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La intervención de los poderes públicos sobre los vagos y mal entretenidos desde el
período colonial tardío hasta la conformación inicial del Estado Nacional.

Para entender la persecución penal del consumo de drogas en Argentina es

preciso situar la constelación de instituciones y actores vinculados al orden público que

llevaron adelante las políticas de ordenamiento del territorio y la población durante el

proceso de conformación del Estado Nacional. Las raíces del actual proceder de las

agencias policiales con los sujetos en estado de intoxicación por consumo de sustancias

presenta similitudes estructurales con el tratamiento que recibieron en el período

colonial tardío los denominados “vagos” y “mal entretenidos”.

Para el análisis de este proceso se considerará una dimensión temporal

organizada en tres etapas: en primer lugar, el período tardo-colonial, que comprende los

años que trascurren entre el establecimiento del Virreinato del Río de la Plata en 1776

hasta la denominada Revolución de Mayo de 1810. En segundo lugar, el proceso que va

desde la independencia de la Corona Española hasta el final de la Confederación

Argentina con la Batalla de Caseros en 1852. Por último, las décadas de la

consolidación del Estado Nacional desde la sanción de la Constitución de 1853 hasta su

forma actual.

La unificación del Reino de España a finales del siglo XV representó un desafío

por partida doble para sus gobernantes: en primer término, consolidar en la península

ibérica el orden político alcanzado con la unión en matrimonio de Fernando II de

Aragón e Isabel de Castilla. En segundo lugar, expandir la presencia de la Corona hacia

nuevos territorios. Si bien ambas empresas encarnaron desafíos significativos para la


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consolidación de las aspiraciones reales, el gobierno sobre las tierras distantes de la

España ultramarina exigió fundar una nueva tecnología de control político capaz de

arraigar la autoridad monárquica a través de un océano.

La distancia que suponía la separación entre ambas tierras implicaba el peligro

de disolución de la capacidad de administración sobre una geografía extensa, pródiga y

lejana a los férreos controles políticos. La gestión de gobierno en suelo americano

exigía sostener a la distancia la fidelidad de los representantes del poder con el Reino y

trasladar a la población esta obligación de reconocimiento de autoridad.

En relación a la lealtad de las autoridades ultramarinas para con sus monarcas,

la estrategia de éstos últimos radicó en el otorgamiento de ventajas comerciales en la

explotación de los recursos, posesión personal de tierras conquistadas y reconocimiento

de títulos de representación política y nobiliarios1. En cuanto al gobierno sobre las

poblaciones locales, la Corona reconocía como factor de riesgo en el Nuevo Mundo que

el vagabundaje se consolidase como modo de vida en un espacio alejado de la mano

reguladora de la autoridad, a que se propagase como “mal ejemplo”. Para el ojo europeo

las nuevas tierras eran exuberantes y caóticas, lo cual conllevaba una débil disposición

al trabajo de la población nativa y el peligro de contagio de esa laxitud a las conductas

de sus propios agentes.

1
El documento Capitulaciones de Santa Fe, del 17 de abril de 1492, es un claro ejemplo de la política de
anexo de los territorios conquistados al Reino de Castilla y Aragón y el otorgamiento de patentes de
explotación y reconocimiento político como representante de los Reyes de España a quienes se aventurasen
a nuevas tierras. En el mismo los Reyes de España le otorgan a Don Cristóbal de Colón beneficios y
potestades en “todas aquellas islas y tierras firmes que por su mano o industria se descubrirán o ganarán en
las dichas Mares Océanas para durante su vida, y después dél muerto”.
http://www.archivomunicipaldesantafe.es/upload/images/a/af/capitulaciones.pdf [en línea].
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La solución ensayada para forzar el gobierno del nuevo territorio y su gente fue

la replicación de las instituciones y leyes que ayudaron a organizar el propio dominio

continental durante la consolidación del reino de Castilla. En tal sentido, Agustín

Casagrande (2012) refiere que la legislación española del siglo XIII ya colocaba como

objeto de persecución a los “ociosos, vagos, gitanos y falsos mendigos” (38).

El edificio legal e institucional para el control del “Nuevo Mundo” estuvo

conformado por tres grupos de actores: en primer lugar, las autoridades políticas

designadas por el Rey, en segundo término los miembros de las diversas compañías

religiosas que acompañaron el proceso de conquista, y por último, las instituciones de

gestión de los asuntos municipales, a cargo de los vecinos que comenzaban a poblar y

asentarse en estas tierras.

