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Denis Edwards

El cumplimiento final: la deificación de la Creación

S
i el gran descubrimiento científico del siglo XIX fue la evolución de la vida a través de la
selección natural de Darwin, igualmente importante fue en el siglo XX el
descubrimiento de que nuestro universo no es estático sino en expansión dinámica. El
universo mismo evoluciona. Ahora sabemos que el universo visible al comienzo, hace 13700
millones de años, era inconcebiblemente pequeño, denso y caliente, que la vida bacterial en la
Tierra comenzó hace 3800 millones de años y que todas las formas de vida
extraordinariamente variada de nuestro planeta descienden de ese comienzo.

En este capítulo, examinaré una teología del cumplimiento final después de Darwin y
después de Einstein y Hubble. Para hacer esto, en lugar de argumentar en favor de una
posición sobre la promesa de redención de los seres humanos, supondré : que la redención en
Cristo implica el perdón del pecado y el don del Espíritu que nos hace hijos e hijas de Dios,
que ella nos transforma en Cristo, restablece y renueva en nosotros la imagen de Dios, que es
la promesa y el comienzo de nuestra participación en la vida de la resurrección, en la
comunión de la Trinidad ; y que, en última instancia, nuestra salvación final, como seres
humanos, es la comunión, nuestra comunión en la vida dinámica del Dios trino, con otras
personas humanas en la comunión de los santos, y, de alguna manera, con toda la creación de
Dios.
La cuestión que trataré se centra en el resto de la creación: ¿Qué significa el cumplimiento
final para las criaturas no humanas? Trataré de enfocar cómo se puede considerar que la
creación, en el sentido más amplio, participa en la vida del a resurrección. Empezaré
considerando la fe cristiana en la resurrección corporal y personal de los humanos y
preguntaré: ¿cómo se puede considerar que el resto de la creación participa con los humanos
en la vida de la resurrección? Reconozco que en la resurrección de los seres humanos hay
muchos aspectos controvertidos, pero no trataré esos temas aquí.
Lo que me ha guiado en este análisis es que Dios en su encarnación abrazó no solo la
humanidad y no solo el mundo de la carne, sino también el universo entero y toda la historia
dinámica, y que este abrazo constituye una promesa irrompible. Como lo afirmó Walter
Kasper: “Dios ha aceptado el mundo entero finalmente en Jesucristo, y Dios es fiel, por lo
tanto el mundo y la historia no desaparecerán simplemente en la nada, sino que, al contrario,
será su ‘todo en todos’ al final (1 Co 15,28)” (Kasper, 1986, 378).
Empezaré con algo que considero como fundamental en ese tipo de reflexión, es decir
reconocer lo que no sabemos del futuro de Dios. Después, una vez tratado ese punto, pasaré
a la promesa de esperanza para la creación que se encuentra en el Nuevo Testamento, en
particular en la Carta de Pablo a los Romanos, y en la teología patrística, ilustrada por
Máximo el Confesor. Eso nos llevará a examinar las intuiciones de la teología de la esperanza
para el universo material de Karl Rahner. A continuación, en la parte final, trataré y analizaré
la esperanza para los animales, afirmando que participan ellos también, a su manera, de la
transformación final y edificación de todas las cosas.

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Esperamos lo que no vemos: Dios como futuro absoluto
Al final del fragmento de la Carta a los Romanos que examinaré a continuación, Pablo
escribe: “ Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que
se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos
lo que no vemos, lo esperamos con constancia” (Romanos 8,24-25). La esperanza cristiana de
la resurrección del cuerpo y de una creación renovada es algo que no podemos ver y ni
siquiera imaginar, porque lo que vemos es la realidad empírica que nos rodea y lo que
imaginamos se funda en lo que ya hemos vivido. Una vez más, según Pablo, el acto
transformador de Dios por la resurrección implica un cambio radical en la existencia corporal.
Lo que se « siembra » en la tumba y que es corruptible, deshonrado, débil y físico será
elevado a “incorruptible,” “en la gloria,” “en la fuerza” y a “cuerpo espiritual” (1 Co 15,44).
Como un cuerpo resucitado supera nuestro espíritu, igualmente un universo transfigurado en
Cristo va más allá de nuestra imaginación. Esperamos lo que no vemos.
Una teología cristiana crítica adopta un enfoque prudente en los debates sobre el futuro de
Dios para nuestro mundo. Ella es hasta demasiado conciente de lo mucho que nosotros no
conocemos. En efecto, insiste en el hecho de que existen razones teológicas serias que ponen
límites a lo que podemos pretender conocer. Estas razones fueron formuladas por Karl
Rahner en un artículo muy conocido hacia la mitad del siglo XX (Rahner, 1966, 323-46). En su
obra, se pueden encontrar dos principios fundamentales que pueden guiar la interpretación
de las declaraciones escatológicas. El primero es que el futuro de nuestro mundo en Dios nos
queda radicalmente escondido. Las Escrituras insisten en que Dios no reveló el día en que llegará
el fin (Marcos 13,32), pero no solamente la fecha nos queda escondida. El futuro fue
anunciado y prometido por Cristo y su resurrección, pero fue anunciado y prometido
precisamente como un misterio escondido. Ese futuro no esa nada más que la llegada entre
nosotros del Dios incomprensible. Es Dios nuestro Futuro absoluto. La revelación de la
promesa de Dios por Jesucristo no significa que lo que era desconocido se convierte ahora en
conocido, claro y manejable. Se trata más bien del “amanecer y enfoque del misterio en
cuanto tal” (330). Puesto que el futuro es la llegada de Dios, escapa siempre a nuestra
comprensión. Entonces sigue siendo un interpretar las imágenes bíblicas de manera literal,
como una especie de cuento de “testigo ocular” de lo que debe llegar.
El segundo principio es que el futuro será el cumplimiento de la salvación Cristo que ya nos ha sido
donado. Será el cumplimiento de lo que vivimos por la auto-comunicación de Dios en Cristo y
por la gracia del espíritu Santo. Nuestro conocimiento del futuro de Dios se basa en lo que
podemos sacar de nuestra experiencia en Cristo y de lo que vemos como su cumplimiento.
No tenemos otros conocimientos suplementarios del futuro escatológico que no sean los de la
teología de Cristo y de la gracia, y no podemos trasladarlos as u cumplimiento, eso quiere
decir que todo conocimiento teológico auténtico del futuro es un momento interior del
presente escatológico.
Para el cristiano que ve el futuro como don que Dios hace de sí mismo, el futuro es realmente
desconocido e incontrolable, y es algo que deja mucho espacio a la libertad, a la esperanza y a
la confianza. Por supuesto estamos ineludiblemente ligados a nuestra imaginación y las
imágenes tienen su propio espacio en la expresión de las ideas religiosas. Sin embargo es
fundamental no confundir una imagen con la realidad. La imagen puede ser el gran
banquete nupcial o la trompeta angélica de Pablo o las ovejas y las cabras de Mateo, pero la

