívar. Es decir, la hija ‘natural’ recurre a los padres de la patria para
que documenten la legitimidad de su nombre. No habría entonces que idealizar
la posición de Flora Tristán ante el orden patriarcal que por un lado critica y que
por otro desea, en función de su reconocimiento.

Por su lado, el tío no le niega su afecto, nos dice la viajera, pero responde a
su reclamo con el discurso apabullante de la ley de herencia: “Convengamos,
pues, que usted no es sino la hija natural de mi hermano, lo cual no es una
razón para que sea menos digna de mi consideración y de mi tierno afecto”
(1946: 128). La interpelación afectiva opera efectivamente sobre la huérfana:
“Mi tío tiene el talento exquisito de hablar a cada cual en su lenguaje. Cuando
se le escucha está uno de tal modo fascinado por sus palabras que se olvidan
las quejas que uno tiene contra él. Es una verdadera sirena. Nadie todavía
ha producido sobre mí el efecto mágico que él ejercía sobre todo mi ser”
(1946: 224). La ambivalencia de la figura patriarcal se desprende precisamente
de la necesidad de su reconocimiento: “Tío, le dije, ¿está bien seguro de que
soy hija de su hermano? –¡Oh! [responde el tío]. Sin duda, Florita. Su imagen se
reproduce en usted demasiado fielmente para ponerlo en duda” (1946: 229).
La paternidad tiene entonces una dimensión natural irreductible, pero el poder
paterno responde a los derechos garantizados por otra ley:

Florita, me dijo, cuando se trata de negocios, no conozco sino las leyes


y pongo de lado toda consideración particular. Usted me muestra una
partida de bautismo en la que usted está calificada de hija legítima. Pero
no me presenta el certificado de matrimonio de su madre y la partida
del estado civil establece que usted ha sido inscrita como hija natural.
Con este título tiene usted derecho al quinto de la sucesión de su padre.
[...] Así, pues, no tengo nada suyo, mientras no dé a conocer una partida
revestida de todas las formas legales que compruebe el matrimonio de
su madre con su hermano (1946: 228).

106
Las par adojas del deseo de Flor a Tristán

Insisto en la dimensión monetaria de la deuda que va a cobrar la hija, –deuda


que produce su subjetivación en tanto hija, su transacción en el orden simbólico–
porque en el caso de las Peregrinaciones de una paria ese proceso de subjetivación
está ineluctablemente ligado a la propiedad. Nombre, dinero, propiedad, herencia,
legado: las asociaciones se multiplican y organizan el sentido de la protección y
la identificación que reclama Flora Tristán en tanto hija. Pero sabemos bien, al
mismo tiempo, que no hay que soslayar el impacto del síntoma de la lucha por una
herencia material que bien puede ser una fuerza constitutiva de la identificación
de un sujeto, de su relación con la ley del padre y el reconocimiento:

La legitimidad de mi nacimiento ha sido puesta en duda. Era éste un motivo


para desear ardientemente ser reconocida como hija legítima a fin de echar
un velo sobre la culpa de mi padre, cuya memoria queda manchada por el
estado de abandono en que ha dejado a su hija (1946: 228).

La cuestión de la herencia se cruza en Flora Tristán con otras dimensiones


constitutivas de la subjetividad; vectores múltiples de la identidad que atraviesan
al sujeto y que se intersectan y se condensan precisamente en el lugar del nombre
del padre cuya ley debería garantizar tanto el traspaso de la propiedad como
la inserción estable del sujeto en un orden simbólico. El orden es por un lado
familiar, pero también cultural, en la medida en que la identificación provista
y garantizada por la legitimidad del nombre paterno es la primera instancia de
inserción social del sujeto.6 Flora Tristán viaja al Perú no solo para cobrar una
herencia, reivindicando así la legitimidad de su nombre; viaja también para
insertarse en una red simbólica nacional. No por casualidad, el prólogo del libro
está firmado por “vuestra compatriota y amiga”. Pero así como se le niega la
legitimidad de su herencia también se le cuestionará, todavía un siglo después
de su muerte, su ciudadanía cultural: “Paria en mi país, había creído que al poner
entre Francia y yo la inmensidad de los mares podía recuperar una sombra de
libertad. En el Nuevo Mundo era también una paria como en el otro” (1946: 98).

La escritura, la otra herencia y la voluntad de poder

Si pensamos entonces que se viaja para reclamar una serie de derechos que al
fin y al cabo solo pueden ser garantizados por la legitimidad del nombre, habría
entonces que pensar que se escribe el viaje, el relato del viaje, para relativizar el
poder de ese legado y proponer, por el reverso de la herencia, la inserción en

6 A partir de su lectura de Lacan, Louis Althusser elabora el concepto de interpelación (y de


subjetivación) precisamente como efecto de un llamado y de una apelación del sujeto en el
orden familiar y simbólico. Véase su Ideología y aparatos ideológicos del Estado ([1970] 1974).

107
Latinoamericanismo a contrapelo

afiliaciones alternativas.7 Porque es obvio que el viaje de Flora Tristán –la escritura
del viaje– posibilita su constitución, no ya como hija, sino como autora de las
Peregrinaciones de una paria. La literatura para Flora Tristán comienza precisamente
donde (siempre ambiguamente) termina la necesidad del reconocimiento familiar.
La escritura comienza tras la dolorosa salida o fuga de la casa paterna:

Dejaba la casa en donde había nacido mi padre y en donde creí


encontrar un asilo, pero durante los siete meses que habité en ella solo
ocupé la morada de un extraño. Huía de esta casa en la que había sido
tolerada pero no aceptada. Huía para ir ¿dónde?... Lo ignoraba. No tenía
plan, y harta de decepciones, no formaba proyectos. Rechazada en
todas partes, sin familia, sin fortuna o profesión y hasta sin nombre, iba
a la ventura, como un globo en el espacio que cae en donde el viento
lo empuja. Dije adiós a estas paredes, invocando en mi ayuda la sombra
de mi padre (1946: 361).

Si bien está cargado de titubeos y ambivalencia afectiva, el momento de la salida


–la fuga– de la casa paterna marca el comienzo de la trayectoria de otro viaje.
Ese otro viaje no es necesariamente tan desorientado como parece sugerir Tristán.
La salida del Perú es el comienzo de otro itinerario: el pasaje a la literatura, a su
sistema alternativo de garantías y derechos.

¿Significa entonces el paso a la literatura la constitución de un sujeto soberano,


autónomo, tras la fuga dolorosa de la casa paterna? ¿Se cancela la problemática
del nombre y la legitimidad en el espacio aparentemente abierto de la literatura?
¿Cómo se autoriza una subjetividad emergente, alternativa? Digamos de entrada
que no cabe duda que en Tristán la literatura comienza donde termina la familia.
La escritura del viaje provee incluso un espacio de reflexión con relativa autonomía
desde donde se piensa precisamente la injusticia de la herencia, la violencia y los
mecanismos de exclusión mediante los cuales se recortan los límites del legado
familiar. Desde ese espacio de reflexión provisto en parte por la literatura Tristán
produce también una crítica de las fronteras protegidas del corpus nacional.

Su impulso crítico la lleva a trabajar, digamos, por el reverso de la historia


republicana, mediante un ejercicio a veces muy cercano a la ficción –operación
ligada formalmente al género de los relatos de vida– que le permite producir
afiliaciones y modelos alternativos de acción e intervención política. Se trata de
una serie de breves biografías de mujeres que ejercen la posibilidad de fugas
diversas y otras estrategias de impugnación del autoritarismo (paterno). Me refiero
a la historia de la evasión espectacular de la monja Dominga del convento de

7 Edward W. Said propone la distinción entre identificaciones filiativas y afiliativas en The


World, the Text, and the Critic (1983: 17).

108
Las par adojas del deseo de Flor a Tristán

Santa Catalina; el relato del matrimonio de la joven princesa Carolina de Looz,


engañada y traída al Perú desde Bruselas, según Tristán, nada menos que por
el primer Presidente de la República, don José de la Riva Agüero; o la breve
historia de la condena al destierro y de los días finales de Francisca de Gamarra,
Pancha la Generala, “excelente amazona”, (1946: 441) con cuya historia trágica
cierra Tristán las Peregrinaciones de una paria, dando muestra de una intensidad
narrativa que acaso no tenía rival entre sus contemporáneos. Se trata de historias
afiliativas, no solo por la temática antiautoritaria y el heroísmo excéntrico de sus
modelos femeninos, sino también por las redes de circulación de la información
–chismes, relatos extraordinarios, historias orales– que siempre involucran una
serie de relevos entre diversas narradoras.

Lamentablemente no cuento aquí con el espacio necesario para dedicarle mayor


atención a la organización discursiva de estos relatos de vida, a su trabajo de
incorporación de voces subalternas mediante una compleja panoplia de técnicas
de cita y discursos referidos, posiciones múltiples de los sujetos que cuentan y
que conforman las fuentes complejas de un archivo de voces y de una memoria
alternativa. En efecto, las Peregrinaciones de una paria son tanto una crítica de
los principios de exclusión que regulan la herencia y los derechos de la filiación
patriarcal, como la propuesta afliliativa de un legado alternativo, inseparable aquí
del ejercicio y las operaciones de la escritura literaria.

Quisiera, para concluir, remitirme solamente a dos dimensiones de la escritura


literaria de Flora Tristán que nos permitirán reflexionar brevemente sobre la
ambivalencia irreductible de un discurso y una institución (la literatura) que por
un lado pareciera proveer un ‘albergue’ subalternista, un dominio alternativo
para las voces y subjetividades ocluidas, a la vez que traza nuevas jerarquías,
maquinarias de captura y nuevos modos de dominación. Dos historias de Flora
Tristán condensan y cruzan estas pulsiones: la primera es el relato de evasión
de la monja Dominga del convento de Santa Rosa en Arequipa; la segunda es el
relato de la custodia y el destierro de Pancha Gamarra, la Generala.

No es casual que la historia de Dominga se desencadene a partir de un gesto


ficcionalizador del discurso: “mis ojos se dirigían involuntariamente al convento de
Santa Rosa. Mi imaginación me representaba a mi pobre prima Dominga revestida
con el amplio y pesado hábito de las religiosas de la orden de las carmelitas”
(1946: 288). El gesto ficcionalizador es muy significativo pues motiva una historia
que discurre por el reverso clandestino de la historia familiar, la historia de uno
de los mayores secretos de la familia de don Pío de Tristán, que Flora intentará
develar precisamente en el espacio alternativo de la ‘imaginación’. Se trata de una
historia de mujeres, contada mediante un complejo juego de relevos narrativos que
se originan en la propia Dominga, a quien Flora entrevista ‘en secreto’, mientras
la monja fugitiva se encontraba recluida en la casa paterna.

109
Latinoamericanismo a contrapelo

El plan mismo de la evasión espectacular provenía de un relevo: la lectura que


hace Dominga de Santa Teresa:

Un día, hacia fines del tercer año [de su reclusión involuntaria], le tocó el
turno de hacer la lectura en el refectorio y Dominga encontró en un pasaje
de Santa Teresa la esperanza de su liberación. Refería este pasaje que con
frecuencia el demonio recurre a mil medios ingeniosos para tentar a las
monjas. La santa cuenta, por ejemplo, de una religiosa de Salamanca que
sucumbió a la tentación de fugarse del convento (1946: 309).

Dominga lee el exemplo del libro canónico, digamos, al revés. Despliega una lectura
a contrapelo, una lectura práctica, performativa, que sucumbe a las tentaciones del
demonio y encuentra allí –más que una mera lección alegórica– la literalidad de su
plan de evasión: le pide a su esclava negra (primera alianza) que compre e introduzca
un cadáver en el convento, mediante la complicidad de la portera (segunda alianza),
para luego ocasionar un fuego en su celda personal que aparentaría su trágica
muerte. El cadáver inidentificable sustituiría al cuerpo propio y disimularía la fuga.
Es decir: Dominga se hace pasar por muerta: y así pone en juego las identificaciones
mediante la evasión del lugar del nombre y la subjetivación. Y a esa evasión del
nombre y sus roles le corresponden, en el plano de la organización discursiva del
relato, los relevos de fuentes narrativas que tienden a producir un relato armado
con una multiplicidad de voces: conversaciones con la directora del convento,
quien ambiguamente le confiesa a Tristán que le agradaba la idea de que el diablo
interviniera allí, en Santa Rosa; y luego conversaciones con varias primas en cuyas
voces citadas o referidas se apoya Tristán al confabular la historia. La multiplicidad de
fuentes en la investigación testimonial de Tristán parecería desplazar la centralidad
de la autoría –otro lugar del nombre– y abre un espacio democrático, compartido,
en el interior del convento y en los intersticios de los rigores religiosos. En estos
gestos pareciera fundarse un concepto de la literatura en tanto espacio de libertad,
hospitalario, fuera de la ley, donde se inscriben las prácticas subalternas, los relatos
de la memoria prohibida o clandestina, el fundamento narrativo del otro archivo.

Pero a la vez decíamos que en las Peregrinaciones de una paria la literatura está
ligada a una ineluctable voluntad de poder –ligada también a la cuestión del
nombre– que transita precisamente los modos de subjetivación que la literatura
despliega en su trabajo con los márgenes, con las voces subalternas, en la estructura
testimonial de los relatos de vida. Me refiero en parte a la voluntad de dominio,
prácticamente hipnótica, que transita las miradas que se intercambian Tristán y
Pancha la Generala –la autora y su informante– en el relato que emblemáticamente
cierra las Peregrinaciones de una paria.

Si el relato de la evasión de Dominga exploraba un secreto y ubicaba las voces en


una zona más o menos privatizada o clandestina de la experiencia femenina en
el convento, en cambio, la historia del destierro de Francisca de Gamarra instala

110
Las par adojas del deseo de Flor a Tristán

la narración ante la experiencia más bien pública de Pancha la Generala, “mujer


guerrera […], excelente amazona”, “marimacho”, según el insulto de sus enemigos.
Cuando Flora Tristán logra entrevistarla, la Generala, esposa de un presidente
depuesto, se encontraba bajo custodia, acompañada de su fiel Escudero, en un
barco anclado en el puerto de El Callao, listo para zarpar y efectuar la condena
de Francisca al destierro. Pancha moriría unos días después en las costas de Chile
y pasaría a la historia nacional como un personaje muy ambiguo, una figura
cruel y violenta, mucho más decisiva y poderosa que su propio marido en la
administración del gobierno y de la guerra.

A Tristán le fascina la historia trágica de esta mujer con cuyo destierro y “abandono
universal” se identifica (1946: 442). Pero acaso más significativo aún, la historia
de la Generala le permite a Tristán cruzar las fronteras que habitualmente
delimitaban la agencia y la escritura de las mujeres en las zonas de la privacidad
de las elites criollas.8 En este relato de cierre, en cambio, la Generala condensa el
contrapunteo distintivo de las Peregrinaciones de una paria que en buena medida
están formalmente organizadas por la misma categoría del género, por la división
del trabajo entre las escenas de la guerra y de la vida doméstica, por ejemplo, que
progresivamente se intersectan y se problematizan hasta el punto del cruce final
entre lo público y lo privado –y acaso la anulación de la distinción misma– en el
relato de Francisca Gamarra, otra figura silenciada bajo el peso de la ley y de la
historia nacional. “Doña Pancha –señala Tristán–, parecía estar llamada a continuar
por largo tiempo la obra de Bolívar. Lo habría hecho si su calidad de mujer no
hubiese sido un obstáculo” (1946: 439).

El “poder de la voluntad” de Pancha –así como su voluntad de poder– ejerce una


fascinación notable sobre Tristán, quien ubica la historia de la ex-Presidenta en
un lugar privilegiado –el momento de cierre de las Peregrinaciones de una paria–
y acaso en el centro mismo de la red de afiliaciones que su discurso elabora
por el reverso de la memoria familiar y republicana. Pancha es distinta de las
otras mujeres inscritas en la red afiliativa, no solo porque interviene en la vida
pública, por cierto, sino también porque intenta ejercer –en el relato de vida que
elabora Tristán– un dominio excepcional sobre la propia autora, la entrevistadora,
explicitando así la lucha por el control que atraviesa la propia escena dialógica. En
el relato de la Generala la posición de Tristán no es tan inconspicua como lo había
sido en las ‘conversaciones’ igualitarias de los relatos anteriores. Tristán se coloca
de cuerpo entero en el escenario de una relación tan agonística como amorosa
entre la entrevistadora y su poderosa informante. De ahí que no sea casual la
insistencia en el peso de las miradas –su poder hipnótico– a lo largo del relato:

8 Sobre la escisión divisiva del trabajo entre lo privado y lo público, véase el libro fundamental
de Francine Masiello (1997: 187-217).

111
Latinoamericanismo a contrapelo

En aquel momento comprendí su pensamiento. Mi alma tomó posesión


de la suya. Me sentí más fuerte que ella, la dominé con la mirada. Se
dio cuenta de ello, se puso pálida, sus labios perdieron color. Con un
movimiento brusco echó el cigarrillo al mar y apretó los dientes. Su
expresión hubiera hecho estremecer al más atrevido, pero estaba bajo mi
dominio y yo leía cuanto pasaba en ella (1946: 431).

Pero la informante no es pasiva. Al contrario, devuelve inmediatamente la mirada


y con el gesto mismo de mirar ubica al cuerpo inconspicuo de la autora en la
agonística de la escena:

Me miró largo rato sin contestar nada. También ella trataba de penetrar
mis pensamientos. Rompió el silencio con el acento de la desesperación
y de la ironía:

¡Ah, Florita! Su orgullo la engaña. ¡Usted se cree más fuerte que yo!
¡Insensata! ¡Usted ignora las luchas incesantes que he sostenido durante
ocho años!9

En cierto sentido este intercambio de miradas explicita las condiciones de la


escena testimonial. Precisamente en la medida en que el intercambio de miradas
materializa las posiciones de los sujetos, esta especie de escena primaria del relato
de vida explicita el deseo (de penetrar el pensamiento del otro) y una notable
voluntad de dominio que recorre la escena testimonial. Esa voluntad de dominio
atraviesa ineluctablemente la escena del encuentro alternativo, la escena, digamos,
subalternista de la conversación igualitaria, y socava el dialogismo en que la
literatura reclama fundar su orden afiliativo.

Ahora bien, no habría por qué escatimar la relación constitutiva que la literatura
mantiene con los márgenes de la ley, con las identidades, digamos, que en otros
órdenes discursivos permanecerían bajo la custodia, bajo el peso de la ley. Las
voces tanto de Dominga como de Francisca Gamarra encuentran albergue en la
escritura y en los relatos de vida de Flora Tristán. La propia Tristán, expulsada de
las redes de la identificación paterna, encuentra en la literatura un modo alternativo
de constituir y legitimar su nombre precisamente mediante la narración de esos
relatos de vidas extraordinarias, fugitivas, agentes de pequeños o dramáticos
cambios, sujetos, en fin, del acontecimiento que interrumpe los ritmos adecuados
de la subjetivación. Con sus voces –en respuesta a la fuerza de sus miradas– funda
la literatura su archivo alternativo que sostiene a su vez la autoridad de saberes e
instituciones emergentes.

9 Ídem.

112
Las par adojas del deseo de Flor a Tristán

Bibliografía

Althusser, Louis
1974 [1970] Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Alberto J. Pía (trad.).
Buenos Aires: Editorial Nueva Imagen.
Basadre, Jorge
1946 “Prólogo”. En: Flora Tristán, Peregrinaciones de una paria. Emilia
Romero (trad.). Lima: Editorial Cultura Antártica.
De Santa Cruz y Montalvo, Mercedes (La Condesa de Merlín)
1974 Viaje a La Habana. La Habana: Letras Cubanas.
Masiello, Francine
1997 Entre civilización y barbarie. Mujeres, nación y cultura literaria en la
Argentina moderna. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.
Ramos, Julio
2000 “Genealogías de la moral latinoamericanista”. En: Mabel Moraña (ed.),
Nuevas perspectivas desde / sobre América Latina: el desafío de los
estudios culturales, pp. 185-209. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
2011 “Las paradojas del deseo de Flora Tristán”. En: Sujeto al límite, pp.
31-50. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana C. A.
2012 “Las paradojas del deseo de Flora Tristán”. En: Ensayos próximos, pp.
200-211. La Habana: Casa de las Américas.
Said, Edward W.
1983 The World, the Text, and the Critic. Cambridge: Harvard University
Press.
Tristán, Flora
1946 Peregrinaciones de una paria. Emilia Romero (trad.). Lima: Editorial
Cultura Antártica.

113
“Nuestra América”: arte del buen gobierno1

¿A dónde va la América, y quién la junta y la guía?

José Martí, “Madre América” (1977).2

D e entrada, un breve comentario sobre los objetivos y los problemas


de la lectura: más que los contenidos de una idea o un concepto de
América Latina, quisiéramos explorar la configuración de un discurso
latinoamericanista en José Martí y el fin de siglo. La noción de la ‘idea’ ha sido el
núcleo generador –casi siempre irreflexivo– de cierta historiografía de la cultura
que nos resulta problemática. Ese tipo de narrativa historiográfica presupone
frecuentemente la presencia de América Latina como un campo desde siempre
organizado en el exterior de los ‘conceptos’, como una presencia referible o hasta
comprensible por la transparencia de las ideas, y luego historiable.

Nos interesa explorar, más bien, las figuras, los dispositivos de la autoridad que
posibilitan el recorte, el ordenamiento textual de lo latinoamericano. América
Latina, en ese sentido, no es un campo de identidad organizado, demarcado,
antes de la intervención de la mirada que busca representarlo. Partimos de la
hipótesis que “lo latinoamericano” es un campo producido, ordenado, en la misma
disposición —políticamente sobredeterminada— del discurso que nombra, y al
nombrar genera el campo de la identidad.

Por otro lado, también quisiéramos distanciarnos de la mitología, muy común


hasta hace unos años, de la ‘autorreferencialidad’ pura de la palabra. Tal ideología
podría llevarnos a suponer que la heterogénea realidad latinoamericana, más allá

1 Este ensayo se publicó anteriormente en Desencuentros de la modernidad en América


Latina: literatura y política en el siglo XIX (1989).
2 José Martí: “Discurso de la Sociedad Literaria Hispanoamericana” [1890], en Nuestra América
(1977). Ese discurso, conocido también como “Madre América”, fue el antecedente directo
del ensayo “Nuestra América” que Martí publicó en México y Nueva York unos meses
después, a comienzos de 1891.

115
Latinoamericanismo a contrapelo

de las palabras que la designan, no tiene sino el estatuto lógico de un libro o una
ficción. Tampoco habría que incurrir en un empirismo ingenuo para reconocer
que América Latina rebasa las representaciones que sobre su experiencia
múltiple y contradictoria han producido los intelectuales. América Latina existe
como una problemática ineluctable que exige reflexión y trabajo: su existencia
es por lo menos tan densa e ineludible como la política norteamericana en
Centroamérica en los últimos años.

Proponemos, entonces, una distinción: entre el espacio múltiple y heterogéneo de


la tierra americana, y los diferentes intentos de construir un mundo –una lógica
del sentido– con esos materiales existe la distancia marcada por la transformación
que toda práctica discursiva opera, aun al proponer la definición categórica,
esencial, de su objeto. El valor y el signo político de cada reflexión sobre lo
latinoamericano no radican tanto en su capacidad referencial, en su capacidad de
‘contener’ la ‘verdadera’ identidad latinoamericana, sino en la posición que cada
postulación del ser ocupa en el campo social o, para ser más exactos, intelectual,
donde la ‘definición’ se enuncia. En ese sentido, América Latina existe como un
campo de lucha donde diversas postulaciones y discursos latinoamericanistas
históricamente han pugnado por imponer y neutralizar sus representaciones de
la experiencia latinoamericana; lucha de retóricas y discursos –a veces seguidas
de luchas armadas– que se disputan la hegemonía sobre el sentido de ‘nuestra’
identidad. Es decir, tras cada postulación de lo latinoamericano hay una voluntad
de poder, ejercida desde diferentes lugares en el mapa de las contradicciones
sociales. Nos preguntaremos sobre el lugar de un clásico latinoamericanista,
“Nuestra América” de Martí, en el interior de ese campo de luchas.

Siempre resulta difícil leer –críticamente– a un clásico. En el caso de “Nuestra


América” se trata de un clásico cuyas condiciones de producción se han ido borrando
con el paso del tiempo y el proceso de su canonización. Ese texto ha pasado a ser
–más que una representación de América Latina– una cifra inmediata en que zonas
discordantes de la cultura latinoamericana, desde diferentes ángulos y posiciones
políticas, ‘reconocen’ su identidad. Esa es, por cierto, una posible definición del
texto clásico: un acontecimiento discursivo que en la historia de sus lecturas
–borradas las condiciones específicas de su producción– asume un enorme poder
referencial;3 un texto que, institucionalizado, pierde su carácter de acontecimiento
discursivo y es leído en función de la presencia inmediata del mundo representado.
En Martí continuamente leemos ‘nuestra’ identidad. Por ese poder referencial que

3 Cintio Vitier señala: “Entre los riesgos que entraña el estudio de Martí no es el menor
el de quedar prendidos en el hechizo de su obra [...]. Aun sabiendo que esa obra es el
testimonio de un hombre que no separó el arte de la vida, la palabra de la acción, es tal su
riqueza, que ella sola puede ampliamente absorber todas nuestras energías. Rendirse a esa
única fascinación, sin embargo, no sería una conducta de verdadera fidelidad al espíritu
martiano”. “Martí futuro” en Temas martianos (1981: 120).

116
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

las instituciones culturales le inyectan al texto, suponemos que Martí efectivamente


nos define y aceptamos la trascendencia de su verdad. Más aún, “Nuestra América”
nos define en un gesto indudablemente crítico, antimperialista, si se quiere; gesto,
por eso mismo, fundamental para ‘nosotros’. Nos preguntamos: ¿quiénes quedan
incluidos –o excluidos– por ese campo de identidad?, ¿desde qué lugar en el mapa
de las contradicciones sociales se enuncia, se postula, solidariamente ese ‘nosotros’?,
¿qué autoridad social regula la entrada de materiales al campo de identidad?, ¿o es
que efectivamente todos hablamos por esa voz –la del escritor– que nos enuncia?
Habría que precisar las condiciones históricas, las luchas políticas, a que responde
esa definición, que llega a nosotros, al parecer, absoluta, fuera del tiempo. Pero
¿cómo explicar la artificialidad, las normas de ese discurso que nos define, mientras
sabemos que busca defendernos, protegernos de ‘ellos’ al representarnos?

¡Padre Martí, padre real, granero del apetito pasado y del hambre futura, troje de
la que seguimos viviendo [...]! (Mistral 1960: 258).

Por cierto, la enorme capacidad interpelativa, inclusiva, de la familia martiana


solo en parte es producto de su canonización. El propio Martí, desde los primeros
párrafos de “Nuestra América”, le proyecta un lugar a su destinatario en el interior
del campo de la identidad autorial:

¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal


indio, de la madre que los crió, y reniegan ¡bribones! de la madre enferma,
y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues ¿quién es el hombre?
¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a
trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas [...]
paseando el letrero de traidor en la espalda [...]? (1977 [1890]: 27).

Hay que ser ese hombre, pues. “La crítica es la salud de los pueblos, pero con un
solo pecho, con una sola mente” (1977: 31). O se es ese hombre –aceptadas las
normas indiscutidas de esa ‘mente’– o se es un traidor. El texto interpelativo le
predispone un lugar a su destinatario dentro de la familia, la metáfora clave en todo
Martí. La metáfora de la familia refuerza y endurece la interpelación, porque si bien
es posible cuestionar las categorías convencionales de lo social, más difícil resulta
distanciarse de la continuidad natural de la familia y la filiación. La crítica, como
pensamos, comienza donde termina la metáfora de la familia, desnaturalizando y
explicando el carácter histórico de esa autoridad que decide los rasgos del ‘nosotros’
firmemente inclusivo, efecto de la interpelación. ¿Pero cómo distanciarse de esa
entonación –voz del padre– que con furia nos anuncia (a sus ‘hijos’, o a sus lectores,
más bien) que el rechazo o incluso el cuestionamiento de la homogeneidad familiar
–espacio de su autoridad– sería condenado al silencio, a la exclusión con que se
castiga a los traidores? Acaso el discurso polémico y crítico de “Nuestra América”
–que con rigor asume y desmantela las ‘familias’ de otras postulaciones del ‘ser’
americano– responda a esa pregunta.

117
Latinoamericanismo a contrapelo

II

El discurso de la identidad en “Nuestra América” se apoya en un relato de la historia


mediante el cual Martí plantea la problemática –“el enigma hispanoamericano”
(1977 [1890]: 31)– que su propio discurso intentará resolver. Según ese relato, la
historia americana no es un proceso en que el ‘ser’, armónica y progresivamente,
acumula los rasgos esenciales de su identidad. La identidad no se representa
como una totalidad desde siempre constituida. En cambio, ahí el ser americano
se representa como efecto de la violenta interacción de fragmentos que tienden,
anárquicamente, a la dispersión.

Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y


la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra,
el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de
España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor [...] (1977 [1890]: 30).

Más que una unidad orgánica, ese cuerpo –el de la madre América– ha sido
‘descoyuntado’ y ‘descompuesto’. Armado con restos de códigos, con fragmentos
incongruentes de tradiciones en pugna, ese cuerpo es el producto de una
violencia histórica, del desplazamiento de los “orígenes confusos y manchados
de sangre” (1977 [1890]: 22).

El discurso martiano, nuevamente, se sitúa ante la fragmentación e intenta


condensar lo disperso. Su autoridad –ligada, según veremos, a los dispositivos
compensatorios de una mirada reintegradora– se basa también en una proyección
del porvenir, en una teleología que postula la superación definitiva de la
fragmentación: la redención última de una América orgánica, purificada de las
manchas que opacaban su plenitud originaria. De ahí se desprende, sin embargo,
la ambigüedad de la teleología martiana: la historia no es vista como el devenir
armonioso de la perfectibilidad futura, sino más bien como el proceso de luchas
continuas, de un “pasado sofocante” (1977: 32) que dispersa y aleja al cuerpo
de la armonía originaria. Porque “en lo humano todo el progreso consiste acaso
en volver al punto de que se partió” (Martí 1977 [1890]: 376). Impulsada por las
continuas “discordias parricidas”, la historia está hecha de ‘ruinas’.4 Su devenir, en
Martí, descompone la totalidad, de cuyo cuerpo orgánico y originario solo quedan
restos que debían ser rearticulados.

Sin embargo, en ese relato no habría que buscar una poética de la fragmentación;
la fragmentación en Martí produce terror: es el límite de su discurso. La dispersión
produce la nostalgia de un sujeto que ve en el pasado el despliegue incesante

4 Ídem.

118
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

de una catástrofe, e intenta rehacer –con la materia deshecha, arruinada, de la


experiencia histórica– la solidez del fundamento, la estabilidad perdida.

Para Martí, ese ejercicio ordenador, ‘hermanador’, era doblemente necesario:


no solo garantizaría la consolidación del buen gobierno, contribuyendo a
dominar el parricidio, los “tigres de adentro”; además posibilitaría la defensa de
la familia recompuesta contra la amenaza –nada imaginaria– de la intervención
extranjera: el “tigre de afuera”. El discurso del ser, nuevamente, se arma sobre
la dialéctica adentro/afuera, en el doble movimiento de la homogeneización
del interior –“la casa de nuestra América”– (“Madre América” 1977 [1890]: 20)
y la exclusión de los ‘otros’, sin duda poderosos, cuya amenaza en todo caso
posibilita y hace indispensable la consolidación del interior. Pero en “Nuestra
América” ‘ellos’ no es solo pronombre del capital, de la modernidad extranjera.
El ‘nos-otros’, según el propio Martí, también estaba llenos de tigres, ‘otros’ que
impedían la coherencia del ser latinoamericano. ¿Qué tipo de fuerzas generaban
la fragmentación interior?

III

Significativamente, en el mismo gesto de asumir la pregunta –qué somos–,


en el mismo itinerario de la escritura como búsqueda de la “clave del enigma
hispanoamericano” (1977 [1890]: 31), “Nuestra América” no responde espontánea
e inmediatamente a la problemática de la identidad, ni a la amenaza real del
imperialismo norteamericano. Al plantearse la pregunta el texto se sitúa ante
el archivo de materiales, imágenes, representaciones, que desde las guerras de
independencia se habían planteado la pregunta y habían definido el quehacer
intelectual precisamente en función de la investigación del ‘enigma’ de la identidad
y de las condiciones y posibilidades del buen gobierno.5

5 Ya en Sarmiento la pregunta –qué somos– asumía la forma de la investigación (y el


relato) del enigma: “¡Sombra terrible del Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo
el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas te levantes a explicarnos la vida secreta y
las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo. Tú posees el
secreto: ¡revélanoslo!” (1973: 45). Por otro lado, el relato del enigma es un modo clásico
de organizar la producción del saber. En una lectura alternativa del Edipo, Foucault analiza
la tragedia –no ya como la historia de los deseos y represión del yo– sino como una
reflexión sobre la relación entre la búsqueda de la verdad y la imposición del poder: “Este
personaje del tirano no solo se caracteriza por el poder sino también por cierto saber [...]
Edipo es quien consiguió resolver por su pensamiento, su saber, el famoso enigma de la
esfinge. [En] todo momento dice que él venció a los otros, que resolvió el enigma de la
esfinge, que curó la ciudad [...]” (Foucault 1980: 54). Por su parte, en “La biblioteca de
Babel” (Ficciones), Borges había reflexionado sobre la violencia y las luchas por el poder
como presupuestos de la búsqueda de la clave del enigma. Véase también su “Poema
conjetural” (El otro, el mismo) sobre el letrado Francisco Laprida, que solo en la muerte, en
el encuentro con la ‘barbarie’, descubre “la recóndita clave de mis años [...] / La letra que
faltaba, la perfecta/ forma que supo Dios desde el principio”.

119
Latinoamericanismo a contrapelo

A primera vista, pareciera que el terror martiano a la fragmentación remite a la


voluntad de orden que desde Bolívar definía al discurso iluminista, modernizador,
de los patricios, cuya legitimidad y poder efectivo radicaba en el proyecto de
formación de los sujetos nacionales, inseparable a su vez del proceso de la
consolidación estatal. En efecto, “Nuestra América” asume y reescribe las figuras,
los dispositivos de representación de aquella retórica: civilización/barbarie,
ciudad/campo, modernidad/tradición; o –para usar las metáforas del propio Martí–
el ‘caos’ como efecto de “la pelea del libro contra el cirial” (1977 [1890]: 27).

Sin embargo, para los patricios –según vimos en la lectura de Bello y Sarmiento–
el poder de la letra proveía la racionalidad necesaria para dominar la bárbara
naturaleza americana, contribuyendo así a la modernización, a la civilización de la
tierra americana. En cambio, “Nuestra América” invierte esa economía del sentido
en una postulación de lo autóctono (1977 [1890]: 28), del ‘hombre natural’, como el
fundamento necesario –aunque manchado en sangre y olvidado– de la definición
del ser y el buen gobierno.

Como los letrados, Martí representa a América Latina como una realidad
‘descoyuntada’; también en él la deseada homogeneidad del ‘nosotros’ se postula
en respuesta al caos y a la desarticulación del Estado. Pero por el reverso de la
retórica modernizadora, Martí explica el caos en función de la mala representación
de los “letrados artificiales”, cuyo discurso, delimitado por las formas del “libro
importado” (1977: 28) había excluido la particularidad americana, autóctona, de
los proyectos nacionales.

“No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y
la naturaleza” (1977: 28). La referencia a Sarmiento no puede ser más clara. Si
en Sarmiento, por ejemplo, el intelectual se autorrepresenta y se legitima como
un viajero, como traductor, mediando entre la página en blanco del desierto y la
plenitud de la biblioteca europea, en Martí el discurso de la identidad niega el
modelo de la importación y propone la construcción de una biblioteca alternativa.
Contra los “redentores bibliógenos” (1977 [1890]: 29), Martí postula la necesidad
del archivo de la tradición, un saber alternativo y americano:

La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La


historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque
no se enseñe la de los arcontes de Grecia, Nuestra Grecia es preferible
a la Grecia que no es nuestra. [...] Injértese en nuestras repúblicas el
mundo, pero el tronco ha de ser de nuestras repúblicas (1977 [1890]: 29).

En ese gesto polémico, que paso a paso desmonta las figuras y los mecanismos de
autorización de la retórica modernizadora, Martí propone la autoridad de un nuevo
saber que encuentra, en la metáfora del árbol –el cirial–, un núcleo generador.

120
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa


cargada de flor [...] ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase
el gigante de las siete leguas! Es la hora de la marcha unida, y hemos
de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes
(1977 [1890]: 26).

En la retórica iluminista, el desplazamiento del viaje, en la figura del transporte


que escinde y da sentido al desierto, era una metáfora matriz, un icono del poder
ordenador del discurso. En cambio, precisamente en oposición al desplazamiento (al
“gigante de las siete leguas”), en Martí domina la metáfora del árbol, ligada también
al fundamento geológico –puro, elemental– de la “plata en las raíces de los Andes”.

Ya notaban Deleuze y Guattari la importancia del árbol –del libro-árbol– como


emblema clásico de un saber estable y jerarquizador dominado por el deseo de la
continuidad y el firme fundamento que garantiza el origen puro, incontaminado (como
la “plata en las raíces”) (1978). Pero tampoco debemos hipostasiar la significación de
una figura que en distintas coyunturas bien puede variar su funcionalidad. Habría
que preguntarse, más bien, sobre el lugar (y el uso) de la retórica ante los discursos
del poder. En Martí, el saber de la tierra, en su postulación del retorno a lo más
básico y elemental (“lo más genital de lo terrestre”, dirá Neruda medio siglo después),
cumple una función estabilizadora que sin embargo se opone, en su coyuntura, a los
discursos ya institucionalizados, estatales, de la modernización y el progreso.

Es cierto, por otro lado, que el discurso de lo autóctono cristaliza una estrategia de
legitimación que le otorgará a zonas de la literatura latinoamericana una enorme
autoridad social, incluso en el interior del Estado: ese será el caso, por ejemplo,
de la raza cósmica de Vasconcelos, y también del indigenismo oficial promovido
por la Secretaría de Educación Pública en México a partir de 1921. Recordemos
también la importancia del nacionalismo culturalista de Rojas y Lugones en la
Argentina del Centenario, que sublimó y se apropió de la gauchesca, situándola
en el centro mismo de la literatura nacional.

Sin embargo, en la coyuntura en que operaba Martí, el discurso de lo autóctono


no contaba –en el Estado– con destinatarios favorables; por el contrario, era
un discurso subalterno y crítico del poder en una época aún dominada por un
positivismo rampante:

No detengamos a los Estados Unidos en su marcha [...]. Alcancemos a


los Estados Unidos. Seamos América, como el mar es el océano. Seamos
Estados Unidos.6

6 D. Sarmiento: Conflicto y armonía de las razas en América ([1883] 1915: 456). Este libro
de Sarmiento bien puede leerse como uno de los clásicos del positivismo contra el cual
debate intensamente Martí: “No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores

121
Latinoamericanismo a contrapelo

Aunque hemos insistido en Sarmiento –emblema del proyecto civilizador– como


un punto clave de referencia polémica en “Nuestra América”, también conviene
recordar el contexto específico en que se publicó el ensayo. “Nuestra América”
apareció en 1891, en plena época del porfiriato, en El Partido Liberal de México,
periódico oficial de aquel Estado desarrollista, abierto al capital extranjero como
ningún otro en su momento histórico. De ahí que podamos leer el discurso de lo
autóctono en “Nuestra América” como una crítica audaz, aunque necesariamente
oblicua, de la política modernizadora del porfiriato:

Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras [repúblicas],


olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de
viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo
de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero
(1977 [1890]: 31).

La polémica es, a su vez, contra los intelectuales orgánicos, los ‘científicos’ del
porfiriato y contra su saber positivista, institucionalizado en el campo estatal.
Hacia la misma época en que se publica “Nuestra América”, uno de los más
notables ‘científicos’ mexicanos, el ingeniero Francisco Bulnes, escribía:

No son Europa y los Estados Unidos, con sus ambiciones, los enemigos de
los pueblos latinos de América; no hay más enemigos terribles de nuestro
bienestar e independencia que nosotros mismos. Nuestros adversarios,
ya los he hecho conocer, se llaman: nuestra tradición, nuestra herencia
morbosa, nuestro alcoholismo [...] (s.f.: 1).7

canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el
viajero justo y el observador cordial busca en vano en la justicia de la Naturaleza, donde
resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. [...]
Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición de las razas” (1977:
32). Sin embargo, al debatir contra el concepto de determinismo racial que dominaba en
el positivismo, Martí tiende a escamotear las luchas y jerarquizaciones que efectivamente
operaban en términos étnicos. Martí tiende, por ejemplo, a hipostasiar el concepto de una
América ‘mestiza’ o ‘criolla’, supuestamente integrada. Si bien ese deseo de homogeneidad
e integración étnica implica una crítica del racismo positivista, a la vez escamotea el factor
étnico como una de las medidas reales de exclusión y violencia en la política de los
Estados modernizadores del fin de siglo.
7 Otra reflexión positivista sobre la ‘enfermedad’ latinoamericana, de mucha influencia en
su época, fue Nuestra América (Ensayo de psicología social [1903]) del argentino Carlos
O. Bunge: “Y con todo, el mal, nuestro mal, no debe ser incurable [...]. No hallo, pues,
sino un remedio, un solo remedio contra nuestras calamidades: la cultura, alcanzar la
más alta cultura de los pueblos europeos... ¿cómo? por el trabajo” (1918: 217). ‘Cultura’
para Bunge era sinónimo de progreso y modernización. La metáfora de la ‘enfermedad’
–y de la cura sociológica– es también un núcleo generador en Alcides Arguedas, Pueblo
enfermo: contribución a la psicología de los pueblos hispanoamericanos (1909). En Cuba,
unos años después de la muerte de Martí, Enrique J. Varona planteaba que el único modo
de defender a Cuba de los poderes extranjeros (se refiere, significativamente, a Inglaterra

122
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

En efecto, “Nuestra América” emerge en una época de circulación y dominio


de representaciones de América Latina como un cuerpo enfermo, contaminado
por la impureza racial, por la sobrevivencia de etnias y culturas tradicionales
supuestamente destinadas a desaparecer en el devenir del progreso y la
modernidad. En ese contexto dominado por discursos oficiales que ante la
pregunta –qué somos– respondían “Seamos Estados Unidos”, no podemos
subestimar la identidad crítica del saber de la raíz, del acercamiento martiano a
las culturas aplastadas por la modernización.

Para Martí, esos discursos colonizadores eran el “tigre de adentro”, la causa misma
de la ‘enfermedad’. En “Nuestra América” el caos no es efecto de la ‘barbarie’,
de la carencia de modernidad; la descomposición de América es producida
por la exclusión de las culturas tradicionales del espacio de la representación
política. De ahí que “Nuestra América” proponga la construcción de un ‘nosotros’
hecho justamente con la materia excluida por los discursos –y los Estados–
modernizadores: el “indio mudo”, el “negro oteado”, el campesino marginado
por la “ciudad desdeñosa” (1977 [1890]: 30). Porque si el “hombre natural” no era
incluido en el proyecto del ser nacional, en el espacio del buen gobierno, “se lo
sacude y gobierna”: “Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la
justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las
necesidades patentes del país” (1977 [1890]: 28).

IV

Por momentos, la crítica a los “bibliógenos redentores” en “Nuestra América”


parecería indicar cierto antintelectualismo: “Ni el libro europeo, ni el libro yanqui,
daban la clave del enigma hispanoamericano” (1977 [1890]: 30-31); y “el libro
importado ha sido vencido en América por el hombre natural” (1977 [1890]: 28).
Su crítica de la artificialidad de la letra (importada) presupone, en todo caso, la
alternativa más eficaz de una mirada, de unos modos de representación, que
reclaman tener acceso inmediato a “los elementos naturales del país”.8 Liberada
de las “formas importadas” (1977 [1890]: 29), esa mirada sería fundamental para
la consolidación del buen gobierno: “Surgen los estadistas naturales del estudio
directo de la Naturaleza” (1977 [1890]: 31).

Sin embargo, también es evidente que saber y conocer, es decir, las tareas
específicas (y discursivas) de los intelectuales, son palabras claves a los largo

y no a los Estados Unidos) era modernizar, urbanizar el campo, asumir el progreso que
garantizaba el poder de los imperios. Ese texto también puede leerse como uno de los
límites del debate en que se situaba Martí, ya en 1891, contra el positivismo y su ‘ciencia’
privilegiada: la sociología (El texto de Varona se encuentra reproducido en la Edición
homenaje a E. J. Varona [La Habana, Apra, 1933], 7-21).
8 Ídem.

123
Latinoamericanismo a contrapelo

del ensayo: “Conocer el país y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único


modo de librarlo de tiranías” (1977 [1890]: 29). De ahí que la espontaneidad y la
inmediatez que ese sujeto reclama, en su investigación de “los elementos naturales
del país”, sean sumamente relativas, si no imposibles. Esa mirada, según el texto,
es más ‘directa’ que la artificialidad de la letra, pero también implica –ante la
realidad que busca representar– una serie de dispositivos, de formas, un sistema
de mediaciones que posibilitan la producción del sentido, la demarcación de los
contornos de su objeto.

Pronto tendremos que preguntarnos sobre la economía, los parámetros de


valoración que regulan esa mirada. Digamos, por ahora, que el primer paso del
itinerario de la ‘buena’ representación del ser americano ha sido negativo: la
desautorización, nada solapada, por cierto, de otros modos de representación. La
marcada insistencia, a lo largo de “Nuestra América”, en la necesidad y la autoridad
social del saber de cierto tipo de intelectuales, indica la intensidad de las luchas
por el poder (sobre el sentido de lo latinoamericano) en el que el texto queda
inscrito. El objeto de la pugna en que se inscribe Martí es la autoridad sobre la
representación –el saber– de lo que realmente somos: la clave del enigma. “Nuestra
América”, en este sentido, más que un ‘reflejo’ de América Latina, es una reflexión
sobre qué tipo de discurso legítima y eficazmente podía representar ese campo
conflictivo de identidad. Es decir, en el proceso de su representación ‘nosotros’,
“Nuestra América” reflexiona y debate sobre las condiciones de posibilidad y
normas de la ‘buena’ representación.

Según hemos sugerido, la primera condición de verdad de esa representación es


la inclusión de las culturas tradicionales, subalternas –hasta entonces marginadas
por el discurso modernizador– en el espacio del ‘nosotros’ y de la política:

El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre


del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, contaba en la noche la
música de su corazón, sólo y desconocido, entre las olas y las fieras. El
campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad
desdeñosa, contra su criatura (1977 [1890]: 30).

El discurso martiano se representa, entonces, como el lugar de la incorporación


de aquellas zonas del mundo americano que para los letrados habían marcado los
poderosos límites del valor, de la identidad deseada. Parecería que en Martí habla
el otro: la barbarie: En esa escritura que propone un retorno al “alma de la tierra”
(1977 [1890]: 29), a la madre, a los márgenes de la civilización –al mundo del mito,
de la música, de las fieras– parecería que se disuelve la distancia entre el saber
y las culturas tradicionales, superada la “pelea del libro contra el cirial” en un
‘nosotros’ desjerarquizado, nivelador. Parecería que la condición de la verdad es la
obliteración de la ley opresora del padre y la restitución –al centro del ‘nosotros’–
de la originaria voz materna.

124
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

Pero el otro –las “masas mudas de indios” (1977 [1890]: 27)– no tiene discurso.
La misma historia de su explotación generaba “el desdén inicuo e impolítico de
la raza aborigen” (1977 [1890]: 30).9 Aunque el subalterno debía ser objeto de la
representación, del conocimiento, no podía convertirse en sujeto del saber:

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos


gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano,
allí donde los cultos no aprenden el arte del gobierno. La masa inculta
es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la
gobiernen bien, pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna
ella (1977 [1890]: 28).

La masa –ella– es un cuerpo peligroso al otro lado de la inteligencia. Ese cuerpo


–‘inculto’– no tiene saber; al contrario, es lo otro del saber. Y por el reverso del
silencio de ese cuerpo adquiere espesor y se autoriza la ‘inteligencia’ que habla.
De ahí se desprenden, por lo menos, dos consecuencias: primero, que entre el
que tiene la autoridad para hablar y el objeto que debía ser representado –las
culturas subalternas– existe una marcada distancia, jerarquizante y subordinativa;
y segundo, que esa “inteligencia superior” (1977 [1890]: 28) –diferenciada también
de los letrados modernizadores– por ser capaz de representar al ‘desconocido’ (el
enigma, el otro, la madre olvidada) podía cumplir un papel mediador entre los
dos mundos en pugna, proveyendo así el saber necesario para la estabilización
del buen gobierno.

En términos del análisis del sujeto y de la autoridad presupuesta por la


representación del ‘nosotros’, las ‘ideas’ sobre el buen gobierno en “Nuestra
América” no son decisivas como la configuración misma de los enunciados.
En su crítica de “la pluma fácil o la palabra de colores” (1977 [1890]: 27) de
los letrados, Martí postula la prioridad de una “prosa centelleante y cernida;
cargada de ideas” (1977 [1890]: 31). Es decir, defiende la necesidad de un saber
inmediato y transparente, arraigado en “el peso de lo real” (1977 [1890]: 29).
Sin embargo, por el reverso de ese reclamo, en “Nuestra América” leemos una
escritura enfáticamente estilizada. Además de privilegiar el desplazamiento
tropológico de la palabra ‘natural’, esa escritura relativiza el peso de la sintaxis,
trastocando la economía del argumento y problematizando la ‘transparencia’ y
la comunicabilidad misma del discurso.

9 En “Madre América” la jerarquización es más clara: “Y al reaparecer en esta crisis de


elaboración de nuestros pueblos los elementos que lo constituyeron, el criollo independiente
es el que domina y se asegura, no el indio de espuela, marcado de la justa, que sujeta el
estribo y le pone adentro el pie, para que se vea de más alto a su señor” (1977 [1890]: 25).

125
Latinoamericanismo a contrapelo

Más que “cargada de ideas”, esa prosa –intensamente sobreescrita– está saturada
de figuras. En su discurrir, la intensificación figurativa apunta al trabajo y a la
autoridad literaria que genera. Esa forma reconoce en la voluntad de estilo su
principio de coherencia. Y no leemos la estilización, según señalamos antes, como
un rasgo individual de Martí; leemos en la estilización la marca –trazada sobre la
superficie misma del discurso– de un trabajo que destaca la especificidad de una
autoridad (social) alternativa y polémica.10 Más allá de Martí, en América Latina,
esa autoridad emerge precisamente en oposición no solo a los ‘contenidos’ de los
proyectos modernizadores, sino también en pugna con los usos ‘científicos’ de la
lengua que lo político-estatal, dominado por el positivismo, tendía a privilegiar.

De ahí que en Martí el énfasis en la autoridad literaria de la representación no


presuponga un distanciamiento de lo social. Por el contrario, el carácter literario
de la mirada es lo que garantiza, en “Nuestra América”, la ‘verdad’, el reclamo de
autoridad política de la representación. Porque la literatura, según esa estrategia
de legitimación, era el discurso que aún podía representar el origen, lo autóctono
y todos aquellos márgenes que los lenguajes racionalizadores, distintivos de la
modernización, no podían representar. En ese sentido, en “Nuestra América” la
forma misma cumple una misión política fundamental. Aunque devaluada, sin
duda, en la economía autoritaria del sentido que regulaba a los discursos estatales,
esa lengua literaria se propone como un paradigma alternativo, como la forma que
debían aprender los buenos estadistas, los ‘creadores’, para gobernar al mundo
originario de América, centrado en el “alma de la tierra” (1977: 29). “[Sentado] en
el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente
y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva” (1977: 33). En
“Nuestra América”, texto armado en torno al poder conjugador y condensador de
la metáfora, la literatura se autorrepresenta como el cultivo de esa diseminación,
reagrupando las semillas regadas sobre la tierra, y proyectándose como la forma
misma del saber del ‘árbol’. Esa América, ya casi resulta redundante decirlo, es el

10 Para enfatizar el carácter polémico de la estilización en Martí, convendría leer el ‘estilo’


racionalizador de Varona en El imperialismo a la luz de la sociología. Lo primero que
hace Varona en ese ensayo es precisar el lugar disciplinario de su discurso: “mi tema es el
imperialismo, pero estudiado a la luz de la sociología. Estudiado a la luz de una ciencia,
cuya materia es antigua, como lo son las preocupaciones de los hombres agrupados
para vivir en sociedad, aunque sea nuevo su nombre, y nuevos sus procedimientos de
investigación. A la luz de una ciencia que hoy ocupa el primer plano de las preocupaciones
de los hombres de saber” (pp. 8-9). En ese ensayo además es notable el gusto de Varona
por la estadística, su intento de evitar cualquier marca de ‘estilo’ literario y la economía
rigurosa de sus argumentos. Todo eso lo opone a Martí. Y no se trata solo de variaciones
en los ‘estilos” personales, sino de ‘miradas’ o parámetros de autoridad discursiva que
incluso generan objetos (“conceptos de América Latina”) contradictorios. Si Varona insiste
en hablar desde la sociología habría que decir que Martí habla –representa a América
Latina– desde la literatura.

126
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

espacio por excelencia de la figura, del tropos, del trópico de la fundación; de ahí
el reclamo de prioridad de la autoridad literaria en el ejercicio del buen gobierno.

La tropología de “Nuestra América”, de ineluctable inflexión telúrica, no era


nueva para Martí. Remite al concepto de literatura moderna –diferenciada de las
letras político-estatal– que Martí venía elaborando desde comienzos de la década
del ochenta: la literatura como una hermenéutica privilegiada, acaso la única
capaz, en la sociedad secularizada, de reconstruir la experiencia de la totalidad
perdida; único modo de interpretar los signos oscuros de la armonía originaria,
desarticulada y descompuesta por el devenir del progreso y la modernidad. Es
el poeta, en la modernidad, el que media entre las fuerzas de la historia, “el
hombre impaciente y la naturaleza desdeñosa”: “madre muda” que esconde “el
secreto del nacimiento” (Martí 1977 [1890]: 307). En “El poeta Walt Whitman”
(1887) había escrito Martí:

La literatura que anuncie y propague el concierto final y dichoso de las


contradicciones aparentes; la literatura que, como espontáneo consejo y
enseñanza de la Naturaleza, promulgue la identidad en una paz superior
de los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los
pueblos los dividen y ensangrientan; la literatura que inculque en el
espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la
justicia y la belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia
no la descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social más
cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando
felizmente la razón y la gracia, proveerá a la Humanidad, ansiosa de
maravilla y de poesía, con la religión que confusamente aguarda desde
que conoció la oquedad e insuficiencia de sus antiguos credos.11

Relativizado el poder de los sistemas tradicionales de representación, en los ‘ruines


tiempos’ de la ‘modernidad’, esa podía ser la tarea compensatoria de la literatura: la
reconstrucción –a partir de las ruinas y desechos de la experiencia– de la totalidad
de lo ‘uno’, el fundamento, el origen perdido tras la fragmentación desatada por la
división del trabajo, la economía racionalizadora y el descentramiento del mundo.12

11 J. Martí: “El poeta Walt Whitman”, Obra literaria, p. 270. Véase también su “Emerson”
(1882) en Obra literaria, pp. 239-250.
12 En una de sus Escenas norteamericanas escribe Martí: “Tortura la ciencia y pone el
alma en el anhelo y fatiga de hallar la unidad esencial, en donde, como la montaña en
su cúspide, todo parece recogerse y condensarse [...]. El Universo es lo universo. Y lo
universo lo uni-vario, es lo vario de lo uno. La Naturaleza, llena de sorpresas, es toda
una” (1975, XI: 165). La metáfora es la figura privilegiada de ese anhelo de condensación;
intento de ver la “juntura” entre los fragmentos desarticulados por la racionalización y la
temporalidad moderna.

