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El Destino - Segunda Oportunidad

Novela

Escrita y editada por Luis Fernando Iribarren

Corregida por Riti Yucar Bermúdez

I.S.B.N.: 978 - 987- 28178 -1 - 7


Prólogo

Esta novela está dedicada a todas aquellas personas que


habiendo tenido vidas terribles, encontraron la forma de salir del
infierno y empezar otra vez.
Cuando digo vidas terribles me refiero a su más amplio espectro,
a saber: mujeres golpeadas, mujeres que sin sufrir golpes físicos, son
maltratadas psicológicamente, y también alguno que otro hombre que
se incluya en estos parámetros.
También se podría considerar que tiene una mala vida aquella
persona que habiendo elegido un mal camino, un día se dio cuenta de
que la senda escogida no era buena y decide dar un golpe de timón,
tomando un sendero mejor para su vida.
Hay personas que, como la protagonista de esta historia,
parecen haber nacido con un destino desgraciado, de sufrimiento y
angustia, pero aun así, extienden la mano y piden ayuda. Ése es el
comienzo de la solución.
Esta obra literaria, si bien es de ficción, contiene la esencia de la
vida real. Todo escritor debe basarse en hechos conocidos para poder
construir la ficción.
El autor de esta obra ha tomado en forma aislada y aleatoria,
algunos casos que son de su conocimiento, para luego mezclarlos,
adecuarlos y, cambiándoles los nombres, presentárselos al lector.
Es de destacar que concretamente, esta historia no describe a
ninguna persona ni institución de la vida real.
Es el deseo del autor, que luego de leer este libro, muchas
personas puedan comenzar a confiar en ellos mismos y darse cuenta
de que cambiar su suerte es algo que pueden hacer.
El destino existe, es verdad, pero no es totalmente determinante;
es un tren que pasa delante de nosotros, y es en ese momento en el
que tomamos nuestras propias decisiones, subiéndonos a él o
quedándonos donde estamos.
Otras veces (y esto puede ser mucho más difícil y angustiante),
son varios los trenes que pasan frente a nosotros, moviéndose en
direcciones diferentes. Algunas veces tenemos la lucidez necesaria para
subir al que va en sentido correcto, otras, equivocamos el rumbo.
Aun habiendo tomado el sendero inadecuado, nunca es tarde
para cambiar. Solo hay que tomar la decisión.
La protagonista de esta historia parecía tener un camino
marcado por la mala suerte, pero en un momento, decidió cambiar
esto, y lo hizo.
Quizás parezca, por momentos, que no es fácil vivir, pero lo
importante, justamente es eso, vivir. A partir de allí todo es posible.
Estimados lectores, convénzanse de que ustedes se merecen
tener una excelente vida, y cuando crean realmente en esto, el destino
comenzará a ayudarlos para que así suceda. O como dijo alguien: Si
deseas algo con mucha fuerza, el universo conspira para que lo
consigas.

Luis Fernando
Iribarren
Propiedad intelectual

Queda prohibida la reproducción total o parcial del presente


libro, en cualquier medio: electrónico, gráfico, radial o televisivo. El que
lo reprodujere sin consentimiento previo del autor, será pasible de
todas las sanciones estipuladas por la ley, además de abonar los
derechos de autor, más la multa correspondiente. Ley de propiedad
intelectual y de derecho de autor.

Donación
El 10% (diez por ciento) del total de la ganancia neta que
produzca la venta de este libro, será donado por el autor a
instituciones de beneficencia, siendo la elegida, por el momento, la
"Casa Garrahan".

Solidaridad
El autor pide a los lectores que puedan donar sangre en
hospitales públicos, que no dejen de hacerlo, como así también, que no
arrojen a la basura las tapitas de plástico de gaseosas, jugos, o agua
mineral. Estas pueden ser recolectadas para la “Casa Garrahan”, hay
comercios adheridos que las reciben. En internet puede obtenerse más
información al respecto.
Desde ya, muchas gracias.

Invitación
Al finalizar la lectura, te invito a que participes de nuestra
"literatura interactiva". Podrás opinar sobre la novela, o contarnos tu
propia historia de vida, y cómo esta narración influyó en ella. Las
instrucciones se encuentran en las últimas páginas. Gracias.
El Destino - Segunda Oportunidad – TOMO I

Capítulo 1 – Teresita

Indudablemente, Juan no era un hombre como todos, al menos


en ciertos aspectos.
Era abogado, recibido ya de adulto, actualmente de unos 40
años de edad. Apuesto, aunque no en demasía, cabellos castaños, ojos
marrones, piel blanca, y atlético, por lo cual es probable que pesara
unos setenta kilogramos. Aproximadamente, un metro setenta de
estatura y poseía una buena figura.
Desde que se separó, vivía solo en una casa bastante grande y
confortable, en una ciudad del interior.
Nunca se supo bien por qué se divorció de su esposa. Tenía dos
hijos: Daniel de diecinueve años, y Patricia de veintiuno.
Ellos solían visitarlo para las vacaciones, o los fines de semana
largos, aunque no los veía desde hacía largo tiempo.
Era sábado por la noche y, una vez más, Juan cenaría solo en
su casa. Aunque era un buen cocinero, se resistía a la idea de preparar
comida para una sola persona. Prefería hacerlo para sus hijos o
amigos.
Así fue que aquella noche, cálida y estrellada, decidió tomar su
camioneta, que estaba estacionada en la vereda, y dirigirse a la
terminal de ómnibus de la ciudad, donde funcionaba un pequeño
centro comercial, el cual incluía un patio de comidas.
Al llegar al estacionamiento, ubicó su camioneta en un lugar
seguro, y se dispuso a caminar los metros que lo separaban del
expendio gastronómico.
Es una noche “casi de verano”, pensaba Juan, lo cual lo ponía
de muy buen humor puesto que detestaba el frío. Y aunque solo
transcurría el mes de noviembre, el clima era estival, con bichos
inclusive.
Mientras iba caminando, a la vez que espantaba a algunos de
esos molestos insectos voladores que se ven atraídos por la luz , pudo
divisar una escena que capturó su atención: en uno de los asientos de
la terminal de ómnibus había una bonita y joven mujer que estaba
siendo abordada por un sujeto alcoholizado.
-¡Mi amor! ¿Qué haces solita? ¿No querés venir conmigo? ¡Dale,
vamos a tomar algo, invito yo! A lo cual la joven respondía
(evidentemente en inglés): -Please go away! I can’t understand! I don’t
speak spanish!
Lo que ella le decía al beodo transeúnte era que no podía
entenderle porque no hablaba español.
Juan, cual caballero andante, se acercó a la joven, presto a
auxiliarla.
-¿Qué está pasando? Inquirió, e inmediatamente, el molesto
sujeto emprendió la retirada lo cual produjo una sensación de alivio
tanto en él como en la afligida damisela.
-Hellow! Are you fine? Inquirió Juan que, entre otras cosas,
hablaba un poco de inglés. Ella miró rápidamente a su alrededor y,
comprobando que no había nadie cerca, le dijo: -En realidad hablo
español, pero como además del señor ebrio había otras personas
haciéndome propuestas poco decorosas, decidí simular que no lo
hablaba para que se alejaran pacíficamente.
-Un recurso muy inteligente, comentó Juan, mientras pensaba
cómo habría llegado allí esa mujer, puesto que evidentemente, no era
de la ciudad.
-Gracias por ayudarme, eres el primer caballero que encuentro
desde que llegué a la Argentina- dijo ella.
-¿Desde dónde venís?-preguntó él.
-¡Desde Méjico!-respondió la chica.
-¡Pero eso está a miles de kilómetros!- insistió Juan.
Cuando terminó de decir esto, pudo observar que ella,
abrazándose a su bolso rojo, como si se sintiera sola y desprotegida,
bajó tristemente la mirada y sus ojos comenzaron a humedecerse, a tal
punto que pareció que rompería en llanto.
Él comprendió que había hecho un comentario desafortunado, y
decidió remediarlo de inmediato.
-¡Te invito a cenar! ¿Tenés hambre? -dijo él.
El rostro de la joven volvió a cambiar de inmediato: en sus rojos
y finos labios se dibujó una sonrisa, y sus enormes ojos verdes
emitieron destellos de repentina felicidad. Dudó un instante, pero
decidió que era su mejor opción. Estaba aprendiendo que la vida nos
da opciones que implican un riesgo a veces, pero de eso se trata.
-¡Está bien! - respondió ella, e inmediatamente se puso de pie.
Juan quedó asombrado, y mudo por un momento. En el fondo
no creía que ella fuera a aceptar la invitación.
-¿Qué te gustaría comer? –preguntó de todos modos.
-¡Con el hambre que tengo, podría comer cualquier cosa!
-explicó ella.
-Pero… ¿Preferís la comida de restaurante o la casera? -insistió
el hombre.
-Obviamente prefiero la comida casera, pero ¿dónde podríamos
conseguirla?
-¡Soy buen cocinero, en mi casa podría preparar lo que
quisieras! -replicó él.
Ella dudó por un momento. Debo ir a su casa con él –pensó
-Pero después de todo ¿Qué podría pasar de malo?
Observó el aspecto de Juan, quien vestido con una remera
blanca, jeans azules y zapatillas blancas, transmitía confianza.
Además, tenía muchísimo hambre.
Es increíble lo que el hambre puede impulsar en las personas.
Se inician guerras, se derrocan gobiernos…y se aceptan invitaciones
de desconocidos.
-¡Acepto! -respondió ella -Creo que eres un buen sujeto.
-¿Eres? –Dijo Juan con una amplia sonrisa. -Te salió el acento
mejicano.
Ella respondió con un mohín distendido y un leve asentimiento
de cabeza.
-Tengo mi camioneta cerca de aquí -dijo él -¿Después de todo,
cómo te llamás?
-Me llamo Teresita ¿Y tú? ¿Cuál es tu nombre?
-Me llamo Juan. Pronunció él con esa voz grave y aterciopelada
que generalmente seducía a las mujeres.
Realmente, él era un hombre agradable. Habitualmente
observaba una actitud hidalga. Siempre dispuesto a ayudar a los
débiles y a las damas en apuros. Muy correcto en las palabras que
decía, y mas aún en el tono que empleaba para pronunciarlas.
Mientras caminaban, Teresita tenía mil preguntas dando vueltas
en su cabeza, pero no se atrevía a hacerlas. No quería incomodar al
primer hombre correcto que encontraba, mostrándole desconfianza.
Aunque debía preguntar algo. ¿Él viviría solo o habría más personas en
la casa? ¿Estaría casado? Necesitaba saber algo…pronto.
-¿Puedo hacerte una pregunta Juan? - dijo por fin ella.
-¡Sí, claro!
-¿Estás casado? ¿Vives con tu esposa?
-Separado -afirmó él. -Y vivo solo.
Teresita pensó: En este país, separado no es sinónimo de
divorciado. Pero de todos modos, significa que ya no está con su
esposa.
Aunque es extraño que un hombre tan agradable esté solo.
Evidentemente había avanzado muy poco, no estaba segura de poder
confiar en él. Pero ¿Qué otra cosa podía hacer? Llevaba veinticuatro
horas sin comer, tenía sueño, en dos o tres días vendría su período, y
no tenía siquiera un pedazo de algodón. Si no iba con este hombre, que
aparentaba ser bueno ¿Quién la iba a ayudar? Estaba decidido, iría
con él.
Por su parte, Juan observaba la notable silueta de esta mujer;
parecía casi una modelo. Aunque no es demasiado alta –pensó- pero es
solo un detalle. Habla con mucha corrección. Parece “una chica bien”.
Ella caminaba con paso lento pero firme, como quien se siente
feliz por la decisión tomada. Sus cabellos negros y ondulados se
mecían suavemente con la repentina brisa que comenzaba a soplar.
-Quizás venga una tormenta –Afirmó él – tratemos de apurar el
paso.
Así subieron a la “Ranger” gris de Juan, y emprendieron el
camino.
Mientras conducía, él pensaba ¿Cómo puede ser que una mujer
así esté sola en este lugar?
Además, si está hambrienta, es probable que también se haya
quedado sin dinero. Debe estar escapando de algo, pero ¿de qué?
No quería preguntar demasiado, porque recordaba que cuando
intentó hacerlo, ella casi se había puesto a llorar.
De todos modos, no parece ser peligrosa, concluyó.
Ella también iba bastante callada, pensativa, pero se la veía
tranquila, confiada. Miraba hacia el exterior a través del parabrisas y
de la ventanilla, con el bolso sobre su regazo. Solo por momentos
miraba al conductor. Intercambiaban alguna palabra, o tan solo una
sonrisa.
Una nueva duda asaltó la mente de ella, ¿De qué trabajaría? ¿Y
si era policía? ¿Y si él la delataba? De todos modos ella no era una
delincuente. Pero nadie debía saber que estaba allí. Nunca. Pues todos
sus esfuerzos habrían sido en vano. Debía preguntar, y lo hizo.
-¿Puedo preguntarte cual es tu trabajo? Solo por curiosidad –
agregó.
-Por ahora soy abogado, además, estoy convirtiéndome en
granjero.
Teresita respiró profundamente, aliviada.
En pocos minutos más de silencioso viaje, llegaron a destino.
Era la clásica vivienda de clase media acomodada, ubicada en un
barrio elegante aunque sin extravagancias. Terreno grande, jardín
pequeño al frente, y amplio con pileta en el fondo. Se observaban
muchas flores, y también, varios árboles y arbustos. La naturaleza era
una de las debilidades de Juan. De hecho, él mismo hacía los trabajos
de jardinería en su hogar. Se había criado en el campo, siempre en
contacto con los animales y las plantas. Quizás en ese pasado
campesino de Juan estaba la raíz (adormecida durante años) de la idea
que, últimamente, prosperaba en su mente: montar una pequeña
granja en el campo que había comprado hacía un tiempo, y al que
nunca le había dado demasiada importancia.
-¿Esta es tu casa? ¡Es muy bonita! – exclamó ella.
-¡Gracias! -respondió él.
Mientras pronunciaba estas palabras, Teresita descendía
animadamente de la camioneta, pisando ya el césped del jardín, puesto
que Juan había estacionado bien adentro, como si estuviera seguro de
que esa noche ya no tendría que volver a salir.
La observó descender del vehículo. Ese jean azul le quedaba
muy bien, especialmente combinado con esas sandalias negras de taco
alto. El fino cinturón dorado que resaltaba su cintura, y la blusa de
seda color natural sin escote, le daban un aspecto delicado y elegante.
Cuando ella hubo descendido por completo cerró la puerta, y él,
sentado aún detrás del volante, miraba el reloj digital del tablero que
indicaba las 09:47 PM, mientras en el reproductor de CD sonaba el
tema en inglés “Nothing gonna change my love for you” (Nada hará
cambiar mi amor por ti). Como buen romántico, le gustaba la música
lenta de los ‘80.
En ese momento no supo muy bien si era la música lenta, el
clima cálido, o la elegante figura de Teresita, pero sintió algo así como
si una brisa de aire cálido acariciara su pecho. Eso le produjo cierta
confusión, lo cual le molestó. Detestaba la confusión, necesitaba tener
siempre claridad en sus sentimientos y pensamientos. De todos
modos, decidió no darle demasiada importancia. Quitó la llave,
descendió y se acercó a ella para guiarla al interior de la vivienda.
Hizo un ademán para que Teresita le diera el bolso, con lo cual
ella se lo entregó, mientras decía: -¡Gracias, qué caballero! Él solo
asintió con una pequeña mueca mezcla de sonrisa y satisfacción.
Ante estos gestos de caballerosidad, Teresita sintió algo especial,
no sabía bien de qué se trataba, pero decididamente era una sensación
que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Quizás hubiera
podido definirla como “la sensación de que estaba en un buen lugar” o
de que las cosas empezarían a ir mejor. Sea lo que fuere era agradable,
mezclada con un poquito de temor. Su corazón tenía cicatrices, y
aunque pocas, eran profundas. Pero pasaría bastante tiempo aún para
que Juan pudiera conocer a fondo de estas cuestiones. Ella aún no
estaba preparada para exhibir sus sentimientos.
-¿Te molesta si entramos por la puerta de la cocina? -Dijo él.
-Es más cerca.
-¡Da igual! -dijo ella sonriente. Solo quiero llegar a un lugar
donde haya comida.
-¿Desde cuándo estás sin comer?
-Desde ayer a la noche, cuando me sirvieron un sándwich en el
colectivo de larga distancia que me trajo hasta aquí. -explicó ella.
-¿Y desde dónde partiste con ese colectivo? –inquirió Juan.
-Desde la terminal de Retiro, aquí en Buenos Aires.
-Elegiste esta ciudad al azar, seguramente. -afirmo él.
-Así es. Quiero empezar de nuevo donde nadie me conozca
-explicó la joven.
Mientras escuchaba atentamente el relato, Juan pudo observar
que otra vez, esos ojos verdes enormes y hermosos, volvían a
empañarse. Se ponían muy húmedos, y comenzaban a enrojecer, como
para llorar.
Él tenía el defecto de la lágrima fácil, como le decían sus amigos.
Se emocionaba con facilidad, y además, no soportaba ver llorar a una
mujer. Por todo esto decidió que lo peor que podía pasar era que ella
rompiese en llanto. Así que cambió de tema, mientras acariciaba a su
perra Diana que se acercaba a recibirlos.
Teresita volvió a sonreír cuando vio a la mascota. -¿Cómo se
llama? ¡Qué linda es! -dijo la joven, mientras se agachaba a acariciarla.
-Se llama Diana -afirmó Juan. Diana era una ovejero-alemán,
que él crió desde que era muy pequeña. La había encontrado
abandonada en la ruta, cuando volvía del campo. Entre ambos habían
desarrollado una empatía envidiable. Podían entenderse con solo una
mirada. En realidad, él no la trataba como a un animal, sino como a
una persona.
Teresita la acariciaba con mucho afecto, puesto que amaba a los
animales, mientras Diana le lamía las manos y la cara.
Juan quedó paralizado por un momento, esto no era habitual.
Diana solo le lamía las manos a él y a sus hijos. A todas las demás
personas que entraban en la casa, las miraba con desconfianza,
ladrándoles inclusive.
Así las cosas, decidió confiar en el instinto de su guardiana. -Si
ella la recibe así, debe ser una buena persona, -pensó.
Era notable como esta joven mujer pasaba de la felicidad a la
tristeza, y de esta, nuevamente a la alegría, tan solo estimulada por
detalles tan pequeños como una invitación a cenar, un recuerdo, o un
perro que le lamía las manos. -Debe ser en extremo sensible –pensó él.
-¡Pasá por favor! –dijo él mientras le abría la puerta de la cocina.
-¡Gracias! Tienes una casa hermosa - continuó diciendo ella,
mientras miraba a su alrededor.
La cocina era realmente grande. Debería tener unos seis metros
de largo por otros tantos de ancho. Tanto las alacenas, que estaban
adheridas a las paredes a unos dos metros de altura, como los bajo
mesadas, eran de madera lustrada en un tono muy claro. Las
mesadas eran de piedra, en colores mezclados: verde claro, verde
oscuro, gris y amarillo. Las piletas y grifería eran de acero inoxidable.
Los pisos, de granito verde, hacían juego con las mesadas. Había
también una gran mesa con sillas de un tono más oscuro que el resto
del mobiliario, lo cual convertía el ambiente en un sitio muy cálido.
Teresita seguía mirando a su alrededor con una expresión de
satisfacción en su rostro. Juan estaba parado junto a la puerta por la
cual habían entrado. Aún conservaba en su mano el bolso. Ella tenía
una sensación de tranquilidad, de alivio.
-Bueno, supongo que necesitás pasar al baño, incluso podrías
ducharte -dijo Juan.
-No es mala idea, -respondió ella, -pero no quiero causarte
demasiadas molestias.
-Si me ocasionaras molestias no te lo ofrecería –Respondió Juan
mientras comenzaba a lavarse las manos para preparar la cena.
-Está bien, en realidad necesito ducharme y cambiarme de ropa
¿Puedo usar una habitación?
-Por supuesto, vení conmigo por favor. Juan le dio la habitación
de su hijo Daniel. El cuarto era muy sencillo, tenía el piso alfombrado
de color azul, las paredes pintadas de un color celeste grisáceo, y unos
pocos muebles de madera barnizada. Teresita observó una foto donde
se divisaban unos jóvenes vestidos con ropa de fútbol.
-¿Cuál de ellos es tu hijo? –preguntó.
-Este –indicó él- señalando con el índice de su mano derecha a
uno de ellos.
-¡Qué lindo chico! -exclamó ella con esa naturalidad que la
caracterizaba.
-Gracias –respondió Juan, no sin cierto orgullo, aunque con un
dejo de melancolía en su rostro. Si bien Juan estaba muy orgulloso de
sus hijos, últimamente se lo notaba algo distante de ellos. Habían
ocurrido cosas que nadie conocía muy bien. La mayoría de estas,
después de que él se separó de su esposa.
-El baño es acá al lado –indicó el anfitrión mientras señalaba
con su derecha hacia el enorme lugar decorado con azulejos verde
agua.
Teresita entró al cuarto de baño envuelta en la bata de color
bordó que le había prestado Juan junto con sus pantuflas. Comenzó a
mirar en detalle el verde recinto. Era todo muy agradable. Le llamó la
atención una repisa que estaba adherida a la pared, al lado de la
ducha. Había allí varias clases de shampúes y otras tantas de
desodorantes en aerosol para hombre.
-Evidentemente, no hay mujeres en esta casa -pensó. No había
ningún rastro de coquetería femenina en aquel lugar.
Abrió la ducha, se aseguró de que la temperatura del agua fuese
la adecuada, y con un suave movimiento, dejó caer al suelo la bata de
Juan, quedando totalmente desnuda.
La piel de Teresita era blanca como la nieve y suave como el
terciopelo. Entró lentamente, como si estuviera caminando sobre una
nube. El agua tibia comenzó a acariciar su cuerpo. Tomó en cámara
lenta el jabón de glicerina amarillo y empezó a frotarse delicadamente
la piel. Se enjabonó por completo. Luego tomó uno de los shampúes, se
lo aplicó en el cabello, lo masajeó y, literalmente, se enjuagó de cabeza
a pies. Tomó uno de los toallones que estaban allí colgados y se secó.
Ya cubierta nuevamente con la bata bordó, y cuando se dirigía
al dormitorio, pudo observar que la puerta del baño no estaba cerrada.
Inmediatamente recordó que ella misma la había dejado así.
¿Tan segura se sentía en esa casa que se permitía tomar una
ducha sin cerrar la puerta? ¿Había algún deseo subconsciente en ella
que la impulsaba a hacer ciertas cosas que conscientemente le
parecerían reprochables?
Decidió encerrar estas y otras dudas en su interior, y permitirse
disfrutar de la exquisita cena que seguramente le estaba preparando
este hombre, tan caballero, que primero se acercó a espantar al
cargoso que la estaba acosando, luego la invitó a cenar, y más tarde se
puso a cocinar para ella, mientras le ofrecía sus aposentos.
Quizás fuera demasiado bueno para ser cierto. Parecía sacado
de alguna película de Hollywood. En fin, la realidad era que esto sí
estaba pasando y, a decir verdad, era lo mejor que le ocurría a esta
desventurada joven en los últimos años.
Cuando entró en la cocina, vestida con un pantalón de
gimnasia, envuelta en la bata de Juan y calzando sus pantuflas; el
ocasional cocinero no pudo contener la risa.
-¿Te molesta si me visto así para cenar? Es que quiero estar
cómoda ¿Por qué te ríes, me veo muy mal? -preguntó Teresita.
-No me molesta y no te ves mal, solo me causó gracia el hecho
de que mi bata te queda grande, respondió Juan mientras caminaba
hacia la mesa sin dejar de exhibir una agradable sonrisa.
Rápidamente, retiró la silla de una de las cabeceras, haciendo
un gesto con el que la invitaba a sentarse. Ella accedió sonriente,
mientras él la ayudaba.
-¿Qué has preparado? –preguntó. -El olor que se siente es de
algo muy rico.
-Estofado, es bastante sencillo. -respondió él.
-Si no recuerdo mal, eso se prepara con carne y patatas. -afirmó
ella.
-Si, pero en Argentina les decimos papas en lugar de patatas.
La tranquilidad reinaba en el ambiente, el aroma de la comida
podía percibirse fácilmente, a pesar del extractor de aire.
-Me gustaría saber más sobre vos, pero veo que te ponés mal al
recordar ciertas cosas. -afirmó él.
-Es verdad, no pienses que quiero ocultarte algo, pero me
ocurrieron cosas terribles en los últimos años. Solo te pido que me des
un tiempo y prometo contarte todo.
-¿Tomás vino?-preguntó Juan.
-Si, por supuesto.
-¿Alguno en especial?
-Bien, si preparaste carne con salsa, creo que sería oportuno un
vino tinto. ¿Qué te parece?
-Perfecto.
Rápidamente, Juan sacó de la heladera una botella, y se la
mostró.
-¡Es excelente! –afirmó la invitada.
Él descorchó lentamente la botella y comenzó a servir en las dos
copas que había sobre la mesa. Cuando estuvieron llenas, le ofreció
una a ella, tomó la otra con su mano derecha, y la invitó a brindar.
-¡Por la amistad! -propuso Juan.
-¡Por los caballeros, para que haya mas de ellos! -replicó la
joven.
Chocaron suavemente las copas y comenzaron a beber.
-No tomes mucho con el estómago vacío –advirtió el anfitrión-
podría hacerte mal. Teresita sintió de pronto una profunda emoción. A
tal punto, que sus ojos nuevamente se llenaron de lágrimas. Juan la
miraba sin comprender. Pensaba si habría dicho algo inadecuado.
-No te preocupes –aclaró ella– es que… es la primera vez en
mucho tiempo que alguien demuestra interés por mi bienestar. Solo
tengo miedo de que te canses de mi hipersensibilidad.-añadió ella. -Sé
que es muy incómodo para un hombre soportar a una mujer tonta que
se la pasa llorando, pero te prometo que trataré de controlarme.
-No tenés porqué controlarte, yo creo que es algo bueno
expresar los sentimientos. -dijo Juan en tono cordial mientras
comenzaba a servir la cena.
Se dirigió con los platos ya servidos hacia la mesa mientras ella
lo miraba fijamente.
-Se ve muy sabroso- opinó la invitada.
-Eso espero, es la primera vez que cocino para una invitada
extranjera y no quisiera generar un conflicto diplomático con México.
-agregó riendo.
Después de haber traído el pan y la sal, él tomó asiento en la
cabecera opuesta a la de ella, y con un gesto amable la invitó a
comenzar. Ella empezó a comer y, aunque con modales refinados, no
podía disimular que estaba famélica.
-¿Cómo está?-inquirió Juan
-¡Fabuloso!-afirmó Teresita, mientras sonreía y masticaba, todo
al mismo tiempo.
Él decidió comer en silencio por algunos minutos, sin preguntar
nada, para evitar arruinarle la cena a esta joven mujer, de la que sabía
casi nada pero que, decididamente, tenía algo especial. Transcurrieron
algunos minutos en los que de nada se hablaba, ni siquiera había
música, solo se escuchaba, desde afuera, el sonido de los grillos y el
croar de algunas ranas. Teresita, ya con menos voracidad, tomó la
copa de vino, y bebió la mitad de su contenido, seguido por un trago de
agua mineral que Juan le había servido en otra copa.
-¿Cómo voy a agradecerte todo esto? -preguntó ella.
-No tenés nada que agradecer, solo hice lo que me pareció
correcto.
-De todos modos te lo agradezco, me siento mucho mejor.
-Además del hambre, imagino que debés estar cansada. -dijo él.
-Si, es verdad.
-Bueno -volvió a decir Juan- quiero que te quedes tranquila,
pues vas a tener un lugar seguro y confortable donde dormir.
En ese instante ambos observaron cómo Diana abría con su
pata la puerta de tejido que separaba la cocina del patio, entraba y se
dirigía a su amo. Se sentó a su lado en el suelo, y miraba fijamente el
plato con comida. Juan cortó un pequeño trozo de carne y se lo dio en
la boca.
-¿Te gustan mucho los animales, verdad? -preguntó ella.
-Diana es mucho más que eso, es una amiga.
-Estoy segura de que sos una buena persona. -afirmó Teresita
mientras volvía a alzar su copa de vino, pero casi jugando con ella, tal
vez coqueteando un poco.
Juan observó esto. Él era un gran observador. Tal vez sea el
vino, se dijo, mientras miraba esos ojos verdes, tan grandes y
hermosos, que por momentos eclipsaban el rostro completo, como si la
mujer no tuviera mejillas o labios, tan solo... ojos.
-Por lo sensible que sos no me extrañaría que fueras de piscis.
-afirmó el anfitrión.
-Adivinaste. -respondió la chica.
-¿Y qué día naciste?
-El 10 de marzo. -afirmó ella mientras inclinaba su cabeza hacia
la izquierda, en tanto que su mano derecha jugueteaba entre sus
cabellos, enroscándolos en el dedo índice. Mientras todo esto ocurría,
ella no dejaba de mirar a los ojos a su anfitrión.
-Esto parece ser demasiada casualidad, yo nací el mismo día.
-expresó Juan.
-No hay casualidades, solo hay un destino. -afirmó Teresita. -
¿Te parece casualidad que, de tantas ciudades yo haya elegido esta,
que haya llegado justo la noche que tú decidiste no cocinar, y que ese
ebrio me haya molestado en el preciso momento en que tú pasabas por
allí?
-Supongo que podés tener razón. -dijo él sin saber muy bien qué
pensar.
Justo en ese momento, Diana se levantó y caminó hacia
Teresita, se sentó a su lado y, suavemente, apoyó su cabeza sobre la
pierna izquierda de la muchacha.
-¿Lo has visto? Hasta ella parece estar de acuerdo conmigo.
Juan rió junto con su invitada, luego se levantó de la silla, y
caminó hacia donde estaban Teresita y Diana. Se arrodilló al lado de
su mascota, y como si le hablara a una persona, le preguntó: ¿Creés
que el destino la trajo hasta aquí? -Imprevistamente, Diana se paró
sobre sus patas traseras, apoyó las delanteras sobre los hombros de
Teresita, como abrazándola, y le lamió la cara. Ambos estallaron en
carcajadas. Juan se reía tanto que debió sentarse en el suelo. Teresita
no tardó en quedar en idéntica situación. Continuaron riéndose sin
poder parar por casi un minuto. Era esa característica tentación
hilarante, de pronto se relajaban, pero al mirarse volvían a estallar en
carcajadas, mientras la perra, sentada, los miraba con asombro.
Cuando por fin pudieron recuperar la compostura, Juan se levantó
primero y, como todo un caballero, la ayudó a levantarse. Al pararse
ella, por un instante, ambos quedaron frente a frente. Se miraron. Se
sintieron. Podían percibir el olor de sus cuerpos. Pasaron algunos
segundos en esta posición. Ninguno de ellos supo muy bien cuánto
tiempo había transcurrido. El silencio reinaba, majestuoso. Afuera los
grillos ejecutaban su mejor concierto. Podían escuchar sus
respiraciones. De pronto, una brisa azotó la puerta que daba al patio.
Quizás esto rompió el hechizo. Era la tormenta que Juan había
presagiado horas antes. Poco después llegaría la lluvia.
-¿Seguimos comiendo? –propuso él -Falta el postre, a menos que
estés cuidando tu silueta.
-¡Me vale el gorro mi silueta! No te preocupes.
Juan la miró con cara de asombro. -¿El gorro de qué?-preguntó.
-Perdón, es una expresión mejicana. Me vale el gorro quiere
decir que me importa muy poco. O sea que, en este caso, me importa
muy poco mi silueta.
-Entiendo –dijo él-y continuó: -respecto a tu lugar para dormir
¿Preferís que te lleve a un hotel o quedarte en el cuarto de mi hijo? Si
preferís el hotel, yo puedo prestarte dinero.
-¿Puedo dormir con ella? –dijo la chica mientras señalaba a
Diana.
-Por supuesto, parece que se llevan muy bien. -respondió Juan.
-Entonces me quedo, y agregó vacilante: Bueno, si a ti no te
molesta…
-Sos una buena compañía, será un gusto tenerte de invitada.
Solo una pregunta: ¿Sos mayor de edad?
-Tengo 30 años. Pero eres muy galante al preguntarlo, gracias.
-afirmó ella.
-Excelente, dijo Juan, mientras se dirigía a la heladera a buscar
el postre.
-¿En qué consiste el postre de hoy? -preguntó ella, ya sentada
nuevamente en su lugar.
-No tiene un nombre específico, solo puedo decirte que se hace
con bananas, crema chantillí, vainillas y chocolate.
-¿Y lo haces tú? Suena muy apetitoso –dijo Teresita mientras
sus ojos se ponían brillantes, y tenía una expresión igual a la de un
niño goloso.
-Sí, me lo preparaba mi abuela hace muchos años. -dijo él.
Puso la fuente sobre la mesa, cortó una porción bastante
grande, y con la espátula, la colocó sobre un plato de porcelana
decorada. Agregó una pequeña cuchara y se lo alcanzó a Teresita.
Ella observaba en silencio, al igual que Diana.
-¿Qué…vos también querés? –preguntó mirando a su mascota.
Seguramente pensó que la respuesta del can fue afirmativa,
pues, cortó otra porción, y se la dio en un plato de plástico.
Finalmente se sirvió él, y se sentó.
Teresita, a pesar de que estaba muy apurada por degustar aquel
manjar, esperó a que su anfitrión le diera la señal de que podía
comenzar. Saborearon ese manjar sin hablar, solo intercambiaban
miradas y sonrisas. Decididamente, el postre estaba muy bueno, a tal
punto que ambos comensales comieron otra porción.
De pronto, la joven mujer comenzó a sentirse muy relajada,
seguramente era una conjunción de factores: el cansancio del largo
viaje, los efectos del vino tinto, la ligera pesadez que sigue a una
abundante cena y, principalmente, por ese sexto sentido que poseen
las mujeres, ella sabía que había llegado a un lugar seguro, que ya
nadie la humillaría, y que tampoco la harían sentirse inferior o
insignificante.
Ese mundo había quedado atrás. Había podido escapar…
aunque para ello debió abandonar todo lo anterior: su casa, su
familia… Agradecía a Dios el haber podido tomar la decisión. Le llevó
muchos años… ¡Pero lo había logrado!
Volviendo a hacer gala de su caballerosidad, Juan le preguntó si
deseaba que ya le preparase su dormitorio, pues se la veía en extremo
somnolienta.
-Perdón ¿Estás diciendo que tú vas a preparar mi cuarto? ¿Y
haces esas tareas? Los hombres que conozco se ofenderían si tan solo
se lo insinuaran.
-Bueno, no es una costumbre habitual, además no podría
decirte lo que hacen los demás hombres, en mi caso, si es necesario
puedo hacerlo.
La noche finalizó sin estridencias, nada ocurrió fuera de lo
común. Teresita, enfundada en un camisón rosa con florcitas
bordadas, apenas alcanzó a apoyar la cabeza en la almohada. En
menos de cinco segundos estaba durmiendo. Juan, por su parte, se
quedó en la cocina degustando un café, mientras trataba de imaginar
qué habría en el pasado de esa muchacha, que al recordarlo, la
movilizaba tanto, pero al ver que las posibilidades eran infinitas, y su
imaginación no lo ayudaba demasiado, optó por irse a dormir y dejar
que el destino, una vez más, lo sorprendiera.
Capítulo 2 - La convivencia con Teresita