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realidad que las imágenes indican se funda en la experiencia que tenemos de la gracia de
Cristo que ya actúa en nosotros y nos atrae hacia un futuro en Dios.
Para Rahner, el futuro absoluto no es nada más que el don que Dios hace de sí mismo. Es la
consumación de la acción divina de la creación y de la redención, un cumplimiento
prometido e inaugurado por la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. El cristianismo
proclama que la evolución del universo no termina en el vacío, sino en el don que Dios hace
de sí mismo. Además, ese futuro absoluto ya está en obra en la historia. Es la fuerza creativa
de Dios que ya actúa en todas las cosas, el Espíritu Creador inmanente en cada aspecto de la
creación, que lleva el universo a su cumplimiento. El futuro absoluto, ese don que Dios hizo
de sí mismo, encontró en Jesús su expresión explícita e irreversible. Su resurrección es la
promesa y el comienzo del futuro absoluto, la transformación de los seres humanos y del
universo entero en Cristo. Futuro absoluto es sinónimo de Dios. Ese futuro absoluto no solo
viene hacia nosotros siendo el futuro de nuestro mundo, sino es también “el terreno que
alimenta el dinamismo hacia el futuro” (Rahner, 1969, 62). Es Dios el misterio de amor
absolutamente incomprensible del cual procede la creación y hacia el cual la misma se dirige.

Esperanza para toda la creación en el Nuevo Testamento: Romanos 8,18-25


Para algunos cristianos, el concepto de salvación está centrado en la persona humana
individual, y a veces simplemente en el alma humana individual, mientras la noción bíblica
se centra en la resurrección del cuerpo, la llegada del Reino de Dios, la comunión con los
otros en la vida de la Trinidad y la transformación de la creación entera. En la Biblia, los seres
humanos se consideran como seres en relación unos con otros y con la creación en general, El
cuento bíblico empieza con Dios que creó todas las diferentes criaturas de nuestro universo y
que declara que son buenas. Después de la terrible destrucción provocada por el pecado del
hombre, Dios hace una alianza solemne no solo con Noé y su familla, pero con cada criatura
viva y declara que el signo de la alianza con todos los seres vivientes será el arco iris (Gn
9,16). La Biblia termina con la visión de nuevos cielos y una nueva tierra, un mundo
transformado, un lugar donde Dios habita con su pueblo, un lugar de curación y de vida,
donde las hojas del árbol de vida, que crecen al lado del río del a vida, sirven “para curar a
los pueblos” (Ap 22,2).
La esperanza bíblica es para una humanidad perdonada y renovada dentro de una creación
transformada. Ella encuentra su expresión en la famosa imagen de los animales pacíficos, El
lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro
de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá donde el lobo habita con el cordero,
el ternero y el cachorro de león pacen juntos y los niños juegan en toda seguridad cerca del as
serpiente y Dios proclama: “No se hará daño ni estragos en toda mi Montaña santa, porque el
conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas cubren el mar.” (Isaías 11,6-9). Esta
promesa está presente en una serie de textos proféticos (Isaías 43,19-21; 55,12-13, Ezequiel
34,25-31, Oseas 2,18; Zacarías 8,12; Miqueas 4,4) y aparece en el compromiso divino de crear
“un cielo nuevo y una tierra nueva” (Isaías 65,17; 66,22).
El Nuevo Testamento ve la resurrección de Jesús como algo que involucra la creación entera.
Jesús resucitado de entre los muertos es la Sabiduría y la Palabra de Dios, quien en el cual
todas las cosas fueron creadas y subsisten (1 Corintios 8,6; Hebreos 1,2-3; Juan 1,1-14). Es
quien en el cual todas las cosas deberán ser salvadas, reunidas y reconciliadas (Romanos 8,18-
25; Colosenses 1,15-20; Efesios 1,9-10; 20-23). El cristo resucitado es el comienzo de una nueva
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creación, los nuevos cielos y la nueva tierra prometidos (2 Pedro 3,13; Apocalipsis 21,1-5;
22:13). En esta nueva creación, las criaturas que están en el cielo, sobre la tierra y en el mar
alabarán al Cordero, que rescató toda la creación (Apocalipsis 5,13-14). Cada uno de esos
textos ofrece un elemento importante para la comprensión global de la promesa divina que
interesa a la creación entera. Me detendré en uno, la reflexión de Pablo sobre el sufrimiento y
la promesa de Dios en el capítulo 8 de su carta a loa Romanos:

Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria
futura que se revelará en nosotros.

En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios.

Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero
conservando una esperanza.

Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de


la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto.

Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos
interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo. Porque solamente en
esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más:
¿acaso se puede esperar lo que se ve?

En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia. (Rm 8,18-25)

Examinando este texto, ordenaré las ideas alrededor de tres expertos del Nuevo Testamento.
Joseph Fitzmyer, una autoridad en el ámbito paulino, hace notar que en este texto, Pablo
piensa claramente que la redención (apolytrōsis) en Cristo se aplica no solo a los seres
humanos sino también a la creación entera:

Ella ya no se considera desde el punto de vista antropológico; ahora se vuelve a escribir en


términos cósmicos. Los cuerpos humanos que, escribe, esperan esa redención (8,23)
simplemente forma parte integrante de la creación material entera , que gime y sufre dolores de
parto hasta que tenga lugar esta redención. En efecto, el acontecimiento de Cristo debería
afectar no solamente a los seres humanos sino también a toda la creación material o física
(Fitzmyer, 1993, 507).

La creación es esclava del pecado, de la corrupción y de la muerte y, en este sentido, comparte


el destino de la humanidad, pero comparte con la humanidad también la esperanza de la
redención. Fitzmyer nos explica que el término que Pablo utiliza para corrupción (phthora),
“denota no solamente la acción de perecer y de pudrirse, sino también ser impotentes, la
faltad e belleza, de vitalidad y de fuerza que caracteriza la condición presente de la creación”
(509). La creación se liberará de esa esclavitud en y por la glorificación de los hijos e hijas de
Dios. Fitzmyer evidencia que Pablo habla aquí del cumplimiento de la promesa bíblica de
“nuevos cielos y una nueva tierra” que encontramos en Isaías 65,17 y 66,22 (505).
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El australiano Brendan Byrne, experto paulino, considera ese fragmento de la Carta a los
Romanos como uno de los textos “más singulares y evocadores” de toda la obra de Pablo
(Byrne, 1996, 255). Lo que lo caracteriza, según él, es la forma en que incluye toda la creación
no humana en la estela de la salvación al lado de los seres humanos. Byrne analiza
atentamente el sentido del término creación (ktisis) así como lo utiliza Pablo aquí. Concluye
que “él indica todo el mundo no humano que las historias de la creación bíblica presentan
como el contexto fundamental para la vida humana” (255). Byrne sigue demostrando que
Pablo supone una tradición judía que considera la creación no humana como íntimamente
ligada al destino de los seres humanos. Esta tradición remonta a la historia de la creación (Gn
3,17-19). La creación y la humanidad se entienden como dos realidades que comparten un
“destino común” en la literatura profética de la Biblia, en particular en los textos que acabo de
citar más arriba (255-7). Pablo se basa en esta tradición del “destino común”, proclamando
que la creación no humana participa, con los seres humanos, de la restauración final de todas
las cosas en Cristo, que implicará una renovación cósmica. Pablo concluye que los
sufrimientos del presente son un pequeño precio a pagar por la gloria futura. Como lo
evidencia Byrne, Pablo no minimiza el sufrimiento del presente, sino que lo sitúa en un marco
más amplio, que considera, más allá del presente, como “la plena realización del plan de Dios
para los seres humanos y su mundo” (257).
N.T. Wright, el obispo de Durham, afirma con respecto a ese mismo texto: “El más grande
cuadro paulino del mundo futuro es su Carta a los Romanos 8,19-25” (Wright, 2006, 75). No
cabe duda de que la transformación de la creación entera en Cristo es fundamental en la
visión de Pablo. Escribe:

