You are on page 1of 8

CINE-PSICO-TROPO

Víctor Borrego

Agradezco está oportunidad de poder hablar del cine que nos gusta en un ambiente de reflexión y
amistad. En primer lugar debo aclarar que no soy un especialista en cine, tal y como acostumbramos
a entender el término especialista y el término cine; simplemente me dedico a la enseñanza de la escultura
y de las artes plásticas y utilizo a menudo obras cinematográficas para reflexionar sobre cuestiones
relativas a la creación, la expresión y el pensamiento; ya que entiendo que los referentes para un artista
pueden ser muchos y diversos; desbordando los límites de su propia disciplina.
El cine del que quisiera hablarles, el cine en el que estoy interesado, realmente tiene más relación con
algunas obras de literatura, filosofía, pintura, etc. con las que comparte cierto espíritu, que con lo que
se entiende por un cine comercial o de entretenimiento; algo que tiende a producirme indiferencia y
aburrimiento cuando no una especie de trance hipnótico inducido, al margen de la trama, por sus
imágenes. Pues es evidente que hay algo, intrínseco a la imagen cinematográfica, que causa fascinación y
anonadamiento; tema que trataremos a lo largo de esta charla.
No disponemos de mucho tiempo para profundizar pero sí para plantear algunas cuestiones relativas
al cine como experiencia sensorial y cognitiva. Primero haré una introducción teórica y a
continuación, iremos comentando una selección de escenas asociadas con estas ideas.
Se acostumbra a relacionar al cine con la ilusión pero quisiera, en esta ocasión, referirme a su vínculo
con la realidad. Mi interés por el cine se basa sobre todo en su capacidad para hacernos recobrar la
sensación de realidad. Esta es la tesis central de la Teoría del cine de Kracauer, donde sostiene que el
cine, heredero natural de la poesía, es «redentor» en la medida en que salva el mundo devolviéndonos
su voluptuosidad. Con su habitual clarividencia, Antonin Artaud declara que el cine entraña «una
acción sensual». Ciertamente nos ayuda a recuperar la capacidad de percibir la sensualidad del mundo
que actualmente parece estar languideciendo. El exceso de atención a lo funcional se hace a costa de
un reconocimiento instantáneo de las situaciones que nos deja sin tiempo para sentir.
La recuperación de los sentidos por medio del cine se ejerce en parte a través de la posibilidad que
nos ofrece de detener el tiempo. Aunque esto pueda parecer una paradoja tratándose de un medio
que suele definirse como «imagen en movimiento»; hay que entender que todo arte de la imagen
implica una cierta demora. De ahí el empeño de Robert Bresson en su defensa de la palabra cinemató-
grafo, como una modalidad de escritura fílmica, es decir: una técnica de fijación, en forma de signos o
huellas, de una realidad huidiza que, como toda escritura, permite salirse del tiempo real, volver atrás
o detenerse. El cine, lo quiera o no, registra las huellas de aquello que capta, es una sucesión de foto-
grafías, que poco tienen que ver con otras tecnologías de la imagen, como la pintura que es algo
elaborado de principio a fin y que genera puras re-presentaciones. La foto y el cine, se comportan como
contenedores abiertos al mundo, como auténticos relicarios de los acontecimientos. Aunque un
director se empeñe en contar su historia, en construir una ficción controlando al milímetro los
escenarios y las actuaciones, es la realidad la que está siendo atrapada y la que acabará emergiendo.
Por otra parte, entiendo el cine como imagen fija, en la medida en que implica una suspensión del tiempo.
Cierto que se caracteriza por introducir lo temporal en la imagen, pero lo hace de un modo peculiar.
Implica una suspensión del tiempo convencional, en el sentido de que nos permite vivenciarlo
simultáneamente desde dos puntos de vista distintos. Isabel Escudero se refería a esa doble naturaleza
del cine que, de pronto, revela: lo instantáneo (el presente lineal) y lo eterno (el presente puntual). En la
vida real lo eterno tiende a pasar desapercibido, al menos conscientemente. Llamaremos a estas dos
experiencias del tiempo: tiempo lineal y presente eterno.
El tiempo lineal, podría visualizarse como una línea horizontal por la que se mueve un punto (el
presente) viajando desde el pasado hacia el futuro. Linealidad a la que nos tiene acostumbrados el uso
de la escritura -como señala Walter J. Ong. La escritura, al discurrir por el espacio de la página, inventa
el pasado como algo anterior al presente -algo que está delante del presente- y el futuro como aquello
que indefectiblemente podemos encontrar detrás. Es decir; el tiempo lineal supone una representación
fantaseada del devenir, con un antes y un después, que imitan las categorías espaciales de delante y detrás.
Nuestras propias vidas se someten a esta abstracción que hace que experimentemos el tiempo -no
sin angustia- como algo fugaz que se nos escapa de las manos.
El presente eterno, es la vivencia de la eterna duración comprendida en un instante. Podemos imaginarlo
como un universo vertical que se abre tangente a cada punto, a cada momento presente del tiempo
lineal. De modo que el presente -por así decirlo- suspende su desplazamiento y queda colmado de
