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Aquellos tiempos inolvidables (1684-1694)

Memorias del Hermano Gabriel Drolin

Hermano Josean Villalabeitia

Primera edición
Cuadernos Lasalianos n.º 31

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Título original: Aquellos tiempos inolvidables (1684-1694)
© Josean Villalabeitia, 2018
Imagen de cubierta: G. M. Lurdes Viñas
Diseño de cubierta: José Antonio Warletta
Edición: Ediciones La Salle
Editor digital: Jorge A. Sierra
ePub base r1.2

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Para la Hermana Marie Chantal Zawadi,
primero alumna,
luego maestra,
y siempre amiga querida.
Asante sana!

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Presentación

No resulta nada sencillo describir con brevedad la naturaleza de la obra que tienes entre
manos, aunque, una vez ojeada —y hojeada— un poquito, creo que se entiende bien, y
hasta con bastante facilidad.
Lo primero que hay que dejar bien sentado quizás sea que, como es bien conocido por
muchos lasalianos, el Hermano Gabriel Drolin existió en la realidad. Fue un buen amigo
de san Juan Bautista De La Salle, compañero suyo casi desde la primera hora y
protagonista destacado de algunos de los hechos capitales en la fundación al Instituto de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que lo marcaron de manera decisiva de cara al
porvenir. Por eso son tan interesantes sus recuerdos para quien desee comprender mejor
la primitiva aventura de aquel singular canónigo de Reims y sus primeros maestros de
escuelas para niños pobres. Este libro aportará en su momento algunos datos concretos
indispensables para conocer mejor la figura del Hermano Drolin y contextualizarla
adecuadamente en la historia del nacimiento de la obra lasaliana pero, por ahora,
bástenos saber que el Hermano Gabriel no es, en absoluto, un invento de quien estas
líneas escribe.
Una vez reconocida la existencia histórica del Hermano Gabriel, hay que subrayar
asimismo de inmediato que, aunque en su título aparezca la palabra 'memorias', este
libro es una obra de pura ficción; el Hermano Gabriel Drolin, que se presenta como el
autor del texto, no ha tenido en realidad nada que ver con él. Las que leemos en este
libro serán, en este sentido, unas 'memorias de ficción', un relato compuesto casi tres
siglos después del fallecimiento de su supuesto autor, por alguien que nunca habló ni se
encontró con el Hermano Gabriel y solo lo conoce por ciertas referencias, de diversa
índole, que sobre él han llegado a nuestros días.
Dicho de otro modo, dentro de la ficción hemos elegido un género literario muy
concreto: el relato de memorias, que se son, por esa misma razón, en unas memorias de
ficción.
Al hablar de 'memorias' estamos dando por sobreentendido que en ellas vamos a
encontrar la visión personal de unos hechos vividos por su autor, en este caso el
Hermano Gabriel Drolin, que por la razón que sea decide darlos a conocer bastante
tiempo después de que hayan sucedido. Que la perspectiva es personal significa que no
están todos los hechos posibles, sino solamente aquellos que para quien los cuenta
resultaron significativos.
Los textos que vas a leer no son, por tanto, ni pretenden ser, 'historia', en el sentido
académico del término. Para que así fuera se necesitaría alejamiento de los hechos,
objetividad, rigor... Pues bien, lo que estas memorias nos ofrecen tiene poco de eso. Al
contrario, el Hermano Gabriel irá proponiendo su propia selección de sucesos, su visión
subjetiva de los mismos, sus explicaciones personales, lo que ha quedado grabado a
fuego en su memoria... Otros hechos, que para muchas personas, por distintos motivos,
pudieron resultar significativos y hasta cruciales, al Hermano Gabriel, sencillamente, no
le dicen nada, de forma que los ignora. Y al contrario: detalles o anécdotas que apenas
tendrían ningún valor para la mayoría de los observadores objetivos, puede que se
conviertan para el Hermano Gabriel, y así lo haga constar en su obra, en
acontecimientos que han dejado un largo poso en su persona y hasta han podido marcar
definitivamente su vida.

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Por otra parte, el Hermano Gabriel no solo recordará hechos, sucesos o acontecimientos;
también se fijará en reflexiones, conferencias, diálogos personales, documentos,
discusiones teóricas... Es decir que, recordará hechos, sí, pero también ideas. En
consonancia con la formar de trabajar elegida, las citará de memoria, nos dará su propia
síntesis, a menudo sesgada, como no podía ser de otra forma, añadirá comentarios
personales... Pero dejará en su texto constancia, en definitiva, de una forma de pensar
que ha tenido un peso relevante en su vida y la ha marcado en profundidad.
Para quienes deseamos conocer y penetrar afondo en los hechos de los que nos habla el
Hermano Gabriel, un planteamiento como el que hemos descrito en los párrafos
anteriores conlleva ciertos riesgos que es mejor intentar minimizar; de otra forma el
texto podía perder gran parte de su interés. Por este motivo, a la hora de componer estas
'memorias de ficción' hemos tratado de ser todo lo fieles que se podía a los datos sobre
aquella época que, por diversas vías, han llegado hasta nosotros. A veces ha habido que
elegir entre varias posibilidades diferentes y lo hemos hecho, por supuesto, aunque, para
evitar malentendidos, hemos tratado de explicar las razones que nos han llevado a optar
por una posibilidad de las varias existentes y a desechar otras igualmente posibles.
Para ello, después de la ficción propiamente dicha, que constituye la primera parte de la
obra y va marcada por un tipografía diferente, este libro presenta una segunda parte,
suficientemente amplia, en la que se documenta lo que la ficción ha narrado, ofreciendo
fuentes, comentarios, críticas, etc. Consultando esta segunda parte, titulada
"Anotaciones críticas a la ficción", el lector puede hacerse una idea precisa de la
veracidad histórica de los hechos narrados, calibrar, con conocimiento de causa, hasta
qué punto podrían ser más o menos ciertos algunos sucesos leídos en la ficción, sin son
fiables o no algunos datos que a veces pueden resultar incluso llamativos, qué detalles
podemos dar por válidos y cuáles son directamente fruto de la imaginación del autor de
la ficción, etc. Estas anotaciones críticas de la segunda parte, por tanto, hacen que,
comparada con los datos históricos, la ficción se acerque o se aleje de la realidad de los
hechos, sea más o menos imaginativa, por así decirlo, más o menos digna de atención.
Esta segunda parte de anotaciones críticas también documenta, y en numerosas
ocasiones hasta ofrece directamente a la lectura, los textos literales en los que se apoyan
los recuerdos del Hermano Gabriel en relación con ideas, reflexiones, charlas de san
Juan Bautista De La Salle, valores de la comunidad de maestros, etc., que nos propone
Drolin en sus presuntas memorias. De esta manera, lo que en la ficción son menciones,
o evocaciones de un anciano, de su memoria y de memoria, más o menos nebulosas,
atrapadas a menudo con alfileres, que dan la sensación de no tener solidez ni apoyos
suficientes, ni ser, en consecuencia, demasiado dignas de consideración, se convierten
por el simple efecto de contrastarlas con las obras de san Juan Bautista De La Salle, que
conocemos bien y podemos consultar, en planteamientos más consistentes y mejor
fundamentados. Y es que si contrastamos las indicaciones que nos sugieren estas
anotaciones críticas a la ficción con lo afirmado en el texto nos daremos cuenta de que
el Hermano Gabriel de nuestra obra tiene buena memoria, que no suelta despropósitos
ni desvaría en absoluto cuando se refiere al pensamiento de su querido amigo De La
Salle.
Teniendo en cuenta las dos partes tan diferentes del libro que acabamos de describir,
estas memorias de ficción pueden leerse de corrido, como si fueran un relato sencillo
del nacimiento de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que nos señala algunos de
los momentos más importantes del mismo, así como el sentido que podemos darles,
destacando por encima de todo la impresionante figura espiritual de san Juan Bautista
De La Salle. Pero también pueden consultarse saltando permanentemente de la ficción a
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las anotaciones críticas para ver hasta qué punto lo narrado pudo suceder tal como se
cuenta y en qué pudo ser distinto, o para profundizar en algunos pensamientos
presentados como lasalianos, de los que se desea tener información más amplia y
precisa. Incluso, si así se prefiere, las anotaciones críticas podrán llevar a otros libros y
permitirán consultar las fuentes originales y continuar la reflexión.
Un apunte bibliográfico final rematará estas anotaciones críticas tratando de recoger en
breves líneas las fuentes principales de las que se han alimentado estas memorias de
ficción. Esta pequeña bibliografía se dirige más que nada a quien desee seguir
indagando en algún tema o quiera profundizar en la figura de san Juan Bautista De La
Salle y en los primeros años de la fundación de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas.
Por último, voy a tratar de resolver algunas dudas que quienes han tenido acceso a este
proyecto en su fase de redacción me han planteado; con razones de peso, por supuesto.
En primer lugar aclararé que el objetivo de este trabajo es poner al alcance de aquellas
personas interesadas en la figura de san Juan Bautista De La Salle y en el nacimiento de
la obra de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, y que de momento tienen pocas
referencias al respecto, un material sencillo, asequible, fácil de leer y hasta agradable
por momentos, que les ponga al corriente con rapidez de los datos fundamentales. Si
además los anima a seguir ampliando conocimientos en relación con estos asuntos,
¡miel sobre hojuelas! Es, por tanto, una obra de divulgación, que en la parte de las
anotaciones críticas pretende abrir un poco el apetito para seguir consultando textos,
libros, hechos, figuras... que empujen por un camino de mayor conocimiento y alguna
profundidad.
He elegido la figura del Hermano Gabriel Drolin porque fue amigo personal del santo
Fundador y, por su trayectoria histórica concreta, participó muy de cerca en los hechos
más significativos del nacimiento de la Sociedad de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas. Camuflándome tras el filtro de su mirada, el Hermano Gabriel me ha
permitido acercarme a la persona de san Juan Bautista De La Salle y asistir a muchos
acontecimientos trascendentales en la historia primitiva de los Hermanos.
Escondiéndome detrás de las inquietudes de su persona he conseguido olvidarme de
muchas cosas que, según algunos, serían dignas de mención para centrarme en aquellas
que realmente me interesaba destacar, que son precisamente las que el Hermano Gabriel
recuerda. ¡Qué casualidad!
El Hermano Gabriel da nombre a las memorias y está permanentemente presente en
todas las páginas de la ficción como narrador exclusivo. Pero, para no despistarnos, es
preciso subrayar con fuerza que el tema principal de estas memorias no es la propia
persona del Hermano Gabriel, como podría parecer lo más lógico en esta narcisista
época nuestra de selfis y redes sociales, sino san Juan Bautista De La Salle y el
nacimiento de su Instituto. Drolin sirve de excusa, de instrumento, de vehículo, para ir
de un lado a otro, para asistir a este hecho o a aquel otro, para recordar una reflexión, un
acto solemne o un problema. Pero lo importante no es él mismo y su peripecia personal,
sino lo que nos transmite, lo que nos quiere comunicar, que no es su propia vida, sino
sus recuerdos sobre la figura del santo Fundador de las Escuelas Cristianas y los
primeros pasos del Instituto que fundó.
Tomando lo anterior en consideración, estas memorias de ficción resultan una manera
diferente de contar una historia que tiene ya numerosas versiones, unas más interesantes
y rigurosas que otras, pero todas legítimas y complementarias. Esta que tienes en tus
manos se suma, humilde, a las demás, con la peculiaridad de los objetivos que se ha

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planteado, el momento concreto en que se ha redactado, el estilo elegido, las inquietudes
que la han impulsado, la pluma que la ha compuesto, los destinatarios posibles que se
han tenido en cuenta...
También se me ha cuestionado sobre la elección concreta de las fechas entre las que
transcurre la narración. ¿Por qué solo entre 1684 y 1694, y no toda la vida del Fundador,
por ejemplo? A esta pregunta se pueden aportar varias respuestas, cada una de ellas con
su carga de razón. En primer lugar porque una idea primordial era hacer un texto breve,
que se leyese con rapidez y, si es caso, despertase el apetito de leer más. Si así
sucediera, tenemos, por suerte, bastantes obras en español, de variada extensión y
profundidad, para ofrecer quien desee seguir profundizando en los asuntos de los que
trata este libro.
Por otra parte, una vez seguros de lo que queríamos hacer, no tenía sentido plantearse
nada antes de 1684 ya que fue ese el año preciso en que el Hermano Gabriel ingresó en
la comunidad de los maestros de De La Salle. Solo a partir de esa fecha, o quizás algún
mes antes, cuando ya se lo estaba pensando en serio, podía el Hermano hablarnos de De
La Salle y sus maestros con conocimiento de causa. Además, durante esos primeros
años, hasta 1694, año trascendental para el Instituto de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas, Drolin estuvo siempre bastante cerca del Fundador. Por ello, podía hablar de
él sin forzar para nada la situación, con naturalidad, limitándose a narrar lo que estaba
viviendo. En algún momento ha habido que armar alguna ligera componenda para
conseguir que esto siguiera siendo así —se explicará en su momento— pero, por lo
general, tener al Hermano Gabriel muy cerca del Fundador durante esos diez años de la
ficción ha resultado algo de lo más natural y sencillo.
Podríamos haber prolongado un poquito más esta circunstancia, pues después de 1694
el Hermano Gabriel continuó un par de años en París, cerca del señor De La Salle por
tanto. Pero luego ya Drolin volverá a Laon, irá más tarde a Calais y, por fin, marchará a
Roma, lejos definitivamente de su amigo De La Salle. En estas condiciones su presencia
ya no nos servía demasiado para los objetivos de nuestro trabajo, que exigían estar
siempre muy cerca de De La Salle, así que hubo que cortar por lo sano. Y, puestos a
realizar el corte, nos pareció que 1694 era la fecha ideal, ya que, por razones conocidas
que también se explicarán en la ficción, dicho año supone un punto crucial en el
nacimiento del Instituto, mientras que en los años sucesivos no acontece nada con un
valor histórico comparable. Así que decidimos que las memorias fueran entre 1684 y
1694: una década prodigiosa, sin duda, para el Instituto de los Hermanos de La Salle.
¿Cómo hacer para que así fuera? Cosas de la ficción, que lo permite todo. Como
comprobará quien lea el libro desde el principio, el texto describe un encuentro entre el
Hermano Gabriel, recién regresado de Roma, y el Superior General del Instituto, que
por aquel entonces era el Hermano Timoteo. Ambos habían conocido de cerca a De La
Salle, fallecido algunos años antes, e incluso fueron amigos personales suyos, por lo que
su supuesta conversación debió de ser muy agradable. En el curso de este diálogo
fraterno, el Hermano Timoteo puso a Drolin al corriente de las gestiones que había
iniciado el Instituto para promover la causa de beatificación de su santo Fundador. Para
ello, como primera medida, los Hermanos habían encargado al padre Juan Bautista
Blain, canónigo de Ruan y amigo personal del Fundador, que redactara una biografía
detallada del padre Juan Bautista De La Salle.
De esta entrevista entre el Superior y su anciano Hermano resultará el compromiso del
Hermano Gabriel de poner por escrito sus recuerdos y, una vez concluidos, pasárselos al
biógrafo para que este pudiera incorporarlos a su libro. El Hermano Gabriel, entre dudas

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alimentadas por su humildad, se pondrá de inmediato a la tarea pero no logrará
concluirla; la muerte le sorprenderá cuando redactaba los acontecimientos del verano de
1694. Sus memorias quedarán, por tanto, en ese punto preciso, inacabadas y sin haber
podido llegar a manos de Blain que, en consecuencia, nunca conocerá lo que el
Hermano Gabriel estaba redactando.
¿Qué hay de cierto en todo esto? Bueno algo hay, aunque quizás menos de lo que podría
pensarse... Para quien esté interesado en saberlo con exactitud puede que lo mejor sea
dejar cuanto antes esta Presentación y comenzar a leer el resto de las páginas del libro.
Ahí hallará las claves fundamentales para responder a esta cuestión y a muchas más.
Que lo disfrutéis sin rebozo.
¡Ánimo y muchas gracias!

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El relato

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indicaciones de archivo

La presente publicación recoge, con estricta fidelidad, el contenido de manuscrito


LAD19033b, escrito con tinta negra sobre varios tipos de papel color hueso, del Archivo
Departamental de Côte-d'Or, sito actualmente en Dijon (Francia).
El original consta de 137 hojas, en un principio sueltas, todas menos una paginadas, de
papel grueso, semibruñido, del tipo habitualmente utilizado a mediados del siglo XVIII
en las regiones norteñas de Francia para la escritura con pluma y tinta. Todas las
páginas están compuestas por la misma mano, excepción hecha de una, la primera, sin
paginar, que fue con seguridad escrita por otra persona y añadida a las demás.
Varios años después de su primitiva redacción, con casi total certeza, todas estas
páginas fueron incorporadas a una carpeta de cartón y cosidas a ella, a manera de
cuadernillo, que alguien tituló: "Últimos escritos del Hermano Gabriel Drolin, Auxonne
1732-1733".
Examinado el contenido del manuscrito, resulta ser el relato autobiográfico inacabado
de un tal Gabriel Drolin, natural de Reims, que profesó en el Instituto de los Hermanos
de las Escuelas Cristianas y se ocupó como maestro en distintas escuelas de caridad del
norte de Francia y también de Roma. Según se deduce de la indicación no paginada
que precede al relato autobiográfico, la muerte debió de sorprender a su autor antes
de que pudiera concluirlo. Todo parece indicar que se trata de un texto que se halló
entre los efectos personales del difunto cuando, después de los funerales, se procedió
a inspeccionar y limpiar su celda de religioso.
No se conocen con precisión las circunstancias que dieron con este manuscrito en el
Archivo Departamental de Côte-d'Ôr. Con todo, si recordamos lo sucedido con otros
materiales de factura y origen similares, de cuya evolución en el tiempo se tiene
constancia plena y exacta, podría tratarse de un documento abandonado por los
Hermanos de las Escuelas Cristianas en su comunidad de Auxonne cuando, por las
amargas circunstancias de la Revolución Francesa, se vieron obligados a abandonar la
que había sido su casa durante muchos años. Dada la urgencia con que hubieron de
dejar los lugares, solo pudieron llevar consigo sus efectos personales y la
documentación más importante, entre la que, por lo que se ve, no se hallaban estos
recuerdos de su difunto Hermano Gabriel Drolin. Los posteriores ocupantes de los
locales en donde habían residido y trabajado los discípulos del padre De La Salle,
probablemente funcionarios del ayuntamiento de Auxonne, tampoco encontrarían
utilidad en el texto del Hermano Drolin y decidirían trasladarlo a otros despachos
oficiales, hasta que el manuscrito llegó a un anaquel del Archivo Departamental de
Dijon, especializado en este tipo de documentación, que lo ha conservado hasta el día
de hoy.

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Sin poder determinar con absoluta precisión el momento de su llegada a dicho
Archivo, se puede datar con bastante aproximación en los primeros años del siglo XIX.

La primera hoja del manuscrito, sin paginar y escrita con seguridad por un compañero
de quien redactó el resto de las páginas, cuyo nombre, junto con la fecha, se puede
leer al final del breve texto, indica lo que sigue:

"Documento en el que el Hermano Gabriel Drolin estuvo trabajando los últimos meses
de su vida. Fue hallado en su celda cuando, después de darle cristiana sepultura, se
procedió a recoger sus pertenencias personales y preparar la habitación para acoger a
otro Hermano.

Hermano Philippe-Cassien, 14 de enero de 1733"

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1729

Tras veintiséis años de presencia continuada en Roma, la hermosa capital de los


Estados Pontificios, heme aquí de nuevo, en mi tierra natal, para disfrutar de mis
últimos años de servicio fraterno a esta Sociedad de las Escuelas Cristianas y Gratuitas
a la que, con generosidad completa y permanente entrega, he dedicado mi vida.
Bien sabe Dios, nuestro Padre del cielo, que si, en razón de la lejanía de mi tierra y de
mis Hermanos, o por causa de la hiriente soledad que más de una vez me ha zaherido
con insistencia, alguien pudo pensar que mi fidelidad al proyecto de las escuelas para
pobres se resquebrajaba, mi camino nunca se desvió lo suficiente de la senda trazada
en mis años de juventud como para poder hablar de traición, en toda la innoble
significación del término. Algunos bulos parece que corrieron en este sentido entre mis
Hermanos, quiero pensar que nacidos de la escasez de noticias a las que mi lejano
destierro apostólico a orillas del Tíber les condenaba, o de la deficiente interpretación
que se dio a algunas de las que iban llegando. Sin embargo, mi actual presencia en la
comunidad de Auxonne, no lejos de Dijon, rodeado del respeto y las atenciones de mis
jóvenes Hermanos, todos ellos hasta ahora para mí desconocidos pero amables y
cercanos a más no poder, dejan meridianamente claro que aquellos rumores no fueron
otra cosa que malentendidos desagradables que, en cualquier caso, no han dejado
huella perniciosa alguna en nuestra Sociedad.
Marché hacia los territorios papales obedeciendo las indicaciones del eximio Fundador
y, a la sazón, Superior de la Sociedad de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, el
inolvidable padre Juan Bautista De La Salle, admirable compañero de fatigas desde mis
primeros momentos en la misma y, a la vez, entrañable amigo. Tal vez por este motivo,
nuestro Padre nunca dejó de interesarse por los vaivenes de mi situación en Roma, no
siempre favorables a los intereses de nuestra Sociedad, y mantuvo permanente
contacto conmigo, ya fuera a través del correo, ya en forma de sostén económico y
anímico, que en tiempos de dificultad se agradecen de especial manera. Regresé a
impulsos de la misma actitud, obedeciendo las consignas del nuevo Superior de la
Sociedad, el Hermano Timoteo, al que, a decir verdad, apenas conocía y solo he
cultivado cierta relación con él a partir de su nombramiento como Superior, como
quien dice, obligado por esta circunstancia.
Así pues, a finales del verano de 1728, una vez que hubo llegado a Roma el primero de
los tres Hermanos destinados a sustituirme y proseguir la implantación de nuestra
Sociedad en tierras del santo padre, pude recoger mis escasos efectos personales y
regresar a los dominios del rey Luis XV, a quien el pueblo apodaba el "Bien Amado",
sucesor de su bisabuelo, el afamado Rey Sol, monarca de todas las Francias cuando, en
el año del Señor de 1702, tomé el camino de Roma. Luego de tantos años de
consentido exilio me costó llegar a mi país, pues hube de hacer larga parada en la
comunidad de Aviñón, región fronteriza con el reino de Francia aunque perteneciente

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a los Estados Pontificios, en donde pude apreciar los enormes cambios que se habían
producido en nuestra Sociedad durante los dos decenios y medio que la misión me
mantuvo materialmente alejado de ella.
A los pocos días de llegar a Aviñón tuve que enfrentarme en persona con uno de los
cambios que, a mi modo de ver, más había marcado nuestra Sociedad de las Escuelas.
Y es que, en efecto, me pidieron que renovara oficialmente mi consagración a Dios,
nuestro Padre, en las nuevas condiciones y con la nueva fórmula de profesión
adoptada tras la aprobación de nuestra Sociedad por nuestro santo padre el papa
Benedicto XIII, mediante la bula 'In Apostolicae Dignitatis Solio', publicada unos tres
años antes. Aquel magnánimo gesto papal había convertido la comunidad ministerial
de maestros convencidos de su importante papel en la extensión del Reino de Dios
entre los niños pobres de las escuelas, que dejé cuando marché a tierras trasalpinas,
en un auténtico Instituto religioso, con votos de religión similares a los de las demás
instituciones de vida religiosa, de los que solamente el santo padre podía dispensar
cuando la profesión fuese perpetua. A mi regreso, había que actualizar mi situación
canónica en la Sociedad.
Así pues, hube de proclamar en público y firmar otra vez mi consagración al Señor, en
gesto que, quizás, bajo el punto de vista legal tuviera algún sentido, pero que en mi
fuero interno no era en absoluto necesario, pues mi convicción de completa entrega al
Señor continuaba tan inamovible como en aquel emotivo momento del voto secreto,
junto al padre Juan Bautista y al por aquel entonces Hermano Nicolás Vuyart, que
acabaría retirándose de la Sociedad, con el que hace ya tantos años nos
comprometimos de por vida a impulsar y sostener la Sociedad de las Escuelas
Cristianas y Gratuitas, en unas condiciones realmente heroicas que, gracias al cielo,
nunca nos vimos obligados a poner práctica.
Pocos días después de cumplir este obligado trámite canónico, el Hermano Superior,
Timoteo, tuvo la gentileza de entrevistarse conmigo, sin premura ninguna de tiempo,
para informarse con detalle de la situación de nuestra escuela romana, que, de hecho,
pertenece a la red de escuelas del papa. Yo aporté todos los detalles que me
parecieron importantes, respondí lo mejor que supe a sus preguntas y, a fuer de
sincero, le vi muy interesado en asentar nuestra presencia en Roma e, incluso, en
ampliarla, si era posible, mediante la participación de algunos Hermanos en otras
escuelas papales para pobres.
El Hermano Superior se mostró muy amable conmigo, me preguntó expresamente si
había alguna cosa en particular que deseara o necesitase, y me indicó que, si no
encontraba inconveniente por mi parte, mi comunidad definitiva sería la de Auxonne.
Y para Auxonne partí, obediente, al cabo de un tiempo, una vez completados todos los
requerimientos que distintos Hermanos habían previsto en relación con mi persona,
aprovechando mi obligada escala viajera en esta antigua ciudad de los papas, a la que
había llegado procedente de la actual gran capital pontificia, Roma.
Un último encargo me deparó el encuentro con el Hermano Timoteo, actual Superior,
al que de ninguna manera quiero contrariar. Parece ser que el conocido canónigo de
Ruan, padre Juan Bautista Blain, reputado escritor y personaje influyente en círculos
eclesiásticos de alto nivel, ha aceptado la propuesta de nuestra Sociedad para redactar
una biografía, lo más afinada y exacta posible, de nuestro Fundador, el padre Juan

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Bautista De La Salle, de cara a poder iniciar más adelante, con garantías, su proceso de
beatificación.
Puesto que de elevar a los altares al padre De La Salle se habla, vaya por delante mi
personal convicción de que, en efecto, se trataba de un santo que Dios tuvo a bien
enviarnos, para mostrarnos su amor misericordioso de Padre, de modo que el santo
Fundador nos indicara los caminos concretos por los que ese amor divino llega a sus
hijos, y en particular a los niños pobres de nuestras escuelas. Me someto con
humildad, y sin ningún reparo, al juicio que sobre la santidad del padre De La Salle
emita en su momento la santa madre Iglesia, pero no puedo callar mi convicción
personal de haber conocido, en la persona de nuestro Padre, a un santo de carne y
hueso. Esta certidumbre se volvió mucho más sólida cuando el cielo me libró de un
molesto dolor de cabeza sin otra mediación que el roce de una carta manuscrita del
padre De La Salle sobre mi frente. Tras la recepción agradecida de esta gracia, lo que
antes era una suposición lógica y aceptable se volvió en ese preciso instante una
certeza inamovible: el padre De La Salle goza ya de la presencia sempiterna de Dios.
El canónigo Blain conoció a nuestro Padre fundador durante sus últimos años de vida
en la comunidad de San Yon, en Ruan, cuando el padre De La Salle había ya
abandonado todo papel protagonista en el gobierno de nuestra Sociedad y hubo,
incluso, de enfrentarse a algunos desagradables contratiempos en su relación con el
arzobispo de dicha villa normanda. En varios trámites, incluso, el propio padre Blain
hubo de actuar de desventurado mensajero y ejecutor, en su calidad de superior
eclesiástico de la casa de san Yon; conoció, pues, aquellos problemas del padre De La
Salle al detalle, mucho mejor que cualquier otra persona. Tengo para mí, además, que
el canónigo Blain gozó de la confianza, y hasta de la amistad personal, del padre De La
Salle, lo que sin duda le reportaría información abundante sobre su amigo y más de
una confidencia, desconocida para casi todos sus Hermanos de comunidad. Así las
cosas, es posible que, más allá de su prestigio como escritor y de su deseable influencia
en las altas instancias de la Iglesia, este fuera un detalle nada desdeñable a la hora de
encargar al canónigo Blain la composición de la biografía de nuestro Padre fundador.
El caso es que, aunque me dicen que el canónigo Blain lleva trabajando en la biografía
del padre De La Salle desde hace varios meses, y ha de llevar sin duda su redacción
muy adelantada, el Hermano Timoteo, mi Superior, solicitó encarecidamente mi ayuda
para la mejor culminación de este proyecto editorial que tanta ilusión suscita
actualmente entre los Hermanos de todas las edades. Según me indicó el Hermano
Superior, el canónigo Blain estaba muy interesado en mi testimonio y no descartaba en
absoluto la idea de encontrarse conmigo para charlar largo y tendido sobre algunas
cuestiones de las que se supone tengo buena información, de primera mano.
A la espera de que mi encuentro con el padre Blain tuviera lugar, el carísimo Hermano
Timoteo me rogó, más en concreto, que tratase de poner por escrito, con cierto detalle
pero sin excederme en las explicaciones, todos mis recuerdos relacionados con el
padre Juan Bautista De La Salle y las peripecias vividas a lo largo de mis años de
compromiso con nuestra Sociedad de las Escuelas Cristianas y Gratuitas. Le vi, en
particular, interesado en todo cuanto se refiriera a los primeros años de andadura de
nuestro proyecto apostólico, los más alejados en el tiempo y los más carentes de
referencias, datos y testigos, en consecuencia, y también a todo lo que tuviera que ver
con mi misión en Roma. Una vez concluido mi manuscrito, este acabaría en las manos

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del canónigo Blain para que, de acuerdo a su criterio, pudiese incorporar a su libro
cuantas informaciones llegadas de mi memoria considerase apropiadas y oportunas.
A mis humildes pretextos, para rechazar la propuesta, de ser una persona entrada ya
en años, a la que la memoria le falla más de lo que le gustaría, el carísimo Hermano
Timoteo opuso su convicción de poder rescatar del olvido, con un poco de esfuerzo, no
pocos detalles que ahora mismo son desconocidos por todos los miembros de nuestra
Sociedad. Lejos de cualquier pretensión de exhaustividad, de la que expresamente me
exoneró, el Hermano Timoteo pensaba que todo cuanto se pudiera recuperar sería
siempre favorable a nuestros intereses, e insistió encarecidamente en que siempre
sería mejor recordar algo, aunque fuera poco, que perderlo todo. Cuando le manifesté
mi escasa habilidad para la literatura, me recordó que el escritor sería el canónigo
Blain, y que mis aportaciones serían anónimas. Para lo que él me solicitaba no se
requerían habilidades literarias particulares; solo recordar con atención y luego
escribir, cuestión esta más que asegurada en quien había dedicado su vida al digno
empleo de formar escribanos y calígrafos de categoría.
Nada más pude aducir para librarme del encargo. Y aquí me hallo dispuesto a
comenzar con responsabilidad la tarea, aunque sin saber exactamente cómo llevarla a
cabo y por dónde comenzar. Procuraré, eso sí, ser lo más preciso que mi vetusta
memoria me permita, dejando de lado esas nimiedades que solo a gente superficial y
curiosa interesan, para centrarme en fundamentar como es debido las más gruesas
columnas de aquel proyecto al que me uní en 1684, cuando apenas contaba veinte
años de edad, y que hoy goza de excelente salud, tanto material como espiritual. De
hecho, se ha extendido por amplias regiones del reino de Francia e incluso comienza a
cobrar fuerza en los territorios de nuestro santo padre el papa de Roma, a quien Dios
conceda santidad, sabiduría y larga vida.
Que Él ilumine también a mi humilde persona para que sea capaz de cumplir esta tarea
que ahora emprendo con hondo sentido de servicio a la Sociedad de las Escuelas
Cristianas y Gratuitas, en obediencia a las insinuaciones de mi carísimo Hermano
Superior.1

1
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 1'.

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2

antes de 1684

Vine al mundo el año del Señor de 1664, en Reims, la ciudad en cuya hermosa catedral
se consagra a los reyes de Francia2. Aunque nunca tuve el privilegio de coincidir en mi
ciudad natal con una de estas solemnes ceremonias, llevo como un honor y un
verdadero privilegio haber visto la primera luz del sol y dado mis primeros pasos en un
entorno tan magnífico y de tanto significado para cualquier francés que se precie de
serlo.
Nací en el seno de una familia cristiana a más no poder. Mi padre, el señor Esteban
Drolin, de feliz memoria, era un experto artesano con extraordinaria habilidad para
manipular maderas y forjados. Lo que más trabajo le reportaba, en una tierra generosa
en vinos cual la Champaña, era la fabricación y reparación de toneles, aunque no
siempre le llegaban suficientes encargos de bodegas y particulares como para sacar
adelante con holgura a su familia. Por ello, metía también mano en otras
especialidades, como los arneses y demás aparejos para caballerías, que no se le
daban mal del todo; aunque, si hemos de hacer caso a lo que repetía siempre que
podía, lo suyo era, sobre todo, la tonelería. Mi inolvidable madre, llamada en vida
Clara Salmon, se ocupaba de las labores del hogar y, aparte de su permanente dulzura
y buen humor, era muy conocida en nuestro barrio por su habilidad con la aguja y el
hilo.
El Señor bendijo el matrimonio de mis padres con doce hijos robustos, entre los cuales
yo ocupaba el cuarto lugar, por orden de nacimiento. Mi hermano más pequeño,
Gerardo, al que llevo doce años, quiso imitar, en cierta medida, mi trayectoria y
solicitó, años más tarde que yo mismo, el ingreso en la Sociedad de las Escuelas
Cristianas y Gratuitas; como habré de narrar más adelante, participó incluso conmigo
en alguna correría apostólica. Pero su carácter veleidoso y antojadizo, de difícil
conformar en cualquier estado u oficio que le tocase en suerte, le impulsó a saltar de
un lado para otro sin encontrarse verdaderamente a gusto en ninguno. Así, de las
escuelas para pobres marchó al Císter reformado, que también acabó abandonando
para vivir por ahí en solitario y un tanto errabundo. Según algunas vagas noticias que
recibí del querido padre De La Salle cuando yo me hallaba todavía en Roma, Gerardo
pasó algún tiempo en París, echando una mano como sacristán y otros quehaceres por
el estilo, en una parroquia de las afueras de la capital, pero hace años que he perdido
su pista y no sé nada de él. Espero que el tiempo le haya ayudado a sentar un poco la
cabeza y que la vida no le haya tratado con excesivo rigor.
A los pocos días de nacer, según sigue siendo costumbre en nuestra cristiana tierra
gala, fui bautizado en la parroquia del santo apóstol Santiago, de mi ciudad natal, más
en concreto el día de su fiesta mayor, 25 de julio. La parroquia de Santiago de Reims
sería, precisamente, una de las primeras en acoger una escuela de la red escolar que el

2
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Itinerario preciso del Hermano Gabriel Drolin en el Instituto'.

15
padre De La Salle, con la ayuda y orientación del señor Adrián Nyel, experto maestro
llegado de Ruan, echó a andar; en Reims primero y enseguida en algunos pueblos
grandes de los alrededores. Claro que yo entonces era demasiado pequeño para
preocuparme por estas cuestiones, que, por otra parte, todavía no habían iniciado su
andadura.
Crecí sano y libre, bastante dejado de la mano de mis padres que bastante tenían con
atender las responsabilidades del duro empeño de sacar adelante a su familia, uno con
los toneles y la otra entre pucheros y retales. Libre sí, pero no lo suficiente como para
librarme de una cierta instrucción escolar, elemental, diríamos hoy, pero vista en aquel
momento, sin duda, privilegiada. En realidad yo no puse demasiado de mi parte para ir
a la escuela, aunque una vez superadas las semanas iniciales de contacto con un medio
y unas ocupaciones completamente distintos, y hasta por momentos opuestos, a los
de mi casa y mi barrio, con mis amigos y vecinos, no se puede decir que la escuela me
disgustara; al contrario, terminé encontrándole gusto y, en definitiva, aproveché
bastante el tiempo. Al final me encantaba ir a clase, de modo que aprendí a leer y a
escribir con mucha soltura, y también a hacer algunas cuentas, aunque esto último
siempre se me ha dado peor, lo que lamenté muchas veces en mis tiempos de
responsable de la escuela pontificia romana.
Como decía, no fui yo quien tomó la iniciativa de ir a la escuela, sino mi santa madre
que, como cristiana piadosa y cumplidora que era, hizo todo lo posible, desde mis
primeros años, por acercarme a la Iglesia. Y el mejor medio que encontró para
conseguirlo fue hacerse acompañar a todas sus devociones y liturgias, que eran
numerosas, por mi ilustre personilla. Además, para ser más preciso, se valió de la
música y de mi afición a ella. Debía de tener yo, por aquel entonces, unos nueve o diez
años.
Como a mí me gustaba cantar y en la catedral existía una coral con fama de excelencia
musical, mi madre utilizó las influencias del párroco de Santiago, que habló con alguien
de las oficinas diocesanas, o algo así, porque yo nunca me enteré de los pasillos y,
posiblemente, laberintos que mi madre hubo de recorrer para introducirme en la coral
catedralicia. El caso es que, al final, me citaron en la catedral a primera hora de la
tarde de un bonito día de otoño para hacerme una prueba. Y allí me presenté yo, de la
mano de mi madre a la que, a decir verdad, nunca había visto tan nerviosa.
Antes del examen propiamente dicho o, quizás mejor, de la entrevista, recibí un
auténtico impacto, impresionante, agradable, placentero. Llegar a aquel inmenso
templo que, no sé por qué, llamaban catedral, en el que nunca había puesto el pie,
donde un pequeño como yo abultaba lo que un grano de trigo en la plaza de mi barrio,
fue para mí un descubrimiento deslumbrante. Las estatuas de piedra, como extraídas
directamente del natural, aquel ángel sonriente de la entrada, que parecía insinuarme
"ánimo, ya verás como en adelante seremos buenos amigos", las distintas capillas
laterales, cada una con sus adornos, sus estilos, las flores, los cirios, los enrejados, que
me recordaban el oficio de mi padre... Y sobre todo la luz de las vidrieras, que llenaba
de cálidos y variados colorines el gran pasillo central del templo. Nunca he visto nada
más bello ni que haya causado en mí la impresión de aquel primer contacto con la
hermosa catedral de mi ciudad natal, Reims. Con razón la habían elegido para coronar
a los reyes de Francia, aunque luego me di cuenta de que, quizás, el razonamiento era

16
a la inversa: si era tan bella se lo debía al importante servicio que estaba prestando,
desde hacía varios siglos, a la monarquía francesa, y no al revés.
Pero mi gozo, que apenas surgido hube de disfrutar a velocidad extrema, de la mano
de mi madre que volaba como el rayo hacia una sala del interior de la catedral, se
apagó por completo cuando casi todavía no había comenzado. Llegamos, por fin, al
lugar que buscábamos, donde encontramos a un clérigo que nos condujo a otra
estancia, fuera ya del templo. Desde allí, el amigo de mi madre envió a buscar a
alguien y, mientras llegaba, se dio a una conversación fluida con ella sobre asuntos
intrascendentes. Enseguida apareció quien me había de examinar que, tras
preguntarme mi nombre y alguna cosita más, me invitó a estar tranquilo y a cumplir de
la mejor manera posible lo que me indicara, sin miedo ni nervios; iba a ser muy
sencillo, insistió. Acto seguido me invitó a cantar alguna canción que conociera bien y
me gustara; entoné una de mis tonadas favoritas, pero no me dejó terminar y me hizo
cantar otra vez, lo mismo, pero ahora a voz en grito; luego me invitó a hacerlo lo más
suavemente que pudiera. Me ayudó también a improvisar, con bastante poca pericia,
la verdad, lo que más tarde supe que eran escalas sonoras, y que yo nunca había
practicado. En definitiva, después de un rato que a mí me pareció bastante largo, el
maestro de canto le confirmó, satisfecho, a mi madre que quedaba admitido en la
coral, aunque primero tendría que aprender algunas cosas y participar en unos
cuantos ensayos. Llegaron a algún acuerdo sobre dónde y cuándo podía empezar mi
nueva vida de cantor y regresamos deprisa a casa. Mi madre rebosaba de alegría: su
hijo iba a ser cantor en la catedral, ¡casi nada!
A mí me gustaba cantar, por lo que la noticia de mi incorporación a la coral de la
catedral que, de paso, me permitiría visitar a menudo aquella inmensa iglesia que tan
impresionado me había dejado la primera vez que entré en ella, me llenó también de
alegría. Lo que nadie me había explicado es que cantar en la coral significaba comenzar
a acudir, como alumno oficial, a la escuela menor, dependiente de la catedral, que se
hallaba no lejos de ella. Y así comencé a asistir a clase todos los días, como lo hacían
todos los niños de la coral y muchos de los acólitos y otros ayudantes en los distintos
oficios litúrgicos de la catedral. Claro que aquella primera escuela que conocí en mis
primeros años de Reims tenía poco que ver con las que los discípulos del padre De La
Salle organizaríamos con tanto éxito algunos años más tarde, primero en Reims y luego
un poco por todo el norte y el este de la geografía francesa.
Si nos olvidamos de un despacho y algún otro cuartucho que había por allí, la escuela
menor catedralicia se reducía prácticamente a una gran sala en la que solíamos
reunirnos cada día una cuarentena de niños, de edades y conocimientos diferentes, sin
orden ni concierto particular. Así, con los que ya leían y escribían bastante bien se
mezclaban quienes estaban todavía comenzando con la lectura e incluso algunos que
apenas sabían nada de nada. Todos los alumnos íbamos provistos de una Biblia, en
latín, por supuesto, como buenos católicos que queríamos ser, y los más adelantados
solían tener también algún misal o devocionario, donde poder leer las oraciones;
quienes estaban aprendiendo a escribir, llevaban, además, sus plumas y papeles.
Como tanta gente reunida, tratando de componer asuntos tan diferentes durante tan
largo tiempo, constituía un ambiente propicio al desorden, a las gracietas y los juegos,
y a holgar más de la cuenta, un clérigo joven, provisto de una vara corta y flexible que
no dudaba en utilizar si hacía falta, imponía sin descanso la disciplina y el interés por el

17
trabajo cuando el ambiente se relajaba y algún alumno se propasaba. Al frente de la
sala, un maestro ya entrado en años, con su hábito de clérigo y sus lentes de
intelectual, sentado tras un gran pupitre, iba citando, vara en mano, uno por uno a
todos los alumnos de su escuela para que rindieran cuentas de cómo habían asimilado
las lecciones anteriores y poder después avanzar nuevos contenidos. Si el maestro no
quedaba satisfecho con tu aportación, nadie te libraba de una regañina y, con
frecuencia, hasta podía caerte también algún varazo.
Por suerte, había jornadas en las que el volumen de trabajo del maestro, sobre todo
con los alumnos más aventajados, era tan elevado que el día se pasaba sin tener que
acudir al temido encuentro con él, lo que, por lo general, significaba que te evitabas no
pocos problemas. Claro que, como para compensar, esos días solían ser bastante más
complicados con el encargado de la disciplina en la escuela, que a veces no sabía cómo
conseguir que el orden y la paz retornaran a la clase. Y es que los alumnos más
pequeños no aguantaban tanto tiempo quietos y sin moverse de su sitio, mientras que
los mayores siempre ideaban alguna trastada que alegrase el ambiente, por más que, a
menudo, sus bromas acabaran mal.
Toda la actividad de la escuela tenía como lengua única el latín. A los alumnos, que
teníamos que cantar himnos religiosos, motetes y cantos por el estilo, o participar en
ceremonias litúrgicas y rezos de diversa índole, trabajar en latín nos venía muy bien.
Tal vez por eso lo habían organizado así, ya que luego, a la hora de leer partituras o
responder al sacerdote en el altar, conociendo un poco de latín todo resultaba mucho
más sencillo. Solo cuando aprendías a leer perfectamente los textos latinos te
enseñaban algunas nociones de lectura francesa, pero se nos hacía muy complicado,
acostumbrados como estábamos a la lengua latina cuyos sonidos y letras estaban
emparejados de manera muy simple, sin esos diptongos y grupos de letras que suenan
de forma distinta cuando están juntas que por separado, según sucede con frecuencia
en la lengua de nuestros padres. Una vez que sabías leer bastante bien, te iniciaban en
la escritura, que a mí siempre me pareció el arte de la postura corporal apropiada, y
cuando ya manejabas con soltura la pluma llegaban los números y las cuentas, que
indicaban que estabas a punto de concluir tu paso por aquella escuela catedralicia.
Además de las materias escolares profanas habituales, varios días a la semana
teníamos estudio de música, canto o ensayo, a veces por voces y menos
frecuentemente todos los coristas juntos; cuando se acercaban algunos periodos
especiales, como Navidad, Semana Santa o algunas fiestas de la Virgen, estos ensayos
se volvían diarios, toda la coral junta, y además, casi siempre se prolongaban mucho
más tiempo. Entre los desplazamientos, los ensayos propiamente dichos y los nervios
que producía el temor a que en el momento indicado no todo estuviera a punto y
fallase algo, sobre todo los solistas, durante esas temporadas especiales, como no es
difícil de comprender, en la escuela apenas avanzábamos nada en las materias que no
fueran litúrgicas o musicales.
Aparte de la música, todos los días, nada más llegar a la escuela, recibíamos
explicaciones de liturgia, doctrina sagrada, vidas de santos y teníamos que aprender y
recitar de memoria el catecismo de la diócesis, compuesto en forma de preguntas y
respuestas que debíamos memorizar al pie de la letra. Más tarde me daría cuenta de
que, aunque era un catecismo específico de la diócesis de Reims, al que debían
atenerse todas las parroquias remenses, en realidad estaba inspirado, y en muchos

18
pasajes directamente copiado, del catecismo que ordenara componer el Concilio de
Trento, reunido al pie de los Alpes más de un siglo antes de mi época de niño cantor.
Tres o cuatro años debí de acudir a la escuela menor de la catedral de Reims,
disfrutando en plenitud tanto de sus enseñanzas civiles como de la liturgia y, sobre
todo, de la música, arte que siempre me ha ayudado a conectar con facilidad con Dios
y, por qué no decirlo, también a superar esos difíciles trances en los que la soledad se
agarra a tus entrañas y hace que la existencia se vuelva especialmente amarga. La
música, el canto, han sido siempre para mí, desde los tiempos de mi niñez, mano de
santo para solventar muchas situaciones molestas y, también, para acompañar las más
agradables.
Además, en la escuela, aunque en nuestra Sociedad nunca le dimos, ni mucho menos,
la importancia ni el sitio que tenía en la escuela catedralicia de Reims, el canto ha
resultado siempre una iniciativa feliz para la catequesis y otros momentos de oración y
recuerdo de la presencia de Dios, porque a los niños les gusta cantar y lo hacen casi
siempre a gusto. De paso, el canto los distrae y les ayuda a cambiar de actividad, de
manera que el aburrimiento y la tan peligrosa ociosidad, siempre al acecho, no se
ceben en sus débiles personas induciéndolas a pecar. La música, ciertamente, es como
un milagro, un don bendito del cielo que nunca agradeceremos bastante.
Un problema inesperado vino a cercenar de raíz mis felices días de niño cantor
catedralicio. Sucedió que con el paso del tiempo mi voz comenzó a cambiar y empezó a
hacerse cada vez más habitual algo que yo nunca antes había conocido: la dificultad
para cantar con sencillez y llegar a ciertas notas altas. Mi tesitura vocal se estaba
reduciendo a ojos vistas y, además, las nuevas coloraciones y registros que mi voz iba
adquiriendo dejaron de resultar agradables a los oídos experimentados de los
responsables de la coral catedralicia, que terminaron por indicarme que esperara unos
meses sin cantar, hasta ver en qué quedaba la evolución de mi organismo, sobre todo
en lo que a mi capacidad sonora tocaba. Así que, sencillamente, se me apartó de la
coral.
Este hecho vino a coincidir en el tiempo con el final de mi presencia en la escuela
menor de la catedral. Allí había aprendido ya todo lo que me podían enseñar y tocaba
decidir qué iba a hacer en adelante. Una posibilidad era ponerme a trabajar con mi
padre, que ya empezaba a notar el peso de los años a la hora de ocuparse de cargas un
poco pesadas y otras faenas inevitables en su especialidad. Aunque la habilidad de
artesano la mantenía en plenitud, por lo que podía aprender de él y, en relativamente
poco tiempo, sucederle en el puesto. El caso es que a mí no me agradaba demasiado el
trabajo manual de los toneleros y entre mis hermanos varones creo que había alguno
que había pensado en el mismo plan e, incluso, mi propio padre estaba ya
introduciendo a un par de ellos en el empleo. Se ve que a mí me dio ya por perdido en
cuanto comencé a aparecer por casa con mi Biblia y mis materiales para escribir.
Por otra parte, yo había vivido intensamente en un ambiente muy peculiar: la catedral,
los clérigos, las celebraciones litúrgicas, misas y demás... Era un mundillo que me
gustaba. Empecé a pensar seriamente en la posibilidad de consagrar para siempre mi
vida al Señor y a su Iglesia, preparándome para la ordenación sacerdotal.
Desde los tiempos del Concilio de Trento se oía hablar aquí y allá de unos centros
especialmente diseñados para formar a los futuros sacerdotes, que llamaban

19
seminarios; el santo Concilio los había impulsado con fuerza pero, de momento, la idea
no había llegado a materializarse en Reims. En mi ciudad seguíamos al estilo de
siempre: estaban los colegios, o distintos preceptores y formadores particulares que te
preparaban para presentarte al examen de maestro en artes, y así poder ingresar en la
universidad, donde podías estudiar teología, leyes o medicina. Quienes deseaban ser
sacerdotes normalmente no escogían nunca esta última, y debían trabajar siempre
muy bien la primera.
Si pretendías ser ordenado sacerdote no tenías que acabar necesariamente los
estudios; bastaba con aprender teología, llevar una vida cristiana modélica, echar una
mano en actividades pastorales o catequísticas y, cuando tú pensabas que estabas
suficientemente preparado para el sacerdocio, debías convencer a un obispo de que te
ordenara, te admitiera en su diócesis y te encomendara un trabajo sacerdotal
concreto, que normalmente era en torno a una parroquia. Bueno, la verdad es que no
eras tú quien convencías al obispo, sino algunas personas de su confianza que le
hablaban de ti, porque te conocían bien, y le comentaban tus deseos de llegar a ser
sacerdote. Luego casi cada obispo reaccionaba de una forma diferente; podía enviarte
a una parroquia, o hablar contigo y ver cómo andabas de teología, o qué pensabas de
la actividad parroquial o sacerdotal; o te invitaba a esperar y seguir estudiando...
Así las cosas, consulté con algún sacerdote conocido y recabé el apoyo de distintos
clérigos de la catedral, relacionados con la escuela y la coral. Tanteé con ellos la
posibilidad de acceder a las sagradas órdenes, lo que, según aprecié, no suscitó en
ellos sorpresa particular; al contrario, vieron mis deseos como algo razonable,
interesante y hasta previsible. Para alcanzar el estado sacerdotal, el primer
compromiso serio, y público, que debía adoptar era la tonsura; para recibirla no
parecía que hubiera más dificultades que solicitarla y esperar el momento oportuno
para realizar el rito como es debido.
En lo referente a estudios, después de mi aprendizaje en la escuela catedralicia, debía
perfeccionar mis conocimientos de gramática latina, y meterme seriamente con el
griego y la filosofía; me convertiría así en lo que se conocía como un "clérigo", es decir,
un estudioso, alguien mejor preparado que la mayoría de las personas que, en aquellos
tiempos, apenas sabían leer o escribir. Enseguida surgieron los nombres de algunos
sacerdotes y clérigos de la catedral que podían echarme una mano, sobre todo en los
primeros momentos. A cambio, tendría que seguir relacionado con la actividad de la
catedral y prestarme a colaborar en algunos servicios, pero eso no iba a ser problema
para mí. Mi colaboración en la catedral compensaría, de alguna manera, el servicio que
se me iba a prestar en ella y, de paso, me haría ganar puntos en mi experiencia
pastoral y catequística, cuando llegase el momento de solicitar la ordenación.
Y tal como lo pensamos comenzamos a ponerlo en práctica. Para mí era un acuerdo
muy beneficioso, sobre todo porque no tenía que pagar nada, me iba a dedicar a lo
que me gustaba y a lo que deseaba hacer, en un ambiente para mí conocido y
agradable, que me iría acercando a mi ideal sacerdotal. Además, tenía la sensación, y
casi la seguridad, de ser bien acogido por varias de las personas que debían
acompañarme en mi formación. En realidad, en Reims había dos buenos colegios que
preparaban para el examen de maestro en artes, pero, aunque objetivamente no eran
demasiado caros, estaban completamente fuera del alcance de las posibilidades de mi
familia. Por otra parte, yo era ya un poco crecidito para compartir pupitre con niños

20
varios años más jóvenes que yo. En mi caso, eso de llegar a ser maestro en artes había
surgido a última hora; antes yo nunca pensé en ello y los años se me habían pasado
muy a gusto, sin sentirlo, en la coral catedralicia, mientras quienes pensaban desde el
principio en obtener ese título aprovechaban el tiempo y avanzaban en la preparación.
Si ibas al colegio, trabajabas todos los días y los maestros te seguían muy de cerca;
sabías con mucha exactitud cuánto tiempo te iba a costar llegar al examen y así
terminar esa preparación para el ingreso en la universidad. La forma en que comencé a
estudiar, por el contrario, era menos exigente y, por decirlo claro, bastante poco seria.
Al principio todo resultaba fácil y hasta era consciente de que hacía progresos casi
cada día, que me asomaba y comenzaba a comprender algunos temas de los que ni
siquiera había oído hablar en la escuela catedralicia. Pero poco a poco las cosas se
fueron complicando. El sistema de estudio tampoco era el mejor; aunque yo me
esforzaba y no escatimaba esfuerzo personal ni tiempo de trabajo por mi cuenta, con
mis libros y mis plumas, mis maestros particulares solo me recibían cuando estaban
libres; a veces pasaba muchos días sin ver a ninguno; otras veces teníamos una cita y
mi profesor no se presentaba, o venía para decirme que dejase los libros a un lado y le
ayudase con alguna responsabilidad concreta que tenía que cumplir en algún sitio
cercano. El caso es que, a pesar de mi buena voluntad, pasados varios años tuve que
comenzar a pensar en otra manera de sacar adelante mis estudios, de modo que
pudiera hacer realidad, en un plazo de tiempo razonable, mi ya maduro deseo de
convertirme en sacerdote.
Dándole vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que la manera más realista de
conseguirlo era buscar algún dinero con el que poder pagar mis clases particulares, de
modo que el maestro que me enseñara se viera obligado a ser asiduo en sus lecciones
y cumplir bien su cometido; de otra forma, no cobraría. Y para un clérigo como yo,
bien introducido en asuntos de lengua latina, que dominaba sin dificultad el arte de la
lectura y la escritura, el camino más sencillo para acceder a algún dinero me pareció
ser la escuela: convertirme en maestro.
En realidad no era ninguna originalidad por mi parte; se trataba de una vía que
transitaban muchos de los que, como yo, pensaban en recibir las sagradas órdenes,
aunque luego, a la hora de la verdad, algunos no la abandonasen de por vida. Otros,
como era mi intención, se mantenían en la escuela hasta que recibían la ordenación
sagrada y podían ganar su vida de forma más cómoda y, sobre todo, menos
humillante. Y es que, sobre todo los maestros de escuelas de caridad, que era donde
con más facilidad podía uno encontrar trabajo, estaban muy mal considerados por la
sociedad. Se pensaba que no eran sino fracasados, gente preparada para ocuparse de
asuntos mucho más prestigiosos y que, sin embargo, se habían quedado en nada,
ocupados todo el día en cuidar de niños sin apenas recibir nada a cambio. Además, con
demasiada frecuencia los que acudían a sus clases eran criaturas paupérrimas y llenas
de miserias que nunca saldrían del arroyo en el que se habían criado, por más que se
esforzasen sus instructores.
Pero, en fin, como se trataba de un trabajo temporal, hasta que los estudios fueran
avanzando y consiguiera el sueño de la ordenación, no me importaba en absoluto
convertirme en maestro de escuela durante unos cuantos años. Estaba dispuesto a
hacer ese esfuerzo y a sacrificarme por una buena causa, para mí cada vez más
querida.

21
Y esa fue la vía por la que la divina providencia me encaminó hacia la casa que el
inolvidable padre De La Salle acababa de abrir en Reims para acoger a los maestros de
sus escuelas de caridad. Dios, nuestro Padre, me había tendido una trampa —¡bendita
trampa y bendito sea, sobre todo, Él mismo que la ideó— pero yo todavía no lo sabía...
3

3
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 2'.

22
3

primera mitad de 1684

Una vez decidido a trabajar como maestro de escuela popular, lo más urgente era
encontrar algún párroco, u otra persona implicada en estas cuestiones, que tuviera
necesidad de un clérigo para su escuela, y que ofreciese un proyecto interesante para
mí desde distintos puntos de vista: económico, perspectivas de continuidad, cercanía a
la catedral, garantía de seriedad, etc.
La suerte vino a aliarse, en cierta forma, con mi situación. Y es que, justo cuando
acababa de tomar la decisión de entregarme de lleno al empleo de maestro de escuela
de caridad, explotó en Reims un escándalo enorme que, de alguna manera, tenía que
ver directamente con un proyecto de escuelas para niños pobres.
En realidad parece que los problemas venían desde algunos meses atrás, pero el punto
álgido de la crisis podemos situarlo a finales del verano de 1683. El padre De La Salle,
primogénito de una de las familias más reputadas de Reims, doctor en teología y
canónigo de la catedral, acababa de renunciar a su canonjía. Además, no había cedido
su plaza de canónigo a un familiar cercano, como era costumbre en aquella época, por
ejemplo a su hermano Juan Luis, que se preparaba para el sacerdocio, sino que se la
había traspasado a uno de los sacerdotes pobres con los que compartía casa en la calle
Nueva. A mí, familiarizado con los asuntos que afectaban a la catedral y, al mismo
tiempo, preocupado por las consecuencias que de estas actuaciones un tanto extrañas
pudieran derivarse, esta dimisión como canónigo del padre De La Salle me dio que
pensar, y me empujó, al mismo tiempo, a intentar enterarme mejor de todo lo que
sucedía.
Esa casa de la calle Nueva de Reims, donde vivía el padre De La Salle con algunos
sacerdotes pobres, varios jóvenes y un grupo de maestros de varias parroquias,
parecía ser el foco del que derivaban todos los problemas. De hecho, por lo que pude
indagar, el alquiler de dicha casa fue la mejor manera de solucionar los problemas que
habían surgido entre el padre De La Salle y su familia, a propósito del trato dado al
grupito de maestros que nuestro sacerdote dirigía y protegía.
Al principio, cuando comenzó a ocuparse de los maestros, a finales de 1679, el buen
canónigo alquiló una casa para que residieran en ella, a donde les hacía llegar la
comida desde el domicilio familiar. Aunque esta manera de actuar no agradaba lo más
mínimo a sus familiares, pues no parecía lo más apropiado que el jefe de una familia
tan prestigiosa como los De La Salle se mezclara todos los días con maestros de
escuelas para pobres, se ocupara tan de cerca de gente de semejante ralea, la tensión
se mantuvo más o menos agazapada a lo largo de los meses, sin ninguna manifestación
exterior estridente.
La cosa se volvió insoportable cuando, por decisión de su patrón, los maestros
abandonaron la casa de alquiler y se alojaron en la propia mansión de la familia De La

23
Salle. Tal resolución se les hizo ya intolerable a los De La Salle, y a la forzosa caída del
prestigio familiar que leían tras ella comenzaron a añadir otras cuestiones no menos
preocupantes, como podían ser el mal ejemplo dado a los niños pequeños de la familia
u otras. Ahora sí, la tensión subió de tono y se volvió insoportable, de manera que no
hubo más remedio que adoptar decisiones. Y, desde luego, la más evidente de ellas
constituyó una sorpresa mayúscula para cuantos, de algún modo, trataban y conocían
al padre De La Salle. Porque llegado el 24 de junio, día de san Juan, fecha en que
tradicionalmente concluían los alquileres y se apalabraban otros nuevos, el padre De
La Salle tomó a sus maestros y se los llevó a una casa alquilada en la calle Nueva. Lo
sorprendente de la decisión no fue el alquiler, propiamente dicho, de la casa, más o
menos previsible a los ojos de cualquier observador informado, sino que el propio De
La Salle abandonara a su familia y se fuera a vivir con sus maestros. Corría el año 1682.
De cualquier manera, aquella decisión de irse a vivir con los maestros tampoco debió
de sentar demasiado bien en aquella pequeña comunidad escolar que se estaba
constituyendo en la calle Nueva. Sin que desde fuera pudiera saberse con precisión el
motivo, parece que tenían problemas. De hecho, pasadas unas cuantas semanas, los
maestros comenzaron a abandonar la comunidad y, con ella, el proyecto de las
escuelas para pobres, de modo que, en algunos momentos, el padre De La Salle tuvo
dificultades muy serias para cumplir los compromisos adquiridos con los
patrocinadores de las escuelas porque carecía de maestros suficientes. Sobre esta
crisis pude conocer más adelante otros detalles por lo que probablemente algunos de
sus ecos vuelvan a aparecer en este escrito.
Así que la dimisión como canónigo del padre De La Salle vino precedida por un gesto
valiente, muy significativo y, desde luego, nada cómodo para él: la opción vital de irse
a vivir con unos maestros de niños pobres, gente de una condición social muy inferior
a la del ya excanónigo que, además, como colectivo, tenía muy mala fama en casi
todos los ámbitos de la sociedad francesa de aquellos días.
La guinda a todo este proceso del padre Juan Bautista, de éxodo de una vida
acomodada para ir a encarnarse en el absolutamente desconocido y hasta amenazante
mundo de los pobres, llegó unos meses más tarde, cuando el invierno que se
desplomó sobre el cambio de año de 1683 a 1684 mostró su cara más cruel y sometió
a toda la Champaña, como a las demás regiones del reino de Luis XIV, a un frío atroz,
que trajo con él hambre, enfermedades, dolor y, en definitiva, muerte. Fue,
ciertamente, un invierno extremo, que, para empeorar las cosas, llegó precedido por
unas cosechas misérrimas, que terminaron por convertir la situación en dramática y
sobrecogedora. Algún invierno duro me ha tocado soportar a lo largo de mis ya largos
años de existencia, pero como aquel no recuerdo ninguno.
Tras irse a vivir con los maestros y renunciar a su canonjía en favor de un sacerdote
pobre, al padre De La Salle aún le quedaba un último paso que dar en su caminar hacia
los pobres, y aprovechó las difíciles circunstancias de aquel gélido invierno para
acometerlo. Porque fue por aquellas fechas, en efecto, cuando el excanónigo decidió
quemar definitivamente sus naves entregando toda su fortuna, fundamentalmente la
parte de la herencia familiar que le correspondía, a los más directamente afectados
por la hambruna y el frío: a algunos pobres vergonzantes, antiguos nobles conocidos y
gente antaño bien situada que no se atrevían a dar a conocer su actual situación de

24
penuria, a gente necesitada de la vecindad y a los alumnos de las escuelas de sus
maestros, todos ellos retoños de familias pobres y necesitadas a más no poder.
Lo más curioso es que, para enfado de los maestros con quienes compartía techo y
mesa, el padre De La Salle no reservó nada para ellos, de modo que, si los alumnos
recibieron ciertos alimentos y otros dones, sus profesores se quedaron con las ganas.
Y, desde luego, no se privaron lo más mínimo de manifestar su malestar a su protector
en cuanto se les presentó la oportunidad de comentarlo, con escasos modales por
cierto.
Es verdad que su confesor le obligó a asegurar una pequeña cantidad para preservar su
dignidad sacerdotal, pero, después de aquel gesto, tan audaz como atrevido, el padre
De La Salle quedó en una situación muy parecida a la de sus maestros: pobre,
desprestigiado y con el futuro prendido de unos cuantos alfileres. El buen sacerdote se
agarró, sin duda, a aquel grito atrevido, pero confiado, de una santa española: ‘solo
Dios basta’. Ciertamente nuestro Padre fundador impartió una hermosa lección de la
mejor manera que podía hacerlo: con el ejemplo de una vida fundada en la confianza
absoluta en la providencia amorosa de Dios, que se ha de manifestar en la vida
corriente de todos los días y se despliega en actos concretos. A los ojos del mundo,
pura locura, como decía el apóstol de los gentiles; pero a los ojos de la fe, coherencia
impecable y bendición segura del cielo.
A mí todos estos avatares, más allá de lo que pudieran tener de materia para el cotilleo
y el comentario mordaz de mis conciudadanos, no me dejaron en absoluto indiferente.
Muy al contrario, las decisiones del padre De La Salle me dieron bastante que pensar.
Por aquel entonces yo no le conocía demasiado, poco más que de vista, de cruzármelo
en la catedral cuando él venía para sus rezos y sus reuniones. Pero después de su
impresionante conversión a los pobres su figura comenzó a engrandecerse ante mis
ojos, y quise encontrarme con él y hasta presentarme, por qué no, como voluntario
para su grupo de maestros.
Si lo pensaba un poco con calma, De La Salle no había hecho otra cosa, en definitiva,
que seguir por el mismo camino que una serie de figuras, más o menos conocidas, de
la Iglesia Católica francesa del momento, que, de una u otra forma, en materia de
escuelas o de catequesis, en asuntos de espiritualidad o de vida monástica, por amor
del Evangelio y deseos de ponerlo en práctica, o como fuera, habían apostado y
continuaban insistiendo en el retorno a la pobreza y en la evangelización de los pobres,
como ellos y con ellos.
Yo mismo admiraba profundamente a una figura fallecida poco antes de mi
nacimiento: el venerable padre Vicente De Paul, que recorrió un camino parecido al
que por aquel entonces estaba iniciando el padre De La Salle: estudiando en París,
ordenado sacerdote, tomó contacto con las miserias de tantos franceses, primero en el
mundo rural y luego un poco por todas partes, y decidió, como el canónigo remense,
dedicarse por completo a servir a los pobres.
El buen padre Vicente era mi héroe secreto, hasta el punto de conservar anotados,
para mi recuerdo y meditación personal, algunos de sus pensamientos. Por ejemplo,
aquellos que dirigió a una de sus discípulas, de las conocidas como Hijas de la Caridad:
"Pronto te darás cuenta de lo pesado que es llevar la caridad, mucho más que cargar
con un puchero de sopa y una cesta llena de pan; pero habrás de conservar tu dulzura

25
y tu sonrisa. No consiste todo en distribuir sopa y pan; eso pueden hacerlo los ricos. Tú
eres la insignificante sierva de los pobres, una Hija de la Caridad, siempre sonriente y
de buen humor". O cuando se refería a los pobres, de una manera completamente
diferente a la que estábamos acostumbrados a oír en los sermones de las iglesias y a
leer en los libros: "Los pobres son tus amos, unos amos terriblemente susceptibles y
exigentes, ya lo verás. Por tanto, cuanto más repugnantes sean y más sucios estén,
cuanto más injustos y groseros sean, tanto más deberás darles tu amor. Solo por tu
amor, por tu amor únicamente, te perdonarán los pobres el pan que tú les das".
Impresionante figura la del padre De Paul, que también se dedicó al mundo de las
escuelas para pobres, aunque su compromiso hacia ellos fuera mucho más amplio:
campesinos, enfermos, presos, huérfanos, ancianos, soldados heridos, paganos,
esclavos... Muchas veces se me pasó por la cabeza unirme a los discípulos del padre De
Paul y dedicarme yo mismo, a partir de estos dones que Dios me ha dado del canto y la
pluma, a socorrer a esos exigentes amos que son los pobres. Nunca me atreví a dar el
paso definitivo, aunque ganas no me faltaron. Además, creo que lo tenía bastante fácil,
porque uno de los canónigos de la catedral de Reims, el teologal, padre Nicolás Roland,
muy amigo de su colega, el padre De La Salle, y no sé yo si también su confesor y hasta
su director espiritual, a pesar de la llamativa juventud de Roland, anduvo en tiempos
bastante comprometido con los discípulos del padre De Paul y les echaba una mano
cuando iban por los pueblos a predicar eso que llamaban ‘misiones populares’, que se
estaban haciendo muy famosas por todas partes.
En realidad, puestos a imaginar posibilidades, nada de extraño tendría el que los dos
canónigos amigos, Roland y De La Salle, hubieran comentado a menudo entre ellos
estos asuntos y se hubieran animado mutuamente al compromiso radical en favor de
los pobres. Por desgracia, el canónigo Roland murió bastante pronto y no llegó a
conocer los compromisos que adoptaría más tarde su dirigido De La Salle.
Ahora que lo pienso con más detenimiento, además del venerable padre Vicente, cuyo
compromiso me había entusiasmado por aquel entonces, hubo muchas otras personas
que apostaron por dedicarse a los pobres, y que colocaron en esa opción la clave de la
renovación del cristianismo francés. Sin ningún ánimo de citarlos a todos, se me
ocurren unos cuantos escritores espirituales y teólogos de éxito, como el cardenal
oratoriano De Bérulle, que, según tengo entendido algo tuvo que ver con las
decisiones del padre De Paul, y su compañero Condren; o también el padre Olier, y
tantos otros. En realidad había implicadas instituciones enteras, como los oratorianos
o los sulpicianos, y hasta los mismos jesuitas, si me apuran un poco. Como si todos
escucharan un sordo clamor invitando con fuerza al apostolado con los pobres, a
repetir en la propia vida el ejemplo del Jesucristo de los Evangelios.
En esta misma línea, en ambientes monásticos, el padre Rancé, abad de La Trappe,
también había dado un giro de radicalidad en pro de devolver la primitiva austeridad a
los monasterios cistercienses. De una u otra forma, en su afán por renovar la Iglesia en
profundidad, todos ligaban la Iglesia con los pobres, como si no hubiera otro camino
para conseguir ese importante objetivo, que estaba en boca de casi todos los
eclesiásticos un poco concienciados y preocupados por la situación de la Iglesia.
En cuanto a las escuelas, me vienen a la cabeza muchos nombres que, actuando en
diferentes lugares y con distintos objetivos, trataban de convertirla en un instrumento

26
privilegiado de evangelización y de catequesis; todos ellos sacerdotes: los padres
Bathencourt, Fourier, Bourdoise... Entre ellos podría destacarse un amplio grupo que
se interesaba particularmente por las escuelas para niños y niñas pobres, como el
padre Démia, cuyas noticias nos llegaban desde la lejana Lyon, y otros más cercanos,
como el fraile mínimo Nicolás Barré, o el propio canónigo Roland, que fundó en Reims
un orfanato para niñas pobres, que con el tiempo se transformaría en una escuela de
niñas.
Aunque el padre Roland no solo se ocupó del orfanato. Organizó una comunidad de
educadoras dedicadas a sus huérfanas y hasta hizo llegar desde Ruan a algunas
maestras experimentadas para que las formaran en el difícil arte de la educación y en
el no menos complicado de la vida en comunidad. El proyecto del padre Roland era
realmente interesante y había cobrado bastante fuerza en poco tiempo, sin embargo,
a pesar de la amistad que unía a ambos canónigos, al padre De La Salle nunca pareció
interesarle demasiado aquella obra de misericordia impulsada por su amigo Roland. Si
no fuera porque conocí más adelante un escrito del propio padre De La Salle en el que
narraba cómo se desarrolló todo el proceso inicial de fundación de las escuelas4, me
hubiera resultado muy extraño ese desinterés, y hasta divorcio explícito, del padre De
La Salle en relación con el proyecto apostólico para niñas pobres que estaba poniendo
en pie su amigo, el canónigo Roland. Pero la providencia tiene estas cosas, que tan
difíciles de entender y aceptar a veces nos resultan...
Quizás en aquel momento preciso yo no era consciente de ello, pero ahora, después
de mi paso por el corazón de la cristiandad, veo muy claro que aquel clima de
entusiasmo apostólico fue una consecuencia directa de las discusiones del santo
Concilio de Trento y de sus decretos, que extendieron por toda la cristiandad las
inquietudes de los padres conciliares, de modo que se contagiaran por toda la Iglesia
aquellos deseos de reforma y renovación que presidieron los trabajos del santo
Concilio.
Es verdad que en Francia las propuestas tridentinas fueron recibidas con enorme
frialdad, cuando no abiertamente rechazadas. En nuestra Iglesia francesa se había ido
desarrollando un intenso sentimiento galicano, que suspiraba por una iglesia nacional
gala, según todavía hoy es perceptible, sobre todo en nuestras autoridades
eclesiásticas, ya que estos planteamientos calan con profundidad en las personas, se
agarran con fuerza a sus entrañas y resulta complicado erradicarlos de tan recónditos
parapetos. Desde el punto de vista galicano, todo lo que viniera de fuera del reino
francés, en particular si procedía de la Ciudad Eterna, debía ser contemplado con
escepticismo y, si sus ventajas para la Iglesia francesa no lucían de inmediato con
nitidez, se debía rechazar sin miramientos. Las disputas en torno al jansenismo, ante
las que el santo padre adoptó posturas de condena, en contra de la opinión de no
pocos obispos y eclesiásticos influyentes de nuestro país, no ayudaron precisamente a
que sus relaciones con el santo padre se atemperasen y se añadiera grasa a las
fricciones entre Roma y Francia.
Pero, ¡lo que es la vida, o la providencia, por mejor decir! Si, de entrada, los decretos
de Trento no fueron bien acogidos por la autoridades eclesiásticas de nuestro país, a la
postre acabarían por ejercer una enorme influencia en el pueblo fiel, y cambiarían por

4
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Memorial sobre los orígenes'.