La creación, como sabemos, testimonia el poder y la gloria de Dios (Romanos 1,19-20), pero
también la presente condición de futilidad a la que ha sido sometida. Sin embargo, esta
esclavitud, igual que todas las esclavitudes de la Biblia, tiene después su éxodo, su momento
de liberación, cuando Dios hace para el cosmos entero lo que hizo para Jesús en la Pascua.
Esta visión tan grande, tan deslumbrante que un gran número de lectores de Pablo, incluso los
más fervorosos, parpadearon, se frotaron los ojos y la ignoraron, pasando de prisa a la
aplicación más “personal” del parágrafo siguiente (75).

Pues bien, Wright insiste en que es allí que toda la argumentación de Pablo sobre la justicia de
Dios alcanza uno de sus puntos culminantes. Wright considera Romanos 8 como la respuesta
neotestamentaria más profunda al “problema del mal,” a la cuestión de la justicia de Dios.
Pablo declara que “la renovación de la creación, el nacimiento del nuevo mundo del vientre
del antiguo, demostrará que Dios está en lo cierto” (75).

La imagen de Pablo de la creación que gime e sufre los dolores del parto de una nueva
creación puede encontrar nuevo sentido en un nuevo contexto. Puede que el contexto del
pensamiento de Pablo haya sido la espera apocalíptica del desconcierto cósmico que precede
la victoria final de Dios (Byrne, Romains, 256). Sin embargo, la reflección de Pablo parece
también determinada por lo que él vio en el mundo natural que lo rodeaba. Su imagen
funciona otra vez en el contexto de une comprensión del mundo determinada por la biología
evolucionista, un mundo de fertilidad, de generatividad y de maravillosa creatividad, pero
también de lucha, de sufrimiento y de muerte. La metáfora del nacimiento está al origen de la

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palabra “naturaleza.” En el mundo de la naturaleza, entendido en términos evolucionistas, el
sufrimiento y la muerte parecen ser el lado oscuro de la creatividad prolífica (Rolston, 1999,
30-7).
La Tierra dio origen a las bacterias, a los trilobites, a los dinosaurios, a los mamíferos y a las
personas humanas con su cerebro infinitamente complejo. Se trata de una labor que creó
formas de vida extremadamente diversas y complejas, pero a través de un proceso que salió
muy caro. En la visión paulina, todavía no ha alcanzado su cumplimiento. Se cumplirá
cuando sea compartida con los seres humanos en la redención final de Dios y en la
transformación de todas las cosas. La creación sigue gimiendo porque da origen a algo más
radicalmente nuevo. Con la información que tenemos hoy, imagino que Pablo vería a Dios
actuando en todo el proceso de la evolución de nuestro universo desde 13.700 millones de
años y la evolución de la vida en la Tierra desde 3.800 millones de años, y vería a Cristo
prometiendo un futuro no solo a los seres humanos sino a toda la creación en obra, cuando
Dios la lleve entera e la redención y a su cumplimiento.

Esperanza para el universo en la tradición patrística: Máximo el Confesor


En los autores patrísticos como Ireneo, la creación y la redención caminan al mismo paso.
Ellas forman una sola historia de lo que Dios hizo por nosotros a través de la Palabra y del
Espíritu. Toda la historia se reconduce y se resume en Cristo. Para Ireneo, el universo visible
está destinado a ser restablecido y a participar de la glorificación con la comunidad humana
salvada por Cristo. Atanasio podría hablar de la creación que es deificada por el Espíritu a
través de la Palabra de Dios. Al respecto escribió sobre el Espíritu Santo: “En Él, entonces, el
Logos glorifica la creación, y, edificándola y adoptándola, la conduce al Padre” (Pimera carta a
Serapión, 1.25). Atanasio considera la creación no humana que participa de alguna manera con
los seres humanos de la gloria, de la deificación y de la adopción. Esta teología ha sido la
herencia común de la tradición cristiana oriental, y de buena parte de la occidental, aunque
raramente recibió una atención teológica continua.

Esta tradición encuentra su expresión fuerte en el pensamiento de Máximo el Confesor (580-


662). Para Máximo, la Palabra de Dios que se hizo carne restableció la unidad de la creación
entera y la llevó a Dios. Al origen, Dios llamó a los humanos a ser el vínculo que une todas las
divisiones y los diferentes aspectos de la realidad cósmica. Lo humano debía ser un
“microcosmo” (un pequeño universo), que actúa como mediación y unión de los extremos del
cosmos, atrayendo el orden creado hacia la armonía con él mismo y la unión con Dios (Louth,
1996, 73). A causa de la caída, los seres humanos fracasaron en esta función, pero, por la
encarnación, Dios unió y resumió todas las cosas en la Palabra que se hizo carne.
Máximo ve a Dios como a quien creó el universo de las criaturas que tienen en su mente la
Encarnación. La Encarnación es “el fin por el cual todas las cosas existen” (Quaestiones ad
Thalassium 60). Todas las cosas están creadas en la Palabra eterna. Máximo juega con la
relación en griego entre Logos, la Palabra eterna de Dios, y los Logoi. Los logoi son las
significaciones fundamentales de las criaturas individuales en su diversidad. El logoi
representa las diversas formas en que las diferentes entidades creadas participan del Logos de
Dios. Todo es reconducido a la unidad y a la buena relación en Cristo, el Logos que se hizo
carne:

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Por su propia iniciativa, él une las rupturas naturales en todo el universo natural, y lleva a su
cumplimiento las significaciones universales (logoi) de las cosas individuales, por las cuales se
realiza la unificación de lo divido. El revela y realiza la gran voluntad de Dios, su Padre, de
“recapitular todas las cosa en Cristo, las de los cielos y las de la tierra” (Ef 1,10), porque todo
fue creado en él (Quaestiones ad Thalassium 60, trad. Daley, 2004, 171).