127
Latinoamericanismo a contrapelo

“Nuestra América” presupone esa estrategia de legitimación: el reclamo del poder


aurático y redentor de la literatura.13 Sin embargo, el ensayo notablemente amplía
el dominio de la mirada literaria, aplicando su hermenéutica a los enigmas políticos
y latinoamericanizando su crítica de la modernidad.

En el “Prólogo al Poema del Niágara”, Martí aún relacionaba la emergencia de la


nueva literatura con la experiencia de la privatización, es decir, con la pérdida de
las dimensiones épicas, colectivas, que en la sociedad tradicional garantizaban
el lugar central y la influencia pública de la literatura.14 “Nuestra América”, en
cambio, cristaliza el intento de superar la ‘crisis’, la alienación de la vida pública
que en el Prólogo definía la situación del escritor moderno. “Nuestra América”
registra, mediante el ars del buen gobierno, una repolitización del discurso
literario; el intento de llevar la autoridad de la mirada estética al centro mismo
de la vida pública latinoamericana. Sin embargo, no se trata simplemente de la

13 Según J. Habermas: “Solo el arte, que se ha vuelto autónomo (respecto de exigencias


externas de aplicación), opera como defensa, de manera complementaria, para las víctimas
de la racionalización burguesa. El arte burgués, se ha convertido en el coto reservado de
una satisfacción, si bien virtual, de aquellas necesidades que en el proceso de vida material
de la sociedad burguesa se han vuelto, por así decir, ilegales. Me refiero al deseo de un
trato mimético con la naturaleza, a la necesidad de convivencia solidaria fuera del egoísmo
grupal de la familia reducida, a la nostalgia de la felicidad de una experiencia comunicativa
eximida de los imperativos de la racionalidad respecto de los fines y abierta tanto a la
fantasía como a la espontaneidad de la conducta. A diferencia de la religión interiorizada
en el sujeto, de la filosofía convertida en cientificismo y de la moral estratégico-utilitarista,
el arte burgués no cumple tareas funcionales para los sistemas político y económico,
sino que ha captado necesidades residuales que no pueden encontrar satisfacción en el
sistema de las necesidades. Junto con el universalismo moral, entonces, el arte y la estética
(desde Schiller hasta Marcuse) constituyen los fulminantes contenidos en la ideología
burguesa” (1975: 99-100). Por otro lado, en Martí la defensa estética de las “víctimas de la
racionalización” se proyecta como la defensa misma de la identidad latinoamericana. De ahí
que el ‘interior’ del arte aurático expanda notablemente su radio de acción, proponiéndose
incluso como un arte de gobierno. Seguramente esto también es efecto de lo que antes
llamamos la modernización desigual de las instituciones y discursos en América Latina:
en contraste con Europa y los Estados Unidos, la separación moderna de las funciones de
que habla Habermas no logró consolidarse en América Latina. De ahí que la ‘confusión’ de
roles sea un rasgo distintivo, por ejemplo, de Martí y el latinoamericanismo finisecular.
14 En el “Prólogo al Poema del Niágara” Martí señala: “Y como el auvernés muere en París,
más que deslumbrado, del mal del país, y todo hombre que se detiene a verse anda
enfermo del dulce mal del siglo, tienen los poetas hoy [...] la nostalgia de la hazaña”
(“Prólogo”, p. 305). “De aquí esos poetas pálidos y gemebundos; de aquí esa nueva poesía
atormentada y dolorosa; de aquí esa poesía íntima, confidencial y personal, necesaria
consecuencia de los tiempos” (“Prólogo”, p. 302). Sobre la privatización y “psicologización”
del sujeto literario moderno, como efecto de la disolución de las posibilidades épicas,
colectivas, en la literatura, véase el ensayo sobre Holderlin de M. Foucault, “The Father’s
No”, en Language, Counter-Memory, Practice (1977). Por otro lado, Martí se resiste a esa
privatización. Su latinoamericanismo, según confirmaría la lectura de Versos sencillos,
es un intento de superar la “alienación” de la poesía y de convertir la literatura en el
paradigma de la identidad colectiva, nacional y continental.

128
“Nuestra América”: arte del buen gobierno

subordinación de la literatura a los imperativos políticos. Se trata, más bien, de


una estetización de la política que postula el lugar indispensable del saber literario
en la administración del buen gobierno, basado en “el poder del alma de la tierra,
armoniosa y artística” (1977 [1890]: 24).

En tanto resistencia a la modernización, la literatura efectivamente armaba una


defensa contra el imperialismo, contra la amenaza de ‘ellos’: la modernidad
expansiva de los Estados Unidos y, a la vez, los discursos internamente
colonizadores de los ‘letrados artificiales’. Pero esa defensa del ‘ser’, articulada
desde la literatura, implicaba un nuevo recorte –jerarquizador y subordinativo– de
la heterogénea experiencia americana. Impulsada por un deseo de legitimidad,
por un reclamo de influencia pública, también en Martí la ‘verdad’ del ser es el
efecto de una notable voluntad de poder.

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Latinoamericanismo a contrapelo

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130
Bodegón californiano y políticas de la lengua
(a partir de Diego Rivera)1

C omencé a reflexionar sobre el tema de las frutas y de la lengua hace algún


tiempo en Puerto Rico, camino a la plaza del mercado de Río Piedras. Allí
el calor ha convertido la discusión sobre la duración en uno de los tópicos
más recurrentes de la filosofía vernácula. En Río Piedras admiré la piña de Nick
Quijano (Apiñada) en la portada de un memorable volumen de ensayos titulado
Polifonía salvaje (1995). Apiñada, un brillante óleo de Quijano fechado en 1992,
es la hipérbole de una fruta casi redonda, inflada como un globo ‘apiñado’ o
demasiado lleno. Los colores del cuadro están intensificados por el dinamismo
interno de la fruta en el frágil instante de su maduración plena, cuando la áspera
superficie de la piña se ablanda al punto de estallar en néctar antes de podrirse.

Nick Quijano, Apiñada,


óleo sobre tela,
144,8 x 144,8 cm, 1992.

1 Esta conferencia fue pronunciada en el V Congreso de Hispanistas del Brasil, celebrado en


la Universidade Federal de Minas Gerais de Belo Horizonte en septiembre de 2008. Fue
publicada con el título “La lengua y el bodegón californiano” en Sujeto al límite, Camila
Pulgar Machado (ed.), Caracas, Monte Ávila Editores, 2011, pp. 77-95.

131
Latinoamericanismo a contrapelo

Esta piña, como las guanábanas o las papayas del pintor cubano Ramón Alejandro
(ver El instante perpetuo), registran lo que la “Oda a la piña” del habanero Manuel
de Zequeira y Arango no podía articular aún en su ilustrado poema:

Del seno fértil de la Madre Vesta,


En actitud erguida se levanta
La airosa piña de esplendor vestida,
Llena de ricas galas.
[...]
Aun antes de existir, su augusta madre
El vegetal imperio la prepara,
Y por regio blasón la gran diadema
La ciñe de esmeraldas.
Como suele gentil alguna ninfa,
Que allá entre sus domésticas resalta
El pomposo penacho que la cubre
Brilla entre frutas varias.

(Manuel de Zequeira y Arango 1990: 363).

El tiempo de la piña es la promesa abstracta de su valor futuro. A contrapelo de


los afeites figurativos, cierto es que Zequeira y Arango, uno de los fundadores
de la ilustrada Sociedad Patriótica de Amigos del País, sabía que no hay
metáfora ni cortesana ni pastoril capaz de menguar los rigores del calor y el
desgaste tropical. El calor produce el otro rostro de la exuberancia tropical: el
aplatanamiento y el rápido consumo de la vida. Pareciera que por esa misma
razón Andrés Bello tendía a celebrar la cáscara de otras frutas, la almendra, la
caña, el maíz, el café, por ejemplo, o el cultivo rápido de las blandas, como la
uva. La duración entonces no es solo un problema filosófico o estético, ligado
a lo que Bello llama, en su clásica Silva a la agricultura de la zona tórrida,
el ‘duradero gusto’, sino también una respuesta a la necesidad de asegurar
una prolongada circulación del fructífero goce –en tanto bien comercial– tan
celebrado por el discurso poético como por el discurso de la racionalización
agrícola en los albores del tropicalismo.

Zequeira y Arango, reconocido habitualmente como uno de los “fundadores” de


la poesía nacional cubana, disimula el aroma de la piña:

132
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

Los olorosos jugos de las flores


las esencias, los bálsamos de Arabia,
y todos los aromas, la natura
congela en sus entrañas.2

¿Qué será lo que la tropical natura congela en sus entrañas? Cuando William
Carlos Williams ‘escucha’ (y transcribe) en Rutherford, bajo la nieve de New
Jersey, su lengua materna –es decir, el español puertorriqueño de Elena Hoheb
Monsantos, emigrada a Brooklyn de la Isla hacia el 1880– escribe un bello texto
tropical: A Memory of Tropical Fruit, donde las frutas, como en la poesía de Palés
Matos, cromatizan el inconsciente racializado de la madre mulata. Williams, primer
traductor al inglés de Luis Palés Matos, citaba el nombre de las frutas –mango,
níspero, caimito, quenepas– en la lengua materna, como aludiendo a la lejanía de
un sabor insinuado en cada palabra inscrita del español citado. En cambio, Víctor
Hernández Cruz –otro gran lector de Palés Matos– trasplanta el trópico al Norte.
Su ofrenda de frutas insiste en la jocunda epifanía de una clave (en el sentido
musical) fantasmática –un ritmo– que abre caminos y asegura el paso en la huella
acústica de los diaspóricos rumbos en las Tropicalizations en Manhattan o en la
distante California. ¿Distante de qué? Ciertamente no muy distante del lugar donde
crece la palma. A lo largo de Scenic Avenue abundan de palmas. ‘Aquí’ crece la
palma. La palma escrita. Se escribe ‘aquí’: no hay otro lugar para la escritura.

Los pastiches tropicalistas de los pintores Nick Quijano y Ramón Alejandro nos
recuerdan que las entrañas del trópico son una máquina de combustión interna.
Distantes herederos de Turner, Quijano y Alejandro exploran la combustión, no
ya como un desplazamiento de la llama de los motores de la revolución industrial
(ver la intrigante interpretación que propone Michel Serres de Turner)3 sino como
un dinamismo desplegado en la aparente ‘stasis’ de la propia materia orgánica. Ese
exceso de energía, claro, es ambivalente. Crea y desgasta la vida: hasta la mejor
de las frutas, si no se come o se cocina a tiempo, se pasa. Digamos, recordando
las discusiones de Walter Benjamin (1990) sobre la alegoría barroca, que las frutas
de Quijano y de Alejandro apuntan al devenir del tiempo en la entraña misma de
la naturaleza, y por el reverso, que estas pinturas del exceso caribeño inscriben
el devenir histórico como un paisaje natural al borde de la descomposición. Las
pinturas de Quijano y de Alejandro inspiran los fragmentos que siguen de un
tentativo esbozo para la historia ecológica de la lengua.

2 Ídem.
3 Michel Serres: “Physical and Social Sciences: The Case of Turner”, Louisiana State University,
College of Art and Design, October 29, 2002.

133
Latinoamericanismo a contrapelo

Volví a retomar con mayor precisión el tema hace un año y medio en Río de
Janeiro, tras escuchar sobre una instalación que proyectaba la artista brasileña
Laura Vinci, en una galería de São Paulo. No pude viajar el año pasado a ver la
instalación titulada Ainda Viva, aunque sí pensé desde la lejanía californiana –donde
también puede hacer mucho calor– sobre el tema del desgaste y la multiplicidad
de temporalidades que explora Vinci al colocar una serie de manzanas frescas
–docenas de manzanas– en pleno curso de su natural descomposición, junto al
aparente hermetismo del mármol y el granito: diversos grados de porosidad de los
elementos, ritmos y condiciones variadas de la duración de los cuerpos orgánicos
e inorgánicos en un espacio intervenido y acelerado por varias detonaciones de
bala que dramáticamente aludirían –supongo ahora– a la fragilidad de cualquiera
de aquellos ritmos, superficies o tiempos que bien pueden ser destruidos en un
abrir y cerrar de ojos por el mínimo y brutal impacto de una bala.

Entre los balazos, las manzanas y el mármol, cuelgan los cables de una transparencia
que no conecta ni ‘transmite’ la correspondencia entre las superficies y sus tiempos.
El bodegón postindustrial de Vinci, en vez de llamarse Natureza morta, se titula
Ainda viva, que bien puede traducirse al inglés como Still Alive, que se pronuncia
casi igual que Still Life, es decir, ‘Naturaleza muerta’. La obra de Vinci explora el
estado de la quietud que Sara V. Perryman llama el ‘quivering potencial’ (manuscrito
inédito) de ciertas formas del ‘reposo’. Una quietud, digamos, sin la jactancia de los
que la hacen pública. Está ainda viva, porque para un arte materialista como el de
Vinci no puede haber natureza morta, a pesar de las balas.

Laura Vinci, Ainda viva, instalación en Galería Nara Roesler, São Paulo, 2007.

134
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

Decía hace un segundo que el hermetismo del mármol es solo aparente –su
voluminosa o monumental clausura– porque los que conocemos algo de las
instalaciones anteriores de Vinci sobre los ritmos desiguales de la descomposición
y el desgaste sabemos que en su obra hasta el mármol se hace polvo y se alegoriza.
Su obra, tan alerta a los temas del materialismo clásico, explora el fluir de las cosas
incluso en lo pesado y lo inamovible.

Como la tela con la tierrita en las botas del campesino de Van Gogh, el
arte de Vinci explora la asincronía de la duración y los distintos niveles de
consistencia del volumen de la materia atrapada entre el engranaje del tiempo
tecnologizado: en otra de sus instalaciones, el mármol molido se acumula en
un espacio industrial abandonado como un arcaico reloj de arena. Vinci separa
los instrumentos de la técnica industrial del performance laboral y así los hace
profundamente extraños. Su arte investiga la multiplicidad dislocada de las
fuentes sensoriales (sonido, olor, visibilidades), pero lo hace sin renovar aquel
reclamo moderno de la autoridad reintegradora del arte, es decir, la mediación del
sistema compensatorio de equivalencias, correspondencias o sustituciones que
la estética había intentado recomponer para el mundo industrial, secularizado,
donde se han desgranado y sometido a nuevas lógicas de circulación los restos
de cualquier instancia de trascendencia, ahora incluso la más moderna de las
ilusiones de trascendencia por mediación técnica. El arte postsecular de Vinci
no restituye la trascendencia.

Ahora les hablo de Still Life with Blossoming Almond Trees de Diego Rivera (1931).
Este bodegón cosmopolita, un pequeño fresco prácticamente desconocido del
muralista mexicano, pintado en los primeros años de su primera estadía en los
Estados Unidos entre 1929 y 1935, se encuentra a la entrada de un dormitorio en
el campus de la Universidad de California, Berkeley. La pintura, hecha sobre un
fino empañetado de concreto, fue comisionada por la coleccionista Rosalie Meyer
Stern durante la prolongada estadía de Rivera en California. El fresco se trasladó
del sur de California a Berkeley y luego fue donado a la universidad para adornar
el dormitorio, Stern Hall, después de su apertura en 1942.

¿Resistirá la distancia del viaje la imagen de la ofrenda de frutas, la lengua que


porto pegadita al paladar? Dudo que tampoco ella –la fruta lengua– (mucho
menos el que la porta) resista el impacto del tiempo como el de balas. ¿Cuáles
podrían ser hoy las condiciones de una enseñanza alerta a su necesaria ecología?
¿Será necesario que ante mi participación en este Congreso de la Lengua, por así
llamarlo, se pregunten quién es el que la porta, a la lengua?; ¿desde dónde la trae,
cuáles son sus credenciales, qué lo autoriza a hablar? Sí, ¿qué legitima al portavoz
que la traslada entre puertos, no ya solo entre lugares, sino entre aduanas, cruzando
las instituciones que la guardan y la administran y que, sin embargo, erigen sus
estructuras en la irreductible exterioridad de la lengua? La lengua paradójicamente
es tanto el objeto de esas instituciones como la materia misma de su innombrable

135
Latinoamericanismo a contrapelo

condición de posibilidad. Es objeto y materia del discurso mismo y del 15% del
PNB de España. ¿Desde dónde entonces hablarla?

De California la porta al que le toca hoy evocarla. ¿Qué y con quién la ha andado o
la ha puesto en contacto por el camino? ¿Les bastará saber que el que la habla y la
acompaña ha bajado –como cualquier otro entre ustedes– hasta las extremidades del
‘bien gramatical”? ¿Cuál es después de todo el cuerpo de un ‘bien gramatical’? ¿Tiene
extremidades el cuerpo gramatical, tan cercano históricamente del cuerpo jurídico?

Les advierto que no propongo una empresa de ex/portación de la lengua, como


en aquella lógica de la sustitución de bienes que rige aún los mapas imperiales:
el circuito colonial del explorador que trae, a cambio de las frutas frescas, una
lengua en conserva, preservada, acaso embalsamada (la lengua del clásico que a
pesar de la violencia de la instrumentalización de su lengua no cesa de hacernos
reír o hasta de soñar nuevos rumbos para la lengua).

¿Que de dónde viene la lengua? La pregunta que proponemos es otra: ¿por


dónde y con quién anda? Preguntas, obviamente, de carácter ético y teórico que
probablemente marcan el porvenir de la enseñanza del español en cualquier
parte, incluso seguramente en el Brasil donde el español ha sido oficializado
como una segunda lengua, requerida para la educación ciudadana.

¿No será posible pensar que la lengua se nos da aquí mismo? ¿Qué nos impediría
pensarlo así? Nos lo impide, primeramente, un pensamiento que piensa la
lengua del vecino o del inmigrante como una lengua extranjera. Piensen por
un segundo en las implicaciones contemporáneas de la palabra ‘extranjero’ en
Francia, España o California. ¿Qué es hoy un extranjero? ¿De dónde viene la
palabra? ¿Cómo afecta la globalización la mutación de sus contenidos? ¿Será
suficiente pensar que la ‘extranjería’, como sugiere Kristeva en un libro útil
Extranjeros para nosotros mismos (1991), se repliega en el inconsciente de la
subjetividad? ¿Qué diría hoy la profesora de origen búlgaro sobre la proliferación
de nuevos esquemas acústicos y lingüísticos africanos en París o dominicanos y
mexicanos tan cerca de Columbia University? Hoy por hoy pensar al vecino (de
casa) como ‘extranjero’ representa un acto de negación u oclusión peligrosa.
Digamos, parafraseando a Fanon: “Mira, mamá, un extranjero... Mira mamá, un
extranjero pobre y negro. Una extranjera negra. Mamá: ¿Es una extranjera pobre
o un extranjero la negra?”. La hostilidad o la fobia, frecuentemente inconsciente,
inscribe las posiciones del que tiene o del que no tiene acceso al documento
de identidad –escrito en la lengua oficial–. Esa es una de las condiciones
principales del acceso a la ciudadanía (desde las gramáticas de Andrés Bello):
la lengua reconocida por el Estado, la lengua que recorre la economía de la
actual industria de la lengua en ese millonario circuito de las sustituciones
entre ‘metrópolis’ y ‘periferia’, que se desliza cómoda y discretamente entre las
aduanas con los mapas del imperativo pedagógico que todavía hoy supone

136
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

e impone la ficción de la lengua en tanto “fiel compañera del imperio” y su


corolario moderno: los territorios y los estados nacionales.

La lengua es materia tan sensible como porosa y regenerativa. Si me permiten,


quisiera sugerir ya que las labores de un cosmopolitismo contrahegemónico,
alerta a las condiciones contemporáneas de la globalización, ubica la cuestión de
la multiplicidad lingüística en el corazón mismo de una reflexión sobre el derecho
y la reelaboración crítica de los viejos moldes de la ciudadanía, pero no a partir
de la interpelación negativa y las connotaciones modernas, a veces francamente
fóbicas, de la ‘extranjería’ convocada en torno de la diplomática sobremesa de
una discusión kantiana. Al cosmopolitismo de la ‘paz perpetua’ de Kant se le
puede responder con la mismísima perplejidad crítica de Hannah Arendt ante las
abstracciones de los “derechos universales del hombre”.4

Hoy por hoy, si la lengua no viaja de Europa le piden documentos en cualquier


parte de los Estados Unidos. Se le pide ansiosamente el documento en el banco
hasta a la muy jovial y rejuvenecida mandarina, dueña ya, a pesar de la joven edad,
del propio banco, o al árabe y a la belleza persa que recuerda de vez en cuando
la escena primeriza de educación de los griegos bárbaros. Ni hablar entonces de
la melancolía de aquel lingüista de la biblioteca de Borges especializado en los
estudios de un dialecto samoyedo-lituano del guaraní.

La “lengua extranjera” es el corolario diacrítico y contemporáneo de la “lengua


nacional”: ordena y clasifica lo que hay ‘fuera’ en el mundo de ‘ellos’ con el mismo
vigor, ya sea bélico o diplomático, con que la instituciones del bien gramatical
y de la lengua nacional ordenan y clasifican las desiguales inclusiones ‘dentro’
del territorio nacional mismo. Así se postula y se administra el gobierno de las
verdades de la ciudadanía: parcialmente como un efecto de la educación gramatical,
aunque simultáneamente, por razones bastante obvias, las condensaciones y
dislocaciones del capital contemporáneo obligan a crear nuevos modos de
aproximación a la pluralidad lingüística, nuevos modos de pensar, digamos,
la traducción entre lenguas requerida para la convivencia en las complejas
sociedades contemporáneas. Esta necesidad de la democracia participativa obliga
a crear nuevas prácticas y conceptualizaciones pedagógicas capaces de encarar la
tendencia a la ‘extranjerización’ o ‘minorización’ interna de millones de hablantes
bajo los principios de una gobernabilidad cada vez más atrincherada y contenida
por el monolingüismo del creciente estado de la ‘excepción’ contemporánea.

Más de 25 millones de hispanohablantes residimos en los Estados Unidos, el


10 % de la población del país. ¿Diremos entonces que se trata de una lengua

4 Al respecto, ver Hannah Arendt: “La perplejidad de los derechos del hombre”, Los orígenes
del totalitarismo, Madrid: Taurus, 2004, pp. 368-382.

137
Latinoamericanismo a contrapelo

extranjera? ¿Cuál podría ser el perfil de una gramática portátil y práctica, atenta a
los vaivenes de la condición posimperial de la contemporánea lengua española?
Hace unos años intenté indicar cómo la aparente extemporalidad del cuadro
normativo y prescriptivo, en la obra gramatical y jurídica de Andrés Bello, se
encontraba profundamente ligada a la inscripción disciplinaria del cuerpo y del
sujeto requerido por la temporalidad del Estado moderno. ¿Cómo repensar hoy la
tarea de una gramática alternativa, no contenida por la ficción del tiempo estatal
homogeneizado? Me refiero a algo tan sencillo como lo siguiente: una enseñanza
del español comprometida con la intensificación democrática y participativa. Una
gramática sin universales para el uso de maestros capaces de someter la dimensión
centralizada y normativa, la ley de la lengua, al quehacer de la vida estimulada por
la riqueza creativa de la escena pedagógica misma, donde de hecho se fusiona
en cada momento –en las prácticas del aula– el balbuceo anticipatorio de las
conversaciones, del amor o de las disputas del porvenir.

Diego Rivera pintó el mural sobre los almendros cuando el cuadro canónico de
Van Gogh, Almendros en flor, ya era muy conocido en el medio artístico

Diego Rivera, Still Life with Blossoming Almond Trees, fresco ubicado en Stern Hall,
Universidad de California, Berkeley.

Ambas obras, la tela pintada por Van Gogh en 1890, y el fresco de Rivera pintado
casi cuarenta años después, sugieren mucho sobre el proceso de la creatividad,

138
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

aunque desde perspectivas muy distintas: en el cuadro del primero, un regalo para
sus sobrinos, los hijos del benefactor Teo, Van Gogh identifica la creación del valor
–la belleza del almendro en flor– como un efecto de génesis natural, sin aparente
intervención humana. Rivera introduce la dimensión pragmática o performativa de la
producción: una especie de metafísica del trabajo y de la práctica que si bien registra
en el cuadro el valor de condición estética del almendro, inserta la naturaleza en un
circuito del cultivo tecnológico, del trabajo y la circulación. Por cierto, el materialismo
abstracto del fresco no es necesariamente menos idealista que el de Van Gogh:
Rivera somete la materia de la tierra y el cuerpo del trabajador al ordenamiento
visual muy idealizador de la producción; un trabajo sin desgaste ni esfuerzo visible,
desentendido de los estragos del tiempo. Por eso hablo de una metafísica del trabajo.
La geometría industrial de las proporciones diseña ahí la superación estética de la
explotación, abstrayendo el tiempo, hipostasiando el tiempo de su condición física
que, sin embargo, permanece como el soporte mismo del valor.

Van Gogh, Almendros en flor, óleo sobre tela, 73,5 x 92 cm, 1890.

Veamos: si en el plano superior aparece el tractor, justo arriba de los tres cuerpos
racializados del trabajo manual, es curiosamente en el primer plano, abajo,

139
Latinoamericanismo a contrapelo

donde vemos el lugar de la cesta colocada entre los niños. Allí las frutas se
hacen visibles, listas para el consumo. En ese punto, el del consumo (y no el
de la producción), se produce el contacto entre los grupos étnicos o raciales:
en el lugar del intercambio de la fruta entre la niña blanca y los dos niños de
piel oscura. El contacto entre las razas se produce en ese primer plano del
intercambio, donde la fruta por primera vez se hace visible en tanto objeto, signo
intercambiable, y por lo tanto, cifra de valor (y belleza).

Por cierto, el circuito del intercambio no termina con el rigor abstracto, geométrico,
de las proporciones en esa superficie disciplinada de la armonía en el fresco de
Rivera. El circuito de la resignificación de las frutas tampoco termina con esa
instancia de multiculturalismo light explicitada por una interpretación reciente que
hace de la pintura Robert Brigneau, actual rector de la Universidad de California
en Berkeley, quien interpreta emblemáticamente la presencia del mural de Rivera
en el campus como el símbolo de una universidad ‘comprometida’ –engaged–
con una misión pública, instrumentalizando de hecho el memorable pasado del
activismo social de la ciudad y la militancia estudiantil de la zona de la Bahía,
precisamente durante este período actual de despolitización universitaria y de
agigantados pasos hacia la privatización de una gran universidad pública; época
de ineficientes estrategias para la administración empresarial de la educación y
para la cancelación de la autonomía de las labores intelectuales y ciudadanas
del claustro. La interpretación del rector, publicada en el número de invierno de
2008 de la revista The Berkeley Promise, sobre la misión social de la educación en
Berkeley, se escribió durante los mismos meses en que el Congreso norteamericano
debatía en Washington sobre la criminalización, la condición jurídica, médica y
educativa de los diez millones de inmigrantes indocumentados que sostienen,
entre otras cosas, la economía agrícola del país, sobre todo en California, su mayor
abastecedor de frutas y alimentos.

Permítanme enfatizar el punto: la culturalización y el consumo culturalizado


del deseo (de contacto e intercambio) no es simplemente instancia de una
instrumentalización multicultural del arte o la cultura de América Latina en una
universidad del ‘Norte’. Esa historia ya la conocemos demasiado bien. Se trata del
concomitante efecto de la estetización y armonización del cuerpo y del consumo
cultural y material acarreado por los mismos intelectuales del ‘Sur’, en este caso,
nada menos que un indiscutido clásico de la “izquierda latinoamericana” –Diego
Rivera– en esa especie de utopía industrial y agrícola, muy a tono con la propia
estética modernizadora de sus paneles más clásicos para el gobierno revolucionario.
La culturalización del deseo opera como la mediación entre el Norte y el Sur, ya
sea en las disciplinas humanísticas más tradicionales, en los estudios culturales o
literarios o en las complejas redes de comunicación transnacional posibilitadas
por la traducción o por la enseñanza de la lengua.

140
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

Volviendo al tema, el tiempo de las frutas y de la lengua, conjeturemos un


poco ante el mural de Rivera y preguntemos: ¿cuál podría ser la palabra que se
intercambia en el lugar de la reciprocidad donde la niña recibe la fruta? Unos años
después de la estadía de Diego Rivera en California, Octavio Paz visitaba la ciudad
de Berkeley. Paz viajaba a Berkeley desde Los Ángeles, donde había presenciado
la “orfandad” pachuca. Escribe Paz en El laberinto de la soledad:

Recuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me


decía: Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo.
Aquí hasta los pájaros hablan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las
flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre
que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es
la cosa misma? Si yo digo buganvilia, tú piensas en las que has visto en
tu pueblo [...] Y la buganvilia forma parte de tu ser, es una parte de tu
cultura, es eso que recuerdas después de haberlo olvidado. Esto es muy
hermoso, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptos
no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen (1980: 17).

El esencialismo lingüístico fundamenta el tema de la pérdida radical, la orfandad,


que Paz le adjudica a los pachucos, los que perdieron su lengua, su herencia, tal
como lo ha notado Silviano Santiago con tanta agudeza. La historia reciente de la
globalización confirma algo muy distinto de lo que percibió Paz: Los Ángeles y Nueva
York se encuentran entre las ciudades de mayor número de hispano-hablantes del
mundo. Hablan en los múltiples registros de una lengua doblemente extranjerizada
o minorizada, tanto por el Estado, como por los marcos territoriales y eurocéntricos
del hispanismo oficial que los pretende educar. Heredero del culturalismo de las
nostalgias imperiales promovidas después de la guerra del 1898, el hispanismo
oficial ejerce todavía hoy una influencia notable sobre el imaginario geopolítico
de los estudios literarios latinoamericanos, tan marcados por el legado filológico
y el pensamiento lingüístico de figuras como Pedro Henríquez Ureña, Amado
Alonso, los alumnos de Raimundo o María Rosa Lida, o el mismo Alfonso Reyes,
figuras canónicas de nuestro campo aludidas recientemente por el joven lingüista
dominicano Juan R. Valdez en su excepcional disertación sobre el pensamiento
lingüístico de Pedro Henríquez Ureña y las ideologías en torno a esa construcción
imperial, tan abstracta como realmente efectiva, que llamamos la lengua hispana.
Los manuales gramaticales estudiados por Rómulo Monte Alto proveen amplia
evidencia de los efectos institucionales y pedagógicos que tales ideologías
continúan ejerciendo entre nosotros y nuestros alumnos.

Nosotros mismos, los maestros de la lengua, hemos descuidado la condición


pragmática y el potencial político de la teoría en la enseñanza de la lengua
fomentando a veces una profunda división del trabajo y una oportuna autonomía
del estudio literario o ‘teórico’ de la abundancia vital y política de la enseñanza.
¿De qué ‘nosotros’ se habla aquí?

141
Latinoamericanismo a contrapelo

La fruta pasa por el paladar y por el amor de la lengua. El amor de la lengua es la


locura de la filología, locura, según la consabida fórmula lacaniana, porque ofrece
lo que no puede darse, lo que nunca se tuvo ni se podía tener, precisamente, un
modelo estable y fundamentado de la lengua. Ese es el malestar faustiano del
filólogo que explora Coppola en su última película, Youth without Youth, armada
a partir de un binomio moderno: la lengua o la vida. Hoy pedimos algo distinto:
la lengua viva como condición del deseo y de la política. Ahora bien: ¿cómo se
puede recuperar de ese antiguo malamor filológico un joven maestro de la lengua?
Conociendo al dedillo el mal de amor de la lengua (la filología) la poesía responde:

Estoy aquí, sentada, con todas mis palabras


como con una cesta de fruta verde, intactas.
Los fragmentos
De mil dioses antiguos derribados
se buscan por mi sangre, se aprisionan, queriendo
recomponer su estatua.
De las bocas destruidas
quiere subir hasta mi boca un canto
un olor de resinas quemadas, algún gesto
de misteriosa roca trabajada.
Pero soy el olvido, la traición,
el caracol que no guardó del mar
ni el eco de la más pequeña ola.
Y no miro los templos sumergidos;
solo miro los árboles que encima de las ruinas
mueven su vasta sombra, muerden con dientes ácidos
el viento cuando pasa.
Y los signos se cierran bajo mis ojos como
la flor bajo los dedos torpísimos de un ciego.
Pero yo sé: detrás
de mi cuerpo otro cuerpo se agazapa,
y alrededor de mí muchas respiraciones

142
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

cruzan furtivamente
como los animales nocturnos en la selva.
Yo sé, en algún lugar,
lo mismo
que en el desierto el cactus,
un constelado corazón de espinas,
está aguardando un hombre como el cactus la lluvia.
Pero yo no conozco más que ciertas palabras
en el idioma o lápida
bajo el que sepultaron vivo a mi antepasado.

(Rosario Castellanos 2004: 65-66).

Este poema de Rosario Castellanos explicita el peso asociativo que portaba


la fruta en el esquema visual y mudo de las artes plásticas: tropo del paladar,
vecino de la lengua, se prueba y se sabe en la boca (aunque es cierto que la
pintura a veces nos agarra como los maestros jesuitas por la oreja). Pero si en
el mural de Rivera la fruta se hace visible en tanto signo y valor solamente en
el momento del intercambio, –en un armónico juego de reciprocidad infantil,
intercambio de la primera palabra en otra lengua o del primer beso (con que
fantaseó temerosa Miranda, la hija de Próspero, en las lecciones de lengua
al joven Calibán)– en cambio, el poema de Castellanos introduce una nueva
dimensión: la violencia y el olvido como condición del intercambio, es decir,
del discurso mismo del amor de la lengua. Castellanos –la arrastra el apellido
paterno– se ubica en el lugar de “la traición, el olvido”: el lugar de la traductora.
¿No arma el amor de la lengua un estrepitoso drama de la traición? ¿No es ese
precisamente el punto de cierre de su novela Balún Canán, cuando la niña
piensa que su deseo ha sido causa de la muerte de su hermano menor, Mario,
el heredero del legado y del archivo paterno? ¿Qué se hace después de la
muerte o desaparición del otro? ¿Escribir para expiar la culpa? La traición y la
culpa se encuentran entre los tópicos más silenciados del latinoamericanismo,
particularmente en su zona de la mediación letrada, como en El zorro de
arriba y el zorro de abajo de Arguedas, donde la culpa lleva a la impotencia y
acaso al agotamiento final de la vida misma.

Digamos, para evitar el drama, que en el caso de Castellanos el primer olvido


recuerda muy bien las letras del nombre propio del clásico del latinoamericanismo
en la poesía: Pablo Neruda. Escribe Castellanos:

143
Latinoamericanismo a contrapelo

Los fragmentos
de mil dioses antiguos derribados
se buscan por mi sangre, se aprisionan, queriendo
recomponer su estatua.
De las bocas destruidas
quiere subir hasta mi boca un canto […].

No puedo detenerme aquí en el análisis puntual de cuatro aspectos de la


elaboración metafórica (latinoamericanista) en ambos poemas: primero, el
vocabulario fúnebre, segundo, la referencia a la voz y al canto fantasmático,
tercero, los estratos geológicos y arqueológicos, y cuarto, el lugar mediador del
sujeto poético ubicado entre la fragmentación y la recomposición del pasado, el
olvido y la memoria. Intenté iniciar la genealogía de algunas de estas posiciones
en el libro cuya traducción acaban generosamente de publicar ustedes en la
Editora UFMG: Desencontros da modernidade na America Latina (2008). Se
trata evidentemente de dos poemas muy divergentes ante los parámetros de
la autoridad latinoamericanista. El poema de Castellanos es una elaboración
intensa y una lectura performativa de Pablo Neruda. No dudo, por cierto, que
el hecho de que sea una mujer quien reescribe y resignifica las posiciones de
la autoridad latinoamericanista tenga muchísimo que ver con la intensificación
crítica del clásico. Por años Silvia Molloy ha insistido en que los discursos clásicos
del latinoamericanismo (Martí, Rodó, etcétera) inscriben deseos y posiciones de
habla diferenciadas por el género y la sexualidad de los sujetos, más acá de las
frecuentemente abstractas impugnaciones anticoloniales de los clásicos.

Neruda había publicado su Canto general precisamente en México en 1950:


el libro ejemplar y de mayor influencia en la poesía social o comprometida
latinoamericana hasta bien entrados los años sesenta. Si en “Alturas de Machu
Picchu” (1948) el sujeto emprende un viaje épico hacia la altura del arché entre
las ruinas imperiales, la voz de Castellanos se ubica en un lugar muy preciso de
enunciación, el ‘aquí’ del cuerpo de la mujer ‘sentada’. Así se abre el primer paso,
la posibilidad de una pragmática de la lengua que apunta a las condiciones de
su condición física. Ese lugar, sin embargo, es el lugar de un silencio muy íntimo,
portador apenas de una anticipación: la palabra no es aún inscripción, forma, ni
categoría. Recordemos el final del poema de Neruda: “hablad por mis palabras
y mi sangre”. En cambio, en el poema de Castellanos el verso donde “quiere
subir hasta mi boca un canto” deviene pugna, balbuceo, a la vez que desarma
decididamente, con ese mismo balbuceo, el reclamo de totalización del clásico.

¿Diremos que se trata entonces de un texto indigenista? Depende lo que se quiera


decir por ‘indigenismo’. Si por indigenismo entendemos, con Rama, Cornejo

144
Bodegón californiano y políticas de la lengua (a partir de Diego Rivera)

Polar, Rowe, Lienhard y otros, el drama y las instituciones de la traducción y


de la mediación del mestizaje o de la transculturación letrada, este poema de
Castellanos abre otro rumbo y registra el límite del indigenismo institucional en
México: las operaciones retóricas que lo fundamentan, la mediación. Con Los
ríos profundos de Arguedas, este poema, que bien puede leerse junto a la novela
Balún Canán, registra el cierre de uno de los grandes ‘relatos’ legitimadores
del latinoamericanismo: la ficción de representatividad de la voz subalterna, no
solo en la literatura indigenista y el americanismo desde Martí, Nicolás Guillén o
Neruda, sino también de las retóricas políticas del populismo testimonialista.

Castellanos lleva esa ficción dominante al límite y a su punto ciego: el límite


hispánico del latinoamericanismo. “Hablad por mis palabras y mi sangre” es un
imperativo de Neruda en una lengua a la cual no responde el destinatario de la
interpelación. Castellanos ubica la voz en el reconocimiento (en su caso y en el
caso de Neruda, un reconocimiento fúnebre) de que la lengua ha sido labrada
como una piedra por el olvido de las voces, huellas de los sujetos que la transitan.

¿No es ese uno entre los amores de la lengua: la fuerza que impulsa la entonación
del poema de Castellanos, que en la ‘oscuridad’ postula sin titubeos la opción de otro
saber fundado no ya en la representación sino en las éticas de la participación y la
justicia? Los poetas anticipan las lenguas del porvenir. El joven maestro las escucha.

Bibliografía

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1995 Polifonía salvaje: ensayos de cultura y política en la postmodernidad.
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totalitarismo, pp. 368-382. Madrid: Editorial Taurus.
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1990 El origen del drama barroco alemán. Pepe Muñoz Millanes (trad.).
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145
Latinoamericanismo a contrapelo

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2002 “Physical and Social Sciences: The Case of Turner”. Louisiana State
University, College of Art and Design, October 29.

146
El reposo de los héroes: las “Dos patrias”
de José Martí y la legitimidad de la poesía1

¿Cuál es el don de la poesía a la guerra?

E n 1995 se cumplieron los cien años de la muerte de José Martí. Cayó en


plena batalla, en Dos Ríos –en el Oriente de Cuba– el 19 de mayo de 1895,
apenas unos meses después de iniciada la guerra contra el ejército español.
Según el testimonio de los últimos que lo acompañaron, cabalgó en su caballo
blanco de frente contra una emboscada.2 Su cadáver, capturado y mutilado por
las fuerzas enemigas, no fue recuperado hasta años después. En torno a su
ausencia radical proliferan los monumentos; los discursos se multiplican, se
disputan su silencio.

Murió por la patria. Dio la vida por un sentido de la justicia, la condición más
básica y material de su existencia por la idea de una comunidad futura. ¿Cuáles
fueron las condiciones que hicieron posible el intercambio entre el cuerpo del
poeta/soldado y los principios de la patria futura? ¿Cuáles los discursos que
intervinieron para producir la ética del patriotismo, el nexo de la identificación, la
lógica que regula el valor del intercambio, el don mayor de todos que el soldado
–particularmente aquel que cae en la batalla– le ofrece a su comunidad?3

Casi dos décadas antes de su muerte, mientras residía en Guatemala, Martí le


escribe al general Máximo Gómez, veterano de la Guerra de los Diez Años,

1 Este trabajo se publicó en Paradojas de la letra (1996).


2 Ezequiel Martínez Estrada recoge los testimonios en su Prólogo a José Martí: Diario de
campaña (1971: 19 y ss).
3 Sobre la ética del patriotismo, ver la lúcida arqueología del tópico pro patria mori de Ernst
H. Kantorowicz, en The King’s Two Bodies. A Study in Medieval Political Theology (1957:
232-272). Sobre la economía del ‘don’ y la reciprocidad, cfr. Marcel Mauss, The Gift. Forms
and Functions of Exchange in Archaic Societies (1967); y Jacques Derrida: Given Time: I.
Counterfeit Money (1992).

147
Latinoamericanismo a contrapelo

una apasionada carta de presentación. “Aquí vivo –le escribe Martí al General–
muerto de vergüenza porque no peleo” (citado en Gonzalo de Quesada y Miranda
1933: 1). La carta inicia un notable intercambio epistolar entre el joven escritor y
el experimentado militar, quien también se encontraba en el exilio recuperándose
de una amarga derrota y a la expectativa –como Martí– de la rearticulación del
movimiento revolucionario. La correspondencia nos sitúa, de entrada, ante la
relación problemática entre el intelectual y la guerra.

Son notables las jerarquías que recortan las posiciones de los sujetos en aquella
primera carta, particularmente el lugar distante y perimido en que se sitúa Martí
ante la vitalidad y la capacidad de acción que su admiración le otorga al héroe
militar: “He conmovido muchas veces refiriendo la manera con que Ud. pelea:
la he escrito, la he hablado: en lo moderno no le encuentro semejante: en lo
antiguo tampoco”. La razón principal de la carta, según le explica Martí a Gómez,
era obtener información de primera mano para un libro sobre la guerra con la
intención, además, de comenzar así el diálogo en preparación para una biografía
del General. La carta despliega el espejeo de un proceso doblemente constitutivo,
tanto del soldado como objeto de cierto proyecto de resonancias épicas, como del
sujeto intelectual que allí se inscribe y recorta su lugar.

Martí jerarquiza los lugares en ese intercambio desigual y, por el reverso del
reconocimiento de la heroicidad viril y poderosa, se ubica en el lugar secundario
de las palabras –el lugar mediado y pasivo de la escritura– desde donde admira y
representa la prioridad de la acción emblematizada por el cuerpo sano y completo
del guerrero. “Enfermo seriamente y fuertemente atado, pienso, veo y escribo”,
señala Martí, identificando la escritura con cierta carencia física, con la práctica
contemplativa de un sujeto incapacitado para la guerra: “Seré cronista, ya que
no puedo ser soldado”, le escribe al General, pidiéndole noticias con el fin de
“publicar las hazañas escondidas de nuestros grandes hombres”.

Por otro lado, es cierto que no debemos soslayar los pliegues de la propuesta,
la negociación implícita en el gesto del reconocimiento otorgado a ese Otro
poderoso. En efecto, la mirada y la escritura del cronista se postulan como la
condición misma de la ‘grandeza’ del soldado, puesto que son ellas las que
hacen públicas –mediante la escritura– sus “hazañas escondidas”. Habría también
que explorar la crítica martiana de la violencia que, unos años después, llevaría
a Martí, en un momento de ruptura con los líderes militares del movimiento
emancipador, a recordarle a Gómez que “un pueblo no se funda como se manda
un campamento”;4 crítica que desde comienzos de los 1880 se articula desde una
defensa de la sensibilidad poética, espiritual, en tanto garantía de la coherencia y
del sentido mismo de la guerra justa, de una revolución inevitablemente violenta,

4 Epistolario, p. 7.

148
El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad de la poesía

pero orientada como “obra detallada y previsoria de pensamiento”.5 En todo caso,


sorprende el enigmático cierre de aquella primera carta en que Martí se despide
del General autodenominándose “el mutilado triste”.

¿A qué mutilación se refería? Las dolencias crónicas que sufrió Martí, causadas en
parte por la brutalidad de su encarcelamiento en Cuba cuando solo contaba con
17 años de edad, no fueron, por cierto, simplemente metafóricas. Sin embargo, la
intensidad dramática con que Martí cierra su primera carta al General sugiere otro
tipo de carencia, corte o fragmentación que bien puede leerse en otro registro, como
el efecto de la tensa emergencia de un sujeto profundamente dividido, cruzado por
la tajante oposición entre la prioridad de los actos y la pasividad suplementaria y
sospechosa de la representación; es decir, un sujeto escindido por el “aborrecimiento
en que tengo a las palabras que no van acompañadas de actos”.6

La oposición entre la palabra y el acto –corte que mutila, digamos, la potencialidad


de un sujeto orgánico, heroico– remite al antiguo topos de armas y letras,
reinscrito con frecuencia en la historia latinoamericana, en el Inca Garcilaso y
en Ercilla, por ejemplo, o más cercanos a Martí, en los escritos de Bolívar y en la
Campaña del Ejército Grande de Sarmiento, quien enfáticamente se lamenta del
lugar subalterno del cronista en el campo de batalla. Sin embargo, la ‘vergüenza’
que le comenta Martí al general Gómez es más radical y registra –precisamente
en el lugar de la culpa, de la “envidia a los que luchan”–7 la constitución de un
nuevo tipo de sujeto intelectual cuya relación con la guerra y con la patria futura
se encontraría mediada, hasta el momento mismo de la muerte de Martí en Dos
Ríos, por el proceso de la autonomización estética.

II

En efecto, ya a comienzos de la década de los 1880, mientras Martí residía en Nueva


York, su discurso sobre la guerra se inserta en una compleja e intensa reflexión
sobre la crisis y la reconfiguración de la literatura en la modernidad. El prólogo
que escribe Martí en 1882 al Poema del Niágara del venezolano Juan Antonio
Pérez Bonalde, inaugura esa reflexión, identificando el surgimiento de la “poesía
moderna” con la “nostalgia de la hazaña” y la disolución de las condiciones que
habían hecho posible la autoridad épica –los contenidos normativos, nómicos– de
la literatura (1978). Se trata, como sugiere Martí en el Prólogo, de los “dolores del
hombre moderno” (1978: 213) ante las transformaciones de un “nuevo estado social”
en que se encontraban “desprestigiadas y desnudas todas las imágenes que antes
se reverenciaban [y] desconocidas aún las imágenes futuras” (1978: 207); época
de “cegamiento de las fuentes [y] anublamiento de los dioses” (1978: 210). Nuevo

5 Ibíd., p. 3.
6 Ibíd., p. 2.
7 Ibíd., p. 1.

149
Latinoamericanismo a contrapelo

estado social –ligado a lo que M. Weber llamaría luego el desencantamiento del


mundo, en tanto efecto de la racionalización moderna– que Martí explícitamente
relaciona en el Prólogo con la disolución del tejido discursivo e institucional que
hasta el momento había garantizado la autoridad central de las formas literarias
en la elaboración del nomos constitutivo del orden social. De ahí, para Martí, las
“alas rotas” del poeta, figura solitaria que transita por un paisaje de ruinas y “se
presenta armado de todas sus armas en un circo en donde no ve combatiente, ni
estrados animados de público tremendo, ni ve premio” (1978: 212).

La crisis del heroísmo que Martí lúcidamente relaciona con la disolución de las
posibilidades épicas de la literatura moderna rebasa la perimida cuestión de los
géneros literarios. Se inscribe en una reestructuración profunda de las condiciones
mismas de la comunicación social que, según Martí, había sido sometida a un
intenso proceso de fragmentación que acarreaba el “desmembramiento de la
mente humana” (1978: 208) y la “descentralización de la inteligencia” (1978: 209);
reconfiguración del orden simbólico que aseguraba los nexos, las articulaciones
de la sociedad, la efectividad de la identificación social.

En términos del campo literario –cuya especificidad y relativa autonomía se


constituye precisamente en el interior de tales transformaciones– ese proceso
de racionalización moderna sometió a los intelectuales a una nueva división del
trabajo, impulsando la tendencia a la profesionalización del medio literario y
delineando la reubicación de los escritores ante la esfera pública y estatal. Pero más
importante aún, puesto que cruza diagonalmente y a la vez desborda los marcos
del análisis sociológico e institucional, el proceso de autonomización produjo un
nuevo tipo de sujeto relativamente diferenciado, y frecuentemente colocado en
situación de competencia y conflicto con otros sujetos y prácticas discursivas que
también especificaban los campos de su autoridad social. Este sujeto literario se
constituye en un nuevo circuito de interacción comunicativa que implicaba el
repliegue y la relativa diferenciación de esferas con reglas inmanentes para la
validación y legitimación de sus enunciados. Más allá de la simple construcción de
nuevos objetos o temas, esa autoridad discursiva cobra espesor en la intensificación
de su trabajo sobre la lengua, en la elaboración de estrategias específicas de
intervención social. Su mirada, su lógica particular, la economía de valores con
que ese sujeto recorre y jerarquiza la materia social demarcaba los límites de la
esfera más o menos específica de lo estético-cultural. Tal vez no sea necesario
detenernos aquí en las contradicciones que marcan la inflexión latinoamericana
de ese proceso de autonomización. Al no contar con soportes institucionales, el
proceso desigual de autonomización produce la hibridez irreductible del sujeto
literario latinoamericano y hace posible la proliferación de formas mezcladas,
como la crónica o el ensayo, que registran, en la misma superficie de su forma y
modos de representación, las pulsiones contradictorias que ponen en movimiento
a ese sujeto híbrido, constituido en los límites, en las zonas de contacto y pasaje
entre la literatura y otras prácticas discursivas y sociales.

150
El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad de la poesía

Tal proceso de autonomización tuvo efectos profundamente problemáticos


para Martí. Si bien la descentralización implicaba cierta democratización de los
medios, en una época en que comienza “a ser lo bello del dominio de todos”,8
la autonomización asimismo estimulaba el repliegue del sujeto literario y la
consecuente reducción de sus efectos sociales. “La vida íntima y febril –señala
Martí– no bien enquiciada, pujante y clamorosa, ha venido a ser el asunto principal
y, con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía moderna” (1978: 210).

De aquí esos poetas pálidos y gemebundos; de aquí esa nueva poesía atormentada
y dolorosa; de aquí esa poesía íntima, confidencial y personal, necesaria
consecuencia de los tiempos, ingenua y útil, como canto de hermanos, cuando
brota de una naturaleza sana y vigorosa, desmayada y ridícula cuando la ensaya
en sus cuerdas un sentidor flojo [...]. Hembras, hembras débiles parecerían ahora
los hombres, si se dieran a apurar, coronados de guirnaldas de rosas, [...] el falerno
meloso (1978: 206-207).

Martí responde al repliegue del sujeto lírico con una notable ambivalencia.
Responde con la sospecha, incluso, de que la autonomización reducía la literatura
a una posición contemplativa, a una forma débil de intervención social. Su
reflexión inscribe la emergencia de la poesía moderna en el drama de la virilidad,
feminizando la marginalidad de la literatura con respecto a los discursos fuertes,
efectivos, de la racionalidad estatal.

De ahí se desprende, por un lado, la “nostalgia de la hazaña” (1978: 209) y, por


otro, el énfasis mismo con que Martí –a lo largo del Prólogo y de buena parte
de su poesía– refuncionaliza el lenguaje de la guerra trasladándolo, mediante la
operación metafórica, a las ‘batallas’ del poeta solitario, nuevo tipo de guerrero,
“de los lidiadores buenos, que lidian con la lira” (1978: 205). Como si de algún
modo la metáfora del poeta/guerrero pudiera asegurar el vigor, la voluntad
viril del sujeto, compensando la debilidad, la secundariedad, la feminización de
la lengua que el propio Martí identificaba como uno de los riesgos distintivos
de la poesía moderna. Por supuesto, ni la feminidad ni la debilidad son
atributos esenciales de la poesía. Se trata, insistimos, de una respuesta a la
autonomización: una representación que identificaba al nuevo sujeto lírico con
las formas maleables, débiles, del pensamiento; una reacción estimulada por la
sospecha de que la interiorización no solo reducía la capacidad de intervención
pública de la literatura, sino que también, en las instancias más radicales,
nocturnas, de su repliegue, la pulsión estética problematizaba su relación con
los contenidos ético-políticos, con la economía de la verdad, con el tejido mismo
de la comunicabilidad social.

8 Ídem.

151
Latinoamericanismo a contrapelo

¿No explica esto la reticencia de Martí al publicar sus dos libros de versos
–Ismaelillo y Versos sencillos–, así como su decisión de dejar inédita su obra más
extensa, los Versos libres?9 “Antes que hacer colección de mis versos me gustaría
hacer colección de mis acciones”.10 Sin embargo, nunca dejó de escribir poesía.
A contrapelo de la sospecha, su poesía prolifera impulsada precisamente por las
tensiones generadas por la autonomización; es decir, por las pugnas internas de
una escritura intensificada y puesta en movimiento por la doble pulsión de ese
sujeto intersticial, ubicado entre las dos patrias –Cuba y la noche– del memorable
texto de Versos libres (Martí 1971: 100).

III

Conviene leer el poema de Martí con algún detenimiento:

Dos patrias
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
su majestad el sol, con largos velos
y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece.
¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento
que en la mano le tiembla! Está vacío
mi pecho, destrozado está y vacío
en donde estaba el corazón. Ya es hora
de empezar a morir. La noche en buena
para decir adiós. La luz estorba,
y la palabra humana. El universo
habla mejor que el hombre.
Cual bandera
que invita a batallar, la llama roja

9 En “Cuadernos de apuntes” (Martí 1963-1975, XXI: 159).


10 “Dos patrias” solía incluirse en Flores del destierro (1933), volumen póstumo compilado
por Gonzalo de Quesada y Miranda. La reciente edición crítica de la Poesía completa, La
Habana, Editorial Letras Cubanas (1985), a cargo de Emilio de Armas, Fina García Marruz
y Cintio Vitier, identifica “Dos patrias” como parte de Versos libres.

152
El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad de la poesía

de la vela flamea. Las ventanas


abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
las hojas del clavel, como una nube
que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa... (1991: 252).

El primer verso ubica al sujeto –inicialmente enfático, marcado por el signo de la


posesión– entre dos patrias. ¿Cómo se puede tener dos patrias? Parecería que el
concepto de la patria remite ahí al país natal, al lugar de origen, tan añorado por
Martí en el transcurso de su largo exilio. Pero si solo así fuera, no se explicarían
ni la dualidad a la cual remite el título del poema –Dos patrias– ni la referencia a
la noche en el primer verso. Es decir: el origen, por definición, es la fuente única
de la identificación del sujeto. De ahí la paradoja constitutiva del poema en su
postulación de la dualidad irreductible del fundamento. La paradoja se intensifica
en la fisura introducida por el desliz entre Cuba –la patria civil, el nombre propio
de la nación en ciernes– y la noche.

¿Cómo puede ser la noche una patria, la patria una noche? La noche solo puede
ser patria, por cierto, en un sentido metafórico, lo que nos lleva de entrada a
pensar que el desliz entre Cuba y la noche desencadena el problemático pasaje
entre el nombre propio y unívoco de la patria política y la designación metafórica.
Además de ello, la metáfora de la patria nocturna atraviesa el contexto más amplio
de los Versos libres con cierta frecuencia: “A la creación la oscuridad conviene/ [...]
la oscuridad fecunda de la noche” (“La noche es la propicia”).

–Y las oscuras
Tardes me atraen, cual si mi patria fuera
La dilatada sombra. ¡Oh verso amigo:
Muero de soledad, de amor me muero! (1991: 142).