Esta constelación de representantes del orden trajo aparejada conflictos de

competencia. El historiador Juan Carlos Garavaglia (2009) señala el papel

preponderante del “cura párroco” en el proceso de gestión de los nuevos territorios. Este

estaba presente en la gran mayoría de los actos administrativos significativos en la vida

de todo súbdito de la Corona, desde el registro de nacimientos y bautismos, los

casamientos -con previa indagación por parte del religioso sobre el estado civil y

composición familiar de los contrayentes-, hasta la misma muerte, en la que su

investidura guiaba las exequias. En palabras del autor, “pareciera que todo comenzaba

y terminaba bajo la mirada vigilante del párroco” (2009: 90). Tampoco eran
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infrecuentes las situaciones en las que los curas párrocos actuaban como auxiliares de la

justicia 2.

En cuanto a las funciones de gobierno depositadas en los vecinos, los “Alcaldes

de la Santa Hermandad” constituyeron figuras destacadas en la administración de

Justicia desde el inicio mismo de la colonización del continente. Sus orígenes se

remontan hacia finales del siglo XIII y su función original radicaba en el control de los

caminos entre los poblados, a través de “la vigilancia en despoblado para proteger a

los mercaderes y viandantes y perseguir a los delincuentes” (Lopez Martínez, en

Garavaglia, 2009: 93). La organización de los Alcaldes constituía una magistratura

menor, ligada de manera directa al proceso de organización administrativa del territorio.

Para la organización de la administración de justicia, las grandes ciudades en

España contaban con una Magistratura central bajo la forma de Chancillería y de Reales

Audiencias. Para acción judicial efectiva en cada territorio las ciudades se dividían a su

vez en quartels y barrios, permitiendo a las autoridades lograr un conocimiento directo

de las tensiones propias de la vida comunitaria. En cada una de estas unidades

territoriales menores los vecinos elegían por término de un año a sus Alcaldes,

denominados también Alcaldes de Barrio, quienes respondían a la lógica del Judex

Pedaneus, esto es, la administración de justicia de las urgencias menores en pequeñas

porciones de territorio (Barreneche y Galeano, 2008; Casagrande, 2015).

Por su escaza de extensión geográfica y poblacional, en Buenos Aires la gestión

de los asuntos vecinales estuvo inicialmente a cargo del Cabildo. Ciento cincuenta años

2
Garavaglia ilustra este rol con una solicitud de un cura al Alcalde de Areco para el encarcelamiento de tres
sujetos por “…por públicos escandalosos en la embriaguez y no haber cumplido con el Precepto anual de la
Iglesia” (2009:91).
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después de su segunda fundación, conforme la población fue aglomerándose en torno al

área central de la ciudad, se produjo la división de su organización territorial bajo el

formato de barrios (1734, 1748 y 1754). Casagrande (2015) refiere que en esa última

cuadriculación del espacio citadino el Gobernador del Cabildo Juan José de Vértiz y

Salcedo creó en el año 1772 la primera Alcaldía de Barrio de Buenos Aires, cuyos

agentes se denominaron “Comisionados de Gobierno”. Tanto en el Bando de Buen

Gobierno de 1772, como en posterior de 1774, el entonces Gobernador determinó que

los Comisionados podrán detener y apresar vagos, ociosos, mal entretenidos, o

agresores que atenten contra la paz y quietud de los vecinos 3.

Las funciones de policía y administración de la justicia habían estado hasta

entonces a cargo exclusivo del Cabildo. La creación de los Alcaldes de la Santa

Hermandad supuso una tensión inicial en torno a las competencias que se ponían en

juego con la aparición de estas nuevas figuras con capacidad de incidir en regulación

de la vida pública. Prueba de ello fue la resistencia de los miembros del Cabildo de

Buenos Aires en poner en funciones a los Comisionados, desde la primera Alcaldía en

1754 al punto de partida formal en 1772. Garavaglia (2009) menciona asimismo la

confluencia de los Alcaldes de la Santa Hermandad y los Alcaldes ordinarios del

Cabildo en la intervención judicial en el medio rural de la campaña bonaerense 4.