duración.
Nuestra conciencia se narra a sí misma siguiendo la estructura de un tiempo lineal, y la vida parece
comportarse como si siguiera una trama predeterminada. Pero si concentramos la atención en lo que
está aconteciendo, el antes y el después se desvanecen, como si cada cosa que percibimos nos
arrebatara hacia su propio fondo de eternidad.
El cine es capaz de atrapar también -y sobre todo- esa dimensión vertical del tiempo. Podemos decir
que: el cine fija la imagen para colmarla de duración, ofreciéndonos la ocasión de asistir a una realidad sin
prisas, sin obligaciones y sin expectativas. Mantenerse en la presencia: «fijar vértigos», era para
Rimbaud la labor de la poesía.
Más que de la imagen en movimiento, deberíamos hablar del movimiento en la imagen. Bergson maneja un
concepto similar al que denomina: «imagen-tiempo». Durante los preparativos de esta charla, mientras
seleccionaba fragmentos de películas, notaba que, por alguna razón, reconocía sin dificultad el
momento exacto en que debía empezar un fragmento y dónde debía terminarlo; como si existiesen
unidades de sentido, es decir: como si esa sucesión de fotogramas conformasen un bloque que se
comportara como una unidad; como una sola imagen. A esta imagen le corresponde una duración
determinada que, de algún modo, participa de su estatismo. La imagen se activa cuando un observador
le aporta un movimiento afín a su duración. Es importante comprender la diferencia entre observador
y espectador: mientras que el espectador es abducido pasivamente por al espectáculo, como un durmiente
por el sueño; el observador permanece activo y proyecta su inquietud sobre la imagen, dotándola de
movimiento. Un observador es un apasionado de la imagen; su pasión le mantiene con los ojos abiertos;
le hace ver. La pasión por las imágenes nos lleva a interesarnos por el cine, no tanto como puesta en
movimiento de la imagen, sino, al contrario, como inestimable ocasión para prorrogarla. La
posibilidad de asistir a una impresión de lo real, permanentemente demorada, permite que el
conocimiento pueda alinearse con la percepción minuciosa de un presente eterno. La extrema fijeza del
fotograma, cuando se libera de la trama argumental, provoca la movilidad de la mente que vaga y se
extiende por este cuadro estático. Un observador así, demanda un cine que le mantenga despierto; un
cine libre y liberador, incomodo, complejo, ininteligible, poético…
En cuanto al título, cuanto menos chocante, de esta charla: «cine-psico-tropo»; obedece también a
una doble lectura; por una parte: «cine psicotropo» se refiere a un cine alucinógeno que provoca
imágenes en la mente del espectador que no se corresponden con la realidad que le rodea es decir;
que induce percepciones sin objeto: creo ver un caballo donde no hay nada más que luces y sombras.
Además de la propia película, todo el dispositivo técnico que participa en una sesión de cine tiende a
crear una atmósfera visionaria: la sala oscura, las butacas, la gran pantalla, el sonido envolvente, etc.
funcionan en conjunto como una megamaquina de producir alucinaciones.
Por otra parte: «cine-», «psico-», y «tropo-», son tres conceptos independientes que, desde mi punto
de vista, determinan lo que podríamos llamar la experiencia cinematográfica. «Cine-» señala hacia la técnica
en sí (diferente de otras técnicas de la imagen) que tiene la peculiaridad de captar las imágenes
acopladas a sus tiempos.
«Psico-» hace referencia al modo en que lo psíquico es aludido, influido y alterado en la experiencia
cinematográfica. El cine guarda un parecido asombroso con las imágenes mentales, con las que tiende
a confundirse y a confundirnos. Nos apropiamos de sus imágenes, las incorporamos y procesamos
como recuerdos, sueños o fantasías propios. Su poder sobre el psiquismo es directo e imprevisible.
El medio cinematográfico, como tecnología de la imagen, pone automáticamente en juego los
mecanismos de las antiguas artes mágicas que fueron enunciadas de forma exhaustiva en las Ars
Memoriae de Giordano Bruno o Giulio Camillo y aplicadas por los pintores renacentistas y barrocos,
en un afán de reformar la mente humana, a partir de un imaginario fundamentado en la verdad, la
bondad y la belleza. Una utopía humanista a menudo convertida en distopía cuando las producciones
artísticas respondían a intereses espurios. El cine, relacionado con el antiguo uso mágico de las
imágenes, amplía las posibilidades de la pintura, la escultura o la arquitectura como mecanismos
visuales de transformación mental y psíquica. Algo que Val del Omar ya intuía en su Metamística del
cine (1961) cuando reclama del cineasta -al que considera un taumaturgo llamándole: «cinematurgo»–
que tome conciencia de su responsabilidad, del poder de «conversión, de sugestión, de encanto y de
conquista» de la técnica que maneja. Y pide: «un código técnico (cristalizado desde todos los puntos
de vista de los rincones del planeta) de respeto al espectador. Un código que detenga, aunque se
presente asistido de los máximos recursos enfáticos, aquella mercancía que viene a ensuciar la
sensibilidad, tantas y tan renovadas veces, virginal de las criaturas».