Opuesta a la luminosidad del sol –su majestad, el rey, del segundo verso– la
“oscuridad fecunda de la noche” se relaciona con la práctica específica de la
poesía, la segunda patria del sujeto. El sujeto se ubica así en los límites que
separan dos modos radicalmente distintos de nombrar. Se sitúa entre dos patrias,
dos lógicas del sentido, dos esferas de legitimidad. Entre dos leyes: por un lado,
la demanda de la nominación ético-política, la patria civil, Cuba; y por otro, la
práctica rebelde, oscura, la patria metafórica de la noche, la intensidad nocturna
de la pulsión estética. Allí se sitúa precisamente para proponer el paso, el nexo
entre ambas leyes, el intento de superar la escisión, la fragmentación acarreada
por la autonomización, y llevar la poesía de vuelta al centro de la batalla para
producir allí el don de la poesía a la guerra.

153
Latinoamericanismo a contrapelo

¿“O son una las dos”?: la síntesis, no está demás enfatizarlo, aparece interrogada.
Es cierto, sin embargo, que el poema propone la síntesis como superación de la
paradoja. Esa postulación de síntesis, de lazos, de conexiones, bien puede ser el
principio que sobredetermina el discurrir del poema cuya configuración despliega,
desde el tercer y cuarto versos, la conjunción metafórica de las dos leyes mediante
la condensación de esa Cuba viuda, oscura, que se presenta al poeta justamente
cuando se retira la luminosidad del sol, la otra ley. El procedimiento metafórico
redistribuye doblemente el campo de las oposiciones: separa a Cuba –la patria
política– de la luminosidad del sol para trasladarla y reubicarla enseguida en
el reino oscuro de la noche, dominio de la pulsión estética. Como si el sujeto
postulara, mediante la rearticulación metafórica, un modo alternativo de hacer
política ligado a la pulsión nocturna de la legitimidad estética, opuesta a la
luminosidad solar. Así, en otro poema de Versos libres, “Águila blanca”, leemos:

Oh noche, sol del triste, amable seno


Donde su fuerza el corazón revive,
Perdura, apaga el sol, [...]
Líbrame, eterna noche del verdugo,
O dale, a que me dé, con la primera
Alba, una limpia y redentora espada.
Que con qué la has de hacer? Con luz de estrellas! (1991: 168).

La luminosidad nocturna garantiza el retorno, el nuevo paso, del poeta a la


acción de la batalla y a la política misma. Se trata, por cierto, de una luminosidad
designada por la feminidad, por el seno de la noche, que en Dos patrias aparece
erotizada, en esa curiosa reinscripción de la mujer fatal que rompe, bajo la
ventana del sujeto solitario que la observa, las hojas del clavel. La erotización
es clave, del pecho del sujeto a las manos de la patria: “¡Yo sé cuál es ese clavel
sangriento/ que en la mano le tiembla! Está vacío mi pecho, destrozado está y
vacío/ en donde estaba el corazón!”.

Más que una simple metáfora, ese clavel sangriento es un comentario sobre el
procedimiento metafórico en tanto mecanismo de articulación, de intercambio amoroso
entre el sujeto poético y la demanda patriótica. La metáfora traslada, transporta la
sangre del corazón al emblema de la flor patriótica. La metáfora garantiza el paso no
solo entre las dos esferas de legitimidad inicialmente separadas en el primer verso,
sino también entre el cuerpo del sujeto y la patria. La metáfora es fundamentalmente
la figura de un intercambio, portadora del don, del regalo, sobre el que se funda la
interpelación patriótica y amorosa. Don que ahí se encuentra inexorablemente ligado
a la muerte, al vacío del pecho destrozado que, sin embargo, registra el encuentro
sublime con el Todo en que “El universo/ habla mejor que el hombre”.

154
El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad de la poesía

Los versos finales, en cambio, retoman la escena de la escritura. La llama roja de la


vela –otra instancia de luminosidad nocturna, que condensa el color de la sangre
y de la bandera que flamea– se postula como la condición que hace posible la
escritura, la escritura como forma de la batalla. No obstante, esos versos vuelven a
situar al sujeto en el espacio interiorizado y solitario desde donde ve a Cuba pasar.
Casi demás está decir que ese interior remite nuevamente al espacio demarcado
por la autonomización estética que en Martí se relaciona con la soledad del poeta
moderno: “Y yo, pobre de mí!, preso en mi jaula,/ la gran batalla de los hombres
miro”, leemos en “Media noche” de Versos libres; “Mis ventanas/ abro, ya estrecho
en mí”, añade “Dos patrias”. Pero afuera la Cuba que pasa es una raya oscura
que cruza y enturbia la transparencia del cielo, un objeto en movimiento, elusivo,
inaprehensible. Lejos de cualquier tipo de síntesis, el movimiento de la raya oscura
disuelve el don, la epifanía del encuentro. No hay que subestimar, sin embargo, el
peso, la exasperación del intento que en buena medida decide el devenir, el deseo
de la poesía martiana, y acaso el destino mismo que Martí confrontó heroicamente
en Dos Ríos, entre dos ríos, en el momento de la muerte por la patria.

IV

Cierto es, por otro lado, que el sujeto lírico que observa la pérdida del objeto,
la fugacidad de Cuba al pasar, no contiene la heterogeneidad de posiciones
que autorizan el complejo discurso martiano. La soledad del sujeto interiorizado
de Versos libres, su exilio de la patria civil, se encuentra evidentemente
contrarrestado por la reinserción política de Martí hacia fines de la década de
los 1880, así como por la centralidad de sus intervenciones en la fundación del
Partido Revolucionario Cubano en 1892 y, finalmente, por su discurso de la
guerra justa que parecería superar definitivamente el aislamiento y la inacción de
aquel sujeto escindido por la paradoja de las dos patrias. Discurso de la guerra
que, si bien parece superar la oposición matriz entre la prioridad de los actos y
la secundariedad de la palabra y las representaciones, solo lo logra en el silencio
más radical, en el reposo definitivo que le concede al poeta-soldado la muerte
en el campo de batalla. Mientras vivió, sin embargo, sus prácticas discursivas se
ubicaron –más que en uno u otro campo de la oposición, más que en el lugar
estable de una síntesis capaz de superar las diferencias– en el recorrido de los
bordes, de los umbrales que separan y con el mismo movimiento inscriben
zonas de contacto, puntos de intersección y pasaje.

Conviene recordar las condiciones del pasaje del poeta en su retorno al país
natal, el lúcido testimonio de la formación del sujeto soldado en los Diarios de
campaña que escribiera Martí camino de vuelta a Cuba y que se cierran solo unas
horas antes de la batalla final. Acaso como ningún otro texto martiano sobre la
guerra, por el reverso mismo de la trama de la formación del soldado que allí se
cuenta, los Diarios inscriben una aguda crítica de la violencia articulada desde
la postulación de la necesidad de la mediación, de la imagen, en tanto forma

155
Latinoamericanismo a contrapelo

capaz de contener y otorgar sentido a la energía ineluctablemente agresiva de


las fuerzas revolucionarias:

El espíritu que sembré, es el que ha cundido, y el de la isla, y con él,


y guía conforme a él, triunfaríamos brevemente, y con mejor victoria, y
para paz mejor. Preveo que, por cierto tiempo al menos, se divorciará a la
fuerza a la revolución de este espíritu –se le privará del encanto y gusto,
y poder de vencer de este consorcio natural–, se le robará el beneficio
de esta conjunción entre la actividad de estas fuerzas revolucionarias y
el espíritu que las anima.11

Para Martí, la revolución misma se encontraba dividida por una doble pulsión:
por un lado, por el despliegue de una actividad incontenible y violenta; y, por
otro, por el “encanto y gusto” del espíritu que debía orientar la acción. ¿No se
trata, nuevamente, de la intervención del “encanto” y del “gusto” estético en
plena guerra? Martí enfatiza varias veces la oposición en los Diarios de campaña;
insistencia que solo parcialmente se explica por sus marcados desacuerdos
con el general Antonio Maceo, quien en un momento –según anota Martí– lo
acusa de “defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar”
(1971: 89). Más importante aún, la oposición escinde al sujeto revolucionario
y desencadena la disputa entre las posiciones diferenciadas que intervienen en
el movimiento emancipador, problematizando el sentido mismo de la violencia
bélica. Esto porque la guerra, para Martí, es el exterior temido y a la vez deseado
del discurso, es la energía violenta que quiebra el orden de las formas. Por ello el
movimiento revolucionario requería la intervención de otro sujeto, acaso “débil” y
maleable, pero capaz de conjugar y mediar la tendencia constitutiva de la guerra
a la dispersión y a la destrucción; un sujeto capaz de garantizar el sentido de su
justicia. En las vicisitudes de ese sujeto se inscribe el don de la poesía a la guerra.

Bibliografía

Benjamin, Walter
1991 “Para una crítica de la violencia”. En: Para una crítica de la violencia y
otros ensayos, pp. 23-45. R. Blatt Weinstein (trad.). Madrid: Taurus.
Derrida, Jacques
1992 Given Time: I. Counterfeit Money. P. Kamuf (trad.). Chicago: The
University of Chicago Press.

11 Sobre la guerra como problemática del sentido y la justicia, ver el trabajo citado por
Kantorowicz y Walter Benjamin: “Para una crítica de la violencia” (1991).

156
El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad de la poesía

De Quesada y Miranda, Gonzalo (ed.)


1933 “Epistolarios de José Martí y Máximo Gómez”. En: Papeles de Martí Vol.
I. La Habana: Imprenta El Siglo XX.
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1957 The King’s Two Bodies. A Study in Medieval Political Theology. Princeton:
Princeton University Press.
Martí, José
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destierro. La Habana: Imprenta Molina.
1933 Epistolario de José Martí y Máximo Gómez. En: Gonzalo de Quesada
y Miranda (ed.): Papeles de Martí, vol. I. La Habana: Imprenta El Siglo
XX.
1963-1975 Obras completas. La Habana: Editorial Nacional de Cuba.
1963-1975 “Cuadernos de apuntes”. En: Obras completas. Tomo XXI. La
Habana: Editorial Nacional de Cuba.
1971 Diarios de campaña. Montevideo: Biblioteca de Marcha.
1978 “Prólogo al poema del Niágara”. En: Cintio Vitier (ed.), Obra literaria,
pp. 205-217. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
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1971 “Prólogo”. En: Diario de campaña. Montevideo: Biblioteca de Marcha.
Mauss, Marcel
1967 The Gift. Forms and Functions of Exchange in Archaic Societies. I.
Cunnison (trad.). New York: W.W. Norton.
Ramos, Julio
1996 “El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad
de la poesía”. En: Paradojas de la letra, pp. 165-175. Caracas – Quito:
Excultura - Universidad Andina Simón Bolívar.

157
1998: Genealogías del Panamericanismo
y del Latinomaericanismo1

Enmundamientos

M uchas de las barracas y los almacenes militares a lo largo de la Avenida


Gailard se encuentran hoy vacíos, sin equipo ni soldados que alojar. Los
transita un aire húmedo, cargado de retirada. Fort Clayton había sido
uno de los centros de la presencia militar norteamericana en el Canal de Panamá.
Ahora ni el cuerpo de ingenieros ni los altos oficiales del Comando del Sur tenían
porqué hacerse cargo de los edificios alineados como piezas arqueológicas a lo
largo de la Avenida Gailard.

Se acercó la fecha clave de 1999 y el Ejército norteamericano cumplió ya con


buena parte de las condiciones estipuladas por el tratado Carter-Torrijos de 1977
que acordó el traspaso de toda aquella propiedad –y la administración del Canal
interoceánico– al gobierno panameño. En juego estaba la soberanía misma del
Estado nacional, había pensado el general Torrijos, sin anticipar algunos detalles
del traspaso: lo que su gobierno habría de hacer, por ejemplo, con el peso inútil
de los camiones y jeeps de guerra estacionados en las calles laterales de la antigua
base Clayton. Resulta difícil imaginarse el reemplazo de los $370 millones que
hasta hace poco le rendía el Comando del Sur a la economía panameña, un
8% del producto bruto nacional. Más incierto aún y menos documentable es
el destino de las economías locales e informales –la costura, la producción de
alimentos, el servicio doméstico, la prostitución, por ejemplo que desde comienzos
del 1900 habían proliferado en torno al complejo militar del pasaje interoceánico
identificado ya por Theodore Roosevelt como la médula misma de una nueva
apertura de los Estados Unidos al Caribe, a la América del Sur, al Pacífico, a un
nuevo orden planetario.2

1 Este ensayo fue publicado en inglés: “Hemispheric Domains: 1898 and the Origins of
Latin Americanism” en Journal of Latin American Cultural Studies (2001). Una versión en
español aparece en: Julio Ramos, Sujeto al límite (2011).
2 Para una historia de la construcción del Canal y sus representaciones, ver David McCullough:
The Path Between the Seas: The Creation of the Panama Canal (1977).

159
Latinoamericanismo a contrapelo

Han cambiado los tiempos y los mapas han cambiado de color. Tras el fin de
la guerra fría la presencia militar en el Canal no tiene el mismo sentido que
pudo tener durante las primeras décadas del siglo XX, cuando efectivamente se le
consideró fundamental, tanto para la ‘seguridad’ de la hegemonía norteamericana
en la zona medular del Caribe, como para la expansión del capital financiero y el
comercio mundial. De ahí el marcado contraste entre las proyecciones utópicas
que se elaboraron en torno al aparato tecnológico-médico-militar-financiero
del Canal a partir de su inauguración en 1914 y el reciente abandono de Fort
Clayton, donde las hierbas crecen hoy hasta siete pies de alto, según cuenta
un viajero3 queriendo de seguro sugerir que tras la retirada norteamericana del
Istmo, impetuosamente retornaba la misma selva que por casi un siglo había sido
contenida, dominada implacablemente por la ingeniería y por la medicina tropical
en una lucha permanente contra los mosquitos, la fiebre amarilla y la malaria.4

Allí se institucionalizó la nueva ciencia colonial –la medicina tropical– empeñada


en probarle al mundo que “las localidades en los trópicos pronto serían centros de
una civilización blanca tan poderosa y culta como cualquiera de las que existen
en las zonas templadas”.5 La genealogía de esta ciencia, por cierto, remite a la
guerra hispanoamericana, particularmente en Cuba, donde las picadas y el terror
al contagio causaron más estragos y muertes entre los soldados norteamericanos
que las propias armas del ejército español. La toma del Cerro de San Juan en
Santiago de Cuba tiene una dimensión épico-militar y simbólica que bien puede
distraernos del escenario más minimalista –pero seguramente a largo plazo más
decisivo– de la pugna contra los mosquitos en la historia de la colonización
médico-militar inaugurada en la Guerra Hispanoamericana.

Se trata de una sistemática bio-guerra que ubicó la higiene y la salud pública en


el corazón mismo de un discurso colonial acaso sin precedentes en la historia
del imperialismo, y desplegó así nuevos modos de dominación basados en la
administración de los cuerpos.6 Esa guerra continuó mucho después que Roosevelt

3 Calvin Sims: “Filling the Void and the Bases in Panama”. New York Time, 30 October, 1994,
pt. iv, 5:1.
4 Stella H. Nida tiene unas interesantes páginas anecdóticas e históricas sobre la guerra
contra los mosquitos en Panama and Its “Bridge of Water” (1915).
5 Reporte del coronel doctor W. C. Gorgas, quien fuera miembro de la Ithmian Canal
Commission y luego jefe del Departamento de Salud en Panamá, citado por Charles F.
Adams, The Panama Canal Zone: An Epochal Event in Sanitation, Boston, Proceedings of
the Massachusetts Historical Society (1911: 27). Para una sugestiva exploración de relación
entre cuerpo y tecnología –y cuerpos tecnologizados– en los discursos imperialistas del
cambio de siglo –particularmente a lo largo de la construcción del Canal y durante la
Exposición de Panamá y el Pacífico celebrada en San Francisco en 1915–, ver Bill Brown:
“Science Fiction, the World Fair, and the Prosthetics of Empire, 1910-15”, en A. Kaplan y D.
Pease (eds.): Cultures of United States Imperialism (1993).
6 Remito al concepto de ‘biopolíticas’ de M. Foucault: Naissance de la biopolitique (1979).
Para un análisis de políticas de salubridad en tanto dispositivos de ordenación social y

160
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

y los Rough Riders se retiraran victoriosamente de Cuba. El complejo médico-


militar fundó nuevos departamentos de salud en Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y
extendió su dominio inmediatamente a Panamá, donde la construcción del Canal
fue en parte posible por la intensa y exitosa intervención de la medicina tropical
a cargo del coronel W.C. Gorgas, veterano del 1898. En efecto, el coronel Gorgas
es una figura representativa de un complejo dispositivo colonial, un punto de
intersección de intereses financieros, tecnologías y saberes militares y médicos,
que nos lleva a ubicar, tanto al 98 como a la construcción del Canal de Panamá,
en el contexto más amplio de un nuevo enmundamiento del mundo, un nuevo
orden planetario, reconfigurado por la tecné moderna finisecular.7

Pasaje interoceánico y punto de articulación entre el Norte y el Sur, el Canal fue tanto
un efecto como una condición de posibilidad de tal enmundamiento. De hecho,
se construyó por trabajadores migrantes, heterogénea fuerza cosmopolita formada
por cerca de 40000 trabajadores provenientes de Jamaica, Martinica, Costa Rica,
Guatemala, Trinidad, Guadalupe –y también de la China, Escandinavia y Galicia–,
fuerza discrepantemente cosmopolita, como diría Clifford, que operó y habitó
en una zona de contacto profundamente transnacional. Esa zona de contacto se
mantuvo bajo el control de la mano dura de un elaborado aparato policiaco que
vigilaba y cuadriculaba la zona de acuerdo a un jerarquizador orden de castas.
La violencia de su racismo se encuentra en la base misma del enmundamiento
moderno, socavando cualquier postulación libertaria o dialógica del ‘contacto’
globalizador.8 Henry Franck, policía durante la época de construcción de la Zona,
recuerda cándidamente las jerarquías raciales y lingüísticas en el pequeño mundo
articulado y condensado por la construcción del Canal:

De vez en cuando el jefe es un americano de mirada pesada, mordiendo


un cigarro negro entre sus dientes. Con mayor frecuencia, es de la misma
nacionalidad de los trabajadores, incluso frecuentemente del mismo
pueblo, hablante de su inglés imitado. [...] Aquí los vascos con sus boinas
prefieren hablar Euscarra antes que Español; aquí los negros franceses
[“French ‘niggers’”], los negros ingleses [“English niggers”] a los que hay
que mantener lo más separados que sea posible para mantener la paz
y el orden; y ocasionalmente también unos pocos hombres rubios con
sus palas, que prueban ser teutones o escandinavos; trabajadores de

nacional, véase J. Ramos: “A Citizen Body. Cholera in Havana (1833)”, Dispositio (1994),
(Número especial sobre “Subaltern Studies in Latin America”, editado por José Rabasa).
7 Sobre la tecné como operación de marcos y creación de ‘mundos’ regulados de sentido, ver
M. Heidegger: “The Question of Technology”, y su crítica de la categoría de la ‘concepción
del mundo’ o ‘visión del mundo’ en “Comments on Karl Jaspers’s Psychology of World-
Views”, en Pathmarks (1998: 1-38).
8 Véase las interesantes páginas de Michael Taussig sobre la construcción del Canal en
Mimesis and Alterity: a Particular History of Senses (1993).

161
Latinoamericanismo a contrapelo

todas las razas y diversos grados de color; todos, menos los trabajadores
norteamericanos, que brillan por su ausencia. Porque el negro americano
es intratable cuando se agrupa, y el sistema de castas que prohíbe que los
americanos blancos trabajen junto con los negros es de esperarse en una
empresa administrada por hombres que no sólo son militares sino sureños,
a pesar de la cantidad de negros que se encuentran hoy temblando de frío
en las calles de Chicago o los callejones de San Luis (1913: 119).

Profundo corte en la tierra –the Cut, solían llamarle los ingenieros en la época
de su construcción– el Canal inscribe e intercepta los nexos, los enlaces, las
articulaciones, la red de un nuevo mundo. “La historia de las guerras de la
humanidad –señala Sloterdijk– se muestra bajo una luz distinta cuando se ponen
en relación ciertas guerras o ciertos tipos de guerra con las crisis de los cambios
de las grandes formas del mundo” (1994: 81). En el tránsito casi inmediato
entre el fin de la guerra del 98, las proyecciones del presidente McKinley
en 1899 y el impulso que toma la construcción del canal tras la secesión de
Panamá en 1904, el complejo militar-financiero-médico-tecnológico elabora el
programa de una masiva condensación y compresión hemisférica que trastocaría
permanentemente los mapas, las rutas de circulación del capital, la cartografía
de los flujos transculturales, y la concepción y las autorrepresentaciones mismas
del mundo americano. De su impacto se desprenden tanto la resonancia utópica
de las proliferantes celebraciones del canal, ‘nueva maravilla’, que acabaría por
unir al Norte y al Sur, Oriente y Occidente, como el temor de los críticos de su
poder expansivo, íntimamente ligado a la emergencia de un nuevo imperio. Es
decir: Roosevelt, por un lado, y su peculiar ideal panamericanista; y por otro
lado los latinoamericanistas guardianes de las fronteras de la América ‘nuestra’.
De ahí también se desprende el marcado contraste entre la carga utópica de
las condensaciones hemisféricas, americanistas, del 1900 y la reconfiguración de
los nexos, de los mapas, de la forma del mundo en este fin de siglo. Por ahora
digamos que la gradual retirada de las tropas norteamericanas de Fort Clayton y el
traspaso del Canal al gobierno panameño en el 1999 clausuran la historia de toda
una época, todo un modo de dominación colonial.

Ahora los problemas son otros. Por ejemplo, resulta difícil imaginarse qué hacer
con los edificios abandonados a lo largo de la Avenida Gailord y dónde reubicar
todo aquel equipo y material militar excedente que no parece tener ya ningún
uso ni sentido. Resemantizada, una parte mínima del metal –residuos de todo
un orden militar ya caduco– viajaría al Norte, donde posiblemente serviría para
añadir altura y espesor a la muralla construida –imaginada, más bien– para
contener el flujo inmigratorio en la frontera entre México y los Estados Unidos:
la Muralla de la Tortilla, en cuya base californiana se encuentran ya depositadas
y recicladas toneladas de acero, remanentes refuncionalizados de la Guerra
del Golfo, soplados allí como por arte de magia por el viento terrible de la
Tormenta del Desierto.

162
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

La solución ideada en 1994 por el presidente panameño Ernesto Pérez Balladares


y sus ministros sería costosa, $50 millones de entrada, pero bien podía dar inicio
a toda una nueva etapa en la vida de la sociedad panameña de la posguerra fría,
que entre otras cosas confrontaba el reto de rehacer por lo menos el 8 % de su
economía. En las palabras del ministro Gabriel Lewis: “Esperamos reemplazar
los soldados norteamericanos con un ejército internacional de estudiantes y
profesores” (Citado en Sims 1994: 1). Profundo creyente en las configuraciones
y mediaciones panamericanistas, el ministro Lewis añadía: “Donde alguna vez
se entrenaron tropas para la batalla, esperamos pronto educar a los mejores
académicos y profesionales latinoamericanos. No puedo imaginarme un mejor uso
para estas operaciones”, decía Lewis, mientras proponía una nueva Universidad
Americana, similar a la del Cairo o a la de Beirut, que reciclaría las barracas
militares, convirtiéndolas en residencias estudiantiles y transformando el antiguo
club de oficiales en un cómodo Faculty Club para el distinguido profesorado
de un nuevo complejo universitario que fácilmente podía alojar a más de 25000
alumnos del Norte y del Sur, allí mismo, en Fort Clayton, donde a lo largo de
la década terrible de los 70 el ejército norteamericano entrenaba oficiales sur
y centroamericanos. La universidad estaría ubicada en el corazón de lo que
vendría a llamarse, sin escatimar la resonancia utópica, la Ciudad del Saber, que
acaso podría servir de nuevo punto de enlace en la reconfiguración del espacio
hemisférico interamericano. Nueva bisagra que postularía la integración regional,
no ya como un efecto de la ingeniería, la higiene o la intervención militar, como
habría querido Theodore Roosevelt a fin de siglo pasado, sino sobre la base tal
vez a largo plazo más firme del intercambio académico y la formación de sujetos
panamericanistas en la Ciudad del Saber.

Por cierto, todavía no queda claro de dónde vendrán los fondos para financiar la
nueva universidad panamericana, lo que hace dudar a muchos de la viabilidad del
proyecto en esta época de crisis profunda de la educación superior. En todo caso,
el proyecto de la Ciudad del Saber nos sitúa de frente ante la discusión actual
sobre los roles políticos del intercambio intelectual interamericano en el contexto
de las cambiantes relaciones entre el norte y el sur, precisamente ahora cuando
el sistema de dominación inaugurado en el fin de siglo pasado, en los momentos
emblemáticos de la Guerra del 98 y la invención del estado de Panamá en 1904,
pareciera encontrar un momento de cierre.

Globalización del saber y crisis actual del latinoamericanismo


Se trata, entre otras cosas, de la discusión contemporánea sobre el difícil lugar
de los saberes y discursos de la identidad regional y sobre la dislocación de los
sujetos latinoamericanistas a raíz del impacto de la gradual desnacionalización y
globalización de los saberes de/sobre América Latina en este fin de siglo. Inspirada
por la genealogía ya clásica del orientalismo propuesta por E. W. Said, la discusión

163
Latinoamericanismo a contrapelo

actual sobre el latinoamericanismo reflexiona sobre las condiciones de producción


y de enunciación de su propio saber, e investiga tanto la tesitura retórica de los
discursos sobre la diferencia latinoamericana como sus soportes institucionales y
disciplinarios.9 La discusión actual sobre la crisis del latinoamericanismo marca un
momento de autorreflexión y autocrítica en la historia de un campo discursivo y
disciplinario que cuestiona así las propias categorías territoriales, geopolíticas, que
le sostienen. Como en el caso de Said, la investigación del archivo latinoamericanista
implica asimismo la crítica de la relación ineluctable entre los discursos y saberes
de la diferencia –y la identificación del ‘otro’ latinoamericano–, y la inserción de
tales heterologías en las formaciones específicas del poder metropolitano.

En efecto, la analogía entre el orientalismo –tal como lo entendió Said– y los


discursos latinoamericanistas ha resultado productiva, generadora de discusiones y
autocríticas en el campo, aunque su traslado de la propuesta de Said le impide dar
cuenta de la multiplicidad de sujetos y posiciones discursivas que cruzan el concepto
mismo del latinoamericanismo. Por ejemplo, la crítica del latinoamericanismo en
tanto campo de saberes ligado a la historia de los estudios internacionales10 en las
universidades norteamericanas o europeas, cercena la historia también problemática
del latinoamericanismo vernáculo en tanto discurso identitario producido por
intelectuales latinoamericanos.11 Acaso por razones estratégicas, al propio Said le
interesaba delimitar su objeto al archivo de saberes y discursos que construyeron
y ubicaron el ‘Oriente’ en los mapas de la identidad europea. No le concernía la
pregunta de la trenzada red de contactos entre los orientalismos producidos en las
instituciones culturales y en el imaginario social europeo, ‘occidental’, y los discursos
identitarios producidos en los países árabes –la historia de Naser y el nacionalismo
cultural panarabista, por ejemplo– que también construyenun archivo, sus tropos y
estrategias de diferenciación e identificación geopolíticas. La discusión contemporánea
sobre el saber y el poder del latinoamericanismo frecuentemente elimina la distinción
clave entre las formaciones metropolitanas y los discursos identitarios vernáculos que
al menos desde Martí –y sobre todo a partir de la Guerra Hispanoamericana– postulan
defensas varias de lo local, de la especificidad ‘propia’, programas emancipadores
de la América ‘nuestra’, en diversas coyunturas de globalización y enmundamientos.

9 Véase J. Ramos: “Genealogías de la moral latinoamericanista. El cuerpo y la deuda de


Flora Tristán”, en Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina: el desafío de los estudios
culturales (2000). También incluido en este volumen, bajo un título diferente.
10 Vicente Rafael explora las políticas del saber de la diferencia geopolítica en “Regionalism,
Area Studies and the Accidents of Agency” (1999) y en “The Cultures of Areas Studies in
the United States (1994). Véase también A. Moreiras, “Restitution and Appropriation in
Latinamericanism”, Journal of Interdisciplinary Literary Studies (1995). Y The Exhaustion of
Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies (2001). También es fundamental
en este sentido la discusión del latinoamericanismo de Román de la Campa, Latin
Americanism (Minneapolis: University of Minessotta Press, 1999).
11 Ver J. Ramos: “Masa, cultura, latinoamericanismo” y “Nuestra América’: el arte del buen
gobierno”, ambos incluidos en este volumen (N. del e.).

164
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

Tales son las formaciones de los latinoamericanismos vernáculos, cruzadas también


por múltiples voluntades de poder y entramadas por reclamos de autenticidad que
hoy nos pueden resultar muy problemáticos.

Ahora bien: al marcar la distinción entre el latinoamericanismo metropolitano


y las defensas vernáculas de la especificidad regional, por cierto, no pretendo
disolver las zonas grises que relativizan las fronteras entre lo ‘metropolitano’ y lo
‘vernáculo’, fronteras más bien porosas, transitadas y perforadas por las continuas
migraciones y exilios de intelectuales vernáculos que históricamente han cumplido
un rol constitutivo del latinoamericanismo metropolitano, contribuyendo, desde
ángulos y posiciones políticas diversas, a la invención de América Latina en tanto
objeto de los estudios latinoamericanos en las universidades del Norte. Esas zonas
grises donde se desmonta cualquier intento fácil de volver esencial las diferencias
entre los saberes de o sobre América Latina problematizan la categoría misma
del discurso ‘vernáculo’, así como socavan radicalmente la homogeneidad de los
territorios metropolitanos impactados también por los flujos transnacionales de la
globalización y las migraciones contemporáneas.

Alerta y crítico hasta sus últimos días, el amigo y colega de Berkeley, el crítico
peruano, Antonio Cornejo Polar, encaró la disyuntiva actual del latinoamericanismo
en una intensa reflexión sobre las fronteras y los límites del campo contemporáneo.
Me refiero a “Mestizaje e hibridez. Los riesgos de las metáforas. Apuntes”, su
última colaboración a Lasa (Latin American Studies Association), leída in absentia
en la convención internacional celebrada en Guadalajara en marzo de 1997,
apenas un par de meses antes de la muerte de Antonio en Lima.12 Aunque sea
brevemente, permítanme detenerme en la lectura de este texto doblemente
sobre finales, escrito último de un autor clave, de gran influencia, tanto en el
latinoamericanismo vernáculo como metropolitano, el cual nos alerta sobre la
posibilidad “del desdichado y poco honroso final del hispanoamericanismo”.

No es casual que la lectura de “Mestizaje e hibridez…” de Cornejo Polar empalme


aquí con la discusión más histórica sobre el 98, en la medida en que el ensayo
de Cornejo puede leerse como uno de los cierres posibles de varias posiciones
discursivas, clausura acaso de un concepto de la cultura latinoamericana y un modo
de concebir las tareas del saber regional y la defensa de sus fronteras inauguradas
precisamente en el fin de siglo pasado, en el mismo circuito de la condensación del
espacio hemisférico que culmina en la Guerra del 98 y la construcción del Canal de
Panamá. Por eso decíamos que el ensayo de Cornejo es doblemente sobre cierres,
en tanto su urgente dimensión autobiográfica tiende a identificar la escena final de
la escritura de un autor con el cierre de todo un campo discursivo.

12 Apareció en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (1998). Me aproximo al texto con


mayor detenimiento en “Las paradojas del deseo de Flora Tristán”, incluido en este volumen.

165
Latinoamericanismo a contrapelo

La asociación, por cierto, no es exagerada. En varios sentidos, Cornejo puede


considerarse un intelectual humanista, de cierta formación filológica, ubicado en
la tradición del latinoamericanismo, el legado de los ensayistas, la tradición que
sustentó la obra de las figuras que narrativizaron el canon y la memoria histórica
del campo en que nos movemos: figuras como P. Henríquez Ureña, Alfonso Reyes
o Ángel Rama, intelectuales públicos, digamos, quienes actuaron dentro y fuera
de la universidad, y cuyos amplios registros de intervención y autoridad política
presuponían unos lazos entre la cultura y la esfera pública que acaso no sean
ya viables en las sociedades contemporáneas neoliberales. La reflexión misma
de Cornejo sobre “el fin del latinoamericanismo” presupone una reubicación del
trabajo intelectual y académico en el contexto de la crisis actual del estado liberal-
republicano en el eje de la globalización. La sospecha misma del cierre de ese
legado es un efecto de la erosión de los modelos de integración cultural elaborados
frecuentemente por las humanidades y las universidades modernas que al menos
desde Bello legitimaron la producción del saber humanístico y sus intervenciones
pedagógicas en función de la construcción de la ciudadanía en la esfera de las
interpelaciones y la educación letrada y cultural. Pareciera que las formaciones
sociales en este fin de siglo, marcadas por la globalización de las sociedades
mediáticas, no requieren ya de la intervención legitimadora de las narrativas
ejemplarizantes de la integración nacional. Tal vez los modelos culturales de la
integración nacional –o la noción misma de la integración– no sean ya necesarios,
en la medida en que el Estado se retrae de los contratos de la representación del
bienestar común, mientras los sistemas de la comunicación masiva y del consumo,
según argumenta García Canclini (1995), producen parámetros alternativos para
la identificación ciudadana, sus múltiples exclusiones, y nuevas y crecientes zonas
de abandono. En el campo de las transformaciones de las instituciones culturales
ligadas al estado-republicano, como nos recuerda Beatriz Sarlo, la categoría misma
del intelectual público deviene en crisis (1994: 181). A su vez, el estudio de la
literatura y de la cultura corre el riesgo de convertirse en la simple profesión
de expertos, frecuentemente ubicados en los Estados Unidos, que tienden
progresivamente a reemplazar la figura evanescente del intelectual público y del
humanista tradicional latinoamericanista.

“Mestizaje e hibridez” plantea la pregunta por el destino del latinoamericanismo,


“el desdichado y poco honroso final del hispanoamericanismo”. En el proceso de
su reflexión, el ensayo condensa las posiciones claves en el debate contemporáneo
sobre los canales transnacionales de producción y circulación del saber
de/sobre América Latina. Escrito, paradójicamente, en el marco del discurso cuyo
fin explora, el texto de Cornejo reinscribe los tropos del origen, los límites de
la territorialidad y la temporalidad continua del legado que históricamente han
sido centrales a la retórica latinoamericanista. El ensayo explora las cambiantes
fronteras del campo al preguntarse sobre los modos propios e impropios
mediante los cuales el campo hace préstamos, traduce, e incorpora conceptos
de otras disciplinas, al mismo tiempo que se pregunta por la legitimidad de los

166
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

intercambios y contactos entre el campo y otras lenguas y tradiciones. Cornejo


propone así una defensa de las fronteras, una alarma en respuesta al riesgo de que
en el contexto contemporáneo el interior del campo puede quedar demasiado
expuesto a fuerzas que amenazan desde el exterior, fuerzas generadas por el
contacto, la mezcla, la hibridación del discurso mismo.

No por casualidad, la problemática del contacto, de la porosidad de las fronteras,


en el ensayo de Cornejo, es primeramente de orden lingüístico. Según Cornejo, el
latinoamericanismo sufre en la actualidad de una condición de diglosia, una escisión
profunda que separa antagónicamente los estudios sobre América Latina producidos
en los países latinoamericanos de los estudios latinoamericanos producidos en los
Estados Unidos, lo que genera una fractura profunda entre el interior y el exterior,
entre lo propio y lo impropio, entre lo auténtico y lo inauténtico. La diglosia
se manifiesta, primeramente, según Cornejo, en el creciente prestigio del inglés
entre los latinoamericanistas de los Estados Unidos, y en la supuesta crisis de la
enseñanza del español en la escena pedagógica norteamericana. El pasaje al inglés
de por sí no sería un problema, si no viniera acompañado de la marginalización de
los saberes vernáculos latinoamericanistas producidos en español, en un circuito
cultural e ideológico totalmente distinto y cada día más precario y perimido. Más
aún, en la grieta de esa separación lingüística Cornejo recorre la trayectoria de una
fractura todavía más profunda y peligrosa, otra instancia de división del trabajo que
convierte los objetos culturales latinoamericanos en materia prima exportada a los
Estados Unidos y a Europa, mientras las instituciones académicas metropolitanas
producen modelos epistemológicos para la elaboración teórica y el consumo de la
materia prima cultural.

Ahora bien, no tenemos que estar de acuerdo con Cornejo para reconocer que
“Mestizaje e hibridez: los riesgos de las metáforas” toca el corazón mismo del
debate contemporáneo sobre la globalización de las culturas latinoamericanas,
la discusión actual sobre los efectos de la globalización del saber producido
sobre estas culturas. Cornejo identifica la crisis de los discursos culturales y las
instituciones vernáculas en esta era neoliberal, y aconseja cautela ante la influencia
creciente de los paradigmas teóricos metropolitanos incluso en América Latina: los
estudios culturales, poscoloniales y subalternos.

El ensayo de Cornejo desencadena así una serie de asociaciones y oposiciones


que bien pueden condensarse en el antagonismo entre lo global y lo local –entre
el campo interior y el exterior de una cultura–, y en las contradicciones que
problematizan la posibilidad de un saber (o discurso de la identidad) regional
en un mundo cada vez más homogeneizado, donde incluso la producción
intelectual –conviene añadir– es sometida a los aplanamientos del mercado y
es profundamente impactada por la velocidad de los viajes transnacionales y
el consecuente desgaste extraordinariamente rápido de las ideas. Al plantear la
pregunta clásica de la especificidad y originalidad del saber americano, “Mestizaje

167
Latinoamericanismo a contrapelo

e hibridez…” se inscribe en la red histórica y discursiva del latinoamericanismo


vernáculo, cuya clausura es, sin embargo, lo que motiva allí su escritura. ¿Cómo
se escribe en el punto liminal de las clausuras? ¿Cómo se autoriza un discurso
que reflexiona precisamente sobre la crisis de los mecanismos de validación y
autorización de su campo? ¿Dónde se escribe?

1898: Orígenes del latinoamericanismo


y la cuestión de los saberes locales

Al menos desde el ensayo fundacional de Martí, “Nuestra América”, y la serie de


textos sobre el panamericanismo que preparan y anticipan la escritura de ese
ensayo fundacional en 1891, el latinoamericanismo vernáculo frecuentemente ha
sido estimulado como defensa de lo local en diversas instancias de globalización
y enmundamiento. Por eso decíamos que el año 1898 y la reconfiguración del
dominio hemisférico en el fin de siglo pasado marca un momento tan decisivo
en la historia del latinoamericanismo.13 Aunque Martí había muerto en los
primeros meses de esa misma guerra, que por cierto comienza en 1895 –y no
meramente con la crisis del Maine– sus ensayos latinoamericanistas bien pueden
leerse como una respuesta temprana a la reconfiguración y el desplazamiento
de fronteras producidos por la expansión norteamericana tras la Guerra Civil
y tras la colonización del Oeste facilitada por la guerra con México en 1848.
Tampoco es casual que el marco del discurso latinoamericanista de Martí, tanto
en “Nuestra América” como en Versos sencillos, fuera el intenso debate sobre
las relaciones interamericanas y sobre el panamericanismo oficial generado en
torno al Congreso Panamericano en Washington que culminaría en 1891 con la
Conferencia Monetaria Internacional.14 No creo que se haya enfatizado lo suficiente
la relación entre los textos de Martí sobre los peligros del panamericanismo –los
riesgos de la condensación hemisférica– y su propia condensación de la “América
mestiza”, la ‘nuestra’. No está de más recordar que el discurso titulado “…Madre
América”, antecedente directo de “Nuestra América”, fue dedicado como el saludo
de un exiliado a los delegados del Sur que participaban en las conferencias
interamericanas y quienes se encontraban de visita en Nueva York.15

13 Arcadio Díaz Quiñones demuestra cómo la crisis del imperio español que culmina en el
98 fue también decisiva para la formación del hispanismo y sus historias literarias (que
por cierto mantienen aún cierta vigencia en los estudios hispanistas en los Estados Unidos,
donde la literatura latinoamericana frecuentemente figura como una provincia más de la
historia castellana e imperial inaugurada por el Cid Campeador). Véase A. Díaz Quiñones:
“1898: Hispanismo y guerra” (1998).
14 Me refiero a los textos sobre las Conferencias Internacional y Monetaria celebradas en
Washington en 1889, incluidas en el volumen Nuestra América (1985: 35-132).
15 Escribe Martí:
[…] En vano, –faltos del roce y estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras posiciones,
que nos llegan ¡a mucha distancia! del suelo donde no crecen nuestros hijos–, nos convida

168
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

Ya a fines de la década del 80 –en preparación para lo que luego culminaría


en la guerra del 98– el gobierno norteamericano, encabezado por el secretario
de Estado Blaine, proponía una serie de acuerdos comerciales e industriales
interamericanos que impulsarían la construcción de redes ferroviarias y telegráficas,
así como el relajamiento de los controles de las aduanas y las fronteras; proyectos
panamericanistas impulsados también por el ideal de una moneda común que uniera
las naciones americanas en un nuevo mapa que borraría finalmente las fronteras
duras entre el Norte y el Sur, posibilitando así la creación de una potencia americana
capaz de socavar la hegemonía de los poderes europeos en el orden mundial. Martí
fue verticalmente crítico de tal panamericanismo. Ya para esos años identificaba
la condición de la modernidad con la internacionalización, tanto del capital como
de los flujos culturales. Su americanismo telúrico es en parte la propuesta de una
modernidad alternativa –guiada por el saber de la tierra–. Capaz, según Martí, de
guiar y juntar un dominio hemisférico alternativo, el latinoamericanismo martiano
opera por el reverso de los enmundamientos de la modernidad hegemónica,
aunque simultáneamente emerge y se desplaza en el mismo espacio comprimido y
articulado por las redes de la misma modernidad, del mercado, de la intensificación
de los contactos transnacionales e inevitables intercambios culturales en un nuevo
orden cosmopolita. De ahí se desprende a su vez la importancia del periodismo
y la crónica en la época, textos de viajeros-mediadores que transitan el nuevo
orden, sirviendo muchas veces de mediadores entre las culturas metropolitanas
y los lectores latinoamericanos.16 No es simplemente casual que los fundadores
del latinoamericanismo (y sus continuadores) se perfilen frecuentemente como
viajeros y/o exiliados: es el caso de Martí, de Pedro Henríquez Ureña, del propio
Darío, de Alfonso Reyes y de Gabriela Mistral.

En este nuevo espacio, disputado y desigual –en una época que los historiadores
generalmente identifican con la gradual incorporación de América Latina al
mundo–, se redefinen las posiciones del intelectual, ahora encargado de precisar
la especificidad y los límites del campo de la identidad ‘propia’ y de proponer

este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón,
a la tibieza y al olvido. ¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra
América, como luz y como hostia; y ni el interés corruptor, ni ciertas modas nuevas de
fanatismo, podrán arrancárnoslas de allí! Enseñemos el alma como es a estos mensajeros
ilustres que ha venido a nuestros pueblos, para que vean que la tenemos honrada y leal,
y que la admiración justa y el estudio útil y sincero de lo ajeno, el estudio sin cristales de
présbita ni de miope, no nos debilita el amor ardiente, salvador y santo de lo propio; ni
por el bien de nuestra persona, si en la conciencia sin paz hay bien, hemos de ser traidores
a lo que nos mandaran a hacer la naturaleza y la humanidad. Y así, cuando cada uno de
ellos vuelva a las playas que acaso nunca volvamos a ver, podrá decir, contento de nuestro
decoro, a la que es nuestra dueña nuestra esperanza y nuestra guía: ¡Madre América, allí
encontramos hermanos! ¡Madre América, allí tienes hijos! “Discurso de la Sociedad Literaria
Hispanoamericana (‘Madre América’)” ( Nuestra América 1985: 25-26).
16 Ver de J. Ramos: “Esta vida de cartón y gacetilla: literatura y masa” (2003).

169
Latinoamericanismo a contrapelo

modelos de contacto y de traducción cultural, de decidir las posibilidades y los


riesgos del intercambio transcultural en un orden global, cosmopolita. De ahí
que la defensa de los saberes locales y las culturas vernáculas en Martí sea tanto
la respuesta crítica como el efecto de la condensación del espacio hemisférico
producido por el intenso reenmundamiento de las Américas que encuentra sus
íconos más expresivos en la toma de Cuba y Puerto Rico en el 98, y pronto
después en la invención del estado de Panamá y en la construcción del Canal,
tropo y efecto real del panamericanismo, emblema maravilloso, en efecto, de las
nuevas articulaciones entre el Norte y el Sur.

En efecto, ¿no es el latinoamericanismo, hasta Cornejo y nuestro fin de siglo, un


campo de reflexión sobre el precario balance entre las formaciones culturales del
capital internacional y las culturas vernáculas? Atento a las coyunturas variadas
de la mundialización, el sujeto latinoamericanista emerge e institucionaliza su
imaginario topográfico y territorializador en el lugar fronterizo de la mediación,
recortando desde allí las zonas de riesgo y de contacto, y decidiendo las normas
para los intercambios culturales saludables. “Cree el aldeano vanidoso que el mundo
entero es su aldea”, dice Martí (1985: 26). La autoridad del sujeto latinoamericanista
despliega así dos gestos correlativos: primero, mirar hacia ‘afuera’ (“el tigre de
afuera” según Martí) y reflexionar desde allí sobre la mundialización; y segundo,
mirar hacia ‘adentro’ (“el tigre de adentro”), y reflexionar desde allí sobre las
contradicciones internas que impedían la consolidación de las instituciones
políticas, civiles, el fundamento democrático de un orden americano virtual.
Ambas posiciones remiten a la mediación y a la traducción en tanto funciones
que autorizan al emergente sujeto latinoamericanista: traducción, por un lado,
de los modelos extranjeros; y traducción, por otro lado, de las voces ocluidas,
subalternas –las “masas mudas de indios”, el “negro oteado”, “el campesino, el
creador”– en un gesto de incorporación y representación del otro que autoriza
y legitima el trabajo estético y el pensamiento crítico en zonas amplias de la
literatura moderna latinoamericana, tal vez hasta nuestros días. “Hablad por mis
palabras y mi sangre”, decía Neruda en “Alturas de Machu Picchu”, reclamando un
poder de ‘representatividad’ que más allá de Martí, Neruda o Barnet, es uno de los
fundamentos de la institución literaria y su vocación testimonial (el ‘regalo’ de la
palabra al otro). Doble agencia: mediación entre el mundo y lo local; y traducción
interna, necesaria para la construcción de lo local, para la invención de la idea
misma de la tradición vernácula y sus legados alternativos.

En el gesto de la mediación coincide el otro extremo de la aparente antítesis


latinoamericanista: el Ariel de Rodó. Para Rodó la guerra del 98 y la condensación
del espacio hemisférico fue un acicate y un punto de partida. En efecto, en
su zona polémica e inmediata, el Ariel es una crítica estético-cultural de la
‘[norte]americanización’, a la cual Rodó opondrá la alternativa de un legado,
un archivo más bien motivado por la invención de la latinidad euro-americana
(1985: 33-56). Rodó, por cierto, evitará el término cosmopolita, y cuando lo usa es

170
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

peyorativamente: en el Ariel el cosmopolitismo es sinónimo de fuerzas foráneas


–la inmigración popular y obrera– que amenazan la integridad misma de la
“alta cultura” latinoamericana. Sin pretender minimizar las diferencias, podría
pensarse que en ambos, Martí y Rodó, modelos frecuentemente opuestos en la
historiografía del latinoamericanismo, la reflexión sobre el límite y la práctica
de las mediaciones también responden a la mundialización y a la necesidad de
construir un legado, una memoria, un archivo latinoamericano.

Claro está: los archivos y las nociones del legado que ambos proponen son
radicalmente distintos. Obviamente, mientras Rodó –en guerra contra la
‘americanización’ y la modernidad– propone un legado euro-latino-americano,
Martí funda su narrativa identitaria en la ficción operativa, digamos, de las “voces”
subalternas, “autóctonas” o vernáculas. Aún así, en ambos las prácticas de la
mediación latinoamericanista se fundan en las inflexiones variadas de la autoridad
estético-cultural que privilegia el papel de la literatura en la construcción de la
ciudadanía, de lo que Schiller llamaba la educación estética del hombre. En ambos
el sujeto intelectual se construye y se autoriza en función de una reflexión sobre
las condiciones necesarias para la democracia en la que la representatividad
estético-cultural debía cumplir un principio regularizador, contribuyendo tanto a
la representación de particularidad subalternizada (Martí), como a la “estética de la
conducta” (Rodó) necesaria para la autoadministración del alma y la constitución
de sujetos disciplinados.17

Por cierto, ¿no se extiende la reflexión sobre la democracia y la búsqueda de


principios reguladores hasta nuestros días, hasta los registros tan distintos de la
autoridad estético-cultural en Beatriz Sarlo y en Nelly Richard, por ejemplo, que
retoman, desde posiciones políticas diferentes, la defensa de la literatura
y de la estética, y su capacidad de operar mundos alternativos a la lógica
instrumental del mercado y de las medianías neoliberales precisamente en
contextos posdictatoriales, de transición democrática? John Beverley se refería
recientemente a la reconfiguración contemporánea del sujeto estético en términos
de un “nuevo arielismo” (Beverley 2000), aunque sin duda habría que matizar el
protagonismo casi heroico que Sarlo le asigna a los artistas como defensores de
un espacio autónomo y crítico en la escena posmoderna (1994), por un lado, y
la radicalización del sujeto estético en el discurso más bien anarco-vanguardista
de Nelly Richard (2001). Pero no cabe duda de que en ambas, Sarlo y Richard,
desde prácticas teóricas y escriturales muy distintas, se le asigna cierto privilegio
a la autoridad estética en el debate sobre la democracia.

17 Por otro lado, no conviene aplanar los pliegues del sujeto estético. El mismo Rodó, por
ejemplo, mantiene una relación muy ambigua con la estética y los ‘excesos” retóricos
de la literatura, opuesta por momentos a la prioridad de la virilidad deseada para el
sujeto ciudadano.

171
Latinoamericanismo a contrapelo

Sin soslayar las distancias obvias, en Martí y Rodó la cuestión de los límites
de lo ‘propio’ en la modernidad se encuentra ineluctablemente ligada no solo
al expansionismo norteamericano, sino también al problema ‘interno’ de la
democracia, al surgimiento de nuevos agentes políticos –mujeres, obreros, alianzas
sociales imprevistas– que presionaban la esfera pública y obligaban a repensar
el lugar mismo de los intelectuales y de la alta cultura en las sociedades en
vías de modernización. No es casual, en ese sentido, que para muchos de los
nuevos sujetos sociales identificados con la relativa apertura producida por la
modernización, el 98 no representara necesariamente un trauma o un desastre.
Según pensaron muchos de los intelectuales obreros más radicales de la época,
particularmente en el caso de Puerto Rico, por ejemplo, la norteamericanización
paradójicamente posibilitaría la democratización de la esfera pública, la creación
de ciertas condiciones (como solía decirse) y garantías para la constitución de
un movimiento obrero anticapitalista que por cierto sospecharía mucho de los
discursos estético-culturales y del privilegio del papel mediador y representativo
del intelectual en las defensas nacionalistas y en los registros latinoamericanistas
que se multiplican a partir del 98. Me refiero, por ejemplo, a Luisa Capetillo, y a los
discursos libertarios ligados al surgimiento del movimiento obrero puertorriqueño
lúcidamente estudiado y antologado por Ángel Quintero Rivera.18

Los intelectuales obreros de comienzos de siglo, del cambiante y voluble 1900,


también intervinieron en el debate sobre la globalización, y produjeron saberes
locales (muy cosmopolitas, por cierto) y bibliotecas alternativas. En el Ariel el
sujeto proletario (inmigrante) es sin duda uno de los límites (del terror) del sujeto
estético-cultural, en el contexto cono-sureño del surgimiento de un vigoroso
movimiento obrero. Martí, en cambio, se aproxima a las zonas más radicalizadas
del emergente sujeto político trabajador, en sus notables discursos de Tampa y
Cayo Hueso, dirigidos a los tabaqueros, inmigrantes, anarquistas muchos de ellos,
que constituyeron la base social y financiera del Partido Revolucionario Cubano
en la época de su fundación (Sotero Figueroa 1896). Allí se abre sin duda el marco
del sujeto estético, rumbo a la guerra, por nuevos caminos de la estetización de la
política y hacia la muerte.

1998

Como hemos visto, “Mestizaje e hibridez” de Cornejo Polar reinscribe e inflexiona


la entonación, las posiciones de sujeto, y algunas de las estrategias retóricas del
latinoamericanismo vernáculo y sus defensas de los saberes locales. Se organiza en
torno al binario de lo global y lo local, y también transita y guarda las fronteras del

18 La lucha obrera en Puerto Rico (1971). También ver J. Ramos, Amor y anarquía: Los
escritos de Luisa Capetillo (1990).

172
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

territorio ‘propio’, recomendando cuidado ante los préstamos de otras disciplinas


(típica de los estudios culturales y su pasión transdisciplinaria) y otras lenguas,
sobre todo el inglés. Pero en contraste con sus antecedentes, cierto pesimismo de
Cornejo lo lleva a sospechar que el impacto actual de la globalización bien puede
ya decidir el cierre del latinoamericanismo, acaso porque para Cornejo, como
para Beatriz Sarlo, la crisis actual de las instituciones culturales (y del aparato
pedagógico republicano) tiende a cancelar el privilegio del papel del intelectual
y el privilegio de la cultura-estética como el eje de la interpelación ciudadana.
De ahí que los principios organizadores y legitimadores del latinoamericanismo
vernáculo –la representación de las voces subalternas y la construcción de
modelos de traducción y apropiación nacional de materiales extranjeros– pierden
definitivamente vigencia, tanto por la crisis misma de la noción liberal de la
representatividad, como por las dificultades que confronta cualquier reificación
de lo local, de lo ‘propio’, en esta época de intensa globalización.

La globalización de la cultura no es necesariamente nueva. Bien puede ser un aspecto


constitutivo de la lógica del capital. Lo que sin duda ha cambiado es la autoridad
y las bases institucionales de los discursos que respondieron vigorosamente a la
mundialización al menos hasta la década de los 70 y el comienzo de las crisis
de las izquierdas latinoamericanistas. Aún en 1971, para Roberto Fernández
Retamar –otro clásico del latinoamericanismo– todavía era posible pensar que la
cultura-estética, la esfera de las artes y la literatura, podía cumplir un papel central,
orgánico, en la defensa de la cultura ‘propia’ al generar las mediaciones necesarias
para la formación de la cultura nacional-popular, hipóstasis de la lucha de clases
(Fernández Retamar 2000).

Por otro lado, las oposiciones tajantes entre metrópoli y periferia, entre lo global
y lo local, entre el interior y el exterior, entre lo auténtico y lo inauténtico, son
problematizadas por el proceso mismo de la globalización; problematizadas,
por ejemplo, por el viaje continuo y la migración de intelectuales e ideas, y
más recientemente por las intervenciones cada vez más intensas de críticos y
alumnos chicanos, puertorriqueños, latinos en el campo del latinoamericanismo;
sujetos cuya experiencia vital y trabajo intelectual introducen nuevos tensores
o a veces cruzan diagonalmente las nociones territorializadas de las raíces, la
pureza lingüística, los orígenes fijos o los legados continuos que figuran todavía
hoy como los tropos predominantes del latinoamericanismo vernáculo. Si
pensamos que el latinoamericanismo es después de todo un complejo archivo
de discursos sobre la territorialidad y la localidad, discursos que intentan definir
la especificidad de sus objetos en función de la diferencia regional o geopolítica,
podemos hoy preguntarnos sobre la eficacia y viabilidad de los modos de recortar
las fronteras del campo de identidad, particularmente en esta época en que los
flujos transnacionales del capital flexible expanden violentamente las zonas de
contacto e intercambio, mientras las intensas migraciones caribeñas, mexicanas
y centroamericanas producen enclaves de habla y cultura hispana en el corazón

173
Latinoamericanismo a contrapelo

mismo de las metrópolis principales de los Estados Unidos. Incluso tal vez no
sea del todo imprudente preguntarnos, con Tato Laviera, si Manhattan no es una
isla del archipiélago antillano, o si Loíza, Loaiza, es un barrio del Lower-East
Side.19 Acaso no sea injusto preguntarse dónde queda América Latina, la localidad
cartografiada y protegida por los discursos de las esencias ‘propias’.