Un nuevo día comenzaba, y Juan con él. Tenía la costumbre


campesina de levantarse temprano, así sentía que aprovechaba mejor
la jornada.
Se había despertado poco después de las seis de la mañana. Se
quedó remoloneando hasta casi las siete, y cuando ya las sábanas se le
estaban enroscando en el cuerpo de tanto dar vueltas, decidió ir a
desayunar.
Se dio una ducha rápida, se cepilló los dientes, y se puso una
generosa cantidad de desodorante en aerosol. Era muy pulcro en su
aspecto, detestaba oler mal o estar mal presentado.
Luego, se vistió con una remera de algodón color verde césped,
un jean azul y unas zapatillas de color oliva suave… Sí, Juan
combinaba los colores para vestirse.
A pesar de esto, era muy masculino, y no le importaba si
alguna vez debía estar lleno de tierra durante un día entero porque
estaba trabajando en el campo o arreglando su jardín. Decía que todo
tiene un momento y un lugar: en el campo un hombre decente puede
permitirse andar un poco sucio sin perder la dignidad, aunque
consideraba totalmente inadecuado que un caballero anduviera sucio o
maloliente en plena ciudad.
Ya marchando hacia la cocina, pasó frente al cuarto de Teresita,
se detuvo frente a la puerta, y pensó en golpear para preguntarle si
estaba bien, pero desistió porque seguramente la despertaría, y eso no
lo hace un buen anfitrión. Seguidamente, tuvo la idea de abrir un
poquito la puerta, de forma silenciosa, pero tampoco lo hizo, porque
sería inapropiado que un hombre de bien observara a una dama
mientras duerme, especialmente si no es su mujer o su novia.
Finalmente, decidió ir a la cocina a desayunar, y dejar que su
nueva amiga despertase por sí misma a la hora que quisiera.
No mucho tiempo después, la joven apareció en la cocina,
prolijamente vestida con un jean azul con bordados dorados, una blusa
muy simple pero delicada a la vez, de color verde agua y zapatos negros
con muy poco taco.
-Buen día -dijo Juan- parece que nos hubiéramos puesto de
acuerdo para vestirnos. Ambos de verde.
-Buen día -respondió ella con el rostro iluminado. ¿Tú todavía
crees en las coincidencias?
-Últimamente no estoy seguro de qué es lo que creo. Aunque me
gustan los planteos filosóficos.
-¡Eso es genial! -Exclamó ella- He leído mucho sobre filosofía,
¿Cuál es tu preferida?
-Obviamente la griega -exclamó Juan como si estuviera diciendo
una cosa que se cae de madura.
-Te entiendo, pero no creo que debas enfatizar tanto, Nietzsche
fue alemán y también es un reconocido filósofo - concluyó ella.
Mientras esta conversación transcurría, él se había parado para
recibir a la invitada, y durante la última palabra de ella, Juan le
arrimaba la silla para que tomara asiento.
Se la veía espléndida. Como una persona que tiene sueños y
empieza a cumplirlos, o como alguien que pasó del infierno al paraíso
en un muy corto lapso. Además del esplendor de esos enormes ojos
verdes que a menudo esclavizaban la mirada del anfitrión, todo su
rostro resplandecía; sus labios estaban color bermellón, y sus mejillas,
de un perfecto color rosado, pero no tenía absolutamente nada de
maquillaje.
Juan la observaba fijamente mientras le preguntaba: -¿Qué
querés desayunar?
-¿Cómo me preguntas? Sería el colmo que tuviera pretensiones.
Voy a desayunar lo que tú me sirvas. Ya te ocasioné demasiados
gastos.
-Bueno –respondió él- ante todo te digo que no es ninguna
molestia atenderte, es más, creo que debo reconocer que es un placer
tenerte como invitada. Además, -continuó- yo crecí en el interior del
país, en la zona rural más precisamente, y allí te inculcan que es
bueno ayudar a otras personas. Cuando puedo ayudar a quien se
encuentra en apuros, siento que estoy cumpliendo con el mandato
social que me inculcaron mis mayores, y, como conclusión, creo que
soy yo el que debe agradecerte porque me estás dando la posibilidad de
sentirme bien a través de mis acciones.
-De todos modos, no puedo dejar de agradecerte -afirmó la
hermosa joven mientras sus enormes ojos comenzaban a humedecerse.
-Te ves radiante, creo que pocas veces había visto una persona
tan feliz -insistió él.
-Me siento como tú dices, pero por el momento, solo puedo
decirte que nunca, en los años que me queden de vida, olvidaré este
día, y que considero el de ayer como mi nueva fecha de
cumpleaños. Creo que está comenzando mi nueva vida.
Juan sintió una gran curiosidad ante las palabras de ella. En
realidad ya venía sintiendo curiosidad desde la noche anterior, pero le
había prometido darle tiempo para contar su historia. Y si de algo se
enorgullecía Juan, era de cumplir siempre con su palabra. No era fácil
suponer que esta mujer había vivido en un infierno durante muchos
años. Pero ¿Qué clase de infierno? ¿Estuvo vinculada con la mafia?
¿Tenía un marido golpeador? ¿Sería prófuga de la justicia?
Como primera medida, descartó la conexión con la mafia. Esa
mujer era incapaz de hacerle daño a nadie. Por lo demás, todo es
posible –pensó. Justamente, le habían tocado casos en los últimos
años, que trataban sobre violencia de género y otras cuestiones “de la
puerta para adentro”. Y de esas cosas nadie habla.
En medio de todas estas cavilaciones, Diana comenzó a rascar
la puerta de la cocina para entrar.
-Pero cómo ¿No estaba durmiendo con vos? -Le preguntó a ella.
-Tú lo dijiste, estaba, pero muy temprano me pidió salir del
cuarto, y me imaginé para qué. Entonces la acompañé hasta esa
puerta y la dejé salir. Luego volví a dormir. -explicó Teresita.
Juan estaba molesto, pues sentía cosas que lo inquietaban. Esa
cosquilla que sintió en su pecho la noche anterior mientras estaba por
descender de su camioneta. La que estaba sintiendo ahora. Se
preguntaba si sería posible sentir algo fuerte o trascendente por una
persona que recién se conoce.
Ella era muy cariñosa con los animales. Era un muy buen
síntoma, según su sistema de evaluación de mujeres. Se lo había
enseñado un profesor de la secundaria, Roberto Castillo. Este hombre
era uno de los que habían marcado la vida de Juan. Sus consejos lo
habían sacado de varias dudas y situaciones complicadas. Una vez que
tuvieron una charla de hombres, es decir, acerca de las mujeres, le
preguntó a su maestro si había una forma de saber si una chica era
buena o mala. El profesor, prudentemente, le explicó que en principio,
no hay una forma segura de evaluar a las personas, pues todos somos
impredecibles. Aunque sí se puede hacer una aproximación bastante
precisa.
-¿Y en qué consiste? -Fue la pregunta obvia del entonces
adolescente.
-Cuando quieras saber cómo es una persona, ponela cerca de
los animales y de las plantas, y observá su reacción. Si desprecia a un
perro o no se conmueve con la belleza de una flor, evidentemente, es
bastante insensible. En ese caso, cuidate.
De todos modos, él no la estaba evaluando, o al menos, no en
modo consciente. En realidad, si comparamos, los sentimientos de
ambos, los de Juan estaban mucho más confusos que los de Teresita.
Ella sabía con bastante claridad lo que quería. Él aún no. Ella
buscaba un hombre que la amara, no que la quisiera, que la amara por
completo, que no estuviera interesado solo en su belleza corporal o en
su rostro bonito, además, nunca creyó ser muy bonita. Que sintiera
verdadera atracción por la forma en que pensaba, o en cómo hablaba.
Que valorara todos los actos de amor que ella pudiera tener hacia él.
En realidad, a las mujeres del estrato socio económico en donde
creció Teresita, las forman desde niñas para ser buenas esposas. Para
ellas está muy claro, hay carreras para hombres y carreras para
mujeres; trabajos para hombres y trabajos para mujeres; cosas que se
les permiten a los hombres y cosas que se les permiten a las mujeres.
Les enseñan que deben ser dulces, femeninas y cariñosas, estar
siempre lindas para agradar a los hombres, deben ser buenas amantes
para que su marido no busque fuera de casa ese tipo de satisfacciones
(aunque tampoco deben hablar de este tema, a riesgo de ser
confundidas con una callejera). Había aprendido todo eso, y
desempeñó muy bien el papel durante muchos años, en silencio,
honrando a todos los hombres de su entorno íntimo. Y sobre todo…
callando.
-¡Hay cosas de las que una mujer no debe hablar nunca! -Era
una de las frases preferidas de su madre. Pero todo tiene un límite.
Juan, por su lado, estaba buscando algo, pero no sabía bien
qué. Se sentía atraído por varias mujeres, algunas, en extremo
disímiles entre sí. Le agradaban las mujeres sensibles y afectuosas.
Pero también podía sentirse atraído por una relativamente audaz, con
un elevado coeficiente intelectual. Pensaba que es muy difícil encontrar
a la adecuada. En realidad, su gran problema, era el miedo. Miedo a
que lo lastimaran otra vez, miedo a que no funcionara, miedo a sufrir...
Ya había sufrido demasiado. Pensaba que no podría soportar una
nueva decepción, una nueva traición, un nuevo fracaso. Su corazón no
tenía lugar para más cicatrices.
Nuevamente, Juan le preguntó a la invitada qué quería
desayunar, a lo que ella volvió a decir que cualquier cosa, por lo cual
decidió ofrecerle mates, que era lo que estaba tomando.
-¿Alguna vez tomaste mate? -inquirió él.
-Pues, no. Pero puedo intentarlo -afirmó ella sonriente.
Así, Juan comenzó a darle las indicaciones del caso, y ella
aprendió muy rápido. En realidad, parecía que ya lo hubiera hecho
antes. También había sobre la mesa unas galletitas de agua y un
frasco de mermelada de duraznos, la cual él elaboraba en su casa
durante el verano.
-¿Realmente la haces tú?-preguntó asombrada. -Eres un
hombre muy particular.
-¿Debo tomarlo como un cumplido?
-Por supuesto que sí -finalizó ella.
Desayunaron entonces, con muy pocas palabras de por medio.
Se miraban. Se observaban. Al terminar la mateada, Juan creyó que
era un buen momento para preguntar algunas cosas. Si bien había
prometido no escarbar en temas del pasado, creyó que sería bueno
hablar un poco del futuro.
-¿Tenés pensado desarrollar alguna actividad? –preguntó.
-Por supuesto, no seré una carga para ti por mucho tiempo.
-No es eso lo que me preocupa. Es solo que, a mi criterio, la
gente necesita tener alguna ocupación para sentirse bien. Creo que
todos, cuando tenemos mucho tiempo de ocio, comenzamos a sentirnos
mal o a pensar tonterías.
-Coincido contigo -afirmó enfáticamente Teresita.
-¿Tenés alguna profesión?
-En realidad, soy profesora de inglés, aunque quizás demore un
tiempo para poder revalidar mi título en este país. Pero mientras ello se
solucione, puedo tomar cualquier clase de empleo.
-¿Cualquiera? Eso es demasiado amplio.
-Obviamente, algo que sea honrado y lícito. Sé realizar tareas del
hogar. Puedo cocinar, planchar ropas o limpiar, si es necesario. En mi
casa tenía servicio doméstico, pero de todos modos, me gustaba
ayudarles a las mucamas a realizar sus tareas. Mi hermana y yo
aprendimos desde muy pequeñas a hacer esas labores.
-Bueno, hemos avanzado bastante, ahora sé que tenés una
hermana. ¿Es mayor o menor que vos?
-Es cinco años mayor que yo.
Mientras decía esto, ella se inclinó suavemente sobre la mesa, y
aunque sus ojos estaban brillosos una vez más, ya no parecía estar a
la defensiva. Estaba comenzando a confiar. Todo lo que tuviera que ver
con su pasado, parecía ser muy movilizador. Pero también angustiante.
-¿Dónde vive ella ahora? -preguntó él.
-En el Distrito Federal, en Méjico. Allí está toda mi familia.
-Bueno, ¿Hay algo más que me quieras contar sobre tu familia?
-Quizás, pero no en este momento. Solo dame tiempo y van a ir
fluyendo las cosas -agregó la joven en un tono tan suave, que Juan
creyó estar escuchando a un ángel. Sus palabras, de un color blanco
inmaculado, acariciaban el aire con la misma suavidad que las manos
de una madre.
La conversación continuó durante más de dos horas. Quizás con
charlas poco trascendentes como las artes culinarias de ambos países,
la mejor forma de bañar a un perro, o el tipo de árboles que mejor
quedan en un jardín. Evidentemente, tenían temas en común. El
tiempo transcurría sin que lo percibieran, y las horas pasaban volando.
Cuando Juan miró el reloj de pared de la cocina, se dio cuenta
de que faltaba poco para el mediodía.
-¿Qué te gustaría comer? -preguntó él.
-Por favor, no me pongas en otro aprieto. Ya te expliqué que
siento mucha vergüenza de ser una carga, y me sentiré aún peor si me
consientes tanto. Además, no estoy acostumbrada a que los hombres
me consulten.
-Bueno, si lo pedís de ese modo, voy a decidirlo yo. Propongo
que vayamos al supermercado de la esquina a comprar unos ricos
ravioles de ricota, y algunas otras cosas para preparar una salsa
casera. De paso, podemos llevar a Diana que le gusta caminar por las
veredas.
Teresita comenzó a comprender la gran diferencia que había
entre su mundo anterior y el actual. Juan era un hombre muy simple,
hogareño. Sabía cocinar, o tender una cama. Hacía él mismo el
mantenimiento de su jardín y sacaba a pasear a la perra. Pero aún le
esperaban más sorpresas.
Le pusieron a Diana el collar y la cadena, y partieron los tres
rumbo al supermercado.
El barrio era muy forestado. Un auténtico barrio de casas-
quinta. Los árboles estaban por doquier y las flores ofrecían una
magnífica policromía, lo cual le daba al lugar un aspecto muy relajado
y natural.
Caminaron sin prisa. Teresita miraba a su alrededor, y estaba
encantada con todo lo que veía. Las calles tenían la paz de un pequeño
pueblo de campo.
Juan tenía una pregunta que le daba vueltas en la cabeza, y en
un momento, por fin se decidió a hacerla.
-¿Por qué aceptaste mi invitación a cenar anoche? Fue muy
extraño. En realidad yo dije eso como podría haber dicho cualquier otra
cosa, y solo para cambiar de tema, pues me pareció que había hecho
una pregunta que te incomodó. No sabías absolutamente nada de mí.
Podría haber sido un demente o un abusador -dijo Juan.
-Vamos por partes: primero, no tienes aspecto de abusador o de
demente. Segundo: ¿Alguna vez pasaste hambre? Porque eso explicaría
tu pregunta. Una persona hambrienta puede llegar a hacer cosas que
comúnmente no haría aunque la estuvieran amenazando. El punto
siguiente es: ¿estás arrepentido de haberme invitado? Porque si es así
me gustaría saberlo -dijo ella con una expresión muy seria.
-Por favor, no me malinterpretes. Nunca me voy a arrepentir de
haberte llevado a mi casa. Lo que quiero decir es que sos una mujer
muy delicada, culta, y no creo que en condiciones habituales andes
aceptando invitaciones de desconocidos.
-Es verdad, pero tú lo has dicho, estas no son condiciones
habituales. Ayer por la noche sentí que por primera vez en mi vida
había tocado fondo. Aunque, extrañamente, no lo sentí como algo
triste. Más bien como una sensación liberadora. Cuando tocas fondo,
tienes la ventaja de que ya nada peor puede ocurrirte.
-¿Qué podría haberme pasado que fuera peor que mendigar
comida por la calle, o dormir sobre el suelo, en algún lugar público? Si
lo miramos en profundidad, probablemente hoy ya debería aceptar las
propuestas indecentes que me hacían los hombres, tan solo para poder
comer y así sobrevivir -volvió a afirmar Teresita mirando al piso,
mientras acariciaba las orejas de Diana.
Juan comenzó a sentir una sensación de angustia. Algo difícil de
explicar.
-Te prometo que nunca vas a tener que hacer esas cosas que
estás mencionando -dijo él.
-¡Gracias! Eres un ángel, pero, ¿Puedes comprender que lo que
digo es la realidad, por más dura que parezca? -insistió la joven.
Él debió aceptar que lo que decía ella era cierto. Si no hubiera
estado allí esa noche, seguramente esta hermosa mujer la habría
pasado bastante mal.
-Me cuesta pensar que una mujer tan bien educada pueda
terminar en esta situación, pasando tantas penurias -comentó Juan
pensativo.
-Te agradezco el concepto de mujer bien educada, y por lo
demás, hay peores cosas que estar en la calle, o pasar un poco de
hambre. Hay infiernos silenciosos. Aunque recuerda que te pedí tiempo
para hablar de ello.
-Creo que empiezo a entender -dijo él. Tengo dos amigos que
estuvieron en la guerra de las Islas Malvinas y, cuando volvieron, no
querían decir una palabra del tema. Parecía que hablar de lo que
vivieron era como revivir el infierno. Pasó mucho tiempo hasta que
pudieron empezar a contar las experiencias vividas.
-¡Eres muy listo! -afirmó ella. -Exactamente de eso se trata.
Una vez más, Juan decidió cambiar de tema pues estaba visto
que nada ganaría con meter el dedo en una llaga que estaba aún
abierta. Su única opción era continuar confiando en ella.
Una vez que llegaron al supermercado, ataron a Diana en la
puerta y comenzaron a recorrer las góndolas. Pasaron por la sección de
pastas, donde eligieron unos ravioles de ricota que se veían muy
buenos, luego tomaron unas cajas de puré de tomates, algunas
verduras, una bolsa de alimento balanceado para Diana, queso rallado
y una botella de dos litros de Coca-Cola.
Teresita hablaba animadamente y le ayudaba a Juan a elegir los
productos para llevar. Se sentía cómoda con aquellas actividades
cotidianas. En un momento llegó a sentir que por fin, y por primera vez
en su vida, estaba en “su lugar”. En un sitio cálido, con gente simple,
pero amable. Empezaba a ver la luz al final del túnel.
Finalizadas las elecciones, pasaron por la caja. Allí Juan pagó
con su tarjeta Visa, y luego se encaminaron hacia la puerta. El sol
fuerte del verano, les dio en pleno rostro, por lo cual ambos
entrecerraron los ojos y fruncieron el ceño. Juan recordó que en un
bolsillo tenía sus lentes para sol. El gesto instintivo fue sacarlos y
ponérselos, pero al ver que Teresita también sufría los efectos de febo,
decidió ofrecérselos.
-¿Pero, y tú que te vas a poner? -inquirió ella.
-Yo no los necesito –afirmó.
Ella, agradecida, se colocó los lentes, y ambos fueron a buscar a
Diana, que se puso eufórica al ver a su dueño. Saltaba, aullaba, y
hasta parecía que quería hablar.
Cuando Juan desató la cadena, ella, de alegría, le saltó encima y
comenzó a lamerle la cara. Con sus patas le ensució la remera.
En ese preciso momento, Teresita quedó petrificada. Sus
mejillas rosadas se pusieron totalmente pálidas. Parecía asustada. Él,
al darse cuenta de la travesura de su mascota, la miró fijo y con voz
muy suave le dijo: -¡Pero! ¿No te expliqué que no tenés que hacer esto?
Cuando lleguemos a casa te la voy a dar para que la laves -bromeó
sonriente mientras la acariciaba.
Teresita solo observaba en silencio, asombrada de que ese
hombre pudiera tener dentro de sí tanta paz y tanta tolerancia. Le vino
a la mente un episodio. Cuando ella tenía diez años y su pequeña perra
"cocker" saltó inocentemente sobre su vestidito blanco al tiempo en que
salían para ir a una fiesta. Su vestido quedó muy sucio. Su madre
comenzó a gritar y a quejarse, le decía a su esposo que hiciera algo.
Entonces el padre empezó a golpear al pequeño animal a patadas.
Teresita lloraba y gritaba pidiéndole a su padre que se detuviera, pero
él estaba ciego. La mascota aullaba de dolor… hasta que dejó de
hacerlo. Quedó inconsciente. Pero viva. Sangraba por la boca, pero
respiraba. Igualmente fueron a esa fiesta. Su madre le cambió el
vestido mientras ella lloraba desconsoladamente.
-¡Mamá por favor, vamos a llevarla al doctor! –llegó a suplicar la
pequeña, ahogada en llanto. A lo que lo madre dio poca importancia. A
ella lo que más le preocupaba era que no encontraba otro vestido para
la niña que le combinara con los zapatos. Solo al día siguiente la
madre accedió a llamar al veterinario. El pobre animal había
recuperado la conciencia, pero gritaba de dolor. Obviamente, el
profesional preguntó qué le había pasado, y cuando Teresita estaba a
punto de hablar, su madre la interrumpió diciendo: -no sabemos,
anoche salimos para ir a una fiesta y cuando volvimos, estaba así.
Deben haber entrado ladrones.
El veterinario frunció el entrecejo. Tenía sus dudas, pero nadie
se atrevía, en aquella ciudad, a contradecir a personas tan influyentes.
Finalmente, el hombre curó a la mascota, la suturó en varios lugares,
le suministró los medicamentos del caso, y prometió pasar al día
siguiente. Luego de que este se hubo retirado, la madre tomó a sus
dos hijas, y les ordenó que nunca deberían hablar de esto con nadie.
Su esposo era un adinerado y famoso diplomático. Una cuestión así
podía afectar su imagen.
-¡Pero si él fue el que le pegó! -insistió Teresita. -¿Por qué
tenemos que mentir?
-¡Porque yo te lo digo! -fue la respuesta materna.
La chica estaba aún tiesa, con algunas lágrimas en el rostro, y
mirando a Juan con una mezcla de admiración, sorpresa, o vaya uno a
saber qué otra cosa. Los Ray-Ban de Juan le cubrían los ojos.
Él no se había dado cuenta del estado en que ella se
encontraba. Pero de pronto, la vio.
-¿Qué te ocurre? –dijo muy preocupado.
En ese momento, ella ya no pudo contenerse más. Se acercó a él
y lo abrazó, mientras comenzaba a llorar. Él no supo qué decir. Tan
solo la estrechó entre sus brazos, y comenzó a acariciarle el cabello.
Luego de un momento, cuando la joven comenzó a calmarse, Juan le
preguntó qué ocurría. La chica contó la triste anécdota de su mascota.
-Es la primera vez en mi vida que puedo contárselo a alguien
-decía entre sollozos.
Este fue otro acto liberador en la vida de la muchacha. Estaba
comenzando a sacar afuera toda esa historia que le hacía tanto daño.
-Lamento mucho este relato tan triste, pero creo que el lado
bueno es que te animaste a contarlo –afirmó él.
Ella, con los anteojos en la mano, tomó el pañuelo que él le
alcanzó. Entre sollozos, comenzó a secarse las lágrimas. El recuerdo
había sido muy fuerte.
-¿Qué tal si volvemos a casa? -propuso Juan con una amplia
sonrisa que contagió a Teresita.
-Pues sí -dijo ella, apurémonos o se nos hará tarde para el
almuerzo.
Y así, plácidamente, los tres volvieron a la casa, dispuestos a
preparar las pastas.
-¿Estás molesto? -preguntó la chica mientras miraba fijamente a
Juan.
-¿Por qué debería estarlo? -respondió él.
-Por mis ataques de hipersensibilidad.
-Creo que debo aclarar algo: no me molesta que seas sensible,
en realidad las mujeres que me dan temor son las que no tienen
sentimientos. Pero sí, me molestaría que estuvieras disculpándote a
cada rato. No hay motivo para hacerlo. ¿Se entendió?
-Clarísimo. –respondió ella.
Ya olvidado el episodio, comenzaron a preparar el tuco, mientras
ponían una gran olla con agua para los ravioles.
Teresita parecía ser una buena cocinera. En realidad casi obligó
a Juan a que fuera a cambiarse la remera sucia y que luego
descansara un poco haciéndose cargo ella de todo. Le gustaba cocinar.
-Anoche lo hiciste tú, hoy me toca a mí demostrar mis
habilidades –dijo ella con una espléndida sonrisa.
En menos de una hora la comida estaba servida. Al probarla,
Juan no pudo evitar una exclamación de placer. Teresita cocinaba
realmente bien.
Almorzaron sin prisa, mientras conversaban animadamente.
Ella estaba entrando en confianza. Había empezado a confiar en Juan.
El almuerzo terminó entre bromas y jactancias acerca de quién era el
mejor cocinero. Juntos lavaron los platos, y luego prepararon café.
Cuando se hicieron las tres de la tarde, él le propuso ir a
conocer la ciudad, lo cual ella aceptó de muy buena gana.
Salieron en la camioneta, rumbo al centro de la ciudad. El
conducía sin prisa. La ciudad no era demasiado grande de modo que
en menos de dos horas ya habían visto casi todo lo que valía la pena.
Juan decía, un poco en broma, un poco en serio, que allí, como
en tantos otros pueblos del interior, solo se podía dar la vuelta del
perro. Clara alusión a la escasa longitud de las calles del lugar.
El resto del día no presentó grandes emociones. Eran personas
muy tranquilas, en un lugar de iguales características. Aun así, la
sorprendida fue Teresita. Cuando se cansaron de dar vueltas, y ya no
quedaba nada por mostrar, el anfitrión decidió volver a su hogar. Para
él, lo que planeaba hacer no era nada de otro mundo. Lo hacía a
menudo. Estando ambos en el interior de la cocina, él le pidió a
Teresita que se sentara, y que solo observara. Ella obedeció, cual niña
obediente que era.
El ocasional pastelero se puso un delantal, y empezó a colocar
ingredientes sobre la mesa. Harina leudante, miel, nueces, huevos,
azúcar y esencia de vainilla.
Ella, como era de esperar, preguntó qué iba a hacer, a lo cual él
respondió sonriente:
-Una estatua, el David de Miguel Ángel -dijo riéndose.
-¡No manches! –respondió ella, con lo que era una clara
expresión de su país.
Mientras Juan, una vez más, puso cara de no entender, ella le
explicó que eso quería decir algo así como: No te burles de mí.
Terminada la broma, él le explicó que lo que estaba por hacer
eran unas galletitas de miel con nueces.
Ella prestaba mucha atención. Por un lado, tenía vocación de
cocinera. Pero lo que más le interesaba ahora, era tratar de complacer
a este hombre que, sin conocerla, la estaba tratando como si la
conociera de toda la vida. Y si a él le gustaban las comidas caseras
pues, las tendría.
Teresita siempre tuvo vocación de cocinera. Cuando era
pequeña, siempre horneaba tortas para las personas de la casa.
Cuando terminó el colegio secundario y debía elegir una carrera, pensó
estudiar pastelería, o algo relacionado con la cocina. Sus padres se
opusieron. Esa no era carrera para la hija de un diplomático. Además,
no enseñaban esas cosas a domicilio, y ella no debía salir. Debió
estudiar otra cosa. Pero su vocación continuó intacta.
Ya horneadas las galletitas, se dispusieron a probarlas. Con
mates, como no podía ser de otra forma.
Ella seguía sorprendiéndose con las habilidades de Juan.
Él continuaba atendiendo a Teresita como si fueran grandes
amigos. También seguía intrigado. Pensaba quién sería esa mujer que
estaba en su casa. Con ese aspecto tan frágil e inofensivo…
Teresita, por su parte, estaba tomando una decisión, ya no
podía seguir ocultándole a Juan quién era o por qué estaba allí. Él era
bueno. Seguramente la iba a entender. Y pronto se lo diría.
Las mujeres son una gran caja de secretos. Alguien dijo una vez
que su rostro está cubierto con siete velos. Ante un conocido puede
caer el primero de ellos. Ante un familiar, el segundo. El tercero puede
hacerlo ante un amigo. Y así sucesivamente, hasta llegar al sexto, que
solo se quitará frente a la persona amada. Pero muy pocas mujeres en
el mundo dejan caer el séptimo. Ello ocurre solo cuando las dos
personas, los dos amantes, las dos almas, se funden en una sola.
Ella, en realidad, deseaba dejar caer sus velos. Odiaba las
mentiras. Y buscó siempre un hombre que fuese digno de quitárselos.
Todos. Estaba convencida de que al ser amado no debe mentírsele. Ni
siquiera mentiras piadosas.
El resto del día continuó en calma. Se sentaron en el patio para
ver el atardecer. Regaron las flores del jardín antes de que anocheciera,
y observaron los pájaros que estaban prestos para irse a dormir.
Costaba creer que fueran dos personas que recién se conocían.
Ambos estaban muy cómodos. Y les agradaban las mismas cosas.
Lo que más llamó la atención de Juan, fue que podían compartir
los silencios. Ellos solo pueden compartirse con determinadas
personas. En general, se tornan incómodos, difíciles de sostener. Pero
si se puede compartir un silencio con alguien, ese alguien es muy
especial.
Juan lamentó tener la bomba de agua de su pileta en
reparación. De no ser por eso se habrían dado un buen chapuzón.
Mañana debería volver a llamar al plomero para que solucionara esa
cuestión.
Al llegar la noche por completo, él decidió que sería bueno salir
a tomar un poco de aire y a cenar.
Le pidió a Teresita que se vistiera lo mejor que pudiese,
considerando su precario guardarropa.
Allí se planteó un inconveniente, ya no le quedaba ropa limpia.
En realidad tenía muy poca, lo que pudo meter en su bolso de mano, y
lo poco que había, necesitaba lavado.
Al ver que ella no tenía ninguna blusa apta para la ocasión,
Juan decidió abrir su guardarropa, y ofrecérselo. Ella se decidió por
una chomba blanca de hilo, que Juan aún no había usado. La chica se
la puso y comprobó que le quedaba bien.
-Solo te aviso que se va a estirar un poco. -dijo ella risueña,
mientras se señalaba el busto.
Él se rió de la ocurrencia y le aclaró que ello no era importante
porque de todos modos pensaba regalársela.
Luego de bañarse y cambiarse de ropa, ambos salieron en la
camioneta de Juan rumbo al centro de la ciudad.
A pesar de no ser una localidad demasiado poblada, había un
generoso desplazamiento de gente en el centro.
Una vez más dieron la vuelta del perro, como decía él. Luego
estacionó en lo que parecía ser un restaurante de buen nivel. La playa
de estacionamiento llena de piedritas, le daba un aspecto entre
elegante e informal. En cuanto llegó el valet parking él descendió
indicándole a Teresita que esperase. Se dirigió hacia la puerta del
acompañante, la abrió y le ayudó a descender.
Él la observaba siempre que podía. Estaba convencido de que
era una de las mujeres más hermosas que había visto en su vida. Su
cuerpo fácilmente sería envidiado por muchas adolescentes, su cabello
era sedoso, abundante, y con ondas naturales, pues si hubiesen sido
artificiales, en estos días de viajes, trajín e incomodidades, se hubieran
deshecho. El color negro azabache de esa cabellera, parecía cambiar de
color según la luz del lugar, como si fuese tornasolado.
Sus ojos eran un capítulo aparte. A Juan le gustaba mirarlos,
pero por otro lado le producían una sensación extraña, lo atraían
demasiado, como si lo hipnotizaran. Eran de un verde profundo, claro,
transparente, como las aguas del mar cuando se las ve desde muy
cerca. Y ella sabía mejorarlos más aún. Se los había delineado con una
muy delicada línea negra, y un casi imperceptible toque de rimmel en
sus largas pestañas.
La noche olía a misterio. Era un confuso aroma a flores,
seguramente de los rosales y otras plantas que ornamentaban la playa
de estacionamiento, mezclado con un apenas perceptible olor a tierra
mojada, y el corolario de aquel encantador cóctel olfativo, era el aroma
del cabello recién lavado de Teresita, que tenía aún presente el olor de
la crema de enjuague.
Lentamente, se dirigieron a la puerta de entrada, la cual él abrió
caballerosamente, y finalmente se encontraron con un recinto casi
atestado de gente.
Una de las chicas que atendían el lugar se acercó a la pareja
para atenderla. Por pura casualidad les quedaba una mesa. Las
mujeres que atendían estaban engalanadas con una blusa
impecablemente blanca y pollera tubo negra. Los manteles del lugar
eran blancos, casi al igual que las sillas, que ostentaban un pálido
color marfil, seguramente, como en los grandes acontecimientos
sociales, para que el color del mobiliario no opacara las elegantes
vestimentas de los asistentes.
Llegaron a la mesa, que justamente, daba hacia un ventanal; él
le acomodó la silla, Teresita se sentó, y Juan hizo lo mismo.
El lugar era muy agradable, elegante, a tal punto que ella
comenzó a preocuparse por su apariencia.
-Debo parecer una desubicada viniendo a este lugar tan
distinguido vestida de este modo -dijo.
-En primer lugar, estás bien vestida, sencilla pero elegante. En
segundo lugar, con toda esa belleza en tus ojos, ¿Quién te va a mirar la
ropa? -explicó él.
Ella volvió a sonrojarse. No dijo una sola palabra y se acomodó
el cabello. En realidad, solo jugaba con su cabello. Tenía la costumbre,
desde niña, que cuando estaba frente a un chico que le gustaba,
realizaba ese gesto. Ya adulta, continuó haciéndolo cuando deseaba
agradar. Era un gesto inconsciente. Sonrió y bajó la mirada.
-¿Tenés hambre? -preguntó Juan.
-Pues si, respondió ella, pero es muy extraño, porque
últimamente, mi apetito había desaparecido.
La conversación continuó con temas casi triviales, pero había
algo que estaba llamando la atención de Juan. En la mesa de al lado
había tres mujeres, elegantes, muy bien vestidas y peinadas, casi como
si estuvieran por ir a una fiesta. Dos de ellas, una rubia y una
morocha, no demasiado atractivas, pero la tercera era sencillamente
hermosa. Tenía el cabello lacio de color castaño, la piel blanca y los
ojos claros, de un color entre verde y celeste. El rostro era bellísimo,
mediría un metro sesenta, y, aunque delgada, tenía un cuerpo muy
llamativo. Lucía una blusa de raso color carne, una minifalda negra y
medias opacas color gris. Obviamente, zapatos negros con taco
bastante alto.
Esta mujer, en un momento, comenzó a mirar de reojo a
Teresita, quien no tardó en notarlo. Las miradas se fueron
intensificando y, posteriormente, hasta esbozó una sonrisa.
-¿Tú ves lo que yo veo? -dijo ella a Juan.
-Creo que le gustás -respondió Juan sonriente.
-¿Crees que sea lesbiana?
-Estoy casi seguro -respondió él.
Teresita estaba intrigada, pero no tanto por la lesbiana, sino por
la naturalidad con que Juan tomaba el asunto. Este tema la tocaba a
ella muy de cerca, pues si bien no era lesbiana, sí lo era una mujer a
quien ella amaba profundamente.
En breve llegó la camarera a traer el menú. Teresita pidió carne
al horno con verduras grilladas, y Juan un salmón con papas a la
crema. Pidieron un vino que eligió Teresita. Evidentemente, ella tenía
muy buen gusto en todas las cosas, y una cultura general muy amplia.
La cena estaba deliciosa, la saborearon con muy pocas palabras
de por medio. Algunas miradas, algunas sonrisas, y las miradas
cruzadas con la supuesta lesbiana.
-Creo que me sigue mirando -dijo Teresita.
-Yo estoy seguro -afirmó Juan riéndose con ganas.
Ella estaba confundida, Juan se divertía con la situación.
-Me siento avergonzada por lo que voy a preguntar, pero ¿tú
crees que me encuentre atractiva?
-Por supuesto, creo que le gustás y mucho -respondió él.
Ella no volvió a tocar el tema, pero estaba realmente intrigada,
nunca le había ocurrido que una mujer la mirara con tanta insistencia.
Sí los hombres, pero no una mujer.
-¿Qué opinas de las chicas lesbianas? -preguntó ella.
-Que son mujeres, como cualquier otra.
-¿No te molestan? -volvió e preguntar.
-¿Pero cómo me van a molestar por ser lesbianas? No, para
nada. Es más, conozco a algunas de ellas, y me caen muy bien, no hay
que tener prejuicios tontos, estamos en el siglo veintiuno -respondió
Juan.
Ella sonrió complacida mientras saboreaba su carne y sus
verduras. Cada cosa nueva que descubría de este hombre le complacía,
también por momentos llegaba a dudar de que todo esto fuese real.
Perecía demasiado bueno para ser cierto.
Juan sirvió mas vino para ambos, e invitó a Teresita a brindar,
lo cual hicieron en silencio.
-Y, contame ¿A vos cómo te caen las lesbianas? –preguntó Juan.
-Las tomo como una persona más, no hago ninguna diferencia
-respondió Teresita.
-Pero ¿Tenés trato con alguna? -insistió él.
-Obviamente, en este momento no, pero sí, en mi vida anterior
he tenido un trato muy cercano con una de ellas y nos llevábamos muy
bien.
-Perdoname la pregunta que voy a hacer, y podes elegir no
contestarla si querés. ¿Tenés relaciones con otras chicas? -inquirió él,
intrigado.
-¡Claro que no! –enfatizó ella.
-Bueno, tampoco lo digas así, no sería nada malo. Yo pienso que
una mujer puede entender a otra mujer mucho mejor de lo que las
entendemos los hombres.
-¡Pues en eso tienes mucha razón! –dijo ella sin pensarlo,
aunque de pronto pareció arrepentirse de su respuesta.
Quizás el vino estaba haciendo su efecto, o quizás fuera la
relajación de sentirse confiada, sentir que podía ser ella misma y decir
lo que pensaba, pero de todos modos, creyó haber dicho algo
inconveniente, y sintió que debía repararlo, o al menos aclararlo.
-Espero que no te hayas ofendido por lo que dije, creo que no
supe muy bien lo que decía, no quise decir nada malo de los hombres.
Juan se había dado cuenta de la situación desde que ella dijo
esa frase tan espontánea, en cuanto la escuchó sabía que luego se
retractaría.
-No tenés que disculparte por nada, no dijiste nada malo
-explicó él.
-Pero… es que tú eres hombre, y tengo miedo de que te ofendas
por lo que dije. Además, has sido tan bueno conmigo que sería una
mala mujer si no valorara todo lo que estás haciendo. Soy una tonta,
nunca sé qué decir… -dijo ella, afligida.
-Por favor, nunca vuelvas a decir que sos tonta, tampoco debés
creer que sos menos que ninguna otra persona y, principalmente, no es
que “tengas que decir” determinadas cosas para agradar a los demás,
debés decir lo que pensás de cualquier cuestión. Cambiando de tema,
te propongo que pidas el postre. Pedí lo que vos quieras, y te aseguro
que nos va a gustar a los dos -concluyó él, sonriente.
Ella se contagió de su sonrisa, como siempre. No entendía bien
por qué, pero por alguna extraña razón, cada vez que ella estaba triste,
él conseguía alegrarla.
-¿Te parece que lo pida yo? -preguntó ella.
Él hizo un gesto de afirmación que no dejaba lugar a dudas,
mientras llamaba a la camarera. Cuando esta llegó, Teresita eligió
frutillas con crema, por lo cual recibió las felicitaciones de Juan.
-Excelente decisión -afirmó él.
-¡Ya Juan, por favor, deja de consentirme! Estás diciendo cosas
hermosas, pero sospecho que lo haces solo para que yo me sienta bien
–dijo ella.
-Por un lado, no te estoy consintiendo, solo estoy diciendo la
verdad, y por otra parte, ¿qué tendría de malo si lo hiciera? Después de
todo, la función del hombre es la de proteger y servir a la mujer. Eso
incluye el hacerla sentir bien.
-Juan –dijo ella con voz muy suave -tú no eres de este planeta.
-No sé por qué te asombra esto, cualquier persona sabe que las
mujeres son muy sensibles y frágiles, y que hay que cuidarlas
-concluyó él.
Ella enmudeció ante estas palabras; ya no pudo decir nada,
tomó la copa de vino, lo miró y bebió casi hasta el final.
-Suerte que conduzco yo -dijo él -porque con todo el vino que
estás tomando, no creo que pudieras hacerlo.
-Tienes razón, pero está delicioso -afirmó ella.
-Es cierto -continuó Juan -hiciste una gran elección, creo que
sos mucho más culta y más inteligente que yo. Estoy empezando a
admirarte.
Pero Juan no estaba diciendo estas cosas por cumplido,
realmente las sentía de ese modo. Podía notar la cultura, los modales,
el don de gentes de ella. Y se preguntaba de donde habría salido y por
qué estaba allí. Esto parecía una novela.
Cuando hubieron terminado de comer, Juan le preguntó a
Teresita si quería algo más o deseaba repetir el postre. Ella respondió
que no. Entonces llamó a la camarera, pidió la cuenta, y finalmente
pagó.
Ella lo observaba. Siempre había sido muy observadora, desde
pequeña, lo cual había aumentado su capacidad de analizar a las
personas, y ahora, una vez más, lo estaba haciendo.
Juan calculó mentalmente el diez por ciento de la cuenta y dejó
la propina. Teresita necesitaba ir al baño, por lo que Juan se paró, le
ayudó con la silla, y luego se quedó cerca de la puerta para esperarla.
Lo que él no había notado, era que también las chicas de la
mesa de al lado habían pagado y se aprestaban a salir.
En eso, Teresita volvió del toilette y se encontraron todos en la
puerta.
La chica que había estado mirando a Teresita se acercó a Juan y
le dijo:
-Hola ¿No me reconocés?
-No, realmente no, perdón -dijo él.
-Me sacaste de la cárcel, hace unos años -insistió la joven.
A todo esto, Juan tenía los ojos muy abiertos por el asombro,
Teresita estaba intrigada y hasta un poco molesta, y el suspenso podía
palparse. Juan se esforzaba, pero no podía reconocerla.
-Soy Camila Sempresky -afirmó la bonita joven.
-¡Ah sí, ahora me acuerdo! Pero ¿qué te hiciste? Estás mucho
más linda que antes -afirmó el abogado sin salir de su asombro.
-Bueno, gracias -dijo la joven con una hermosa sonrisa -Es que
me dejé crecer el cabello, y me operé los ojos para no usar más esos
lentes tan gruesos. Eran horribles.
-Pero qué bien que estás, me alegro mucho de verte, ¿Qué estás
haciendo de tu vida?
-Estoy estudiando psicología y trabajo en una fundación que
enseña oficios a niños discapacitados, aquí, en la ciudad -afirmó ella.
A todo esto, la única que no entendía nada era Teresita; solo
miraba con sus enormes ojos muy abiertos. Por lo cual Juan decidió
explicarle que Camila era una persona que había tenido un problema
con la ley, que siendo inocente la quisieron hacer parecer culpable,
pero que era una buena persona, y que sufrió mucho por culpa de otro.
-Encantada de conocerte -afirmó Teresita sin saber muy bien
qué decir.
-Para mi también es un placer conocerte -dijo Camila -Sos muy
linda, se ve que Juan tiene buen gusto para elegir novia.
-No, no es mi novia -explicó Juan -Pero es una buena amiga.
Las presento, ella es Camila, mi ex cliente, y ella es Teresita.
Las dos mujeres se dieron un beso, sonrieron, y volvieron a
colocarse una a cada lado de Juan.
-Bueno, espero que volvamos a vernos -dijo Camila.
-Seguramente así será –afirmó Juan.
De este modo, se despidieron amablemente y comenzaron a
caminar cada uno hacia su auto. Cuando llegaron a la camioneta,
Juan le abrió la puerta a Teresita ayudándole a subir, luego subió él, y
finalmente pusieron rumbo a casa.
Teresita había quedado muy intrigada con lo que había
escuchado acerca de Camila. ¿Cómo era eso de que Juan la sacó de la
cárcel? ¿Y qué clase de problema habría tenido con la ley? Deseaba
acribillar a Juan con decenas de preguntas, pero no se atrevía, temía
parecer una entrometida, o, lo que es peor, una desubicada. Además,
su abuela siempre le decía que no debía acosar a los hombres con
preguntas, pues ésa era una forma segura de hartarlos “…y cuando los
hartas, te abandonan…” repetía la abuela una y otra vez.
Juan se dio cuenta de la intriga de su compañera, pero decidió
dejar las explicaciones para más adelante.
-¿Disfrutaste de la cena? –preguntó.
-Por supuesto – respondió ella –además, voy conociendo a tus
amigos.
Ella sacudió el árbol con ese comentario “esperando que cayeran
las peras”, mas evidentemente no estaban maduras y nada cayó del
árbol. Debería esperar un poco más para saber acerca de esa chica. El
siguió conduciendo y solo respondió a la afirmación de Teresita con
una sonrisa. En pocos minutos llegaron a casa, entraron con la
camioneta hasta el fondo y luego de descender de ella y acariciar a
Diana, ingresaron por la puerta de la cocina como la primera vez.
Ya en la cocina-comedor, se despidieron hasta el día siguiente
para dirigirse cada uno a su cuarto.
-Espero que te haya gustado la salida –dijo él.
-No tienes idea de cuánto, y de lo que todo esto significa para mí
–respondió ella.
Dicho esto y sonrisas mediante, ambos se fueron a dormir.
Capítulo 3 - Insertándose en la comunidad