27
completo la visión de la fe cristiana que tenían muchos creyentes, inyectándoles la
urgencia de una coherencia de vida, la necesidad de comprometerse en algún
apostolado caritativo para ser buenos cristianos. Es cierto que costó notar la influencia
tridentina actuando en nuestros pueblos y ciudades, pero cuando yo andaba
decidiendo qué hacer con mi vida la cuestión ya no admitía discusión; había sido
aceptada y desarrollada un poco por todas partes.
Con frecuencia se suele comentar que los padres de Trento se reunieron únicamente
para contrarrestar las insidiosas maniobras del hereje Lutero. Algo de eso hubo, sin
duda, pero reducir la actuación conciliar a un mero enfrentamiento contra los
luteranos, sus heréticos dogmas y prácticas aberrantes, sería pasar por alto, tal vez, lo
más interesante y determinante de la actuación tridentina: la reforma de la Iglesia, su
renovación, su adaptación a los tiempos que se vivían, muy distintos de los de la época
medieval, lejana ya en el tiempo, y marcada por la superstición, el oscurantismo y la
ignorancia generalizada. El gran error del fogoso agustino alemán, que dio con él fuera
de la Iglesia, no fue pensar que la Iglesia tenía que ser reformada y tratar de impulsar
dicha reforma, sino proceder por los caminos de la desobediencia, la soberbia y el
pecado. Pero ese inmenso error de Lutero llevaba en su entraña una semilla de verdad,
que el Concilio de Trento cultivó con esmero: la Iglesia necesitaba imperiosamente
renovación, adaptación a los nuevos tiempos, purificación intensa. Claro que el
Concilio de Trento acometió esa delicada tarea en comunión con el obispo de Roma y
respetando la tradición y los seculares modos de actuar de la Iglesia.
En esa tarea de renovación y rejuvenecimiento de la Iglesia Católica, de adaptación a
los nuevos tiempos de la modernidad que corrían, no solo había que mirar hacia
adelante y pensar en novedades, cambios, planteamientos y actuaciones nunca vistos.
Por supuesto que había que tener muy en cuenta la novedad de los tiempos y de las
soluciones. Pero de ninguna manera se podía cortar con la antiquísima tradición de la
Iglesia que tanta riqueza albergaba y tan buenos resultados había dado durante siglos.
La clave tendría que ser una adecuada amalgama, una combinación valiente de ambos
aspectos: lo nuevo y lo antiguo, el cambio y la continuidad, la innovación y la tradición.
El Concilio de Trento debía actuar con audacia, sí, pero, al mismo tiempo, con gran
respeto por lo que representaba y lo que se esperaba de él.
Como es lógico, yo me había interesado sobre todo por las decisiones tridentinas que
tenían que ver con la renovación sacerdotal, en especial con esos seminarios de
formación de sacerdotes, que suponían una auténtica novedad y nos ponían las cosas
más fáciles a quienes deseábamos recibir las sagradas órdenes. Pero la renovación del
clero no era sino una mínima parte del gran objetivo al que los padres conciliares
dedicaron mucho interés, tiempo de debate a raudales e imaginación en las
propuestas: la recristianización de las sociedades cristianas, o aparentemente
cristianas por mejor decirlo, como la sociedad francesa de aquellos años.
Parece un contrasentido tratar de cristianizar algo que ya es cristiano pero, si echabas
un vistazo un poco atento a lo que sucedía entre nosotros, lo que percibías era un
sinnúmero de carencias, y aún de aberraciones, en asuntos capitales de fe:
supersticiones por doquier, un concepto mágico de una realidad llena de demonios y
malos espíritus por todas partes, ritos infalibles para conseguir lo que uno pretendía,
santos milagreros, estampas e imágenes casi más poderosas que el mismo Dios...
¡Triste pero cierto!

28
Por otra parte, los creyentes de aquella época postridentina repetían de forma
mecánica un montón de tradiciones heredadas del pasado, que se habían ido
deformando con el tiempo hasta quedar, en no pocas ocasiones, casi irreconocibles,
pero se repetían una y otra vez sin que se comprendiera en absoluto su sentido, por
qué se hacían. Sencillamente gustaban los ritos, las procesiones, el incienso, los
grandes ropajes, la música y la solemnidad de los oficios litúrgicos, pero su relación con
la fe, cuando existía, se podría decir que era anecdótica. La realidad era que las gentes
de nuestra tierra portaban orgullosas el nombre de cristianos, pero vivían un
cristianismo insustancial e irreconocible, incapaz de aportar sentido a nada de lo que el
creyente pudiera pretender vivir a partir de él. Las nuevas corrientes filosóficas que
nacieron y estaban tomando fuerza entre nosotros, que comenzaban a conocerse
como racionalistas, ciertamente sufrían con esta manera de concebir el cristianismo y
eran muy críticas. La cristiandad había llegado a una encrucijada tremendamente
complicada.
Así pues, para recristianizar nuestra cristiana sociedad francesa había que renovar el
clero, por supuesto, pero esa no era la única tarea que convenía emprender; el
Concilio de Trento se fijó en algunas más. Por ejemplo, los padres tridentinos
insistieron mucho en insuflar nuevas energías, nueva vida en definitiva, a instrumentos
bastante conocidos en la Iglesia hasta entonces, como la catequesis o las escuelas,
aunque muy descuidados, organizados y desarrollados de cualquier manera y que
llegaban solo a grupos reducidos de niños y niñas, casi siempre de la misma capa
social. Había que pensar mejor esos instrumentos pastorales, ver la mejor manera de
organizarlos y desarrollarlos, preparar a las personas para que pudieran poner en
práctica las nuevas metodologías y planteamientos de manera eficaz, y tratar de
universalizar su influencia haciendo que llegasen también a niños y niñas pobres. En
cuanto a los adultos, el Concilio tridentino pensó en poner en práctica aquello que
llamaron misiones populares, ese novedoso instrumento pastoral en boga, cada día
más famoso, en el que, como habíamos recordado antes, andaban ocupados los
discípulos del padre De Paul y hasta nuestro canónigo Roland.
Además de la catequesis, la escuela cristiana y las misiones populares, otra inquietud
del santo Concilio, que tuvo consecuencias impresionantes entre la cristiandad de
Reims, fue su invitación a preocuparse de los pobres. Había que atender a los pobres,
esa era la consigna tridentina, una de las claves evangélicas a la que había que prestar
una atención prioritaria, de tal manera que no había confesor, director espiritual o
acompañante religioso que no recomendase a sus discípulos marchar por ese camino
de la asistencia a los pobres. El que tenía mucho dinero podía patrocinar obras de
asistencia a los pobres: escuelas, orfanatos, hospitales, asilos, maternidades... Y el que,
por el contrario, tenía poco o nada material que ofrecer, siempre les podía regalar su
tiempo, su entrega y su entusiasmo caritativo, acompañados de una sonrisa. Como
puede apreciarse, se conjugaba de nuevo esa pareja inseparable que ya habíamos visto
antes encarnarse en algunas personalidades eclesiásticas conocidas de aquel
momento: la recristianización de la Iglesia y la atención a los pobres.
En mi caso, todas estas cuestiones caían sobre un terreno preparado, aparte de por
mis inquietudes sacerdotales, por la lectura asidua de una obra que terminó por
convertirse, no ya en mi libro de cabecera, sino en mi acompañante permanente. Me
refiero al libro titulado "Introducción a la vida devota", de monseñor Francisco De

29
Sales, un obispo de tierras azotadas por el calvinismo que, hasta su muerte, mostró un
entusiasmo misionero impresionante, a pesar de las dificultades que, sin duda,
entrañaba su misión, como los distintos avatares, más o menos peligrosos, a los que su
vida se vio sometida nos indican con claridad. Uno de mis profesores de la catedral me
lo aconsejó y no me resultó nada difícil hacerme con un ejemplar pues se trataba de
una obra muy recomendada y muy leída.
Según relataba monseñor De Sales en su libro, la clave primordial de la vida cristiana es
el amor. Amor a Dios, primero, que se manifiesta en la oración y demás prácticas
devotas, que todo creyente ha de cumplir con aplicación y seriedad. Pero también
amor al prójimo, que son fundamentalmente las obras de caridad y misericordia, en
especial hacia los más pobres, los que sufren y los que soportan la vida como un fardo
muy pesado. Amarles significa, según el obispo helvético, ayudarles, servirles,
socorrerles, entregarse a ellos para aliviar sus penas. De acuerdo con lo que se leía en
el libro, en eso consistía el corazón del evangelio, y amor debían desplegar los
creyentes por todos sus poros si querían cumplir la voluntad de Dios manifestada en
nuestro Señor Jesucristo.
Otra de las ideas de monseñor De Sales que tocaron mi interior de manera intensa fue
la conclusión que sacaba de sus reflexiones en torno a la importancia del amor. Según
él, para llegar a ser santo no es necesario ingresar en el estado religioso o sacerdotal,
como siempre se había creído. Bastaba con derrochar amor por todas partes, amor a
Dios y amor al prójimo, no cansarse nunca de amar. Esa era la marca del cristiano,
según el Evangelio, y, por tanto, quien ama, está haciendo lo que Dios quiere, está, de
alguna manera, participando en el propio ser de Dios que, como dice el apóstol, es
amor.
En aquel momento no era demasiado consciente de lo que voy a decir, pero hoy quizás
veo un poco más claro que, si no me angustiaron demasiado los retrasos que iba
sufriendo en mi proyecto de ordenación sacerdotal, quizás fuera, en parte, por esta
visión que me abrió monseñor De Sales. Y es que, aunque no me ordenara sacerdote,
comenzaba a convencerme de que manteniéndome seglar, como la mayor parte de los
cristianos que conocía, no iba a tener por ello más dificultades en mi camino hacia la
santidad. Bastaba con que amara a Dios y amara a mi prójimo, y que los amara a
fondo, sin medida. En este sentido, la idea de unirme a los maestros del padre De La
Salle podía ser un buen camino para poner por obra estos sentidos deseos de entrega
amorosa a los más pobres. Mira por dónde lo que empezó siendo un grupo de
maestros animados por el deseo de ser santos por el camino de la ayuda caritativa a
los niños pobres de las escuelas se ha convertido hoy en una congregación de
religiosos que, según parece, crece día a día y tiene visos de llegar a contarse entre las
más reputadas e influyentes de nuestro país.5
El libro de monseñor De Sales fue una obra muy leída y que tuvo mucha influencia en
cuantos deseaban una vivencia cristiana auténtica, comprometida. Sobre todo cuando
la vida propuesta era tan diáfana y, en apariencia, tan sencilla: el amor. Y también
porque no incluía aquel requisito, antaño cuasi imprescindible, de ordenarse sacerdote
o profesar en una orden religiosa. Se trataba, tal vez, de una nueva estrategia del
Espíritu Santo. Bien lo había comprendido el padre Bourdoise, es verdad que bastante

5
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - ¿Maestros o religiosos?'

30
decepcionado por la actitud un tanto displicente de sus hermanos en el sacerdocio
frente a las urgencias de la evangelización, cuando escribió que "ya que tantos
sacerdotes permanecen con los brazos cruzados, es preciso que Dios suscite seglares
para que hagan lo que debieran hacer esos perezosos".
Y es que por todas partes se veía a creyentes entusiasmados con la misión al lado de
los pobres. Organizados en comunidades, asociaciones piadosas, grupos de amigos, sin
ninguna estructura visible, los cristianos que se comprometían en la misión eran muy
numerosos; en realidad, era el camino preferente que les proponían sus confesores y
consejeros espirituales. Y era asimismo el camino que podían encontrar en gran parte
de los libros sobre vida cristiana que se publicaban por aquella época, a comenzar por
el ya mencionado del obispo De Sales. No podías ser un cristiano de verdad sin amar a
Dios, por supuesto, como siempre habíamos sabido, pero también debías llevar
adelante con alegría un compromiso generoso de ayuda a los pobres.
Esta manera de concebir la fe cristiana estaba en el ambiente, y era perceptible, sobre
todo, en los círculos eclesiásticos que yo más frecuentaba por aquel entonces, por lo
que a nadie puede extrañar que terminara por convencerme del todo, de manera que
tomé la decisión de acudir a la casa de la calle Nueva de Reims, donde me había
enterado que vivía el padre De La Salle con sus maestros, para entrevistarme con él y
proponerme como voluntario para sus escuelas. Tal vez no ganaría demasiado dinero,
pero, a cambio, dispondría de comida y techo asegurados, y estaría al lado de una
persona a la que admiraba y de la que esperaba me llegara un sinnúmero de beneficios
y gracias de toda índole. 6

6
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 3'.

31
4

verano de 1684

Aunque no las tenía todas conmigo, un día de finales de verano me armé de coraje
para dirigirme a la casa de la calle Nueva y solicitar allí una entrevista personal con el
padre De La Salle. Y hasta allí me encaminé llenó de indecisión y de dudas. Llamé y me
dijeron que en ese momento el excanónigo no estaba, pero que podía esperarlo
dentro. La persona que me atendió —un maestro o alguien que se estaba preparando
para serlo, pensé para mí— marchó a atender sus ocupaciones y yo quedé libre, así
que me dediqué a husmear un poquito, a ver qué se veía por allí. De paso, trataba de
despistar mis inquietudes...
Lo primero que me había llamado la atención fue cómo iba vestido quien me abrió la
puerta. Llevaba un vestido raro, que no era ni de clérigo, como el mío, ni de seglar,
sino una especie de mezcla de los dos que yo no recordaba haber visto nunca antes,
aunque el cuello blanco, bien visible por fuera, daba claramente a entender que se
trataba de alguien más bien cultivado. Así, de entrada, no puedo decir que me gustara,
aunque no se me ocultaba que quizás tuviera que vestir de manera parecida en poco
tiempo, si me animaba a dar el paso definitivo y quedarme con aquellos maestros del
padre De La Salle.
En cuando a la residencia, yo me esperaba encontrar una casa normal, o algo parecido,
pero en realidad, más que una mole compacta, era más bien un recinto espacioso, una
finca en la que se alzaban, en disposición apretada, varias construcciones sencillas, con
pequeños espacios libres entre ellas. Vi dos casas bastante grandes en primer plano y
algunas casetas hacia el fondo y por los laterales, aunque no pude precisar cuántas ni
en qué estado se hallaban. De lejos parecía que solo uno de los edificios grandes
estaba habitado, aunque tampoco podía asegurarlo del todo. Pero, dentro de la
pobreza general, era la casa que mejor arreglada parecía, aquella en la que había
entrado quien me había abierto la puerta, precisamente. No me atreví a avanzar más
hacia el fondo de la propiedad pues nadie me lo había autorizado, así que aguardé
tranquilo a que regresara a casa el padre De La Salle y pudiera recibirme.
No tuve que esperar demasiado. Sonó de nuevo la campana de la entrada, apareció
otra vez la misma persona que me había abierto a mí la puerta y repitió la operación.
Era el señor De La Salle —lo comprendí en cuanto oí los saludos— que se dirigió de
inmediato a donde yo me encontraba. Me miró con una sonrisa franca y me preguntó
cómo me llamaba. Se lo dije, así como mis relaciones con la catedral y algún otro
detalle; "sí —me respondió—, tu cara me suena", y se excusó por tenerme que
abandonar por unos minutos ya que, según dijo, tenía que lavarse y adecentarse un
poco. Pero me aseguró que se encontraría conmigo enseguida.
Y así fue. Me llevó a una salita provista de una mesa bastante llena de papeles y
herramientas de escritura, con unas sillas elementales en torno a ella, delante de una
estantería con algunos libros, legajos y documentos sueltos. Supuse que era su

32
despacho; sencillo a más no poder, hasta pobre; nada que ver con los salones
suntuosos que conocía en torno a la sacristía de la catedral y en el palacio episcopal,
que solían frecuentar canónigos y demás altos funcionarios eclesiásticos de la diócesis.
Nos sentamos cara a cara, con la mesa de por medio, y me preguntó qué se me
ofrecía. Le hablé, como pude, de mis deseos, le conté mi trayectoria, mis pretensiones
de ser sacerdote, mis ganas de trabajar en una empresa evangelizadora como las
escuelas cristianas, mi intención de incorporarme a su grupo de maestros para
dedicarme a dar clase a los niños. Se puede decir que llevaba previamente preparado
un pequeño discursito, pero a la hora de la verdad las palabras no salieron de mi boca
según había previsto, sino que los nervios me jugaron una mala pasada de modo que,
al final, solté lo que se me iba ocurriendo, sin orden ni concierto.
El padre De La Salle me escuchó con atención, animándome con gestos a continuar sin
temor. Cuando más o menos terminé mi presentación, habló él y aún recuerdo la gran
sorpresa que sus palabras me produjeron. Puedo decir que su reacción me sorprendió,
más que nada por inesperada. Apenas se interesó por mis conocimientos técnicos, ni
me hizo leer, ni me hizo escribir; dio por bien sentados los datos que le aporté sobre
mi presencia en la escuela catedralicia y mis estudios bajo la dirección de algunos
sacerdotes que él conocía. Parece que por ese lado no tenía ningún problema o, si lo
veía, confiaba en poderlo solventar con facilidad en poco tiempo. No sé por qué me
había imaginado que estas cuestiones serían las decisivas a la hora de admitirme en el
grupo de sus maestros, pero me equivoqué.
Al padre De La Salle parecían interesarle, sobre todo, las razones por las que me había
decidido a solicitar el ingreso, como uno más, en su comunidad de maestros. Por ello,
me sorprendieron, y hasta por momentos me impresionaron, las preguntas que me
dirigió en relación con mi vocación: si me sentía llamado por Dios a una entrega más
generosa, si me preocupaba la suerte de los pobres, si estaba dispuesto a
comprometerme en favor de su salvación aunque no hubiera ningún dinero de por
medio. Si no me sentía llamado por Dios a este empleo de maestro cristiano, insistió,
era mejor que no comenzase la experiencia. Si lo único que buscaba era un salario,
aunque fuera reducido, que me ayudase a continuar de forma más desahogada mis
estudios eclesiásticos, era preferible que llamase a otras puertas. Porque esas
pretensiones no parecían la mejor llave de ingreso a la comunidad y —esto también
me lo dejó claro— porque allí no iba a cobrar ningún dinero.
En principio no tenía nada en contra de mis pretensiones de ordenarme sacerdote, me
dijo, siempre que el sacramento no redujera mi generosidad y mi entrega apostólicas.
Él mismo era sacerdote, recalcó, lo que le permitía prestar numerosos y valiosos
servicios a la comunidad de maestros y a los niños de las escuelas, pero, claro, no
todos los curas sentían su condición como una llamada a ayudar y servir a la gente.
Con todo, ahora que han pasado muchos años desde este primer contacto con el santo
padre De La Salle, tengo que subrayar que, si creo recoger con fidelidad las
indicaciones que desgranó ante mí en la intimidad de su despacho, es evidente que
con el tiempo el padre Juan Bautista fue variando su manera de valorar la conveniencia
de la ordenación sacerdotal en sus maestros, hasta darle un giro radical. Y además
estoy convencido de que no tardó demasiado tiempo en hacerlo. Algunos han
atribuido este cambio al repentino fallecimiento del llorado Hermano Enrique
l'Heureux en París, a principios de 1691, cuando se preparaba en La Sorbona para

33
recibir las sagradas órdenes. Además de prepararlo para el sacerdocio, el padre De La
Salle había pensado en él como líder de los maestros, e incluso había ya intentado en
una ocasión ponerlo al frente de la comunidad, intento que desbarató el arzobispo de
Reims, para quien resultaba inimaginable que un seglar pudiera dirigir a un sacerdote.
Todo pudo influir, sin duda, en este cambio de criterio, sobre todo si tenemos en
cuenta el gran aprecio personal que nuestro Fundador sentía por el Hermano Enrique.
A mí me parece, con todo, que otras razones más convincentes se fueron reuniendo
poco a poco en la mente del padre Juan Bautista hasta hacerle cambiar por completo
de opinión y así trasladárselo a los Hermanos. De ahí que se incorporara enseguida a
nuestros reglamentos la conveniencia de evitar la presencia de maestros ordenados en
la comunidad, que quedó ya muy claramente expresada en el documento que
firmamos en 1694 para aceptar al padre De La Salle como Superior de nuestra
Sociedad. Luego, extrayendo consecuencias prácticas a partir de este principio, se irían
concretando en la Regla toda una serie de restricciones, tanto para las comunidades
como en el empleo escolar, que pretendían sortear cuanto pudiera representar una
presencia o promoción del sacerdocio entre nosotros. Así surgen algunas
prohibiciones, hoy plenamente vigentes para los Hermanos, que pueden sonar a raro
en oídos que desconocen su razón de ser, como la prohibición del uso del latín, de
vestirse con ciertas ropas litúrgicas, del acceso de los maestros al presbiterio de las
iglesias, etc.
Si no fue la muerte del Hermano Enrique, ¿qué es lo que pudo mover a nuestro Padre
fundador a mostrarse contrario a la incorporación de maestros sacerdotes a la
comunidad? Pues tengo que confesar que le he dado unas cuantas vueltas a esta
cuestión y solo se me ocurren dos familias de razones poderosas. Por un lado,
resultaba evidente la escasísima presencia de sacerdotes en las escuelas. Me refiero a
presencia permanente, como maestros habituales, porque los párrocos y sus
ayudantes solían pasar a menudo por las clases; a fin de cuentas, muy a menudo se
trataba de escuelas parroquiales. Pero, concluida la visita, terminada la inspección o
encomendado el encargo, el sacerdote desaparecía y al frente de la faena escolar
quedaban únicamente los laicos. Más que curioso resultaba comparar la enorme
cantidad de candidatos a sacerdotes que trabajaban como maestros antes de la
ordenación —tal labor suponía, en definitiva, una manera sencilla de financiarse los
estudios— con la escasa o nula presencia de sacerdotes en la escuela una vez
ordenados. Parecía como si la ordenación incapacitase para ser maestro, tal era la
desbandada de sacerdotes que huían de las escuelas después de su ordenación.
Es evidente que el oficio de maestro está muy desprestigiado en nuestra sociedad y a
nadie le gusta demasiado permanecer en él, sobre todo si encuentra posibilidades
ciertas de ganarse la vida de otra manera mejor vista por la gente. Además, no es
ningún misterio para nadie que los maestros de escuelas populares ganan muy poco
dinero; las curas tienen más posibilidades de llenar sus bolsillos, sobre todo si se lo
plantean como objetivo prioritario en su agenda de prestaciones. Creo que algunas de
estas, o todas en su conjunto, eran razones de peso para que los Hermanos no
admitieran sacerdotes en sus comunidades.
Otro tipo de motivos tienen más que ver con la dignidad asociada a la persona
ordenada. En una Iglesia tan clerical como la nuestra, lo que tiene su inmediato reflejo
en toda la sociedad, un sacerdote no puede ser de ninguna manera considerado como

34
igual que un seglar, por más que ambos reciban su mayor dignidad —idéntica— en la
pila bautismal. Cuando de organizar una comunidad se trata, el hecho de que en ella
hubiera sacerdotes y seglares, mezclados, iba a marcar por completo todas las
decisiones, desde la consideración de los miembros de la comunidad, hasta el reparto
de servicios encomendados o la elección de responsables. Resultaba difícil de imaginar
una comunidad al estilo que pretendían poner en pie los discípulos de De La Salle si
estaba compuesta por sacerdotes y seglares. Pero si en la comunidad solo hay laicos,
tanto el estilo de vida comunitario por el que los maestros de De La Salle habían
optado como su organización concreta se volvía mucho más sencillo. Puede incluso
que fuera el único camino posible.
En la escuela sucedía otro tanto. Los discípulos del padre De La Salle estaban
intentando desarrollar un estilo de relaciones escolares marcado por la cercanía a los
alumnos y la confianza mutua. No en vano el padre Juan Bautista repetía a menudo a
sus pupilos que los maestros tenían que ser hermanos entre sí y hermanos mayores
para los alumnos de sus clases. Es preciso reconocer que nunca resulta fácil para los
alumnos saltar esa especie de barrera, o valla invisible, que existe entre los pupitres y
la cátedra del maestro. Pero, siendo los maestros laicos, sin duda que el salto sería más
fácil que si quien está al frente de la clase fuera un sacerdote. Apurando el
razonamiento, desde el punto de vista de los alumnos se trataría de una simple
cuestión de buenos modales, de educación, de corrección social, o como queramos
llamarlo.
Pero todos estos argumentos en relación con el sacerdocio irían madurando entre los
lasalianos con el correr de los días, como tendremos ocasión de comprobar; al
principio no estaban claros, ni mucho menos decididos. Por eso, durante nuestra
entrevista, el padre De La Salle en ningún momento me obligó a renunciar a mis
aspiraciones al orden sacerdotal. Sí que insistió, no obstante, en algo que yo le oiría
luego más veces, con ocasión de circunstancias diversas: la escuela y la comunidad
exigen un hombre entero, y todo lo que pueda robarle tiempo, atención o entrega
habría que considerarlo con cuidado ante el Señor y la comunidad, y discernir luego
cómo actuar. Ni que decir tiene, me parece, que si un sacerdote atiende con
responsabilidad y dedicación a sus obligaciones pastorales y litúrgicas poco tiempo le
ha de quedar luego para la comunidad y la escuela, y será, en cualquier caso, un
tiempo de desecho y de cansancio. Sacerdocio y escuela, por tanto, no forman casi
nunca una pareja soñada7.
Además del origen y la concreción de mi vocación, otro asunto vi que le preocupaba de
manera especial a aquella persona que tenía delante y que estaba conquistando a
marchas forzadas mi simpatía y mi persona entera; me refiero a la situación de los
niños pobres. "El objetivo primordial de nuestras escuelas es salvar a los niños pobres";
así, como suena, me explicó. "Si no te preocupa la situación de esos niños, si no deseas
ardientemente hacer algo por ellos, si no son, sobre todo, ellos quienes te han
empujado a llamar a esta puerta, estás de sobra aquí", repitió varias veces, con
distintas expresiones concretas.
Me dio la sensación de que el Padre se sentía realmente apesadumbrado por el
destino de tantos niños abandonados a su suerte por las calles, viendo, oyendo y

7
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Los Hermanos y el sacerdocio'.

35
aprendiendo lo que de ninguna manera les convenía, y jugándose de esa manera, por
así decirlo, su condenación eterna. "Muchos niños pobres están ya condenados en la
tierra a una vida indigna y miserable" —me comentaba mi querido interlocutor—, pero
lo peor es que esa condena terrestre los va a llevar a otra condena mucho más grave e
irreparable. Por eso hay que hacer algo por ellos, para librarlos de tan cruel sino. Pues
bien, lo que hacemos en nuestras escuelas es sacarlos de la calle, prepararlos para que
sean personas de provecho para la sociedad y para la Iglesia y, con ese extraordinario
bagaje, devolverlos a las calles, sabiendo que, en adelante, su situación y las
consecuencias que se deriven de su paso por la escuela serán completamente
distintas, mucho más favorables. Se trata de hacerlos buenos cristianos y buenos
ciudadanos, para que saquen adelante a su familia, ayuden a sus vecinos y contribuyan
a edificar sobre la tierra el Reino de Dios que vino a traer nuestro Señor Jesucristo".
Una última insistencia de aquella inolvidable entrevista quedó desde entonces grabada
en mi interior de manera indeleble, más que nada porque para mí suponía un asunto
novedoso por completo, hasta sorprendente, al que no di importancia alguna al
decidirme a acudir a los maestros de De La Salle. Hoy, mirado desde la perspectiva que
da la experiencia, lo considero fundamental. ¡Cómo no iba a hacerlo después de vivir
veintiséis años en Roma completamente solo! Estoy refiriéndome, como seguro que se
ha comprendido ya, a la vida de comunidad, que el padre De La Salle iluminó en
aquella entrevista con una luz impresionante, trascendental. "Quien no es capaz de
vivir en relación de armonía con sus Hermanos —me dijo— no puede ser de los
nuestros, por más que sea un gran profesional de la escuela, un espléndido maestro".
Un Hermano no puede de ninguna manera vivir desligado de una comunidad. Aunque
yo casi extendería este principio a todo el mundo; aquel "no es bueno que el hombre
esté solo", que leemos en la Biblia y solemos referir exclusivamente al matrimonio, yo
creo que debería aplicarse a cualquier persona, que ha de buscar siempre la relación,
el diálogo, la amistad con los demás. Un compañero muy simpático, con el que coincidí
en mis tiempos de París, lo explicaba a su manera: "Algunos Hermanos en comunidad
son como el papel de lija —anunciaba de entrada—; pero siempre es mejor la lija que
no tener nada a mano con qué rascarse", concluía y soltaba una risotada. Estaba claro
que si quería ingresar en aquella comunidad tendría que hacer un esfuerzo ímprobo
por ganar en fraternidad y perder en individualismo e independencia. Para mí, que
llevaba tantos años viviendo solo, no sería un punto nada fácil, sin duda. Pero estaba
dispuesto a esforzarme por mejorar cada día en el empeño.
La entrevista se prolongó bastante más de lo que en un principio yo había previsto,
pero a mí el tiempo se me pasó volando; y es que ese primer contacto prolongado y
profundo con el señor De La Salle me dejó encandilado para siempre. Ese fue para mí
el comienzo de una amistad que todavía hoy me emociona. Tras aquel primer
intercambio serio con él no me quedó ninguna duda de que había estado conversando
con un santo, y que ese santo iba a ser para mí de por vida un amigo y un apoyo
permanente. Y así fue durante los años que compartimos en esta vida, pues él se me
adelantó en el camino hacia la casa del Padre eterno; ahora estoy convencido de que,
en su persona, tengo un infalible intercesor en el cielo. Esto no significa en absoluto
que no tuviéramos nuestros rifirrafes y conflictos, pues la tensión explotó entre
nosotros con cierta frecuencia, en particular durante mi estancia en Roma. Pero
aquella convicción profunda de estar tratando con un santo, que quedó sembrada en

36
mi interior desde mi primera conversación con el fundador y líder de aquellos
maestros cristianos, jamás me abandonó.
Terminamos la entrevista y quedamos en vernos más adelante para conocer mi
decisión y explorar las distintas posibilidades que podían abrirse camino a partir de
ella. Quedaba claro que allí no iba a encontrar ningún dinero reservado para mí y que,
si ingresaba con los maestros, mis ya bastante enmarañados estudios hacia el
sacerdocio se volverían una quimera prácticamente imposible de cultivar, al menos
con cierta asiduidad. Es decir, nada de lo que buscaba entre aquellos maestros cuando
me animé a visitar su casa tenía visos de cumplirse. Y sin embargo aquella entrevista
caló muy hondo en mi alma y, aunque decidí tomarme unas cuantas semanas para
mejor meditar la decisión, en el fondo de mi ser sabía que esta iba a ser afirmativa: me
convertiría en uno de los maestros de la comunidad del padre De La Salle.
Claro que esta resolución tardó lo suyo en materializarse, porque hasta finales del
otoño, cuando ya el frío se hacía notar con fuerza por todos los rincones de la ciudad,
no me atreví a regresar a aquella casa de la calle Nueva para formalizar mi ingreso en
la comunidad de maestros. Esta vez el padre De La Salle sí estaba en casa; me recibió
con los brazos abiertos y llamó a un maestro para que me indicara a dónde debía ir,
qué debía hacer y para que me pusiera al corriente de las costumbres de la
comunidad. Este fue el estreno efectivo de mi andadura con las entusiastas huestes del
santo padre De La Salle que, más de cuarenta años después, por más que el sol haya
aparecido y se haya ocultado a menudo por el horizonte, y a los luminosos días de
claridad hayan sucedido no pocas veces jornadas de frío, niebla y oscuridad, continúa
emocionándome en lo más profundo. Nunca me he arrepentido de haber llamado a
aquella puerta de la calle Nueva.
Comenzaba ya el invierno, que parecía presentarse al finales de aquel 1684 con un
rigor inusitado, y yo me iba poco a poco habituando a las costumbres cuasi monásticas
de aquella congeladora mansión. Se puede decir que teníamos rezos a todas horas, y
los jueves y domingos, días en que no había clase y los maestros quedaban más libres,
se aprovechaban para charlas espirituales, retiros o reuniones de comunidad donde
confesábamos en público nuestros fallos, pedíamos perdón por ellos y nos
comprometíamos a tratar de corregirlos. En otras ocasiones nuestros compañeros de
comunidad nos recriminaban por algún defecto que influyese en la buena marcha de la
comunidad, o por algún error que hubieran advertido en nuestro comportamiento.
Además de las oraciones más o menos populares que se practicaban en todas las
iglesias, me sorprendió la devoción que tenían los maestros por la figura del santo
patriarca José, esposo de María y padre nutricio del niño Jesús, y por los santos
ángeles custodios. Luego me iría dando cuenta de que se trataba de figuras con
misiones muy parecidas a la de los maestros cristianos; de ahí el empeño de estos en
tratar de imitarlos, en la medida de lo posible y adaptándose a las circunstancias de
nuestra época, por supuesto, y su interés en buscar su poderosa intercesión.
Nunca he sido demasiado rezador y este cargado ritmo de oraciones vocales de la
comunidad con frecuencia me pesaba. No obstante, una vez superada mi tendencia a
la comodidad y disciplinado mi egoísmo, tengo que reconocer que las abundantes
oraciones comunitarias y el ambiente piadoso de aquella casa me ayudaron mucho a ir
entrando por una vía espiritual profundamente marcada por un par de prácticas,

37
hábitos, costumbres o como queramos llamarlas, que nuestro padre Juan Bautista
trataba de imbuir en nuestro interior, pues, aseguraba, sin ellas estábamos perdidos.
Una era el recuerdo frecuente de la presencia de Dios, que era quien nos enviaba y nos
acompañaba en todo momento en nuestras ocupaciones, aunque con frecuencia lo
olvidáramos. No se trataba tanto de ponernos en presencia de Dios, a lo que a menudo
invitaban los animadores de nuestras oraciones comunitarias —Él siempre estaba allí,
con nosotros, aunque no nos enterásemos—, sino de ser conscientes de ello, de
recordar su presencia. Esta práctica, incluso fuera de la oración propiamente dicha, se
repetía con frecuencia en la comunidad, y también en las escuelas, donde cada hora se
interrumpían las actividades para recordar en silencio, durante unos breves
momentos, que también allí estaban todos —alumnos y maestros— trabajando y
viviendo en la presencia de Dios. A fin de cuentas, tenía que acabar convirtiéndose
para todos en una valiosa rutina, y eso solo era factible a base de repetirlo una y otra
vez.
Entiendo que para un monje, que reza siete veces al día en el coro del monasterio
junto con sus compañeros de comunidad y vive rodeado de altos muros, en un
ambiente de calma y serenidad, dedicado a cuestiones que casi siempre tienen que ver
de forma directa con Dios, su doctrina o su Iglesia, no tiene que resultar difícil caer en
la cuenta de que se halla en presencia de Dios. Pero para un maestro cristiano, que
trabaja en el corazón de la ciudad y dedica la mayor parte de su tiempo a enseñar a los
niños los secretos de la lectura o la escritura, y que de repente tiene que bregar con un
problema de disciplina o de orden, acordarse de quién es, quién le envía, por quién y
para quién se está entregando a fondo en esa misión, no debe de resultar tarea fácil.
De ahí que el padre De La Salle insistiera tanto en esta cuestión del recuerdo frecuente
de la presencia de Dios, que se ha convertido hoy en un santo y seña habitual de
nuestra comunidad de maestros lasalianos.
Muy unido al recuerdo frecuente de la presencia de Dios va el segundo punto
fundamental de la espiritualidad de los maestros: el espíritu de fe, que, aunque pueda
parecer similar, es algo distinto de la pura fe, por más que esté estrechamente
relacionado con ella, por supuesto. "No mirar nada sino con los ojos de la fe, no hacer
nada sino con la mira en Dios, atribuirlo todo a Dios"; tres actitudes fundamentales
que, según nuestra Regla, resumen las invitaciones que dirige el espíritu de fe a los
Hermanos. He dado tantas vueltas al contenido de esas tres frasecitas que me las he
aprendido ya de memoria. En realidad, si lo queremos expresar con palabras menos
solemnes, podríamos decir que el espíritu de fe de los seguidores del padre De La Salle
consiste en observar la realidad, en mirar todo lo que pasa desde el punto de vista de
la fe, con las gafas de Dios, como le gustaba definirlo con simpatía a un compañero que
tuve en Calais. La mirada del espíritu de fe es una mirada en profundidad, que no se
queda en las apariencias, sino que va más allá. Es la sabiduría del que lleva toda su vida
habitando, trabajando en una calle, y así conoce a fondo lo que en ella se vive, un
conocimiento muy distinto del que pasa por esa misma calle en algún momento y cree
haberse dado cuenta de todo lo que en ella se cuece.
La gente analiza la realidad, ve lo que sucede en ella de acuerdo con sus criterios
personales, siempre muy influenciados y hasta abiertamente manipulados por los
intereses personales de cada cual, tantas veces vergonzantes e inconfesables, y otros
agentes externos no menos interesados. Por no hablar de todas esas ocasiones en las

38
que aceptamos las cosas tal como nos las cuentan, sin pasarlas antes de aceptarlas por
ningún filtro sensato o pararnos un momento a reflexionar sobre lo que nos llega. Si
hacemos la experiencia de mirar las cosas con las gafas de Dios nos daremos cuenta de
que todo se ve muy distinto, de que nuestras valoraciones cambian, de que nuestros
motivos de alegría o de tristeza se trastocan. El punto de vista de Dios es el criterio del
lasaliano, lo que, bien mirado, llena de optimismo y esperanza hasta las situaciones en
apariencia más exasperantes y desmoralizadoras.
No se podría entender el puesto de honor de estas dos piedras de clave en la
espiritualidad del padre De La Salle si no se comenta al mismo tiempo la importancia
que para él tenía la Palabra de Dios, que había que leer todos los días con atención,
meditar y aplicar luego a nuestra vida. El padre Juan Bautista nos hablaba mucho de la
Biblia y nos invitaba a leer libros que nos ayudasen a comprenderla mejor y a llevar sus
mociones hasta sus últimas consecuencias. Era preciso tener cuidado, eso sí, con los
autores elegidos, porque, según advertía nuestro padre Juan Bautista, el enemigo
rondaba por ahí camuflado y no resultaba difícil dejarse engañar por él; el criterio
fundamental de discernimiento era la fidelidad al obispo de Roma de los autores
seleccionados, más que sus cargos y responsabilidades en la Iglesia, que demasiadas
veces nada querían decir sobre el amor y la lealtad que tales altos dignatarios
dispensaban al soberano pontífice de Roma.
A este respecto, una de las costumbres que más me sorprendieron fue ver que, como
signo visible de respeto hacia la Sagrada Escritura, y también para facilitar su lectura
cotidiana en cualquier momento, cada maestro llevaba siempre consigo un pequeño
ejemplar del Nuevo Testamento, que de vez en cuando alguno sacaba en un rincón y
leía en silencio. Resultó para mí extraño, de entrada, pero luego lo vi muy práctico y
nunca oí a ningún maestro quejarse de esta obligación que terminaría pasando a
nuestra Regla. Cuando me admitieron definitivamente en la comunidad, junto con el
hábito de los maestros, yo también recibiría un Nuevo Testamento en edición
expresamente preparada para ser llevada en los amplios bolsillos de nuestras sotanas.
Y desde entonces no ha pasado un solo día en mi vida en que, alguna vez al pie del
lecho y medio muerto ya de sueño, no haya dedicado un rato a leer algunas líneas de
aquel librito tan querido, que ha sido siempre para mí un eficaz vehículo de
comunicación con el cielo.
Y puesto que hablamos de espiritualidad y oración, no puedo dejar de destacar las
charlas y los retiros que nos solía predicar el padre De La Salle casi todos los domingos.
Algún miembro de la comunidad me confesó alguna vez lo que le costó prescindir,
cuando ingresó con los maestros, casi por completo, de la libertad de poder hacer más
o menos lo que le viniera en gana, sobre todo durante las fiestas. En la comunidad era
prácticamente imposible salir de casa y, en cualquier caso, para hacerlo tenías que
solicitar permiso; de hecho, los domingos resultaban ser los días más cargados de
actividades, también los más sorprendentes y, en cierta manera, dada su organización
particular, los más atractivos. Personalmente no vivía esta circunstancia de nuestro
reglamento de modo tan traumático, pues desde muy niño me había acostumbrado a
dedicar mucho tiempo a los oficios de la catedral, en especial durante los domingos y
fiestas más solemnes. Al contrario que a mis compañeros, esos días ajetreados en la
comunidad me gustaban, porque estaban cargados de actividades nuevas para mí, a
las que se concedía mucha importancia, y también porque los contenidos de las

39
charlas de nuestro Padre superior me solían dejar bastante impresionado, me daban
abundante materia de reflexión y, sobre todo, iluminaban una senda a la hora de ir
adoptando decisiones. No tengo ninguna duda de que me ayudaron mucho y bien en
mi discernimiento vocacional.
Y es que el padre Juan Bautista nos hablaba muy a menudo de la vocación del maestro
cristiano. No éramos nosotros quienes la habíamos elegido, sino Dios mismo, nos
decía. Él nos llamaba y nos destinaba a una misión concreta que no podía salir
adelante sin nuestro concurso entusiasta y generoso. Éramos instrumentos de Dios,
mediante los cuales ese gran artesano divino llevaba adelante su plan amoroso de
salvación. El artesano puede ser fabuloso, hábil a más no poder y conocer su oficio
como nadie; pero ningún artesano puede hacer bien su labor si no dispone de
herramientas apropiadas y en buen estado de utilización. Esas herramientas somos
nosotros, trataba de inculcarnos el padre Juan Bautista; debemos por tanto ser dóciles
instrumentos en manos del divino artesano y mantenernos siempre en perfectas
condiciones, para que Él pueda realizar sin dificultad, por nuestra mediación, obras
grandes de amor. Nuestro trabajo, si se quiere, no es de relumbrón, pero tiene su
trascendencia, insistía el padre De La Salle. Y desde luego, si no hacemos bien lo que
nos toca, la bondad divina tendrá más dificultades para llegar a sus hijos y ser eficaz en
ellos. Somos los vehículos prácticos del amor de Dios.
Lo que más me gustaba de las charlas de nuestro Padre superior era, sin duda, las
maneras imaginativas y sorprendentes de referirse a los maestros cristianos. Ministros
de Dios, embajadores de Jesucristo, cooperadores del Padre eterno, constructores de
la Iglesia, ángeles custodios visibles, padres espirituales, hermanos mayores de
nuestros alumnos... Se trataba de auténticos títulos de gloria dedicados a los maestros
cristianos que ni por lo más remoto se me hubiera ocurrido a mí mismo atribuirles. Sin
embargo, cuando se refería a estos temas, nuestro padre Juan Bautista acostumbraba
a iniciar sus intervenciones describiendo con cierto detalle las características
materiales de los distintos oficios señalados, conocidas por todos nosotros con mayor
o menor detalle, y luego las iba aplicando, de manera metafórica, al trabajo que
habían de realizar los maestros con sus alumnos, de manera que se iba desvelando
poco a poco, pero con mucha claridad, lo que pretendía comunicarnos. Y,
curiosamente veíamos que casi todas aquellas características profesionales, de entrada
tan apartadas de la escuela, ajustaban en el empleo de los docentes cristianos como
anillo al dedo. Era una manera muy original de convencernos de la importancia de
nuestra condición y de nuestros esfuerzos, que se traducía en orgullo de ser maestros
cristianos, en estima por la propia vocación y en deseos de realizarla de manera que el
Padre celestial no tuviera nada que reprocharnos.
Así se entiende que los maestros de De La Salle se vieran a sí mismos de modo muy
diferente a como la gente vulgar consideraba a los maestros de escuelas de caridad. Si
a los ojos del mundo la profesión de los maestros era algo bajo, rastrero, hasta
humillante, propio más bien de quien no tiene otro lugar donde caerse muerto, a los
lasalianos, por el contrario, les gustaba estar donde estaban y dedicarse a la profesión
a la que se dedicaban. Y es que estaban convencidos de llevar a cabo una tarea
extremadamente importante en la Iglesia y querían desarrollarla con total
responsabilidad, porque el patrón que los había convocado y enviado a trabajar no era

40
cualquier amo, ni mucho menos, y querían con todas sus fuerzas dejarlo satisfecho de
verdad, sirviendo sin medida a los niños pobres de las escuelas.
Y yo mismo, que al principio no me enteraba demasiado bien de dónde me hallaba, de
las características tan peculiares de aquel grupo de maestros tan entusiasmados con la
tarea de llevar adelante la Obra de Dios al que quería unirme, de lo que pretendía, en
definitiva, la comunidad de los maestros del padre De La Salle, según iba aclarando los
conceptos y comprendiendo las distintas facetas de aquel proyecto comunitario y
apostólico, sus objetivos y los medios concretos para alcanzarlos, puedo decir que me
iba sintiendo más a gusto allí. Tan a gusto que, por más crisis y aventuras de todo signo
que me tocó vivir en ella, nunca abandoné aquella comunidad. Y aquí me tenéis
todavía... 8

8
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 4'.

41
5

noviembre de 1684 - verano de 1685

Quizás me haya dejado llevar por el entusiasmo espiritual que despiertan en mi


interior los recuerdos de aquellos días, y hasta haya destruido, en cierto modo, el
pequeño misterio que acompañaba a mi persona en aquella aproximación inicial a la
comunidad de maestros del padre De La Salle. ¿Ingresaría, por fin, en ella, o no lo
haría? Ya conocéis la respuesta; y añadiré, además, que no tuve que darle demasiadas
vueltas a la idea. Entré, por supuesto, y hoy es el día en que sigo convencido de que,
después de trabar relación con el Padre, no me quedaba otra alternativa, pues la
experiencia del encuentro con tan santa persona se había grabado de tal manera en mi
interior que nunca he conseguido extirparla de mi persona, aunque tampoco pueda
decir que lo intentara de verdad en ningún momento. Si me estuviera permitido
emplear un lenguaje impropio de aquellos santos lugares en que tuvo lugar nuestra
conversación, diría que el padre De La Salle me sedujo por completo, dicho sea en el
mejor de los sentidos, seducción que hasta el día de hoy no ha hecho otra cosa en mí
que aumentar.
Entré, sí, y como habéis comprobado, desbordado de entusiasmo, hasta he comenzado
a describir con cierta minuciosidad los aspectos de la vida espiritual de la comunidad
que más me impresionaron durante aquellas primeras semanas en que todo era
novedoso para mí. Pero, pensándolo bien, seguro que es mucho más juicioso, y
ayudará a comprender mejor los sucesos de aquellas fechas, si organizo un poco mis
recuerdos y los retengo con calma sobre las variadas vertientes de aquella comunidad
originaria que hasta ahora he pasado de largo. A ello me pongo de inmediato.
Así pues, cautivado por la figura del padre De La Salle, pocas semanas después de
despedirme por vez primera de él llamé de nuevo a las puertas de la comunidad de la
calle Nueva, aunque esta vez llegaba provisto de un pequeño hatillo de ropa, ya que
pensaba quedarme allí, al menos durante algunos días. Desde el primer momento fui
muy bien recibido, si a la humana afección nos referimos, porque lo que es la cena con
que se me agasajó poco más tarde no pasó de una muy frugal colación, similar a la que
los cristianos piadosos consumen ciertos días de la santa cuaresma. Pero estábamos
muy lejos de aquellos días primaverales de penitencia, pues todavía ni había
comenzado el sagrado tiempo del adviento. Pensé que podía haber alguna razón por
mí desconocida que justificase tal austeridad gastronómica, aunque conforme pasaron
los días me fui dando cuenta de que se trataba de algo habitual en la casa, donde, o
bien habían optado deliberadamente por una mesa poco surtida, o bien, pese a sus
deseos, no podían adornarla con mayores lujos culinarios.
La cena tuvo lugar en una amplia habitación donde nos reunimos todos los habitantes
de la casa; juntos, aunque no revueltos, sino organizados de una manera que solo con
el paso del tiempo pude comprender del todo. Seríamos una veintena larga de
personas, distribuidas en cuatro grupos distintos. El más numeroso era el de los

42
maestros, todos vestidos de la forma extraña que tanto me llamó la atención la
primera vez que los vi. En otra mesa cenaba un grupo de sacerdotes, a los que se les
distinguía bien por sus hábitos, familiares para mí y bastante distintos de los de los
maestros. Por fin, había dos grupitos más pequeños, separados entre sí, en uno de los
cuales me tocó tomar asiento. Todos cenábamos en silencio, escuchando la lectura
piadosa con que un lector, de pie en un rincón, nos deleitaba. Aunque en aquel primer
momento me resultó difícil hacerme una composición precisa del lugar, era evidente
que la cocina estaba pegada o bastante cerca de aquel amplio refectorio.
Cuando concluimos la cena nos levantamos todos y, como habíamos hecho al
comienzo, recitamos juntos una breve oración antes de salir del comedor. Uno de los
maestros acudió entonces a encontrarse conmigo y me acompañó por las escaleras a
un piso superior, en donde me reuní con otros tres muchachos a los que ya había visto
durante la cena. Los tres eran más jóvenes que yo; me dieron la bienvenida de manera
simpática, aunque moderada, y me indicaron mi cama en un dormitorio corrido que
los cuatro habíamos de compartir, donde quedaba todavía alguna cama libre. Todo en
medio de un ambiente austero de verdad, hasta tal punto que entre los maestros esta
casa era conocida como la 'pequeña Trapa'; conforme fue pasando el tiempo me di
cuenta de lo acertado del sobrenombre.
Conocidas las cosas de cerca, no me extraña en absoluto el mal ambiente que creó en
la casa de los maestros aquella decisión del padre De La Salle de repartir sus bienes
entre los necesitados, sin contar entre ellos a los propios maestros y demás personas
que moraban con él bajo el mismo techo. Con la frugalidad que se estilaba en el
comedor de aquel lugar y la acusada pobreza que regía el funcionamiento general de
la casa, se trataba, ciertamente, de un gesto poco comprensible y a duras penas
aceptable para unas personas que desarrollaban con admirable entrega un empleo
agotador, que reclamaba maestros, no solo concienciados y convencidos, sino también
bien vestidos y mejor alimentados.
Según pude comprender los días posteriores a mi ingreso, conforme algunos de los
maestros iban ganando confianza y liberaban ante mi persona algunas confidencias
delicadas, aquellos de la limosna general del padre De La Salle fueron momentos de
alta tensión, que la retirada de alguno de los maestros de la comunidad no hizo más
que acentuar. Crearon con ello un problema nada fácil de resolver, hasta el punto de
que el padre De La Salle, que no era maestro, tuvo que ponerse a dar escuela durante
algún tiempo, a la espera de encontrar una solución mejor. ¡Una muestra de humildad,
sin duda, impactante!
Más adelante pude enterarme también de que durante los tres primeros años de
existencia de la comunidad de maestros, hasta tres de ellos habían perdido la vida, en
la flor de la edad, a causa, entre otros motivos, de las rígidas condiciones en que se
vieron obligados a vivir en aquella comunidad. Es la opinión generalizada, aunque, por
supuesto, siempre resulta complicado para los mortales tratar de penetrar en los
insondables vericuetos por los que el Padre del cielo encamina las vidas de los
hombres, sus hijos.
Al día siguiente de mi llegada, ayudado por la luz del día y gozando de algún tiempo
libre para arreglar mis cosas y acostumbrarme al nuevo ambiente que acababa de
estrenar, pude conocer mejor aquel que en adelante había de ser mi hogar. Se trataba

43
de una finca amplia, con dos casas grandes, de estructura diferente pero bastante
espaciosas ambas, con rudimentarios detalles de conservación y cierto cuidado, dentro
de una pobreza inocultable, que era la tónica general. Estos dos edificios, los más
grandes de todos, con diferencia, se alzaban a la entrada de la finca, muy cerca de la
puerta de ingreso.
Detrás de las casas, y a los lados, aquí y allá, se veía alguna caseta variopinta con
escobas, herramientas y otros enseres domésticos. Al fondo, en uno de los lados, se
hallaba el pozo, junto a un gran pilón con agua, cubos y cordeles para tender ropa a
secar. Al otro lado, enfrente del pilón, se levantaba una pequeña edificación, un tanto
laberíntica, que servía en sus distintas entradas de escusado, lavabo, baño y demás
funciones propias de la higiene personal, que han de llevarse a cabo en la mayor
discreción. Dos enormes barreños con agua facilitaban el correcto desarrollo de las
diversas necesidades que nos conducían a aquel lugar. En el suelo distintas líneas de
adoquines señalaban algunos caminos habituales, y el resto era tierra batida, con
algunos jardincillos que habrían sido cultivados en otro momento, pero que a las
puertas del invierno mostraban un grado de abandono considerable. Toda la
propiedad estaba cercada por una tosca tapia de piedra gris.
Más tarde, cuando me convertí en miembro de la comunidad de maestros, pude
comprender mejor la organización general de aquella residencia. En realidad había en
ella cuatro grupos distintos de personas; tres de ellos estaban relacionados con el
servicio a las escuelas para pobres, mientras que el cuarto lo formaban varios
sacerdotes pobres que apenas se relacionaban con el resto de habitantes del lugar.
Por un lado, en el edificio más próximo a la puerta de entrada se hallaba la casa más
grande, ocupada por el padre De La Salle, su hermano Juan Luis, que admiraba a su
hermano mayor y se preparaba para ser sacerdote como él, y alrededor de una decena
de maestros, que salían todas las mañanitas y a primera hora de la tarde hacia
distintas escuelas parroquiales de Reims para atender a sus alumnos pobres. En esa
misma casa, en el último piso, el tercero, estaba nuestro dormitorio corrido y una gran
sala, que utilizábamos para cualquier tipo de actividad que no fuera dormir y
descansar. Constituíamos el segundo grupo, los jóvenes que deseábamos ser maestros,
como los del segundo piso, y habíamos ingresado en la comunidad para prepararnos a
ello. Como he dicho antes, en el momento en que comencé mi experiencia en la
comunidad éramos cuatro.
En la planta baja de la casa, además del comedor, que por una puerta lateral daba a la
cocina exterior, se hallaban las dos habitaciones más nobles de la casa, que habían sido
convertidas en un amplio oratorio y una sala que llamaban 'de comunidad', donde los
maestros trabajaban juntos, en silencio, cuando no estaban en sus escuelas, o se
reunían a discutir sobre sus asuntos.
Al lado de esta gran residencia de la comunidad se levantaba otra casa, algo más
sencilla, en la que residían cinco sacerdotes pobres; entre ellos el padre Faubert, que
había heredado la canonjía del padre De La Salle y hacía de líder del grupo; estos curas
vivían acogidos a la caridad cristiana de la comunidad. Nunca supe demasiado bien a
qué se dedicaban en concreto, pero, desde luego, no a las escuelas; según se
rumoreaba, trabajaban con los pobres y aprovechaban también para estudiar y
mejorar su preparación pastoral. Alguien me comentó una vez, como de pasada, que el

44
padre Faubert y alguno de sus sacerdotes habían ayudado al padre De La Salle a
repartir víveres y otras limosnas a los pobres, en aquel movimiento que tanto disgustó
a algunos maestros de la comunidad. Quien me lo comentó no estaba demasiado
convencido de que, aun en pleno invierno de escasez, no lo hicieran todavía alguna
vez, a espaldas de los maestros. Pero, bueno, tampoco estoy en condiciones de dar
detalles porque nada vi y nunca llegó a mis oídos otra cosa que rumores y protestas a
duras penas reprimidas.
El cuarto grupo acababa de constituirse cuando llegué yo a la comunidad. Eran tres
jóvenes que habían sido enviados a Reims por el duque de Mazarino para que se
preparasen como maestros de otras tantas pequeñas aldeas dependientes del duque.
Aunque habían compartido mesa con todo el personal de la casa, en realidad vivían en
otro lugar, fuera de nuestro patio. Cuando tuve que trabajar con ellos conocí su
residencia; era una casa muy pequeñita que se hallaba muy cerca de la nuestra. Con el
tiempo pasaron de tres a ser algunos más. Todos ellos se preparaban para convertirse
en maestros de pequeñas aldeas rurales, normalmente poco habitadas y de
localización geográfica un tanto remota. Por lo general, estos jóvenes llegaban a la
comunidad del padre De La Salle enviados por sus párrocos, que deseaban verlos
formados como maestros cristianos, de manera que la parroquia pudiera disponer así
de un maestro e hiciera funcionar con él una escuela cristiana en el pueblo. Se
compensaba así, del algún modo, la negativa del padre De La Salle a enviar a sus
maestros a aquellos lugares que, por tener pocos niños en edad escolar, no permitían
acomodar en la aldea una comunidad de maestros, según exigían los lasalianos como
condición irrenunciable para aceptar cualquier invitación a hacerse cargo de una
escuela.
Estos animosos candidatos a maestros rurales hacían casi toda su vida en aquella
casita, si se excluían las comidas; en su casita rezaban, trabajaban y se distraían entre
ellos aunque, la verdad, esto último con muchas dificultades porque el reglamento era
más parecido al de un monasterio, incluida la práctica del silencio estricto, que al de
una residencia normal de estudiantes, por lo general bastante ruidosa. Con los
maestros del padre De La Salle, los futuros maestros perfeccionaban sus
conocimientos de lectura, escritura y cálculo, hasta rozar casi la excelencia, al tiempo
que se introducían en la metodología de los maestros lasalianos y en su manera de
afrontar los retos habituales del trabajo docente cuando se pretende desarrollarlo con
dedicación y responsabilidad, por más que el escolar sea un mundo en el que todos los
días aparecen sorpresas para las que a uno no le queda más remedio que improvisar
soluciones apropiadas con imaginación e ingenio. Además del tiempo dedicado
específicamente a la preparación pedagógica o profesional, estos jóvenes también
recibían abundantes contenidos de orden religioso, sobre todo catequísticos, que
complementaban con un horario de oraciones y prácticas piadosas bastante exigente,
y hasta llamativo, para personas que, en definitiva, no pretendían dejar el mundo para
dedicarse en cuerpo y alma a la escuela cristiana, como era el caso de los ocupantes de
nuestra casa.
A diferencia de los jóvenes anteriores, que no tenían previsto quedarse en la
comunidad, los cuatro que compartíamos casa con los maestros aspirábamos a seguir
junto al padre De La Salle y a trabajar en las escuelas encomendadas a su cuidado, lo
que comportaba exigencias particulares, sobre todo desde el punto de vista espiritual y

45
comunitario. Antes de recibir el hábito distintivo y pasar a residir en el segundo piso y
a comprometernos de manera mucho más estricta con la obra del padre De La Salle, lo
normal era que estos jóvenes pasasen varios meses preparándose, con un reglamento
parecido al de los maestros, aunque, en lugar de dar clase, la recibían de parte de los
maestros encargados de su formación pedagógica y espiritual.
La mayor parte de estos futuros maestros lasalianos eran muy jóvenes, aunque
también podía haber algunos de mi edad e incluso algo más mayores. No obstante, en
el momento de mi ingreso yo era el mayor de los cuatro que habitábamos aquella
especie de buhardilla. Si me quedaba, por lógica, aquella iba a ser mi residencia
durante los primeros meses, hasta que me vieran digno y capacitado para trabajar
como maestro en una escuela y de vivir en comunidad con los demás maestros.
Éramos grupos diferentes, con diferentes objetivos, como he recalcado más arriba, y
solo nos veíamos en el comedor, sin poder dirigirnos la palabra, pero la actividad que
desarrollábamos los aspirantes a maestros de De La Salle era bastante parecida a la de
los maestros rurales, aunque ciertamente el tiempo destinado a orar en la capilla era
mayor entre nosotros, y las charlas de tipo espiritual, más frecuentes. También se
notaba un interés especial por parte del padre De La Salle por subir de visita al tercer
piso, hablar personalmente con los allí alojados y seguir, en definitiva, de cerca la
evolución de aquellos futuros maestros de la comunidad.
Me costó lo mío habituarme al ritmo de la casa. Ya se sabe: tras el éxtasis, el ángel se
va y no queda sino la anodina experiencia de todos los días, que suele tener poco de
divino, a menos que seas lo suficientemente perspicaz como para encontrar al Señor
camuflado en los rincones más inesperados. De entrada, ciertos detalles de la vida de
la comunidad me incomodaban bastante, como el hecho de no cobrar ningún dinero
por nuestros servicios o el estricto reglamento comunitario al que nos veíamos
sometidos quienes vivíamos en aquella casa de la calle Nueva. Pero, por otro lado, el
trabajo de maestro me encantaba. Hasta puedo decir, sin que mi orgullo se desmande,
que si nos referimos a las materias de preparación para el empleo —lectura, escritura
y cálculo— mis conocimientos eran bastante superiores a los de mis tres compañeros,
que apenas habían pasado unos meses por la escuela y, como decimos en mi barrio,
estaban todavía bastante verdes.
Tan bien me iban las cosas en estos asuntos que a las pocas semanas de entrar en la
comunidad me eximieron de acudir a clase con mis compañeros y, a cambio, me
entregaron unos manuscritos con distintos consejos para saber llevar bien la clase y
poder afrontar con garantías algunos problemas relacionados con la organización de
una escuela.
Según pude apreciar en estos documentos que me tocó estudiar a fondo, las escuelas
de los maestros del padre De La Salle eran centros que acordaban la más alta
importancia a la formación cristiana de los alumnos, su objetivo primordial, aunque de
ninguna manera menospreciaban los saberes profanos, que tenían también una
presencia muy destacada en la escuela.
En general, muchos padres se mostraban remisos a la hora de enviar a sus hijos a las
escuelas parroquiales porque tenían la sensación de que en ellas se perdía mucho el
tiempo: el desorden era norma habitual en ellas, desconocían los métodos apropiados
para la enseñanza y seguían atendiendo a los chicos de uno en uno, mientras quienes

46
no estaban con el maestro se entretenían por la sala de clase como podían. Y luego,
además, con demasiada frecuencia ocupaban a los niños en asuntos que poco o nada
tenían que ver con el aprendizaje escolar, como podía ser el canto piadoso y la
asistencia a las liturgias parroquiales. Así que para no hacer nada, muchos padres
preferían que los chicos se quedasen en casa, con ellos, echándoles una mano en sus
faenas cotidianas.
Pero cuando veían que los chicos, además del catecismo y la religión, aprendían a leer,
escribir y contar, rápido y bien, lo que les permitía luego, al finalizar la escuela,
encontrar con facilidad un empleo, ya no les costaba tanto enviar a los niños a clase.
Además, la metodología de educación simultánea por la que habían optado los
seguidores del padre De La Salle volvía mucho más atractiva la escuela para los propios
chicos, que estaban siempre ocupados, en acción; no como en las escuelas
tradicionales, en las que había que esperar mucho tiempo hasta que el maestro te
llamaba a su mesa para pedir cuentas de lo que habías hecho o enseñarte alguna cosa
nueva. Y es que la escuela lasaliana era una escuela muy activa, en la que todos sabían
en todo momento lo que había que hacer. Sin olvidar que usando la educación
simultánea se favorecía de manera particular el mantenimiento del orden y la
disciplina en clase.
Lo que sí me sorprendió bastante, porque resultaba muy novedoso en comparación
con mi experiencia escolar, fue la insistencia, un tanto extraña para mí, en cultivar la
cortesía cristiana entre los niños de la escuela. Claro que viendo cómo se razonaba su
importancia, el lugar que se le dedicaba dentro del horario cotidiano y la metodología
concreta utilizada para introducirla, no resultaba difícil comprender un poco mejor las
cosas. Porque la cortesía era, por así decirlo, una forma distinta de educar
cristianamente a los alumnos, de una manera bastante más práctica que el catecismo,
más vitalista si se quiere. Porque aprender a vivir en cristiano es mucho más que
aprenderse de memoria las respuestas a las preguntas del catecismo o recitar de vez
en cuando alguna oración aprendida de memoria.
Por otra parte, la cortesía era también una excelente excusa para mejorar las técnicas
lectoras, trabajándolas con los alumnos de otra manera, quizás más interesante para
ellos, menos aburrida. Y puesto que casi todos ellos eran pobres de solemnidad y no
habían tenido ninguna iniciación en asuntos de urbanidad y buenos modales, como era
norma entre las familias de mejor condición social, les venía bien aprender algunos
rudimentos de cortesía y buena educación para no desentonar luego en el trabajo, al
dejar definitivamente la escuela. Y es que, teniendo en cuenta la preparación adquirida
entre los muros de clase, era de suponer que más tarde trabajarían junto a personas
de más alta educación familiar que la suya originaria. Así que un poco de cortesía no
les venía nada mal, aunque solo fuera para tener más opciones de conservar luego el
empleo.
Y ya que hablamos de cortesía, no estará de más señalar que, en estas cuestiones,
todos en aquella casa teníamos bastante que aprender. El gran maestro en estas
cuestiones era, sin duda, el padre De La Salle, que venía de una familia de postín en la
ciudad y había mamado desde pequeño todas estas pequeñas zarandajas de la buena
educación. Sin embargo, tanto los maestros como los jóvenes que aspirábamos a serlo,
sin haber salido directamente del arroyo, proveníamos por lo general de familias que
no cultivaban de manera tan refinada estos asuntos y nunca les habíamos concedido

47
una atención destacada ni los habíamos practicado con dedicación. Pero bueno, como
dicen que el saber no ocupa lugar, y además la cortesía dignifica a las personas y era
algo que habíamos de enseñar en nuestro empleo, no hubo más remedio que prestarle
atención y progresar con ella lo más rápidamente posible.
Si hubiera que resumir en pocas palabras las inquietudes pedagógicas de los maestros
lasalianos que vi reflejadas en los manuscritos que hube de consultar por aquellas
fechas, yo elegiría tres, muy claras. La primera sería el 'orden'. Las escuelas del padre
De La Salle contrastaban con fuerza con las demás escuelas, al menos con las que yo
había conocido y con muchas otras de las que tenía noticias indirectas, sobre todo por
su organización: todo estaba en ellas controlado, bien medido, tenía su momento, su
sitio, su forma de desarrollarse, su manera de ser evaluado... En las escuelas lasalianas
el maestro no era un dictador, por así decirlo, que podía hacer en cada momento lo
que le viniera en gana, sin tener que dar explicaciones a nadie de por qué, sino que en
ellas todo estaba organizado, estructurado, ordenado; al maestro solo le quedaba
conocer bien las consignas y tratar de aplicarlas en cada momento con la mayor
fidelidad posible.
En segundo lugar yo pondría el adjetivo 'cristiano'. Las escuelas del padre De La Salle
eran escuelas cristianas, como tantas y tantas otras, sí, pero al mismo tiempo muy
distintas, de una manera particularmente intensa. La verdad es que se podría decir que
por aquella época, como hoy mismo, no era concebible una escuela que no fuera
cristiana; la propia Iglesia se encargaba con diligencia de que así fuera, y hasta el rey
llegó a asegurarlo mediante una ley, que pretendía evitar veleidades de gente que no
comulgaba con el santo padre de Roma, o pretendía desarrollar experiencias extrañas
con los muchachos. Cristiana, como todas, aunque de manera muy intensa y muy
organizada. Los maestros del padre De La Salle acompañaban todos los días a los
chicos a misa a la parroquia, aunque no hubiera clase; a veces iban también a
confesarse, y los domingos y fiestas por la tarde participaban en los oficios
parroquiales de vísperas, exposición del Santísimo o lo que la parroquia organizase. En
la escuela se rezaba muy a menudo, recordábamos con frecuencia la presencia de Dios
y se estudiaba todos los días el catecismo, siempre a última hora, para que los chicos
abandonasen la escuela con el regusto de los temas que acababan de tratar en el
catecismo. Así lo comentarían en casa, o a sus amigos, y se convertirían sin saberlo, a
su manera, en pequeños evangelizadores de su familia o de otros niños.
Por fin, una tercera característica, que suena a innovación y cambio y en verdad lo es,
al menos en mi humilde y poco informada opinión, sería lo que yo llamaría
'racionalidad', es decir, no hacer las cosas como se han hecho siempre, porque sí, sino
tratando de buscar el mejor camino para obtener el objetivo pretendido. Buscar la
eficacia, los buenos métodos, las razones para actuar, también en la pedagogía, con los
niños, en clase.
Si digo la verdad, los días pasaron para mí muy rápidos en aquel edén de oración,
comunidad y preocupación por los chicos más pobres. Cuando reviso mis recuerdos de
aquellos momentos iniciales con los maestros del señor De La Salle veo que casi sin
darme cuenta nos presentamos en Navidad. Y no es que recuerde estas fechas por las
grandes comilonas con que las festejamos, como suele ser tradicional en nuestra
tierra. Nada de eso. Aquel fue un invierno muy duro y aunque los maestros hubieran
querido celebrar el nacimiento del Niño Dios por todo lo alto, en contra de lo que

48
solían ser sus costumbres, yo creo que no lo hubieran podido conseguir, porque se
vivía una gran carestía por todas partes y muchos de nuestros vecinos, y los padres de
los alumnos de nuestras escuelas, tenían serias dificultades para alimentarse, combatir
el frío y salir adelante. El fantasma del hambre y el frío extremos rondaba muy cerca
de nuestras viviendas y a veces se introducía en ellas sin rebozo. En nuestra casa la
comida escaseaba aunque, a decir verdad, siempre hubo algo caliente que llevarse a la
boca.
Más problemas tuvimos para combatir el frío. Al final, hubo que cambiar nuestros
reglamentos y costumbres para poder reunirnos todos, sin distinción de categoría o
pertenencia, en la gran sala de comunidad de los maestros, que tenía una chimenea
baja. Los días que conseguíamos algo de leña solíamos meternos todos allí, pues el
ambiente se mantenía algo caldeado y podíamos recibir con normalidad las clases y
cumplir nuestras prácticas de lectura y escritura. Cuando regresaban los maestros
todos nos dedicábamos a nuestras ocupaciones en silencio. Lo malo eran las oraciones,
pues el oratorio solía estar congelado y no había manera de calentarlo siquiera un
poco. Fue, ciertamente, un año de frío y miseria para no olvidarlo nunca.
Pero si recuerdo aquella primera Navidad con los maestros es, sobre todo, por la
profunda impresión que dejaron en mi persona las charlas que nos dirigió el padre De
La Salle algunos de aquellos días de asueto que, muy a menudo, se convertían en días
de recolección y retiro. El Padre tenía la costumbre de centrar sus conferencias o, al
menos, de iniciarlas, aludiendo al santo o al misterio que la Iglesia estaba celebrando
ese día. Y a partir de ese recuerdo, que se materializaba mediante una historia, el
simple relato bíblico de la liturgia, una anécdota, una reflexión o la simple mención de
la fiesta, pasaba a aplicarla con gran agudeza a nuestra vida de maestros, de modo que
a veces terminaba con alguna exhortación o unas preguntas sobre ella.
No se me ha olvidado, por ejemplo, aquella meditación para el día de Navidad, en que
comparaba a los maestros con el Niño Dios, recién nacido en Belén, al que solo fueron
a visitar unos pastores muy pobres. "Vosotros sois como aquel niño de Belén, pobres
Hermanos, poco conocidos y apreciados por la gente del mundo, apenas tenéis nada, y
solo los pobres vienen a visitaros. ¿Y qué os traen? Nada. Bueno, sí, traen sus
corazones abiertos de par en par a vuestra influencia, dispuestos a recibir agradecidos
las enseñanzas que podáis regalarles"; así hablaba el Padre. Pero, al mismo tiempo,
por otra parte nos invitaba a seguir el ejemplo de los pastores, que, a pesar de los
harapos con que estaba vestido y la pobreza que lo rodeaba, fueron capaces de
reconocer en el Niño del pesebre al mismísimo Hijo de Dios. Así también los maestros
en las escuelas debíamos reconocer en las pobres personillas mal vestidas y peor
alimentadas de nuestros niños, a los hijos de Dios, cuyo Padre celestial ponía bajo
nuestro cuidado para que les enseñáramos el camino del cielo.
De la misma manera se me ha quedado grabada para siempre la reflexión que el Padre
nos hizo con motivo de la fiesta de la Epifanía. Cómo aquellos Magos, en cuanto vieron
la estrella, se pusieron en camino para encontrar al Hijo de Dios que había nacido. El
Padre aseguraba que parecía que aquellos Magos seguían la luz de la estrella, pero lo
que en realidad les guiaba era su fe, esa luz interior con la que debemos mirar todo lo
que sucede a nuestro alrededor. Era bonito ver cómo jugaba el padre De La Salle con
los distintos significados posibles de la palabra 'luz': luz de la estrella, luz del nuevo Sol
de justicia que nace, luz interior de la fe... Una invitación a seguir las inspiraciones

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interiores que nunca deja de dirigirnos el Espíritu para que encontremos a Dios en los
niños pobres de nuestras escuelas. De la misma manera que aquellos buenos paganos
fueron capaces de reconocer a Dios y adorarlo en la figura de aquel niño acostado en
un pesebre, envuelto en pobres pañales, en un ambiente nada propio del gran Rey que
era. Son reflexiones que me marcaron profundamente y que, desde entonces, nunca
he olvidado.
Aunque, bueno, como estábamos a final de diciembre, muchas de las actividades
comunitarias solían tener que ver con la revisión del año a punto de terminar y la
propuesta de compromisos renovados que permitieran entrar por las vías de
conversión y mejora que Dios quería y a todos convenían.
El comienzo del nuevo año 1685 nos trajo el regreso a las escuelas y, de algún modo, la
normalización de nuestra vida. Los días seguían siendo difíciles y cada vez nos costaba
más cubrir nuestras necesidades mínimas de comida y calor pero, mal que bien, a base
de austeridad y penitencia, íbamos consiguiendo salir adelante.
En lo que a mi persona respecta, cuando el mes de enero tocaba casi a su fin no he
olvidado una importante entrevista con el padre De La Salle, que vino un día a verme,
sin haberme advertido con antelación, aunque luego la conversación se prolongara
durante buena parte de la tarde. El Padre me propuso una revisión en profundidad de
los dos meses largos que yo llevaba en la comunidad. Vino a decirme que en el aspecto
profesional estaban muy satisfechos conmigo. Tampoco en el aspecto espiritual tenían
demasiados peros que ponerme, porque era cumplidor con las oraciones y demás
actos comunitarios, parecía participar en ellos con entusiasmo y dejaba entrever una
piedad interior y hábitos de meditación personal consolidados, aunque, claro, en estas
cuestiones todo lo que se haya conseguido siempre es poco, así que había que seguir
progresando.
Donde más flojo me veía, o lo que más le preocupaba, por decirlo de manera más
diplomática, era el aspecto comunitario. El Padre interpretaba que antes de entrar en
la comunidad me había acostumbrado en demasía a vivir mi vida, sin dar a nadie
cuentas de lo que hacía con ella, y eso se dejaba notar ahora de forma negativa en la
experiencia cotidiana. Tal como me veían mis compañeros, yo era demasiado
individualista, de modo que por ese lado tenía un amplio campo de mejora. Ha pasado
el tiempo y hoy, tras mi larga experiencia de soledad institucional en Roma, se me
ocurre que quizás precisamente esa falla de mi carácter, a la que tanta importancia
concedía el padre De La Salle apenas me hubo conocido un poco, fuera la clave
fundamental que me permitió resistir tantos años solo en la Ciudad Eterna. Quizás la
providencia jugó otra vez sus cartas de manera sorprendente al torpe entender de los
mortales...
Al final, a modo de conclusión, el padre De La Salle me preguntó si, después de mi
experiencia, estaba dispuesto a unirme definitivamente a la comunidad de los
maestros. Me decía que me lo pensara, que no tenía que responderle en ese momento
y alguna otra cosa más, pero yo no le permití seguir hablando. Le respondí con varios
'sí' rotundos cada vez que quería echar un poco de agua al vino que me ofrecía. El
Padre insistió en que, como estaba punto de comenzar la cuaresma, debía
proponerme como compromiso concreto de conversión volverme una persona más
comunitaria, menos individualista: compartir todo lo que pudiera, disfrutar de la vida

50
en comunidad y pedir perdón en público cada vez que sintiera que había fallado a la
comunidad. Y en cuanto a mi ingreso en la comunidad de los maestros, no volvió a
comentar nada, hasta el punto de que yo me hice a la idea de que el asunto estaba
olvidado y que me iba a tocar trabajar bastante más para mejorar y ser admitido.
Me equivocaba, porque unos días antes de la fiesta de nuestro patrón, el santo
patriarca san José, vino a verme de nuevo el padre De La Salle para comunicarme que,
si estaba de acuerdo, al día de la fiesta de san José, en la misa mayor, recibiría el
hábito de maestro, junto a un pequeño ejemplar del Nuevo Testamento, y pasaría a
continuación a residir en el segundo piso, para compartir vida y reglamento con el
resto de maestros. No le dejé terminar, tan fuerte fue mi 'sí'. Ese día y los siguientes
apenas pude dormir de la emoción, que no me abandonó hasta que llegó el gran
momento de recibir el santo hábito de los maestros y comenzar a ser uno de ellos, con
la ayuda del cielo, por mediación de nuestro santo patrón san José.
Las alegrías de ese gran día de fiesta, para mí y para todos los maestros, se mezclaron
casi sin solución de continuidad con las de la Pascua, que llegó enseguida. En esta
ocasión no hubo demasiada oportunidad para organizar jornadas comunitarias de
recolección; fue suficiente para los maestros con vivir intensamente las propuestas de
la liturgia, muy densas y exigentes por aquellas fechas primaverales. Para ello, a veces
rezábamos en el oratorio comunitario pero, más a menudo, nos dirigíamos a la
parroquia del barrio.
Concluido el triduo pascual, con el corazón rebosante de su alegría, recibí mi primer
encargo como maestro: colaborar en las clases del Seminario de jóvenes candidatos a
maestros rurales, que vivían fuera de nuestro patio, sobre todo en los temas de
lectura, que solían ser los iniciales, es decir, los en principio menos exigentes, y,
también, lo que, al parecer, mejor se me daba. En las horas que no había clase ni rezos,
continuaba con la lectura y el aprendizaje de los manuscritos sobre la organización de
las escuelas y la metodología para la escuela.
La verdad es que, aunque al principio sentía un cierto temor, enseguida me di cuenta
de que dar clase era lo mío, una sensación que desde aquellos días de mi estreno como
profesor —de escolares ya un tanto talluditos, todo hay que decirlo— no me ha
abandonado jamás, y hasta se ha visto permanentemente confirmada por la buena
acogida de mis alumnos, niños o más mayores, franceses o trasalpinos.
Con la Pascua ya bastante avanzada se produjo la sorpresiva noticia de que los
sacerdotes que vivían en la otra casa de nuestro patio iban a abandonarnos. No sé
exactamente en qué términos tuvo lugar su salida, pero me imagino que sería una
medida dolorosa pero inevitable, habida cuenta de la escasez que marcaba nuestra
vida en todos los sentidos. Seguramente hubo que minimizar los gastos y renunciar a la
limosna que se ofrecía a aquella buena gente, que les permitía formarse mejor y
atender a algunas necesidades pastorales, que ahora tendrían que solventar de
manera diferente. Es incluso posible que se hubiera pensado en despedirlos algunos
meses antes, pero en mitad de un invierno tan riguroso no parecía el comportamiento
evangélico más ejemplar, así que se esperó a que el tiempo mejorara y hubiera más
facilidades en los mercados. Así que, de momento, tras la salida de los sacerdotes,
aquella segunda casa del patio quedaba vacía, a la espera de nuevos planes que, sin
duda, surgirían para ella.

