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Juan Camilo Urueña Martínez

Trabajo final: La Cultura de la Conversación

Juego, engaño y honestidad: una aproximación a la cultura de la conversación

En el preámbulo a La Cultura de la Conversación, Benedetta Craveri (2004) presenta el


objetivo principal de su apuesta crítica e histórica: seguir los «motivos inspiradores y
los elementos constitutivos» de un proyecto ético y estético justificado en un ideal de
sociabilidad, que transformará la reunión y la conversación en auténticas prácticas
artísticas. Para efectos de llevar a cabo un proyecto semejante, en los salones de la
élite nobiliaria de Francia del siglo XVII, se edificaron reglas estrictas, que regularon la
expresión verbal y corporal de un grupo de mujeres y hombres privilegiados, a fin de
construir una armonía en la conversación, dada, en primer lugar, por los papeles que
representaban los participantes y, en segundo lugar, por el impulso lúdico, ético y
estético que la motivaba.
En este último sentido, es importante señalar, además, que el ideal de
sociabilidad adquirió en la conversación su mayor expresión bajo los signos de la
elegancia y la cortesía. Tal grado de sofisticación puede observarse, por ejemplo, en
las reuniones acontecidas en el salón de Madame de Rambouillete. Este lugar, que
para Craveri constituye un verdadero locus amoenus, se alzará como el primer centro
mundano en la Francia del siglo XVII. Tal espacio, que en sí mismo reivindicaba la
libertad privada de la marquesa y sus invitados, frente a una autoridad y poder
estatales ejercidos desde la política absolutista, contribuirá a la creación de la
politesse, que más que un conjunto de preceptos y normas morales era «una
determinada forma de vivir, de actuar, de estar…adquirida mediante el hábito
mundano» (Diccionario de la academia francesa 1694).
En efecto, el culto riguroso a las formas, que regulan el discurso y el comportamiento
de mujeres y hombres nobles lleva consigo «el recuerdo tenaz de un sueño utópico»

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(Craveri 15). Sueño que tendrá como personajes principales la diversión, el placer, la
seducción y el olvido del drama existencial.
Por otro lado, es necesario mencionar que el objetivo de Craveri de rastrear los
elementos constitutivos de aquel espíritu de sociedad, que da forma a los encuentros
privados de la nobleza, se ve condicionado por el complejo campo semántico en el que
se inscribe la cultura francesa del Antiguo Régimen. Términos tales como aristocracia,
honestidad, cortesía y buenos modales resultan insuficientes si se los juzga e interpreta
tomando como referentes los valores y sentidos de la época contemporánea. No
obstante, la autora de La Cultura de la Conversación logra poner a su favor esta
aparente limitación de la lengua, que acaba por determinar la forma discursiva de su
investigación:
Me ha parecido natural contarla [la historia de la cultura mundana] desde dentro,
a través de sus textos fundadores, confiándome a la guía de algunas figuras
femeninas más emblemáticas, cediéndoles, allí donde era posible, la palabra,
recurriendo, a menudo a la de los contemporáneos y deteniéndome asimismo en
algunos de los grandes temas —la condición femenina, el espirit de societé, la
conversación— por medio de los cuales la cultura mundana cobraba conciencia
de sí misma. (Craveri, 16)

Como consecuencia de esta elección narrativa, en La Cultura de la Conversación


estamos frente a un tejido de anécdotas, fragmentos de cartas y conversaciones, la
mayoría de ellas narradas a través de las voces de mujeres nobles, quienes ocuparán
un puesto de gran importancia en los salones mundanos y en el desarrollo del
preciosismo como fenómeno social y literario. Este tejido, como veremos más
adelante, encontrará una respuesta intransigente en la voz de aquellos moralistas que,
consagrados a los temas de la virtud humana y el pesimismo jansenista, pondrán en
duda la autenticidad del proyecto civilizador de la conversación. Podemos decir, en
síntesis, que Craveri da vida, por medio de una rigurosa y extensa investigación, al
espíritu de sociedad de los salones franceses de los siglos XVII y XVIII.
Teniendo en cuenta lo anterior, este trabajo tendrá el propósito de aproximarse
a las características del proyecto ético estético de la cultura mundana desde tres
nociones que considero imprescindibles: el juego, la máscara y la honestidad. Como
veremos más adelante, estas tres nociones proporcionan una puerta de entrada a la

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comprensión de un universo que obedece a principios muy bien definidos, los cuales
sirven al ideal utópico de convivencia y sociabilidad recreado por Craveri.
Para cumplir con mi objetivo, además del texto de Craveri, me serviré de algunos
fragmentos del Homo Ludens de Johan Huizinga (2008), y de los aportes de Constanza
Botero Betancur (2014) y Francia Goenaga (2011) al tema del amor y la teoría
honestidad.