Jesucristo, el Logos de Dios, reúne en él los logoi, las significaciones fundamentales de cada ser
creado, y conduce todo a la unidad y a la sanación. En la Palabra que se hizo carne, se
superan todas las antiguas polarizaciones de la creación. Cristo une los seres humanos en él,
de manera que llevamos su imagen y compartimos su papel por lo que se refiere al resto de la
creación: “Con nosotros y a través de nosotros, él comprende la creación entera a través de
sus intermediarios y las extremidades a través de sus propias partes” (Ambigua 41, trad.
Louth, 1996, 160). La transfiguración de Cristo es un símbolo importante de la transformación
de la creación en Cristo. No solamente Jesús, sino incluso su indumentaria es transfigurada, y
esta indumentaria se convierte en un símbolo de toda la creación que participa de la
transfiguración de Cristo. Los seres humanos renovados en Cristo participan de su
transfiguración y participan de la transformación y de la curación del cosmos entero.

Esos temas de la transformación y de la deificación de la creación aparecen en la obra de los


teólogos ortodoxos contemporáneos. Dumitru Staniloae, por ejemplo, afirma que el universo
material, igual que la humanidad, “está destinado a la transfiguración, a través de la fuerza
del cuerpo resucitado de Cristo” (Staniloae, 1970, 211). Paul Evdokimov escribe que la
segunda llegada de Cristo, la Parosía, “coincide con la transformación de la naturaleza y será
visible no solo en la historia sino también más allá de ella” (Evdokimov, 2001, 26). Vladimir
Lossky afirma que el “amor divino persigue siempre el mismo fin: la deificación de los
hombres y, a través de ellos, del universo entero” (Lossky, 1978, 110). Boris Bobrinskoy habla
de la importancia de “une deificación que sea al mismo tiempo personal y cósmica”
(Bobrinskoy, 1999, 5). La esperanza para el universo no es extranjera a la tradición occidental
y forma parte de la enseñanza del Concilio Vaticano II y del Catecismo de la Iglesia católica
(pars. 1046-50). El Concilio afirma la transformación final del universo, y hace notar que no
sabemos mucho de esto: “No conocemos ni el momento de la consumación de la tierra y de la
humanidad, ni cómo el universo será transformado”. Sin embargo, en esta nueva creación
seguiremos encontrando los frutos de nuestro ser, de nuestra acción y de nuestra historia,
“purificados del pecado, iluminados y transfigurados, cuando Cristo presente a su padre un
reino eterno y universal” (Flannery, 1996, 204-5).

La deificación del universo (Karl Rahner)


Los cosmólogos nos dicen que el universo visible está constituido por aproximadamente
ciento de miles de millones de galaxias. Se extiende y evoluciona. Nosotros podemos trazar
su historia volviendo al primer segundo de su existencia, hacia unos 13.700 millones de años,
cuando era extremadamente pequeño, denso y cálido. A medida que las galaxias se alejaban
unas de otras, la tasa de expansión parece aumentar. Hay dos escenarios científicos para el
futuro del universo: o en cierto momento dejará de extenderse, y comenzará a volverse
extremadamente pequeño, denso y cálido, o bien seguirá extendiéndose y se enfriará para
siempre. La visión actual de muchos cosmólogos es que el universo está destinado a

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extenderse para siempre, así se hará menos energético e incapaz de alimentar la vida. Es
evidente que toda la vida basada en el carbono está destinada a desaparecer. En unos cinco
mil millones de años, nuestro Sol se convertirá en un gigante rojo que se tragará la órbita de la
Tierra y de Marte y por último se transformará en una estrella nana blanca. En 40-50 mil
millones de años, la formación de las estrellas acabará en nuestra galaxia y en las otras
(Russell, 2008, 300-1).
Ese es el oscuro escenario del futuro: ¿Queda espacio para la esperanza cristiana? ¿Cómo se
pueden conciliar las previsiones que la ciencia hace para el futuro con la promesa de una
nueva creación? Karl Rahner considera la resurrección del crucificado no solo como la
promesa sino también como el comienzo de la deificación del mundo. Insiste en que lo que le
pasó a Jesús, en el ámbito físico, biológico y humano, es ontológicamente “el comienzo
embrioralmente final de la glorificación y de la divinización de toda la realidad” (Rahner,
1966, 128). En esta parte, analizaré más profundamente esta idea de la deificación del
universo material en el contexto científico de una disipación sin cesar. Para hacer esto, tomaré
en consideración la naturaleza misteriosa de la materia misma, su transformación radical en
la nueva creación y la continuidad real entre el universo del cual formamos parte hoy y la
nueva creación de Dios.

¿Qué significa hablar de la deificación de la materia?


En las tradiciones bíblicas y patrística, el universo material es visto como la buena creación de
Dios, destinada a participar con los seres humanos del cumplimiento final de Dios cuando
Cristo vuelva. A menudo la atención se centra en lo humano. Sin embargo, el ser humano se
veía como un ser necesariamente corporal y ligado a un mundo no humano. El cumplimiento
final de los seres humanos se entendió como algo que implica una nueva relación con el Dios
trino, con la comunidad humana y con la creación en el sentido más amplio. Según mi
manera de ver, esta tradición es un recurso valioso para la teología contemporánea. A la luz
de la última comprensión de la historia del universo y de la vida en nuestro planeta, y ante
las cuestiones ecológicas del siglo XX, la cuestión del sentido teológico de la creación no
humana y su futuro en Dios se debe plantear hoy de una manera menos antropocéntrica.
A la hora de analizar esta cuestión, es conveniente notar que no sabemos mucho al respecto.
William Stoeger relevó que si consideramos lo espiritual como algo misterioso, tenemos la
tendencia a pensar que en cambio comprendemos la materia. El buen sentido común sugiere
que el mundo de la materia es más o menos sencillo. Sin embargo, en este caso, el buen
sentido común nos induce al error. También la materia es misteriosa. Cuanto más
aprendemos sobre la relatividad general, la física de las partículas, la mecánica cuántica, el
origen de la materia al comienzo del universo y la nucleosíntesis de los elementos en estrellas,
más la materia va contra la intuición y se hace misteriosa. Y nosotros estamos lejos de
comprender la relación entre la materia en evolución constante que constituye nuestro cuerpo
y nuestro “Yo” personal e interpersonal. La naturaleza misteriosa de la materia, y de todo lo
que entendemos por espíritu, sugiere que deberíamos estar abiertos a un futuro para la
materia y el espíritu que sobrepasa todo lo que podemos imaginar actualmente.
Karl Rahner insiste en que la materia es realmente importante para Dios, que creó un
universo de criaturas como acto de amor para donar a sí mismo, queriendo siempre englobar
el mundo material en la encarnación y llevándolo a su cumplimiento en Cristo. Algunos
cristianos consideran el mundo material como una especie de teatro para el drama de la
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salvación, un teatro que en la vida eterna ya no se necesitará. En cambio, Rahner insiste en
que la materia no es algo que se puede poner de lado y considerar como una parte transitoria
del viaje del espíritu. Ella fue traída desde el comienzo por el amor de Dios que se dona a í
mismo. Sabemos que al comienzo nuestro universo era pequeño, denso y extremadamente
caliente y que se extendió permitiendo a las galaxias y a los planetas como la Tierra formarse,
a las estrellas quemar. Este proceso en su conjunto y en cada uno de sus aspectos fue
realizado por el Dios trino, presente, con amor, en cada una de sus partes.
Cada aspecto que emerge del universo es alimentado por la Fuente de Todo, creada en la
Palabra y confirmada por el Espíritu Santo.
Rahner habla de este don de sí por amor como del “elemento más inmanente en cada
criatura.” Entonces él puede afirmar: “No se trata de puro lirismo piadoso cuando Dante
considera que incluso el sol y los otros planetas son movidos por ese amor que es Dios mismo
que se dona” (Rahner, 1973, 289). En términos cosmológicos contemporáneos, podemos decir
que el principio más profundo del movimiento de las galaxias y de sus estrellas, el principio
más profundo del universo en expansión y en evolución es Dios presente por un amor que se
hace don de sí mismo.
En razón de la creación de Dios de un universo material por un amor que se hace don de sí
mismo, en razón de la encarnación, en razón de la resurrección, Dios y la materia caminan al
mismo paso. Como creador, Dios estuvo íntimamente vinculado a cada punto del universo
material. Dios se hizo carne, y se hizo materia en la encarnación. En el Cristo resucitado, una
parte del universo material ya se recapituló y se recondujo a Dios como promesa y comienzo
del cumplimiento de la creación material en Dios. Con respecto a la deificación del universo
material, se ha afirmado que el universo alcanzará su propio cumplimiento siendo elevado
por el amor de Dios que se dona. Sin embargo, hace falta hacer distinguir ese cumplimiento
del cumplimiento interpersonal ofrecido a los seres humanos, ya que se trata del
cumplimiento de la materia precisamente en cuanto tal. Pues bien, si por un lado se distingue
del cumplimiento interpersonal deificador de los seres humanos, por otro está
profundamente vinculado a él.
Todo esto significa que los cristianos son, o quizás deberían ser, “los más sublimes de los
materialistas.” No podemos pensar en nuestro cumplimiento sin pensar en el cumplimiento
del universo material y podemos concebir al Cristo resucitado sólo como quien existe para
siempre en la condición de la encarnación. Eso significa que “como materialistas, somos más
groseramente materialistas que los que se definen así” (Rahner, 1971, 183). Reconocemos que
la materia durará para siempre y será siempre glorificada.

