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APUNTE DE CLASE: TZVETAN TODOROV Y LA FRAGMENTACIÓN.

El siguiente texto consiste en una serie de fragmentos del libro “Frente al límite” (1991) del filósofo Tzvetan Todorov
(1939-2017). En dicho libro, el autor se propone reflexionar acerca de la presencia y sentidos de la moral al interior de
los campos de exterminio, su diversas manifestaciones y efectos en las personas que allí se encontraban. Más
precisamente, este texto se compone de fragmentos del capítulo 8 “Fragmentación”.

“Tanto los sobrevivientes de Auschwitz como los observadores más tardíos quedan sorprendidos por un rasgo
común a todos los guardianes, incluyendo a los más crueles: la incoherencia de sus actos. En aquel mismo lugar,
y tal vez en el mismo día, incluso en la misma hora, una persona enviará a un detenido a la muerte sin pestañear
y prestará algún cuidado a otro. No es que bien y mal se equilibren, sino que no hay ningún guardián que sea
enteramente “malo”. “Contra toda lógica – indica Primo Levi – la piedad y la brutalidad pueden coexistir en el
mismo individuo y en el mismo momento”.
El torturador Boger ayuda a veces a los judíos que trabajan bajo sus órdenes. El Lagerführer de Birkenau,
Schwarzhuber, es directamente responsable de la muerte de millares de personas, pero un día interviene para
salvar la vida de sesenta y ocho muchachos de Teresin, destinados a la cámara de gas. El doctor Frank ayuda a
los judíos en torno suyo, lo cual no le impide tomar su lugar en la rampa de llegada de los trenes, donde
participa en las “selecciones”, sinónimo de condenas inmediatas a muerte. El propio Mengele es capaz, entre
dos “selecciones”, de prestar el mayor cuidado a un enfermo.
[…] Esta coexistencia del bien y del mal en la misma persona puede conducirnos, según nuestra manera de ver
las cosas, a la esperanza o al pesimismo. El ser más siniestro tiene algunos aspectos buenos, pero, inversamente,
la presencia de la bondad no garantiza en absoluto que el mal no surgirá en cualquier momento.
[…] A esta forma de fragmentación – o momentos de alternancia entre benevolencia y maldad – se añade una
segunda, más sistemática, que proviene del hecho según el cual, como ya hemos visto, dos de nuestras
“virtudes cotidianas” no van forzosamente juntas: el cuidado hacia el otro y la actividad del espíritu. Se ha
señalado ya con cuánta frecuencia, en los campos nazis, los guardianes estaban enamorados de la música. Pero
el propio Kramer, que lloraba escuchando a Schumann era capaz de destrozar el cráneo de una detenida con su
garrote porque no avanzaba con la suficiente rapidez, en Struthof, donde había trabajado antes, empujaba él
mismo a las mujeres desnudas a la cámara de gas y observaba su agonía por una ventana especialmente
dispuesta para ello.
[…] Otra forma de discontinuidad que parece desempeñar el papel principal en los crímenes totalitarios es la
que existe entre la esfera privada y la esfera pública. El totalitarismo, al extender la noción de enemigo de
manera que incluya no solamente a los soldados que nos combaten sino también a los adversarios dentro del
propio país, generaliza el estado de guerra y también, de golpe, esa separación característica del guerrero:
“Hombres que en la vida privada son muy escrupulosos con respecto a la justicia y al derecho convencionales
se convierten en la guerra en seres capaces de destruir la vida y la felicidad de otros sin provocar casos de
conciencia particular”. Esta separación es, en efecto, común en casi todos los guardianes: continúan llevando
una vida privada llena de amor y de cuidado, al tiempo que se comportan con la mayor brutalidad con respecto
a los detenidos. Borowski cuenta, por ejemplo, la historia del kapo Arno Boehm, que “administraba veinticinco
latigazos por cada minuto de retardo o cada palabra pronunciada después del gong de la tarde; el mismo que
escribía siempre a sus ancianos padres de Frankfurt cartas breves pero emotivas, llenas de amor y nostalgia”.
[…] Por mi parte, estoy convencido de que esos testimonios dicen la verdad y que son necesarios para
comprender la personalidad de los guardianes: tengo la impresión de que éstos tenían necesidad de fragmentar
así sus vidas para que la piedad espontánea no entorpeciera su “trabajo” y, al mismo tiempo, para que su
plausible vida privada redimiera, a sus propios ojos, lo que podía haber de perturbador en su vida profesional.
[...]
El profesionalismo, y su consecuancia psicológica, la fragmentación, caracterizan muy particularmente a los
países totalitarios, donde lo que fue al principio una característica de la producción industrial se convirtió en
modelo para el funcionamiento de la sociedad. Primera separación; el partido, o el Estado, se encarga de los
