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(Craveri 15). Sueño que tendrá como personajes principales la diversión, el placer, la
seducción y el olvido del drama existencial.
Por otro lado, es necesario mencionar que el objetivo de Craveri de rastrear los
elementos constitutivos de aquel espíritu de sociedad, que da forma a los encuentros
privados de la nobleza, se ve condicionado por el complejo campo semántico en el que
se inscribe la cultura francesa del Antiguo Régimen. Términos tales como aristocracia,
honestidad, cortesía y buenos modales resultan insuficientes si se los juzga e interpreta
tomando como referentes los valores y sentidos de la época contemporánea. No
obstante, la autora de La Cultura de la Conversación logra poner a su favor esta
aparente limitación de la lengua, que acaba por determinar la forma discursiva de su
investigación:
Me ha parecido natural contarla [la historia de la cultura mundana] desde dentro,
a través de sus textos fundadores, confiándome a la guía de algunas figuras
femeninas más emblemáticas, cediéndoles, allí donde era posible, la palabra,
recurriendo, a menudo a la de los contemporáneos y deteniéndome asimismo en
algunos de los grandes temas —la condición femenina, el espirit de societé, la
conversación— por medio de los cuales la cultura mundana cobraba conciencia
de sí misma. (Craveri, 16)
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comprensión de un universo que obedece a principios muy bien definidos, los cuales
sirven al ideal utópico de convivencia y sociabilidad recreado por Craveri.
Para cumplir con mi objetivo, además del texto de Craveri, me serviré de algunos
fragmentos del Homo Ludens de Johan Huizinga (2008), y de los aportes de Constanza
Botero Betancur (2014) y Francia Goenaga (2011) al tema del amor y la teoría
honestidad.
(d)entro del campo de juego existe un orden propio y absoluto. He aquí otro rasgo
positivo del juego: crea orden, es orden. Lleva al mundo imperfecto y a la vida confusa
una perfección provisional y limitada. El juego exige un orden absoluto. La desvariación
más pequeña estropea todo el juego, le hace perder su carácter y lo anula. Esta conexión
íntima con el aspecto de orden es, acaso, el motivo de por qué el juego, como ya hicimos
notar, parece radicar en gran parte dentro del campo estético. (Huizinga, 23)
Ahora bien, si atendemos a lo dicho por Craveri, para quien la apuesta de la nobleza
francesa era transformar la vida en el juego más elegante, debemos también aceptar
que la conversación de los salones responde a la intención de imponer perfección a un
afuera desprovisto de sentido, un afuera caótico. Esta interpretación adquiere una
mejor figura si recordamos que la exigencia de «dominar la fuerza de los instintos,
levantar diques contra la brutalidad de la existencia (…) capaces de garantizar la
dignidad de cada cual» (24) era una exigencia de toda una casta, que no era otra que la
élite nobiliaria de la corte de Luis XIII.
Una exigencia semejante por parte de la élite nobiliaria, en la cual se invitaba al
refinamiento de las pasiones y a la creación de reglas de conducta, dejaba entrever la
transformación económica, religiosa y científica que experimentaba la Francia de
aquel momento. Las políticas del cardenal Richelieu sometían y controlaban, cada vez
más, a los señores feudales, al tiempo que permitían la compraventa de títulos y
tierras a la clase burguesa (Craveri 26-27). En este escenario, era apenas natural que
la clase nobiliaria se viera obligada a resignificar y revaluar su identidad, refinando su
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conducta, su lenguaje y corporalidad por medio de un juego cuya complejidad excedía
el esquematismo retórico. ¿Si las propiedades y las armas dejaban de ser un índice de
nobleza, a qué valor debía recurrirse para designarse a sí mismo como noble?