3
Para las autoridades públicas la clasificación de un sujeto como vago o mal entretenidos no suponía una
diferencia sustantiva, siendo utilizados, las más de las veces como sinónimos. Sin embargo, existe una
diferenciación de grados en antiguas normativas ibéricas. Mientras el vagabundaje suponía un riesgo por el
exceso de ocio que dispone a los malos hábitos, los sujetos mal entretenidos poseían características más
definidas, tales como presentar frecuentes cuadros de ebriedad, volcarse al juego, participar de peleas y
escándalos y por poseer una vida licenciosa en materia de relaciones amorosas (Casagrande, 2015).
4
El historiador Carlos María Birocco analiza la tensión entre el Cabildo y los Alcaldes a través del caso
Gallego : “Las denuncias contra el violento proceder de Gallego no fueron sino una excusa para enredarlo
en un litigio y continuar con el enfrentamiento cuasi secular que el cabildo porteño venía sosteniendo con los
alcaldes provinciales, cuyas prerrogativas y preeminencias se propuso recortar, cuando no suprimir. Detrás
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Con el paso del tiempo los Cabildos quedarían a cargo mayormente de las

funciones de lo que actualmente se entiende por “gobierno municipal” -gestión de

residuos, infraestructura, alumbrado público y salubridad-, en tanto los Comisionados lo

harían de las “causas de hermandad”, como se denominaban entonces a los delitos

comunes y a las funciones preventivas, tales como las rondas nocturnas de vigilancia.

En tanto las pulperías se habían constituido como centros de sociabilidad en el

mundo colonial, quienes los administraban contaban con una función de hecho en el

campo de la mediación entre vecinos en conflicto y cierto reconocimiento por parte de

la vecindad. Por tanto, era frecuente que las funciones de Alcalde y las de Teniente de

Alcalde, las llevasen a cabo pulperos.

Con la creación del Virreinato del Río de la Plata, Buenos Aires constituyó un

puerto estratégico para los planes comerciales de la Corona Española. Esta posición de

privilegio se vio reflejada en su crecimiento demográfico y la ampliación de la cantidad

de quartels y barrios, con el consecuente aumento del poder de los Alcaldes. Los

Gobernadores aprovecharon esta consolidación para establecer en estos actores una

punta de lanza contra los Cabildos en la pugna por el control de la vida pública en las

ciudades. Barreneche y Galeano (2008) señalan un hecho significativo que terminará de

sellar la suerte de la institucionalidad en materia de gobierno de la seguridad en los

de esa larga disputa, la corporación apuntó a obtener la exclusividad en el ejercicio de las funciones
policíaco-judiciales en la campaña, que pretendió infructuosamente reservarse para sí.
Las raíces de este enfrentamiento deberán buscarse en las fricciones ocasionadas por la multiplicidad de
funcionarios que tenían facultad para administrar justicia en un marco de competencias legítimas pero
nunca bien deslindadas. En principio, en las ciudades de la América española la justicia ordinaria se ejercía en
el seno del cabildo, que nombraba anualmente dos alcaldes ordinarios para que actuaran como jueces de
primera instancia en causas civiles y criminales. La legislación de Indias les garantizaba que ni oidores ni
gobernadores pudieran estorbar su desempeño y sólo les impedía la intervención en asuntos tocantes a
algún fuero especial o privilegiado. Pero estos alcaldes distaban de ser los únicos que podían constituirse en
jueces en primera instancia y eventualmente podía hacerlo también el gobernador (2014: 18).
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territorios: la creación en 1782 en Madrid, por parte de Carlos III, de una

Superintendencia de Policía, a imagen del modelo de mando central de la gendarmería

francesa.

Con la creación del cargo de Intendente General de Policía en 1821, dependiente

del “Gobierno” deja atrás las disputas entre los Alcaldes de la Santa Hermandad y las

autoridades de los Cabildos. Esta nueva figura del tendría bajo su competencia el

“arreglo de todos los ramos que corresponden al aseo, policía y buen orden de la

capital, sus arrabales, sus prisiones y demás lugares públicos; cuidando de la

seguridad y tranquilidad civil, doméstica y personal; de examinar y precaver todos los

crímenes que se cometan o intenten, de cuanto pueda inducir alteración en el orden

público”5.