El día se presentaba radiante, los pájaros cantaban, el sol


brillaba, y todo hacía pensar que sería un hermoso día. El cielo, con su
rostro diáfano, parecía sonreír a las personas, invitándolas a vivir.
Juan se había levantado a las siete de la mañana, como
siempre, pero con asombro, pudo ver que Teresita ya estaba en pié,
vestida, peinada, y pronta a desayunar. Era la mañana del lunes.
-Qué raro vos tan temprano –dijo Juan.
-Pues he pensado algo, pero no sé si tú estarás de acuerdo –dijo.
-No sé de qué se trata.
-Es que me gustaría ir a unas entrevistas laborales, no sé si te
parece bien -dijo ella con timidez.
-Estoy de acuerdo, aunque no se trata de lo que yo quiera sino
de lo que vos desees hacer -replicó él.
Ella estaba indecisa. Por un lado deseaba salir a hacer algo,
como trabajar, pero al mismo tiempo, sentía miedo, miedo a lo
desconocido.
A Juan le parecía bien que Teresita tuviera algo en qué
ocuparse, no por el dinero que pudiera ganar, sino para que se sintiera
más integrada y hasta más contenida.
Ya llevaban un tiempo viviendo juntos, y aunque estaba
medianamente ocupada cuidando la casa, necesitaba sentirse útil en
mayor medida. Quería hacer todas las cosas simples que nunca le
habían permitido. Quería caminar por la calle, saludando a las
personas del barrio, ir hasta un kiosco a comprar una golosina, o hasta
barrer una vereda. Puede parecer extraño que una mujer desee estas
cosas, puesto que la mayoría busca todo lo contrario, pero es bien
sabido que la gente siempre quiere lo que no tiene, especialmente, si se
lo prohibieron toda su vida. Los psicólogos dicen que la prohibición
exacerba el deseo.
Estaba muy bien ataviada esa mañana, con una combinación de
elegancia e informalidad. Tenía una pollera larga, por debajo de la
rodilla, de color verde oscuro, una blusa blanca, unas sandalias negras
de tiritas, y un cinturón negro que resaltaba su cintura de avispa.
Contrastaba un poco con la imagen formal que daba Juan con su traje
azul, su corbata negra y camisa blanca, aunque igualmente, se los veía
bien juntos.
-¿Por dónde pensás empezar? –inquirió él.
-Estuve mirando el periódico local en Internet, en los avisos
donde buscan empleados, y encontré algunos que me interesaron.
-¿Por ejemplo?
-Hay uno en donde piden una relacionista pública para una
empresa importadora de maquinarias agrícolas y agroquímicos, con
conocimientos sólidos de inglés. Creo que puedo calificar para eso. Y
hay otro en donde piden una ayudante para una pastelería, y tú sabes
que todo lo referente a la cocina, es mi pasión. Pero a propósito de esto,
quería pedirte que me… ay, me da vergüenza pedírtelo, quiero decir, si
podrías… acompañarme. Es que me siento un tanto insegura si voy
sola. A veces pienso que soy solo una tonta que sueña demasiado, y
que sin darme cuenta, puedo estar yendo hacia un precipicio. Tengo
miedo, pero quiero intentar.
Juan estaba asombrado, le costaba un poco asimilar todo lo que
estaba escuchando, y había cosas que no entendía, pero de todas
formas, le encontraba cierta lógica. Suponía que sería como soltar un
pajarito que estuvo encerrado toda su vida, seguramente daría algunas
vueltas y se metería de nuevo en su jaula. Era muy probable que esto
le estuviera ocurriendo a Teresita. Ella tenía el aspecto de un pajarito
enjaulado que en un descuido de su dueño logró escapar.
-Está bien –dijo él.
Continuaron dialogando mientras desayunaban, acerca de los
potenciales empleos que había visto Teresita. Cuando hubieron
terminado con el desayuno y con los comentarios, salieron juntos.
Juan iba a su trabajo, y en el camino, llevaría a Teresita a los lugares
que debía visitar.
Como siempre que salían juntos, subían a la camioneta en el
fondo de la casa, y partían hacia su destino.
Los vecinos ya habían comenzado a hacer sus propias
especulaciones: que eran pareja, que se habían casado en el exterior,
que seguramente ella estaría embarazada y por eso debieron empezar a
convivir antes de que se le notara demasiado la panza, y otras
maquinaciones por el estilo. Eran esas cosas de los pueblos del
interior, que por más que técnicamente se llamen ciudades porque
tienen una determinada cantidad de habitantes, siguen teniendo
espíritu de pueblo. Algunas veces es bueno, porque al conocerse todos,
es mas sólido el espíritu comunitario y por ende la solidaridad, pero
también hay una sobreexposición de la vida privada, puesto que al no
haber mucho que observar, la gente que tiene demasiado tiempo libre
incursiona agudamente en las vidas ajenas.
Lo peor de todo es que cuando no saben algo con precisión, lo
suponen, vale decir, que lo inventan. De este modo, comienzan a correr
comentarios que, sin ningún asidero, describen situaciones
inexistentes.
Juan sabía estas cosas, pero le importaban poco, desde que
tuvo ese gran tropiezo en su vida, sumado a la vergüenza de lo que hizo
su esposa, prefería ocuparse de sus propios asuntos, y dejar que los
demás pensaran lo que quisieran. De todos modos, no son todas las
personas las que indagan en la vida ajena, solo algunos.
En el transcurso de la mañana visitaron los lugares que Teresita
tenía agendados para buscar empleo. En la pastelería le ofrecieron
emplearla inmediatamente, y en la empresa de maquinarias, si bien no
le aseguraron totalmente, después de tomarle una prueba de idiomas y
otras cuestiones, le propusieron que volviera en dos días para
confirmar. Ella estaba feliz, y temerosa, sentía una gran emoción de
estar dirigiendo su propia vida, de hacer lo que quería, y de poder
decidir lo que quisiera. Pero por momentos sentía que podía estar
dando pasos en falso, y desbarrancarse. ¿Qué pensaría su madre si la
viera? Prefería no imaginarlo.
Transcurrió el resto del día, llegó la noche, y los dos regresaron
al hogar. Allí los recibió Diana con sus saltos y aullidos de alegría. Las
flores del jardín derrochaban su perfume. Los rosales, jazmines y
lavandas cumplían a la perfección su función aromatizante. Era una
perfecta noche de verano.
Entraron a la casa, y mientras Juan le daba una buena ración
de alimento balanceado a Diana, Teresita comenzaba a preparar la
cena. Era bastante evidente el porqué los vecinos creían que estaban
casados.
Ella preparó una exquisita salsa para acompañar unos
tallarines caseros que había amasado el día anterior. Eran los
favoritos de Juan. De acelga. Se los preparaba su abuela cuando él era
chico. Juan los mencionó una vez, entonces Teresita le preguntó como
se hacían, y aprendió rápidamente. Ella cocinaba con muchas ganas,
más aún, cocinaba con pasión, quería que todo saliera perfecto. Y la
cena de esa noche fue perfecta. Para completar el exquisito plato, ella
había elegido un vino tinto que constituía el maridaje ideal para esa
ocasión. Mientras se calentaba el agua para los tallarines, ella fue a
ducharse y a cambiarse de ropa, se puso una minifalda de jean azul
que siempre usaba de entrecasa y una remera de algodón blanca. Ya
lista la cena, puso la mesa y comenzaron a comer.
-Juan -dijo ella con voz suave -¿Puedo hacerte una pregunta?
-Si, claro. ¿De qué se trata?
-Es acerca de la joven del restaurant. ¿Quieres contarme algo
de ella? Me quedé muy intrigada -explicó Teresita.
Juan esbozó una sonrisa, pues sabía que en algún momento ella
iba a preguntar eso. Así que comenzó a narrarle la historia de la
desventurada muchacha. Vivía sola con su padre, pues su madre
murió poco después de que ella naciera. No tenía hermanos ni otros
familiares cercanos. Era una chica un poco extraña, que no tenía
amigas, no salía a bailar, y ni siquiera se reunía con sus compañeros
del colegio secundario, pero de todas maneras, a nadie le llamaba
demasiado la atención.
Un sábado, cerca del mediodía, se escucharon gritos en la casa,
y en pocos segundos, ella salió a la calle con las manos
ensangrentadas gritando que llamaran a una ambulancia, que su
padre estaba grave. Llegó la ambulancia y la policía, llevaron al padre
al hospital, y a ella a la comisaría. Tenía dieciocho años, por lo tanto,
podían arrestarla y ponerla en la cárcel. El padre estaba herido pero
fuera de peligro. En principio parecía una mujer loca y despiadada que
quiso matar al padre. La realidad era otra: era una joven abusada por
su padre desde que tenía doce años. Por eso era tan retraída, por eso
no se daba con nadie ni tenía amigas. Su padre la tenía amenazada
para que no hablara.
Estuvo en la cárcel varios meses, el padre negaba los abusos y
solo se limitaba a decir que su hija era una asesina que lo había
querido matar para quedarse con la casa. Al principio todos creyeron
esa versión, pero luego los dichos de este hombre comenzaron a tener
grietas y su testimonio “hizo agua” terminando por confesar.
Juan siempre había tenido una gran simpatía por las mujeres,
sumado a eso, este caso era muy extraño, por lo cual decidió
investigar.
Una mañana se presentó en la cárcel, y como abogado pidió
hablar con la detenida. Ella se asombró cuando vio que un letrado
particular había ido a verla. Estaba siendo atendida por un defensor
oficial (lo cual, a criterio de Juan, era lo mismo que no tener a nadie
que la defendiera).
Cuando se vieron en la oficina de abogados, ella no tenía buen
aspecto, se veía muy abandonada, deprimida, y para colmo,
avergonzada y humillada por lo ocurrido. No se atrevía a mirar a Juan
a los ojos. Pero él se acercó a ella, la saludó, y le dio un beso en la
mejilla. Esto la desconcertó, estaba convencida de que toda la sociedad
la odiaba, y este hombre tan bien presentado viene y la saluda
afectuosamente. Estaba asombrada.
Allí, él le explicó que tenía sus dudas respecto al caso.
Comenzaron a hablar, y Juan empezó a diseñar una estrategia de
defensa, la cual resultó. En el juicio oral ella fue declarada inocente, y
su padre encarcelado por los abusos contra su hija cuando era menor
de edad. No le cobró nada, pues la pobre no tenía un solo centavo. Ella
pudo lavar su imagen, y pasó de victimaria a víctima. Luego no había
vuelto a saber de esta chica hasta esa noche en el restaurant.
Teresita había escuchado la historia con mucha atención, y con
los ojos brillosos.
-¡Pobrecita! –exclamó. ¡Qué infierno debe haber vivido!
¿Podemos cambiar de tema? Esto me pone muy tensa -pidió ella.
Él, una vez más, cambió de tema, y le propuso hablar de los
posibles empleos. Estuvieron un rato tratando de dilucidar cuál sería
el mejor para ella, o, mejor dicho, Teresita le preguntaba a Juan cuál
empleo creía él que ella debía tomar. Aún luchaba entre sus ansias de
libertad y su temor a la libertad.
-Como te dije antes, la que tiene que elegir sos vos, yo no puedo
manejar tu vida -volvió a afirmar Juan.
-Tú sabes que soy bastante insegura; además, estoy viviendo en
tu casa y me estás cuidando y manteniendo como si fuera tu esposa.
¿Entiendes que necesito tu aprobación para sentirme tranquila?
-insistió ella.
-Está bien –dijo él finalmente -vamos a hacer algo para terminar
con esta cuestión, desde ahora, las decisiones las tomaremos juntos.
Decidiremos las cosas un cincuenta por cierto cada uno. Como si
fuéramos un matrimonio.
Ella asintió con un gesto, pues estaba tomando un sorbo de vino
justo en ese momento.
-Tiene muy buen sabor -comentó ella -debe haber estado por lo
menos cuatro años almacenado en barricas de roble.
Juan la miró, y una vez más se asombró de las cualidades y la
cultura de esta mujer. Además de los buenos modales, también sabía
de vinos.
-¿Puedo preguntar cómo es que sabés tanto de vinos? Porque no
es esta la primera vez que demostrás tu conocimiento al respecto.
-Es que mi familia tiene unos viñedos.
-¿En México?
-Están en Arizona, California, y una parte del norte de México,
en el estado de Nuevo México. Y bodegas también.
-Qué extraño que compraran tierras en tantos lugares
diferentes.
-Es que cuando California y Arizona fueron cedidos a Estados
Unidos en 1848, para terminar con la guerra, todo era un solo rancho
de varios miles de acres que la corona española le había dado a mis
antepasados en el año 1700, aproximadamente -afirmó ella muy
segura.
Juan no terminaba de salir de un comentario asombroso
cuando ella lo sorprendía de nuevo.
Esta mujer que estaba frente a él, tan humilde, tan buena, y
hasta sumisa, pertenecía seguramente a uno de los linajes más
tradicionales de México, con su historia, y su cultura. Probablemente
su familia podía movilizar a medio país con solo mover un dedo. Pero
cuesta creer que ella ahora esté aquí, buscando trabajo.
-¿Y no tienen problemas para pasar de un país a otro, con lo
delicado que está el tema de las inmigraciones? -preguntó Juan.
-Lamentablemente, las leyes son tal como lo dijera Solón hace
muchos años, solo afectan a los débiles –respondió ella.
Otra vez se sorprendió; la mujer misteriosa lo había vuelto a
dejar sin palabras.
-Ya que hablamos de leyes y esas cuestiones, tengo que
preguntarte algo acerca de la ley -dijo ella muy seria.
-Lo que quieras -respondió él.
Entonces, ella le explicó que había salido de su país con un
documento falso, y que aunque tenía el pasaporte con su nombre
verdadero, prefería no mostrarlo, pues temía que su familia pudiera
localizarla.
-Pero ¿Cometiste algún delito? –preguntó el con preocupación.
Entonces decidió explicarle con más detalles para que Juan no
entrara en conjeturas erróneas. Le contó que ella se había escapado de
su casa y de su familia porque la maltrataban demasiado, pero ellos no
aceptaban su partida, de modo que cuando huyó, hicieron la denuncia
policial por desaparición y presunto secuestro, con lo cual todos los
policías del país la estarían buscando. Aunque no estaba segura de si
habrían dado aviso a Interpol para que la buscaran en otros países.
-A todo esto ¿Puedo saber cuál es tu nombre verdadero?
-Mi nombre completo es María Teresa Carrasco Santibáñez
-respondió ella mientras lo miraba fijamente a los ojos, como si
quisiera saber qué estaba pensando.
-Mañana voy a tratar de averiguar algo, roguemos que no hayan
dado aviso a Interpol, pues en ese caso solo te estarían buscando en tu
país -aseguró él.
Tenía apellido compuesto, como era de esperarse. Era una
persona buscada por la ley, pero no había hecho nada malo, solo se
había escapad de algo, vaya uno a saber qué. Hay muchas formas de
malos tratos. Una mujer puede ser maltratada aun viviendo entre oro y
diamantes.
-Supongo que toda tu vida estuviste acostumbrada a los lujos,
autos caros, joyas y viajes -dijo él intrigado.
-Si, tenía todas esas cosas, pero la gente tiene un criterio
extraño al respecto, creen que con oro, diamantes y autos lujosos
tienen la felicidad garantizada, y yo te puedo asegurar que fui más feliz
estos días en tu casa que los treinta años que pasé entre todas esas
cosas. Son solo lujosas prisiones.
La mirada de Teresita era triste otra vez, cada vez que recordaba
su vida anterior, nubes de angustia opacaban el cielo de sus ojos.
Para no seguir con este tema que la afligía, él le pidió que le
sirviera otro plato de esos exquisitos tallarines. Ella, feliz con su rol de
ama de casa, se levantó y le sirvió un abundante plato, pues también
recordaba, entre las cosas que le había enseñado su abuela, que un
hombre para ser feliz, tiene que comer bien.
Se dio vuelta rápidamente, para mostrarle a Juan el apetitoso
manjar, y justo en ese momento, el plato se le resbaló y se cayó al
suelo. Se hizo pedazos, y la comida quedó rociada por todos lados.
Ella se puso pálida, comenzó a llorar, y rápidamente se agachó a
tratar de juntar los pedazos, y al tocar un trozo de plato, se cortó un
dedo que comenzó a sangrar abundantemente.
Juan se conmovió de verla llorando y sangrando y se agachó a
ayudarla.
-Perdóname por favor, esto no debería pasarme, ya no soy una
niña -decía ella entre sollozos.
Él la levantó, le tomó la mano y la llevó al baño para lavarle la
herida. Le puso desinfectante, y luego una curita. La miró a los ojos,
ella aún llorisqueaba.
-No te preocupes, se te va a curar enseguida -le dijo sonriente
mientras le besaba la mano.
-Esperame acá, por favor no te vayas –dijo él sonriente
-enseguida vuelvo.
Ella se rió por la ocurrencia. ¿A dónde iba a ir? Pero de todos
modos se quedó parada en ese lugar sin moverse, hasta que él volvió.
Juan entró en la cocina después de un minuto, con una rosa rococó
blanca, y le dijo: -Esta flor tiene propiedades mágicas. Dicen que en la
antigüedad, todos los palacios tenían una planta de ellas, pero solo
surtían efecto en las damas que tuvieran un corazón limpio y puro,
inmaculado como sus pétalos. Así, cuando una princesa se lastimaba,
un caballero debía obsequiarle una de estas flores, cuando ella la
tomaba, debía besarla, y tocar con sus pétalos el lugar donde estaba la
lastimadura, y en pocos segundos la herida dejaría de doler.
Ella lo miraba sin saber qué decir, pero él le hizo un gesto
indicándole que la besara, lo cual hizo y luego se tocó la herida con los
pétalos.
-Tienes razón, ya no me duele -dijo maravillada.
-Entonces podemos seguir comiendo, tengo hambre -exclamó él.
Volvieron a la cocina, él juntó rápidamente el plato roto y los
fideos, y después de calentar un poco la salsa que se había enfriado,
sirvió para los dos. Así estuvieron nuevamente comiendo, como si
nada hubiera pasado. A pesar del mal momento, ella estaba radiante.
-¿Me perdonas? –dijo ella poniendo voz de niña.
-Con esa carita y esa voz te perdono cualquier cosa pero ¿por
qué lo decís?
-Porque rompí un plato y derramé tu comida por el suelo -dijo
ella.
-No hay necesidad de pedir perdón por tan poca cosa, pero si
necesitás que te disculpe para quedarte tranquila, pues claro que sí -
afirmó él, sonriente.
Ella sonrió, y siguió comiendo. Realmente tenía hambre.
Juan la felicitó por la maravillosa cena que había preparado.
Deliciosas pastas caseras, muy buena salsa, excelente vino y, como si
esto fuera poco, había puesto un mantel verde que Juan comprara
años atrás, pero nunca se había decidido a usarlo. También estaban
las servilletas verdes que hacían juego, y un pequeño florero con flores
frescas que había cortado del jardín, obviamente, después de haberle
pedido permiso a Juan. Todo estaba perfecto. Hasta las copas de cristal
tallado a mano.
Parecían una familia feliz. Juan se estaba acostumbrando a que
lo malcriaran. La buena comida, el no tener que cocinar, y además,
ella se ocupaba de cuidarle la ropa. Todos los días pasaba por su
dormitorio para ver si el guardarropa estaba en orden, si había que
llevar algo a la lavandería, y si la empleada doméstica había planchado
suficientes camisas.
Esa noche no ocurrió ninguna otra cosa trascendente,
terminaron de cenar, Juan juntó la mesa y lavó los platos, puso agua a
calentar para prepararle una infusión a Teresita, y la obligó a que se
sentara en el living a mirar televisión, pues ella no concebía que
habiendo una mujer en la casa, el hombre lavara los platos.
Luego, mirando una película, bebieron una infusión de tilo, y
ella se quedó dormida inmediatamente después de haber puesto la taza
sobre la mesa ratona. Se había apoyado sobre el hombro de Juan, pues
estaban sentados en el mismo sillón, él, al verla profundamente
dormida, sintió pena de despertarla y la alzó en brazos como hacía con
su hija cuando era pequeña. La llevó al dormitorio mientras ella entre-
dormida, lo abrazaba fuertemente del cuello.
La acostó en la cama, la tapó con el cubrecama, le dio un beso
en la frente y se marchó. Mientras él se retiraba, ella abrió un poquito
los ojos, sonrió con mucha pereza y murmuró: gracias. Volvió a cerrar
los ojos y siguió durmiendo.
Él fue a juntar las tazas del living y luego de apagar todas las
luces, cuando se dirigía a su cuarto a dormir, no pudo resistir la
tentación y pasó por el cuarto de Teresita para verla.
Entró sin hacer ruido, ella dormía con una luz prendida, pues
tenía temor a la oscuridad. Aún no le había contado a Juan por qué,
pero desde niña tenía ese problema. Juan, que cuando adolescente
había sido electricista y seguía siendo muy ingenioso, le había
instalado un sistema para que ella pudiera regular la intensidad de la
luz del velador con solo girar una perilla. Así podía poner una luz muy
tenue para dormir.
La vio durmiendo plácidamente. Parecía un ángel o una niña.
Pero de pronto comenzó a murmurar algo como si estuviera soñando,
no se entendía bien qué decía. Se movía suavemente. Estaba tapada,
mas Juan pudo notar que su mano derecha bajaba, se quejaba
suavemente, hasta que de pronto hizo un movimiento brusco y
despertó. Quedó atónita cuando lo vio parado allí. Su rostro enrojeció y
se puso nerviosa.
-¿Qué…qué estás haciendo aquí? –preguntó ella confundida.
-Nada, pasé a ver si dormías bien, pero vi que te quejabas y
empezabas a moverte y me preocupé. ¿Qué soñabas?
-¡Ay… no sé, no recuerdo! -dijo ella totalmente enrojecida. -¿Dije
algo?
-No, nada que se entendiera.
Juan suponía algo de lo que ella podía haber estado soñando,
pero decidió callarse.
-¿Quieres acostarte un momento aquí? -dijo ella señalando la
cama con la mano. Él, sin decir palabra, accedió y se acostó a su lado,
pero sobre el cubrecama.
-¿Tenés miedo? -preguntó Juan confundido.
-Ya no. ¿Me das un abrazo fuerte? Por favor, lo necesito -dijo
ella extendiendo sus brazos hacia el cuello de él.
Él accedió nuevamente sin decir palabra, y ella lo tomó, lo
abrazó con intensidad, y le dio un beso muy lento en la mejilla, muy
lento. Luego volvió a mirarlo, y sonrió.
Él estaba nervioso, no sabía lo que debía hacer. Sentía cosas
muy fuertes, el instinto salvaje. Teresita se pegó a su cuerpo desde la
cabeza hasta los pies con el cubrecama de por medio. Pero de pronto,
Juan junto las últimas fuerzas que le quedaban y se levantó de la cama
con la excusa de que debía ir a dormir.
Se preguntaba por qué le estaba pasando esto, por qué sentía
todas estas cosas sin saber cómo resolverlas. Se repetía una y otra vez
que Teresita era una buena chica a quien debía tomarse en serio, no
era una mujer para una sola noche. Ella demostraba estar
profundamente enamorada de Juan, era obvio; aunque no lo dijera, él
también sentía algo por ella desde la noche en que la conoció. Ese
sentimiento fue creciendo con el tiempo. Ella lo conquistaba todos los
días con su cariño y su bondad, pero… él arrastraba una historia
pesada con respecto a las mujeres y el miedo paraliza.
-Hasta mañana –dijo él despidiéndose.
Ella no dijo nada, lo miraba, con los ojos muy abiertos, las
mejillas muy rosadas y una sonrisa dulce mientras movía su mano en
gesto de “adiós”.
Juan fue a acostarse enseguida, estaba desorientado y decidió
que al día siguiente podría pensar mejor. Mientras conciliaba el sueño,
escuchó que Teresita abría la ducha del baño. Eso fue todo por aquella
noche.
Habían pasado dos días, él se levantó temprano, puso a calentar
el agua y comenzó a preparar el mate. Cuando estaba nervioso o
inquieto por algo, preparaba el mate parado y así lo tomaba. Caminaba
de un lado a otro de la cocina mirando continuamente por los
ventanales que daban al jardín, como si quisiera salir o escaparse de
esa situación. No estaba seguro de lo que había pasado aquella
anoche. Tenía miedo de tomar una decisión. Pensó que lo mejor sería
dejar que las cosas siguieran fluyendo por sí mismas.
Minutos más tarde se levantó Teresita, con una blusa blanca y
una pollera color beige. Estaba muy bonita. Los zapatos de taco alto le
estilizaban las piernas, haciéndola aún mas atractiva.
-¿Hoy no usás minifalda? -preguntó él.
-¡No! Me daría mucha vergüenza usarla en público -respondió
ella.
-Pero te queda muy linda, a mí me gusta -afirmó Juan.
-Por favor, no me hagas sonrojar -dijo ella, colorada como una
frutilla –Además, no soy bonita. No creo que puedas verme linda.
Una vez más su complejo de inferioridad. Él trataba de adivinar
qué le habría pasado en todos estos años de vida para que tuviera tan
baja autoestima. Eso ocurre cuando hay hacia la mujer un trato
humillante, que habitualmente se ve en las clases bajas. Estas
personas, por falta de cultura cometen dichos errores, comprometiendo
de esa manera el desarrollo y la felicidad futura de la mujer, haciéndole
creer que es fea e incapaz.
Terminaron de desayunar, Juan iría a su trabajo y Teresita a ver
si le daban alguno de los empleos. Pero esta vez él no la acompañaría,
quería que se acostumbrara a manejarse sola, pues era obvio que le
sobraba inteligencia para eso.
Mientras iban hacia la camioneta, Diana vino corriendo a
saludar a Juan. Todas las mañanas ella hacía lo mismo, se acercaba a
él moviendo la cola y se quedaba mirándolo, entonces él se agachaba
para que ella pudiera lamerle la mejilla. Ese era el equivalente de darle
un beso, pensaba él, era como si ella le fuera a agradecer todos los días
por haberle salvado la vida. Y realmente así era, pues si esa noche
Juan no la hubiera levantado de la orilla de la ruta, el pobre animal
habría perecido de hambre y de frío. Seguramente, los animales eran
mucho más agradecidos que las personas, y más coherentes.
En tanto acariciaba a Diana esperando a Teresita, se acordó de
aquella noche en que la misteriosa dama había llegado a sus vidas.
¿Sería esa cuestión del destino tal como esta chica lo describía? Pues si
era de esa manera, evidentemente por algo se habían encontrado, por
algún motivo sus vidas se habían cruzado. ¿Estarían predestinados a
vivir juntos y ser felices? Quizás hubieran sido pareja en una vida
anterior. Podía ser, él creía en la reencarnación.
Un rato más tarde estaban en el centro de la ciudad. Allí se
separaron, él fue a su trabajo y ella a ver si lo conseguía.
Teresita pasó primero por la empresa de maquinarias, en donde
la atendieron muy bien, la hicieron pasar a una lujosa oficina para
esperar al gerente. Comenzó a conversar con una de las secretarias
que estaba allí. El diálogo empezó con frases banales como el clima,
para luego pasar a cuestiones más profundas. Era innegable el acento
de Teresita, de modo que le preguntó de dónde era y rápidamente
fueron desarrollando cierta empatía. La chica se llamaba Fátima, era
una joven no demasiado agraciada en cuanto a su cuerpo y su rostro,
pero parecía tener muy buenos sentimientos. Tenía el cabello negro y
lacio, piel trigueña y era muy delgada. Casi en demasía.
Cuando empezaron a hablar del futuro empleo de Teresita, la
chica le advirtió que fuera cautelosa, pues el gerente era bastante
baboso y ya habían renunciado dos chicas muy lindas en los últimos
tiempos por este motivo. Le contó que algunas veces, por razones
laborales, las obligaba a realizar viajes largos junto a él, y que al
tenerlas solas y lejos de su casa, las acosaba.
Habiendo escuchado esto, tomó las cosas de otro modo.
Comenzó a sentirse insegura, y deseó que Juan estuviera allí para
defenderla si era necesario.
El gerente demoraba mucho, ya demasiado. Ella tomó esto como
una señal del destino y decidió que ese trabajo no era bueno. Saludó a
Fátima, le agradeció su ayuda. Y desanduvo el camino hasta volver a la
plaza del centro en donde Juan la había dejado.
De pronto vio algo que siempre había querido conocer de cerca:
un vendedor de “choripanes”. Nunca había comido un chorizo. En
Arizona o California, donde estaban los viñedos de su abuelo, se
llaman “sausage” (se pronuncia sosich). Le causaba curiosidad pensar
en qué sabor tendrían, pero sus mayores le decían que era peligroso
comerlos, pues no estaban hechos de un modo muy higiénico.
Se dijo que era el momento de conocer algo más del mundo real,
y acercándose al vendedor, le pidió que le vendiera uno. Cuando el
hombre le preguntó si quería ponerle chimichurri, ella debió preguntar
de qué se trataba. Ya informada, decidió que sí le pondría, pagó, y se
dispuso a saborear uno de los manjares plebeyos.
Comenzó a morder de a poquito, con cierto temor, pero luego le
empezó a gustar, al punto de que pidió uno más. Se sentía en el mejor
de los mundos, estaba sentada en un banco de la plaza, con la cartera
a un costado comiendo choripán. Se sentía bien todo aquello. Pero
estaba dispuesta a ir por más: divisó un vendedor de helados que iba
en bicicleta. No sabía cómo llamarlo, hacía señas y le hablaba muy
despacio. En eso pasó por allí un señor con sus nietos y la ayudó.
Cuando el heladero estuvo frente a ella, no sabía qué elegir, hasta que
se decidió por un palito de crema revestido en chocolate.
Nuevamente se sentó en un banco, pero no en el de antes,
porque el sol al desplazarse, ya le estaba dando de lleno, cosa poco
apropiada para un día de verano.
Cuando lo hubo terminado, bebió el ultimo sorbo de la latita de
Coca Cola que había comprado para acompañar el chorizo. Había
tenido su primer almuerzo callejero de persona de clase media. Este día
quedaría en su mente para siempre.
Ya satisfecha, recordó la pastelería en donde le habían ofrecido
trabajo, y hacia allí se dirigió.
Iba caminando sin prisa, por la vereda de la sombra, con la
cartera colgando de su hombro derecho. Disfrutaba poder andar por la
calle, viendo a las personas. A veces pasaba por algún lugar en donde
había niños jugando, y se quedaba un momento mirándolos.
Pocas cuadras más adelante estaba la pastelería, pero el mundo
es pequeño, y al dar vuelta en una esquina, se encontró con Camila,
quien iba al mismo lugar que ella.
-Hola -dijo Teresita muy sonriente.
-Hola ¿Vos sos la amiga de Juan? -preguntó Camila.
La chica iba vestida de forma muy sencilla, aunque estaba muy
linda. Era de esas mujeres que quedan bien aunque estén vestidas con
una bolsa de arpillera. En este caso tenía una pollera corta de jean
azul gastado, una musculosa rosa y zapatillas celestes de lona.
Cuando se acercó a saludar a Teresita, además de darle un
beso, la abrazó de modo muy afectuoso.
-Qué coincidencia encontrarte por aquí -mencionó Teresita.
-Sí, voy a comprar facturas para tomar unos mates -respondió
Camila.
Teresita le explicó que ella en realidad iba a buscar trabajo, a lo
cual Camila respondió que le parecía excelente, pues eran muy buenas
personas, se trataba de una señora viuda con su hija, y que ambas
eran muy cariñosas. Además se ofreció para recomendarla, pues como
ella había crecido en ese barrio, compraba en ese lugar desde que
tenía uso de razón.
A Teresita esto le pareció otra señal del destino, pero en este
caso, como algo positivo. Justo en el momento en que iba a buscar
trabajo, se encontró con esta chica, que además de ser conocida, tenía
muchas cosas en común con ella, de las cuales seguramente, en algún
momento iban a hablar. Y para completar, ella le dijo que era una
buena idea trabajar allí.
Fueron caminando juntas hasta el local, entraron y Camila tomó
la iniciativa pidiendo hablar con la dueña.
En poco tiempo, ella apareció. Se llamaba Clara Pietri, tendría
unos sesenta años, estaba vestida con un solero color beige, y
zapatillas del mismo color sin cordones. Tenía ojos celestes, canas, y
una piel muy blanca. Había venido de Italia cuando era una niña con
sus padres y sus hermanos, y como toda hija de italianos, había
desarrollado una fuerte pasión por la cocina, no solamente los
panificados, sino todo lo que se pudiera comer y fuese alimento. Había
enviudado tiempo atrás, y junto con su hija de cuarenta años, se había
encargado de seguir adelante con esta pequeña empresa familiar.
Cuando entrevistó a Teresita, Clara sintió que podía confiar en
ella, le causó buena impresión.
Teresita le aclaró que no tenía demasiados conocimientos de
pastelería pero que aprendía muy rápido, y que tenía ansias de
aprender. Esto terminó de convencer a la anciana señora, la cual
apreciaba la sinceridad, y quedaron de acuerdo en que se presentaría a
trabajar al día siguiente a las ocho de la mañana.
Ya resuelto esto, Camila compró las facturas e invitó a Teresita
a su casa a tomar mate. Esta dudó en un primer momento, pero ante
la insistencia de la jovencita, terminó aceptando.
Camila era buena y muy educada, pero tenía una personalidad
muy firme, y generalmente conseguía todo lo que se proponía. Era la
antítesis de Teresita, insegura y con baja autoestima. Esa diferencia de
caracteres sería la que seguramente las llevaría en el futuro a tener
una relación muy estrecha, muy especial, y quizás, fuera de todo tipo
de estándares sociales conocidos hasta el momento.
Teresita, por su parte, estaba un poco aturdida con todo esto,
pues aunque para la mayoría de la gente las cosas que le habían
ocurrido ese día eran moneda corriente, para ella eran experiencias
totalmente nuevas. Era la primera vez que iba a la casa de una amiga,
pero lo que es peor, era la primera vez que tenía una amiga, o al menos
un proyecto de ella.
Estaba algo preocupada pues no sabía muy bien cómo debía
comportarse. Solo había conocido las relaciones de amistad en las
películas o en la televisión, pues eso sí se lo permitían, pero no el
contacto con otras personas.
Cuando llegaron a la casa, Camila tomó el llavero que tenía en
su bolsillo y abrió la puerta, pasaron por el living comedor, y llegaron a
la cocina. Era grande, tendría unos cuatro metros de ancho por otro
tanto de largo, estaba pintada de blanco y con azulejos color salmón
sobre la mesada.
La dueña de casa puso las facturas sobre la mesa junto con el
llavero, encendió un mechero, y puso el agua a calentar.
Hacía mucho calor, era fines de diciembre y esa tarde estaba
especialmente insoportable.
Mientras se calentaba el agua, Camila decidió ponerse algo más
cómodo.
-Yo me voy a cambiar -dijo Camila. ¿Te molesta si me pongo un
traje de baño?
-Para nada -respondió Teresita.
Así fue que partió hacia su cuarto, y en pocos minutos volvió a
entrar en la cocina con una bikini color fucsia que le quedaba
hermosa. Al verla, Teresita quedó impactada, nunca había tenido tan
cerca una chica en esas condiciones, pues a ella como también a sus
primas, solo les permitían usar trajes de baño enterizos. Les decían
que una mujer decente debía ocultar sus encantos y reservarlos para
su marido.
De todos modos ella ya había dejado de creer en estas y otras
sandeces, y le pareció que le quedaba muy bonita.
Al verla entrar, y sin darse cuenta, con el índice de su mano
derecha comenzó a enroscarse el cabello, cosa que hasta ahora siempre
había hecho ante hombres que le gustaban.
-¡Estás bellísima! -exclamó la mexicana.
-¡Ay gracias! Vos también sos hermosa -respondió la dueña de
casa.
La jovencita tomó asiento en otro lado de la mesa, por lo cual
quedaron a cuarenta y cinco grados frente a esta. Camila comenzó a
preparar el mate, bebida a la cual Teresita se estaba acostumbrando
rápidamente. Luego abrió el paquete de facturas y le ofreció a su
invitada. Transcurrieron varias horas entre mates, facturas y
comentarios femeninos.
Horas más tarde, alrededor de las cinco, se despidieron. La
invitada decidió volver a casa por si Juan regresaba temprano, además,
al día siguiente comenzaría a trabajar y sentía que debía preparar
algunas cosas.
Al despedirse, cuando Camila la acompañó hasta la puerta, se
dieron un beso en la mejilla, y cuando Camila la abrazó, ella hizo lo
propio, y al tocar su espalda y sus hombros totalmente desnudos,
Teresita sintió un cosquilleo dentro suyo que le produjo sensaciones
ambiguas. Por un lado, le parecía que Camila, además de ser buena,
era hermosa, cosa obvia para cualquiera que no fuese ciego. Por otro
lado, había algo que no se atrevía siquiera a pensar, pues le generaba
culpa, sentimiento de rutina en ella.
Quiso dejar de lado todas estas cosas y dedicarse a lo que
realmente le importaba: Juan, la casa de Juan, y ahora también su
trabajo. Estaba ansiosa porque llegara el momento de empezar, pero a
la vez, también sentía miedo. Era lógico, en treinta años de vida, nunca
había trabajado, pero algo sí la ayudaba, si bien venía de una familia
rica y poderosa, ella nunca había tenido el poder, tan solo recibía
órdenes.
Esto le facilitaba un poco las cosas, y quizás no cambiara
demasiado su rutina, pues a cada momento alguien le diría lo que
tenía que hacer.
No veía la hora de decírselo a Juan, además necesitaba que él le
diera su aprobación.
Comenzó a caminar rumbo a su casa, o a la casa de Juan, que
era lo mismo. En un momento se perdió, pues no conocía nada. Lo que
es más, era la primera vez que andaba por la calle sola en un lugar
desconocido. Lejos de asustarse, sintió agrado, era una sensación de
libertad que nunca había vivido.
En seguida se cruzó con un grupito de chicos adolescentes y les
preguntó cómo podía llegar a la calle "de los pinos", que era donde
vivía. Eran tres los jóvenes, y sus edades oscilarían entre los quince y
veinte y pico de años. En cuanto ella les habló, los tres quedaron
embelesados por su belleza, y por la dulzura de su voz, a tal punto, que
el más grande le dijo: -Estás muy lejos, desde acá tenés como
veinticinco cuadras, pero esperame un minuto, que le pido el auto a mi
mamá y te llevamos.
Ella no sabía qué decir, no tenía noción de si estaba bien que
hiciera esto, o si era seguro, pero Juan le había dicho que en esa
ciudad podía andar tranquila, que toda la gente era buena y solidaria.
Se terminó de convencer cuando el chico entró en su casa que estaba a
pocos metros, y salía junto con la mamá y señalándole el chico a
Teresita, le decía a su madre que ella era la chica que estaba perdida y
que la llevarían hasta la casa. Inmediatamente, la señora se aproximó,
se presentó, y amablemente le dijo que se quedara tranquila, que en
seguida su hijo la llevaría hasta su casa.
Como toda señora de pueblo, le preguntó si deseaba pasar a
tomar algo, también de dónde venía, pues el acento de ella despertaba
curiosidad, y así, palabra va, palabra viene, Teresita le contó que vivía
en casa de un amigo, que era de México, recién llegada a la ciudad, y
que desde el día siguiente, trabajaría en la pastelería de la señora