El cultivo de las buenas maneras en el espacio de la conversación, como señala
Craveri, se convierte entonces en la actividad que permitirá regenerar los usos y las
costumbres de los hombres y mujeres nobles. Es preciso, sin embargo, mencionar que
la etiqueta y las buenas maneras también eran utilizadas por el rey y su
administración, aunque con propósitos diferentes de los que guiaban la conversación
de los salones. Mientras el rey y el cardenal Richelieu veían en el refinamiento
mundano una oportunidad propagandística de la autoridad real, los juegos que tenían
lugar en los salones privados estaban guiados, exclusivamente, por la diversión y el
entretenimiento.
Tal impulso lúdico, en contraste con la autoridad ejercida por parte de la
autoridad real, es lo que permite relacionar la cultura de la conversación con la
caracterización que propone Huizinga en torno al juego:
Todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es
juego (…). Ya este carácter de libertad destaca al juego del cauce de los procesos
naturales (…). Es algo superfluo. (…) No se realiza en virtud de una necesidad
física y mucho menos de un deber moral. No es una tarea. Se juega en tiempo de
ocio. (Huizinga 20)
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Repetimos aquí la aclaración de Craveri para recordar que el término “mundano”: “no implicaba en
absoluto […] un juicio negativo.” (2004, p.18) y que, como dice Botero, “el término deberá
comprenderse como una forma de vida culta y refinada en sociedad”.
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buscar la homogeneidad de la adscripción social, la conversación perseguía
revalorizar el talento de cada uno de los participantes, involucrando a todos en el
placer del juego” (409). En la medida que exige la contribución de sus participantes,
la conversación se impone por objetivo la creación de un espacio en el que las reglas y
el orden sirven a la expresión individual, pero nunca a su exclusión u homogenización.
Lo anterior constituye el carácter ético-estético de la conversación entendida en su
aspecto lúdico:
El factor estético es, acaso, idéntico al impulso de crear una forma ordenada que
anima al juego en todas sus figuras. (…) Son palabras con las que también tratamos
de designar los efectos de la belleza: tensión, equilibrio, oscilación, contraste,
variación, traba y liberación, desenlace. El juego oprime y libera, el juego arrebata,
electriza, hechiza. Está lleno de las dos cualidades más nobles que el hombre puede
encontrar en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía. (Huizinga, 23)
Sumado a lo anterior, hay que decir que las estrategias, principios y reglas
utilizados en la conversación desembocaron en la aparición de tratados y tratadistas
que proporcionaron a la conversación un estatuto literario, vinculado al ámbito de la
retórica clásica (Craveri, 406). Sin embargo, la conversación se separaba de esta
última en la medida en que su lugar de actividad se restringía a un espacio privado
liberado de los usos prácticos, comerciales, políticos y judiciales. Al menos sería de
este modo hasta la llegada la Revolución Francesa. Prueba de ello es el caso de
Madame de Staël, quien desempeña uno de los papeles más importantes en la
narración del último capítulo del libro de Craveri. Con su reivindicación de la
importancia de la conversación, esta Madame consiguió que Napoleón la destinara al
exilio. Sin embargo, y debido justamente al marco de inutilidad y ociosidad dentro del
cual se gestó la cultura de la conversación, esta práctica trascendería los límites de los
salones, para conformar, nada más y nada menos que la esencia identitaria de toda
una nación.
En relación con la segunda noción que nos propusimos aclarar, la máscara o el engaño,
es importante mencionar que el ideal de perfección ético estético al que aspiraban los
nobles franceses debió soportar la crítica de moralistas y jansenistas que
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desconfiaban de las virtudes proporcionadas por el arte de la conversación. Seguros
de que las acciones de los hombres no dependían en absoluto de su propia voluntad y
basados en la idea de un destino trágico (reforzado, además, por la situación política
del absolutismo), hacia mediados del siglo XVII, los jansenistas se hicieron lugar en los
salones franceses, develando la falsedad de la gracia que adornaba la reunión
mundana.