Tampoco está de más recordar hoy que, cien años después de la invasión de Cuba
y Puerto Rico en el 1898, la caribeñización y latinización relativa de las ciudades
claves del imperio, en 1998, reta tanto las nociones fáciles, monolingües de la
ciudadanía jurídica, como cualquier intento de perpetuar los mapas, las categorías
territoriales institucionalizadas por los discursos de la identidad vernácula.

Bibliografía

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1999 Latin Americanism. Minneapolis: University of Minessotta Press.
Díaz Quiñones, Arcadio
1998 “1898: Hispanismo y guerra”. En Walther L. Bernecker (ed.), 1898: su
significado para Centroamérica y el Caribe, pp. 17-35. Berlín: Vervuert
Verlag.
Fernández Retamar, Roberto
2003 Todo Calibán. San Juan: Ediciones Callejón.

19 Resulta fundamental el libro de Juan Flores, gran lector y colaborador de Tato Laviera,  *The
Diaspora Strikes Back: Caribeño Tales of Learning and Turning*.  Nueva York: Routlege, 2009.

174
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

Flores, Juan
2009 The Diaspora Strikes Back: Caribeño Tales of Learning and Turning.
Nueva York: Routledge.
Foucault, Michel
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175
Latinoamericanismo a contrapelo

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176
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley1

C elebramos la intensidad crítica del pensamiento de la heterogeneidad. ¿De


qué otro modo podría ser el despliegue del pensamiento si no estuviera
profundamente movilizado, intensificado, por la condición misma de la
heterogeneidad, por la energía con que la heterogeneidad se resiste a ser pensada?

Este trabajo fue escrito para un volumen de homenaje al crítico peruano Antonio
Cornejo Polar. Al invitarnos a participar en el homenaje, el coordinador del
volumen, José A. Mazzotti, nos preguntaba sobre las discusiones y los debates en
torno a las posiciones críticas que, a nuestro parecer, orientaban los trabajos en
el campo de los estudios literarios durante los últimos años. De ahí el tono del
informe en la primera parte del ensayo.

Sin embargo, la lectura pronto se desplaza y se reubica ante las vicisitudes


californianas de un caso legal: el juicio por homicidio contra un exguerrillero
salvadoreño, Alberto Mendoza, en las cortes del condado de Marin, California,
donde su poesía fue utilizada, interpelada, como evidencia judicial en 1994. El
proceso de Alberto Mendoza presiona una serie de límites, fronteras nacionales
y discursivas, motivándonos a repensar las categorías territoriales, tanto estatales
como disciplinarias, que por mucho tiempo determinaron las coordenadas del
mapa en que se construían los objetos de los estudios literarios y humanísticos.
Alberto Mendoza, sujeto de la posguerra, cruzó las fronteras, cada vez más
imprecisas, entre el Sur y el Norte, mientras que su poesía, citada ante la ley,
recorre aún los bordes entre el discurso literario, la cárcel y el aparato judicial.
Ese doble recorrido nos presiona a cuestionar cualquier ilusión de autonomía,
y también a reflexionar sobre las posibilidades y limitaciones de un trabajo
transdisciplinario que sea capaz de encarar la densidad de los discursos
entrecruzados y entramados en el proceso judicial.

El juicio de Alberto Mendoza nos sitúa ante algunas de las problemáticas teóricas
planteadas por el pensamiento de la heterogeneidad y el campo de los estudios

1 Este ensayo fue publicado en J. A. Mazzotti y U. J. Zeballos Aguilar (eds.): Asedios a


la heterogeneidad cultural. Libro de homenaje a Antonio Cornejo Polar (1996). También
en Revista de Crítica Cultural (1996), y, más recientemente, con el título “El proceso de
Alberto Mendoza: poesía y subjetivación”, en Sujeto al límite (2011).

177
Latinoamericanismo a contrapelo

culturales. La pregunta por los estudios culturales que en las últimas dos décadas
del siglo pasado alteró, tanto los campos tradicionales de las humanidades como
zonas claves de las ciencias sociales2 suponía una reconfiguración profunda
del campo mismo del poder –ligado en parte a las formaciones históricas del
Estado republicano– y el desgaste de los modelos de integración cultural que
las universidades modernas se habían encargado de elaborar, legitimando la
producción del saber y de sus intervenciones pedagógicas en función de la
construcción de la ciudadanía.

La genealogía de los relatos y de las prácticas institucionales de los fundadores


de los estudios humanísticos en América Latina comprobaría –en el discurso
pedagógico de Bello, por ejemplo, en la estetización de la escena didáctica
en Rodó, en la racialización de la esfera cultural en Vasconcelos, o en el
americanismo prospectivo, utópico, de Pedro Henríquez Ureña– la importante
labor que las humanidades se asignaron, incluso a veces como dispositivo rector,
supervisor, del Estado, al elaborar modelos de identificación ciudadana.3 La
institucionalización de las humanidades modernas cifró en la esfera estético-
cultural la tarea clave de producir, por un lado, ficciones (no necesariamente
literarias) de integración etnolingüística; y, por otro, de diseñar y administrar
el orden pedagógico en el cual se desplegaban las prácticas interpelativas,
especulares, en que se constituían los sujetos didácticos de la nación. La
genealogía de esos relatos seguramente comprobaría también las dimensiones
públicas de la violencia epistémica inscrita por la voluntad integradora sobre los
cuerpos de la diferencia étnica, sexual, lingüística, política.

En este comienzo de siglo, marcado por la globalización distintiva de las


sociedades del espectáculo, acaso las formaciones sociales no requieran ya de
la intervención legitimadora de aquellos relatos modeladores de la integración
nacional, en la medida en que el Estado se retrae de los contratos republicanos de
la representación del ‘bienestar común’, y en que los medios de la comunicación
masiva y el consumo entretejen otros parámetros para la identificación ciudadana

2 Una de las figuras centrales del campo, Néstor García Canclini, ofrece un valioso
acercamiento histórico a algunos de estos debates en “Los estudios culturales de los 80 a
los 90: perspectivas antropológicas y sociológicas en América Latina” (1991). Nelly Richard,
en cambio, reflexiona críticamente sobre la difícil relación entre la inflexión sociológica
que tiende a dominar en los estudios culturales y el pensamiento estético-crítico en
Chile; ver su “En torno a las ciencias sociales: líneas de fuerza y puntos de fuga”, en La
insubordinación de los signos (cambio político, transformaciones culturales y poéticas de
la crisis) (1994). Véanse también los libros fundamentales, de García Canclini: Culturas
híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad (1990) y Jesús Martín-Barbero:
De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía (1987).
3 Un esbozo de tal genealogía aparece en “Masa, cultura, latinoamericanismo” y “Nuestra
América: arte del buen gobierno” en este volumen [e.].

178
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

y sus múltiples exclusiones.4 ¿Cuál puede ser, entonces, “el futuro de los estudios
literarios” en el interior de tales transformaciones?5 Puesto que se trata, precisamente,
de una crisis de los grandes relatos liberales del porvenir de la ciudadanía y de la
integración, relatos que fueron elaborados, en parte, por las humanidades mismas,
acaso solo las cartas o los caracoles del santero se atreverían a enunciar, como
con un sencillo golpe de dados, el secreto de la respuesta, que en el mejor de los
casos hablaría de futuros mínimos, de cartografías estratégicas, provisorias, para
las prácticas y los sujetos de saberes localizados.

Por otro lado, sabemos que la pregunta por el futuro no se despacha tan fácilmente.
Podríamos, en cambio, aceptar la invitación de la pregunta, aunque solo sea para
aproximarnos a la superficie misma de sus paradojas, de sus propias condiciones
de (im)posibilidad. La pregunta llama, interpela, y bien puede colocarnos en el
orden de la temporalidad de los grandes proyectos, de los metarrelatos del futuro
que los estudios literarios se encargaron de narrativizar en sus continuas reflexiones
sobre el porvenir de la integración de la ciudadanía mediante el poder redentivo
de la cultura.6 Esa es, por cierto, una de las temporalidades articuladas por los
relatos modernos del latinoamericanismo, que al menos desde Martí recortó la
esfera canónica de sus objetos en función de los destinos posibles, de las utopías,
incluso, de naciones e identidades continentales, integradas y emancipadas.

La pregunta por el futuro de los estudios literarios no necesariamente ha de


someternos a tal tarea prospectiva. La pregunta queda abierta, agrietada, por la
ambigüedad radical de la preposición en esa curiosa frase –el futuro de– en la
cual el futuro bien podría leerse como el objeto de los estudios literarios, como la
condición que hace posible la constitución de los sujetos del saber (del futuro) los
cuales históricamente intervienen y se disputan el campo de los estudios literarios
que hoy se pregunta por su porvenir.

4 Cfr.: J. Martín-Barbero, sobre el debate en torno de la cultura mediática. También


Néstor García Canclini: Culturas híbridas, y su Consumidores y ciudadanos. Conflictos
multiculturales de la globalización (1995).
5 La pregunta fue planteada por el profesor Carlos Rincón como tema de reflexión general
a los ponentes en el “Programa interdisciplinario de estudios culturales sobre América
Latina” celebrado en Bogotá, en marzo de 1995, y organizado por él mismo.
6 Esta breve reflexión sobre el “futuro” resuena con la celebración del acontecimiento de un
libro muy estimulante de Carlos Gil: El orden del tiempo. Ensayos sobre el robo del presente
en la utopía puertorriqueña (1994), libro sobre la metáfora de la espera y los escamoteos del
presente en la literatura y el pensamiento crítico. Ahí Carlos Gil analiza las suturas retóricas
de la temporalidad utópica, dándole vueltas a las condiciones mismas del pensamiento del
futuro en el Puerto Rico contemporáneo, y abriendo toda una sugestiva gama de posiciones
teóricas posibles que elucidan bien las preguntas que nos planteamos aquí. Sobre la cuestión
del futuro ver también Emanuelle Severino: La filosofía futura (1991).

179
Latinoamericanismo a contrapelo

Notemos, aunque sea brevemente, las inflexiones de la temporalidad en un clásico


del saber humanístico latinoamericano, un texto emblemático de Pedro Henríquez
Ureña, significativamente titulado “La utopía de América”:

¿Cuál sería, pues, nuestro papel en estas cosas? Devolverle a la utopía sus
caracteres plenamente humanos y espirituales, esforzarnos porque el intento
de reforma social y justicia económica no sea el límite de las aspiraciones;
procurar que la desaparición de las tiranías económicas concuerde con la
libertad perfecta del hombre individual y social, cuyas normas únicas [...]
sean la razón y el sentido estético. Dentro de nuestra utopía, el hombre
llegará a ser plenamente humano, dejando atrás los estorbos de la absurda
organización económica en que estamos prisioneros y el lastre de los
prejuicios morales y sociales que ahogan la vida espontánea; a ser, a través
del franco ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad, el hombre libre,
abierto a los cuatro vientos del espíritu” (1978: 7).

Son notables las estrategias con que Henríquez Ureña transformó la retórica del
latinoamericanismo estético de Rodó en ese discurso leído en la Universidad
de La Plata en la Argentina en 1922. Ahí el crítico dominicano expandía los
contenidos de la esfera cultural, respondiendo seguramente a la coyuntura
precisa de su diálogo con Vasconcelos y con el aparato pedagógico-estatal
mexicano, impactado por las políticas populistas de la Revolución.7 Henríquez
Ureña lanzaba en ese ensayo una aguda crítica de la “alta cultura”, en nombre
incluso de cierta “cultura popular”.8 Reubicaba así su mirada ante las presiones
sociales y estatales de la sociedad mexicana revolucionaria para proponer la
democratización relativa de los contenidos de la esfera estético-cultural. Pero
aún en su evidente crítica y politización de Rodó, el pasaje citado comprueba
el lugar rector que el “sentido estético” mantiene en el interior de la utopía.
La sensibilidad ‘artística’, en el mismo movimiento de su crítica de la razón
instrumental, económica, del capitalismo, circunscribe el futuro de la libertad en
el dominio de la imaginación estética que a su vez –liberada de las trabas de la
razón instrumental– se consideraba capaz de prometer las sendas del camino de
la plenitud futura, no solo de la nación mexicana, sino del “hombre universal”.
Se trata, en efecto, de un relato del porvenir enunciado desde el presente en
que el campo de los estudios literarios y humanísticos, en plena Revolución,
intentaba legitimar su esfera, su dominio institucional, en nombre del futuro de
la nación, de la continuidad con los ‘fundamentos’ del pasado, de la proyectada
integración de las experiencias múltiples que se cruzaban en su historia. Ante la

7 Para una discusión más detenida sobre este ensayo en el contexto del debate culturalista
mexicano véase “Masa, cultura, latinoamericanismo”, en J. Ramos: Desencuentros de la
modernidad, ed. cit. También en este volumen.
8 P. Henríquez Ureña: “No debe haber alta cultura, porque será falsa y efímera, donde no
haya cultura popular” (1978: 4-5).

180
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

pregunta por el futuro, entonces, la mirada genealógica bien puede responder,


no sin cierta ironía, con otra pregunta: “¿el futuro de quién?”, y cuestionar así las
condiciones de posibilidad de la pregunta misma –la voluntad de poder que la
moviliza– para ubicar y problematizar el lugar de enunciación del sujeto que se
constituye y se legitima en el nombre del porvenir y sus promesas. ¿Nos dejará
entonces sin futuro la ironía genealógica?

La ironía no necesariamente condena al silencio. No se trata del ‘fin’ de ese sujeto,


ni de una negación abstracta del pensamiento estético-cultural. Por el reverso del
silencio, la proliferación de las discusiones contemporáneas sobre “el estado actual
y el futuro de los estudios literarios”, así como la multiplicación relativa de trabajos
crítico-estéticos y revisiones históricas en las últimas dos décadas parecerían
comprobar más bien un grado notable de expansión literaria, incluso a contrapelo
de la reducción del mercado editorial y de trabajo para los profesionales del campo.

Sin embargo, es cierto que esa misma proliferación de estudios, foros y posiciones
traza el paso de un doble movimiento que registra, por un lado, la relativa
dispersión de las prácticas interpretativas y de las posiciones de los sujetos del
saber en el campo ‘humanístico’; campo institucional que, por otro lado, elabora,
ante la crisis, nuevas estrategias de relegitimación de su dominio –nuevos
conceptos de la ‘cultura’– en el interior de la trasformación más amplia de los
espacios universitarios en la esfera pública contemporánea. Pareciera que los
estudios culturales respondieron a esa crisis mediante el intento de sacudir la
topografía del saber disciplinario instituida por las universidades modernas. En la
medida en que cortan diagonalmente el marco epistémico de las disciplinas, los
estudios culturales suponen el cuestionamiento, a veces radical, del principio de
autonomía –el principio de inmanencia que regula la validación de enunciados
producidos por los campos racionalizados del saber moderno– con efectos, tanto
en las estrategias para el recorte de nuevos objetos de investigación y diseños
curriculares, como en las concepciones de la compleja relación entre el saber y el
poder que sobredetermina las investigaciones mismas.

Quisiera referirme –debo precisar– al trabajo crítico y sus condiciones institucionales


en el ambiente específico de la Universidad pública donde trabajo en los Estados
Unidos, aunque acaso la localización que inevitablemente condiciona esta
reflexión no invalide del todo algunas de sus consideraciones más generales. Con
más tiempo convendría acaso trazar la historia de los debates en torno a la crítica
cultural en las instituciones universitarias de California, donde la discusión sobre
la posmodernidad y el trabajo intelectual se da en registros muy particulares, con
inflexiones distintas de las que podrían modular la discusión en otras regiones de
los Estados Unidos o en Chile, México o la Argentina, por ejemplo. No es casual,
en esta época de ímpetu globalizador y neoconservadurismo, que la discusión
sobre los estudios culturales en California haya conjugado la crítica de los saberes
y los límites disciplinarios con la cuestión de las identidades étnicas y los saberes

181
Latinoamericanismo a contrapelo

subyugados o subalternos. En un estado profundamente heterogéneo como el


de California, los trabajos de críticos como James Clifford sobre los límites de la
etnografía, de David Lloyd sobre el nacionalismo y los sujetos minoritarios, de
Norma Alarcón y Rosaura Sánchez sobre la literatura chicana, los cruces de Norte/
Sur en el nuevo ‘americanismo’ de José David Saldívar, o los esfuerzos por la reforma
curricular y la reflexión sobre la ciudadanía cultural en los trabajos de Mary Pratt y
Renato Rosaldo en Stanford,9 han situado la cuestión epistemológica de los límites
disciplinarios en el centro de un debate más amplio sobre la formación de sujetos
diaspóricos y sobre la problemática de las fronteras, particularmente intensificada
por el Tratado de Libre Comercio y las recientes políticas recalcitrantes que limitan
los derechos más básicos de los inmigrantes indocumentados en California y
muchas partes del país.

En cierta medida, se trata –al decir de Antonio Cornejo Polar– de la intensificación


de los conflictos en formaciones sociales heterogéneas; conflictos que también
han ocupado por mucho tiempo a la literatura y a los estudios literarios
latinoamericanos, que desde los primeros indicios de su institucionalización,
hacia fines del siglo XIX, no han cesado de preguntarse sobre los modos de
integrar, de inventar, acaso, la identidad común de lo que Martí llamaba las
“tierras híbridas” del continente (1985). Pero a contrapelo del privilegio que los
estudios humanísticos consignaron en la capacidad integradora de la literatura,
los acercamientos contemporáneos asumen ese privilegio como objeto de su
reflexión crítica, explicitando precisamente la relación ineludible entre el poder y
la voluntad integradora del sujeto estético-cultural.

Por otro lado, para evitar nuevamente las condensaciones producidas por el
mismo ímpetu globalizador, homogenizante, que acompaña las disoluciones
de las fronteras en nuestro fin de siglo –y para puntualizar la especificidad
de las temporalidades asincrónicas y las prácticas locales que se entrecruzan
en los proyectos ‘transnacionales’ que tienden a acompañar la difusión y la

9 No intento, por supuesto, sugerir que se trate ni de un grupo homogéneo de críticos


culturales, ni de una lista que pretenda ser exclusiva o representativa de las diferentes
líneas de trabajo que se dan en California. Cfr.: James Clifford: The Predicament of Culture:
Twentieth-Century Ethnography, Literature, and Art (1990); David Lloyd, Anomalous States:
Irish Writing and the Post-Colonial Moment (1993); D. Lloyd y Abdul R. JanMohamed
(eds.): The Nature and Context of Minority Discourse (1990); Rosaura Sánchez: Telling
Identities: The Californio Testimonios (1995); José David Saldívar: The Dialectics of Our
America. Genealogy, Cultural Critique, and Literary History (1991); J. D. Saldívar and
Héctor Calderón (eds.) Criticism in the Borderlands. Studies in chicano Literature, Culture,
and Ideology (1994); Norma Alarcón: “The Heteroglossia of Essence and Resistence” (1994);
Mary L. Pratt: Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation (1992); Renato Rosaldo:
Culture and Truth: The Remaking of Social Analysis (1989). Rosaldo expuso la discusión
sobre el concepto de la “ciudadanía cultural” (en contrapunto con la ciudadanía jurídica)
en una conferencia en la Universidad de California en Berkeley en 1992.

182
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

institucionalización ‘global’ de los estudios culturales– conviene en este punto


preguntarse si las formaciones del capitalismo contemporáneo en América
Latina experimentan la condición y los efectos de la posmodernidad del mismo
modo que, por ejemplo, el campo de los estudios culturales en Nueva York o
en California.10 ¿No sería posible pensar que las paradojas de la modernización
desigual generaron, en el campo específico que aquí nos concierne, instituciones
y prácticas del saber desde siempre heterogéneas, irreductibles a los principios de
autonomía que demarcaban los límites de las disciplinas en los Estados Unidos o en
Francia, por ejemplo? ¿No produjo esa modernización desigual, entre otras cosas,
literaturas profundamente híbridas, frecuentemente intervenidas por los llamados
de otros discursos e instituciones; literaturas y campos de estudios literarios que
en la superficie misma de sus géneros y formas desbordan los marcos de la
especialización disciplinaria? En el campo universitario, ¿no podríamos pensar
que los fundadores de los estudios humanísticos modernos –Rodó, Alfonso Reyes,
o Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, quienes narrativizaron la economía,
las coordenadas del canon latinoamericanista– trabajaban, precisamente, en el
lugar intersticial del ensayo con dispositivos y formas de saber transdisciplinario?
Con frecuencia resuena la pregunta: ¿dónde ubicaríamos el discurso crítico de
intelectuales como Ángel Rama o Antonio Candido? ¿No serían ellos críticos
culturales, irreductibles –en sus reflexiones sobre la literatura y el poder– a
cualquier perimido esquema disciplinario?

No quisiera (ni podría) cerrar estas preguntas, pero sí al menos sugerir que los
ensayistas fundadores de los estudios humanísticos y del latinoamericanismo
clásico operaban en un tejido socio-discursivo e institucional marcado por
una íntima relación entre la esfera cultural y el Estado que tal vez no sea ya
la condición decisiva del campo. Los ensayistas, por ejemplo, según vimos en
el caso de Henríquez Ureña, trabajaron con relatos de integración ciudadana
centrados en el privilegio de la capacidad condensadora y trascendente de la
literatura y la estética. Aun Rama, quien al final de su vida, en La ciudad letrada
desarmó los principios básicos de la “tradición redentorista de los letrados
americanos” (1984: 116), –en ese libro que lo situaba ya en los umbrales de un
pensamiento crítico pos-literario–, podía argumentar, aun con tenacidad, en un
libro anterior, Transculturación narrativa, que la obra de José María Arguedas
“es toda mostración y comprobación de que es posible la fusión de las culturas”
mediante las mediaciones transculturales de la “escritura artística” (1982: 203).

10 Ver George Yúdice: “¿Puede hablarse de postmodernidad en América Latina?” (1989). Para
una excelente arqueología de las peripecias y los debates en torno al concepto de la
posmodernidad en América Latina, ver Carlos Rincón: La no simultaneidad de lo simultáneo.
Postmodernidad, globalización y culturas en América Latina (1995), particularmente pp.
39-48. Véase asimismo el capítulo “Globalización y postmodernidad”, pp. 209-32. También
el volumen editado por John Beverley, José Oviedo y Michael Aronna: The Postmodernism
Debate in Latin America (1995).

183
Latinoamericanismo a contrapelo

Ubicado ante la pregunta por lo que Martí llamaba en “Nuestra América” el


“enigma hispanoamericano”, del cual, añade Martí, “ni el libro yanqui ni el libro
europeo” tienen la clave, Rama reinscribe el poder hermenéutico y el privilegio
de la literatura en tanto modelo para producir la ‘fusión’. En Transculturación
narrativa Rama retoma la configuración de una serie de conceptos matrices
–como la autenticidad, la originalidad, el reclamo de diferencia, la fusión cultural–
que constituyen los puntos de apoyo de la tropología latinoamericanista clásica,
muy dominada históricamente por el pensamiento estético-cultural y por la fe en
la temporalidad redentiva de la literatura, fe en su capacidad de ser esa voz donde
hablan los otros según el verso clásico de Neruda en “Alturas de Macchu Picchu”:
“hablad por mis palabras y mi sangre”.

Por razones múltiples –probablemente relacionadas, por un lado, con la crisis de


las posiciones de izquierda que el pensamiento estético-cultural había contribuido
a designar, y, por otro, con el desgaste de los principios mismos de la razón liberal,
ilustrada, que cruza y de cierto modo sostiene las poéticas de representación del
otro–, los relatos de integración y emancipación comienzan a cuestionarse hacia
la década del ochenta, al menos en tres ejemplos que conozco: en La ciudad
letrada del mismo Rama, o también en el libro fundamental de Josefina Ludmer
sobre los modos de incorporación de las voces otras en la territorialidad estatal,
así como en los trabajos teóricos de Cornejo Polar sobre las temporalidades
múltiples de las formaciones locales que quiebran el mapa de una América
Latina centrada y homogénea.11 En estos trabajos –que alteraron radicalmente
las prácticas de los estudios literarios en los años ochenta y principios de los
noventa– la cultura cesa de ser el territorio donde se garantiza la emancipación
y la soberanía del sujeto por la intervención de la letra; la cultura comienza a
ser ahí más bien un campo de fuerzas, sin duda contradictorio y disputado, pero
también ligado a las formaciones del poder. En ese sentido, ya estos trabajos
delineaban una crítica de la razón y la representación letrada que sería luego
central, e incluso en ocasiones más previsible, en investigaciones claramente
identificables con la cristalización posterior de los estudios culturales. Estos
registros muy distintos, por cierto, los trabajos de Rama, Ludmer y Cornejo Polar,
entre otros, ubicaron la intensidad de su crítica en el recorrido de los límites de
la representación misma, señalando allí, en sus contornos, en las tramas de la
representación, el espesor político y performativo de sus formas: los procesos
violentos de corte y exclusión que las hacían posibles.

11 Josefina Ludmer El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988); y los trabajos de
Cornejo Polar, especialmente a partir de su “Literatura peruana: Totalidad contradictoria”,
Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (1983); “Los sistemas literarios como
categorías históricas: Elementos para una discusión latinoamericana” (1989); “La
literatura latinoamericana y sus literaturas regionales y nacionales como totalidades
contradictorias” (1987) y Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural
en las literaturas andinas (1994).

184
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

Más allá de estos trabajos fundamentales, la crítica de la razón y la representación


letrada estimuló, en otras zonas de los estudios literarios de esta última
década, el ímpetu de trabajos autorreflexivos que exploran la formación de
los dispositivos mismos del trabajo en el campo –de las posiciones múltiples
que se disputan en él– y de las condiciones de su historicidad. De ahí la
proliferación de estudios sobre el tejido institucional en que emerge la literatura
como un discurso moderno hacia fines del siglo XIX y comienzo del siglo XX,
precisamente cuando comienzan a constituirse los primeros departamentos
universitarios específicamente dedicados al saber literario y humanístico, en
esa época en que se elaboran las tropologías y los cortes históricos de los
relatos que fundamentan la legitimidad emancipatoria de la literatura. De esa
mirada autorreflexiva se desprenden por lo menos tres zonas de trabajo y
articulación del latinoamericanismo contemporáneo, en particular en los
Estados Unidos: primero, una serie de estudios sobre el papel de la literatura
en las construcciones nacionales;12 segundo, la proliferación de estudios sobre
los márgenes de la institución literaria y sus mecanismos de canonización
(nacional), es decir, sobre los procesos de marginación u oclusión de sujetos y
prácticas culturales que pasan ahora al centro de la discusión contemporánea
sobre el género y la sexualidad;13 tercero, la reflexión sobre la emergencia de
sujetos “nuevos” o subalternos en trabajos que cada vez con más frecuencia
rebasan el concepto mismo de la literatura en tanto principio regulador de la
construcción de sus objetos de estudio.14 Es ahí donde tal vez mejor se ubique la
crítica de las heterologías e inscripción subalterna en el siguiente acercamiento
a la poesía y las redes de la subjetivación durante el proceso del exguerrillero
salvadoreño Alberto Mendoza que ha tenido lugar en las cortes californianas
del condado de Marin.

12 Ver sobre todo al influyente libro de Doris Sommer Foundational Fictions. The National
Romances of Latin America (1991).
13 Sobre la cuestión del género como categoría que problematiza el papel de las literaturas en
las construcciones nacionales, ver Francine Masiello Between Civilization and Barbarism:
Women, Nationalism and Literary Modernity in Modern Argentina (1992). El volumen
colectivo ¿Entiendes? Queer Readings, Hispanic Writings (1995) contiene una serie de
trabajos claves sobre cultura y homoerotismo de Silvia Molloy, Arnaldo Cruz Malavé, Agnes
Lugo Ortiz, Jorge Salessi, José Quiroga, Daniel Balderston, Licia Fiol Matta y otros críticos
que cruzan y revisan el canon latinoamericanista desde la pregunta por la sexualidad. Ver
también el trabajo de Oscar Montero sobre las metáforas del cuerpo y la enfermedad en
Julián del Casal Erotismo y representación en Julián del Casal (1993).
14 Véase por ejemplo el “Founding Statement: Latin American Subaltern Group” (grupo
formado mayormente por latinoamericanistas residentes en los Estados Unidos, fundado
por John Beverley Ileana Rodríguez), en J. Beverley, J. Oviedo y M. Aronna: The
Posmodernism Debate in Latin America (1995). Ver también la crítica de Nelly Richard a las
poéticas testimoniales de los “estudios subalternos” (y su relación con la posmodernidad),
en Periferias culturales y descentramientos posmodernos (marginalidad latinoamericana
y recompaginación de los márgenes) (1991).

185
Latinoamericanismo a contrapelo

II

Permítanme por un momento posponer la reflexión general y situar la lectura ante


el sujeto sin futuro que escribe los siguientes versos:

Aquí estoy
tratando de matar el tiempo
jugando
baraja, dominó, basketball
en este patio de recreo
cubierto por gruesas y altas paredes
y mallas de acero como techo
que al menos
permiten ver el sol y el cielo
además de escuchar ruidos callejeros,
mi amor.
La presencia de las nubes
y unos pajarillos
traen a mi memoria
los bosques de Vancouver
quienes cómplices celosos
guardan el secreto
de cómo nos hemos amado.15

¿Cómo se escribe para matar el tiempo? El gesto que invoca ahí la intervención
liberadora de la poesía es el gesto de un sujeto confinado, sometido a los rigores

15 La poesía de Mendoza permanece inédita. Mis referencias a su poesía y los otros materiales
del caso (abierto con la acusación de homicidio con agravantes el 22 de septiembre de
1992 en la Corte del condado de Marin en San Rafael) parten de los archivos del caso y
de los materiales poéticos, bastante extensos, que pusieron a mi disposición Mendoza y
sus abogados, particularmente David G. Robertson y Glenda Brewer. Las transcripciones
del juicio se encuentran en Superior Court of the State of California in and for the County
of Marin, “The People of the State of California vs. Alberto Mendoza”, no. SC039946B,
Reported by Susan L. Fitzsimmons.

186
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

de la temporalidad estrictamente administrada del espacio carcelario. Sin futuro,


o más bien detenido ya en el régimen de un futuro demasiado cierto, que se
le presentaría de golpe, como el irrevocable devenir de una condena, Alberto
Mendoza, preso entonces en la cárcel del condado de Marin, escribía contra el
futuro. Contra ese futuro escribe para matar el tiempo: doing time.16 Escribía,
literalmente, a contrapelo de la muerte, como si de algún modo la poesía, ligada
ahí al recuerdo –la única experiencia de la temporalidad que hasta cierto punto
habita–, pudiera efectivamente conducirlo de vuelta al amor compartido con su
destinatario en los bosques amplios de Vancouver: al secreto de la libertad más
plena, la evidencia última de su humanidad. ¿Cuál es el don, la promesa, que la
poesía ofrece al ser llamada por ese sujeto confinado, convicto, ubicado en los
límites de la ley, a la espera de su condena? ¿Qué le cuenta la poesía a la ley sobre
ese sujeto que en la práctica estética parece consignar, constituir, tal vez, el secreto
de su humanidad, la evidencia definitiva de su derecho a la representación, al
amor, a la vida misma? Y en esa compleja trama de mediaciones, de intercambios,
de circulación de culpas y de palabras, ¿qué le ofrece ese sujeto-límite a la poesía?

Cruz Alberto Mendoza Alcántara llegó a California en el verano de 1992, tras


recorridos y desplazamientos migratorios que se remontan a toda una serie de
acontecimientos personales y políticos a comienzos de la década del ochenta
en El Salvador, donde se formó como militante político y religioso en un barrio
marginal de la Capital.17 Apenas un año y medio después del golpe de 1979,
fue arrestado por los servicios de inteligencia y acusado de colaborar con las
organizaciones de base del FMLN, que hacia entonces, tras la rápida disolución de
la junta militar y sus alianzas democráticas, preparaba su primera ofensiva ‘final’.
Torturado y expulsado años más tarde del país, tras un segundo arresto, recibió
asilo político en Canadá en 1987, por la intervención de las organizaciones de la
solidaridad y los santuarios para refugiados que proliferaron en la época.

Vivió en Vancouver. Allí –según los testimonios de varios de los testigos de su


defensa en el juicio– fue un miembro muy activo y estimado de la creciente
comunidad de refugiados centroamericanos, dedicado por varios años a la
organización de actividades culturales y políticas auspiciadas por la red canadiense
de apoyo y solidaridad con las víctimas de la guerra. Aunque seguramente muy
conducidos por los abogados de la defensa de Mendoza, algunos de los extensos

16 Doing time es la frase usada coloquialmente por los presos para significar su ‘pago’ con
tiempo a la sociedad. Le agradezco a Guillermo Mariaca la sugerencia. En efecto, pareciera
que escribir para matar el tiempo se opone a la temporalidad ocupada, administrada, del
doing time en el confinamiento.
17 La información sobre la vida de Mendoza, así como el resto de los materiales del juicio
que he utilizado en la preparación de este trabajo parten de los documentos de la corte,
particularmente del extenso testimonio del propio acusado, de sus amigos y parientes que
testificaron sobre su carácter, y de mis extensas entrevistas con los abogados.

187
Latinoamericanismo a contrapelo

testimonios presentados en corte por sus amigos y colaboradores en la red de


solidaridad canadiense despliegan una carga afectiva que transita y permea la
rigidez de las formulas protocolares. La enfermera y activista Shirley Ross, pareja
de Mendoza por varios años en Vancouver, contó detalladamente, en la fase final
del juicio por homicidio, sobre las largas noches de insomnio de Alberto Mendoza,
sobre las intensas pesadillas que lo remontaban repetidamente a los momentos
de la tortura en San Salvador, y detalló la permanente incomodidad de un cuerpo
mutilado por la vergüenza de la tortura y la violación.

Mendoza pasó cinco años en Vancouver, esperando el regreso. A comienzos de


1992, tras las negociaciones del Tratado de Paz de Chapultepec que aseguró uno
de los finales posibles de la guerra, Mendoza intentó volver a San Salvador, donde
pronto se encontró económica y culturalmente desubicado. Regresó a Vancouver,
donde había obtenido desde hacía años su residencia legal, y de ahí viajó en mayo
a California, donde tenía familia en el área de Los Ángeles y en Daly City, en las
cercanías de la ciudad de San Francisco.

La historia de las vicisitudes de ese sujeto de la posguerra, sus desplazamientos


geográficos y afectivos –ligados sin duda al fin de los conflictos armados y de las
utopías de izquierda en El Salvador– se complican durante los meses del verano del
92 en California, cuando Mendoza y otro inmigrante salvadoreño, Víctor Martínez,
por razones que acaso nunca queden del todo claras, comenzaron a asaltar iglesias
a lo largo de la costa californiana entre Los Ángeles y San José. En el último de los
ocho asaltos, en The Lord’s Church del condado de Marin, en la ciudad de Novato,
al norte de San Francisco, Martínez le disparó varios tiros al joven ministro de la
Iglesia, Dan Elledge, quien murió al instante, el 26 de agosto de 1992.

Tras el arresto, poco después del asesinato, ambos, Mendoza y Martínez, fueron
confinados en la cárcel del condado de Marin, donde esperaron el juicio por
homicidio durante el cometimiento de otro delito grave, combinación de
crímenes que en las cortes de California conlleva automáticamente, incluso para
los cómplices, la pena de muerte, a menos que el jurado, en la fase de la
sentencia del caso, determine lo contrario. El juicio primario de Alberto Mendoza
no se inició hasta agosto de 1994, tras largas disputas en corte sobre la selección
del jurado y sobre la cuestión de su composición étnica en uno de los condados
más conservadores del norte de California, donde –según argumentaron los
defensores asignados por el Estado para la defensa de Mendoza– era necesario
que la corte tomara en cuenta la tensa y politizada atmósfera en torno a los
inmigrantes indocumentados, exasperada precisamente ese mismo año por la
campaña a favor de la reforma de ley conocida como la Proposición 187, que
limitó finalmente los derechos y el acceso de los inmigrantes indocumentados a
los servicios estatales, sobre todo en la educación y el cuidado médico. Mendoza,
por cierto, como residente canadiense, no había entrado ilegalmente a los
Estados Unidos. Aún así, los deslices en la prensa local que reportó el asesinato

188
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

comprueban el impacto de las identificaciones étnicas sobre los borrosos límites


entre la legalidad y la ilegalidad en los medios y la opinión pública.

La fase inicial del juicio de Mendoza duró poco, y el jurado deliberó en su contra.
La fase de la sentencia a muerte, sin embargo, se extendió por varios meses más,
y conllevó una laboriosa y efectiva preparación de la defensa que finalmente logró
reducir la sentencia a cadena perpetua. Fue en esa fase final del juicio cuando se
interpeló a la poesía a hablar a su favor.

La poesía, por cierto, fue solo uno de los discursos múltiples que intervinieron en
la etapa final del juicio. En más de un sentido, la defensa ubicó a Mendoza en el
lugar de un enigma que debía ser develado, resuelto por las hermenéuticas de los
distintos ‘expertos’ latinoamericanistas llamados a testificar. El enigma que la defensa
y sus ‘saberes’ debían resolver para el jurado tenía que ver, por un lado, con las
transformaciones inexplicables de un sujeto muy respetado y comprometido con su
comunidad en Vancouver –como en efecto quedó demostrado en los numerosos
testimonios sobre su carácter presentados en la fase del juicio de sentencia–. Pero
acaso más significativo aún, el enigma –en la narrativación de la explicación del crimen
desplegada por la defensa– ponía también en escena una serie de interrogantes sobre
el otro inmigrante, extraño y radicalmente desconocido por ese jurado que debía allí
decidir su destino. El enigma de Mendoza, en efecto, se escenifica ahí como el síntoma
mismo de una sociedad profundamente alterada por los efectos de la globalización
contemporánea, una sociedad que debía saber más sobre el otro, antes de ser capaz
de emitir su sentencia. De ahí que la defensa de Mendoza fuera a su vez la defensa
de los saberes sobre el otro en una especie de escena didáctica multicultural.

Fue notable la imbricada red de heterologías latinoamericanistas convocadas


por la defensa. Una politóloga, experta en asuntos centroamericanos, Terry Karl,
profesora de la Universidad de Stanford y directora entonces de su Centro de
Estudios Latinoamericanos, fue llamada a ofrecer un extenso testimonio sobre la
situación política de El Salvador, recortando el marco histórico y antropológico en
que el jurado debía situar el enigma de Mendoza. Un sicólogo de la Universidad
Estatal de Cleveland, John Preston Wilson, autor de varios libros sobre la tortura,
presentó un elaborado testimonio sobre el trauma de sujetos victimizados por la
guerra y diagnosticó un caso de “post traumatic stress syndrome”, sicologizando
así el enigma de Mendoza.

Por razones que fueron al parecer azarosas, al menos en un comienzo, la defensa


también me citó –y en buena medida determinó mi preparación– para analizar
tres poemas de Alberto Mendoza ante el jurado en corte.18 La intérprete asignada

18 En un trabajo más extenso sobre el caso de Mendoza, analizaré con más detenimiento
los textos que me tocó leer en la corte, así como los poemas que los abogados no me
permitieron analizar para el jurado.

189
Latinoamericanismo a contrapelo

por la defensa a Mendoza en las etapas preliminares del caso, Monique Inciarte,
quien luego traduciría para la corte buena parte de la proliferante producción
poética de Mendoza en la prisión, se había graduado hacía unos años en
Literatura Comparada de la Universidad de California en Berkeley. La intérprete
sugirió mi nombre a los abogados de Mendoza porque conocía algunas de mis
investigaciones sobre el papel de la literatura en la formación de nuevos sujetos
jurídicos en la Cuba esclavista.

Al menos en un registro teórico, esos trabajos empalmaban con la reflexión sobre


el caso de Mendoza, un proceso entramado, como las ficciones abolicionistas, por
una ideología moderna que postula, por medio de la intervención liberadora de
la letra, la constitución del derecho al habla y a la libertad de un sujeto marginal,
confinado en los límites de la representación jurídica. Se trataba específicamente
de un trabajo de archivo y de corte historiográfico sobre el lugar cambiante de
los testimonios de esclavos en las cortes cubanas previas a la tardía abolición de
la esclavitud en 1886.19 La hipótesis central proponía que los cambios internos del
orden jurídico colonial, las transformaciones en la economía de la verdad jurídica
registradas por la cambiante posicionalidad de los testimonios de esclavos en las
cortes, estaban intervenidos –desde el exterior del aparato jurídico y administrativo
de la ley– por otros discursos que operaban sobre los límites de la ley para
generar categorías alternativas que garantizarían la incorporación y representación
de nuevos sujetos del derecho. El trabajo exploraba lo que el historiador y crítico
del discurso jurídico norteamericano Richard M. Cover ha denominado el proceso
de jurisgenesis: la producción de nuevos sentidos jurídicos que, según Cover,
son irreductibles a los marcos positivos de la ley, de la institución estatal. Para
Cover, las nuevas categorías del sentido jurídico son elaboradas desde afuera y
presionando los límites de la institución, por la intervención del trabajo narrativo
(no necesariamente literario) que genera un nomos, el universo simbólico que
habitamos, y que traza la red de valores en que se inscriben los cambiantes
contenidos de la justicia (1983).20

Las ficciones abolicionistas cubanas se fundan hacia 1838, significativamente a


partir del gesto interpelador de un sujeto letrado-liberal, Domingo del Monte,
quien le pide un relato autobiográfico y testimonial al esclavo Juan Francisco
Manzano. En su relato Manzano defiende sus derechos a la propiedad y a la
libertad, mientras las cortes esclavistas aún no reconocían formalmente esos

19 Ver J. Ramos: “Cuerpo, lengua, subjetividad” y “La ley es otra: literatura y constitución del
sujeto jurídico”, en Paradojas de la letra (1996). Ambos trabajos aparecieron anteriormente
en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (1991) y (1994), respectivamente. “La ley
es otra” también se encuentra en este volumen.
20 El libro de Drucilla Cornell sobre derecho y deconstrucción es también imprescindible:
The Philosophy of the Limit (1992). Y J. Derrida: “Kafka: Ante la ley”, en La filosofía como
institución (1984).

190
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

derechos.21 Las ficciones abolicionistas registran la constitución de la literatura


moderna cubana, al menos de una zona clave de la misma, como un lugar
prospectivo donde se elaboraban soluciones para los diferendos irreductibles del
orden jurídico institucional: la literatura como taller donde se experimentaban,
donde se formaban posiciones para la ubicación de nuevos sujetos de la ley, en
el marco de un emergente orden político-simbólico liberal.

En el nivel más básico, por ejemplo, tanto Juan Francisco Manzano como Hero
de Neiba, otro escritor cubano esclavo de la época, publicaron libros de poesía
bastante antes de que fueran emancipados.22 Ya en la década del 1820, la poesía
lírica de ambos autores les garantizó el acceso a un tipo de derecho a la propiedad
que no existía para los esclavos en otras zonas del régimen jurídico de la esclavitud.
Y más importante aún, la poesía les garantizó el acceso a una retórica de la
subjetividad que Manzano significativamente relaciona con el mal de la melancolía:
la enfermedad de los poetas. La lírica, en efecto, incluso antes de la interpelación
testimonial de Manzano, había sido un lugar donde se procesaban categorías
nuevas, posiciones para la subjetivación de experiencias límites, marginales, como
la del esclavo, quien en la misma inserción retórica que allí hacía posible su
expresión (en tanto sujeto de la lírica), quedaba por otro lado inscrito en el orden
simbólico de nuevas formas de dominación. Podríamos pensar, por un momento,
que las garantías del derecho por la intervención de la letra configuraba las
jerarquías irreductibles de un nuevo y complejo aparato de captura, inseparable,
en el nuevo orden liberal, de la subjetivación que Foucault insistentemente
identificó con la emergencia de las sociedades modernas, disciplinarias;23 pero
también podríamos leer allí, a contrapelo de la subjetivación de Manzano o de
los esclavos y las esclavas que testifican ante los Síndicos Procuradores cubanos,
estrategias y niveles de intervención agencial de los nuevos sujetos, en el espacio
inevitablemente escindido y relativamente interactivo de la interpelación. Ahí se
abren las paradojas y las fisuras del dominio de la letra, que si bien inscribe
nuevas formas de poder y constitución ciudadana (en la subjetivación), es, sin
embargo, irreductible a una concepción absoluta del poder letrado.

El proceso de Mendoza se inserta en un tejido institucional y discursivo muy


distinto, por supuesto, del contexto colonial cubano. Pero también en las cortes
de Marin la poesía de Mendoza fue interpelada para procesar el enigma de la
intimidad de un sujeto ubicado en los bordes de la humanidad: un inmigrante
criminal, a quien la ley del Estado le retiraba, por el homicidio, el derecho a la vida,
y quien encarnaba, para el jurado, una serie de aporías en la interpretación del
caso. Límites ligados a la diferencia étnica, lingüística y cultural del acusado, cuya

21 La “Autobiografía” de Manzano se encuentra en sus Obras (1972).


22 Ver J. F. Manzano: Poesías líricas (1821) y Flores pasajeras (1830) en Obras y Mácsimo Hero
de Neiba: Murmurios del Tayaba (1865).
23 Ver M. Foucault (1983).

191
Latinoamericanismo a contrapelo

condena a muerte debía ser allí decidida con certidumbre por los miembros del
jurado. El enigma de Mendoza, conviene insistir, remitía a la atmósfera de tensión
étnica y racial generada por el voto en el referendo que finalmente aprobó las
resoluciones de la Proposición 187 a comienzos de noviembre de 1994, justamente
durante el transcurso de la fase de sentencia del juicio. El enigma es un punto
ciego de la ley, al menos así lo era desde la perspectiva de la defensa: un punto
ciego que cristaliza el síntoma y las contradicciones que el proyecto de una justicia
multicultural confronta actualmente en California, tras su relativo ímpetu en las
cortes y en la opinión pública de la década del ochenta, y ante la crisis actual.

Los fiscales, por su parte, disputaron el uso de la poesía y de los saberes


latinoamericanistas como evidencia en corte. Los defensores de Mendoza
remitieron su argumentación a un antecedente legal sólido, el caso del Estado
contra Lee Edward Harris, ciudadano negro, convicto por homicidio en primer
grado, cuya apelación fue decidida por la Corte Suprema de California en 1984.24
El caso de Harris también estuvo sobredeterminado por la cuestión racial, e
incluyó asimismo una deliberación sobre el uso de su poesía como evidencia en
la fase de la sentencia del juicio de pena de muerte.

Los abogados de Mendoza se apoyaron en el antecedente para fundamentar los


argumentos, tanto sobre la problemática vaguedad de las estipulaciones y garantías
judiciales en la selección de un jurado étnicamente representativo de la pluralidad
social, como también sobre la validez del uso de la poesía como evidencia en
corte. Argumentaron, citando el antecedente de Harris, que en un caso de pena de
muerte, las enmiendas octava y catorceava de la Corte Suprema a la Constitución
de los Estados Unidos requerían que las cortes deliberantes de un caso capital
consideraran cualquier evidencia circunstancial sobre la personalidad del acusado
que pudiera contribuir a la reducción de la pena de muerte. Los defensores de
Mendoza remitieron a las estrategias de la defensa de Harris, que había utilizado
la poesía como modo de “facilitarle al jurado el acceso a facetas de una persona
o aspectos de su individualidad, que la hacen única, la hacen humana, y que la
distinguen de los otros seres humanos” (1984: 69-70). La Corte Suprema del Estado
de California finalmente aceptó la intervención de la poesía de Harris, estableciendo
su legitimidad como evidencia sobre la personalidad del sentenciado, y declaró,
en el sumario de sus deliberaciones, que “el uso de poemas para ilustrar que el
acusado era un individuo sensible quien expresaba sus sentimientos por medio de
la poesía” era un tipo de información a la cual el jurado debía tener acceso en sus
deliberaciones, siempre y cuando la evidencia poética no hubiera sido fabricada
para el uso exclusivo de la defensa en corte (1984: 70).

24 California Supreme Court: “People v. Harris”, 36 Cal. 3d. 36; 201 Cal. Rptr. 782, 679 P.2d 433
(April 1984).

192
El juicio de Alberto Mendoza: poesía, cárcel y ley

Se trataba, entre otras cosas, de un juicio sobre el discurso poético mismo; juicio
que despliega, más allá del recinto autónomo, recortado por la institucionalización
de los estudios literarios, la intervención en corte de conceptos modernos de
la literatura y específicamente de la lírica, como una esfera privilegiada para la
expresión y representación de la experiencia de sujetos que no podían hablar
sobre su ‘sensibilidad’ en otra parte. Se trata de una instancia en que la estética,
precisamente por su propia marginalidad con respecto a los límites de la razón
instrumental que sobredetermina la administración y producción de la verdad jurídica
en la modernidad, es interpelada por la ley misma, en el momento en que esa ley
confronta el punto ciego, el enigma de la subjetividad del otro, el acusado, quien
recorre y desborda las fronteras, los cuadros de las categorías (étnicas, lingüísticas
y de clase) de la ciudadanía jurídica. Ante ese punto ciego de la interpretación
legal, la poesía es llamada ahí para dar voz a la particularidad, a la individualidad
irreductible del caso. Mediante la representación de la particularidad del otro, la
poesía cierra y sutura la universalidad de la ley requerida por la justicia liberal.

Casi demás está decir, a su vez, que tal concepto de la poesía como esfera privilegiada
de las individualidades marginales o subalternas se encuentra históricamente
ligado al privilegio de la letra –al privilegio del dispositivo pedagógico letrado–
como condición y garantía del derecho a la ciudadanía y a la representación en
el orden liberal. En el fondo, la defensa de Alberto Mendoza daba muestras de un
marcado elitismo, que en varios sentidos lleva a recordar otro antecedente, más
informal, del uso de la literatura en las cortes norteamericanas: el caso irónico
del novelista Norman Mailer, hacia la época en que concluía su novela, The
Executioner’s Song, y su correspondencia con el reo Jack Henry Abbott, quien
en parte por el estímulo de Mailer publicó uno de los clásicos de la literatura
carcelaria norteamericana, In the Belly of the Beast (1981).25 La novela epistolar, de
corte autobiográfico, le facilitó a Abbott la apelación de su libertad bajo palabra,
en parte tras la intervención del Pen Club, dirigido entonces por Mailer. Un par
de semanas después de ser liberado, Abbott asesinó a un joven mesero, de origen
cubano, también artista, quien le servía en un pequeño restaurante del Lower East
Side de Nueva York.

El caso de Mendoza fue muy distinto, está claro, y el privilegio de la letra en su


defensa queda relativizado por el ímpetu principal que movilizó a los abogados: la
ética de su oposición a la pena de muerte, otro debate clave, intensamente politizado,
en la sociedad norteamericana contemporánea. Esa fue seguramente la motivación
de varios de los testigos: el deseo de que Alberto Mendoza no fuera ejecutado.

Quedan aún múltiples aspectos del proceso de Mendoza sin discutir. Indico por el
momento solo un aspecto más: el peso del juego especular en el esquema óptico

25 Ver la Introducción de Mailer al texto de Abbott, New York, Random House, 1981.

193
Latinoamericanismo a contrapelo

que distribuye y regula las posiciones de los cuerpos en el espacio simbólico y


altamente ritualizado de la corte.26 Allí, según contaron luego los abogados, era
fundamental que el lector asignado a interpretar los poemas de Mendoza fuera
también latino, marcado lingüística y étnicamente por las categorías transitadas
por los síntomas de la escena multicultural. Un “successful latino”, al decir de
una de los abogados, que encarnara allí, de varios modos, la transformación
virtual del enigma de Mendoza; un sujeto mediador, también marcado por la
diferencia, aunque visiblemente ‘asimilado’, con un lugar más o menos seguro
en las redes de la ciudadanía. Es decir: un sujeto que, mediante la lectura de los
textos íntimos del otro, demostrara y representara su voz, generando óptica y
acústicamente –para el jurado– la imagen invertida, procesada, de aquel sujeto
latino criminal cuyas palabras íntimas resonarían allí –con la voz y el cuerpo de
otro–, mientras Mendoza silenciosamente esperaba de la corte su sentencia. Dos
caras de la misma heterología, desplegadas por la especularidad de un proceso
identificatorio que recorta y escinde al sujeto entre los dos rostros –el del buen
y el del mal latino– armados por el esquema multicultural. Ahí se desatan las
paradojas de la transferencia testimonial.

Alberto Mendoza, en cambio, trabaja en la biblioteca de la Prisión Estatal de


máxima seguridad localizada en la Bahía de los Pelícanos muy cerca de la frontera
entre California y Oregón.

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Crítica Literaria Latinoamericana. 15 (29): 105-128.

197
Sebastião Salgado, Êxodos.
Los viajes de Sebastião Salgado:
estética y justicia1

Cuerpos borrosos

L a foto figura en el centro del vistoso catálogo de Êxodos, exposición internacional


del documentalista brasileño Sebastião Salgado de hace unos años.2 Tomada
en el Congo en 1997, la foto capta un grupo de “Personas Desplazadas”
destinadas a un campo de refugiados. La denominación algo anacrónica de las
Naciones Unidas –Personas Desplazadas– soslaya la dimensión multitudinaria de
las migraciones: en los territorios distópicos de Salgado se desplazan etnias enteras.

Si tomamos en cuenta el pathos interpelador de la mayoría de las fotos, que en


general dramatizan el sufrimiento generado por la globalización, en esta imagen,
en cambio, llama la atención el relativo reposo de los viajeros. Acaso por la
posición de los cuerpos, la foto muestra, hace visible, una escena muy bien
compuesta, aunque solo parcialmente: los cuerpos no están del todo contenidos
por el aparato fotográfico. Hay cuerpos y formas que exceden el encuadre, el
centro de la mirada de Sebastião Salgado. Las personas se bañan, lavan ropa, o
recogen agua para beber a la orilla de un riachuelo cerca de la ciudad de Kisesa,
según cuenta uno de los extensos comentarios de Salgado que acompañan y
contextualizan las fotos.

Habrá luego que comentar la relación entre la palabra, los prólogos literarios y las
imágenes en la obra de Salgado. La precaria articulación entre imagen y palabra
evidencia la necesidad de suplementar algo que falta, acaso una ‘carencia’ de las
fotos mismas; carencia, claro, si pensamos con Salgado que las fotos deben articular

1 Una versión anterior de este trabajo apareció en Sujetos en tránsito: inmigración, exilio y
diáspora en la cultura latinoamericana (2003). Más recientemente aparece en Sujeto al
límite (2011); y en Ensayos próximos (2012).
2 Manejo la edición inglesa del catálogo titulado, como la propia exhibición en inglés,
Migrations, que secularizó la referencia bíblica del título español: Sebastião Salgado,
Migrations: Humanity in Transition, diseño de Lélia Wanick Salgado, París, Amazonas
Images, 2000, pp. 222-223.

199
Latinoamericanismo a contrapelo

una Historia, plena de sentido.3 Las contextualizaciones remiten la particularidad


de las imágenes a marcos generales delimitados por las retóricas, las afiliaciones
discursivas e institucionales que motivan y configuran el trabajo de Salgado, sus
tropos e interpelaciones ideológicas. Son notables, por ejemplo, el discurso de los
derechos humanos, la afiliación o el apoyo económico de varias ONG de carácter
global o agencias de la ONU.