Pietri.
-Bueno, entonces vamos a ir a comprar facturas ahí, así te
saludamos. Cualquier cosa que necesites, contá conmigo -dijo la
señora muy amablemente.
Teresita estaba bastante asombrada de lo atentas y solidarias
que eran todas estas personas. Inmediatamente el chico sacó el auto
del garaje y le indicó a ella que subiera en el asiento delantero, sus
amigos lo hicieron atrás, y rápidamente pusieron rumbo a la calle de
los pinos.
Los chicos, como era de esperarse, especialmente los mas
jóvenes, le preguntaron si era casada, lo cual ella negó, después si
tenía novio, a lo cual también respondió en forma negativa, para
terminar diciéndole que ellos iban siempre a bailar al boliche "Crash", y
que la invitaban a ir con ellos si es que no tenía otra cosa que hacer el
fin de semana.
Si hubieran sabido la edad real de ella, quizás no le hubieran
dicho esto, pero como esta chica solo aparentaba unos veintidós o
veintitrés años, los muchachos creyeron ser casi coetáneos.
Cuando llegaron a la puerta de casa, ella amablemente se
despidió de los tres chicos. Primero pensó hacerlo solo de forma verbal,
pero cuando el que conducía acercó su cara como para darle un beso
en la mejilla, recordó que allí era una práctica habitual el beso como
saludo, aunque fuera con desconocidos.
A pesar de su ingenuidad, ella se dio cuenta de que los
jovencitos la miraban con cara de enamorados, los tres. Eso le hizo
bien, se sintió mujer.
Un tanto asombrada pero feliz, entró a la casa por el portón
donde entraban la camioneta, allí Diana salió a recibirla, y mientras se
agachaba a acariciarla y ponerle la mejilla para que le diera unos
lengüetazos, se dio cuenta de que Juan ya había llegado, pues la
camioneta estaba estacionada en el fondo.
Se sintió mal por ello, creía que ella debía estar en la casa para
recibirlo, y encima se acababa de bajar de un auto desconocido con
tres hombres arriba.
Lo primero que hizo fue buscar a Juan para darle explicaciones.
Él estaba en la cocina, preparando la comida para Diana, y
prácticamente no había escuchado bien en qué momento había llegado
ella.
Le contó acerca del nuevo trabajo, por lo cual él se alegró
mucho, y también le contó con lujo de detalles todo lo que había hecho
ese día. Comenzó con lo ocurrido en la empresa de maquinarias, luego
la pastelería, la visita a la casa de Camila, y finalmente lo de los chicos
que la trajeron.
Mientras ella comenzaba a contar, él le preguntó si quería tomar
mate. Ella respondió que sí, por lo cual él se puso a prepararlo.
Teresita parecía una nena que había estado en una juguetería, estaba
muy asombrada y entusiasmada con todo lo que veía. Juan la
escuchaba atentamente y solo asentía cada vez que ella contaba algo
nuevo.
-¿De verdad crees que debo trabajar allí? -preguntó ella.
Él pensó decirle que era una decisión suya y que debía tomar
sus propias determinaciones, pero se dio cuenta de que eso no la
ayudaría por el momento. Si bien esta chica estaba dando grandes
pasos para comenzar a independizarse, aún necesitaba el apoyo de
alguien pues era muy insegura; durante treinta años le habían dicho
que era tonta y que hacía todo mal, por lo tanto, y hasta que
aprendiera a confiar en sí misma, hubiera sido muy cruel dejarla con
esa incertidumbre de no saber si estaba yendo por el buen camino, o si
por el contrario, y como ella decía, "estaba yendo hacia un precipicio".
-Yo creo que está bien, es gente buena, además, a vos te gusta
cocinar -dijo él.
Ambos estaban felices, sentían que las cosas estaban
funcionando bien. Tomaron dos reposeras y fueron a tomar mates al
patio, mientras Diana comía lo que Juan le había preparado.
En un momento, cuando Diana estaba sentada al lado de
Teresita escuchándolos conversar, ella le preguntó: -¿Tú crees que me
conviene ese trabajo? Inmediatamente, Diana saltó sobre la chica y
comenzó a lamerle la cara. Estallaron en risas y lo tomaron como un sí
de parte de su guardiana.
Esa noche cenaron y se fueron a dormir temprano. Teresita le
pidió a Juan que por favor la despertara muy temprano, pues no
quería llegar tarde en su primer día de trabajo.
Eran las seis de la mañana, y en realidad fue ella quien despertó
a Juan con el ruido de la ducha, aunque esto no varió demasiado las
cosas porque era media hora antes de la cual él se despertaba los días
hábiles.
Como Juan había calculado, ella casi no pudo dormir, solo dio
vueltas en la cama y cuando vio que el sol ya estaba sobre el horizonte,
no pudo aguantar más y se levantó.
Luego se cambió de ropa varias veces pues no estaba segura de
cuál sería el atuendo adecuado para la ocasión.
Tomó unos mates que le preparó Juan, y luego volvió al baño a
retocarse al maquillaje.
El jean azul y la musculosa blanca le quedaban muy bien,
además, Juan le previno que si tenía que amasar y estar cerca del
horno, el maquillaje no le iba a durar nada. Por otra parte, el
maquillaje que ella usaba, era casi imperceptible, lo cual era coherente
porque en realidad no lo necesitaba.
Partieron hacia el centro, y antes de ir a su oficina, él la dejó en
la puerta de la pastelería.
Habían llegado demasiado temprano, eran las ocho menos
cuarto y el comercio abría a las ocho. Cuando faltaban cinco minutos
para las ocho, llegó la señora Pietri, y al parecer, le dio mucho gusto
que su nueva empleada hubiera llegado temprano, le gustaba que la
gente fuera puntual, pues sostenía que el llegar tarde, es una forma de
faltarles el respeto a los demás.
Se saludaron, él se despidió de su amiga, y se fue a trabajar. La
señora y su empleada ingresaron al comercio para empezar la jornada.
Enseguida llegó el resto del personal.
Le explicaron a Teresita que su trabajo consistiría en atender al
público como actividad principal, pero si en algún momento era
necesario debería realizar algunas tareas en la cocina, para amasar,
decorar tortas o alguna otra actividad.
Ella aprendía muy rápido. Primero, la señora Pietri atendía a
los clientes y Teresita miraba para aprender, pero después de la tercera
venta, ella misma le dijo a la señora que le dejara intentar, que ya se
sentía en condiciones de atender al público.
Las primeras veces le costó un poco, porque no conocía los
nombres de los productos que vendían, pero alrededor del mediodía, ya
atendía como si lo hubiera hecho toda la vida.
Se sentía bien, estaba haciendo algo útil y se estaba
descubriendo a sí misma. Descubría que podía hacer cosas buenas sin
ayuda de nadie, y al mismo tiempo se daba cuenta de que había
personas que eran amables con ella, y otras que inclusive le ofrecían
su amistad a cambio de nada, porque nadie la conocía, nadie sabía que
era hija de millonarios, solo la apreciaban por lo que era como persona.
Cuando eran cerca de las diez de la mañana, llegó la señora de
García, que no era otra que la madre del chico que el día anterior la
había llevado hasta su casa, la misma que le dijo que iría a comprar en
esa pastelería para saludarla. Seguramente llamaba la atención el
acento extranjero de Teresita, o tal vez fuera su belleza lo que hacía
que las personas se interesaran por ella. Lo cierto es que la señora de
García, luego de hacer su compra y charlar largo rato con la flamante
vendedora, volvió a su casa y lo primero que hizo fue comentarles a las
vecinas sobre la hermosa chica extranjera que atiende en la pastelería
de doña Clara. Les contó lo linda que era, también que era muy
educada y hablaba como una princesa, y que era nueva en la ciudad.
Esto se corrió de boca en boca, y para el mediodía, habían
vendido lo que calculaban que les alcanzaría para tres días. Ese
comercio era un mundo de gente.
La dueña estaba entre asombrada y complacida, nunca había
tenido tantas ventas, especialmente en esa época del año en que la
mayoría de las personas estaban de vacaciones.
Al mediodía, Juan decidió pasar por allí para ver cómo estaba
su amiga y compañera, y se sorprendió al ver que estaban todas las
estanterías vacías.
-¿Qué pasó, los asaltaron? -preguntó él bromeando -Está todo
vacío.
-¡Ay no! -dijo la señora -Esta chica nos trajo buena suerte,
nunca habíamos tenido tantos clientes. ¡Mire como está la caja! Dijo
ella indicándole a Juan la registradora, voy a tener que ir al banco a
depositar. Me da miedo tener tanta plata acá.
Él se ofreció a llevarla para que no tuviera que ir caminando con
ese calor, pero ella tuvo una idea mejor, y le pidió que fuera él con
Teresita a realizar el depósito porque ella tenía que ponerse a amasar
enseguida pues si no, a la tarde no tendrían nada para vender.
-Pero señora, si usted no me conoce aún. ¿Cómo confía así en
mí? -dijo Teresita.
-Hija, tengo sesenta y cinco años, sé muy bien cuando puedo
confiar en alguien, además, conozco al doctor Rodríguez, y sé que si él
te trajo acá es porque sos una buena persona -afirmó la anciana.
Dicho esto, les dio el dinero, que sumaba alrededor de diez mil
pesos, y el número de su cuenta.
Juan le pidió a la señora que le permitiera a Teresita ir con él a
comer un sándwich o algo rápido cuando terminaran de hacer el
depósito, a lo cual respondió que prefería que después de hecho el
depósito volvieran los dos a la pastelería, que ella los invitaba a comer
una picadita para festejar las buenas ventas que estaba teniendo.
Así lo hicieron, el Banco Provincia estaba muy lleno pero de
todos modos depositaron el dinero y volvieron acalorados al comercio.
Doña Clara había preparado una típica picada argentina:
salame, queso, aceitunas, jamón crudo y cocido, y pan casero, y para
beber, una enorme gaseosa de dos litros bien helada. Todo esto en la
trastienda que hacía de oficina, vestidor, y cualquier otro uso similar.
Teresita no había visto nunca un almuerzo así, y al mismo
tiempo recordó que no le había contado a Juan que el día anterior
había comido por primera vez un chorizo. A la reunión de comensales
se sumó Laura, la hija de la señora Pietri, quien recién salía de la
cocina pues había horneado toda la mañana.
Mientras Teresita comentaba su primera experiencia con un
chorizo, las dos mujeres la miraban con asombro. No concebían que
alguien que vivió treinta años no hubiera probado nunca uno.
Terminaron el almuerzo; Juan se despidió y volvió a su trabajo,
no sin antes asegurarle a su amiga que a las seis de la tarde, cuando
termina su horario, pasaría a buscarla.
Cerca de las dos, el negocio abrió sus puertas nuevamente y
otra vez comenzaron a desfilar los clientes. Llamaba la atención que
cuando antes eran casi todas mujeres, ahora comenzaban a ir muchos
hombres a comprar facturas, bizcochitos con grasa, o cualquier otra
cosa.
La tarde transcurrió tan agitada como la mañana, Teresita
estaba maravillada con el cariño que le expresaba la gente, a la vez que
le asombraba mucho ser el centro de atención de todos. Seguramente,
a su belleza y su acento, se sumaba su calidez y su forma de hablar
tan correcta y delicada.
En un momento en que no había clientes, la señora preparó
mate y le convidó a su nueva empleada. Estaba intrigada con algo, pero
no sabía cómo preguntarle.
Minutos antes de las seis Juan estaba allí, dentro del local,
esperando a su amiga, y ella ataviada con un guardapolvo amarillo
clarito, lo miraba con ojos brillosos mientras atendía a los clientes.
Doña Clara observaba desde lejos estas miradas, como toda
persona mayor que ha gastado varios pares de zapatos, se daba cuenta
de que esas miradas estaban encubriendo algo más que amistad. De
hecho, en la charla con mates que mantuvo con Teresita esa tarde, le
había preguntado si eran pareja.
Cuando la señora hizo la pregunta, Teresita solo respondió: -A
mí me gustaría, pero él no me dice nada. Es muy respetuoso.
La dueña del local se propuso ayudar a la muchacha con esta
cuestión. Se le ocurrían algunas cosas que ella podía hacer para
"apurar" un poquito al perezoso. La mexicana tenía la particularidad de
que no solo los hombres se sentían atraídos por ella, también, de cierto
modo, podemos decir que las mujeres se "enamoraban" de esta chica.
Posiblemente fuera por su forma de hablar, muy simple y
humilde. Teresita no actuaba como una mujer linda, sino que
presentaba un perfil muy bajo, como si fuera poca cosa, tratando a
todos como si fuesen superiores a ella.
Las mujeres casi siempre detestan a las congéneres demasiado
bellas. Un poco por envidia, y otro poco por precaución. Una chica
demasiado hermosa puede eclipsarlas en cualquier lugar y
circunstancia, e inclusive, llegar a sacarles al novio, marido, amante,
etcétera. Pero afortunadamente, no era su caso, las otras no la veían
como una amenaza.
Una de las congéneres que entró en la lista de las hechizadas
por la belleza de la nueva empleada era Camila, quien a eso de las dos
de la tarde fue a comprar facturas como siempre y se quedó
conversando un buen rato con ella.
Juan seguía parado allí sin inmutarse, pero ansiaba que el
tiempo pasara rápido para llevarse a Teresita a su casa. La hora llegó
y la dueña indicó a la joven que podía irse; ella se sacó el guardapolvo,
saludó a sus compañeras de trabajo, y se acercó a su paciente amigo.
-Gracias por esperarme -dijo sonriente.
-No es nada -dijo él tomándola del hombro mientras se
encaminaban a la puerta.
Pusieron rumbo a su hogar mientras comentaban cómo había
sido el día de cada uno. Juan decidió subir los vidrios y prender el aire
acondicionado, pues afuera seguramente estaban haciendo unos
treinta y cinco grados de temperatura.
Ella se mostraba emocionada, estaba asombrada por todo lo que
le acontecía, pero sobre todo, por lo que provocaba en la gente. Le
parecía mentira que algunas personas fueran a comprar cosas tan solo
para verla a ella. Como mujer, esto era hermoso. Para una chica,
sentirse deseada y admirada, es lo mejor que le puede pasar, al menos
para su autoestima. Lo único que no era agradable, era el dolor que
tenía en los pies. Fue la primera vez en su vida que pasaba todo el día
parada, y si bien era una persona con muy buena salud, los treinta
años comenzaban a hacerse notar. De todos modos estaba feliz, y
además, pensando en algunas cosas para mejorar las ventas del
comercio, pero por su habitual inseguridad, prefirió consultar primero
con Juan, no fuera que estuviese equivocada, e hiciera un papelón.
Así, hablando de todo un poco llegaron a casa, se reencontraron
con Diana y rápidamente entraron a la cocina. El calor era agobiante.
Más rápido que lo que canta un gallo, Juan se sacó el saco y la
corbata, y se dirigió al dormitorio para buscar una bermuda y una
remera.
Teresita se metió directo a la ducha, se sentía toda transpirada y
esto la incomodaba mucho, más aun por el hecho de que estaba él, y
se moriría de vergüenza si le llegaba a sentir olor a transpiración. La
habían educado para ser la mujer ideal, siempre linda y oliendo a
perfume.
Un problema que tenía ella, y esto pasaba desde el día que
había llegado, era que dejaba las puertas entreabiertas, tanto de su
dormitorio como del baño, cosa que él ya había notado, pero cuando
andaba con la cabeza en otra cosa, como esa tarde, esto se le olvidaba.
Él iba cavilando en cuestiones de negocios respecto de la granja
que pensaba poner en su campo, calculando el precio de venta por
mayor de los huevos de gallina y su relación con el precio del alimento
balanceado, cuando entró al baño mientras ella se estaba enjabonando
el busto debajo de la regadera de la ducha.
Ella no se había dado cuenta, o al menos lo aparentaba, pues
estaba mirando a la pared; él se quedó petrificado al verla, y no supo
qué hacer. Su instinto animal le decía que se metiera con ella en la
bañadera, y su educación de caballero le decía que saliera
inmediatamente. Fueron tres o cuatro segundos hasta que ella lo miró.
Inmediatamente se sonrojó y se tapó el busto y los genitales con las
manos, mientras le decía que no lo había visto. Él por su parte
ensayaba una disculpa mientras emprendía la retirada, tanto o más
colorado que ella. Salió y cerró la puerta.
Se sentía pésimo por lo ocurrido, no sabía con qué cara mirarla
a los ojos. Pero su preocupación seguramente fue en vano, pues ella no
le dio al asunto mayor importancia.
Cuando ella salió del baño, él se duchó, y luego, vestido ya con
la bermuda y una remera, se dirigió a la cocina, en donde Teresita
estaba preparando unos mates.
Juan entró con la mirada baja, como los niños cuando saben
que han hecho algo malo. Ella lo miró y le causó gracia, le pidió que se
acercara bien a su lado, le dio un beso en la mejilla y le dijo: -Juan, ya
no andes así avergonzado, si no has hecho nada malo.
El se sintió un poco mejor con esta actitud de ella, pero aún la
culpa seguía haciendo un poquito de mella sobre su ánimo.
Ella comenzó a contarle sobre lo maravilloso que había sido su
primer día de trabajo. Seguía fascinándose con todos sus
descubrimientos.
De pronto, Teresita recordó algo que quería decirle a Juan, era
acerca de las galletitas de miel con nueces y otras cosas que él
preparaba a veces, y eran exquisitas.
-Juan, tuve una idea para innovar algo en la pastelería -le dijo.
-¿Me permitirías hacer tu receta de las galletitas y ponerlas en
exhibición para ver si se venden?
-Si, por supuesto - respondió él -¿Cómo no vas a poder?
-Pero es que es tu receta, y eso es propiedad intelectual -volvió a
decir la muchacha.
Ya de acuerdo, él le dio una idea: podían preparar una buena
cantidad de esas galletitas allí, antes de la noche, para que al día
siguiente ella las llevara listas para la venta, y si tenían aceptación de
parte del público, podía pasarle la receta a doña Clara para fabricarlas
en grandes cantidades.
Juan se sentía feliz colaborando con ella, además siempre que él
le planteaba un proyecto o al menos alguna idea, ella la aceptaba con
mucho agrado, de esta forma, lo incentivaba para que siguiera
proponiéndole proyectos.
-¿Vamos al súper a comprar harina y los demás ingredientes?
-propuso él-
-Sí, genial, me cambio y salimos. Gracias -respondió Teresita.
Cuando ella habló de cambiarse, se refería a sacarse el short
que tenía y ponerse un pantalón largo, pero él le insistió para que se lo
dejara, pues le quedaba muy bien.
Partieron junto con Diana hacia el supermercado de la esquina,
ella con shorts y él con bermudas. Clásico atuendo veraniego de clase
media. Parecían un matrimonio. Compraron diez kilos de harina
leudante, una bolsa de nueces picadas, un kilo de miel, y algunos otros
elementos. De pronto él propuso pasar por la góndola de los vinos, lo
cual causó extrañeza en ella, pues hacía pocos días que había
comprado por Internet directamente de una bodega una gran cantidad
de vinos de todas clases, los cuales reposaban convenientemente en el
sótano de la casa. Él le aclaró esta cuestión: lo que iba a comprar era
champagne para festejar el éxito en su primer día de trabajo, y además
lo prometedor que se veía el futuro para ella. Teresita se conmovió con
eso, nunca había habido en su vida alguien que se alegrara por sus
triunfos, que festejara sus logros, y ella sentía que Juan lo hacía con
total sinceridad. Se alegraban por las mismas cosas, y por sobre todo,
cuando ella tomaba una decisión, él la apoyaba y confiaba, y eso jamás
le había ocurrido antes.
En silencio, mientras caminaba al lado de su compañero, le
agradecía al destino por haberla llevado a ese bendito lugar. Todo lo
que ocurría allí era bueno, al menos por ahora.
-¡Uy, me olvidé! -dijo él agarrándose la cabeza.
-¿De qué? -preguntó ella curiosa.
-De darte tu regalo -respondió Juan.
Ella quedó emocionada e intrigada al mismo tiempo, le
encantaban los regalos, además, no tenía la menor idea acerca de qué
podía ser. Él, para calmarla, le prometió que en cuanto llegaran a casa
se lo daría.
Ya regresados al domicilio, Juan entró en su cuarto y tomó la
caja con el presente. Había pensado dárselo cuando llegaron, pero con
la escena de la ducha, por poco olvida su nombre.
Al recibirlo, ella no podía disimular su emoción. Rompió el papel
con rapidez e hizo una exclamación al ver el contenido: era un reloj de
pulsera. Él le dijo que estaba seguro de que, de ahora en adelante le
sería muy útil, puesto que el que ella tenía al salir de su casa y que era
bastante valioso, debió venderlo en un país centroamericano para
poder comer y continuar el viaje.
Aunque este era bastante más modesto de lo que ella estaba
acostumbrada, lo que le importaba era el valor sentimental, el bello
gesto que él había tenido al acordarse, y una vez más colaborar con su
amiga para ayudarle a cumplir sus objetivos. El reloj era de acero y de
una buena marca, además él le explicó que en esos días, a menos que
saliera con custodia, era peligroso llevar relojes de oro.
En muestra de agradecimiento, abrazó a Juan del cuello y le dio
un sonoro beso en la mejilla y, obviamente, se lo puso. Además, le
prometió que a partir de ese día, siempre lo iba a usar.
En cuanto terminaron de tomar mate, él propuso que
empezaran a preparar la masa para las galletitas, lo cual hicieron
rápidamente. Prepararon cinco kilos de harina leudante con todos los
agregados de miel, nueces y otros ingredientes necesarios. Cuando el
bollo estuvo listo, lo dividieron en tres partes para dejarlo reposar un
rato y así permitir que la levadura hiciera efecto; mientras tanto,
abrieron una gaseosa bien fría, y salieron a tomarla al patio trasero,
donde ya había mucha sombra pues eran casi las ocho y el sol estaba
empezando a ocultarse.
Allí estaba Diana, aparentemente muy acalorada, que al ver a su
amo con una botella helada en la mano, fue corriendo a buscar su
recipiente de agua, el cual vació, volteándolo con la pata, y se lo llevó a
él con los dientes.
Teresita miraba asombrada, pues nunca había visto a la
mascota hacer esto, entonces él le explicó que desde que era chiquita,
a Diana le gusta tomar bebidas frías en verano, y si no se la daban se
ponía absolutamente cargosa, o sea que era preferible dársela de
entrada para no tener que soportarla.
Los tres juntos se sentaron sobre el césped, Juan y Teresita con
sus vasos, y Diana con su tazón, a tomar Coca Cola helada.
Habría pasado media hora cuando decidieron que seguramente
la masa estaría apta para cortar y hornear.
Volvieron a la cocina, prendieron el horno para que se fuera
calentando, y comenzaron a cortar la masa en trozos no muy grandes,
y luego, con un molde, a recortarlas con formas de estrellas, círculos,
corazones, etcétera.
Ella sacó todas las bandejas de acero que había allí mientras
Juan las iba untando con manteca y poniendo sobre ellas las galletitas.
Media hora más tarde ya estaba lista la primera tanda, y
obviamente se dispusieron a probarlas. Comieron dos cada uno, y
decidieron que estaban perfectas. Continuaron horneando hasta casi
las diez de la noche, al tiempo que las que iban saliendo del horno, las
iban poniendo en el patio para que se enfriaran más rápido. Diana
probó algunas, y también a ella le gustaron.
Necesitaban que se enfriaran pronto para poder decorarlas,
pues ella pensó que si les hacían algún pequeño dibujo encima con
baño de repostería, se verían mucho más atractivas. Prepararon una
cobertura para tortas que había en la alacena, la dividieron en tres
partes, y le agregaron colorantes distintos, de este modo, tenían
variedades de color para hacer una decoración simple, pero vistosa.
Cuando terminaron de decorar, ya muy cansados y acalorados,
solo se prepararon una hamburguesa para cada uno con tomate
lechuga y mayonesa, y se prepararon para ir a dormir.
Ya eran las once; ella se fue a dar una ducha mientras Juan le
daba algo para comer a su mascota, pues aparentemente, la gaseosa
fría le abría el apetito y las dos galletitas no habían sido suficientes.
Juan cerró las puertas, apagó las luces exteriores y puso rumbo
a su dormitorio. Al pasar por el baño, pudo ver la puerta levemente
abierta… y a Teresita duchándose. Se le cruzaron muchas ideas por la
cabeza. Más que ratones, tenía canguros que saltaban enloquecidos y
no lo dejaban pensar con claridad. Aunque quizás no había demasiado
que pensar, las personas mandan señales con sus actos, y sobre todo
con los actos inconscientes.
En tres minutos, ella salió del baño envuelta en un toallón, y al
cruzarse con él en la puerta, le agradeció por todo lo que la había
ayudado, le dio un beso en la mejilla, y se dirigió a su cuarto a dormir.
En cuanto pusieron la cabeza en la almohada, conciliaron el
sueño con increíble rapidez. Cada uno en su cuarto.
Al día siguiente, Juan se despertó a las seis treinta como
siempre, rezó en su cama como lo hacía todos los días, luego fue a
ducharse, y al pasar por el cuarto de su amiga, escuchó tanto silencio
que imaginó que estaría durmiendo, por lo cual decidió despertarla,
pero lo haría de un modo especial.
Fue a la cocina, calentó el agua, preparó el mate, y fue a llamar
a la bella durmiente, con un mate en la mano.
Ya a su lado, le tocó suavemente el brazo, y cuando ella abrió
los ojos, le dio los buenos días, y le ofreció la infusión.
Para ella esto también era nuevo, nunca en su vida le habían
llevado el desayuno a la cama al despertarla. En realidad nunca la
habían despertado con cariño ni delicadeza, a excepción de los días
que pasaba en los viñedos de su abuelo, donde tenían una criada negra
que era muy afectuosa, pero aun así, no llevaba desayunos a la cama,
solo la despertaba con buenos modales.
Ella tomó el mate, él repitió esto dos veces más, lo cual nos da
un total de tres mates.
Rápidamente, terminaron de desayunar, pusieron todas las
galletitas en envases tipo “Tupperware” y partieron hacia sus destinos.
Teresita estaba ansiosa por llegar, se le estaba haciendo adictivo
esto de recibir la atención de la gente.
Juan le ayudó a llevar los panificados hasta el interior del
comercio.
Cuando la señora Clara probó las galletitas caseras, quedó
maravillada, y les aseguró que se venderían rápidamente.
Transcurrió la mañana, y cuando Juan pasó al mediodía para
saludar a Teresita, se encontró con que ya habían vendido todos los
panificados artesanales, y casi toda la producción de la pastelería.
-¡Es increíble! -decía la señora italiana -Desde que llegó esta
chica acá, cambió nuestra suerte.
Y no era para menos, desde el fallecimiento de su esposo, el
negocio había decaído bastante. El difunto pastelero, además de ser
muy bueno en la cocina, era muy simpático y tenía un trato excelente
para con los clientes. Especialmente con las mujeres, puesto que la
mayoría de los compradores son de ese género.
Doña Clara era muy buena persona, pero el buen trato y el
carisma necesario para atraer a los clientes, es algo que se trae de
nacimiento. En caso contrario, nunca se lo tendrá. Lamentablemente,
no era uno de los dones de la buena señora.
Lentamente, la mayoría de los clientes se fueron retirando hacia
otros comercios y pasados unos años, tan solo subsistían algunos.
Sabiendo esto no era extraño que estuvieran tan entusiasmadas
con los logros obtenidos. En realidad, esta había sido idea de la
propietaria cuando decidió tomar una chica joven y simpática para
atender al público, pero nunca imaginó que los cambios serían tan
notables, y tampoco tan rápidos.
Otra vez Juan pidió permiso para llevar a su amiga a almorzar
afuera, lo cual le fue concedido, a condición de que primero le
depositaran el dinero de la recaudación matutina en el banco. Una vez
más habían tenido récord de ventas.
Pasaron por el banco, y luego Juan llevó a Teresita a comer en
una parrilla de la ruta. Recordaba cómo le había gustado el chorizo del
día anterior, y decidió que le haría probar una buena parrillada criolla.
Cuando entraron, ella quedó asombrada con las características
del local. Era lo que se llama un quincho. Techo de juncos sobre
estructura de madera rústica, sillas y mesas de caña, y pisos de ladrillo
con juntas de cemento.
Buscaron una mesa, llamaron al mozo, y Juan pidió una
parrillada completa, la cual incluía chinchulines, tripa gorda, riñones,
y además, solicitó que le agregaran un costillar de cordero, lo cual era
su manjar preferido en materia de carnes a la parrilla.
Obviamente, y aunque estuvieran en horario de trabajo, no era
posible comer todo esto sin vino, por lo cual pidieron un buen tinto de
tres cuartos, y comenzaron.
Ella quedó maravillada con el almuerzo, pues además de la
comida de primera calidad, el trato de la gente que allí trabajaba era
muy cálido. Seguramente por lo llamativa que era la chica, pero
además atraía sobremanera el hecho de que fuese extranjera. Todos se
acercaban a preguntarle qué le parecía este país, la comida, la gente,
etcétera, a lo que ella respondía que estaba maravillada por la comida,
los vinos y las carnes, y cuando se refería a los argentinos, mirándolo a
Juan, decía que aquí están los mejores hombres del mundo.
Ya pasado un buen rato, ambos satisfechos y hasta un poquito
beodos, emprendieron el camino de regreso a la pastelería.
Serían las dos de la tarde cuando llegaron a la puerta del
comercio, y casualmente, allí justo iba Camila a comprar facturas. Al
ver a Juan y a Teresita, se acercó a saludarlos. Estaba vestida muy
sencilla con un short blanco y una remera turquesa. Realmente bella.
Hablaron de temas triviales durante unos minutos y cuando Juan se
despedía, Camila los invitó a los dos a cenar esa noche en su casa.
Ambos aceptaron encantados, pues hacía bastante que no
salían a ningún lado. Acordaron que Teresita llevaría el postre y Juan,
el vino. La dueña de casa prepararía un pollo al horno con papas, que
según prometió, estaría para chuparse los dedos.
Teresita volvió al trabajo, Camila compró sus facturas, y Juan
volvió a su estudio jurídico a preparar una apelación a la Suprema
Corte de Justicia, pues a uno de sus clientes lo habían condenado a
prisión perpetua, y en realidad era inocente.
Transcurrió la tarde con normalidad, tanto para Teresita como
para Juan. A las seis él pasó a buscarla por su lugar de trabajo, y con
todo el calor que era esperable en los primeros días de diciembre,
subieron a la camioneta.
-¡Qué calor! -exclamó ella cuando ya habían arrancado -Estaría
muy bueno tomar un helado.
-Pero ¿no es mejor que lo tomemos en casa? -replicó Juan -así
nos metemos en la pileta mientras lo saboreamos.
Teresita puso cara de fastidio, y él se extrañó mucho, pues
siempre tenía muy buen carácter.
-¡Si quisiera tomarlo en casa lo hubiera dicho! -replicó ella -
¡Además, no puedo meterme en la pileta! ¡Por favor!
Juan estaba asombrado, no creía haber dicho nada malo, solo
hizo una proposición. De pronto su mente se iluminó, sacó la cuenta
de los días que hacía desde que ella había llegado, recordó que había
tenido su período el segundo día de estar en su casa, y llegó a la
acertada conclusión: ella estaba menstruando.
Estacionó la camioneta en el primer lugar que vio, y dijo:
-Perdoname por la indiscreción, pero ¿estás en esos días difíciles?
Ella comenzó a llorar, estaba muy apenada, se sentía afligida
por haberle contestado mal a Juan, las hormonas hacían estragos en
su humor esos tres días. A veces seguía teniendo pérdidas pequeñas
hasta el quinto, pero ya sin dolor y casi sin molestias. En cambio el
primer día, sentía unos espasmos terribles en los ovarios y tenía
reacciones fuertes.
-Perdóname, por favor, no te mereces esa contestación. Sí estoy
con el período, me vino después de que te fuiste -dijo ella.
Juan le tomó la mano, sonrió, y le dio su pañuelo para que se
secara las lágrimas.
-No te preocupes, es normal, a la mayoría de las mujeres les
pega mal de algún modo -respondió él.
Ella también sonrió, y se sintió un poquito mejor al ver que él no
se había enojado. Juan puso en marcha otra vez la camioneta, y partió
hacia el centro, a la mejor heladería que había en la ciudad.
Ella lo miraba fijamente, se había recostado en el asiento, de
lado. Hasta que en un momento no aguantó más, y estirando su mano
hasta el hombro derecho de él, le dijo: -Gracias, eres muy bueno
conmigo, pero quizás yo no lo merezco, soy una tonta.
Él pensó que era mejor no decir nada en ese momento, por lo
tanto solo la miró y sonrió. Mientras, ella seguía con la mano en el
hombro de su amigo, jugando con las yemas de sus dedos sobre la
clavícula de él. Parecía una novia enamorada.
Cuando llegaron, él le abrió la puerta para que descendiera y le
tomó la mano para ayudarla.
Ya dentro del negocio, eligieron ambos el mismo sabor:
chocolate con almendras y frutilla a la crema. En cucuruchos bien
grandes.
Juan sacó la billetera y pagó, mientras ella sostenía los dos
helados. Salieron, y se pararon en la puerta aprovechando que ya
había algo de sombra.
Un minuto mas tarde, pasó por allí una señora con dos niños,
un varón de unos cuatro años y una niña de aproximadamente seis.
Los chicos, al ver la heladería, empezaron a pedirle a su madre que les
comprara helados. Una reacción obvia en cualquier criatura. La
madre, pacientemente le explicó que no tenía dinero, y que no podía
comprárselos ese día, pero los chicos no entienden de esas cosas,
comenzaron a llorar, y fue peor cuando vieron una nena rubia de unos
seis o siete años, muy bien vestida, que salió con un helado enorme de
varios sabores. Como era de esperarse, los chicos le reclamaron a su
madre, diciéndole que si esa nena podía comer un helado, por qué ellos
no. Es muy difícil hacer razonar a un chiquito de esa edad.
Juan le pidió a Teresita que le sostuviera el cucurucho, y se
acercó a los niños con su desesperada madre.
-Buenas tardes señora, por favor, permítame, yo les voy a
comprar el helado que ellos quieren –le dijo.
La mujer primero dijo que le agradecía la intención, pero que no
podía permitir que él se molestara. Juan insistió una y otra vez, hasta
que la afligida señora accedió, un poco presionada por los pequeños,
que al ver la posibilidad de que alguien diera satisfacción a su reclamo,
no les importaba el cómo ni el porqué. Y estaba bien que así fuera,
para eso eran niños.
Teresita lo miraba cuando él alzó primero a la nena para que
eligiera los sabores y el tamaño, luego repitió el ritual con el varón, y
finalmente, ya los demandantes con la boca llena de cremas heladas, el
hombre pagó la cuenta. Obviamente, también le obsequió un helado a
la señora.
La mujer no sabía cómo agradecerle, se notaba por sus
atuendos que era una persona muy humilde, y probablemente fuera la
primera vez que se encontraba en una situación así.
Finalmente, mientras observaban cómo los niños iban felices
con sus cucuruchos, Teresita miraba a Juan con encantamiento,
mientras una lágrima caía de uno de sus ojos.
-¿Por qué llorás? -preguntó el hombre.
-Es que estoy sensible y fue hermoso lo que hiciste por esos
niños, perdóname -respondió ella.
Juan sonrió, y continuó con su helado mientras ella hacía lo
mismo. Así estuvieron hasta terminarlos, y luego, sin prisa, abordaron
la camioneta y regresaron a su hogar. Antes, ella le pidió a su amigo
que pasara por el supermercado para comprar los elementos que
necesitaba para el postre de esa noche.
Ya cerca de las nueve, Teresita apareció en la cocina con un
vestido negro y largo hasta el piso. Era un vestido de noche, y por las
apariencias, de muy buena calidad. Tenía un bordado en hilos de oro
sobre el pecho, y un moderado escote en la espalda. Un cinturón del
color de los bordados y unas sandalias negras de taco alto,
completaban los atuendos. Es que Camila les había pedido que fueran
elegantemente vestidos, así después de la cena irían a dar una vuelta
por el centro, y quizás a bailar.
Juan por su parte, se había puesto una camisa blanca muy
elegante con un pantalón de vestir negro, un delicado cinturón del
color del pantalón y zapatos de igual tono.
Tomaron el postre que estaba en el freezer y partieron hacia la
casa de su amiga. Camila ya estaba impaciente, pensaba que se
habían olvidado, o que les podía haber pasado algo. De pronto sintió
un gran alivio cuando escuchó la puerta de calle. Sus amigos habían
llegado. Entraron, se saludaron y comenzaron a cenar. Todos tenían
hambre y el pollo estaba sencillamente exquisito. Las papas, batatas y
morrones horneados completaban el banquete de esa noche.
Una vez retirados los platos, Teresita trajo su postre. En
realidad era una receta que le había enseñado Juan, y consistía en
varias capas de pionono cortadas en rectángulos cada vez más chicos
para que formen una pirámide. Entre esas capas iba un relleno de
crema chantillí con bananas cortadas en pequeños pedacitos y luego
todo el postre iba recubierto con un baño de chocolate, y encima de él,
en la cumbre de la pirámide, otro poco de crema chantillí con
almendras picadas y algunas frutillas enteras.
Comieron hasta terminarlo, aproximadamente unas tres o
cuatro porciones cada uno. Estaba para "pasarle la lengua al plato"
como decía la madre de Juan.
Las chicas juntaron los platos y se pusieron a conversar en el
comedor, cuando de pronto se dieron cuenta de que Juan estaba en la
cocina lavando la vajilla. Camila quedó asombrada por esto, pero
Teresita le explicó que era algo que a él le gustaba hacer.
-Por eso lo quiero tanto -dijo Camila -es el hombre perfecto.
Mientras terminaba de decir esto, la jovencita se acercó a él, le
rodeó el cuello con sus brazos, y le dio un sonoro beso en la mejilla.
Teresita miraba un tanto desconcertada y otro tanto molesta.
-Me refiero a que lo quiero como un amigo -aclaró Camila.
Terminaron de lavar los platos entre los tres, las chicas se
retocaron el maquillaje, y salieron hacia el centro. Allí lo pasaron muy
bien. Dieron varias vueltas en la camioneta, fueron a un bar muy
concurrido a tomar café, y finalmente, a eso de las doce y treinta,
dejaron a Camila en su casa y fueron a la suya a dormir, y lo hicieron
profundamente. Ambos estaban felices. Había sido un buen día.
Capítulo 4 - Revelaciones