La transformación radical
Al afirmar que el destino de la materia es un destino eterno, Rahner insiste en que la materia
sufrirá una transformación radical, “de la cual podemos sentir la profundidad solo con miedo
y temblando durante ese proceso que vivimos como nuestra propia muerte” ( Rahner, 1971,
183). Si, según afirma Rahner, la sola manera que tenemos para captar el sentido de
radicalidad de la transformación final, es haciendo una analogía con nuestra propia muerte,
es evidente que esa nueva creación no es simplemente el resultado de la evolución continua
del universo o de los avances humanos. Esta idea me parece importante. Ella se puede
profundizar con respecto a la muerte de Cristo. El verdadero fundamento para comprender la
radicalidad de la transformación del universo es la transformación que tuvo lugar en Jesús
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crucificado, igual que la realidad de la continuidad entre Jesús que fue crucificado y el Cristo
resucitado indica la continuidad entre este universo y la nueva creación.
La nueva creación trasciende y transfigura la antigua. Paul Evdokimov hace notar que el día
de la llegada de Cristo no se puede calcular contando los día que quedan: “La mano de Dios
agarra el círculo cerrado del tiempo empírico y lo eleva a un horizonte más elevado, una
dimensión diferente. Ese ‘día’ cierra el tiempo histórico pero no pertenece al tiempo. No se
puede encontrar en nuestros calendarios y es por eso que no podemos preverlo” (Evdokimov,
2001, 25). El tiempo, el espacio y la materia alcanzarán su cumplimiento y encontrarán su
futuro en la vida desbordante de Dios. Ni las Escrituras, ni las otras fuentes nos dan
informaciones sobre la naturaleza de la deificación de nuestro universo – solo la promesa
dada en Cristo y por su resurrección de un futuro en Dios.
Jürgen Moltmann afirmó con fuerza que sólo un acto radical de Dios puede brindarle la
curación y la redención a toda la creación. No seremos redimidos por los procesos
evolucionistas. La salvación puede llegar solamente de una transformación universal de este
mundo presente, como está descrito en Apocalipsis, donde Dios dice: “Ahora hago nuevas
todas las cosas” (21,5). Eso significa, según Moltmann, que “todo lo que fue creado, todo lo
que estaba allí, está allí y seguirá estando allí” debe ser hecho nuevo. La nueva y eterna
creación debe ser la nueva creación de este mundo que conocemos (Moltmann in Ellis, 2002,
261). Richard Bauckham criticó también con fuerza la importación del optimismo de la
Ilustración y de los puntos de vista de los progresos históricos y evolucionistas en la
escatología (Bauckham, en Bockmuehl, 2001, 271-3). Yo pienso que Moltmann y Bauckham
tienen razón cuando afirman que la salvación final no puede proceder de allí, sino solamente
de un acto radical de Dios que transforma toda la creación desde el comienzo hasta el final
conduciéndola eternamente a la vida divina de la Trinidad.
La nueva creación depende de un acto transformador de Dios, tan radical como el acto por el
cual Dios resucita a Jesús de entre los muertos. Personalmente creo que esta intuición
teológica puede echar luz sobre el problema que he descrito y que concierne la diferencia
entre la esperanza bíblica y el actual marco científico del futuro del universo que se extiende,
infinitamente, hasta convertirse en frío y sin vida. El problema se basa en parte en la
suposición de que el universo se puede concebir como un universo que evoluciona sin cesar
hacia una nueva creación. Si la idea teológica de la transformación final de la creación por
Dios se supone que coincide con el futuro muy lejano del universo, hay evidentemente un
problema a la hora de conciliar la escatología teológica con las previsiones científicas. Sin
embargo, no es necesario hacer esta suposición. Desde un punto de vista teológico, se nos
prometió que el universo será transformado y encontrará su punto culminante en Dios. La
teología no nos brinda informaciones sobre cuándo o cómo esto se dará. La teología no afirma
que el universo evolucionará hacia un estado perfecto al final y que esto coincidirá entonces
con el acto divino que hace nuevas todas las cosas. Si el acto de Dios es un acto radical, si la
mejor analogía para ese tipo de transformación es lo que llega con la muerte, ante todo la
muerte de Cristo, entonces el acto divino de hacer nuevo el universo entero depende del
universo que evoluciona paulatinamente hacia la perfección.
Es fundamental recordar que la resurrección del crucificado no dependió de un movimiento
cualquiera hacia el cumplimiento o la perfección en la vida y el ministerio de Jesús. La misión
de Jesús fue interrumpida por lo que pareció algo totalmente catastrófico. La resurrección fue
la transformación de una ejecución brutal y de un fin catastrófico del ministerio de Jesús en
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una nueva vida imprevisible. La resurrección fue la anulación radical del rechazo y de la
violencia salvaje y del fracaso aparente de la misión de Jesús. Pues bien, en un nivel más
profundo, los cristianos vieron que el acto de Dios de elevar a Jesús de hecho estaba también
en continuidad profunda con la vida de Jesús, vivida en el amor y con su muerte que fue la
expresión más radical de ese amor.