«Tropo-» es, como ya saben, una figura de origen retórico, un ornamento poético que aumenta el
poder persuasivo de un orador por medio de una desviación deliberada del discurso; un sugerir de
forma indirecta, un irse por las ramas que seduce, activa y sorprende, el ánimo del espectador. De todos
los tropos, el más destacado, y el que de alguna manera contiene al resto, es: la metáfora, que literalmente
supone un desplazamiento (μεταφορά: “transporte”) por el que algo es sugerido por medio de otra
cosa distinta con la que mantiene una cierta semejanza. Este rodeo nos hace sentir participes de
aquello que se nos quiere transmitir y vivirlo con mayor intensidad. La experiencia cinematográfica,
heredera directa de la “vida desnuda” a la que aspira la poiesis en su “hacer hacia la presencia” -que
señala Agamben- nos sumerge en la metáfora permanente de su virtualidad. El cine -como afirma
Herzog- «a través de la creación, la imaginación y la estilización» nos ayuda a restaurar nuestra
desconexión con la experiencia; nos pone en contacto con «una verdad última, estática y poética…
una verdad más allá de los hechos».
Hasta el cine más comercial, completamente absorbido por el mensaje que se empeña en transmitir,
posee un trasfondo metafórico que va más allá de su significado; un contenido formidable y secreto,
al margen de todo aquello que podamos decir sobre sus imágenes. Puedo describir una fotografía
durante horas, pero siempre me quedará algo sin contar. Y ese excedente es precisamente aquello que
da consistencia al significado de una imagen y le aporta su verdad, el «efecto realidad» al que se refiere
Barthes. Lo narrativamente inútil, lo superfluo, lo que está de más: el espacio entre las figuras, el lustre
de unos zapatos, el gesto fugaz, «lo infraordinario», los objetos inadvertidos rescatados de su
anonimato por la literatura de George Perec o Peter Handke. En el cine, este excedente de la imagen
supone una enormidad. La experiencia del cinematógrafo implica una óptica que permite abrir los
ojos a lo insignificante, a lo que sucede en el fondo de lo que está pasando, con una atención
desinhibida y redoblada. Bajo esa perspectiva, el cine se nos muestra como una forma de adivinación
o mancia, que invita a un mirar oracular, fundamentado en la contemplación activa del microcosmos
que delimita la pantalla de proyección.
La fórmula: «cine - psico - tropo» responde al potencial de una tecnología alucinógena y psico-activa
capaz de hacernos experimentar una exterioridad que sólo existe en nuestras mentes. Confundiendo
los límites entre lo exterior y lo interior. El cine se comporta realmente como un sueño, un sueño
artificial que, al igual que el sueño natural, nos ayuda a recordar quiénes somos.
IMÁGENES Y COMENTARIOS