A su vez, la forma de las fotos consigna otro diálogo: su fundamental relación


con la etnografía –es decir, ese conjunto de prácticas institucionales creadoras
del ‘otro’, cierta postura ante la diferencia étnica y cultural, límites, formas de
contacto y mezclas– que modela frecuentemente la trayectoria del viaje de
Salgado, las explicaciones y las propias imágenes que trae consigo de vuelta.
¿De dónde vuelve el portador de las imágenes? ¿Cuáles son los canales por
donde circulan las fotos y cómo, al circular, son sometidas a complejos procesos
de comentario y traducción que garantizan su sentido –el consumo de su sentido
en espacios profundamente ligados, al menos en los Estados Unidos, al mercado
“multicultural” de las últimas décadas–?

De hecho, la particularidad de los cuerpos y la especificidad de las imágenes


encuentran un contrapeso en la historia del género documental en que se
mueve, con gran maestría, Sebastião Salgado. Según algunos de sus especialistas
acaso desde hacía cincuenta años, desde el apogeo del género en la exhibición
masiva de The Family of Man en el Museo de Arte Moderno de Nueva York
en 1955, o luego desde el cierre de la revista Life en 1972, no se veían foto-
documentales de las dimensiones y la intensidad de las obras principales de
Salgado: An Uncertain Grace, Trabajadores, Terra y más recientemente Êxodos.
El reconocimiento institucional e internacional de su obra comprueba ciertamente
el poder interpelador de su proyecto, y algo más: la emergencia de nuevas
formas de realismo –tanto en las artes plásticas como en los medios (los “reality
shows”)– tras un par de décadas muy críticas de las ilusiones miméticas; años,
por ejemplo, del auge del estetismo irónico y performático de un Mapplethorpe
o C. Sherman. Un estetismo muy radical, el de Mapplethorpe específicamente,
que ubicó la belleza más formalizada y canónica ante la ley y su reverso abyecto.
Salgado se autodefine como un documentalista lírico, y su lirismo no es irónico.
Digamos, para relativizar la oposición tajante que frecuentemente dictan los
juicios contra Salgado, que por el reverso de su trabajado documentalismo –y de
los principios miméticos que sostienen su retorno a una forma peculiar de arte
comprometido– Salgado hace visible, a veces enfáticamente, un “régimen de la
visibilidad del Arte”.4

3 Señala el fotógrafo: “Estas fotos no son objetos. Son una historia”. “Interview with Orville
Schell” (2003: 14). Las traducciones del inglés son nuestras.
4 En respuesta a la primera versión de este trabajo, presentado en el simposio internacional
“(In)migración, exilio y diáspora en la cultura latinoamericana” (organizado por

200
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

En el preciso centro de la foto de los bañistas –tópico, por otro lado, de la


pintura del último cuarto del siglo XIX– figura la ‘cita’ etnográfica: la lavandera
semidesnuda. La mayoría de los sujetos parecen ignorar la presencia de la cámara,
pero la lavandera, enfocada por Salgado, desde el centro devuelve la mirada y
ubica con ella el punto de vista, la posición exacta del que la mira. La sorpresa de
su mirada encuentra relevo en la mujer y el niño que diagonalmente suben hacia
el primer plano de la foto, más cercanos al lente. La línea diagonal de los tres
cuerpos que devuelven la mirada, es paralela a esa rama del árbol cuyo ángulo,
en primer plano, encuadra el lugar del lente. Entre las dos ramas, las tres figuras
miran y dan presencia a ese personaje clave, escondido, pero determinante del
fotógrafo –a quien nunca vemos en las fotos mismas, que en eso asumen las
buenas costumbres y la distancia del naturalismo pictórico.

La composición es ahí el aspecto dominante de la formalización y de la unidad de la


imagen. Si la mezcla y la falta de límites entre las diversas funciones (del lavado, baño
y del agua potable) es un tema central (etnográfico, higiénico),5 la composición de la

Florencia Garramuño y Álvaro Fernández en la Universidad San Andrés de Buenos


Aires, 21 y 22 de mayo de 2002), así llamó Raúl Antelo a la notable estetización en
Salgado, acercándolo al kitsch y cuestionando la cancelación de la pulsión negativa,
esa que Antelo le adjudica al arte genuinamente político. Para Antelo tal visibilidad de
la textura y las operaciones estéticas que Salgado pone en evidencia son el signo de la
‘ideología’ del mercado más que del arte político. Aunque en principio me parece lúcida
la posición adorniana, vanguardista, de Antelo, no me parece que está demás el análisis
de tal estetización, que a veces, no siempre, colinda con el kitsch del realismo mediático.
Primero, tal análisis nos permitirá aproximarnos a una posición del sujeto evidentemente
reconocida por la institución del arte y los principales museos del mundo, lo que de
por sí amerita una reflexión crítica. Segundo –y más cercano a nuestro tema aquí–, la
obra de Salgado trabaja un contradiscurso de la globalización y un fuerte reclamo de
justicia desde la estética. No creo que sea esto excesivo, particularmente hoy, cuando
se considera frecuentemente la estética como uno de los pocos lugares desde donde
pensar la crítica del mercado neoliberal y la “disolución” de lo social, y mientras se sigue
hablando de la autonomía estética… Qué diría Schiller; supongamos, que no le tocó
vivir en la era posterior a las revoluciones, y a los grandes proyectos del “intelectual”,
categoría que Schiller, entre otros, inaugura, precisamente estableciendo la estética como
la condición misma de la sociabilidad y la justicia. Menciono a Schiller aquí, entre otras
cosas, porque su fantasma pedagógico reaparece en el libro de Elaine Scarry, Beauty
and Justice, que comentaremos en la última sección de este ensayo.
Véase una entrevista que me hizo Flavia Costa a raíz de los sutiles desacuerdos con Raúl
Antelo en el mencionado simposio: “Retratos de la ‘vida desnuda’” (Clarín, 25 de mayo de
2002). Acompaña el comentario en que Raúl compara hiperbólicamente la obra de Salgado
con el tipicismo y el realismo exótico de Jorge Amado en el Brasil.
5 El documental etnográfico de Luis Buñuel, Las Hurdes, tierra sin pan (1933), es un buen
ejemplo de la preocupación higiénica. Tiene que ver con un tema más amplio de la
etnografía: la cuestión del contacto, ausencia de límites, o indiferenciación de espacios
vitales y corporales en las sociedades llamadas primitivas. Mary Douglas retoma esa
tradición, para demostrar y criticar la complejidad de los discursos sobre la pureza y el
peligro del desorden y la mezcla en el estudio clásico Purity and Danger (1966).

201
Latinoamericanismo a contrapelo

imagen interviene con los ángulos y paralelos que segmentan, encuadran y ordenan
la tendencia a la dispersión de los cuerpos. Nótese el semicírculo de cuerpos en torno
al lugar del fotógrafo. Los nudos de la rama principal de la foto se confunden con
los nudos de la ropa abajo y contrastan, en efecto, con los des/nudos que proliferan
en ese estado ‘natural’ de los cuerpos. En el centro, las manchas de luz organizan el
contraste, el claroscuro tan recurrente en Salgado. Pero los contrastes se disipan en
las esquinas oscuras, donde el foco no capta ya con precisión los contornos borrosos
de los cuerpos. La esquina superior derecha está demarcada por un límite, esa línea
que divide y levanta el contraste entre dos iluminaciones diferentes, dos tonalidades
del agua y de los cuerpos que se miran frente por frente.

Sebastião Salgado, Êxodos (detalle).

Las figuras son siluetas de cuerpos, formas más abstractas, como lo es también el
reflejo del follaje sobre el agua en la esquina inferior izquierda. En los rincones
los cuerpos y los objetos exceden el encuadre.

Son cuerpos parciales, entrecortados, que desbordan el marco; aunque a su vez,


particularmente en la esquina superior izquierda, el desborde y la fragmentación
genera un pequeño ángulo limitado arriba por la rama diagonal que baja hacia el
lugar del fotógrafo voyeur.

202
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

Desplazados (en más de un sentido), los cuerpos se mueven hacia el extremo,


de hecho hacia el exterior del encuadre principal y de la representación misma.
Esos tres cuerpos parciales llevan alguna ropa, poca. Los cortes son reveladores:
como la misma ropa clara que parcialmente los cubre, marcan los genitales de
una mujer, las piernas y la cadera de su cuerpo, en notable espejeo con el hombro
brilloso y el brazo del hombre. Interesante instancia fugaz cuyo contraste produce
la incorporación, la integración de ‘objetos parciales’ de dos cuerpos distintos,
descubiertos por Salgado en un mínimo rincón del encuadre. Los cortes sexualizan
los cuerpos parciales en el extremo del marco. Valga la insistencia: los cuerpos se
mueven y van de salida de la escena, desplazados por la mirada de Salgado. Si la
composición centralizadora encuadra e impone líneas de contraste y diferencia, es
decir, si produce constantemente límites, diferencias de carácter visual y genérico
que hacen posible la producción del sentido, ese mínimo detalle de los cuerpos
parciales cuenta otra historia. Lo real del realismo. Es en el margen fugaz de lo
visible donde la mirada –terca ante lo inaprensible de lo real– responde con el
acto voyerístico y sus fetiches.

Los ejemplos de Barthes

¿No se explica el contrapunto entre la composición (y el género docu-etnográfico


que la modela) y el detalle de la fragmentación, mediante la distinción
estructuralista entre punctum y studium legada por Roland Barthes en Cámara
lúcida?6 El studium es para Barthes el bagaje cultural –el Código– que posibilita
el reconocimiento, el sentido. La identificación y la clasificación de la foto. En
la foto de Salgado el género y ciertas marcas del cuerpo primitivista, la ‘cita’
del tema de los bañistas de la pintura del fin del siglo pasado y de la fotografía
etnográfica, o el tema de la higiene (de una etnografía ya un tanto arcaica) son
aspectos del archivo cultural, el studium. En cambio, el punctum es la instancia
particularizadora, un detalle que sobresalta y agujerea la serie.7

6 Roland Barthes: Camera Lucida: Reflections on Photography, Paris, Seuil, trad. de Richard
Howard, New York, Farrar, Straus and Giroux, 1981. Ver también el lúcido ensayo sobre
“Fotografía” de Siegfried Kracauer, en Teoría de cine: la redención de la realidad física
(1989). Lo fugaz, lo que se le escapa a la composición estética, es según Kracauer el destello
de ‘maravilla’ redimido del orden de la representación por el poder tecnológico de la
cámara, que lleva el ojo a zonas imprevistas por la habitual educación de los sentidos (cfr.:
1989: 28-29). Ese era también uno de los argumentos de Benjamin en “The Work of Art in
the Age of Mechanical Reproduction”. Manejo la edición inglesa de Hannah Arendt (1978).
7 “It is by studium that I am interested in so many photographs, whether I receive them
as political testimony or enjoy them as good historical scenes: for it is culturally (this
connotation is present in studium) that I participate in the figures, the faces, the gestures,
the settings, the actions. The second element will break (or punctuate) the studium. This
time it is not I who seek it out (as I invest the field of the studium with my sovereign
consciousness), it is this element which raised from the scene, shoots out of it like an
arrow, and pierces me […]”. (Barthes 1981: 26-27).

203
Latinoamericanismo a contrapelo

En su notable ensayo, trenzado entre el análisis y la autobiografía, Barthes


explícitamente resiste una propuesta general, teórica. Sin embargo, de hecho la
enuncia en el despliegue de una serie de hipótesis que han pasado al vocabulario
habitual, canónico, de la crítica fotográfica. Los ejemplos de Barthes, son instancias
iluminadoras de lo que denomina el punctum. Para Barthes la foto de William
Klein, “Little Italy” (Barthes 1981: 46), por ejemplo, se encuentra puntualizada
por los dientes defectuosos del niño fotografiado; luego nota el dedo vendado
de una niña de la colección de “monstruos” de Lewis H. Hine, “Idiot Children in
an Institution” (Barthes 1981: 50); algo en las uñas del Andy Warhol de Duane
Michals le resulta “levemente repulsivo” (Barthes 1981: 45), así como las uñas
sucias de Tristan Tzara en el retrato de Kertesz de 1926. El punctum es del
orden del accidente y según Barthes se resiste a los principios clásicos de unidad
de la imagen. Y si el studium –y sus lugares comunes– pertenece al orden
de lo social, se sugiere que los objetos siempre parciales y suplementarios del
punctum operan por el lado del imaginario y del fetichismo (Barthes 1981: 30).
Pero ¿son estos detalles –la uña, el dedo vendado o los dientes defectuosos–
meros accidentes? ¿Lo es el fetichismo?

¿Qué decir sobre el binario de Barthes en ese ensayo fundamental, tan seductor,
que además de ensanchar el horizonte de la teoría de la imagen fotográfica,
enfatizaba sutilmente su perfil autobiográfico, melancólico –la trama personal
desatada por una foto materna– hasta enunciar firme “el derecho político [del
que escribe] a ser un sujeto [individual] que se debe proteger”? Ahora bien: en
los ejemplos aparentemente arbitrarios o personales que ofrece Barthes del
punctum, el fetichismo no es necesariamente del orden individual o excepcional:
cierta consistencia encadena los ejemplos, formando una serie de relevos que
gradualmente dibujan el perfil social, racial y, en otros casos, sexual del sujeto.
¿Por qué insistiría Barthes en tantos ejemplos que apuntan a la puntualización
del detalle abyecto, “levemente repulsivo”? Tal vez para enfatizar que el mínimo
detalle puntualizado corresponde al orden del inconsciente, y que por lo mismo se
resiste a los principios de la unidad estructural. Por otro lado, como señalaba Mary
Douglas en Purity and Danger, el ‘desorden’ del sucio y la repulsión bien pueden
demarcar los límites y la posibilidad misma de la limpieza y el buen politeness.

Las esquinas de la foto de los bañistas inscriben los límites de la representación


del ‘documento’ etnográfico, su zona de fuga o de dispersión, donde a su vez,
paradójicamente, parece excitarse la mirada tan célibe del fotógrafo engage
movilizado por un proyecto moral, de condena y de justicia; un sujeto que ubicado
ante el desnudo reviste y desexualiza el cuerpo con la malla del primitivismo y
las garantías de visibilidad provistas por los marcos discursivos de la pintura
posimpresionista o de la fotografía etnográfica. El rabo del ojo mira, en cambio,
desde el lugar del nudo que se despliega y recorre en espiral la rama diagonal
–la que prolonga la mirada lateralmente hacia la escena superior de los cuerpos
parciales; nudo y espirales que se multiplican y se relevan en las cintas de los

204
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

trajes de las lavanderas en el plano inferior izquierdo, o en las formas de la


ropa estrujada, aún mojada, estableciendo una serie de conexiones, paralelismos,
continuidades que sugieren el borroso límite entre naturaleza y cultura a la hora
del cataclismo de lo social, y el necesario retorno a momentos fundacionales o
primarios, otro tema estructurante de la etnografía y clave para Salgado–. De ahí
en otros casos el lente gran angular abierto a esos paisajes que remiten, en el
imaginario alegórico de Salgado, a la difusa frontera entre naturaleza y cultura,
en esos momentos matutinos, de luz fría y neblina, en que la precariedad y el
visible caos de los campamentos de refugiados son compensados y redimidos
por el aura estética, operativo del grano que difumina las imágenes.8 Es el aura
hiperdotada de Salgado, siempre ambiguo ante la geometría y la tecnología de
una modernidad que ordena y desordena el mundo de vida de los sujetos, a la vez
que ha hecho posible los avances formales de la fotografía y su circulación por
los canales mismos de la globalización que Salgado cuestiona. En la década del
treinta, Benjamin ambiguamente declaraba la crisis del ‘aura’ estética en aras de
la reproductibilidad mecánica fotográfica y cinematográfica (1978). Ahora Salgado
parece defender el carácter aurático de la fotografía, identificándola, como
veremos, con la historia ‘alta’ de la pintura y trabajando temáticamente formas
de vida pre-modernas, como el trabajo manual en el fin de la era industrial (de
ahí su ‘arqueología’ en el subtítulo de Trabajadores). Salgado concibe su trabajo
‘artesanal’ como una forma amenazada por la era digital. ¿Hay que dudarlo?

Migratorias y condensaciones culturales

En la foto de los bañistas resalta el balance muy precario entre la contingencia, la


relativa dispersión de los cuerpos, y las operaciones de la composición estética.
Se trata de una tensión –un nudo, digamos ya– desplegado a todo lo ancho
de esta exhibición que ha cruzado fronteras y saturado exitosamente museos
con un monumental testimonio de las migraciones incontenibles que pueblan
y se desplazan en el reverso oscuro de las globalizaciones contemporáneas.
El documentum es un término jurídico: provee evidencia, como el testimonio
mismo, que reclama la proyección (y autoridad) de una justicia alternativa: la que
allí moviliza y se sostiene en la estética de Salgado. Salgado es testigo; su arte, el
modelo de una justicia venidera.

8 El grano notable que con la neblina impide la visión ‘clara’, es decir, la evidencia
indiscutible del documentum, regido por la exigencia de la verdad y evidencia provista
por las imágenes para un caso jurídico o alegato de una causa política, es producido
por el uso de película de alta velocidad a horas de amaneceres nebulosos. Agradezco
las iluminadoras conversaciones con la fotógrafa de Berkeley, Almudena Ortiz sobre
algunos aspectos técnicos del revelado y de las fotos donde opera la estetización que
tanto se le critica a Salgado.

205
Latinoamericanismo a contrapelo

El trabajo de Salgado ha hecho visible cuerpos, prácticas culturales y formas de


experiencia reducidas a la descomposición. En varios sentidos lleva el género del
documental a un límite muy problemático, al que acaso antes solo había llegado
la fotografía de guerra:9 el lugar del cadáver, según veremos –o, más perturbador,
el lugar del cuerpo moribundo del sujeto totalmente despojado de agencia y de
derechos; cuerpos expuestos a la intervención de la cámara y de la mirada, y
del poder biopolítico de los aparatos de seguridad que particularmente después
del 11 de septiembre de 2001 han identificado algunos campos de refugiados
como ‘semilleros’ de terroristas en Somalia, Kenya o Palestina, para dar solo tres
ejemplos familiares–.10 Salgado ensancha los bordes de lo visible –nos tienta a
mirar el rostro del moribundo– y por cierto nombra aquello que no se ve en los
medios, en los discursos celebratorios de la globalización y, ahora, de la guerra.
Trabaja a contrapelo del desconcierto de los cuerpos en las zonas extremas del
abandono. Allí lo real cancela la integridad de los cuerpos y de las formas mismas.
Salgado hace visible el terror, al mismo tiempo que hace visible “el régimen de
visibilidad del arte” que sustenta al menos un aspecto clave del testimonio y de
la estética misma. Instaura, entre otras cosas, un insistente sistema de cambios
y sustituciones: equivalencias, alusiones culturales, traslados de la particularidad
de los cuerpos al reino de emblemas ya procesados por la máquina cultural.
Es signo de su imaginario alegórico y de una economía, una particular relación
entre cuerpo y valor.

Un buen ejemplo es la proliferación de ‘Dolorosas’ en el catálogo de la exhibición


anterior de Salgado.11 Pero el propio título de la exhibición, Êxodos, es una instancia
de los múltiples encuadres que desde ‘afuera’ (y ‘antes’) de la imagen garantizan
la estabilidad de su sentido mediante la alusión cultural. La metáfora del éxodo no
es tanto un desvío (un tropo) como un lugar de encuentro: un mapa que dirige y
orienta el sentido topográficamente otorgándole finalidad a la catástrofe mediante
el topos de la promesa de regreso de las multitudes desplazadas: retorno a la tierra
prometida de una justicia estética. La estetización no es gratuita. Se encuentra

9 Véase el reciente libro de Susan Sontag: Regarding the Pain of Others (2003) sobre la
muerte en la fotografía de guerra.
10 Me ha resultado muy necesaria la lectura de Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life
de Giorgio Agamben, trad. al inglés de Daniel Heller-Roazen, Palo Alto, Stanford University
Press, 1998. La “vita nuda” del hombre sagrado –aquel, según Agamben, que puede ser
asesinado por cualquier sujeto pero no sacrificado–. Su ejemplo principal, muy estimulado
por Hannah Arendt, es el de los judíos en los campos de concentración. Para Agamben,
contrario en esto a su afición foucaultiana, es que la biopolítica constituye desde siempre
el objeto del poder soberano (no solo el de la modernidad disciplinaria), y que el campo
de concentración es su nomos, no una excepción. El arte moderno –la soberanía de ciertas
prácticas artísticas– se constituye ante la desposesión más radical y el dolor del otro.
Volveremos a esto.
11 Ver Sebastião Salgado: An Uncertain Grace: Photographs (essays by Eduardo Galeano and
Fred Ritchin) (1990).

206
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

ligada a, autorizada por, una intensa demanda de justicia y solidaridad. Está bien
engranada en el aparato fotográfico. La estetización que frecuentemente opera
con el sello de lo reconocible garantiza el camino del viaje de regreso. Se regresa
a distintos tipos de instituciones y ciertamente a espacios personales y políticos;
pero las fotos estetizadas vuelven de las zonas de desastre a ser expuestas en los
lugares reconocidos y renombrados del arte.

Fugas y nomadismos

Entre los prólogos de escritores notorios a las exhibiciones y a los catálogos de


Salgado –el de José Saramago a Terra (acompañado también por poesías de M.
Nascimento y C. Buarque), o el anterior de Eduardo Galeano a An Uncertain
Grace– también podríamos incluir la reciente conversación de Salgado y el
novelista británico John Berger en Spectres of Hope, breve documental filmado por
Tim Robbins (2001). En varias ciudades el filme ha suplementado las conferencias
introductorias de Salgado a Êxodos. Como los prólogos, la conversación con Berger
despliega una operación –un comentario– para focalizar el sentido de la exhibición.
Contribuye por supuesto a legitimar y a recalcar el peso artístico y la vocación
intelectual de Salgado, pero además reduce el riesgo ineluctable de la dispersión
del contenido ideológico de esta exhibición tan masiva y ambiciosa que como
la globalización misma intenta hilvanar imágenes y espacios irremediablemente
discontinuos. El ‘éxodo’ implica desplazamientos profundamente diversos en
zonas muy diferenciadas por su especificidad histórica y geopolítica: son de hecho
todas las ‘zonas’ principales del margen sur del planeta, de Guatemala a África
meridional, de los campos de refugiados palestinos a las megalópolis asiáticas. El
catálogo busca contener la dislocación inevitable mediante el entramado de una
narratividad alegórica, comenzando con el cruce alusivo, mítico, del río Suchiate
que hace frontera entre Guatemala y México, y el cierre apocalíptico en los
espacios claustrofóbicos de las nuevas megalópolis asiáticas.

Las particularidades se evaporan bajo la general humanidad innata compartida


por los sujetos diversos. La abstracción y la condensación de heterogeneidades
multitudinarias no es solo un efecto del estilo y de la solidaridad abstracta, global,
de Salgado, que deshace los límites de los contextos específicos del sufrimiento
y la explotación de sus sujetos. La abstracción o hipóstasis de las diferencias
en el rostro emblemático del migrante oprimido se relaciona también con la
ambivalencia misma de lo general y tipificable de la práctica fotográfica, que a
pesar de la universalidad del tema, registra la irreductible particularidad de los
rostros y cuerpos de los emigrantes, nunca del todo emblemáticos o alegorizables.

Esta tendencia a la elaborada condensación de experiencias tan diversas como las


de los exiliados políticos, migrantes laborales o refugiados no es solo un problema
en esta exhibición de Salgado cuyo intento exasperado de fijar denominadores

207
Latinoamericanismo a contrapelo

comunes entre la diversidad de sujetos e imágenes, multiplica las imágenes de


lo ‘mismo’ por medio de la suplementación contigua que añade y añade hasta
fragmentar o perder el centro de la totalidad deseada. Por eso son fundamentales,
incluso en las fotos mismas, los desplazamientos de Salgado. Significativamente,
el catálogo cierra de un modo muy distinto que la exhibición de Êxodos en el
Museo de Berkeley, con un fin feliz y promisorio: rostros de niños conectados
más por la edad de los sujetos –y su emblemática inocencia y ‘futuridad’– que
por cualquier otro aspecto de la diversidad de las causas históricas y experiencias
violentas (políticas) de sus viajes. La defensa abstracta de la humanidad innata de
los sujetos somete las particularidades de la historia a un orden de equivalencias
o similitudes ‘naturales’: otro aspecto de la imaginación alegórica de Salgado.

Más allá de Salgado se trata de una de las paradojas y problemas centrales en la


proliferante bibliografía sobre el ‘nomadismo’ y los multitudinarios desplazamientos
contemporáneos, tan caros a los llamados ‘estudios culturales’.12 Así como
Deleuze y Guattari cifraron en el ‘nómada’ heroico una figura autorreflexiva,
un tropo especular de los principios mismos de la ‘desterritorialización’ e
impugnación rizomática del sujeto del pensamiento occidental moderno (2000),
los ‘estudios culturales’, al menos en los Estados Unidos, han cifrado y proyectado
en el movimiento de las migraciones algunos de sus propios principios y
presupuestos ideológicos. El frecuentemente idealizado cruce no es solo de
fronteras geopolíticas; es también el cruce de las fronteras disciplinarias y del
transnacionalismo (y la crítica del estado nacional) de los estudios culturales. La
‘hibridez’ se postula como modelo de identidades nuevas que problematizan los
modos modernos, territoriales, de concebir la ciudadanía y el cosmopolitismo. La
hipóstasis del sujeto migratorio soslaya las condiciones específicas y materiales
que distinguen los desplazamientos, a la vez que tiende a sobrevalorar la prioridad
de objetos ‘transnacionales’ en la construcción de los objetos de sus saberes,
desentendiéndose, en algunos casos extremos, de las categorías nacionales. De ahí
se desprende la estrecha y problemática relación entre los espacios disciplinarios
configurados por los ‘mapas cognoscitivos’ de los estudios culturales, y la propia
disolución de fronteras políticas y económicas generada por la globalización (y
por el poder evidentemente transnacional del FMI o BM, críticos sin duda de
la ‘autonomía’ como principio moderno). Por el reverso de la postulación de
abstractas ciudadanías multiculturales o transnacionales, resurgen hoy argumentos
que puntualizan la necesidad de defender –o simplemente de tomar en cuenta–
ciertas funciones de los estados-nacionales tanto en el campo político como en la
construcción de objetos de estudio.

12 Un ejemplo de la abstracción y confusión de las distintas experiencias es el libro de Iain


Chambers: Migrancy, Culture, Identity (1994). Dos excelentes discusiones de esta problemática
se encuentran en Caren Kaplan: Questions of Travel: Postmodern Discourses of Displacement
(1996), particularmente el capítulo “Becoming Nomad”; y James Clifford: Routes: Travel and
Translation in the Late Twentieth Century (1997), especialmente “Diásporas”.

208
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

Carné de identidad y perfil del documentum

Al comienzo de la conversación filmada entre Berger y Salgado –en la que


fundamentalmente se expone el discurso contraglobalizador y solidario de
este fotógrafo dedicado devotamente a la “arqueología de era industrial”–13
hay una imagen en primer plano de su carné de identidad brasileño. En ese
mismo momento, Berger comenta algo sobre los ojos azules y la mirada intensa
de Salgado, comparándolo con los exploradores míticos de las épicas clásicas o
con los marinos excepcionales que produjo el Renacimiento europeo. Si hubiera
nacido en otra época, dice Berger, Salgado habría resultado uno de aquellos
expansivos marinos. Paradójicamente, en el momento en que Berger dibuja el
perfil cosmopolita del fotógrafo, la cámara enfoca el documento de su ciudadanía
brasileña, constatando su pertenencia, la territorialidad que fundamenta otro
aspecto central de su identidad.

¿Cuándo se muestra un carné de identidad? Se muestra el carné como respuesta


a un llamado a declarar la identidad, distinguiéndola de otras, y por lo mismo,
en tanto interpelación a performatizarla ante una ley. La particularidad del carné
es más un complemento que lo opuesto de la universalidad del cosmopolitismo.
En el caso de Salgado, residente francés ya por muchos años –e inicialmente
exiliado político de la dictadura brasileña– el carné se muestra en el momento
de una salida, cuando el sujeto se prepara para cruzar fronteras o mientras se
encuentra ya fuera del territorio nacional. Ese es precisamente el carné –y la
serie de derechos que el carné debería garantizar– que no poseen muchos de
los refugiados, sans papier, illegal aliens, indocumentados. Salgado responde a la
interpelación: el carné lo identifica como un sujeto del ‘sur’ –extranjero en Europa,
y capaz por eso de maniobrar una interesante mediación de los términos.

Tras su Avenali Lecture en Berkeley, una persona del público le pregunta: “¿Se
refleja su nacionalidad brasileña en su fotografía?”. Y Salgado responde: “No, la
nacionalidad no, pero sí mi origen brasileño, sí. Me ha ayudado ser un ciudadano
brasileño y portar un pasaporte del Brasil […]. Pero no creo que ser brasileño
sea un hecho importante” (2003: 20). En el marco del ‘multiculturalismo’ en que
circula la exhibición de Salgado, la distancia interna de su ‘extranjeridad’ en
Europa y de su inicial asilo político contribuye a legitimar su viaje al otro sur,
sugiriendo la ‘horizontalidad’ de su mirada ante la catástrofe. Demás estaría aquí
desmontar el subterfugio que implica la identificación ‘subalterna’ (legitimada por
el origen del sujeto) y por ‘subalterna’ paradójicamente autorizada del viajero
cosmopolita. Está claro que el aparato fotográfico lo ubica sobre el reclamo de
particularidad y ‘subalternidad’ que podría evocar el enunciado del ‘origen’. Esto,

13 Véase particularmente el catálogo de su exhibición Trabajadores. Una arqueología de la


era industrial. Manejo la versión inglesa del catálogo editado por la Eastman Kodak Co. y
Aperture Foundation (1993).

209
Latinoamericanismo a contrapelo

por cierto, va más allá de Salgado: pareciera ser más bien parte fundamental de
las representaciones multiculturales, subalternistas, como argumentaba ya hace
años Gayatri Spivak (1988).

El carné que no portan los refugiados o emigrantes –o el carné que los identifica
con estados nacionales colapsados, de donde han sido expulsados– nos
aproxima a la cuestión de los derechos humanos de las multitudes desplazadas
que fotografía Sebastião Salgado. En efecto, Salgado identifica la defensa de
los derechos de los viajeros como la motivación principal de su trabajo y
como un efecto de las imágenes mismas. Como decíamos, el documentum
era en sus orígenes un concepto jurídico, un papel oficial, y luego una forma
cuya función, como la del testimonio, es proveer evidencia. Salgado es
testigo ocular: documenta lo indocumentado. ¿Pero ante qué ley, mediante
qué alegato? Y surge ya la desproporción o el desnivel entre dos aspectos
acaso complementarios del documento, de la evidencia, o del testimonio: el
testigo es un sujeto particular que a partir de un caso fundamenta un juicio
de carácter más general, universal. La particularidad de la imagen provista
por el testigo sostiene la defensa universal de los derechos humanos de una
zona de la humanidad que, sin duda, ha sido sometida a una violencia no del
todo innombrable, pero nunca antes vista o sometida al régimen de visibilidad
montado por el discurso crítico de Salgado. Hay que recordar algo: además de
fotógrafo, Salgado es un militante.

En su Avenali Lecture, Salgado comparaba el poder de la imagen fotográfica


con el esperanto: la imagen visual como una lengua universal más inclusiva que
el inglés, el idioma de la globalización. “[La fotografía] es para mí el lenguaje
universal. La fotografía es una lengua universal, muy poderosa” (2003: 13). Su
proyecto se inscribe en el marco general del activismo por los derechos humanos
y se concibe como una contribución a la propuesta de universalidad de tales
derechos. De ahí que su proyecto dialogue, documente y evidencie la necesidad
de una justicia nueva, ligada a la universalidad de los derechos humanos y sus
agencias supra-estatales. De ahí también el “cosmopolitismo discrepante”14 de
este notable viajero que en contraste con el eurocentrismo que históricamente
determinó los contenidos ‘universales’ de la palabra ‘humanidad’, ahora recorre

14 James Clifford cualifica como ‘discrepantes” a los nuevos cosmopolitismos diaspóricos


para relativizar el occidentalismo y eurocentrismo del concepto histórico. El vocabulario
del cosmopolitismo y la hospitalidad viene de la Ilustración. Kant insistía en el derecho
irreductible de un sujeto a viajar y a recibir la hospitalidad en otro país, es decir, a no
ser considerado como enemigo. Aunque el cosmopolitismo implicaba el deseo de la
“paz perpetua” en Kant, el viajero cosmopolita kantiano no tiene derecho a la residencia
permanente: esto dependía ya no del derecho innato al viaje, sino de la ‘caridad’ que lo
podía hacer residente por un periodo limitado de tiempo. Véase su ensayo “Para la Paz
Perpetua” (1983). La discrepancia de Clifford tiene que ver con el limbo de la condición
legal de los nuevos viajeros cosmopolitas, diaspóricos (1983: 36).

210
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

los límites de la ‘humanidad’ misma, las zonas del abandono, donde la humanidad,
despojada de todo derecho, parecería reducirse a la imagen de una naturaleza
muerta. Allí trabaja Salgado, particularmente en Êxodos, ante la universalidad otra
del rostro del sufrimiento y del terror. ¿Pues, no es el terror, después de todo, un
efecto universal del Mal?

Abandonos y hospitalidades

¿A qué nos referimos por abandono?15 Primero, a la condición de poblaciones


marginalizadas por la transformación del estado contemporáneo y la gradual
cancelación de los contratos sociales de beneficencia y garantía de seguridad
ciudadana.16 Retracción y debilitamiento del estado neoliberal y privatización
de las esferas públicas, o incluso –como ocurre en las distopías de Salgado–
disolución de los estados nacionales, acompañada de la reemergencia de otros
principios de sociabilidad y cohesión que si bien pueden parecer arcaicos o
fundamentalistas desde la perspectiva ‘moderna’, mantienen un poder efectivo
–si no una credibilidad– perfectamente actual, militarizado y capaz de aniquilar
poblaciones enteras –como ocurrió en Rwanda o en Europa– o en el mejor de
los casos, de perseguir y expulsar etnias o comunidades “enemigas” mediante
las “limpiezas étnicas” del último cuarto de siglo. Michael Ignatieff, uno de los
teóricos liberales de más influencia en la discusión sobre los derechos humanos,
señala lo siguiente sobre los efectos del “creciente colapso de orden estatal en
toda África central” (2001: 41):17

Resulta utópico mirar adelante hacia una era más allá de la soberanía
estatal. En vez de considerar la soberanía estatal como un principio
del pasado, destinado a desaparecer en la era de la globalización,
necesitamos apreciar el grado en que la soberanía estatal es la base del
orden del sistema internacional, y que los regímenes constitucionales
nacionales representan la mejor garantía de los derechos humanos […].
Hoy, la mayor amenaza contra los derechos humanos no viene tanto
de la tiranía, sino de la guerra civil y la anarquía. De ahí que estamos
redescubriendo la necesidad de un orden estatal que garantice los
derechos (2001: 35).

15 Me han inspirado los trabajos de João Biehl sobre el sida y los ‘pastorales’ sidatorios de la
muerte en el Brasil.
16 Ver el trabajo general sobre la reconfiguración del estado neoliberal de Jacques Donzelot
(1991).
17 Los dos ensayos de Ignatieff en este volumen van acompañados de excelentes respuestas
de K. Anthony Appiah y otros.

211
Latinoamericanismo a contrapelo

Aunque Ignatieff reconoce el surgimiento de un orden de poderes económicos


y políticos transnacionales que tiende a (y a veces ‘debería’) limitar la soberanía
estatal, considera utópico y peligroso pensar que la soberanía “está destinada
a desaparecer en la era de la globalización”. No ignora la violencia de la ley
constitutiva de la soberanía estatal,18 aunque sin duda subestima la nocividad de
sus efectos históricos, con muy pocas excepciones. Reconoce ligeramente que la
soberanía bien puede ser el efecto de la opresión de minorías o disidencias, pero
al mismo tiempo argumenta que “la mayoría de los seres humanos dependen
de los estados en que viven para garantizar sus derechos” (2001: 17). Su crítica
se dirige contra el “relativismo cultural” que Ignatieff relaciona vagamente con
la ‘posmodernidad’ de posiciones ‘posnacionales’ que postulan la necesidad
de globalizar la ciudadanía19 y de consolidar los derechos humanos mediante
instituciones jurídicas regionales o internacionales.

Ya a comienzos de la década del cincuenta, un par de años después de la


Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948, y un año
antes de la aprobación de un nuevo convenio de asilo (1951), Hannah Arendt
reflexionaba críticamente sobre el tipo de postulación universalista que reaparece
ahora en el discurso influyente de Ignatieff y hasta cierto punto de Salgado.
Arendt identifica el origen ilustrado del discurso de los derechos universales con
los derechos de ciudadanías específicas: francesa, inglesa o norteamericana, por
ejemplo, para mencionar solo los principales países redactores de los documentos
antecesores del discurso actual. No sin ironía comenta:

Si un ser humano pierde su status político, según las implicaciones de


los derechos innatos e inalienables del hombre, llegaría exactamente a la
situación para la que están concebidas las declaraciones de semejantes
derechos generales. En realidad, el caso es necesariamente opuesto.
Parace como si un hombre que no es nada más que un hombre [y no
ya un ciudadano], hubiera perdido las verdaderas cualidades que hacen
posible a otras personas tratarle como como a un semejante (2004: 379).

Arendt parte del caso judío y de las gentes sin estados, pero sin duda también
tenía en mente la situación de las poblaciones desplazadas por el recorte de
los nuevos estados nacionales en aquella primera época de descolonización.
Recuerda cómo antes de perder el derecho a la vida, los judíos (y los gitanos)
perdieron gradualmente sus derechos básicos como ciudadanos o residentes de
naciones específicas. Despojados de cualquier garantía de protección y reducidos
así a la condición mínima de la “abstracta desnudez del ser humano”, sin la
protección de ningún estado específico, fueron blanco fácil del aniquilamiento

18 W. Benjamin: Para una crítica de la violencia y otros ensayos (Iluminaciones IV) (1991).
19 Ver por ejemplo Antonio Negri y Michael Hardt, Empire (2000).

212
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

y la “limpieza étnica”. La privación de los derechos preparó el camino para


el genocidio reduciendo los judíos a un estado ‘natural’, condición alienada
de la posibilidad de pertenecer y ser protegidos por organizaciones sociales
y comunidades específicas. Es la transformación y la reducción del sujeto de
derecho a la condición de la ‘vida desnuda’, objeto último de la bio-política,
según los términos más recientes de Agamben.20 Se trata precisamente de los
territorios del abandono, en que, despojados de la efectividad del derecho,
el sujeto ‘desechable’ se transforma en la naturaleza-objeto constituyente de
la soberanía del Otro. Arendt pensaba ya sobre las gentes sin estado, los
refugiados, aunque en el mapa de la retracción actual del estado neoliberal
de los contratos históricos del republicanismo, puede pensarse que la
marginalización interna reduce la efectividad de las seguridades garantizadas
por la ciudadanía, produciendo ‘personas desplazadas’ o ‘desechables’, gentes
sin estado, dentro de los mismos territorios nacionales, no necesariamente por
razones étnicas, sino frecuentemente por la identificación de la ciudadanía y
sus excluidos en términos económicos, de acuerdo a la variable de tener o no
tener poder de consumo.21

Para retomar el trabajo de Salgado en los territorios del abandono, y la cualidad


enigmática de algunos de sus sujetos, particularmente musulmanes, conviene
recordar el cierre del ensayo de Arendt:

El peligro de la existencia de tales personas [forzadas a vivir fuera del


mundo común] es doble: en primer lugar y más obviamente, su número
siempre creciente amenaza nuestra vida política […]. El peligro estriba
en que una civilización global e interrelacionada universalmente pueda
producir bárbaros en su medio propio, abligando a millones de personas
a llegar a condiciones que, a pesar de todas las apariencias, son las
condiciones de los salvajes (2004: 382).

Como para Benjamin, en una de sus más citadas Tesis de la historia, para Arendt
la condición de la ‘barbarie’ no es externa a la ‘civilización’: la reducción al estado
de ‘barbarie’ de poblaciones enteras surge del interior mismo de la modernidad.
Es la civilización la que engendra sus salvajes. Siguiendo a Arendt, Agamben
llega a proponer, en su crítica a las periodizaciones de Foucault, que el campo de
concentración no es un espacio creado por un estado de excepción, sino el nomos
mismo de la soberanía moderna.

20 El capítulo “Biopolítica y los Derechos del Hombre”, de Homo Sacer: Sovereign Power and
Bare Life de Agamben, está básicamente dedicado al texto comentado de Arendt. Manejo
la traducción al inglés de Heller-Roazen (1998), la edición italiana es de 1995.
21 Sobre la relación entre la ciudadanía y la capacidad de consumo ver Néstor García Canclini
(1995).

213
Latinoamericanismo a contrapelo

Por cierto no todas las multitudes tienen la misma movilidad en Salgado. En


Salgado la composición trabaja a veces exasperadamente el encuadre estático de
ciertas multitudes. No les busca el rostro. El del musulmán es un rostro vedado,
peligroso. El cosmopolitismo tiene sus límites específicos. No todos llegan a él
con el mismo carné de identificación, ni como ‘herederos’ de los mismos legados.

Ante la afición paulista del cosmopolitismo radical de Derrida (2001), quien en


un hermoso ensayo propone para Francia una ciudad abierta, de refugio, y al
mismo tiempo ambiguamente habla de “nuestra herencia” (2001: 39), no está de
más recordar lo que decía Pablo sobre los dos legados de Abraham: Ismael, el
mayor, hijo ‘natural’ de Agar, la esclava; e Isaac, hijo de Sara y heredero legítimo
de Abraham. Dice Pablo: “Pero, ¿qué dice la Escritura? Despide a la esclava y a
su hijo, pues no ha de heredar el hijo de la esclava juntamente con el hijo de la
libre. Así que hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre”.22 Por
supuesto, Pablo, a quien tanto le debe la formalización de la ley cristiana y
occidental, no era judío.

Salgado y la estetización ‘barroca’

En Salgado la cuestión de la justicia y de los derechos cosmopolitas está íntimamente


ligada a las operaciones de la estetización. Las ‘traducciones’ de los cuerpos en
emblemas de la cultura occidental implican una reinserción, una territorialización
del cuerpo –marginalizado hasta el extremo– en un nuevo espacio de sentido. Los
traslados despliegan la ficción legitimadora que concibe el arte como modo de
identificación del indocumentado, del sujeto desposeído y reducido a la mínima
“desnudez abstracta de la humanidad”, sin ciudadanía. De ahí que Salgado
bien podría defenderse de las críticas contra su embellecimiento de la pobreza,
postulando la estetización como trabajo que contrarresta la soberanía del poder
biopolítico, globalizador. La estética como posición de ataque a los poderes
biopolíticos. En el sentido más básico, la representación –desde la perspectiva
de Salgado– refugia al sujeto sin hospicio, da reconocimiento y permanencia a
sujetos ubicados en el precipicio de la evanescencia.

22 Pablo: “Epístola a los gálatas”, sección final de la “Argumentación doctrinal”, versículo 30.
Biblia de Jerusalem, Bilbao, Editorial Española Desclée de Brouwer, 1970. El contexto
del antagonismo fue entonces el dominio árabe sobre Jerusalén. Le agradezco a Adriana
Rodríguez Pérsico su insistencia en la importancia que la lectura de Derrida podía tener
para este trabajo.

214
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

Sebastião Salgado, Êxodos.

Es como el espejo entre ruinas en que se autocontempla la joven en esta foto.


Ese es el pliegue que en Salgado disloca las formas: la destrucción del hogar, del
interior, y por el doblez del pliegue, la interiorización del exterior, de la intemperie,
donde funciona aún el armario roto. El espejo menor, a la izquierda del armario,
flota con su imagen del follaje sobreimpuesto a las ruinas al fondo. Se cruzan en el
triángulo tres miradas que no necesariamente se encuentran, aunque contribuyen
a crear las líneas cruzadas de los distintos planos de profundidad de la foto. ¿No
podría ser la joven en el espejo una cita de la Venus de Velázquez? –los rebotes de
las miradas entrecruzadas, la imagen en el marco del espejo dentro del encuadre
de la fotografía misma, y la espalda de la joven en el primer plano que vemos–. Las
ruinas al fondo reinscriben uno de los emblemas más sobrecargados del barroco
que, como las imágenes de cadáveres que también proliferan en Salgado, remiten
al impacto del tiempo que se introduce violentamente en la construcción humana
como una fuerza destructiva, que descompone, reduciendo el artificio y la historia
a las leyes y los restos de una naturaleza que irrevocablemente conduce a la
caída y a la putrefacción.

215
Latinoamericanismo a contrapelo

Sebastião Salgado, Êxodos.

Para Benjamin, en su trabajo sobre el drama barroco, tanto la ruina como el


cadáver son emblemas del imaginario alegórico, del doble movimiento de la
temporalidad barroca que convierte la historia en naturaleza muerta a la vez que
temporaliza el estado natural: la duración de la fruta casi podrida en el elegante
bodegón renacentista. Pero la chica que se autocontempla, se atiende, o se cuida
ante el espejo difiere la descomposición que la rodea y reviste el cuerpo con una
imagen que constata su existencia, su belleza. Esa imagen, por cierto, no se la
donó Salgado: es la del armario roto que encuentra en el camino.

En la conferencia de Berkeley, Salgado identificaba el barroco como una de sus


tradiciones formativas. “Si observan mis fotos, notarían que son muy barrocas.
Esto lo traigo con mi origen brasileño”. En su presentación del conferenciante, la
brasileñista Candace Slater señalaba: “Es más fácil denominar el vocabulario del
dolor corporal en el Brasil. Se llama Barroco. Aunque el barroco brasileño asume
formas diversas en tiempos y lugares diferentes, se le asocia sobre todo a la escultura
y arquitectura religiosas del siglo XVIII en Minas Gerais, el estado de Sebastião
Salgado” (2003: 8).23 Le venía de Minas Gerais, decía, su estado de origen, tierra

23 La cita anterior de Salgado es de su “Conversation with the Audience”, p. 21. En su


comentario incluido en el citado volumen, la antropóloga Nancy Scheper-Hughes insistía
en una dimensión ‘carnavalesca’ que me parece muy difícil de encontrar en las fotos. Como

216
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

del escultor mulato Alejadinho, a quien Lezama Lima en La expresión americana


imaginaba en Ouro Preto desprendiendo pedazos de su cuerpo leproso entre las
cinceladas y la desfiguración de las formas que cultivaba su don. Nótese el pliegue,
la contorsión facial, la extensión greca de los dedos, la analogía culturalizante que
transforma a la mujer en una bíblica Ana en la imagen que sigue:

Sebastião Salgado, Êxodos.

Imagen sobre imagen, la foto trabaja el cuerpo en tanto referente cultural. La


estetización legitima doblemente al elevar a su sujeto y al remitir la fotografía
a la historia de la pintura. Pero tal vez sugiere algo más: el espesor semiótico
y secundario del emblema, el modo en que la materialidad del signo, de
la imagen, queda irreductiblemente mediatizada por la historia y el tiempo
cargado de la referencia cultural. Otro ejemplo se encuentra en la foto de
un sujeto entre la vida y la muerte, cuya composición acaso ‘cita’, entre otras
posibles fuentes, la “Resurrección de Lázaro” de Caravaggio, cuadro de tema e
inscripción del cuerpo similares.

decíamos, el ‘cosmopolitismo’ de Salgado parece demandar el gesto de particularizaciones


nacionales por parte de sus espectadores.

217
Latinoamericanismo a contrapelo

En otros casos, la estilización es central en ese imaginario alegórico que transforma


la particularidad del cuerpo en emblema, cifra o referencia cultural, para incidir
en un barroquismo notablemente dramático y patético, que por momentos, como
todo barroquismo contemporáneo, colinda con el kitsch. Ese es su borde y el riesgo
del exceso barroco, particularmente en una obra que aprovecha la reproducción
mecánica y la masificación de su consumo: un aura de segundo o tercer grado.

Ilustración 21: Sebastião Salgado, Êxodos.

Tal culturalismo, la densidad ‘intertextual’ –permítanme– de esta obra apunta


a otro paralelo con el barroco acaso más significativo para nosotros: el arte de
Salgado se concibe, se ubica, en cierto ‘fin’ de la historia, en la historia como
caída y evanescencia, no solo de las estructuras firmes del clasicismo (o de

218
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

la modernidad) sino como ‘muerte’ de la fotografía tal como la conocemos:


“Mantengo un acercamiento tradicional en mi trabajo, y tal vez esto está
muriendo, porque trabajo con películas normales. Las tengo que revelar. Las
arreglo. Esto significa que utilizo un sistema químico para desarrollar las fotos.
Pero ahora que tenemos la cámara digital, y en unos pocos años todo el mundo
estará operando con cámaras digitales”.24 Es esa posición que imagina el final de
la historia de su medio, la que también lleva a Salgado a su peculiar barroco y
a los malabarismos de la estetización.

Algo es evidente: identificada con el barroco o no, la ‘secundariedad’ culturalizada


de algunas de estas fotos problematiza las exigencias miméticas del género
documental en que se inscribe el trabajo de Salgado. En efecto, la obra de
Salgado trabaja sobre la tradición documentalista que había adquirido ímpetu en
la década del cincuenta y decaído en los sesenta. El barroquismo problematiza
la fundamental relación entre su obra, particularmente Trabajadores y Êxodos,
y la exposición mencionada antes, titulada The Family of Man, montada por el
fotógrafo y curador neoyorquino Edward Steichen nada menos que en el Museo
de Arte Moderno de Nueva York en 1955, que fue un antecedente muy nombrado
por el mismo Salgado.

Steichen escribe en su clásico Prólogo al catálogo que le tomó tres años seleccionar
las 506 fotos expuestas en el Moma entre los dos millones de imágenes enviadas
por fotógrafos de 68 países; profesionales y amateurs que colaboraron en esa
monumental celebración de la universal y cambiante humanidad de la posguerra,
en una época en que, primeramente, se intensificaba la revisión en la ONU de
los postulados clásicos de los “Derechos del Hombre” legados por la Ilustración;
y segundo, tiempo de descolonización que en efecto comenzaba a fragmentar
y a cuestionar los reclamos de universalidad aún orientados por el notable
eurocentrismo de los discursos cosmopolitas de los Imperios. Los contenidos
históricos y etnocéntricos del cosmopolitismo se fracturaron irremediablemente en
la Segunda Guerra Mundial. Steichen visualizaba otro cosmopolitismo, ciertamente
más inclusivo y optimista aún por el desarrollo tecnológico (inclusive los usos
pacíficos de la energía nuclear) como un dispositivo de progreso universal.

En la exposición colaboraron tanto los fotógrafos norteamericanos neorrealistas


como Dorothea Lange, Edward Weston y Robert Frank, Yasuhiro Ishimoto, Wayne
Miller, Ernest Hass, y la entonces más joven Diane Arbus, y otros varios de un
grupo que trabajó en la década anterior bajo los auspicios de los programas
federales para escritores y artistas instituidos por F. D. Roosevelt durante la
guerra.25 El mexicano Álvarez Bravo fue uno de los pocos latinoamericanos

24 “Conversation with the Audience”, p. 20.


25 Ver el comentario de Susan Sontag sobre el realismo social de estos fotógrafos en On
Photography, y en términos más generales, su argumento principal en contra del mimetismo

219
Latinoamericanismo a contrapelo

incluidos (si no el único), presentando una foto que disimulaba curiosamente su


bagaje surrealista o de realismo mágico. En cambio, la llamada generación de los
‘humanistas’ franceses estuvo muy bien representada, con múltiples y notables
fotos de Robert Doisneau, Rapho Guillumette y Henri Cartier-Bresson.26 Unos y
otros buscaban visualizar formas de estabilidad entre la fugacidad y la velocidad
dispersante, así como exploraban las posibilidades creativas del industrialismo y
del crecimiento urbano de la posguerra, orientados y dominados por el notable
optimismo globalizador de Edward Steichen, organizador principal.

En cambio, Salgado explora los restos arqueológicos diseminados y deshechos


de aquel proyecto de modernidad económica y artística. Cierto es que él mismo
reconoce la importancia de The Family of Man para la historia del consumo
masivo del género social del documental. Pero reducir su obra, como lo ha hecho
recientemente Susan Sontag, a los principios reguladores del universalismo y de
cierta retórica del sufrimiento redimible que había marcado la exhibición del
Moma en el 1955, implica un juicio demasiado rápido en contra de Salgado, y
de todos los géneros de fotografía del sufrimiento y del dolor (2003). La cita
paródica o los pastiches de Salgado de algunas fotos incluidas en The Family of
Man son a veces bastante obvios. Y además, ¿no es el exceso y la corporalidad
sacrificial del barroco una de las posibles posiciones críticas de la modernidad
tardía –de las lógicas de acumulación y del progreso humano que celebraba
Steichen en The Family of Man?

La instalación de la exposición en el Moma –museo que hasta el momento había


privilegiado generalmente formas del high modernism, arte de vanguardia–
introdujo entonces el realismo documentalista como parte de su legado moderno.
La instalación mantuvo los principios de contigüidad del collage, trabajo del
arquitecto Paul Rudolph, acaso como modo de establecer el diálogo entre dos
estéticas comúnmente opuestas: el realismo social y el estetismo vanguardista.
La presentación experimental de las fotos desaparece en las series de categorías
temáticas (amor, nacimiento, trabajo, formas de energía, inclusive la nuclear, y
otras asociaciones) que organizaron luego el catálogo de un modo más lineal y
simbólico que la instalación más experimentadora de Rudolph. El catálogo insistió
en las condensaciones y en la universalidad de cada imagen particular. Y, como de
humanidad se trataba, la focalización y fetichización del rostro fue una estrategia
de subjetivación dominante.27

posesivo que para Sontag opera en cualquier foto, por más autorreflexiva o estilizada que
nos pueda parecer. El libro más reciente de Sontag, Regarding the Pain of Others (2003),
reincide en la posición antifotográfica.
26 Sobre los ‘humanistas’ franceses, ver el abarcador trabajo de Peter Hamilton “Representing
the Social: France and Frenchness in Post-War Humanist Photography” (1997).
27 Ver G. Deleuze y F. Guattari sobre el rostro en “Año cero-Rostridad”, Mil mesetas: capitalismo
y esquizofrenia (2003: 173-197). El historiador del arte Clark, en su comentario sobre la

220
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

La tensión entre el vanguardismo y el realismo fue notable desde el momento


mismo en que el Moma asumió el proyecto político y a la vez masivo de The
Family of Man. Steiner señalaba con orgullo que más de nueve millones de
personas vieron la exposición viajera, montada luego en los museos principales
de los Estados Unidos y Europa. El consumo del arte llegaba a proporciones sin
precedentes, no solo por la urgencia del tema de la mundialización de las culturas
en ese momento poscolonial, sino acaso también por la naturaleza de las formas
fotográficas, masivas, de la reproducción mecánica. Para Benjamin –cuyo ejemplo
central fue la fotografía– el fenómeno de la reproductibilidad en la modernidad
tardía tenía consecuencias muy ambiguas. Porque si bien la tecnologización podía
llevar la mirada del espectador a nuevas zonas de experiencia (la velocidad,
o los deslices del inconsciente hechos visibles por el cine), la reproducción
representaba a su vez el desgaste del aura, de la excepcionalidad y valor cultual
de la pintura tradicional. Emergía el nuevo valor de exhibición y consumo. En
Ways of Seeing John Berger, con el mismo vocabulario de Benjamin, llegó a
conclusiones más optimistas al defender la reproducción (la Mona Lisa reproducida
en una T-Shirt) como indicio de democratización del arte, que comenzaba a salir
de los museos y de sus formas y usos canónicos. Por cierto, Salgado también
apela a un consumo amplio, masivo, de su obra, muy ligado a circuitos globales,
a los networks de la solidaridad, ya hoy relativizados por la crisis general de la
izquierda, aunque acaso reemergentes y transformados por el creciente consumo
de afectos participatorios que sostuvo, por ejemplo, el éxito de Êxodos en Nueva
York, Londres, Los Ángeles, etcétera. Pero su arte, capaz de estetizar las rejillas de
un calabozo y de hacerlas parecer dibujos de Escher, está en parte intensificado
por el choque entre la frecuente hiperestilización y las trabajosas composiciones,
por un lado, y el legado del naturalismo pictórico que modela el género de la
fotografía testimonial o documental.