La continuidad real
Coincidiendo con Moltmann y Bauckham sobre la transformación radical que la nueva
creación implica, quiero afirmar con más fuerza aún la continuidad entre esta creación que
vivimos y el nuevo acto de Dios. Yo creo que Rahner expresa esta continuidad en su noción
de autotrascendencia, al afirmar que Dios les da a las criaturas la capacidad de lo nuevo.
Gracias a la presencia creativa y redentora de Dios en las criaturas, ellas pueden llegar a ser lo que
ellas no eran. Cuando la materia toma vida en la Tierra, cuando la vida llega a ser conciente y
personal, eso tiene lugar a través de la creación de Dios que permite transcender y llegar a ser
algo nuevo. Ante todo, cuando uno de nosotros, en seno de la comunidad humana y de las
criaturas, Jesús de Nazaret, está tan radicalmente abierto a Dios, siendo una sola cosa con Él,
que nosotros lo consideramos con toda razón como el Dios-con-nosotros, pues bien podemos
decir que en esta persona la creación trasciende en Dios. Jesús es entonces la
autocomunicación de Dios a la creación y, al mismo tiempo, la autotrascendencia de la
creación en Dios.
Rahner afirma que algo parecido tiene lugar cuando la creación entera es elevada hacia Dios.
Todo lo que constituye nuestra historia cósmica, social y personal, la aparición del universo,
la evolución de la vida en la Tierra y nuestra historia humana será reconducida a la vida de
Dios y encontrará su cumplimiento. Por un lado, el Reino de Dios que llegará no será
simplemente el resultado de la evolución de la historia cósmica, ni de la historia planificada y
cumplida por los humanos. Por otro lado, su llegada en la creación no será simplemente un
acto de Dios procedente del exterior. Se tratará de la acción de Dios, pero esta acción de Dios
se debe percibir como la autotrascendencia de la historia, cósmica y personal.
En términos cósmicos, esto sugiere que la llegada de Dios cumplirá y no anulará las leyes y
los procesos que actúan en la historia de nuestro universo y la evolución de la vida en la
Tierra. En el último capítulo, hago alusión a una idea importante de Robert John Russell: él
afirma que la nueva creación no se debe ver como si sustituyera la antigua, o como una
creación nueva ex nihilo. Dios debió más bien crear el universo “de manera que se pudiera
transformar” (Russell, 2008, 308). Dios creó un universo precisamente con esas características
necesarias, como condiciones previas para el acto de Dios de una nueva creación. Esas
condiciones y características de la creación presente son creadas de manera que puedan ser
transformadas en creación nueva. Me parece que lo que Russell describe aquí es una parte
importante de lo que Rahner quiere decir cuando habla de la acción de Dios que se da en y a
través de la autotrascendencia de nuestra historia cósmica y evolucionista.
Esta autotrascendencia en la creación nueva tiene también una gran importancia para
nuestras acciones humanas. Esta teología da una importancia absoluta a nuestras acciones y a
nuestros actos de amor. Ocuparán un lugar en el futuro de Dios. Rahner evidencia que existe
una tensión dialéctica entre las dos declaraciones, ambas ciertas: por un lado, la historia
humana dura y, por otro, ella será radicalmente transformada. La tensión entre las dos es
fundamental, porque ella “mantiene en nosotros una abertura al futuro aún dándole una
11
importancia radical al presente.” Nuestra propia historia y nuestros propios actos
contribuyen en el futuro de Dios. La historia no se olvida, “ella pasa en la consumación
definitiva de Dios” (Rahner, 1973, 270). Nuestros esfuerzos, nuestros compromisos
ecológicos, nuestras luchas por la justicia, nuestro trabajo en favor de la paz, nuestros actos de
amor, nuestros fracasos, nuestros momentos de oración silenciosa, nuestros sufrimientos,
todo eso tiene un sentido final.
Dios se preocupa por nuestra historia y por nuestra historia personal. La Palabra de Dios
entró en la historia par nuestra salvación. La historia es englobada por Dios en el
acontecimiento de Cristo y la historia humana es reconducida a Dios en la resurrección. Ella
tiene un sentido eterno para Dios. Nuestras historias tienen una significación final, siendo
elevadas hacia Dios y transformadas en Cristo. Esto es lo que significa para Dios transformar
el mundo rescatando, deificando el amor. Es la significación absoluta del don de sí de Dios
que encuentra su expresión en la creación, la redención y el cumplimiento final.

Esperanza para los animales


En el capítulo 5 del Libro de Apocalipsis, los ángeles, con los cuatro Seres vivientes que
representan la creación y con los Ancianos, cantan juntos un himno de alabanza al Cordero
degollado. Y, a continuación, todas las criaturas, sin excepción, se unen:

Oí que todas las criaturas del cielo,


de la tierra, de debajo de la tierra
y del mar
decían,
“Al que se sienta en el trono y al Cordero
la alabanza, el honor,
la gloria y el poder
por los siglos de los siglos!” (Ap 5,13)

En esta visión, cada criatura en los cuatro reinos del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y
del mar, se une en un canto de alabanza, celebrando la redención del Cordero que fue
degollado. Los animales, las aves, los insectos, los gusanos y todas las otras criaturas
subterráneas participan del gozo de la creación nueva.
¿Cómo debemos interpretar este texto? La tradición posbíblica encontró las maneras para
afirmar que la creación nueva en Cristo implica la esperanza no solamente para los seres
humanos sino también para el universo, pero no trató muy a menudo de manera explícita esa
esperanza para los otros animales. Es evidente que, implícitamente, las palabras de Pablo
sobre la creación que sufre se pueden entender como el mundo vivo, biológico. ¿Podemos
hacer una afirmación más explícita? En mi opinión, sí. Como siempre, antes de una
afirmación de ese tipo, hace falta reconocer que tenemos muy pocas informaciones sobre la
naturaleza de la vida de la creación nueva. Sabemos muy poco de ella. Lo que sabemos es que
Dios se nos reveló a través de Jesús y de la promesa hecha a nuestro mundo por su
resurrección. Eso nos permite, en mi opinión, expresar algunos puntos importantes relativos a
la esperanza para los otros animales: o sea que cada uno es conocido y amado por Dios,
habitado por el Espíritu Santo, redimido por Cristo, reside para siempre en la memoria viva
de Dios, y participa en la vida de la resurrección de una manera que va más allá de lo que se
puede imaginar.
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1. Cada animal es conocido y amado por Dios. En el Evangelio de Mateo, encontramos a
Jesús que llama los discípulos a confiar radicalmente en la providencia de Dios, e indicando el
amor de Dios para cada pájaro: “Y sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin el
consentimiento de vuestro Padre” (Mt 10,29). La Sabiduría de Salomón nos dice que Dios, que
nos ama, crea cada criatura por amor. Los animales, las aves y los insectos existen porque
Dios los ama. Son evocados y mantenidos en vida solamente por amor (Sb 11,24-26). El Dios
bíblico es un Dios de la ternura y de la compasión por todas las criaturas. Me parece útil
reflexionar sobre la capacidad que tenemos, como seres humanos, de relacionarse con los
animales. Tenemos la capacidad de comprenderlos, de entrar en empatía con su dolor, y de
alegrarnos por su bienestar y su vitalidad. Eso puede darnos sin ninguna duda una idea de
los sentimientos de Cristo por las cosas vivas. Tenemos razón al pensar que nuestra
experiencia humana de compasión por las otras criaturas es solamente el reflejo más pálido
de la compasión divina por los animales. El Dios de Jesús es un Dios de compasión radical,
una compasión sin fronteras ni límites. Se puede considerar que un Dios así conoce cada
experiencia de las criaturas, se alegra, sufre y las engloba todas en el amor.