1.- Europa -Lars Von Trier (1991).

El arranque de la película escenifica el acto mismo de entrar en la experiencia cinematográfica como un


rito de paso que genera un cambio de conciencia. Lars Von Trier está siendo radicalmente honesto
al revelar sus trucos: desde el principio comprendemos que todo lo que vamos a ver es sólo una
ilusión inducida por una sugestión hipnótica y sin embargo, a pesar de saber lo que está haciendo con
nosotros, acabaremos cayendo igualmente en esa ilusión. Sobre el plano fijo y monótono de unos
raíles en movimiento, oímos la voz la voz en off de Max von Sydow, en el papel de hipnotizador,
contando lentamente hasta 10: «1, 2, 3… » La imagen cinematográfica, como la imagen pictórica o
fotográfica, invita a entrar en ella, a experimentar su trans-parencia y pasar al otro lado.

2.- La Jetée - Chris Marker (1962)

Chris Marker es también un autor que piensa el cine desde el cine. En este mediometraje mítico,
montado exclusivamente a partir de fotografías, desarrolla en forma de ciencia ficción, un relato
alegórico que discurre en torno a la imagen cinematográfica, la memoria, la representación y la
presencia. En un futuro sórdido y sombrío, un prisionero es forzado a activar su imaginación para
acceder a sus recuerdos y poder viajar al pasado. Pero, a medida que el experimento avanza, los
recuerdos se mezclan con los deseos y el pasado se transforma y absorbe a su propio presente. Desde
una exterioridad fantaseada, el simulacro cobra vida y nos devuelve la mirada; al prisionero… y
también a nosotros como espectadores… y ambos acabamos introyectando nuestras propias
proyecciones. La imagen impone su realidad, mirando a los ojos del que mira.

3.- Les plages d’Agnès -Agnès Varda (2008).


A sus 80 años, Agnès Varda realiza este autorretrato cinematográfico de asombrosa vitalidad que es
un hibrido entre la performance, el happening, la instalación y el cine.
Hace un recorrido por los lugares que habitó y amó, en busca de su
propia imagen. Decide no guardarse nada y abrir el plano para que
podamos descubrir los entresijos del rodaje. Entiende que, en la
exhibición de los procesos, el cine se hace más verdadero y su
misterio más hondo.
Vemos a la directora, en la playa, rodeada de espejos. Varda: espejo
entre espejos Probablemente no haya objeto más difícil de
fotografiar; esquivo respecto a su propia apariencia, nos devuelve
siempre la mirada. Lo que miro me mira, aquello que intento poseer
como imagen me convierte en su imagen. Varda no se busca en los
reflejos del espejo sino en el vacío que es plenitud de su especularidad.