Juego y dominio de los instintos

Sobre el juego en general, Huizinga nos recuerda que

(d)entro del campo de juego existe un orden propio y absoluto. He aquí otro rasgo
positivo del juego: crea orden, es orden. Lleva al mundo imperfecto y a la vida confusa
una perfección provisional y limitada. El juego exige un orden absoluto. La desvariación
más pequeña estropea todo el juego, le hace perder su carácter y lo anula. Esta conexión
íntima con el aspecto de orden es, acaso, el motivo de por qué el juego, como ya hicimos
notar, parece radicar en gran parte dentro del campo estético. (Huizinga, 23)

Ahora bien, si atendemos a lo dicho por Craveri, para quien la apuesta de la nobleza
francesa era transformar la vida en el juego más elegante, debemos también aceptar
que la conversación de los salones responde a la intención de imponer perfección a un
afuera desprovisto de sentido, un afuera caótico. Esta interpretación adquiere una
mejor figura si recordamos que la exigencia de «dominar la fuerza de los instintos,
levantar diques contra la brutalidad de la existencia (…) capaces de garantizar la
dignidad de cada cual» (24) era una exigencia de toda una casta, que no era otra que la
élite nobiliaria de la corte de Luis XIII.
Una exigencia semejante por parte de la élite nobiliaria, en la cual se invitaba al
refinamiento de las pasiones y a la creación de reglas de conducta, dejaba entrever la
transformación económica, religiosa y científica que experimentaba la Francia de
aquel momento. Las políticas del cardenal Richelieu sometían y controlaban, cada vez
más, a los señores feudales, al tiempo que permitían la compraventa de títulos y
tierras a la clase burguesa (Craveri 26-27). En este escenario, era apenas natural que
la clase nobiliaria se viera obligada a resignificar y revaluar su identidad, refinando su
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conducta, su lenguaje y corporalidad por medio de un juego cuya complejidad excedía
el esquematismo retórico. ¿Si las propiedades y las armas dejaban de ser un índice de
nobleza, a qué valor debía recurrirse para designarse a sí mismo como noble?
El cultivo de las buenas maneras en el espacio de la conversación, como señala
Craveri, se convierte entonces en la actividad que permitirá regenerar los usos y las
costumbres de los hombres y mujeres nobles. Es preciso, sin embargo, mencionar que
la etiqueta y las buenas maneras también eran utilizadas por el rey y su
administración, aunque con propósitos diferentes de los que guiaban la conversación
de los salones. Mientras el rey y el cardenal Richelieu veían en el refinamiento
mundano una oportunidad propagandística de la autoridad real, los juegos que tenían
lugar en los salones privados estaban guiados, exclusivamente, por la diversión y el
entretenimiento.
Tal impulso lúdico, en contraste con la autoridad ejercida por parte de la
autoridad real, es lo que permite relacionar la cultura de la conversación con la
caracterización que propone Huizinga en torno al juego:
Todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es
juego (…). Ya este carácter de libertad destaca al juego del cauce de los procesos
naturales (…). Es algo superfluo. (…) No se realiza en virtud de una necesidad
física y mucho menos de un deber moral. No es una tarea. Se juega en tiempo de
ocio. (Huizinga 20)

No es accidental, por lo tanto, que la conversación, entendida como juego, sea


reivindicada por Madame de Rambouillet en su centro de reunión. Tal como dice
Craveri, en este espacio protegido, el ataque y el perjuicio eran dejados a un lado para
conseguir con ello la masificación del placer (28). Sobre este aspecto, Constanza
Botero (2014) menciona que el ideal de sociabilidad de la cultura mundana1 responde,
a su vez, a un proyecto de resocialización que nace en el marco de las guerras civiles
francesas. Un proceso de resocialización semejante exigía entonces de una renuncia
pulsional que solo podía lograrse en un espacio reglado, cerrado en sí mismo, que
pudiera abstraerse del ritmo natural de la vida. Además, según Craveri, “en vez de

1
Repetimos aquí la aclaración de Craveri para recordar que el término “mundano”: “no implicaba en
absoluto […] un juicio negativo.” (2004, p.18) y que, como dice Botero, “el término deberá
comprenderse como una forma de vida culta y refinada en sociedad”.