51
Un día, ya bien entrada la primavera, el padre De La Salle me sorprendió con una
propuesta interesante. Con la excusa de que hacía un día espléndido, me preguntó si
deseaba acompañarlo a visitar una de las escuelas de la ciudad. No sabía de cuál de las
tres que dirigíamos por aquel entonces se trataba, pero acepté muy gustoso. Por
cambiar de ocupación un rato y darme una vuelta por la ciudad, cosa que no estaba a
mi alcance todos los días, ni mucho menos, y también porque la compañía del padre
De La Salle me resultaba siempre muy grata. La agradable sorpresa inicial se volvió
alegría intensa cuando me di cuenta de que nos dirigíamos a la escuela de Santiago,
que estaba en mi barrio natal precisamente; seguro que el Padre no había elegido al
azar nuestro objetivo. Así que, de paso, pudimos entrar en el taller de mi padre y
saludarle, con brevedad y cierta emoción, a él y a un par de mis hermanos que lo
acompañaban en el momento de nuestra llegada. Nada más vernos, uno de ellos salió
como una bala en busca de mi buena madre, que llegó al poco acompañada de otro
hermano más, así que pude saludar a una parte de mi familia, sobre todo a mis padres,
a quienes no veía desde hacía varios meses.
Conocí, pues, la escuela de Santiago, y en días sucesivos tuve oportunidad de
acompañar al Padre a las otras dos escuelas de Reims: las de San Mauricio y San
Sinforiano. Las tres eran similares en su organización y horario de funcionamiento;
constaban de dos clases repletas de niños, que gobernaban sendos maestros, a los que
yo conocía pues salían todos los días, mañana y tarde, desde la calle Nueva, para poder
atender a sus obligaciones escolares.
Algo más adelante tuve que conocer la escuela de San Mauricio de una manera
diferente, porque me tocó reemplazar durante algunos días en ella a uno de sus dos
maestros, que cayó enfermo, aunque se repuso enseguida. Con todo, aquellas casi dos
semanas de contacto con los niños fueron suficientes para que me diera cuenta de la
enorme distancia que existe entre el trato con los escolares habituales de nuestras
escuelas, que suelen rondar los once o doce años, y los futuros maestros rurales con
los que me tocaba bregar en la comunidad todos los días, que eran atentos,
trabajadores y disciplinados. ¡Menuda diferencia! Y sin embargo mi futuro apuntaba
mucho más hacia los niños complicados que hacia los jóvenes dóciles y responsables,
futuros maestros en el mundo rural.
Cuando el curso escolar tocaba ya casi a su fin tuve un largo encuentro con una
persona a la que yo no conocía, aunque había oído hablar de ella alguna vez durante
mi estancia en la comunidad. Al principio no le di demasiada importancia pero, con el
paso del tiempo, me he dado cuenta de que fue un encuentro importante, hasta
providencial diría hoy. La persona en cuestión se llamaba Adrián Nyel y era quien había
embarcado, por así decirlo, al padre De La Salle en la admirable aventura de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas para niños pobres. En realidad, los primeros maestros
los había encontrado el propio señor Nyel y él mismo había organizado inicialmente las
escuelas de Reims. Pero, según parece, como tenía un carácter que amaba el cambio,
en cuanto se dio cuenta de que el padre De La Salle velaría por las escuelas de la
ciudad, se marchó hacia algunos pueblos de los alrededores para seguir fundando en
ellos escuelas para pobres. Una persona admirable, en suma, movida por un espíritu
apostólico envidiable, a pesar de que algunos criticasen su propensión a saltar con
demasiada facilidad de un lugar a otro, sin esperar a que los proyectos puestos en
marcha estuvieran un poco consolidados. El señor Nyel había dedicado su vida al

52
mundo de las escuelas para niños pobres, en las que era un auténtico especialista, y de
todos era conocido que casi todo lo que sabía el padre De La Salle sobre escuelas y
maestros, al menos en los inicios de la fundación, se lo debía en gran medida al señor
Nyel. Así que mis conversaciones con él fueron, como no podía ser de otra forma, muy
provechosas para mí.
Según pude concretar con más detalle durante los días que pasó entre nosotros, el
señor Nyel se encargaba, en concreto, de dos escuelas en pueblos no demasiado
alejados de Reims: una en Guisa y la otra en Laon. En principio eran escuelas
independientes de las que animaba el padre De La Salle, aunque entre ambos había
una más que buena relación, una conexión apostólica muy estrecha podría decirse, y
solían ponerse de acuerdo en detalles o se prestaban maestros, si les era posible,
cuando a alguno le faltaban, o era necesario recomponer alguna situación. Aunque, en
realidad, tal como pude verlo más adelante, el que le dejaba los maestros era, más
bien, el Padre a Nyel que a la inversa. Y sospecho que la visita del señor Nyel, hacia el
final del curso escolar, tenía que ver probablemente con alguno de estos manejos.
Poco más tarde tuve ocasión privilegiada de confirmar mis sospechas en este sentido.
Pero lo que nunca me hubiera imaginado es que mi ilustre personilla fuera uno de los
temas estrella de aquellas negociaciones entre los dos responsables escolares. Y es
que, según me comunicó el Padre un caluroso día de verano, cuando el fin del curso
escolar se anunciaba cada vez con mayor inminencia, el curso siguiente me tocaría
desplazarme, ya que lo iba a comenzar como director de una de las escuelas de señor
Nyel, la de Laon para ser más precisos. Más que desagrado, lo que sentí fue sorpresa, y
también un poco de impresión, y hasta de temor, porque no estaba seguro de poder
desarrollar bien la tarea que se me encomendaba, en una villa episcopal que solo
conocía de oídas.
Lo positivo de la noticia era que me acompañaría el bueno de Nicolás Bourlette, un
maestro de la comunidad, nacido en Reims, como yo, que estaba destinado en Rethel.
Yo no le conocía personalmente, pero todos hablaban maravillas de él. Además,
viniendo del mismo pueblo, ¡no podía haber problemas entre nosotros! Y no había que
darle más vueltas. Según nos había comentado el Padre en una de sus charlas de esos
días, tener fe es como salir a navegar a alta mar en una barca sin remos ni velas,
abandonados por completo a la providencia divina. Con esa actitud me propuse dejar
Reims y partir sin demora hacia Laon, cuando llegase el momento, confiado en que
aquel era el lugar en el que Dios, nuestro Padre, me quería, al servicio generoso de sus
niños pobres y necesitados de salvación, en todos los sentidos. Su ayuda generosa no
me había de faltar.9

9
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 5'.

53
6

septiembre de 1685 - otoño de 1686

A pesar del calor agobiante, que casi no nos dio ni un solo día de tregua, el verano
remense se me pasó en un abrir y cerrar de ojos. La inquietud y, al mismo tiempo, el
deseo de que llegara cuanto antes el momento de trasladarse a Laon, tuvieron sin
duda mucho que ver en ello. Antes de comenzar el viaje, hubo de llegar a la comunidad
de la calle Nueva una especie de paje anunciador: el Hermano Nicolás Bourlette, mi
futuro compañero, que dejaba la comunidad y escuela de Rethel para incorporarse
conmigo a la de Laon.
Hablo de comunidad, como se acostumbra entre nosotros, que de ninguna manera
aceptamos que ninguno de nuestros maestros trabaje y viva solo en ningún lugar. Pero
que nadie imagine nuestra comunidad como un gran grupo de personas al servicio de
una institución escolar como las de los jesuitas, o Bonorum Puerorum de Reims, por
citar las que uno conoce. No. Nuestra comunidad iba a estar formada
permanentemente por el Hermano Nicolás y mi humilde persona, una sencilla pareja a
la que se sumaría de vez en cuando, con un poco de suerte, el señor Nyel. Y es que,
según era voz común entre nosotros, el señor Nyel solía saltar a menudo entre Laon,
Guisa —las dos escuelas de las que se encargaba— y Reims, a donde se desplazaba
cuando tenía que tratar de algún asunto con el padre De La Salle, o, sencillamente,
cuando su temperamento así se lo reclamaba.
Dos Hermanos, pues; pocos, pero muy bien avenidos, de verdad. Ya los días que
pasamos juntos en Reims, en los que tuvimos oportunidad de conocernos mejor y
compartir algunos proyectos e inquietudes, dejaron para mí muy claro que el Hermano
Nicolás era alguien con el que iba a congeniar sin dificultad. Por lo que pude
comprobar, no iba a ser nada complicado vivir con él y animar juntos la escuela para
los rapaces de Laon que nos habíamos propuesto como objetivo fundamental.
A finales de agosto, pues, en plena canícula, nos tocó dejar atrás los campos poblados
de viñedos de la Champaña para conquistar, por el este, la Picardía, una de cuyas villas
importantes es Laon. Desde Reims el viaje se podía hacer en una jornada, partiendo
tempranito, antes de que saliera el sol, para llegar al ocaso. En plena agonía del verano
se trataba de un viaje más bien agradable, porque tenías luz todo el tiempo, aunque en
las horas centrales de la jornada el calor fuera agobiante; pero cuando el sol no estaba
muy alto apetecía caminar. Además éramos dos, con lo que ello suponía de seguridad
ante las sorpresas desagradables, agazapadas en cualquier vericueto, y también de
apoyo para la oración y la conversación entretenida, que siempre ayudan a que la
distancia parezca más corta.
El viaje y sus circunstancias me permitieron conocer mejor la historia vocacional del
Hermano Nicolás, tan distinta de la mía. Porque los Bourlette son una familia bastante
conocida en Reims, bien situada, con prestigio y dinero suficiente como para que al
Hermano Nicolás no le hubiera faltado de nada en la vida. Sin embargo, en un

54
momento dado el joven Bourlette decidió que su camino era el de las escuelas para
niños pobres e ingresó en la comunidad del padre De La Salle sin comunicar nada a su
familia que, de hecho, lo estuvo buscando ansiosa, por un lado y por otro, hasta que
dio con él en la comunidad de la calle Nueva. Por más esfuerzos que hicieron los
familiares para que se apeara de su locura y regresase a casa, el Hermano Nicolás no
cejó en su empeño y repetía por activa y por pasiva que su lugar estaba entre aquellos
maestros, al servicio de los niños pobres.
Por lo que me contó el Hermano, su familia estaba convencida de que permaneciendo
entre los maestros del padre De La Salle los deshonraba. Y es que nunca se había oído
que alguien de una familia como los Bourlette osara dedicarse al despreciable empleo
de maestro de escuela de caridad, uno de los oficios más viles y degradantes que, en
opinión de tanta gente de recursos, existían sobre la capa de la tierra. Porque un
maestro de escuela gratuita pasaba sus horas entre pordioseros y gente de parecida
calaña, en escuelas situadas en barrios miserables y de mala fama, donde apenas se
podía ganar nada; una auténtica desgracia para los Bourlette, en suma, que hicieron
todo lo posible por que no cayese tal baldón sobre su apellido.
Tan insistente fue la presión de los familiares del Hermano Nicolás para que dejara la
comunidad que el padre De La Salle decidió alejarlo de Reims, y lo envió a Rethel. Pero
la estrategia no dio el fruto deseado, porque enseguida lo encontró la familia también
allí y continuaron las reclamaciones, con ánimos renovados incluso, de tal manera que
la tensión montaba de día en día. El Hermano Nicolás se refería a este
comportamiento de su familia como una auténtica tentación, es decir, una maniobra
del diablo para apartarle de la vía que le había señalado el Señor. Y así se lo escribió al
Padre, que le animó a tener paciencia y a ofrecer sus sufrimientos por el bien de sus
alumnos.
Como el acoso no aflojaba en su porfía, el Hermano solicitó al padre De La Salle que lo
cambiara de comunidad, pero que no comunicase a nadie su nuevo destino para evitar
en lo posible que llegase a oídos de sus familiares. "Esto es muy complicado, le
respondió el Padre, y además ajeno a los usos de nuestra comunidad. Procuraremos
ser discretos, pero convéncete de que no estás haciendo nada malo y edad tienes de
sobra para decidir sobre lo que mejor puedas hacer con tu vida". "Y así surgió lo de
Laon, siguió contándome el Hermano; ya veremos si mi familia se entera o, por mejor
decir, el tiempo que tarda en enterarse, porque tal parece que tienen ojos en todas
partes y no sé yo si hasta un servicio de espionaje más competente que el del propio
rey..."
Llegamos a Laon ya de anochecida y nos dirigimos a la Parroquia de san Pedro el Viejo,
de la que dependía la escuela que había fundado el señor Nyel un par de años antes.
No fue difícil dar con la parroquia, pero no hubo manera de entrar en la comunidad ni
en la escuela. Estaban cerradas y nadie sabía en aquel momento quién tenía las llaves,
o tal vez nadie tenía demasiadas ganas de darse un paseo nocturno en busca de las
mismas. El caso es que nos permitieron lavarnos un poquito, nos trajeron algo de
comer y pudimos pasar la noche en la sacristía de la misma parroquia. Al día siguiente,
tras unas cuantas vueltas por ahí, pudimos conocer al párroco, amigo personal del
señor De La Salle, y entrar en la escuela y en las sencillas habitaciones que servían de
alojamiento a la comunidad. Estaba todo en una misma casa muy austera, con planta
baja y primer piso, justo detrás de la iglesia parroquial.

55
Según pudimos ir enterándonos en los días sucesivos, Laon había sido una elección
personal del señor Nyel para inaugurar allí una escuela gratuita; no en vano era la villa
que le había visto nacer, aunque se había alejado de ella desde muy joven. Una vez
iniciada su aventura de fundación de escuelas para niños pobres, no podía dejar pasar
la ocasión de dejar una huella tan preciada en su tierra natal. Aunque nadie lo sabía a
ciencia cierta, algún planteamiento parecido a estos debió de pasar por su cabeza
porque el señor Nyel se presentó en Laon en septiembre de 1683, sin apoyo alguno, ni
personal, ni económico, con la —en apariencia— sencilla intención de fundar en la villa
una escuela para niños pobres. Tanteó sus posibilidades, presentó su proyecto a
algunas personas y, en poco tiempo, abrió la escuela por su cuenta y riesgo en la
parroquia de un sacerdote conocido del señor De La Salle. Visto el funcionamiento
impecable de la escuela, el señor Nyel alcanzó rápidamente una fama excelente como
maestro y organizador escolar. La escuela estaba llena a rebosar, y cada día se
presentaban nuevos alumnos que ya no tenían sitio material donde colocarse.
Así las cosas, un día de octubre de ese mismo año 1683 el señor Nyel se presentó en el
ayuntamiento de la villa para comunicar que, puesto que no tenía ayuda de ningún
tipo por parte de la sociedad ni de la Iglesia, había decidido cerrar la escuela y
marcharse de Laon. El ayuntamiento, que tenía excelentes referencias del trabajo
pedagógico del señor Nyel, recibió atónito esta especie de amenaza y, temeroso de
que se hiciera realidad, le rogó que aguardase unos pocos días; luego se reunió de
urgencia y acordó, por fin, conceder la señor Nyel una pequeña suma anual con la que
pensaba que podría hacer frente a los gastos de la escuela. Y con esta estratagema
quedó fundada la escuela a la que ahora el padre De La Salle me enviaba, con mi
compañero Nicolás, probablemente para sacar una vez más de apuros a aquel
emprendedor y fantástico maestro que era el señor Nyel.
Aunque la asignación económica que nos llegaba del ayuntamiento era inferior a lo
que solía ser habitual en otras escuelas, a base de disciplina y austeridad, sin temer al
ayuno ni al frío, mi compañero y yo fuimos saliendo adelante sin demasiadas
complicaciones. El párroco, que veía nuestras dificultades para llevar una vida acorde
con las exigentes necesidades de un maestro, de cuyo cotidiano desgaste entre los
chavales era testigo obligado y sorprendido, solía darnos algún dinerillo, sin una
cadencia fija, y, sobre todo, nos animaba a pedir a las familias de los chicos un
complemento en especie que sirviera para redondear un poco nuestros exiguos
ingresos. Nosotros lo rechazábamos de plano, claro. Los bienes de la parroquia los
aceptábamos sin problema y los agradecíamos, le decíamos, pero los que procedían de
nuestros alumnos, ¡jamás!
Aquel buen cura —como tantos otros que me ha tocado conocer más tarde— nunca
llegó a comprender, o más bien a aceptar, que nuestra escuela fuera radicalmente
gratuita, y no aceptáramos absolutamente nada de nuestros alumnos: ni dinero, ni
comida, ni trabajos realizados en la escuela o la comunidad por sus familiares a precios
favorables, ni cualquier otro posible beneficio que pudiera significar que los alumnos
nos entregaban algo a cambio de nuestro servicio en la escuela. Nuestros reglamentos
indicaban que la gratuidad de las escuelas era algo esencial, de modo que de ninguna
manera se podían recibir de los alumnos dones del tipo que fuera, o establecer
excepciones de cualquier tipo a esta regla fundamental de la gratuidad, sin dejar
profundamente afectado el corazón primordial de nuestra institución. Y es que las

56
indicaciones a propósito de la gratuidad eran tan estrictas en nuestra comunidad que
ni siquiera podíamos recibir de los escolares un alfiler, aunque fuera solo una vez, un
día perdido en que tuviéramos necesidad urgente de ella por algún motivo imprevisto.
El párroco no comprendía nada y, viendo sus reacciones, hasta creo que se imaginaba
que habían invadido su escuela unos maestros locos, que hacían las cosas de manera
completamente diferente a lo que era corriente en las demás escuelas parroquiales de
caridad. Y era normal que reaccionase así porque los maestros de De La Salle teníamos
nuestra peculiar manera de hacer las cosas en la escuela. Por eso nosotros, en lugar de
llamarlas 'escuelas de caridad', que era la denominación que se había extendido por
todas partes desde mucho tiempo atrás, preferíamos llamarlas 'Escuelas Cristianas y
Gratuitas'. Porque, aunque con mucha frecuencia nuestras escuelas solían ser
parroquiales —no siempre, conviene subrayarlo, y la de Laon era una muestra—, en
realidad eran completamente distintas a las demás escuelas de caridad de las
parroquias, como cualquier observador un poco avisado podía comprobar nada más
entrar en una de nuestras clases.
Por ejemplo, mil veces hube de discutir yo mismo con el párroco sobre la lengua de la
escuela. Y es que, quizás debido a su formación sacerdotal, él nunca admitió que en
nuestra escuela se trabajase en francés. Bueno, yo también me formé en latín y, sin
embargo, no tengo ningún problema en aceptar el francés como lengua de la escuela,
porque veo las ventajas de su empleo. Entendámonos: hablamos del francés culto, no
de ese dialecto chabacano que manejan los chicos en la calle, que cambia según vayas
de un barrio a otro, y más si te marchas a otra villa. Aunque, bueno, estos dialectos
populares quizás sean maneras un tanto corrompidas de hablar el francés, lo que
siempre facilita la tarea de aprender la lengua culta, que en el fondo se rige por
parecidos criterios de base. Es cierto que cuando llegaban a manejar bien el francés,
los chicos también aprendían a leer un poquito de latín en la escuela. ¡Qué menos que
prepararlos para poder cumplir como Dios manda con sus deberes de buenos
cristianos en la iglesia, donde el latín se impone para cualquier ceremonia! Pero, por lo
general, la lengua base de nuestra escuela era el francés, por más empeño que
pusieran casi todos los clérigos en introducir el latín.
¿Razones para apostar por nuestra lengua gala? Muchas y muy válidas todas. Manejar
bien el francés es de mucha mayor utilidad que usar el latín. A fin de cuentas, ¿para
qué les va a servir leer latín a unos niños que jamás lo usarán en su vida? Por otra
parte, la lengua francesa es mucho más fácil de aprender que la latina, porque los
niños conocen ya bastante bien sus leyes básicas, que son las mismas de su lenguaje
coloquial y, en consecuencia, lo aprenden mucho más rápidamente, detalle
importante en una escuela que apenas tiene dos años para preparar a sus chicos y
lanzarlos al mundo a trabajar. Y luego, para quienes saben leer en francés, aprender el
latín es tarea sencilla, aunque haya que prestar atención a algunas cosillas curiosas de
las lenguas.
Además, yo añadiría otra razón muy distinta de las anteriores. Por propia experiencia
puedo asegurar que, para quienes sabemos latín es realmente penoso oír cómo lo leen
en la iglesia algunas personas que tratan de hacerlo lo mejor que pueden, sin duda,
pero les resulta imposible leerlo bien. No se puede obligar a los niños a hacer un
esfuerzo sobrehumano para aprender una lengua que al llegar a la escuela no conocen
de nada, y pensar que pueden conseguirlo, junto con un montón de objetivos

57
escolares más, en apenas veinte meses. Seamos pues realistas, eficaces, y trabajemos
en francés, le decía yo a menudo al buen párroco, sin acabar de convencerlo del todo
en ningún momento.
Más fácil de aceptar resultaba el método simultáneo de nuestras clases, que era
completamente distinto de la manera clásica de recibir a sus alumnos y enseñarles que
tenían los maestros tradicionales. Porque, desde siempre, una clase había consistido
en un montón de chicos, de edad y niveles de conocimiento mezclados, que
aguardaban juntos en una sala a que el maestro los fuera llamando para rendir cuentas
de lo que habían hecho, realizar con él algún ejercicio concreto, enseñarles alguna cosa
nueva... o lo que fuera. Al poco, aquella sala se solía convertir, como es lógico, en un
desorden completo, hasta el punto de que, con frecuencia, había que traer a un joven
de fuerte presencia, casi siempre provisto de una imponente vara, para que
mantuviera a la gente sentada, tranquila y sin alborotar.
Y luego los chicos, claro, ya sabemos cómo son, durante esos largos ratos en que el
maestro les dejaba en paz, más que aprovechar para preparar sus cosas, leyendo o
escribiendo, a la espera de que llegase su turno, lo que solían hacer era perder
miserablemente el tiempo, jugando, durmiendo o incordiando de las formas más
imaginativas a sus compañeros. De entrada podría parecer un plan divertido, pero a los
chicos esta manera de comportarse no les contagiaba demasiadas ganas de venir a la
escuela; total, para pasar horas y horas aburridos, sin hacer nada y recibiendo algún
palo que otro...; no valía la pena. Ciertamente el modelo tradicional de escuela tenía
numerosos problemas: absentismo, escasa motivación, indisciplina, bajo
rendimiento...
Los maestros de De La Salle éramos, por exagerar un poco, unos auténticos fanáticos
del orden y la organización. Orden que significa silencio, trabajo, respeto...
Organización que quiere decir que se entra a esta hora, se sale a esta otra, se hace
esto en este momento, durante tanto tiempo, luego lo otro, etc. Para ello, el método
simultáneo, es decir, un maestro que se dirige a muchos niños al mismo tiempo,
resulta ideal; si el propio maestro es organizado y responsable, por supuesto. Bueno,
esto es así siempre que el método se pueda aplicar, claro, porque hay actividades,
como, por ejemplo, la caligrafía, que exigen un trabajo intenso con cada alumno, uno a
uno, fijándose mucho y corrigiendo las posturas y los fallos de cada cual, que suelen
ser distintos unos de otros. Pero, para la lectura o el catecismo, el método simultáneo
es fantástico.
La verdad es que no sé de dónde lo tomaron prestado el señor Nyel, o el padre De La
Salle, que leía mucho y se enteraba de cantidad de experiencias pedagógicas que se
estaban desarrollando en los más insospechados lugares. El caso es que empezamos a
aplicarlo en nuestras escuelas y en poco tiempo nos habíamos convertido en
auténticos especialistas; por el modo concreto de llevarlo a cabo, y también por los
resultados obtenidos. Y todo hay que decirlo: estos excelentes resultados nos salvaban
con facilidad de las críticas.
Y es que cuando el párroco venía a la escuela y veía a los alumnos silenciosos,
disciplinados, escribiendo con atención extrema, atentos a la lectura de un
compañero, leyendo todos juntos al unísono o rezando con inusitada piedad, quedaba
impresionado, sin palabras. Yo diría aún más: creo que, en el fondo, se sentía

58
satisfecho, orgulloso de su escuela y hasta nos admiraba un poco, porque en el
catecismo parroquial no resultaba nada fácil conseguir que los chicos se comportaran
así, atendieran y aprovechasen las enseñanzas. Y no diría yo que no fuera por esta
misma razón que nuestro padre De La Salle nos insistía en que el catecismo había que
impartirlo siempre en la escuela, incluso los domingos. Por eso, esos días que no había
clase, después de llevar a los chicos a misa, al concluir la eucaristía los volvíamos a
conducir a la escuela para el catecismo. Los sacramentos, en el templo parroquial,
como es lógico; pero el catecismo, a poder ser siempre en la escuela. Y es que el marco
escolar representa para el chico un modo de comportarse, de actuar, de recibir las
indicaciones del maestro, un respeto y rigor, en suma, al que difícilmente pueden
aspirar los catequistas en el templo parroquial, donde solo ven a sus niños un ratito
cada semana. Por decirlo de otra manera, es como dignificar más la catequesis, dotarla
de un manto similar al de otras materias profanas que también se impartían en la
escuela y tan valoradas eran fuera de ella, por la sociedad.
Por otra parte, aplicar el método simultáneo, como cualquiera puede comprender,
exige necesariamente mantener una disciplina estricta entre los chicos, conseguir que
todos sepan muy bien lo que tienen que hacer en cada instante, que respeten el
trabajo de los compañeros, que presten atención a las condiciones del que ellos
mismos están desarrollando para que todo resulte bien; el silencio, por ejemplo, el no
moverse si no es imprescindible, y hacerlo siempre con mucho cuidado, etc. Y luego,
claro, había que buscar materiales que facilitasen esta forma de actuar en clase; por
ejemplo, libros idénticos para todos los chicos que cursaban el mismo nivel de lectura,
o modelos de letras, textos o manuscritos para copiar, o simplemente fijarse, etc.
Un método muy nuevo, en definitiva, del que los maestros del padre De La Salle nos
sentíamos en gran medida creadores, y que con el tiempo fuimos perfeccionando
hasta rozar casi la perfección. Cuando me tocó marchar a Roma, allí tampoco se
conocía esta manera de actuar en la escuela; seguían métodos parecidos al tradicional
francés: un maestro con un alumno. De entrada me costó bastante convencer a mis
bienhechores de las ventajas de la educación simultánea, pero, como sucedió en
Francia, en cuanto vieron con sus propios ojos a los chicos trabajando en clase y
comprobaron la calidad de los resultados, no pusieron ninguna traba y todo fue viento
en popa en adelante.
Otra diferencia importante entre nuestras escuelas y las escuelas de caridad clásicas
era el pago de la escolaridad. Como ya he explicado más arriba, nuestras escuelas eran
gratuitas para todos los escolares, sin ninguna excepción. Necesitábamos fondos, por
supuesto, pero nunca los buscábamos en las familias de los alumnos. Para
subvencionar nuestra misión siempre había que encontrar otras fuentes: parroquias,
ayuntamientos, nobles, gente piadosa... Según habíamos establecido, fundar una
escuela suponía, antes que cualquier otra cosa, hallar una fuente de financiación para
que los chicos pudieran asistir a clase sin que les costase absolutamente nada.
En las escuelas de caridad tradicionales, había bastantes niños que tampoco pagaban
nada, pero, para ello, su familia había tenido que inscribirse previamente en la lista
oficial de pobres de la parroquia. Ello les daba derecho a algunos beneficios caritativos,
entre ellos asistir a clase sin pagar. Pero, a cambio de estas caridades, la familia se veía
sometida a la humillación de inscribirse en esa ominosa lista, ver cómo se investigaba
que lo que su inclusión en la lista significaba era cierto, exponer, como quien dice, las

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vergüenzas familiares a la vista de todo el mundo y otras afrentas parecidas que, en
definitiva, nada agradaban a quienes, empujados por la necesidad, se veían obligados a
pasar por el aro. Claro que si no estabas en esa lista negra, no te librabas de pagar en
la escuela. Un poquito de dinero, no mucho, decía el párroco que había que reclamar a
los alumnos, sin calibrar que la más pequeña monedilla se convierte en una auténtica
inmensidad para quien apenas nada tiene. Por eso, los maestros lasalianos habíamos
convenido en olvidarnos de las listas de caridad y admitir a todos nuestros alumnos
gratuitamente en la escuela. Para desgracia de los párrocos que querían contar con
nuestros servicios, porque, todo hay que decirlo, era a ellos a quienes les solía tocar
casi siempre ocuparse de los gastos, sin tener ningún ingreso escolar. Aunque, si esto
era así en general, ya hemos comentado que en nuestro caso concreto de Laon la
financiación de la escuela corría a cargo del ayuntamiento.
Volviendo a nuestra historia, llegamos a Laon en plena época de recolección de las
cosechas en el campo, por lo que no podíamos convocar a los niños a la escuela. Y es
que era costumbre entre nosotros permanecer atentos a estas cuestiones agrícolas,
como a los días de mercado en las villas, y mostrarnos flexibles con horarios y
calendarios, de manera que se pudiera favorecer en lo posible que los chicos ayudaran
a sus padres, eliminando la preocupación constante de asistir a clase. Otras veces
tratábamos de compaginar esa ayuda en casa que prestaban los niños, sobre todo en
ciertos momentos del año, con la asistencia a clase. No eran otra cosa que pequeños
apaños a los que accedíamos con gusto, porque, si queremos que los chicos vengan a
clase con asiduidad, tenemos que ser tolerantes con estas pequeñas servidumbres que
acarrea su paupérrimo origen. De otra forma, la que saldría perdiendo casi siempre
sería la escuela, en favor del trabajo en la familia.
En cuanto acabaron las faenas agrícolas, pues, iniciamos el curso escolar y, según nos
había anunciado con antelación el señor Nyel, nos encontramos con una auténtica
multitud de rapaces, con ganas locas de aprender, que se arremolinaban todos los días
frente a las puertas de la escuela. Esta, según solíamos organizarla los maestros
lasalianos, constaba de dos clases, de modo que cada Hermano de la comunidad
atendía a una de ellas.
Durante la primera mitad, o más, del curso escolar las cosas fueron viento en popa y
no tuvimos nada particular por lo que inquietarnos; si acaso la soledad, porque ni el
señor Nyel ni el padre De La Salle se dignaron regalarnos con su visita. Aunque, mirada
la situación desde otra perspectiva, eso también podía significar que no dábamos
motivos particulares de inquietud y que todo el mundo se mostraba satisfecho de
cómo andaban las cosas en Laon.
Tan satisfechos parece que estaban con nuestra escuela que por la villa empezó a
circular el rumor de la apertura inminente de una escuela parecida a la nuestra,
aunque en parroquia y barrio diferentes. Me extrañó, pues en la comunidad no
estábamos al corriente de nada, aunque conociendo a nuestro patrón, el señor Nyel,
cualquier cosa podía ser posible. El caso es que pregunté a varias personas conocidas,
con motivos sobrados para disponer de informaciones fidedignas, pero nadie sabía
nada. Y es que, por lo que pude comprender más adelante, el proyecto, si existía, iba
para largo.

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De hecho, me tocaría regresar a Laon en 1696 para repetir como director en la
primitiva escuela lasaliana de la villa, y esta segunda escuela que anunciaban los
rumores con tanta antelación e insistencia todavía no era realidad. ¡Diez años más
tarde! Hubo que esperar todavía un par de años más hasta verle abrir sus puertas y
llenarse a rebosar de niños, de modo que yo nunca llegué a conocerla en
funcionamiento, aunque participara en algunas conversaciones previas a su
inauguración. Una muestra más, sin duda, de los amplios plazos que suele manejar la
providencia divina, cuyo comportamiento habitual tan complicado es de comprender
por los humanos…
Más allá de estos curiosos rumores, todo iba bien por la escuela y comunidad de Laon.
En realidad, si de algo podía quejarme por aquellas fechas era de la intensa actividad
que desarrollábamos a lo largo de la jornada, que a veces nos impedía llegar a nuestros
ejercicios de piedad comunitarios en las debidas condiciones, es decir, descansados,
atentos, bien dispuestos... Para un servidor, que era el director de la escuela, esto se
volvía particularmente penoso ya que, además de cubrir las largas jornadas de clase,
demasiado a menudo me tocaba dialogar con el párroco o las autoridades del barrio o
de la villa, recibir a padres de los alumnos, y un sinfín de pequeñas actividades más
que, una por una, no significaban gran cosa, pero reunidas y amontonadas todas a la
vez, suponían un enorme esfuerzo extra. Quizás me había acostumbrado en exceso a
la vida tranquila de la calle Nueva de Reims, solía yo pensar con un poquito de mala
conciencia, cuando todavía no tenía ninguna responsabilidad escolar importante.
De cualquier manera, cuando me venía ese bajón de entusiasmo que provocaba la
abundancia de trabajo, me gustaba recordar aquellas reflexiones del padre De La Salle
que nos ponía en guardia contra la tentación de considerar el empleo escolar como
algo de menos categoría espiritual que la oración, el retiro o la ascesis, por citar
algunas actividades especialmente sublimes, en opinión de no poca gente piadosa.
Todo lo que procede del Espíritu es espiritual y, en consecuencia, muy importante,
aseguraba nuestro Padre. Y del Espíritu vienen no solo la oración, el espíritu de fe, la
presencia de Dios o la interioridad, que a su entender constituían los que llamaba
'cimientos interiores' de la comunidad, sino también la misión, el empleo en la escuela,
con los niños, el catecismo y todo lo que supone de preparación y buena disposición.
Esto último es también espiritual, porque nos lo encomienda el Espíritu, insistía De La
Salle, y si no le prestamos la atención debida, estaremos fallando a las expectativas del
Espíritu para con nosotros.
En este sentido, existe un pensamiento del Padre que me ha acompañado casi desde
que ingresé en la comunidad de los maestros de la calle Nueva de Reims y me ha
ayudado en infinidad de ocasiones. No sé si acertaré a expresarlo con exactitud, pero
venía a decir lo siguiente: no hay que hacer diferencias entre un tipo de actividades y
otras; cualquiera de ellas puede ser excelente de cara a la salvación eterna si se hace
con el fin de obedecer a Dios, para acatar su voluntad. Y, en el caso de tener que elegir
una sola, la mejor, sin duda, es cumplir bien los deberes de nuestro estado, entiéndase
en la escuela y en la comunidad.
Así fueron, pues, las cosas, por el buen camino, al menos hasta Pascua, cuando el curso
escolar estaba ya bastante avanzado. Pero aquel periodo pascual de 1686, en lugar de
estar marcado por la alegría litúrgica y el colorido calor de la primavera, señaló para la
escuela de Laon el comienzo del desastre. Y es que todo comenzó a torcerse, como si

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algún diablillo fuera de control se hubiera empeñado en divertirse a costa de nuestras
contrariedades, que llegaban sin avisar, una detrás de otra. Algunas fueron ligeras, sin
mayor trascendencia, por más que le robasen a uno la serenidad de espíritu y el
sosiego. Pero otras llegaban con un calibre muy superior.
La primera de las serias, bastante desagradable, fue la aparición de algunos familiares
del Hermano Nicolás, portadores de la consabida consigna de que dejase el vil empleo
de la escuela gratuita para reintegrarse a la vida muelle de su familia en Reims. Al
principio el Hermano Nicolás me pidió permiso para charlar con ellos y comunicarles
que no pensaba dejar la comunidad ni la escuela. Luego las discusiones se hicieron tan
insistentes y tensas que ya decidió no hablar con ellos y enrocarse, como quien dice,
en la casa de la comunidad. Y en esos casos me tocaba a mí intervenir, de la mejor
manera que se me ocurría, aunque sin conseguir nunca convencer a aquellos tercos
mensajeros.
La situación se volvió tan irritante que a veces hasta llegaban a asaltar literalmente al
bueno del Hermano cuando íbamos con los chicos a misa, o a vísperas los domingos, a
la parroquia. Era un ejemplo pésimo para todos, pero no había más remedio que
echarle paciencia y aguantar. En nuestras conversaciones, el Hermano Nicolás me
comentó alguna vez que trataba el asunto por carta con el padre De La Salle, pero
ahora ya poca importancia tiene.
Si lo anterior fue incómodo para mí, compañero y director del Hermano Nicolás, al que
afectaban las cuestiones de los Bourlette como de refilón, un segundo mal me atacó
más directamente: caí enfermo de gravedad, hasta el punto de que en algún momento
llegó a temerse seriamente por mi vida. Nos hallábamos en las últimas semanas del
curso y mi situación no mejoraba, así que, como uno de los dos pilares de la escuela se
hallaba postrado e inservible, solicitamos ayuda a la comunidad de Reims. La respuesta
tardó algunos días en llegar pero, al final, nos enviaron al llorado Hermano Enrique
l'Heureux para que ayudara al Hermano Nicolás a rematar el curso escolar de la mejor
manera posible. En realidad concluir bien el curso era lo que más nos preocupaba,
porque confiábamos en que, con el descanso de las vacaciones y el calorcito del
verano, las cosas fueran mejorando para todos —sobre todo mi salud— y el nuevo
curso comenzase sin dificultades dignas de reseña. No fue así; muy al contrario, tras las
vacaciones, según comenzaba el nuevo curso, todo empeoró de manera repentina e
irreparable.
Y es que, por un lado, mi salud no mejoraba; al contrario, me iba debilitando poco a
poco, cada jornada un poco más. Pero, lo peor fue que el Hermano Nicolás enfermó de
gravedad; una violenta fiebre maligna, que lo abrasaba por momentos y le hacía
delirar, lo atrapó un día y ya no le abandonó más, hasta conducirlo a la muerte. El buen
Hermano no pudo comenzar el nuevo curso. Lo enterramos una tarde de mediados de
septiembre, entre la general consternación de los parroquianos, porque ni siquiera
había cumplido los veinticinco años. Iban, sin duda, a notar su falta, pues se había
hecho querer por niños y mayores, prodigando generosidad y simpatía allá por donde
pasaba.
Un par de días después, por sorpresa, ya que nadie había avisado de su llegada,
apareció por nuestra villa el padre De La Salle que, informado de la grave situación del
Hermano Bourlette, quiso realizar un viaje relámpago a Laon para darle su último

62
abrazo; no le dio tiempo a llegar y verlo con vida. Con todo, su presencia resultó muy
reconfortante, tanto para el Hermano Enrique como, sobre todo, para mí mismo. Nos
habló de los sufrimientos vocacionales del Hermano, cuya familia nunca aceptó que
sirviera al Señor como maestro de niños pobres. "Estoy seguro de que Dios le
concederá su paz eternamente, comentó con tristeza en un momento dado el padre
De La Salle; ciertamente, estos últimos tiempos le hacía mucha falta".
Al final de la jornada, casi como sin quererlo, me comunicó también su última decisión.
Puesto que me veía muy débil para comenzar el curso, había decidido que yo regresara
a Reims, a la comunidad de la calle Nueva, donde podría restablecerme por completo,
aunque tendría allí alguna responsabilidad apostólica, por supuesto, pero esperaba
que no fuera tan exigente como la dirección de Laon. Al mismo tiempo, me avisó
también de que había concedido vacaciones a los escolares hasta el mes de
noviembre, lo que daría tiempo sobrado para recomponer la comunidad, de manera
que pudiera hacer frente a las necesidades de la escuela con todas las garantías.
Al día siguiente el Padre aprovechó para saludar a su viejo amigo, nuestro párroco.
Aunque yo estaba muy débil todavía, me invitó a acompañarlo. A fin de cuentas, la
casa parroquial no estaba lejos y tomar un poco de aire me vendría bien, añadió. Fui,
pues, con él; la acogida del buen sacerdote fue muy cálida, entrañable. Nos dio el
pésame por la muerte del Hermano Nicolás. "Un gran tipo, nos dijo, un auténtico
santo". Y, para fundamentar esta opinión, nos contó una anécdota que había vivido
personalmente unos meses antes, cuando yo aún estaba postrado en cama y el
Hermano Enrique todavía no había llegado a Laon.
El único maestro que gobernaba por aquel entonces la escuela entera era el dinámico
Hermano Nicolás, que gozaba todavía de la energía a raudales propia de su
desbordante juventud. Fui un día a la escuela, a ver cómo le iba, nos contó el párroco,
y vi todo bastante normal, como si nada estuviera sucediendo, a pesar de que para las
dos clases solo había un maestro, que además tenía que ocuparse de atender a su
compañero gravemente enfermo, encamado en una celda de la comunidad. Me
sorprendió tanto que le pregunté cómo se las arreglaba, con tantos niños, tanto
trabajo y sin perder la calma. Su respuesta me dejó de piedra, por un lado, y me
convenció de que me hallaba en presencia de un santo: "Es fácil, padre. Tengo el pie
derecho en una clase, el izquierdo en la otra, mi pensamiento en el enfermo y el
corazón en el cielo". Lo dicho: un auténtico santo, al que la gente solía llamar con
cariño 'el Hermano modesto', para describir su virtud y elogiar su figura.
Y, ya que estábamos en su casa, el Padre aprovechó para comunicar al párroco una
noticia, que yo había conocido unos meses antes: el señor Adrián Nyel había decidido
dejar sus escuelas de aquella región y regresar a Ruán. El padre De La Salle había
puesto de su parte todo lo posible para evitar su partida, pero el señor Nyel no había
atendido a razones; decía que se sentía viejo, cansado, enfermo, y que, en definitiva, la
obra para la que había venido a aquella región estaba cumplida más que de sobra. Así
que ya no habría que contar más con él. Ante las inquietudes del párroco por el futuro
de la escuela para pobres de la parroquia, el señor De La Salle lo tranquilizó; ya estaba
decidido: en adelante, el nuevo responsable de la escuela de Laon sería él mismo, así
que no había motivos especiales de preocupación a este respecto.

63
La espantada del señor Nyel, dicho quede con todos los respetos, fue otra de las
desgracias fuertes de aquel desgraciado año de 1686. Pero sus consecuencias fueron
tan importantes para la Sociedad de maestros del padre De La Salle que merece que le
dediquemos un capítulo aparte. Así sea, pues.10

10
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 6'.

64
7

mayo-junio de 1686

Cuando el padre De La Salle me propuso ser el director de la escuela de Laon, me dejó


bien claro que mi Superior, a todos los efectos, sería el señor Nyel, que por aquellas
fechas también se encargaba de la escuela de Guisa. Y con esta idea salí de Reims,
junto con mi llorado compañero, el Hermano Nicolás. Luego, ciertamente, se me hizo
muy raro que mi presunto Superior no apareciera para nada por Laon, para ver cómo
iban las cosas, para darme algunas indicaciones o por simple detalle de buena
educación, para mantener la relación.
Al principio me sorprendió, en efecto, pero conforme pasaban los meses todo se fue
haciendo más nítido para mí. Y es que, al poco de partir yo hacia Laon, llegó a Reims
una carta para el Padre, remitida por el señor Nyel. Aparte de otros detalles que no
vienen al caso, el corazón de la misiva informaba de que el señor Nyel había decidido
abandonar sus escuelas y regresar a Ruan. Al parecer, los últimos tiempos se le
estaban haciendo especialmente duros al bravo maestro de maestros que, por otra
parte, estaba convencido de que había cumplido con creces el cometido que más de
siete años antes le había llevado a Reims: fundar una escuela para pobres. Ahora, en
verano de 1686, no era ya solo una; hasta siete habían quedado bien fundadas,
plantadas en cinco localidades distintas. El caso es que, vistas las buenas relaciones
apostólicas que los habían unido, el señor Nyel ofrecía en su carta al padre De La Salle
la posibilidad de ocuparse de las escuelas de Laon y Guisa, además de las que ya
llevaba entre manos, por supuesto. En consecuencia, si el Padre aceptaba, ampliaría su
radio de acción y tendría que ocuparse de las siete escuelas fundadas, con sus
maestros correspondientes, que rondarían en esa época la veintena.
La verdad es que, desde que en 1679 fundaron juntos la primera escuela, en la
parroquia remense de San Mauricio, el padre De La Salle y el señor Nyel habían
trabajado siempre bastante unidos. Esto no quita que en el interior de la pareja las
responsabilidades, al menos en los comienzos, estuvieran un tanto repartidas. El
auténtico especialista en temas escolares y de maestros era el señor Nyel, mientras
que para el Padre quedaban las gestiones con los párrocos, la administración cotidiana
y búsqueda de fondos para los proyectos, el control de la seriedad del servicio que
prestaban en cada sitio los maestros y la animación espiritual de la comunidad, por
supuesto. El señor De La Salle fue adquiriendo poco a poco experiencia en el dominio
escolar y, además, al desaparecer el señor Nyel de Reims cada vez con mayor
frecuencia y de manera más prolongada, normalmente por motivos apostólicos, para
fundar escuelas, discutir condiciones e inspeccionar cómo iban las cosas por ahí, al
Padre no le quedó más remedio que ocuparse también de escuelas y maestros; sobre
todo después de aquella primera defección masiva de los primeros maestros de Nyel.
Así que, si la pareja apostólica comenzó trabajando muy unida, con el tiempo fueron
estableciendo distancias entre ellos y cada cual se ocupó casi con completa autonomía
de sus escuelas. Aunque tampoco debemos imaginar esta situación con demasiada

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rigidez, porque cuando el señor Nyel tenía algún problema de escasez de maestros,
acudía sin rubor al Padre para que le solventara el entuerto, como sucedió con mi
envío a Laon.
El caso es que todas estas circunstancias consiguieron que, con el tiempo, por más
relación que hubiera entre ambas, en la práctica se establecieran de hecho dos redes
escolares y de maestros completamente distintas entre sí. Por un lado estaba la de
Reims, bastante numerosa en maestros, que superaban habitualmente la decena y en
determinados momentos habían llegado a ser hasta quince. Su responsable y líder
espiritual indiscutible era el padre De La Salle, que había establecido un reglamento en
la comunidad, se encargaba de la animación espiritual de los maestros mediante
charlas, recolecciones, retiros y mil actividades más de ese estilo, seguía con atención
cómo se desenvolvía su empleo en las escuelas, hablaba con los párrocos, visitaba las
escuelas de vez en cuando... Era un cuidado cercano, muy atento, por una persona
interesada, preparada y que, desde que dejó la canonjía, disponía de mucho tiempo
libre para dedicarlo casi por completo a las escuelas, la comunidad y los maestros.
En realidad, el Padre arrastraba una experiencia muy amarga con los primeros
maestros que contrató el señor Nyel. Les buscó casa, comida e incluso los llevó a su
propia residencia familiar, para general indignación de sus refinados familiares, pero
acabaron abandonando casi todos la comunidad. El Padre quedó muy impresionado
por aquella reacción. Podía haber dejado allí mismo el proyecto de las escuelas que, a
fin de cuentas, no era —todavía— el suyo, pero decidió seguir adelante. Claro que, fiel
a su temperamento analítico y reflexivo, le dio muchas vueltas a la situación tratando
de detectar la causa de la deserción de tantos maestros, con el fin de buscarle un
remedio eficaz. La conclusión a la que llegó le indicaba que nadie se había ocupado de
la animación interior de aquella buena gente, de modo que, faltos de alimento
espiritual, sus fuerzas, sus motivaciones, su interés por ser maestros de niños pobres,
se habían esfumado. ¿El remedio? Remar a la contra: animar a aquellos maestros,
motivarlos y trabajar intensamente su interioridad, aportándoles alimento espiritual
abundante, ayudándoles en la oración, surtiéndoles de técnicas y tiempo suficiente
para ponerlas en práctica, etc.
Y a partir de allí surgieron todas esas ideas, de valioso contenido espiritual y enorme
capacidad motivadora, que el padre De La Salle repetía casi continuamente a los
maestros. Por un lado, aunque la gente considere despreciable vuestro empleo, en
realidad se trata de algo muy valioso si se examina a los ojos de la fe, como Dios mismo
lo mira. Y es que los maestros no enseñan la vida cristiana a los niños por su cuenta y
riesgo; es Dios quien los envía a las escuelas, quien les encomienda a sus propios hijos
para que les enseñen el camino del cielo. Así pues, aunque la gente no se entere
demasiado, el empleo de maestro de niños pobres es muy estimable y precioso; tan
valioso como el de los apóstoles o los obispos, por citar algunas figuras cuya
importancia en la Iglesia nadie discute. Pero es que, además, grandes santos y
personajes destacados de la historia de la Iglesia se han dedicado con gusto y
entusiasmo a la educación cristiana de los niños. ¡Por algo lo habrán hecho!
A este respecto, al padre De La Salle le gustaba citar una frase de un sacerdote parisino
muy conocido en los ambientes de escuelas cristianas y catequesis, y no sé yo si amigo
personal del propio Fundador también. Me refiero al padre Bourdoise, que había
dejado escrito lo que sigue: "Si San Pablo volviera a la tierra se dedicaría, sin duda, al

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oficio de maestro de escuela". Ya se ve: él, un gran santo, modelo eximio de apóstol
inquieto, entusiasta, que viajó sin miedo por todos los rincones conocidos de la tierra
para llevar el Evangelio, se metería hoy en una escuela, para bregar con los niños.
Materia de reflexión, ciertamente, y de compromiso práctico. Tras estos alegatos en
favor del empleo escolar, ¿quién no iba a sentirse entusiasmado con la labor de
maestro de escuela y entrar en clase convencido de ser allí un ministro de Dios y un
embajador de Jesucristo?
En su defensa de la escuela cristiana, el padre De La Salle empleaba palabras muy
conocidas para todos nosotros, como trabajo, empleo, misión... Pero había una que
me resultaba extraña, quizás porque estaba acostumbrado a utilizarla en otras
circunstancias, a aplicarla a otras realidades; pero pronto vi que se había convertido en
moneda común entre los maestros. Me refiero a la palabra "ministerio"; y es que, para
el Padre, el empleo de maestro de escuelas cristianas y gratuitas era tan decisivo que
llegaba a constituir un auténtico 'ministerio'.
A nosotros nos chocaba oírle usar ese término aludiendo a los maestros, porque para
nosotros solo debía aplicarse a los sacerdotes, que son ministros del altar, ministros
del sacramento, ministros de Dios, en definitiva. Para el Padre esto era cierto, por
supuesto; ¡cómo iba a negarlo siendo él mismo un sacerdote! Pero De La Salle
consideraba que los ministerios de Dios no debían reservarse en exclusiva a los curas.
Ministro de alguien, en la vida ordinaria, es una persona que ha recibido cierto encargo
de su patrón, una misión que debe realizar en su nombre. En este sentido, los
sacerdotes serán ministros de Dios cuando hayan decidido ordenarse porque sienten
la llamada de Dios para representarle en algunos momentos, y tratan entonces de
actuar como representantes del mismo Dios que los llamó y los envía. Y los maestros
cristianos, por su parte, serán ministros de Dios cuando vayan a la escuela sabiéndose
enviados por Dios para desarrollar allí, con toda responsabilidad, la misión que Dios
mismo les ha encomendado.
Así pues, en clave lasaliana, un ministerio vendría a ser un servicio al que Dios mismo
te envía, que tiene como objetivo final extender su Reino, hacer que su divina voluntad
reine por doquier. El padre De La Salle insistía en que nuestro empleo escolar, vivido
como él nos indicaba en sus conferencias que teníamos que vivirlo, no solo constituía
un auténtico ministerio cristiano y eclesial, sino que, además, era uno de los más
importantes, para la Iglesia y también para la sociedad en general. Por ello, teníamos
que apreciar mucho nuestro ministerio y tratar de desarrollarlo de la mejor manera
posible; con entusiasmo, responsabilidad y profundo sentido de agradecimiento por
haber sido convocados a tan valiosa labor. Aunque, por otro lado, según gustaba al
Padre recordar a menudo, Dios es un patrón exigente, que no se conforma con
cualquier cosa; hemos de ser ministros de Dios entregados, cuidadosos, muy
responsables y fieles.
A propósito de nuestro ministerio, el padre De La Salle solía extraer conclusiones muy
sutiles de cara a nuestro comportamiento cotidiano. ¿Qué clase de ministro puede ser
aquel que no habla jamás con su patrón?, se preguntaba; su encomienda divina, su
comisión de parte de Dios, ¿cómo podría ser de fiar, cómo podría ofrecer garantías, si
ni se sabe el tiempo que hace que no ha estado con su jefe? De ahí la importancia de la
oración frecuente, de la lectura y reflexión de la Palabra, del recuerdo permanente de
la presencia de Dios a nuestro lado, con nosotros, en nosotros, para poder desarrollar

67
bien nuestro ministerio. ¿Y qué clase de enviado de Dios puede ser quien no da buen
ejemplo a sus alumnos? ¿El que no es coherente con su vida, porque dice una cosa y
sus alumnos le ven practicar justo lo contrario? Los maestros cristianos, cuando llevan
a cabo su misión en las condiciones debidas, son auténticos ministros de Dios, lo que
tiene consecuencias prácticas muy concretas y exigentes de cara a nuestra vida y a
nuestro empleo.
Todas estas cuestiones se fueron desarrollando poco a poco en la comunidad de
maestros de Reims, fundamentalmente por obra y gracia del padre De La Salle. Pero
las escuelas que estaban alejadas de Reims, las que dependían del señor Nyel, por
ejemplo, llevaban una dinámica muy distinta. Se trataba de comunidades muy
reducidas, dos éramos en Laon, uno más en Guisa... Por otra parte, no teníamos a
nadie que se ocupara de animarnos en lo vocacional, o en lo espiritual. Nuestro
responsable saltaba de aquí para allá todo el rato y jamás se le ocurría impartir una
charla u organizar una recolección. Todo lo más, el señor Nyel podía explicar con cierto
detalle algunos aspectos organizativos: cómo hacer esto o lo otro en la escuela, cómo
enfrentarse a tales problemas o cómo conseguir que nuestro proyecto fuera conocido
y gozase de alumnos abundantes. Él era un maestro excelso, y maestro de maestros sin
discusión, pero de ninguna manera guía espiritual, por más que sus convicciones
apostólicas fueran, ciertamente, muy sólidas.
Ahora el señor Nyel había decidido quitarse de en medio y le tocaba al padre De La
Salle dar un paso al frente y encargarse también de las dos escuelas del bravo maestro
venido de Ruan. Pensándolo con frialdad, el Fundador perfectamente podría haberse
desentendido del asunto, porque se trataba de un auténtico embolado, lleno de
incógnitas y con más de una posible trampa encubierta, a comenzar quizás por la
económica. Pero, por segunda vez en su corta aventura apostólica, el Padre nos volvió
a demostrar que, ante la invitación de Dios que muestra un camino, no hay temores
que valgan ni comodidades que defender. Pasó lo mismo cuando los primeros
maestros que Nyel buscó para las escuelas de Reims se marcharon. Podía haber
aprovechado para dejarlo todo y quedar tranquilo; se hubiera acabado así para él el
incordio de las escuelas para pobres. Pero no: aceptó el reto, cambió lo que parecía
que no iba bien y siguió en la brecha intentando responder con generosidad a la
llamada del cielo. Ahora se repetía el mismo esquema.
Visto desde fuera, con cierta superficialidad, el panorama daba razones para la
inquietud pero, a la luz de la fe, Dios le llamaba a hacerse cargo también en las
escuelas del señor Nyel, así que De La Salle decidió aceptar el reto y tomar bajo su
cuidado las dos escuelas de Laon y Guisa. Ahora sus escuelas serían siete, ¡casi nada!
Claro que, como sucedió cuando los maestros decidieron abandonarle, una vez
aceptada la nueva responsabilidad, había que introducir algunos cambios en la manera
de gestionar las cosas, para que los problemas se solucionasen y todo entrase por las
vías apropiadas. En esta ocasión había que conseguir que todos los maestros se
sintieran miembros de la misma comunidad, aunque estuvieran geográficamente
alejados unos de otros, que actuaran de un modo consensuado y armónico; sobre todo
ahora que de dos redes de escuelas y dos maneras distintas de actuar, se iba a pasar a
una sola. Sentido de pertenencia, identidad y compromiso, por decirlo con palabras
que luego han sido más famosas.