2. El Espíritu Creador está interiormente presente en cada criatura y le permite existir y


actuar. Es la presencia de Dios en el Espíritu que da la existencia a cada animal. Como lo
afirma Tomás De Aquino, no hay nada en una entidad más interior que su existencia misma y
eso significa que la presencia de Dios y la acción creativa es lo más interior de todas las cosas.
En el lenguaje de la Biblia, el Espíritu respira la vida en todas las cosas de carne. Reciben la
vida solamente gracia al Soplo de Dios: “Si él retirara hacia sí su soplo, si retrajera a sí su
aliento, al instante perecería toda carne, y el hombre al polvo volvería” (Job 34,14-15). El
salmo 104, la gran celebración de la creación de Dios, canta los cielos, la tierra, las criaturas
vivientes de la tierra y del aire, y el mar con todas sus pequeñas y grandes formas de vida y
ve que ellas son mantenidas en vida por el Espíritu de Dios: “Si retiras tu soplo, expiran y
retornan al polvo. Si envías tu soplo, son creados, y renuevas la faz de la tierra.” (Salmo
104,27-30). El Espíritu está presente de manera creativa en cada criatura, habita en cada una,
la rodea con su amor, y la mantiene en la comunidad de la creación acompañándola en su
vida y en su muerte.

3. Los animales participan de alguna manera de la redención en Cristo. Cuando Apocalipsis


imagina todas las criaturas vivientes, “en el cielo y en la tierra, por debajo de la tierra y en el
mar,” que alaban al que está sentado en el trono y al Cordero degollado, es evidente que
todas estas criaturas participan de alguna manera de la resurrección llevada por el Cristo
crucificado y resucitado. Cuando Pablo habla de la creación que gime, y la ve esperar su
participación de la redención, la creación que sufre en la cual piensa, parece incluir la vida
biológica no humana. Cuando les Colosenses y Efesios insisten que “todas las cosas” en el
cosmos son reunidas (Ef 1,10) y reconciliadas (Col 1,20) en Cristo, parece que “todas las
cosas” incluyen no solamente la creación material, las fuerzas cósmicas y los seres humanos,
sino también los otros animales.
Si la tradición cristiana no ha reflexionado en profundidad sobre la redención de los animales,
la teología oriental de la redención y de la deificación à través de la encarnación es una
teología formulada en los términos más amplios posibles, los de Dios y de la creación entera.
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Dios engloba y conduce a Él la creación entera en la encarnación. De una manera especial,
Dios engloba la carne, no solo la carne humana, sino toda la carne que está tan íntimamente
ligada a ella. Haciéndose carne en Jesús de Nazaret, Dios se hizo parte integrante de la
historia de la evolución biológica de la vida en la Tierra, con toda la red de la vida y todo lo
que la sustenta. Se podría entonces considerar el acto redentor de Dios en la encarnación
como el acto que reconduce todo el mundo de la carne a la vida divina, en la creación nueva y
la deificación de todas las cosas en Cristo. Pero una pregunta queda pendiente: ¿Qué
significa hablar de otros animales que participan con nosotros de la nueva creación?

4. Cada animal se queda para siempre en la memoria viviente de Dios. En la versión de Lucas
del dicho sobre el pájaro, Jesús declara que ningún pájaro es “olvidado por Dios” (Lucas
12,6). Ahora está eternamente en la memoria divina. Este concepto de memoria divina ofrece
el fundamento para enfocar la redención final de las otras criaturas vivientes. El concepto
bíblico y litúrgico de memoria ofrece un recurso importante. En la liturgia de la iglesia,
evocamos las maravillas que Dios hizo por la creación y la redención. Cuando celebramos la
Eucaristía en la memoria (anamnēsis) de Jesús, hacemos algo que no solo recuerda el pasado,
sino que actúa también con fuerza en el presente y anticipa un futuro escatológico. Esta
experiencia de memoria vía puede ofrecer una débil analogía con la memoria redentora de
Dios. Lo que se nos sugiere aquí es que Dios se puede percibir no solo como presente en cada
criatura a través del Espíritu, puesto que la ama y le da la vida y la capacidad de actuar, sino
también como quien la inscribe eternamente en la memoria viva y en la experiencia de la vida
divina trinitaria.
Si para la Biblia nuestra memoria de Dios es una condición fundamental, es el recuerdo de
Dios que es primordial. Dios se acuerda de su alianza con nosotros para siempre (Salmo
105,8). Los seres humanos rezan para que Dios los guarde en la memoria divina (Jb 7,7; 10,9;
14,13; Sal 78,39). Los humanos existen porque Dios se acuerda de ellos y es previdente con
ellos (Salmo 8, 4). Al respecto Alexander Schmemann escribe sobre este concepto:

La memoria se refiere a la atención de Dios por su creación, al poder providencial por el cual
Dios “gobierna” el mundo y le da la vida de manera que la vida misma pueda expresarse de
manera durable en la memoria de Dios, y la muerte desaparecer de su memoria. En otras
palabras, la memoria, igual que todo en Dios, es real, ella es esta vida que él dona, de la cual
Dios “se acuerda”; ella es la eterna victoria sobre la “nada” a partir de la cual Dios nos llamó a
“su luz maravillosa” (Schmemann, 1988, 125).

Desde esta perspectiva, es la memoria divina que les permite ser e interactuar a las criaturas.
Ella es poderosa y extraordinariamente creativa. Ser guardados en la memoria divina quiere
decir ser continuamente creados “ex nihilo,” tener la posibilidad de existir, encontrar el
alimento y el agua y reproducirse. La memoria divina crea. Hace vivir las cosas. Permite a un
variado mundo de criaturas evolucionar en nuestro planeta. En respuesta al recuerdo creativo
de Dios, los humanos son las criaturas que están llamadas de manera especial a acordarse de
Dios. Este es el don del hombre y la tarea que le corresponde: la persona humana es alguien
que “entiende el mundo como el mundo de Dios, lo recibe de Dios y lo eleva hacia Dios”
(Schmemann, 1988, 125). En respuesta a Dios que se acuerda de la creación entera y le da la
vida, el ser humano está llamado a acordarse del Creador y a entrar entonces de una manera

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más total en la vida que se le ha donado. El recuerdo que el hombre tiene de Dios consiste en
“recibir ese don que crea la vida, adquirir constantemente la vida y crecer en la vida” (126).