Ahora bien: la distancia entre el documentalismo paradigmático desplegado


en The Family of Man y la obra de Salgado no se explica simplemente como
resultado de transformaciones estrictamente formales o estéticas. No cabe duda
de que The Family of Man fue un proyecto estético que buscaba legitimar el
documentalismo y el realismo social como un aspecto constitutivo del arte
moderno, en permanente diálogo con otras posiciones vanguardistas, como
las más extremas y, para esa época, prestigiosas del expresionismo abstracto.
Por cierto, el poeta neoyorquino Carl Sandburgh (modernista en el sentido
anglosajón) escribió un prólogo poético para el catálogo.

conferencia de Salgado en Berkeley, criticaba la tendencia a la focalización de rostros, y


se preguntaba retóricamente: “could there be a photography of causes, not of faces?”, en
Migrations: The Work of Sebastião Salgado (2003: 25). Ahora bien, Clark probablemente se
refería a las fotos de niños que Salgado inteligentemente separó de las multitudes de niños
de su catálogo Êxodos. En Êxodos no dominan los rostros, sino más bien las multitudes y
los espacios que crean o en que se mueven.

221
Latinoamericanismo a contrapelo

Pero más patente aún en el catálogo fue el impacto que en el proyecto tuvo el
discurso de los derechos humanos, que para esa época estaba al centro de la
discusión política y cosmopolita, en esos primeros años de emergencia de nuevos
estados independientes en África, Asia y la India. De ahí que el idealismo de la
metáfora titular de The Family of Man, que a fin de cuentas es una celebración
de la globalización tras la Segunda Guerra Mundial, puede leerse como el
reverso y como el discurso impugnado por las posiciones contraglobalizadoras
de Sebastião Salgado, tanto ideológica como formalmente. La diferencia más
obvia es la proliferación de las multitudes diaspóricas en las distopías de Salgado.
Los desplazamientos de las multitudes diaspóricas –que distan mucho de las
multitudes celebradas por Negri y Hardt en Empire (2000)– contrastan con los
personajes más individualizados –ligados al fetiche del rostro– que dominan en
The Family of Man. Pero la defensa del universalismo de la imagen es un reclamo
tan fundamental en el proyecto de Salgado como en el de Steichen.

El texto de Hannah Arendt sobre las gentes sin estado criticaba en 1950 el universalismo
presupuesto por el discurso de la ‘familia’ y los derechos humanos, según vimos antes.
Por su parte, Salgado hace visible el lado oscuro de la globalización, compensando
mediante la intervención estética, la desposesión radical y el terror del sujeto sin
protección, objeto de la biopolítica, o de la expulsión y el exterminio desatados por la
reconfiguración del orden global. Como Negri y Hardt, Salgado opera con el ideal de
una ciudadanía global –ideal de derechos transnacionales en el marco de un nuevo
tipo de cosmopolitismo liberado ya del privilegio occidental de Europa o los Estados
Unidos como paradigmas de la humanidad ‘civilizada’–. Salgado no desarrolla tal
concepto, pero sus imágenes –y su fundamental tesitura estética– son pequeños
hospicios, lugares del sujeto, para las multitudes de gentes sin estado. Por supuesto,
como señalábamos antes, el fotógrafo se distancia de la multitud, como para lograr
la demarcación y la unificación mediante los rigurosos efectos de la composición.
Domina la posición del lente sobre la tendencia a la dispersión, los encuadres que
contienen y concentran la energía de los cuerpos, o la distancia paisajística. Hay una
energía en la multitud que atrae y repele al fotógrafo, quien frecuentemente convierte
los operativos del arte en mecanismos de ordenamiento:

Desenfundada solidaridad

El reclamo de justicia y solidaridad está entrelazado con la autoridad estética


y se reafirma en el constante despliegue de la estilización. Cierto es que la
estetización exasperada colinda con el kitsch. El kitsch es paradójico: apelando
al consumo rápido enfatiza las marcas que facilitan el reconocimiento de la
imagen en tanto arte. De tal modo, convierte el estilo en sello reconocible que
individualiza y hace ‘única’ a la mercancía. El estilo es marca de autonomización,
pero en el kitsch la autonomización del objeto estilizado es precisamente lo que
posibilita su mercantilización, exhibición y consumo como arte. Esa era para

222
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

Marcuse la problemática de la defensa (adorniana) de la autonomización. Si


bien la autonomización, como argumentaba Adorno al leer a Verlaine entre otros
tantos, separaba el arte, la poesía, en este caso, de los contenidos ideológicos o
sociales, defendiendo así su relación radicalmente crítica con el medio específico
del lenguaje, la otra cara del mismo fenómeno era para Marcuse la extrema
autonomización y el ‘desinterés’ del arte que cancelaría su negatividad, facilitando
su consumo en tanto aspecto reificado de la ‘cultura’.

No parece que tal reificación sea un efecto clave de la práctica de Salgado. La


pulsión política de Salgado sitúa sus imágenes en un lugar más heterónomo,
donde por momentos, no pocos, resulta difícil hablar de “la visibilidad del arte”
(Antelo) en términos de una exhibida autonomía que confirmaría finalmente la
textura y el consumo afirmativo del kitsch. En cambio, la estilización bien puede
corresponder al reclamo de justicia, un discurso contraglobalizador sostenido
por la estética. En todo caso, de la discusión con Antelo sobre Salgado, una
pregunta queda flotando en la perplejidad: ¿cómo ser aún solidarios, cómo no
contorsionarse ante el dolor del otro?

A pesar de un pragmatismo que acaso lo aleja de los vocabularios vernáculos de


los discursos latinoamericanos, el libro de Richard Rorty, Contingency, Irony, and
Solidarity (1989) merece atención –aunque sea aquí muy brevemente– en tanto
interviene en las discusiones decisivas sobre el relativismo, y el peso del legado
irónico de las genealogías de Nietzsche sobre las más influyentes posiciones
posestructuralistas, sobre todo aquellas ligadas a la deconstrucción y la crítica del
carácter performático –interesado– de los verismos en tanto fundamentos morales
de comunidades orgánicas y jerárquicas. Aceptada la prioridad de la contingencia,
la intranscendentalidad de las identidades y de las identificaciones sociales, Rorty se
pregunta cómo sería aún posible sostener posiciones de solidaridad que intervengan
contra la crueldad y contrarresten la parálisis causada por la ironía extrema. Para
Rorty es la literatura –no la filosofía académica– la que puede indicar los diversos
caminos que toma la discusión. Arma un contrapunto entre Nabokov y Orwell
como punto de partida. Nabokov: un escritor de corte irónico, quien identificaba la
intensidad del trabajo y del éxtasis estético como la finalidad de la literatura y del
arte, y como único modo de controlar la contingencia y así de preservar identidades
estables (self-preservation). Su estetismo y la búsqueda de la certeza garantizada
por la perfección formal, según Rorty lo lleva al rechazo de las “participaciones
emotivas” requeridas por la solidaridad y el rechazo de la crueldad.

Por otro lado, Orwell: un escritor comprometido, quien reconocía el agotamiento


de los léxicos universalistas (liberales) en que se basan los pactos de la solidaridad,
y quien sin embargo fue consistente con la crítica de la crueldad y de la tortura
mediante la elaboración, señala Rorty, de léxicos comunes, éticos, basados no ya
en grandes verdades sino más bien en numerosos “pequeños datos contingentes”.
La apuesta de Rorty está evidentemente por el lado de las “participaciones

223
Latinoamericanismo a contrapelo

emotivas” de Orwell, aunque sin desconocer que el autor de Animal Farm nunca
encontraría la ‘inmortalidad’, la ilusión de superación de la contingencia histórica
que Nabokov identificaba con la perfección estética.

Salgado descuadra el binario de Rorty. No hay en él oposición entre el principio


de justicia y la formalización estética. Concibe la estetización como un modo de
emancipar al sujeto migrante de las limitaciones y opresiones que encuentra en el
camino. La foto en la página siguiente muestra la ambivalencia del gesto solidario o
emancipador. Las rejillas de la cárcel abajo se disipan; recuerdan o citan los dibujos
de Escher, los laberintos en que transforma los espacios disciplinarios o burocráticos.

La línea vertical entre los detenidos remite nuevamente a la precisión geométrica


de la composición. Pero la difuminación inmaterializa las planchas de las rejillas,
estableciendo un contacto distinto –una diminuta línea de fuga de la geometría
carcelaria–. Por un lado, es cierto que la estetización de la reja puede verse como
un modo de embellecer el control disciplinario que oprime a los detenidos. Por
otro, la estetización crea una imagen, un contrapunto de las fotografías policiacas
que generalmente son las únicas que nos llegan de los presidarios. Contra la
acusación frecuente de que su trabajo estetiza el sufrimiento, Salgado acaso
respondería que su foto perfora la regularidad del orden represivo, dignificando a
sus sujetos con el gesto de la solidaridad, “dándoles voz, presencia”, como decía
en su Avenali Lecture de Berkeley.

Sebastião Salgado, Êxodos.

224
Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

El pasaje de la estética a la justicia

Ahora bien: ¿cómo se da el paso en la obra de Salgado entre estética y justicia?


¿Qué tiene el arte, o la práctica y la experiencia estética, que desemboque en
la justicia? Elaine Scarry, la autora de un libro anterior notable, The Body in
Pain, sobre la tortura y los efectos del dolor físico en la subjetividad, publicó
más recientemente un ensayo, una bella apología de la estética, On Beauty and
Being Just, sobre la relación entre arte y justicia. El contexto del libro de Scarry
es el debate actual sobre los puntos ciegos y las limitaciones de los estudios
culturales que tienden a obliterar el privilegio del valor estético (o literario), su
lugar previamente paradigmático en la economía de inclusiones y exclusiones
formativas de la ‘cultura’ y las humanidades:

La expulsión [banishment] de la belleza del campo de las Humanidades


en las últimas décadas se debe en parte a ciertas críticas políticas contra
la estética. Pero, como trataré de demostrar, las quejas políticas contra
la belleza son incoherentes. La belleza es, por lo menos, inocente de las
acusaciones que se le hacen. Tal vez la belleza, lejos de dañar o impedir
nuestra capacidad para estar alertas a la injusticia, en cambio intensifica
la presión que sentimos para reparar los daños (1999: 57).

Aunque no explicita el objeto de su crítica y de la implícita polémica sostenida


a lo largo de su ensayo, Scarry representa cierto retorno a la ‘estética’ y a
la literatura tras las últimas décadas de auge de los estudios culturales, su
transdisciplinaridad y sus heterónomos objetos de estudio. Este es el segundo
movimiento de su argumento: “La belleza es pues un contrato entre el ser u
objeto bello y quien lo percibe. En la medida en que la belleza confiere al que la
percibe el don de vida (the gift of life), de igual modo el que la percibe le otorga
vida a la belleza” (1999: 90). Se trata entonces de un ‘pacto recíproco’ que la lleva
al tercer movimiento del argumento: ese pacto de reciprocidades –intercambio
de dones o regalos– modela una “distribución justa (fair) del poder”. Y citando
a John Rawls, añade: “la justicia es la simetría de las relaciones de todos con los
otros” (1999: 93). Propone el ejercicio recíproco de la experiencia estética como
una de las condiciones mismas de la justicia, particularmente en sociedades
donde la Ley, por razones históricas o por retrasos o guerras, no ha logrado
constituirse democráticamente. Convendría en otra ocasión una crítica detallada
del vocabulario –contratos, reciprocidades, dones, transferencias, igualdad,
simetría– con que Scarry define el paso de la estética a la justicia (liberal
rawlseana). La cito ahora más bien para notar la reemergencia del estetismo
como reclamo de garantía de derechos y sociabilidad y como resistencia a los
estudios culturales. La cito también porque Salgado pareciera montar su obra
en presupuestos análogos. El viaje de sus imágenes se sostiene en la ilusión de
una transferencia y de una reciprocidad –la identificación del público, el breve
éxtasis de los “afectos participatorios” (Rorty), que a la vez son imposibilitados

225
Latinoamericanismo a contrapelo

por el arte de Salgado– su mira en el precipicio de la historia de la fotografía, su


fijación ante la descomposición de las formas, los rostros en vías de convertirse
en naturaleza muerta, la vuelta de lo innombrable y real que imposibilita la
identificación entre el ser fotografiado, la foto misma y su consumidor.

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Los viajes de Sebastião Salgado: estética y justicia

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227
Descarga acústica1

H ay momentos cuando al filósofo lo sorprende la estampida de una


música nueva. El alboroto descarrila el pensamiento de su ruta habitual,
lo desborda de su interiorizado y a veces sordo discurrir. La descarga
acústica sacude al filósofo de pies a cabeza, le desencaja el tiempo de su discurso.

Esos momentos corresponden seguramente al orden de un acontecer que pone


en juego el fundamento sensorial y las jerarquías del ‘cuerpo’ formado, instituido,
por cierto tipo de historia ilustrada o moderna del pensamiento. No hablamos
meramente del ruido, aunque así será frecuentemente como se intentará descalificar
la sobrecarga: ya sea como un accidente, un intervalo, sin efectos profundos en la
estructura o el proceder normativo; o bien como un desvío ‘sincopado’, ‘atonal’,
reconocible apenas como el sobresalto del plano sonoro detonado por un repique
contramétrico. Pero sabemos que la intensidad de tales dislocaciones es capaz
de trastornar la designada economía de los órganos, el ordenamiento jerárquico
de los sentidos, el cuadro anatómico del saber. Más acá de la música, cuando la
fuente del exceso proviene de una proliferación radical de voces, se pone en
riesgo la integridad y el soporte psicosensorial del sujeto, su principio de realidad.
El exceso conduce a la alucinación auditiva o al delirio.

No es casual, entonces, que solo en raras ocasiones la historia haya sido capaz de
dar cuenta del momento cuando “la intensidad de la impresión acústica elimina
todas las demás”, en las palabras que se permite usar Walter Benjamin al recordar,
en unos excepcionales apuntes sobre Marsella (1932), el paseo nocturno por las
orillas de la ciudad portuaria que lo condujo a experimentar, por primera vez, el
vivo rush del jazz: “Llamaba yo varillas de paja del jazz a la música que entretanto
sonaba fuerte y se apagaba. He olvidado con qué motivación me permití marcar
su ritmo con el pie. Eso va en contra de mi educación y no ocurrió sin forcejeos
interiores. Hubo momentos en los que la intensidad de las impresiones acústicas
eliminaba todas las demás” (1974: 35).2

1 Este ensayo se publicó por primera vez en la revista Papel Máquina (2011) (número
especial dedicado a la cuestión sonora). Más recientemente aparece en Ensayos
próximos (2012).
2 Manejamos la edición en español Haschisch (1974) donde se encuentra el texto que
analizamos sobre Marsella. En algunos momentos ha sido necesario consultar el alemán y

229
Latinoamericanismo a contrapelo

Por supuesto, la historia no niega el impacto de la sobrecarga acústica. Por el


contrario, desde mucho antes de la modernidad, se le reconoce una potencia
abrumadora, el riesgo del sobresalto de cualquier sujeto que exponga
demasiado el oído, el cuerpo, a la intensidad musical, al alboroto de las voces,
o, simplemente, a las variaciones múltiples que transitan el plano sonoro ajeno a
las demarcaciones del sentido. El peligro, a la inversa de lo que podría pensarse
inicialmente, tiene menos que ver con el riesgo de la sordera de quien expone
la oreja a la multiplicidad que con la inusitada pero necesaria ceguera del sujeto
demasiado abierto –como Odiseo ante el canto de las sirenas– a una conexión
corporal con el mundo establecida por la banda sonora. La disyuntiva entre la
mirada y la escucha en ambos ejemplos es fundamental: cuando se juntan, ante
el acontecimiento o la seducción de las voces, la agudeza nueva del ojo con la
precisión del oído, se pierde la cabeza, se socava el control del poder sobre las
‘visiones’ o sobre la imaginación misma; se fractura entonces el horizonte de
la verosimilitud audiovisual y se borronea la división del trabajo que separa y
estratifica los órganos sensoriales, ‘cuerpo’ y ‘mente’ o ‘cuerpo’ y ‘alma’ del sujeto.

La compleja historia técnica de la sincronización del sonido en el cine –particularmente


caro al naturalismo documental hasta bien entrados los años sesenta–, así como su
más reciente desarticulación en el cinema contemporáneo (Godard, Martel o en
Juventude em marcha de Pedro Costa) escenifican, por un lado, la historicidad de la
‘sincronización’ audiovisual hecha posible por una serie de inventos técnicos y, por
otro lado, registran el potencial disyuntivo al que siempre apunta la multiplicidad
del excedente acústico ‘tras’ o ‘bajo’ la pantalla.3

La historia insiste una y otra vez en la ambivalencia de esos momentos cuando el


sujeto (occidental) registra la intensidad de la sobrecarga acústica o el alboroto de
voces. Registra los momentos del sobresalto para someterlos inmediatamente a la
sintonización del mensaje depurado y puesto a circular por una red diagramada
de instancias auriculares. En el circuito, la oreja queda subordinada a la gravedad
de la voz del Otro, esa vox que desciende, por el altavoz religioso, militar o
estatal, desde el infinito de la ley hasta la orejuda escena de la obediencia, la
instancia de la escucha purificada en el lugar ‘debido’ que al sujeto le asigna la
interpelación, el llamado, cuando se recibe el mensaje sin mayor interferencia, ya
sea como canto religioso o marcha militar.4

Recordamos que según las instancias mejor conocidas del género, la vox se recibe
en una escena frecuentemente dramatizada por la ceguera. Llega precedida por
un exceso de luz, fuego o fulgor de un rayo que impide ver. La experiencia

sus traducciones a otras lenguas para revisar la de Aguirre.


3 Véase Elisabeth Weis and John Belton Film Sound: Theory and Practice (1985).
4 Ver Gilles Deleuze y Félix Guattari: Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia ([1980] 2000)
y Jean-Luc Nancy: A la escucha ([2002] 2007).

230
Descarga acústica

mística, gnóstica, o la conversión que ocurre luego, allí mismo donde se recibe
la vox, parecerían ser el efecto de un accidente. Pero el accidente, instancia
de lo que no afecta las esencias, es un tipo de acontecer muy particular, pues
corresponde al relato de la interrupción de una ley que sin embargo se renueva
con las caídas del caballo, incluso en el caso del mayor converso de todos: Pablo.
Para el relato clásico o bíblico, desatado por la sorpresa inesperada del accidente,
el converso ya portaba en sí (potencialmente) los rasgos de la ‘nueva’ identidad.
La vox desciende sobre el sujeto que tras recibir y aceptar la orden recupera la
vista y retoma el buen camino. La vox es la hipóstasis de la sobrecarga acústica: el
efecto de su ordenamiento y amplificación más plena.

No cabe duda de que, ante el peligro de la sobrecarga acústica, se multiplican las


referencias compensatorias en el discurso instituido: ya sea a un ‘más acá’ de la
significación, donde el discurso intenta reconocer (y contener) el timbre fónico
de su condición primaria, material, sonora; o por el reverso, donde proliferan,
asimismo, las referencias a un ‘más allá’ de la significación, un excedente inaccesible
del discurso, una especie de fuente externa, atemporal, sin ataduras contextuales
o situacionales, que autoriza o fundamenta al discurso en tanto resonancia de la
vox y, por lo tanto, reproducción del origen de la ley.

En cambio, cuando se pone el oído demasiado cerca de la multiplicidad se


fractura el sujeto, se corre el riesgo de perder la ruta, de pasar a la herejía, a
la psicosis o, en los casos aparentemente más benévolos, a la excentricidad de
la poesía o de las novelas ‘polifónicas’. Los griegos, nos recuerda con cierto
humor Bill Viola (1995), escuchaban con aparente tranquilidad la multiplicidad
de voces sin temor al brote psicótico.

La vox es la hipóstasis de la abundancia acústica, pero las voces no son la única


materia o fuente de estímulo de la sobrecarga –y mucho menos aquello que
frecuentemente llamamos la ‘oralidad’–. Incluso cuando se trate de voces, conviene
evitar la metáfora de la ‘orquestación’ polifónica tan cara al Bajtin tardío (1981).
Digo tardío porque durante los años 1920, sus colaboraciones con Voloshinov
(1992) todavía intentaban aproximarse a los acentos que se disputan el signo
como una “pequeña arena de la lucha de clases”, en palabras de Voloshinov. La
reacción de Bajtin contra la operación estalinista de la centralización lingüística
soviética lo conduce en una dirección cada vez más utópica y por momentos
melancólica ante la pérdida de una orquestada y polifónica pluralidad.

La dislocación trastorna lo que William Burroughs llamaba la máquina psicosensorial


y el circuito afectivo del soft-machine. No está de más recordar, al mencionar
a Burroughs, que la dislocación frecuentemente se tematiza o se dramatiza en
otros niveles de la organización de la obra de arte. Es, por ejemplo, el caso
de los múltiples viajes o recorridos por las zonas liminares de la “conciencia”

231
Latinoamericanismo a contrapelo

misma donde se perfora o se transgrede los horizontes o principios sensoriales


del sentido. En Marsella ese fue el caso de Benjamin, cuyo paseo por las orillas
de la ciudad portuaria no cumple exactamente con los protocolos ritualizados
y pudorosos del flâneur, una de las figuras medulares del gran drama urbano
parisino de la segunda mitad del siglo XIX. Durante aquellos mismos meses de
su primer viaje a Marsella, Benjamin investigaba la figura del flâneur en París.5
Sin embargo, su viaje a Marsella traza un recorrido muy distinto. La flanería no
es un paseo cualquiera; es una visita a los espacios cada vez más espectaculares
de la fantasmagoría mercantil, donde el flâneur, ligado a la figura del dandy,
según recuerda Benjamin, hace como si solo mirara aunque en realidad anda en
busca de un comprador. El flâneur es un personaje urbano que proviene de una
zona desplazada de la elite intelectual o cultural. Recorre los pasajes comerciales
del mundo que lo desplaza sin disimular mucho una ambigua perplejidad que
en el fondo disimula la urgente necesidad o deseo de reubicación social en el
emergente mercado de bienes simbólicos o culturales.

El viaje a las orillas, a los márgenes de la ciudad –donde ocurre la dislocación


sensorial–, bien puede relacionarse con la condición del desplazamiento del
intelectual, pero al tomar la ruta más accidentada de las orillas, el sujeto se desplaza
en una dirección visiblemente distinta a la del flâneur. El viaje a los barrios de
la ciudad –a las orillas de la modernidad misma– inscribe la trayectoria de la
caída del aura del poeta en los Pequeños poemas en prosa (1862) de Baudelaire,
casi paralelos a los nerviosos recorridos parisinos que prolongan las trayectorias
más banalizadas de Eugenio Sue en Los misterios de París (1843). El discurso
de estos recorridos elabora ciertos procedimientos narrativos muy útiles luego
a la observación y a la gesticulación sociológica, tan ligada al periodismo y a
los orígenes del documental fotográfico en la obra, por ejemplo, How the Other
Half Lives (1890) de Jacob Riis en Nueva York, o los recorridos del Dr. Wilde o
de Ramos Mejía en la Argentina. El viaje a las orillas de la modernidad extenderá
en otras ocasiones las coordenadas de sus cartografías más allá de Europa o
los Estados Unidos, como ocurrió en los viajes reales o imaginarios de Michel
Leiris, Bataille, Henri Michaux, Artaud, Maya Deren y tantos otros intelectuales
vanguardistas inspirados por la investigación etnográfica. Ambos, el viaje a las
orillas urbanas y el viaje al ‘sur’ de la antropología, está claro, tienen mucho
que ver con la geografía y los mapas trazados por la crónica y por la novela
realista y moderna, de donde provienen algunos de los modelos narrativos que se
implementan luego en las nuevas ‘ciencias’ humanas o sociales.

El sobresalto acústico se produce en una zona porosa que sirve de escenario de “la
lucha cuerpo a cuerpo de los postes de telégrafo contra las pitas, de los alambres

5 Walter Benjamin: Poesía y capitalismo (Iluminaciones II) (1998), y sobre todo, Libro de
los pasajes (2005). También, se recomienda la edición reciente de las Obras de Walter
Benjamin a cargo de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (2007).

232
Descarga acústica

contra las puntiagudas palmeras, de los vapores de fétidos pasillos contra la sombra
húmeda de los plátanos que proliferan en las plazas” (1974). No todo espacio es
propenso al sobresalto acústico: en el caso de Benjamin, la experiencia se da en
la trayectoria del viaje a esa frontera ‘tropical’ donde el filósofo judío alemán –tan
apegado a su archivo parisino– se topa nada menos que con la frontera Sur de su
propio discurso europeo. Allí Benjamin dará un salto a la ficción, en un revelador
relato sobre el derroche de la herencia (alemana) de un joven pintor que consume
haschisch en Marsella. Anterior al cuento, la crónica sobre Marsella donde se
registra el estampido del jazz, incluye la siguiente observación sobre la periferia
del espacio urbano que conviene citar extensamente:

[…] y así me puse en camino ajustándome, dado que era mi primera


visita a la ciudad, a mis antiguas normas de viaje, pues, contrariamente
al común de los viajeros que apenas llegan se apresuran a trasladarse al
centro de la ciudad, yo efectuaba siempre un reconocimiento previo de
los alrededores, de los suburbios. No tardé en comprobar la virtualidad
de este principio. Nunca una primera hora me había colmado tanto
como esta que pasé entre el muelle y los malecones exteriores, entre los
tinglados portuarios y los barrios más pobres, auténticos refugios de la
miseria. Cinturón que oprime la ciudad, constituyen su lado patológico,
el terreno donde se libran ininterrumpidamente batallas decisivas entre la
ciudad y el campo, batallas que en ningún otro lugar son tan enconadas
como entre Marsella y la campiña provenzal. Es la lucha cuerpo a cuerpo
de los postes telegráficos contra las pitas, del alambre de púas contra las
espinosas palmeras, de pestilentes columnas de vapor contra umbrosos
y sofocantes platanales, de escalinatas fantasiosas contra imponentes
colinas. La larga rue de Lyon es como el reguero de pólvora que Marsella
extendió por la campiña, para hacerlo estallar en Saint-Lazare, Saint-
Antoine, Arenc, y Septèmes, y empedrarlo con cascotes de granada de
todas las marcas e idiomas: Alimentation Moderne, Rue de Jamaïque,
Comptoir de la Limite, Savon Abat- Jour, Minoterie de la Campagne, Bar
du Gaz, Bar Facultatif. Y cubriéndolo todo, esa nube de polvo que aquí
se compone de salitre, cal y mica. Más adelante, a lo largo de los muelles
exteriores en los que solamente atracan grandes transatlánticos, bajo los
ardientes rayos de un sol que se pone lentamente entre los restos de
murallas que por la izquierda circundan la ciudad vieja, y las desnudas
colinas o canteras de piedra por la derecha, se llega al Pont Transbordeur
que cierra el puerto antiguo, ese cuadrado desde el que los fenicios,
como en una inmensa plaza fuerte, mantenían el mar a raya.

Proseguí mi camino en solitario hasta llegar a los arrabales más


populosos, donde me vi arrastrado por el flujo constante de marineros
libres de servicio, obreros portuarios que volvían del trabajo y amas de
casa desocupadas que, con enjambres de chiquillos, pasaban por delante

233
Latinoamericanismo a contrapelo

de cafés y bazares y acababan perdiéndose por las calles laterales,


porque solo algunos oficiales de marina y flâneurs, como era mi caso,
continuaban hasta la arteria principal, la calle del comercio, la bolsa y
los turistas, La Cannabiére. En todos esos bazares, desde un extremo a
otro del puerto, se amontonaban los souvenirs. Energías sísmicas han
conglomerado semejante amasijo de pasta de vidrio, cal de conchas y
esmaltes, en que se apelotonan tinteros, vapores en miniatura, anclas,
termómetros de mercurio y sirenas. La presión de miles de atmósferas
bajo las cuales este mundo plástico cruje y se apretuja, me pareció la
misma fuerza con que las manos rudas de las gentes de mar se aferran
ansiosas a los senos y muslos femeninos después de una larga travesía.

Las barriadas suburbanas son el “estado de emergencia” de la vida moderna, señala


Benjamin, quien reactiva así el vocabulario del ensayo escrito unos años antes, “Para
una crítica de la violencia” (1921) tan acentuado por la discusión sobre la cuestión
del estado de derecho y de excepción. En aquel ensayo Benjamin sugería ya que
las zonas de la ‘excepción’ son frecuentemente inseparables de la regla del derecho,
como en el caso de las permanentes ‘excepciones’ de la actividad policiaca. Las
zonas de excepción constituyen el límite necesario para la consolidación (diacrítica)
de la ley. De ahí que en Marsella, donde hasta las más pequeñas mercancías
condensan la ‘fuerza sísmica’ de los espacios y tiempos violentamente conjugados
por el imperialismo y el mercado, Benjamin reconozca una dimensión clave de la
modernidad que nunca percibió con tanta precisión en sus escritos sobre París.
Ante la porosidad de las zonas limítrofes, Benjamin comenta poéticamente, sin el
aparato conceptual de la teoría, ciertos aspectos de la modernidad ineluctablemente
ligados a la colonización y a la globalización. Tal vez sea en su visita a Nápoles
donde Benjamin mejor sugiere una analogía entre la vida en el norte de África y en
las ciudades periféricas del sur o del oriente de Europa:

La vida privada es dispersa, porosa y entreverada. Lo que distingue


a Nápoles de todas las grandes ciudades es lo mismo que la acerca
al pueblo de los Craal: torrentes de vida comunitaria recorren toda
postura y ocupación individual. La existencia, el más privado de los
asuntos para los europeos, es aquí un asunto colectivo como en el
pueblo de los Craal (1992: 23).

La ‘porosidad’ desborda cualquier frontera clara entre la vida privada y la


vida pública, según Benjamin, e impide la distinción precisa entre el tiempo
del ocio y el trabajo, sobre todo en Nápoles, donde Benjamin no oculta el
desprecio ante los ritmos de vida en una ciudad donde los avances del mercado
se mezclaban con el ‘vicio’ de los juegos del azar, una ciudad propensa a un
alboroto incesante, donde la música resonaba día y noche y el volumen de la
conversación –puntualizada por una exagerada gesticulación– causaba en ‘el
extranjero’ la impresión de una constante y ‘fastidiosa’ carga erótica. Como en el

234
Descarga acústica

caso de los textos sobre Marsella, el viajero Benjamin expresa una ambivalencia
profunda ante la sexualización de sus propias impresiones estimuladas por el
exceso sensorial, un poco lo que le ocurre años después a Rodolfo Walsh con la
belleza húmeda de las negras habaneras.

La porosidad portuaria y la proximidad africana ubican esas ciudades en un


mapa alternativo de la modernidad, un lugar privilegiado para analizar, digamos,
el ‘estado de excepción’, no solo de los barrios o de las ciudades mismas,
sino del propio discurso benjaminiano que encara allí su condición diacrítica
al ubicarse en las fronteras coloniales, transculturales, de la modernidad. No
se trata exclusivamente, dicho sea de paso, de una condición portuaria: en
el notable ensayo sobre Moscú, Benjamin también enfatiza la abundancia y
la multiplicidad sensorial de la experiencia del sujeto urbano. Ese sujeto no
depende allí tan exclusivamente de la mirada como el sujeto ‘intelectualizado’ (o
blasé) descrito por Simmel en su influyente trabajo sobre La metrópolis y la vida
mental (1903). En su crónica sobre Moscú, Benjamin explícitamente relaciona
la particularidad y multiplicidad sensorial de la experiencia moscovita con la
temporalidad desigual de su modernización:

Viajar en tranvía en Moscú es ante todo una experiencia táctica. Este es


tal vez el primer lugar donde el advenedizo se acomoda a la marcha
de la ciudad y al ritmo de su población campesina. Un viaje en tranvía
muestra en pequeña escala el experimento de trascendencia mundial
que se está llevando a cabo en la nueva Rusia, es decir, cómo la técnica y
las formas primitivas de existencia se impregnan mutuamente (1992: 44).

El gesto analítico del ‘fisiónomo’ urbano –alerta y novedoso intérprete de la ciudad–


capaz de leer en la minucia de la vida material la escenificación del tiempo nuevo
de la organización social, colapsa de cierto modo en los escritos sobre Marsella,
en parte por la ‘distracción’ que produce el consumo del haschisch. Pero surge en
cambio otra dimensión del mapa alternativo: en Marsella Benjamin le sigue la pista
al haschisch, una de esas mercancías coloniales, como el tabaco, el café, el opio,
o el chocolate, el ron –que al decir irónico de Fernando Ortiz en Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar ([1940] 1987)– ‘estimularon’ no solo el crecimiento
de la economía de los imperios europeos, sino que también fomentaron el
establecimiento de las grandes rutas marítimas y terrestres, transcontinentales,
necesarias para la creación de los dispositivos imperiales durante la temprana
globalización (y todavía hoy). Tales mercancías contribuyeron de modos más
duraderos, como también sugería Fernando Ortiz, a la alteración sensorial del
cuerpo occidental. Ya en las memorias de De Quincey (Confesiones de un inglés
comedor de opio, 1821) –la introyección, el consumo y la dependencia del opio, es
decir, la insoportable crisis de la ‘voluntad’ (moderna) que el opio produce en el
sujeto– se representa como una ‘transacción’ colonial que desemboca finalmente
en el ‘cautiverio’, la ‘guerra’ y el peligro de aniquilación del sujeto imperial. A partir

235
Latinoamericanismo a contrapelo

de De Quincey, el tema de la adicción prolifera en los discursos europeos, a veces


bajo el signo de cierto ambiente gótico, exótico, de la globalización y el cruce de
las fronteras. Se trata, en efecto, de los viajes a las zonas ‘sucias’ de la acumulación
del capital que hoy sustituye, en el imaginario norteamericano y europeo, la
ambivalente función que tuvo el petróleo en la imaginación desde la década
del veinte. Recuérdese, por ejemplo, la película clásica de Orson Welles sobre la
frontera mexicana: Touch of Evil (1958), donde la explotación del petróleo se ubica
exactamente en el lugar de la frontera, allí donde –según la perspectiva de Welles–
petróleo, droga y exceso sexual empalman en el dispositivo ‘sucio’ de conexión
de una humanidad fronteriza. El narcotráfico y la inmigración indocumentada
o ‘ilícita’ sustituyen en el imaginario norteamericano contemporáneo la mancha
petrolera, por ejemplo en No Country for Old Men (2007) de los hermanos Cohen;
y en toda una gama de películas, desde Traffic (2000) de Steven Soderbergh (con
Benicio del Toro) a Lone Star (1996) de John Sayles, que han establecido un nuevo
paradigma audiovisual multilingüe, muy consciente, por cierto, de todo tipo de
aspectos de la porosidad acústica de la frontera. En la Argentina, me parece que
algo paralelo ha sido uno de los logros de Israel Caetano, en Bolivia, donde el
‘consumo’ de cocaína aparece minuciosamente analizado en contigüidad con los
regímenes nuevos de explotación laboral.

Tal como señaló con gran lucidez Eve Kosofsky Sedgwick (1994), la creación de los
vocabularios y el discurso sobre la adicción a partir del siglo XIX representa el reverso
infernal del gran motivo moderno de la voluntad, la autonomía y la soberanía; de
la voluntad y –añadimos– de lo que llamaremos la condición farmacolonial de la
modernidad misma. No es casual, entonces, que las aventuras y exploraciones de
aquellos modernistas que transitaron el reverso de la economía de la voluntad,
en la poesía de Baudelaire o de Pessoa, por ejemplo, reinscriban la significación
del fármaco y anticipen las búsquedas de la iluminación profana. Los sobresaltos
acústicos proliferan en esos momentos que parecieran ubicar el cuerpo moderno,
europeo o norteamericano, como en el caso de Fitzgerald, Burroughs o Kerouac, en
los límites del aparato disciplinado del trabajo sensorial. La música y el baile figuran
comúnmente en ese drama como puntos de referencia de un universo pre-discursivo
e incluso sagrado. En ese contexto podríamos ubicar la crónica extraordinaria de
Néstor Perlongher sobre el desborde acústico durante el consumo ritual de la
ayahuasca en São Paulo, como una fuga de la cultura argentina estimulado por la
etnografía (tan rudimentaria en la cultura letrada argentina) (Perlongher 1997).

Tras la ruta africana del haschisch –que lo lleva, como decíamos, a dar un salto a la
ficción narrativa en uno aquellos mismos escritos sobre Marsella–, el proceder de
Benjamin se aproxima más al azar de las caminatas surrealistas o al paseo-esquizo
que a los rituales del flâneur. Si en las extensas investigaciones sobre París –“la
gran capital del siglo XIX”–, el trabajo de archivo y las peripecias hermenéuticas
del coleccionista producían una distancia discursiva que protegía al sujeto del
exceso de estímulo y del shock urbano, en los textos sobre las ciudades “menores”,

236
Descarga acústica

ubicadas en las periferias de la modernidad, Benjamin sometía su propio cuerpo,


mediante el consumo del haschisch, a la búsqueda de esas “dimensiones de la
experiencia interior, de la absoluta duración y del espacio sin medidas” (Marsella).
Es notable la conexión ahí de Benjamin con el léxico bergsoniano (pienso en
el ensayo de Bergson “Los cambios de la percepción” sobre la relación entre
experiencia auditiva y duración temporal, lo que llama el ‘tiempo real’ de la
melodía que opone al tiempo segmentado de la percepción óptica).6

Ahora bien, lo que encuentra Benjamin en Marsella, más acá de la experiencia


primaria de la “duración absoluta”, es otra cosa: el sobresalto lo inserta en la zona
porosa y liminar en la dimensión colonial y racial de su propio discurso moderno.
El viaje a Marsella posibilita una dislocación radical, facilitada inicialmente por
la ilusión –sin duda instigada por la pulsión autodestructiva– de la recuperación
de una inmediatez pre-discursiva que solo era posible experimentar –se pensaba
tan a menudo– en las zonas liminales (o coloniales), o ‘excesivas’ o ‘alteradas’ del
capitalismo. La iluminación profana, de historia surrealista, sería tanto un destino
como un dispositivo del viaje. En las zonas céntricas y diurnas de la modernidad
–materia de los escritos canónicos de Benjamin–, este tipo de experiencia
alternativa (y alterada) solo parecía posible en tanto resto de inconsciente
colectivo, materia reservada a los sueños, a las visiones en los paraísos artificiales,
o la compensatoria elaboración poética.

Digamos que en Marsella, Nápoles, Moscú o Ibiza el filósofo sale de viaje y


pone su propio cuerpo al servicio del experimento con lo que Ernst Bloch,
frecuente compañero de ruta de Benjamin (tal como se observa en los testimonios
de experimentos que recoge el libro Haschisch), llamaría la “simultaneidad
asincrónica”. El concepto implicaba, por un lado, la crítica severa del tiempo
homogéneo, secular, de la ilustración hegeliana y del marxismo mismo; por otro
lado, representaba un intento de encarar teóricamente los contenidos espirituales,
sobrevivientes del proceso de racionalización y del “desencantamiento del mundo”
–tal como hubo dicho Weber– moderno con el fin de desligar de aquellos restos
sus irreductibles contenidos ‘anticipatorios’ y emancipatorios, ‘aún’ inconclusos
y ‘por-venir’. Ese concepto de la “simultaneidad asincrónica” sería clave para
la elaboración de la insistente y paradójica formulación de Benjamin sobre
los contenidos de memoria del pasado como formas de un deseo irrealizado,
cargado aún de un potencial utópico o emancipatorio. Ambos, Bloch y Benjamin,
explícitamente relacionaban la “simultaneidad asincrónica” de los contenidos pre
y postseculares con el vocabulario freudiano del retorno de lo reprimido. En otro
registro, discursiva y políticamente muy distinto, ni Benjamin ni Bloch ignoraban
la importante contribución de Trotsky a la crítica del tiempo homogéneo,

6 Henri Bergson, “La perception du changement” (1911). Conferencias leídas en la


Universidad de Oxford el 26 y 27 de mayo de 1911.

237
Latinoamericanismo a contrapelo

hegeliano (y marxista) de la historia universal, esbozada en la introducción a la


Historia de la revolución rusa, donde Trotsky acuña el concepto del desarrollo
desigual y combinado ([1932] 1972) conocido intento de elucidar aquella mezcla
de ritmos campesinos e industriales que el mismo Benjamin luego notaría, con
gran agudeza, en el tranvía moscovita, o en los textos y las cartas sobre Ibiza
donde menciona a Trotsky. Los esquematismos que dominaron buena parte de
las discusiones marxistas durante el largo periodo de la guerra fría tendieron a
relegar la cuestión de las temporalidades combinadas al margen del predominio
teórico de los estudios sobre el capital industrial y las luchas del ‘proletariado’ al
menos hasta la década del setenta. La obra descolonizadora de Samir Amin sobre
El desarrollo desigual (1976), en diálogo con algunas discusiones latinoamericanas
de resonancia internacional sobre la dependencia y lo “nacional popular”, abrió
una dimensión nueva en aquel campo de reflexión dominada por la épica
revolucionaria del proletariado industrial y presionó, frecuentemente desde el
estímulo de exploración literaria y antropológica, a encarar teóricamente las
temporalidades múltiples de los saberes subyugados y sus particulares modos de
inscribir la relación entre cuerpo, creencia y conocimiento. No por casualidad,
ya a comienzos de los años setenta, Ángel Rama, inspirado por Fernando Ortiz
y por Darcy Ribeiro y en diálogo con Antonio Cándido, asume la tarea en La
transculturación narrativa (1982) de teorizar la literatura de las temporalidades
múltiples en Rulfo, Arguedas y Guimarães Rosa, en ese libro tan importante donde,
sin embargo, la cuestión acústica quedaba reducida al tópico de la oralidad bajo
un paradigma clásico del mestizaje.

El tema de la secularización, que ha sido central en las discusiones sobre


la modernidad a partir de Weber, vuelve a ser clave en las discusiones
contemporáneas o ‘posmodernas’. El pensamiento latinoamericano problematizó
la teoría unidimensional del paradigma weberiano desde los años treinta. El
tiempo ‘sagrado’ del tabaco –sugería Fernando Ortiz en su elíptica respuesta
a las teorías unidimensionales de la ‘difusión’ y de la secularización ilustrada–
impregna como el humo el tiempo de la racionalización y la imaginación secular
moderna. El tabaco estimula –dice Ortiz en clave de choteo y de retruécano–
la actividad de Voltaire, como el café, el té o el chocolate, todas mercancías
provenientes del mundo colonial intervenían en la vida europea para acelerar el
ritmo lento medieval y estimular la emergencia de la modernidad. La paradoja es
evidente: se estimulaba la modernidad mediante la introducción –inicialmente
prohibida o muy controlada– de productos que provenían de historias sagradas
y rituales, como el tabaco, el opio o la hoja de coca. En otro nivel, la paradoja
es aún más implosiva: convertidos en mercancías, esos productos provenientes
de historias milenarias no-europeas contribuyeron a la acumulación capitalista,
lo que ocurre todavía hoy con los cultivos multimillonarios de la marihuana, la
coca o la amapola del opio, o del café y el tabaco, el té y el chocolate, al mismo
efecto. El libro de Fernando Ortiz fue seguramente uno de los primeros intentos
explícitos de teorizar –a su modo caribeño– las paradojas de la simultaneidad y de

238
Descarga acústica

la multiplicidad temporal moderna. La literatura de Carpentier, Arguedas, Rulfo y


Guimarães Rosa ficcionalizó la problemática, absorbida luego por los explotados
recursos del realismo mágico y sus secuelas mercantiles.

La pregunta por la simultaneidad, en registros teóricos muy diversos, se intensifica


hoy entre los múltiples trabajos sobre la temporalidad trenzada y mixta de la
condición poscolonial, problemática relacionada desde hace años con una de
las consecuencias de las elaboraciones influyentes de Aníbal Quijano sobre la
condición colonial del poder moderno. Convendría explorar con más calma el
tipo de pensamiento dualista de las teorías de los sistemas-mundo que postula
la ‘periferia’ como ‘excepción’ o lejanía (la palabra es de Lezama Lima) de
un paradigma metropolitano: está claro que la globalización contemporánea
exige un tipo de cartografía distinta, cuestionadora de la fórmula binaria de
metrópolis / periferia; exige nuevas cartografías, capaces de registrar e intervenir
las múltiples direcciones del poder, sus desbordes, reterritorializaciones y
descentramientos contemporáneos, para dar cuenta así de las nuevas tensiones
y los focos de lucha y creatividad que se producen en sus rutas. La condición
contemporánea exige la elaboración de vocabularios capaces de tensionar el
modelo sociológico que ha dominado el destino de los estudios culturales y la
discusión sobre la globalización, tal como ha enfatizado Nelly Richard para el
caso chileno y latinoamericano (Richard 2001).

La simultaneidad es el tiempo múltiple y divergente del sobresalto acústico. Es más,


el sobresalto acústico saca el cuerpo del plano de la percepción dominado por
la perspectiva, por la división del trabajo sensorial en los proliferantes esquemas
ópticos, geométricos, dominantes de la modernidad; el sobresalto saca de tiempo
al cuerpo y lo sitúa en el plano de lo que Benjamin, Bergson y Deleuze llaman la
‘duración’, el tiempo ‘real’ de las singularidades y de la multiplicidad sensorial. Los
textos de Benjamin sobre las ciudades marginales de la modernidad descentran su
propia teoría, sus mapas de la modernidad, tan eurocéntricos y naturalizadores del
eje parisino. Esas crónicas sobre las ciudades menores o limítrofes nos permiten,
de hecho, aproximarnos de un modo alternativo a la complejidad de Benjamin, a
las dificultades que confronta el filósofo judío-alemán de la modernidad tardía al
describir la ‘porosidad’ de Nápoles, la mezcla de temporalidades en la remota y
aún rural capital rusa (tan impactada por el discurso intensamente tecnologizado
de la revolución bolchevique); el mismo tono que domina su discurso cuando
se aproxima a la mezcla de lo arcaico y lo moderno en Ibiza y particularmente
cuando encara la Europa africanizada de Marsella, la ciudad portuaria, abierta
al flujo cultural mediterráneo y transatlántico, árabe y africano. Allí Benjamin
produce la fisionomía de una ciudad intensificada por los contactos acústicos
desencadenados en las mismas rutas del tránsito colonial y diaspórico que
hacen posible el sobresalto y el rush del jazz. En el relato de ficción que escribe
Benjamin sobre Marsella, titulado “Myslowitz-Braunschweig-Marsella. Historia de
una embriaguez de haschisch”, el personaje central, Scherlinger –joven artista

239
Latinoamericanismo a contrapelo

que en buena medida es una ficcionalización algo irónica del propio Benjamin–,
consume el haschisch introducido por un hombre de origen árabe en una taberna
marsellesa. La alucinación inducida por el haschisch que cuenta Scherlinger es
sumamente reveladora:

Mi mirada se posó sobre mi mano. La reconocí: era una mano morena,


etíope, y mientras que mis labios seguían severamente cerrados [...]
negándose a palabra [...] trepó hacia ellos desde adentro una sonrisa
orgullosa, africana, sardanapálica, la sonrisa de un hombre que está a
punto de calar el decurso del mundo y todos los destinos [...] (1974: 24).

También el sobresalto que experimenta Benjamin ante el rush del jazz, si bien de
modo muy ambiguo, implicaba una dislocación notable del filósofo que marca el
ritmo con el pie, a pesar de ‘su educación’. La experiencia de Benjamin en 1929
–relacionada con el entusiasmo que encontraba el jazz en zonas amplias de la
intelectualidad joven europea y norteamericana durante aquellos años del Harlem
Renaissance– explica seguramente el tono beligerante de Theodor W. Adorno en
su primer ensayo sobre el jazz fechado en 1936, es decir, hacia los mismos meses
cuando Benjamin redactaba su obra sobre la reproductibilidad técnica y la crisis de
la excepcionalidad del aura. Así resume Adorno su argumento sobre el jazz: “La fe
en el jazz como una fuerza elemental con la que por ejemplo podría regenerarse
la música europea supuestamente decadente es una mera ideología. Lo que el
jazz tiene que ver con la música negra genuina es altamente cuestionable; que lo
practiquen muchos negros y que el público demande el artículo mercantil jazz
negro demuestra poco” (2008: 92).

Conviene citarlo más, para dar una idea del carácter polémico de la apreciación
del jazz de Benjamin en Marsella. Adorno:

Con las puras mercancías musicales de ningún modo hace su entrada


la vitalidad victoriosa; la industria europeo-estadounidense del
entretenimiento ha contratado posteriormente a los triunfadores como
lacayos y figuras publicitarias, y su triunfo es meramente una confusa
parodia del imperialismo colonial. Hasta donde en los inicios del jazz, el
ragtime quizá, cabe hablar de elementos negros, podría tratarse menos
de manifestaciones arcaico-primitivas que de la música de los esclavos;
incluso en la música autóctona del África interior, la síncopa como un
metro continuo parece pertenecer absolutamente solo a la capa inferior.
Desde el punto de vista psicológico, la estructura del proto-jazz haría
sobre todo pensar en la del canto para sí de las sirvientas (1947: 93).

En efecto, la ideología de Adorno ante la música nueva de esa modernidad que


Paul Gilroy ha identificado con los cruces ‘trasatlánticos’ (Gilroy 1994), merecería
un análisis más cuidadoso que, al tomar en cuenta la lectura clave de Fred Moten

240
Descarga acústica

en “Visible Music” –uno de los capítulos centrales In the Break: The Aesthetics
of the Black Radical Tradition (2003)– fuera capaz de evitar, no obstante, la
reducción del relativamente complejo discurso adorniano al contenido racista de
su comentario sobre el mundo doméstico que, de hecho, fue una de las zonas
claves de criollización musical y de transculturación más amplia (de la lengua, del
baile, de la comida, de la espiritualidad, tal como argumentaron convincentemente
Gilberto Freyre, Ortiz o luego Eugene Genovese).

A pesar de la dimensión tan prejuiciada de Adorno contra el jazz, tal vez valga
la pena no apresurarnos a descartar demasiado pronto su crítica del ‘vitalismo’
que impregnaba el entusiasmo frecuentemente primitivista o el ‘orientalismo’ de
las elites intelectuales blancas que buscaban la cura de la ‘enfermedad’ europea
en las culturas africanas, indígenas o asiáticas. Tampoco se puede descartar
demasiado pronto las sugerencias de Adorno sobre el mercado de la ‘diferencia’,
la explotación mercantil de la espontaneidad y la improvisación misma, como una
de las funciones paradójicas que cumple la industria musical durante la época de
masificación fordista. Digamos, por ahora, para retomar la lectura de Benjamin,
que las posiciones exasperadas de Adorno marcan el punto de referencia polémico
del descubrimiento benjaminiano del jazz en Marsella.

Los variados trabajos de Adorno sobre la música son claves para cualquier
discusión contemporánea de la dimensión acústica del poder y las ideologías.
Si bien la música había sido, ya para Max Weber (1978 [1958]), un objeto de
la investigación sociológica, la discusión contemporánea le debe a Adorno el
primer intento sistemático de producir una sociología de la forma musical, no
solo de sus contenidos o contextos históricos. Para Adorno, el ordenamiento
de la materia sonora –la organización de las notas mismas, sobre todo bajo
paradigmática oposición que más le ocupó entre armonía/disonancia (atonal)–
implicaba una elaboración ideológica, una jerarquización de los materiales de
acuerdo a principios (acústicos) de ordenamiento ideológico de lo real (sonoro).
En eso, el proyecto adorniano empalma con el creciente interés benjaminiano por
el análisis de la ubicación del cuerpo y la percepción misma en la constitución de
los horizontes ideológicos del mundo-de-vida (Adorno 2009).

El cuestionamiento y descentramiento del mito ilustrado de la modernidad


(imposible ya, como fuente universal de consenso, después de Auschwitz, tan
imposible como la filosofía misma, según diría unos años después Adorno) implica
también el descentramiento de los órganos del cuerpo instituido por aquel mito
ilustrado: lleva asimismo a las múltiples investigaciones contemporáneas animadas
por el cuestionamiento radical del lugar del cuerpo inscrito por la división del
trabajo, cuestionamiento del recorte y la subordinación interna no solo de los
géneros sino de los órganos mismos en las anatomías instituidas del saber y de la
‘verdad’. Una “ecología de los saberes subyugados”, si fuéramos a denominarla así,
siguiendo el llamado ecologista de Sousa Santos (2006), no puede subestimar la

241
Latinoamericanismo a contrapelo

investigación de las nuevas políticas que se desprenden de la multiplicidad de los


‘órganos’ mismos del saber. El “cuerpo sin órganos” de El anti-Edipo y Mil mesetas
de Deleuze y Guattari –ese cuerpo abstracto y acaso finalmente hipostasiado
de la nomadología– encuentra un complemento en los trabajos de investigación
histórica realizados por Timothy Reiss (a partir de Galileo) y muchos otros (Reiss
1982); o en las múltiples discusiones recientes sobre la prioridad óptica del aparato
sensorial y de la panoplia de prótesis inventada por la modernidad. El contraste
entre la escucha y la visión está bien resumido por Peter Sloterdyjk recientemente
en “¿Dónde estamos cuando escuchamos música?” (1993) quien subraya algunas
de estas cuestiones. Ese cuerpo inscrito en el espacio geométrico de la perspectiva
moderna, es ciertamente uno de los ‘cuerpos’ que se intenta ‘des-organizar’ y
desterritorializar el “cuerpo sin órganos” en la influyente crítica que Deleuze y
Guattari hacen al drama visual y familiarista del psicoanálisis (1980).

El propio Lacan, recordemos, contribuyó al modelo, tan naturalizado hoy día, que
acepta sin cuestionar la interpretación de la entrada al esquema óptico-simbólico
como una condición de la constitución subjetiva, apuntando a un ordenamiento
de las relaciones objetuales estrictamente visual, ubicando al sujeto en un cuadro
o esquema geométrico donde la experiencia auditiva se reduce a la función de
la voz, no meramente a la función de cualquier voz, por cierto, sino de la voz
materna como objeto (pequeño) a o suplemento del emergente sujeto desprendido
de la conexión ‘primaria’ (2001). Una de las tareas de S. Zizek7 ha sido enfatizar
la extrañeza y monstruosidad de esa voz, ironizando el tipo de análisis inspirado
por el psicoanálisis que predomina en el importante libro de K. Silverman, The
Acoustic Mirror (1998). En cuanto al “esquema óptico”, cabe notar, de paso, que
Lacan hereda el privilegio visual de una tradición ilustrada, fijada por el tópico
freudiano de la escopofilia/escopofobia y el vocabulario que le permitió a K.
Abraham reelaborar el concepto de la sublimación óptica. De hecho, el esquema
simbólico es una instancia de sublimación del deseo en la economía espacializada
y centrada del falo, su ‘ausencia’ y los relevos en la cadena significante de relaciones
ópticas que trazan las redes de ubicación subjetiva en el plano de los objetos del
deseo. No es casual la insistencia de Juan Carlos Quintero Herencia al preguntarse
por el goce de la escucha y por esa dimensión pulsional –irreductible a la
instrumentalidad de los contenidos identitarios de lo nacional popular– discutida
tanto en su libro La máquina de la salsa (2005) como en el trabajo aún más
matizado titulado “El cuerpo de la escucha” (2010). Por otro lado, en diálogo con
Quintero Herencia, Licia Fiol-Matta emprende una aproximación a la dimensión
mediática en que se produce el ‘goce’; véase su ensayo sobre la performance de
la voz de la importante cantante popular puertorriqueña Myrta Silva (2010). Fiol-
Matta nos recuerda que el goce de la escucha en la sociedad del espectáculo está
profundamente atravesado por una notable violencia simbólica ejercida sobre

7 Véase su divertido documental, Pervert’s Guide to Cinema.

242
Descarga acústica

los cuerpos y la escucha misma en el orden de los sistemas normativos de las


políticas sexuales, raciales y de clase. (El trabajo de Fiol-Matta me recordaba una
conocida escena primaria: la entrada de Elza Soares, la cantante de los morros
negros y mulatos de Río de Janeiro, al medio televisivo en el Brasil, así como el
reciente impacto de La Sista y de Tego Calderón en el reguetón puertorriqueño en
contraste con el boom mediático de Calle 13). El goce es una categoría compleja,
irreducible a los ‘bienes’ culturales del placer.