En “Las Hijas de Eva”, uno de los apartados de La cultura de la Conversación,
Benedetta Craveri, partiendo de una anécdota protagonizada por Madame de Sablé y
Madame de Guéméné, expone algunas de las causas que fortalecieron la doctrina de
Cornelio Jansén, así como su divulgación a través de los salones mundanos.
Respondiendo categóricamente a la «laxitud» religiosa predicada por algunos jesuitas,
Antoine Arnauld denunciaría la autenticidad de los valores cortesanos resaltando la
inadecuación entre el imperativo ascético de la religión y el imperativo mundano,
basado este último en las necesidades económicas, morales y sociales de la vida
moderna (132).
Es importante señalar, además, que el éxito en la difusión del jansenismo
encuentra explicación en dos grandes razones: la primera, porque en comparación
con la actitud convencional y misógina de la Iglesia, la doctrina jansenista permitió a
las mujeres participar de los debates teológicos y filosóficos. Esta apertura a la
población femenina, sin embargo, no fue de modo alguno desinteresada, ya que los
promotores de la doctrina conocían suficientemente la gran influencia que las mujeres
ejercían sobre la conducta y la opinión de la sociedad francesa a través de sus juegos
de salón. La segunda razón tiene que ver con el contenido moral e introspectivo de la
doctrina y con la forma refinada en que supo expresarse.
Por estas razones, los postulados jansenistas calaron en el sentir de muchas
marquesas y nobles que no carecían de capacidad autocrítica. Muchos de ellos
renunciaron a la conversación de los salones y adoptaron una vida austera que
buscaba la gracia divina en sustitución de la gracia mundana (Botero 116). En este
contexto, la soledad se impuso como necesaria para alcanzar la prudencia y la
moderación de las pasiones, y la vida en sociedad empezó su ocaso.
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Este proceso de autocrítica severa es encarnado, Según Craveri, en la figura de
Madame de Sablé, quien supo ilustrar con excelencia «el camino que conduce del
idealismo moralizante al jansenismo puritano; del culto del amor al de la amistad, de
una mundanidad entregada a una práctica eminentemente lúdica de la literatura a una
nueva galantería vestida de negro, donde el perfecto uso de las bienséances era
compatible con una reflexión rigurosa sobre los problemas de la vida intelectual y
moral» (138). Esta Madame, aunque acogió con disciplina la doctrina jansenista no
dejó nunca de lado la reunión con sus amistades, ni la participación en las discusiones
mundanas.
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matices―, opondrán a las pasiones, dentro de las cuales se hallan el amor de sí, el
interés, los celos, entre otras:
Las pasiones se oponen a las virtudes porque estas últimas son dispositivos de la
voluntad que actúan por el bien de los otros. Las pasiones, al contrario, enceguecen
la razón, son respuestas de distinta índole: orgánicas, cuando el vino, por ejemplo,
nos hace efecto y nos produce el enrojecimiento del calor; cerebrales, cuando las
impresiones que llegan a nuestro cerebro nos hacen confundir entre la realidad de
las cosas y sus apariencias, o toman estas últimas como realidades, de tal forma que
no es el bien de los otros lo que prima, pues su acción es ajena a nuestra voluntad.
(Goenaga 171)
Consideraciones finales
Sin embargo, estos tres aspectos (el juego, la máscara y la honestidad) deben
comprenderse en medio de un proceso histórico de transformación, por lo que sus
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sentidos se ven afectados en la transición del Antiguo Régimen a las condiciones
históricas que anticiparon la Revolución Francesa. Así, aquello que en principio se
constituyó como un locus amoenus, un ideal de participación y sociabilidad, de
moderación y perfeccionamiento moral, fue resignificándose con las discusiones
sugeridas por la teoría de las pasiones y del amor propio. El juego desinteresado de la
conversación se puso a prueba al develarse lo convencional de la honestidad y lo
indomable e inevitable de las pasiones.
Bibliografía