Todos los días él recordaba esa vez en que le dejó dinero para
que hiciera las compras hogareñas de todo el mes. Fue la primera
semana que la chica vivía en su casa, antes de que comenzara a
trabajar. En la noche, al volver a su hogar, notó que Teresita estaba
un poco inquieta. Eso lo intrigó, pues ella siempre se mostraba
calmada y relajada, por lo cual decidió preguntar qué le ocurría.
Ella le pidió que se sentara en el sillón del living, se paró frente
a él, como una niña que debe rendir cuentas a su padre. Se tomaba las
manos por delante, y las estrujaba fuertemente por los nervios.
Finalmente habló.
-Espero que no te enojes por lo que debo contarte -dijo con voz
algo quebrada - pero si decides reprocharme, no te culpo.
-¿Pero qué es eso tan terrible que tenés que contarme? -inquirió
él.
-Bien. Es que tú me diste dinero para realizar las compras de
todo el mes, y aún debería haber sobrado. Pero no sobró. Es más, debí
reducir la cantidad de cosas que iba a comprar.
-¿Y por qué pasó esto?
-Es que parte del dinero lo destiné a otra cosa -respondió ella.
-Contame -dijo él.
-Bien. Camino al supermercado hay una farmacia. Cuando iba
pasando por allí, pude ver a una señora muy ancianita que lloraba
sentada en el marco de la vidriera. Le pregunté qué le ocurría y me
contó que no le había alcanzado el dinero para comprar el
medicamento que necesita su esposo. Ambos tienen más de ochenta
años y me pareció muy cruel que una persona tan grande, que
seguramente trabajó toda su vida, deba pasar por esa situación.
Juan la escuchaba sin decir nada, sentado en el sillón y
mirándola fijamente a los ojos. Teresita estaba realmente incómoda
por la situación. Sabía que no había cumplido con lo que le pidió
Juan, y para ella, eso estaba mal. La formación que le dieron establecía
que debía cumplir al pié de la letra con lo que “su hombre” le pidiera. Y
para ella, en este momento, Juan era su hombre. Le había
desobedecido.
-El resto puedes imaginártelo -continuó ella -le pregunté si tenía
la receta, entramos juntas en la farmacia y le compré el medicamento
para su esposo.
Cuando terminó de decir esto, se quedó muda, como si esperase
un reproche. Es más, estaba segura de que merecía un reproche.
-Yo te prometo que en cuanto cobre mi sueldo te voy a devolver
ese dinero – agregó.
Había bajado la mirada, por eso no podía ver la humedad en los
ojos de Juan, quien se encontraba emocionado como pocas veces. Él se
levantó, se aproximó a Teresita, y la abrazó fuertemente mientras le
acariciaba el cabello y le daba un beso en la cabeza.
-Tenés el corazón más generoso que haya visto en una mujer,
yo hubiera hecho exactamente lo mismo -dijo él con voz muy suave.
Ella lo miró a los ojos, como si no pudiera creer lo que estaba
oyendo, se quedó unos segundos contemplándolo, y se colgó de su
cuello.
-O sea que no estás enfadado -dijo ella.
-Pero ¿Quién podría enojarse por una cosa así?
-Mi esposo o mi padre me hubieran dicho una gran cantidad de
cosas desagradables.
-¿Tu esposo? -preguntó él con cierta preocupación.
-Así es, soy casada -respondió ella mientras bajaba la mirada, y
una vez más sus ojos se ponían húmedos y levemente enrojecidos,
como para comenzar a llorar. Era la misma mirada llorosa que Juan
había tratado de evitar varias veces cuando optaba por cambiar de
conversación, comenzando por la noche en que la conoció, allá en las
afueras de la terminal de colectivos. Pero decidió que esta vez no
evitaría ciertos temas. Si bien su corazón se estremecía al ver que
Teresita estaba sufriendo, tampoco podía seguir con la incertidumbre
de no saber absolutamente nada de su pasado. Más aun, él deseaba
ayudarla, pero nadie puede ayudar si no conoce cuál es el problema.
Hasta por el bien de ella debía saber algo más.
-Supongo que es tiempo de que me cuentes algo -dijo él con voz
firme, mientras continuaba acariciándole el cabello.
-Está bien, creo que debo hacer esto de una vez; de todos
modos, ya me has demostrado que puedo confiar en ti.
Juan la tomó de la mano, invitándola a que se sentara al lado de
él en el amplio sofá de cuero negro.
Ella comenzó a juguetear nerviosamente con los volados de su
blusa blanca de lino mientras tomaba fuertemente la mano de Juan.
-Espero que no me juzgues por lo que voy a contarte. Soy
casada y escapé de mi esposo, de mis padres, y de toda mi familia.
-No entiendo muy bien por qué una mujer tiene que escapar de
su propia familia -dijo él -¿Podrías explicarme por favor?
Ella hacía un esfuerzo sobrehumano por no estallar en llanto,
tomaba las manos de Juan, las apretaba fuertemente, y lo miraba a los
ojos. Ver esos ojos bondadosos, le daba fuerzas para continuar. Era la
primera persona en su vida que la escuchaba sin juzgarla, que no le
reprochaba nada.
-Mi familia es muy influyente, tienen una gran fortuna,
vinculaciones políticas, y tú sabes que eso redunda en un poder que a
veces hasta les permite manipular a la policía y en general a casi todos
los funcionarios públicos. Ya no podía estar con mi marido, pero
cuando se lo planteé a mi madre, y ella a mi padre, me advirtieron que
no debía dejar a mi esposo. Que no lo permitirían.
-¿No te trataban bien? -Preguntó Juan cada vez más intrigado.
-Es muy difícil de sintetizar. Si me preguntas si me golpeaban o
si me aplicaban castigos corporales, debo decirte que no. Pero hay
tormentos que dejan en el alma heridas mucho más profundas y
dolorosas que las lesiones corporales.
-¿Maltrato psicológico? -dijo él.
-Supongo que sí, quizás algo de eso. Perdón si no puedo
precisarte debidamente las cosas, pero es que cuando te acostumbras
a algo desde muy pequeño, pasa a parecerte natural -respondió
Teresita.
Juan volvió a abrazarla fuertemente, estaba conmovido, podía
sentir la angustia de esa mujer indefensa, sensible, vulnerable y a la
vez, tan fuerte. Había juntado las fuerzas necesarias para escapar del
infierno, cosa que, lamentablemente, muchas no alcanzan a hacer.
Algunas enloquecen y comienzan a refugiarse en el alcohol y los
ansiolíticos, otras simplemente llegan a creer que son unas tontas que
“hacen todo mal” por lo cual “se merecen” ese tormento, y así deciden
acostumbrarse y soportarlo estoicamente hasta el fin de sus días, y
lamentablemente, hay otras que tienen destinos aún peores. Las
vemos en los noticieros.
Con estos pocos datos, ya era posible comprender lo que había
vivido ella, y los motivos que la impulsaron a tomar esa decisión.
-¿Por qué dijiste que esperás que no te juzgue? -preguntó él.
-Es que en mi entorno, lo que hice es imperdonable. Mi esposo y
mi padre deben estar furiosos, y seguramente avergonzados. Solo me
extraña un poco que tú lo tomes con tanta naturalidad. Y si piensas
que soy una mala mujer, pues, lo merezco -respondió la chica.
Por momentos parecía que había perdido la cordura. Le
extrañaba que no la juzgaran ¡Creía que ella era la que estaba haciendo
algo malo! Durante treinta años le habían inculcado que era”
solamente una mujer”. Que los que toman las decisiones son los
hombres, y que debía sentirse afortunada de tener a uno que la
cuidara. Que ésa era su función en la vida: Buscar a un hombre que la
protegiera, la mantuviera y le diera un apellido.
“Las mujeres debemos tolerar ciertas cosas, los hombres son
hombres” le había dicho su madre desde que tenía uso de razón.
Era un bello día cuando sus padres le “presentaron” a ese joven
con tan buena presencia en el aniversario de aquel selecto club de golf.
Era licenciado en economía, hijo de un poderoso empresario, y con los
contactos políticos necesarios como para ser ministro de finanzas. En
realidad, más que una presentación, sus padres ya habían decidido
que debía casarse con él.
Su aspecto era impecable, sospechosamente impecable. Eso
pensó Teresita cuando lo vio.
Así las cosas, aceptó salir a caminar con él. El joven estaba
deslumbrado con su belleza. No dejaba de mirarla a los ojos.
Después, vinieron otras salidas. En realidad ella no tenía
ningún interés, pero su padre se lo sugirió. Esas sugerencias que
suenan imperativas. Ella no podía desobedecerlo. Un poco por respeto,
pero más que nada por miedo.
-¿Realmente pensás que sos vos la que hiciste algo malo?
-preguntó Juan con asombro.
-¡Es que lo hice! -replicó ella llorando -¡Una mujer no debe
abandonar a su familia, y mucho menos a su esposo! Por favor no
pienses mal de mí…es que ya no podía soportarlo.
Juan estaba azorado. No podía comprender que ella sintiera
culpa por haber escapado de sus maltratadores. Aunque ya había visto
casos parecidos en tribunales, es diferente cuando se los tiene en
persona. Quizás el síndrome de Estocolmo.
-¡Ya no podía soportar esas humillaciones! -continuó diciendo
ella -Eran demasiadas, y fue demasiado el tiempo.
Teresita aún lloraba por momentos, por otros sonreía cuando
Juan le apretaba con cariño las manos. No estaba arrepentida de la
decisión tomada, pero sentía mucha culpa. Seguramente le llevaría
meses o años de terapia psicológica para poder superarlo, pero ya
había dado el primer paso. Gigantesco paso. También había dado el
segundo que era contarlo.
Él miraba a esa mujer tan dulce y bella, y no podía comprender
cómo alguien podía ser capaz de hacerle daño. Siquiera con palabras.
El panorama comenzaba a aclararse para él. Podía entender por
qué había aceptado ir a cenar a su casa y por qué se atrevió a llegar
tan lejos. Nada tenía que perder.
-¿Te sentís un poco mejor al habérmelo contado? -preguntó él.
-Creo que sí, aunque estoy muy confundida. Si no te molesta, te
pido que por hoy ya no me preguntes más. Todo esto es demasiado
fuerte, y si bien estoy notando que el contarlo me da un poco de alivio,
también es muy fuerte la angustia del recuerdo -concluyó ella.
Sus ojos estaban enrojecidos de tanto llorar. Juan le había dado
su pañuelo para que se secara las lágrimas, el cual ya estaba
empapado. Teresita había llorado un río, pero en el fondo, se sentía
mejor. Comenzaba a sentir que el viaje que había comenzado ya no
tendría retorno. Afortunadamente, en ese mar de dudas en el que
navegaba desde hacía años, había encontrado un ancla a la cual
sujetarse. Por fin tenía algo sólido, firme, bueno.
Ese ancla de la cual se estaba sujetando, se llamaba Juan. Era
bastante obvio, ella estaba programada en su psiquis para buscar
apoyo en los hombres.
Podía darse cuenta de que le faltaba una buena parte del
camino para llegar a tener una vida feliz y normal, y que el tramo
restante quizás no sería tan fácil, pero sentía que tendría las fuerzas
necesarias para transitarlo.
Por momentos sentía estar descubriendo una nueva realidad,
un mundo diferente. Un hombre culto y de buen vivir que no montaba
en cólera si su perro le ensuciaba la ropa, una casa apacible donde
poder estar sin que nadie le dijera cómo tenía que vivir su vida. Poder
caminar por la calle sin que nadie la vigilara para ir a trabajar igual
que cualquier persona normal. Tener una amiga a la cual hacerle
preguntas y confiarle secretos era otra de las cosas que estaba
descubriendo.
Como todo gran descubrimiento, por momentos dudaba,
pensaba si esto sería real, y duradero.
Necesitaba que Juan la apoyara, y él lo hacía. Sabía que la
respaldaría en cualquier cosa que deseara emprender.
Capítulo 5 – La fiesta