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buscar la homogeneidad de la adscripción social, la conversación perseguía
revalorizar el talento de cada uno de los participantes, involucrando a todos en el
placer del juego” (409). En la medida que exige la contribución de sus participantes,
la conversación se impone por objetivo la creación de un espacio en el que las reglas y
el orden sirven a la expresión individual, pero nunca a su exclusión u homogenización.
Lo anterior constituye el carácter ético-estético de la conversación entendida en su
aspecto lúdico:
El factor estético es, acaso, idéntico al impulso de crear una forma ordenada que
anima al juego en todas sus figuras. (…) Son palabras con las que también tratamos
de designar los efectos de la belleza: tensión, equilibrio, oscilación, contraste,
variación, traba y liberación, desenlace. El juego oprime y libera, el juego arrebata,
electriza, hechiza. Está lleno de las dos cualidades más nobles que el hombre puede
encontrar en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía. (Huizinga, 23)

Sumado a lo anterior, hay que decir que las estrategias, principios y reglas
utilizados en la conversación desembocaron en la aparición de tratados y tratadistas
que proporcionaron a la conversación un estatuto literario, vinculado al ámbito de la
retórica clásica (Craveri, 406). Sin embargo, la conversación se separaba de esta
última en la medida en que su lugar de actividad se restringía a un espacio privado
liberado de los usos prácticos, comerciales, políticos y judiciales. Al menos sería de
este modo hasta la llegada la Revolución Francesa. Prueba de ello es el caso de
Madame de Staël, quien desempeña uno de los papeles más importantes en la
narración del último capítulo del libro de Craveri. Con su reivindicación de la
importancia de la conversación, esta Madame consiguió que Napoleón la destinara al
exilio. Sin embargo, y debido justamente al marco de inutilidad y ociosidad dentro del
cual se gestó la cultura de la conversación, esta práctica trascendería los límites de los
salones, para conformar, nada más y nada menos que la esencia identitaria de toda
una nación.

El engaño y la inadecuación jansenista

En relación con la segunda noción que nos propusimos aclarar, la máscara o el engaño,
es importante mencionar que el ideal de perfección ético estético al que aspiraban los
nobles franceses debió soportar la crítica de moralistas y jansenistas que

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desconfiaban de las virtudes proporcionadas por el arte de la conversación. Seguros
de que las acciones de los hombres no dependían en absoluto de su propia voluntad y
basados en la idea de un destino trágico (reforzado, además, por la situación política
del absolutismo), hacia mediados del siglo XVII, los jansenistas se hicieron lugar en los
salones franceses, develando la falsedad de la gracia que adornaba la reunión
mundana.
En “Las Hijas de Eva”, uno de los apartados de La cultura de la Conversación,
Benedetta Craveri, partiendo de una anécdota protagonizada por Madame de Sablé y
Madame de Guéméné, expone algunas de las causas que fortalecieron la doctrina de
Cornelio Jansén, así como su divulgación a través de los salones mundanos.
Respondiendo categóricamente a la «laxitud» religiosa predicada por algunos jesuitas,
Antoine Arnauld denunciaría la autenticidad de los valores cortesanos resaltando la
inadecuación entre el imperativo ascético de la religión y el imperativo mundano,
basado este último en las necesidades económicas, morales y sociales de la vida
moderna (132).
Es importante señalar, además, que el éxito en la difusión del jansenismo
encuentra explicación en dos grandes razones: la primera, porque en comparación
con la actitud convencional y misógina de la Iglesia, la doctrina jansenista permitió a
las mujeres participar de los debates teológicos y filosóficos. Esta apertura a la
población femenina, sin embargo, no fue de modo alguno desinteresada, ya que los
promotores de la doctrina conocían suficientemente la gran influencia que las mujeres
ejercían sobre la conducta y la opinión de la sociedad francesa a través de sus juegos
de salón. La segunda razón tiene que ver con el contenido moral e introspectivo de la
doctrina y con la forma refinada en que supo expresarse.
Por estas razones, los postulados jansenistas calaron en el sentir de muchas
marquesas y nobles que no carecían de capacidad autocrítica. Muchos de ellos
renunciaron a la conversación de los salones y adoptaron una vida austera que
buscaba la gracia divina en sustitución de la gracia mundana (Botero 116). En este
contexto, la soledad se impuso como necesaria para alcanzar la prudencia y la
moderación de las pasiones, y la vida en sociedad empezó su ocaso.

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Este proceso de autocrítica severa es encarnado, Según Craveri, en la figura de
Madame de Sablé, quien supo ilustrar con excelencia «el camino que conduce del
idealismo moralizante al jansenismo puritano; del culto del amor al de la amistad, de
una mundanidad entregada a una práctica eminentemente lúdica de la literatura a una
nueva galantería vestida de negro, donde el perfecto uso de las bienséances era
compatible con una reflexión rigurosa sobre los problemas de la vida intelectual y
moral» (138). Esta Madame, aunque acogió con disciplina la doctrina jansenista no
dejó nunca de lado la reunión con sus amistades, ni la participación en las discusiones
mundanas.