El Reglamento provisional de Policía ratificaba la función de “Juez de Policía”

de los Alcaldes de Barrio en sus territorios a cargo, a la vez que subrayaba la

dependencia orgánica de éstos al Intendente. Casagrande señala que lejos de mostrarse

una continuidad entre la Alcaldía de Barrio y la Policía de Gobierno, el Reglamento

expresa “un profundo vuelco conceptual”, ya que la policía dejaba de ser una

magistratura de vecinos probos para convertirse en “el brazo activo del Gobierno y su

subdelegado inmediato en este ramo” (2015: 52).

No obstante, el proceso de construcción del Estado Nacional que se inicia en la

primera década del siglo XIX no constituye un punto de partida de grado cero sino que,

5
Artículo 11 del Reglamento provisional de Policía (1821). Registro Oficial de la República Argentina, pp.
187-188.
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tal como señala Garavaglia, se desarrolla contemplando los cimientos sociales efectivos

que al momento de la declaración de la Independencia, llevaban dos siglos de

existencia. Asimismo, el autor menciona que esa base social era tributaria, generación

tras generación, a “la riquísima tradición religiosa, cultural y jurídica de la sociedad

ibérica”, lo que implica que “esa herencia, transformada y ´mestizada´ con los más

variados aportes, duró bastante más allá de fines del período que aquí nos interesa”

(2009: 116).

Esa continuidad entre el desplazamiento del viejo orden político institucional

europeo y el nuevo esquema de producción de poder local tuvo, sin embargo, un efecto

que la historiadora Marcela Ternavasio ha denominado “la anomalía rioplatense”. Ésta

consistiría en que durante la reconfiguración institucional la tensión entre el gobierno

político y la administración de justicia no se resolvió a través de una reforma del

régimen municipal colonial sino mediante su lisa y llana eliminación (Barriera, 2016).

Los cabildos, en especial el de Buenos Aires por haber sido sede del gobierno

revolucionario que depuso al Virrey, fueron sistemáticamente suprimidos en un breve

lapso de tiempo sin que se expliciten las razones de dicha decisión.

Al respecto, Barriera (2016) expone el caso santafecino como el más

paradigmático en materia de eliminación del pasado colonial durante la consolidación

del nuevo sistema de gobierno.

Lo trascendente, entonces, es que se trataba del único sitio en la ciudad

donde se administraba justicia ordinaria y desde el cual, asimismo, se

designaba a los alcaldes de la hermandad y a otros jueces que administraban

las bajas justicias, fundamentales para el gobierno de las áreas rurales y


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para la mediación con los sectores populares de la ciudad y de las villas

sujetas a su jurisdicción. Esta condición provenía del momento mismo de la

fundación de la ciudad en 1573, con lo cual su abolición echaba por tierra

no solamente una tradición secular hispánica del gobierno local, sino

también algo que para los habitantes de Santa Fe había tenido una

existencia real y palpable, que los vinculaba cotidianamente y cara a cara

con el mundo conocido de lo político y de su experiencia con la justicia.

(2016: 432).

La creación formal de la Intendencia General de Policía deja en evidencia dos

tradiciones historiográficas divergentes. Por un lado, la historia presentada por actores

de la misma institución sitúa el nacimiento institucional en los actos fundacionales de

los colonizadores españoles, en especial la segunda fundación de Buenos Aires en

15806. En contraposición a esta lectura, la perspectiva construida desde la academia

señala la sincronía de la creación de las agencias policiales con la consolidación del

Estado Nacional 7, en tanto entiende las formas anteriores de policiamiento como

6
Osvaldo Barreneche y Diego Galeano sostienen que la historia de las policías en Argentina fue interés
exclusivo de la propia institución, de allí que los relatos fundacionales sólo reflejen el interés y perspectiva
de los miembros de las mismas instituciones. Al respecto, realizan la siguiente enumeración de autores:
“Algunas de estas historias han reconocido a autorías individuales, como en el caso de López (1911), Cortés
Conde (1937), Francisco Romay (1975) y Adolfo Rodríguez (1978 y 1981), para la policía porteña; de Víctor
Retamoza (1983) o Rafael Roque Jaime (2005) para la Policía de la Provincia de Córdoba. Otras versiones,
como las dos existentes para la Policía de la Provincia de Buenos Aires (1910 y 1981), no señalaban autores
en particular, limitándose a indicar los nombres de “comisiones redactoras” autorizadas por la jefatura para
escribir sobre el pasado policial” (2008: 76-77).
7
Hélène Heuillet identifica la piedra fundacional de la autonomía funcional de la policía en la creación en
Francia del cargo de Teniente de Policía por parte de Luis XIV en marzo del año 1667. Si bien esta
formalización servirá de modelo para las posteriores construcciones institucionales del siglo XVIII, la autora
reconoce como antecedente la creación en el año 1536, bajo el reinado de Francisco I, de la gendarmería
(maréchausée), cuya finalidad consistía en mantener el control de los caminos, perseguir y encarcelar a los
desertores de las milicias y, posteriormente, intervenir en los robos y saqueos producidos fuera de las
ciudades.
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funciones pre institucionales8 (Sozzo, 2002; Barreneche y Galeano, 2008; Heuillet,