Basándose sobre el amor fiel de Dios revelado en Cristo, se puede decir que Dios no olvidará
ninguna criatura que Él ama y crea. Cada una de éstas está inscrita para la eternidad en la
vida divina. El pájaro que cae en tierra no es abandonado, es recogido y llevado a la nueva
vida redentora en Cristo, en quien “la creación será librada de la esclavitud de la destrucción”
(Rm 8, 21). El pájaro que cae en tierra forma parte de “todas las cosas” que son reconciliadas
(Col 1, 20), reunidas (Ef 1,10) y hechas nuevas (Ap 21,5) en el Cristo resucitado. Se puede
suponer que en la vida compartida de Dios, cada criatura de cada época es protegida y
guardada valiosamente en el presente vivo de la Trinidad. En la Comunión de los Santos, se
puede suponer que compartimos la alegría divina en cada criatura. La Comunión de los
Santos se ampliaría entonces y sería la comunión de toda la creación. La capacidad que ya
tenemos de guardar preciosamente todo lo que constituye la historia de la vida no es nada
más que una gota de lo que Dios podría hacer. Además, nuestra memoria, incluso nuestra
memoria litúrgica, puede tener solo una débil analogía con la capacidad divina de guardar
todas las cosas y de hacerlas vivir en la memoria eterna del Dios Trino.
En la teología de la encarnación que se sugiere aquí, cada pájaro es conocido y amado por
Dios, participa de la redención en Cristo, y es eternamente protegido y preciosamente
guardado en la vida de la Trinidad. Las criaturas que nacen de la abundancia de la Comunión
divina encuentran la redención en el hecho de ser elevadas hacia esta Comunión de una
manera que no podemos explicar completamente. John Haught habla de toda la creación que
es rescatada a través de la elevación a la duradera experiencia divina del mundo. El afirma
que todo en la creación, “todos los sufrimientos y las tragedias, igual que la aparición de una
nueva vida y la belleza intensa” ha sido salvado por el hecho “de estar englobado en el
sentimiento de Dios por el mundo” (Haught, 2000, 43). Las criaturas individuales residen en
manera permanente en la compasión eterna de Dios.

Al respecto, las criaturas individuales son elevadas hacia la experiencia de vida de la


Trinidad, y son celebradas, respectadas y honradas en la Comunión divina y en la Comunión
de los Santos. Ya he evidenciado que sabemos muy poco sobre el cómo de nuestra vida
resucitada en Cristo, y aún menos sabemos de la resurrección de las otras criaturas.
Esperamos lo que supera nuestra capacidad de imaginar porque nuestra esperanza reside en
Dios que sigue siendo siempre un misterio incomprensible. Esperamos lo que no vemos (Rm
8,24) y que no podemos imaginar: la transformación de la creación entera en Cristo. Lo que
conocemos es la promesa de Dios hecha por la resurrección de la Palabra que se hizo carne.
Podemos esperar que, por nuestra participación de la Comunión de los Santos, participemos
también de la alegría de Dios en otros animales, en la abundancia de la creación que alcanza
su cumplimiento en Dios. En particolar, podemos esperar que la relación que tenemos con
algunas criaturas determinadas, como por ejemplo un perro muy amado, no se acabe con la
muerte, sino que estas criaturas puedan tomar parte en la vida eterna.

5. Hay motivos para esperar que los animales participen de la resurrección de Cristo. Lo que
afirmo es que cada animal conocido y amado por Dios es la morada del Espíritu Creador,
participa de la redención en Cristo, y permanece para siempre en la memoria viva de Dios.
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¿Se puede decir algo más? Yo creo que sí. Pienso que se puede decir que los animales
esperarán su cumplimiento redentor en Cristo. No serán solamente recordados y guardados
preciosamente en la memoria, sino también recordados y llamados a la vida nueva. No
tenemos una imagen inventiva de la nueva creación. Cualquier imagen que podamos crear
basándonos en nuestra experiencia presente pronto se revelaría inadecuada. Sin embargo,
esto es cierto también para la resurrección de los seres humanos. Podemos imaginar la
resurrección de un cadáver pero no podemos imaginar la transformación radical de la
resurrección. El hecho de que la vida de la resurrección supera la imaginación no quiere decir
que no es real. Tenemos una imaginación limitada, que no funciona bien cuando tiene que
ver con Dios, que es el futuro absoluto y la fuerza de la nueva vida. Por supuesto ella es
también inadecuada cuando tiene que ver con la física cuántica o la cosmología. Lo que es
real puede ir más allá de nuestra imaginación y de nuestros conceptos.
El fundamento de nuestra esperanza no es la imaginación sino el Dios revelado en Jesús.
Como lo evidenciaba al comienzo, nosotros necesitamos una teología negativa del futuro.
Necesitamos saber lo que no sabemos. Lo que tenemos es ala esperanza basada en nuestra
experiencia de Dios con nosotros en Jesús y en el Espíritu. Según Elizabeth Johnson lo ha
dicho, nuestra esperanza no está basada en la información que tenemos sobre el futuro sino
en “el carácter de Dios” revelado en el acontecimiento de Cristo (Johnson, 1998, 201). Lo que
propongo es que podemos pensar que, basándose sobre el carácter de Dios revelado en el
acontecimiento de Cristo, cada animal y cada ave participarán de alguna manera en la vida
resucitada. Encontrarán su cumplimiento en Dios. El Dios de la vida de la resurrección es un
Dios que lleva de alguna manera a cada criatura a la vida dinámica y eterna de la Comunión
divina.
En Apocalipsis, el que está sentado en el trono dice: “Ahora hago nuevas todas las cosas” (Ap
21,5). En mi opinión, esas “todas las cosas” incluyen los otros animales. Es evidente que Dios
respetará la naturaleza particular que es específica de cada criatura. Lo que es un
cumplimiento apropiado para un ser humano podría no serlo para un cangrejo, un mosquito
o una bacteria. Es importante recordar que los grandes teólogos como Tomás de Aquino y
Bonaventura consideraron la diversidad de las criaturas como expresión de la abundancia
desbordante de la bondad divina. Tenemos todas las razones para esperar que el abanico
variado de las criaturas que nacen de la abundancia de esta Comunión divina encuentre su
redención siendo reconducido eternamente a esta Comunión divina en la forma más
apropiada. Puesto que Dios se relaciona con cada criatura según sus propios términos, el
cumplimiento final será conforme a la naturaleza de cada criatura. Guardando esto en nuestra
mente, creo que podemos decir que cada criatura encontrará su propia redención en la
Comunión divina de una manera que nosotros no podemos imaginar completamente ni
articular.
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