4.- Daguerréotypes -Agnès Varda (1976)

En esta ocasión es Agnes Vardá la que recurre a un hipnotizador para escenificar la acción mágica
del «cine - psico –tropo». Tras él –y no parece casual- advertimos el cuadro de la Gioconda, como un
guiño a la tradición del retrato. Varda compone un conjunto de retratos de los tenderos de su barrio
que se mantienen inmóviles como si posaran para una foto; aunque realmente están siendo captados
por una cámara de cine. Mientras el tiempo fotográfico eterniza el instante que pasa, erigiéndose en
signo de su ausencia; el doble tiempo cinematográfico atrapa, de una vez, lo instantáneo y lo eterno,
solapando el presente de los personajes con nuestro propio presente. El posado en cine evidencia su
artificio; posar es una acción delirante que simula unos hechos que nunca ocurrieron y que solo
suceden para la cámara. El cine, con su dosis de realidad, revela la verdad que se oculta tras la farsa y
en ese sentido: «nos redime». Resulta conmovedor poder descubrir a la persona detrás el personaje.

5.- Le trou -Jacques Becker (1960)


Barthes en La cámara lúcida, se refiere al punctum de una imagen como a aquel detalle o centro de
atención que actúa secretamente sobre nosotros como un vórtice o agujero por el que nos evadimos
hacia otra realidad que trasciende la de la propia imagen.
En este fotograma de Le trou -obra maestra de Becker
que podría traducirse como: «El agujero»- vemos a un
grupo de presos mirando, como hipnotizados, al reloj de
arena que ellos mismos han construido con dos
pequeños frascos unidos por las bocas. Absortos,
como si el cauteloso discurrir de la arena presagiara el
hecho de su propia evasión (y también la fugacidad de
sus propias vidas). Miran con la máxima atención un
objeto banal y parecen descubrir en él un perfecto
espejo y toda la complejidad del universo. De nuevo el
tema de los prisioneros -como en La Jetee o en la
caverna de Platón- que se liberan de su confinamiento a través de la atenta observación de un instante
infinitamente demorado. Como si la verdadera liberación consistiera en evadirse del tiempo.

6.- The Shawshank Redemtion -Frank Darabont (1994)

Esta vez, el prisionero es el conocido actor Tim Robins, en una película comercial que oculta algunas
poderosas metáforas. El agujero hacia la libertad se encuentra ahora literalmente detrás de la imagen.
La imagen funciona como una puerta mágica entre dos mundos, inmune a la solidez del muro. Este
efecto ya se daba en las pinturas parietales y perdura en las pantallas de las salas de cine. Aquí, la
imagen liberadora es el poster de una superestrella, de fuerte sexapil, que, con los años, irá adoptando
distintas identidades: Rita Hayworth, Marilyn Monroe y Raquel Welch… Como si el deseo de ver más
en la imagen pudiera llevarnos a un más allá de la imagen. El prisionero escapa de su prisión pasando
a través de la diva, como el espectador se evade de la sala de cine atravesando la imagen proyectada.

7.- Esther schipper -Ángella Bulloch (1992), Rueda de bicicleta -Marcel Duchamp (1913)

El cine no es más que una sucesión de fotogramas inmóviles que sin embargo parecen moverse ¿qué
o quién les imprime ese movimiento? En esta instalación de Ángella Bulloch, vemos en la pared una
serie de líneas que han sido trazadas por un plotter vertical; cuando un espectador toma asiento frente
a la imagen y permanece sentado el tiempo suficiente, una célula fotosensible activa el plotter que
retoma su dibujo. La obra evidencia la necesidad de ser observada para realizarse… Unos años antes,
Marcel Duchamp se retrata brindando detrás de su célebre Rueda de bicicleta. Nos mira a través de los
radios, como desde el otro lado de la rueca de Las hilanderas. La rueda, emblema del movimiento,
sobre un asiento, emblema de la inmovilidad es como el vértigo que ha sido fijado ¿Acaso un ejemplo
didáctico de «imagen tiempo»? Se la ha considerado como la primera escultura cinética, a pesar de
que no se mueve en absoluto… y sin embargo podríamos afirmar que mentalmente se mueve, que en
el proceso de percibirla la estamos poniendo en marcha. Porque, conceptualmente, el objeto rueda
es inseparable de la posibilidad de rodar. Al preguntarle sobre el propósito de esta obra, Duchamp se
limitaba a comentar: “Disfruto mirándola…. tanto como disfruto mirando las llamas danzar”
8.- Alone: Life wastes, Andy Hardy -Martin Arnold (1998)