2011; Casagrande, 2015).

Más allá de los cambios estructurales de este período se verifica una continuidad

de funciones que traspasó desde la colonia a la nueva institucionalidad: la persecución

de los vagabundos, mal entretenidos y perjudiciales9.

Las “Leyes de Indias” de la Corona Española se habían promulgado procurando

ordenar un territorio indómito y gobernar a sus pobladores, en especial a aquellos que

representaban una amenaza para los propietarios de la tierra y el ganado. En tal sentido,

las Ordenanzas de Buen Gobierno emanadas por Joaquín Espinoza y Dávalos, quien

fuera dos veces Gobernador de Tucumán (1758-1764 y de manera interina en 1771-

1772), representan el espíritu de la época respecto de aquellos que no poseían propiedad

de tierra, ni tenían oficio y no contaban con libreta de conchabo.

Una ordenanza de 1758 de Espinoza y Dávalos, Gobernador de la Provincia

del Tucurnán, mandaba que a los "bagabundos españoles, Indios i negros,

8
Respecto de la creación de la institucionalidad policial como modo de condensación de las funciones que
previamente se distribuían en diversos actores, Heuillet señala lo siguiente: “Para comprender que esta
invención es portadora particular sentido, no interesa juzgar la diferencia entre la policía de ayer y la de hoy
de una manera puramente imaginaria, en términos de semejanza o desemejanza, sino ver en qué
coordenadas de esta función se constituyen los mayores componentes de la policía; la policía no es ni la
justica ni el ejercito, es urbana pero con vocación de traspasar las fronteras” (2011: 226).
9
El concepto de “perjudicial” puede rastrearse en los informes presentados durante un empadronamiento
de la población rural de la campaña ordenado a los Alcaldes de la Hermandad por el Cabildo en el año 1789.
En el caso de Cañada de la Cruz, la misión fue encomendada a Francisco Casco, vecino prominente de la
zona de Areco, quien llevó adelante la tarea con celo y minuciosidad. Además de la cuantificación
poblacional, el Alcalde en cuestión decidió enriquecer la clasificación con una serie de categorías brindadas
por las consideraciones de los mismos vecinos sobre los 193 empadronados. La gran mayoría de ellos (168)
recibió una calificación de “hombre de bien” y “de honrado proceder”. Allí se destaca la identificación de una
mujer, de la que se dice “buena pobre”. Los 19 vecinos y vecinas restantes conforman el grupo de los
“perjudiciales”, de quienes se dice que no son “buenos vecinos” o que no tienen “buena fama”, o bien que
habitan “una casa de mala opinión” (Barral, Fradkin y Perri , 2007) .
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mestisos y abitantes libres[ ... ] les den castigo de destierro a los fuertes, o

el que hallaren ser mas combeniente segun la calidad de sus delitos

asegurando/os con prisiones si la calidad de los sujetos lo pidiere", y otra

del mismo funcionario, en 1772, otorgaba treinta días a "Bagabundos y

olgazanes que no quieran conchavarse por el salario acostumbrado ni

aplicarse a aprender oficio alguno" para que dejaran la ciudad y su

jurisdicción, so pena de destierro a la frontera por cinco años o a servir en

la obras públicas” (Campi, 1993: 49).

La persecución de quienes no contaban con capital ni oficio respondía a una

tecnología de control poblacional que la Corona Española había sistematizado desde el

Medioevo en la búsqueda del gobierno de sus propios territorios continentales. Con el

desafío de administrar el proceso de extracción de las riquezas de las regiones

ultramarinas, se actualizaron no sólo los dispositivos institucionales sino también los

marcos regulatorios que los sostenían y daban sentido.