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Para ello, antes que otra cosa se hacía necesario comprender e interpretar de la misma
manera todo cuanto tenía que ver con la comunidad y las escuelas, y unificar ciertos
criterios de actuación. Ciertamente una buena parte del trecho estaba ya recorrido, al
menos en algunos lugares, porque las escuelas de fuera de Reims no seguían siempre
los criterios que ya eran norma comúnmente aceptada en Reims, por ejemplo. Había
llegado la hora de ponerse de acuerdo y de entrar todos por el mismo camino como
miembros de una misma familia, llamados a desarrollar la misma misión, la única que
Dios nos encomendaba, aunque en lugares distintos.
Todas estas cuestiones se podrían haber resuelto de otra manera, por supuesto, pero
el Padre nos volvió a sorprender a todos con su forma de actuar. Y es que nos convocó
a todos los directores de escuela a Reims el día de la Ascensión de 1686. Y allí nos
presentamos los siete Hermanos concernidos, junto con el propio padre De La Salle,
para discutir entre nosotros y ponernos de acuerdo sobre todas estas cuestiones que
con la marcha del señor Nyel habían quedado un tanto en el aire, sobre todo en las
escuelas que se hallaban fuera de Reims. Así que, con un cierto gozo en el pecho, tuve
que dirigirme a mi ciudad natal.
Llegué a Reims contento, por supuesto, pero, al mismo tiempo, un tanto preocupado,
porque había dejado solo en Laon al Hermano Nicolás, encargado de atender a las dos
clases de la escuela. Bueno: con las fiestas de la Ascensión, Pentecostés y la Trinidad,
que se avecinaban, seguro que algún día libre extra le caería: menos trabajo y más
descanso; algo era, pero ciertamente le aguardaban días de faena intensa. Aunque,
por otra parte, yo estaba seguro de que un educador consumado como él no iba a
tener problemas para encauzar a toda aquella chavalería de nuestra escuela por las
sendas del silencio y el trabajo fructífero.
Pero es que yo estaba convencido de que la asamblea a la que nos convocaba el padre
De La Salle, la primera de este estilo que se había conocido entre nosotros, tenía para
todos los maestros una trascendencia sin igual, porque inauguraba una etapa muy
distinta de la que habíamos vivido hasta entonces. Yo me sentía honrado por haber
sido llamado a participar en ella y, por otra parte, Laon tenía que estar representado
allí, proponer sus ideas, conocer de primera mano lo que otros sugerían y participar
con responsabilidad en las reuniones.
Mis preocupaciones desaparecieron del todo la víspera de la Ascensión cuando llegué
a aquella comunidad de la calle Nueva donde había comenzado mi aventura junto a los
maestros lasalianos y había hecho mis primeros pinitos como maestro a carta cabal.
Saludé a los amigos, que eran numerosos, aunque también vi a alguna persona que no
conocía. Se ve que aquel grupo de maestros, pobres pero entusiastas, seguía
atrayendo con fuerza a jóvenes candidatos a unirse al proyecto.
Como era de prever, la asamblea comenzó con una vigilia de oración para preparar la
fiesta de la Ascensión, a la que seguirían tres días de retiro silencioso. De las charlas se
ocuparía, como es lógico, el padre De La Salle, que nos pedía que invocáramos con
insistencia la llegada del Espíritu Santo sobre nuestra asamblea para que, como los
apóstoles en el cenáculo de Jerusalén, perdiéramos el miedo y saliéramos a
evangelizar a nuestros alumnos con toda la pasión apostólica que el Paráclito pudiera
infundir en nuestra comunidad. Según insistía el Padre en sus prédicas, nos hallábamos

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en un momento especialmente trascendental y era más necesario que nunca que nos
pusiéramos a la escucha del Espíritu.
Me llamó la atención, asimismo, que el Padre en sus conferencias volviera una y otra
vez sobre el tema de la comunidad, como si lo considerase un punto clave de nuestra
asamblea. Pedidle sin cesar al Espíritu que os conceda una unión de sentimientos y de
corazón con vuestros Hermanos —nos repetía una y otra vez, con estas u otras
palabras— pues solo mediante la unión podréis alcanzar los importantes propósitos
apostólicos que el Señor os solicita. Y es que la comunidad ha sido, desde el primer
momento, un asunto fundamental para los maestros lasalianos.
Tras el retiro, dispusimos ya de tiempo sobrado para reunirnos y ponernos de acuerdo,
mediante el diálogo sereno, e incluso la discusión abierta, sobre algunos puntos
cruciales. Antes de pasar a concretar distintos detalles, más o menos importantes, lo
primero que se nos pidió es que definiéramos nuestra comunidad, considerando por
qué y para qué había nacido, cuál había sido su trayectoria en los casi siete años que
tenía de existencia, cuáles eran los puntos clave que la sostenían, sus pilares
imprescindibles, las características que le daban su identidad peculiar y la
diferenciaban de otras comunidades de maestros que existían por ahí, los objetivos
que le aportaban sentido y la hacían vivir... y aspectos por el estilo.
Ponernos de acuerdo en todo y llegar a consensos básicos no fue tan sencillo como a
primera vista podría parecer, pero, con ayuda del tiempo, paciencia a raudales en todo
momento y una cierta gentileza a la hora de rebatir asuntos controvertidos, poco a
poco fuimos coincidiendo en distintas formulaciones, hasta poder suscribir una
declaración en la que todos, sin fisuras, estábamos de acuerdo. Esta declaración
constaba de los cinco puntos siguientes:
• Dios es el iniciador de nuestra comunidad, que la ha suscitado para atender a
las Escuelas Cristianas y Gratuitas, que son, en consecuencia, "la obra de Dios";
a través de nuestro trabajo apostólico, fiel y generoso, el amor de Dios llega a
los niños, sus hijos
• Nuestro servicio de animación de las Escuelas Cristianas y Gratuitas ha de ser
siempre comunitario, pues estamos convencidos de que la fraternidad es la
mejor manera de sostener las escuelas, y la única de ser leales a lo que Dios nos
pide
• El objetivo primordial de nuestra labor escolar es lograr, con la ayuda de lo alto,
que los niños que acuden a nuestras escuelas lleguen a ser verdaderos
cristianos, y todo cuanto en ellas hagamos debe estar al servicio de dicho
objetivo programático
• Para que nuestras escuelas estén al alcance efectivo de todos los pobres, sin
excepción, resulta imprescindible que sean siempre gratuitas; los fondos
necesarios para su sostenimiento nunca saldrán de los bolsillos de las familias
de nuestros alumnos
• El impulso vital de todo cuanto hagamos será llevar esperanza a los pobres; una
esperanza contra toda esperanza, que no se basa tanto en nuestra mayor o
menor competencia, sino sobre todo en la fuerza de un Dios que, según cantó
María, reina y madre de nuestras escuelas, derriba del trono a los poderosos y

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enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los
despide con las manos vacías
Cuando llegamos, por fin, a formular lo que podrían considerarse los cimientos
primordiales de nuestra comunidad tuvimos que hacer un largo parón, porque se
acercaba la fiesta de Pentecostés y queríamos celebrarla como se merecía, en una
comunidad como la nuestra, para la que el Espíritu lo es todo. Celebramos con especial
devoción la vigilia de la fiesta, hasta altas horas de la madrugada, y por la mañana nos
desplazamos a la catedral para la eucaristía, solemne de verdad, por el cuadro
espléndido que la arropaba, la solemne liturgia y el hondo misterio que recordaba y
actualizaba. El resto del domingo, que nos regaló un sol deslumbrante, preludio del ya
próximo verano, quedó a libre disposición, lo que aproveché para dar una vuelta
rápida por la casa familiar y abrazar a mis padres y a algunos otros familiares.
El lunes de Pentecostés retomamos la actividad de nuestra asamblea de Hermanos
directores con una charla del padre De La Salle que a mí me marcó de por vida. Habló
aquel día el Padre de la fuerza del Espíritu, de llenarse y dejarse guiar por él, y temas
similares que uno puede considerar más o menos propios de una fiesta como
Pentecostés, cuyo eco había de durar entre nosotros toda la semana. Pero, al final de
su conferencia, el Padre habló con especial unción de la obligación que tenemos los
maestros lasalianos de 'mover los corazones', esa expresión que nuestro guía espiritual
acentuaba de una manera especial en su francés nativo, 'toucher les coeurs', y que tan
difícil me resultaba trasladar al dialecto romano cuando me tuve que desplazar a la
ciudad de los papas. Mover los corazones, eso, y no solo 'instruir a golfillos', o 'llenar
sus cabezas', o 'cultivar sus inteligencias', o 'enseñar técnicas', o 'formar obreros', o
'refinar gañanes'... Lo fundamental estaba en el corazón y lo demás, con ser
interesante, nunca podía convertirse en lo esencial. Nuestro gran objetivo había de ser
'mover los corazones' de nuestros alumnos, y eso nunca lo íbamos a poder conseguir
sin la ayuda generosa del Espíritu. Desde aquel lunes de Pentecostés de 1686, en mi
interior quedó grabado a fuego ese objetivo fundamental de los desvelos de los
maestros lasalianos: hemos de mover los corazones de nuestros discípulos, con la
fuerza del Espíritu, por supuesto, pues sin su ayuda tratar de conseguirlo no sería otra
cosa que fatiga inútil.
Pasando a lo más concreto, algunos temas quedaron zanjados con gran rapidez por ser
asuntos aceptados sin dificultad por todos, pues llevaban ya en práctica desde
bastante tiempo atrás, sobre todo en la comunidad de Reims. Me refiero, por ejemplo,
al nombre de la comunidad, 'Hermanos de las Escuelas Cristianas', que era todo un
programa de vida y de misión, en perfecta sintonía con la declaración de principios que
habíamos firmado la semana anterior. O el hábito, que nos distinguía de sacerdotes y
de seglares, al tiempo que afirmaba desde el exterior nuestra identidad y nos llamaba
a ser por dentro lo que tal prenda proclamaba por fuera. Si al principio una
combinación tan extraña de sotana y cuello blanco, con su manteo de mangas
colgantes, había dado que hablar y hasta parece, incluso, que no faltaron quienes
llegaron a mofarse de ella, la experiencia indicaba que con el tiempo todo el mundo se
acostumbraba a vernos vestidos así y, una vez traspasado este umbral, nuestro hábito
surtía sin dificultad todos los efectos que de él se esperaban.
Tampoco resultó complicado ponerse de acuerdo sobre algunas cuestiones
relacionadas con los horarios de las comunidades, que era preciso coordinar con los

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que se llevaban en las escuelas, algunos asuntos de calendarios de vacaciones
escolares, por ejemplo, que había que combinar adecuadamente con actividades
especiales en las comunidades, u otros asuntos sobre alimentación, ayuno, penitencia,
confesores de los Hermanos y variadas cuestiones del mismo tenor. Aunque a algunos
les costó aceptarlo, la tónica fue admitir que la escuela y la vida de comunidad traen
de por sí suficientes penitencias como para tener que añadir algunas más sin especial
motivo, con el único objetivo que llegar a ser más santos. La máxima repetida a
menudo por el padre De La Salle de no hacer distinciones entre los asuntos propios de
la santificación personal y las obligaciones del empleo tuvo su influencia en las
decisiones, pero también el hecho de que ya lleváramos enterrados a varios Hermanos
en la flor de la edad, lo que podía ser interpretado como un indicio muy fiable de la
dureza de la vida de un maestro y una invitación insistente a no jugar con ciertos
asuntos. Así que horarios, penitencias y comidas adquirieron en nuestra comunidad un
tono de austera normalidad que a nadie permitió ponerlos como excusa para no rendir
como de él se esperaba en la escuela y la comunidad.
Sobre algunas otras cuestiones tuvimos que discutir un poco más, no porque no
estuviéramos de acuerdo, sino, más que nada, por aclarar bien las cosas, de manera
que en adelante no hubiera posibilidad de comprenderlas de otra forma. Una de ellas
fue la gratuidad en nuestras escuelas. Resultó sencillo llegar al acuerdo de que todos
nuestros alumnos, sin ninguna excepción, asistirían a clase y recibirían nuestras
lecciones gratuitamente. Nos separábamos así con claridad del modelo de escuelas de
caridad, habitual en casi todas las parroquias, que contemplaba no pocas excepciones
a esta regla general. Los Hermanos nos mostramos incluso un poco intransigentes a la
hora de defender el criterio y puedo garantizar que, si me fío de lo que personalmente
he conocido y de lo que a mis oídos ha podido llegar, nuestra comunidad jamás ha
violado esta regla fundamental, que veneró desde su fundación y quedó oficialmente
establecida en la asamblea de directores de 1686. La verdad es que nos vino de perlas
a la hora de negociar con párrocos u otros bienhechores, que no siempre aceptaban de
buena gana el que ningún alumno pagase nada en la escuela, independientemente de
su condición social o de las economías de su familia. Al constar en un documento
oficial de la comunidad, el asunto se prestaba menos a discusiones.
Otro tema parecido, es decir que habíamos cumplido desde siempre pero que no había
quedado establecido en ningún documento de la comunidad, fue el de establecernos
solo en las ciudades, villas o pueblos grandes. Se trataba de una consecuencia lógica
muy evidente de la importancia acordada entre nosotros a la comunidad; teníamos
que ser coherentes con nuestros valores. Si la comunidad es para los lasalianos un
valor primordial e indiscutible, no se podían aceptar invitaciones a fundar escuelas en
lugares donde fuera materialmente imposible constituir una comunidad de maestros,
por favorables que pudieran ser las condiciones ofrecidas. Por comunidad
entendíamos, al menos, tres Hermanos: dos para la escuela, pues la solíamos organizar
en dos clases, que significaban, en la práctica, dos niveles distintos de conocimientos,
más un tercer Hermano que se encargase más de los asuntos materiales —cocina,
huerto, compras...— y reemplazase a algún maestro si hacía falta. Una escuela así
debía contar con más de un centenar de niños varones de pequeña edad, lo que
dejaba fuera de nuestras posibilidades los pueblos o barriadas que no tenían tantos
niños. Así que no se trataba de despreciar a los pequeños, como alguien insinuó por

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ahí en alguna ocasión con cierta malicia, sino de garantizar siempre la presencia de una
comunidad de maestros que animase la escuela. Y si había más niños, siempre se
podían abrir dos escuelas distintas, o alguna clase extra más.
Cuando discutíamos de estas cuestiones, yo no podía menos que acordarme de
nuestra reducidísima comunidad de Laon, constituida por dos únicos Hermanos.
Estábamos bien allí el Hermano Nicolás y un servidor, es cierto, pero de ninguna
manera podíamos considerar nuestra situación como un modelo, porque, si no nos
hubiéramos entendido bien, nuestra casa podría haberse convertido enseguida en un
auténtico infierno. Y luego, aparte de nuestra propia insatisfacción y dificultad para
cultivar con gusto unas actitudes comunitarias adecuadas, los principales perjudicados
habrían sido los inocentes escolares que acudían a nuestra escuela. Así que debíamos
constituir necesariamente comunidades con un cierto número de maestros; y, para
ello, solo resultaban válidas para nuestro apostolado las localidades grandes,
rebosantes de niños.
Una tercera discusión, más animada, aunque condicionada por el hecho de contar con
pocos maestros para bastantes solicitudes de escuelas, giró en torno a la manera
concreta de preparar a los jóvenes que se presentaban en nuestras comunidades con
el ánimo de ser como nosotros. Ante la escasez de maestros, la gran tentación
consistía en convertir cuanto antes a los candidatos en maestros. Es cierto que en la
calle Nueva de Reims se preparaba un poco a los futuros maestros en diversos
aspectos, como yo mismo pude experimentar en mi propia persona; pero no había
nada establecido y todo dependía bastante de los conocimientos prácticos en escritura
y lectura que traían los candidatos, y de las necesidades de la comunidad. Puesto que,
según comentaban, el número de jóvenes interesados en ser maestros de la
comunidad de De La Salle estaba aumentando, convenía ponerse de acuerdo en algún
criterio firme y claro para saber siempre a qué atenerse.
La verdad es que no llegamos a un reglamento preciso, pero sí indicamos ciertas
pautas que orientasen al Hermano que tuviese la responsabilidad de aceptarlos y
formarlos. Tres aspectos nos parecían esenciales. El primero era su piedad: si durante
los primeros días el candidato no daba señales de interesarse por las cuestiones
religiosas elementales, como la oración, la eucaristía, la lectura de la Palabra, los
retiros, la austeridad, etc., lo mejor era despedirlos sin más. Si eran jóvenes piadosos,
aunque sus prácticas religiosas fuesen toscas y dejasen que desear, siempre se los
podía formar; si había materia prima, podía trabajarse hasta encauzar al futuro
maestro por las vías de una espiritualidad seria y apostólica, adecuada al empleo de
maestro de escuela cristiana y gratuita al que aspiraba. Pero si no se veía materia
prima suficiente, sacar lo que fuera de la nada podía no ser otra cosa que inalcanzable
quimera. Y es que, según decía el Hermano que se encargaba de la cocina en Reims,
"donde no hay mata, no hay patata".
Un segundo aspecto que debíamos evaluar con atención, muy importante también,
era la capacidad que tenía el candidato para vivir en comunidad, siendo un elemento
positivo y no creando en ella dificultades constantes e irresolubles; sus cualidades
sociales, por decirlo con brevedad. La comunidad había conocido algunos casos muy
problemáticos, que causaron mucho sufrimiento, al propio interesado y a sus
compañeros de comunidad. Vistas las cosas con frialdad, después de ensayar muchas
otras, la única solución eficaz ante esas situaciones parecía ser que personas así nunca

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pudiesen llegar a formar parte de la comunidad. Si nos fijábamos, pues, en la
experiencia, también en asuntos comunitarios había que exigir una cierta materia
prima, si bien la edad parecía tener también su influencia, pues todo parecía indicar
que cuanto más jóvenes fueran los candidatos más fácilmente se les podía inculcar
actitudes comunitarias sanas y favorables a la creación de comunidades vivas y
comprometidas, resistentes a los conflictos internos.
Y es que, según comentaba con frecuencia el padre De La Salle, una comunidad en la
que los Hermanos no se esfuercen por vivir en las actitudes comunitarias adecuadas
puede convertirse en un auténtico infierno. Pero bueno, también solía comentar, con
un cierto deje de picardía, que algunos buscan en la comunidad milagros que solo se
dan en muy raras ocasiones, ya que en comunidad lo normal es que haya que soportar
muchas cosas que no nos gustan y que no podemos evitar. Ascesis y penitencia, por
tanto, resultaban instrumentos indispensables y ayudaban no poco a restañar grietas y
construir edificios comunitarios sólidos. Debíamos fijarnos, por tanto, en las cualidades
para la vida comunitaria que traían consigo los candidatos al ingresar y cultivar en ellos
las actitudes apropiadas, haciéndolos vivir, desde el primer momento, una exigente
vida de comunidad. Y a quienes no diesen prueba de ser buenos elementos de
comunidad había que despedirlos, a pesar de las grandes dotes intelectuales que
pudieran mostrar.
El tercer aspecto, curiosamente el menos trascendental de los tres, era la preparación
profesional de los jóvenes que llamaban a nuestras puertas, porque se trataba de algo
cuya carencia podía compensarse con facilidad; solo exigía dedicación y un poco de
paciencia. Mira por dónde, parece que estábamos haciendo las cosas al revés... Por
otra parte, los candidatos que no adquiriesen el nivel necesario para ser maestros,
siempre podían prestar otros servicios importantes en escuelas y comunidades. De
hecho, algunos jóvenes confesaban desde el principio que preferían no tener que
prepararse para maestros, que lo suyo era otros empleos en la comunidad o la escuela.
La verdad es que no teníamos muy claro cómo actuar con ellos cuando se
manifestaban en esta línea, así que decidimos no ser tan exigentes en este último
punto como en los dos anteriores, aunque se trataba, sin duda, de cuestiones que
tendríamos que ir aclarando poco a poco.
Arregladas estas cuestiones, llegamos por fin a los dos puntos que más trabajo nos
costó dilucidar: por una parte, el de los votos de nuestra comunidad, y, luego, la
elección de un Superior.
En relación con los votos, había entre nosotros un abanico de posturas muy amplio.
Desde quienes no entendían por qué para ser maestros o vivir en comunidad se
necesitaba profesar algún voto, hasta quienes trataban de configurar nuestra
comunidad como una congregación religiosa de las más observantes, con los tres votos
clásicos de monjes y frailes, e incluso con alguno más añadido, relacionado con la
escuela, la gratuidad, la comunidad y quién sabe qué más asuntos. Y entre estas dos
posturas extremas se colaba alguna otra que trataba de equilibrar las tornas.
El aspecto que más energía y más saliva nos exigió fue el del voto de castidad, que
algunos reclamaban como obligatorio para ingresar en la comunidad. La propuesta no
carecía de lógica, porque todos los maestros de la comunidad eran solteros y ninguno
tenía planes de matrimonio; al menos que se supiera. ¿Qué costaba, entonces,

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profesar la castidad? Lo de que fuera un voto perpetuo, de por vida, parecía más
discutible porque, a edades todavía jóvenes, como las de los maestros, resulta siempre
complicado hacerse una idea de cómo se planteará la vida al cabo de diez o de veinte
años. Aunque, para contrarrestar esta afirmación, alguno de nuestros Hermanos
invitaba a confiar en la providencia divina y a poner nuestro futuro en sus manos; ese
era el sentido de una profesión perpetua, aseguraba. No eran solo nuestras fuerzas,
que no podían faltar, por supuesto, sino, sobre todo, en proporción suprema, la gracia
de Dios, siempre fiel.
Al final tuvo que ser una intervención del padre De La Salle la que clausurara
definitivamente nuestra polémica. Nos dijo que, personalmente, no veía nada maduros
nuestros razonamientos y, si las cosas no estaban claras, era mejor no tomar
decisiones definitivas, decisivas. Por otra parte, las posturas estaban divididas y no
creía conveniente, en asunto tan delicado, obligar a nadie a someterse a una regla que
no acababa de aceptar, o no veía del todo clara. Lo más importante era conseguir que
las escuelas funcionasen a la perfección, para lo que se necesitaban comunidades de
maestros bien constituidas, observantes y comprometidas. En opinión del Padre,
recibir el santo hábito e incorporarse a una comunidad suponía ya un compromiso
muy serio, digno de toda consideración, y cada maestro sabría luego cómo presentarse
ante Dios y ante sus Hermanos de comunidad si no cumplía con las obligaciones a las
que se había comprometido al vestir el hábito.
Como conclusión del debate, nos propuso a los allí presentes profesar un solo voto:
obediencia a las decisiones comunes que se habían adoptado en aquella asamblea, y
también a quien resultase elegido Superior de la comunidad. Y ese voto tenía que
durar hasta la próxima asamblea, en la que se repetiría la profesión, aunque con
nuevos contenidos comunitarios. Nos pareció bien a todos por lo que decidimos
profesar comunitariamente ese voto de obediencia el domingo siguiente, fiesta de la
Trinidad, en las condiciones que había aclarado el Padre. Sería un excelente broche de
oro para nuestra asamblea, que se clausuraría así de un modo solemne.
En cuanto a la elección de un nuevo Superior, los Hermanos no estábamos nada
convencidos de su necesidad, porque todos nos sentíamos hijos espirituales del padre
De La Salle, pensábamos que había guiado la comunidad por los mejores caminos
espirituales y apostólicos, y no veíamos ninguna razón convincente para cambiar de
Superior. El Padre nos parecía, con diferencia, el mejor con el que podíamos contar,
incluso si buscábamos fuera de la comunidad. De La Salle agradeció nuestras palabras,
por la veneración, el respeto e, incluso, el cariño que dejaban traslucir hacia su
persona. Luego hizo una auténtica confesión de humildad ante todos nosotros,
viniéndonos a decir que nuestra visión no era todo lo lúcida que debía esperarse de
unos maestros acostumbrados a mirar a la gente de una manera diferente, y que
probablemente la reverencia hacia su pobre persona nos había nublado un tanto el
seso.
Pero, más allá de estas consideraciones, que surgían en respuesta a nuestras
reticencias, el Padre puso en juego toda su capacidad de convicción, que era enorme,
para persuadirnos de la necesidad de elegir a un maestro como Superior de la
comunidad. Él había tenido que tomar las riendas de la fundación por circunstancias de
todos conocidas, confesó, pero el tiempo había seguido su curso, la comunidad se
encargaba en ese momento de siete escuelas en varias villas y, comparado con el

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momento de la fundación, todo era distinto por completo. El gran fundador de todo
aquello había sido el señor Nyel, un laico y un maestro, afirmó, aunque pocos de
nosotros estábamos de acuerdo con tal diagnóstico. Él, que no era ni laico ni maestro,
afirmó refiriéndose a sí mismo, le había echado una mano de la mejor manera que se
le había ido ocurriendo, de acuerdo con las diferentes necesidades observadas. Pero
ahora, una vez desaparecido el señor Nyel y el proyecto consolidado, lo normal, lo
lógico, era nombrar a un Superior entre los propios maestros, de manera que la
comunidad decidiese quién la iba a regir y no dependiese para una labor, tan
importante y delicada al mismo tiempo, de nadie que no fuera maestro como los
miembros de la comunidad. El Padre se sentía componente de la comunidad, uno más
de los maestros, confesaba, pero ciertamente su situación era un tanto excepcional y
llamada a ser única. Él podía considerarse, si así les parecía bien a todos, confesor,
director espiritual de la comunidad, asesor, acompañante, fundador incluso, pero
como Superior de la misma lo mejor era nombrar a un maestro.
Y, al final, aunque a regañadientes, así quedó aceptado por todos. La manera más
sencilla de hallar Superior parecía proceder a una votación secreta y, si el número de
nombres resultaba demasiado numeroso, establecer algún mecanismo para reducirlo
en elecciones sucesivas. No fue necesario pensar nada más ya que, desde la primera
votación, las papeletas señalaron prácticamente un nombre coincidente: el Hermano
Enrique l'Heureux. Y así quedó establecido. Rubricamos el resultado de nuestra
votación con un cántico de acción de gracias al Padre del cielo por los beneficios
concedidos, y con un abrazo gozoso y fraterno al Hermano Enrique, al que desde ese
momento todos nos sometimos en obediencia como nuevo Superior de nuestra
comunidad. Y así, sin más, llegamos al domingo, la gran fiesta de la Trinidad, que
señalaría el final de nuestra asamblea.
Preparamos, pues, una fórmula de profesión acorde con la fiesta que se celebraba ese
día, la Santísima Trinidad, y en la mañana del domingo, durante la eucaristía,
profesamos al unísono el voto de obediencia al nuevo Superior y a los acuerdos
rubricados por todos a lo largo de la asamblea que ahora concluía. Ese día la comida de
fraternidad tuvo una solemnidad particular, pues lo vivido durante los últimos días,
junto con la profesión del voto de obediencia que habíamos rubricado los Hermanos
directores unas horas antes, así lo merecía.
A los postres, el nuevo Superior nos sorprendió con dos propuestas inopinadas. Por un
lado, declarar en adelante el domingo de la Trinidad como fiesta especialmente
significativa para los maestros de De La Salle y, de hecho, hay que reconocer que,
hasta el día de hoy, la Santísima Trinidad se considera y se celebra, sin discusión, como
la principal fiesta del Instituto. La segunda propuesta consistía en que los Hermanos
directores peregrinaran a pie hasta el santuario de Nuestra Señora de Liesse, distante
de Reims unas ocho horas de camino, para agradecer en directo a María, reina y
madre de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, todos los favores obtenidos por su
mediación. Todos nos mostramos de acuerdo y en menos que canta un gallo
organizamos los pocos detalles que era menester concretar.
Preparamos nuestros pobres equipajes, porque desde Liesse cada cual debía retornar
a su comunidad, y decidimos salir hacia el anochecer de ese mismo domingo. Llegamos
al santuario, cansados pero contentos, todavía en plena noche, lo que nos permitió
descansar un poco, asearnos y dedicar un largo y reposado rato de oración a los pies

76
de la Virgen negra de Liesse, lo que de por sí suponía un auténtico descanso de las
fatigas de la peregrinación y una inyección extraordinaria de alegría y entusiasmo
apostólico. Participamos en la eucaristía a primera hora de la mañana del lunes y, tras
concluir la misa, nos reunimos en una capilla lateral para rezar juntos una oración final
a María y renovar con devoción nuestro compromiso apostólico. Como signo,
depositamos a los pies del altar un ramo de flores silvestres, en el que quedaron
recogidos todos nuestros deseos de cara al provenir.
Y desde Liesse, una vez que me hube despedido con efusividad de mis compañeros,
tomé el camino de regreso a Laon, que no está demasiado lejos de allí. De hecho, iba a
ser el primero de todos en llegar a mi comunidad. Allí me esperaba mi compañero, el
Hermano Nicolás, al que contaría con detalle todo lo vivido en Reims en las últimas dos
semanas, y, aunque estaba muy lejos de sospecharlo, también me esperaba la prueba
de la enfermedad, el dolor y la muerte. Pero esto ya ha quedado recogido en otro
lugar así que mejor concluir con la alegría inmensa de la fraternidad y el futuro
atisbado de compromiso que sellamos a los pies de la Virgen negra de Liesse. ¡Que ella
se apiade de nosotros y nos sostenga con su bendición!11

11
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 7'.

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8

noviembre de 1686 - febrero de 1688

La alegría de saber que nuestra querida comunidad progresaba y se organizaba, con el


padre De La Salle al frente, quedó amordazada con rapidez por los zarpazos de la
enfermedad, que a mi pobre persona alcanzaron solo de refilón, pero al buen
Hermano Nicolás lo atraparon de lleno, hasta el punto de enviarlo a la tumba. Laon,
que había sido hasta entonces para mí una villa de intensa plenitud vocacional y
apostólica, se convirtió de la noche a la mañana en un lugar de infaustos recuerdos, en
el que quedaría plantado para siempre el cuerpo de mi querido Hermano Nicolás,
aguardando bajo tierra la resurrección. La comunión de los santos en que creemos nos
asegura que nuestra comunidad, peregrina en la tierra, se prolonga en el cielo con los
Hermanos fallecidos en la fidelidad. Allí, junto a nuestro Señor Jesucristo, que nos
convocó a todos a su servicio, nos aguardan con la morada celeste preparada. Por eso,
estoy convencido de que la dicha de entrar en la casa del Padre se dilatará aún más, si
cabe, con el abrazo que algún día espero dar allí a mi querido Hermano Bourlette, a mi
no menos apreciado padre De La Salle y a tantos otros Hermanos de la comunidad que
se nos adelantaron en el camino del cielo.
Todas estas reflexiones me venían a la cabeza cuando, a principios del mes de
noviembre de aquel año del Señor de 1686, tomé el camino de regreso a Reims, en
cuya comunidad de la calle Nueva me aguardaba un nuevo capítulo de mi existencia.
Poco a poco mi salud mejoraba y las fuerzas regresaban a mi cuerpo. Podría haber
iniciado mi viaje de regreso a la capital de la Champaña algunas semanas antes, quizás,
pero no quise hacerlo sin ver cómo recobraba su ritmo de trabajo habitual la querida
escuela que me tocó en suerte dirigir. Aunque también me retenía en Laon el deseo de
celebrar la solemnidad de Todos los Santos y la fiesta de los Difuntos muy cerca de la
sepultura del querido Hermano Nicolás. Una vez cumplidos ambos objetivos, ya no me
quedaba sino empacar mis pobres pertenencias y mirar hacia el futuro: ¿qué me
depararía la divina providencia en Reims?
Llegué a la calle Nueva más rápido de lo que me costó recorrer el camino inverso,
porque mi estado convaleciente aconsejó usar una diligencia; así el viaje resultaba
sensiblemente más caro, pero también más confortable y descansado. Alcancé Reims
sin novedad, todavía a buena hora, antes del ocaso. Vistas desde la entrada, parecía
que en nuestro patio las cosas no habían cambiado demasiado. Sí que me dio la
sensación de que la segunda casa, abandonada por los sacerdotes del padre Faubert
casi al tiempo de mi partida, volvía a estar habitada, esta vez por gente bastante joven,
pero el resto continuaba poco más o menos como lo había dejado algo más de un año
antes. Al menos por fuera.
Más tarde, después de cenar, se confirmarían mis sospechas. Los candidatos a
maestros, en efecto, habían dejado la casa de los Hermanos para ocupar la antigua
residencia de los sacerdotes; formaban ahora un grupo algo mayor y mejor organizado

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que en mi época. Tras esta decisión, cada grupo vivía ahora en su propia casa: los
maestros por un lado, en la más grande, y los aspirantes a serlo por otro. El Seminario
de Maestros Rurales seguía fuera del patio de la comunidad, en la pequeña morada
alquilada muy cerca de él. La gran diferencia consistía en que ahora los estudiantes
eran bastante más numerosos y ya no venían para nada a la residencia de los
Hermanos. Tenían un responsable que se ocupaba directamente de ellos, y algunos
otros Hermanos que se acercaban por el Seminario para impartir algunas clases, según
de qué especialidad se tratase. Resumiendo, había habido algunos cambios pero, en el
fondo, todo seguía más o menos igual que como lo dejé.
La primera noticia impactante que recibí nada más incorporarme a mi nueva
comunidad fue el revuelo y, en cierto modo, hasta el escándalo sordo que invadió las
altas esferas diocesanas de Reims cuando conocieron la noticia de que el padre De La
Salle había renunciado a ser el Superior de sus maestros, y en su lugar se había
colocado a uno de ellos. Según parece, en los despachos diocesanos al principio no lo
tenían nada claro; les llegaban rumores, ecos... sí, pero daba la sensación de que no se
lo podían creer. El mismo padre Juan Bautista, cuando acudían a él para cualquier
consulta o gestión, los remitía sin más a donde el nuevo Superior, el Hermano Enrique.
Pero cuando, por fin, la noticia fue confirmada en todos sus extremos, los hechos
comenzaron a sucederse con rapidez.
Por ello, el padre De La Salle fue convocado al palacio episcopal y uno de los más altos
vicarios del arzobispo le comunicó el malestar intenso del más alto pastor diocesano
por la decisión de ceder su responsabilidad de Superior a uno de los maestros. A los
ojos del arzobispo, y de sus más altos consejeros, resultaba inaudito e inaceptable que
un laico pudiese dar órdenes a un sacerdote, doctor en Teología por más ahondar la
brecha, de modo que transmitieron al padre De La Salle la decisión arzobispal
irrevocable de reponerle en el puesto de Superior, sin que las distintas razones que
intentó aducir nuestro Fundador sirvieran para revocar tan alto mandato. Así las cosas,
quien fuera al palacio arzobispal como humilde miembro de la comunidad de
maestros, regresó de ella investido otra vez de la autoridad de Superior, cosa que con
harto pesar hubo que transmitir al Hermano Enrique. Este, qué vamos a decir, recibió
la noticia sin apenas sorpresa y, al mismo tiempo, con mucho alivio. Y es que a nadie
de nosotros nos resultaba molesto, sino más bien al contrario, aceptar como Superior
de la comunidad a quien había sido su principal mentor y su motor incansable desde
los mismos comienzos de la misma.
A las órdenes del padre De La Salle continué, pues, en Reims mi recuperación, con
tranquilidad. De momento la única responsabilidad que me encomendaron, aparte del
descanso y la calma, fue preparar las charlas de una recolección de Navidad para los
dos grupos de cuya formación se encargaba la comunidad de Hermanos: los maestros
rurales, que marcharían hacia sus pueblos unos días antes de la fiesta navideña, y los
aspirantes a Hermanos, que pasarían los días de Navidad en comunidad, como los
maestros. Del acompañamiento espiritual de los Hermanos durante el periodo
navideño se encargaría el propio Padre.
Puesto a pensar sobre qué tema podía centrar mis reflexiones el día de la recolección
encomendada, enseguida vi claro que debían versar sobre la Navidad y su relación con
la vocación y el empleo de los maestros cristianos. Varios temas me vinieron enseguida
a la mente. Por un lado, la figura de nuestro glorioso patrón San José, educador de un

79
niño que en realidad no era hijo suyo, como nos pasaba a nosotros en las escuelas, y
modelo excelso, por tanto, para nuestro celo apostólico. También me atraía glosar la
historia vocacional de la Santísima Virgen María, figura siempre apreciada en nuestra
comunidad, modelo de cercanía a Dios y entrega generosa a los planes del cielo, aun
sin conocerlos e incluso cuando supo que difícilmente podrían ser comprendidos, y
menos aceptados, por sus vecinos y amigos, y que hasta podían rodear su persona de
la crítica maliciosa y el escándalo; y, aún así, aceptó ser la humilde esclava del Señor.
Al final, ni uno, ni otra; me decidí a desarrollar un tema que le había oído explicar en
varias ocasiones al padre De La Salle y que tras mi experiencia de Laon me parecía muy
importante para los maestros cristianos: su labor de sustitución espiritual de los padres
de los niños que venían a las escuelas. Para desarrollar como es debido un sujeto tan
importante debía comenzar por exponer con claridad las razones por las que los
padres de los alumnos de nuestras escuelas no se ocupan como deberían hacerlo de la
educación cristiana de sus hijos. Tendría que evitar criticar el comportamiento de estos
padres pobres porque, aunque quisieran hacerlo, les resultaría imposible enseñar la
religión y el catecismo a sus hijos. Y es que ellos mismos casi nunca los conocen como
debieran y además, por otra parte, andan todo el día ocupados en negocios
temporales, buscando el sustento apropiado de su familia, lo que les imposibilita
dedicar el tiempo necesario a estar con sus hijos pequeños y hablarles de Dios y del
Evangelio. Podrían enviarlos a la escuela, o buscar, tal vez, un maestro cristiano que
viniera a casa a instruir a los niños, como suelen hacer las familias pudientes, pero,
como son pobres, no tienen dinero suficiente para pagar la escolaridad que exigen
muchas escuelas, y mucho menos a esos posibles preceptores domésticos, que nunca
acudirán a los hogares pobres porque de allí no les espera ganancia ninguna.
Las consecuencias que se derivan de esta lamentable situación para los niños pobres,
que son quienes frecuentan nuestras escuelas, no pueden ser peores: viven a sus
anchas, sin control alguno ni nadie que se ocupe de ellos y los ahorme y moldee un
poco; con el tiempo acaban adoptando las costumbres y actitudes de los vagabundos,
que andan sin parar de un lado para otro, viendo, oyendo y hasta participando en lo
que ningún bien les puede reportar, más bien lo contario. En la calle se rodearán
asimismo de las peores compañías, que les enseñarán de todo, menos el camino del
cielo.
Si al trabajo nos referimos, estos niños así criados se van acostumbrando desde muy
pequeños a no hacer nada, por lo que cuando podrían ser puestos a trabajar carecerán
de la disciplina y las actitudes imprescindibles para cualquier empleo y, aunque lo
intenten, nunca se acostumbrarán del todo al trabajo, y serán incapaces de aplicarse
en serio y con responsabilidad a ninguna actividad.
Lo peor de todo es que lo que se aprende en los primeros años de la vida resulta muy
difícil de desarraigar más tarde, por más esfuerzo que se dedique a ello, y a menudo se
vuelve para la persona un acompañante perpetuo, nocivo a más no poder. Y es que
hay malas hierbas cuyas raíces resisten los escardados más agresivos, y aunque algún
fruto pueda conseguirse de la lucha paciente y meticulosa contra su influencia, las
raíces del mal reviven permanentemente en alguna de sus malas hierbas, de modo que
su obstinación nunca dejará de sorprendernos.

80
Dios, que ve estos problemas, ha dispuesto, en su divina providencia, un remedio a
esta realidad de consecuencias tan perjudiciales. Y ahí es donde entran los maestros
cristianos, sus enviados. Porque, según el plan de Dios, ya que los padres naturales no
se ocupan como debieran de la educación cristiana de sus niños, otras personas
habrán de encargarse de cumplir esa imprescindible labor. Y para que estas personas,
llamadas por el cielo a sustituir a los padres biológicos de los niños en esas labores de
formación religiosa, desarrollen como es necesario su función, resulta imprescindible
que cultiven una serie de virtudes, o actitudes, o como queramos denominarlas, que
en mi día de recolección intentaría contagiar a los maestros; tanto a los rurales como a
los futuros Hermanos, porque, en definitiva, su misión viene a ser la misma. Estas
características podrían resumirse en tres muy claras: formación adecuada y completa;
generosidad en su tiempo y en su esfuerzo, hasta el punto de trabajar gratuitamente,
solo por amor de Dios; y celo ardiente, entusiasmo apostólico, pasión por Dios y por su
Evangelio.
Si los maestros desarrollan estas actitudes y las despliegan con generosidad en sus
escuelas, con sus alumnos, todos estos desórdenes que hemos mencionado se
reducirían de manera radical y, sobre todo, sus perniciosas consecuencias, terrenas y
eternas, quedarían corregidas y anuladas. De ahí la trascendencia de la labor de los
maestros cristianos. Mi objetivo más importante para la recolección tenía que ser, por
tanto, mostrar la acción de las Escuelas Cristianas y Gratuitas formando parte del plan
de salvación amorosa de Dios, y concienciar a los maestros de la enorme trascendencia
de su misión. Y es que resultaba esencial que los maestros se comprendieran y
actuaran siempre como lo que son: instrumentos de Dios para que a los niños pobres
llegue la luz del Evangelio y la buena noticia del amor de Dios y de su salvación eterna.
Me costó pergeñar ordenadamente, de manera lógica y progresiva, estas importantes
ideas, que se hallan en el corazón de nuestra misión apostólica. Interpretando las
cosas de esta manera todo resulta mucho más sencillo y atractivo, y hasta parece que
el compromiso y la dura entrega que exige la escuela son más fáciles, quedan más al
alcance de la mano. Las dos recolecciones constituyeron un éxito, porque los jóvenes
que residían en ambas casas se mostraban muy receptivos a cuanto se les comentaba
y tenían sinceras ganas de progresar y convertirse en buenos maestros cristianos,
como personalmente estaba convencido de que lo serían en muy breve plazo de
tiempo.
No sé si fue por los ecos favorables que despertó mi actuación en estos días de
recolección navideña o por alguna otra razón para mí desconocida, el caso es que,
pasadas las fiestas, con mi salud corporal y espiritual de nuevo boyante, se me
encomendó, con el comienzo del año 1687, la tarea de apoyar la formación para el
empleo que recibían tanto maestros rurales como aspirantes a Hermanos. Dada mi
formación y la experiencia adquirida en Laon como director de su escuela —supongo—
, me encargaron de manera especial el trabajo con manuscritos: lectura y copia atenta
de los mismos, intentando perfeccionar ambas, observando y tratando de imitar la
caligrafía de cada documento, su peculiar disposición espacial según fueran cartas,
actas, facturas, certificados, memoriales, o el tipo de documento de que se tratara.
Saber escribir correctamente no consiste solo en conocer y transcribir bien las distintas
letras, sino elegir el tipo adecuado de caligrafía, el tamaño y disposición del texto,
saber dar el tono apropiado al documento, encabezarlo debidamente, emplear el

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lenguaje que el tipo de documento que estemos redactando reclama, etc. Sobre todas
estas cuestiones trabajaba varias horas a la semana con los miembros más avanzados
de cada grupo, ya que el trabajo con manuscritos suponía el remate tanto de la
formación lectora y como de la escritura.
En lo que toca a organización escolar, les hablaba de las cualidades que debe cultivar
todo maestro cristiano para ser lo que Dios espera de él: responsabilidad, puntualidad,
ternura hacia los niños, bondad de corazón, orden, sencillez, servicio... Si uno lo piensa
bien, no son más que distintas manifestaciones de algo que nos une íntimamente a
Dios, que nos hace testigos, instrumentos suyos muy eficaces: me refiero al amor, base
fundamental y decisiva del oficio de maestro de escuela gratuita. Y luego solía insistir
mucho en los dos pilares de la educación de los maestros de la comunidad de De La
Salle, tal como me los comunicaron a mí al principio y como tuve ocasión más tarde de
comprobar en la práctica de Reims y, sobre todo, en la de Laon. Estos dos pilares son,
por una parte, el ejemplo del maestro, sobre el que el padre De La Salle insistía una y
otra vez; porque, como gustaba de repetir, se convence a los chicos de manera mucho
más rápida y eficaz con el propio ejemplo que con todos los discursos que podamos
dirigirles. El segundo pilar de la correcta educación escolar es la vigilancia amorosa
permanente sobre los alumnos; que nada de lo que sucede en la escuela, con sus
chicos, pase inadvertido para el maestro.
En cuanto a la manera de impartir las clases, me gustaba recalcar el gran valor que
debía adquirir para ellos el silencio en clase; sin silencio es imposible que la gracia de
Dios llegue a la escuela para quedarse. Si las escuelas que ellos habían conocido se
desenvolvían, por lo general, en ambientes ruidosos y desordenados, poco dados a la
disciplina personal y al trabajo intenso, de ahí su escaso éxito y atractivo, las nuevas
escuelas que el padre De La Salle y sus maestros promovían se caracterizaban por su
silencio activo y su organización exquisita permanente.
Por otra parte, nunca me cansaba de insistir en que procurasen utilizar siempre
palabras y expresiones sencillas, que se pusiesen siempre en estas cuestiones de
comunicación, en lo posible, al nivel de sus alumnos, evitando, por supuesto, las
grosería y vulgaridades a las que tan aficionados suelen ser los infantes, pero
manejando con soltura su lenguaje llano e inocente. Cualquier cosa antes que imitar el
barroquismo de ciertos predicadores, cuyo único objetivo es deslumbrar a su audiencia
y suscitar la admiración general, aunque luego pocos de los que les han oído se
enteran de algo de lo predicado; y es que frecuentemente son solo palabras huecas,
adorno vacuo sin contenido, vil campana que resuena, que diría el Apóstol. El silencio
con que los futuros maestros recibían mis indicaciones y las frecuentes preguntas con
que solían interrumpir las explicaciones me convencían de que lo que les contaba
suscitaba su interés en alto grado.
Mis clases con estos dos grupos de futuros maestros me permitieron también conocer
un poco más a fondo sus características y algunos otros detalles que desde fuera
suelen pasar inadvertidos. Los maestros rurales, por ejemplo, eran bastante más
numerosos que en mis primeros tiempos en la calle Nueva. Ahora solían rondar la
veintena, aunque no era fácil precisar su número, porque el que concluía su formación,
se despedía y desaparecía, mientras que otros días aparecía algún candidato nuevo; de
esta manera, el grupo iba modificándose y raras veces se mantenía en los mismos
números durante varias semanas seguidas. Por otra parte, sobre todo en relación con

82
los primeros tiempos, ahora los maestros no los enviaba solamente el duque de
Mazarino ni se preparaban para localidades bajo la responsabilidad ducal. Ahora la
mayoría de los futuros maestros rurales tenía entre quince y veinte años y provenía de
pueblitos pequeños, todos distintos; casi siempre habían sido enviados a nuestra casa
por su párroco. Según parece, cuando uno de estos párrocos de pueblos minúsculos
solicitaba un maestro al padre De La Salle, este le respondía diciendo que le enviase
algún joven de garantías morales y sociales, con algo de formación escolar, que él se
encargaría de formarlo adecuadamente y prepararlo para ser el maestro que
necesitaba la parroquia. Y así lo hacían muchos párrocos. Luego ya, dependiendo del
nivel de cada candidato, la formación se prolongaba más o menos, aunque rara vez
sobrepasaba los quince o veinte meses, y con mucha frecuencia no llegaba al año.
Cuando la preparación concluía, una vez abandonado el Seminario de Maestros
Rurales, estos maestros apenas tenían relación con nuestra comunidad.
En cuanto a los aspirantes a Hermanos de la comunidad, eran algo más jóvenes, entre
catorce y diecisiete años, y su número apenas varió en los largos meses que me tocó
estar con ellos: doce. Todos gente muy piadosa, de otra manera no habrían sido
admitidos, y con distinta capacidad para la labor escolar. Algunos muy dotados y con
mucho interés por aprender; otros menos interesados en el mundo de la didáctica,
pero con valores muy interesantes de cara a la vida de comunidad, como podían ser el
servicio, la sociabilidad, el tesón o su buen carácter. Entre ellos circulaba la especie de
que si llegabas a los dieciocho y el padre Juan Bautista no te había dado el hábito de
maestro significaba que no tenías ningún futuro en la comunidad.
Por lo demás, mi regreso a Reims me permitió comprobar que nuestra comunidad
había cobrado solidez en la sociedad remense y, en particular, dentro de sus
ambientes eclesiásticos. Los maestros del padre De La Salle ya no llamaban tanto la
atención como en los primeros momentos; al contrario, ahora gozaban de merecido
prestigio por los resultados cuasimilagrosos que obtenían en las tres escuelas que
sostenían en la ciudad, con niños que poco antes estaban dejados de la mano de Dios y
del diablo, y no auguraban nada bueno de cara al futuro. Tal vez por este motivo, no
faltaban candidatos a convertirse en maestros, a pesar de la exigente vida a la que
debían comprometerse si optaban por nuestra comunidad. También por esa razón,
probablemente, los párrocos de las comarcas circundantes se mostraban tan
interesados en formar a sus maestros en nuestra comunidad.
Otra diferencia marcada que me sorprendió en la calle Nueva, relacionada
seguramente con lo que acabamos de comentar, y también con el hecho de tener
ahora más escuelas bajo su cuidado, era la intensa actividad del padre De La Salle, que
ahora paraba menos por la comunidad y, con cierta frecuencia, la abandonaba por
periodos largos de tiempo, incluso de varias semanas. Sus responsabilidades de
animación y gobierno de la comunidad de maestros le llevaban a pueblos alejados,
como Rethel, Laon o Guisa, para entrevistarse con los Hermanos destinados en
aquellos lugares, seguir la marcha de las escuelas para pobres allí establecidas y
conocer en directo los problemas y dificultades con los que a diario tenían que
enfrentarse. Además, en el curso de sus desplazamientos a menudo debía hablar con
distintos responsables locales, civiles o eclesiásticos, para renegociar condiciones,
presentar quejas y demandas de solución, responder a nuevas solicitudes y cuestiones
parecidas. En el fondo se trataba de lo que siempre había hecho, pero ahora los

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frentes abiertos eran más numerosos y alejados y, por otra parte, el prestigio y la
buena fama de sus escuelas multiplicaba la gente que quería entrevistarse con el Padre
por mil y un motivos distintos.
En la comunidad de la calle Nueva comprendíamos mejor o peor estas circunstancias,
aunque no faltaba quien tenía la tentación de criticar tanta actividad y tanto viaje,
porque, en el fondo, aunque no manifestáramos en voz alta nuestra opinión, a casi
todos nos encantaba gozar de la presencia de nuestro Padre en la comunidad y
aprovechar así de sus conferencias, sus sabios consejos y todo lo que suponía convivir
con él, codo con codo, y tenerlo permanentemente al alcance de una palabra. Pero,
bueno, el espléndido servicio escolar de la comunidad de maestros tiene estas cosas,
que hay que aceptar como inevitables, una especie de incómodo impuesto de nuestro
buen hacer.
En estos asuntos andábamos, entre atareados y entretenidos, cuando nos sorprendió
el verano, con su carga de calor y el descanso escolar. No sé por qué, pero, repuesto ya
del todo de mis achaques de salud y suficientemente descansado, yo me había hecho a
la idea de encargarme otra vez de alguna escuela, quizás en el mismo Reims, o fuera
de mi ciudad, quizás como director o, probablemente como maestro; pero, en
cualquier caso, saliendo de la comunidad para desarrollar el trabajo apostólico de los
maestros de escuelas gratuitas con niños pobres. Sabido es que, como tantas veces
sucede, el hombre propone y Dios dispone, en ese juego de circunstancias y
compromisos que, en su providencia, con tanta maestría maneja, hasta colocarnos en
las antípodas de donde en un principio pensábamos llegar. Y esto mismo sucedió
conmigo y con los planes que rondaban por mi cabeza.
Todo comenzó con la visita de un sacerdote parisino, de nombre Compagnon, que se
presentó un día de finales de agosto en nuestra comunidad de la calle Nueva
preguntando por el Padre, en ese momento ausente, lejos de Reims. El ilustre visitante
nos comunicó el lugar donde esperaría hospedado el regreso de nuestro Superior,
dando indicación repetida de pasarle aviso sin falta en cuanto apareciera; se trataba, a
qué dudarlo, de toda una declaración sin palabras de la importancia que concedía a
dicho encuentro. Luego nos enteramos de que el padre Compagnon era responsable
de las escuelas de caridad de san Sulpicio, en París, prestigioso centro de estudios a
cargo de una poderosa Sociedad de sacerdotes donde había pasado el padre De La
Salle largos meses de estudio en sus tiempos de preparación para la ordenación
sacerdotal. Además de seminario de estudios y sede de su Sociedad presbiteral, san
Sulpicio se encargaba de una activa parroquia con numerosas obras de caridad, entre
ellas varias escuelas para pobres.
A los pocos días aparecía nuestro Padre por Reims y, como habíamos convenido,
avisamos al padre Compagnon, de modo que su encuentro con el padre De La Salle
pudo tener lugar por fin. Ahí parecía que iba a quedar la cosa cuando, pasados unos
días, el Padre nos convocó a toda la comunidad a una reunión. En ella se desveló por
fin el meollo de la cuestión. Y es que, varios meses atrás, el Padre había recibido la
invitación de la parroquia de san Sulpicio para hacerse cargo de una de sus escuelas
para pobres. De La Salle había prometido estudiar la propuesta y hasta había cruzado
varias cartas con los responsables sulpicianos con el fin de concretar cuestiones y
afinar los criterios y condiciones. Según le había comunicado el padre Compagnon, en
París se mostraban de acuerdo con todos los extremos planteados por nuestro

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Superior y les urgía una respuesta rápida y definitiva por nuestra parte. Para eso había
viajado el padre Compagnon a Reims, aunque, por más que forzó la respuesta del
Padre, de la calle Nueva no pudo llevarse ningún compromiso concreto. Nuestro
Superior, eso sí, le había asegurado que tendrían una respuesta concluyente antes de
finalizar ese año. Y para eso nos convocaba a la reunión comunitaria, para informarnos
con cierto detalle de sus gestiones y recabar nuestra opinión al respecto.
De entrada, los Hermanos nos mostramos muy ilusionados con la propuesta.
Significaba que nuestro proyecto apostólico aterrizaría en la capital lo que significaba
un paso adelante muy significativo; demostraba en la práctica que nuestras escuelas
marchaban bien y que nuestro modelo, en un principio tan denostado por unos y por
otros, empezaba a dar frutos apreciados incluso lejos de nuestra ciudad, Reims, que
era donde más se nos conocía. Marchar a la capital del reino suponía un empujón
enorme a nuestra comunidad y, aunque a nadie se le ocultaban las por el momento
inimaginables complicaciones que con toda seguridad surgirían, todos nos
mostrábamos de acuerdo en aceptar la invitación. Además, no faltaban candidatos
para cubrir las posibles bajas de quienes fueran a París y, si todo continuaba por
caminos parecidos, en el futuro seguiría habiendo jóvenes que llamasen a nuestras
puertas para abrazar el camino de los maestros de las Escuelas Cristianas y Gratuitas
del padre De La Salle.
Una vez adoptada la decisión, el Padre consideró conveniente comunicársela a
monseñor Le Tellier, el arzobispo de Reims, que siempre había mirado la obra de los
maestros con simpatía. Para ello, a los pocos días se dirigió al palacio episcopal, tras
haberse asegurado de que el arzobispo podría recibirle. El Padre regresó de su
entrevista con Monseñor un tanto abatido, porque encontró en el pastor diocesano
unos reparos a la propuesta lasaliana de fundar en la capital del reino que no
esperaba. El arzobispo no parecía poner pegas particulares al envío de algún Hermano
a París, pero que marchara el propio padre De La Salle no le gustaba en absoluto.
Según nos relataría el Padre a su vuelta, el arzobispo le insinuó varias veces, con más o
menos intensidad, que Reims lo necesitaba, lo que ponía claramente en evidencia el
aprecio personal que Monseñor sentía por nuestro Fundador y el pesar que le causaba
su pérdida, aunque fuera solo temporal.
Ahí parece que había quedado la cuestión cuando, varios días más tarde de su primer
encuentro con el arzobispo, nuestro Padre fue convocado de nuevo al palacio
episcopal, donde hubo de discutir largo y tendido con distintos responsables
diocesanos de escuelas y demás obras de caridad. La propuesta que se le trasladaba
ahora desde la diócesis era ciertamente tentadora: el arzobispo asumía la financiación
de todas las escuelas lasalianas, con la condición de que estuvieran siempre dentro de
los límites de la diócesis remense. Dinero a cambio de estabilidad en Reims, en
definitiva. El Padre no tuvo que pensar dos veces su respuesta; rechazó la oferta, en
parte porque sus Hermanos habían decidido que la comunidad fundase en París y su
decisión había de ir a misa, pero, sobre todo, porque estaba íntimamente convencido
de que voluntad de Dios los estaba empujando a abrir las alas de la comunidad a la
universalidad, y no dudaba de que la providencia les reservaba en París proyectos
apostólicos sorprendentes.
Al final de sus negociaciones con los burócratas diocesanos, el propio monseñor Le
Tellier quiso saludar personalmente al Padre. "No voy a poner más trabas a sus planes

85
de expansión escolar —le dijo—. Quizás lo que me mueve no sea sino mi propio
interés y el apego que siento hacia su persona. Vaya a París. Allí le espera el Señor. No
quiero ser enemigo del bien mayor". Después le deseó lo mejor y lo despidió con su
bendición apostólica. Esta vez nuestro Padre regresó del palacio episcopal mucho más
entonado, convencido de haber actuado como debía, en fidelidad completa a lo que él
consideraba, cada vez con menos dudas, ser la voluntad del cielo para nuestra
comunidad.
Con todos estos cabos bien atados, después de confirmar por carta la próxima
presencia de los maestros de De La Salle en París y cruzar varios correos más para
ajustar distintos asuntos relativos a la fundación, casi sin darnos cuenta, nos
sorprendieron las fiestas de Navidad, que siempre se celebraban en nuestra
comunidad con alegría y piedad desbordantes. Pasadas las fiestas y normalizado de
nuevo el ritmo de trabajo escolar hubo que empezar a preparar la inminente partida
hacia la capital. Y lo primero de todo fueron las personas. El Padre nombró al Hermano
Enrique l'Heureux director de la comunidad de la calle Nueva, la primera vez que un
maestro se encargaría de esa tarea, que desde el primer momento había
desempeñado en la práctica el propio padre De La Salle, aun sin un nombramiento
formal, como el de ahora. El Padre eligió también a uno de los Hermanos de la
comunidad para reemplazar al Hermano Enrique como responsable del grupo de
aspirantes a Hermanos, y dio el hábito de Hermano a un par de estos, cosa un tanto
extraña, pues este tipo de decisiones solían llegar más tarde, después de Pascua
habitualmente. Y, como colofón me comunicó a mí mismo su más reciente resolución:
en su infinita misericordia, este humilde servidor del Señor sería uno de los fundadores
en París.
En efecto, el Padre me llamó un día para consultarme sobre su plan. Iríamos con él a
París dos Hermanos más: uno destinado en ese momento en Rethel, al que se había
convocado a Reims con urgencia, y yo mismo. Los dos nuevos maestros recién
admitidos reemplazarían a este Hermano de Rethel y al nuevo responsable de
aspirantes, en Reims. Todo quedaba bien atado, por tanto, al menos en lo que a
personal se refiere. No pude menos que agradecer la confianza que el Padre
depositaba en mí ante una misión tan delicada y acepté su propuesta con sumisa
obediencia, no solo porque me había comprometido a ello el año anterior, tras la
asamblea de directores, sino porque el proyecto me atraía y estaba convencido de que
todos los maestros debíamos poner con generosidad nuestro pequeño grano de arena
al servicio de los planes de la comunidad. En eso consistía, precisamente, la
responsabilidad apostólica.
Y me venían a la cabeza esas ideas que el Fundador nos había comentado tantas veces
en sus conferencias: cuando el Señor te elige para una misión tú no te das cuenta, pero
comienzan a suceder cosas a tu alrededor, a las que no tienes más remedio que dar
respuesta, una respuesta honrada y generosa, que te va acercando a los planes del
cielo. Y así, de compromiso en compromiso, siendo siempre fiel a tus convicciones más
íntimas, te encuentras un día donde nunca hubieras pensado, cumpliendo sin saberlo
la voluntad de Dios. Una vez más me sentía reflejado de lleno en estos pensamientos,

86
dictados seguramente por la propia experiencia personal del querido padre De La
Salle, que Dios tenga en su gloria.12

12
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 8'.

87
9

febrero de 1688 - agosto de 1690

Ya bien avanzado febrero del año del Señor de 1688 hubo que ponerse en marcha
hacia la capital del reino. El padre De La Salle conocía bien París desde sus jóvenes
años de formación en san Sulpicio, pero sus dos acompañantes no habíamos salido
nunca de Reims y sus comarcas circundantes. Sentíamos pena por dejar nuestra tierra
—¡a saber cuándo volveríamos a pisarla!— pero, al mismo tiempo, nos hacía ilusión
viajar a una ciudad tan importante y tan bien ponderada por todos. Si no se torcía
nada por el camino, cuatro días nos harían falta para cruzar sus puertas.
Durante el viaje tuvimos tiempo para hacer de todo. Lo que a mí me resultó más
interesante, por desconocido y también, por qué no, por el atractivo que suscitan en
las personas esas noticias sospechadas pero nunca confirmadas del todo, fueron las
pequeñas confidencias sobre la fundación en París que nos fue desgranando el Padre a
lo largo del camino.
Con algún pesar, que sonaba a imprudencia inadvertida, el Padre nos comentó la
promesa que había hecho años atrás, en verano de 1683, de fundar una escuela en
París, en la parroquia de san Sulpicio más concretamente, que era nuestro destino
presente. De ahí se siguieron, insistentes, cartas, mensajes, recuerdos y toda suerte de
recordatorios que acababan ahora, casi cinco años después, con el cumplimiento
efectivo de la promesa. No es que nuestro Padre se arrepintiera de fundar en París, ni
mucho menos, pero de no haber mediado la dichosa promesa tal vez todo hubiera
podido gestionarse de manera más tranquila y sin tantos miramientos a la hora de ir
dando pasos.
Por aquellas mismas fechas, un poco antes de su promesa, el Padre se había reunido
en varias ocasiones con el llorado fray Nicolás Barré, fraile mínimo impulsor de
escuelas para pobres, del que siempre recibió luz abundante para orientar la obra
lasaliana de las Escuelas Cristianas y Gratuitas. Pues bien, cuando se despidieron, el
fraile Barré aseguró a nuestro Padre que volvería a París, y no de visita, sino para
encargarse de alguna escuela de caridad. En opinión del padre De La Salle, el fraile
Barré pensaba que nuestro Fundador tendría que encargarse de los Hermanos del
Niño Jesús, comunidad de maestros creada por el padre Barré, una vez que este
desapareciera. Por eso, aunque lo que entonces estábamos iniciando no era
precisamente el cumplimiento cabal de aquellos sueños de Barré, nuestro Padre
sostenía que las palabras del fraile mínimo habían sido, de algún modo, proféticas.
La verdad es que, en un principio, desde san Sulpicio solo le habían solicitado un
maestro, pero nuestro Padre se había negado a enviar a nadie solo. Presionó y, si tanto
ansiaban la presencia de nuestra comunidad en París, les obligó a aceptar a tres
personas: el Fundador y los dos maestros que le acompañábamos. A fin de cuentas, es
lo que habían planeado nuestro Padre y los sulpicianos cuando iniciaron sus contactos
en vistas a la fundación en París, pero a última hora parece que desde París querían

88
cambiar el plan, para empezar de manera más sencilla, con un solo maestro. Tuvieron,
pues, que renunciar a sus pretensiones y aceptar las condiciones de De La Salle.
De acuerdo con lo que daba a entender, nuestro santo Fundador no las tenía todas
consigo, porque hasta ahora siempre había creado escuelas donde antes no había
ninguna. La de san Sulpicio iba a ser la primera que funcionaba antes de la llegada de
los maestros de De La Salle, y además, al menos de momento, los lasalianos no iban a
encargarse de la dirección; se habían comprometido tan solo a dar clase, echar una
mano en la organización de la escuela y ver cómo podían mejorar su rendimiento
didáctico.
Llegamos a París en vísperas del carnaval, un tiempo que no gustaba nada a nuestro
Fundador porque la gente aprovechaba el jolgorio general para propasarse y lanzarse
con soltura por vías que de ordinario les estaban vedadas; rozando la inmoralidad,
cuando no del todo inmorales. Nuestra escuela se hallaba en la calle Princesa, una vía
bastante larga y amplia, aunque sucia y frecuentada por gente de baja estofa:
mendigos, criados, obreros manuales... Pero bueno, muy cerca estaba la famosa
abadía de san Germán de los Prados que atraía ya a gente de otro estrato social:
burgueses, financieros, magistrados y nobles. Y luego se veía por todas partes a
muchos estudiantes y eclesiásticos que estudiaban en san Sulpicio, no lejos de nuestro
barrio.
Nuestra escuela ocupaba la planta baja de una casa sencilla, con espacio abundante y
pacas de lana por todas partes. La comunidad de los maestros iba a organizarse en el
primer piso del mismo edificio, aunque al principio hubimos de compartir espacio con
algunas personas que trabajaban para la escuela y se alojaban allí. Tras nuestra
llegada, el director las fue sacando poco a poco de sus antiguos aposentos para
enviarlas a residir a otros lugares, de modo que, en unas cuantas semanas, quedamos
los Hermanos como únicos residentes del primer piso. Si algo recuerdo de mis
primeros días en aquella casa parisina fue la lana y su inevitable polvillo, que se metía
por todas las rendijas, de modo que era imposible deshacerse de él y olvidarse de ella.
La explicación era sencilla: en aquella escuela los alumnos trabajaban poco en clase y
mucho más en los telares, donde se fabricaban tejidos de lana. El planteamiento
general se comprendía sin dificultad: con la venta de los tejidos que producía la
escuela se podía financiar cómodamente su funcionamiento. Pero ya se sabe que
donde corre el dinero con fruición no tardan en aparecer corruptelas de mil y una
especies. En aquella escuela, en concreto, había un director, un maestro tejedor, algún
ayudante, múltiples personas que vendían lana en bruto... y todos pretendían
beneficiarse, a su manera, de las manufacturas de la escuela. La llegada de unos
maestros nuevos, desconocidos para todos, se contemplaba como unas cuantas manos
más que iban a tratar de aprovecharse de la situación, por lo que creo que, aunque
nadie conocía nuestros planes, de entrada no fuimos demasiado bien recibidos. Y
claro, el primer movimiento, que consistió en desalojar a varios de ellos de su vivienda,
no ayudó en absoluto a que el ambiente mejorara.
Tampoco para nosotros resultó sencillo incorporarnos a aquella escuela de la calle
Princesa y hacerlo de manera provechosa, sin renunciar a nuestros planteamientos
pedagógicos. Para empezar, no compartíamos en absoluto esa idea de escuela
gratuita. No se puede considerar gratuito lo que se mantiene gracias al trabajo de los

89
alumnos, ya consista este en barrer la iglesia, cantar en los funerales o fabricar paños,
como era nuestro caso. Los chicos de la calle Princesa quizás no entregaban dinero
contante y sonante a la escuela, pero pagaban las clases con su esfuerzo, su tiempo y
su sudor. ¿Qué podíamos hacer nosotros, los maestros de De La Salle, ante tal
situación? Porque la gratuidad constituía uno de los pilares incuestionables de nuestro
proyecto escolar.
Discutimos largo y tendido entre nosotros sobre este estado de cosas y, aunque nos
costó tiempo, porque no lo veíamos nada claro, llegamos al acuerdo de colaborar con
la escuela, a pesar de los telares; aunque con la intención firme de reglamentar
estrictamente su funcionamiento, de manera que el trabajo de los chicos fuera parte
de su educación y no una pesada servidumbre de la que les resultaba imposible
librarse. A fin de cuentas, como oí alguna vez en Roma, "quien no enseña a su hijo un
oficio le está enseñando a robar". Educación sí, por tanto; pero nunca explotación
infantil.
Años más tarde, cuando fui destinado a la escuela de Calais, comprobaría la profunda
sabiduría que encierra este planteamiento, claro que allí tuvimos que compaginar
nuestros métodos escolares de siempre, no con las actividades propias del gremio
textil, sino con la atención al mar, los barcos, marineros, mercancías... En realidad en
París dimos el primer paso de algo que luego ha sido norma constante en nuestra
comunidad: tenemos una manera de actuar en la escuela, establecida entre todos a lo
largo de los años, a la que hemos de ser fieles; pero hemos de aplicarla con suficiente
flexibilidad, adaptando nuestros métodos a las variadas circunstancias concretas de los
distintos lugares en que se alzan nuestra escuelas. Porque ni todas las villas son
iguales, ni las aspiraciones de sus familias pobres son las mismas, ni las posibilidades
laborales posteriores de nuestros alumnos idénticas. Leales siempre, pues, a nuestra
tradición de comunidad, pero flexibles en nuestros planteamientos escolares
concretos.
En París nuestra responsabilidad particular consistía en estructurar las clases y
organizar la escuela de manera que los chicos, además de trabajar en los telares,
aprendiesen los rudimentos básicos de la cultura: lectura, escritura y cálculo. En la
escuela había suficiente personal encargado de la actividad textil, pero no tenían más
maestro que el director, y este no siempre disponía de tiempo y ganas para recibir a
los alumnos, ver sus progresos y enseñarles nuevos contenidos. Ahí entrábamos
nosotros, los maestros venidos de Reims con nuevos métodos y renovadas ilusiones;
teníamos que dar un nuevo impulso a la actividad propiamente escolar. Así que hubo
que organizar el trabajo de los chicos, según habíamos previsto en nuestras reuniones
comunitarias y demandaba a gritos la organización de la escuela, lo que en la práctica
vino a significar trabajar bastante menos en los telares, para dedicar más tiempo a las
actividades típicas de una clase. La consecuencia inmediata de nuestra labor
normativa, que todos los interesados por el progreso de los chicos apreciaron casi a
primera vista, fue que en la escuela comenzó a entrar menos dinero. Y eso no
agradaba a nadie.
El malestar fue en aumento, de manera que pronto comenzaron a sucederse las
reacciones visibles de rechazo y descontento. La primera fue la despedida del maestro
tejedor que, al ver que el negocio no era ya el de antes, optó por dejar la escuela y
buscarse un puesto más lucrativo. No quedó más remedio que parar el taller, lo que

90
tampoco agradó nada al director, que empezó a pensar que la llegada de los maestros
de Reims, más que beneficios, lo que traía a la escuela era la ruina segura. Y así lo fue
proclamando por doquier, de manera que todo el mundo comenzó a pensar que los
Hermanos estábamos llevando la escuela al desastre. Cuando estos rumores llegaron a
oídos del propio párroco de san Sulpicio y de algunas de las principales bienhechoras
de la parroquia pensamos que nuestra aventura parisina había muerto en el huevo, sin
haber podido gozar de la oportunidad tranquila de mostrar las virtualidades de nuestra
manera de trabajar en la escuela.
Las cosas estaban feas, en efecto, pero de ninguna manera íbamos a dejarnos aniquilar
sin ofrecer resistencia. Estábamos convencidos de que nuestro plan era el que más
convenía a los niños de aquella escuela y no podíamos permitir que el miedo al fracaso
nos paralizara. El artífice principal de la reacción fue el padre De La Salle, porque los
dos Hermanos, sus compañeros, bastante teníamos con atender todos los días a
nuestras clases, ahora más atestadas que nunca al no poder acudir los chicos al taller.
Así, en cuanto el responsable del taller nos abandonó, la primera decisión de nuestro
Padre fue encontrarse con él y ofrecerle un salario tentador a cambio de formar a mi
compañero en el arte de los telares. Mientras el Hermano se formaba, el propio Padre
lo reemplazaría en clase. De esta manera, antes de un mes disponíamos de un nuevo
maestro tejedor, ahora Hermano, y los telares echaban de nuevo a andar.
La segunda maniobra eficaz de nuestro Padre fue avisar a Reims para que enviasen
cuanto antes a París a dos Hermanos más, y a poder ser que al menos uno de ellos
entendiera de tejidos, si era posible. Estos dos Hermanos llegaron antes del verano con
lo que el funcionamiento de la escuela acabó de normalizarse por completo.
Hubo que hacer todavía un esfuerzo ímprobo en un tema novedoso para nosotros: la
afición de nuestros alumnos al juego, otra consecuencia perniciosa del manejo de
dinero en la escuela. Nada más detectar este espinoso asunto entre los escolares nos
pusimos manos a la obra de su exterminio, con firmeza de padre ante los culpables,
pero compaginando nuestras correcciones con la suave ternura de una madre, según
nos recomendaba con frecuencia nuestro padre De La Salle. Con infinita paciencia tan
innoble vicio fue entrando poco a poco por vías de erradicación, mientras, al mismo
tiempo, los chicos no dejaban de sorprendernos cada día con su generosa aplicación al
trabajo, tanto en clase como con los paños. Quedaba el resentimiento del director, que
no nos perdonaba sus pérdidas pecuniarias ni que le hubiéramos sustituido, de hecho,
en sus responsabilidades de animación de la escuela.
El párroco, preocupado, también movió sus fichas: vino a visitarnos y envió a varios
inspectores a que se enteraran inopinadamente de lo que sucedía en la escuela y lo
trasladasen a su despacho parroquial. En particular, encargó a su vicario, el padre
Baudrand, que prestase atención diligente a cuanto sucedía en la escuela para tratar
de reconducir en lo posible la situación. Según los ecos que de aquí o de allá recalaban
a nuestros oídos, todas las referencias sobre la escuela que solicitó el párroco fueron
muy positivas y, en particular, su vicario se hizo íntimo amigo del padre De La Salle y
defensor acérrimo del buen hacer de nuestra comunidad en la escuela.
Llegó, pues, el fin de curso, en el corazón del verano, y acudimos respetuosos a donde
el párroco para despedirnos de él, con la inquietud de ignorar lo que iba a ser de
nosotros de cara al próximo curso escolar. No descartábamos en absoluto que se

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prescindiera de nosotros pero, al menos de momento, no recibimos ninguna
notificación en tal sentido, así que pasamos lo que quedaba de verano en París.
Tras las vacaciones, a principios de octubre, nos presentamos en la escuela y
comenzamos nuestras actividades, según había sido costumbre el curso anterior. Al
tiempo que los Hermanos nos afanábamos sin mayor novedad en nuestras actividades
escolares, llegó a término un proceso que se había ido gestando desde hacía algún
tiempo en la parroquia de san Sulpicio, sin que nosotros nos hubiéramos enterado de
nada. El párroco titular dimitió, por motivos que no se dieron a conocer, y le sucedió
en el cargo su vicario, nuestro buen amigo el padre Baudrand. Allí se acabaron
nuestros problemas.
En poco tiempo y por consejo de nuestro padre De La Salle, el nuevo párroco me
nombró director de la escuela de la calle Princesa, mientras que alejaba de allí al
antiguo responsable, encargándole de la formación y organización de los monaguillos
de la parroquia. Así que, algo más de un año después de nuestra llegada a París,
podíamos por fin afirmar que la escuela de la calle Princesa se había convertido en una
escuela plenamente lasaliana, la primera que incluía en su horario cotidiano un tiempo
para el trabajo manual de sus alumnos.
A partir de ese momento los rumores envenenados desaparecieron como por
ensalmo, hasta el punto de que, muy al contrario, nuestra escuela comenzó a cobrar
fama por sus métodos extraños, porque nadie los había visto nunca en la capital, pero
muy eficaces. A la gente le llamaba la atención el trabajo de los chicos en un ambiente
de estricto silencio, la peculiar combinación de clases, práctica religiosa y trabajo
manual que habíamos instaurado en la escuela, y el cambio impresionante que, desde
el punto de vista moral, se había producido, entre los adultos de la escuela, que ahora
eran todos Hermanos y, sobre todo entre los alumnos, que habían abandonado por
completo el feo vicio del juego y mostraban un singular interés por aprender,
apreciable a simple vista.
Tan rotundo fue el éxito de la nueva versión de la escuela de la calle Princesa que,
antes de concluir ese curso escolar, el párroco nos propuso encargarnos de otra
escuela de caridad de la parroquia, aunque en un barrio distinto, algo más alejado. La
nueva escuela se situaría en la calle del Bac y no tendría telares ni otras manufacturas;
san Sulpicio y sus bienhechores se encargarían directamente de su mantenimiento.
Nuestro Padre aceptó complacido la invitación, aunque pidió un cierto tiempo para
poder atar bien los cabos, traer a París a algún Hermano más y organizarlo todo de la
mejor manera posible. Muchas veces le oímos comentar que sin orden y oración
resulta imposible sacar adelante ningún proyecto, por más empeño que le pongas, y
París no fue ninguna excepción a esta norma general. Porque era eso, precisamente, lo
que nuestro Padre reclamaba para la nueva fundación: oraciones en favor del éxito del
proyecto y tiempo para organizarlo todo adecuadamente, con detalle. La verdad es
que no hubo que esperar demasiado porque a la vuelta de las vacaciones de Navidad,
en enero de 1690, la nueva escuela lasaliana de la calle del Bac entraba ya en
funcionamiento.
La llegada de nuestra comunidad a París terminó por constituir un triunfo total, como
lo atestigua la sólida implantación de nuestra comunidad en la capital del reino en el
momento en que estoy redactando estas notas. Pero los inicios de la comunidad en

92
aquella eminente ciudad tuvieron muy poco de placentero; al contrario, más fueron
penosa senda de tormento y viacrucis que victorioso camino de rosas. Pero como no
hay mal que por bien no venga, tengo para mí que durante aquellos duros tiempos
fundacionales de París nuestra Sociedad aprendió mucho más que durante los largos
años de grata travesía por aguas favorables, y se volvió para siempre una Sociedad
madura y robusta. Como si los sufrimientos, que aquilatan y engrandecen de manera
inigualable a las personas, produjeran un efecto similar en las instituciones que
resisten con vigor sus embates sin renunciar a sus principios fundacionales.
Si nos referimos a mi humilde persona, aquellos tiempos han quedado grabados a
fuego en mi interior; no tanto por el trabajo o las gestiones que hube de emprender —
pocas, comparadas con las mis tiempos de director de Laon, en que gran parte de las
cargas de la escuela reposaban sobre mis espaldas— sino por la inquietud sostenida
que se derivaba de nuestra incierta posición, y por esa desagradable desazón de no ver
nada despejado el horizonte inmediato. De las gestiones, visitas, papeleos y demás, se
encargaba el padre De La Salle en persona; no en vano conocía bien los entresijos de
san Sulpicio y sabía qué tecla tocar en cada momento.
A los Hermanos, además de plantar cada día en la escuela nuestras mejores artes, nos
tocó practicar como nunca el espíritu de fe, esa forma de mirar el mundo a través de
las mismas lentes con que Dios lo observa, sobre la que tantas veces nos iluminara el
Padre y que tan distintas nos hace ver las cosas. Y luego, la oración. Porque fue en
París, seguramente, donde adquirí la costumbre de subir todos los días a Dios, con mi
cotidiana carga de problemas, por aquella misma escala del santo patriarca Jacob de la
que nos habla la Biblia. Entre la pesada carga con que ascendía cada mañana hasta el
Señor destacó durante mucho tiempo el feo vicio del juego, que se había apoderado
de mis niños; pero la oración tenía siempre para mí un efecto lenitivo, porque después
de permanecer un rato largo, con confianza, junto al Padre, salía de allí con una
generosa ración de luz divina para iluminar nuestra situación, y con mi persona repleta
de paz y gozo interior.
Dos problemas —que luego se han convertido en cuasi universales por todos los
lugares en que nos ha tocado fundar escuelas para pobres— tuvieron que afrontar los
Hermanos en aquel París de la última década del siglo XVII. Uno de ellos con los
párrocos, que eran los propietarios de las escuelas y confundían esa prerrogativa, que
nadie les discutía, con el hecho, muy distinto, de ser superiores de la comunidad de
maestros, directores de las escuelas y responsables absolutos de cuantas decisiones
tenían que ver con unos y con otras. A fin de cuentas, si los propios obispos mostraban
serias dificultades para comprender y aceptar la autonomía de nuestra comunidad,
como tantas veces tuvimos la desgracia de comprobar a lo largo de los años, qué se les
podía pedir a unos pobres párrocos, casi siempre menos formados y mucho menos
poderosos que ellos, aunque no menos sedientos de autoridad, por supuesto. Así que
la autonomía de nuestra Sociedad, seriamente amenazada por las aspiraciones
dictatoriales de algunos párrocos, hubo que defenderla con uñas y dientes.
Al final la cuestión se volvió tan delicada que, en las negociaciones para fundar nuevas
escuelas, a los patrocinadores les obligábamos a firmar el compromiso de respetar en
las nuevas escuelas tanto los reglamentos establecidos por nuestra Sociedad como los
superiores nombrados por la misma, y no por los promotores de las obras escolares. Y
si no firmaban, los Hermanos no aceptábamos su invitación.