El sobresalto acústico de la filosofía contemporánea, en algunos trabajos notables


de autores europeos como Lacoue-Labarthe (Musica Ficta), Jean-Luc Nancy
o Sloterdijk, registra, tanto la disolución del cuerpo ‘orgánico’ de la filosofía
contemporánea, como el regreso, a veces irreflexivo y un tanto mistificado, a
la búsqueda de un excedente físico, base o fundamento sensorial-afectivo del
pensamiento. Los tres autores mencionados heredan la prioridad nietszcheana
de la música como una expresión inmediata de la voluntad. Avital Ronell (2010)
deconstruye ese sistema de prioridades en “La partitura de la finitud” donde
discute, ante el discurso mixto y ‘contaminado’ de la ópera, la dificultad que
confronta cualquier intento de esencializar la música. La filosofía contemporánea
vuelve al oído y le adjudica a la música frecuentemente poderes especiales en
la búsqueda de un excedente de la significación que acaso podría garantizarle
todavía hoy al pensamiento contemporáneo una salida de la “anestesia o apatía
filosófica”, de acuerdo a las palabras de Jean-Luc Nancy en su sorprendente
metafísica de la escucha, impulsada por “la escucha del Otro sentido”, ante el
cual el filósofo sin mucho disimulo compromete una ambigua, pero explícita
‘fidelidad’ (Nancy 2007). Ante el peligro de la aniquilación nihilista, la filosofía
(al menos entre los herederos de Nietzsche) se refugia en la música, donde
la condición sonora parecería portar en sí misma un soplo primario capaz
de facilitar la suspensión de “la primacía del lenguaje y la significación que
permanece dependiente de toda una prevalencia onto-teológica” (Nancy). El
excedente posibilitaría así el reencuentro del pensamiento y el cuerpo (o la
voluntad, la fuente volitiva, como quería Nietzsche).

En efecto, es notable el entusiasmo que estimula el giro acústico, tras años de


dominio del amor por la escritura. Muchos de los trabajos en la línea del entusiasmo
acústico remiten de algún modo a un antecedente clave para nosotros mismos: el
influyente capítulo sobre el ritornelo o el refrán y los territorios acústicos en Mil
mesetas (1980), complementados, a su vez, por los trabajos de curso de Deleuze
reunidos bajo el título de Derrames (2006). Allí Deleuze no escamotea, ni por
un segundo, el potencial fascista, reterritorializador, del disciplinamiento sonoro,
problemática que podría estudiarse bien, por ejemplo, en la militarización del
ritmo y en las poderosas máquinas religiosas que se apoderan de la conexión
afectivo-corporal en comunidades muy jerárquicas establecidas en torno al canto
o los ritmos del tambor.

243
Latinoamericanismo a contrapelo

En este sentido, merece atención la dimensión didáctica de la escena acústica


para dar cuenta de los regímenes de disciplinamiento y sometimiento de la
escucha, como insiste Wisnik en su ensayo sobre “Getúlio Da Paixão Cearense
(Villa-Lobos e o Estado Novo)” (1983). Precisamente por la dimensión acústica
donde se inscribe afectivamente el cuerpo de la política y la creencia, la escucha
es continuamente sometida a intervenciones y controles, no solo en las escuelas
sino en zonas cada vez más extensas de la vida diaria bombardeadas por la
saturación audiovisual de los medios. Esto lo supo muy bien el compositor
modernista Heitor Villa-Lobos, cuyos programas didácticos de solfeo estuvieron
vigentes hasta mucho después de la caída del Estado Novo en el Brasil. El
estudio de las líneas de fuerza que ordenan o fracturan el campo acústico
permite problematizar la ambivalente tendencia de la filosofía a idealizar y
a esencializar la ‘prediscursividad’ sonora, contracara del reconocimiento del
poder de la escucha por sus efectos posibles en las zonas subliminales del afecto
y la encarnación afectiva de la identificación política.

Sloterdijk escribe recientemente: “En los últimos años el oído ha pasado a ser un
tema filosófico, como si este hijastro de la teoría del conocimiento hubiera podido
interesar a la vez a una multitud de padres adoptivos” (1993: 285). Tal parece haber
sido del caso del paradigma occidental, porque en otras partes –precisamente
en las zonas subyugadas por la división social del trabajo y la colonización– el
oído ha ocupado un lugar prominente en la producción del saber desde hace
mucho tiempo. Conviene recordar y enfatizar, como nos recuerda Arnaldo Valero,
la atención a la escucha en los trabajos caribeños de Fernando Ortiz, Kamau
Brathwaite o Édouard Glissant, para dar solo tres ejemplos de aproximaciones al
colonialismo y a la criollización8 (o transculturación) que por varias décadas han
puesto de relieve la heterogeneidad sensorial del cuerpo y los posicionamientos
instituidos de los saberes subyugados.9 Cierto es, al mismo tiempo, que ese gran
legado del discurso caribeñista, asimilado por la academia e institucionalizado o
cristalizado en fórmulas disciplinarias (literarias, filosóficas, antropológicas, etc.),
parece conducir a un nuevo fundamentalismo. Desemboca en cierto fetichismo
del ritmo muy notable, por ejemplo, en las obras de dos influyentes caribeñistas
contemporáneos: Antonio Benítez Rojo, Ángel Quintero Rivera (ambos bastante
inspirados en algún momento por la polifonía bajtiniana).10 El fetiche del ritmo
invierte el desprecio que al menos desde Platón la filosofía occidental expresó
contra las culturas llamadas primitivas. A la complejidad del ritmo (en tanto
herencia afrocaribeña) se le opone habitualmente el desarrollo de la melodía

8 Édouard Glissant (1974).


9 Véase el ensayo de Arnaldo Valero, Hacia una estética del reggae (2010).
10 Antonio Benítez Rojo La isla que se repite: El Caribe y la perspectiva posmoderna ([1998]
2009). Ángel Quintero Rivera: Salsa, sabor y control. Sociología de la música tropical
([1998] 2005). Ver también el importante libro de Juan Otero Gabarís: Nación y ritmo.
“Descargas” desde El Caribe (2000).

244
Descarga acústica

(blanca). El ritmo es dominante en la música popular (bailable) mientras que la


melodía domina en las funciones más reflexivas de la música llamada culta. No
cabe duda de que el ritmo y la melodía son categorías que inscriben y describen
los ejes o patrones de la estructuración musical. Si bien la práctica es inseparable
de esas funciones metadiscurivas, la música revela operaciones muy complejas,
irreducibles a la fórmula binaria. Por ejemplo, la tendencia a esencializar la
‘síncopa’ (concepto originalmente peyorativo que indicaba un desvío o violación
de la pauta de los patrones de una supuesta regularidad del tiempo occidental)
ignora la elaboración del ritmo ‘irregular’ en la propia música ‘culta’ europea. El
esquema dualista nos impide también comprender la función clave de la melodía
entre las formas cultivadas por los sujetos coloniales o subyugados, como lo son
las escalas y acompañamientos melódicos del blues y su relación con los gospels
en el contexto de los tiempos de la explotación de las plantaciones esclavistas.
Se puede incluso pensar, para problematizar la tendencia fundamentalista del
discurso caribeño actual, que la historia y la evolución reciente de la tumbadora
(como instrumento o tecné cultural) en la obra de percusionistas como Tata Güines
o Francisco Aguabella y sobre todo en los repiques más recientes de las cinco
congas del maestro puertorriqueño Giovanni Hidalgo, registran la interacción
entre el acento rítmico y las bases muy rudimentarias de una escala melódica. La
conga misma es el lugar de una obvia mediación transcultural entre el metal del
anillo industrial, estandarizado, que para modular los tonos aprieta el cuero del
chivo o de la vaca a la madera, industrialmente torneada. La conga es efecto de la
transformación de una multiplicidad de tambores (locales) durante la era industrial;
transformaciones ligadas a la relativa globalización de los tonos y patrones rítmicos
que evolucionaron tras la implementación de las nuevas técnicas de diseño fabril
de instrumentos las cuales posibilitan cierto estándar de los tonos (registrados
por la escritura musical), que se suman a la reproducción, la grabación y la
distribución radial en la década del veinte, cuando a su vez los medios de transporte
facilitaron definitivamente los viajes translocales y transnacionales de los músicos
estableciendo nuevos espacios sonoros. La conga es un instrumento viajero: se
traslada entre las Islas y Nueva York, y se introduce pronto en las zonas acústicas
metropolitanas (como en la ‘rhumba’ de Gershwin en el 1936 o con la entrada de
Chano Pozo y luego de Mongo Santamaría a la orquesta de Dizzie Gillespie en los
años cuarenta), antes de regresar luego a África materna, y ponerse tan de moda
tras el contacto renovado durante los años de la presencia cubana en África, por
un lado, y por otro, tras la visita de la Fania All Stars de Nueva York a Zaire en
una serie de conciertos salseros magistralmente documentados por Leon Gast, el
director de When We Were Kings (1996), sobre la histórica pelea de box de Ali y
Foreman en el Congo, acontecimiento que convocó músicos de la gran diáspora,
tan variados como James Brown y Celia Cruz, y otros provenientes de las dos
costas del Atlántico, que tuvo una gran relevancia para los movimientos culturales
pan-africanos de la época. Antes de viajar al Congo para filmar el documental
sobre la pelea de box y sobre los músicos de todo el mundo que se reunieron

245
Latinoamericanismo a contrapelo

en el Congo, Leon Gast había hecho un filme sobre los primeros conciertos que
masificaron la salsa en Nueva York y Puerto Rico: Our Latin Thing (1972), una
película producida de modo relativamente independiente por los nuevos (y aún
pequeños) empresarios de la salsa en Nueva York: Jerry Masucci, Johnny Pacheco
y Larry Harlow. El documental, de gran impacto cuando salió a comienzos de
los años setenta, da buenos indicios del carácter empresarial de la llamada
‘música tropical’, como la llama Quintero Rivera, utilizando sintomáticamente la
clasificación ‘universalizadora’ del mercado musical en su valioso libro sobre la
salsa. La salsa es, de hecho, un fenómeno espectacular, inseparable de los medios
y de un emergente mercado ‘étnico’, como sugiere con perspicacia Our Latin
Thing bastante antes del boom ‘multicultural’ de fines de los años ochenta. La
salsa podrá ser muy compleja, por supuesto, pero no cabe duda de que es un
efecto de la espectacularidad mediática (y de los primeros conciertos masivos) de
orientación mercantil. La ‘tragedia’ de Héctor Lavoe frecuentemente se escenifica
en sus canciones como el paso de formas del canto y la improvisación del barrio
a las formas masificadas de la televisión y de conciertos masivos. De ahí la doble
ironía del filme El cantante (2006): imposible captar, en estilo hollywoodense, el
drama de la asimilación de la voz de Lavoe al mercado mediante una forma tan
mercantil del melodrama como el que adapta Jennifer López en su producción.
Algo similar ocurrió con los excesos de La Lupe ante las cámaras. Llamarla ‘camp’,
como hizo Susan Sontag (en Against Interpretation 2009), era pasar por alto la
lucha de estas figuras durante su lenta y en muchos casos destructiva asimilación
por los medios. La sutura ideológica del discurso caribeñista –puntualizado, en
el caso de Quintero Rivera y muchos otros, por el tipo de neo-populismo muy
común en el campo de los llamados estudios culturales– tiende a silenciar o a
estereotipar, tanto la dimensión subjetiva de estas historias, como la dimensión
económica y colonial del goce y de los ritmos de esa contribución puertorriqueña
y caribeña al mundo contemporáneo.

En cuanto a la tendencia del discurso caribeñista a esencializar la función de


la percusión, vale la pena recordar, aunque sea muy de pasada, la historia del
piano como tecné de mediación: gran invento europeo que produce un plano
nuevo de interacción mixta entre las cuerdas y el golpe rítmico de la percusión.
Por eso, cuando John Cage ‘prepara’ un piano en la década del cuarenta,
pone a sonar las piezas dislocadas con un raro timbre contramétrico que por
ratos resuena como una breve alusión afrocubana, como si al desarmarse o
desmontarse, el instrumento fuera capaz de liberar una reprimida historia
percusiva ‘atonal’. En cambio, Chick Corea explora el reverso: frecuentemente
interviene directamente, con la mano, entre las cuerdas de su rojizo piano
abierto y puntualiza unas notas un poco tenues y graves sobre las tensas cuerdas
del piano, las cuerdas sobre las que (luego) operan los golpes percusivos de
las teclas. Tal vez no sea necesario enfatizar demasiado el estilo percusivo
de dos de los maestros principales del piano contemporáneo, Chucho Valdés
y el propio Armando Chick Corea. El caso del tercero, Gonzalo Rubalcaba,

246
Descarga acústica

es todavía más extremo: Rubalcaba se entrenó primero como percusionista y


tocó las congas antes de pasar al piano. Entonces, digamos, para resumir la
crítica del fonocentrismo caribeñista: la oposición esencializada entre el ritmo
y la melodía reinscribe un estereotipo de origen europeo que merece más
atención crítica. Pareciera que el estereotipo –el fetichismo del ritmo– condensa
una lógica suplementaria del discurso caribeñista contemporáneo, heredera
seguramente de aquellos influyentes experimentos de los poetas negristas y de
los modernistas brasileños, esencializadores de la síntesis ‘mulata’.

Amadeo Roldán –uno de los primeros compositores vanguardistas latinoame­


ricanos que intentó explorar la compleja interacción entre la llamada música culta
y popular– musicalizó los Motivos de son, la poesía ‘mulata’ de Nicolás Guillén
un par de años después de la publicación del poemario fundador en 1932.
Amadeo Roldán –quien murió demasiado joven– fue no solo un colaborador
cercano del autor de Los pasos perdidos (1952) y del Concierto barroco (1974);
sino, sin duda alguna, uno de los de los destinatarios implícitos de La música en
Cuba (1946); esa ‘ficción’ histórica que –con el Ensayo sobre música brasileira
(1928) de Mario de Andrade– registra el punto de arranque de la historia y la
musicología latinoamericana. Con su musicalización de Motivos de son, nos legó
una temprana ‘deconstrucción’ lírica, profundamente disonante, de los poemas
mulatos. Mediante los contrapuntos de una acentuada y paródica disonancia
entre la voz operática femenina y el repique contramétrico de los bongoes,
Amadeo Roldán produjo un formidable comentario sobre la discordancia y los
contratiempos –la multiplicidad de los ritmos caribeños– irreducible a ninguna
de las proliferantes ideologías sintetizadoras del mestizaje. El mestizaje y las
mitologías de la superación de la fractura racial, en países como Cuba, Puerto Rico
o el Brasil, conforman una ideología que frecuentemente recurre al ‘excedente’
musical –al fetiche del ‘polirritmo’– para apoyar su lógica suplementaria. (Como
dijo alguna vez Manuel Ramos Otero: “Aquí sí somos todos negros”). Tema
aparte es el “elogio de la creolité” (o mulatidad) en contextos coloniales donde
la opresión racial dividió el mundo entre negros, blancos, rojos y amarillos y
azules. Nuestra crítica se refiere específicamente a discursos producidos en los
lugares donde ha operado una poderosa mitología de la fusión, el mestizaje y
de la supuesta ‘democracia racial’.

No cabe duda de que la ideología de la síntesis mulata sobrevive hoy con una
fuerza singular. Reemerge particularmente durante los momentos de fractura racial.
Nótese, por ejemplo, el énfasis con que Caetano Veloso defiende la cualidad
mulata del Brasil en varias canciones recientes (una incluso sobre Obama).
Estas canciones posiblemente polemizan contra los emergentes movimientos
afrobrasileiros, sobre todo oriundos del Nordeste y de Bahía (de donde Veloso es
nativo). Muy críticos de cualquier intento de revisitar el peso de Gilberto Freyre
y las ideologías de la armonía racial, los movimientos afrobrasileños se organizan

247
Latinoamericanismo a contrapelo

en las nuevas ‘esferas públicas’ locales que se producen frecuentemente en torno


de la música, según observa lúcidamente Idelber Avelar en su trabajo sobre el
mangue beat, el ritmo del manglar de Pernambuco.11 No hay que dudar el peso
que las posiciones de esos movimientos ha tenido en la elaboración del tipo de
políticas de “acción afirmativa” lanzadas por Lula y el PT en la década pasada.

Tanto Wisnik como Avelar se refieren en varios trabajos a la crisis de la ‘canción’


y de la figura del cantautor, una figura intelectual encargada históricamente,
desde fines de siglo XIX en el Brasil, de fomentar la mediación letrado-musical
que había sido tan importante en las variaciones del modelo de lo “nacional-
popular”. La “nueva canción” latinoamericana bien puede considerarse parte
de esa historia. Esto ayuda a comprender el tono defensivo de la “síntesis
mulata” brasileña propuesta por un cantautor del relieve y la presencia de
Caetano Veloso. Ocurre algo similar en la nueva defensa de la samba en la
obra del destacado antropólogo brasileño, Hermano Vianna, que algunos
reseñistas como João Camillo Penna12 han identificado con la renovación del
modelo del mestizaje racial y cultural (en la línea de Sobrados y mucambos de
Gilberto Freyre 1936) de varios intelectuales que responden (o se resisten) a las
políticas ‘preferenciales’ del PT que intentan corregir algunos de los defectos
institucionales ligados al racismo histórico y vigente. Para tener una mejor idea
del impacto de esta coyuntura política de guerra cultural racial en la discusión
musical, recordemos que Hermano Vianna había sido uno de los primeros –si
no el primer antropólogo universitario– que le prestó atención seria a nuevas
músicas populares como el funk vernáculo de los morros de Río de Janeiro, muy
influenciada por la música negra norteamericana que competía desde los años
setenta y ochenta con la samba, limitando su lugar hegemónico.13

De hecho, algunos de los planteamientos más recientes de Wisnik sobre el


fútbol y la música como el lugar de la ‘ambivalencia’ brasileña intervienen en la
discusión sobre el paradigma del mestizaje, tan cuestionado hoy, no solo en Bahía
o en Pernambuco, sino también en La Habana, donde una nueva generación
de jóvenes intelectuales negros orienta un nuevo debate bastante intenso sobre
el mito de la superación del racismo y la culturalización del problema racial
precisamente mediante el tropo de la ‘síntesis’ mulata heredada en parte de la

11 Véase Papel Máquina (2010).


12 João Camillo Penna “O Encontro e a Festa” (2003).
13 No por casualidad, en un ensayo algo programático que contribuyó bastante, en el
latinoamericanismo de los Estados Unidos, a fomentar el gesto desjerarquizador de los
estudios culturales, George Yúdice cifró una transformación fundamental en la cultura
popular de aquellos años mediante la referencia a Vianna y a la crisis de la samba como
género de la música nacional. El regreso de Vianna a la samba y a Freyre es más reciente.
George Yúdice: The Expediency of Culture. Uses of Culture in the Global Era ([1998] 2003).
Véase sobre la samba, el libro reciente de Florencia Garramuño: Modernidades primitivas.
Tango, samba y nación (2007).

248
Descarga acústica

poesía y los discursos de Guillén; es decir, esa zona del discurso caribeñista que
desemboca recientemente en la obra central de Ángel Quintero Rivera.14

Lo música caribeña provee innumerables ejemplos de multiplicidades sonoras que


no implican modelo alguno de síntesis. Lo más binario que tiene esta música son
los dos cueros del bongó, cuyos repiques, propiamente hablando, no sintetizan
nada. De hecho, lo interesante de la música para la discusión de la multiplicidad
es que su relación vital con la cultura opera en planos de duración donde las
notas y las singularidades contiguas no coinciden nunca en la forma sintética
del tercero, incluso en el caso de la armonía. ¿Cómo pensar la multiplicidad
extrema de la fusión en tanto instancia de ‘mestizaje’, incluso, por ejemplo, en
el caso de esa gran creación de temporalidades múltiples llamada Irakere: palo,
congo, Schönberg, rumba, son, contrapuntos de Bach, Rock, R&B, en la máquina
caribeñizada del jazz? En un histórico concierto de Irakere en el teatro Karl Marx,
donde el grupo dirigido por Chucho Valdés interpreta el Concierto de Aranjuez
de Joaquín Rodrigo (y de Gil Evans/Miles Davis) con el acompañamiento de
Leo Brouwer en la guitarra, confirma la práctica no-sintética de cruce entre la
música culta y la música popular que orienta la historia cubana al menos desde
los villancicos barrocos de Esteban Salas en la Catedral de Santiago. El primer
cuento que escribió Carpentier, “Oficio de tinieblas” (1944), cuenta la historia de
la coexistencia de planos acústicos no sintetizables (el Réquiem de Mozart con
una comparsa callejera); sonoridades no necesariamente en armonía, aunque sí
abiertas al contacto de la porosidad de los espacios y las instituciones. No que la
porosidad siempre fuera deseada o aceptable por los intelectuales o los músicos
letrados o eruditos. En “Oficio de tinieblas”, por ejemplo, el mismo Carpentier ubica
la porosidad sonora de la música en el contexto urbano, santiaguero y caribeño,
de una mortal epidemia del cólera: como si la porosidad estuviera allí ligada a la
fuerza destructiva del contagio. Algo paralelo ocurre con la relación entre el baile
de máscaras y la epidemia del cólera en una de las primeras novelas cubanas, El
cólera en La Habana (1833) de Ramón de Palma. Luego, los primeros capítulos
de Cecilia Valdés, sobre el popular baile de ‘cuna’, vuelven a la retórica bastante
fóbica de la interacción racial en el lugar del baile y de la porosidad acústica. En
cualquier caso, la condición de la porosidad entre diversas tradiciones sonoras y
culturales conduce frecuentemente, no meramente, a la confluencia polirrítmica,
sino a la disonancia sobre la que brillantemente reflexiona el guitarrista cubano
Leo Brouwer, fundador del Grupo de Experimentación Sonora del Icaic (Instituto
Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y uno de los grandes compositores
contemporáneos del mundo, en varios de sus escritos incluidos en La música, lo
cubano y la innovación (1989).

14 Ángel Quintero Rivera Salsa, sabor y control. Sociología de la música tropical (2005).

249
Latinoamericanismo a contrapelo

El fonocentrismo del discurso caribeñista le suma al fetichismo del ritmo otra


dimensión muy notable: el tópico de la ‘oralidad’. La oralidad es, sin duda, un
aspecto central del sobresalto acústico. Sin embargo, sus exégetas muchas veces
incurren en una inconsiderada sospecha contra la letra, sobre todo entre los
letrados mismos. La sospecha contra la cultura letrada fundamenta todavía hoy
día la reflexión cultural en zonas claves del pensamiento latinoamericanista,
luego de su elaboración muy productiva en obra de Ángel Rama y Antonio
Cándido en los años setenta (y en la narrativa de los grandes antecedentes de
Arguedas, Rulfo y Guimarães Rosa) hasta su culminación más reciente en los
trabajos decisivos de Antonio Cornejo Polar y Martin Lienhard.15 Nada más alejado
del permanente compromiso de Brathwaite, Glissant, Fred Moten o el mismo
Fernando Ortiz con la investigación y la experimentación con la multiplicidad
verbal que el tipo de fundamentalismo que intenta reducir la fuerza sonora (que
recorre y apoya los saberes subyugados) a los contenidos prefabricados de una
‘oralidad’ pura o primaria.

¿Cómo impedir la captura de la escucha que opera en las idealizaciones de


la oralidad, de tanta acogida hace un par de décadas en los Estados Unidos
tras la influencia de los trabajos de Walter Ong, de Michel de Certeau o de los
herederos europeos (y no europeos) de Mijaíl Bajtin? El propio Benjamin sugirió
el proyecto de una historia política de la percepción, que si bien se encontraba
aún muy centrada en el registro óptico, comenzaba —acaso por su contacto con
la filosofía de Bergson– a prestar más atención a la maleabilidad histórica del
cuerpo y del ‘aparato’ sensorial. Su reflexión sobre la lírica moderna y el shock
urbano en la poesía de Baudelaire remite explícitamente a varias fuentes teóricas
como, por ejemplo, a los escritos freudianos sobre el tipo de distrofia sensorial
causada por el trauma y la ‘neurosis de guerra’; registra también la influencia
mayor de las agudas observaciones de Georg Simmel (1985 [1970]) sobre el
impacto del exceso del estímulo de la actividad urbana en los “fundamentos
sensoriales de la vida mental” y el vocabulario bergsoniano sobre la percepción
del cambio. A Benjamin le interesaba llevar las lecciones de Simmel a una zona
nueva: le interesaba entender los cambios profundos que sufría la experiencia
estética bajo la transformación del nervio sensorial, el cuerpo mismo, impactado
por los veloces cambios tecnológicos que desembocan en aquella compleja
época que Gramsci bautizaría con el nombre del fordismo. Se trata de la era
de la producción en masa y de los grandes inventos legados por la revolución
científico-tecnológica del último cuarto del siglo XIX, productora de innovaciones
dramáticas en el trasporte y los medios de comunicación, en la imprenta y en la
fotografía, a los que siguió el invento del cine, el fonógrafo y la grabadora que
tuvieron luego circulación y uso masivos durante la implementación del tiempo

15 Antonio Cornejo Polar, Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural en


las literaturas andinas (1994), y Martin Lienhard, La voz y su huella (1990).

250
Descarga acústica

taylorizado, administrado, del trabajo en la producción fordista. El texto clave de


Benjamin sobre la reproductibilidad técnica y la crisis del aura intentaba explicar,
entre otras cosas, cómo la fotografía y el cine contribuían a crear una nueva
zona de visibilidad; según Benjamin, por primera vez era posible registrar y
analizar con precisión el dinamismo y el movimiento, corolario de la aceleración
de la percepción óptica y aumento de la capacidad para asimilar ópticamente la
abundancia de información que ahora bien podía procesar el ojo de un cuerpo
habituado al cine, un cuerpo capaz de percibir aquellas minucias de la vida
cuyo análisis le había sido reservado al especialista, como en el caso del desliz
o de los actos fallidos, los mínimos gestos sintomáticos tan obvios en el cine, y
hasta entonces reservados a la escucha del diván. El cine somete el inconsciente
de la modernidad tardía al escrutinio analítico del nuevo ojo transformado por
los medios. El cine sin duda contribuyó a formar la nueva sensibilidad, o a
desfigurarla, mediante la experimentación, como en el ejemplo del ojo cortado
de Buñuel y Dalí en Un chien andalou (1928); instituyó un cuerpo nuevo cuya
sensibilidad se habituaba al tiempo segmentado de la producción en serie y la
temporalidad fordista y a sus múltiples problematizaciones.

Curiosamente, en aquel trabajo fundamental sobre la reproducción técnica,


Benjamin no elabora una hipótesis sobre la radio (aunque escribió bastante
para la radio), tema al que Adorno, en cambio, dedicaría varios trabajos muy
reveladores, de tono apocalíptico, durante su estadía en Nueva York. Adorno
no toleraba la reproducción fonográfica de la música (i.e. música culta):
pensaba que las tecnologías nuevas degradaban la escucha. En sus textos sobre
la grabación musical sinfónica o en sus múltiples reflexiones sobre la radio,
Adorno curiosamente apropia el vocabulario del ensayo polémico de Benjamin
sobre la reproducción técnica y la “crisis del aura”, pero solo para insistir en la
‘degradación’ acarreada por la emergente industria musical de los años veinte y
treinta (2002). Adorno no encara la dimensión democratizadora que Benjamin
reconoce en aquellos mismos procesos de tecnificación y reproducción; procesos
profundamente contradictorios, pues causaban, al mismo tiempo, la crisis del
aura, es decir, la disolución de una experiencia de la belleza definida por la
excepcionalidad de la obra artística, pero a la vez garantizaba el surgimiento de
nuevos tipos de creadores (en la prensa) y de un público más activo. La crisis del
‘aura’ es concomitante a la democratización del arte mediante la reproducción
(Bejamin 2007). Adorno, en cambio, no solamente postula una tajante defensa de
la excepcionalidad artística, sino que por momentos parece sugerir, por ejemplo,
en su acercamiento a la ópera inconclusa de Schönberg, Moisés y Aarón, que en
su forma más elevada (y por lo tanto genuina o auténtica) la experiencia musical
evoca frustrada o trágicamente la experiencia de lo sagrado (2006).

Hasta el momento de la sorpresa en Marsella, donde “la impresión acústica


borronea todas las demás”, las reflexiones de Benjamin sobre la percepción se
habían mantenido bastante reducidas a la cuestión del medio óptico. Tal vez no

251
Latinoamericanismo a contrapelo

sea por una simple casualidad que fue durante su estadía en Marsella –no en París
ni en Berlín– cuando Benjamin descubre la contemporaneidad de la moderna
música negra. Allí en Marsella, a pesar de la resistencia del sujeto, el cuerpo marca
el ritmo del jazz con los pies, a contratiempo de la “buena educación” y a pesar de
la “disputa interna” instigada por los forcejeos de un debilitado súper ego escolar
kantiano o adorniano.

Tampoco habrá que aislar el sobresalto que le produce al filósofo la escucha del
jazz en Marsella de una ambivalencia irreducible, ligada pronto a la cuestión de
la lengua nacional. Citemos nuevamente el texto, para enfatizar ahora cómo se
produce un parapeto intelectual que mitiga la excentricidad del sobresalto, el
riesgo de la fuga radical:

Hubo momentos en los que la intensidad de las impresiones acústicas


eliminaba todas las demás. Sobre todo, en el pequeño bar todo
desapareció de repente en un ruido no de calles, sino de voces. Y en
ese ruido de voces, lo más peculiar era que, de todas todas, sonaba a
dialecto. Diríamos que de pronto me pareció que los marselleses no
hablasen francés suficientemente bien. Se habían parado en el grado
dialectal (Bejamin 1974: 35).

La reterritorialización del sujeto tras la escucha inicial que lo había llevado a


marcar el ritmo con el pie ‘involuntariamente’ y en contra de su educación,
produce al final de la cita la necesidad del sujeto de reubicarse en el privilegio
óptico. Conduce nuevamente a distancia intelectual del que observa y escucha de
lejos. Pero antes de volver allí el oído pasa por ese alboroto de voces cuyo sentido
el sujeto no es capaz descifrar. Ante el alboroto, Benjamin (¡quien debe haber
tenido un fuerte acento alemán!) cree reconocer un ‘dialecto’ marsellés. Menciona
la variación de la cadencia vernácula pero solo para afirmar inmediatamente
la jerarquía del francés nacional. Sería ocioso trazar aquí la larga historia de la
ilustrada guerra francesa contra el patois y los dialectos, historia ya muy bien
explicada por Renée Balibar, Dominique Laporte, el propio De Certeau, entre
muchos otros. Esa historia, tomada muy en cuenta por Deleuze y Guattari en
sus brillantes páginas sobre la máquina estatal y la gramática, remite también las
observaciones claves de Nicos Poulantzas sobre la importancia de la escritura para
la territorialización estatal de las naciones modernas.16 Digamos, para concluir, que
los debates sobre el privilegio del esquema óptico (y el amor por la escritura) nos
llevan hoy a reconocer el peso poderoso y a veces saturado del orden acústico

16 Renée Balibar y Dominique Laporte, La Français National. Politique et pratique de la


langue nationale sous la Révolution Française (1974); Michel de Certeau, Dominique Julia
y Jacques Revel, Una política de la lengua. La revolución francesa y las lenguas locales: la
encuesta Gregorio ([1975] 2008); Nicos Poulantzas; Estado, poder y socialismo (1979); y G.
Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia (1980).

252
Descarga acústica

en las geografías sonoras. Tales órdenes son claramente irreducibles a la cuestión


de la ‘oralidad’ pre-letrada. Son en cambio órdenes mixtos, transitados por la
complejidad de la historia del capital, por las transformaciones tecnológicas, así
como por las pugnas encarnadas y descarnadas de los cuerpos que se liberan de
los esquemas heredados de la programación sensorial.

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256
El derecho a la ficción: Tarrafal de Pedro Costa1

En Monte Verità

N o sabía si iba a poder responder a la generosa invitación de Martin


Lienhard a que llegáramos –con o sin maletas– a un lugar llamado Monte
Verità para conversar sobre las ‘migraciones forzadas’. ¿Qué verdad podría
evocar en estas amables montañas suizas el discurso crítico sobre la magnitud
de la violencia que impacta los límites del derecho a la vida en los mapas de
la globalización contemporánea? Acaso convendría, desde el inicio de nuestras
discusiones, recordar que la creación de la categoría de ‘personas desplazadas’ y
de su posterior corolario sociológico, las ‘migraciones forzadas’, presuponen las
discusiones ‘cosmopolitas’ de la ONU tras la fundación de Israel y la proliferación
de los nuevos estados poscoloniales. Tales discusiones asumían la naturalidad
de la territorialidad estatal en los nuevos mapas delineados por los tratados y las
luchas anticoloniales durante los años de la posguerra.2

El mundo contemporáneo dificulta la distinción entre la ‘migración forzada’ y la


‘voluntaria’. La distinción recorta los desplazamientos en función de un concepto
moderno y eurocéntrico de la voluntad del sujeto, ubicando la discusión dentro del
horizonte establecido por el vocabulario de la soberanía territorial e identificando el
derecho a la residencia y a la seguridad personal con las garantías y los documentos
otorgados por el Estado soberano. ¿Cómo encarar hoy, por ejemplo, la discusión
sobre el reconocimiento a los derechos de la diversidad sexual en el marco de
esos vocabularios que desde hace medio siglo han tendido a restringir lo ‘político’
a la cuestión de las protecciones y las garantías de la normatividad ciudadana?
¿No será posible pensar que la misma categoría de la persona –designada por
un documento que supuestamente acarrea el reconocimiento político-estatal

1 La primera versión de este trabajo se presentó en el Simposio interdisciplinario “Expulsados,


desterrados, desplazados. Migraciones forzadas en América Latina y los países luso-
africanos”. Monte (2008). Profundo agradecimiento a los coordinadores del evento: Martin
Lienhard, Annina Clerici y Marília Mendes de la Universidad de Zurich. Más recientemente
aparece en Sujeto al límite (2011 y en Ensayos próximos (2012).
2 Michael Ignatieff repasa los debates en torno de la función del Estado en las discusiones
sobre los derechos humanos, en Human Rights as Politics and Idolatry (2001). Negri y
Hardt discuten las condiciones del estatismo bajo la globalización en Empire (2000).

257
Latinoamericanismo a contrapelo

de la ‘ciudadanía’– es también una instancia de la violencia normativa y de la


dislocación ‘interna’? La violencia no solo ‘expulsa’ hacia ‘afuera’ de las naciones y
sus mapas; regula y oprime el ‘adentro’ de sus inclusiones, el interior normativo de
sus casas y barrios, al imponer límites sobre las condiciones de acceso a la lengua,
las escuelas y hospitales.

¿Hay una migración voluntaria? Sin subestimar la violencia de las persecuciones


genocidas o expulsiones masivas que frecuentemente obligan a poblaciones
enteras a emigrar, es posible preguntarse si la distinción misma entre lo ‘voluntario’
y lo ‘forzado’ no implica una jerarquización que ordena la compleja experiencia
diaspórica de acuerdo a clasificaciones modernas, ligadas a los mapas del estado-
nación y a los enrejillados disciplinarios de las ciencias sociales.

En respuesta a las preguntas que nos trajeron a Monte Verità, permítanme


aproximarme a un cortometraje del director portugués Pedro Costa titulado
Tarrafal (2007), sobre el caso del Proceso de Expulsión Administrativa levantado
contra el joven caboverdiano José Alberto Tavares, residente de Lisboa.3
Tarrafal, cuyo título remite al conocido campo de concentración establecido
por Antonio de Oliveira Salazar en Cabo Verde en 1936, es una brillante historia
de “chupasangre” y vampiraje estatal. Su análisis nos permitirá aproximarnos
a la dimensión poscolonial de lo que Michael Taussig alguna vez llamara el
maleficio o fetichismo de Estado.

Tarrafal fue uno de los seis cortos reunidos bajo el título de O Estado do Mundo
(2007), ómnibus comisionado por la Fundación Caloust Gulbenkian de Lisboa
para conmemorar sus primeros cincuenta años de labores culturales. Incluyó
cortometrajes de Ayisha Abraham, Chantal Akerman, Wang Bing, Apichatpong
Weerasethakul, Vicente Ferraz y Pedro Costa, todos producidos a partir de
una pregunta muy abierta sobre la vida contemporánea y la experiencia de la
mundialización. Confluyen en O Estado do Mundo estilos fílmicos tan divergentes
como el nuevo regionalismo del brasileño Vicente Farraz en el corto titulado
Germano, sobre la pesca local y la contaminación, con el merodeo entre las ruinas
y el desalojo industrial en la denuncia que hace Wang Bing de la violencia estatal
y la tortura. En el caso de las contribuciones de Akerman y Costa –los únicos
dos colaboradores de origen europeo– es notable un denominador común, en la
medida en que ambos exploran la fractura entre la imagen y el sonido mediante la

3 Para una introducción general a la filmografía de Costa, ver “Still Lives: James Quandt on
the Films of Pedro Costa”. Art, forum Internacional, 1 September, 2006. En línea, 20 de
agosto de 2009. Discutiremos adelante el trabajo de Jacques Rancière (2007), “La lettre de
Ventura”, sobre Juventude em Marcha de Costa. Ricardo Matos Coba, curador principal de
las retrospectivas internacionales de Costa, editó una colección de trabajos bajo el título de
Dez mil cigarros: o cinema de Pedro Costa (Ediciones Antígona, colección Orpheu), que
no pudimos consultar aún.

258
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

minimalización del aparato cinemático. Akerman y Costa investigan formalmente


los efectos de la dislocación sensorial de la experiencia contemporánea en la
superficie misma de la forma cinematográfica mediante un contrapunto entre el
trabajo de la stasis del plano largo y la saturación acústica. Uno de los objetivos de
este trabajo es explorar las estrategias y los efectos ético-políticos de la sobrecarga
estética que se desprende del contrapunto entre la imagen y la narración en
Tarrafal, teniendo muy en cuenta la larga discusión sobre lo que Benjamin
considerara, ya a comienzos de los años treinta, la “politización de la estética”
en su conocida impugnación de la “estetización de la política” (2003). Ante el
cinema de Costa, la discusión sobre la politización de la estética nos llevará a
aproximarnos a la relación entre el arte y la pobreza contemporánea.

Ventura en el Museo de la Fundación Gulbenkian en Juventude em Marcha de Pedro Costa.


(Cortesía de Pedro Costa).

Los regímenes de la visibilidad multicultural

A contrapelo de la demanda normativa de inscripción y reducción de la


multiplicidad y la diferencia, Costa produce una crítica radical de tres principios
de lo real mediático: 1. El recorte espacial entre lo público y lo privado y
el repliegue de la ‘diferencia’ en una privacidad ‘étnica’ o ‘culturalizada’. 2. El

259
Latinoamericanismo a contrapelo

fetiche del rostro (en la entrevista) como sinécdoque de una nueva ciudadanía;
el rostro es inseparable del problema de particularidad ‘traducible’ y de las
políticas lingüísticas nacionales, impactadas por la inmigración y los medios.
3. El fetiche de la investigación de archivo como suplemento de la crisis de la
memoria ‘nacional” en las sociedades contemporáneas.

1. La dislocación urbana

Los recorridos de Costa en el barrio de Fontainhas se producen a contrapelo


del régimen interiorizado de la visibilidad multicultural y del domesticado
fetichismo de lo real en los medios y la televisión. La mirada y la escucha de
Costa en el underground de Fontainhas evidencian una posición polémica ante
la demanda del naturalismo documental mediático (que fomenta aparentemente
la misma Fundación Gulbenkian), ejemplarizado por el ‘mosaico’ multicultural
en Lisboetas de Sergio Trefaut (2004). La poética de la interpelación multicultural
también se constata en la instalación de Trefaut, Novos Lisboetas, expuesta
precisamente en la Fundación Gulbenkian durante aquel verano de 2006
(cuando se intensificaba el debate sobre el acceso a la ciudadanía portuguesa
bajo la presión del Parlamento Europeo).

2. El fetiche del rostro

La poética de la interpelación multicultural procesa formalmente ciertos


tropos básicos. El rostro es un tropo fundamental, ligado a la cuestión de la
expresividad visual. El rostro es el soporte físico de la comunicación y de los
modelos de la lengua que trabaja el cine. El rostro figura en la historia del cine
como foco de subjetivación y como partícula (o fetiche) de un ‘todo’ cultural. El
rostro iconizado –soporte físico del encuadre de la comunicabilidad y del orden
simbólico (nacional)– es dislocado por las intensas inmigraciones recientes
que, como bien demuestra el propio Trefaut, transforman no solo las relaciones
laborales o la religiosidad de un país de tradición católica como lo es Portugal,
sino la relación misma entre la imagen multiplicada (en riesgo de proliferación
y dispersión permanente), la lengua y el cambiante contenido del gentilicio:
lisboetas. El multiculturalismo documental comparte más de un presupuesto con
la lógica del profiling.

El claro/oscuro de Costa complica cualquier fetiche del rostro de la subjetividad


expresiva. No hay entrevistas. Los interiores no son espacios de un drama familiar
convencional, donde la cámara interviene para ‘capturar’ o ‘traducir’ la diferencia
(ya sea de acuerdo a principios etnográficos o de acuerdo a las convenciones
menos sofisticadas del relato-tipo How the Other Half Lives del clásico género
periodístico del human interest story iniciado por Jacob Riis en Nueva York en

260
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

1888). Los interiores, transitados por la multiplicidad, son zonas muy propensas a
la promiscuidad de los roles familiares. Esa condición del tránsito y la multiplicidad
corroe la naturalidad de la escena doméstica y problematiza cualquier drama
de la subjetivación o del costumbrismo multicultural focalizado en la ‘diferencia’
puntualizada del rostro.

3. Memoria y archivo

Tal es la condición del mundo de Fontainhas y de la comunidad provisoria,


alternativa, que construye el trabajo mismo de la filmación. El tema de la
autoridad y de la memoria que la sustenta son ciertamente claves en ese mundo.
Aparece dramatizado por la figura del narrador –cuentero o músico– posiciones
benjaminianas, algo nostálgicas, que aproximan el cine de Costa a las funciones
públicas del teatro clásico (la trágica tensión entre jurisdicciones en pugna: ley
escrita, relato oral, divinidades, etcétera, analizadas por Hegel en su discusión de
la Antígona de Sófocles en La fenomenología y La filosofía del derecho y luego por
tantos otros). Esa teatralidad, según veremos luego, es muy notable en la segunda
secuencia de Tarrafal: la fragmentaria y alucinada escena cortesana de la caza de
la ‘liebre’ (que resulta ser un gato). La elíptica teatralidad de los diálogos impugna
el principio de realidad de los medios. Relativiza la norma mediática con un gesto
artificiosamente arcaizante al que le corresponde, en otro nivel, la reducción del
movimiento de la cámara y de los efectos de la edición. Costa simplifica los
recursos técnicos, rechaza el travelling y el efectismo espontáneo de la cámara en
mano, así como los cortes del montaje –tres recursos creativos legados del cine
de vanguardia y del free cinema, aunque ya hoy aplanados y asimilados por la
habituación mediática.

La cartografía de esa Europa trastornada por el destino diaspórico de los imperios


modernos, delinea espacios muy precarios, provisorios, siempre al borde de la
destrucción o de la intervención estatal. En efecto, cuando Costa filma No quarto
da Vanda (2000), Fontainhas se encuentra ya en un proceso de demolición que se
acaba de filmar en Juventude em Marcha (2006), donde tanto Vanda como Ventura
son trasladados a una aséptica y disciplinaria vivienda estatal. Costa descubre
conexiones imprevistas entre los espacios: rutas o pasajes improvisados, desvíos,
atajos, redes de conexiones ubicadas fuera del ámbito público del reconocimiento
ciudadano o policiaco.

Las conexiones se dan incluso fuera del ámbito de la lengua oficial (y de los
subtítulos). Allí constatamos no solo la extrema vulnerabilidad de la vida, sino
también la fuerza del mundo que deviene en una lengua nueva. Nada menos que
una lengua potenciada por una eficacia tan marginal como creativa y práctica,
para la cual no existen aún aquellas condensaciones gramaticales del crisol
asimilatorio, ya sea escolar o mediático. Esa lengua nueva exige la trasformación

261
Latinoamericanismo a contrapelo

del quehacer y la estructura del aparato cinemático mismo: Costa se criolliza


en Fontainhas. Las inflexiones de la lengua nueva –su relación con el trauma y
el potencial emancipatorio de la experiencia del pasado– son la materia de un
archivo que necesariamente habrá de ser alternativo.

Las películas de Costa trabajan en sentido contrario de la marca historicista o


arqueológica que domina la tercera gran zona del documentalismo multicultural
contemporáneo: la vocación archivista que encuentra un excelente ejemplo
portugués en el trabajo de montaje histórico de Susana de Sousa Dias en
Natureza Morta (2005), brillante película testimonial sobre la represión interna,
los presos políticos y la violencia en Portugal y sus colonias africanas durante la
dictadura de Salazar.

La guerra colonial es un tema frecuentemente aludido por Costa desde Casa de


Lava (1994), donde ya nos topamos con la primera referencia a los presos de
Tarrafal, la cárcel creada por Salazar en 1936. Por cierto, Juventude em Marcha
alude a la figura heroica de Amilcar Cabral, quien estuvo recluido en la prisión
de Tarrafal. El “mal de archivo” no es, por cierto, una invención demasiado
reciente. Es constitutiva de la temporalidad moderna, como la historia universal.
Bien puede que su peculiaridad, en las frecuentes revisiones contemporáneas
de las formaciones nacionales, se relacione con dos factores: primero, las crisis
contemporáneas de hegemonía nacional y la transición a esferas públicas marcadas
por nuevas multiplicidades, en muchos casos diaspóricas, bajo la violencia
administrada de las sociedades de vigilancia y control; segundo, se relaciona con
el quiebre de las ‘grandes fábulas’ modernas de la memoria nacional, quiebre
concomitante con la mercantilización de los ‘afectos’ identificatorios en el deporte,
las telenovelas, la canción y otros géneros del pastiche en la memoria “light” en
las contemporáneas sociedades del espectáculo. El brillante trabajo de Susana de
Sousa Dias se distingue claramente de la retórica de un memorialismo pop. Su
investigación en los archivos fotográficos y registros de la violencia colonial, tanto
en África como en Portugal, es ejemplar. Natureza Morta es un logrado ejemplar
del “mal de archivo”, una película de corte histórico impulsada por lo que Ranahit
Guha llamó alguna vez la operación against the grain de la lógica del archivo.
Su irónico positivismo es notable: su recorte de los materiales del archivo está
delimitado por los mismos principios del pasado como experiencia reificada en la
imagen, forma objetivada cuyo sentido viene garantizado por el orden del archivo
mismo. En cambio, la operación elíptica y poética de la memoria de los personajes
en el cine de Costa encarna sueños de justicia insatisfechos, potencial del deseo
incumplido, vivo aún como intensidad afectiva en la experiencia del pasado y
como fuerza que posibilita la impugnación de la injusticia.

262
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

Los deícticos de la fantasmagoría imperial

Ahora bien, si en el documental de Susana de Sousa Dias domina una discreta


distinción entre los deícticos del imperio –el ‘aquí’ y el ‘allá’ entre metrópoli y
colonia, Europa y África– las elaboraciones de Costa desdibujan la frontera entre
el centro y la periferia de la violencia imperial. Tarrafal es un filme sobre un ‘allá’
que si bien es inscrito por la historia europea en la ‘distancia’ colonial, figura
en los relatos diaspóricos como el lugar fantasmático de una experiencia ‘aquí’
mismo. Tarrafal está ‘aquí’, es decir, designa la fantasmagoría del lugar, la condición
contemporánea que obliga a los sujetos planetarios a reinventar las condiciones
espaciales de la subjetividad –a reimaginar los diminutos puntos deícticos de
referencia (aquí, allá, antes, después, yo, nosotros, ellos), las coordenadas espacio-
temporales que la lengua, en su condición pragmática, utiliza para ubicar al sujeto
de la enunciación, localizando el cuerpo del que habla en el enrejillado de la
distancia física y temporal que estabiliza u ordena la experiencia.4

Tarrafal muestra cómo la mundialización impacta la estructura profunda de la


lengua y su relación con la subjetividad. Más acá de los intensos procesos de
colonización y de la masiva violencia del ‘contacto’ lingüístico brutal desatado
por los imperios modernos y la colonización lingüística y simbólica del Sur, Costa
investiga de un modo muy radical cómo la mundialización impacta la lógica de la
individuación y de la interiorización de lo simbólico por el sujeto que tanto Lacan
como aquellos insistentes seguidores de Piaget identificaron con la inscripción
del sujeto en los marcos provistos por esquemas normativos, ópticos y auditivos.

‘Aquí’ y ‘allá’ son deícticos de operación enrarecida en Tarrafal. Son funciones


sostenidas ya sea por la orientación de los objetos en el espacio o por la textura
del sonido-ambiente y el timbre de la voz en este corto donde explícitamente se
tematiza la dimensión fantasmagórica que asume la Ley estatal –sus territorios y
residencias– entre los sujetos diaspóricos. Los sujetos del cine de Costa se ubican
en un espacio fracturado y dislocado: un planeta donde han sido desplazados,
sometidos a exigencias y demandas de un entretiempo dramatizado como
una especie de limbo entre la vida y la muerte. Los deícticos fantasmagóricos
tienen entonces que ver con una crítica muy minuciosa de la fantasmagoría del
lugar asignado a los sujetos por el Estado: la ‘residencia’ y el papel ciudadano
son enrarecidos ante la óptica del inmigrante que descubre la arbitrariedad y

4 Los trabajos seminales de Émile Benveniste, producidos como una investigación sobre el
entrecruce del análisis estructural y el análisis de la pragmática de la lengua, así como las
revisiones posteriores de la teoría de la enunciación en los análisis de las posiciones del
sujeto del discurso en Foucault, Deleuze/Guattari, Agamben, etcétera, recobran vigor ante
el trabajo de un cineasta como Pedro Costa, tan alerta a la problemática del espacio y a la
localización del sujeto en los esquemas audiovisuales del cine y de la vida contemporánea.

263
Latinoamericanismo a contrapelo

‘particularidad’ (racializada) de la ley ‘universal’. La residencia es una instancia en


el plano fantasmático de la ciudadanía.

Se entrecruza así la indicación múltiple del ‘aquí’ y del ‘allá’ en este corto sobre
el papel que juega la memoria del lugar en la articulación de la subjetividad
diaspórica. Como en Natureza Morta de Sousa Dias, Costa despliega un riguroso
trabajo sobre relatos y estrategias de la memoria. Pero su archivo es de otro tipo,
muy distinto del registro documental de Susana de Sousa Dias. Pedro Costa opera
en un archivo de deseos incumplidos. La investigación de archivo, entonces, a
contrapelo del soporte documental o empírico del testimonio, elabora la fuente
imaginaria (y no por imaginaria menos real ni de poca fuerza realizativa) del deseo
como un motor de la experiencia y el cambio; la fabulación del deseo, siempre
elíptica y fragmentaria, es el soporte del reclamo de justicia ante la experiencia
de la explotación. Costa documenta con una precisión notable esa zona de la
experiencia diaspórica: el objeto inclasificable e incumplido del deseo (la promesa
ciudadana) y la fuerza realizadora de la ficción desatada por ese deseo.

Más acá del efecto de lo real

Creo que fue uno de los personajes de Nôtre Musique (2004) de Godard,
convocado aun encuentro de intelectuales reunidos en Sarajevo para conversar
sobre la catástrofe y la memoria, quien dice más o menos así: a los palestinos les
toca el documental, a los israelitas, la ficción. La discusión ya agotadora sobre el
contraste entre el documental, la fuerza indicante de la imagen cinematográfica,
y la especificidad de la ficción, han sido temas fundamentales en la historia de la
teoría del cine al menos desde los trabajos clásicos de Siegfried Kracauer (1960)
sobre la ‘redención’ de la realidad física en el cine, o de André Bazin en su
conocida polémica contra el malabarismo del cine vanguardista y su defensa del
plano largo en la imaginación naturalista.

En la década del setenta esa discusión cobró un nuevo ímpetu en los círculos
posestructuralistas, acaso a partir del gran impacto que tuvo la reconceptualización
del debate clásico sobre la mimesis en el importante texto de Roland Barthes sobre
el “efecto de realidad” en las descripciones y el relato decimonónico en el conocido
número de Communications (1968).5 Las discusiones sobre el cine, a partir de la
influencia que ejerce el texto de Barthes y la semiótica en la obra de Christian
Metz, circulan también el lugar común sobre el artificio o la mediación formal en
la producción o ‘construcción’ de la ‘verdad’ incluso en los géneros documentales.

5 Roland Barthes El susurro del lenguaje: más allá de la palabra y la escritura (1994:
179-187).

264
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

Costa presiona los límites de la distinción en Tarrafal: investiga el poder inscrito


por la división del trabajo entre el documental (o la función testimonial) y la
ficción. No le basta constatar, con Godard, el impacto de la división del trabajo
sobre los protocolos de acceso a las funciones del discurso (a los palestinos,
el testimonio, a los israelitas, la ficción). Tampoco ignora el poder brutal del
interdicto ni de la división del trabajo. Aún así, produce un cine en que los
inmigrantes africanos transitan un dominio donde la facultad imaginativa –sus
cargas pulsionales y políticas– no dependen ya de la oposición entre la ficción y
el testimonio o el documento. El documentum es de hecho parte del problema:
la evidencia o prueba en el papel de la ley. Para Costa borrar la distinción entre
ficción y testimonio o documento es una intervención política que insiste en el
reclamo del derecho a la fabulación de los sujetos subyugados y reconoce la
coexistencia de ‘creencias’ y ‘saberes’ en el orden de cualquier relato.

Cuerpo y estetización de la pobreza

La nueva pregunta sobre la distribución desigual del acceso a la ficción y sobre


la reducción del saber subyugado o subalterno a la normativa del discurso
testimonial o documental tiene sin duda que ver con el lugar del cuerpo en
las representaciones. ¿Dónde se ubica el cuerpo? Uno de los ejemplos más
extremos de las poéticas documentales o testimoniales que predominan hoy
en el melodrama global de la pobreza, se encuentra en la obra de Sebastião
Salgado, sobre todo, pero no exclusivamente, en Êxodos,6 donde la reificación
del cuerpo del emigrante es extrema.

Hoy vuelvo a mencionar a Salgado, no solo por el tema de las ‘migraciones forzadas’
que nos concierne aquí, sino porque pareciera que la “estetización de la pobreza”
es también un efecto polémico del arte en el cine de Pedro Costa. Es una pregunta
que se le hace con frecuencia al propio director. En un par de ocasiones he tenido
la oportunidad de observar cómo Costa responde impacientemente a este tipo
de preguntas: “¿No siente usted que las referencias estéticas de sus encuadres, el
rigor del artificio, de los marcos, o el calculado cromatismo de las superficies en
escena –no piensa que todo esto– distorsiona o desdibuja estéticamente el horror
del sufrimiento de sus personajes-actores desposeídos? ¿No hay un desajuste entre
la estética y la pobreza?”