Los Cabildos y los Alcaldes de la Santa Hermandad contaban con instrumentos

para intervenir en la vida de los habitantes que erraban por los territorios administrados

por la potencia colonial. La papeleta de conchabo 10 constituía la herramienta por

excelencia para distribuir en dos grandes categorías a la población que no poseía

propiedades: los empleados bajo patrón y los vagos. En la perspectiva de López de

Albornóz (1998) el conchabo lograba dos finalidades en el mismo y único movimiento:


10
La papeleta de conchabo, según señala Daniel Campi debe entenderse desde las siguientes
consideraciones: “Derivada de las genéricamente conocidas leyes contra la vagancia, era un documento
emitido por una autoridad competente (policía o juez de paz) que certificaba que determinado individuo
estaba bajo relación de dependencia laboral con un patrón. Para quienes no poseían ´oficio, profesión, renta,
sueldo, ocupación o medio lícito con que vivir´ era condición de su existencia legal, ya que sin tal documento
eran considerados vagos (o sospechosos de serlo) y pasibles de ser perseguidos y castigados como tales”
(1993: 47).
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a la vez que nutría de mano de obra de bajo costo a las haciendas y al desarrollo de

obras públicas, la identificación de la población ambulante producía una suerte de

“inmovilización” que aseguraba el control y la tranquilidad de los buenos vecinos.

Melina Yanguilevich (2010) señala que por su proximidad al puerto y la riqueza

de sus suelos, las tierras bonaerenses incrementaron velozmente su valor, dando lugar a

un proceso de privatización. A su vez, la demanda de lana por parte de Gran Bretaña

estimuló el desarrollo del ganado ovino, encareciendo aún más el precio de la hacienda

y las tierras. En este contexto, los productores ganaderos fueron consolidándose como

una elite que veía en la deslocalización de ciertos sectores poblacionales un riesgo

patrimonial 11. Con la validación de la posición social alcanzada, comenzaron a requerir

a las autoridades públicas la puesta en marcha de acciones que restringiesen las

conductas que amenazaban sus posesiones. La autora señala que “desde entonces, se

sucedieron diversas normativas tendientes a restringir un conjunto de conductas

progresivamente criminalizadas: la vagancia, el consumo de alcohol, la portación de

cuchillo, la libre apropiación de animales, entre otras” (2010: 131).

La obligación de conchabarse sirvió, tanto en el período colonial tardío como en

el proceso de constitución de la Nación en el siglo XIX, para la captación forzada de

mano de obra para el trabajo, como así también para la incorporación compulsiva para

nutrir la soldadesca que lucharía primero contra los ejércitos realistas y posteriormente

contra los circunstanciales enemigos del Orden.

11
Al respecto, Gayol (2000) señala que “La cría de ovejas y la aparición de la lana como principal producto
de exportación de la provincia y del país provocó transformaciones en la estructura agraria en cuyo centro se
encuentra una burguesía de origen urbano cuyos intereses se imbricaron con los rurales” (19).
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La nueva determinación de conductas punibles, al incluir costumbres arraigadas

en la población desde tiempos remotos, tales como la portación de armas blancas,

estableció un rango de castigos muy amplio12. Ante la menor falta, los Alcaldes

entregaban al infractor a las autoridades militares para su incorporación a la milicia.

Avanzado el siglo XIX, la naturaleza de las prohibiciones había alcanzado

proporciones rayanas en lo absurdo. Garavaglia (2009) enumera aquellas que se

especificaban en la Circular redactada por el Comisario de Policía Francisco Lozano a

los Jueces de Paz del Departamento Norte, del 12 de febrero de 1858: “Reuniones

festivas y bailes sin permiso, bautismos, encender fuegos artificiales, corridas de

avestruces y juego de pato, bebidas alcohólicas, proferir ´palabras obcenas´, juegos de

cartas, taba o bochas en las pulperías”. El autor destaca la arbitrariedad extrema de

detener a los “jovenes blancos o de color que se encuentren en la calle jugando a la

cañita, la volita u otra ocupación perjudicial” (99-100).