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El primer ejemplo característico de las incursiones de algunos párrocos en terrenos
que no les correspondían podría ser el conflicto que se suscitó con nuestro amigo
Baudrand, el párroco de san Sulpicio, a propósito de nuestro hábito. Lo curioso del
caso es que no podemos achacar la actitud del párroco a ninguna suerte de
animadversión contra nuestra comunidad, porque, según hemos reseñado más arriba,
el señor Baudrand apreciaba nuestra comunidad y era muy amigo del padre De La
Salle. Estas circunstancias, en particular los lazos que unían a ambos sacerdotes,
ayudaron, sin duda, a que el problema se resolviera con rapidez y sin mayor daño para
nadie.
El origen de la discusión hay que situarlo en el hábito que vestíamos los Hermanos casi
desde nuestra fundación, y que al párroco le parecía inadecuado y hasta un poco
ridículo. Estas reacciones adversas hacia nuestro hábito no eran nuevas, pero hasta ese
momento nadie se había atrevido a obligarnos a cambiarlo. Pues bien: el párroco de
san Sulpicio, patrón de nuestras dos escuelas de París, parece que se sintió investido
de la autoridad necesaria para ello y trasladó al Fundador la necesidad de que los
Hermanos adoptáramos otro hábito, más parecido, o casi idéntico, al clerical. Al
parecer la prenda de nuestra tradición que más disgustaba al bueno de Baudrand era
nuestro manteo de mangas colgantes, una de las partes de nuestro hábito que más
nos distinguían y a la que los Hermanos más cariño teníamos; y es que el manteo nos
resultaba tremendamente práctico cuando el clima se avinagraba.
Desde el principio tuvimos claro que no íbamos a secundar las indicaciones del señor
Baudrand, pero no podíamos hacerlo sin más; teníamos que justificar nuestra decisión.
Analizando los pros y los contras, el padre De La Salle consideró que lo más
conveniente tal vez fuera razonar por escrito nuestra negativa a seguir las órdenes del
párroco y hacerle llegar luego ese documento. Para prepararlo, nos reunió a todos los
Hermanos de la comunidad de París, que en ese momento éramos ya seis, para
comentar la situación y ver cómo podíamos orientar nuestra respuesta.
En comunidad, pues, decidimos que había que responder al párroco de manera seria y
rigurosa, aludiendo a más cuestiones que las asociadas al mero problema del hábito.
Había que exponerle nuestra historia, los criterios con los que veníamos funcionando
desde mucho tiempo atrás, prácticamente desde nuestra fundación, la manera en que
habían ido las cosas en otros lugares, y argumentos de ese estilo. Había que hacerle
ver que nuestra Sociedad no estaba constituida exclusivamente por la comunidad y las
dos escuelas de París, sino que había escuelas gratuitas y comunidades de maestros de
De La Salle en varias parroquias más, de tres diócesis diferentes, localizadas en cuatro
poblaciones distintas, además de París. Había que hablarle de nuestra identidad
particular, de la que el hábito no era más que una pequeña muestra. Había que dejarle
muy claro, en definitiva, que nosotros queríamos seguir perteneciendo a nuestra
Sociedad de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, y que, si él deseaba seguir contando
con nosotros, tenía que hacerlo con todas las consecuencias, incluida la aceptación de
nuestro hábito propio y, sobre todo, de nuestra identidad peculiar característica.
Nuestra reacción en comunidad fue un tanto desabrida, es cierto, pero confiábamos en
que la proverbial prudencia del padre De La Salle limase las aristas y consiguiese
redactar un documento lo suficientemente claro para no dejar dudas sobre nuestra
posición y, al mismo tiempo, correcto y educado, como se debe a un amigo que,
además, es un superior eclesiástico y un poderoso benefactor. Así lo hizo nuestro

94
Padre, que se anduvo siempre con pies de plomo y, para estar seguro de lograr
arreglar las cosas en lugar de empeorarlas más, consultó a varios de sus conocidos del
seminario de san Sulpicio, que aprobaron los términos generales del escrito,
aconsejándole, eso sí, algunos pequeños retoques en ciertos puntos del mismo con el
fin de evitar en lo posible todos los efectos negativos que pudieran derivarse de su
contenido. Nuestro Fundador accedió a dar al documento un último repaso atento, lo
puso todo en limpio y se lo entregó al padre Baudrand.
La reacción de Baudrand, si la hubo, nunca la conocimos; en este caso, de lo único que
podemos hablar es de la realidad que desplegó ente nuestros ojos. Los maestros
seguimos vistiendo nuestro hábito peculiar, sin que a ninguna otra autoridad
eclesiástica se le haya ocurrido desde entonces ordenarnos cambiar de hábito. Los
maestros de De La Salle queremos significar con nuestro hábito que no somos
sacerdotes, y por tanto no tenemos que vestir como ellos, y tampoco somos seglares,
por lo que no vestimos al modo seglar. Los maestros de De La Salle somos Hermanos
de las Escuelas Cristianas y Gratuitas y eso es lo que quiere significar nuestro hábito,
por más extraño y ridículo pueda parecer a algunos. Pasará el tiempo y terminarán
acostumbrándose a él, como es ley de vida, comprobada una y otra vez en tantos y
tantos lugares.
He dicho que no hubo ninguna reacción posterior a la sugerencia de Baudrand de
cambiar nuestro hábito pero, pensándolo mejor, sí que hubo un cambio significativo.
El padre De La Salle, que hasta aquel momento había compartido el humilde hábito de
sus maestros, a partir de aquella discusión comenzó a vestir la sotana clerical, incluido
su fajín y el manteo de los sacerdotes. No creo que fuera su amigo Baudrand quien le
obligó a ello; ni se hubiera atrevido ni creo que perteneciera a sus atribuciones como
párroco tal género de decisiones. Pero me inclino a pensar que algún otro superior
eclesiástico de más alto rango le trasladaría alguna insinuación, cuando no le ordenó
expresamente vestir como el sacerdote que era. En cualquier caso, dudo que esa
decisión saliera de la propia voluntad de nuestro Fundador.
El segundo problema, de los dos que debimos afrontar en París, duró bastante más
tiempo en su primera acometida, pues se prolongó por espacio de seis meses, pero ha
sido luego una preocupación casi permanente siempre que nos ha tocado fundar una
escuela para pobres en alguna villa. Me refiero al conflicto con los maestros de las
escuelas menores, sobre todo, que con mucha frecuencia ha dado lugar a acciones
ante los tribunales de justicia, con lo que ello supone de engorro para todos, laboriosas
gestiones, gasto en papeleos y dilatación de los conflictos y el malestar, en definitiva.
Pero bueno, teníamos la suerte de contar con un Superior que era hijo de magistrado,
al que no le asustaba, ni mucho menos, la idea de adentrarse por los senderos de la
justicia y, aunque prefería no hacerlo, se sentía a gusto razonando y presentando
documentos y testimonios al modo de los jueces.
Este segundo problema tenía su origen directo en las leyes que regían la educación,
casi siempre opuestas a nuestra manera de organizar las escuelas gratuitas.
Refiriéndonos concretamente a la actualidad parisina de la época, creo que también
tuvimos mala suerte, por decirlo de algún modo, con el momento preciso en que
llegamos a las escuelas de las calles Princesa y del Bac. Y es que, justo por aquellas
fechas, maestros, párrocos y chantre de la catedral libraban una pelea sorda e
incruenta, pero no menos agresiva, por clarificar los derechos que correspondían a

95
cada cual, y no estaban dispuestos a ceder ni el más pequeño ápice de poder a sus
ambiciosos rivales. Y en medio de sus trifulcas, sin comerlo ni beberlo, se encontraban
nuestras escuelas y nosotros, sus maestros.
Lo curioso del caso es que a los Hermanos nos fue bien ante los jueces, a pesar de que
las leyes se mostraban, sin discusión, en contra de nuestra manera de actuar en la
escuela, sobre todo en lo que hace a la gratuidad escolar, y eran favorables, por tanto,
a nuestros adversarios legales. Así que no parece que fuera la siempre ensalzada
justicia, ciega y neutral, la que conseguía que nuestras posiciones salieran triunfantes,
sino, más bien, la poderosa influencia de nuestros protectores. Y es que la parroquia
de san Sulpicio, de la que dependían nuestras dos escuelas, tenía un prestigio
incomparable en el París de aquella época, por lo que había que ser muy osado para
enfrentarse a los sulpicianos con la pretensión de salir vencedor del desafío. Mirado
desde el lado contrario, los maestros de las escuelas menores quizás no calcularon
bien sus posibilidades, porque aun teniendo, sin duda, la ley a su favor, peleaban
contra un enemigo demasiado poderoso, y este detalle, a la postre, resultó fatal para
su causa. Pero por mejor comprender las cosas, expliquemos con detalle el problema y
su evolución.
Si nos referimos a niños no demasiado crecidos, en el París de la segunda mitad del
siglo XVII, como en la inmensa mayoría de las localidades grandes y medianas del norte
de Francia, había dos tipos de escuelas: las llamadas escuelas 'menores', que, como su
nombre indica, preparaban para acceder en las debidas condiciones a las escuelas
'mayores', y las escuelas de caridad. También enseñaban escritura los escribanos y
maestros calígrafos juramentados, que trataban de redondear así sus menguantes
ingresos. Y es que, a causa de la generalización acelerada de la imprenta, todos los
amanuenses vivían horas bajas, sin que se vislumbrara ningún indicio de que su
situación fuera a mejorar, al menos en un corto plazo de tiempo. Claro que los
calígrafos enseñaban, por lo general, a chicos más mayores que los que acudían a las
demás escuelas; los aprendices de escribano habían pasado casi siempre por ellas, de
modo que cuando ingresaban con los calígrafos sabían ya leer y escribir, aunque
tuvieran que perfeccionar ambas técnicas. Pero, en realidad, los maestros calígrafos no
hacían la competencia a los otros dos tipos de escuelas, porque enseñaban a chicos
más mayores y porque normalmente no tenían demasiados alumnos.
En las villas catedralicias, como París o Reims, las escuelas menores estaban
controladas por el chantre de la catedral, mientras que las escuelas de caridad eran
parroquiales y dependían de cada párroco. Según esta clasificación, en principio,
nuestras escuelas parisinas entraban dentro de la clasificación de escuelas de caridad,
bajo responsabilidad exclusiva de la parroquia de san Sulpicio. El problema venía a la
hora de cobrar la escolaridad a las familias de los alumnos. En las escuelas menores el
asunto no ofrecía discusión: todos los alumnos tenían que pagar. En las escuelas de
caridad, sin embargo, había dos posibilidades. Estaban los alumnos oficialmente
pobres, es decir, los que pertenecían a familias que constaban en un registro público
de las parroquias en tal sentido, que no tenían que pagar; recibían educación gratuita.
Pero los alumnos de familias que no aparecían en ese registro parroquial de pobres
tenían que aportar algo; menos que en las escuelas menores, sí, pero una cierta
cantidad.

96
La dificultad legal con nuestras escuelas estribaba en nuestra manera de comprender
la gratuidad. Desde el primer momento las Escuelas Cristianas y Gratuitas de los
maestros del padre De La Salle se caracterizaron por ser estrictamente gratuitas para
todos los alumnos que deseasen acudir a ellas, independientemente de si estaban en
la lista parroquial de pobres o no. Nuestros reglamentos eran, en este asunto, muy
exigentes: no podíamos pedir a nuestros alumnos ni siquiera un alfiler; mucho menos
solicitar algún trabajo a alguien de su familia, aunque pagásemos por él, suplicar un
favor o beneficiarnos de cualquier servicio que pudiera interpretarse como aportación
a la escolaridad de un chico. Nada de nada; cualquier don recibido de los alumnos o
sus familias, por pequeño que fuera, se interpretaba como un atentado a la gratuidad,
que de ninguna manera podía admitirse.
Y ahí residía la clave de nuestro enfrentamiento judicial con los maestros de las
escuelas menores, que no estaban de acuerdo en que los alumnos que no aparecían en
las listas parroquiales de pobres frecuentaran nuestras escuelas sin tener que pagar
nada por ello. Los pobres oficiales sí, por supuesto, pero los demás tenían que aportar
algo, sostenían nuestros oponentes. Decían sentirse perjudicados porque
aceptábamos en nuestros establecimientos de caridad a algunos alumnos que podrían
acudir a las escuelas menores, pero preferían las nuestras porque en ellas no tenían
que pagar nada. Nada mencionaban, por supuesto, de nuestra calidad educativa, que
muy a menudo era superior a la de las escuelas menores de los alrededores y atraía
también a los alumnos. Pero, como se ve, más que presentar planteamientos
objetivos, nuestros rivales prefirieron centrar exclusivamente sus quejas en asuntos de
dineros, aunque para hacerlo tuvieran que barrer un poco para casa...
Porque, hablando con honradez, incluso desde el estricto punto de vista económico, la
postura de los maestros de las escuelas menores era muy discutible, ya que para la
inmensa mayoría de nuestros alumnos el dilema real era acudir a nuestras escuelas
gratuitas o pasarse el día en las calles sin hacer otra cosa que corromperse. Esto era
así, pero la ley, en teoría, amparaba los planteamientos de los maestros de las escuelas
menores que, a pesar de ello, perdieron sucesivamente todos los juicios.
El primero de ellos se celebró en el parlamento parisino en febrero de 1690; la
sentencia fue favorable a los Hermanos, quizás por influjo del bueno de san José,
nuestro santo patrono, en vísperas de cuya fiesta litúrgica fue hecha pública. Los
maestros de escuelas menores recurrieron la sentencia, hubo que acudir a juicio otra
vez y, en julio, el parlamento volvió a darnos definitivamente la razón. En realidad fue
el padre De La Salle quien se ocupó de los papeles y esas cosas, aunque los directores
de ambas escuelas tuvimos que acudir al juicio en persona para aportar nuestro
testimonio. Ante los jueces lo único que declaramos fue la verdad: las familias de
nuestros alumnos eran todas muy pobres; si alguna había que podía pagar algo, nunca
le daría para enviar a sus hijos a una escuela menor. Por otra parte, para alguien
acostumbrado a un cierto nivel social, sentarse entre los pobres de nuestras escuelas
era algo impensable, que jamás hubiera aceptado de buen grado, sin verse obligado a
ello. Así que, si los chicos acudían a nuestras escuelas, era porque les resultaba
materialmente imposible asistir a otras de mayor nivel social.
Si la justicia existe sobre esta tierra, los jueces tenían que darnos la razón, porque,
según nos recordaba a menudo el padre De La Salle, nuestras escuelas para pobres,
siendo cristianas, también beneficiaban en gran medida al Estado, por cuyos intereses

97
y beneficios han de velar con suma diligencia los tribunales de justicia. Y es que los
alumnos de nuestras escuelas no solo se inician en el camino de la fe y el evangelio,
viviendo como buenos cristianos y ganándose con ello el cielo, según el encargo
recibido de nuestra santa madre Iglesia, sino que también aprenden a leer, escribir y
contar, así como las normas cívicas de cortesía y buenos modales, y se preparan
asimismo para ser luego trabajadores honrados y responsables, de lo que también se
beneficiará, y no en pequeña proporción, la sociedad entera. Así que nada tiene de
extraño, en definitiva, que los jueces salieran en defensa de nuestras humildes
escuelas para pobres, porque haciéndolo así no hacían otra cosa que proteger los
intereses generales de nuestro glorioso reino, que mil años dure.
Curiosamente, el tribunal de París nos obligó por sentencia a hacer lo que siempre
habíamos hecho: dar clase por pura caridad, sin recibir por ello retribución alguna de
nuestros alumnos. Estábamos encantados, y el padre Baudrand, nuestro párroco, aún
más, porque consideraba el triunfo judicial como suyo propio. Y algo de razón puede
que también tuviera para sentirlo así.
De cualquier modo, para prevenir posibles dificultades venideras, el padre De La Salle
consideró conveniente organizar de manera un poco más sólida nuestra comunidad de
maestros, solicitando por escrito los permisos eclesiásticos pertinentes y dándole un
cierto aire de comunidad religiosa. Buscamos, pues, protección contra los maestros de
escuelas menores y los jueces, pero durante mucho tiempo no nos hizo falta. Los
problemas no iban a llegarnos del exterior, sino desde el núcleo más íntimo de nuestra
comunidad. Y es que los caminos del Señor nunca son fáciles de comprender para los
hombres; y menos de aceptar cuando se ven claros...13

13
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 9'.

98
10

septiembre de 1690 - diciembre de 1691

Tal como hemos ido narrando, la vida de los maestros del padre De La Salle en París se
desarrollaba sin ocasión para distraernos; entre los compromisos de la comunidad, el
trabajo de la escuela, los problemas con la parroquia y los disgustos judiciales, casi no
nos quedaba tiempo para ocuparnos de cualquier otra cosa que no fuera el día a día
parisino. Llegábamos a olvidar que nuestra Sociedad también laboraba en otros
lugares, e incluso tenía en ellos una presencia más antigua y robusta que la de París, al
menos si a los números nos referimos. Y, sin que apenas nos diéramos cuenta, fuera
del París el Instituto comenzaba a incubar una crisis muy seria, que terminó por tener
efectos desastrosos para todos nosotros.
Así, desde el momento en que el Padre abandonó Reims para venir a fundar a París, el
Seminario de Maestros Rurales empezó a renquear, de manera que a principios del
año 1690 hubo que cerrarlo, por falta de candidatos. Si escarbamos en los motivos que
pudieron llevar a tal decisión, hay algunos que saltan a la vista sin esfuerzo, mientras
que otros quizás resulten más difíciles de detectar. Es evidente que en aquella comarca
que rodeaba Reims no había tantas parroquias capaces de financiar a un joven un
tiempo extenso de formación, a veces de un año o más, como para hacer que el
Seminario tuviese una existencia prolongada; pero la verdad es que se apagó antes de
lo que habíamos imaginado. Por otra parte, el prestigio del padre De La Salle ante los
párrocos era impresionante, de modo que, cuando nuestro Padre decidió marchar a
París, muchos párrocos dejaron de confiar tanto en las posibilidades formativas de sus
discípulos o, al menos, sin la presencia del Padre en casa, la idea no les atraía tanto. Así
que se mostraron mucho más remisos a enviar a Reims candidatos para formarse
como maestros, hasta que al final no vino nadie.
La noticia del cierre del Seminario de Maestros Rurales inquietó bastante a nuestro
Fundador, pero como en París nos hallábamos inmersos en una auténtica vorágine de
problemas, a cual más grave y complicado de resolver, el padre De La Salle se veía
obligado a permanecer en la capital, por más que su espíritu le estuviera pidiendo a
gritos que viajase a Reims. Cuando, ya bien entrado el verano de 1690, llegó la
sentencia definitiva —y favorable— de la última apelación judicial, nuestro Padre se
sintió liberado y pudo al fin partir hacia Reims.
Lo que allí encuentra es peor de lo que había imaginado. No solo ha habido que
clausurar el Seminario de Maestros Rurales, sino que el centro donde se preparaban
los jóvenes para ser Hermanos se tambalea y los candidatos que sobreviven no le
producen demasiada buena impresión. Podría ser que, hallándose el Padre lejos de la
calle Nueva, las cosas se llevaran en aquella casa de manera más relajada y hasta que
los propios jóvenes se sintieran menos impulsados a la conversión y al compromiso,
como pedía el tipo de vida al que decían aspirar. El caso es que, ante la gravedad de la
situación, el Padre no vio otra solución que tomar a los postulantes que quedaban y

99
llevárselos con él de regreso a París. Pero no marcharán solos; con ellos irá también el
Hermano Enrique l'Heureux, uno de los maestros de la comunidad que mayor
confianza le merecían a nuestro Fundador. Y es que, para nuestro Padre, la formación
de los futuros Hermanos fue siempre la prioridad mayor; de ninguna manera podía ser
concebible un Instituto sólido y eficiente sin maestros bien formados, entusiasmados
con su labor y fieles a sus compromisos.
Cuando llegaron a París buscó un local en la misma calle Princesa y alojó allí a los
postulantes, mientras todos los Hermanos de París seguían teniendo la comunidad
donde siempre, en el primer piso del edificio de la escuela de esa misma calle, no lejos
del postulantado. La incorporación a París de los postulantes y de su director supuso
una reorganización general de toda la estructura comunitaria de la capital. El Hermano
Enrique pasó a ser, no solo el responsable de los postulantes, sino también el director
de la comunidad, al tiempo que, aprovechando que la universidad no quedaba lejos,
comenzó a asistir asimismo a las clases de la Sorbona.
Cualquier cambio tendría que hacerse siempre para bien pero, en nuestro caso, muy al
contrario, los cambios supusieron el pistoletazo de salida, o la manifestación pública,
de la más impresionante crisis comunitaria que yo haya vivido en mis largos años como
Hermano. Una crisis que vino a sumarse, por otra parte, a las variadas amenazas que
desde hacía bastantes meses asediaban a toda la institución del padre De La Salle,
tanto en París como fuera de la capital.
Y es que a algunos Hermanos de mi comunidad parece que no les sentó nada bien que
el último llegado, que no había vivido los iniciales tiempos inciertos de las dudas del
párroco y los primeros ataques de los maestros de las escuelas menores, o las
discusiones sobre los telares y la manera de actuar en París, tomara ahora las riendas
de la comunidad, pasando por encima, por así decirlo, de otros Hermanos que quizás
tenían más experiencia en París y más méritos que él para dirigir la comunidad. Así
que, al poco de llegar el Hermano l'Heureux a París, quien había sido mi compañero en
la fundación de la calle Princesa nos comunicó un día que abandonaba el hábito y la
comunidad, no sin antes liberar por la boca toda su bilis acumulada, sin control ni
tamiz caritativo alguno. Un segundo Hermano aguantó algo más, pero pocas semanas
después imitó el camino y las formas de quien primero se marchara, dejando en la
comunidad un vacío silencioso que contagiaba por doquier tristeza y pesimismo.
Al abandono de la comunidad de nuestros dos Hermanos, se unió el fallecimiento del
recordado Hermano Luis, un artista de los telares, que con su partida repentina, tras
breves jornadas de enfermedad, redujo en muy poco tiempo nuestra comunidad justo
a la mitad: de los seis Hermanos que comenzamos el curso en las escuelas solo tres
celebramos en comunidad la Navidad de aquel nefasto año de 1690, aunque, como se
tendrá ocasión de comprobar, las desgracias estaban lejos de haber concluido, ni en
París ni lejos de la capital.
La desaparición imprevista de los Hermanos creó un auténtico problema para cubrir
como se debía las necesidades de las escuelas; sobre todo las de la calle Princesa que,
a causa de sus telares, tenía unos requerimientos muy particulares en lo que toca a las
habilidades de los maestros. Así las cosas, tanto al padre De La Salle como al Hermano
l'Heureux les tocó dejar de lado otros compromisos y comprometerse en la escuela
como un maestro más. Además hubo que dar el hábito de la comunidad a alguno de

100
los postulantes más mayores. Tal vez no estaban preparados del todo para tan
complicada tarea pero, como suele decirse, la necesidad obliga...
Preocupados como estábamos por nuestra situación, nos tocó revivir un desagradable
fenómeno que ya nos había ocurrido antes: las apreturas de París hicieron que nos
desentendiéramos de lo que sucedía en otros sitios, que, por desgracia, se parecía
bastante a nuestras cuitas. Porque en la región de Reims y alrededores también
abandonaron la comunidad varios Hermanos, desgracia a la que hubo que sumar la
desaparición física de otro maestro, a causa de la muerte de nuestro querido Hermano
Nicolás, al que yo conocía bien casi desde mis primeros tiempos en la comunidad. Era
el cuarto, desde el nacimiento de la comunidad, que nos esperaba en el cielo. Por estas
penosas casualidades que tiene el destino, también por tierras de la Champaña el
número de maestros terminó reduciéndose exactamente a la mitad, aunque su
disminución no fuera tan rápida como en París. Claro que allí no tenían postulantes de
los que echar mano, por lo que sus dificultades de personal resultarían seguramente
bastante más difíciles de resolver que las nuestras.
Observada con atención desde la distancia, que filtra la luz, evapora la niebla y decanta
el polvo en suspensión, la crisis comunitaria de París, aunque fuera más intensa, se
parece bastante a otras crisis comunitarias que me ha tocado vivir. La comunidad es
algo hermoso y conveniente para todos, no solo para los maestros. Y al escribir esta
valoración no puedo olvidar mis largos años de soledad en Roma, en los que tantas
veces me habría venido bien una persona amiga a mi lado, que escuchase lo que tenía
que compartir con él, sonriese comprensivo y me ayudase a levantar las pesas
decaídas por mil motivos, algunos ciertamente mezquinos, banales y hasta
sonrojantes, pero muy hirientes cuando aparecían, y con gran capacidad de
demolición. Aquellos rasgos de individualismo que, cuando comencé mi andadura con
los maestros de De La Salle, me achacaban en la comunidad y me invitaban a combatir
con energía, me ayudaron sin duda a superar los malos trances, ¡qué cosas! Pero
hubiera sido, sin duda, mejor contar con una comunidad de verdad, que me arropara y
sostuviera como todas deben hacerlo. Porque si es cierto que una comunidad, cuando
lo es de verdad, puede prestar servicios impagables a sus miembros, por otro lado la
experiencia demuestra, y lo repite todos los días con insistencia, que vivir en
comunidad, en la práctica, no resulta nada sencillo, que las tormentas comunitarias se
gestan con rapidez, van agravándose poco a poco y, al final, resulta muy complicado
salir de ellas.
Vienen ahora a mi memoria aquellos comentarios sobre la importancia de una vida de
comunidad auténtica que el padre De La Salle nos dirigía a menudo en Reims, en
recolecciones de domingo o sesiones más largas de retiro. Uno de sus temas
preferidos era el de la unión comunitaria, a la que llamaba 'piedra preciosa', que había
que conservar como una joya si no queríamos que todo se viniera abajo. Recuerdo su
insistencia en que no se puede vivir en comunidad sin tener que soportar la cargas de
todo tipo que nos llegan de nuestros compañeros. Todos tenemos nuestras cargas,
pero con demasiada frecuencia ni siquiera nos damos cuenta, porque quienes de
verdad pechan con ellas son nuestros compañeros de comunidad.
Recuerdo una vez que nuestro Padre comentaba que los milagros son raros, y suceden
en contadas ocasiones. Pues bien, exponía con no escasa ironía el Fundador, algunos
Hermanos pretenden ver todos los días en su comunidad uno de los milagros más

101
inauditos y extraordinarios que se hayan podido contemplar, esto es, vivir en
comunidad sin tener que soportar ninguna carga ni molestia alguna de los demás.
Ahora me doy cuenta de la enorme sabiduría que atesoraban aquellas palabras del
querido padre De La Salle: vivir en comunidad exige mucha unión, mucha paciencia y
una caridad evangélica a prueba de bombas, que trate de comprender con amor todo
lo que sucede en la comunidad y perdone sin condiciones lo que haga falta. Cuando
una comunidad no se rige por estos valores centrales del Evangelio, se convierte
directamente en un infierno del que cualquiera querría escapar cuanto antes.
Esto es, precisamente, lo que sucedió en nuestra comunidad de París. Una decisión
legítima del Superior, aunque quizás poco dialogada con los Hermanos de la
comunidad que habían de respaldarla con su respetuosa obediencia y su actitud de
acogida, hizo que la unión comunitaria saltara por los aires. Así, en cuanto se hizo
público el nombramiento del Hermano l’Heureux, comenzaron las murmuraciones y
las críticas de los Hermanos, a viva voz o más en secreto, los comentarios
desagradables y hasta de mal gusto, las quejas, chismorreos y demás munición
anticomunitaria. Cuando más las necesitábamos, la paciencia brilló por su ausencia, la
unión desapareció como por ensalmo y la caridad evangélica, que tendría que haber
actuado de salvavidas definitivo, resultó tan insignificante e incapaz que, al final, aquel
infierno que pronosticara nuestro padre Fundador se hizo cruel realidad en la calle
Princesa, y varios Hermanos decidieron escapar de él. Una pena inmensa para la
comunidad, que perdía a algunos de sus maestros, y en particular para mí, que me
quedaba sin un buen amigo de los tiempos de la fundación en París.
Pero tras la tempestad llega la calma, que suele encontrar a quienes han sufrido los
embates del temporal más prudentes y mejor entrenados para afrontar nuevas
adversidades. Por ello, sin apenas tiempo ni para lamernos las heridas, hubo que
recomponer lo antes posible la situación y sacar, de cara al futuro, las abundantes
lecciones que la crisis padecida nos regalaba. Nuestra comunidad quedó debilitada, sin
duda, pero salió adelante más sabia que antes y con muchas más ganas de ser lo que
tenía que ser para prestar el importante servicio que los Hermanos esperaban y
necesitaban de ella.
La noria de la vida seguía girando sin descanso y, como la vez anterior, nuestro Padre,
que recibía puntual información de cuanto sucedía en Reims y otros lugares, ardía en
ganas de desplazarse hacia aquellas tierras para comprobar in situ lo que allí acaecía y
tratar de aportar un poco de luz a la situación; sobre todo su autoridad y prudencia de
Superior. Pero, como también ocurriera la vez anterior, sus obligaciones en la escuela y
la frágil situación de la comunidad de París desaconsejaban el viaje. A finales de
noviembre parece que nuestros problemas de París entraban por vías de solución
medianamente satisfactorias, de modo que nuestro padre De La Salle se animó a
desplazarse a Reims.
Las cosas no pudieron ir peor tras aquel viaje porque, al desánimo generalizado que allí
le aguardaba, se sumó su propia enfermedad, sobrevenida o con seguridad agravada
por las rudas condiciones en que se desarrolló el viaje, con un crudo invierno llamando
ya con fuerza a las puertas. A su llegada a Reims el Padre tuvo que guardar cama y se
debilitó mucho. En ese estado, apenas pudo hacer nada de lo que pretendía, aunque,
sin duda, su sola presencia, por más débil e ineficaz para la acción que pudiera parecer,

102
seguro que fue de gran consuelo para nuestros Hermanos de la calle Nueva, e impulso
enérgico para motivarse y recuperar energías y entusiasmos apostólicos perdidos.
Recuerdo a este respecto la confidencia de un Hermano que fue testigo de la
enfermedad del Padre en Reims por aquellas fechas en torno a la Navidad de 1690: un
ejemplo impactante de resignación cristiana y oración permanente; también de
pobreza, porque el enfermo no estaba de acuerdo con casi ninguna de las iniciativas
que el Hermano director tomaba para procurar que la enfermedad del Padre fundador
pudiera remitir y su reposo fuera más completo. El enfermo no aceptaba nada, ni en
comida, ni en abrigo, ni en comodidades, que no fuera común para el resto de los
Hermanos, y solo a base de pequeños engaños podían ofrecerle algún consuelo
extraordinario para su estado.
Particularmente llamativo fue aquel día en que vino a visitarle a la comunidad su
abuela materna, doña Petra, y el padre De La Salle se empeñó en levantarse de la
cama para recibirla en la sala de visitas de la planta baja, que utilizaban habitualmente
los Hermanos. Nuestro Padre le dijo al Hermano director, empeñado en hacer subir a
la anciana a la celda del enfermo, que no quería ser un mal ejemplo para ningún
Hermano, ya que estaba severamente prohibido recibir visitas en el dormitorio
comunitario, y mucho más si se trataba de mujeres. Pero claro, en este caso hablamos
de un enfermo grave, atendido en una habitación individual, que recibe en ella a su
abuela ya mayor. Pues no pudo ser; el encuentro se produjo en el recibidor
comunitario, a la puerta de casa como quien dice. No sé por qué me vienen ahora a la
cabeza aquellas sabias palabras del apóstol de los gentiles, que aseguraba que, para los
amigos de Dios, todo les sirve para el bien; incluso la enfermedad, como estamos
viendo. Porque estoy convencido de que el padre De La Salle fue siempre un
extraordinario amigo de Dios.
Pasaron las fiestas de Navidad y, a la espera del año nuevo, cuando parecía que todo
se iba a ir encaminando de nuevo hacia la normalidad, un nuevo mazazo llega hasta el
lecho de un convaleciente padre De La Salle que, a decir verdad, no ganaba para
disgustos. Un correo llega con la dramática noticia de que el Hermano Enrique
l'Heureux se ha puesto enfermo y sus Hermanos están preocupados. El Padre se
inquieta y, aunque se encuentra algo mejor, no parece todavía en condiciones de
repetir, para regresar a París, aquel duro viaje que le obligó a postrarse en el lecho del
dolor. Apenas se está tranquilizando con estas reflexiones cuando llega una nueva
carta comunicando que el estado del Hermano Enrique se ha agravado y en la
comunidad de la calle Princesa temen por su vida. El Padre no se lo pensará más; se
levanta como puede de la cama e inicia un viaje urgente, en los medios más rápidos
que encuentra a su disposición. Será un esfuerzo inútil, porque cuando llegue a París el
Hermano Enrique llevará ya un par de días enterrado. Al impacto físico del viaje sin
descanso se suma ahora el golpe moral de la pérdida de su delfín, sin haber podido
administrarle en persona, al menos, los últimos sacramentos ni darle un cálido abrazo
de despedida para el viaje definitivo. Era el quinto en la lista de los Hermanos del cielo,
el Hermano l'Heureux, aquel que fuera elegido Superior de los Hermanos en 1686,
aunque su condición de laico le privara del ejercicio efectivo de tal responsabilidad;
aquel a quien el Padre trajo expresamente de Reims a París para apuntalar la
comunidad en la capital del reino y preparar para nuestra Sociedad un futuro de

103
prosperidad; aquel gran Hermano llamado a ser el sustituto de padre De La Salle al
frente de nuestra institución, ya no estaba entre nosotros.
Tras llegar a París y ser informado con rapidez de los últimos acontecimientos, nuestro
Padre no pudo hacer otra cosa que acostarse. Todos pensábamos que se trataría, más
que nada, de la fatiga del viaje, y con un poco de descanso y alimento las cosas
entrarían por el rumbo correcto en pocos días, pero la esperada mejoría se hacía de
rogar. Algunas noticias que recibió estando ya encamado no contribuyeron a elevar su
estado de ánimo precisamente. La más dolorosa para él tal vez fuera el abandono,
durante su ausencia en Reims, de casi todos los postulantes. Al parecer les atraía más
el culto solemne de la parroquia de san Sulpicio que la humildad dura y exigente de las
escuelas para pobres, lo que hacía que el sacristán les encomendase cada vez más
trabajillos en la iglesia: que si acólito, que si lector, que si preparar las flores y los
ornamentos, que si disponer el altar o el presbiterio... Al final, los jóvenes perdieron el
gusto por la escuela y se desviaron del objetivo que los había impulsado a llamar a las
puertas de la comunidad de los Hermanos. Abandonaron el postulantado y ahora
rondaban por la parroquia; alguno parece que incluso había confesado a algún
conocido que pretendía ordenarse sacerdote.
La vida en la comunidad seguía por caminos de preocupación. Sobre todo porque el
Padre fundador se hallaba bastante desmoralizado y su salud no mostraba signos de
mejoría; al contrario, al cabo de unas cuantas semanas, a mediados de febrero, su
estado se complicó más de lo habitual por culpa de una retención de orina que lo
colocó al borde de la muerte. Los Hermanos vieron su estado tan en las últimas que
movieron Roma con Santiago para encontrar ayuda. De nuevo las poderosas
influencias de la parroquia de san Sulpicio entraron en juego y poco tiempo después
acudía a la cabecera del enfermo uno de los doctores más eminente de su tiempo: el
doctor Helvetius, un holandés muy conocido en la corte de Versalles y entre la nobleza.
El doctor confirmó los peores presagios, hasta el punto de aconsejar que el enfermo
recibiera los últimos sacramentos y se despidiera de los suyos. Sin embargo, aseguró,
existía una posibilidad de que no todo estuviera perdido. Y es que Helvetius dijo tener
en su poder un potente brebaje que podía sanar al enfermo, aunque del mismo modo
podía acelerar su deceso. De cualquier manera, en su opinión, si no se actuaba pronto,
el enfermo fallecería en cuestión de muy pocos días, en medio de grandes dolores.
Había, pues, que optar.
Los Hermanos se reunieron y en muy poco tiempo decidieron que, a pesar de los
riesgos anunciados, el doctor debía aplicar su medicamento al enfermo; de perdidos, al
río. Eso sí, antes llamaron al párroco que, en presencia de todos los Hermanos y
algunos sacerdotes y amigos más, administró al enfermo la extremaunción y el viático,
le invitó a dirigir unas breves palabras de despedida y a bendecir a la comunidad.
Después convocaron al médico y lo dejaron a solas con el enfermo. La comunidad,
mientras tanto, estableció un turno permanente de oración en la capilla en favor de la
curación del Padre, que se inició con una ferviente oración comunitaria.
Helvetius dio su bebedizo al enfermo y se mantuvo un largo tiempo a la espera,
observándolo. Ante la falta de reacción visible, el médico decidió abandonar la celda,
avisando que regresaría al día siguiente. Comentó que no apreciaba ninguna reacción,
aunque el hecho de que el enfermo tolerase sin aparente dificultad la medicación
parecía buena señal, por lo que al día siguiente le aplicaría otra dosis. Tres veces se

104
repitió este proceso hasta que, al fin, el Padre comenzó a dar algunos síntomas de
mejoría; el más significativo, aunque parezca un tanto grosero subrayarlo, fue el
regreso de la orina, con lo que su cuerpo comenzó a expulsar toxinas y a purificarse. La
vía hacia la curación estaba abierta, pero el enfermo se hallaba muy débil y era incapaz
de manejarse por sí solo. Iba a hacer falta mucha paciencia y esperar, dos virtudes
imprescindibles para cualquier enfermo, que en el caso de nuestro padre De La Salle
requerían, sin duda, dimensiones muy superiores a lo habitual.
Nos hallábamos, lo recuerdo bien, a punto de iniciar la santa cuaresma, que para
nuestro Padre iba a ser especialmente penitencial. Postrado en su lecho de dolor, muy
débil al principio, empezó a alimentarse lo mejor que sus Hermanos supieron y
pudieron, intentando ofrecerle viandas que, aunque él lo disimulara, sabían que le
gustaban y eximiéndole, según aconseja la santa madre Iglesia, de los rigores del
ayuno cuaresmal que tan a rajatabla cumplían sus Hermanos en la comunidad. El
Padre disfrutó durante esas largas jornadas de descanso y tranquilidad a raudales
porque, a pesar de seguir siendo el Superior de nuestra Sociedad, los Hermanos
trataron de que ninguna preocupación llegara hasta su lecho; tiempo habría, si llegaba
el caso, de enfrentarse con problemas menos complicados que los de salvar la propia
vida.
Pasaron las primeras semanas de convalecencia y, a comienzos de abril, el enfermo se
levantaba ya del lecho algún rato, se sentaba y hasta daba pequeños paseos
acompañado de un Hermano. El domingo de Ramos concelebró la eucaristía en la
parroquia, sin participar en la procesión, y durante la Semana Santa colaboró en
algunos oficios de modo que la Pascua resultó ese año para el padre De La Salle mucho
más que una idea, un artículo de nuestro credo o la rememoración de unos hechos del
pasado. No. La Pascua de ese año fue para el padre De La Salle celebrar en su propia
persona el paso cuasi milagroso, y gozoso por demás, de una muerte anunciada y muy
próxima a confirmarse a una resurrección de vida y alegría para mejor servir a Dios en
las Escuelas Cristianas y Gratuitas. Loado sea Cristo Resucitado que nunca deja de
inyectar su vida y su Espíritu en nuestras pobres personas.
Todavía hubo de esperar unas cuantas semanas más hasta su casi completa
recuperación y a principios de verano, cuando el calor ya había dejado de ser una
promesa para convertirse en realidad cotidiana cada vez más intensa, el Padre anunció
a la comunidad que se retiraba al parisino convento de los carmelitas, muy amigos de
De La Salle desde siempre, para practicar allí un mes de retiro, reflexión y oración. Fue
la señal más nítida de que el Padre se sentía bien y estaba curado.
Una vez concluido su retiro, a principios de agosto de ese año del Señor de 1691, el
Padre regresó a la comunidad de la calle Princesa. Le vimos muy restablecido, con algo
menos de peso, quizás, pero muy buen color, apetito y enorme entusiasmo apostólico.
Tanto que apenas paraba en la comunidad; siempre le salía alguna gestión que
tramitar por aquí o por allá, de manera que con frecuencia no regresaba al mediodía
para la comida, o pasaba un par de días fuera de la comunidad. Al final, todo quedó
claro; convocó a los Hermanos de París y compartió con ellos una idea que había
concebido, sopesado y visto muy clara durante su largo retiro: tenían que buscar otra
casa, fuera del casco urbano de París, aunque cerca de la capital, para poder dedicarla
a dos tareas, a su modo de ver, imprescindibles para los Hermanos: descanso, físico y

105
espiritual, y formación. Los acontecimientos vividos desde la fundación en París así lo
aconsejaban.
Aunque las finanzas de nuestra Sociedad de maestros no estaban para demasiados
dispendios, con la ayuda de los sulpicianos, creía haber dado con el lugar apropiado; y
es que su incesante actividad después de concluir el retiro no había tenido otro fin que
buscar ese paraíso prometido y negociar las posibilidades concretas de adquisición con
las que podía contar. Tras haberle dado mil vueltas al asunto, discutido aquí o allá, y
visitado fincas diversas en todos los alrededores de París, quería ahora, antes de
adoptar definitivamente la decisión, pulsar la opinión de los Hermanos en relación con
esta cuestión. No hubo ningún problema; sin apenas discusión todos vimos bien el plan
del Padre e incluso, por qué no decirlo, nos llenamos de alegría ante la perspectiva de
contar con una nueva casa en París que nos permitiría salir de la calle Princesa y
disfrutar de otro aire y de otro reglamento, cuando las labores escolares nos lo
permitieran, por supuesto. Un par de días después de esta reunión comunitaria, el
Padre partió hacia Reims con idéntico objetivo, encontrando en los Hermanos de
aquella región idéntica respuesta: adquirir una nueva casa en las afueras parecía una
buena idea. Todos estaban, pues, de acuerdo y, en consecuencia, solo faltaba decidirse
por la solución más adecuada y cerrar el trato de la manera lo más ventajosa posible.
La finca elegida quedaba a menos de una hora, a pie, de la calle Princesa, ya en pleno
campo, aunque con algunas casas en las cercanías. El lugar se llamaba Vaugirard. La
casa era amplia aunque muy pobre; daba la sensación de haber estado deshabitada, y
hasta bastante abandonada, durante los últimos años. Tenía de bueno que estaba
rodeada por todas partes de terreno que en el pasado pudo servir de huerto o jardín,
aunque ahora estuviera comido por las matas. La primera vez que me acerqué por
Vaugirard me decepcionó bastante, la verdad, pero según fuimos arreglando un
poquito las cosas, cortando las malas hierbas e introduciendo algo de limpieza y
pintura en la casa, y también algún mobiliario, la cosa cambió. En la buhardilla había
sitio para un dormitorio de unas quince o veinte camas; en el primer piso podríamos
tener una amplia sala de comunidad y una par de huecos más pequeños, para
despacho o entrevistas; y en la planta baja se podía instalar la capilla y el refectorio.
Estaríamos bastante apretaditos pero cabríamos todos... de momento. No pudimos
comprarla, como es lógico; la alquilamos por algún tiempo, con posibilidad de ir
renovando cada año el alquiler; el Padre nunca nos lo confirmó, pero sospecho que la
parroquia ayudaría bastante en lo económico, y hasta puede que se ocupara por
completo del asunto.
A finales de agosto todas las gestiones estaban concluidas y podíamos utilizar sin
reservas la casa de Vaugirard. Así las cosas, ese curso el retiro anual tendría lugar en la
nueva casa de la comunidad en París. Para ello, el Padre convocó a todos los Hermanos
para el 8 de septiembre en Vaugirard. De esa forma, dispondríamos de una semana, o
quizás algo más, para continuar adecentando la casa lo mejor que pudiéramos, ya que
las vacaciones escolares tenían lugar en septiembre. Así que, en cuanto terminaron las
clases, a Vaugirard nos fuimos Hermanos y postulantes de París para preparar la casa
de modo que pudiera acoger a todos los Hermanos. Unos veinte Hermanos nos
juntamos para el retiro; cabíamos justo justo y la casa resultaba bastante incómoda
para algunos actos. Pero la valoración final del retiro por parte de todos los Hermanos,
sin excepción, fue muy satisfactoria. Todos quedaron enormemente contentos de lo

106
que habían vivido en aquella casa, que para todos los que no vivían en París era una
completa —y hermosa— novedad.
Tras el retiro, como solía ser costumbre, se reunió la asamblea de los llamados
Hermanos 'principales', esto es, los directores de las ocho escuelas de las que nos
encargábamos, además del Superior, que era el padre De La Salle. Los dos Hermanos
directores de la comunidad de la calle Nueva de Reims y de la calle Princesa de París
eran también directores de escuela, lo que da una idea de la penuria de maestros que
sufríamos por aquellas fechas. En esta asamblea de principales, a la que tuve el honor
de asistir, el padre De La Salle compartió con sus Hermanos las conclusiones más
significativas e importantes a las que había llegado tras el análisis de la situación de
nuestra Sociedad durante su mes de retiro solitario. Se ve que el tema exclusivo de su
retiro había sido cómo revitalizar nuestra institución, que parecía amenazar ruina.
La decisión principal estaba ya en marcha: se trataba de la adquisición de la casa de
Vaugirard para el descanso y la formación de los Hermanos. Porque descanso y
formación se veían como indispensables tanto para evitar las enfermedades de los
Hermanos, que tan duramente habían atacado a nuestra comunidad, como para
inyectar en ellos coraje y esquivar el desánimo, que los impulsaba a la deserción y
tenía fatales consecuencias para nuestra labor escolar y nuestra moral comunitaria. Si
la casa de Vaugirard cumplía las expectativas con las que había sido adquirida era de
esperar que en poco tiempo se notaran resultados muy positivos en ambos apartados:
salud y entusiasmo vocacional. Pero había otras ideas que el Padre quería discutir y
consensuar con los Hermanos directores.
La primera de ellas nos llevó muy poco tiempo porque ya habíamos discutido con
detenimiento el asunto en otras ocasiones y estábamos todos bastante de acuerdo.
Tras la muerte del Hermano Enrique, el único del que se podía decir que había iniciado
en serio un camino de preparación para el sacerdocio, teníamos claro que nuestra
comunidad había de ser una comunidad de maestros, y no de sacerdotes. "La escuela y
la comunidad exigen un hombre entero", gustaba de repetir el padre De La Salle cada
vez que se le presentaba la ocasión y en aquella primera asamblea de Vaugirard
también nos lo repitió. La escuela exigía mucha dedicación, en efecto, e introducir en
ella sacerdotes, con la cantidad de compromisos que la ordenación sacerdotal trae
habitualmente consigo, significaba que no podrían dedicar a los alumnos todo el
tiempo al que estos tienen derecho cuando vienen a nuestras clases.
Por otra parte, hacer que en comunidad unos maestros sean sacerdotes y otros no
supondría plantar con seguridad en ella la semilla de la discordia y la desunión, porque
antes o después se destacaría de alguna manera la diferente dignidad de los
Hermanos, según fueran ordenados o laicos, y, como consecuencia, sus distintos
derechos y deberes, reales o pretendidos. Así las cosas, teníamos claro que, en
adelante, todos seríamos maestros laicos, no habría ningún sacerdote entre nosotros.
Una decisión que, ciertamente, conllevaba sus riesgos. El principal era que se nos
impusiera superiores sacerdotes ajenos a nuestra institución, según habíamos
conocido ya algún amago y, sin duda, llegarían más, por parte de párrocos y, sobre
todo, de obispos y eclesiásticos de alto rango. Pero si hasta entonces habíamos salido
indemnes del apuro, no había por qué suponer que en el futuro seríamos más torpes
para reconducir la situación por vías apropiadas. Así pues, los Hermanos serían todos
laicos, entregados sin medida a la obra de las escuelas para pobres y agrupados en

107
comunidades vivas por mejor atender a las escuelas y, sobre todo, mejor cumplir el
Evangelio de quien nos llamó a su servicio.14
Optar por la laicalidad completa de nuestra institución aconsejaba que se tomaran
algunas medidas para evitar que el estado clerical, con su prestigio social y eclesiástico,
su facilidad para adquirir rentas y sus cometidos no tan exigentes y duros como los de
la escuela, se convirtiera en una tentación demasiado seductora para los Hermanos.
Acabábamos de vivir lo sucedido con algunos de nuestros antiguos postulantes, a
quienes los vistosos oropeles de san Sulpicio habían desviado del camino hacia las
escuelas para pobres inicialmente elegido, y temíamos que el proceso se repitiera en
las comunidades en la persona de algunos Hermanos poco firmes en sus convicciones
vocacionales. Por ello, algunos directores solicitaron a la asamblea ciertas medidas en
relación con el uso y estudio del latín en las comunidades, los libros latinos y
cuestiones relacionadas, de modo que en comunidad resultase complicado aspirar y
prepararse para el estado sacerdotal. Algunas medidas las tomamos ya en aquella
misma asamblea de Vaugirard, aunque en las reuniones sucesivas de Hermanos
principales hubo que seguir reflexionando sobre este delicado tema y adoptando
decisiones.
Otro asunto novedoso, que nos llevó más tiempo desbrozar, fue la identidad peculiar
de los que con el tiempo se llamaron Hermanos 'sirvientes', es decir, Hermanos de la
comunidad que no daban clase sino que se ocupaban, sobre todo, de las labores
materiales de la comunidad y la escuela: la cocina, el huerto, cuando lo había, recados,
reparaciones, etc. También podían sustituir provisionalmente a algún maestro cuando
este caía enfermo o debía ausentarse de la escuela por el motivo que fuera. La
presencia de Hermanos sirvientes en la comunidad haría, ciertamente, que nuestras
necesidades materiales estuvieran mejor cubiertas, de modo que los maestros
pudieran prestar mayor atención y tiempo a sus obligaciones escolares. Además, la
presencia de Hermanos sirvientes nos daría muchas más posibilidades a la hora de
reemplazar a un Hermano ausente, cuestión que en algunos momentos había
resultado un auténtico quebradero de cabeza para nuestros superiores, tanto en la
región de la Champaña como en París.
La presencia de Hermanos sirvientes nos permitiría, por otra parte, sacar de las clases
a algunos Hermanos nada dotados para la pedagogía, y, al mismo tiempo, admitir a
personas interesadas en pertenecer a nuestra comunidad, aunque no estuvieran
capacitados para adquirir la preparación necesaria para ser un maestro de escuela en
toda regla.
En realidad, al aceptar la existencia de los Hermanos sirvientes entre nosotros
solucionábamos también algunas dificultades que solían aparecer a la hora de admitir
en la comunidad a jóvenes piadosos y muy valiosos para la vida comunitaria, aunque
un tanto negados para la escuela15. Acordamos distinguir a estos Hermanos sirvientes
con un hábito algo distinto del de los maestros; tendría un color más bien pardo y sería

14
Cf. las reflexiones que trasladé a este escrito cuando, aspirando a las órdenes sagradas, solicité el
ingreso en la comunidad de maestros del padre De La Salle (cf. páginas 33-35). Como allí se indicaba, los
Hermanos continuamos madurando esta cuestión hasta que, más o menos a partir del otoño de 1691, se
convirtió en algo claro y aceptado por todos
15
Algo comentamos al respecto cuando trascribíamos las discusiones de la asamblea de Hermanos
principales de 1686; cf. página 74

108
algo más corto, para que no les entorpeciera en sus ocupaciones materiales. La
asamblea de principales invitó, al mismo tiempo, a los Hermanos directores a hacer un
esfuerzo particular para preservar la unidad de las comunidades, de manera que la
presencia de algún Hermano sirviente en ella fuera siempre motivo de unión y jamás
una excusa para la discordia.
En el aspecto espiritual, el Padre nos propuso dos prácticas interesantes, aunque la
primera de ellas le iba a cargar al Superior con un trabajo ímprobo. Dado que algunos
Hermanos se habían desanimado mucho, sin que la comunidad y, en especial, su
director se hubieran dado cuenta del drama que se incubaba en su interior, De La Salle
proponía que los Hermanos escribieran una carta mensual al Superior comentándole
sus vidas en todos los aspectos: espiritual, vocacional, comunitario, apostólico... Así el
Superior estaría al corriente de lo que sucedía en el corazón de cada Hermano y podría
dar a cada cual una respuesta adecuada, o, si lo veía conveniente, adoptar otras
medidas. El fruto de este contacto epistolar de cada Hermano con el Superior
quedaría, sin duda, completado en el curso de las visitas a las distintas comunidades
que el Hermano Superior realizaría, sin duda, alguna vez durante el curso, en la que se
entrevistaría personalmente con cada uno de los Hermanos de la comunidad, además
de reunirse con toda ella conjuntamente.
Al mismo tiempo, de manera más cercana, cada Hermano tendría que hablar una vez
cada semana con el director de su comunidad para abrirle su corazón y compartir con
él cómo se sentía. Era la rendición de conciencia que tan famosa se hizo, con el tiempo,
en nuestras comunidades, porque dependía mucho del director que te tocara en
suerte para que se redujera a un simple encuentro rutinario o, muy al contrario, fuera
una entrevista prolongada y profunda, en la que se revisaban con detalle todos los
aspectos de la vida del Hermano, desde los más banales a los auténticamente
capitales. Nos pareció buena idea y quedamos todos de acuerdo en poner en marcha
ambas prácticas en las comunidades apenas llegásemos a ellas, al regreso del retiro de
Vaugirard.
Una segunda práctica, más que otra cosa un signo, que terminó adquiriendo asimismo
carta de plena naturaleza en nuestra comunidad, fue el cambio de nombre que se
produciría al recibir el hábito e ingresar así en la comunidad. En ese momento, pues, el
nuevo Hermano dejaría de lado los apellidos, y a veces hasta los nombres, recibidos de
la familia para pasar a llamarse como decidiera la comunidad; normalmente con el
nombre de algún santo o misterio cristiano que sirviera de modelo, y hasta de
intercesor, al nuevo Hermano. Con este cambio de nombre se pretendía indicar al
Hermano que comenzaba una nueva vida, por completo diferente de la anterior,
marcada por otros valores, por otros compromisos, por otros ideales; sería, por así
decirlo, un recuerdo de las llamadas del cielo que lo habían llevado a la comunidad,
una invitación permanente a la conversión. A partir de nuestra entrada en comunidad,
entre nosotros, entre nuestros alumnos y sus familias, y en la Iglesia, el único nombre
que se emplearía sería el nombre de Hermano, reservando el antiguo para los trámites
de la sociedad civil que no aceptasen nuestra nueva identificación.
Nos pareció buena idea, de modo que todos dejamos de lado por completo nuestro
apellido, y algunos Hermanos incluso cambiaron su nombre de pila; en mi caso, me
convertí en el Hermano Gabriel, a secas. Desde ese momento en adelante, al tomar el
hábito los Hermanos tomaban también un nuevo nombre, de modo que no hubiera en

109
el Instituto dos Hermanos con el mismo nombre. En el fondo era una costumbre
presente en muchas órdenes religiosas desde hacía muchos siglos, e incluso, como
pude comprobar más adelante, otras comunidades de maestros de regiones distintas a
las nuestras también la practicaban.
Quedaba una última propuesta: intensificar la formación de los Hermanos más jóvenes
mediante una presencia más prolongada en Vaugirard. La idea nos pareció óptima,
aunque tenía algunas aristas que había que limar con cuidado para que no causaran
perjuicio a nadie. En primer lugar ver quiénes serían los nominados y plantear esa
elección de manera que no se sintieran señalados con el dedo de la culpabilidad. Tras
un breve intercambio de pareceres, acordamos dejar en Vaugirard a todos los
Hermanos con menos de cuatro años de presencia en una comunidad. Anotamos sus
nombres y nos salían ocho; casi la mitad de la veintena que participamos en el retiro.
Los contenidos serían íntegramente vocacionales y espirituales; se encargaría de ellos
el único que podía hacerlo: el padre De La Salle, que tuvo la idea originaria y sabía de
qué pie cojeaban los Hermanos jóvenes. Por otra parte, todos los demás íbamos a
estar ocupados en clase y poco podríamos ayudar. Y las fechas: el Padre creía que con
tres meses bastaría, de momento, por lo que se acordó que la presencia de los jóvenes
en Vaugirard llegase hasta las vacaciones de Navidad. De este modo, al comenzar el
año 1692 todos los Hermanos tenían que estar ya a disposición de su escuela
respectiva.
Y, para concluir, el gran problema: cómo remplazarlos en las escuelas; dirigíamos ocho
escuelas a las que íbamos a privar de casi la mitad de sus maestros: un auténtico
destrozo, valga la metáfora, nada fácil de recomponer. Dimos vueltas a distintas
soluciones posibles pero ninguna parecía demasiado viable. Al final se decidió que el
Padre escribiera a algunos párrocos para que nos 'prestaran' durante esos tres meses a
algunos de los maestros rurales que previamente habíamos formado, tratando de
seleccionar a los que estuvieran desarrollando un mejor trabajo en sus pueblos. No
todos contestaron como se esperaba pero, al final, mejor o peor, con la ayuda de los
sacerdotes y maestros amigos, encontramos una solución para cada hueco. No todos
los Hermanos jóvenes aceptaron la propuesta con idéntico entusiasmo, pero, sin duda,
el hecho de quedarse con el padre De La Salle facilitó mucho las cosas.
Una vez hallada la luz para todos los asuntos previstos, llegó el momento de
abandonar aquel oasis de tranquilidad. Unos cuantos para iniciar el largo camino de
regreso hacia la Champaña y alrededores; otros —menos— hasta la comunidad de la
calle Princesa, con los dos o tres postulantes que quedaban. Aunque los ocho
Hermanos jóvenes elegidos no se movieron de allí; hasta Navidad, con el Padre
fundador, serían los nuevos inquilinos de Vaugirard.
Los Hermanos de París solíamos venir todas las semanas a Vaugirard, con los
postulantes; en ocasiones incluso dos veces: el jueves, día de asueto en las escuelas, y
los domingos. Esta visita se convirtió para todos en un verdadero y ansiado pulmón,
tanto desde el punto de vista puramente fisiológico como mirado desde la
espiritualidad y el ánimo personal: constituía una auténtica bendición que a todos
agradaba y beneficiaba.
Durante estas visitas semanales, aderezadas con largas y profundos diálogos, se fue
fraguando entre el Padre y los dos directores de las escuelas de París, el Hermano

110
Nicolás y este humilde servidor, un acuerdo pleno sobre algunas cuestiones. Entre
ellas, sobre la necesidad de contar en nuestra Sociedad con más apoyos para
sostenerla, más hombros para soportar la carga y las dificultades que se generaban en
ella, más entusiasmo, radicalidad y compromiso en la animación y defensa de nuestras
escuelas para pobres, y de las comunidades de Hermanos que las posibilitaban y las
nutrían de personal y energía.
Profundizando en esta línea, a principios de noviembre el Padre nos propuso
encabezar la lista de los comprometidos a fondo y de por vida mediante la profesión
de un voto perpetuo de entrega y servicio a las escuelas. Tanto el Hermano Nicolás
como yo mismo no solo aceptamos la propuesta del Padre sino que nos mostramos,
además, enardecidos y llenos de entusiasmo con la idea, de modo que dejamos en
manos nuestro querido Fundador la redacción inmediata de una fórmula apropiada.
Calculamos cuándo podríamos profesar el voto y el día de la Presentación de María,
que sería fiesta en las escuelas, de forma que los tres coincidiríamos con seguridad en
Vaugirard, nos pareció el momento más oportuno de entre las fechas que se
avecinaban, con el añadido litúrgico significativo del ejemplo vivo de la consagración
de la Virgen niña, sin entrar todavía en los rigores del Adviento. Hablamos de
comprometernos por voto en presencia de toda la casa, pero la idea no le parecía al
Padre demasiado conveniente; él prefería que fuera, más bien, algo discreto, íntimo,
que solo quedase grabado en la mente de Dios y en nuestros corazones. Tiempo habría
de dar publicidad al voto y, sobre todo, de animar a más Hermanos para que lo
profesaran. Y, conforme lo pensamos, lo hicimos.
Llegado el día 21 de noviembre del año del Señor de 1691, por la tarde, mientras
Hermanos y postulantes salían a dar un paseo por los alrededores, el Padre y los dos
Hermanos directores de París, permanecimos en casa con la excusa de arreglar algunos
asuntillos. Cuando nos quedamos solos, el Padre repartió a cada uno su fórmula y
juntos nos fuimos a la capilla para proclamarla al unísono ante el Santísimo, con una
vela encendida en nuestra mano derecha. Y después, sobre el mismo altar, la
firmamos. El texto del voto decía lo siguiente:
"Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, postrados con profundo respeto ante
vuestra infinita y adorable Majestad, nos consagramos enteramente a Vos, para
procurar con todas nuestras fuerzas y con todos nuestros cuidados el establecimiento
de la Sociedad de las Escuelas Cristianas, del modo que nos parezca más agradable a
Vos y más ventajoso para dicha Sociedad. Y a este fin, yo, Juan Bautista De La Salle,
sacerdote; yo, Nicolás Vuyart, y yo, Gabriel Drolin, desde ahora y para siempre, y hasta
el último que sobreviva, o hasta la completa consumación del establecimiento de dicha
Sociedad, hacemos voto de asociación y de unión, para procurar y mantener dicho
establecimiento, sin podernos marchar, incluso si no quedáramos más que nosotros
tres en dicha Sociedad, y aunque nos viéramos obligados a pedir limosna y a vivir de
solo pan. En vista de lo cual, prometemos hacer unánimemente y de común acuerdo
todo lo que creamos, en conciencia y sin ninguna consideración humana, que es de
mayor bien para dicha Sociedad. Hecho el veintiuno de noviembre, día de la
Presentación de la Santísima Virgen, de 1691. En fe de lo cual hemos firmado".
Desde entonces este voto, el contenido de sus breves líneas, ha sido para mí sagrado.
Lo he llevado conmigo a todas partes, lo he leído y releído en infinidad de ocasiones.

111
Se lo he comentado al Señor en la intimidad de nuestras oraciones silenciosas o en
medio de las grandes liturgias solemnes de los más hermosos templos de la
cristiandad. Se lo he repetido de atrás hacia adelante y de delante hacia atrás con
ocasión de retiros, viajes, momentos de soledad u ocasión apropiada se presentase.
Aquel compromiso de Vaugirard ha sido siempre para mí como un faro del que nunca
ha dejado de manar con generosidad esa luz cálida y potente que elimina todas las
oscuridades y caldea los fríos.
Es cierto que yo llevaba ya varios años de compromiso en la comunidad de los
Hermanos y, en ese sentido, parecería que el voto de 1691 no añadía nada especial a
mi entrega. No era así ni mucho menos; porque si, en apariencia, mi vida iba a seguir
como siempre, en mi interior yo estaba convencido de que había dado un gran paso,
un paso en el vacío si se quiere, en el vacío divino en cualquier caso, fiado solo del
amor de Dios y su providencia misericordiosa, el paso de la confianza, el paso de la fe
total. Por fuera, este voto apenas si cambió nada en mi vida y, sin embargo, a partir de
su profesión, todo fue para mí distinto por completo. Mejor, por supuesto. Mucho
mejor, mucho más evangélico, mucho más entregado, mucho más en manos de Dios.
Nunca me he arrepentido de aquel compromiso, ni me voy a arrepentir, con la ayuda
del cielo, en el tiempo de vida que el Señor me conceda para poder agradecérselo con
toda mi alma día tras día. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.16

16
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 10'.

112
11

enero de 1692 - julio de 1694

Como confesaba en el capítulo anterior, el voto de 1691 marcó mi vida por completo,
la dividió en un antes y un después. Y no me refiero a las duras condiciones que nos
comprometíamos ante el Señor a soportar, si era necesario, para sostener y sacar
adelante las Escuelas Cristianas para pobres. En realidad nuestro compromiso no era
otra cosa o, al menos así lo interpretábamos nosotros, que tratar de cumplir de la
mejor manera posible la voluntad de Dios. Porque así interpretábamos la obra de las
escuelas, que por aquellas fechas veíamos en riesgo de hundimiento general: era la
obra de Dios y cualquier esfuerzo que hiciéramos por salvarla significaba apostar por
quitar toda suerte de obstáculos de modo que la voluntad de Dios saliese triunfante en
el envite.
A lo largo de mi vida he leído y meditado en innumerables ocasiones el texto de aquel
voto de 1691 y, aunque siempre consideré que nos comprometía con radicalidad y por
completo a los tres Hermanos que lo profesamos, es preciso subrayar asimismo que,
en realidad, allí no prometíamos cumplir ninguna acción en concreto, como solía ser
habitual por aquel entonces en votos privados de ese estilo. Bien mirado, nuestro
compromiso consistía únicamente en consolidar, asegurar, sostener, de la mejor
manera que juntos estimásemos, aquella obra de las escuelas que amenazaba ruina.
Nada más, pero nada menos que eso, porque todo consistía en entregar por completo
la vida a la misión de extender el reino de Dios entre los niños pobres. Era una
promesa dirigida a Dios para asegurar el éxito de una de sus obras: sus escuelas para
niños pobres.
La fórmula del voto la redactó el padre De La Salle y lo hizo como él hacía siempre las
cosas: rozando la perfección. En cuanto conocimos el texto, tanto el Hermano Nicolás
como yo mismo estuvimos plenamente de acuerdo con su contenido. Después de darle
tantas vueltas y de tanto meditarla, hoy hay algunas cosas que me agradan
particularmente en esa fórmula. Una de ellas es la unión entre el cielo y la tierra que se
observa en ella: la promesa dirigida a Dios, pero para sostener una obra muy de la
tierra: las Escuelas Cristianas para niños pobres. Porque no hay duda de que estamos
ante un texto muy espiritual, sí, pero al mismo tiempo es tremendamente apostólico,
concreto, con los pies bien apoyados sobre la tierra; nada de quedarse mirando a las
nubes, como los apóstoles el día de la Ascensión. Con el tiempo me he dado cuenta de
que en esta manera de contemplar las cosas, esta unión tan estrecha entre el cielo de
la santísima Trinidad y la tierra de los niños pobres no es otra cosa que el espíritu de fe
al que tantas veces nos invitó nuestro querido Padre fundador, hasta el punto de que
hoy lo considero como uno de los elementos más característico e importantes de la
espiritualidad propia de nuestra comunidad.
Por otra parte, era una promesa que nos obligaba a actuar siempre en fraternidad,
unánimes, a ponernos de acuerdo, a pensar las cosas juntos y ponerlas en práctica

113
juntos. La comunidad, rasgo muy marcado en nuestra institución desde su nacimiento,
quedaba muy en primer plano en todo el texto del voto, como tenía que ser.
Sin olvidar que era la primera vez que se emitían unos votos llamados a ser, con el
paso de tiempo, clásicos, característicos de nuestra Sociedad. Los votos que he tenido
que profesar hace todavía pocos meses, de acuerdo con las nuevas Reglas de nuestra
institución, como los que se profesaban antes de la Bula de Aprobación de nuestra
Sociedad, estaban ya contenidos, como en germen, en aquella fórmula de 1691.
Nosotros los llamábamos entonces 'de asociación y de unión'; luego la expresión ha
evolucionado un poco y ha ido adquiriendo otras formas, distintas aunque muy
parecidas a la primitiva. Pero, más allá de las consideraciones que puedan añadirse a
este respecto, tengo para mí que aquel voto de 1691, que con profunda unción
profesamos en Vaugirard el Hermano Nicolás y un servidor, junto con el padre De La
Salle, fue el primero, el padre de todos los demás votos que a lo largo de los años han
ido profesando en nuestra Sociedad tantos y tantos Hermanos de todo origen, edad y
condición.
Vistas las cosas desde la distancia, no tengo ninguna duda sobre la generosa bendición
con que el cielo aprobó aquellas medidas que, bajo la inspirada guía del padre De La
Salle, decidimos y comenzamos a poner en práctica en aquel Vaugirard de la primera
hora. Porque en muy poco tiempo vimos como una serie de jóvenes llamaban de
nuevo a las puertas de la Comunidad para ser Hermanos de la Escuelas Cristianas, de
manera que el número de postulantes aumentó de forma llamativa durante los
primeros meses de 1692. Como la experiencia de tres meses de formación que habían
completado los Hermanos jóvenes se reveló como muy fructífera y satisfactoria, el
padre De La Salle consideró que no había que esperar a que los Hermanos estuvieran
ya en comunidad, y tuvieran una cierta experiencia de clase, para proceder a darles
una formación vocacional profunda y extensa. Y viendo el número creciente de
jóvenes postulantes ansiosos por tomar el hábito y salir a trabajar a las escuelas, el
Padre comenzó a darle vueltas a la idea de fundar un noviciado en toda regla, como
tenían las órdenes religiosas, que permitiera preparar con cuidado y dedicación a los
postulantes que dieran muestras de madurez, seriedad y responsabilidad en su opción
vocacional. No nos dijo nada, de momento, pero el Padre comenzó a tantear sus
posibilidades y a mover algunos hilos apropiados.
El párroco de san Sulpicio, el amigo Baudrand, de entrada no era demasiado favorable
a la idea; pensaba que exagerábamos, que estábamos hablando de preparar a simples
maestros de escuela como si fueran llamados a una orden religiosa clásica, de las que
existían desde hacía varios siglos. El Padre, por su parte, humilde como una paloma
pero astuto como las serpientes, prefirió no forzar la situación y esperó con paciencia
la oportunidad para traer el agua a su molino. Tal oportunidad se materializó en la
persona de un obispo recién nombrado para el cargo, compañero del Padre en el
seminario de san Sulpicio, al que, en el momento de su consagración episcopal, como
es lógico, no se le podía negar nada. El padre De La Salle se las arregló para convencer
a su amigo obispo de que le echase un cable con el párroco, y todo rodó luego a pedir
de boca: el padre Baudrand no solo dio su consentimiento sino que, además, se
comprometió a apoyar económicamente la nueva obra del santo sacerdote de Reims.
Nunca he dudado de que el padre Baudrand fuera gran amigo de los Hermanos, pero a
veces tenía sus cosillas, como todos... Más tarde nos enteraríamos, por otro lado, de

114
que el amigo obispo ayudó al Padre, sí, pero a cambio de arrancarle la promesa de
abrir una escuela para pobres en su diócesis; su generosidad episcopal, como tantas
veces ocurre, era en realidad una generosidad bastante interesada. Todo sea para
mayor gloria de Dios.
El Padre prometió fundar en aquella diócesis, es cierto, pero su amigo obispo tendría
que esperar. Y es que, tal como estaban las cosas, el Superior consideró que antes de
fundar nuevas escuelas había que consolidar las que teníamos, pues algunas de ellas
habían funcionado en precario durante demasiado tiempo, y debíamos respetar a
nuestros señores, los pobres, haciendo que en las escuelas todo fuera excelente. Al
mismo tiempo, la experiencia de la crisis nos había demostrado que no se puede lanzar
a la gente a la misión sin una preparación adecuada. Era este un error que no
queríamos volver a cometer; entusiasmo apostólico sí, pero bien acompañado de
suficiente prudencia vocacional. La buena formación resultaba imprescindible para dar
sentido pleno a la vida de entrega a los niños pobres de nuestras escuelas y también a
la vida comunitaria donde se gestaban y alimentaban todas nuestras ansias de entrega
apostólica. Pero, además, la formación también servía como instrumento eficaz para
resolver esas crisis íntimas que en el momento menos pensado a todos nos asaltan. Así
que, aunque no éramos suficientes Hermanos, a los más jóvenes, y a los nuevos, había
que formarlos lo mejor que supiéramos y pudiéramos. La consecuencia inevitable era
que, de momento, no íbamos a fundar nuevas escuelas; habría que aguardar a ver
cómo evolucionaba la situación, pero rebosábamos de las mejores esperanzas.
Mientras el Padre maduraba todas estas cuestiones, la vida en las escuelas continuaba,
sin mayores sobresaltos que los acostumbrados en un centro escolar. Ni por parte de
los maestros de las escuelas menores ni por parte de ninguna autoridad eclesiástica
volvimos a tener el menor problema. El Padre residía en la comunidad de la calle
Princesa, aunque a menudo se refugiaba él solo en Vaugirard, sobre todo cuando tenía
que preparar trabajos o documentos o, sencillamente, para meditar tranquilo o
trabajar sobre alguna cuestión. Tan grande era el cariño que el Padre sentía por
aquella casa, a pesar de la pobreza que reinaba en ella, y lo bien que se sentía allí que
comenzó a referirse a ella con el significativo sobrenombre de 'mi querida Belén'.
Más tarde pude comprobar también que una de las actividades a las que más a fondo
se dedicó el Padre durante sus solitarios retiros de Vaugirard fue la redacción de textos
que, con el tiempo, se convertirían en libros. Me pareció excelente porque era tal el
caudal de ideas y espiritualidad con que cada dos por tres nos regalaba que resultaba
imposible recordarlo todo. Que él mismo, que las había creado, pusiera por escrito
esas ideas, de manera ordenada y cuidada, sería una auténtica bendición para nuestra
Comunidad.
Hermanos y postulantes seguíamos acudiendo allí, por lo general, los jueves y
domingos, de manera que con frecuencia el padre De La Salle nos dirigía la palabra
para sacar jugo espiritual a alguna fiesta litúrgica, o explicar con más detalle asuntos
de oración, comunidad o misión en la escuela. En una de estas ocasiones, por ejemplo
—creo que a propósito de las lecturas de un domingo de Pascua—, el Padre glosó la
figura del Buen Pastor, inmejorable ejemplo de lo que debe ser un maestro de las
escuelas para pobres. Y es que, en realidad —según comentó—, podríamos definir al
maestro como alguien al que Dios ha llamado a ser un buen pastor de sus alumnos.