fines y, por ende, de la definición del bien y del mal; los sujetos no se ocupan más que de los medios, es decir,
cada uno de su especialidad. Speer subraya: “Se había inculcado en los pequeños militantes la idea de que la
gran política era demasaido complicada para que ellos pudieran participar en ella. En consecuencia, uno se
sentía constantemente atado al cargo, jamás nadie era invitado a tomar sus propias responsabilidades”. Segunda
separación: entre una profesión y otra. “La exigencia, expresamente formulada, de no tomar responsabilidades
más que en los límites de su propio dominio, era todavía más inquietante. No se podía uno mover más que
dentro de su grupo, fuera éste el de los arquitectos o el de los médicos, el de los juristas, el de los técnicos, el de
los soldados o el de los campesinos”.
[…] Esta compartimentación de la acción misma y la especialización burocrática que provoca fundamentan la
ausencia de sentimiento de responsabilidad que caracteriza a los ejecutantes de la “solución final”, pero
también a todos los demás agentes del Estado totalitario. En uno de los extremos de la cadena estaba, digamos,
Heydrich: su sueño no era perturbado por los millones que morían, no vio jamás ninguna faz sufriente,
manejaba grandes cifras inodoras. Seguidamente viene el policía, digamos, francés: su tarea es enteramente
limitada, él marca a los niños judíos, después los dirige hacia un campo de reagrupamiento donde son dejados a
cargo del personal alemán; no mata a nadie, sólo ejecuta una acción de rutina: arresto, expedición. Eichmann
entra entonces en escena: su trabajo, según él, es puramente técnico, consiste en asegurar que un tren parte de
Drancy el 15 y llegue a Auschwitz el 22; ¿dónde está el crimen dentro de esa línea? Después interviene Hoess:
él da órdenes para que se vacíen los trenes y para que se dirija a los niños a las cámaras de gas. En fin, último
eslabón: un grupo de detenidos, el comando especial, empuja a las víctimas a las cámaras de gas y arroja dentro
el gas mortal; sus miembros son los únicos que matan con sus propias manos (y según se mire), pero se trata en
su caso, con toda evidencia, de víctimas, y no de verdugos. Ninguno de los elementos de la cadena (mucho más
larga en realidad) tiene el sentimiento de cargar con la responsabilidad de lo que se lleva a cabo: la
compartimentación del trabajo ha suspendido la conciencia moral. Aquellos que han hecho la cosa posible –
Speer, Eichmann, Hoess y los innumerables otros intermediarios, policías, funcionarios de estado civil,
empleados de los ferrocarriles, fabricantes del gas mortal, proveedores del alambre de púas, constructores de
crematorios altamente eficaces – pueden siempre echar la responsabilidad sobre el eslabón vecino. Se les puede
responder que se equivocan y que, aún en el interior de un Estado totalitario, el individuo resulta responsable de
sus actos, incluso de la ausencia de todo acto; no es menos evidente que estamos confrontados aquí a una
responsabilidad de naturaleza enteramente diversa, inasimilable a la de los criminales tradicionales. El no
reconocimieno de esta responsabilidad por los agentes mismos del crimen totalitario, la eliminación del
problema moral, hacen que sea un crimen mucho más fácil de cometer. Pero sería hipócrita constatar los efectos
del trabajo compartimentado solamente en los países totalitarios, cuando es evidente que nos son familiares a
todos, cualquiera que sea el país en que vivamos. Nos gusta hoy agitar un dedo acusador hacia el personal de
las fábricas alemanas que producían Zyklon B; pero – preguntan G. Kren y L. Rappoport -, “los obreros de
fábricas químicas fabricantes de napalm, ¿aceptarían la responsabilidad por los niños abrasados?”.
[…] En un régimen totalitario, la esquizofrenia social, la separación de la vida en secciones impermeables, es
un medio de defensa para quien guarda todavía principios morales; yo no me comporto de manera sumisa e
indigna más que en tal fragmento de mi existencia; en los otros, que juzgo esenciales, me mantengo como una
persona respetable. Sin esta separación no podría funcionar normalmente. El físico que contribuye a la
producción de armas nucleares se convence de que no hacía ningún mal porque, al mismo tiempo, es un buen
ciudadano y un marido modelo; cree en la unidad allí donde se ha instalado una fragmentación que desconoce.
De igual modo, actuaban médicos, funcionarios, soldados y agentes nazis: no aplicaban las mismas reglas éticas
en el trabajo que en el resto del tiempo, y podían aceptar lo inaceptable en tanto que especialistas, amparándose
en el hecho de que, en su otra vida, la “verdadera”, se comportaban de manera digna.”

Fuente bibliográficas

 Todorov, Tzvetan (2013). Frente al límite. México D.F., Siglo XXI Editores.

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