Honestidad: entre virtud y pasión

Muchas veces las personas creen dirigirse a


sí mismas, cuando en realidad son dirigidas;
y mientras la razón les señala una dirección, su corazón,
insensiblemente, las arrastra a otra. (La Rochefoucauld 2000)

Con la irrupción del jansenismo en la vida mundana, la noción de la honestidad,


asociada a una manera de actuar condicionada por la gracia, la prudencia y los buenos
modales fue sometida a un revisionismo crítico. Esta forma de actuar, como lo
insinuamos en los apartados anteriores, fue un elemento constitutivo de la
conversación.
Ahora bien, para comprender el significado de la honestidad resulta útil acudir a
Las preguntas sobre el amor, obra de Marie Linage que sitúa en el centro de su
arquitectura la forma de actuar de la mujer y el hombre honestos. En palabras de
Francia Goenaga (2011), esta forma de actuar tiene el objetivo de «reunir tanto un
“bien pensar” y “un bien hablar” con “ser agradables” a la vista, al tacto y al oído»
(165). La honestidad se fundamenta, desde esta perspectiva, en la idea de la virtud,
que en términos aristotélicos «es una disposición de la voluntad que consiste en el
justo medio en relación con nosotros, determinado por la recta regla, tal como lo
determinaría el hombre prudente» (Eth. Nic., II:6, 1106b36).
Son la prudencia y la moderación, asociadas al agrado para con el otro, lo que
Marie Linage, junto a moralistas como LaRochefoucauld ―aunque con sus respectivos

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matices―, opondrán a las pasiones, dentro de las cuales se hallan el amor de sí, el
interés, los celos, entre otras:
Las pasiones se oponen a las virtudes porque estas últimas son dispositivos de la
voluntad que actúan por el bien de los otros. Las pasiones, al contrario, enceguecen
la razón, son respuestas de distinta índole: orgánicas, cuando el vino, por ejemplo,
nos hace efecto y nos produce el enrojecimiento del calor; cerebrales, cuando las
impresiones que llegan a nuestro cerebro nos hacen confundir entre la realidad de
las cosas y sus apariencias, o toman estas últimas como realidades, de tal forma que
no es el bien de los otros lo que prima, pues su acción es ajena a nuestra voluntad.
(Goenaga 171)

La dialéctica que se configura alrededor de la pareja virtud-pasión, expresada en


otras ocasiones en términos de moderación-exceso permeará la escritura
fragmentaria de preguntas y máximas, consiguiendo un efecto de ambigüedad,
desconcierto y puesta en abismo. Es así como el ideal de sociabilidad de la
conversación, fundado en la perfección moral y la sublimación de las pulsiones,
encuentra un contrapeso en la teoría de las pasiones y en los conceptos de la vanidad
y el amor propio. Valores asociados a la juventud, el brío y el exceso serán acogidos en
la escritura fragmentaria en un ejercicio de libertad, que deja de sacrificar el “yo” ante
los ojos del “otro”, reconocido en la conversación como regla de la conducta.

Consideraciones finales

A modo de conclusión, retomamos el planteamiento de que las nociones de lo


lúdico, la máscara y la honestidad constituyen tres dimensiones de una misma
actividad: la conversación, y de un mismo fin: la civilización. La participación de las
mujeres en los salones mundanos fue de suma importancia en dos sentidos: el
primero, la construcción de un género discursivo y un modelo social, cuyo
perfeccionamiento alcanzó la cima en manos de Madame Sablé y Madame de
Ramboulliet. El segundo, la propagación de la doctrina jansenista, que pondría en tela
de juicio la posibilidad de alcanzar la gracia divina a través de la voluntad humana.

Sin embargo, estos tres aspectos (el juego, la máscara y la honestidad) deben
comprenderse en medio de un proceso histórico de transformación, por lo que sus

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sentidos se ven afectados en la transición del Antiguo Régimen a las condiciones
históricas que anticiparon la Revolución Francesa. Así, aquello que en principio se
constituyó como un locus amoenus, un ideal de participación y sociabilidad, de
moderación y perfeccionamiento moral, fue resignificándose con las discusiones
sugeridas por la teoría de las pasiones y del amor propio. El juego desinteresado de la
conversación se puso a prueba al develarse lo convencional de la honestidad y lo
indomable e inevitable de las pasiones.

Bibliografía

• Botero, Constanza. “Teoría de la honestidad un proyecto pedagógico francés. La


cultura de la conversación y el jansenismo en la Francia del siglo XVII”. Revista
Ciencias Sociales y Educación, Vol. 3, Nº 6 (2014): 111-122.
• Craveri, Benedetta. La cultura de la conversación. México: F.C.E., 2004.
• Elias, Norbert. El proceso de la civilización. México: F.C.E., 2009.
• Goenaga, Francia. “La alegoría del amor en Las preguntas sobre el amor, de Marie
Linage” en Perspectivas sobre el renacimiento y el barroco. Bogotá: Ediciones
Uniandes, 2011.
• Linage Marie. Las preguntas sobre el amor. Bogotá: Destiempo Libros, 2013.
• Huizinga, Johan. Homo Ludens. Madrid: Fondo de Cultura Económica de España,
2008.

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