115
El buen pastor, en efecto, o el buen maestro, conoce a todos sus alumnos, y los conoce
uno por uno, con sus cualidades que hay que potenciar, y sus defectos que hay que
corregir con paciencia, y hasta con los vicios y pecados que es preciso erradicar cuanto
antes. El buen pastor los ama a todos, aunque no sean perfectos, los trata con ternura
inmensa y desea lo mejor para ellos. Y a cada uno le aplica el remedio y el trato que
considera más apropiado para conducirlo por el buen camino. Con unos será más
estricto, con otros más suave, a unos animará, a otros no les dejará pasar ni una... Los
chicos suelen demandar que se les trate a todos por igual y se les juzgue por el mismo
rasero pero, ¿cómo se puede actuar de la misma manera con personas que son tan
distintas? Esa es la mejor manera de respetarlos y de demostrarles con obras que son
muy importantes para nosotros y que su suerte nos interesa sobremanera. Al
principio, nos aseguraba nuestro Fundador, puede que no lo comprendan y hasta que
se enfaden un poco, pero la experiencia enseña que al final lo entienden, y hasta lo
aprecian y agradecen.
Pero, igual que en el Evangelio las ovejas saben quién es su pastor, los chicos también
conocen a su maestro, y lo quieren, y lo imitan; por eso es tan importante el ejemplo
para los maestros del padre De La Salle, hasta el punto de ser considerado como uno
de los pilares fundamentales de nuestra pedagogía. Y es que no podemos pretender
que los alumnos hagan lo que les enseñamos si no nos lo ven practicar a nosotros. Si
no damos ejemplo a los chicos, es inútil utilizar con ellos palabras y discursos; les
sonarán a falso y a hipócrita y, no solo no harán ningún caso, sino que, con frecuencia,
se empeñaran en hacer justo lo contrario. Y luego, si queremos que nos entiendan,
tenemos que ser sencillos con ellos, hablar como ellos, con sus mismas palabras y
expresiones, utilizar las comparaciones que les atraen y los temas que les interesan. Ya
habrá tiempo, durante el curso escolar, de mejorar la expresión y corregir sus fallos
lingüísticos. Pero la comunicación tiene que ser siempre fluida entre maestros y
alumnos. Sin olvidar jamás que, según gustaba el Padre repetir a todas horas, somos
Hermanos entre nosotros y hermanos mayores de los chicos de nuestras escuelas. Y
eso se debe notar con claridad en todo momento.
Así llegamos al mes de las vacaciones, septiembre de aquel año del Señor de 1692, en
el que tradicionalmente nos juntábamos todos para el retiro y, justo después, se
reunía la asamblea de Hermanos principales para juzgar cómo se estaban
implementando los acuerdos anteriores, qué efectos, positivos o negativos, habían
observado los Hermanos directores tras su aplicación y qué nuevas iniciativas
necesitaban ponerse en marcha. En la asamblea de principales discutimos y acordamos
el tema del noviciado. Comenzaría el 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, y el 8
de diciembre los novicios recibirían el hábito y el nombre de Hermano. Duraría hasta el
retiro del año siguiente, es decir, unos diez meses; entonces los novicios marcharían a
su comunidad, acompañados de sus nuevos compañeros, que habrían venido a
Vaugirard para retiro. También vimos interesante que, durante el noviciado, además
de iniciarse teórica y prácticamente por los caminos de la virtud, los novicios tuvieran
oportunidad de practicar un poco en clase, para lo que estaban disponibles nuestras
dos escuelas de París; los directores velaríamos por que todo fuera favorable en ellas
para que los novicios hicieran una experiencia atractiva y fructífera, que los asentara
en su vocación apostólica y les enseñase algunos rudimentos del trabajo práctico de
los maestros. Y así se hizo: la primera tanda de novicios estaba compuesta por seis

116
Hermanos: cinco maestros y un Hermano sirviente, que tomó el nombre de Tomás,
cocinero en sus inicios y luego una persona práctica y muy hábil para todo tipo de
tratos, que prestó hasta su muerte grandes y no siempre fáciles servicios a nuestra
Sociedad. Seis Hermanos más, que se incorporaron a diferentes comunidades en
septiembre de 1693, y fueron, a no dudarlo, un gran alivio para la penuria de
Hermanos que el Instituto padecía desde un par de años antes, o tres.
El padre De La Salle también nos habló de sus planes para el postulantado, al que quiso
dar seriedad y exigencia, colocando en él como director a un Hermano de garantías y
estableciendo algunas normas nuevas, que limitasen la actuación de los postulantes en
la parroquia y los orientase más hacia las escuelas y los pobres. Y, por supuesto, nos
pidió nuestra opinión sobre ese criterio de no fundar más escuela en los años
sucesivos, por las razones que ya se han comentado, hasta que se vieran motivos
claros para cambiar el criterio. Todos estuvimos muy de acuerdo, casi sin necesidad de
discutirlo.
El retiro de 1693 trajo una sensación de normalidad completa a nuestra comunidad.
Los nuevos hábitos formativos habían cuajado y los Hermanos comenzaban a
contemplarlos como algo habitual, aunque apenas contaban un año de edad. El 1 de
noviembre de 1993 comenzó una nueva tanda de novicios, parecida en número a la
anterior, que saldrían a comunidad en septiembre de 1694. Vinieron algunos
postulantes más y a las escuelas acudían más niños que nunca. Empezábamos a
convencernos de que la crisis, si no había terminado del todo, estaba al menos muy
cerca de hacerlo.
Todavía nos quedaba una prueba inesperada: un durísimo invierno de frío y hambre,
que parecía no tener fin. En aquellos implacables meses invernales tuvimos que pasar
pruebas de todo tipo: nos robaron y engañaron en escuelas y comunidades, y sobre
todo, en el camino a Vaugirard, cuando llevábamos hacia el noviciado algunas
provisiones. La gente lo pasaba tan mal que cualquier treta les servía para salir del
apuro, aunque solo fuera por unas horas.
Por otra parte, aunque muy relacionado con la situación general de miseria que se
vivía en la región, empezamos a conocer un fenómeno novedoso: el de las vocaciones
falsas, esas 'bocaciones' con b de boca, que se inventó con sorna un Hermano cocinero
para describir a aquellos jóvenes que aseguraban querer ser Hermanos, pero lo que en
realidad buscaban era comer caliente todos los días; por lo general no se tardaba
demasiado en descubrirlos. Aunque, la verdad, ni siquiera en una casa con tantos y tan
buenos padrinos como la nuestra se podía asegurar siempre una hazaña parecida. Y es
que se pasó tanta hambre y resultaba tan difícil solventar la situación que tuvimos que
trasladar a los novicios a la calle Princesa durante algunos meses, para no tener que
mover los alimentos y aprovechar las mejores condiciones de aquella casa, en
comparación con las de Vaugirard, para protegernos juntos del frío.
Con la llegada de la primavera de 1694 el azote del invierno disminuyó, la naturaleza se
apresuró a ofrecer algunos signos de vida renovada y las cosas comenzaron a mejorar.
Los novicios pudieron volver a Vaugirad a terminar sin trabas su experiencia formativa
y, tanto las escuelas como la comunidad de la calle Princesa fueron recuperando sus
agradables rutinas habituales. Una vez más, el párroco de san Sulpicio había sido un
punto de apoyo fundamental para capear el temporal, aunque esta vez también a él le

117
alcanzó, en cierta medida, la crisis, y tuvo que recortar algunas de sus ayudas a la
comunidad. De entrada nos pareció una pena que así sucediese, pero con el tiempo
hemos podido comprobar, una vez más, la gran verdad que encierra ese refrán popular
que enseña que "no hay mal que por bien no venga". Y es que las dificultades del
párroco de san Sulpicio para echarnos una mano nos empujaron a buscar soluciones
por nuestra cuenta, lo que significó un interesante paso adelante para la afirmar más y
más la autonomía de nuestra Sociedad.
A mi modo de ver, el comienzo del año del Señor de 1694 significó el lanzamiento de
una iniciativa muy importante para nuestra institución. Porque fue por aquellas fechas
cuando el padre De La Salle seleccionó a doce Hermanos de entre los más antiguos en
la Comunidad, muchos de ellos responsables de tareas de dirección en comunidades y
escuelas, y nos invitó encarecidamente a entrar en retiro personal a partir del
miércoles de ceniza ya próximo, que aquel año caía a finales de febrero. Según nos
comunicó, más adelante, en el momento oportuno, nos convocaría para redactar y
aprobar las primeras 'Reglas' de la comunidad.
Prefirió hacerlo de esta manera, tan original en nuestra Sociedad, probablemente
porque las asambleas de Hermanos principales de septiembre duraban demasiado
poco tiempo: una mañana, o un día a lo sumo. Redactar y aprobar las Reglas iba a
exigir bastante más tiempo; parecía, por tanto, mejor desconectar el proceso del retiro
anual. Al contrario, una vez aprobada las Reglas, el retiro de septiembre podía ser el
momento idóneo para darlas a conocer a todos los Hermanos y comenzar en serio a
practicarlas. Por otra parte, no convocó solo a los principales, como era habitual
después del retiro, sino que el Padre pensó que algunos Hermanos ya veteranos en la
institución, aunque no tuvieran cargos directivos, tenían una importante palabra a
sumar a la de los directores. Por eso amplió la lista a doce Hermanos, incluyendo los
más veteranos.
En conversaciones personales informales, alguna vez he oído al Padre bromear con
este número, insinuando que como las doce tribus constituían los pilares del pueblo de
Dios, y los doce apóstoles eran los cimientos de la Iglesia, nuestro Instituto se apoyaría
también en aquellos doce valientes que practicaron un largo retiro personal de varios
meses, hasta que fueron convocados a Vaugirard para el domingo de Pentecostés. No
sé hasta qué punto el número fue el criterio fundamental que movió al Padre a
convocar no a once ni a trece, sino a doce Hermanos, pero tengo para mí que algo de
cierto sí que pudo haber. Sobre todo porque, más adelante, alguien me comentó que
uno de los primeros elegidos, en principio, era el querido Hermano Juan, el más
anciano de los maestros de nuestra Sociedad, que falleció en Laon unas semanas antes
de Pentecostés —ciertamente Laon parece un lugar maldito—; conocida esta
circunstancia fue rápidamente sustituido por el Hermano Claudio, el de más reciente
ingreso en nuestra Comunidad, con el que antes del fallecimiento el Padre no contaba.
Pero, bueno, igual mis conjeturas no son del todo correctas...
Llegó, pues, ese domingo de Pentecostés y, tras la eucaristía, celebrada por el Padre
muy temprano, como era habitual en él, en una capilla cercana al noviciado,
regresamos a casa donde recibimos una charla de nuestro Fundador. Lo mismo que los
apóstoles prepararon la venida del Espíritu con unos días de retiro y oración, nos dijo,
así también nosotros, los doce Hermanos convocados, habíamos preparado la llegada
del Espíritu en idéntica actitud; como los apóstoles, nos tocaba ahora recibir

118
agradecidos la plenitud del Espíritu de Dios y dejarnos guiar con docilidad por sus
inspiraciones. Se refirió también el Padre al viento y al fuego, signos visibles del
Espíritu que invadieron la sala donde se hallaban los apóstoles. El fuego representa la
arrolladora fuerza apostólica mientras que la luz significa la fe, como la de aquella
estrella que guió a los magos hasta el Niño Dios. Y para concluir, nos recordó que solo
con la ayuda del Espíritu seremos capaces de mover los corazones de nuestros
alumnos, tarea fundamental para la que Dios nos convoca todos los días a las escuelas
para pobres. Tras esta reflexión a propósito de la liturgia del día y de la tarea que nos
esperaba, organizamos un poco el trabajo de redacción de las Reglas, que comenzaría
esa misma tarde.
Toda esa semana estuvimos trabajando en las Reglas; había que discutir las propuestas
y, una vez aprobadas, ir copiándolas para poder llevarlas a la comunidad. No era un
trabajo llevadero, ni mucho menos, pero nos parecía tan valioso para nuestra Sociedad
que nos dedicamos todos a él en cuerpo y alma.
Hacia mitad de la semana, cuando la redacción de las Reglas iba ya bastante avanzada,
hicimos un paréntesis en nuestras discusiones para que el Padre pudiera plantearnos
un asunto importante, según dijo. Tal asunto era la invitación a consagrarnos al Señor
de por vida mediante unos votos, un compromiso exigente que serviría para sostener e
impulsar las escuelas para pobres, esa obra de Dios en la que estábamos afanados
desde hacía tanto tiempo. Los votos que el Padre nos proponía no querían ser, en
absoluto, como los de las órdenes religiosas que todos conocíamos. El Padre hablaba
de unos votos de marcada orientación apostólica, que sirvieran para dar mayor solidez
a la obra de las escuelas, para desarrollarla y hacer que fuera cada día más parecida a
lo que Dios esperaba de ella. El Padre insistió en que debía ser una profesión
completamente voluntaria, deseada, así que si alguno no estaba de acuerdo, se lo
podía comentar a él en privado y no habría ningún problema en dejarle al margen de la
profesión comunitaria. Por lo que pude ver el domingo siguiente, fiesta de la Santísima
Trinidad y día de la profesión, los doce Hermanos que redactamos y aprobamos las
Reglas nos comprometimos asimismo mediante aquellos votos.
Recordaba yo entonces aquella confidencia que nos regaló en 1691 el padre De La
Salle al Hermano Nicolás y a mi humilde persona, antes de profesar aquella vez los tres
en privado, que ya habría tiempo más adelante de hacerlo en público y con más
Hermanos comprometidos. Era evidente que ahora se estaba cumpliendo aquella
intención del Padre. Porque en esta ocasión profesamos los votos todos juntos y
delante de toda la casa: Hermanos no comprometidos por voto, novicios y postulantes.
La fórmula era bastante parecida a la de 1691, aunque el voto de asociación y de unión
de entonces se había transformado en una expresión que haría fortuna en nuestra
institución; ahora se decía que los Hermanos actuaríamos siempre "juntos y por
asociación". Y también, en cierta manera, me di cuenta de que las exigentes
condiciones en las que en 1691 nos habíamos comprometido a ser fieles se habían
vuelto ahora un poco menos rigurosas. A fin de cuentas los tiempos habían
evolucionado y se habían vuelto algo mejores; a las puertas del verano de 1694
mirábamos, sin duda, el porvenir con bastante más esperanza que en aquel triste
otoño de 1691.

119
Según hemos ido comprendiendo mejor con el tiempo, y hemos fijado incluso por
escrito en algún documento oficial de la comunidad, aquellos votos de 1694 nos
obligaban fundamentalmente a tres cosas: animar las escuelas en comunidad,
asociándonos unos a otros, y asociando nuestras escuelas y comunidades en una gran
red apostólica en favor de los pobres estrechamente interconectadas; también nos
obligábamos a obedecer al Superior y a nuestros Hermanos directores; y a permanecer
fieles y leales a la comunidad, aunque las circunstancias por las que atravesásemos
convirtieran la fidelidad en un compromiso heroico. Como puede observarse, los votos
no tenían otro objetivo que dar solidez y futuro a nuestra red de escuelas populares
que tan cerca había estado de desaparecer hace tan solo un par de años o tres.
Parecía que todo había terminado con la solemne profesión matutina, pero por la
tarde el Padre nos citó de nuevo en la sala donde se habían desarrollado los trabajos
en torno a las Reglas. Nuestro querido Fundador volvía a la carga con un asunto que
había intentado otras veces, como he tenido ocasión de comentar. Quería que los doce
Hermanos eligiéramos entre nosotros a un nuevo Superior, que no fuera sacerdote, se
hubiera comprometido con votos ante el Señor a ser fiel al Instituto y vistiera el hábito
de los maestros de las Escuelas Cristianas para pobres. Nos sorprendió un tanto la
propuesta porque no nos la esperábamos y tampoco se puede en absoluto afirmar que
se respiraba entre nosotros ningún clima de queja contra el Superior actual, el padre
De La Salle, bajo cuya guía todos nos hallábamos más que satisfechos. Pero bueno,
puesto que él nos lo solicitaba, procuraríamos complacerle.
Preparamos la elección con una rato largo de oración silenciosa, que terminó con el
canto comunitario del 'Veni Creator'. Luego pasamos a votar, escribiendo el nombre
del candidato de cada cual en una papeleta, que depositamos con discreción en un
cestillo. Nadie supo qué votaba el Hermano de al lado, pero al final, tras escrutar con
cuidado las papeletas, el resultado no ofrecía ninguna duda; el mismo nombre en los
doce papeles: Juan Bautista De La Salle. Rotundo de verdad. No se lo esperaba el
Padre, ni mucho menos, y hasta se enfadó bastante porque estaba convencido de que
nos habíamos puesto de acuerdo para coincidir en nuestro candidato. Tal enfado
agarró qué rompió las papeletas, anuló la votación y nos hizo repetirla. Mismo proceso
y mismo resultado. Al final el Padre no tuvo más remedio que asumir nuestra voluntad
y hacerse a la idea de que debía seguir dirigiendo nuestra Sociedad, como lo venía
haciendo con probada maestría desde su misma fundación. El abrazo protocolario de
los doce Hermanos consagrados a su nuevo Superior, que en realidad no era tan
nuevo, cerró en fraternidad aquel acto. Convinimos en partir al día siguiente, de
mañanita, tras los rezos y el desayuno.
Pero al día siguiente nos esperaban más sorpresas, porque se ve que el Padre meditó
en lo que había sucedido la víspera por la tarde —su reelección como Superior
fundamentalmente—, y decidió redactar un acta de elección de Superior y hacérnosla
firmar a todos los que habíamos participado en las votaciones. En el acta, además de
reconocer la elección del Padre como Superior de nuestra Sociedad —lo lógico en un
documento de este tipo—, asegurábamos que en el futuro no aceptaríamos entre
nosotros a sacerdotes, es decir, que ningún Hermano podría estar ordenado, y que no
elegiríamos como Superior a nadie que hubiera recibido las sagradas órdenes. Al
contrario, para ser Superior del Instituto de los Hermanos sería, en adelante,

120
imprescindible pertenecer a la Comunidad de los maestros y haber profesado voto de
asociación como el que habíamos firmado los doce la víspera.
Ya que no había podido conseguir que un Hermano dirigiera la Sociedad, mediante la
firma de esta acta el padre De La Salle quería presentar su elección como una
excepción. En adelante la norma sería que un Hermano, y nunca un sacerdote ajeno a
la institución, fuera el Superior de nuestra Sociedad. Se trataba de dar un paso más
para asegurar la autonomía del Instituto con respecto a las distintas autoridades
clericales. Ni obispos ni párrocos podrían inmiscuirse en los asuntos internos de
nuestra Sociedad. Ese era el objetivo fundamental del documento que nos hizo firmar
el padre De La Salle antes de regresar a nuestras comunidades. Un propósito que a
menudo ha habido que defender con uñas y dientes pero que, no sin esfuerzo, vamos
sacando hasta el momento adelante como lo firmamos. Alguna batalla hemos perdido
en esta defensa de nuestra autonomía institucional, aunque tengo la sensación de que,
por lo general, el éxito nos ha acompañado y no parece que se vaya a alejar de
nosotros. De momento.17

17
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 11'.

121
12

verano de 1694

Tras aquellas memorable jornadas que concluyeron el domingo de la Santísima


Trinidad en Vaugirard regresé a la comunidad convencido de haber participado en
unos hechos trascendentales para nuestra Sociedad. Tampoco es que tuviera
demasiado tiempo para complacerme y meditar en las Reglas que aprobamos o en la
profesión, esta vez pública, que firmamos los doce Hermanos con el padre De La Salle.
Y es que fue regresar y conectar de nuevo al instante con el mundillo de la escuela y la
comunidad, que habían seguido su curso sin pensar en lo que pudiéramos estar
haciendo algunos en Vaugirard.
Enseguida llegó el retiro, que se celebró en las fechas tradicionales: los primeros días
de septiembre. Estuvo dedicado por completo a presentar las Reglas que habíamos
aprobado tres meses antes. Había que conocerlas bien, explicar y justificar algunos
detalles novedosos y, sobre todo, invitar a los Hermanos a esforzarse en cumplirlas de
la manera lo más leal posible. Practicar las Reglas constituía un atajo interesante para
poder cumplir con más facilidad la voluntad de Dios, que no siempre es fácil de
descifrar, para vivir con fidelidad el Evangelio en nuestro peculiar ambiente
comunitario y escolar, según vino a decir el Padre en sus charlas durante el retiro. Por
otra parte, cumplir todos los Hermanos las mismas Reglas nos ayuda a entrar por el
camino de una comunión más visible y más sencilla, aseguraba; cumpliendo las mismas
Reglas, la fraternidad se desarrolla y se fortalece casi sin que nos demos cuenta.
Las Reglas han cambiado con el tiempo y las que ahora mismo rigen en la Comunidad,
aunque fueron redactadas por los Hermanos principales del momento, como ha sido
norma entre nosotros, esta vez tuvieron que ser aprobadas por el papa Benedicto XIII,
que dio su beneplácito en 1726. Son consecuencias de la Bula de Aprobación del
Instituto, que había hecho pública el mismo papa el año anterior. Puede que las Reglas
de ahora tengan más empaque, mayor densidad espiritual que aquellas que
aprobamos en 1694. Sin embargo, para mí, son aquellas las que han movido mi vida de
Hermano, las que la han alimentado, las que la han impulsado por caminos de
Evangelio y de compromiso en favor de los pobres. Aquellas Reglas eran quizás un
tanto idealistas y poco experimentadas; pero para mí fueron las primeras, y por eso
adquirieron en mi interior un puesto privilegiado, que las que vinieron después no
fueron capaces de arrebatarles. Y es que recogían de lleno las ilusiones de aquellos
Hermanos que habíamos sobrevivido a una crisis muy profunda del Instituto, que tan
débiles nos había dejado y tanto nos había asustado.
Hoy es el día que puedo repetir de memoria párrafos enteros de aquellas Reglas de
1694, tal es la profundidad con la que quedaron grabadas en mi corazón. "El Instituto
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas es una Sociedad en la cual se hace profesión
de dar escuela gratuitamente. Los miembros de este Instituto se llamarán Hermanos y
nunca permitirán que se les llame de otro modo". U otro párrafo de este mismo

122
capítulo primero, sobre el fin y la necesidad de nuestra Sociedad, que decía
literalmente: "El fin de este Instituto es dar cristiana educación a los niños y con este
objeto tiene las escuelas, para que, estando los niños mañana y tarde bajo la dirección
de los maestros, puedan estos enseñarles a vivir bien, instruyéndolos en los misterios
de nuestra santa religión, inspirándoles las máximas cristianas y darles así la educación
que les conviene. Este Instituto es de grandísima necesidad". Una fantástica definición
de lo que eran, y continúan siendo, nuestras Escuelas Cristianas para pobres.
Ya comenté que una de las actividades a las que solía dedicarse el padre De La Salle
cuando se quedaba solo en Vaugirard, y a menudo también en la comunidad de la calle
Princesa, fue la redacción de textos que con el tiempo se convertirían en libros. Me
enteré de ello porque, por estas fechas, el Padre me pasó algunos manuscritos que
había escrito para que los leyese con atención y le diera mi opinión. Me rogó que
mantuviese la discreción sobre su contenido, pero creo que ahora, después de que el
Padre subiera al cielo y sus libros vieran por fin la luz de la imprenta, algo puedo
comentar sin violar aquella promesa. Los textos que me pidió revisar eran una serie de
resúmenes, muy esquemáticos y sintéticos, sobre distintos aspectos de nuestra vida
espiritual, apostólica y de comunidad. Temas sobre los que el Padre nos había
instruido en infinidad de ocasiones, con diferentes excusas. Ni que decir tiene que
apenas pude comentarle nada; me parecía todo excelente y estaba convencido de que
sería muy útil en las comunidades, para todos los Hermanos, pero en particular para
los novicios, que tenían que aprender bien estas cosas y tenerlas muy claras desde el
principio.
Cuando le devolví sus manuscritos, el Padre me comentó que también estaba
pensando en redactar varios textos para la escuela: algún libro de lectura que, además,
enseñase a los chicos cosas prácticas para la vida, y quizás también un manual o
catecismo para ayudar a los alumnos a participar mejor en la eucaristía y demás
celebraciones litúrgicas, cuando acudían a la iglesia. Sin embargo, de momento, él
estaba muy ocupado y no podía pensar con tranquilidad en esas cosas. Tiempo habría
en el futuro.
Seguíamos recibiendo jóvenes que se interesaban por nuestra comunidad y nuestro
empleo. Por otra parte, con la llegada de tiempos más agradables, aquellos que venían
a comer caliente a nuestro postulantado terminaron por desaparecer por completo, de
modo que nuestros postulantes, por lo general, eran jóvenes generosos e idealistas,
que estaban dispuestos a todo por seguir al Maestro en nuestras escuelas para pobres.
Esperábamos, además, iniciar la formación de otra tanda de novicios en noviembre
próximo, así que no parece que aquella decisión de no abrir más escuelas hasta que las
que llevábamos entre manos estuvieran bien asentadas tuviera que mantenerse
mucho tiempo más. El padre De La Salle tendría, por fin, que cumplir su promesa de
abrir una escuela en la diócesis de su amigo obispo.18

18
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 12'.

123
Anotaciones

críticas

a la ficción

124
Siglas y abreviaturas

BLAIN Las cuatro primeras biografías de san Juan Bautista De La


Salle - Tomo II, (Traducción del Hermano José María
Valladolid), Distrito ARLEP, Madrid 2010. Se cita la
abreviatura seguida del número de página. Por ejemplo,
BLAIN, 452.
Esta sigla solo se refiere al tomo II. El tomo III es, de
hecho, la cuarta parte de la obra de Blain, titulada Espíritu
y virtudes del señor Juan Bautista De La Salle, manejada
con mucha frecuencia entre los lasalianos como libro
aparte. Si en algún momento nos referimos a este tomo
III, o a cualquiera de los otros dos tomos de los cuatro
que completan la obra de Las cuatro primeras biografías
de san Juan Bautista De La Salle, lo haremos con la
abreviatura Las cuatro primeras biografías…, seguida del
tomo que interesa y la página. Así, Las cuatro primeras
biografías…, Tomo III, 59 significará, tercer tomo de Las
cuatro primeras biografías de san Juan Bautista De La
Salle, página 59

CL Cahiers Lasalliens, Maison saint Jean-Baptiste De La Salle,


Rome. Citaremos la sigla seguida del número concreto del
Cahier que interesa, en cursiva, y a continuación la
página. Por ejemplo, CL 25, 67

En los manantiales... JOSEAN VILLALABEITIA, En los manantiales de la escuela


popular cristiana, Ediciones La Salle, Madrid 2014. Se cita
la abreviatura seguida del número de página. Por
ejemplo, En los manantiales...,152

FÉLIX PAUL HERMANO FÉLIX PAUL, Las cartas de san Juan Bautista De La
Salle, Colección Sinite 4, Madrid 1962. Se cita la
abreviatura seguida del número de página. Por ejemplo,
FÉLIX PAUL, 167

FIÉVET MICHEL FIÉVET, Les enfants pauvres à l’école. La révolution


scolaire de Jean-Baptiste De La Salle, Editions Imago, París
2001. Se cita la abreviatura seguida del número de
página. Por ejemplo, FIÉVET, 167

125
GALLEGO SATURNINO GALLEGO, Vida y pensamiento de san Juan
Bautista De La Salle -Tomo I: Biografía, Biblioteca de
Autores Cristianos, Madrid 1986. Se cita la abreviatura
seguida del número de página. Por ejemplo, GALLEGO, 258

Las cuatro primeras biografías… Ver, más arriba, segundo párrafo de la abreviatura
BLAIN

MORY CHRISTOPHE MORY, Jean-Baptiste De La Salle. Rêver


l'éducation? Pygmalion, París 2010. Se cita la abreviatura
seguida del número de página. Por ejemplo, MORY, 87

OC Obras completas de san Juan Bautista De La Salle - 3


tomos, (Traducción del Hermano José María
Valladolid), Ediciones San Pío X, Madrid 2001. Se cita la
abreviatura, seguida del número de tomo, a continuación
se dan las siglas del libro correspondiente, a las que
siguen los artículos que interesan, todo según los mismos
criterios que utiliza el libro. Por ejemplo, OC-II,GE 9,5,6
significa: Obras Completas, Tomo II, Guía de las
Escuelas Cristianas, artículo 9,5,6. Cuando se desee citar
una introducción del traductor, en lugar de los artículos
del libro en cuestión se indicará la página. Por ejemplo,
OC-II,GE p. 7 indicará Guía de las Escuelas Cristianas, en la
página 7; al no citar unos artículos concretos, sino una
página, significará que hablamos de la introducción al
libro, redactada por su traductor.

Que la escuela vaya bien… VARIOS, Que la escuela vaya siempre bien. Aproximación al
modelo pedagógico lasaliano, Estudios Lasalianos nº 17,
Hermanos de las Escuelas Cristianas, Roma 2013. Se cita
la abreviatura seguida del número de página. Por
ejemplo, Que la escuela vaya bien...,225

126
Capítulo 1

En la ficción, el texto es un manuscrito inacabado que encontraron los Hermanos de la


comunidad de Auxonne, cerca de Dijon (Francia), entre los efectos personales del
Hermano Gabriel Drolin, una vez que, tras su muerte, hubo que recoger la habitación
del difunto. El Hermano Gabriel falleció en Auxonne un 11 de enero de 1733.
De acuerdo con lo que se indica en la ficción, el manuscrito estaría destinado a Juan
Bautista Blain, quien en ese momento ultimaba la biografía del Fundador que
aparecería publicada, en dos tomos y cuatro libros, ese mismo año. El texto supone
que el manuscrito nunca se concluyó, de modo que, como es obvio, nunca llegó a las
manos de Blain.
Aunque no tengamos constancia documental del hecho, resulta plausible que el
biógrafo Blain y el Hermano Gabriel pudieran entrevistarse en alguna ocasión, o tal
vez cruzarse algunas cartas. El biógrafo escribe en un momento dado lo siguiente:
"Este buen Hermano [Gabriel], el más antiguo y el decano de todos, actualmente con
72 años, regresado de Roma, a donde había sido enviado, y donde pasó veintiséis años
por orden del señor De La Salle, reside en Aviñón"19. Es evidente por tanto que,
aunque la edad que indica no es muy precisa, Blain conocía detalles muy recientes del
Hermano, lo que podría indicar que había seguido su pista para contactar con él. Y es
que sabemos que el Hermano Gabriel, a su vuelta de Roma, se detuvo en Aviñón,
donde el 21 de septiembre de 1728 emitió sus votos de acuerdo con la Bula de
Aprobación, aprobada tres años antes, en presencia del Hermano Timoteo, Superior
general a la sazón. Pero desde allí se desplazó, más tarde, a Auxonne, cambio de
comunidad del que Blain no tiene noticia.
Por otra parte, según indica con sensatez el Hermano Félix Paul en su obra sobre las
cartas de san Juan Bautista De La Salle, "es muy de notar que, por razones para
nosotros desconocidas, el Hermano Gabriel no comunicó esas cartas [del Fundador] al
Señor Blain, el cual se contentó con testimonios de segunda mano para relatar la
fundación de la escuela de Roma. Sin embargo, somos de la opinión que el canónigo
debió de pedir al decano del Instituto algunos pormenores, pues sus precisiones
referentes a los orígenes, a la obtención de una escuela del papa, a la consignación
recibida por el Hermano, a las tentaciones de infidelidad que hubo de experimentar,
no podía proporcionárselas sino el interesado"20. Y, por si alguno pudiera tener
sospechas o tentaciones de pensar en otras posibilidades de obtener información, el
Hermano Félix Paul añade a continuación: "Realmente no cabe imaginar que el señor
De La Salle, en vida de su discípulo, comunicara el contenido de las cartas que este le
enviaba desde Roma"21.
En la ficción se asegura que el Hermano Gabriel tuvo ocasión de hablar con el Hermano
Timoteo, Superior General, que le confió el encargo de redactar el manuscrito. Al
mismo tiempo, se deja la puerta abierta, sin garantizar lo que pudo suceder más
adelante, a una posible entrevista del Hermano con el propio Blain, que estaría
especialmente interesado en recabar el testimonio y los datos concretos que el

19
BLAIN, 411
20
FÉLIX PAUL, 99
21
Ibidem

127
Hermano Drolin pudiera ofrecerle. No tenemos ningún motivo para asegurar que esto
sucediera así o de otra manera; la que en la ficción hemos esbozado no es sino una
posible explicación, entre muchas otras que podrían imaginarse, para justificar los
datos objetivos y deducciones razonables que han llegado hasta nosotros. Pero,
aunque coherente y posible, no es más que ficción.
En cuanto a la convicción del Hermano Gabriel de la santidad de De La Salle, y la
anécdota personal que cuenta sobre una carta del Fundador presuntamente
milagrosa, hemos tomado el dato de Blain, que afirma lo siguiente: "El Hermano que
ahora es el más antiguo del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, [cuyo
testimonio es muy fidedigno], asegura que el año pasado, 1732, fue acometido por la
noche de violento dolor de cabeza, tan intenso que no sabía qué hacer: entonces se
acordó de que tenía en su bolsillo una carta del señor De La Salle; se la aplicó a la
cabeza y casi al punto cesó el dolor y se encontró enteramente curado"22.

Capítulo 2 - Itinerario preciso del Hermano Gabriel Drolin en el Instituto

Las referencias que nos han llegado sobre el Hermano Gabriel Drolin dibujan una
persona franca y sincera, que demostró ser, desde muy temprano, un excelente
educador. Casi desde que se conocieron mantuvo una sólida amistad con Juan Bautista
De La Salle, que ni siquiera los diversos rifirrafes romanos que tuvieron que lidiar
juntos en la distancia, con la ayuda-obstáculo de un correo lentísimo, consiguieron
resquebrajar. No faltan quienes consideran que Drolin supo reconocer desde siempre
en su Superior las virtudes heroicas de un santo, incluso en el sentido más
taumatúrgico del término23. Todo ello se ha querido reflejar en la ficción.
De los primeros tiempos del Hermano Gabriel Drolin conocemos con precisión el día
de su nacimiento y la época de su ingreso en la comunidad de los maestros lasalianos,
hacia el verano de 1684, con 20 años cumplidos.
Por esta última época, precisamente, debió de tener lugar la discusión de Juan Bautista
con los maestros de su comunidad a propósito de la riqueza de la familia De La Salle, a
la que, como es bien conocido, siguió el desprendimiento de los bienes del Fundador
en favor de los pobres, que Juan Bautista acometió con convicción aprovechando el
duro invierno que se vivió entre 1684 y 1685. Si cuando De La Salle renunció a la
canonjía —agosto de 1683— nuestro Hermano Gabriel no había ingresado todavía en
la comunidad, es muy probable que viviera ya desde dentro la polémica en relación
con el reparto de los bienes que enfrentó al Fundador con sus maestros.

22
Testimonio de Blain; Las cuatro primeras biografías…,Tomo III, 379. La frase entre corchetes se ha
añadido para que la traducción sea más fiel al original; cf. CL 8, 496-497. El Hermano Saturnino Gallego
parece estar seguro de que ese Hermano, "el más antiguo del Instituto", es Gabriel Drolin, cf. GALLEGO,
587 nota 173; otro traductor de Blain, el Hermano colombiano Bernardo Montes, también lo considera
posible, aunque aporta el nombre del Hermano Juan Partois —Antonio— como más probable; cf.
HERMANO BERNARDO MONTES, Vida del Padre Juan Bautista De La Salle, Libro IV, Bogotá 2010, p.
557 nota 728
23
Cf. nota anterior (22)

128
Tenemos también constancia de que al inicio del curso 1685-1686 nuestro Hermano
Gabriel se trasladó a Laon para dirigir la escuela que Nyel había fundado en aquella
localidad, así como su reducida comunidad de dos Hermanos, de los que el joven
Nicolás Bourlette fallecería durante ese mismo curso. El propio Hermano Gabriel
también enfermaría de gravedad, aunque por fortuna pudo recuperarse de su dolencia
sin que le quedara, que se sepa, ninguna secuela.
Entre las fiestas de la Ascensión y Pentecostés de 1686, el Hermano Gabriel Drolin,
como director de Laon, participa en la primera asamblea de Hermanos directores
lasalianos, presidida por De La Salle, en la que se adoptaron decisiones capitales de
cara al futuro del Instituto. Sin embargo, ese mismo año encontramos ya a otro
director en Laon —un tal Hermano José—, por lo que hemos de suponer que el
Hermano Gabriel salió de Laon, quizás a causa de la debilidad que le habían dejado su
enfermedad y el duro trance que allí hubo de vivir a lo largo de varios meses. Así que
en aquella asamblea perdemos, durante un largo periodo de tiempo, la pista del
Hermano Drolin.
La volveremos a recuperar en Laon, precisamente, diez años más tarde. No con
absoluta certeza pero sí con mucha probabilidad; y es que por esa época en el Instituto
hay dos Hermanos llamados Gabriel —Drolin y Rasigade— y en los documentos que se
utilizan para fijar estas cuestiones no siempre consta el apellido. Pero, comparando
datos y atando cabos, todo parece indicar que entre 1696 y 1698 el Hermano Drolin es
de nuevo director de la escuela lasaliana de Laon. Cuando, en esta segunda etapa, el
Hermano Gabriel se despide de Laon está a punto de inaugurarse una segunda escuela
lasaliana en esta ciudad, pero el Hermano Gabriel, que con seguridad estaría al
corriente de las negociaciones para su apertura, muy probablemente no llegará a verla
en funcionamiento.
Después de esta segunda experiencia en Laon, al Hermano Drolin le tocará encargarse
durante otros dos años, entre 1698 y 1700, de la dirección de la parisina escuela de la
calle Princesa, la primera de la que los lasalianos se habían encargado, diez años atrás,
en la capital del reino. Existe una anotación referida a un Hermano Gabriel presente en
Rethel en 1699, pero en esta ocasión los especialistas tienen razones para atribuírsela,
más bien, al Hermano Gabriel Carlos Rasigade, compañero de profesión de Drolin en
1694. Desde París, Drolin marchará a Calais como fundador y primer director de la
escuela lasaliana que se abrió en dicha localidad costera en verano de 1700. Por fin,
tras una estancia de dos años en Calais, el Hermano Gabriel Drolin será designado por
el Fundador como protagonista fundamental de la aventura lasaliana en Roma, hacia
donde partirá en verano de 170224.
Como puede apreciarse en el itinerario histórico del Hermano Gabriel Drolin, tenemos
un amplio hueco de un decenio, entre 1686 y 1696, en el que apenas conocemos nada
sobre el Hermano Gabriel, excepción hecha de dos datos, eso sí, fundamentales: el día
del Voto Heroico, 21 de noviembre de 1691, y la posterior profesión con otros doce
Hermanos, el 6 de junio de 1694. Ambas profesiones tuvieron lugar en Vaugirard,
cerquita de París, y en las dos participó, como figura estelar, el Hermano Gabriel.
Apoyándonos en estos datos, confirmados por los especialistas, en la ficción hemos
decidido devolver al Hermano Gabriel a Reims después de la asamblea del verano de
24
Cf. MORY, 185-192

129
1686, con objeto de recuperar definitivamente la salud y encargarse de algunos
asuntos importantes en la comunidad de la calle Nueva. Ello nos va a servir de excusa
para explicar la gran evolución que en poco tiempo se vivirá en esa importante
comunidad remense. Luego, en verano de 1691, lo enviaremos a la capital del reino,
como director de la parisina escuela de la calle Princesa. Nos inspiramos para hacerlo
en las intuiciones del Hermano Saturnino Gallego, que supone que los dos Hermanos
que acompañaron al santo Fundador en el Voto Heroico eran, al mismo tiempo,
directores de las dos escuelas de París25. Pero no hay constancia de que así fuera; el
propio Hermano Saturnino indica en su texto que "lo más lógico es...", así que no está
seguro. Desde el verano de 1691 tendremos, por tanto, en nuestra ficción al Hermanos
Gabriel en París, lo que facilitará su participación en las dos importantes profesiones
de votos antedichas y le permitirá ser, así mismo, testigo de excepción de algunos
sucesos importantes que tuvieron lugar en aquellos primeros años de la fundación en
París.
Con estas dos decisiones de ficción colmamos el hueco de diez años que apreciábamos
en la biografía del Hermano Gabriel. Siendo un Hermano de la plena confianza del
Superior, como lo demuestra su temprano acceso al directorado así como su elección
para firmar el Voto Heroico y el de 1694, no parece que ninguno de los dos destinos
que le hemos adjudicado carezcan de suficiente lógica o sentido común. Parecen
decisiones coherentes, basadas en algunos indicios, pero hay que reiterar que nos las
hemos inventado nosotros. Fuera de las dos profesiones de Vaugirard, en los días
concretos que hemos indicado, entre los veranos de 1686 y 1696 no sabemos con
exactitud dónde estuvo ni qué hizo el Hermano Gabriel, aunque suponemos, como es
evidente, que seguiría la trayectoria de cualquier otro Hermano de la época.

Capítulo 2

Del Hermano Gabriel Drolin sabemos a ciencia cierta que nació en Reims el 22 de julio
de 1664, que fue bautizado un par de días después en la parroquia del apóstol
Santiago de la capital de la Champaña, y que en 1684 solicitó el ingreso en la primitiva
casa de los lasalianos, sita en la calle Nueva de Reims.
Podemos asegurar también que conocía bien la lengua latina, sobre todo porque las
cartas que el Fundador le dirigió lo dejan bastante claro, hasta el punto que De La Salle
llegó a prohibirle que se ganase la vida en Roma enseñándola26. Además, también se
suele pensar que el Hermano Gabriel fue elegido para ir a Roma a causa de su

25
Cf. GALLEGO, 245 nota 84
26
"En modo alguno apruebo que enseñe usted latín. Harto sabe que es cosa contraria a nuestro Instituto",
según la traducción de la carta nº 18 de De La Salle a Drolin; FÉLIX PAUL, 133. En el original francés se
lee: "Je n’agrée nullement que vous appreniez le latin", pero los diccionarios de la época (por ejemplo el
Trévoux) indican en primera instancia que apprendre suele significar enseigner, según confirma
asimismo el Hermano Alain Houry en sus anotaciones personales a las obras completas de De La Salle en
francés. De acuerdo con este criterio, pues, la traducción propuesta más arriba parece muy correcta. Las
obras completas en español, por el contrario, han preferido una traducción literal: "No apruebo de ningún
modo que aprenda usted latín"; OC-I, C 18,6, que nos parece errónea. Para otras referencias al latín en las
cartas de De La Salle al Hermano Gabriel, cf. OC-I, C 13,11, e incluso OC-I, C 13,2

130
conocimiento del latín precisamente, pues podía ayudarle, sin duda, a superar las
dificultades iniciales con la lengua y facilitarle la entrada en los ambientes eclesiásticos
de la capital romana, tan necesaria para la misión que le llevaba a la capital de los
Estados Pontificios.
También se cree que, antes de ingresar en la comunidad de maestros de De La Salle, el
Hermano Gabriel había realizado estudios, probablemente en vistas a ordenarse
sacerdote o, al menos, a recibir algunas órdenes sagradas; ello explicaría su
conocimiento del latín. Dos razones interesantes para defender esta hipótesis serían
las siguientes. Por una parte lo que escribe Blain a propósito de él: "Este buen
Hermano […] había estudiado y recibido la tonsura antes de ingresar en el nuevo
Instituto"27. Aunque el tema de la tonsura resulta un tanto problemático ya que una
carta del Fundador da a entender que el Hermano Gabriel intentó tonsurarse en
Roma28, y no parece aceptable que tratara de tonsurarse dos veces. ¿A quién
creemos?
En otro momento Blain se refiere a algunos jóvenes que ingresaron en el Instituto en
1684, entre los que, dadas las fechas, probablemente estaría el Hermano Gabriel: "En
poco tiempo su rebaño aumentó con nuevos jóvenes […] Entre ellos había algunos que
seguían estudios y que los abandonaron para juntarse con él"29. Además, también
sabemos que en un momento dado, para superar las dificultades en Roma, el Hermano
Gabriel quiso acceder por la vía rápida al diaconado, objetivo que solo podía ser
factible si ya tenía avanzada cierta preparación30.
Aparte de estos detalles, bien asentados, sobre la vida del Hermano Gabriel antes de
ingresar en el Instituto, nada más se puede afirmar con certeza.
Dando por sentados esos datos sencillos, en el texto de ficción se ha imaginado un
recorrido que podía explicarlos con facilidad. Para construir la trama se ha tenido en
cuenta quiénes eran los alumnos habituales de las escuelas menores catedralicias,
cómo se desarrollaban en ellas las jornadas de trabajo y el hecho de que muchos
candidatos al sacerdocio provenían de estas escuelas. Luego, una vez abandonada la
escuela, se ha propuesto un camino frecuente para que quienes deseaban estudiar y
no procedían de familias pudientes llegasen a la ordenación sacerdotal, incluido el
paso como maestro por alguna escuela de caridad, vía bastante habitual para no pocos
clérigos31. Pero toda esta parte del texto es pura ficción; ficción muy verosímil, pero
ficción.

Capítulo 3 - El 'Memorial sobre los orígenes'

27
BLAIN, 411
28
"Me han comunicado que usted quiso recibir la tonsura; indíqueme qué hay sobre eso. Sabe usted muy
bien que eso es contrario a las prácticas de nuestra comunidad"; OC-I, C 28,24
29
BLAIN, 298
30
"Un sacerdote bretón que ha obtenido un curato y que ha regresado a su país, y que dice que residió
varios años en san Sulpicio y que vivió cerca de usted, ha dado a entender en su tierra que, cuando él vino
de ahí, usted era diácono. No sé qué quiere decir"; OC-I, C 24,18. Además de esta carta, consta la
inscripción del Hermano Gabriel en una lista de candidatos a diáconos
31
Cf. En los manantiales…, 85-91

131
Cuando el Hermano Gabriel hace referencia a un texto de Juan Bautista De La Salle que
ayudó a su discípulo a comprender por qué el canónigo no quiso comprometerse en la
obra caritativa de su amigo Roland, se refiere, sin duda, al llamado Memorial sobre los
orígenes, que ha llegado a nuestras manos por mediación de los primeros biógrafos del
santo Fundador, ya que no tenemos ningún manuscrito escrito de puño y letra por De
La Salle que contenga dicho texto.
La parte más conocida de este Memorial dice lo siguiente: "Yo pensaba que la
dirección de las escuelas y de los maestros, que yo iba tomando, sería tan solo una
dirección exterior, que no me comprometería con ellos más que a atender a su
sustento y a cuidar de que desempeñasen su empleo con piedad y aplicación. Fueron
esas dos circunstancias, a saber, el encuentro con el señor Nyel y la propuesta que me
hizo esta señora, por las que comencé a cuidar de las escuelas de niños. Antes, yo no
había, en absoluto, pensado en ello; si bien, no es que nadie me hubiera propuesto el
proyecto. Algunos amigos del señor Roland habían intentado sugerírmelo, pero la idea
no arraigó en mi espíritu y jamás hubiera pensado en realizarla. Incluso, si hubiera
pensado que por el cuidado, de pura caridad, que me tomaba de los maestros de
escuela me hubiera visto obligado alguna vez a vivir con ellos, lo hubiera abandonado;
pues, como yo, casi naturalmente, valoraba en menos que a mi criado a aquellos a
quienes me veía obligado a emplear en las escuelas, sobre todo, en el comienzo, la
simple idea de tener que vivir con ellos me hubiera resultado insoportable. En efecto,
cuando hice que vinieran a mi casa, yo sentí al principio mucha dificultad; y eso duró
dos años. Por este motivo, aparentemente, Dios, que gobierna todas las cosas con
sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres,
queriendo comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo
de manera totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un
compromiso me llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos"32.
En este texto pueden apreciarse, expresadas en lenguaje franco y expresivo, las
actitudes con las que el señor De La Salle afrontó en un principio el compromiso de
ocuparse de los maestros: considerándolo tan solo "una dirección exterior", un
"cuidado de pura caridad". El Fundador de los Hermanos menciona en el texto, así
mismo, los intentos de los amigos del padre Roland por convencerle para que se
añadiera al grupo de los protectores del orfanato de niñas pobres que su amigo Roland
había puesto en marcha, pero, según declara Juan Bautista, aquella idea "no arraigó en
mi espíritu". No obstante, aunque no aporta ninguna explicación sobre los motivos por
los que reaccionó de manera diferente cuando el señor Nyel vino a visitarle con la
carta de su pariente lejana, la señora de Maillefer, casada e instalada en Ruan, las
cosas cambiaron por completo tras aquel encuentro con Nyel, de modo que nuestro
canónigo, hasta entonces insensible a las llamadas al compromiso educativo, decidió
atender a aquellos maestros que el buen maestro venido de Ruan andaba buscando,
con el apoyo financiero de la buena señora de Ruan.
Una vez decidido a encargarse de los maestros, De La Salle pasa en su escrito a
relatarnos, de manera bastante cruda, el rechazo visceral que desde todo punto de
vista sentía hacia aquellos maestros, de condición social muy inferior a la del canónigo

32
OC-I, MSO 1-6

132
y muy mal vistos por la población en general: "Yo, casi naturalmente, valoraba en
menos que a mi criado a aquellos a quienes me veía obligado a emplear en las
escuelas". Hasta tal punto esto era así que "sobre todo, en el comienzo, la simple idea
de tener que vivir con ellos me hubiera resultado insoportable". Atención a la
confesión del Fundador de los Hermanos: ni siquiera hacía falta comprobarlo en la
práctica; bastaba con la "simple idea de tener que vivir con ellos", es decir, solo con
pensar que aquello podía ser posible, para que su cuerpo, su persona entera, se
rebelase y se negase, con todas sus fuerzas, a aceptarlo.
Especialmente interesantes resultan, en este texto, las cuatro características que De La
Salle identifica en su proceso vocacional, expuestas en las líneas finales: 1) Dios es
sabio, pero actúa con suavidad; 2) Dios no acostumbra a forzar de repente las
inclinaciones de los hombres, sino que procede con paciencia; 3) Dios actúa de manera
imperceptible, pero no menos eficaz; y 4) si vas respondiendo con honradez a las
sugerencias divinas, un compromiso te lleva a otro y al final acabas en un lugar muy
distinto al que, con toda legitimidad, aspirabas alcanzar al principio.
Otras dos cuestiones, relacionadas con la llamada de Dios, ha dejado De La Salle en
este escrito como materia de meditación a quienes reflexionen sobre sus propios
procesos vocacionales: 1) Dios no llama porque sí; su llamada forma parte de un plan
de salvación, cuya implementación depende en gran medida de la respuesta de la
persona; vocación y misión van siempre estrechamente ligadas, como puede
comprobarse hasta la saciedad en la Biblia, en tantas llamadas a apóstoles, profetas y
todo tipo de líderes religiosos del pueblo elegido. Según cuenta él mismo, si a De La
Salle comienzan a ocurrirle cosas sorprendentes en su vida, hasta aquel momento muy
trillada y más o menos anodina, es porque Dios quería "comprometerme a que tomara
por entero el cuidado de las escuelas". 2) Además, si este proceso avanza mediante un
juego continuo de llamadas por parte de Dios y respuestas de la persona, resulta
indiscutible que el inicio del proceso y la iniciativa permanente en el mismo la lleva
siempre Dios.
Dicho de otra manera: tú, llamado, formas parte fundamental del plan de salvación de
Dios, aunque si le dices “no”, Él nada puede. El Todopoderoso ha querido ponerse en
manos del débil, del frágil, de la criatura, depender de su pobre respuesta afirmativa
para implantar su plan divino, su Reino, en la Tierra. Es a través de nuestras frágiles
manos, de nuestra respuesta limitada, con el inestimable apoyo, eso sí, de la vigorosa
gracia de quien sigue siendo Todopoderoso en su opción por depender de los pobres,
como se establece el plan de Dios en el mundo, como el sueño de Dios sobre los
hombres va haciéndose poco a poco realidad.
En la segunda parte de este mismo escrito de Juan Bautista De La Salle podemos intuir
también las dudas que asaltaron al Fundador de los Hermanos a la hora de renunciar a
la canonjía con objeto de ganar libertad para poder estar permanentemente con sus
maestros, un compromiso que "exige residencia", según lo expresa el propio Juan
Bautista. De ninguna manera se trató de un discernimiento llevado a cabo a la ligera,
sin dar una oportunidad amplia y profunda a la reflexión y, con seguridad, a la oración.
El escándalo que recorrió la ciudad de Reims durante algún tiempo, al que se refiere el
Hermano Gabriel Drolin en sus memorias, parece una realidad histórica contrastada y,
por otra parte, lógica.

133
En realidad, a la hora de decidirse, además de su propia visión del asunto, De La Salle
tuvo muy en cuenta los consejos del padre Nicolás Barré. Este religioso mínimo había
fracasado dos veces en su intento de organizar una comunidad de maestros al estilo de
la que De La Salle trataba de gestar, pero había atesorado una experiencia inigualable
en estos asuntos. Tal vez por ello, aprovechando un viaje a París para otras gestiones,
el canónigo remense solicitó una entrevista con el padre Barré. Este le insistió en la
necesidad de ir a vivir con y como los maestros, compromiso que, a su pesar, Barré no
había podido cumplir debido a sus obligaciones comunitarias como fraile. En su
opinión, aquí residía una de las causas mayores del fracaso de sus comunidades de
maestros. De La Salle era sacerdote diocesano, sin obligaciones comunitarias
particulares con ninguna institución, en consecuencia; de ahí que Barré le urgiese a
compartir vida con sus maestros si deseaba asegurar el éxito en su proyecto.
Pero para el santo Fundador esta decisión conllevaba un dilema complicado de
resolver. En su escrito lo plantea sin ningún subterfugio: "¿Debo yo, e incluso, puedo
ser yo el Superior de estos maestros sin dejar de ser canónigo? ¿Puedo yo conjugar mi
asidua presencia en la casa, para estar al frente de ellos en los ejercicios de piedad, y
para velar por ellos, con la asiduidad al coro y al oficio canónico? ¿Son compatibles
estos dos empleos? ¿Puedo yo ser en verdad, a la vez, buen canónigo y buen Superior
de una comunidad que exige residencia? Si no lo son, es preciso renunciar a uno o a
otro"33.
De modo muy racional, aportando razones de peso y estudiando distintas
perspectivas, De La Salle intenta encontrar luz en su laberinto. Y la que le llega parece
dirigirle en una única dirección; veamos cómo lo expresa: "¿De qué lado debo inclinar
la balanza? La mayor gloria de Dios, el mayor servicio a la Iglesia, mi perfección y la
salvación de las almas; he ahí los objetivos que debo proponerme y los fines que
deben guiarme. Pero, si no sigo otro consejo que el de estos nobles motivos, debo
decidirme a dejar mi canonjía para dedicarme al cuidado de las escuelas y a la
formación de los maestros destinados a dirigirlas. Finalmente, como no me siento ya
atraído por la vocación de canónigo, me parece que ella me ha abandonado antes que
la abandone yo"34.
Al final, su decisión no admite discusión: "Este estado ya no es para mí; y aunque entré
en él por la buena puerta, creo que Dios me la abre hoy para que salga de él. La misma
voz que me llamó a él, parece que me llama a otro sitio"35. A fin de cuentas, como
comprende y nota el santo a la perfección, "¿no parece suficientemente claro que
[Dios] me muestra hoy otro estado que merece la preferencia y al cual me lleva como
de la mano?"36.

33
OC-I, MSO 13 y 14.3
34
OC-I, MSO 15.1-16.1
35
OC-I, MSO 16.1-17
36
OC-I, MSO 17

134
Capítulo 3 - ¿Maestros o religiosos?

Tal como sugiere el Hermano Gabriel en la ficción, lo que él iba a encontrar en la casa
de la calle Nueva de Reims era un grupo de maestros que llevaban vida de comunidad,
más o menos regular, pero nunca una comunidad religiosa constituida; ni siquiera un
grupo de personas que trataba de avanzar hacia una estructuración en congregación
religiosa, aunque todavía no lo hubiera conseguido.
Los maestros de la calle Nueva eran un grupo de profesionales reunidos en torno a un
líder que, en lo material, se ocupaba de que las necesidades del conjunto estuvieran
cubiertas y cumplieran con seriedad su cometido educativo, y en lo espiritual les
animaba a vivir su empleo de una manera distinta, convencidos de que era Dios, y solo
Él, quien les había llamado a ese servicio; debía de tratarse, por tanto, de una
ocupación muy importante en la Iglesia y en la sociedad.
Tal como veremos algo más adelante, es cierto que algunos de estos maestros de la
comunidad profesaron unos votos. Pero hay que tener en cuenta, en primer lugar, que
no lo hicieron todos, sino solo algunos de ellos, probablemente aquellos a los que el
Fundador vio un poco más convencidos y centrados, aunque tampoco sabemos con
exactitud ni el modo ni los motivos precisos por los que un Hermano concreto accedía
a la profesión de los votos. Puede que a propuesta del Fundador, o quizás
manifestando sencillamente el deseo o presentándose como voluntario; quién sabe...
Además, ninguno de los votos que profesaron —ya nos refiramos al voto de
obediencia de 1686, al Voto Heroico de 1691, o a la profesión de 1694 o posteriores—
cumplían los requisitos de los votos de religión. Ni en su contenido concreto —no eran
ni contenían la tríada clásica de los votos religiosos— ni en el hecho de ser
oficialmente aceptados por la Iglesia, esto es, ser públicos —que es muy distinto de
hacerlos en público, cosa que ni tan siquiera cumplían los de 1686 o 1691—.
Según tendremos ocasión de conocer37, los primeros biógrafos describen un momento
en que los maestros solicitan al Fundador comprometerse con un voto perpetuo de
castidad, pero el señor De La Salle no les hace caso; opina que con el voto de
obediencia que por aquel entonces prometían algunos era ya suficiente. ¿Qué
deseaban aquellos primitivos Hermanos con tal solicitud? Lo ignoramos, aunque
cualquiera podría pensar, con algún fundamento serio, que los maestros estaban por
aquel entonces pensando, de algún modo, en convertirse en religiosos. La respuesta
cortante y nítida del Fundador subrayaría, por el contrario, que el modelo de
comunidad que están practicando y pretenden construir es diferente de una
comunidad religiosa, y no conviene que, de momento, cambie. Y es que no profesar el
voto de castidad no equivalía, en absoluto, a no vivir de hecho esa virtud en la
comunidad, que todos, sin excepción, vivían. Rechazar la profesión del voto perpetuo
de castidad significaba probablemente, entre otras cuestiones, alejarse de los
planteamientos que podían acercar al grupo de maestros a la estructura legal —o
espiritual— de una congregación religiosa.
Claro que el Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas tiene una historia de
casi tres siglos y medio en los que las cosas han cambiado sensiblemente desde este

37
Cf. Capítulo 6 de este libro.

135
punto de vista. Hoy en día no hay ninguna duda —¡ninguna!— de que los Hermanos
seamos religiosos, en el sentido pleno que la Iglesia describe en su legislación
canónica. Entonces, ¿cuándo se produjo el cambio?
Difícil de saber con absoluta precisión. Dos momentos históricos podrían entrar en
discusión a este respecto. Uno sería el de la publicación de la bula de aprobación del
Instituto38, en 1725. En ella se estipula que los Hermanos profesan cinco votos, entre
ellos los tres clásicos de religión, y además el papa se reserva el derecho exclusivo de
dispensa de los mismos. Sin embargo, la bula no obliga a los Hermanos a profesar
votos; solo establece unas disposiciones para aquellos que decidan profesarlos.
Los expertos están divididos a la hora de valorar las consecuencias de esta situación.
Uno de los más brillantes, por ejemplo, el Hermano Maurice Auguste, que dedicó su
tesis doctoral a estudiar este problema desde el punto de vista canónico, opinaba que,
con significar un avance claro en relación con la situación anterior del Instituto, poco
preocupado por regularizar su situación en la Iglesia, las indicaciones de la bula de
aprobación no bastan para hacer de los Hermanos religiosos. Sobre todo porque el
Instituto no pasó a la lista oficial de órdenes religiosas de la Iglesia. Una valoración
discutible, por supuesto, aunque pocas opiniones habrá tan documentadas en estos
asuntos como la del Hermano Maurice Auguste, el mejor especialista en derecho
canónico, sin duda, de la historia de nuestro Instituto39.
El segundo momento es ya indiscutible, en caso de que no admitiéramos este primero
que acabamos de proponer. Hablamos de la promulgación del primer Código de
Derecho Canónico en la Iglesia, el año 191740. El Instituto hubo de optar entonces por
una de las posibilidades canónicas propuestas, y eligió el modelo de congregación
religiosa, sometiéndose, en consecuencia, a la normativa que el Código exigía para ser
religioso. A partir de ese momento, entre otras cuestiones, todos los Hermanos fueron
obligados a firmar la profesión perpetua y pública de cinco votos, entre ellos la tríada
clásica de religión. La orden vaticana indicaba, además, que los Hermanos que se
negaran a profesar perpetuamente dichos votos tenían que ser despedidos del
Instituto. Por suerte, nuestros Superiores aplicaron, por lo general, aquel implacable
mandato vaticano con caridad evangélica y prudencia cristiana encomiables,
manteniendo en comunidad a aquellos venerables díscolos, que hasta ese momento
habían recibido el nombre de "novicios empleados", es decir, Hermanos sin votos,
aunque formando parte, con todas las consecuencias, de una comunidad de vida
activa.
Otras instituciones que pudieron elegir su estatus canónico en la Iglesia prefirieron
mantener, en lo esencial, sus señas históricas de identidad en cuestión de profesión de
votos u otros aspectos, renunciando con ello a la condición eclesiástico-legal de
religiosos. El caso más conocido es el de las Hijas de la Caridad, fundadas por san
Vicente De Paul, que en 1917, desde el punto de vista canónico, prefirieron seguir
siendo una Sociedad de Vida Común, sin votos públicos por tanto, y según el Código de

38
In Apostolicae Dignitatis Solio, del papa Benedicto XIII, el 26 de enero de 1725
39
Se pueden encontrar sus argumentos y conclusiones en CL 2, 3 y 11
40
En realidad nuestro Instituto obtuvo de la Santa Sede una prórroga de aplicación de tres años, porque en
1917 había muchos Hermanos movilizados en los distintos ejércitos contendientes en la Primera Guerra
Mundial. Por tanto, la aplicación práctica del nuevo Código de Derecho Canónico a los Hermanos de La
Salle se retrasó, de hecho, hasta 1920

136
Derecho Canónico actualmente vigente mantienen una identidad legal similar, estando
adscritas a las Sociedades de Vida Apostólica. Como es obvio, el que sus votos no sean
públicos no significa —ni mucho menos— que su compromiso o su entrega sean
menores. Todos sabemos, porque lo hemos comprobado muchas veces, que no es así.
Solo es, en definitiva, una diferencia de estatus legal, que para la espiritualidad o la
misión apenas si tiene incidencia alguna, aunque pueda tenerla a la hora de poseer
bienes, permanecer en la Institución o nombrar Superiores, por poner algún ejemplo
concreto.
En conclusión, si hoy no hay ninguna duda de que los Hermanos somos en la Iglesia un
Instituto de religiosos, no siempre ha sido así. Durante la vida del Fundador, por lo
menos, los Hermanos eran, más bien, una comunidad de maestros que pretendía
llevar una vida cristiana y ministerial lo más acorde posible con sus convicciones
creyentes y vocacionales. Nada más... y nada menos.

Capítulo 3

Nos cuenta el Hermano Gabriel al inicio de este capítulo lo que, según había llegado a
sus oídos, había sucedido con el canónigo De La Salle y su extraña decisión de
abandonar a su familia, ceder su puesto de canónigo en la catedral de Reims a un
sacerdote pobre, repartir gran parte de su herencia entre los necesitados y marcharse
a vivir con sus maestros de niños pobres. Era una historia que el Hermano Drolin no
había vivido en persona, pero sus comentarios dan a entender que, como es lógico, se
trataba de una historia bien conocida en Reims. De ahí que también él se hubiera
enterado de ella y nos la pueda contar. Los hechos que narra son una versión muy fiel
de lo que, según las fuentes que poseemos, sucedió en aquellos años cruciales en que
se iniciaba la fundación lasaliana. Podemos, pues, fiarnos de los recuerdos de ficción
del Hermano.
El Hermano Gabriel inscribe su narración en un ambiente muy concreto: el del
desarrollo de las reformas tridentinas en la Iglesia y la sociedad francesas que, como
puede inferirse de sus comentarios, tardó largo tiempo en producir frutos palpables.
Drolin nos presenta en sus recuerdos a varias figuras importantes de ese momento de
la Iglesia de Francia, en general y, de manera especial a aquellas que tuvieron más que
ver con los pobres, la escuela y la catequesis41. Algunas de ellas, como los padres Barré
y Roland, o los clérigos sulpicianos, estuvieron directamente relacionados con De La
Salle, hasta el punto de que Mory sugiere hasta en dos ocasiones que Nyel "había
forzado a De La Salle a responsabilizarse de una obra que, al principio, no debía ser
otra cosa que la versión para chicos de lo que Roland había hecho para niñas con las
Hermanas del Niño Jesús"42; "De La Salle quiere calcar su proyecto de la obra de
Nicolás Roland"43.

41
Interesantes comentarios a propósito en MORY, 35-47
42
MORY, 96
43
MORY, 90

137
En cuanto a la relación entre el padre Nicolás Barré y De La Salle, Blain no tiene la
menor duda: "Si el santo mínimo [Barré] no tuvo ante los hombres la gloria de haber
realizado esta institución [de las Escuelas Cristianas], sí la tuvo, sin duda, delante de
Dios, pues de hecho fue el primero que concibió el proyecto, el primero que lo
planificó y el primero que trabajó en él"44. Según el historiador del Instituto lasaliano
Georges Rigault, el propio "señor De La Salle, concluyendo sus años terrestres en san
Yon, en el suburbio ruanés de san Severo, no se privaba de repetir a quienes le
rodeaban cómo las obras de Ruan habían suscitado las de Reims, cómo él mismo había
solicitado y seguido los consejos del padre [Barré] para comprometerse a fondo en su
propio camino"45. Pero la influencia no se habría producido únicamente en los
aspectos exteriores. Según Blain, el padre Barré tuvo por aquellos primeros años de la
fundación lasaliana una influencia trascendental en la vida espiritual de Juan Bautista,
de modo especial en aquellas opciones heroicas que le encaminaron de manera
definitiva hacia la opción por las escuelas y por compartir su vida con los maestros, "ya
que fue él [Barré] quien animó al señor De La Salle a comenzar su Instituto y quien le
dirigió en esta empresa"46. En otro momento de su obra, Blain relaciona
estrechamente a ambos protagonistas con una obra que, a la postre, resultaría
trascendental: los institutos de maestros caritativos que animaban esas escuelas
populares. Solo que, en esta ocasión, el biógrafo ruanés distribuye los papeles: "El
reverendo padre Barré, mínimo, y el señor De La Salle fueron los primeros que
pensaron en establecer Institutos consagrados exclusivamente a la instrucción
caritativa y a la educación cristiana de los niños pobres y abandonados. El primero lo
consiguió para las niñas; el segundo para los niños. Y estos son los dos tipos de
Institutos según los cuales se forman otros"47.
La influencia de otras figuras destacadas de esta época en De La Salle no la conocemos
al detalle pero estamos convencidos de que también ejercieron, con sus fundaciones,
sus libros y, en general, su ejemplo, un gran influjo en el Fundador de los Hermanos. El
Hermano Gabriel nos ofrece una visión muy sintética, personal y selectiva, por
supuesto, pero acorde con las líneas principales que hallamos en las obras
especializadas de la época48.

