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Es Él el primero en laborar por esta restauración: a tal efecto envía a su Hijo, “Dios verdadero

y verdadero hombre”1. En cuanto Dios, Jesucristo es la imagen del Señor invisible y resplandor de su
gloria (Col. 1, 15; Hb. 1, 3): imagen adecuada y sustancial de las eternas perfecciones; Dios perfecto,
luz purísima sin mácula, engendrada por la luz. Como hombre es igualmente perfecto, el más hermoso
indiscutiblemente de los hilos de los hombres, con un alma inmaculada, adornada de la plenitud de la
gracia. Es el Hijo muy amado, en el cual se reconoce el Padre, la obra maestra de toda la creación, y
el objeto de todas las complacencias del mismo Padre.
He aquí el tipo, el ejemplar que debemos reproducir en nosotros, para rehabilitamos,
embellecernos divinamente y ser admitidos en el reino celestial. ¡Cuántas veces no habremos
meditado estas verdades! Por voluntad divina, Jesucristo es la forma misma de nuestra predestinación:
“Dios nos predestinó para que nos hagamos conforme a la imagen de su Hijo” (Ro. 8, 29).
La “nueva criatura” (Gal. 6, 15) que constituye el hijo de adopción en Cristo, se presenta a los
ojos de Dios como la imagen del Hijo muy amado. Dios desea ardientemente que nos asemejemos a
Jesucristo del modo más perfecto posible; consiste, por consiguiente, todo el método del arte espiritual
en tener la vista del alma siempre fija en Jesucristo, nuestro modelo, ideal humano-divino, para
reproducir en nosotros todos sus rasgos. De esta manera rehabilitamos nuestra naturaleza para que
recobre su prístina belleza, y nos aseguramos así el agrado y bendiciones del Padre celestial, que
reconocerá en nosotros a “los muchos hermanos de su primogénito” (Ro. 8, 29).
Dirá alguno que por el bautismo borramos el pecado original “y nos revestimos de Jesucristo”
(Gal. 3, 27). Ciertamente; mas, entonces, sólo se nos comunicó un germen divino, principio de nuestra
asimilación progresiva; y quedaron en nosotros tendencias dañinas, aptas para traducirse en actos
pecaminosos que desfiguran el alma, Todo el trabajo de un alma que se afana en adquirir la perfección,
debe dirigirse, pues, por una parte a borrar esas manchas y dominar aquellas tendencias, y por otra,
en troquelar en sí misma por la práctica de las virtudes la imagen de Jesucristo. ¿Qué es, en efecto,
un cristiano? Otro Cristo, responde toda la Antigüedad. Y Jesucristo, ¿qué es? El hombre-Dios. ¿Y
qué hace? Muere para destruir el pecado, y nos comunica la vida que posee en su plenitud; tal es todo
el programa que señala san Pablo al neófito en el día en que por el bautismo se constituye discípulo
de Cristo: renunciar al pecado y participar de esta vida divina. “Consideraos muertos al pecado, más
vivos para Dios en Jesucristo” (Ro. 6, 11). He aquí resumida toda la obra cristiana y compendiada
toda la ascesis religiosa.
Sin ningún género de duda, san Benito toma este punto de partida para la perfección que han
de desplegar sus monjes. El cristiano por la gracia de Cristo muere al pecado y vive para Dios; el
monje debe realizar este mismo programa hasta su completo remate, Como el simple cristiano, es hijo
de Dios, invitado a una felicidad eterna; tiene por jefe a Cristo y su gracia como sostén. Sin embargo,
aunque para ambos es uno mismo el punto de partida, el monje va más allá para llegar a una felicidad
eterna que, siendo sustancialmente la misma, admite infinitos grados posibles. El simple fiel muere
para el pecado: el monje, por los votos, renuncia a la criatura y a sí mismo. El simple fiel debe, por
la gracia, vivir para Dios; el monje ha de aspirar a la caridad perfecta, que excluye todo móvil humano.
Debe realizar la vida cristiana en toda su plenitud; por eso debe haber en él un grado de “muerte” más
profundo, pero juntamente un grado de “vida” más intenso que en el simple fiel: a la observancia de
los preceptos, indispensables para alcanzar la vida eterna, junta la de los consejos, que constituyen el
estado de perfección: de esa manera será en él la vida cristiana más perfecta y vigorosa.
Escuchad cómo el mismo santo Patriarca nos presenta estas ideas; hace, ante todo, oír al monje
la voz divina, expresándose así: “Buscando el Señor a su obrero entre la muchedumbre, dice: “¿Quién
es el hombre que desea la vida y ansía disfrutar días felices?” Ahí está indicado el objetivo: la vida
divina, la bienaventuranza del mismo Dios compartida acá por la fe, y después en los esplendores de
la luz indefectible”. “Y si tú –continúa el Santo–, oyendo su voz, respondieres, Yo, te replicará el
Señor: “Apártate del mal y obra el bien: busca la paz y síguela”2. Está en esto caracterizada la doble

1 Símbolo atribuido a san Atanasio.


2 Prólogo de la Regla.
obra a que nos invita san Benito mientras vivimos en el monasterio: “Evitar el mal y hacer el bien”,
y con esto “conseguir la paz”; he ahí resumido por él, en términos generales, el arte espiritual.
Considera, pues, san Benito la santidad monástica como un desarrollo normal, pero plenario,
de la gracia bautismal: su espiritualidad proviene directamente del Evangelio, del cual está
impregnada, siendo éste el que le comunica el carácter de grandeza, simplicidad, suavidad y fortaleza
que le es peculiar.

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