La exigencia de hombres para incorporar compulsivamente a la milicia fue una

constante que puede rastrearse con la consolidación del régimen colonial hasta las

“Campañas al desierto” de la década de 1880 13. Desde el año 1810 hasta la que el

Estado Nacional alcanzó las formas estables con las que entró al siglo siguiente, las

12
Casagrande (2012) señala que el ensañamiento contra el vagabundo se explica, desde las perspectivas
oficiales, en el efecto que las condiciones medioambientales producen sobre la subjetividad pampeana. En
tal sentido, recupera las palabras de Benito Díaz, quien en su tesis doctoral del año 1952 brinda una
explicación sobre la constelación de fuerzas que estructuraron desde el origen el alma gaucha: “Nunca como
aquí las condiciones del medio ambiente han influido tanto sobre el hombre, para hacer de él un tipo clásico
y genuino de las pampas. La idiosincrasia del español, altivo e individualista, unida a la melancolía y sufrida
del indígena, crearon la del gaucho en chipá y bota de potro, rebelde a la disciplina impuesta por la
civilización, plena de coraje ante la ley, con arrebatos de hidalguía y de bárbaro”. (Díaz, 1959: 206, en
Casagrande: 2012: 33-34).
13
Al respecto, Paula Sedran (2012) puntualiza que “en las décadas de 1860 y 1870, una vez finalizado el ciclo
de violencia política vinculado al enfrentamiento Confederación–Buenos Aires, existieron problemáticas
predominantes, respectivamente: la guerra del Paraguay (1865-1875) y los levantamientos armados
facciosos (1872 y 1878)” (4) .
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tensiones en torno a la producción de hombres castigables para incorporar al ejército

configuró una disputa entre el poder central porteño por fortalecer su posición a costa

de las “periferias” y las autoridades locales de cada campaña, quienes debían lidiar con

la ejecución de normativas pergeñadas desde la comodidad de la ciudad, a una tranquila

distancia de cada realidad concreta.

La separación entre la ciudad “civilizada” y la campaña “bárbara” constituiría

una marca de identidad cristalizada en las narrativas de la Generación del 37, cuya

finalidad de desgastar el gobierno de Juan Manuel de Rosas dejaría, además de una

extensísima y rica producción literaria, periodística y de análisis social y político, una

marca indeleble en la asociación entre la incivilidad peligrosa y los sectores populares

radicados tanto en el medio rural como en las orillas de la ciudad (Casagrande, 2012).

Con la identificación de una clase peligrosa sobre la que actuar, y con los

medios legales e institucionales para hacerlo, la mala fortuna de los vagabundos, mal

entretenidos y perjudiciales ya estaba echada.

En sus trabajos sobre la construcción de los sujetos de control en la provincia de

Santa Fe, Paula Sedran (2012, 2013) lista una serie de apreciaciones vertidas por

funcionarios policiales y vecinos, en una suerte de tipificación ad hoc cuando las

conductas del aprehendido no resultaban de una violación directa de reglamentos u

ordenanzas. Allí deja constancia de que “los casos más numerosos son los de

´sospechoso´ (31) y de ´trampa´ (3). Los ´incorregibles´ (2) pueden suponerse ligados a

ciertas figuras del Reglamento como la vagancia, pero no existe certeza de ello…”

(2013: 13). La nómina cierra con un sujeto calificado como “demente”. Esta producción
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de categorías para-judiciales se nutre con descripciones asociadas, tales como “vago

incorregible, vicioso y vida vagabunda”.

La autora analiza las causas de arrestos contra el orden público, tomando como

fuente los informes diarios y mensuales del jefe de Policía al Poder Ejecutivo de la

provincia de Santa Fe, entre los años 1864 y 1878. De los 913 casos de desordenes en

espacios públicos, deserción a la milicia y falta de papeleta de enrolamiento, el 21,5%

fue por estado de ebriedad (197), distribuyendo el 78,5% en las 6 causas restantes:

pendencia (94), falta de papeleta (84), portación de armas prohibidas (68), escándalo

(67), deserción (67) y heridas (29).

Puede observarse cómo el estado de ebriedad se constituyó en una conducta

específica asociada a la incivilidad de las clases plebeyas que requería de la vigilancia

de las autoridades, ya que se la consideraba un elemento criminógeno que redundaba en

formas variadas de violencia interpersonal, por más que esta percepción no se viese

reflejada en los registros de las causas de detenciones analizados (Sedran, 2013).

Los estados de intoxicación ingresarían así en la producción de normativa

policial, acrecentando progresivamente su participación en los objetivos de la

institución hasta la creación de agencias específicas dedicadas a su conjuro.


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