Capítulo 4 - Los Hermanos y el sacerdocio

El tema de la ordenación sacerdotal de los Hermanos quedó resuelto, sin ninguna


duda, en el Instituto desde hace siglos, a pesar de algún poderoso intento reciente por

44
BLAIN, 373; cf. En los manantiales..., 155-156
45
GEORGES RIGAULT, Histoire générale de l’Institut des Frères des Écoles Chrétiennes. Tome I :
L’œuvre religieuse et pédagogique de saint Jean-Baptiste De La Salle, Librairie Plon, París 1937, p. 82
46
BLAIN, 373
47
BLAIN, 99
48
Otra visión sintética, pero bastante más amplia y llena de documentación para ampliar la consulta y
profundizar en ciertos hechos y figuras, puede encontrarse en el libro En los manantiales..., 30-80; 139-
220

138
obligarle a modificar su opción de no permitir que los Hermanos se ordenen
sacerdotes49.
En sus comentarios, el Hermano Gabriel no parece dejar este asunto definitivamente
zanjado, aunque aporta reflexiones muy valiosas en relación con el problema de la
ordenación de los Hermanos, que seguramente se basaban en experiencias que él
pudo vivir muy de cerca. El hecho de que el Hermano Gabriel, antes de pensar en
convertirse en maestro de escuelas para pobres, aspirase al sacerdocio y cuando
decidió solicitar su ingreso con los maestros probablemente no tuviera previsto
renunciar a este deseo, pueden explicar su postura en la ficción. Pero podemos
también suponer que, en fechas tan tempranas —1684—, el asunto tal vez no se
hubiera planteado entre los Hermanos, o estuviera todavía en cuestión, de modo que
las cosas no se verían tan claras como unos cuantos años después.
A este respecto conviene subrayar, con todo, que siendo cierto el fallecimiento del
Hermano Enrique l'Heureux en los primeros días de 169150, cuando estudiaba en La
Sorbona con el objetivo probable de ordenarse sacerdote, poseemos un importante
documento, llamado Memorial sobre el hábito, fechado en París en las últimas
semanas de 1689 o primeras de 1690 —el primero en el tiempo que aporta detalles
concretos sobre aquella primitiva comunidad de maestros51—, donde puede leerse lo
que sigue: "Los que componen esta Comunidad son todos laicos, sin estudios
eclesiásticos y de cultura más bien mediana"52; entiéndase esto último como que no
habían realizado altos estudios o, sencillamente, que no conocían de manera suficiente
el latín. La frase anterior prosigue con una reflexión que remacha esa misma
información, pues indica que "la providencia ha dispuesto que algunos que se
presentaron ya tonsurados o con estudios no hayan permanecido"53. No es el caso del
Hermano Gabriel, como es ya bien sabido, aunque, si hacemos caso al contenido del
documento, hemos de pensar que Drolin sería, más bien, una excepción a esa regla
general.
De cualquier manera, quizás lo más interesante del testimonio del Memorial sobre el
hábito a este respecto sea el párrafo siguiente, categórico y claro. Porque, según el
documento, si se diera el caso de que se presentaran seminaristas, al estilo del
Hermano Gabriel, como candidatos a ingresar en la comunidad de maestros, "no se
rechazaría a personas que hubieran seguido estudios eclesiásticos, pero solo se les
recibiría a condición de no continuarlos en lo sucesivo"54. Lo más valioso del texto
podrían ser las tres razones de peso que aporta para justificar tal decisión de renunciar
a los estudios eclesiásticos tras el ingreso en la comunidad lasaliana: "1º) porque no
necesitan esos estudios; 2º) porque en el futuro les servirían de ocasión para
abandonar su estado; 3º) porque los ejercicios de la comunidad y del empleo de la

49
Nos referimos a la discusión sobre la ordenación sacerdotal de algunos Hermanos, impulsada sin
disimulo por las máximas jerarquías de la entonces denominada Sagrada Congregación de Religiosos, que
tuvo lugar durante la primera sesión del 39º Capítulo General del Instituto, en primavera de 1966. Está
narrada con cierto detalle y documentación en JOSÉ ANTONIO VILLALABEITIA, Una consagración
apostólica, una vida integrada. Tomo II, Ediciones San Pío X, Madrid 2008, pp. 21-28
50
Cf. GALLEGO, 234 nota 34
51
Cf. MORY, 107-111
52
OC-I, MH 0,0,9
53
Ibidem
54
OC-I, MH 0,0,10

139
escuela exigen un hombre por entero"55. En estas últimas palabras es fácil sentir el eco
de aquel comentario que dice recordar el Hermano Gabriel de su entrevista con el
Fundador, que aludía a la necesidad de "un hombre entero" para atender como es
debido a las exigencias de la comunidad y la escuela56.
Así pues, aunque, de acuerdo con la ficción, en los albores del Instituto el Hermano
Gabriel no sintiese que se le exigía cortar radicalmente con sus pretensiones de
ordenarse sacerdote cuando solicitó la entrada en la comunidad de los maestros
lasalianos, es evidente que ya desde muy temprano el criterio de no permitir
sacerdotes en la comunidad estaba bien asentado. Poco más tarde, en la Regla de
1705, podemos apreciar una serie de normas que tienen por objeto la prohibición del
uso del latín en las comunidades lasalianas, en lo que solo puede interpretarse como
un medio para evitar que los Hermanos sintieran nacer en ellos, al contacto con la
lengua latina, la aspiración a ordenarse como sacerdotes. Comentaremos más
adelante con detalle estos asuntos relacionados con el latín en las comunidades
lasalianas57.
Esta oposición a la presencia del latín en las comunidades lasalianas provocaría, varios
siglos más tarde, tensiones muy fuertes en el Instituto y a punto estuvo de ocasionar,
incluso, una escisión en él. Y es que los Hermanos estadounidenses consideraban que,
habida cuenta de la legislación escolar vigente en su país, tenían muy complicado salir
adelante sin poder usar el latín en sus escuelas secundarias. Gracias a Dios se impuso
la cordura, pero tuvo que ser el papa Pío XI, en 1923, quien arreglase el problema,
dadas las dificultades de los Hermanos para ponerse de acuerdo en torno al problema.

Capítulo 4

Enumera en sus recuerdos el Hermano Gabriel algunos de los temas decisivos para
aquella primitiva comunidad de maestros lasalianos, que asegura haber tratado con el
santo Fundador en la entrevista previa a su ingreso con los maestros. Casi todas esas
cuestiones que Drolin recuerda mantienen su indiscutible puesto de honor en la vida
lasaliana de nuestros días: importancia de la comunidad, preferencia por los niños y
jóvenes pobres, apostar por una escuela evangelizadora... La única excepción quizás
sea el asunto del sacerdocio de los Hermanos que explicamos en otro lugar58.
La visión que da el Hermano Gabriel del mundo de los niños pobres, recibida —según
narra— del propio padre De La Salle es, en realidad, de visión del mundo de la pobreza
que regía por aquellas fechas entre los creyentes más comprometidos con su fe. Según
describe un especialista en aquella época, "la pobreza no era solo definida por las
condiciones materiales. La ignorancia religiosa se concebía como una forma de
pobreza. Así que los cuidados del cuerpo y los cuidados del alma iban a la par. Toda
obra de asistencia era misionera, porque se convertía en ocasión de enseñar las

55
Ibidem
56
Cf. MORY, 69-78
57
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 10'.
58
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción a la ficción - Los Hermanos y el sacerdocio'.

140
'verdades necesarias para la salvación' y de revelar el sentido espiritual de las
situaciones vividas, sobre todo de las más penosas. Todos los pobres, enfermos, niños,
pobres vergonzantes, excluidos del trabajo... debían recibir esta enseñanza"59. De La
Salle y sus discípulos aplican, de alguna manera, esta norma general al mundo de los
niños pobres. Y de ahí surgen sus escuelas.
Sobre el recuerdo frecuente de la presencia de Dios, una de las prácticas que al
Hermano Gabriel más le llama la atención cuando ingresa en la comunidad de los
maestros, ya la Regla de los Hermanos de 1705 es testigo de la importancia que tenía
esta práctica entre los primeros lasalianos: "Estarán lo más atentos que puedan a la
santa presencia de Dios, y cuidarán de renovarla de cuando en cuando; bien
persuadidos de que no han de pensar sino en Él y en lo que les ordena, es decir, en lo
concerniente a su deber y empleo"60.
También recuerda el Hermano Drolin la costumbre de interrumpir la actividad de las
escuelas durante algunos breves momentos para recordar la presencia de Dios, una
primitiva tradición escolar lasaliana que ha quedado reflejada en la primera edición de
la Guía de las Escuelas Cristianas como sigue: "A cada hora del día se harán breves
oraciones que servirán al maestro para renovar su atención sobre sí mismo y a la
presencia de Dios, y a los escolares para habituarles a pensar en Dios de vez en cuando
durante el día, y disponerlos a ofrecerle todas sus acciones, para atraer su bendición
sobre ellas"61. Es evidente que el Hermano Gabriel no andaba descaminado cuando
subrayaba que el recuerdo frecuente de la presencia de Dios era una práctica
trascendental en aquella primera comunidad lasaliana.
En cuanto a la costumbre de los Hermanos de llevar siempre consigo, materialmente,
un ejemplar del Nuevo Testamento, se trata de una indicación que pasó también
enseguida a la Regla primitiva. En la primera versión que ha llegado hasta nosotros,
redactada hacia 1705, se puede leer lo que sigue: "Para vivir en este espíritu [de fe],
los Hermanos de esta Sociedad tendrán profundísimo respeto a la Sagrada Escritura; y,
para manifestarlo, llevarán siempre consigo el Nuevo Testamento, y no pasarán ningún
día sin leer algo en él, por sentimiento de fe, de respeto y de veneración a las divinas
palabras que contiene"62. Además, con el paso del tiempo este artículo fue retocado
para añadirle algunos complementos muy significativos; ello significa que se trataba de
una costumbre que aquellos primeros Hermanos consideraban importante, de forma
que continuaron reflexionando sobre ella y sobre la mejor manera de justificarla.
Porque en la Regla de 1718 podemos apreciar que, al principio del artículo, han
añadido un verbo; ya no es solo "para vivir en este espíritu", sino "para adquirir este
espíritu y vivir de él", que han de llevar el Nuevo Testamento. Además, al final del
artículo se incorporarán a la gran tradición secular de la vida religiosa que vio siempre

59
JACQUES DEPAUW, Spiritualité et pauvreté à Paris au XVIIe siècle, La Boutique de l'Histoire éditions,
París 1999; p. 305
60
CL 25, 19. Este artículo se mantendrá idéntico en las dos Reglas sucesivas, como se observa en dicha
página
61
OC-II, GE 7,1,4
62
CL 25, 18-19

141
en el Evangelio su guía principal de vida; por ello añadirán que considerarán el Nuevo
Testamento "como su primera y principal regla"63.
Tanto el recuerdo frecuente de la presencia de Dios como el portar siempre encima el
Nuevo Testamento y considerarlo como la primera y principal regla o, expresado de
otra manera, otorgar a la Palabra de Dios una importancia primordial en la vida del
Hermano, no son, en definitiva, sino maneras significativas de cultivar el espíritu del
Instituto, que es un espíritu de fe. Quizás las dos maneras más importantes.
Cuando se refiere a los retiros y charlas que el padre De La Salle solía dirigirles muchos
domingos —los sábados había clase todo el día; la jornada semanal de asueto solía
tener lugar el jueves64—, el Hermano Gabriel menciona varios temas que el señor De
La Salle dejará por escrito en distintos lugares de su obra, sobre todo en sus
Meditaciones. Algunos de ellos de forma realmente insistente. Se han contado, por
ejemplo, las veces que el santo De La Salle expresó en sus escritos, de una u otra
manera, que “Dios es quien os ha puesto en este empleo” y resultan un total de ¡43
ocasiones!
Otra constante en las Meditaciones de Juan Bautista De La Salle es su insistencia en
considerar que haber sido convocados a la misión en las escuelas cristianas es una gran
fortuna para los maestros: “Vosotros tenéis la suerte de participar en las funciones
apostólicas, al explicar todos los días el catecismo a los niños cuya dirección tenéis, y al
instruirlos en las máximas del santo Evangelio”65; “¡Cuán felices debéis consideraros
por haber sido llamados a ejercer en la Iglesia la misma función con la que se honró
este gran santo [san Francisco Javier]!”66.
Y, puesto que los maestros disfrutan de esta espléndida gracia del cielo, ¡qué menos
que apreciarla y agradecerla con sinceridad! “Estimad mucho vuestro empleo, que es
apostólico”67; “Agradeced a Dios la merced que os ha hecho en vuestro empleo, al
participar en el ministerio de los santos apóstoles y de los principales obispos y
pastores de la Iglesia”68; “Agradeced a Dios que haya tenido la bondad de servirse de
vosotros para procurar a los niños tan grandes beneficios”69.
En las citas textuales anteriores hemos podido apreciar ya algunos de los títulos de
honor que De La Salle atribuye a los maestros cristianos: apóstoles, ministros de Dios y
de la Iglesia... Son, sin duda, los más rotundos; los más nobles también. Pero hay otros,
no menos significativos, que completan la visión del ministerio que muestra De La
Salle, contribuyen a reforzar la autoestima de los maestros cristianos y ayudan a
comprender mejor su figura en las primeras escuelas lasalianas.

63
Ambas modificaciones pueden comprobarse en OC-I, RC 2,3. La indicación de considerar el Evangelio
como la primera y principal regla de los Hermanos puede leerse también, con otra redacción concreta, en
el artículo 2 del documento conciliar Perfectae caritatis, de 1965, sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa a nuestros tiempos. En ocasiones se ha presentado a nuestro santo Fundador como un profético
antecesor de esta orientación conciliar. No es el caso, porque, con su recomendación a sus Hermanos, De
La Salle no descubría nada nuevo. Se unía sencillamente a un auténtico clamor de monjes y religiosos que
ya, desde los primeros padres del desierto, han considerado el Evangelio como su única regla de vida
64
Cf. OC-II, GE 17,1
65
OC-I, MF 159,2,2
66
OC-I, MF 79,3,2
67
OC-I, MF 167,2,2
68
OC-I, MR 199,3,2
69
OC-I, MR 194,1,2

142
Uno de los más utilizados es el de "ángeles visibles", o "ángeles custodios": vuestros
alumnos “necesitan ángeles visibles que les animen a gustar y practicar las máximas
evangélicas, tanto por medio de sus instrucciones, como por sus buenos ejemplos […]
Tal es la función que debéis ejercer con vuestros discípulos”70; “Es deber vuestro
proceder de tal forma que, como hacen los ángeles custodios con vosotros, los
comprometáis a practicar las máximas del santo Evangelio”71; “Vosotros, en cuanto
partícipes del ministerio de los ángeles custodios, dais a conocer a los niños las
verdades del Evangelio”72; “Vosotros sois, igual que san Juan Bautista [el precursor],
ángeles enviados por Dios para prepararle el camino, y el medio para que Él venga y
entre en vuestros corazones y en los de vuestros alumnos”73.
A veces De La Salle habla también de representantes o 'embajadores' de Jesucristo:
“Como sois los embajadores y los ministros de Jesucristo en el empleo que ejercéis,
tenéis que desempeñarlo como representando al mismo Jesucristo”74; Jesucristo
“quiere que vuestros discípulos os miren como a Él mismo y que reciban vuestras
instrucciones como si fuera Él mismo quien se las diera”75.
Otro título que De La Salle aplica a los maestros cristianos con frecuencia es el de
"cooperadores" o colaboradores de Dios: “Como sois los ministros de Dios en el
empleo que ejercéis, debéis cooperar con Él y secundar sus designios de procurar la
salvación de los niños de los que estáis encargados”76; “Como sois cooperadores de
Dios en su obra, dice san Pablo, y como las almas de los niños que instruís son el
campo que Él cultiva por medio de vosotros, ya que es Él quien os ha dado el
ministerio que ejercéis, cuando comparezcáis ante el tribunal de Jesucristo, cada uno
de vosotros, por sí mismo, dará cuenta a Dios de lo que haya realizado en cuanto
ministros de Dios y en cuanto dispensadores de sus misterios para con los niños”77. No
solo cooperadores de Jesucristo sino, incluso, agricultores de su campo y
dispensadores de sus misterios, como puede apreciarse en este último texto.
Tampoco es raro ver al Fundador atribuir a los Hermanos la responsabilidad de padres
de los niños de sus escuelas; si no padres biológicos, como es lógico, sí, al menos,
padres espirituales: “Dios no os ha honrado menos que a san Joaquín al colocaros en el
empleo que ejercéis, ya que estáis destinados a ser padres espirituales de los niños
que instruís. Pues si este santo fue escogido para ser el padre de la Santísima Virgen,
vosotros estáis destinados por Dios a engendrar hijos para Jesucristo, e incluso a
producir y engendrar al mismo Jesucristo en sus corazones”78; "Vosotros, a quienes
Dios ha llamado a este ministerio, emplead, según la gracia que os ha sido conferida, el
don de instruir, enseñando, y el de exhortar, animando, a aquellos que han sido
confiados a vuestros cuidados, guiándolos con atención y vigilancia, con el fin de
cumplir con ellos el deber principal de los padres y de las madres para con sus hijos”79.

70
OC-I, MR 197,2,2
71
Ibidem
72
OC-I, MR 198,2,1
73
OC-I, MD 2,1,1
74
OC-I, MR 195,2,1
75
Ibidem
76
OC-I, MD 56,1,1
77
OC-I, MR 205,1,1
78
OC-I, MF 157,1,2
79
OC-I, MR 193,2,2

143
Un último título de gloria que pueden llevar los maestros lasalianos con la frente muy
alta es el de "Hermanos"; hermanos entre ellos y hermanos mayores de sus alumnos.
A este propósito, el biógrafo Blain nos dejó una sugerente interpretación: “Este
nombre [de Hermanos] les dice que, al ser hermanos entre ellos, se deben testimonios
recíprocos de amistad tierna, pero espiritual; y que al considerarse como los hermanos
mayores de los que acuden a recibir sus lecciones, deben ejercer su ministerio de
caridad con un corazón caritativo”80.
En relación con las devociones del Instituto en aquellos años de su nacimiento, a las
que alude el Hermano Gabriel, no parece que fueran especialmente originales; casi
todas las comunidades de maestras y maestros que se conocen de aquella época, con
algunas de las cuales De La Salle tuvo un contacto intenso, se interesaban por las
mismas. Algo se ha podido observar en las citas de los párrafos anteriores sobre los
ángeles custodios o san Joaquín, por ejemplo. Aunque entre los varones la figura de
san José, padre putativo del niño Jesús, tenía especial relevancia. Los maestros
lasalianos, en concreto, lo consideraban 'Patrono y Protector de la Comunidad'81 y
como tal rezaban sus letanías todos los días hacia el mediodía.

Capítulo 5

Dentro de la libertad para describir situaciones y paisajes, disponer edificios y


reglamentos, y reconstruir una vida cotidiana coherente, que nos hemos tomado a la
hora de narrar la vida de aquellos maestros seguidores de De La Salle a finales de 1684
y primera mitad de 1685, gran parte de la trama general con que se ha conducido el
capítulo es, en la medida en que esto se puede afirmar, histórica. A saber: el ingreso
del Hermano Gabriel en la comunidad de la calle Nueva por aquellas fechas, los cuatro
grupos de personas distintos que dependían de la comunidad lasaliana por aquel
entonces, incluidos el hermano pequeño del Fundador y los sacerdotes pobres del
padre Faubert, las tres escuelas lasalianas que funcionaban en Reims en aquel
momento, el intenso frío de aquel invierno, que había servido de excusa a De La Salle
para repartir sus bienes entre los pobres con el fin de paliar en lo que se pudiera tan
crítica situación, y la salida final del Hermano Drolin hacia Laon para comenzar allí,
como director de la escuela gratuita para pobres, el curso 1685-1686.
La radical austeridad de la casa y el sobrenombre, no se sabe si admirativo o cargado
de ironía, de 'pequeña Trapa' con que los Hermanos conocían la comunidad de la calle
Nueva son también auténticos82. Para la cifra de Hermanos muertos que indica el
Hermano Gabriel en la ficción nos hemos guiado por los datos del Hermano Saturnino,
que se basa en las indicaciones de los biógrafos primitivos, aunque Mory aporta otra
estadística aún más impresionante: "De 1681 a 1688, seis de los quince Hermanos
fallecieron prematuramente, sin alcanzar los treinta años de edad"; de ahí que este
autor se pregunte se no había algo de exceso en las prácticas de piedad83. En cualquier
caso, como señala Mory en otro momento de su libro, De La Salle, "que se atiene al

80
BLAIN, 319
81
Cf. CL 25, 100
82
Cf. MORY, 95
83
Ibidem

144
testamento de Nicolás Roland y a los consejos de Nicolás Barré, no sabe cómo formar
maestros que no sean, ante todo, ascetas y devotos asiduos"84.
Los detalles arquitectónicos —casetas, pilones, jardines...—, las habilidades del Drolin
con las materias escolares, los problemas personales y comunitarios, visitas,
enfermedades, las entrevistas con el padre De La Salle o Nyel, con ser construcciones
verosímiles, son fruto y pertenecen por completo al campo de la imaginación.
El esquema general de edificios de la propiedad de la calle Nueva sería grosso modo tal
como se indica en la ficción, con dos casas grandes, alquiladas por el santo Fundador,
en una de las cuales vivían Hermanos y candidatos a serlo, y en la otra los sacerdotes
del padre Faubert. Fuera de esa finca, pero muy cerca de ella, en la misma calle Nueva,
había otra casa, al parecer muy pequeña, esta vez comprada por De La Salle,
previsiblemente con dineros del duque de Mazarino, para destinarla a Seminario de
Maestros Rurales. El duque de Mazarino, que ya había llegado a un acuerdo con De La
Salle para que los seguidores del sacerdote se ocuparan de una escuela para pobres en
tierras ducales, fue también, como indica la ficción, quien envió a Reims a formarse a
los tres primeros maestros rurales del Seminario, ante la negativa de la institución
lasaliana a acudir a aldeas pequeñas, dependientes de Mazarino85.
En cuanto a los sacerdotes del padre Faubert, que efectivamente había recibido la
canonjía de De La Salle, salieron de la comunidad de los maestros en la primera mitad
de 1685, aunque no está nada claro el momento exacto. Blain habla de principios de
ese año; el Hermano Saturnino le discute el dato y propone como más adecuada la
fecha de verano, por una serie de razones, entre las que se halla el que seguían
ayudando al Fundador a repartir víveres hasta bien entrada la primavera. También hay
un conflicto con las casas, puesto que la de los maestros parece que era más pequeña
e insalubre que la de los sacerdotes, hasta el punto de que, según el Hermano
Saturnino, esta sería una razón más para hacer salir de allí a los sacerdotes: aprovechar
las dos casas para la comunidad de Hermanos. El motivo fundamental pudo haber sido
que la situación social no estaba para hacer limosnas precisamente, así que hubo que
adoptar decisiones, aunque fueran dolorosas. En la ficción se habla de estas cuestiones
y se ha tratado de compaginar lo mejor posible todos los detalles en juego86.
Pero, sin duda, lo más problemático de todo es el asunto de las fechas: de la salida de
los sacerdotes de Faubert que hemos comentado, de la llegada a la calle Nueva de los
tres primeros maestros rurales enviados por Mazarino y del inicio de un posible grupo,
organizado como tal, de candidatos a Hermanos. Todo habría sucedido en el plazo de
unos meses, pero en la ficción se ha optado por las fechas más tempranas, por la única
razón de explicarlo todo mejor. Sin embargo, hay quien sostiene que los primeros
maestros rurales llegaron un año más tarde de lo que dice la ficción, mientras que el
grupo de aspirantes no habría quedado constituido definitivamente hasta el verano de
1686. Pero entonces, si esto era así, ¿cómo hacían para formar a los maestros que
llegaron antes de esa fecha, que fueron unos cuantos, entre ellos el propio Hermano
Gabriel? Así que nos hemos tomado alguna libertad en las fechas, pero de ninguna

84
MORY, 143
85
Cf. GALLEGO, 196-200. En opinión del Hermano Saturnino, todo es bastante seguro, aunque no faltan
ciertas dosis —pequeñas— de interpretación lógica y admisible
86
Cf. GALLEGO, 196-197

145
manera hemos planteado datos y actuaciones inverosímiles. A fin de cuentas, nos
estamos moviendo en plazos muy cortos de tiempo87.
En la ficción, el Hermano Gabriel tiene contacto prolongado con unos documentos
manuscritos que podrían ser los primeros borradores de lo que bastante más tarde
constituyó la Guía de las Escuelas Cristianas que, por las fechas en las que nos
movemos, es casi seguro que no existía; todo lo más podría ser un proyecto muy
genérico. Y es que el manuscrito más antiguo que nos ha llegado sobre la Guía de las
Escuelas Cristianas se suele datar hacia 1706, es decir, unos veinte años después de los
sucesos que se narran en el capítulo. Es cierto que algunos expertos, por ejemplo el
Hermano José María Valladolid88, adelantan la concepción de algunos de los
contenidos que más adelante constituirían la Guía de las Escuelas Cristianas a las
primeras asambleas de maestros, que no comenzaron a reunirse hasta el abandono de
Nyel de sus compromisos escolares en la región de la Champaña y su regreso a Ruan,
que sucedió algo más tarde. De hecho, la primera asamblea de Hermanos principales
que conocemos no se data nunca antes de mayo de 1686, y quizás se celebrara algo
más tarde. Como tendremos ocasión de conocer, a ella tuvo que acudir el Hermano
Gabriel, en su calidad de director de Laon.
No obstante este adelanto temporal que se ha introducido, las valoraciones que el
Hermano Gabriel ofrece en la ficción a propósito de las escuelas lasalianas son
perfectamente válidas para cuando el proyecto de Escuelas Cristianas y Gratuitas de
De La Salle y sus compañeros se fue consolidando. Es de suponer, con todo, que
cuando el Hermano Gabriel ingresa en la comunidad este modelo sería mucho más
confuso y titubeante. Y es que lo lógico sería imaginar que, antes de dar con las claves
definitivas, los primeros maestros de De La Salle —y también de Nyel— tuvieron que
probar soluciones, ensayar nuevas maneras de hacer, dar marcha atrás a algún intento
que no dio el resultado previsto, aplicar las correcciones que la evaluación de lo
ejecutado reclamaba, etc.
No olvidemos que las escuelas de De La Salle tienen su origen en el modelo clásico de
escuelas de caridad, que era el que promovían las parroquias. Las primeras escuelas
lasalianas eran escuelas de caridad parroquiales y, a partir de este modelo inicial, poco
a poco, irán introduciendo cambios y evolucionando hacia un nuevo modelo que
llamarán 'escuela cristiana'. Pero la matriz originaria de la aventura lasaliana fueron las
escuelas de caridad parroquiales que, para cuando los maestros de De La Salle
comienzan su aventura, tenían a sus espaldas largos años de tradición y costumbre de
hacer las cosas de una manera determinada. A partir de ahí los maestros de De La Salle
tuvieron que evolucionar, y es de suponer que hasta llegar a los resultados finales, que
de alguna manera son los que nos indica en la ficción el Hermano Gabriel, es decir, los
que recogerá la posterior Guía de las Escuelas Cristianas, pasará bastante más tiempo
del que el texto supone89.
Las valoraciones que hace el Hermano Drolin sobre la importancia del catecismo y la
formación cristiana en las primitivas escuelas lasalianas, con ese comentario acerca de
las reticencias de algunos padres para enviar a sus hijos a las escuelas parroquiales,

87
Cf. GALLEGO, 197-200
88
Cf. OC-II, GE p. 6
89
Cf. En los manantiales..., 82-126

146
que los maestros de De La Salle quisieron solucionar dando la importancia debida a las
materias profanas, son ciertas90. Como también lo es la visión que da el Hermano
Gabriel de la cortesía en las escuelas lasalianas primitivas. Recordemos que el libro de
cortesía91 era un libro de lectura escolar para niños que sabían leer ya bastante bien.
La dificultad del libro lasaliano de cortesía estribaba en el hecho de estar editado en
letras góticas, también llamadas 'de cortesía' porque era habitual utilizarlas en libros
de esa temática92. La valoración, más o menos irónica, a propósito de la necesidad de
aprender cortesía que tenían los propios Hermanos la han comentado asimismo otros
autores que sobre esto sabían lo suyo93.
Por otra parte, es fácil captar los ecos cuasi literales, que recuerda el Hermano Gabriel
en la ficción, de diferentes meditaciones del Fundador que han llegada hasta nosotros,
y que, en su experiencia originaria con los maestros lasalianos de la calle Nueva,
nuestro protagonista distribuye en momentos muy concretos del calendario. Por un
lado tendríamos la Meditación para el día de Navidad, en la que De La Salle dejó
escrito lo que sigue: "Somos pobres Hermanos, olvidados y poco considerados por la
gente del mundo. Solo los pobres vienen a buscarnos, y no tienen nada que ofrecernos
más que sus corazones, dispuestos a recibir nuestras instrucciones"94.
Para el día de la Epifanía, que De La Salle denominaba fiesta de la Adoración de los
Reyes, el texto que nos ha quedado es el siguiente: "No podemos dejar de admirar la
fe de los santos Magos, pues no se encontró en Israel, dice san Bernardo, otra
semejante a la de estos admirables gentiles. Descubren una estrella nueva y
extraordinaria y, con solo verla, parten de un país remoto, en busca de Aquel que ellos
no conocían, y que ni siquiera era conocido en su propio país. Iluminados por su luz, y
más aún por la de la fe, van a anunciar un nuevo Sol de justicia en el lugar en que ha
nacido, y asombran a todos con la voz de semejante nueva. Ellos no se sorprenden,
porque están iluminados con la luz verdadera, y porque solo por la fe, según la
expresión de san Pablo, se va hacia Jesucristo"95.
Bastante más tarde, ya en verano, en la fiesta de san Bernabé, el texto al que alude el
Hermano Gabriel es, seguramente, el siguiente: "En el desprendimiento se manifiesta
mucha fe, puesto que uno se abandona entonces a la providencia de Dios, como el
hombre que se hace a la mar sin velas ni remos"96. Como se ve, nuestro Hermano tenía
buena memoria...
Continúa el Capítulo 6

90
Cf. En los manantiales..., 51-80; 304-316; MORY, 64-65
91
Lo denominamos así en pro de la brevedad. Su título completo es Reglas de cortesía y urbanidad
cristiana para uso de las Escuelas Cristianas; cf. nota 150, de la página
92
Cf. En los manantiales..., 336-352
93
Cf. En los manantiales..., 348-349; FIÉVET, 186-189
94
OC-I, MF 86,2,2
95
OC-I, MF 96,1,1. Las cursivas, que hemos colocado nosotros, tienen relación con los conceptos 'luz' e
'iluminar' con los que juega hábilmente De La Salle, y que el Hermano Gabriel subraya en sus memorias
de ficción
96
OC-I, MF 134,1,2

147
Capítulo 6

El capítulo anterior de nuestra ficción —el quinto— concluía con la presencia de Nyel
en la comunidad de la calle Nueva de Reims, para negociar, presuntamente, con el
señor De La Salle el envío de dos maestros a Laon. Suponemos que Nyel tenía
dificultades para encontrar maestros idóneos para la escuela de esta villa y, ante tal
dificultad, acudió a De La Salle para que le ayudase a solventar el entuerto. Se trataba
de algo bastante habitual así que, aunque no tenemos detalles precisos al respecto,
podemos suponer que algo así debió de suceder en la realidad.
Como probable fruto de estas negociaciones de Nyel con el santo Fundador, sabemos
a ciencia cierta que durante el curso escolar 1685-1686 el Hermano Gabriel Drolin fue
director de la escuela de Laon, obra que, por aquellas fechas, dependía del señor
Nyel97.
Según nos indica el Mory en su biografía de De La Salle, "Nyel tiene el don de
encontrar mujeres ricas preocupadas por la educación de los pobres y por dejar una
obra"98. De acuerdo con los datos que conocemos, Nyel desplegaba ese presunto don
no solo con las señoras; también con instituciones y parroquias. Debía de ser una
persona con gran poder de convicción. Y en Laon lo dejó demostrado de sobra con sus
imaginativas maquinaciones para que el ayuntamiento se hiciese cargo de los gastos
de la escuela de caridad de la parroquia99.
Durante el curso 1686-1687 tenemos a otro director en Laon, así que la conclusión más
lógica sería que el Hermano Gabriel dejó la villa; presumiblemente hacia octubre de
1686, porque en septiembre de ese mismo año, durante la enfermedad y muerte del
Hermano Bourlette, Drolin todavía estaba en Laon, convaleciente de su enfermedad.
En la ficción enviamos al Hermano Gabriel de Laon a Reims, con el fin de que pudiera
recuperarse de su enfermedad y del resto de disgustos a los que hubo de hacer frente
durante aquel curso nefasto. Destinarlo a Reims es cosa nuestra, porque, en realidad,
no sabemos a donde fue enviado; pero tanto la enfermedad del Hermano Drolin como
el resto de desgracias que van sucediendo en su relato hemos de considerarlas como
ciertas, pues están bastante bien documentadas.
Entre estas desgracias, una de las mayores fue, sin discusión, el fallecimiento de su
compañero Nicolás Bourlette, figura que ya había aparecido al final del capítulo cuarto
de nuestra ficción. Todo lo que se cuenta sobre él —su origen familiar, las dificultades
vocacionales que tuvo con su familia, las comunidades en las que residió, la hermosa
frase que le dirige al párroco, su muerte y hasta el apodo cariñoso con que le conocían
en Laon— lo hemos tomado de Blain100. Al decir de nuestro apreciado biógrafo, "la
muerte [del Hermano Bourlette] se consideró una gran pérdida y se le honró como a
un santo. Su sepulcro fue frecuentado durante años para honrarlo y por devoción.

97
FÉLIX PAUL, 98; GALLEGO, 182
98
MORY, 69. Interesante el método para fundar escuelas que sintetiza Mory en esa misma página: "Una
escuela se crea por la financiación de una señora rica, la voluntad de un párroco de abrir un
establecimiento para los pobres y el suministro de maestros capaces. Un esquema sencillo, que a veces
naufraga a causa de elementos exteriores"
99
Cf. GALLEGO, 170
100
BLAIN, 333-337

148
Muchas personas acudían allí para ofrecer a Dios sus oraciones e invocar al piadoso
difunto"101.
Tanto la parroquia concreta de Laon en la que se hallaba la escuela, la localización
precisa del edificio escolar, como el hecho de que su párroco fuera amigo de De La
Salle102 son datos documentados. El Hermano Gabriel se refiere a unos rumores que
propalaban la noticia de la inminente apertura de una nueva escuela lasaliana en Laon.
Son cosas de la ficción, aunque sí es cierto que llegó a inaugurarse una nueva escuela
lasaliana en Laon; fue en 1698, unos doce años después de los tiempos que corren en
nuestro relato.
El propio Hermano Gabriel regresaría a Laon en 1696 para repetir como director de su
antigua escuela, pero, si nos atenemos a las fechas que aportan los biógrafos, nunca
llegó a conocer la segunda escuela lasaliana de aquella villa en funcionamiento, por
más que estuviera, con seguridad, al corriente del proyecto y de la inminencia de su
inauguración. Pero él dejó Laon en el verano de 1698, y la nueva escuela abriría sus
puertas al inicio del otoño de ese año103. De ahí los comentarios que se han
introducido en sus memorias sobre este asunto de la segunda escuela de Laon,
avanzando, eso sí, en cierto modo, algo que acontecería unos doce años más tarde.
Dos Hermanos en una comunidad parece algo muy extraño y hasta opuesto a los usos
lasalianos de aquella época —y de hoy en día—. Pero, por más que hemos mirado en
un sitio o en otro para buscar más Hermanos o algunas explicaciones, todo nos ha
llevado a confirmar que, en efecto, durante aquel curso 1685-1686 la única comunidad
de Laon estaba formada solamente por los Hermanos Gabriel Drolin y Nicolás
Bourlette. Una posible explicación, sin ninguna base documental, podría ser que los
dos Hermanos fueron una solución de urgencia a la solicitud a la desesperada de Nyel,
para evitar tener que cerrar la escuela, a la espera de contar con otras posibilidades
mejores.
En el ficción se hace una comparación entre lo que eran las escuelas parroquiales de
caridad y las 'Escuela Cristianas y Gratuitas' —con este nombre las denomina al
principio Blain104, que con el tiempo deja caer el segundo adjetivo— que estaban
promoviendo los maestros de De La Salle y de Nyel. El texto, como no podía ser de otra
forma, resulta esquemático y sintético, pero quiere dar una idea clara y realista de la
novedad que traían las escuelas lasalianas al mundo de la educación en aquel

101
BLAIN, 337. La única vez que quien esto escribe ha estado en Laon iba acompañado por un Hermano
francés, ya fallecido, bastante versado en la historia del santo Fundador: el Hermano Émile Noiret.
Llegados a la villa, al llegar a un determinado lugar, me dijo: "Por aquí tienen que reposar los restos del
Hermano Nicolás Bourlette, un santo lasaliano desconocido". Por cierto que la calle en la que se
levantaba la primera escuela de los Hermanos —llegó a haber dos, aunque en esta obra no llegaremos a
ver nacer la segunda— se llama hoy en día "calle de los Hermanos" (rue des Frères). Durante la
Revolución Francesa encarcelaron a los Hermanos de Laon pero, ante la presión popular de los padres de
los escolares, las autoridades revolucionarias se vieron obligados a liberarlos y los Hermanos pudieron
continuar con bastante normalidad su actividad en la escuela. Una amable excepción en aquellos
convulsos tiempos de persecución que habla alto y claro de la calidad educativa y el aprecio popular que
suscitaban aquellos lasalianos y sus escuelas. En la actualidad no hay presencia lasaliana en Laon.
102
Se trata de Pedro Guyart, que también era amigo del difunto padre Roland; cf. GALLEGO, 169
103
Cf. GALLEGO, 316-317, incluidas notas 80 y 81 de esas páginas
104
Cf. como ejemplo, BLAIN, 16; 17; 25; 35; 55; 57; 58; 61; 62; 70; 83; 84; 101; etc. El propio Gabriel
Drolin, ¡en 1697!, firmará un recibo que comienza así: "Nosotros, maestros de las Escuelas Cristianas y
Gratuitas de esta villa de Laon..."; cf. AROZ, CL 402, 77

149
momento preciso. Aunque se podría haber añadido alguno más, se han elegido tres
rasgos muy marcados: la lengua de la escuela, la educación simultánea y la gratuidad
escolar105.
Si en lo que se refiere a educación simultánea y gratuidad106 hay muchísima
información bibliográfica por ahí, para defender la lengua de la escuela lasaliana —el
francés— nos hemos inspirado sustancialmente en el Memorial que De La Salle envió a
un obispo amigo que pretendía obligarle a utilizar el latín en las dos escuelas que los
maestros lasalianos acababan de inaugurar en Chartres107. Las razones que aparecen
en la ficción son, pues, de De La Salle —aunque este aportó algunas más en su
documento— y hasta la queja en relación con el horroroso latín que se ven obligados a
escuchar con frecuencia en las iglesias quienes dominan la lengua latina la podemos
encontrar asimismo al final del citado Memorial de De La Salle108.
En un momento dado de su relato, el Hermano Gabriel se refiere al criterio
pedagógico-catequético que manejaban por aquella época, de preferir siempre la
escuela para la catequesis, a la parroquia u otro templo. Podríamos casi argumentar
que, en este asunto, el Hermano hablaba por experiencia propia, ya que cuando se
hallaba ya en Roma recibió una advertencia del Fundador en ese mismo sentido: "En
cuanto al catecismo, me parece conveniente e importante que lo explique usted en su
escuela. ¿Acaso está prohibido que el maestro explique el catecismo a sus alumnos en
la escuela? No me gusta que nuestros Hermanos den el catecismo en la iglesia; con
todo, si estuviere prohibido darlo en la escuela, es preferible que lo hagan en la iglesia
a no hacerlo"109. En carta fechada casi un año antes, De La Salle ya había reconvenido
al Hermano Drolin en relación con este asunto: "Si pudiera dar la clase donde explica
usted el catecismo, sería ciertamente lo mejor"110.
En cuanto a la reflexión sobre espiritualidad, a propósito de una protesta bastante
extendida en diversas épocas históricas entre los lasalianos, de dedicar demasiado
tiempo a una actividad presuntamente menos importante, como es el apostolado
escolar y catequístico, con lo que se pierden fuerzas y tiempo para cumplir como se
debe con los actos verdaderamente espirituales, como son la oración o el retiro, que
serían los realmente importantes, se ha acudido a Juan Bautista De La Salle. En efecto,
el Hermano Gabriel cita de memoria y hace una interpretación personal de la conocida
reflexión que De La Salle nos dejó en dos lugares distintos, señal de que para él no se
trataba de un pensamiento cualquiera: "No hagáis diferencia entre los deberes propios
de vuestro estado y el negocio de vuestra salvación y perfección. Tened por cierto que

105
Cf. En los manantiales..., 82-126
106
En el Capítulo 8 del relato. , y sus correspondientes 'Anotaciones críticas a la ficción'. , se han
incluido algunas explicaciones más acerca de las listas de pobres de las parroquias y su relación con las
escuelas de caridad, así como sobre las indicaciones de la Regla de los Hermanos de aquella época a
propósito de la manera concreta en que habían de vivir la pobreza y la gratuidad de sus escuelas; se
incluyen allí, asimismo, algunas citas en que fundamentar la exposición
107
Cf. GALLEGO, 315-317, en 1699, a instancias del obispo de la diócesis, amigo personal de De La Salle
108
Aunque el Memorial solo lo encontramos en BLAIN, que habla de él varias veces en su biografía de De
La Salle, curiosamente ha sido incluido en la traducción española de las obras completas del Fundador.
Cf. OC-I, MLF (las siglas MLF, vienen de Memorial sobre la lectura del francés); cf. BLAIN, 488-489.
Véase también en la presentación del documento MLF, con que lo introducen las Obras completas, las
circunstancias que acompañaron su redacción; cf. OC-I, pp. 105-106
109
OC-I; C 18,14-16, fechada en 1705
110
OC-I; C 14,19, fechada en 1704

150
nunca obraréis mejor vuestra salvación, ni adelantaréis tanto en la perfección, como
cumpliendo bien los deberes de vuestro estado, con tal que lo hagáis con el fin de
obedecer a Dios"111. En determinado momento, el Hermano Gabriel también alude a lo
que durante mucho tiempo se ha traducido como "los cuatro sostenes interiores" del
Instituto", que son, en el mismo orden que los cita el santo Fundador: "la oración
mental, el espíritu de fe, la presencia de Dios y el recogimiento interior"112.
En relación con la sorprendente decisión de Nyel de abandonar la colaboración con el
señor De La Salle en la fundación de escuelas para pobres, parece ser que se la
comunicó por carta al santo sacerdote durante el verano de 1685113. Podríamos
haberla incluido, por tanto, en el capítulo anterior, cuando Nyel se entrevista con
Gabriel Drolin en la comunidad de la calle Nueva, por ejemplo. Para la ficción nos venía
mejor que el Hermano Gabriel no supiera nada —de momento— cuando sale hacia su
nuevo destino comunitario y escolar de Laon, aunque tampoco falseamos las cosas
porque, en realidad, no sabemos con precisión cuándo se enteró, aunque la lógica
reclame una fecha anterior a la que la ficción propone.
Esta decisión de Nyel trajo aparejadas grandes consecuencias para aquella institución
lasaliana naciente. Pero de todas estas cuestiones hablaremos largo y tendido en el
capítulo siguiente, así que mejor mantener la intriga y no adelantar acontecimientos...

Capítulo 7

Todos los expertos, apoyándose en los datos que aportan los diferentes biógrafos
primitivos, están de acuerdo en señalar que hubo, al menos, una asamblea de todos
los Hermanos de Reims, o de los directores de todas las escuelas existentes en aquel
momento, en donde se discutieron y decidieron algunos temas importantes para
aquella primera comunidad de maestros. No pocos de estos expertos son, incluso,
partidarios de la existencia de dos asambleas: una primera, reunida en Reims, en la
que solo participaron los maestros que pertenecían a aquella comunidad de la ciudad
catedralicia, y otra posterior, en la que se juntaron solo los directores de todas las
escuelas, y no solo de las de Reims. Pero no hay unanimidad.
Tampoco la hay sobre las fechas concretas en las que estas asambleas pudieron tener
lugar, que, en cualquier caso, estarían comprendidas entre 1684 y 1687; tres años, que
tampoco es tanto... Quienes proponen dos asambleas suelen fijar la primera en 1684 y
la segunda un par de años o tres más tarde. Según el Hermano Bernard, primero de los
biógrafos primitivos del Fundador, el nombre de 'Hermanos' habría sido decidido ya en
1682, junto con algunos ejercicios de la comunidad; es decir, antes de cualquier
asamblea. Este dato no es de extrañar, en absoluto, puesto que los maestros de Nyel

111
OC-I, CT 16,1,1; OC-I, RP 3,0,3. Este tema está ampliamente desarrollado en una tesis doctoral
relativamente reciente: cf. JOSÉ ANTONIO VILLALABEITIA, Una consagración apostólica, una vida
integrada - 2 tomos, Ediciones San Pío X, Madrid 2008
112
OC-I, CT 4,1
113
Cf. GALLEGO, 181

151
se llamaban entre sí 'Hermanos' y en esa fecha la influencia de Nyel en la comunidad
lasaliana naciente tenía que ser muy intensa114.
Sin aspirar a solucionar definitivamente el entuerto, ni mucho menos, nosotros, en
nuestra ficción, hemos optado por soluciones razonables y, al mismo tiempo, que
favorecieran la historia que estamos contando. Si hubiera habido dos asambleas, es
claro que la primera habría tenido lugar probablemente antes del ingreso de Gabriel
Drolin en la comunidad. De hecho, según nos narra la ficción en los capítulos
precedentes, cuando el Hermano Gabriel llama a las puertas de la comunidad de la
calle Nueva de Reims, los maestros van ya vestidos con su hábito peculiar y se llaman
normalmente entre ellos 'Hermanos', dos decisiones que se habrían tomado en esa
primera asamblea de 1684, o incluso antes. O bien habrían podido ser decisiones
adoptadas sin necesidad de convocar una asamblea concreta, en el día a día de la
comunidad, bajo la influencia de los líderes del momento: De La Salle y Nyel.
Para la segunda —o única— asamblea, nosotros en la ficción hemos optado por la
fecha más comúnmente admitida: 1686, entre esas fiestas de la Ascensión,
Pentecostés y la Trinidad que tan significativas resultan para los lasalianos, y que son
las que elige, asimismo, el Hermano Saturnino. Lo hacemos fijándonos en la discusión
de los expertos, por supuesto, pero aportando una razón histórica más, que explicaría
muy bien la convocatoria de dicha asamblea: la desaparición de escena de Adrián Nyel,
comunicada, según parece, al señor De La Salle en verano de 1685. Esta retirada de
Nyel podría considerarse como la ocasión providencial para que las dos redes de
maestros para escuelas cristianas gratuitas que, de hecho, funcionaban durante los
primeros años de la fundación se convirtieran en una sola. La ficción trata de explicar
con claridad la realidad de estas dos redes, con responsables y funcionamiento
práctico distinto, que con la asamblea de directores quedaron unificadas bajo un solo
responsable y con unos criterios de actuación compartidos. La asamblea habría sido el
instrumento concreto para alcanzar ambos objetivos.
Según se indica con claridad en la ficción, de la misma manera que sucedió en 1682,
cuando muchos de los maestros seleccionados por Nyel decidieron abandonar la
comunidad remense, De La Salle no tenía por qué aceptar la sugerencia que Nyel le
trasladaba en su misiva; en realidad, de haberla rechazado se habría evitado bastantes
complicaciones. Sin embargo, del mismo modo que reaccionó en 1682115, De La Salle
resolvió aceptar el encargo de Nyel y hacerse cargo de sus dos escuelas, alejadas
ambas de Reims. Pero, para poder asumir mejor el reto que constituía animar siete
escuelas en cinco localidades diferentes116, el Fundador decidió convocar a los
directores de esas escuelas a una asamblea en la que se pondrían de acuerdo sobre
algunas cuestiones fundamentales, que luego cada cual aplicaría a la letra en su
escuela respectiva.

114
Véase la discusión sobre estas cuestiones que propone, con todos los datos de los biógrafos, el
Hermano Saturnino: GALLEGO, 176 notas 94 y 95; 183 nota 132. Este Hermano hace su propia elección
—subjetiva, pero razonada— de fechas, que no siempre coincide con las que hemos preferido en nuestra
ficción
115
Según pone Blain en boca del propio De La Salle, "le pareció de forma clara, a finales del año 1682 [es
decir, después de la desbandada de los maestros] (dice él mismo), que Dios le llamaba a asumir el
cuidado de las Escuelas"; BLAIN, 256
116
Tres en Reims —San Mauricio, Santiago y San Sinforiano— más Rethel, Laon, Guisa y Châteu-
Porcien; a esta última le quedaba poco tiempo de vida

152
Y es que, para el responsable general de las escuelas, la situación había cambiado por
completo. Ya no podía visitar las escuelas cuando quisiera, casi sin más que dándose
un paseo, como sucedía —en parte— antes; ahora la mayor parte de sus escuelas —
cuatro de siete— estaba fuera de Reims y, por tanto, se hacía necesario revisar a fondo
la manera de animarlas. Pues bien, esta nueva manera de orientar e impulsar las
escuelas y a sus maestros por la senda apropiada era la asamblea de directores, que se
reunió por primera vez en 1686 y, según parece, continuó reuniéndose todos los años,
al menos durante varios cursos escolares más.
Este planteamiento fija de inmediato el número de participantes: siete directores de
siete escuelas más el señor De La Salle, que actuaría como presidente y moderador de
la asamblea; por ello imaginamos en la ficción que el Fundador pudo dirigir algunas
charlas a los asambleístas. Podría pensarse que, quizás, la comunidad de la calle Nueva
tenía un director de comunidad, pero lo lógico es suponer que fuera el propio De La
Salle quien asumiese ese rol, o bien uno de los tres directores de las escuelas de Reims.
Como es obvio, todos los detalles de programa, misas, descansos y demás son cosas de
la ficción.
En cuanto a los temas tratados y decididos en la asamblea, el primero es una
declaración de lo que son las Escuelas Cristianas y Gratuitas que no consta en ninguna
parte. No obstante, nos parecía propio de reuniones de este estilo comenzar
planteando alguna reflexión —o 'dinámica', como se suelen denominar hoy en día—
del tipo que da a luz esa declaración, que luego firmarán todos los asambleístas. Es,
pues, material de ficción, lo que no significa que no recoja aspectos perfectamente
válidos, y hasta verosímiles.
El resto de los temas que van a irse decidiendo progresivamente durante la asamblea
son todos asuntos que en algún momento tuvieron que analizarse y resolverse.
Algunos de ellos, como el nombre de la Institución —'Hermanos de las Escuelas
Cristianas (y Gratuitas)'—, la consecuente denominación de los maestros —
'Hermanos'117— o el hábito peculiar118 que portaban, parece que se decidieron, al
menos en Reims, antes del ingreso de Gabriel Drolin. También podrían haberse
resuelto antes algunos asuntos muy puntuales sobre alimentación, detalles sobre el
reglamento de comunidades y escuelas, o sobre los confesores de los Hermanos. En la
ficción se da esto por hecho para Reims, y se decide extender estas cuestiones a todas
las escuelas y comunidades de fuera de la capital, si es que no lo habían hecho ya para
entonces.

117
No queremos pasar de largo sobre las hermosas palabras que Blain nos regala a propósito del nombre
elegido por los maestros de De La Salle: “El cambio de hábito introdujo el cambio de nombre […] El
nombre de Hermanos de las Escuelas Cristianas y Gratuitas vino a ser, desde entonces, el de los hijos del
señor De La Salle, y en adelante nosotros no les daremos más que este nombre. Esta denominación es
justa, pues encierra la definición de su estado y señala los oficios de su vocación. Este nombre les enseña
que la caridad, que dio nacimiento a su Instituto, debe ser su alma y su vida; que debe presidir todas sus
deliberaciones y formar todos sus proyectos; que debe ser ella quien debe moverlos a obrar y actuar y
quien debe regular todos sus pasos y animar todas sus palabras y actividades. Este nombre les dice cuál es
la excelencia de su oficio, la dignidad de su estado y la santidad de su profesión”; BLAIN, 319
118
A propósito de la singularidad del hábito elegido, BLAIN, 317, escribe: "Es cierto que esta vestimenta,
al comienzo, no fue del gusto de todos, y que posteriormente tuvo infinidad de censores. También es
cierto que su novedad y singularidad han conseguido para los Hermanos, en todos los lugares donde lo
llevaron al comienzo, muchas burlas, desprecios, insultos y afrentas"; nótese el inciso 'al comienzo',
indicativo, quizás, de que con el tiempo todo se fue volviendo más normal...

153
Hay otros problemas sobre los que, según la ficción, se discute en la asamblea de los
que nada nos dicen los biógrafos o, mejor, nada asociado a esa asamblea o a esas
fechas en concreto, aunque sean asuntos que comentarán en distintos momentos de
sus trabajos. El Hermano Saturnino supone que algo comentarían en la asamblea que
nos ocupa, aunque confiesa abiertamente que "quizás se acordó redactar algo por
consentimiento de todos, pero no nos ha llegado nada de tales conciertos"119. El
Hermano se refiere a los temas acerca de la gratuidad escolar, el no fundar escuelas en
pueblos pequeños, y las condiciones y posible preparación que debía exigirse a los
candidatos a maestros.
Los biógrafos, en efecto, no nos han dejado nada concreto en relación con estas
cuestiones, pero un documento autógrafo del Fundador, que suele datarse a finales de
1689 o principios de 1690 —algo más de tres años después de los hechos que se
narran en la ficción—, parece tener decididas y muy claras algunas de ellas: "En esta
Comunidad se dedican a regentar escuelas gratuitamente, solo en las ciudades, y a
explicar el catecismo todos los días, incluso los domingos y fiestas"120. Como en la
ficción no vamos a ocuparnos de más asambleas de Hermanos, hemos querido
suponer que todas estas decisiones se adoptaron en la de 1686, cosa posible121
aunque no necesariamente real. Con todo, año antes o año después, parece que es el
momento en que todas estas cuestiones tuvieron que empezar a quedar
definitivamente atadas.
Los dos temas que, según la ficción, más tiempo y discusión exigieron fueron el de los
votos y la elección de nuevo Superior, ambos bien documentados, aunque de nuevo
con dificultades para fijar con exactitud la fecha y algunos otros detalles interesantes.
La discusión en relación con los votos se ha querido exponer en la ficción tal como los
biógrafos la narran, con ese deseo de algunos directores de profesar voto perpetuo de
castidad y la oposición del Fundador, que lo veía innecesario o, quizás, prematuro.
Pero qué voto o votos profesaron resulta bastante más difícil de precisar, ya que
existen varias referencias contradictorias, tanto en el número de votos que signaron
como en su contenido o duración, procedentes de fuentes que son todas bastante de
fiar, pero discordantes122. Según indica el Hermano Saturnino, "la crítica se inclina por
el solo voto de obediencia, pero oscila entre admitir si fue por un año o por tres; esta
última práctica es la que quedó en pie en la tradición del Instituto"123. Nosotros hemos

119
GALLEGO, 184; en la nota 135 de esa misma página el Hermano Saturnino indica que Blain "sobre
esos temas se definirá cada vez con mayor energía en el futuro"
120
OC-I, MH 0,0,2-3; el documento en cuestión es el llamado Memorial sobre el hábito. El tema de la
gratuidad quedará, más tarde, fijado de manera incontestable en las Reglas comunes. De hecho, el primer
manuscrito de ellas que nos ha llegado, datado en 1705, se inicia de esta manera: "El Instituto de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas es una Sociedad en la que se hace profesión de dar escuela
gratuitamente"; CL 25, 16. La versión de 1718, además de mantener esta primera frase, en su capítulo 7º
añade que "los Hermanos darán en todas partes escuela gratuitamente, y esto es esencial a su Instituto";
OC-I, RC 7,1. 'Esencial' no parece poca cosa...
121
El Hermano Saturnino así lo sugiere; cf. GALLEGO, 184
122
Cf. a este propósito, la larga nota 136 de GALLEGO, 184-187, en la que hace referencia a las opiniones
de hasta ocho biógrafos diferentes
123
GALLEGO, 185 nota 136, con apoyo en estudios de los Hermanos Maurice-Auguste e Yves Poutet

154
preferido la lógica mínima del voto de obediencia hasta la próxima asamblea, que
debía reunirse al de un año124.
El segundo asunto es asimismo delicado, como se irá viendo según avance el tiempo;
me refiero al de la elección de Superior. No hay dudas de que se produjo, y que el
elegido, en ese momento, fue el Hermano Enrique. Pero de nuevo nos encontramos
con un par de fechas posibles, 1686 o 1687, en circunstancias distintas: poco después
de profesar los votos, tras un retiro con los Hermanos, un día de la Trinidad...125 En la
ficción nos ha parecido lógico que si se reúne una asamblea de directores por esas
fechas, fuera en dicha asamblea donde se procediera a la elección del nuevo Superior,
y fuera también a él —y a lo acordado en la asamblea— a quien se prometiera
obediencia. Opciones discutibles, por supuesto, pero verosímiles.
Tanto la elección del domingo de la Trinidad como fiesta importante para el Instituto
como la peregrinación al Santuario de Liesse, con la que se remató la asamblea, son
hechos documentados por los biógrafos o por la práctica posterior del Instituto. Con
un nuevo Superior al frente de la comunidad nos ha parecido lógico concederle a él la
iniciativa de ambas propuestas, privando de la misma al Fundador, que ha sido el
protagonista tradicional de las mismas. La proverbial humildad de De La Salle junto con
la manera en que, cuando en las biografías aparece, rinde su obediencia sin
condiciones al Superior de los Hermanos, así lo aconsejan. El momento y los detalles
concretos que se aportan son producto exclusivo de la ficción.
Luego ya en el desarrollo de estas cuestiones se han ido incluyendo de manera
informal distintos temas clásicos en la literatura del señor De La Salle. Así, en cuanto a
la consideración de los maestros como llamados por el mismo Dios a su empleo, que
desarrollan una misión muy importante en la Iglesia, que es un auténtico ministerio,
aunque no sea valorado por la gente, etc., habría un sinfín de citas concretas que
aportar, ya que se trata de un tema fundamental en la concepción del señor De La
Salle126. Y es que, cuando De La Salle se refiere a la llamada de Dios al empleo de
maestros, suele utilizar con frecuencia el término ‘ministerio’: “Es Él quien os ha dado
el ministerio que ejercéis”127; “Puesto que Dios, por su misericordia, os ha confiado tal

124
En cuanto a la fórmula utilizada, el Hermano Saturnino asegura que "comenzaba así: 'Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, postrados con el más profundo respeto ante vuestra infinita y
adorable Majestad, nos consagramos enteramente a Vos, para procurar con todas nuestras posibilidades y
esfuerzos el establecimiento de la Sociedad de las Escuelas Cristianas...'"; GALLEGO, 185. Claro que en
nota 138, al pie de esa misma página, este autor aclara que "no quedan ejemplares de la fórmula
utilizada"; si él así lo sugiere es porque "con ese texto, redactado por De La Salle, comienzan las fórmulas
de profesión de 1691 y 1694". Que el redactor de la fórmula fuera De La Salle tiene su lógica, y el
Hermano Saturnino lo repite otras veces (por ejemplo, p. 246), pero no consta en ninguna parte. En
cuanto a que la fórmula de 1686 comenzase así... ¡Son cosas del Hermano Saturnino!
125
Discusión y citas en la nota 37 de GALLEGO, 195
126
A quien esté interesado en profundizar en estos asuntos, le remitimos a En los manantiales..., 362-385,
donde hallará apartados con títulos tan sugerentes como: ‘Maestros vocacionados’, ‘Es Dios mismo quien
os ha llamado’, ‘Vuestro ministerio es muy importante’, ‘Tenéis que estimar vuestro ministerio’, ‘Títulos
de gloria del maestro cristiano’, etc., todos ellos repletos de citas textuales del Fundador. Valga como
indicio del resto de contenidos la siguiente cita textual de este libro: "El maestro es un elegido de Dios, un
obrero de la viña del Señor, un enviado. Este pensamiento le parece a De La Salle de tal importancia que
a lo largo de sus escritos, de una manera o de otra, lo repetirá hasta en ¡43 ocasiones!"; p. 366. También
se documenta y comenta en este mismo libro (p. 37) la cita del padre Bourdoise a la que el Hermano
Gabriel alude en sus comentarios
127
OC-I, MR 205,1,1

155
ministerio, no alteréis en nada su palabra”128; “Vosotros recibisteis de Dios especiales
gracias cuando os retiró del mundo y os llamó a un ministerio que mira solo a la
salvación de las almas”129.
Otras veces De La Salle denomina directamente a los maestros ‘ministros’, lo que les
confiere una dignidad especial y, al mismo tiempo, comporta exigentes
responsabilidades: “Consideraos como los ministros de Dios y cumplid las obligaciones
de vuestro empleo con todo el celo posible y como quien ha de darle cuenta de
ello”130; “Ya que Dios os ha constituido ministros suyos […] exhortadles como si Dios
los exhortara por medio de vosotros”131.
Este concepto de "ministerio", a comenzar por la misma palabra, cuyo uso para
expresar ministerios que no sean exclusivamente el sacramental del orden ni siquiera
en nuestros días está demasiado normalizado, tenía que sonar hace tres siglos de
manera todavía mucho más chocante y sorprendente. Nada tiene, pues, de extraño
que al Hermano Gabriel le llamara la atención el significado con el que el santo
Fundador solía utilizarlo.
Otras reflexiones que el Hermano Drolin cree recordar de las charlas del padre De La
Salle están asimismo inspiradas en las meditaciones del santo Fundador que han
llegado hasta nosotros. Sobre la comunidad, por ejemplo, cuya insistencia le llama la
atención al Hermano Gabriel, De La Salle dejó escrito, en su Meditación para la Vigilia
de la Ascensión, lo que sigue: "Puesto que Dios os ha concedido la gracia de llamaros a
vivir en comunidad, no hay nada que debáis pedirle con mayor insistencia que esta
unión de espíritu y de corazón con vuestros Hermanos; pues solo a través de esta
unión alcanzaréis la paz que debe constituir toda la dicha de vuestra vida. Instad, pues,
al Dios de los corazones, que del vuestro y del de vuestros Hermanos forme uno solo
en el de Jesús"132.
En cuanto a la expresión 'mover los corazones', que, según confiesa en la ficción,
marcó de por vida al Hermano Drolin, está inspirada en la Meditación de De La Salle
para la fiesta de Pentecostés, que se remata de la siguiente manera: "Vosotros ejercéis
un empleo que os pone en la obligación de mover los corazones; y no podréis
conseguirlo sino por el Espíritu de Dios. Pedidle que os conceda hoy la misma gracia
que otorgó a los santos apóstoles, y que después de haberos colmado de su Espíritu
para santificaros, os lo comunique también para procurar la salvación de los demás"133.
La reflexión que expresa en voz alta el Hermano Gabriel a propósito de este
pensamiento lasaliano pretende ser un reflejo de la gran importancia que dicha
expresión —y lo que supone— ha adquirido en la espiritualidad lasaliana a lo largo de
la historia, hasta el punto de ser considerado, si no uno de sus axiomas más
importantes, sí al menos, sin duda, uno de los más conocidos.

128
OC-I, MR 193,1,2
129
OC-I, MF 146,3,2
130
OC-I, MF 140,2,2
131
OC-I, MR 193,3,1
132
OC-I, MD 39,3,2
133
OC-I, MD 43,3,2

156
Capítulo 8
Como indicamos en su momento134, la presencia histórica del Hermano Gabriel en
todos los acontecimientos, mayores o menores, que se narran en este capítulo no está
atestiguada, lo que no significa, ni mucho menos, que lo que él nos narra sea pura
ficción. Al contrario: si el narrador lo hemos introducido nosotros, por intereses
propios de nuestra ficción, los hechos que él nos cuenta son reflejo lo más fiel posible
de los detalles y datos que han llegado hasta nosotros sobre lo que sucedía en la
comunidad de la calle Nueva, de Reims, en torno a esas fechas.
Nos estamos refiriendo, en concreto, a la nueva disposición organizativa de la
comunidad de la calle Nueva, con los números aproximados de personas que se
aportan de cada grupo y sus características peculiares; la revocación episcopal del
cargo de Superior del Hermano l'Heureux para reponer al Fundador en el puesto; los
frecuentes viajes del Fundador lejos de Reims para atender a las nuevas necesidades
apostólicas de la comunidad; el preludio en Reims de la fundación en París, con el
padre Compagnon, las cartas, la consulta con la comunidad, la contrariedad del
arzobispo por la marcha de De La Salle a París, su oferta de financiar las escuelas
lasalianas a condición de no salir de la diócesis de Reims, etc.; los nombramientos en la
comunidad de la calle Nueva en vísperas del viaje a París... En todos estos asuntos,
hemos pretendido ser muy fieles a lo que nos ha llegado de los primeros biógrafos,
que en esta ocasión se muestran bastante más unánimes en sus datos que en otros
momentos135.
Los contenidos que elige el Hermano Gabriel para su recolección de Navidad con
aspirantes a Hermanos y con futuros maestros rurales —por separado— no son sino el
desarrollo fiel de una idea que el Fundador nos ha dejado por escrito en varias de sus
obras: la labor de sustitución de los padres en la educación cristiana de sus hijos que
Dios encomienda a los maestros cristianos. En otro momento, incluso, De La Salle
recuerda a sus discípulos que están destinados a ser padres espirituales de los niños
que instruyen136. En la ficción, el Hermano Gabriel se ha limitado a expresar estas ideas
con un lenguaje más claro, quizás más actual también, y a estructurarlas de manera
más lógica; pero su fidelidad al mensaje de De La Salle quiere ser completa137.
En cuanto a los contenidos sobre organización escolar, manera de comportarse en
clase con manuscritos138, el ejemplo del maestro139 y la vigilancia sobre sus alumnos140

134
Cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Itinerario preciso del Hermano Gabriel Drolin en el Instituto'.
135
Cf. GALLEGO, 196-200; 207-210
136
Cf. OC-I, MF 157,1,2
137
Cf. OC-I, RC 1,4;1,6; OC-I, MR 193,2;194,1
138
Es indiscutible que en la escuela lasaliana primitiva se utilizaban manuscritos, tanto para rematar el
aprendizaje de la lectura como para perfeccionar la escritura. Las siguientes citas son solo un ejemplo de
lo que la Guía de las Escuelas Cristianas propone en relación con el trabajo con manuscritos: OC-II, GE
4,4,14; 6,0,2; 13,2,2; 21,1,7; 23,3,5; 23,3,11; 23,5,9; 24,2,12; 24,3,7... En la ficción, el Hermano Gabriel
enseña a sus alumnos —maestros rurales y futuros Hermanos— cómo trabajar con los manuscritos, en
qué deben fijarse, cuál es el interés de la actividad, etc. Para orientar las indicaciones del Hermano
Gabriel nos hemos basado en los comentarios de algunos especialistas en relación con este asunto.
139
Cf. como ejemplo, OC-II, GE 1,2,7; 7,4,1; 6,1,8; 12,8,1; 18,7,5; 22,2,8; 25,4,12... OC-I, MD 33,2;
39,2,2; 69,1-2; 75,1,2. OC-I, MF 91,3,2; 92,2,1; 100,2,2; 128,2,1; 153,3,2; 158,3,2; 180,1. OC-I, MR
197,2,2;202,3
140
Cf. como ejemplo, OC-II, GE 8,1,7; 11; 15,2,7; 15,6,10; 16,2,3; 18,7,5; 19,1,1; 20,1,5... OC-I, MF
111,3,2; 187,3,1... OC-I, MR 193,2,2; 194,2,2; 197,3,1; 198,3,2

157
como pilares fundamentales de la pedagogía lasaliana, el valor del silencio en la
escuela141, el empleo en clase de expresiones sencillas, al alcance de los alumnos142,
etc., son consejos didácticos tomados de diferentes lugares de los escritos del santo
Fundador, sobre todo de la Guía de las Escuelas Cristianas y las Meditaciones. En algún
caso hemos explicado de manera concreta el modo de llevar a cabo la actividad así
como su posible justificación didáctica, el objetivo que con ella se persigue o el interés
que presenta en la escuela.
Por otra parte, ¿cómo no encontrar, en el último párrafo del capítulo, ecos de la
reflexión del señor De La Salle, comentando su propia experiencia, sobre los peculiares
caminos que sigue el Señor para conducir a sus elegidos a donde Él, en su divina
providencia, los necesita y envía?143

Capítulo 9

La narración de las circunstancias en que tuvo lugar la fundación de las dos primeras
escuelas lasalianas en París, que se ha recogido en el presente capítulo, pretende ser
completamente fiel a los datos que nos han llegado de los primeros biógrafos. Es cierto
que, en pro de la brevedad del relato, ha habido que sintetizar y, en consecuencia,
esquematizar y simplificar muchos de los sucesos narrados, pero, si se han obviado
detalles y resumido procesos, en nuestra intención ha estado siempre respetar y nunca
alterar el sentido de los hechos fundamentales. Así lo hemos tratado de hacer cuando
hemos referido tanto los avatares de la fundación de las escuelas como los conflictos
que vivieron los primeros Hermanos de París con el párroco de san Sulpicio y con los
maestros de escuelas menores.
En cuanto a los antecedentes de la fundación lasaliana en París, el texto habla de una
presunta profecía a cargo del padre Nicolás Barré. La hemos tomado de la biografía del
Hermano Bernard que, "hacia finales de 1682", describe el encuentro del señor De La
Salle con el mínimo Barré, quien "le predijo que no moriría antes de haber visto a
varios Hermanos"; lasalianos y en París, se entiende144. Pero de los demás biógrafos
también se podría deducir con facilidad algo similar, aunque no hayamos hallado en
ellos una cita literal tan clara.
La ficción comenta asimismo las promesas que adelantara De La Salle al párroco de san
Sulpicio, durante el viaje a París que hizo el primero en julio de 1683, sobre la
intención del lasaliano de fundar en la capital francesa. Todos los biógrafos se refieren

141
Cf. como ejemplo, OC-II, GE 1,1.2; 2,2,13; 3,1,19; 8,1,3; 8,2,1; 10,2.3; 11,0,1; 11,3; 12,0,1; 12,8,1;
15,2,7; 15,3,12; 21,3,1; 23,1,6; 25,2; 25,4,33. OC-I, MD 33,2,2. OC-I, MF 126,3,2
142
Cf. OC-I, MD 33,3,1. OC-I, MR 193,3,2
143
"Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a forzar la
inclinación de los hombres, queriendo comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las
escuelas, lo hizo de manera totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un compromiso
me llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos"; OC-I, MSO 6
144
Las cuatro primeras biografías... Tomo I, 153. El texto continúa afirmando que tal profecía se
cumplió, lo que no parece del todo acertado ya que Barré falleció año y medio antes de llegar los
Hermanos a París

158
a dichas promesas145, aunque nosotros hemos matizado —por nuestra cuenta— que
quizás a De La Salle le obligaron a actuar con más celeridad de la que a él le hubiera
gustado; pero, en fin, esta última apreciación es una intuición personal que tal vez no
responda a lo que, en realidad, De La Salle sentía en aquella época.
Aunque las fechas que aportan los biógrafos son diferentes, parece bastante seguro
que los encuentros con Barré y con el párroco de san Sulpicio se produjeron en el
mismo viaje a París, probablemente en verano de 1683.
No es fácil describir con rapidez y precisión las dificultades que vivieron los primeros
Hermanos con el director de la escuela, Compagnon, y con el primer párroco de san
Sulpicio que conocieron, La Barmondière. En la ficción se ha reducido mucho la
controversia, y se han esquematizado las distintas posturas. Y es que, con el director
de la escuela, las cosas a veces iban bien y otras se torcían por completo. Por su parte,
el párroco La Barmondière parece que dimitió por problemas de salud, conectados con
las ingentes inversiones realizadas y las no menos costosas deudas contraídas en la
construcción del bello templo parroquial que podemos admirar todavía hoy146. Su
dimisión fue, sin duda, en aquel momento, una excelente noticia para los lasalianos.
Las reflexiones del Hermano Gabriel a propósito de la decisión de no suprimir por
completo el trabajo de los alumnos en los telares de la calle Princesa, sino de
incorporarlo al plan educativo completo de la escuela, son muy juiciosas. Tratando de
compaginar los criterios didácticos generales que se manejaban en el Instituto, que
con el tiempo quedarían fijados en la Guía de las Escuelas Cristianas, con las
características peculiares de cada lugar concreto, nuestro Hermano no hace otra cosa
que poner negro sobre blanco una manera de actuar —por otra parte inexcusable—
que ha sido y continúa siendo habitual en los proyectos educativos lasalianos de todo
el mundo. Y es que actuar de otra manera, con inflexibilidad, intolerancia e
insensibilidad frente a las características peculiares de cada lugar, sería para los
escolares cualquier cosa menos beneficiosa.
Asegura también el Hermano Gabriel en la ficción que la escuela de la calle Princesa
fue la primera en incluir en su horario un tiempo para el trabajo manual de los
alumnos. Siendo esto así, hay que añadir con rapidez a continuación que, en puridad,
todas las escuelas lasalianas de los primeros tiempos preparaban directamente para el
empleo y tendrían que considerarse, por consiguiente, lo que hoy llamaríamos
'escuelas técnicas' o 'profesionales', aunque no tuvieran talleres o instalaciones por el
estilo. Y es que "aprender la escritura y los números se considera, en esa época, como
el estudio de una profesión"147, porque preparaba para trabajar en empleos
asimilables a los de los escribanos o calígrafos, por ejemplo.
"Orden y oración" afirma el Hermano Gabriel que reclamaba el señor De La Salle como
imprescindibles para llevar a cabo sus proyectos. No es ninguna invención de nuestro
Hermano ya que esas dos características, precisamente, están, según no pocos
expertos, de una u otra forma, a la base de muchas actuaciones de Juan Bautista De La

145
Cf. como ejemplo, BLAIN, 266. Es curioso lo que cuenta el biógrafo en esta página: que concluido el
acuerdo con el párroco de san Sulpicio para la apertura de una escuela parroquial, "el señor De La Salle
dejó en París su hatillo de viaje como prenda de su palabra, con la esperanza de que vendría cuanto antes
a ejecutarlo"
146
Cf. GALLEGO, 221 nota 53
147
Que la escuela vaya bien..., 51