Martin Arnold es un cineasta experimental que trabaja a partir de películas ya existentes (en este caso
utilizando fragmentos de algunos episodios de Andy Hardy, serie norteamericana protagonizada por
Mickey Rooney y Judy Garland y producida entre 1937 y 1958) en los que juega con la repetición y
la duración, creando incesantes bucles y repeticiones compulsivas que nos obligan a mirar, una y otra
vez, un mismo instante; potenciando al límite la cantidad de información visual que se puede extraer
de cada pequeño gesto. El resultado es desconcertante, una auténtica exploración del abismo
inconsciente que se oculta en una imagen. La escena más trivial se revela como un universo de
emociones ambiguas, soterradas y siniestras. Descubrimos aquello que surge una vez agotado el
sentido. Lo viviente frente a lo inteligible. Aparte del tiempo, nada ha sido alterado y sin embargo el
efecto resulta devastador. Una forma extraordinariamente directa de asomarnos a ese presente eterno a
través de la óptica «psico –trópica» del cine.

9.- Pickpocket- Robert Bresson (1959)


Si Kracauer ha proclamado la naturaleza redentora del cine,
Agamben va todavía más lejos al calificarlo directamente
de mesiánico por el hecho de devolvernos el gesto: «la
comunicabilidad que no comunica». El estado
permanentemente expresivo de las cosas antes de que el
lenguaje les quite la palabra. La expresión frente a la
comunicación.
El gesto, rehabilitado por el cine, se exhibe en su disimulo,
se revela más allá de su autismo; en un puro y elocuente
mostrarse, al margen de cualquier significado. El cine mudo de Bresson habita en esos intervalos
imperceptibles en los que ejerce su oficio el gesto del prestidigitador y el del carterista. La cámara -
nos recuerda Pasolini- lo capta todo y guarda la memoria de lo que miramos y sin embargo no vemos.

10.- Still Life – Sam Taylor-Wood (2001)

Bodegón de la artista británica Sam Taylor-Wood. Si traducimos el titulo literalmente del inglés sería:
«vida detenida». Efectivamente no hay ningún movimiento salvo el de la dinámica interna de la propia
degradación de la materia viva. La técnica cinematográfica nos da la ocasión de asistir a este proceso
imperceptible, sincronizando su tiempo con el nuestro. La paradoja del título es perfecta: la vida que
contiene la imagen acaba por matar a la imagen. Toda imagen observada detenidamente se convierte
en una naturaleza muerta, en un memento mori (como el reloj de arena de los prisioneros de La true). El
cine nos enfrenta permanentemente a esta cuestión. La toma de conciencia del paso del tiempo como
vanitas, la mano que señala hacia la calavera.

11.- Bande à part – Jean-Luc Godard (1964), The Dreamers - Bernardo Bertolucci (2003)

Para terminar quisiera compartir con ustedes una secuencia que siempre me produce un gran placer.
El Louvre, el gran mausoleo del arte occidental, es atravesado a toda velocidad por los tres
protagonistas de Bande à part, en tan solo 9 minutos y 43 segundos. El dinamismo del tiempo presente
interrumpe el sueño de las imágenes y todo se llena de vida. Casi podemos sentir ese aire fresco,
cargado de alegre vitalidad, iluminando las viejas salas del museo.
Cuarenta años después, Bertolucci hace un homenaje a Godard en Soñadores, recreando, plano a plano,
la memorable carrera… superando incluso el record en 20 segundos. La situación se repite como si
hubiera pasado a formar parte del propio museo. Odile, la protagonista de Bande à part, decía citando
a TS Eliot: «Todo lo que es nuevo ya es, por lo tanto, de forma automática, tradicional». Un soplo de
libertad, que continúa resonando por los solemnes espacios de la cultura.
Hipnotizadores y prisioneros, espejos y vanitas, gestos contenidos y desinhibidas carreras. Ideas que
he tratado de invocar a lo largo de esta charla, como una constante invitación al observador, para
infundir su propio movimiento en el vacío de la imagen cinematográfica.

You might also like