La pregunta implica una demanda testimonial. La exigencia se fundamenta en aquel


antiguo principio naturalista que al modo de las teorías dramáticas del siglo XIX
exige la correspondencia entre el registro formal de la obra y el registro social de

6 Ver de Julio Ramos “Los viajes de Sebastião Salgado”, en este mismo libro, y también
“Coreografías del terror: La justicia estética de Sebastião Salgado”, en Sujetos en tránsito:
inmigración, exilio y diáspora en la cultura latinoamericana (2003).

265
Latinoamericanismo a contrapelo

la experiencia representada. La genealogía brechtiana de Costa y sus modelos más


recientes (Straub, Bresson, etcétera) explica la impaciencia del director portugués
ante la demanda mimética y testimonial, esa ley de correspondencia que asume,
sin mucha discusión, que a un mundo pobre le corresponde un arte pobre. La
expectativa no hace sino recordarnos que en la sociedad contemporánea la
belleza se piensa como un atributo de la riqueza y la posesión. Habrá que buscar
la respuesta de Costa a esa antigua polémica sobre ‘forma’ y ‘contenido’ no tanto
en sus entrecortadas respuestas en foros públicos, sino en sus películas mismas.

Demolición del barrio Fontainhas en Juventude em Marcha.

Tarrafal abre inmedia res, narrativamente, de un modo un poco elíptico, con


la toma fija que contiene los primeros siete minutos del cortometraje. En esa
toma, José Alberto Tavares, sentado a la izquierda del cuadro, conversa con su
madre, Lucinda, ubicada más hacia el centro de la imagen. Conversan sobre
Cabo Verde. Interesa enfatizar el turbante de seda o de algodón muy fino que
le cubre elegantemente el cabello de Lucinda. Los colores del turbante conectan
con las superficies del interior donde la madre conversa con el hijo: una
choza –no sabemos dónde queda– hecha de materiales muy precarios, aunque
seguramente recompuesta por el diseño plástico de una escenografía que no
deja mucho lugar a dudas sobre el diálogo entre Costa y la pintura barroca
europea, sobre todo la obra de Vermeer.

266
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

Costa asume en la composición de Tarrafal el reto artístico de una alusión barroca


sin que la belleza se oponga necesariamente al registro de la desposesión ni a la
pobreza extrema del espacio donde conversan madre e hijo. Se intensifica el color
opaco en la superficie de los materiales y se descentra el ángulo del encuadre, pero
la escena está finalmente subordinada por el contrapeso de la mesura y la stasis
del lente fijo. Doble movimiento que recuerda, por cierto, en el plano de la energía
de los cuerpos, la dualidad entre el dramatismo y la stasis en la gesticulación de
los actores de Robert Bresson, otra figura clave para Costa, fundamental acaso en
Ossos (1997), su tercer filme –el que lo lanza hacia Fontainhas– y donde Costa ya
está plenamente consciente de una paradójica poética de la reducción al hueso,
relativa a los recursos técnicos que simultáneamente trabaja la intensificación de
las superficies cromáticas y la leve irregularidad de los encuadres.

Esa es la tensión matriz del cine de Costa, la contradicción a partir de la cual se


produce: el principio paradójico de una economía del signo que de un mismo
golpe genera el énfasis estilístico mediante la reducción de recursos. Esa paradoja
–que trastorna la economía habitual o el equilibrio verosímil entre tiempo
y movimiento– es en sí una paradoja deleuziana y barroca, pero a la vez es
inseparable de la experiencia y de los “contenidos de la forma” del ritmo y de la
experiencia de Ventura (de un Ventura jubilado, que reflexiona sobre el tiempo
perdido del amor). Se trata de la paradoja de lo frío y lo caliente que recorta
los rostros mismos del claro/oscuro, temática y racialmente motivado en esta
cinematografía de una extraña luminosidad subterránea.

La motivación (en el antiguo sentido formalista) histórica y política de la estetización


del cine de Costa es fundamental. Costa nos obliga a preguntarnos nuevamente
sobre la relación entre el arte y la pobreza, tal como había hecho en Juventude em
Marcha,7 y desnaturaliza radicalmente el hábito mimético de las correspondencias u
homologías. La forma está motivada por las necesidades específicas de la estructura
de la imagen y del mensaje político. Vermeer, por ejemplo, es una ‘cita’ motivada por
la economía de la posición de la cámara en la toma estática de Tarrafal, colocada
diagonalmente, como ocurre con la perspectiva en varias pinturas del gran innovador
del trompe l’oeil, tan importante para Buñuel, quien lo recuerda y lo cita directamente
en Un Chien Andalou (1929), como para los pintores surrealistas. La cita de Vermeer
desnaturaliza la estabilidad de la perspectiva realista, aunque insistimos, Costa es
un director muy mesurado: la stasis de la cámara en este plano, secuencia de siete
minutos, contrarresta cualquier desborde, exceso o malabarismo de estilo.8

7 Ver J. Ramos: “Arte y política en el cinema de Pedro Costa” (2010).


8 En su libro reciente sobre Vermeer, Vermeer’s Hat. The Seventeenth Century and the Dawn of
the Global World, Timothy Brook sigue la trayectoria de los mercados (abiertos inicialmente
por los portugueses) que introducen en Europa algunos de los mismos objetos de lujo que
proliferan en las pinturas de Vermeer, cuya afición por la cartografía también es bien conocida.
La poesía épica de Camões registra la participación portuguesa en los primeros movimientos de

267
Latinoamericanismo a contrapelo

La “Carta de Expulsión” y la letra del fantasma estatal

Leída en un registro político, la cuestión del estilo en el cine de Costa remite a la


pregunta por la complejidad y autocuestionamiento del patrimonio artístico durante la
era de la crisis radical de la promesa universal del acceso al derecho en las sociedades
contemporáneas. El tema nos lleva nuevamente a la “Carta de Expulsión” con que
cierra Tarrafal y su relación con el antecedente de la conocida “Carta de Ventura”
comentada por Rancière en su ensayo sobre Juventude em Marcha. La “Carta de
Ventura” es hasta cierto punto, como nota Rancière, una carta entre la ‘oralidad’ y
la ‘escritura’, entre el origen y el destino del sujeto migrante cuya historia se cuenta
mediante el ‘ensamblaje’ o patchwork (Rancière) de Costa. Señala Rancière:

C’est ce qu’atteste le superbe épisode à variations de la lettre qui donne


au film son refrain: une lettre adressée par l’émigré à celle qui est restée
au pays, qui dit à la fois le quotidien des travaux ou des souffrances et
l’amour qui promet à l’aimé cent mille cigarette, une automobile, une
douzaine de robes et un bouquet de quatre sous. Cette lettre, Ventura
en module différemment la récitation pour l’apprendre à Lento, l’illettré.

[...] Pedro Costa l’a composé en fait à partir de deux sources différentes:
des vraies lettres d’émigrés –semblables à celles dont il s’était fiat jadis
le facteur et qui lui avaient donné accès à Fontainhas– et une lettre de
poète, l’une des dernières lettres envoyées par Robert Desnos à Youki
depuis le camp de Flöha (2007: 8).9

El ensamblaje de la carta es ciertamente central en Juventude em Marcha. La misma


carta apareció en ciernes en Casa de Lava, la primera película de Costa sobre la
migración caboverdiana, donde surge el juego entre las varias fuentes que comenta

esas mismas rutas que luego hicieron posible la expansión de los mercados asiáticos alrededor,
según Brook, de la gran ciudad de Shanghai. La hermosa perla del cuadro clásico de Vermeer
bien pudo haber entrado a Europa en un barco portugués desde la India, el escenario colonial
de Los Lusiadas, si no desde las costas de Mozambique (donde anduvo perdido Camões
por varios años) o de una de las islas caboverdianas, donde todavía hoy hay una pequeña
economía perlera. Más que la especulación sobre la ‘vida material’ del arte al estilo de Timothy
Brook, interesa aquí la motivación ideológica de reelaboración estética de Vermeer, un clásico
del barroco de la primera gran acumulación global, en esa secuencia de Tarrafal.
9 Traducción al español: “Es lo que testimonia el soberbio episodio de las variaciones de la carta
que da al filme su estribillo: una carta dirigida por el emigrado a la que se ha quedado en el
país, que dice a la vez lo cotidiano de los trabajos o del sufrimiento y el amor que promete
a la amada cien mil cigarrillos, un automóvil, una docena de vestidos y un racimo de cuatro
hojas. Esta carta, Ventura la recita en módulos diferentes para hacerla aprender a Lento, el
iletrado […] Pedro Costa la compone a partir de dos fuentes diferentes: de verdaderas cartas
de emigrados –similares a aquellas que le había hecho antes el cartero y que le permitieron
acceder a Fontainhas– y de la carta de un poeta, una de las últimas cartas enviadas por Robert
Desnos a Youki desde el campo de Flöha” [e.].

268
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

Rancière: por un lado, el modelo conversacional y las cartas de emigrantes a parientes


que esperan en la isla, y por otro lado, uno de los últimos textos escritos por Robert
Desnos para Youki, su pareja, unos meses antes de su muerte por desgaste y tifoidea,
mientras el poeta surrealista se encontraba todavía preso en el campo de concentración
de Flöha. La fuente europea del ‘patchwork’ en la carta de Ventura no puede estar
más motivada o cargada: se trata de un texto escrito por un preso en un campo de
concentración, una ‘carta’ que recorre, digamos, el itinerario de una esperanza de
contacto sin la más mínima posibilidad de un canal (universal) comunicativo. La
elaboración de Ventura añade un elemento a la ‘fuente’ de la carta de Desnos: el
desgaste del cuerpo colonial explotado por las condiciones del trabajo en Lisboa.

Ventura registra así la fantasmagoría de la ‘promesa’ (universalista) de participación


ciudadana que lo encamina de Cabo Verde a Europa. Cabo Verde, en ese sentido,
no es un ‘exterior’ absoluto del mundo europeo: es un espacio subordinado,
inscrito en los mapas del mundo constituido por la modernidad europea. La carta
registra la fractura, las grandes discontinuidades en las rutas del sujeto atrapado
en las redes de la promesa incumplida y desecha del rumbo ‘universal’ del
imperialismo europeo. Ni los músicos de Casa de Lava ni Ventura viajan a Europa
simplemente como ‘extranjeros’: se desplazan en el mismo mapa trazado por la
violencia imperial y la nueva división mundial del trabajo determinada por las
economías globales que rehacen y deshacen el sentido de países enteros, como
el mismo Cabo Verde, cuyo origen criollo se remonta exclusivamente al tráfico
esclavista ibérico del Atlántico. El ‘caso’ de José Alberto Tavares, nacido en Lisboa,
es aún más contundente: la carta estatal busca expulsarlo de su propio país natal.

“Carta de Expulsión” de José Alberto Tavares en Tarrafal de Pedro Costa.

269
Latinoamericanismo a contrapelo

Hay momentos cuando uno escucha la respuesta crítica de Pedro Costa en Tarrafal
a la lectura universalizante (y dualista) que Rancière propone de la “Carta de
Ventura” en Juventude em Marcha. La carta en Tarrafal no es ya una carta como
la de Ventura, que reescribe y criolliza la tradición literaria francesa (el texto de
Desnos, según ve Rancière). Es ahora la carta estatal del Proceso de Expulsión
Administrativa contra José Alberto Tavares, el mismo joven quien conversa con
su madre en la primera secuencia y luego con Ventura, en la segunda secuencia
del corto. Se trata de una carta escrita en “lingua portuguesa” –en contraste
marcado con el criollo de los personajes. Es una carta, un interdicto que declara
la expulsión de un sujeto de origen portugués de padres caboverdianos. La carta
estatal desnaturaliza cualquier reclamo fundante o esencial del lugar de nacimiento
o de origen. La letra de la ley materializa la imposibilidad de la promesa universal
de acceso al derecho ciudadano.

El relato –recordemos– comienza con la pregunta de un hijo a su madre. No


sabemos exactamente dónde se encuentra la habitación en la que conversan, si en
África o en Europa: el discurso inmediatamente ubica la enunciación en esa zona
de imprecisión deíctica: entrelugar diaspórico del aquí/allá. El lugar del hijo que
pregunta a su madre sobre la casa paterna en Cabo Verde. El padre ha muerto y
el hijo quiere regresar. ¿Regresar a dónde?, responde la madre.

La secuencia es doblemente irónica: la casa paterna ha sido abandonada, responde


la madre, no sin una leve ironía ante la idealización del país de origen que resuena
en la curiosidad del hijo. ‘Allá’ no queda nada, una casa en ruinas ocupada por
ratas. Sin embargo, la madre, no sabe lo que sabe el hijo, quien ha recibido la
carta del Gobierno portugués ordenando su expulsión de Portugal. Su retorno
al país natal (de los padres) no está simplemente motivado por una instancia de
saudade diaspórica, sino por la expulsión y pérdida de la ‘residencia’ en el único
país que conoce, Portugal, cuyo aparato judicial ha decidido enviarlo de ‘regreso’
a Cabo Verde. Entonces ni ‘aquí’ ni ‘allá’ se puede estar. La doble ironía, la materna
y la filial, no cancela sin embargo la carga afectiva que cobra ese hermoso diálogo
que da comienzo a Tarrafal, donde madre e hijo conversan sobre la añoranza
de una casa con huerto. Se está en la carga afectiva desatada por el acto de la
memoria y de la narración en la conversación misma. De pronto, el hijo cambia
de tema y le pide a la madre que le recuerde un cuento tradicional, el relato de
un mensajero de la muerte que deposita una carta en el bolsillo de sus víctimas
–una carta, digamos, de interpelación a la víctima, anunciándole su muerte–. El
mensajero entrega la carta, les chupa la sangre a sus víctimas, tras abrirle unos
agujeros en el cerebro. La historia del ‘chupasangre’ es una historia de vampiros y
fantasmas. El fantasma distribuye la carta: la letra de la ley.

No dudo que tanto el tema del zombi en Casa de Lava como la historia vampiresca
de Tarrafal, haya sugerido a algunos críticos la relación entre la narrativa
postsecular de Costa con el llamado realismo mágico. Conviene distinguir entre

270
E l d e r e c h o a l a f i c c i ó n : Ta r r a f a l d e P e d r o C o s t a

el trillado realismo mágico del mercado multicultural y la narrativa postsecular


que explora la multiplicidad y conflicto entre saberes y creencias en el contexto
desigual del coloniaje moderno.

Sin necesidad a estas alturas de hacer la historia del concepto tan abusado por la
crítica literaria latinoamericanista en los años setenta y luego canonizado como
estilo poscolonial de la globalización de la novela (García Márquez, Rushdie,
Isabel Allende, etcétera) y en el cine (Como agua para chocolate fue uno de los
primeros éxitos de distribución de Miramax en el gran mercado multicultural de
los años noventa), digamos que hay una zona de aquella discusión que mantiene
plena relevancia actual: la intensidad del choque o las contradicciones históricas
y culturales que motivaron las convenciones literarias y formales de los variados
estilos de lo ‘maravilloso’ durante el periodo tardío de la modernidad y el
imperialismo son irreducibles a un reificado estilo mediático o académico. Muy
brevemente, digamos que si nos aproximamos a la ‘modernidad’ como el proceso de
racionalización, secularización y ‘desencantamiento del mundo’ entonces es obvio
que las experimentaciones antropológicas vanguardistas, ligadas tanto al surrealismo
(la liberación de la ‘maravilla’ en Breton/Aragon) como a los experimentadores
y variados regionalismos americanos (Carpentier, Faulkner, Asturias, Zora Neale
Hurston, Maya Deren, Wifredo Lam, Juan Rulfo, García Márquez, Toni Morrison)
investigaron ‘lo maravilloso’ motivados por el intento de entender aquellas zonas de
los saberes y narrativas subyugados durante la experiencia colonial y que no fueron
cancelados por la racionalización ni por el ‘desencantamiento’ moderno del mundo.
El legado del ‘realismo mágico’ y sus antecedentes vanguardistas estuvo conformado
por exploraciones seculares de las excepciones de la racionalización moderna. De
ahí que el vocabulario de la ‘maravilla’ se deslizara con tanta facilidad, ya en el mismo
Carpentier, al vocabulario antropológico del ‘mito’. Desde la posición maravillosa
(en tanto excepción a la hegemonía del principio moderno, racional, de realidad)
el escritor latinoamericanista se aproximaba a la resistencia subalterna e impugnaba
desde allí la ineficacia de la racionalización en las zonas de la modernidad desigual
o colonial. Sin embargo, estos mismos autores generalmente operaban mediante un
recorte dualista notable que recuerda la moderna e ilustrada escisión entre creencia
y conocimiento, maravilla/magia vs.razón.

El acercamiento contemporáneo a la experiencia de la encantación no instrumenta-


lizable –esa experiencia que por falta de mejor término relacionamos (sin desconocer
los manoseos) con la intensidad política de la espiritualidad, es decir, con los
contendidos no-instrumentalizables y emancipatorios del deseo, inapropiables por
las burocracias religiosas–; tales exploraciones, como la muy tentativa de Costa,
son acercamientos postseculares en la medida en que no aceptan la naturalidad de
los contenidos epistemológicos de la racionalidad moderna. Y sobre todo porque
impugnan la razón encarnada institucionalmente en la Historia (hegeliana) del Estado
como materialización o cuerpo de la razón universal. El Estado en Tarrafal de Costa
es un estado brujo: su carta es el efecto de una letra fantasmagórica.

271
Latinoamericanismo a contrapelo

Costa radicaliza el análisis de la compleja relación entre el Estado y la narrativa de


la creencia en Tarrafal. El vampiro del relato de Lucinda se duplica en la segunda
secuencia del cortometraje, una especie de “play within a play” que pone en
escena algunos de los elementos del relato tradicional que le cuenta la madre al
hijo en la primera parte. Esa duplicación puesta en escena en la segunda parte
nos recuerda, por cierto, la imbricada relación entre la voz ‘primaria’, testimonial,
de los ‘informantes’ de Costa, y su realización performativa. Se borra la distinción,
cuando vemos que la aparición de la “Carta de Expulsión Administrativa”, en
la segunda parte del filme, le da un nuevo sentido al relato de vampiros en la
primera secuencia. El Estado es el vampiro, no su antídoto racional. El Estado es
el chupasangre que administra el tiempo y el valor de los cuerpos sometidos y
agotados por la explotación del trabajo.

La crítica del trabajo –la crítica del agotamiento y desnaturalización absoluta del
cuerpo explotado por el trabajo o por la compulsión adictiva a la que conduce el
vacío anímico de Vanda– explica la aparición de Ventura tanto en Juventude em
Marcha como en Tarrafal. Ventura intercambia el tiempo del amor por el contrato
laboral que lo llevó de Cabo Verde a Lisboa. Ventura le entrega la sangre y el
tiempo de la sangre y del amor a la vampira máquina estatal. De ahí que sea tan
fundamental para Costa la referencia a la “Carta a Youki” de Robert Desnos en
Juventude em Marcha: una carta de amor, escrita por un recluso de un campo de
concentración, poco antes de morir de tifoidea. Más acá del evidente trabajo de
patchwork, la reescritura de esa ‘Carta’ de Desnos, en su promesa imposible de
“1000 cigarrillos”, flores frescas y una casita de lava y un cuerpo saludable para el
amor, conviene notar la impugnación de Ventura y de Costa del nuevo régimen del
trabajo asalariado –sin protecciones constitucionales– que sostiene las “democracias”
blancas en Europa o los Estados Unidos. El relato ‘imaginativo’ de la madre en
Tarrafal no es entonces una compensación secundaria de lo real; al contrario de lo
que podría pensarse desde una teoría de la ideología o de la creencia como falsa
conciencia, el relato de la madre provee el soporte narrativo-teórico para el análisis
de la ficción estatal en la “Carta de Expulsión Administrativa”.

Bibliografía

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272
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2012 “El derecho a la ficción: Tarrafal de Pedro Costa”. En: Ensayos próximos,
pp. 159-173. La Habana: Casa de las Américas.

273
Índice analítico

A 179, 183, 184, 195, 197, 257


Apiñada (Quijano, Nick) 131
Aarleff, Hans 21, 24 Ara, Guillermo 99
Abraham, Ayisha 258 Arbus, Diane 219
Adams, Charles F. 160, 174 archivo 12, 35, 37, 50, 86, 101, 103, 109,
Adorno, Theodor W. 21, 32, 84, 97, 240, 110, 112, 119, 120, 143, 164, 170,
253 171, 173, 190, 203, 233, 236, 260,
África 38, 54, 207, 211, 222, 234, 240, 245, 261, 262, 264
262, 263, 270 Argentina 19, 20, 31, 34, 87, 88, 89, 90,
Agamben, Giorgio 206, 213, 226, 263 94, 96, 98, 103, 113, 121, 130, 176,
Aguabella, Francisco 245 180, 181, 185, 196, 232, 236
Aguilar Mora, Jorge 72 Arguedas, José María 122, 143, 145, 183,
Ainda viva (Vinci, Laura) 134 238, 239, 250
Akerman, Chantal 258, 259 Ariel (Rodó) 12, 71, 75, 76, 77, 79, 83, 85,
Alarcón, Norma 182 86, 88, 96, 99, 144, 170, 171, 172,
Aleijadinho 217 175, 178, 180, 183
Alejandro, Ramón 132, 133 Aronna, Michael 183, 194
Alonso, Amado 24, 141 Artaud, Antoine 232
Altamirano, Carlos 87 articulación 24, 26, 27, 51, 64, 65, 154,
Althusser, Louis 45, 107 161, 185, 199, 264
Álvarez-Curbelo, Silva 145 Asia 25, 222
ambivalencia 31, 59, 106, 108, 109, 151, Asturias, Miguel Ángel 271
207, 224, 230, 235, 248, 252
América 7, 9, 20, 21, 22, 23, 25, 26, 32, 33, B
71, 73, 79, 85, 86, 91, 94, 95, 96, 98,
101, 113, 115, 116, 117, 118, 119, Bachiller y Morales, Antonio 35, 39, 57,
120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 59, 66
127, 128, 129, 130, 140, 159, 162, Balibar, Etienne 20
163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, Balibar, Renée 26, 252
174, 175, 176, 178, 179, 180, 183, Balún Canán (Castellanos, Rosario) 143,
184, 195, 196, 197, 257 145
América Latina 7, 9, 20, 21, 22, 33, 71, 73, Bammer, Angelika 32, 69
79, 94, 101, 113, 115, 116, 120, 123, barroco 145, 215, 216, 218, 219, 220, 247,
124, 126, 128, 130, 140, 163, 164, 268
165, 166, 167, 169, 174, 175, 178,

275
Latinoamericanismo a contrapelo

Barthes, Roland 7, 203, 204, 226, 254, C


264, 272
Basadre, Jorge 102 Cabral, Amilcar 262
Bataille, George 232 Cage, John 246
Baudelaire, Charles 232, 236, 250 Calderón, Héctor 182, 197
Bello, Andrés 11, 12, 15, 16, 20, 21, 22, California 34, 98, 133, 135, 136, 138, 140,
23, 24, 25, 25, 27, 28, 29, 30, 33, 36, 141, 177, 181, 182, 183, 186, 187,
39, 75, 76, 84, 120, 132, 133, 136, 188, 190, 192, 194, 197, 226, 227,
138, 166, 178, 225, 266 253
Belton, John 230, 256 Calvin Sims 160, 174
Benítez Rojo, Antonio 244, 253 Cano, Bienvenido 38
Benjamin, Walter 10, 11, 133, 145, 156, canon 12, 25, 27, 61, 101, 166, 183, 185
203, 205, 212, 213, 216, 221, 229, Canto general (Neruda, Pablo) 144
232, 233, 234, 235, 236, 237, 238, Capetillo, Luisa 172, 175
239, 240, 241, 250, 251, 252, 253, capitalismo 8, 81, 129, 180, 183, 220, 226,
255, 256, 259, 272, 230, 232, 237, 252, 253, 254
Berger, John 207, 209, 221 Caravaggio 217
Bergmann, Emilie L. 194 cárcel 177, 187, 188, 196, 224, 262
Bernard de Chateausalins, Honorato 54, caribeñización 174
66 Carpentier, Alejo 239, 249, 271
Beverley, John 171, 183, 185 Cartier-Bresson, Henri 220
Bhabha, Homi 17 Castellanos, Rosario 143
Bidau, Eduardo L. 87, 98 Cerda, Martín 7, 10
Bing, Wang 258 Chambers, Iain 208, 226
Bloch, Ernst 37, 237 Chick Corea, Armando 246
blues 245 Chile 20, 21, 23, 26, 28, 30, 32, 33, 111,
bodegón 131, 134, 135, 216 113, 174, 175, 178, 181, 197, 256
Bolívar, Simón 33, 157, 196 cine 8, 12, 203, 221, 227, 230, 250, 251,
Brasil 131, 136, 201, 209, 211, 216, 243, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 267,
244, 247, 248 268, 271
Brathwaite, Edward K. 244, 250, 254 ciudadanía 7, 8, 9, 20, 22, 25, 26, 27, 28,
Brook, Timothy 267, 268 39, 41, 46, 52, 63, 66, 102, 107, 136,
Brouwer, Leo 249 137, 166, 171, 174, 178, 179, 182,
Brown, Bill 160 193, 194, 208, 209, 212, 213, 214,
Buenos Aires 16, 23, 33, 34, 66, 68, 69, 222, 258, 260, 264
87, 98, 99, 103, 113, 129, 130, 176, ciudad letrada 7, 8, 33, 46, 69, 77, 99, 183,
196, 201, 253, 254, 255, 273 184, 196
Bulnes, Francisco 122 Ciudad letrada (Rama, Ángel) 7, 77, 98,
Bunge, Carlos O. 122, 129 166, 183, 195, 238, 250
Burroughs, William 231, 236 civilización 25, 48, 83, 86, 88, 113, 120,
124, 160, 213
Clark, T. J. 220, 221, 226, 227
Clastres, Pierre 48, 67

276
Índice analítico

Clifford, James 161, 182, 194, 208, 210, cuerpo 15, 16, 17, 19, 23, 27, 28, 29, 31,
226 37, 42, 43, 44, 48, 49, 51, 52, 53, 54,
colonización 160, 168, 234, 244, 263 55, 57, 58, 61, 62, 63, 105, 110, 111,
comunidad 89, 147, 187, 189, 261 112, 118, 123, 125, 136, 138, 139,
Coney Island (Martí, José) 12, 71, 72, 73, 140, 142, 144, 147, 148, 154, 159,
74, 85, 98 160, 164, 175, 185, 188, 194, 203,
conocimiento 81, 94, 124, 125, 238, 244, 204, 206, 214, 216, 217, 218, 229,
271 230, 232, 233, 235, 236, 237, 238,
consumo 132, 140, 166, 167, 178, 200, 239, 241, 242, 243, 244, 250, 251,
213, 218, 220, 221, 222, 223, 235, 252, 255, 263, 265, 269, 271, 272
236, 237 cultura 8, 12, 40, 45, 54, 60, 71, 72, 73,
Cornejo Polar, Antonio 21, 33, 144, 165, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 82, 83, 84,
172, 174, 177, 182, 184, 195, 196, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94,
250, 254 95, 96, 97, 99, 113, 115, 116, 122,
Cornell, Drucilla 44, 67 140, 141, 145, 164, 165, 166, 167,
cosmopolita 89, 135, 161, 169, 170, 209, 171, 172, 173, 178, 179, 180, 181,
210, 222 184, 185, 196, 199, 200, 205, 214,
cosmopolitismo 137, 171, 208, 209, 210, 223, 225, 236, 248, 249, 250, 254,
214, 217, 219, 222 255, 265, 273
Cover, Robert M. 44, 64, 67, 195 culturalismo 141, 218
criollización 241, 244
criollo(a) 61, 103, 105, 122, 125, 269, 270 D
crisis 9, 10, 11, 19, 25, 74, 77, 78, 79,
82, 87, 88, 90, 93, 97, 101, 103, 125, De Arango y Parreño, Francisco 67
128, 149, 150, 162, 163, 164, 166, De Certeau, Michael 51, 250, 252
167, 168, 173, 178, 179, 181, 184, de la Campa, Román 164
192, 197, 205, 221, 235, 240, 248, de la Luz y Caballero, José 46, 75, 81
251, 260, 262, 268 del Casal, Julián 185, 195, 196
crítica 7, 8, 9, 10, 12, 13, 28, 45, 51, 65, Deleuze, Gilles 17, 33, 121, 129, 208, 220,
71, 72, 74, 78, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 226, 230, 239, 242, 243, 252, 254,
86, 88, 92, 93, 94, 97, 108, 109, 117, 263
122, 123, 125, 128, 129, 137, 144, Democracia 7, 8, 137, 171, 172, 247
148, 152, 155, 156, 161, 164, 170, de Quesada y Miranda, Gonzalo 148,
175, 177, 180, 181, 182, 184, 185, 152, 157
201, 204, 208, 212, 213, 223, 225, De Quincey, Thomas 235, 236
226, 234, 237, 241, 242, 247, 253, Deren, Maya 232, 271
254, 256, 259, 263, 270, 271, 272 Derrida, Jacques 10, 44, 67, 147, 156, 190,
crónica 71, 84, 85, 150, 169, 232, 233, 195, 214, 226
235, 236 De Santa Cruz y Montalvo, María de las
Cuba 12, 35, 36, 40, 41, 42, 45, 54, 59, 60, Mercedes 67, 113
62, 66, 68, 69, 75, 81, 103, 122, 147, desarrollo desigual 11, 238
149, 152, 153, 154, 155, 157, 160, descolonización 212, 219
161, 170, 174, 190, 195, 247 deseo 76, 101, 112, 113, 121, 122, 128,

277
Latinoamericanismo a contrapelo

129, 140, 142, 143, 155, 165, 193, Estado 21, 22, 23, 24, 26, 28, 65, 66, 80,
210, 232, 237, 242, 262, 264, 271 87, 89, 93, 96, 107, 113, 120, 121,
De Sousa Dias, Susana 262, 263, 264 122, 136, 138, 141, 159, 166, 169,
de Sousa Santos, Boaventura 47, 64, 241 178, 183, 188, 191, 192, 244, 252,
de Zequeira y Arango, Manuel 132 255, 256, 257, 258, 263, 271, 272
Díaz Quiñones, Arcadio 168, 174 Estados Unidos 41, 73, 81, 84, 121, 122,
diferencia 20, 29, 30, 31, 58, 60, 61, 85, 123, 128, 129, 135, 137, 159, 162,
128, 164, 173, 178, 184, 191, 194, 166, 167, 168, 174, 181, 183, 185,
200, 203, 222, 241, 259, 260, 261 188, 192, 200, 208, 221, 222, 232,
discurso 9, 10, 11, 18, 19, 20, 22, 23, 24, 248, 250, 272
25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 39, 43, 44, estética 60, 73, 75, 76, 77, 86, 89, 94, 96,
45, 46, 47, 48, 51, 52, 53, 54, 55, 62, 128, 135, 139, 140, 149, 151, 153,
64, 65, 66, 71, 74, 77, 78, 82, 83, 84, 154, 155, 171, 173, 180, 183, 187,
85, 86, 88, 89, 90, 94, 95, 96, 106, 193, 199, 201, 203, 205, 206, 214,
109, 111, 115, 117, 118, 119, 120, 222, 223, 224, 225, 244, 250, 254,
121, 122, 124, 125, 126, 128, 132, 255, 256, 259, 265, 268, 273
136, 143, 149, 155, 156, 160, 164, estrategia 16, 17, 23, 41, 59, 60, 74, 84,
165, 166, 167, 168, 171, 177, 178, 103, 121, 126, 128, 220
180, 183, 185, 190, 193, 200, 209, estudios culturales 8, 101, 113, 140, 164,
210, 212, 222, 223, 229, 231, 232, 167, 173, 174, 175, 177, 178, 179,
233, 235, 236, 237, 239, 241, 243, 181, 183, 184, 195, 208, 225, 239,
244, 245, 246, 247, 249, 250, 257, 246, 248
263, 265, 270 estudios latinoamericanos 165, 167
Doerig, José Antonio 37, 67 Europa 11, 20, 23, 25, 41, 122, 128, 129,
Doisneau, Tobert 220 137, 167, 209, 211, 221, 222, 232,
don 9, 10, 15, 33, 39, 63, 104, 105, 109, 234, 239, 261, 263, 267, 268, 269,
147, 153, 154, 155, 156, 187, 217, 270, 272
225 éxodo 206, 207
Donzelot, Jacques 211, 226 Êxodos (Salgado, Sebastião) 8, 11, 198,
Douglas, Mary 62, 63, 67, 201, 204, 226 199, 200, 202, 206, 210, 215, 216,
DuBois, Page 41, 42 217, 218, 221, 222, 224, 226, 227,
254, 255, 265, 273
E
F
Echemendía, Ambrosio 50, 67
El laberinto de la soledad (Paz, Octavio) Fanon, Frantz 47, 67, 136
72, 98, 141, 146 Faulkner, William 271
Emerson, Ralph Waldo 84, 98 Fernández, Álvaro Bravo 254
Errázuriz, Paz 8 Fernández Retamar, Roberto 173, 174
esclavitud 12, 16, 36, 37, 40, 44, 45, 46, Ferraz, Vicente 258
53, 57, 61, 66, 190, 191 fetichismo 204, 244, 247, 250, 258, 260
Escocia 72 ficción 16, 19, 22, 43, 44, 52, 55, 58, 63,
Escriche, Joaquín 42, 43, 46, 67 64, 65, 78, 108, 116, 137, 138, 145,
España 22, 23, 35, 61, 118, 130, 136 171, 214, 233, 236, 239, 247, 257,

278
Índice analítico

264, 265, 272, 273 Guadalajara 165


Figueroa, Sotero 172, 176 Guatemala 147, 161, 207
Fiol-Matta, Licia 242, 243, 254 Guattari, Félix 17, 33, 121, 129, 208, 220,
Flores, Juan 174 226, 230, 242, 252, 254, 263
fordismo 250 Guha, Ranajit 7, 262
Foucault, Michel 10, 24, 33, 48, 68, 119, Guillén, Nicolás 145, 247, 249
128, 129, 160, 174, 191, 195, 213, Guillumette, Rapho 220
226, 263 Guimarães Rosa, João 238, 239, 250
Franchi de Alfaro, Antonio 42, 68 Güines, Tata 245
Francia 23, 91, 102, 103, 105, 107, 136, Gutiérrez Girardot, Rafael 80, 98, 195
183, 214 Gutiérrez Nájera, Manuel 92, 98
Franck, Henry 161, 174
Frank, Robert 219 H
Friol, Roberto 46, 47, 68
frontera 40, 103, 162, 194, 205, 207, 233, Habermas, Jürguen 128, 129
234, 236, 263 habla 18, 19, 21, 22, 23, 24, 25, 27, 29,
31, 37, 43, 45, 48, 55, 61, 62, 63, 97,
G 124, 125, 126, 128, 136, 141, 144,
152, 154, 173, 190, 214, 263
Galeano, Eduardo 206, 207, 227 Haití 60
García Canclini, Néstor 166, 175, 178, Hamilton, Peter 220, 227
179, 195, 213, 227 Hardt, Michael 212, 222, 227, 255, 257,
García Márquez, Gabriel 271 273
Garramuño, Florencia 201, 248, 254, 255, haschisch 229, 233, 235, 236, 237, 239,
273 240, 253
Gil, Carlos 145, 179, 195, 249 Hass, Ernest 219
Gillespie, Dizzie 245 hegemonía 94, 116, 160, 169, 178, 196,
Gillis, Christina 226, 227 262, 271
Gilroy, Paul 240, 254 Heidegger, Martin 161, 175
globalización 12, 21, 136, 137, 141, 163, hermenéutica(o) 41, 89, 127, 128, 184
164, 165, 166, 167, 168, 172, 173, Hero de Neiba, Mácsimo 50, 191, 195
175, 178, 179, 183, 189, 195, 197, heterogeneidad 10, 17, 21, 30, 33, 45, 61,
199, 201, 205, 206, 207, 208, 210, 62, 88, 155, 177, 184, 195, 196, 244,
211, 212, 222, 227, 234, 235, 236, 250, 254
239, 245, 257, 271 hibridez 150, 165, 166, 167, 168, 172, 174,
Gobierno 36, 38, 66, 270 208
Gombrowicz, Witold 103 Hidalgo, Giovanni 245
González Echevarría, Roberto 84, 98 Horkheimer, Max 21, 32
gospels 245 hospitalario 110
gramática 15, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, hospitalidad 9, 210
27, 28, 29, 30, 33, 138, 252 humanidades 9, 86, 87, 88, 93, 94, 95, 96,
Gramsci, Antonio 71, 98, 250 97, 166, 178, 179, 225
Gran Bretaña 36, 76 Hurston, Zora Neale 271
Groussac, Paul 103

279
Latinoamericanismo a contrapelo

I Kaplan, Caren 208, 227


Kasson, John F. 73, 98
Ibiza 237, 238, 239 Klein, Herbert S. 41, 68
identidad 10, 22, 23, 27, 37, 46, 54, 56, Kracauer, Siegfried 203, 227, 264
57, 58, 74, 80, 86, 96, 107, 115, 116, Krauze, Enrique 91, 98
117, 118, 119, 120, 122, 123, 124, Kristeva, Julia 136, 145
127, 128, 136, 163, 164, 167, 169,
173, 174, 182, 209, 231 L
ideología 21, 45, 52, 55, 79, 115, 128, 190,
201, 240, 247, 272 Lacan, Jacques 107, 194, 195, 242, 255,
Ignatieff, Michael 211, 212, 227, 255, 257, 263
273 Lacoue-Labarthe, Philippe 57, 68, 243
India 222, 268 La Habana 15, 35, 36, 38, 54, 66, 67, 68,
industria 72, 73, 74, 76, 79, 82, 85, 136, 69, 70, 98, 99, 103, 104, 113, 123,
240, 241, 251 129, 130, 152, 157, 196, 248, 249,
inmigración 16, 19, 89, 171, 199, 236, 254, 254, 255, 256, 273
255, 260, 265, 273 Lam, Wifredo 271
inmigrante 31, 89, 136, 172, 188, 189, 191, Lange, Dorothea 219
263 Laporte, Dominique 26, 32, 252, 253
intelectual 8, 9, 16, 19, 20, 21, 22, 28, 30, La raza cósmica (Vasconcelos, José) 92,
32, 50, 61, 72, 73, 74, 75, 78, 82, 93, 99
84, 87, 91, 92, 93, 94, 98, 116, 119, latinización 174
120, 148, 149, 163, 166, 167, 169, latinoamericanismo 8, 9, 11, 12, 71, 74,
171, 172, 173, 181, 201, 207, 232, 86, 90, 101, 128, 143, 144, 145, 163,
248, 252 164, 165, 166, 167, 168, 169, 170,
Ishimoto, Yasuhiro 219 171, 172, 173, 178, 179, 180, 183,
Italia 23 185, 248
Legendre, Pierre 44, 68, 69
J legitimidad 29, 31, 38, 47, 51, 52, 53, 55,
94, 106, 107, 108, 120, 129, 147,
Jameson, Fredric 72, 98 153, 154, 157, 166, 185, 192
JanMohamed, Abdul R. 182, 196 Leiris, Michel 232
jazz 10, 229, 233, 239, 240, 241, 249, 252 lengua 10, 11, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21,
Julia, Dominique 26, 32, 252, 253, 254 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31,
justicia 11, 27, 38, 47, 55, 61, 64, 80, 122, 32, 33, 37, 38, 39, 45, 48, 52, 55,
123, 127, 145, 147, 156, 180, 190, 56, 60, 61, 62, 63, 66, 75, 89, 91,
192, 193, 199, 201, 204, 205, 206, 101, 102, 103, 105, 126, 131, 133,
207, 210, 214, 222, 223, 224, 225, 134, 135, 136, 137, 138, 141, 142,
254, 255, 262, 264, 265, 273 143, 144, 145, 150, 151, 190, 196,
210, 241, 252, 254, 258, 260, 261,
K 262, 263
lenguaje 19, 22, 23, 24, 28, 52, 61, 74,
Kantorowicz, Ernst H. 44, 68, 147, 156, 89, 95, 106, 151, 210, 223, 243, 254,
157 256, 264, 272

280
Índice analítico

letrado 9, 10, 35, 36, 45, 119, 190, 191, Manhattan 133, 174
193, 248 Manzano, Juan Francisco 9, 12, 35, 44,
ley 8, 9, 11, 12, 16, 17, 18, 21, 23, 25, 26, 46, 68, 69, 70, 190, 191, 196
27, 28, 29, 35, 36, 37, 39, 40, 42, 43, Marcuse, Herbert 77, 99, 128, 223
44, 45, 47, 48, 50, 51, 52, 54, 56, 57, Mari, Enrique E. 44, 69
59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 67, 68, 69, Marsella 10, 229, 232, 233, 234, 235, 236,
101, 102, 104, 105, 106, 107, 110, 237, 239, 240, 241, 251, 252
111, 112, 124, 138, 154, 177, 187, Martí, José 11, 12, 35, 50, 70, 72, 73, 74,
188, 190, 191, 192, 193, 195, 196, 75, 76, 77, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85,
200, 209, 210, 212, 214, 230, 231, 86, 92, 99, 115, 116, 117, 118, 119,
234, 261, 264, 265, 266, 270 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126,
Lezama Lima, José 217, 239 127, 128, 129, 144, 145, 147, 148,
Lida, María Rosa 141 149, 150, 151, 152, 153, 155, 156,
Lida, Raimundo 141 Lienhard, Martin 157, 164, 168, 169, 170, 171, 172,
145, 250, 255, 257 175, 176, 178, 179, 182, 184, 196
literatura 8, 11, 12, 19, 33, 40, 43, 44, 45, Martín-Barbero, Jesus 178, 179, 196
46, 55, 57, 58, 61, 63, 64, 65, 66, 68, masa 71, 72, 164, 178, 180
71, 74, 76, 80, 82, 83, 84, 85, 86, 87, Masiello, Francine 111, 113, 185, 196
88, 89, 90, 92, 93, 95, 96, 97, 98, Mauss, Marcel 147, 157
104, 108, 109, 110, 112, 115, 121, McCullough, David 159, 175
126, 127, 128, 129, 130, 145, 149, Mendoza, Alberto 5, 12, 177, 185, 186,
150, 151, 166, 168, 169, 170, 171, 187, 188, 189, 190, 191, 192, 193,
173, 175, 179, 182, 183, 184, 185, 194, 196
190, 191, 193, 195, 196, 223, 225, mercado 9, 13, 26, 54, 71, 72, 73, 78, 79,
238, 239 85, 131, 167, 169, 171, 181, 200,
Lloyd, David 182, 196 201, 232, 234, 241, 246, 271
local 21, 23, 25, 30, 103, 164, 167, 168, mestizaje 61, 145, 238, 247, 248, 249
170, 172, 173, 188, 258 metáfora 20, 22, 23, 44, 58, 62, 91, 117,
Locke, John 32, 51, 68 120, 121, 122, 126, 127, 132, 151,
Los Ángeles 98, 141, 188, 221 153, 154, 179, 206, 222, 231
Los ríos profundos (Arguedas, José María) México 23, 33, 68, 70, 87, 90, 91, 93, 95,
145 96, 98, 99, 100, 115, 121, 122, 129,
Ludmer, Josefina 21, 33, 44, 68, 184, 196 130, 144, 145, 146, 162, 168, 175,
Lugones, Leopoldo 16, 33, 89, 91, 99, 100 181, 195, 196, 207, 227, 253, 254,
Luis, William 60, 68 255, 272
Lukács, György 84, 99 Michaux, Henri 232
Lyotard, Jean-François 43, 68 migración 173, 200, 257, 258, 268
Miller, Wayne 195, 219, 226
M Milner, Jean-Claude 18, 33
Mistral, Gabriela 117, 129, 169
Madden, Richard R. 45, 51, 68 modernidad 7, 33, 71, 74, 78, 79, 80, 82,
Mailer, Norman 193 88, 89, 115, 119, 120, 123, 127, 128,
Mandinga, María Antonia 12, 35, 37, 39, 129, 130, 149, 169, 171, 172, 175,
43, 44, 65, 69 178, 180, 193, 195, 205, 206, 213,

281
Latinoamericanismo a contrapelo

219, 220, 221, 230, 232, 234, 235, O


236, 237, 238, 239, 240, 241, 242,
251, 269, 271 orientalismo 163, 164, 241
modernización 12, 17, 76, 77, 78, 79, 80, Ortega y Gasset, José 71, 72, 74, 99
81, 84, 85, 86, 87, 88, 90, 120, 121, Ortiz, Fernando 40, 69, 235, 238, 244,
122, 123, 126, 128, 129, 172, 183, 250, 255
235 Orwell, George 223, 224
moderno(a) 11, 13, 20, 22, 23, 25, 26, 27, Otero Gabarís, Juan 244, 255
29, 43, 44, 48, 64, 71, 72, 74, 76, 80, Ouro Preto 217
81, 82, 83, 85, 113, 127, 128, 135, Oviedo, José 183, 185, 194
137, 138, 142, 148, 149, 150, 151,
155, 161, 170, 181, 185, 190, 191, P
206, 208, 211, 213, 220, 221, 229,
232, 234, 235, 236, 237, 238, 239, Panamá 159, 160, 161, 162, 163, 165, 170
242, 250, 252, 256, 257, 262, 271 panamericanismo 168, 169, 170
Molloy, Sylvia 46, 51, 57, 69, 144, 185 París 67, 101, 103, 104, 128, 136, 199, 232,
Monsiváis, Carlos 91, 99 234, 236, 252
Montero, Oscar 185, 196 patria 35
Moreiras, Alberto 164, 175 Patterson, Orlando 53, 69
Moreno Fraginals, Manuel 54, 69 Paz, Octavio 98, 141, 146
Morrison, Toni 271 Penna, João Camillo 248, 255
Moscú 235, 237, 253 Peregrinaciones de una paria (Tristán,
Moten, Fred 240, 250, 255 Flora) 101, 102, 103, 104, 106, 107,
multiculturalismo 12, 140, 209, 260 108, 109, 110, 111, 113
música 10, 12, 124, 229, 234, 236, 240, Perlongher, Néstor 236, 255
241, 242, 243, 244, 245, 246, 247, Perú 23, 102, 103, 104, 107, 108, 109
248, 249, 251, 252, 253, 254, 255, Piglia, Ricardo 19, 33
256 Piñera, Virgilio 103
Piñero, Norberto 87, 98
N poder 7, 15, 18, 19, 22, 29, 32, 33, 39, 44,
46, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 57,
Nabokov, Vladimir 223, 224 58, 60, 62, 63, 65, 79, 85, 86, 87, 90,
nación 244, 255 91, 94, 106, 107, 110, 111, 116, 119,
Nancy, Jean-Luc 32, 230, 243, 255 120, 121, 123, 124, 126, 127, 128,
Nápoles 234, 237, 239, 253 129, 156, 162, 164, 165, 170, 178,
Negri, Antonio 212, 222, 227, 255, 257, 179, 181, 182, 183, 184, 191, 200,
273 203, 206, 208, 210, 211, 213, 214, 225,
New Jersey 133 230, 239, 241, 244, 252, 255, 257, 265
Nida, Stella H. 160, 175 poesía 21, 28, 32, 46, 50, 51, 76, 79, 80,
nomadismo 208 84, 86, 99, 127, 128, 132, 133, 142,
novela 63, 68, 143, 145, 193, 232, 271 143, 144, 147, 149, 151, 152, 153,
Nuestra América 85, 115, 116, 117, 118, 155, 156, 157, 177, 185, 186, 187,
119, 120, 122, 123, 124, 125, 126, 189, 191, 192, 193, 196, 223, 231,
127, 128, 130, 168, 184 236, 247, 249, 250, 267

282
Índice analítico

política 7, 8, 10, 11, 12, 25, 26, 27, 33, 54, 106, 107, 108, 145, 148, 200, 203,
61, 71, 85, 86, 88, 89, 91, 96, 108, 214, 222, 233, 244, 257, 261
115, 116, 122, 123, 124, 126, 129, Reiss, Timothy 21, 33, 242, 256
130, 141, 142, 145, 153, 154, 155, representación 18, 22, 23, 24, 25, 37, 38,
166, 172, 178, 189, 205, 213, 222, 41, 51, 52, 53, 54, 57, 61, 63, 66,
223, 244, 248, 250, 252, 254, 255, 77, 78, 116, 120, 123, 124, 125, 126,
259, 265, 267, 271, 273 127, 145, 149, 150, 151, 166, 170,
popular 15, 16, 21, 22, 23, 24, 25, 27, 171, 173, 178, 184, 185, 187, 190,
30, 96, 171, 173, 180, 238, 242, 245, 193, 195, 196, 203, 204, 214
247, 248, 249 resistencia 16, 19, 87, 93, 102, 129, 225,
populismo 145, 246 252, 271
populista 90, 95 Revel, Jacques 252, 254
Portugal 260, 262, 270 revolución 77, 90, 91, 93, 94, 95, 96, 97,
poscolonial 22, 30, 221, 239, 258, 271 98, 180
posmodernidad 181, 183, 185, 212 Reyes, Alfonso 90, 91, 92, 99, 141, 166,
Poulantzas, Nicos 252, 255 169, 183
Pozo, Chano 245 Richard, Nelly 103, 171, 175, 178, 185,
Pratt, Mary L. 22, 33, 40, 69, 182, 196 239
pueblo 27, 29, 31, 38, 75, 76, 81, 88, 93, 197, 256
95, 97, 119, 121, 141, 148, 161, 234 Rincón, Carlos 179, 183, 197
Puerto Rico 15, 131, 145, 161, 170, 172, Río de Janeiro 134, 243, 248
174, 175, 179, 246, 247 Rivera, Diego 8, 12, 96, 131, 135, 138,
140, 141
Q Rivera Nieves, Irma 145
Rodó, José Enrique 99, 175
Quijano, Nick 131, 133, 239 Rodríguez, Simón 101, 106
Quintero Herencia, Juan Carlos 242, 255 Rojas, Ricardo 87
Quintero Rivera, Ángel 172, 175, 244, Roldán, Amadeo 247
246, 249, 255 Ronell, Avital 243, 256
Quiroga, Horacio 31, 33 Rorty, Richard 223, 224, 225, 227
Rosaldo, Renato 182, 197
R Rudolph, Paul 220
Rulfo, Juan 103, 238, 239, 250, 271
Rafael, Vicente 164, 175
Rama, Ángel 7, 21, 33, 46, 69, 77, 98, 99, S
144, 166, 183, 184, 195, 196, 238,
250, 255 Saco, José Antonio 54, 69
Ramos, Julio 7, 13, 33, 62, 69, 113, 130, Said, Edward W. 108, 113
146, 157, 159, 175, 196, 255, 265, Saldívar, José David 182, 197
273 Sánchez, Rosaura 182, 197
Ramos Otero, Manuel 247 Sandburgh, Carl 221
Rancière, Jacques 258, 268, 269, 270, 273 Santiago 113, 141, 160, 174, 175, 197,
raza 16, 58, 59, 92, 93, 99, 121, 125 249, 256
reconocimiento 7, 19, 45, 58, 104, 105, São Paulo 134, 236, 256

283
Latinoamericanismo a contrapelo

Sarlo, Beatriz 87, 98, 166, 171, 173, 176 teoría 9, 10, 24, 26, 29, 40, 70, 93, 141,
Sarmiento, Domingo Faustino 33, 129 204, 234, 238, 239, 244, 254, 263,
Scarry, Elaine 52, 53, 69, 201, 225, 227 264, 272
Schulman, Iván 46, 47, 69 territorialidad 8, 17, 40, 166, 173, 184,
Scott, Rebecca J. 40, 69 209, 257
Sedgwick, Eve Kosofsky 236, 256 territorio 7, 16, 30, 62, 63, 66, 71, 74, 75,
Serres de Turnes, Michel 146 76, 77, 78, 79, 80, 84, 89, 137, 173,
Severino, Emanuelle 179, 197 184, 209
Silverman, Kaja 242, 256 testimonio 12, 38, 39, 41, 42, 43, 44, 45,
Simmel, Georg 235, 250, 256 47, 50, 51, 52, 53, 60, 61, 63, 66,
Slater, Candace 216, 226, 227 116, 147, 155, 187, 189, 205, 206,
Sloterdijk, Peter 15, 34, 162, 176, 243, 210, 264, 265
244, 256 Thom, René 40, 70, 99
Smith, Paul J. 194 transculturación 40, 145, 238, 241, 244
sociedad 20, 25, 30, 41, 43, 45, 62, 63, 65, Tristán, Flora 12, 101, 102, 103, 104, 105,
71, 74, 76, 77, 78, 79, 82, 83, 84, 86, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 112,
88, 96, 97, 102, 126, 127, 128, 150, 113, 164, 165, 175
163, 180, 187, 189, 193, 242, 266
sociedad civil 41 U
Sommer, Doris 27, 34, 185, 197
Sontag, Susan 206, 219, 220, 227, 246, universal 21, 29, 30, 47, 83, 96, 111, 122,
256 180, 210, 211, 219, 238, 241, 262,
Sosnowski, Saúl 254, 255, 273 264, 268, 269, 270, 271
Spivak, Gayatri Chakravorty 18, 19, 34, universalidad 47, 193, 207, 209, 210, 211,
210, 227 219, 220
Steichen, Edward 219, 220, 222 universidad 8, 87, 92, 94, 120, 135, 140,
Still Life and Blossoming Almond Trees 163, 166
(Rivera, Diego) 12 utopía 86, 95, 96, 98, 140, 179, 180, 195
Suárez y Romero, Anselmo 46, 50, 62,
63, 70 V
subalterno 17, 18, 19, 55, 58, 59, 62, 102,
121, 125, 149, 265 Valdés, Chucho 246, 249
subjetividad 17, 23, 33, 50, 51, 52, 54, 61, Valdez, Juan R. 141
107, 108, 136, 190, 191, 193, 196, Valero, Arnaldo 244, 256
225, 260, 263, 264 Varona, Enrique J. 122, 123, 126, 130
Vasconcelos, José 91, 92, 93, 96, 99, 121,
T 178, 180
Veloso, Caetano 236, 247, 248
Tarrafal (Costa, Pedro) 257, 258, 259, Vera-León, Antonio 45, 57, 61, 70
261, 262, 263, 265, 266, 267, 268, Versos libres (Martí, José) 152, 153, 154,
269, 270, 271, 272, 273 155
Taussig, Michael 60, 70, 161, 176, 258 Vezzeti, Hugo 20, 34
Tavares, José Alberto 258, 266, 269, 270 Vianna, Hermano 248
Viena 36

284
Índice analítico

Villaverde, Cirilo 58, 70


Vinci, Laura 134
Viola, Bill 231
violencia 20, 38, 45, 48, 49, 51, 91, 103,
108, 118, 119, 122, 136, 143, 148,
155, 156, 161, 178, 210, 212, 226,
234, 242, 253, 257, 258, 262, 263,
269
Vitier, Cintio 116, 130, 152, 157
Voloshinov, Valentin 34, 231, 256

Walsh, Rodolfo 235


Weber, Max 150, 237, 238, 241, 256
Weerasethakul, Apichatpong 258
Weis, Elisabeth 230, 256
Weston, Edward 219
White, Hayden 94, 100
Whitman, Walt 76, 80, 82, 100, 127
Williams, Raymond 76, 100
Williams, William Carlos 133
Wisnik, José M. 244, 248, 256

Yúdice, George 183, 197, 248, 256


Yzur (Lugones, Leopoldo) 16, 19, 20, 31,
33

Zalba, Federico 38, 66


Zamora y Coronado, José María 36, 38,
57, 70
Zea, Leopoldo 91, 100

285
Este libro fue diagramado utilizando fuentes ITC Garamond Std a 10,5 pts,
en el cuerpo del texto y Bangle Normal en la carátula.
Se empleó papel propalibro beige de 70 grs. en páginas interiores
y propalcote de 300 grs. para la carátula.
Se imprimieron 300 ejemplares.

Se terminó de imprimir en Velasco|Estudio Gráfico;


en febrero de 2015.

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