159
Salle, en especial las que tienen que ver con la escuela y los maestros, junto con un uso
permanente de la razón y el sentido común. Piedad y orden son, asimismo, la clave
fundamental sobre la que se asienta la Guía de las Escuelas Cristianas, el gran
reglamento que rige el funcionamiento de las escuelas lasalianas primitivas148.
El inesperado problema que encuentran entre sus alumnos los primeros Hermanos en
llegar a la escuela de la calle Princesa lo hemos tomado de Blain: “Los alumnos,
amontonados en el patio fuera del tiempo de clase, se jugaban dinero”, descripción a
la que nuestro biógrafo añade su propia valoración moral: “De ahí provenía el
libertinaje, pues bien se conoce cómo contribuye el juego a excitar las pasiones y
cuántos desórdenes arrastra”149. Hemos alineado al Hermano Gabriel con esta visión
tan negativa de Blain sobre los juegos con dinero de por medio, aunque, en puridad,
tal vez hubiéramos tenido que andar con algo más de tacto. Sobre todo porque no
sabemos qué tipo de juego en concreto practicaban aquellos viciosillos alumnos
parisinos y esto sería importante para valorarlo desde el punto de vista lasaliano en
aquella época. Y es que nuestro santo Fundador dejó en su libro de cortesía unas
páginas dedicadas al mundo del juego que podrían chocar a más de uno150.
Leyendo las páginas de este libro de nuestro santo Fundador, del que nadie duda que
sea él mismo, y solo él, su autor, lo mínimo que se puede afirmar es que la visión que
manifiesta acerca del juego es, cuando menos, sorprendente. Por utilizar las palabras
literales de Michel Fiévet, “la descripción de las reglas a las que atenerse cuando se
juega [que nos ofrece De La Salle] es tan precisa que lleva incluso a creer —y esto
aportaría un toque inédito a la hagiografía oficial— que Juan Bautista De La Salle
participó de vez en cuando, al menos como espectador, en los juegos de cartas de los
niños”151.
¿Y por qué solo entre niños? ¿Por qué no admitir que el juego —“una verdadera
pasión en aquella época”, a la que tanto niños como adultos s entregaban152— podía
ser algo habitual en su casa y entre sus amistades, en aquel ambiente acomodado en
que vivían los burgueses De La Salle? Cuando De La Salle inició su andadura con los
maestros estas costumbres quedarían abandonadas por completo, pero antes, ¿por
qué no imaginarlo participando con desenfado en algunas partidas de cartas u otros
juegos? Sería esta una explicación muy convincente para la alta experiencia y
conocimiento sobre el juego que exhibe De La Salle en su tratado de cortesía cristiana.
Curioso también —y, hasta cierto punto, quizás, comprensible— que el santo

148
Cf. como desarrollo de esta temática, con la bibliografía que aporta, En los manantiales..., 225-237.
Cf. también las numerosas ocasiones en que los estudios iniciales de Que la escuela vaya bien..., 12-124,
en especial sus síntesis inicial y final, hablan de combatir el desorden, de diversos tipos, y de introducir
orden en la escuela lasaliana de los orígenes; obsérvese también la constante aparición, en esas mismas
páginas, de conceptos como 'estructura', 'organización', 'sistema', etc.
149
BLAIN, 377-378
150
Nos referimos al libro de las Reglas de cortesía y urbanidad cristiana para uso de las Escuelas
Cristianas, publicado por primera vez en 1703 —en vida del Fundador por tanto—, al que la traducción
española de las Obras Completas de De La Salle le ha asignado las siglas RU. Si consideramos toda la
historia lasaliana, desde los orígenes hasta nuestros días, es, sin duda, con diferencia, el mayor best-seller
entre los escritos del Fundador. En este curioso libro de De La Salle podemos encontrar un capitulillo
entero, bastante extenso, dedicado a saber cómo comportarse en el juego, de cartas, ajedrez, damas,
dados… o de otro tipo; lo tenemos en OC-II, RU 2,5,3 (205,3,377-393)
151
FIÉVET, 206
152
Ibidem

160
Fundador entre en tanto detalle cuando se trata de un libro de lectura escolar,
destinado, por tanto, a niños más bien pequeños.
Comprobémoslo literalmente en las propias páginas del libro: “El juego es una
diversión que a veces está permitida, pero que hay que tomar con muchas
precauciones. Se requiere mucha cautela para no dejarse llevar de alguna pasión
desordenada; y se necesita mesura para no entregarse a él por completo ni dedicarle
excesivo tiempo. Quienes juegan deben procurar no jugar por avaricia, ya que el juego
no se inventó para ganar dinero, sino solo para mitigar un poco la tensión de la mente
y del cuerpo después del trabajo. Por esto no es educado jugar fuertes cantidades, sino
sencillamente un poco de dinero, que no pueda enriquecer al que gana, ni empobrecer
al que pierde, sino que ayude a mantener el juego y a despertar mayor interés por
ganar, que es lo que contribuye en gran medida al placer del juego. Es gran descortesía
impacientarse en el juego, cuando a uno no le salen las cosas como quisiera. Pero
mucho más vergonzoso es dejarse llevar de arrebatos y mucho más aún decir
palabrotas. Es totalmente contrario a la urbanidad engañar en el juego, e incluso es un
hurto. Aunque cuando se juega sea necesario mostrar mucha alegría en el rostro, ya
que no se juega sino para divertirse, es contrario a la cortesía manifestar excesivo
contento cuando se gana; y lo mismo turbarse, entristecerse o enfadarse cuando se
pierde; pues es señal de que solo se juega para ganar dinero. Si en el juego surge
alguna diferencia, hay que abstenerse de gritar, disputar o ponerse terco. Pero si uno
está obligado a defender una jugada, debe hacerlo con mucha mesura y educación,
exponiendo simplemente y en pocas palabras el derecho que cree tener, sin levantar
ni cambiar el tono de voz. Cuando se pierde, la educación exige pagar siempre antes de
que se lo reclamen; pues es señal de espíritu generoso y de persona bien nacida pagar
lo que debe en el juego, sin denotar ningún pesar”153.
Por otra parte, en el texto de De La Salle resulta evidente que el juego de cartas, como
el ajedrez o las damas, se considera socialmente —y moralmente— admisible porque
la “destreza interviene en ellos y no son puramente de azar. Pero hay otros que son
hasta tal punto de azar, como… el juego de dados u otros semejantes, que no solo
están prohibidos por la ley de Dios, sino que ni siquiera se permite jugar a ellos de
acuerdo con las reglas de la cortesía. Por eso deben ser considerados como indignos de
una persona bien educada”154.
En caso de jugar al ajedrez o las damas, el santo Fundador afirma que “es educado
ofrecer las piezas blancas, o las damas blancas, a la persona con quien se juega, o
colocárselas delante, o al menos ayudarle a ello o disponerse a hacerlo, y no consentir
que se nos ofrezcan las piezas blancas de ajedrez o las damas blancas, ni que las
pongan delante de nosotros”155.
Por otra parte, De La Salle también se refiere al tiempo que se debe dedicar al juego.
Lo ha mencionado ya, como de pasada, en uno de los textos citados más arriba, pero
más adelante vuelve a referirse al asunto con más extensión: “La urbanidad exige
también que el tiempo que se dedique al juego sea moderado, y que muy lejos de
jugar continuamente, como hacen algunos, no se juegue ni siquiera con demasiada
153
OC-II, RU 2,5,3,1-14 (205,3,377-385); el entrecomillado es una selección literal extraída del texto que
se acaba de citar, al que le hemos eliminado algunas frases a nuestro entender menos relevantes
154
OC-II, RU 2,5,3,26 (205,3, 393)
155
OC-II, RU 2,5,3,25 (205,3,392)

161
frecuencia, ni varias horas seguidas. Pues eso sería convertir en ocupación algo que no
es propiamente sino un descanso o interrupción del trabajo por corto tiempo, lo que
no es compatible con la sensatez propia de una persona que sabe comportarse”156.
Destaquemos, por fin, que entre los distintos juegos a los que uno pudiera entregarse,
“los juegos que ejercitan el cuerpo, como el frontón o los bolos […], son preferibles a
los demás, e incluso a los que ejercitan y absorben demasiado la mente, como son el
ajedrez y las damas”157. Eso sí: “Cuando se juega a ese tipo de juegos, que favorecen el
ejercicio físico, hay que guardarse mucho de hacer contorsiones ridículas o
indecorosas con el cuerpo. Hay que procurar también no sofocarse y evitar
desabrocharse y quitarse la ropa, ni siquiera el sombrero, pues son cosas que la
urbanidad no consiente”158. Que no se olvide nunca, por tanto, la cortesía y la
modestia cristianas, bien iluminadas por una moral de corte puritano, por supuesto.
A lo largo de la ficción el Hermano Gabriel repite, coloreándolos con el filtro de su
propia expresión personal —se supone que cita de memoria—, tres pensamientos que
han llegado hasta nosotros en distintas Meditaciones del Fundador. En primer lugar, a
propósito de este vicio del juego que había prendido con fuerza entre los escolares,
Drolin indica que si hay que emplear "con ellos firmeza de padre para retirarlos y
alejarlos del desorden, también debéis tener con ellos ternura de madre, para
acogerlos y para procurarles todo el bien que de vosotros dependa"159.
Cuando los problemas de las dos escuelas entran por vías definitivas de solución, el
Hermano nos regala la doble confidencia del espíritu de fe, que hubo de practicar en
aquella época con más intensidad que nunca, y del modo de oración basado en la
escala de Jacob, que se aficionó a practicar desde aquellos días, y estaría seguramente
inspirado en la siguiente Meditación del Fundador para los días de retiro: "Vuestro
deber es subir todos los días a Dios por la oración, para aprender de Él todo cuanto
debéis enseñarles [a los escolares], y descender luego hasta ellos, acomodándoos a su
capacidad, para instruirlos sobre lo que Dios os haya comunicado para ellos"160.
Por fin, casi al final, al comentar la sentencia favorable del tribunal de París, el
Hermano Gabriel comenta los beneficios que de las escuelas lasalianas se derivan
hacia la Iglesia, y también hacia el Estado francés. Cuando así se expresaba no hacía
otra cosa que glosar, a su modo, una idea de Juan Bautista De La Salle: "Procuraréis el
bien de la Iglesia haciendo de vuestros alumnos verdaderos cristianos, y tornándolos
dóciles a las verdades de la fe y a las máximas del santo Evangelio. Procuraréis el bien
del Estado enseñándoles a leer y a escribir, y todo lo que corresponde a vuestro
ministerio, en relación con el mundo exterior"161.
El relato, que la ficción nos ofrece, de las dificultades que el párroco Baudrand opuso al
hábito de los Hermanos y su pretensión de hacer que lo sustituyesen por uno clerical
supone una buena motivación del importante documento al que dio origen tal
discusión: el Memorial sobre el hábito. Este breve documento —cuatro folios escritos
por ambas caras— es muy importante para el Instituto por dos motivos: se trata del

156
OC-II, RU 2,5,3,27 (205,3,394)
157
OC-II, RU 2,5,3,23 (205,3,391)
158
OC-II, RU 2,5,3,24 (205,3,392)
159
OC-I, MF 101,3,2
160
OC-I, MR 198,1,1
161
OC-I, MF 160,3,2

162
primer documento manuscrito del propio De La Salle que ha llegado hasta nosotros y
es, al mismo tiempo, el primer —y único si nos referimos a los años anteriores a
1691— documento que recoge los signos más importantes de la identidad del Instituto
en aquella época. El documento, datado a finales de 1689 o comienzos de 1690, se
halla en los archivos de la Casa Generalicia, de Roma y es, sin duda, un borrador lleno
de tachaduras y correcciones, difícil de leer para los no iniciados en estas lides. Resulta
muy interesante destacar que en este documento se pueden leer ya algunas frases
literales que aparecerán después en la primera copia de la Regla de los Hermanos que
conocemos, datada en 1705, esto es, unos quince años después. La ficción describe un
proceso para la redacción del documento que trata de explicar su génesis, el contenido
concreto y todas las tachaduras que presenta el borrador en nuestro poder. No
tenemos razones documentales para incluir a la comunidad de los Hermanos en los
entresijos de su redacción, ni para confirmar las consultas de De La Salle con sus
amigos sulpicianos antes de la copia final162, como hemos propuesto en la ficción, pero
consideramos ambos puntos plenamente coherentes con la manera de actuar de la
institución lasaliana desde sus orígenes. Además, esta forma de actuar explicaría con
suma facilidad la gran cantidad de tachaduras y correcciones que contiene el
documento original que ha llegado a nuestras manos, puesto que la copia final a limpio
se ha perdido163; esta última sería, en buena lógica, la que recibió el párroco Baudrand.
El cambio de hábito en el Fundador, que dejó el de sus Hermanos —aunque nunca
había sido exactamente igual al de ellos— para vestir el clerical con ceñidor y manteo
distinto del de los maestros, está descrito y comentado en varios lugares por Blain,
aunque los demás biógrafos también nos han dejado aportaciones interesantes sobre
este asunto164.
Sobre el conflicto con los maestros de las escuelas menores —y en mucha menor
medida con los calígrafos, en el texto se explica por qué— hemos intentado ser fieles a
los datos que conocemos sobre la época y sobre el proceso judicial, contextualizándolo
todo adecuadamente, aunque con brevedad.
Por esos caprichos que a veces tiene el destino, a los Hermanos se los condenó, en la
práctica, a permanecer fieles a su gratuidad, por así decirlo, porque, en realidad,
fueron absueltos judicialmente; pero las recomendaciones del juez en su sentencia
podrían interpretarse de esa manera paradójica165. No hay que perder tampoco de
vista, aunque el Hermano Drolin no lo mencione en sus memorias, la especie de
creciente sospecha con que muchos maestros miraban las escuelas gratuitas. Mory se
hace eco de esta inquietud y escribe lo siguiente: "A los ojos del mundo, la
multiplicación de escuelas gratuitas y del efectivo de alumnos que las frecuentan hace
sospechar de las ayudas financieras en que se apoyan, y llega a hablarse de

162
Así lo cree el Hermano Saturnino; cf. GALLEGO, 222
163
Puede leerse el documento completo, con una interesante introducción del Hermano José María
Valladolid, en OC-I, MH pp. 81-90. Existe también una edición crítica, en francés, en CL 5
164
Lo resume y documenta con detalle el Hermano Saturnino en GALLEGO, 224-225, y notas 65 a 68 de
estas páginas, en donde el Hermano comenta algunas cuestiones que tienen que ver con el hábito de los
Hermanos y algunas confusiones que en torno a él se han ido produciendo en algunos momentos de la
historia
165
Cf. GALLEGO, 230. El texto de la sentencia fue descubierto por el Hermano León Aroz en los Archivos
Nacionales de París y publicado luego en CL 40, volumen 1, 93, documento 107; cf. a este propósito
GALLEGO, 229 nota 11

163
cotizaciones a escondidas. Y es que no resulta fácilmente imaginable que se entregue
gratuitamente tanto material escolar a tantos alumnos"166 sin que haya por ahí algo
encubierto.
Aunque en la ficción hemos incluido al Hermano Gabriel como uno de los testigos del
juicio, en realidad los Hermanos que testificaron fueron otros; se llamaban Nicolás
Vuyart y Bernardo Legentil, según consta en la citación del Parlamento de París del 6
de junio de 1690 que descubriera el Hermano Aroz167. Estos dos Hermanos habían
llegado a principios de año desde Reims para ocuparse de la escuela de la calle del
Bac168. Sin embargo, para dar más coherencia a la ficción que llevamos adelante,
hemos decidido que los dos testigos fueran los dos directores de las escuelas, uno de
ellos, por tanto, el Hermano Gabriel, que en nuestra ficción sería el director de la
escuela de la calle Princesa. Cambia, sí, el nombre de uno de los testigos, pero nunca el
contenido de su declaración.
Cuando el Hermano Gabriel comenta la sentencia del juicio, hablando sobre la estricta
gratuidad con que tenían de dar clase los lasalianos, Drolin hace alusión a que los
Hermanos no podían pedir a sus alumnos ni siquiera un alfiler. Este comentario está
inspirado en un artículo de la Regla de los Hermanos de 1705, la primera de las que
conocemos con detalle, uno de cuyos artículos indica lo siguiente: "Los Hermanos
darán en todas partes escuela gratuitamente y esto es esencial a su Instituto. No
recibirán de los escolares ni de sus padres ni dinero ni regalo alguno, por pequeño que
sea, ni siquiera un alfiler, en cualquier día u ocasión que se presente"169.

Capítulo 10

Este capítulo décimo recoge el relato de la profunda crisis que padeció el Instituto a
raíz de la fundación de París, que Blain, con su habitual estilo pomposo y recargado,
resume con precisión en el siguiente párrafo: "Después de tantos sacrificios, después
de tantas penas y trabajos, después de tantas cruces y persecuciones, después de
tantas apariencias de éxito, se encontró en la misma situación, o casi, de diez años
antes, con pocos Hermanos, sin haber avanzado casi en la obra y con miedo a verla
sucumbir"170.
En realidad, por ser más precisos, podríamos dividir el capítulo en dos partes; la
primera describiría los distintos aspectos de la crisis, mientras que la segunda mitad,
tras el restablecimiento del Fundador de su grave enfermedad, explicaría las diferentes

166
MORY, 182
167
Cf. GALLEGO, 226 y nota 73; también 229 y nota 11
168
Cf. GALLEGO I, 226
169
Traducido de CL 25, 36. En la Regla de 1726, editada tras la aprobación papal del Instituto, que añadía
nuevos votos de religión a los tres que ya prometían los Hermanos desde 1694, podemos leer lo que
sigue: el voto de enseñar gratuitamente a los niños compromete a los Hermanos “a no exigir ni recibir
nada de los escolares o de sus padres como retribución, ya sea como regalo o por cualquier otro motivo
que pudiera aducirse; y a no emplear nunca a los padres de los alumnos para que realicen el trabajo que
sea, con la esperanza de que lo harán sin reclamar su recompensa”; traducido de CL 25, 69. Señalemos
que, cuando el texto original indica en francés “nada”, utiliza la expresión quoi que ce soit, es decir, algo
así como “fuera lo que fuese”, que intensifica la negación…
170
BLAIN, 409

164
medidas que se pusieron en marcha para corregir los aspectos que habían fallado y
tratar con su aplicación de superar la crisis e iniciar un nuevo capítulo en la historia del
Instituto.
En lo que concierne a la primera parte, el Hermano Michel Sauvage solía dividir la crisis
de París en tres apartados diferentes171 que, de alguna manera, se alimentaban
mutuamente:
1) la crisis de la obra: el cierre del Seminario de Maestros Rurales de Reims, la
práctica desaparición de los candidatos a Hermanos, que hemos llamado 'postulantes',
cuando fueron trasladados a París, las dificultades con los sulpicianos y con los
maestros de escuelas menores, que narrábamos en el capítulo anterior de la ficción,
etc.
2) la crisis de la comunidad, con el abandono del Instituto de la mitad de los
Hermanos que lo componían en aquel momento, sin perspectivas inmediatas de ser
reemplazados por nuevos Hermanos, pues no había candidatos; el desánimo y
hundimiento moral y hasta físico —fallecieron tres en esos pocos meses— de los
Hermanos que quedaban; la amenaza contra la autonomía de la institución que dio
origen, como vimos en el capítulo anterior, al Memorial sobre el habito...
3) la crisis personal del santo Fundador que, a sus cuarenta años —el dato no es
baladí—, ve cómo la obra que le había llevado a unas opciones vitales, impresionantes
por su radicalidad, en relación con su familia, su carrera eclesiástica, su prestigio
personal, etc., se estaba hundiendo. Muchas personas —sacerdotes, Hermanos...— en
las que había confiado le decepcionaron y, para colmo, su salud se resquebraja hasta
llevarle al borde de la muerte.
Aunque el Hermano Saturnino, con diferentes datos en la mano, discute algunos de los
rasgos dramáticos con que Blain dibuja la situación172, no hay duda de que la crisis
supuso una amenaza muy real para la supervivencia del Instituto. Hasta el propio
Hermano Saturnino, a pesar de sus reparos, está, en definitiva, de acuerdo con el
severo diagnóstico de Blain a propósito de la enfermedad del santo Fundador: "Si él
[De La Salle] hubiera fallecido, casi con seguridad su comunidad hubiera quedado
sepultada con él en la misma tumba"173.
En la ficción hemos tenido en cuenta la opinión del Hermano Saturnino para rebajar un
tanto el dramatismo de Blain que, sin embargo, es el biógrafo que mayor confianza nos
merece. Pero, por encima de todo, hemos tratado de ser fieles a lo que los datos de los
primeros biógrafos indican que sucedió. En ocasiones ha habido que acomodar un
poco —muy poco— ciertas fechas y adornar algún otro detalle, como los viajes entre
París y Reims, el tratamiento del doctor Helvetius o la convalecencia de De La Salle tras
superar el punto crítico de la enfermedad, pero no para alterar los hechos sino para

171
Cf. http://www.lasalle.org/wp-content/uploads/pdf/fam_lasaliana/voto_asociacion/02_fr.pdf. 4
172
Afirma el Hermano Saturnino que Blain es el único biógrafo que pinta la situación tan negra; cf.
GALLEGO, 231 nota19. Con todo, no hay duda de que el Seminario de Maestros Rurales desapareció en
1690, o quizás en 1692. Los postulantes parece que no se fueron todos; el Hermano Saturnino calcula que
dos o tres seguirían en la casa de formación de París. En cuanto a los ocho Hermanos que abandonaron el
Instituto, todo parece indicar que no lo hicieron a la vez, sino que tardarían cuatro o cinco años en salir,
progresivamente; cf. GALLEGO, 219 nota 40. De cualquier manera, aunque haya quizás que dulcificarlos
un tanto, los datos son demoledores
173
BLAIN, 398; cf. la opinión del Hermano Saturnino en GALLEGO, 236

165
hacerlos más coherentes y facilitar su lectura y comprensión. La anécdota de la visita al
enfermo de su abuela Petra, acogida en el recibidor de la comunidad, la cuentan tanto
Blain como Maillefer, a los que Saturnino apostilla desde diferentes puntos de vista174.
Así pues, grosso modo, todo lo que se narra en esta primera parte de la ficción, hasta
el alquiler de la casa de Vaugirard, pretende ser muy fiel a los datos de los biógrafos
primitivos.
En nuestra opinión, la principal sensación que le queda al lector cuando se interesa por
la situación que vivía el Instituto por aquellos meses de 1690 y 1691 es la de un Juan
Bautista De La Salle que se da cuenta de la crisis pero no puede enfrentarse a ella
como le gustaría. Y es que no puede estar en París y en Reims al mismo tiempo,
cuando de hecho surgen problemas en ambas sedes a la vez, o porque nota que su
salud no le responde como le gustaría, o porque apenas si tiene tiempo de recuperarse
de los sucesivos mazazos morales que va recibiendo en forma de pésimas noticias. He
ahí, pues, algunos de los aspectos de aquella crisis que se han pretendido transmitir en
la ficción, de manera sintética y con un cierto orden.
Comentando algunas cuestiones, el Hermano Gabriel subraya la importancia que el
padre De La Salle concede al hecho de tener candidatos entusiastas con su vocación y
bien formados para desempeñarla. Se trata de un hecho contrastado a lo largo de toda
la vida del Fundador, pero, por concretarlo en una única cita, podríamos sugerir la
siguiente, que tomamos de una de sus cartas: "La consolidación del Instituto depende
de los novicios bien formados y muy observantes"175.
Por otra parte, cuando se refiere a la salida de los Hermanos del Instituto, el Hermano
Gabriel recuerda algunas reflexiones en torno a la comunidad que afirma haber oído
de boca del padre De La Salle. Está refiriéndose, sin duda, a las distintas Meditaciones
del santo Fundador sobre la unión de los Hermanos en la comunidad, en las que de
forma muy concreta, como quien no habla en teoría, sino que ha vivido en propia
carne los problemas comunitarios que comenta, el señor De La Salle se refiere a
algunos de estos conflictos comunitarios. En los siguientes párrafos, por ejemplo: "Una
comunidad sin caridad y sin unión es un infierno: uno, por su parte, murmura; el otro
habla mal de su Hermano por estar molesto con él; este se enfada con alguno que lo
ha incomodado; aquel se queja al Superior de lo que cierto Hermano ha hecho contra
él. En fin, no se oyen más que quejas, murmuraciones y maledicencias, de donde
resultan muchas turbaciones e inquietudes. El único remedio para todos estos
desórdenes es la unión y la caridad"176; "Algunos buscan milagros y prodigios en sus
Hermanos, porque no quisieran soportar nada de ellos, lo que resulta imposible.
Porque no es posible que dos personas vivan juntas sin que se hagan sufrir de algún
modo; e igual que uno hace sufrir a los demás, es muy justo que sufra de ellos.
Soportarse mutuamente es caridad que cada cual está obligado a practicar con sus
Hermanos, si quiere conservar la unión con ellos. No seáis, pues, tan poco sensatos,
tan poco razonables y tan poco cristianos que pretendáis no tener nada que soportar
de vuestros Hermanos, pues estaríais pidiendo realmente uno de los más inauditos y
extraordinarios milagros. No lo esperéis, pues, a lo largo de toda vuestra vida"177;

174
Cf. GALLEGO, 233 notas 31 y 32
175
OC-I, C 4,6
176
OC-I, MD 65,1
177
OC-I, MD 73,2

166
"Piedra preciosa es la unión en una comunidad. Por eso la recomendó con frecuencia
Nuestro Señor a sus apóstoles antes de morir. Si se la pierde, todo se pierde. Por eso,
conservadla con cuidado"178. Aunque podrían proponerse bastantes más...
Una vez repuesto de sus problemas de salud, el padre De La Salle hará un largo retiro
y, a su regreso, decidirá hacerse con una casa tranquila de campo para destinarla a la
formación y el descanso de los Hermanos. Esta casa, alquilada con ayuda de los
sulpicianos, es Vaugirard. Estas líneas podrían ser un espléndido resumen de lo que
todos los biógrafos nos cuentan, cada cual con sus propias palabras, sobre lo que
quería ser Vaugirard. Las descripciones del edificio y de la finca en la que se halla son
imaginarias, pero, al mismo tiempo, no tienen nada de inventado. La casa debía de
tener muchas de las austeras características que se destacan en la ficción. También es
fiel a los datos que han llegado hasta nosotros el primer retiro anual de todos los
Hermanos en Vaugirard, así como el hecho de que ocho Hermanos jóvenes se
quedasen allí hasta Navidad para mejorar su formación, y las diversas maniobras para
intentar cubrir sus huecos en las escuelas179.
Hay una serie de tradiciones, o algo más, que comienzan a conocerse y practicarse en
el Instituto a partir de las fechas que nos ocupan: los Hermanos sirvientes, el cambio
de nombre de los Hermanos, la obligación de escribir una carta mensual al Superior...
Nosotros hemos añadido el asunto de la formación de los Hermanos jóvenes, así como
la laicalidad del Instituto que, tras el fallecimiento del Hermano l'Heureux, es opinión
común de los especialistas que quedó definitivamente establecida. Aunque los
distintos biógrafos no se ponen siempre de acuerdo sobre el momento preciso en que
aparecen estas cuestiones, no hay demasiadas diferencias entre ellos180.
En la ficción nos hemos valido de una asamblea de Hermanos principales que habría
tenido lugar en Vaugirard después del retiro. En ella, el padre De La Salle habría ido
planteando, para su discusión con los allí reunidos, las diferentes propuestas que había
meditado durante su largo retiro, presentándolas como medidas para combatir la crisis
vocacional que sacudía al Instituto. No hay ninguna noticia de esta asamblea, que nos
hemos inventado en la ficción como un recurso coherente para ir comentando las
diferentes cuestiones. No conocemos la existencia de esa asamblea, pero de modo
alguno se trata de un dato inverosímil; como hemos visto en alguna otra ocasión181,
debatir estos asuntos entre los directores era una manera habitual de proceder y el
final del retiro, con todo los directores presentes en Vaugirard, parece un momento
ideal para reunirse. Pero es preciso destacarlo: aunque las decisiones concretas se
fueron adoptando en un momento u otro en torno a estas fechas, nunca se discutieron
en esa asamblea de Hermanos principales que narra la ficción pues, sencillamente, por
lo que sabemos, tal asamblea nunca existió.
Por comentar cada una de las cuestiones por separado, comencemos por la laicalidad
del Instituto y la cuestión del latín en las comunidades. Bien pensado, durante los
primeros años de la fundación, cuando se va constituyendo la primera identidad de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, se observan vacilaciones —llamémoslas así— en
relación con este asunto del sacerdocio de los maestros. En realidad se trata de un
178
OC-I, MF 91,2
179
Cf. BLAIN, 411ss; GALLEGO, 239-245
180
Cf. GALLEGO, 238-239, con sus notas
181
Cf. por ejemplo, capítulo 6. ; capítulo 7. ; capítulo 8. ...

167
proceso habitual, también en relación con muchas otras cuestiones; podría
interpretarse como que, con la ayuda del tiempo, las cosas van clarificándose, de
modo que algunos puntos terminan por asentarse mientras que otros se desechan.
Esto se ve con bastante claridad en el Memorial sobre el hábito, redactado, según
vimos, poco después de la llegada de los Hermanos a París, en el cambio de año entre
1689 y 1690182, donde se lee que "los que componen esta Comunidad son todos laicos,
sin estudios eclesiásticos […Con todo, ] "no se rechazará a personas que hubieran
seguido estudios eclesiásticos, pero solo se las recibirá a condición de no continuarlos
en lo sucesivo"183. La cuestión parece ya, en efecto, decidida y muy nítida: no habría
sacerdotes en la comunidad. Y sin embargo, poco después de redactar este
documento, el Hermano l'Heureux comenzaba estudios de teología en La Sorbona,
probablemente con vistas a prepararse para la ordenación sacerdotal. ¿En qué
quedamos? Pues probablemente en lo que comentábamos más arriba: no se trata de
otra cosa que del complicado fluir de la vida, que contribuye a que, poco a poco, las
cosas vayan aclarándose. Nos lo indica la presencia de las prohibiciones sobre la lengua
latina en la primera Regla que conocemos, la de 1705, unos quince años después de
estos hechos, aunque también podrían ser algunos menos ya que no sabemos lo que
decían las versiones anteriores.
Porque en el manuscrito de la Regla de 1705 se encuentra ya el tema de latín bastante
desarrollado, con prohibiciones estrictas que no dejan lugar a dudas sobre su
intención: "Los Hermanos que hubieren aprendido la lengua latina no harán uso
alguno de ella, desde el momento en que ingresen en la Sociedad, y se comportarán
como si no la conociesen. Tampoco se permitirá a nadie leer ningún libro en latín, ni
decir una sola palabra en latín sin necesidad absoluta e indispensable, y por orden del
Hermano director"184; "No habrá en ninguna casa del Instituto libro alguno escrito
únicamente en latín, excepto los libros del Oficio. Tampoco habrá ninguno que pueda
servir para aprender la lengua latina; y si hubiere libros latinos traducidos en lengua
vulgar, en los que el texto latino esté de un lado y el vulgar de otro, solo se permitirá
leerlos a los que hayan cumplido treinta años en quienes no se advierta afición alguna
al latín, salvo en lectura pública; y leerán solo lo que esté en lengua vulgar"185. Ni que
decir tiene que estas medidas no significan en absoluto odio al latín y mucho menos a
la cultura, en general, de la que la lengua latina era vehículo habitual186; son,

182
Cf. 'Anotaciones a la ficción - Capítulo 8'.
183
OC-I, MH 0,0,9-10. Hemos comentando más ampliamente estas cuestiones, con citas y documentación
apropiada, en 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 3'.
184
CL 25, 93
185
CL 25, 94
186
Es conocido el apodo despectivo que algunos ilustrados dirigieron a los Hermanos en la segunda mitad
del siglo XVIII: 'ignorantins', es decir, pequeños ignorantes. "Tal sobrenombre despectivo pretendía
significar que, al no conocer gran cosa de latín, los lasalianos difícilmente podían abrirse a los grandes
conocimientos de la época, que se transmitían en la lengua clásica de los romanos. Tenía su lógica, por
supuesto, aunque, justo por aquellas fechas, la historia comenzase a ampliar sus horizontes y marchar por
otros derroteros en los que las lenguas vernáculas iban a ganar más y más espacio intelectual, hasta
terminar expulsando definitivamente al latín de muchas cátedras... Era verdad que, por aquel entonces, sin
el latín no se podía avanzar demasiado en ciertos ámbitos del saber. Pero los lasalianos no frecuentaban
esas alturas. El trabajo de los lasalianos se limitaba a las escuelas de los pobres, a enseñarles a ser buenos
cristianos, a manejar los rudimentos de la lectura, la escritura y el cálculo, y a comportarse de manera
civilizada y cortés. Y en esto, sin necesidad de sobresalir en el manejo de latín, los Hermanos de las
Escuelas Cristianas eran muy buenos, excelentes"; En los manantiales..., 418. Por otra parte, cuando en el

168
sencillamente, medidas más o menos imaginativas y rigurosas para evitar en las
comunidades la 'tentación' —así se entendía por aquel entonces— de aspirar al
sacerdocio.
Concluyamos recordando una frase curiosa que, a propósito de esta cuestión del
sacerdocio de los seguidores de De La Salle, nos dejó el biógrafo Blain: "Quienes temen
que algún día cambien de estado los Hermanos, que quieran estudiar y aspirar a las
funciones sagradas, muestran claramente no estar al tanto de lo que les atañe, y antes
verán a los jesuitas hacerse cartujos, o a los cartujos volverse jesuitas, que a los
Hermanos ordenarse de clérigos"187.
En cuanto a los Hermanos sirvientes, seguimos la intuición del Hermano Saturnino, que
presenta —sin documentarla— la creación de estos Hermanos por estas fechas188. Si
no fue así, pensamos que resulta, con todo, interesante glosar su figura como algo
significativo en los primeros momentos del Instituto. Hay que subrayar, no obstante,
que los Hermanos sirvientes no aparecen en la Regla hasta 1718, y el capítulo a ellos
dedicado no adquiere una cierta extensión hasta la edición de la Regla de 1726, lo que
nos podría indicar que, aunque de hecho pudieran aparecer muy temprano en el
Instituto, su identidad fue madurando y desarrollándose con cierta lentitud en el
Instituto189.
El envío mensual de la carta de cada Hermano al Superior190 está ya presente en la
Regla de 1705, aunque la edición de 1718 extiende a dos meses la periodicidad de la
misiva de los Hermanos; no así la del director de la comunidad, que sigue siendo
mensual191. Con la obligación de enviar la carta mensual al Superior debió de ver la luz
también un 'directorio' que orientaba a los Hermanos sobre el contenido de la misma,
"un exhaustivo catálogo de asuntos que permita al Superior discernir sin tener que
echar mano de la adivinación"192. Añadamos que, para que ningún Hermano se
despiste, o trate de escabullir su responsabilidad, el director debe recoger las cartas de
todos los Hermanos de la comunidad y se encarga de hacerlas llegar a destino. Por otra
parte, subrayemos que la Regla admite que, en ausencia del Superior, otro Hermano
pueda encargarse de contestar a las cartas de los Hermanos193.
Sobre la 'rendición de cuentas de conciencia', que hemos introducido por nuestra
cuenta para completar el objetivo del envío de cartas al Superior, en la Regla de 1705
se lee un párrafo que se ha mantenido intacto en las dos ediciones sucesivas de 1718 y
1726: "[Los Hermanos] tendrán humilde y entera confianza en él [el director] y le
manifestarán todas sus dolencias, tanto del cuerpo como del alma, sus dificultades, sus

Memorial del hábito se afirma que "los que componen esta comunidad... son de cultura más bien
mediana" (OC-I, MH 0,0,9) se está queriendo expresar que apenas conocen el latín los ejercicio
187
Las cuatro primeras..., Tomo III, 213, con algún ligerísimo retoque para hacer la traducción más fiel al
original francés; cf. CL 8, 361
188
Cf. GALLEGO, 239
189
Cf. CL 25, 59-62
190
Es el biógrafo Lucard quien afirma que se comenzó por estas fechas, y otros especialistas, como el
Hermano Maurice-Auguste, juzgan el dato como bien fundado; cf. CL 11, 61 nota 1; GALLEGO, 239 nota
59
191
La del envío de una carta al Superior era una práctica que los jesuitas tenían que cumplir una vez al
año; como hemos visto, los lasalianos intensificarán ese ritmo; Cf. MORY, 134
192
MORY, 138-139. El citado directorio, publicado por vez primera en 1711 como un apéndice de la
Colección de varios trataditos, puede consultarse en OC-I, D 1
193
Cf. CL 25, 90-92

169
tentaciones y la estima, facilidad o dificultad que encuentran en la práctica de la
virtud. Pondrán, igualmente, gran esmero en darle a conocer, con sencillez y en
particular, lo que en ellos pasa"194. Por otra parte, aunque sea una redacción más
alejada de las fechas que nos interesan, pues corresponde a 1718 —por más que
conozcamos la existencia de un documento similar hacia 1700—, la Regla del
Hermano Director concreta que este "asignará a cada uno de los Hermanos un día de
la semana para que le dé cuenta de su conciencia, y hará que todos se la den con
exactitud y sin falta"195.
Sobre el cambio de los nombres de los Hermanos hay que subrayar que se trata de una
costumbre conocida en bastantes órdenes religiosas de antiguo origen. Pero también
se practicaba en algunas comunidades de maestros cristianos de aquella época; el
propio Nyel, en su comunidad de Ruan, se llamaba Hermano Gabriel196. En cuanto al
momento en que se introdujo esta práctica, solo disponemos de las impresiones del
Hermano Saturnino que asegura que antes de 1691 no se sabe de ningún Hermano
que cambiase su nombre, costumbre que a partir de ese mismo año comienza a
hacerse habitual197.
El capítulo de la ficción termina con la profesión del llamado 'Voto Heroico', del 21 de
noviembre de 1691, del que se aportan detalles fundamentales como el texto, la fecha,
el lugar y los tres protagonistas que los firmaron. El documento no lo tenemos, por lo
que hemos de fiarnos del único biógrafo que nos narra el hecho, poniendo el texto de
la fórmula entre comillas, como si lo estuviera copiando del original. Con todo, hay un
par de detalles de Blain que de ninguna manera podemos admitir, como que el señor
De La Salle "consideró que era conveniente imponérselo [el voto] como una
obligación"198. ¿Qué clase de consagración obligatoria se puede concebir? Si tal voto
tenía que surtir un efecto fecundo en el Instituto —y nosotros creemos que sí y que
fue muy abundante— la profesión tenía que ser voluntaria, por convicción. Tampoco
parece aceptable que leyeran la fórmula "uno después de otro"199. Su redacción, con
ese 'nosotros' y las primeras personas del plural de los verbos están reclamando una
lectura de los tres a la vez, como indica la ficción.
Por otra parte, todo parece indicar que, según es tradición aceptada en el Instituto, el
Voto Heroico tuvo un carácter secreto y que se profesó después del retiro, ya que la
fecha de la profesión no deja lugar a dudas —21 de noviembre— y el retiro tuvo que
organizarse en septiembre, pues era el momento de las vacaciones escolares por
aquella época. Blain no lo deja demasiado claro, por lo que en la ficción nos hemos
visto obligados a idear un pequeño marco para cuadrar de forma coherente todos
estos detalles. Pero la verdad es que, en definitiva, desconocemos con exactitud cómo
sucedió todo.
En cuanto a la interpretación y consecuencias del Voto Heroico, remitimos al lector al
capítulo siguiente de la ficción donde tendremos ocasión de seguir profundizando en
estas cuestiones, y algunas más.

194
CL 25, 50; OC-I, RC 12,8
195
OC-I, RD 1,32; cf CL 25, 157
196
Cf. MORY, 59
197
Cf. GALLEGO, 239, en especial la nota 60
198
BLAIN, 410
199
Ibidem

170
Capítulo 11

De los comentarios con que, a propósito del Voto Heroico, el Hermano Gabriel
comienza este capítulo de su relato, podemos destacar como muy acertada su
constatación de que en dicho documento encontramos la primera expresión escrita
del voto lasaliano de asociación, llamado a ser clave, en poco tiempo, para todos los
lasalianos.
Vaugirard era efectivamente, para el Fundador, su 'querida Belén'200. El Hermano
Gabriel narra las dificultades del santo Fundador para inaugurar allí su noviciado. Es
muy cierto que el párroco Baudrand no estaba muy de acuerdo con la idea aunque, en
realidad, no sabemos con exactitud las razones que aducía para oponerse; quizás eran
del tipo expresado por el Hermano en la ficción, o quizás se mezclaban también de por
medio cuestiones económicas. El caso es que Baudrand no era partidario y, sin
embargo, convenía contar con él para los permisos eclesiásticos y el apoyo económico;
en ninguno de los dos asuntos resultaba imprescindible la anuencia del párroco, pero
siempre interesaba tenerlo de parte de los Hermanos. Tal como indica Drolin en la
ficción, la ocasión propicia que sirvió para disolver las suspicacias del padre Baudrand
llegaría con la consagración episcopal de monseñor Godet des Marais, conocido del
santo Fundador de sus tiempos de seminarista en san Sulpicio201. Monseñor Godet des
Marais fue enviado a Chartres como obispo y, efectivamente, en aquella diócesis se
inaugurarían con el tiempo un par de escuelas lasalianas; pero, como veremos,
Monseñor tuvo que esperar varios años para verlas funcionando.
Afirma el Hermano Gabriel que hubo una especie de acuerdo para no abrir más
escuelas hasta que los Hermanos no fueran más numerosos y estuvieran bien
formados. En palabras del Hermano Saturnino, primero había que "crecer por
dentro"202. No tenemos noticia de dicho acuerdo, aunque, de hecho, "desde 1690 a
1697 no se abre ni una sola escuela, a pesar de las solicitudes apremiantes, como la de
Chartres, por más que se contara con un contingente de Hermanos cada vez mayor"203.
La reflexión sobre el maestro como buen pastor de sus alumnos está tomada de la
Meditación para el segundo domingo de Pascua, en el que se leía el Evangelio del Buen
Pastor, una fascinante reflexión sobre distintos aspectos de la labor del maestro
cristiano, que no ha perdido casi nada de su actualidad204.
Los datos que se dan sobre el noviciado —fechas, números...—, el postulantado y el
crudo invierno que hubieron de vivir en el cambio de año 1693-1694 son fieles a las

200
BLAIN, 416, aunque el Hermano Valladolid lo coloca en masculino; cf. CL 7, 318. MORY, 141,
destacará este dato, añadiendo sobre la casa de Vaugirard que se trataba de "una vivienda nada habitual
para cualquier persona que no fuera enemigo mortal de sí mismo"; coloca esta afirmación entre comillas,
aunque no dice la fuente de donde la ha sacado
201
No conocemos bien cómo se desarrollaron los hechos; el Hermano Saturnino aporta algunos datos y
discute ciertas afirmaciones del biógrafo Lucard. En la ficción nos hemos dejado guiar por las intuiciones
del primero; cf. GALLEGO, 249-250. Monseñor Godet des Marais, con sus reclamaciones en relación con
el empleo del latín en las escuelas de su diócesis, daría pie a De La Salle a redactar el conocido como
Memorial sobre lectura en francés, donde expuso cómo veía este cuestión; cf. BLAIN, 488-489; OC I,
MLF; cf. 'Anotaciones críticas a la ficción - Capítulo 5'.
202
Cf. GALLEGO, título de la página 236, y sus comentarios en 238
203
GALLEGO, 238-239 nota 58
204
Cf. OC I, MD 33

171
noticias que nos han llegado sobre aquella época205. También las reacciones en forma
de timos y robos, así como la presencia de presuntos candidatos que acudían al
postulantado con el único fin de sobrevivir; en realidad, lo que se ha recogido no
representa sino una pequeñísima porción del nutrido muestrario de anécdotas que
podrían aportarse206. De cualquier manera, no nos ha parecido interesante detenernos
en estos detalles, curiosos pero no demasiado significativos para la historia del
Instituto.
Con todo, no podemos dejar en el tintero una cita curiosa, que nos llega de la mano
del Hermano Saturnino. La escribe en 1693 un religioso agustino, Leonardo de Santa
Catalina, que, según cuenta, era por aquellas fechas vecino de los Hermanos de
Vaugirard: "En nuestra vecindad sucede algo muy particular. Desde hace muy poco se
ha reunido allí una comunidad de veinte hombres, cubiertos con pésimos manteos que
les alcanzan hasta media pierna. Hay solo cuatro con sotanillas. Los otros son
campesinos a los que se intenta formar para convertirlos en maestros de aldea"207. No
hay duda de que habla de los discípulos de De La Salle ya que le nombra expresamente
y afirma de él que es "por lo demás buen tipo, bien construido"208.
El trabajo en ambiente de retiro, durante la semana posterior a Pentecostés, para
redactar y aprobar la Regla, la profesión del domingo de la Trinidad de 1694 y la firma,
el lunes inmediato siguiente, del acta de elección de Superior es, sin duda, un
momento crucial en la historia del Instituto. Un hecho del que, por un lado, no existe
ninguna duda, ya que poseemos en el Archivo de la Casa Generalicia de Roma los trece
documentos copiados y firmados por cada uno de los trece protagonistas, así como la
posterior acta de elección de Superior firmada por once de los doce Hermanos
profesos el domingo anterior; al parecer uno se despistó, o tuvo que marchar antes o
no sabemos exactamente qué pasó; el caso es que no firmó.
Pero, por otra parte, las noticias concretas que tenemos de tal acto son contradictorias
y a veces confusas. El biógrafo Maillefer no da ninguna importancia a la profesión, que
despacha en cinco líneas, quizás porque no tenía documentación a mano. El Hermano
Bernard se refiere a ella en el futuro, cuando cuenta la profesión de 1686. Blain la
describe de nuevo en un ambiente similar al que acompaño la profesión del Voto
Heroico: "Quiso que la ceremonia de la emisión de estos votos quedase desconocida
para el resto de los Hermanos, y que aquellos que eran testigos y actores de la misma
simulasen perder la memoria y se obligasen a un secreto inviolable; y para no dar a
nadie motivo de sospecha, se retiró con los doce al lugar más alejado de la casa, para
realizar allí la ceremonia con comodidad y con total libertad"209. Trece personas,
actuando en secreto, en una casa pequeña como la de Vaugirard, donde seguramente
hay bastantes más personas... La verdad es que nos parece muy difícil, casi imposible.
Tampoco sabemos cómo se fue fraguando este hecho, es decir, con qué criterios se
eligió a los Hermanos, cómo se prepararon estos a todos los actos que les esperaban,
por qué se eligió la fecha de la Trinidad, etc. En la ficción hemos optado por una

205
Cf. GALLEGO, 247-251
206
Cf. GALLEGO, 267-271
207
GALLEGO, 259; a no perderse los comentarios del Hermano Saturnino a propósito de los datos que el
agustino aporta en sus 'Memorias'
208
Ibidem
209
BLAIN, 448

172
manera de actuar lógica y coherente; pero, en la realidad histórica, los hechos
pudieron suceder de otro modo210.
Los comentarios en torno al número doce son reflexiones que se han hecho por aquí y
por allá sin que haya quedado constancia de ellas en ningún documento concreto. El
detalle de la muerte del Hermano Juan Paris, en Laon, es cierto; y su sustitución a
última hora por el Hermano Claudio tiene toda la pinta de ser también verdad211. Los
análisis rigurosos, y a veces bastante curiosos, que sobre estos asuntos nos ha dejado
el Hermano Saturnino son, casi siempre, muy interesantes212.
El texto de profesión que firmó Juan Bautista De La Salle es el siguiente: "Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, postrado con el más profundo respeto ante
vuestra infinita y adorable Majestad, me consagro enteramente a Vos, para procurar
vuestra gloria cuanto me fuere posible y Vos lo exigiereis de mí. Y a este fin, yo, Juan
Bautista De La Salle, sacerdote, prometo y hago voto de unirme y permanecer en
sociedad con los Hermanos Nicolás Vuyart, Gabriel Drolin, Juan Partois, Gabriel Carlos
Rasigade, Juan Henry, Santiago Compain, Juan Jacquot, Juan Luis de Marcheville,
Miguel Bartolomé Jacquinot, Edmo Leguillon, Gil Pierre y Claudio Roussel, para tener
juntos y por asociación las escuelas gratuitas, donde quiera que sea, incluso si para
hacerlo me viere obligado a pedir limosna y a vivir de solo pan; o para cumplir en dicha
Sociedad aquello a lo que fuere destinado, ya por el Cuerpo de la Sociedad, ya por los
Superiores que la gobiernen. Por lo cual, prometo y hago voto de obediencia, tanto al
Cuerpo de esta Sociedad como a los Superiores. Los cuales votos, tanto de asociación
como de estabilidad en dicha Sociedad y de obediencia, prometo guardar
inviolablemente durante toda mi vida. En fe de lo cual lo he firmado. En Vaugirard, el
seis de junio, día de la fiesta de la Santísima Trinidad del año mil seiscientos noventa y
cuatro"213. "Hay que anotar una peculiaridad de esta profesión, que no se repetirá.
Cada uno de los trece profesos escribe en su fórmula los nombres de los doce
compañeros de profesión. En el futuro, lógicamente, la enumeración será reemplazada
por una frase genérica: 'prometo unirme... con los Hermanos de las Escuelas
Cristianas'"214.
En cuanto al acta de elección de Superior, su contenido es el siguiente: "Los abajo
firmantes, Nicolás Vuyart, Gabriel Drolin, [siguen diez nombres], después de habernos
asociado con el señor Juan Bautista De La Salle, sacerdote, para tener juntos las
escuelas gratuitas, por medio de los votos que hicimos en el día de ayer, reconocemos
que como consecuencia de tales votos, y de la asociación que hemos contraído con
ellos, hemos escogido como Superior al señor Juan Bautista De La Salle, a quien
prometemos obedecer con total sumisión, lo mismo que a quienes nos sean dados
como Superiores. También declaramos que queremos que la presente elección no
tenga ninguna consecuencia en el futuro. Y que nuestra intención es que después del
citado señor De La Salle, en el futuro y para siempre, no haya ninguno, ni admitido
entre nosotros ni escogido como Superior, que sea sacerdote, o que haya recibido las

210
El Hermano Saturnino habla de todas estas cuestiones y las documenta con detalle. Luego opta por una
manera en que, según su opinión, pudieron suceder las cosas. Esta elección del Hermano es la que nos ha
guiado también a nosotros en la ficción. Cf. GALLEGO, 271-277
211
Cf. GALLEGO, 279 nota 143
212
Cf. GALLEGO, 271-277
213
OC I-FV
214
GALLEGO, 274 nota 118

173
órdenes sagradas; que no tendremos ni admitiremos a ningún Superior que no esté
asociado, y que no haya hecho voto como nosotros y como todos los demás que se nos
asocien en el futuro. Hecho en Vaugirard, el 7 de junio de 1694"215. Según Mory, "el
texto [del acta] es llamativo por su falta de espiritualidad o religiosidad"216.

Capítulo 12

Este último capítulo de la ficción concluye de manera abrupta. Este hecho tiene su
explicación, pues, según señalábamos al principio de nuestro trabajo, en la ficción, el
manuscrito que estaba preparando el Hermano Gabriel nunca llegó a rematarse
porque la muerte sorprendió al Hermano antes de que pudiera concluirlo. Por esta
misma razón, nunca llegó a su destino, que eran las manos del biógrafo Blain; si aquí lo
conocemos es por casualidad, porque apareció en unos archivos de la administración
pública y allí no sabían qué hacer con él.
Pues bien, según la ficción, la muerte sorprendió al Hermano Gabriel redactando sus
recuerdos del verano de 1694; no nos pudo relatar gran parte de su experiencia vital
—le quedaban todavía casi cuarenta años de vida— pero la verdad es que no nos
podemos quejar de lo que nos contó, porque en sus memorias escritas se hallan los
años más importantes y significativos de la fundación del Instituto. Por otra parte, en
los años venideros, además de suceder acontecimientos objetivamente menos
importantes en la historia de nuestra institución, el Hermano Gabriel, por razones de
obediencia, se alejó geográficamente del Fundador, lo que volvía menos interesantes
sus recuerdos y comentarios.
En la ficción afirma el Hermano Gabriel que, durante el retiro de septiembre, se dieron
a conocer a todos los Hermanos la Regla recién aprobada. No tenemos constancia de
este hecho pero nos parece de todo punto lógico y normal. Las reflexiones que el
Hermano pone en boca del santo Fundador están inspiradas en distintas meditaciones
de De La Salle que se refieren a tema de cumplir la Regla217.
El Hermano Gabriel nos demuestra que recuerda de memoria algunos párrafos de
aquella Regla aprobadas en 1694. En realidad no conocemos su contenido pues las
primera Regla de los Hermanos que han llegado hasta nosotros las recoge un
manuscrito datado en 1705. Esos recuerdos del Hermano Gabriel los hemos tomado
de este último manuscrito218, once años posterior a la Regla a la que se refiere la
ficción. Ha sido una opción basada en el hecho de que esos mismos párrafos que
recuerda el Hermano Drolin se repetirán en la Regla de 1718, y también en la de
1726219. Parecen, pues, párrafos fundamentales, que han resistido muy bien el paso
del tiempo. Pero, para ser honrados, no sabemos si estaban ya en la Regla de 1694.

215
BLAIN, 453-454
216
MORY, 157
217
Cf. por ejemplo, OC-I, MD 5,3,2; 42,2,2; 58,2,2; 64,1,1; 69,2; 77,3. O también OC-I, MF 83,1,2;
104,1,2; 125,1,2; 126,3,2; etc.
218
Cf. CL 25, 16
219
Ibidem. Cf. asimismo OC-I, RC 1,1.3-4

174
Alude asimismo, en la ficción, nuestro Hermano Drolin, a un manuscrito que el santo
Fundador le pasó para recabar su opinión. No tenemos constancia de que De La Salle
entregara nada al Hermano Gabriel, pero sin duda, por aquellas fechas, el Fundador
tenía muy avanzada la redacción de la Colección de varios trataditos, que se imprimirá
a finales de 1694220. Los manuscritos que, de acuerdo con la ficción, el Hermano Drolin
hubo de revisar serían, por tanto, uno de los borradores definitivos de este libro, a
punto ya de ser enviado a la imprenta. El Hermano Saturnino sostiene que existió,
incluso, una edición anterior de este librito, que estaría datada en 1692, pero los
especialistas se muestran remisos a aceptar las conclusiones del Hermano Gallego221.
Según indica el Hermano José María Valladolid, traductor de las obras completas de De
La Salle al español, la Colección de varios trataditos "probablemente es la obra más
antigua de san Juan Bautista De La Salle"222. Con todo, conviene señalar que no
tenemos ningún ejemplar de aquella edición de 1694. El más antiguo de los que han
llegado hasta nosotros fue publicado en 1711. Por otro lado, el título Colección de
varios trataditos describe con precisión el contenido de la obra, que está inspirada en
distintos autores de la época en que se escribió y ha sido muy utilizada por los
Hermanos a lo largo de los siglos, sobre todo para la formación de los novicios.
Comenta también el Hermano Gabriel que, en aquel verano de 1694, el Fundador tenía
in mente la redacción de otras obras escolares. Es una manera de citar el comentario
del biógrafo Blain que coloca en esta época de Vaugirard los trabajos de composición
de algunos otros libros de De La Salle: "Una vez que el señor De La Salle hubo recogido
a su gusto, en un cuerpo de reglas, todas las prácticas y usos de la comunidad, pensó
enriquecerlo con otras varias obras, muy útiles para los Hermanos y para sus escuelas.
Entre ellas están la Urbanidad cristiana, las Instrucciones sobre la santa Misa, el modo
de oírla bien y de recibir dignamente los sacramentos de la Penitencia y de la
Eucaristía"223. Hay que añadir, no obstante, que el libro sobre 'urbanidad cristiana' no
aparecería publicado hasta 1703224, mientras que los catecismos para la preparar bien
la recepción de los sacramentos podrían haber sido publicados algo antes, hacia 1698,
aunque se reimprimieron en 1703225.
Finaliza el Hermano Gabriel esta parte de sus memorias con un tono optimista,
observando el porvenir con esperanza. Sus vaticinios en torno a la fundación de nuevas
escuelas tuvieron que esperar un poco y, además, la primera que se abrió no sería en
Chartres, la diócesis del obispo amigo de De La Salle, que tuvo que esperar hasta el
verano de 1699 para ver echar a andar su proyecto escolar226, sino en el mismo París.
Dos escuelas lasalianas nuevas se abrieron, en efecto, en la capital: una en la calle de
san Plácido, parroquia de san Sulpicio, en octubre de 1697, que tuvo enseguida cuatro
clases y volvió a despertar las suspicacias de los maestros de escuelas menores; la otra
en la parroquia de san Hipólito, en 1699, a la que pronto acompañó un nuevo
Seminario para la formación de maestros rurales, esa obra tan querida por De La Salle

220
Cf. GALLEGO, 260
221
Cf. GALLEGO, 260 nota 45
222
OC I, CT p. 129
223
BLAIN, 445; cf. GALLEGO, 261 nota 48
224
Cf. OC II, RU p. 193
225
Cf. OC III, I p. 537
226
Cf. GALLEGO, 315-317

175
desde los primeros tiempos de la fundación227. Entre medio de ambas fundaciones
escolares parisinas, nació un obra peculiar, el Internado para niños de la nobleza
irlandesa, escapados a Francia para poder vivir sin trabas su religión católica. Un
proyecto temporal, que duró quizás un año, en un ambiente en las antípodas de lo
típicamente lasaliano228. Pero había que estar a buenas con las autoridades...
En cuanto a Vaugirard, la entrañable casucha en la que han tenido lugar la mayor parte
de las peripecias que nos ha narrado el Hermano Gabriel en los últimos capítulos de su
ficción, dio paso en la primavera de 1698 a otra casa más amplia y mejor
acondicionada, que se conoció como la "Casa Grande". Era esta un antiguo convento
de monjas, con fama de estar habitado por fantasmas, situado en la zona de Vaugirard,
aunque algo más cercano a la comunidad de la calle Princesa229. La escuela de san
Plácido distaba unos doscientos metros de ella, aunque el establecimiento escolar fue
fundado unos meses antes de que los novicios ocuparan por primera vez la Casa
Grande.
Sobre lo que no cabe ninguna duda es que los críticos momentos que sufrieron los
Hermanos tras la fundación en París, sobre todo entre los años 1689 y 1692, quedaron
rápidamente atrás y, tras la profesión de 1694, se inauguró en el Instituto un período
de intenso dinamismo vocacional y apostólico, que se manifestó en una sorprendente
creatividad pedagógica y en la extensión de las escuelas lasalianas por amplias
regiones del norte y este de Francia. En esto sí que tenía motivos para ser optimista
nuestro querido Hermano Gabriel Drolin, claro que él conocía la historia por
adelantado...

227
Cf. GALLEGO, 307-310; 313-314
228
Cf. GALLEGO, 310-312
229
Cf. GALLEGO, 301-307; el sulpiciano benefactor que ayudó en la compra no era ya el padre Baudrand,
pues había sido sustituido en 1697 por un nuevo párroco: el padre La Chétardie; cf. BLAIN, 463-464

176
Orientación bibliográfica

No resulta nada fácil encontrar referencias en español sobre el Hermano Gabriel


Drolin, y más si se pretende que sean, además, extensas. Y luego, cuando las
encontramos, surge otro problema serio: casi todos los autores que se han animado a
investigar sobre el Hermano Gabriel se han fijado, más que nada, en sus años romanos,
de 1702 a 1728, que son, precisamente, las fechas que aquí menos nos interesan.
En cualquier caso, existen al menos dos libros en español que proponen algunos datos
sobre el Hermano Gabriel Drolin, aunque sean someros. Por una parte el del Hermano
norteamericano AUGUSTINE LOES, Los primeros Hermanos de La Salle. 1681-1719,
Ediciones San Pío X, Madrid 2003, pp. 71-93. Además, en la edición crítica de Las cartas
de san Juan Bautista De La Salle, preparada por el HERMANO FÉLIX PAUL y editada por el
Instituto Pontificio San Pío X, Madrid 1962, en su célebre colección Sinite, también se
hallan algunas referencias interesantes al Hermano Drolin en las pp. 98-213, aunque el
tema general predominante, como es lógico, sean sus cartas romanas.
Pero, puesto que hablamos del Hermano Gabriel Drolin, aunque no estén en español,
resulta obligado citar los dos libros que escribió, en su italiana lengua madre, el
HERMANO RODOLFO COSIMO MEOLI y publicó la Casa Generalicia de Roma. El más antiguo,
aparecido en 1995, se titula La prima scuola lasalliana a Roma (La primera escuela
lasaliana en Roma) y dedica unas cuantas páginas al Hermano Gabriel. Para nuestros
objetivos, lo más interesante de esta obra me parece el elenco de fuentes que maneja,
por ejemplo las que nos presenta, comentadas, en las pp. 7-12. El segundo libro del
Hermano Rodolfo es posterior, pues fue editado en 2002, con motivo del tricentenario
de la llegada de los Hermanos a Italia; se titula Frère Gabriel Drolin y lleva el
significativo subtítulo de Un Lasaliano tra silenzio e memoria (Un lasaliano entre
silencio y memoria. Al principio de esta publicación del Hermano Meoli podemos hallar
algunas paginitas dedicada al Hermano Gabriel que todavía no había viajado a Roma,
aunque no demasiadas230.
Pero, bueno, más que sobre el Hermano Gabriel Drolin, decíamos que nuestro libro
trataba sobre la vida, obra y pensamiento de san Juan Bautista De La Salle. En
consecuencia, como mejor podemos profundizar en los contenidos de nuestra obra es
centrándonos en la figura de nuestro santo Padre y Fundador. De paso, como de
rebote, consultando estas biografías podremos enterarnos también, sin duda, de no
pocos datos interesantes sobre el Hermano Gabriel Drolin.
Además de la culturilla lasaliana que se le va pegando a uno a base de leer, rebuscar
por ahí y darles muchas vueltas a estos asuntos, para preparar el libro que tienes entre
manos he procurado releer con atención —al menos lo que tiene que ver con las
épocas de las que iban a tratar las memorias de ficción del Hermano Gabriel— tres
biografías de Juan Bautista De La Salle, tratando de seleccionar tres muy distintas entre
sí, por la época en que fueron compuestas y por los autores que las redactaron. En
principio había mucho donde elegir, por supuesto, e incluso, en el texto, en algún
momento se hace referencia a algún otro biógrafo que no cito en esta orientación

230
Ambos libros han sido recientemente traducidos al francés por el Hermano Léon Lauraire, con los
títulos de La première école lasallienne à Rome y Un Lasallien entre silence et mémoire. Frère Gabriel
Drolin, que fueron publicados en 2017

177
bibliográfica, pero al final hubo que optar. Pues bien, las tres elegidas son las
siguientes, que menciono con un razonamiento muy breve a modo de justificación de
mi elección.
La primera es la de JUAN BAUTISTA BLAIN, el más importante de los biógrafos primitivos
del Fundador, sin duda; obra publicada en 1733, solo catorce años después de la
muerte de De La Salle. Además, ahora tenemos la inmensa suerte de disponer de
excelentes traducciones al español. La más reciente, obra del Hermano José María
Valladolid, publicada por Ediciones La Salle, Madrid 2010, se reúne en los tomos II y III
de la obra Las cuatro primeras biografías de san Juan Bautista De La Salle, que consta
de un total de cuatro tomos. Si el segundo tomo, de esos cuatro, recoge las tres
primeras partes de la biografía de Blain, el tercero es, en realidad, la cuarta y última
parte de Blain, no exactamente biográfica, manejada con fruición por los Hermanos
durante bastantes años, desde que en 1962 la tradujeran los Estudios Lasalianos de
Salamanca con el título de Espíritu, sentimientos y virtudes de Juan Bautista De La
Salle.
Una traducción —algo anterior— de Blain la fue realizando a lo largo de varios años el
HERMANO BERNARDO MONTES, colombiano, cuyo origen geográfico se deja notar con
fuerza en el español de su traducción. Su obra se titula Vida del padre Juan Bautista De
La Salle y fue editada en cuatro volúmenes sucesivos por La Salle de Bogotá
(Colombia), durante los años 2005 (I), 2006 (II), 2007 (III) y 2010 (IV).
Un gran inconveniente de la biografía de Blain es "el modo como se tratan algunos
hechos, con excesiva retórica y con lenguaje un tanto ampuloso. Además, la lectura de
la obra, tan larga en extensión, resulta en ocasiones muy pesada y reiterativa"231. A
pesar de todo, Blain es, en mi opinión, el biógrafo primitivo que más información y más
de fiar aporta, con diferencia. Por eso ha sido el primero de mis preferidos.
La segunda biografía elegida, más actual, es el primer tomo de la obra del HERMANO
SATURNINO GALLEGO, San Juan Bautista De La Salle, que lleva el subtítulo de Biografía,
publicado por Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1986. Leer al Hermano
Saturnino es entrar en contacto seguro con un montón de fuentes de todo tipo —
tengo para mí que el Hermano Saturnino conocía todas las existentes en el momento
en que compuso su obra— que él maneja con soltura y rigor. Muy interesantes son, a
este respecto, las discusiones que establece cuando las distintas fuentes no
concuerdan en sus datos concretos. Aunque de vez en cuando propone conclusiones
personales, sin demasiado apoyo documental y bastante discutibles, el Hermano
Saturnino es siempre un guía seguro para adentrarnos por los intrincados territorios de
la historia y la espiritualidad lasaliana.
La tercera biografía seleccionada está en francés y es la más reciente: CHRISTOPHE MORY,
Jean-Baptiste De La Salle. Rêver l'éducation?, Pygmalion, París 2010. Monsieur Mory,
escritor profesional sin ninguna relación institucional con La Salle, contempla a De La
Salle y su obra desde un punto de vista que no armoniza demasiado con los objetivos
que perseguíamos en esta obra, lo que en bastantes momentos invita a dejar de lado
sus aportaciones. Pero, a pesar de todo, siempre resulta refrescante y provechoso
adentrarse por caminos poco frecuentados, porque a veces se encuentra uno con
subrayados y comentarios sorprendentes y llenos de razón, que en otros lugares
231
Opinión del Hermano José María Valladolid en BLAIN, 8

178
habían pasado desapercibidos. Así las cosas, algunas de las aportaciones del señor
Mory han entrado en las anotaciones a la ficción, traducidas al español, fácilmente
accesibles así para nuestros lectores.
Junto con las tres biografías citadas, resulta indispensable tener a mano también las
Obras Completas de JUAN BAUTISTA DE LA SALLE, en Ediciones San Pío X, Madrid 2001, en
tres tomos. Excelente traducción al español del Hermano José María Valladolid,
revisada por los mejores expertos, que nos simplifica mucho las cosas a la hora de
consultar y contrastar el pensamiento original de san Juan Bautista De La Salle.
Un tesoro lasaliano —nos parece que— muy poco utilizado en ámbitos hipanófonos,
seguramente a causa de la lengua francesa en que están redactados la mayoría de
ellos, es la colección ‘Cahiers Lasalliens’ (CL), del servicio de publicaciones de la Casa
Generalicia ‘La Salle’, de Roma232. Los CL son 67 libros que ponen al alcance de cuantos
estén interesados abundante material, sobre todo de la época del nacimiento del
Instituto: primeras ediciones de obras de san Juan Bautista De La Salle, ediciones
críticas de algunas de esas obras, biografías y obras de precursores o figuras
contemporáneas de interés, resultados de investigación básica o fundamental sobre el
nacimiento del Instituto, estudios rigurosos recientes de algunos temas, etc. Como
hemos comentado más arriba, una pega nada desdeñable para no pocos posibles
lectores es, sin duda, la lengua francesa en la que están redactados la mayoría de estos
CL, aunque también hay unos pocos traducidos al español.
Nosotros hemos utilizado aquí con alguna frecuencia el CL 25, que es una presentación
de las tres primeras Reglas de los Hermanos que conocemos: las de 1705, 1718 y 1726.
La presentación simultánea que se hace de las tres es muy didáctica porque permite
comparar los artículos similares en las tres Reglas, de modo que se pueden apreciar de
inmediato las diferencias: añadidos, supresiones y cambios de redacción. En algún
momento hemos utilizado también los CL 7 y CL 8, una reproducción fotomecánica de
la primera edición (1733) de la biografía de Juan Bautista Blain. Hemos acudido a estos
dos CL cada vez que ha habido que retocar alguna de las traducciones empleadas, con
el fin de ajustar mejor su contenido y hacerlo, sobre todo, más fiel al texto original
francés.
Para evitar cargar de libros y citas alguna parte de nuestro trabajo, hemos preferido
acudir a un libro relativamente reciente que, en varios momentos, trata con extensión
y cierta profundidad algunos de los asuntos que aparecen en las memorias de ficción
de Hermano Gabriel Drolin. Me refiero al libro de JOSEAN VILLALABEITIA, En los
manantiales de la escuela popular cristiana, Ediciones La Salle, Madrid 2014. A veces
las anotaciones a la ficción envían a este libro, no solo para consultar lo que en él se
cuenta sobre el asunto que interesa, sino también para dar acceso a más fuentes en
donde poder contrastar la información y seguir profundizando.
No es mi deseo proponer una lista extensa y exhaustiva de libros sobre el asunto que
hemos tratado, pero creo que, para concluir esta orientación bibliográfica, resulta
interesante añadir un par de libros sencillos y enriquecedores. Ambos son
relativamente recientes aunque presentan la complicación evidente para no pocos

232
Quien esté interesado en saber cuáles son los títulos, o de qué tratan, puede consultarlos en la siguiente
página web: http://www.lasalle.org/recursos/publicaciones/cahier-lasallien/ En algunos casos, sobre todo
en las publicaciones más recientes, se ofrece la posibilidad de descargar el texto

179
lectores hispanohablantes de estar redactados en francés. Ahí quedan, no obstante,
para quien desee servirse de ellos. Por un lado, una obra bastante conocida en
ambientes lasalianos, escrita por un ex-Hermano de La Salle francés, antiguo misionero
en extremo Oriente: MICHEL FIÉVET, Les enfants pauvres à l’école. La révolution scolaire
de Jean-Baptiste De La Salle, Éditions Imago, París 2001. Un libro apasionante,
redactado desde el cariño a la primitiva obra lasaliana, en un idioma sencillo y
elegante, sobre la actuación escolar de los primeros lasalianos en aquellos barrios
pobres de las ciudades que fueron escenario habitual de sus primeras escuelas. Por
otra parte, JEAN-PIERRE GUTTON, Dévots et société au XVIIe siècle. Construire le ciel sur la
terre, Éditions Belin, París 2004, una obra con referencias casi triviales a la primitiva
obra lasaliana, pero, a pesar de ello, tremendamente iluminadora acerca de la
situación social y los planteamientos espirituales y apostólicos de la gente cristiana
comprometida en la resolución de los problemas sociales de aquella sociedad que
conocieron De La Salle y sus primeros compañeros.
Estas son solo orientaciones, sugerencias... Queda el trabajo personal de búsqueda,
examen y confrontación de libros, artículos y publicaciones diversas; también en
Internet, donde cada día puede encontrarse más y mejor material lasaliano. Una
auténtica aventura, por momentos hasta apasionante, sin duda, a la que merece la
pena invitar a cuantos hayan llegado hasta aquí. ¿A qué esperas para lanzarte a ella?
Seguro que al final no te arrepientes. ¡Ánimo!
¡Mucha suerte y muchas gracias!

180
Índice

Presentación 3

El relato 8

0. indicaciones de archivo 9
1. 1729 11
2. antes de 1684 15
3. primera mitad de 1684 23
4. verano de 1684 32
5. noviembre de 1684 - verano de 1685 42
6. septiembre de 1685 - otoño de 1686 54
7. mayo - junio de 1686 65
8. noviembre de 1686 - febrero de 1688 78
9. febrero de 1688 - agosto de 1690 88
10. septiembre de 1690 - diciembre de 1691 99
11. enero de 1692 - julio de 1694 113
12. verano de 1694 122

Anotaciones críticas a la ficción 124

Siglas y abreviaturas 125


Capítulo 1 127
Capítulo 2 - Itinerario preciso del Hermano Gabriel Drolin en el Instituto 128
Capítulo 2 130
Capítulo 3 - El ‘Memorial sobre los orígenes’ 131
Capítulo 3 - ¿Maestros o religiosos? 135
Capítulo 3 137
Capítulo 4 - Los Hermanos y el sacerdocio 138
Capítulo 4 140
Capítulo 5 144
Capítulo 6 148
Capítulo 7 151
Capítulo 8 157
Capítulo 9 158
Capítulo 10 164
Capítulo 11 171
Capítulo 12 174

Orientación bibliográfica 177

Índice 181
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