Juan había sido invitado a la fiesta anual del Colegio de


Abogados de su jurisdicción, lo cual abarcaba una zona muy amplia.
Varias ciudades, muchos abogados, varios jueces, como así también
una considerable cantidad de otros funcionarios judiciales.
Era un acontecimiento importante. Se realizaba en el salón de
fiestas más elegante de la ciudad, y todos asistían muy bien vestidos.
Las esposas de los invitados esperaban, incluso con ansiedad el
acontecimiento. Era la oportunidad perfecta para lucir nuevos vestidos,
peinados elegantes que seguramente llevaron horas de preparación, e
inclusive, joyas nuevas, caras, y sofisticadas.
En los últimos años, Juan había asistido solo, pues al no tener
esposa, ni pareja estable, no tenía demasiadas opciones. Pero este año
era diferente. Estaba Teresita, y por lo poco que conocía de ella, tuvo la
seguridad de que era la mujer indicada para acompañarlo. Ella era
digna de ser tratada como una princesa, y eso sería lo que iba a ocurrir
aquella noche.
Parte de la magia de esta mujer, consistía en que en un
momento podía estar con las manos llenas de tierra plantando flores en
el jardín, y una hora más tarde, enfundada en un elegante vestido,
luciendo como una princesa.
Llevaba el refinamiento en la sangre, los buenos modales eran
para ella una cuestión sumamente natural. Y es que, obviamente, y
aunque Juan no lo supiera en su totalidad, Teresita pertenecía a una
de las esferas más selectas de la sociedad internacional.
Había asistido desde niña a fiestas en donde podía codearse con
embajadores, presidentes, ministros, y hasta con algunos de los
empresarios más ricos del planeta.
Lo inusual, era que a pesar de pertenecer a ese nivel, nunca
perdió la simplicidad, la bondad, ni esa ternura que la hacía única y,
por momentos irresistible.
Esa ternura era, seguramente, lo que estaba calando hondo en
el corazón de Juan. Día tras día no dejaba de sorprenderlo con sus
actitudes.
Esa noche, cuando ella salió de su cuarto, ya lista para partir,
consiguió sorprenderlo. Estaba realmente hermosa. Tenía un vestido
de seda brillante, de color verde oscuro. La espalda descubierta por
completo, y totalmente cerrado por delante. Obviamente, con estos
vestidos, no puede usarse un “soutién”, lo cual sumado a la delgadez
de la tela, dejaba adivinar la forma exacta de sus senos.
Un collar de esferas doradas adornaba su cuello, como una
pulsera del mismo diseño lo hacía en su muñeca. También del color
áureo eran los zapatos y la pequeña cartera que completaban los
accesorios de aquella noche.
A pesar de su deslumbramiento, él recuperó la compostura, y
volvió a portarse como un caballero.
-¿Te gusta? –fue la pregunta de ella.
-Hasta el cielo lloraría de envidia si te viera -la respuesta de él.
Teresita se sonrojó, como no ocurría desde hacía más de diez
años. De pronto, se volvió a sentir mujer. Se sintió deseada. Se sintió
bien. Estaba recuperando un caudal de sensaciones que ya creía
perdidas.
-¡Gracias! -exclamó ella muy feliz -Sabes todo lo que debe decir
un caballero.
De pronto se quedó casi inmóvil, con la mirada perdida sobre
Juan. Estaba relajada, como pensativa. Se mantuvo así varios
segundos.
-¿Te ocurre algo? –preguntó él.
Ella reaccionó como quien despierta de un estado de
ensoñación.
-Es que me estaba preguntando qué habría sido de mí si no te
hubiera encontrado.
Juan la miró con una sonrisa distendida, le extendió su mano, y
muy suavemente le dijo: -Vamos, se hace tarde.
Él estaba impecable, tenía un traje oscuro azul noche, corbata
al tono, y camisa de seda color lila pálido. Llamaban la atención los
gemelos de oro en sus puños, que hacían juego con su reloj Patek
Philippe de oro. Era una valiosa antigüedad que había pertenecido a su
abuelo. Los zapatos eran de un fino cuero color negro a tono con el
cinturón.
Salieron al patio, con cuidado de que Diana no fuera a saltarles
encima, subieron a la camioneta, y partieron sin prisa hacia el salón de
fiestas.
El viaje duró solo unos minutos, pero tuvo sensaciones
intensas. Juan, por su parte, volvió a sentirse acompañado. Desde su
(en extremo traumática) separación conyugal, se sentía muy solo.
Estaba muy solo. Sin embargo esta noche, tenía la seguridad de estar
en buena compañía. Solo cruzaron un par de miradas.
Al llegar, Juan estacionó la camioneta cerca de la entrada, bajó,
cerró la puerta de su lado, se dirigió a la de Teresita y después de
abrirla le dio su mano para ayudarla a descender, lo cual ella agradeció
con una enorme sonrisa.
Se dirigieron al interior, donde ya había varias personas.
Al verlos entrar, todos se dieron vuelta, es que Teresita estaba
simplemente radiante. Los ojos le brillaban, destellaban felicidad.
Alguien dijo una vez que no hay mujer más bella que una mujer feliz.
En este caso, la teoría devino enteramente aplicable.
Juan comenzó a notar miradas que nunca se habían depositado
en él, y ahora sí lo hacían. Evidentemente eran por su acompañante.
Él sostenía que cuando hay mujeres que voltean a ver a tu pareja,
tienes la garantía de que ella es deslumbrante.
Había sujetos a quienes uno desea no encontrar en ningún lado,
menos en una fiesta y con algo de alcohol en la sangre.
Había un Juez al que Juan había recusado en un proceso. Esto
desagrada a cualquier magistrado, y en especial a los soberbios.
Fue justamente él quien se acercó a saludar a la pareja. El Juez
Melequian.
-¡Buenas noches Doctor Rodríguez! -exclamó el magistrado -Pero
qué bien acompañado está. ¿Es su esposa? -inquirió el magistrado
mientras sus ojos no estaban precisamente en la cara de la joven.
-No, es una buena amiga.
El Juez la miraba casi con lascivia; Teresita, aunque se daba
cuenta de todo, tenía la altura suficiente como para manejar la
situación, y Juan, repentinamente, sintió un ligero ataque de celos.
-Mi nombre es Teresa, señor Juez, y es un placer conocerlo, a
propósito ¿Dónde se encuentra su esposa? Me han hablado maravillas
de ella, estoy segura de que nos la va a presentar ¿Verdad?
Juan sintió un gran alivio al ver la impecable reacción de su
compañera, aunque en su interior estaba muy molesto, no ya por lo
inoportuno del anfitrión, sino por lo que estaba sintiendo.
-¡Con su permiso, allá está su esposa Doctor, iremos a
saludarla! -dijo Juan al magistrado mientras tomaba a Teresita del
brazo y la llevaba hacia otro lugar.
-¡Juan! ¿Estás celoso? –exclamó ella con énfasis.
-¿Yo celoso? ¿Pero cómo se te ocurre? ¿Por qué habría de
estarlo?
Ella sonrió levemente pues le causaba gracia que un hombre tan
maduro y formal adoptara esa actitud infantil de querer negar lo obvio.
-Pues en todo el tiempo que llevo de conocerte, es la primera vez
que te pones gruñón. Debo confesar que en un momento temí que
comenzaras una discusión con él. Deberías haberte visto la cara,
estabas desencajado -afirmó Teresita.
-Es que a estos ancianos babosos deberían prohibirles la
entrada en las ocasiones sociales -volvió a decir él.
Ella lo tomó fuerte del brazo, como si temiera que se escapara,
lo miró fijamente con una amplia sonrisa, y con tono muy suave le dijo:
-Te agradezco enormemente que te preocupes por mí y por mi honor,
pero como has visto, puedo improvisar salidas elegantes para liberarme
de esas personas. Algo que aún no te había contado es que mi familia
pertenece al cuerpo diplomático de mi país. Mi padre fue embajador en
diferentes lugares del mundo, y desde que era niña he asistido a fiestas
como esta. Estas cosas siempre pasan. Señores que tienen un poco de
poder, beben una copa de más y pasan a creer que pueden tomar todo
lo que quieran. ¡Relájate y disfruta de la fiesta! Por favor -pidió ella.
Mientras decía estas palabras, se paró frente a Juan, y con su
pequeña y suave mano le acarició la mejilla, con la misma dulzura con
que se acaricia a un bebé. Luego le tomó las dos manos juntas, se las
acercó a sus labios y las besó.
-¿Prometes que vas a relajarte? -dijo ella.
Teresita había dado justo en el clavo. Algo que Juan no podía
resistir era un pedido hecho dulcemente por una mujer.
-Sería imposible negarme -fue la respuesta de él.
Estaba conmovido por la actitud de su compañera. Era lo
opuesto de su ex mujer, quien en ocasiones como esta, acostumbraba
más bien a “echar leña al fuego", como decía su abuela. Teresita era la
paz hecha mujer. Ella era capaz de contenerlo. Era la primera mujer en
su vida capaz de hacerlo.
La fiesta continuaba, ellos se relajaron, siguió llegando mucha
más gente, y la reunión se puso realmente buena. Daba gusto estar
allí.
No solo había bebidas sino también un exquisito buffet. Se veía
una mesa con masas finas, y Teresita sabía que a su compañero le
resultaban irresistibles. Hacia allí lo llevó.
-No vas a negarte a probar estas delicias ¿Verdad? -preguntó
Teresita.
Él estaba aún algo molesto por lo del Juez y le dijo que por el
momento no deseaba comer nada. Ella, con su dulzura habitual, volvió
a conseguir lo que un grupo de soldados armados no podría: cambiar
la actitud de Juan. –Prueba solo una ¿Quieres? Y si no te gustan,
prometo no volver a insistir. Huelga decir que las palabras estaban
acompañadas por una amplia sonrisa y una tierna mirada.
Combinación irresistible. Así, tomó la más llamativa, y acercándola a
los labios de él, logró que la comiera.
Juan se calmó, comenzó a disfrutar de la reunión, y hasta tuvo
ánimo de ponerse a conversar con otros invitados.
Por un lado, estaba orgulloso de presentar a tan bella y atractiva
mujer, aunque por otra parte, sentía un ligero acceso de celos.
Todas las personas elogiaban los ojos y la belleza de Teresita.
Estaban intrigados ante la presencia de una mujer tan llamativa.
Pensaban de dónde habría salido y qué relación tendría con Juan.
Teresita se sentía en el mejor de los mundos. Estaba
plenamente feliz, aunque por momentos, no podía evitar sentir culpa.
Su madre le había instalado ese sentimiento prácticamente desde que
nació. De tal modo que fue creciendo con ella.
Ahora sentía culpa de sentirse feliz. Recordaba que había hecho
todo lo que le habían enseñado que no se debía hacer. Abandonó a su
esposo, desobedeció a su padre, en fin, no soportaba pensar en la cara
que pondría su madre si ahora estuviera frente a ella.
Sentía culpa por ser feliz. Por primera vez en su vida, era feliz.
En los valores que profesaba su familia, la felicidad estaba en último
lugar, casi en desuso. Antes estaban las apariencias, el qué dirán, la
discreción. Los hombres debían dar la imagen de perfección, las damas
solo debían ser eso, damas. Abnegadas, en todo caso. O amantes
esposas, las que perdonan todo.
Ella se debatía entre todos estos confusos sentimientos. Pero les
daba batalla cada vez que aparecían, no seguiría sentándose a llorar su
mala suerte.
Desde que llegaron, sonaba música de diferentes ritmos, pero en
un momento, ya avanzada la velada, el disc-jockey comenzó a poner
ritmos más lentos, hasta que en un momento, comenzaron a sonar:
Billy Joel (Honestidad); Barry Manilow (Lo hice a través de la lluvia) y
otros por el estilo. El colmo de la melomanía ocurrió cuando se escuchó
el tema “Estamos todos solos” cantado por Anne Murray. Los temas
lentos “ochentosos” eran la debilidad de Juan, pero este último tenía
sobre él un efecto especial.
-¿Vamos a bailar? -invitó él.
-Esperé esto desde que llegamos -fue la respuesta.
Fueron al centro del lugar, en donde había algunas parejas
bailando, e hicieron lo propio.
Ella lo tomó del cuello con mucha delicadeza, en tanto que las
manos de Juan se depositaron en su espalda, esa espalda desnuda por
completo. Ella apoyó su cabeza sobre el hombro de su galán, y por
momentos, cerraba los ojos. Temía que fuera un sueño, temía
despertar de esa noche perfecta que el caprichoso destino le había
dibujado. Ese destino que tantas pruebas le había puesto en años
anteriores. Empezó a vislumbrar la posibilidad de que todo lo malo
que le había pasado no hubiese sido en vano. Que el sufrimiento
hubiera tenido algún sentido. Ella tenía la teoría, de que en el universo
todo se compensa, entonces, si uno ha sufrido mucho, por lógica,
cuando el sufrimiento terminara, podría ser mucho más feliz que
alguien que no hubiera sufrido nada. Que si uno no ha pasado frío no
puede valorar la calidez del sol de verano, si alguien nunca tuvo sed,
tampoco valoraría demasiado un vaso de agua. De pronto retornó al
presente y decidió disfrutarlo, dejando de lado todas esas conjeturas.
Juan se estaba poniendo cariñoso. Inicialmente había puesto su
mano izquierda sobre la cintura de ella, mientras que con la derecha la
sujetaba a la altura de los omóplatos. En un momento, su mano
derecha comenzó a bajar y subir muy lentamente, de un modo casi
imperceptible, pero ella sí lo percibía. La mano izquierda de nuestro
galán accidentalmente descendió unos pocos centímetros debajo de la
cintura, que fueron suficientes para llegar a tocar su diminuta ropa
interior.
Ella no dijo nada, no le molestaba. En realidad le dio esperanzas
de que ocurriera lo que esperaba desde hace tiempo.
Él comenzó a ceñirla más fuerte contra su cuerpo. Ella solo se
colgó de su cuello, dejando que él hiciera lo que deseara.
Ambos habían llegado a una instancia en que ya no recordaban
muy bien dónde estaban, qué hora era, o si había gente alrededor.
Podrían haberse ido todos los invitados y no lo hubieran notado.
Como era de esperarse, cuando terminó el tema que estaban
bailando, él le propuso retirarse de la fiesta.
Ella lo miró con los ojos encharcados, y en un tono casi
imperceptible, le dijo que sí, al tiempo que esbozaba una enorme
sonrisa.
Salieron sin despedirse de nadie, y raudamente, llegaron hasta
la camioneta.
Él le abrió la puerta, gesto al que ella se estaba acostumbrando,
y le ayudó a subir. Ella se sintió princesa, sintió que el sueño de
Cenicienta salía a la perfección. Pensaba que ojalá no se convirtiera en
calabaza. Después de tantas expectativas, tantos preparativos. Le
había llevado varios días escoger ese vestido, no fue nada fácil. Ella no
acostumbraba usar algo tan llamativo, pero no podía arriesgarse a usar
algo insípido y que “su Juan” no la hallara atractiva.
En otras circunstancias, no se hubiera puesto ese vestido sin
“brassier”, pero ahora que encontró un motivo para seguir viviendo,
pensaba defender sus sueños con uñas y dientes. Escalaría una
montaña si fuese necesario. Y haría todo lo que fuera para que nada ni
nadie le arrebatara esta vida nueva que Dios o el destino, le estaban
regalando.
Mientras concluía con estos pensamientos, Juan ponía rumbo a
su casa. Se miraban, se sonreían, parecían adolescentes. Ella cruzó su
pierna derecha sobre la izquierda, de tal modo que el tajo del vestido
verde dejó ver claramente sus muslos. Ella misma se desconocía,
recordaba que nunca había provocado así a un hombre. Recordaba
también que nunca antes había sentido deseos de provocar a un
hombre, al menos los que se movían en su entorno, o los encuentros
“casuales” que arreglaba su madre.
La noche estaba espléndida, las estrellas gritaban con ese
silencio que aturde, mientras la luna, con lenguaje de señas, cantaba
la más dulce melodía de amor. Un amor que seguramente ambos se
merecían, y que muy probablemente alcanzarían. Pero nadie dijo que
sería fácil, o pronto.
Entre todos estos pensamientos, llegaron a destino. Él entró la
camioneta hasta el fondo, mientras Diana salía a recibirlos.
Nuevamente, él le ayudó a descender tomándola de la mano. Así
caminaron hasta el interior de la casa. Ya en el living, él le preguntó si
quería beber algo, a lo que ella respondió muy dulcemente que no.
Estaban parados frente a frente, ella comenzó a acercarse,
suavemente, muy suavemente, mientras no dejaba de sonreír y
tampoco de mirarlo a los ojos.
Se acercó hasta que pudo abrazarlo. Él estaba tieso, le costaba
reaccionar. Ella puso su cara tan cerca de la de Juan, que podían
percibir sus alientos. De pronto él la tomó de la cintura, muy fuerte,
tan fuerte, que ella emitió un gemido. Juan se estaba convirtiendo en
un animal apasionado, ella en una gacela que deseaba ser cazada.
Pasaron por su cabeza muchas ideas obscenas que nunca antes se
hubiera atrevido siquiera a pensar.
Solo deseaba que él la poseyera, como él quisiera, por el tiempo
que quisiera hacerlo.
La besó en los labios con la intensidad de un volcán, a lo que
ella respondió de igual modo, y así estuvieron por un rato. Cuando ya
no pudo esperar más, él la alzó en sus brazos, y la llevó a su
dormitorio, la recostó con delicadeza sobre la cama de dos plazas, y se
quedó mirándola a los ojos.
-Me gustás mucho, sos hermosa -susurró él.
Ella sentía la imperiosa necesidad de decirle que lo amaba, pero
no tuvo el valor.
Juan se inclinó sobre su dama y continuó besándola mientras
ella solo atinaba a cerrar los ojos y disfrutar. De pronto la tomó de la
mano, y la hizo ponerse de pié, luego tomó su vestido, lo desprendió, y
dejó que cayera suavemente sobre la alfombra color bordó. Hizo lo
mismo con la diminuta tanguita del color del vestido, y se paró a
contemplar ese cuerpo. Ella era sencillamente perfecta. Su cuerpo era
una obra de arte que seguramente todas las mujeres del mundo
envidiarían, y que todos los hombres del universo amarían. La misma
Venus de Milo no poseía tal perfección.
Ella comenzó a desvestirlo. Curiosamente no se sentía desnuda,
ni cohibida. Una por una fue sacando las prendas que engalanaban la
figura de Juan esa noche. Cuando solo quedó el bóxer, decidió
arrodillarse. No podía escapar a su instinto de geisha, había sido
formada para complacer a los hombres.
En ocasiones anteriores le había tocado complacer a hombres
que no deseaba. ¿Por qué no hacerlo con este que sí había elegido y al
que sí amaba? Necesitaba hacerlo.
Así se mantuvo durante unos momentos, hasta que él la tomó
de los hombros, y luego de hacer que se pusiera de pié, la recostó
suavemente sobre el lecho.
Ella lo miraba dulcemente como si contemplara a una deidad, él
la observaba con no menos encantamiento, al tiempo que comenzaba a
recostarse mansamente sobre ese cuerpo blanco, suave y perfecto.
Quedaron frente a frente una vez más, pero ahora en horizontal.
Ella disfrutaba esa sensación de palpar un cuerpo masculino con toda
su piel, mientras él comenzaba a besarla suavemente en los labios, en
la frente, las mejillas, para luego continuar por el cuello. Sentía el
perfume de su piel.
Continuó en su carrera descendente, hasta que se detuvo en
esas dos montañas a las cuales besó afanosamente en cada centímetro.
Cuando llegó a las cimas de ambas, ella creyó enloquecer.
Luego se propuso ir más abajo, recorrió cada lugar de esa
geografía, besó cada centímetro y cada rincón sin olvidar ninguno.
Así llego a ese lugar sagrado, tibio manantial, el origen de la
vida. Pero en este caso, para Juan solo significaba el medio para
brindarle intenso placer a la mujer de la cual estaba enamorado. Sí, él
estaba enamorado, sería imposible que no.
Se abocó a la tarea, ella comenzó a casi enloquecer, no
recordaba la última vez que le hubieran dedicado tanto empeño, solo
para hacerla feliz. Comenzó a delirar, perdió la noción del tiempo y el
espacio, y de pronto ocurrió. Creyó ver pequeñas chispas de colores en
el aire. Gritó sin notar que lo estaba haciendo, su cuerpo convulsionó
varias veces hasta que por fin llegó la calma.
Silencio, nada más, Juan seguía besando muy suavemente su
piel hasta que ella lo tomó suavemente de la cabeza y le pidió que
subiera hasta quedar cara a cara, ya no pudo callarlo: -Fue hermoso
-le dijo a Juan - te juro por mi vida que nunca en mis treinta años,
había sentido nada igual.
-Aún falta lo mejor -dijo él, no sin cierta soberbia.
Ella lo besó por un largo tiempo, deseaba agradecerle todo lo
que él hacía, pero le habían enseñado que en la cama no se dice la
palabra gracias. Lo miraba fijo a los ojos, le acariciaba el cabello, y solo
podía repetir: -Te amo.
Él la miraba con el mismo sentimiento, sin poder decirlo.
Decidió que lo mejor sería continuar con lo iniciado.
Volvió a besar el cuello de Teresita, y de pronto le pidió que se
diera vuelta, que quería besar su espalda, y así lo hizo. Comenzó por la
nuca para luego descender lentamente. Él sabía que eso le agrada a la
mayoría de las mujeres, y decidió obsequiarle a ella todo lo mejor que
sabía hacer. Comenzó a besar siguiendo la línea de la columna
vertebral, a uno y otro lado, desde arriba hasta la cintura.
Ella seguía sorprendiéndose de los descubrimientos que estaba
realizando. Nunca se le había cruzado por la mente que podía ser tan
placentera la sensación de ser besada en la espalda. Esto
decididamente encendió su fuego una vez más, así que se dio vuelta, lo
miró a los ojos, y le dijo: -Juan, hazme tuya, por favor.
Él no podía resistir los dulces pedidos de su doncella, y pronto
le dio gusto. Ambos vivieron esto como un ensueño, nada parecía
demasiado real, solo se miraron a los ojos casi todo el tiempo, hasta
que los músculos de Juan se pusieron muy rígidos, comenzó a
apretarla muy fuerte y su respiración se agitó aún más. Ella imaginó lo
que venía. Cuando él comenzó a gemir, la dama presintió que estallaría
una vez más, y cuando sintió ese caudaloso río desbordando en lo más
profundo de su ser, la explosión fue inevitable.
Como fuegos artificiales cuidadosamente sincronizados, ambos
llegaron a la cima al mismo tiempo. Y luego…luego quedaron en
silencio.
-Quédate así por favor, sobre mí, te lo ruego -dijo ella en un
susurro, como si contara un secreto al oído.
Por un rato permanecieron casi inmóviles. Juan levantó su
cabeza para mirarla a los ojos y besarla suavemente en los labios.
-Estás más hermosa que nunca -afirmó él.
Ella respondió con un beso, y cuando él volvió a poner la cabeza
sobre su hombro izquierdo, se quedó por largo rato acariciándolo. Le
tocaba el cabello, se lo besaba, le acariciaba la espalda. No entendía
muy bien lo que estaba pasando, o quizás lo entendía pero le costaba
creerlo. Le gustaba sentir el peso de ese cuerpo sobre el suyo, sentía
que así la estaba protegiendo de todo lo malo que pudiese ocurrirle. Se
sentía a salvo.
La confusión que tenía era demasiado grande. Por un lado,
sabía que se había enamorado como una adolescente, por otro lado,
había encontrado al hombre que siempre quiso hallar. Pero volvían de
pronto los recuerdos, los remordimientos. ¿Estaría bien lo que estaba
haciendo? ¿Merecía toda esta felicidad después de haber abandonado
un esposo y haber traicionado todos los principios que le inculcaron
desde niña?
Una y otra vez estas dudas la asaltaban y confundían. Pero por
suerte estaba él, el héroe, el valiente caballero que la protegía.
-Mi amor -dijo ella muy dulcemente.
-Te escucho -dijo él mientras cambiaba de posición y se
acostaba boca arriba.
Ella se puso de costado, pegada a su brazo derecho, mientras le
acariciaba el pecho mirándolo a los ojos.
-¿Estas de humor para escuchar a una mujer tonta e insegura?
-Puede que seas insegura, pero no tonta, sos la mujer más
maravillosa que conozco -corrigió Juan.
-Es que he decidido contarte más de mi historia, pues si bien no
sé cómo continuará lo nuestro, pues… no sé cómo decirlo… pues…
bueno, tú ya sabes que…
-¿Qué? -preguntó él intrigado.
-Pues tú sabes, que estoy… enamorada… de ti.
Juan no pudo reaccionar, era todo muy fuerte, muy reciente,
muy… Le daba miedo la confesión de Teresita. Si bien ya lo había
notado, y solo un ciego podía no darse cuenta, era más de lo que él
podía asimilar por el momento. Tenía miedo, temía empezar algo que
no pudiese continuar. Se sentía responsable por todo lo que le pasara a
Teresita. Y si la ilusionaba con algo que luego se desmoronase, como
hombre no se lo perdonaría. No soportaba ver sufrir a una mujer.
Pensó que debería estar seguro antes de dar algún paso.
-¡Juan! ¿Me estás escuchando?
El respondió que sí con la cabeza.
-Pues te decía que te amo, y siempre pensé que cuando se ama
a alguien, no debe mentírsele ni siquiera en lo más mínimo. Por ello
creo que debo contarte el resto de mi historia, o al menos, todo lo que
pueda por hoy. ¿Estás de acuerdo?
-Siempre voy a estar para escucharte -sostuvo él.
-Creo que lo último que te conté fue acerca de mi esposo, pero
no las cosas que debía soportar de él.
Ella se acurrucó contra el cuerpo de Juan, como para sentirse
más segura, y comenzó: -Los últimos años fueron los peores, ya casi
nunca dormía en casa, pues tenía otras mujeres. Yo lo sabía. En
realidad todo el mundo lo sabía, pero para la mayoría era algo que
debía aceptarse, o por lo menos, no dársele importancia. Te conté que
mi madre me había enseñado que los hombres son hombres y pueden
permitirse ciertas licencias, pero si una mujer lo hace, se convierte en
poco menos que una prostituta.
-Me imagino lo herida que estarías. Era humillante que te
pasara eso, y que encima te obligaran a desempeñar el papel de la
esposa feliz. No entiendo cómo aguantaste tanto tiempo.
-¿Qué opción tenía? -dijo ella.
-Irte, como bien hiciste después -afirmó Juan.
-Lo intenté muchas veces, fui incluso en algunas ocasiones a la
policía a hacer la denuncia por violencia doméstica, pero en cuanto
decía mi apellido, los oficiales se quedaban tiesos, luego hablaban con
sus jefes, y en pocos minutos aparecía mi padre o mi esposo para
llevarme de vuelta a casa -relataba la joven.
-¿Y no podías recurrir a alguna instancia más alta, como un
ministerio o algo así? -preguntó Juan.
-Si. Para encontrarme con los amigos de mi padre, que con muy
buenos modales me sugerían que esperara un momento, mientras
llamaban por teléfono a mi casa. Juan, las cosas no son todas como se
las cuenta, los estados democráticos están manejados por un pequeño
grupo de personas a los que nada se les escapa. Así como las grandes
fortunas, que están en manos de unos pocos, la suma de los poderes
de un estado también está en manos de un grupo de familias. Al menos
en los países de aquella región. Lamentablemente, mi familia es una de
ellas -dijo con tristeza.
-Aprovecho a preguntarte algo, pues algunas frases tuyas me
llamaron la atención, porque no pertenecen a tu vocabulario habitual,
y supongo que las habrás copiado de gente humilde - dijo él.
-¿Cuáles?
-“Me vale el gorro”, o “no manches”. Por lo que pude averiguar
en Internet, no son frases que pronuncie la clase alta.
-¿Siempre investigas tanto? -preguntó Teresita.
-Solo cuando alguien me interesa mucho -respondió Juan.
-Pues tienes razón, es que algunas de las veces que escapé de
mi casa, permanecí escondida en hogares de gente muy humilde, pues
eran los únicos sitios que mi padre y mi esposo no podían descubrir.
Así Teresita continuó narrando cómo en una ocasión al llegar a
una comisaría fue atendida por un policía que ya había visto lo
ocurrido en una instancia anterior, cuando su esposo la fue a buscar.
Le ofreció esconderla en su casa mientras pensaban algún modo de
resolver el problema.
Ese policía había visto desde pequeño cómo su padre maltrataba
a su madre. Si bien casi nunca la golpeó, igualmente la tenía
prisionera en el interior de la casa, y solo le daba media hora por día
para realizar las compras para el hogar. Este hombre, desde que era
niño, había buscado la forma de ayudar a su madre, lo cual hizo
cuando se graduó como policía. Y luego de eso, cada vez que veía un
caso similar, no podía dejar de intervenir, como no pudo dejar de
ayudar a Teresita cuando escuchó su historia.
La noche en que Teresita llegó a la dependencia policial
buscando ayuda, el joven servidor la vio, y se aproximó a ella, para
preguntarle si estaba allí por lo mismo que la otra vez. Al ver que su
respuesta era afirmativa, le propuso lo siguiente: para que su esposo
no pudiera encontrarla, le daría alojamiento en su casa, donde vivía
con su esposa y sus dos hijos. Allí nadie la encontraría, y mientras
tanto, pensarían en algo para liberarla de esa prisión.
-¿No es un poco exagerado hablar de prisión? -preguntó Juan.
-Juan… no me permitía salir de casa si no me acompañaba uno
de sus custodios. Estuve años encerrada dentro de mi casa… ¡Como si
fuera un animal! -gritó con mucho odio mientras rompía en llanto -¿Tú
crees que me merecía todo eso? Si hubiera nacido hombre nadie me
habría hecho estas cosas –dijo con voz ahogada.
Ya no pudo continuar hablando, el llanto no la dejaba
pronunciar palabra, y su rostro estaba desfigurado por el dolor.
El corazón de Juan se partió en mil pedazos. Recordaba algunas
escenas similares. La abrazó muy fuerte y le prometió que mientras el
estuviera vivo, nadie volvería a hacerle nada de todo aquello.
Ella lo miró y sonrió. El llanto se fue alejando y así, con la cara
empapada de lágrimas, lo besó apasionadamente.
Una vez más, ella pasaba del llanto desconsolado a la risa, de la
angustia a la felicidad, de la tempestad a la calma. Antes esto no le
ocurría, pero si hiciéramos un balance, seguramente arrojaría un
resultado positivo, pues actualmente tenía momentos de tristeza y
otros de felicidad. Antes de huir, solo pasaba del dolor al dolor
profundo, de la tristeza a la angustia, y de esta a los deseos de suicidio.
Decididamente, y aun con todo lo que faltaba, estaba mejorando.
-¡Qué ricas lágrimas! –exclamó Juan besándole la mejilla.
-¿Te estás burlando de mí? No puede haber lágrimas ricas -se
quejó ella.
Los dos rieron, y luego se abrazaron en silencio.
-¿Viste que yo tenía razón? –dijo Teresita.
-¿En qué? -preguntó Juan.
-Que soy una tonta.
-¿Por qué decís eso?
-Porque ya arruiné la velada, con mis tonterías, mi llanto y mis
historias tristes -explicó la chica.
-Yo estuve de acuerdo en que me contaras tu historia, y me
alegro de que lo hayas hecho, aunque sea en parte. Sostengo que
necesitás contar todo lo que te pasó para poder elaborarlo y así seguir
adelante -afirmó él.
-¿Realmente no me detestas por lo que hice? -volvió a preguntar
ella.
-Por supuesto que no te detesto. ¿Vos creés que uno puede
querer a una persona y de pronto pasar a detestarla, solo porque se
puso a llorar? -enfatizó él.
-Es que los hombres se cansan de las mujeres quejosas y
lloronas -replicó la joven.
-No es mi caso, además vos no sos ni quejosa ni llorona. Sos
encantadora -finalizó él.
Teresita volvió a lagrimear pero ahora de emoción.
-¿Cómo puedes ser tan cariñoso conmigo? ¿Estás seguro de que
eres de este planeta?
Juan sonrió, la miró fijamente, la tomó de los brazos, y de un
modo quizás un tanto brusco, la aplastó sobre el colchón, volvió a
besar todo su cuerpo y una vez más, le hizo el amor.
En pocos segundos ella olvidó su tristeza, su pasado, y volvió a
concentrarse en el presente. Volvió a disfrutar.
Cuando él comenzó a poseerla, en cuestión de un minuto, ella
volvió a estallar. Sintió que no podía controlar sus reacciones, y
tampoco le importaba. Se aferró a la espalda de Juan, le clavó sus
uñas, y gritó su nombre.
Rato después, cuando sintió que los músculos de él se
endurecían demasiado y comenzaba a apretarla como un potro salvaje,
supo lo que venía, y una vez más estalló. Nuevamente, los dos al
mismo tiempo.
Igual que un rato antes, se miraron, se besaron, ella le pidió que
se quedara así, y él la consintió. Ninguno de los dos pudo pensar
demasiadas cosas pues en escasos minutos estaban profundamente
dormidos.
Los últimos pensamientos de Juan fueron si estaría haciendo lo
correcto al ilusionar tanto a Teresita con esta relación que no estaba
seguro de poder mantener en el tiempo. En tanto que lo último que
pensó ella fue que en los años que le quedaran de vida, nada ni nadie
le arrebataría el amor de Juan. Él tenía todo lo que debe tener un
hombre. Le llevó toda su vida encontrarlo, y no lo perdería. No
importarían los sacrificios. No importarían los tiempos de espera. Lo
que fuese necesario, lo haría. Y en el momento en que tomó esta
decisión, no podía siquiera imaginar las cosas que llegaría a hacer… en
nombre del amor.
Ese amor que nos vuelve tontos, algunas veces. Otras nos torna
tan ingeniosos que ni siquiera nosotros mismos podemos creer las
hazañas que llegamos a realizar.
Así se entregaron a los brazos de Morfeo. Juan continuó
acostado sobre su amada. Ella se sentía protegida cuando este hombre
la tapaba con su cuerpo, vivía la sensación de que él tomaba el control
de todo, y que podía relajarse y disfrutar el momento. Revivía otra
sensación familiar, literalmente, pero ya no le importaba demasiado,
estaba segura de que cuando se lo contara a Juan, él la perdonaría.

Capítulo 6 - Lo bueno dura poco

Esa mañana Teresita se levantó antes que Juan, a eso de las


nueve. Por fin habían tenido su primera noche de amor carnal. Se
sentía en el aire. Preparó un exquisito desayuno, más para un rey que
para un simple mortal.
Había amasado y horneado en tiempo récord las galletitas de
cacao que su abuela le había enseñado a hacer. Sentía que sus pies no
tocaban el suelo. Mezcló rápidamente la harina leudante, los huevos, la
manteca, la leche y el cacao y le agregó pasas de uvas y azúcar. Sabía
que a Juan le gustarían, y quería que él probara algo nuevo, quería
darle a las cosas un toque personal, quizás para marcar su presencia
en aquel lugar y que su hombre tuviera una primera vez con ella en
algo, por ejemplo la primera vez que comiera esas galletitas.
Aquella noche ella había tenido una primera vez, fue la primera
vez que tenía sexo con un hombre del cual estaba enamorada, y quería
que él viviera también una primera experiencia en algo, aunque más no
fuera, un sabor. Si él le decía que estaban deliciosas, con eso le
bastaría. Guardaría esa sensación en su corazón.
Luego preparó café, y por las dudas también un termo con agua
caliente por si él quería tomar mate. Agregó platitos con mermeladas
de varios sabores que ella misma había aprendido a hacer la semana
anterior, otro plato con manteca, puso todo en el carrito-bandeja del
living, y como una camarera de hotel ingresó al cuarto de Juan en
silencio.
Él dormía, ella comenzó a mirar la decoración, nunca le había
llamado la atención, pero ahora la veía muy diferente. Le gustaba.
Pensó que desde ese momento, ése sería su lugar favorito en toda la
casa. La alfombra bordó, los muebles en madera lustrada, los pocos
adornos de bronce, todo le daba un toque de elegancia y sobriedad a la
vez que simplicidad. Todas las prendas se parecen a sus dueños,
pensó.
Ya impaciente, se sentó sobre la cama al lado de Juan y
comenzó a acariciarle el cabello. Lo miraba con ternura. Por un lado
deseaba que despertara para agasajarlo con el desayuno y por otro
quería que siguiera durmiendo para contemplarlo.
De pronto él abrió los ojos y la miró, ella estaba nerviosa pues
no estaba segura de cómo reaccionaría. A algunas personas no les
gusta hablar antes de desayunar, a otros les fastidia que los
despierten. ¿Y si ella se estaba convirtiendo en una cargosa y Juan se
sentía fastidiado? A lo mejor estaba yendo muy rápido y él se asustaba.
Dicen que algunos hombres se asustan cuando una mujer comienza a
marcar territorio alrededor de ellos. Tenía muchas dudas, pero tenía
un motor que la impulsaba: estaba enamorada.
-Buen día -dijo él.
-Buen día -respondió ella sonriente -¿Dormiste bien?
-Creo que sí ¿Qué hora es?
-Son las diez y cinco, bello durmiente -contestó Teresita sin
perder la sonrisa.
Juan se estiró y se desperezó como un gato, luego sonrió, y
preguntó qué era eso, refiriéndose al banquete del carrito. Ella dijo que
le había preparado algo especial, pues se lo había ganado. Luego se
inclinó sobre él, le tomó la cara con sus manos y lo besó fuertemente.
Juan lo había pasado muy bien la noche anterior, se había
sentido en las nubes y ese recuerdo le traía una sentimiento de
bienestar. Con esa sensación degustó el desayuno, compartiéndolo con
ella, probó las nuevas galletitas y le dio su aprobación.
-Deliciosas -exclamó el -Pero ¿no es demasiada molestia que te
levantes temprano para hacerme galletitas?
-Con lo de anoche te has ganado galletas horneadas por un año
al menos –dijo ella con voz sensual.
-¿Fue para tanto? -preguntó él.
-Y mucho más -respondió ella haciéndose la mujer fatal y
recostándose sobre la cama. Se había puesto la camisa que el usó la
noche anterior. Siempre había soñado hacer eso, pasar una noche
maravillosa, y al día siguiente vestirse solo con la camisa de su
hombre, solo la camisa...
Juan pudo comer y beber el desayuno sin usar las manos, pues
todo le fue suministrado en la boca por ella, mientras le acariciaba el
cabello y lo miraba sonriente.
Luego de conversar un rato en la cama decidieron levantarse,
pues Juan le dijo a Teresita que tenía una sorpresa para ella.
-¿Puedo saber de qué se trata? -preguntó la joven intrigada.
-No -afirmó él muy serio.
A ella en realidad no le importaba demasiado lo que fuese,
siempre que pasaran el día juntos. Si él le hubiera propuesto ir a
cuidar cerdos en un corral lleno de barro a ella le hubiese parecido
maravilloso.
El solo le dijo que debía vestirse como para pasar un día de
campo. Luego preparó la camioneta, cargó a Diana en la caja con el
collar y la cadena, y le pidió a Teresita que subiera. Obviamente le
abrió la puerta y la ayudó a subir. La hermosa morocha se había
puesto el jean azul que usaba la noche que Juan la encontró, un par
de zapatillas de lona blancas y una remera de algodón verde agua. Pero
hubo un detalle, por primera vez se puso un conjunto de ropa interior
roja. Lo tenía guardado desde hacía mucho tiempo. Siempre había
usado de color blanco o verde, pero nunca rojo.
-¿Dónde me llevas? -preguntó ella.
-¿Y qué parte de “es una sorpresa” no entendiste? -respondió
Juan.
Ella solo sonrió e hizo un gesto de burla sacando la lengua,
Juan la miró y también sonrió.
Salieron de la casa sin prisa. Era una hermosa mañana de
sábado. Ya eran como las once treinta.
-¿Te parece que compremos algo para hacer la comida?
-preguntó él.
-Pues no sé a dónde vamos ¿Lo olvidas? No sé lo que podemos
llegar a necesitar -respondió ella.
-Tenés razón, y para que siga siendo una sorpresa, voy a bajar
yo solo y no te voy a mostrar lo que compre -afirmó el.
-Acepto, en realidad me gusta que me sorprendas -afirmó
Teresita.
Él bajó en un supermercado y al poco tiempo salió con varias
bolsas. Las puso en la parte de atrás, subió, y reanudaron el viaje.
La ruta estaba muy calurosa ese día; por suerte funcionaba el
aire acondicionado. De pronto, mirando a Teresita, se quedó viendo las
zapatillas, y le llamó la atención que no eran de marca conocida.
-¿Acaso la gente de alto nivel no usa cosas de primeras marcas?
-preguntó Juan intrigado.
-No, la clase alta las fabrica o simplemente las comercializa y los
de clase media o baja las compran a un precio que no valen. Es para
sacarles a los pobres el excedente que les puede quedar del sueldo.
Juan escuchaba asombrado, si bien él sospechó siempre que
era así, nunca se lo habían explicado tan claramente.
-¿Podrías ser más explícita, por favor? -pidió él.
-Claro; la fabricación de una zapatilla de primera marca tiene
casi el mismo costo de producción que una de tercera marca. La
diferencia es que la empresa de primera hizo una campaña para
convencer a los desprevenidos de que deben poseer unas zapatillas de
esa marca porque si no están “out”. Les hacen creer que el que no las
tenga será un tonto, un fracasado, y los que más fácilmente caen son
los adolescentes y las personas con poca instrucción -aclaró ella.
-¿Y cómo es eso de sacarles el excedente a los pobres?
-Es que el sueldo de un obrero es calculado por los grandes
grupos empresarios en base a lo que este necesita para llegar a fin de
mes, sin que le sobre un centavo, pero puede ocurrir que,
accidentalmente, algún mes ahorre y tenga un excedente, entonces se
lo quitan vendiéndole a ciento cincuenta dólares unas zapatillas que
deberían costar veinticinco dólares. Así, todo el dinero vuelve a los
grandes conglomerados -afirmó Teresita con naturalidad -Luego los
gobiernos lo legitiman.
Juan seguía manejando, estaba fascinado con los conocimientos
que tenía esta mujer, cuando él creía que ya había escuchado todo, ella
lo sorprendía con un nuevo comentario.
-¿Puedo preguntar cómo conocés todo eso? -volvió a inquirir él.
-Es que mi esposo es el accionista mayoritario de una de las
empresas líderes de calzados y ropa deportiva -dijo ella.
Él disminuyó la velocidad, ya estaban llegando al camino de
tierra que finalmente los dejaría en la granja de Juan. Teresita iba a
preguntar adónde iban pero recordó la respuesta de un rato antes y
decidió no hacerlo. Tomaron el camino de tierra. A un costado había
una gran hilera de árboles que prodigaban una agradable sombra, y
allí Juan detuvo la camioneta. Estacionó a un lado del camino, bien a
la sombra, e invitó a Teresita a bajar.
-¿Aquí pasaremos el día? -preguntó ella sonriente.
-Sí -respondió él -¿Te gusta?
Ella asintió con la cabeza, mientras se acercaba a Juan
poniéndole los brazos al cuello. Lo abrazó y lo besó sin dejar de mirarlo
a los ojos.
-Te amo -dijo Teresita con cara de enamorada.
-No sé si merezco una mujer tan importante y tan culta
-respondió él.
-¡Ay, no manches, que si no fuera por ti yo estaría muerta de
hambre y durmiendo en un parque! Soy solo una pobre chica que
necesita que la protejan y que la amen. Aun con todos mis defectos
tengo la esperanza de que algún día llegues a amarme -dijo ella.
Teresita seguía abrazándolo mientras hablaba, y al terminar le
estampó un sonoro beso.
En eso escucharon los ladridos de Diana desde la camioneta.
Entonces él le explicó a Teresita que ése no era el lugar donde pasarían
el día, pero que como faltaba poco para llegar, la iba a desatar para que
fuera corriendo al lado de la camioneta, pues siempre le gustaba
hacerlo, desde que era cachorrita. Obviamente que debía conducir
bastante despacio.
En cuanto la desató, ella salió corriendo hacia el campo con la
desesperación de todo perro que está encerrado en la ciudad. Saltaba,
aullaba, y hacía toda clase de piruetas que expresaban su alegría.
Subieron otra vez a la camioneta, reanudaron la marcha, y en
escasos minutos estuvieron en la granja de Juan.
-Ahora si llegamos -dijo él -esta es mi granja.
Bajó, abrió la tranquera, y volvió a subir. Teresita miraba todo
con agrado.
Estaba ubicada en la zona rural, a poca distancia de la ciudad.
Había que viajar aproximadamente tres kilómetros por una ruta
asfaltada, y luego por un camino de tierra otros tres kilómetros más. El
camino que acababan de hacer. El sitio era agradable. Tenía varios
árboles y arbustos; pocos metros más adentro había una casa casi
terminada, que en el futuro sería la de los caseros. Unos cien metros
más allá podía divisarse la casa principal. Si bien no era demasiado
ostentosa, de todos modos era elegante. Techo de tejas, paredes
perfectamente blancas, aberturas en color madera de estilo clásico y
algunos faroles de estilo colonial con lámparas de bajo consumo. Juan
era medianamente ecologista.
Por dentro era espaciosa y elegante, pero sobria. Tenía dos
dormitorios, una cocina amplia, y un living comedor de tres por seis
metros.
Quizás lo más llamativo era el parque, tanto por sus
dimensiones como por la variedad de especies que lo componían.
Había una pequeña palmera, arbustos, plantas de flores, rosales,
jazmines, casuarinas, paraísos, eucaliptos medicinales, y lo que más
llamaba la atención: los frutales.
La gente que visitaba este lugar en verano, que es cuando la
mayoría de ellos está con los frutos a punto para comerlos, quedaban
maravillados. Había arándanos, duraznos, ciruelas, manzanas, peras,
granadas, higos, pelones y nísperos. Obviamente, no podían faltar los
cítricos: naranjas, pomelos, mandarinas, limones y quinotos. Casi una
reserva forestal.
Teresita observaba maravillada; el lugar era muy agradable,
pues tenía el aspecto extenso y abierto del campo y a la vez la calidez
de una casa de familia.
-¿Y tienes energía eléctrica? –preguntó ella.
-Si claro, ahí está el sol -respondió él muy serio.
-¡Ya no te burles de mí! Me refería a las luces para el interior de
la casa o para encender una computadora -se quejó Teresita.
Entonces Juan debió explicarle que con la energía del sol y unos
paneles de células fotoeléctricas, puede almacenarse electricidad para
usar en toda la casa como si fuera la red de energía eléctrica de una
ciudad.
Él mismo había instalado los paneles solares y las baterías al
igual que las conexiones en toda la casa.
-¿Y no sería más seguro que le pagaras a un electricista?
-preguntó ella pensativa.
-En primer lugar, yo soy electricista profesional y mis trabajos
son muy confiables, y en segundo lugar ¿sabés lo que les hago a las
chicas que desconfían de mi trabajo? -dijo él riéndose y avanzando
hacia Teresita.
-¡Pues no, no te atrevas a meterte conmigo! -respondió ella
sonriente mientras se alejaba.
-¡Ahora vas a ver! -dijo él a la vez que comenzaba a perseguirla.
La corrió hasta que la alcanzó, la tiró al suelo sobre el césped y
comenzó a besarla. Ella respondió abrazándolo.
La temperatura de ambos fue subiendo, Juan se colocó sobre
ella y continuaron besándose hasta que no aguantó más y comenzó a
sacarle la ropa. Primero la remera.
-No te atreverás a desnudarme aquí -desafió ella.
Él no dijo nada y continuó sacándole las zapatillas y luego el
jean azul, y volvió a ponerse sobre Teresita, que ya fuera de control, le
estaba desabrochando el pantalón. Estaban totalmente
descontrolados, él parecía un animal en celo. Ella le pidió que le hiciera
el amor, y él lo hizo.
Teresita sentía que la cabeza le iba a estallar, no le importaba
nada más que lo que ocurría en ese momento, pero justo llegó Diana,
quizás los quejidos de Teresita le hicieron creer que estaba pidiendo
ayuda y comenzó a ladrarles.
-Detente por favor, no puedo seguir así -dijo ella.
-Si, si, por supuesto -respondió él, confundido.
Juan se quitó de encima de su amante, abrochó su pantalón y le
ayudó a ella a levantarse. Teresita atinó a vestirse, pero Juan la
detuvo.
-No te pongas nada que esto todavía no terminó -afirmó él.
Cargó a la chica en sus brazos y se dirigió hacia la casa, se
detuvo ante la puerta, bajó a Teresita para buscar la llave en su
bolsillo, abrió la puerta, y volvió a cargarla en sus brazos. Al llegar al
dormitorio la puso sobre la cama, sacó a Diana afuera, y cerró bien las
puertas.
-Ahora no te salva nadie -dijo él mirándola fijamente.
-¿Y quién te dijo que quiero ser salvada? -fue la respuesta.
Él continuó lo que habían empezado, ella lo abrazó fuertemente,
casi con desesperación. Llegó el momento cumbre y ambos vieron otra
vez los fuegos artificiales, simultáneamente.
Estaban extasiados. Se miraban a los ojos, se besaban. Juan
estaba feliz, tanto, que no lo pudo evitar, y lo dijo: -Te quiero.
Teresita comenzó a lagrimear de emoción, había pensado que
nunca llegaría este momento.
-Te prometo que voy a hacer todo lo que sea necesario para que
me ames. Cambiaré lo que deba cambiar y aprenderé lo que sea
necesario para hacerte feliz -dijo ella.
-Entonces te aclaro algo -dijo Juan muy relajado -Para
agradarme a mí lo que tenés que hacer es no cambiar nada, me gustás
toda como sos. Sos perfecta.
Ella volvió a abrazarlo con fuerza, nunca había imaginado que
un hombre le iba a decir que era perfecta. Estaba segura de que no lo
era, cuando recordaba su infancia se sentía sucia, pecadora, recordaba
aquellos momentos que a veces le repugnaban, pero otras veces,
extrañamente, sentía una fuerte excitación. Incontenible. Y luego de lo
que hacía, venía la culpa.
-Juan -preguntó la chica.
-¿Si? -respondió él.
-Necesito que me prometas algo -dijo ella con cara de
preocupación.
-Si es para ayudarte, lo que quieras -contestó él.
Teresita se puso muy seria, estaba eligiendo las palabras más
adecuadas para la ocasión. Era muy difícil lo que trataba de hacer,
intentaba contarle al hombre de su vida las cosas terribles que había
hecho alguna vez. No quería tener siquiera el mas mínimo secreto con
él, pero al mismo tiempo corría el riesgo de que él no la comprendiera y
comenzara a despreciarla.
Le pidió a la Virgen de Guadalupe que le diera fuerzas, y
comenzó.
-Quiero que me prometas que si un día te cuento alguna cosa
mala que hice en el pasado tratarás de comprenderme, y que al menos
me escucharás antes de juzgarme -dijo ella por fin, como aliviada.
Juan cambió de posición, salió de encima de Teresita, se acostó
a su lado y comenzó a mirarla fijamente.
-¿Querés contarme de qué se trata? -preguntó Juan intrigado.
-Es muy difícil. Voy a intentarlo y te contaré lo que pueda, son
cosas que siento y que pienso.
-Solo quiero saber si le hiciste daño a alguien.
-¿Cómo crees? Yo sería incapaz, esto tiene que ver con la
moral… y con el sexo -dijo ella muy afligida.
-¿Sos una mujer promiscua?
-No, no lo sé, Lo que pasa es que hay cosas de mi infancia que
tú no sabes, yo hacía cosas que estaban mal, y algunas todavía…,
perdóname, es que yo no sabía que estaban mal, y papá… -dijo
angustiada.
Rompió en llanto, no pudo continuar. Le pidió disculpas a Juan
por no seguir con el relato, pero aún no era el momento.
Él la abrazó fuertemente y comenzó a besarla. Le acariciaba el
cabello como si fuera una nena y empezó a darle besos muy suaves por
todo el rostro, hasta que decidió hacer algo para salir de esa situación.
-¡Qué ricas! -dijo bebiéndose las lágrimas de ella –Pero estas son
diferentes, son de frutilla.
-¡Cómo eres de mentiroso! No existen las lágrimas de frutilla
-respondió ella riendo.
-¿Cómo que no? ¿Nunca viste una frutilla llorando? -dijo él.
Ella otra vez pasó de las lágrimas a la risa. No entendía bien
cómo, pero él tenía la facilidad de quitarle la tristeza en unos
segundos.
-Mirá, quiero que sepas que sea lo que fuere que hayas hecho,
yo te voy a escuchar y te voy a entender, nunca te juzgaría por nada,
además creo saber por dónde viene tu problema. Yo soy una persona
muy abierta con respecto al sexo, puedo comprender cualquier cosa
¿Está bien?
-Gracias –dijo ella mientras lo abrazaba -Es que quiero ser
totalmente sincera contigo, quiero contarte todo lo que me pasa, lo que
pienso, y hasta lo que sueño cada noche. Yo me enamoré de ti, y
pienso que cuando una mujer está en pareja con el hombre que ama
no debe ocultarle ni el detalle más pequeño. Quiero ser tuya en cuerpo
y alma –finalizó ella.
Juan la abrazó, la besó, y luego le dijo muy serio: -Tengo
hambre.
Ella inmediatamente se levantó y luego de ir al baño se vistió y
se dirigió a la cocina, donde ya estaba Juan.
Mientras su amada se vestía, él había bajado las bolsas del
supermercado. El día estaba caluroso, por lo cual le propuso a su
princesa hacer una ensalada de tomates, huevos duros y zanahorias
ralladas con unas hamburguesas, pues además, era rápido de
preparar.
A ella le pareció una buena idea. En seguida puso manos a la
obra y en pocos minutos el almuerzo estuvo listo.
Mientras tanto Juan ponía la mesa. Puso el pan, los cubiertos,
los platos y los aderezos.
De pronto se le ocurrió que ella habría comido en lujosas mesas
con muchos cubiertos y copas, y le preguntó si era así.
-Sí, eran mesas muy lujosas, aburridas y con personas que
fingen que se aprecian cuando en realidad se detestan o desean
sacarse alguna ventaja económica -afirmó ella.
-Es que cuando pienso en tus orígenes creo que lo que yo puedo
ofrecerte es muy poco para vos. No sé si podrás acostumbrarte a esta
vida. Tengo miedo de que no resulte -concluyó él.
Teresita lo escuchaba asombrada, no lo podía creer. Juan
pensaba que ella era mucho para su nivel de vida, al mismo tiempo que
ella se consideraba poca cosa, y no tan solo para él, sino para
cualquier hombre.
Ella no dijo nada, solo se dirigió hacia él, lo abrazó y le dio un
sonoro beso, luego otro, y finalmente un tercero.
Empezaron a comer, el almuerzo estaba delicioso, además
tenían mucha hambre. Luego, como siempre, Juan insistió en lavar los
platos, pero ella no lo dejó. Recurrió al truco que mejor le salía:
seducirlo.
-Por favor –dijo con voz melosa -Necesito que me dejes hacerlo a
mí. Me pongo mal si veo a mi hombre trabajando en la cocina. Además,
hace un rato hiciste méritos como para que yo lave platos por muchos
días.
Mientras le hablaba lo abrazaba, sonreía, y lo miraba fijo a los
ojos. Combinación irresistible para Juan.
Luego de un café, salieron a caminar para mostrarle a ella la
granja. Anduvieron por todos los rincones, vieron la casa de los futuros
caseros que aún no estaba terminada, el galponcito donde Juan tenía
las herramientas, y la mayor de las sorpresas se la llevó Teresita
cuando vio que una vaca enorme se les venía encima. Era Aurora.
Juan la había criado desde chiquita con mamaderas y alimento
balanceado en su casa de la ciudad, como si fuera una mascota, pero
cuando creció demasiado debió llevarla al campo porque mugía muy
fuerte y los vecinos seguramente se quejarían.
-Tengo que contarte algo –dijo Juan mientras se sentaban sobre
el pasto.
-Amo que me cuentes tus cosas, soy toda oídos –respondió ella.
Entonces él le relató los planes y deseos que tenía para el
futuro. Que pensaba dejar la abogacía para dedicarse de lleno a la
producción agropecuaria. Obviamente que dándole valor agregado a la
producción pues sino el precio que le pagarían sería una miseria.
-Realmente es un paso muy grande y como todo gran
emprendimiento, genera muchas dudas, y por qué no, miedos -dijo
Juan.
-Me gusta la idea, pero cuéntame un poquito más -pidió ella.
Entonces le explicó que quería hacer una producción
diversificada, de varios tipos, aunque en principio no fuesen cantidades
muy grandes. Por ejemplo, agrandar la plantación de frutales, y con la
fruta cosechada hacer dulces caseros. Por otro lado poner unos
galpones con gallinas para producir huevos, etc.
-Pero tú solo no podrás hacerlo –dijo ella -tendrás que contratar
personal.
-Si, por supuesto, eso está previsto.
Continuaron hablando del tema durante largo rato. Ella estaba
feliz de que Juan le contara sus planes. En realidad él necesitaba que
alguien lo respaldara en sus decisiones, él también tenía dudas a
veces, y más en esto que era un cambio radical en su vida.
Ella comenzó a interesarse cada vez más, a tal punto que le
propuso a Juan ir al interior de la casa, buscar papel y lápiz, una
calculadora, y hacer números más precisos.
Desde que la conoció, él nunca la había visto tan entusiasmada
con nada; comenzó a sacar cuentas, se le ocurrieron varias ideas, y
estaba feliz.
-¿Creés que saldrá bien? –dijo él.
-Por supuesto, es una idea brillante, además, yo confío en ti, sé
que tú puedes, y por otra parte, yo estaré a tu lado para apoyarte en lo
que fuera, siempre voy a estar ahí –dijo ella.
Juan sonrió, le tomó fuerte la mano y le agradeció su apoyo;
hacía mucho tiempo que nadie estaba así, a su lado,
incondicionalmente.
-Realmente, sos una princesa, podrías tomar el más feo de los
sapos y convertirlo en un príncipe. Las mujeres como vos, que tratan al
hombre como a un rey, lo hacen sentir seguro de si mismo, lo apoyan,
y lo llevan a triunfar en lo que sea. Todo lo contrario de otras…
-concluyó Juan.
Él estaba convencido de que el cuento de la princesa que besa al
sapo y lo convierte en príncipe era real, solo con algunas pequeñas
diferencias.
Estaba seguro de que las mujeres tienen un papel decisivo en la
vida de un hombre. Están las que lo tratan bien, le dicen que confían
en él, con lo cual lo hacen sentir seguro de sí mismo, y él al sentirse
seguro y confiado en el negocio que emprenda, llega al éxito. Por otro
lado, están las que son lo opuesto de las princesas, o sea las brujas,
que viven diciéndole a su hombre que es un tonto y un inútil,
despreciando todo lo que hace, y de este modo lo convierten en un
fracasado. Hasta el mejor de los hombres, de tanto sentirse
despreciado y humillado, termina convenciéndose de que realmente es
un tonto, y tarde o temprano, acaba siendo un don nadie.
Continuó la tarde entre proyectos, risas y mates. Luego jugaron
con Diana arrojándole un frisbee que ella recogía y caminaron por
entre los árboles frutales.
De pronto Juan tuvo una idea y se la contó a ella: -Tengo que
hacerte una propuesta –dijo.
-¿Indecente? –preguntó Teresita.
-Creo que sí ¿Qué te parece si nos quedamos a pasar el fin de
semana acá? - preguntó Juan.
-Me encantaría, aunque hay un pequeño detalle, me hace falta
algo de eso que usamos las chicas en ciertos días del mes –comentó
ella preocupada.
-Bueno, hay una farmacia a la entrada de la ciudad, podés ir a
comprar ahí mientras yo preparo el fuego para el asado de la noche,
supongo que sabés manejar -dijo él.
-¿Acaso tú me prestarías tu camioneta? -preguntó ella
asombrada -Creía que los hombres no confiaban en las mujeres para
conducir.
-No sé si confiaría en todas –respondió él –pero confío en vos.
Ella, sin pensarlo dos veces y agradecida por esta muestra de
confianza decidió aceptar e ir a la farmacia a comprar lo que
necesitaba. Él la acompañó hasta el vehículo para indicarle algunos
detalles, pero se quedó muy tranquilo cuando la vio partir, pues ella
conducía con mucha solvencia, como si lo hubiera hecho toda la vida.
Juan no tenía prejuicios con la capacidad de conducción de las
mujeres, solo decía que las personas que mejor lo hacen son las que
aprendieron desde chicos, fueran hombres o mujeres.
Muy tranquilo, acompañado por Diana, se puso a buscar leña
seca para preparar la cena, quería pasar unos verdaderos días de
campo, sin ver la ciudad, sin mirar televisión, sin teléfono celular. En
contacto con la naturaleza. Además necesitaba pensar, todavía le
costaba entender lo que estaba pasando con Teresita. Era todo
demasiado rápido.
Él estaba solo desde hacía varios años, y si bien tenía relaciones
ocasionales con mujeres, no había querido ningún compromiso. La
única mujer de la cual se había enamorado en toda su vida, su ex
esposa, lo había abandonado por un antiguo amante y luego lo había
hecho meter en la cárcel por algo que él no había hecho, para tratar de
sacarle la herencia de sus abuelos. Era comprensible que tuviera
miedo al compromiso, pero especialmente, miedo a enamorarse otra
vez.
Lo que le estaba ocurriendo con Teresita por un lado le gustaba,
porque ella era la mujer perfecta, la que había buscado toda su vida.
Por otra parte parecía que Teresita creía lo mismo de él, aunque
ella redoblaba la apuesta: ya estaba segura de que Juan era el hombre
de su vida.
Una de las cosas que más intrigaban a Juan era el origen de
ella, si bien no desconfiaba de lo que le contaba, nunca había visto un
caso tan extraño. Una mujer de familia millonaria que dejara todo para
ir a esconderse en el último rincón del continente. Además, era notable
todo eso que trataba de contarle y que tan difícil le resultaba. Estaba
casi seguro de que ella habría sufrido algún tipo de abuso sexual, pero
no sabía más detalles.
Estaba abstraído en sus pensamientos cuando de pronto vio en
el camino una polvareda y distinguió su camioneta. No se había dado
cuenta, pero habían pasado dos horas desde que ella se fue.
De pronto, se estaciona la camioneta y baja Teresita riéndose y
con la cara roja como un tomate. Estaba muy rara, entre eufórica y
asombrada, o avergonzada. Se había puesto un traje de baño enterizo
de color verde esmeralda y la minifalda de jean.
-¡Ay Juan, no sabes lo que me pasó -decía riéndose -me dijeron
tantas cosas en la calle!
-Bueno pero es normal, con esa ropa.
-¿Pero siempre les dicen esas cosas a las mujeres? -volvió e
preguntar.
-No, solamente cuando son muy atractivas, además con esa
indumentaria llamás mucho la atención.
Teresita estaba asombrada de cosas que para la mayoría de las
mujeres eran normales. Que les digan piropos y barbaridades desde los
camiones cuando van caminando o cuando pasan por una obra en
construcción, pero ella estaba descubriendo un mundo nuevo,
descubría la vida real.
Todas estas cosas le resultaban atractivas, se sentía viva. Pero a
la vez le extrañaba mucho, se preguntaba cómo todo eso podía haber
estado allí durante tantos años y ella no lo conocía. Había comido en
mesas de príncipes, empresarios y gobernantes de todo el mundo, y
siempre le resultaban aburridos esos acontecimientos. Había comprado
ropa en la quinta avenida de Nueva York, lo cual sería la envidia de
cualquier mujer. Había cenado en la Torre Eiffel en París, en el
restaurante Jules Verne, con un diamante de cien mil euros en su dedo
anular, un vestido Christian Dior y zapatos de cinco mil quinientos
dólares de un diseñador tan exclusivo que no hace ninguna publicidad,
solo atiende a personajes de la realeza y algunos multimillonarios. Por
no mencionar que había tenido crédito ilimitado en todos los hoteles
Hilton del planeta.
Pero por nada del mundo ella volvería a esa vida. Prefería comer
en el campo, con un abogado-agricultor y su perra ovejero-alemán.
Le explicó a Juan que decidió pasar por la casa de la ciudad a
buscar algunas cosas y allí fue que se puso el traje de baño y la mini
pues pensó que iría directo al campo, pero cuando volvía, ya había
transitado unos trescientos metros por la ruta cuando se quedó sin
nafta. Debió volver hacia la ciudad, a la estación de servicio
caminando por la banquina a comprar combustible.
Allí le dijeron todas las barbaridades que saben decir los
camioneros. A tal punto estaba colorada que el despachador de
combustible le preguntó si se sentía bien. Ella le contó que no era de
aquí y que estaba sorprendida por las cosas que le decían.
El hombre en cuestión quedó encantado con la belleza y los
buenos modales de ella, tanto que la llevó en su moto hasta la
camioneta y la ayudó a poner el combustible.
-Imagino el resto –dijo Juan muy divertido -Contame el resto.
-¿Cómo qué? -preguntó Teresita.
Juan estaba seguro de que tanta amabilidad no terminaba ahí.
-¿Qué más te dijo? -preguntó él.
-Pues si me prometes que no te enfadas demasiado -dudó ella
-te diré que me invitó a salir. A lo cual le respondí que estaba casada.
A Juan le divertía todo esto, pensaba que en el lugar de ese
hombre quizás hubiera hecho lo mismo. A la vez le gustaba la
ingenuidad de ella. Era como una niña que todos los días descubre
cosas nuevas.
-Te aviso que por un buen rato no podrás entrar en la cocina
-dijo ella.
-¿Por qué?
-Porque tengo una sorpresa, es un premio por algo muy bueno
que hiciste hoy –afirmó Teresita.
-¿Tan bueno soy para el sexo? –preguntó con cara de asombro.
-No seas tonto -respondió ella dándole una palmadita en el
pecho -no me refería a eso. Ya te lo diré cuando te lo dé.
Así continuaron cada uno en su sitio, ella en la cocina y él
afuera haciendo el fuego para el asado.
Juan tenía buenos vinos en el sótano, y sacó un tinto para
tomar con hielo mientras preparaba el asado, hacía mucho calor.
De a poco se fue sintiendo ese olorcito característico de cuando
se ponen las primeras brasas, el olor a grasa quemada, para luego dar
paso al genuino olor a asado. Las brasas crepitaban, y a medida que el
día gentilmente dejaba su espacio a la noche, la luminosidad de la
fogata también comenzaba a reemplazar la función del sol.
Diana ya tenía hambre, se sentaba al lado de la parrilla, miraba
la carne e inmediatamente lo miraba a Juan. Era lo que siempre hacía
cuando quería comer algo, pues su dueño le había enseñado a no
tomar las cosas por si misma sino a pedirlas.
Teresita había preparado una riquísima ensalada y algo más
que Juan no pudo ver.
Ella se acercó a él con la suavidad de un gato, lo abrazó y le
besó una mejilla, luego lo tomó por la cintura, y entre ambos se
pusieron a contemplar el fuego en silencio.
Ya era noche cerrada y sacando la luz de la cocina que apenas
se veía, lo único que alumbraba el lugar era esa fogata que él mantenía
con esmero.
Tenía luces para encender, los faroles de jardín con lámparas de
bajo consumo que él mismo había instalado, estaban a dos metros de
ellos, pero había decidido que trataría de estar de la forma más natural
posible y parte de ello era alumbrarse con llamas.
A Teresita le gustaba esto, la naturaleza, la paz del lugar y la luz
del fuego le daban a la situación un toque de misterio y romanticismo.
Se sentía en el aire ese olor característico del campo.
Por otra parte, podía verse sobre los objetos estáticos un
pequeño rocío que descendía lentamente desde el cielo, muy
lentamente, como lo haría una pluma arrojada desde un rascacielos.
Todo era parte de la naturaleza.
Cuando el asado estuvo listo, Juan ya había devorado media
botella de vino, y Teresita la otra mitad. Él no estaba acostumbrado a
beber demasiado, de modo que los vapores de Baco estaban surtiendo
su efecto, pero no le importó, esa noche no le importaba
emborracharse. Estaban ambos muy relajados, Juan estaba con un
jean viejo y una camisa roja a cuadros pero desprendida y fuera del
pantalón, mientras que Teresita ya se había sacado la mini de jean y
solo tenía el traje de baño verde. Tenían la sensación de que aquélla
era una porción del paraíso.
Comenzó a servir el vacío mientras ella hacía lo propio con la
ensalada, tenían mucho hambre y no tardaron en comenzar a cenar.
Teresita había traído otra botella de vino tinto para acompañar la
carne, la cual él destapó y comenzó a servir enseguida, ella bebía con
ganas, pero sin embriagarse, estaba acostumbrada.
Cenaron alumbrados con la luz de una lámpara de querosén
que él encendió y puso sobre la mesa, lo cual equivalía a cenar a la luz
de las velas. La situación era en extremo romántica, y si bien Juan se
sentía un poco “alegre”, decidió no preocuparse por ello.
El asado estaba exquisito, tierno y sabroso, al igual que la
ensalada que preparó ella, la noche estaba cálida pero no en extremo,
no hacía un calor insoportable pues la brisa que soplaba desde el
anochecer daba un toque muy agradable al ambiente. Había algunas
luciérnagas revoloteando, lo cual otorgaba un plus de romanticismo a
lo anteriormente descripto.
La cena fue llegando a su fin, los comensales se estaban
satisfaciendo y hasta Diana tenía el estómago muy lleno.
-Todavía falta tu premio -dijo Teresita.
-Estoy impaciente por conocerlo -respondió él.
Ella se levantó y se dirigió a la cocina, desde donde volvió con
una fuente grande y en ella había un postre de crema chantillí
chocolate, frutillas y otras exquisiteces. En la otra mano, traía una
botella de vino. Era un vino de postre, justo para la ocasión. La fuente
con el postre estaba tapada con un repasador, de modo que no se viera
nada de lo que allí había. Puso todo sobre la mesa, y le dijo a Juan
que se preparara para recibir su sorpresa.
Él decidió que se pondría cómodo, para lo cual se levantó de su
silla y se sentó en el suelo cerca de la mesa con la espalda apoyada
contra el tallo de un frondoso paraíso que estaba allí. Era una postura
cómoda hasta para dormirse inclusive.
Teresita fue hasta él, le vendó los ojos, y le dijo que se preparara
para probar un manjar y que ella se lo daría en la boca. Acto seguido
cortó una generosa porción de postre, la puso en un plato, luego
destapó el vino, sirvió una copa y se dirigió hacia él con el vino y el
postre. Se sentó a su lado y le dijo que abriera la boca y se preparase
para saborear; dicho esto le dio el primer bocado. El degustó e hizo una
exclamación de placer.
-Mmm... riquísimo –exclamó Juan.
-Pues aún no me has dicho con qué está hecho –reclamó ella.
-¿Para qué si vos ya lo sabés?-
-¡Ay, no seas! Es un juego -replicó ella.
-Está bien –aceptó Juan -creo que tiene chocolate, crema
chantillí, almendras picadas, frutillas y algo de masa, como
bizcochuelo o algo así.
Teresita lo felicitó y le dio otro premio: un largo, húmedo y
apasionado beso que dejó al hombre un tanto descolocado.
Luego le quitó la venda pero siguió dándole de comer en la boca.
Le daba un bocado a Juan, y comía uno ella, así hasta que se terminó.
Luego puso el plato en el suelo, se abrazó a él, y de a poco fueron
tomando el vino. Juan ya estaba ebrio, y con un poco más de vino de
postre, perdió completamente el control de lo que decía.
-Me gustaría decirte que te amo -decía Juan -pero por más que
me esfuerzo, no puedo.
-¿Por qué no puedes? –preguntó Teresita que estaba totalmente
lúcida -No te entiendo.
-Es que yo sé que te amo, pero me da miedo que no funcione –
seguía él con voz de borracho -Vos sos una santa, y yo no te puedo
ilusionar así ¿Y si no funciona? Después te rompería el corazón y vos
no te lo merecés.
-Pero Juan, ese es un riesgo que siempre se corre. ¿Por qué no
me dejás que yo decida si quiero arriesgarme? -insistió ella.
-Pero vos no me entendés, yo te tengo que cuidar -decía él con
mucha dificultad -tengo que cuidarte para que no sufras, porque vos
sos buena… y yo… y yo te amo.
Teresita no podía creer lo que escuchaba; él le estaba
confesando que la amaba, tanto, que debía protegerla de cualquier
sufrimiento.
Cuando terminó de decir esto, Juan se quedó dormido. Nunca
tomaba tanto vino.
Teresita se puso a pensar qué haría con este hombre que se
había dormido allí en el suelo, pues quedaba toda la noche por delante
y ella no tenía fuerzas para llevarlo hasta la cama. Pero era una mujer
con recursos y enseguida se le ocurrió una solución.
Era la mañana del día siguiente, alrededor de las ocho, Juan
comenzó a despertarse, le dolía la cabeza. Pero cuál no fue su sorpresa
cuando se dio cuenta de que estaba acostado sobre un colchón en el
suelo, debajo de un árbol mientras Teresita lo abrazaba.
-Buen día bello durmiente, se te está haciendo costumbre que te
despierte con el desayuno -dijo ella.
Teresita había traído un colchón desde la casa y lo había puesto
en el suelo, al lado de Juan, con un pequeño esfuerzo lo acostó encima
y luego lo tapó con una manta. Obviamente, ella se acostó junto con su
hombre, lo abrazó, y ambos se durmieron profundamente.
Esa mañana ella se había despertado temprano, a eso de las
siete, entonces aprovechó para preparar el desayuno y llevarlo hasta la
improvisada cama. Había guardado el café en un termo para que no se
enfriara, puso otro termo con agua caliente para el mate, y varias cosas
para comer.
-¿Puedo preguntar qué es esto? -dijo él.
-Es que anoche te embriagaste y te dormiste, y como no te podía
llevar a la cama, te traje la cama aquí. Luego te abracé y nos dormimos
-aclaró la joven.
-¿Por qué no fuiste a dormir adentro? Hubieras estado más
cómoda.
-Yo no soy de esas mujeres que abandonan a su hombre cuando
más la necesita -fue la respuesta de Teresita.
Juan no supo qué decir, entonces decidió no decir nada, pero la
abrazó muy fuerte.
-¿A qué se deben todos estos agasajos? –inquirió él.
-¿Lo de esta mañana o el postre de anoche? -preguntó ella.
-Ambos –respondió él.
-Pues el desayuno es solo porque te amo, y el postre fue por la
muestra de confianza que me diste al dejarme ir sola a la ciudad, con
tu camioneta -finalizó Teresita.
Juan volvió a sorprenderse, aunque quizás no debería, a esta
altura de las cosas. Ella era una mujer increíble, inteligente, culta, y
sin embargo no confiaba en sí misma. Decidió cambiar de tema, era
un hermoso día, el sol brillaba en el cielo, y por suerte el árbol bajo el
cual se había dormido, aún le daba sombra. Pero le dolía bastante la
cabeza, por lo cual decidió hacer algo.
-Ahora vengo -le dijo a Teresita -voy a buscar algo.
-Yo puedo traértelo ¿Qué necesitas? -preguntó Teresita.
-Un blister de Migral que hay en la guantera de la camioneta, se
me parte la cabeza -dijo él.
Ella se paró y se dirigió hacia la Ranger. Juan no pudo evitar
mirarla, estaba vestida solo con el traje de baño y él no entendía cómo
una mujer tan perfecta podía tener tan baja autoestima. Caminaba
como una princesa, era una princesa.
Pero a pesar de todo esto, sentía algo que le molestaba, no sabía
bien de qué se trataba, pero sentía que iba demasiado rápido quizás.
Algo en su fuero más íntimo, lo incomodaba.
Ella volvió rápidamente con el analgésico y un vaso con agua; él
lo tomó y se bebió toda el agua.
Así, de a poco, le fue dando el desayuno en la boca al tiempo
que ella también desayunaba. Mientras le cebaba mate y le daba
galletitas, también le regalaba caricias, prodigaba sonrisas y ponía
inevitablemente cara de enamorada. Él aceptaba todo eso con
beneplácito.
Cuando se hubieron saciado, ella se sentó sobre el colchón con
las piernas arrolladas hacia un costado e invitó a Juan con un gesto
para que pusiera la cabeza sobre sus muslos, algo que él hizo sin
protestar.
Ella comenzó a acariciarle el cabello con mucha delicadeza,
luego empezó a tocarle el rostro, suave, muy suave, con la misma
elegancia con que las alas de una libélula acarician el aire al volar. Él
había entrado en un éxtasis profundo, era como una situación de
ensueño, un relax que desde hacía muchos años no experimentaba. De
esta manera se sentía en buenas manos, cuidado y contenido, y hacía
mucho tiempo que ello no le ocurría.
La enamorada dama comenzó a hablarle con un tono muy
cariñoso.
-¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo ella.
-Por supuesto.
-¿Por qué te separaste? –dijo Teresita sin dejar de acariciarle el
cabello.
-Porque mi esposa se fue con otro hombre y luego me hizo meter
en la cárcel acusándome de un homicidio intra familiar que no cometí
-respondió él con tranquilidad.
-¿Estuviste en la cárcel?
-Sí, unos cinco años, hasta que pude probar mi inocencia. Allí
me terminé de recibir de abogado -volvió a decir con mucha
tranquilidad.
-Lo que me cuentas es terrible, me imagino cómo debes haber
sufrido, por otro lado, si tú no me lo decías, nunca me lo hubiera
imaginado, no tienes el aspecto de un prisionero.
Juan sintió como una especie de alivio al haber contado esta
cuestión, lo tranquilizaba saber que Teresita no lo condenaba ni lo
juzgaba por haber pasado por aquellas circunstancias.
-Si te hubiera contado que estuve en la cárcel aquella noche que
nos conocimos, ¿Hubieras ido sola a mi casa conmigo? ¿Te hubieras
quedado a dormir?
-En verdad no sé qué decirte; hoy que ya te conozco, ese hecho
de tu pasado no cambia nada, pero si alguien me hubiera hablado de
un hombre que estuvo varios años en la cárcel acusado de homicidio, y
aún no supiera cómo era, es muy probable que hubiera dicho que no.
-Te agradezco tu sinceridad y que confíes en mí; de a poco nos
vamos conociendo -afirmó él.
-Además, en mi país las estadísticas de Internet dicen que las
personas menos peligrosas después de haber estado en la cárcel son
las que han cometido homicidios dentro de su propio entorno, pues
aunque es grave quitarle la vida a un ser humano, estas personas
actuaron por saturación después de muchos años de cosas que los
habían torturado. Esto probaría que para que hicieran algo en tu
contra, deberías molestarlos durante años, de otro modo son
inofensivos -acotó Teresita.
Juan volvió a rascarse la cabeza. No había un solo tema que él
planteara y que ella no supiera desarrollar. Decididamente era una
mujer brillante. Ahora ¿cómo podía ser que siendo tan inteligente y
culta tuviera tan baja autoestima?
Los años de humillación que Teresita había sufrido en su
infancia, obviamente, no podían no dejar mella. Esa vez que su madre
entró en el cuarto de ella y su hermana, y las encontró con el padre…
Una niña de 11 años no está preparada para que le digan
ramera, especialmente si aún no sabe lo que significa la palabra
ramera.
Más adelante, cuando la hermana superiora la atrapó en al
baño del colegio tocándose con una compañerita, los golpes en su
mano derecha con la vara de madera no fueron lo peor, sino lo que
vino después. Desde aquella vez, ella estaba convencida de que era
una vergüenza para sí misma y también para toda su familia, pero hay
cosas que están en la naturaleza y son imposibles de evitar. Sería como
pretender no tener sed, o no tener frío en medio de la nieve.
Juan conocía algo de psicología. Tenía una buena amiga que
ejercía esa profesión y, generalmente, le aclaraba algunas dudas. Aun
así, le resultaba difícil comprender que ella se considerara tan poca
cosa.
En ese momento Diana vino y se echó al lado de ambos, sobre el
colchón, lo cual interrumpió todos sus pensamientos.
-¿Tienes relación con tus hijos aún? -preguntó ella.
-Desde hace un tiempo, no -respondió él.
-Perdona si me entrometo pero ¿Tiene que ver con lo de tu
esposa? –insistió Teresita.
-Sí, y con cuestiones de dinero.
Ella pudo notar que la pregunta lo entristecía, por lo cual
decidió cambiar de tema. Suponía que si Juan había sido lo
suficientemente considerado como para respetar sus tiempos y esperar
todo lo que fuese necesario para que contara por qué escapó de su país
y de su familia, ella debería ser consecuente y respetar los tiempos de
él.
-¿Te molesta hablar de la cárcel? -insistió ella.
-Bueno, no hay mucho para decir –aclaró él.
-Ya lo imagino, pero quisiera saber cómo pudiste soportar todo
aquello –dijo Teresita.
-En primer término, ni hay que dejarse atrapar por ese lugar, o
sea que no debés dejarte influir por el entorno. Segundo, tratar de
llevarse bien con todo el mundo, lo cual no es fácil. Y por último, estar
ocupado siempre en algo y estudiar Derecho para poder hacer tu
propia defensa -respondió Juan.
Teresita lo escuchaba con mucha atención, sentía que ambos
tenían algo en común, que habían compartido el mismo destino, y que
también a ambos la vida les estaba dando revancha con una nueva
oportunidad de ser felices.
-¿Por qué dices que debes hacer tu propia defensa? ¿Acaso el
Estado no te pone un defensor oficial? -preguntó ella.
-Según las estadísticas, cada defensor oficial tiene más de
quinientas personas para defender en forma permanente. ¿Te parece
que pueden hacer una buena defensa? -afirmó él.
Ella asintió, en realidad hizo esa pregunta para constatar lo que
ya pensaba, pues sabía por experiencia propia, que las leyes están
hechas para que las sufran los pobres. Había visto cómo su familia las
infringía en numerosas ocasiones, pero como eran ricos e influyentes,
nunca se les reprochaba nada.
Así continuaron largo rato casi hasta el mediodía. Luego
almorzaron, tomaron café, hicieron el amor muchas veces, y al
atardecer, juntaron todo lo que habían llevado, subieron a Diana en la
parte trasera de la camioneta y volvieron a la ciudad. Eso era lo malo
de tener un trabajo, que los domingos a la tarde, uno debe empezar a
prepararse para el lunes a la mañana.
Estaban muy bien, muy enamorados. Especialmente Teresita,
quien tenía muy claro que lo que más quería en la vida, era pasar el
resto de su existencia al lado de Juan.
Juan también estaba enamorado, pero tenía ese extraño germen
masculino: el miedo al compromiso.
Capitulo 7 - María José

Esa mañana Juan decidió cambiar su rutina de abogado y pasar


por la granja bien temprano. Comúnmente los días hábiles por la
mañana, al igual que casi todos sus colegas, pasaba por tribunales
para revisar los expedientes de los casos que estaba patrocinando. Pero
ese día decidió apartarse un poco de sus hábitos, además, ya había
decidido dejar la profesión para dedicarse de lleno a la producción
agropecuaria.
Mientras iba por la ruta conduciendo rumbo a la granja, mil
cosas pasaban por su cabeza. Teresita no salía de sus pensamientos en
ningún momento. ¿Qué era lo que le pasaba con ella? ¿Estaba bien lo
que estaba haciendo? ¿Si él daba el siguiente paso podrían ambos ser
felices?
Ese “siguiente paso” era lo que le quitaba el sueño. Consistía en
superar su miedo al compromiso y formalizar definitivamente con ella.
Debería comenzar a presentarla como su mujer, considerar la
posibilidad de tener hijos y quizás, si en algún momento ella podía
regularizar su situación legal y divorciarse de su marido, pensar en un
casamiento.
Estaban viviendo en la misma casa sin ser pareja, al menos por
el momento. Era una situación rara. De todos modos no había
demasiada diferencia con los días en que sí lo eran. Teresita le
cuidaba la ropa, preparaba la comida, desayunaban juntos, y hasta
cuando iban a dormir, se deseaban buenas noches con un abrazo que
a veces se hacía interminable.
¿Y qué era lo que lo asustaba del hecho de formar una familia
con Teresita? Ella era una buena mujer, era culta, confiable, además lo
estaba ayudando con sus proyectos. Trabajaba todo el día en la
pastelería, le gustaba lo que hacía, y si bien le pagaban un muy buen
sueldo, lo gastaba casi todo en comprarle cosas y regalos a Juan.
Cuando él le decía que no le regalara más cosas, ella le respondía que
le debía demasiado, que él sin conocerla le brindó todo lo mejor que
tenía, y que ella no era una desagradecida.
Juan aún recordaba aquella noche en que le dijo que necesitaba
tomarse un tiempo para pensar bien las cosas, que le parecía que
estaban yendo muy rápido y que prefería continuar como amigos hasta
aclarar sus ideas.
Teresita sintió que el mundo se caía sobre su cabeza, pensó que
Juan quería romper definitivamente con ella y que al no saber cómo
decírselo, estaba tomando atajos para que ella se diera cuenta. Lloró
amargamente durante largo rato mientras él trataba de calmarla. Esa
noche estuvieron hasta las cuatro de la mañana hablando, ella
llorando y él deshaciéndose en explicaciones. Nunca pensó que ella se
pondría tan mal, tampoco pensaba que estaría tan enamorada.
Juan se sintió como un miserable; fue una de las noches más
amargas de su vida. Más aun, lo atormentaba el hecho de que ella
siempre había sido tan transparente, no le ocultaba nada, siempre le
dijo lo que sentía y ahora lo seguía haciendo.
Quizás ese fuera el error que estaba cometiendo Teresita:
declararse tan enamorada. A los hombres les asusta una mujer que en
modo tan absoluto les declara su amor. Piensan que una vez que
empezaron un vínculo ya no podrán romperlo y si después de un
tiempo descubren que la relación no funciona, les será muy difícil
deshacerla, pues para los hombres es casi imposible explicarle a una
mujer que ya no la quieren y que no quieren volver a estar juntos. La
mujer en cuestión, normalmente llora de un modo desconsolado y
comienza a decir frases que hacen sentir al hombre como el peor de los
canallas.
Por todo esto es que los hombres tratan de no iniciar relaciones
si no están absolutamente seguros de que va a funcionar. He aquí el
problema: que nunca se puede estar seguro de que una relación va a
funcionar.
Por este motivo es que una mujer nunca debe exponer por
completo todos sus sentimientos, o al menos no debe soltarlos así
todos juntos en la cara de su amado como quien suelta una bandada
de pájaros. Debe ir haciéndolo de a poquito, y en lo posible dejar que él
trate de averiguar sobre esos sentimientos. Si está interesado, va a
preguntar, y va a tratar de saber si ella en verdad lo ama.
Por otro lado no debemos olvidar que el hombre es un cazador
por naturaleza, y el cazador es el que persigue a la presa. ¿Puede
alguien imaginar a una liebre que vaya a pararse delante de un cazador
y le diga: -dispárame, quiero ser tu presa? Lo más seguro es que el
cazador dé media vuelta y se vaya, rascándose la cabeza y pensando
que esa es la liebre mas tonta que vio en su vida. Si por el contrario, la
liebre pasa por delante de él, y luego escapa, puede estar bien segura
de que el hombre la perseguirá hasta atraparla. La habilidad que debe
desarrollar la mujer, a diferencia de la liebre, es que debe escapar lo
suficientemente despacio como para que él la alcance. Todo se reduce
al instinto básico y primitivo.
Así, pensando en Teresita, se dio cuenta de que estaba a pocos
metros de la bajada para tomar el camino de tierra que lo llevaba a la
granja.
Últimamente, la granja estaba progresando bastante. La semana
anterior había contratado un matrimonio, quienes serían los nuevos
caseros del establecimiento.
Aún recordaba el día en que llegaron, cuando el Renault 12 de
Adolfo González entró en su establecimiento. Este hombre había leído
el aviso del periódico local, en el cual Juan pedía "matrimonio joven,
para caseros de granja".
González incluyó en el contrato laboral a su mujer, María José,
quien convino en realizar tareas domésticas en la casa de Juan.
Estos jóvenes cónyuges vivirían en la casa que recientemente se
había terminado de construir, a metros de la de su empleador.
La charla en la cual Juan decidió contratarlos no tuvo nada
demasiado especial, excepto si tomamos en cuenta el aspecto físico de
la mujer.
María José medía alrededor de un metro setenta y cinco de
estatura, era delgada, y sus piernas tenían una longitud inusitada. Sus
ojos celestes, perfectamente enmarcados por su tersa y blanca piel, y
su cabello rubio con flequillo, podían dejar sin respiración a casi
cualquier hombre.
Juan todavía tenía fresco el recuerdo de las primeras palabras
que cruzó con ella. La chica, que no debía superar los veinticinco años
de edad, le dio la diestra con firmeza para saludarlo, al mismo tiempo
que sonreía y jugueteaba con su cabello entre los dedos de su mano
izquierda. Esta y otras imágenes lo perseguían por momentos.
Descendió del asfalto y comenzó a transitar por la tierra. Era un
día nublado, en realidad muy feo, parecía que iba a llover.
Llegó a su casa de modo bastante silencioso, su camioneta no
hacía nada de ruido. Descendió y fue derecho a la casa de los caseros
para ver cómo iban las obras. Rodeó la casa y de pronto al llegar al
jardín, se encontró con algo muy agradable, o al menos a él la pareció
de ese modo: María José, vestida tan solo con un bikini rojo y
zapatillas del mismo color, estaba de rodillas con las manos llenas de
tierra poniendo unas plantitas de flores que había comprado en un
vivero.
-Buen día –dijo Juan.
-¡Ay qué susto! –dijo ella sorprendida -no lo escuché llegar.
Debe tener por lo menos cien de busto, pensó Juan, lo cual
sumado a su altura y todos los otros atributos, la convertían en una
escultura viviente.
Ella pareció recordar de pronto su casi desnudez, porque hizo el
gesto de taparse el escote que regularmente hacen las chicas cuando
suponen que un hombre les mira el busto. El problema fue que al
mismo tiempo se dio cuenta de que no tenía con qué cubrirse.
-Discúlpeme Juan, es que no lo esperaba, y hace tanto calor
-explicó ella.
-Está bien, no te preocupes –dijo Juan –a mí no me molesta,
pero si estás incómoda ponete algo. De paso si querés me acompañás a
desayunar. Traje algo rico.
Ella terminó de poner la plantita que tenía en las manos, dejó
las herramientas sobre el suelo y se levantó con la agilidad de una
gacela, salió de inmediato hacia la casa, pero como la puerta del frente
estaba recién pintada, debieron dar un rodeo para finalmente entrar
por la parte trasera.
En los momentos en que debían atravesar alguna puerta, como
buen caballero, él le cedía el paso. Allí quedaban a su vista la espalda y
otras partes de esta mujer, por lo cual él trataba de mirar al suelo, a
veces sin conseguirlo.
Finalmente llegaron a la casa, ella se puso una musculosa
blanca arriba de la bikini y un “shortcito” rojo.
Mientras ella se vestía, Juan fue a la camioneta a buscar las
masitas finas que había dejado en el asiento de la camioneta y que
pensaba degustar con el mate.
Al volver se encontró con la chica parada al lado de la cocina, la
pava en el fuego, y el mate preparado.
Adolfo no estaba, había salido temprano con los albañiles a
buscar materiales para hacer nuevos galpones, pero iban a otra
ciudad, como a unos cincuenta kilómetros de allí y demorarían varias
horas.
La blonda empleada se estaba recogiendo el cabello con el cual
se hizo un rodete y lo ató con una hebilla que tenía en su bolsillo
mientras miraba por la ventana hacia fuera.
-¿Te gustan las masitas con crema? –preguntó él.
-¡Me encantan! -puntualizó ella mientras soltaba una carcajada.
-Estaba muy suelta, sonreía y se reía mucho mientras hablaba.
Decididamente estaba cómoda, se la veía feliz. Contrariamente, cuando
estaba su esposo, ella siempre lo miraba antes de hablar, como si se
sintiera inhibida.
-¿Así que usted es abogado? –preguntó ella -yo me enteré solo
ayer.
-Si lo soy, pero pensé que tu marido te lo habría contado –dijo
él.
-Yo también estudio abogacía –comentó María José –aunque a
este paso, no sé si me voy a recibir.
-La pregunta es ¿Vos querés recibirte? –dijo él.
-Por supuesto, es lo que más quiero en mi vida. Después le voy
a contar porqué –respondió la bella rubia.
Mientras decía esto se escuchó que la pava comenzaba a silbar,
lo cual indicaba que el agua estaba casi a punto. En silencio ella
comenzó a cebar el primer mate, lo tomó e hizo un gesto de aprobación.
-¿Me deja que cebe yo? -preguntó ella.
Juan asintió con la cabeza mientras miraba a esta chica al
mismo tiempo que pensaba en Teresita. Comenzó a compararlas. Si
bien Teresita tenía varios años más de edad, también tenía una piel
más suave. En cuanto al cuerpo, la morocha nada tenía que envidiarle
a esta rubia. Las dos tenían ojos claros y el cabello era diferente, pero
ambas muy lindas. Se sentía atraído por esta chica, pero
decididamente, estaba enamorado de Teresita.
-Contame de tus proyectos –dijo él.
-Me acuerdo que tenía varios, pero hace tanto tiempo, que ya los
recuerdo poco y borrosamente -dijo ella -me conformaría con recibirme
de abogada, y aun eso lo dudo.
-No entiendo por qué -retrucó Juan -uno no debe renunciar a
sus sueños, además, la universidad está cerca, y yo puedo prestarte
libros y apuntes. ¿Qué más podes necesitar?
-Quizás alguien que me apoye, que me diga que lo que estoy
haciendo está bien -respondió la chica.
Mientras decía esto, ella bajó la mirada, evidentemente, estaba
triste.
-Tenés a tu marido –observó él.
-Mire, la verdad, sé que queda mal que una mujer critique a su
esposo, por lo cual voy a pedirle absoluta reserva -dijo ella mientras
se ponía muy seria -pero él, aunque es un hombre honesto y
trabajador, es muy cerrado, en todo sentido.
Era lo que Juan había imaginado desde el primer día. Esta
chica, con toda su gracia y su belleza, seguramente escondía alguna
historia triste, quizás hasta trágica.
-Mirá, si te sirve saberlo -dijo Juan -a mí me gusta conversar
con vos, sos muy buena compañía, así que cuando quieras hablar
podés contar conmigo, además tenés mi apoyo para seguir
estudiando.
-Se lo agradezco mucho, pero mi marido no quiere que estudie,
él es muy a la antigua, y en cuanto a conversar, a mí me encanta
hacerlo con usted, porque puedo hablar de cosas que me interesan,
pero con eso también tengo que tener cuidado porque él es muy
celoso y no quiero tener problemas.
Mientras decía estas últimas palabras, ella se tocaba un
moretón que tenía en la pierna izquierda un poquito más abajo del
glúteo. Juan había hecho hace muchos años, un curso de
neurolingüística o lenguaje corporal, y lo que estaba pasando ahora,
era que ella estaba relacionando los celos de su marido con ese
moretón.
La sumatoria de estas cosas indicaba que seguramente, él la
golpeaba, tema que lo enervaba terriblemente. Juan no soportaba
que maltrataran a una mujer.
-Contame de tu vida anterior, antes de que te casaras, por
ejemplo -dijo Juan -¿en qué trabajabas?
-Era modelo de pasarela, y en algunas ocasiones, manejaba los
camiones de mi papá -respondió la chica de ojos celestes.
Él quedó asombrado, una chica que estudia derecho, maneja
camiones y además puede modelar ropa sobre una pasarela.
Decididamente, esta era una mujer interesante. Pero quedaba la
pregunta del millón ¿Qué estaba haciendo allí con un hombre que no
la entendía, en el medio del campo, preparándose para ser una
granjera? Esto era raro a la vez que interesante.
-Se me ocurren unas mil preguntas. ¿Te molesta si empiezo a
hacerlas? -aclaró él.
-Puede preguntar lo que quiera -respondió ella -en realidad me
gusta que alguien se interese por mi vida. Llegué a pensar que a nadie
le importaba ya de mí.
Entonces Juan comenzó a preguntar y ella a responder. Ambos
estaban cómodos con la compañía del otro.
María José le contó que ella era hija única, y que sus padres
habían muerto tiempo atrás. Su padre tenía dos camiones un poco
viejos, pero fue juntando dinero con los años y el trabajo, y había
reunido lo suficiente para comprar dos camiones Scania casi nuevos.
El problema era que debía vender los dos camiones viejos en
forma particular, luego aunar esa cantidad con sus ahorros, y así
dirigirse a la agencia que se los vendería.
Vendió los camiones y puso el dinero en el banco por dos o tres
días. Tenía miedo de que le robaran, pero no contó con los ladrones
que estaban por el Banco Central. La mala suerte quiso que en ese
momento el gobierno nacional hiciera el corralito, con lo cual este
desdichado hombre perdió los ahorros y el capital de trabajo de toda
su vida.
Casi enloqueció. Comenzó a enfermarse, fue empeorando
rápidamente, decía que ya no quería vivir, y finalmente, después de
algunos meses de agonía, murió. Misteriosamente desarrolló un
cáncer en tiempo récord, y esa fue la causal de su muerte. Los
médicos no se explicaban cómo había ocurrido todo tan rápido.
También manejaban la hipótesis de que el tumor ya estuviera en él,
pero aceleró su desarrollo con la situación angustiante. Es sabido que
las situaciones de stress agudo disminuyen notablemente las
defensas del cuerpo.
-¿Cómo fue que conociste a tu marido? Digo, porque parecen
una pareja despareja -afirmó Juan.
-Era uno de los choferes de mi papá -aclaró María José -y por la
tranquilidad de mi padre me casé con él.
La chica se explayó sobre el tema. Cuando aún tenían los
camiones, debido al trabajo, Adolfo pasaba mucho tiempo en su casa,
además de algún viaje corto que compartieron en uno de los
vehículos. Su padre le tenía aprecio, pues era un hombre responsable
y trabajador, tanto, que le pareció que sería un buen yerno.
El señor Viccenti, padre de María José, era un hombre chapado
a la antigua, italiano de nacimiento, había venido a la Argentina
siendo niño. Había trabajado toda la vida, y construido su familia a la
vieja usanza, la mujer en la casa, y el marido trabajando de sol a sol.
Como toda persona mayor, se resistía a los cambios, y pensaba
que para su hija lo mejor era el modelo tradicional.
Cuando perdió todo, al enfermar, se dio cuenta de que le
quedaba poco tiempo de vida, y veía que su hermosa hija podía
quedar sola, en la indigencia económica, y librada a todo lo peor que
tiene este mundo. No lo pensó demasiado, le pidió a su hija que se
casara con Adolfo, porque solo así él se moriría tranquilo.
Ella se angustió mucho, realmente no quería casarse con nadie
en aquel momento, pero ante la insistencia de su padre, a quien
amaba profundamente, decidió acceder, y se casó.
El anciano transportista parecía haber hecho un esfuerzo
sobrehumano para ver la boda, y luego perecer tranquilo. Falleció a
los pocos días de la ceremonia.
Luego del luctuoso episodio, María José lloró no solo la muerte
de su amado progenitor, sino también la pérdida de su libertad. Ahora
era una señora casada que debía obedecer a su marido.
Adolfo no volvió a conseguir trabajo como chofer, lo cual era su
oficio habitual, lo que lo llevó al interior de la provincia, y
posteriormente a la entrevista de trabajo con Juan.
Así, el granjero abogado entró en conocimiento de lo más
relevante de la vida de su empleada. Triste historia, pensó, pero
quizás a tiempo de tener un final feliz.
-¿No tuviste ocasión de seguir trabajando como modelo? Tengo
entendido que ganan bien -afirmó él.
-¿Y usted cree que Adolfo me dejaría? Es igual o más chapado a
la antigua que mi papá -replicó ella.
Juan sacudió la cabeza como si quisiera decir que era obvia la
respuesta, pero aun así, no estaba de acuerdo.
-¿El te golpeó alguna vez? -preguntó él.
Ella solo bajó la mirada y se abocó a cebar el próximo mate, al
tiempo que una nube de sombras se esparcía por su rostro, los ojos se
le empezaron a llenar de lágrimas, y en cuestión de dos o tres
segundos, las escasas lágrimas dieron lugar a un torrente de llanto
que hizo que Juan se estremeciera.
La chica comenzó a lamentarse de su mala suerte, y a decir que
se sentía una desgraciada, que su vida era un infierno, pero que no
sabía cómo salir. Lamentaba haber accedido a casarse pues, si no lo
hubiera hecho, hoy quizás sería una modelo muy bien pagada, y le
faltaría poco para recibirse de abogada, que era lo que más quería en
la vida.
Él, con su cortesía de siempre, no pudo menos que acercarse a
consolarla, enjugarle las lágrimas con su pañuelo, y tratar de
confortarla.
Con el llanto y la conversación, no se dieron cuenta de que
Adolfo con los demás peones ya habían regresado. De pronto se abrió
la puerta de la cocina y el celoso marido ingresó a la casa.
Para infortunio de todos, María José estaba abrazada del cuello
de Juan, mientras su generosa anatomía se encontraba adherida al
cuerpo de su patrón, todo esto, al tiempo en que el empleador le
acariciaba a ella el pelo. Era obvio lo que aparentaba ser, e imposible
explicar que se trataba de lo contrario.
-¡Yo sabía, yo sabía que esto iba a pasar! -exclamó Adolfo
totalmente desencajado.
-No es lo que vos pensás, dejame que te explique -le decía María
José mientras se acercaba a él.
En el preciso momento en que ella se acercaba al ofuscado
esposo, él le dio un golpe de puño cerrado en plena cara a su mujer,
mientras que el dueño de casa se esmeraba por impedirlo, pero sin
haberlo conseguido.
-Mi madre siempre me decía que no me casara con vos porque
eras una puta -gritaba Adolfo -esta fue la última que me hiciste, ya
estoy harto de que me metas los cuernos. ¡Puta!
Justo en el instante en que el despechado consorte terminaba
de pronunciar dicho insulto, Juan, con una velocidad increíble, sacó
un derechazo que fue a impactar en el rostro de su empleado, quien a
partir de ese momento, pasaba a ser su ex empleado.
-¡Mientras yo esté acá, nadie va a insultar a una mujer, y mucho
menos le va a levantar la mano! -decía Juan en tono muy fuerte
-pedile perdón por lo que dijiste.
Adolfo se negaba a ello, argumentando que lo menos que podía
hacer era insultarla, y que en verdad debería matarla para cobrarse lo
que él llamaba una infidelidad.
Tantas estupideces juntas colmaron la paciencia de Juan.
Cuando era adolescente, él había estado en el Ejército, lo cual le
había formado un carácter bastante firme; así, se rehusaba a pasar
por alto ciertas situaciones. A su vez, la formación militar, le había
forjado una paciencia casi infinita, pero que en realidad tenía un
límite, y en este instante, acababa de ser rebalsado.
Veloz como un rayo fue a su camioneta y volvió con una pistola
Browning 9 milímetros, que había comprado con su primer sueldo de
suboficial.
-Pedile perdón porque te mato -le gritaba Juan a Adolfo
mientras le apuntaba a la cara -¡Arrodillate y pedile perdón!
Como el descontrolado esposo se negaba a hacer lo que Juan le
ordenaba, este, aprovechando que había una puerta abierta, apuntó
hacia fuera, e hizo tres disparos al aire, y el rebelde se arrodilló
inmediatamente para pedir disculpas por su exabrupto.
En la academia militar, Juan había aprendido que el estampido
de los disparos asusta e intimida a todas las personas que no están
familiarizadas con ellos, por eso durante el período de instrucción,
mientras iban haciendo carreras y cuerpo a tierra, los entrenadores
iban al lado de los nuevos aspirantes realizando disparos al aire con
armas de grueso calibre para que se acostumbraran a las
detonaciones.
Fue un momento muy tenso y en extremo desagradable, María
José lloraba, Adolfo estaba blanco del susto, y Juan no sabía qué
hacer.
Finalmente el dueño de casa le comunicó a su trabajador que
estaba despedido a partir de ese momento, y le pidió a la chica que lo
acompañara afuera por un momento.
Él ya imaginaba cuál sería la elección de la bella mujer, pero le
pareció correcto preguntárselo en modo formal. Requerida su opinión
acerca de si deseaba quedarse en esa casa y seguir trabajando allí,
ella dijo que sí.
Juan le prometió a su nueva amiga que él le facilitaría las cosas
para que pudiera terminar sus estudios y convertirse en abogada, solo
tendría que realizar algún tipo de trabajo en el lugar para seguir
percibiendo un sueldo.
En realidad esto no fue más que la gota que derramó el vaso,
pues esta pareja ya venía gastada desde el inicio, nunca coincidieron
en nada, y en realidad, para convivir de esta manera, en donde los
dos estaban incómodos, fue mejor que se separasen.
Juan le pidió al hombre que en lo posible sacara de allí sus
cosas en ese mismo momento, y que le dejara un número de cuenta
bancaria pues al día siguiente, él le depositaría una cantidad de
dinero como indemnización, y que debía dejar también un domicilio
donde recibir notificaciones legales. Finalmente le aclaró que si volvía
a acercarse a María José, él como abogado y su empleador, debería
realizar la denuncia penal por lesiones agravadas por el vínculo.
Una hora mas tarde, Adolfo miraba ese lugar por última vez,
subía a su Renault 12 y ponía rumbo a la casa de su madre en las
cercanías de San Isidro.
La blonda modelo aún temblaba, había sido una situación muy
violenta para ella. Incluso para el dueño de casa no fue nada
agradable, a pesar del temple que poseía, le chocaban mucho las
discusiones como esta. Lo que ocurrió fue que no toleraba ver que
maltrataran a una dama. Eso lo saca de sus cabales, es capaz de
convertirse en Rambo.
-¡Gracias! -dijo ella mientras abrazaba a Juan -nunca me
habían defendido así. ¡Desde que murió mi papá me sentía tan sola!
Usted es un santo.
Juan le dijo que no era para tanto, que no tenía nada que
agradecerle.
De todos modos, ella seguía estando muy agradecida, ese
sencillo o complejo momento (según como se lo viera) le había
cambiado la vida para siempre. Ahora, con un empleo, libre del
cavernícola de su marido, y con un mentor que la guiara un poco para
poder terminar la carrera universitaria… ¡Esto parece magia! -pensó
ella. Parecía mentira que dos horas antes estaba totalmente
apesadumbrada, sin saber qué hacer con su vida, pensando que solo
le esperaban sufrimientos y fracasos.
Son esas cosas raras que la vida nos muestra de vez en cuando:
estamos en el fondo del mar, próximos a la muerte, y de pronto una
fuerza mágica y misteriosa nos eleva a lo más alto de la gloria. Lo más
curioso es que cuando ello ocurre, no entendemos por qué.
En un momento, María José se atrevió a acariciar un sueño que
había estado olvidado en el más recóndito de su corazón.
-¡Ay, creo que hasta podría…! No, en realidad sería mucho pedir
-exclamó ella con entusiasmo al principio, pero con desánimo al final.
-¿Podrías qué? -preguntó Juan intrigado.
La chica explicó que en un rapto de euforia, se había atrevido a
pensar que podía tal vez volver a hacer algún trabajo de modelaje, en
los fines de semana, cuando no hubiera tareas en la granja, pero que
inmediatamente recapacitó, y se dio cuenta de que no podía abusar
así de la buena voluntad de su patrón. Ya era mucho con que la
ayudara a estudiar.
-Si querés trabajar en otra cosa los fines de semana, y mientras
eso no entorpezca tus tareas, yo no tengo problemas -le aclaró él -sos
una mujer adulta, podés hacer lo que vos quieras.
María José comenzó a saltar de felicidad como si fuera una nena
de cinco años, y mientras saltaba daba pequeños gritos de alegría, los
ojos le brillaban nuevamente, pero de felicidad. De pronto parecía
haberse olvidado del mal rato, la trompada que le dio su esposo, y
hasta de los disparos.
Otra mujer que salía del infierno para pasar a una vida mejor,
pero en este caso, ella no había tenido las fuerzas para tomar la
decisión. Debió esperar que el destino pasara por su puerta a darle la
mano para salir de su prisión.
El destino. Misterioso sujeto si los hay. A veces dibuja caminos
tan curiosos, saca gente del fango y los eleva al paraíso, y en otras
ocasiones, toma a algunas personas que están en las alturas y las
arroja a lo más profundo de un pozo.
Es difícil comprender por qué pasan estas cosas, tal vez la mejor
explicación sea la de Teresita, quien sostiene firmemente que todos
tenemos un destino marcado, y que aunque podamos estirar la mano
en el momento adecuado para que nos saque de las profundidades, es
él (el destino) que debe pasar cerca de nosotros.
¿Por qué a algunos los favorece y a otros no? Quizás deberíamos
adherir a la teoría del boomerang, la cual sostiene que el universo le
devuelve a uno todo lo que uno envía. Si hacés el mal, este te es
devuelto. Por el contrario, si vas por la vida tratando de ayudar a
otros, en el momento en que más lo necesites, el bien que hiciste a tu
prójimo volverá y te salvará.
Costaba creer que su padre, con la mejor de las intenciones, y
creyendo que la ayudaría al presionarla para que se casara con aquel
hombre, casi la había condenado a un infierno para toda la vida. Si no
se hubiera generado esta situación fortuita, es altamente probable
que María José se hubiese convertido en un ama de casa llena de
niños, cocinando y lavando ropas todo el día, y llorando por las
noches y a escondidas por todo lo que podría haber sido y no fue.
Por otra parte, podríamos adherir a la teoría de la
reencarnación, según la cual, las cosas que pasan ahora, ya pasaron
antes, por lo tanto, deben ocurrir indefectiblemente y, de ese modo se
repetirán por toda la eternidad. ¡Vaya uno a saber!
La joven retomó la carrera de derecho estudiando por las
noches, mientras que durante el día decidió adoptar como tarea fija el
manejo del camioncito que Juan había adquirido para realizar el
reparto de los huevos y otros productos que comenzaban a generarse
en ese establecimiento.
Esto, sin perjuicio de que algunos fines de semana, cuando
había algún desfile de modas cerca de allí, la llamaban para pasar
ropa, y con esto obtenía un dinero extra que le era útil para la
compra de libros de estudio que eran, en realidad, muy caros.
La vida de ella había cambiado radicalmente, y en menor
medida también la de Juan. Por las noches, después de cenar,
cuando él se quedaba en la casa del campo, ella acudía a realizarle
consultas sobre el estudio. Esto se fue tornando rutina, hasta que
una noche pasó lo que por lógica tenía que ocurrir.
Entre mate y mate, compartiendo el mismo tiempo y espacio,
además de intereses comunes, las miradas se fueron tornando más
profundas, los roces de piel más frecuentes, y cuando aquella noche,
un silencio acompañó a una mirada durante más de diez segundos, lo
siguiente fue un beso apasionado y el resto es imaginable.
Él se sentía seducido por la belleza de ella desde hacía mucho
tiempo. Esto era obvio y evidente, con todos los atributos de la blonda
muchacha que estaban a la vista.
Por su parte, María José encontraba en él varias cosas juntas,
en un mismo hombre. Por un lado la protección que otrora le hubiera
proporcionado su padre, él la cuidaba y la protegía. Al mismo tiempo,
Juan era un hombre agradable y atractivo para las mujeres, y por
último, estaba esa cuestión infalible de la cercanía y los intereses
comunes.
Desde que Adolfo se marchó, ambos se dedicaban casi a las
mismas cuestiones: el derecho, la producción de la granja y el tiempo
compartido después de la cena. Todas estas cuestiones son imbatibles
en la formación de una pareja.
Las encuestas de casi todo el mundo refieren con indubitable
precisión que un altísimo porcentaje de las parejas se forman en los
ámbitos de trabajo. Dichas estadísticas explican que las personas,
aunque convivan con sus parejas, o incluso estén casadas, pasan más
tiempo con sus compañeros de trabajo que con su cónyuge.
Paralelamente, influye el hecho de tener las mismas preocupaciones y
temas de conversación, y sumado a esto, que llegan a conocerse
quizás mas íntimamente que con sus parejas. Uno le oculta algunos
defectos a su esposo o esposa para evitar una posible ruptura o
desencantamiento, en cambio al compañero o compañera de trabajo,
no se le esconde nada, porque ¿qué habría de perderse? En el peor de
los casos, si a esta persona no le gusta nuestra verdadera
personalidad, lo peor que podría ocurrir es que no volviera a dirigirnos
la palabra.
He aquí la radiografía de un gran error, el ocultar cosas a
nuestras parejas. Al desnudar nuestra alma ante el compañero de
tareas laborales, en el noventa por ciento de los casos somos
aceptados, incluso cuando contamos aspectos muy malos de nuestro
interior. Esas confesiones pueden, en principio. generar algún
rechazo, pero como no tenemos nada que perder, en poco tiempo más,
explicamos el porqué de esa forma de ser, y allí viene la aceptación
total.
Quizás la explicación del porqué de este "desnudar el alma", que
lejos de dañar, refuerza los vínculos, se encuentre en el hecho de que
al haberle contado nuestras más crueles intimidades, el otro tendrá la
sensación de que ya no le ocultamos nada, y si no le ocultamos
absolutamente nada, significa que puede confiar en nosotros, pues a
los ojos de esa persona, nos hemos vuelto previsibles y saben todo lo
que pueden esperar de nuestro proceder en cada situación.
Previsibilidad y confiabilidad, valores altamente cotizados en las
relaciones humanas de toda índole, pero más aún en las parejas.
Por solo citar un ejemplo: una mujer que tiene fama de infiel,
seguramente resultará poco confiable para la mayoría. Pero
planteemos una situación hipotética: a través del tiempo, ella
desarrolla empatía y buena comunicación con un compañero de
trabajo, y en primer término, le confiesa que en realidad, ella sí le es
infiel a su marido. En principio lo confesó porque "a alguien se lo
tenía que contar." Luego, al ver que su compañero no la apedrea como
a María Magdalena, decide que el sujeto es confiable y que puede
contarle el resto, y al margen de referirle algunos detalles de sus
aventuras, también le explica el porqué de sus infidelidades. Luego
de muchos cafés y algunas lágrimas, esta mujer explica que su esposo
tiene una amante adolescente, que la maltrata verbalmente a diario,
que la humilla en público cada vez que tienen una reunión de amigos,
y que la amenaza con que "si no le gusta esa vida, que haga el bolsito
y se vaya a vivir a una plaza" porque el departamento es de la mamá
de él. Y ella esta sola en este mundo, por lo cual no tiene dónde vivir.
En poco tiempo, la mujer pasa a ser la víctima, y el supuesto
"santo" (el marido engañado) de la historia pasó a ser casi tan
repulsivo como Jack el destripador.
Ahora, el copartícipe laboral sabe todo acerca de ella, sabe que
no es mala, sino que sobrevive como puede dentro de la realidad que
le toca vivir. Por otro lado, valora enormemente la sinceridad de ella,
la confianza que le demostró al confesarle sus más íntimos secretos.
Él siente que puede confiar en esa chica.
El epílogo seguramente será que ese compañero, conmovido
hasta las lágrimas, le pide que se vaya a vivir con él, y muy
probablemente en algunos años estén casados para toda la vida,
felices y criando hijos.
¿Por qué nos empeñaremos en ocultar nuestros defectos a
nuestras parejas?
Algo similar ocurrió en esta dupla, María José confió en Juan, le
confesó sus más íntimos secretos, al punto de reconocer que en
efecto, le había sido infiel a Adolfo algunas veces. Obviamente,
también explicó el porqué de aquellos hechos. En otras
circunstancias, quizás se hubiera formado una pareja indisoluble,
pero el destino hizo una más de sus jugadas maestras, mandó
primero a Teresita a que se cruzara en la vida de Juan.
Desde aquella noche en que hicieron el amor, ambos se llevaban
muy bien. Todas las noches cenaban juntos, y de sobremesa,
charlaban largo y tendido sobre la ley y sus bemoles, durante el día se
ocupaban de hacer que la granja funcionara, y algunos fines de
semana, cuando ella tenía desfile, él la acompañaba. Un detalle
destacable es que no lo hacía por compromiso, sino que Juan en
reiteradas ocasiones había pensado en poner una fábrica de ropa para
mujeres, y posiblemente, algunas boutiques para vender su
producción. Esto lo llevaba a interesarse por el negocio de la ropa
femenina, pues no descartaba en algún momento realizar ese
proyecto.
Todo funcionaba bien, excepto el detalle de que él no podía
olvidarse de Teresita. Lo más fuerte, es que tampoco quería olvidarla.
Seguramente por el hecho de que su relación con María José
estaba basada en la confianza absoluta, Juan decidió ser totalmente
sincero desde un principio. Le confesó a su amiga que seguía
enamorado de la mexicana, y que podían pasar los momentos más
hermosos de sus vidas seguramente, pero eso no iba a cambiar los
sentimientos que tenía arraigados en su corazón. Teresita había
echado en el corazón de este hombre raíces tan profundas como un
roble.
La bella modelo aceptó estas reglas de juego, y agradeció la
sinceridad de él. Tenían de verdad, una relación muy sólida. Pasaron
días maravillosos juntos, se hicieron compañía mutuamente en un
momento en que ambos lo necesitaban, pero con el tiempo, la herida
comenzó a sangrar, Juan estaba cada vez más enamorado de la
morocha de ojos verdes.

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